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Desnudo y desnudez: lecturas


biopolíticas del cuerpo exhibido y
expuesto
Ignacio Mendiola

Aguiluz, M. y Lazo, P. Corporalidades. México, D.F.: Universidad Nacional Autónoma de México.

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Ignacio Mendiola

De la biopolít ica a la necropolít ica: la vida expuest a a la muert e


Ignacio Mendiola

Vulnerabilidad, precariedad e inhabit abilidad. Imágenes para repensar la producción de vidas (in)vivibles.
Ignacio Mendiola
Desnudo y desnudez: lecturas biopolíticas del cuerpo exhibido y expuesto

Ignacio Mendiola

Departamento de Sociología 2. Facultad de CC. SS y de la Comunicación


Universidad del País Vasco
Bº Sarriena s/n. 48940 Leioa. Bizkaia
e-mail: ignacio.mendiola@ehu.es
Tfno: 94 601 51 46

El fondo corporal de lo social: entrelazando hábitats y habitantes

El cuerpo oscila, tejiendo formas cambiantes y sociohistóricamente


contingentes, entre sus dimensiones materiales y semióticas; por una parte, la
materialidad corporal se concretiza tanto en la carne como en todo el entramado de
utensilios, ropajes y tecnologías varias con las cuales el cuerpo se relaciona y expande
viniendo así a componer la geografía misma del cuerpo en tanto que ensamblaje híbrido
y variable que enhebra lo humano y lo no humano: la materialidad del cuerpo, sin dejar
de contenerla, trasciende la frontera de la piel y se precipita por los entresijos del
espacio que habita; por otra parte, su carga semiótica nos abre al conjunto de
significados mediante los cuales definimos y aprehendemos nuestra realidad corporal y
el modo en que ésta ha de quedar relacionada con otros cuerpos y otras cosas: el sentido
del cuerpo, el sentido desde el cuerpo, nos recuerda, según la célebre frase de Valery,
que lo más profundo es la piel, que todo sentido anida en última instancia en la
experiencia corporal de los espacios que habitamos. Y en este abrirse a su materialidad
(que es consustancial al propio cuerpo porque éste precisa de una continua apertura para
poder habitar la trama de espacios que habita) y a su significatividad (que es contingente
y que responde al modo en que está configurado cada hábitat sociohistórico en lo que
tiene de forma específica de habitar el mundo), el cuerpo viene a designar una realidad
liminal, abigarrada, que no es tanto aquello que tenemos cuanto aquello que somos.

Afirmar que tenemos un cuerpo es ya ponernos en una situación de exterioridad


con respecto a nuestra propia carnalidad, como si la res cogitans existiese al margen de
la res extensa, como si la conciencia hubiese levantado el vuelo quedando así escindida
de aquello que le conecta de un modo indisoluble al espacio que habita. Sería más
adecuado, por ello, y para alejarnos de todo resquicio de una ontología concernida con

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ese sujeto autoreflexivo e independiente que camina descorporeizado por el andamiaje
filosófico de la modernidad, afirmar que somos cuerpo, que no podemos desligarnos de
esa corporalidad a partir y a través de la cual experimentamos lo social, que el cuerpo
lejos de ser mero añadido de nuestra existencia es la realidad semiótico-material desde
la que se funda la vivencia de lo social y que en él, en las formas en que es producido,
está ya en ciernes el modo en que habremos de co-existir, lo que viene entonces a ubicar
la corporalidad en un lugar absolutamente central en la ontología de lo social.

Sugerir que somos cuerpo, frente al sesgo racionalista que subyace a la


aseveración tener un cuerpo, se enmarca en una aproximación a lo social que confiere
una centralidad indudable a la práctica de los espacios, a la trama de hábitos a través de
los cuales experimentamos los hábitats que habitamos, toda vez que esa práctica es
siempre e inevitablemente una práctica encarnada desde la cual se siente el contexto que
nos rodea, de un modo tal que el sentido que le damos a lo que (nos) sucede precisa y se
asienta en la forma en que sentimos corporalmente el espacio que habitamos. La
ontología de lo social se vierte así en una ontología de la habitabilidad que redefine al
sujeto autocentrado de la modernidad en un habitante encarnado que habita unos
hábitats que le preceden y que establecen sus condiciones de posibilidad
imposibilitando así el cierre del sujeto sobre sí mismo porque siempre y de un modo
indeleble lleva ya la huella de una exterioridad de la que no puede dar cuenta en su
totalidad (Butler, 2009). Aquí, el hábito media entre el habitante (sujeto sujetado a unas
relaciones de poder que eventualmente, y expresado en el lenguaje foucaultiano, se
pueden problematizar) y el hábitat (espacio de topología variable que se reproduce
cotidianamente) y es importante, en el curso de esta argumentación, tener presente en
todo momento que ese hábito bifronte desde el que se reinicia la siempre tarea
inconclusa de producir habitantes y hábitats es un hábito corporeizado, que pasa por el
tamiz del cuerpo, y que es desde ahí desde acontece toda experiencia de lo social, es
desde ahí desde donde el habitante de lo social se entremezcla con otros habitantes.

No debería extrañar, por tanto, que la centralidad social y sociológica de la


corporalidad, que aquí sólo pretendemos esbozar, adquiera un lugar predominante en el
ámbito de las relaciones de poder y que, en consecuencia, el disciplinamiento del
cuerpo, tal y como han puesto de manifiesto, por ejemplo, las investigaciones
sociohistóricas de Elias (1993) o Foucault (1990), haya sido una constante de la
modernidad, una preocupación continuada por la obtención de “cuerpos dóciles” que se

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ajusten a lo que de ellos se espera. Y menos aún debería extrañar que la desnudez, su
tratamiento, proliferación, prohibición o espectacularización, esté en el núcleo mismo
de una forma de concebir lo social porque si bien es cierto que la contemplación de un
cuerpo es la contemplación de un entreveramiento de carne y ropaje de diverso signo
mediada por un(os) sentido(s) que nos dice(n) cómo es ese cuerpo y cómo nos podemos
relacionar con él, cuando nos confrontamos con un cuerpo desnudo, la significatividad
de ese cuerpo, ahí donde la materialidad de la carne se exhibe sin apenas tapujos,
adquiere una mayor relevancia, como si la desnudez del cuerpo fuese algo que viene a
mediar de un modo si no determinante sí al menos con una indudable fuerza la
experiencia vivencial y semiótica de ese cuerpo que muestra ahora, con mayor o menor
reparo, su carnalidad. El cuerpo desnudo no es, en este sentido, un cuerpo cualquiera, es
un cuerpo sobresignificado, un espacio liminal entre lo natural y lo cultural, en cuyo
espacio parece reverberar un acercamiento a la verdadera naturalidad del cuerpo, como
si el “quedarse al desnudo”, tal y como el uso coloquial se aviene a sugerir, trajese
consigo una exposición carente de mediaciones, límpida, en donde el aparecer se funde
con el ser. Aún cuando la imagen de la desnudez tiende a deslizarse hacia esa
naturalidad incontaminada, como ya queda reflejado en la asociación que se establece
entre la práctica del nudismo y su nominación en términos de naturismo, el cuerpo
desnudo es un cuerpo inevitablemente revestido de significaciones respecto al cuerpo y
a la propia desnudez, un cuerpo mediado por tramas de significado y relaciones de
poder que si bien lo acercan narrativamