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Desnudez
Desnudez
Habit ar lo inhabit able. La práct ica polít ico punit iva de la t ort ura (Int roducción y capit ulo 1)
Ignacio Mendiola
Vulnerabilidad, precariedad e inhabit abilidad. Imágenes para repensar la producción de vidas (in)vivibles.
Ignacio Mendiola
Desnudo y desnudez: lecturas biopolíticas del cuerpo exhibido y expuesto
Ignacio Mendiola
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ese sujeto autoreflexivo e independiente que camina descorporeizado por el andamiaje
filosófico de la modernidad, afirmar que somos cuerpo, que no podemos desligarnos de
esa corporalidad a partir y a través de la cual experimentamos lo social, que el cuerpo
lejos de ser mero añadido de nuestra existencia es la realidad semiótico-material desde
la que se funda la vivencia de lo social y que en él, en las formas en que es producido,
está ya en ciernes el modo en que habremos de co-existir, lo que viene entonces a ubicar
la corporalidad en un lugar absolutamente central en la ontología de lo social.
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ajusten a lo que de ellos se espera. Y menos aún debería extrañar que la desnudez, su
tratamiento, proliferación, prohibición o espectacularización, esté en el núcleo mismo
de una forma de concebir lo social porque si bien es cierto que la contemplación de un
cuerpo es la contemplación de un entreveramiento de carne y ropaje de diverso signo
mediada por un(os) sentido(s) que nos dice(n) cómo es ese cuerpo y cómo nos podemos
relacionar con él, cuando nos confrontamos con un cuerpo desnudo, la significatividad
de ese cuerpo, ahí donde la materialidad de la carne se exhibe sin apenas tapujos,
adquiere una mayor relevancia, como si la desnudez del cuerpo fuese algo que viene a
mediar de un modo si no determinante sí al menos con una indudable fuerza la
experiencia vivencial y semiótica de ese cuerpo que muestra ahora, con mayor o menor
reparo, su carnalidad. El cuerpo desnudo no es, en este sentido, un cuerpo cualquiera, es
un cuerpo sobresignificado, un espacio liminal entre lo natural y lo cultural, en cuyo
espacio parece reverberar un acercamiento a la verdadera naturalidad del cuerpo, como
si el “quedarse al desnudo”, tal y como el uso coloquial se aviene a sugerir, trajese
consigo una exposición carente de mediaciones, límpida, en donde el aparecer se funde
con el ser. Aún cuando la imagen de la desnudez tiende a deslizarse hacia esa
naturalidad incontaminada, como ya queda reflejado en la asociación que se establece
entre la práctica del nudismo y su nominación en términos de naturismo, el cuerpo
desnudo es un cuerpo inevitablemente revestido de significaciones respecto al cuerpo y
a la propia desnudez, un cuerpo mediado por tramas de significado y relaciones de
poder que si bien lo acercan narrativamente a esa supuesta naturalidad incontaminada
no por ello nos muestra la verdad del cuerpo sino tan sólo una específica construcción
de la corporalidad que recompone a su manera esa mediación entre cultura y naturaleza
que, por su parte, la alusión al naturismo había tendido a dicotomizar.
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del cuerpo de la mujer; en segundo lugar, el análisis se vuelca en la producción de la
desnudez en tanto que proceso epistemológico-político-económico de socavamiento de
formas de vida que arrojan a la vulnerabilidad, a la nuda vida, a los habitantes de unos
espacios violentados. La cultura occidental arranca con un ensalzamiento del desnudo y
se despliega, en el transcurso de la modernidad, con una constante producción de
desnudez, como si el cuerpo desnudo que otrora constituía el preludio de un secreto, la
huella que hay que descifrar, quedase transmutada, en determinados espacios y tiempos,
en mera superficie carnal que ha sido desnudada y que no esconde ya nada sino que tan
sólo anuncia el golpe que va a recibir.
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bien contiene la “naturalidad” de la propia carne expuesta nunca deja de estar mediado
por tramas simbólicas que establecen cómo entender el cuerpo y cómo interactuamos
desde él con las personas que comparten el espacio en donde el desnudo hace acto de
presencia. No hay nada banal en el cuerpo desnudo aún cuando el desnudo mismo se
pueda vivir con entera normalidad desde esa banalidad cotidiana cimentada en el hábito
que articula lo que el escritor Juan José Saer denomina, con sutil precisión, la
“contingencia salvadora”. El desnudo, en tanto que forma de proyectarse ante los demás
desde la propia carnalidad, no designa una arbitrariedad con la que nos podemos topar
azarosamente en el transcurso de lo cotidiano, sino que cuando irrumpe lo hace ya en
unos espacios (artísticos, lúdicos, eróticos, nudistas) y tiempos que tienden a estar
previamente delimitados conformado así unas condiciones de posibilidad del desnudo
que lo despojan de la sorpresa, del sobresalto que su inesperada contemplación pudiera
deparar allí donde no se le espera.
Pero los espacios, porque no están cosificados, porque están atravesados por la
propia práctica de los habitantes, también se abren, se reformulan y el desnudo también
puede aparecer allí donde no se le esperaba, reformulando el ordenamiento del espacio,
el modo en que los sujetos y los objetos se disponen en él; es por eso por lo que se
puede trazar una sociogénesis del desnudo que indague en el espacio y el tiempo en el
que apareció. Y en esta sociogénesis del desnudo, de pensar el desnudo y de ponerse
desnudo ante los demás, la Grecia clásica viene a constituir una referencia ineludible:
“La asombrosa idea de ofrecer a la vista pública un cuerpo desnudo fue griega”
(Sánchez, 2007: 19). Desde el horizonte de sentido que abre esta constatación, hay que
tener presente que el desnudo no es el punto de partida, no es la situación “natural” de la
que se parte sino que, por el contrario, al desnudo se llega por el modo en que se
redefine la relación con el cuerpo, por la trama de significados que se condensan en el
hecho de que se empiece a sancionar positivamente el mostrase desnudo y la Grecia
clásica, precursora del desnudo, proyecta en las figuras escultóricas de los kouroi, en los
jóvenes varones que exhiben su desnudez, que cultivan la desnudez en los gymnasia,
que participan desnudos en competiciones atléticas, todo un imaginario de belleza y
virtud que despoja al hombre de la vestimenta y lo muestra exhibiendo su potencialidad
controlada, el carácter noble y heroico de un desnudo al que accederá tardíamente la
mujer pero tan sólo para mostrar mayormente a Hermafrodita, la diosa del amor. El
desnudo es la huella de un dominio del cuerpo, de que el cuerpo no está dejado al
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arbitrio de las desmedidas pasiones sexuales tal y como pudiera apreciarse en la
representación del sátiro, en el desnudo, por el contrario, el hombre muestra que porta
un cuerpo disciplinado, que los flujos que lo atraviesan, los humores, están en
equilibrio, posibilitando así la aparición de ese cuerpo desnudo y bello que parece “un
regalo de la naturaleza” y, según Tucídides, “un logro de la civilización” (Sennet,
1997).
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la misma) y que será objeto de desarrollo en el siguiente epígrafe, el modo en que Clark
expone este concepto no responde tanto a un estado carencial transido de vulnerabilidad
por haber quedado expuesto ante los demás sino que anuncia, por el contrario, la propia
inmediatez de un cuerpo que simplemente está desnudo. Sin embargo, en el transcurso
de esta diferenciación desnudo-desnudez en donde el peso recae sin duda alguna en la
conceptualización y expresión artística del desnudo, en las formas variables que éste
pudiera adquirir, la propia caracterización que queda, como de soslayo, de la desnudez,
presenta el riesgo de convertir al cuerpo que “no está vestido por el arte”, que no posa,
en un residuo susceptible de ser aprehendido por medio de la mera experiencia
naturalizada, despojada de mediaciones simbólicas, de un cuerpo carente de envolturas.
Pero ante esta deriva que acaso tan sólo vendría a continuar, en su campo específico de
actuación, la denostada diferenciación entre sociedad y naturaleza, como si fuera
posible establecer campos diferenciados de actuación en donde lo social y lo natural
desplegasen sus propias peculiaridades, habría que afirmar que “no puede haber un
cuerpo sin ropa que sea “otro” del desnudo, porque el cuerpo siempre está en
representación” (Nead, 1998: 34).
La visión artística del desnudo que hemos heredado desde la Grecia clásica se
construye así por oposición a una visión simplificada de la desnudez que pretende
quedar circunscrita a una supuesta naturalidad frente a la cual se alza el desnudo no
tanto para designar el modo en que se está cuanto el modo en que el ser se muestra
como un objeto de contemplación para uno mismo o para otros; el desnudo, afirmará
Berger, “está condenado a no alcanzar nunca la desnudez. El desnudo es una forma más
de vestido” (2002: 62) y, por su parte, Jullien, recordará que la desnudez remite a un
movimiento, a un vivir, a una forma de vivir, mientras que el desnudo fija por medio de
diversos procedimientos estéticos el cuerpo que ha de exhibirse. Aún cuando esta
distinción presenta toda una serie de problemas epistemológicos que habrán de ser
revertidos en el arte contemporáneo por medio de la difuminación que se establece entre
vida y arte, la propia caracterización del desnudo en esos términos presenta el valor
heurístico de acercarnos al modo en que se entendía la práctica y representación del
desnudo en la Grecia clásica ya que lo que aquí palpita, lo que subyace a la exhibición
del cuerpo desnudo, presenta en última instancia un cierto alejamiento de la vida
entendida en toda su heterogeneidad, como si fuese preciso realizar un ejercicio de
remontar desde la propia vida, eliminando todo aquello que haría las veces de obstáculo
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(la vivencia cotidiana del cuerpo que enferma, envejece), para acceder a un secreto
escondido. Así las cosas, cuando la Grecia clásica, a juicio de Jullien, confiere una
centralidad al desnudo, lo está haciendo en unos términos que actúan a contracorriente
de la desnudez, proponiendo un desnudo que es pose y que es vehículo de transmisión
de una esencialidad, como si el desnudo compusiese, por su propia articulación, una
imagen del Hombre, de lo que representa ser Hombre de un modo tal que el ser no
remite a un devenir contingente (cotidiano) cuanto a un ente que acontece a través de su
representación (idealizada).
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algo, el desnudo mismo, que si bien por la simple repetición de su contemplación nos
parece algo natural, responde a formas de pensar y de hacer sociohistóricamente
específicas: la objetivación del cuerpo desnudo es la huella de una metafísica
(occidental) que busca el ser a través de una forma desligada del espacio y del tiempo.
Y a modo de corolario de esta premisa Jullien afirmará que “si el desnudo vuelve con
tanta fuerza en el Renacimiento y durante toda la edad clásica (en la que la pose se torna
“académica”), es porque es contemporáneo de la constitución de una ciencia objetiva de
la naturaleza basada en la necesidad y la universalidad de sus leyes (…); es paralelo al
florecimiento de las teorías de la perspectiva que construye el objeto de la percepción y
confiere al modelo su relieve” (2004: 113).
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experiencia de la corporalidad y eso desencadena ya una quiebra del primado de la
conciencia reflexiva sobre el cuerpo al tiempo que horada las fronteras de una
supuestamente autocentrada conciencia para mostrar la exterioridad que le atraviesa, la
imposibilidad de que el sujeto cognoscente de cuenta en su totalidad de sí mismo toda
vez que siempre hay una “presencia antecedente” que nos hace, nos dice y nos piensa y
que, sentando las condiciones de posibilidad de la emergencia misma del sujeto, le
arroja a un estar desde, con(tra) y en(tre) la otredad.
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espera) que anticipa el espacio corporal en el que habrá de proyectarse el deseo
masculino. Frente al cuerpo grotesco marcado por una continua apertura de sus orificios
corporales que lo sumen en un estado de desmedida, de caos que escapa a las normas
impuestas, abandonado a los impulsos sexuales y a los excesos alimenticios (Bajtin,
1988), el cuerpo femenino se presenta, por el contrario, desde la contención, desde la
eliminación más o menos sutil de cualquier asomo de deseo, desde la supresión de todo
bello que remite simbólicamente a la pasión sexual, quedando así sumido en un
ejercicio de regulación moral y estética que dictamina la sujeción del cuerpo femenino
desnudo a un imaginario que incorpora una jerarquía interna a la diferenciación hombre-
mujer. Opera aquí, en consecuencia, otra suerte de desligamiento sustentado en una idea
de belleza, también ella esencializada, que establece cómo ha de disponerse el cuerpo
femenino desnudo para disfrute de una mirada oculta pero presente en la propia
conformación de la representación.
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experimentado, de ese cuerpo desde el que se vive y se siente, inmerso en una
cotidianidad atravesada por relaciones de poder, por carencias y posibilidades, por
límites que nos abren y nos cierran simultáneamente. El viejo tema de la relación entre
el arte y la vida adquiere en el tema del desnudo un ejemplo sin duda revelador y, por
ello, frente a la ocultación de lo vivido que cumplimenta el desnudo, frente al cuerpo
(masculino) canonizado de la Grecia clásica y al cuerpo (femenino) regularizado y
espectacularizado del Renacimiento, no será de extrañar que en los sucesivos intentos
por representar el desnudo, desde las vanguardias artísticas del XIX hasta gran parte del
arte contemporáneo, se haya operado una suerte de redefinición de las fronteras entre el
arte y la vida, reintroduciendo en el arte lo que éste había expulsado: el cuerpo cotidiano
alejado de cánones de belleza y pulsiones reguladoras, el cuerpo banal que vive la
multiplicidad de lo cotidiano, el cuerpo sintiente que expresam deseo y erotismo. Ello
no supone, lógicamente que la lógica de la espectacularidad desaparezca, tal y como
pone de relieve, por poner un ejemplo, las fotografías de desnudos masivos realizadas
por Spencer Tunick en entornos urbanos o naturales, pero sí podemos sugerir que hay
todo un desarrollo artístico que pretende subvertir la lógica de la espectacularidad y
representar la experiencia de sujetos encarnados mostrándola desde esa vida
cotidianamente vivida que se adentra en el campo del arte deshaciendo y reformulando
los límites entre vida y arte.
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en pos de la racionalidad científico-técnica (Hegel), de la paz perpetua (Kant), deja a su
paso todo un amplio rastro de desnudez, de nuda vida (Agamben, 1998). El desnudo
acontece así como la plasmación estética de un proceso multidimensional que no deja
de producir desnudez.
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reflexiones vertidas por autores como Escobar (1999), Lander (2005), Castro-Gómez y
Grosfoguel (2007) y Mignolo (2001, 2003) que un dispositivo de colonialidad entreteje
ambas violencias productoras de una larga lista epistemicidios y etnocidios y las arroja
al núcleo mismo del desarrollo de la modernidad en tanto que forma predominante de
relacionarse con otros espacios y con los habitantes de esos espacios. Veamos dos
sucintos ejemplos de esa articulación de zonas de contacto entre extraños en donde el
relato de la desnudez del otro anticipa, por el modo en que es presentada, la posterior
producción de desnudez.
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paradigmático de sentido (Jauregui, 2008) a través del cual se produce el encubrimiento
del otro (Dussel, 1992); muestra indudable que lo que define al otro no es tanto una
forma cultural diferente con la que pudiera caber la posibilidad del diálogo cuanto una
forma de vida que niega la cultura misma y, por tanto, esa forma de vida puede ser
eliminada porque no es tanto propia de lo humano cuanto de un salvajismo ilimitado
que se muestra desde su desnudez.
El segundo ejemplo nos lleva al relato con el que Pêro Vaz de Caminha da
cuenta al rey Manuel I del encuentro tenido con unos habitantes de lo que hoy sería
Brasil; la desnudez vuelve aquí a aparecer como elemento a destacar, como elemento
sobre el que poder trazar una diferenciación irrefutable: “Son de facciones pardas, como
rojizas, de buenos rostros y buenas narices bien hechas, andan desnudos sin ninguna
cobertura ni estiman en nada cubrir ni mostrar sus vergüenzas, y tienen respecto a eso
tanta inocencia como en mostrar el rostro” ([1500] 2009: 101); la desnudez, como
decíamos, se impone al viajero y con ella la ausencia de vergüenza con la que
relacionarse con el propio cuerpo, la sorprendente naturalidad, podríamos decir, con la
que se vive el cuerpo desnudo. De estos habitantes, que se muestran en este relato sin
asomo de canibalismo, sin muestra alguna de agresividad, se nos ofrece una descripción
en la que aparecen como buenos, inocentes, sencillos, personas a las que no hay que
hablarles duro porque si no se asustan. A estas personas que “no tienen ni entienden
ninguna creencia”, que “son mucho más nuestros amigos que nosotros de ellos”, tan
sólo les falta entender a los que han llegado para ser cristianos porque, en rigor, no
tienen nada que merezca ser resaltado, tan sólo sus excelsos cuerpos: “Andan muy bien
curados [sanos] y muy limpios, y en aquello me parece todavía más que son como aves
y alimañas monteses, a las que les hace el aire mejor pluma o mejor pelo que a las
mansas, porque sus cuerpos están tan limpios y tan gordos [fuertes] y tan hermosos que
no lo pueden estar más” ([1500] 2009: 123); esta “gente bestial” que carece de todo
menos de su sobresaliente corporalidad desnuda, merece, en definitiva, ser rescatada del
estado primitivo en el que están inmersos, esto es, ser amansados por el cristianismo. La
desnudez es vista aquí, en definitiva, como huella de una triple carencia que remite al
ser, al conocer y al tener. Una triple carencia que anuncia una vida que se agota en sí
misma, en la ausencia, nuevamente, de un proyecto vital que merezca ser desarrollado,
de un lenguaje portador de un mínimo atisbo de racionalidad. Y, se entenderá, en
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consecuencia, que una vida que arrastra esta triple carencia es una vida que puede ser
erradicada sin que la conciencia se vea alterada en lo más mínimo.
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de Hércules y de domesticar la realidad que yacía escondida, no deja de lado la
producción del desnudo –más volcada ciertamente en una lógica espectacular que
geométrica- pero conjuntamente, tal y como estamos argumentando, dicha producción
del desnudo viene a solaparse con la producción de la desnudez convertida ésta en rasgo
central del propio desarrollo de la modernidad. La vida del otro, de ese otro inferior,
exotizado, impregnado de la antes referida triple carencia, es ya una vida que negada en
sí misma en tanto que portadora de una epistemología propia, de un modo de vida
específico, queda reducida a mera materia corporal y a esa vida y a su espacio se le
exigirá disponibilidad, disponibilidad para trabajar, para que el espacio se torne en un
espacio de producción, disponibilidad para que el espacio local quede abierto a los
requerimientos que el capitalismo globalizante de cada época demanda: la desnudez no
es sino la borradura de lo propio y su transmutación en un apertura que se quiere
estructural. Pero, por ello mismo, porque esa vida queda sometida a la posibilidad del
epistemicidio y etnocidio, la producción de desnudez deberá ser también un intento por
minar la resistencia que emana de esa vida que niega la desnudez a la que se le quiere
someter, que niega que lo propio tenga que devenir impropio. La producción de
desnudez articulará por ello un espacio de lucha desigual, de codificaciones y
descodificaciones, de reglamentación que pretende minar la irrupción de la línea de
fuga.
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Occidente y, más concretamente, su concreta plasmación en los países nórdicos una vez
que la hegemonía mantenida por España y Portugal se ha desplazado ya hacia el norte
de Europa. Resulta convincente en este sentido que al hilo de su brillante análisis del
cosmopolitismo kantiano, Duque concluya que “a pesar de todas las protestas del gran
filósofo contra la guerra y de sus indudables buenas intenciones respecto a una positiva
paz final, ésta (y no simplemente la paz “negativa”, en cuanto “fin de hostilidades”) no
podría ser otra cosa en definitiva que la prosecución perpetua de la guerra ad extra,
como única manera de mantener la paz y la “calidad de la vida” ad intra” (2006: 29). Y
esta prosecución perpetua de la guerra frente a la diferencia, frente a lo que no se
acomoda al proyecto de modernidad, es lo que se vierte, en última instancia en la ya
apuntada producción de desnudez que no es sino una producción de disponibilidad. Y,
por ello, cabe afirmar que la producción de la desnudez deviene rasgo consustancial de
la modernidad, elemento nuclear que lejos de atender a un rasgo periférico que pudiera
o no acontecer, designa aquello que la propia modernidad precisa para poder acometer
su proyecto inacabado por inacabable de progreso-crecimiento que se cimienta en la
exterioridad de la naturaleza (lo que posibilita una relación de dominio y posesión que
se precipita en las múltiples formas de explotación de la naturaleza y que conducen, en
última instancia a la multidimensional crisis ecológica que hoy sufrimos) y en la
inferioridad de la otredad (huella de una jerarquía de lo humano que se extiende desde
su formulación en los inicios de la modernidad hasta el actual desarrollo neoliberal de
una globalización que socava continuamente formas de vida con el fin de mantener el
entramado simbólico y tecnocientífico del quehacer político-económico de un
capitalismo que es siempre, como sugerían Deleuze y Guattari, neocapitalismo).
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sociohistórico en tanto que forma de vida contingente que plasma, en su propia
variación y concreción, los modos en los que puede acontecer un vivir que es siempre
un con-vivir) y zoe (que alude a la vida en tanto despliegue biológico-corporal de un
vivir que se mantiene con vida sin que ello aluda directamente a un contexto social
porque remite tan sólo al hecho de vivir mismo). A juicio de Agamben lo que
caracteriza al presente que vivimos no es tanto esa producción de zoe, de nuda vida, en
tanto que vivir desligado de un determinado contexto social, cuanto una creciente
indistinción entre bios y zoe, como si en las actuales modos de vida se estuviese
operando una continua producción de nuda vida que se adhiere a las formas de vida
anticipando un posible socavamiento. Obviamente, la nuda vida no remite aquí a la
concepción del desnudo en tanto que construcción político-estética de una corporalidad
que se muestra y exhibe ante los demás; la nuda vida opera en el ámbito teórico y
vivencial que encierra la desnudez en la medida en que remite a un con-vivir atravesado
por la carencia: la desnudez es el cuerpo sin refugio, el cuerpo no tanto que se exhibe
sino el cuerpo que ha quedado expuesto, hendido de vulnerabilidad, atravesado por una
exterioridad que socava sus procesos de ordenamiento impidiendo así que la forma de
vida sea aquella que plasma la vida que se quiere vivir porque ese vivir, transido de
nuda vida, es un vivir surcado por la violencia que exige formas de vida disponibles,
carentes de refugio.
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racionalidades de diverso signo, acomete el intento de mantener con vida a la vida para
hacer de la vida una realidad moldeable y circunscrita a los límites que las relaciones de
poder, sustentadas en la disciplina y el control, establecen e imponen. Tendríamos así
un doble modelo, el soberano, articulado en torno a la producción de muerte, y el
biopolítico, fundamentado en la producción de vida. Sin embargo, y tal y como hemos
argumentado con más detalle en otro lugar (Mendiola, 2009), el reto no es tanto
componer un modelo histórico de relaciones de poder que va dejando atrás lo que
caracterizaba al pasado (un modelo que, por otra parte, no suscribe el propio Foucault)
cuanto ahondar en la heterogeneidad de relaciones de poder que se agolpan en cada
concreción sociohistórica y apercibirnos que el transcurso de la modernidad ha
enhebrado en formas variables la producción de vida y de muerte, siendo esta muerte no
sólo la muerte directa en donde refulgía con toda su violencia “el brillo asesino” del
poder soberano sino también una muerte indirecta que aflora como consecuencia de la
negación de formas de vida sumiendo a éstas en una ya aludida vulnerabilidad
estructural que se distribuye geopolíticamente (Butler, 2006). Hay, en este sentido, un
hacer morir pero también un dejar que se muera, algo a lo que podríamos referirnos
como un hacer-dejar-morir que tiene en cuenta que para que acontezca el dejar morir,
conjuntamente, se tiene que articular un determinado ordenamiento de lo social que
posibilita que el dejar morir tenga lugar, lo que viene entonces a rescatar el dejar morir
de una supuesta aleatoriedad que pudiera o no tener lugar para resituarlo en el núcleo
mismo de un modelo social que produce estructuralmente el dejar morir. La muerte de
miles de inmigrantes naufragados en el Mediterráneo huyendo de países
desestructurados por un hacer (neo)colonial y tratando de esquivar una lógica policial
que hace de la vigilancia de las fronteras una exigencia irrenunciable más allá de
cualquier apelación a los derechos humanos, el ataque brutal e indiscriminado a los
territorios palestinos sin que ello apenas tenga consecuencias en el campo de las
relaciones internacionales o, por citar un último caso, la desestructuración del mundo
agrícola sometido a una creciente tecnologización y explotación intensiva que quiebra el
modelo agrícola de escala más pequeña sustentador de la soberanía alimentaria
desencadenando así la pauperización del campesinado, hacen las veces de ejemplos sin
duda reveladores de cómo puede activarse un dispositivo sustentado en el hacer-dejar-
morir que funciona en paralelo al hacer vivir desplegado intramuros.
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Aún cuando las relaciones entre el hacer-dejar-morir y el hacer vivir son
complejas y en modo alguno podría plantarse que cada dispositivo de poder posee un
espacio propio de actuación en donde le está vedada la entrada al otro, la mera
propuesta, aquí tan sólo enunciada, que enfatiza la necesidad de su análisis conjunto
tiene la virtud de reintroducir tanto en un plano teórico como empírico la violencia
simbólica y material en el núcleo mismo de estas sociedades occidentales que se definen
a sí mismas desde un entramado de valores ilustrados (democracia, igualdad, progreso
etc.) que pareciera haber desterrado la violencia a otros sujetos y espacios. La guerra
contra el terror impulsada por EEUU tras los ataques del 11 de septiembre ha traído
consigo no sólo un ingente despliegue militar en aquellos espacios asociados al “eje del
mal” sino también la instauración de un marco discursivo que mediante la continua
adjudicación del terror al otro (musulmán, extremista, fundamentalista) ha propiciado,
de soslayo, una suerte de exteriorización de la violencia, como si la violencia fuese algo
que compete únicamente a unos determinados otros, como si el terror fuese monopolio
de aquellos que ubicados al margen de proyecto de la racionalidad moderna atentan
contra ésta, como si la inseguridad no estuviera también provocada por el propio
despliegue del discurso de demanda seguridad. La línea argumental que aquí
proponemos y que se articula en torno a la producción de la desnudez reintroduce la
violencia allí donde se la pretendía exteriorizar, una producción topológicamente
compleja (que exige redefinir la dicotomía local-global) que es consustancial al modo
en que se produce y despliega el hacer vivir. Al dejar morir (pobreza, hambre,
condiciones laborales, naufragios de inmigrantes…) subyace todo un entramado que
presenta ramificaciones políticas, económicas, epistémicos, jurídicas y ecológicas y que
apuntala la posibilidad misma de que se deje morir a alguien, de que en ese espacio, al
que se le exige disponibilidad, todo sea posible. Producir desnudez es, en última
instancia, socavar todo aquello que actúa como indisponibilidad, quebrar el
ordenamiento de lo social que obstaculiza la mercantilización de los espacios. Y la
modernidad-colonialidad no es sino todo un dispositivo multidimensional que no deja
de producir desnudez mediante el entreveramiento de un hacer-dejar morir y un hacer
vivir.
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la intemperie. Si bien Agamben tiene en mente el espacio del campo de concentración
tras su genérico concepto de campo, como si la jerarquía del horror estuviese coronada
por la tanatopolítica desplegada en Auswitch, convertido éste en “nomos biopolítico de
la modernidad”, el acercamiento sociohistórico a una producción de la desnudez desde
el sustrato ya enunciado de una modernidad-colonialidad, no puede hacer de Auswitch
el campo por excelencia cuanto uno, sin duda relevante, de una larga historia
ignominiosa en donde se cumplimenta la destrucción del hombre por el hombre y que
arranca en el genocidio de los pueblos originarios de América, ahí donde el “yo
conquisto” cimienta el sustrato político de una modernidad que tendrá en el “yo pienso”
cartesiano su continuidad epistemológica (Dussel, 1992). El campo designaría así el
espacio que irrumpe cuando se acomete la producción de desnudez, cuando la zoe se
precipita sobre el bios, y, por ello, no es extraño que la imagen de la desnudez quede
recogida de un modo explícito en algunos de los relatos que dan cuenta de la
experiencia de ese campo que es el campo de concentración. La entrada en el campo es
la entrada en un proceso de pérdida generalizada de todo aquello que era propio y
reconocible, aquello que conformaba unos cimientos identitarios que, ahora, inmersos
en una zoologización de lo humano que busca convertir al hombre en mera materia
corporal que ha de trabajar hasta la muerte o que ha de ser directamente exterminada,
tan sólo queda como vestigio que pugna por ser conservado cuando lo impropio se
impone sobre lo propio, cuando el cuerpo propio, henchido de frío, hambre y
sufrimiento, se torna ajeno. Volverse otro, quedar impregnado de nuda vida: “En un
instante, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al
fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y
no puede imaginarse. No tenemos nada nuestro: nos han quitado las ropas, los zapatos,
hasta los cabellos; si hablamos no nos escucharán, y si nos escuchasen no nos
entenderían. Nos quitarán hasta el nombre: y si queremos conservarlo deberemos
encontrar en nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre, algo
nuestro, algo de lo que hemos sido, permanezca” (Levi, 1999: 28). Y es aquí donde se
impone la desnudez, la desnudez literal y simbólica de quien pierde todo, tal y como
afirma Levi: “En el campo se entra solo, desnudo y desconocido” (1999: 100) y Wiesel
refrenda: “Había que arrojar la ropa al final de la barraca. Ya había allí una gran pila.
Trajes nuevos, otros viejos, sobretodo desagarrados, harapos. Para nosotros era la
verdadera igualdad: la de la desnudez. Temblando de frío” (Wiesel, 1986: 45). Cuerpo
impropio reducido a su materialidad biológica, a un resto absolutamente disponible del
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que se ha intentado quitar todo asomo de resistencia, de barreras frente a la violencia
que se despliega impune. La vivencia de la nuda vida no es sino la vivencia de esa
vulnerabilidad carente de toda protección: “A levantarse: la ilusoria barrera de las
mantas cálidas, la frágil coraza del sueño, la evasión nocturna, aun tormentosa, caen
hechas pedazos en torno y nos encontramos despiertos sin remisión, expuestos a las
ofensas, atrozmente desnudos y vulnerables” (Levi, 1999: 68).
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(se me está arrastrando a una vida incierta, sin refugios, expuesta a la mercantilización
de distintos ámbitos de la vida) y literal (me expongo desnudo ante los demás como
muestra de la desnudez en la que estoy siendo subsumido); gesto político que afirma
desde el propio cuerpo, desde aquello que todavía sigue siendo algo propio, algo que
nos queda, la demanda de una forma de vida que no esté plegada a la mercantilización
de la vida, una forma de vida en la que se pueda proyectar el modo en que se quiere
vivir. Si bien, en la línea argumental que hemos esbozado, el desnudo aludía a un
cuerpo que se exhibe desde una lógica geométrica (que se remonta desde la belleza
mostrada hasta una esencia del ser) o espectacular (que regula estética y moralmente el
cuerpo de la mujer) y la desnudez, por su parte, nos confronta con un cuerpo que queda
progresivamente expuesto ante esa exigencia de disponibilidad que atraviesa el
despliegue de la modernidad-colonialidad con sus entramados de violencias simbólicas
y materiales, el cuerpo desnudo que irrumpe en la protesta pública es un cuerpo que
exhibe su exposición, que muestra simbólicamente el escenario al que nos conduce la
mercantilización de la vida. La producción del desnudo tenía y tiene acotados los
espacios y los tiempos de su propia exhibición, pero este cuerpo que exhibe tan sólo la
propia exposición a la que esta siendo sometido no puede tener ya un espacio y un
tiempo previamente fijados y, por ello, irrumpe de tanto en tanto en la calle, en el
espacio público, allí donde nunca hubiéramos pensado que nos podríamos encontrar con
alguien desnudo, donde el desnudo puede estar castigado como desorden público, de
modo tal que este desnudo que tiene que abrir sus propios espacios y tiempos, que no
esconde una esencia a la que remontarse, ni una espectacularidad escindida de lo
cotidiano, tan sólo se presenta como huella de una resistencia, de otro decir y otro hacer
que se encadena a la larga historia de afirmaciones de la indisponilidad que hacen frente
a la exigencia de disponibilidad: cuerpo desnudo que habla desde la cotidianidad
violentada, cuerpo desnudo que devuelve la imagen de la desnudez.
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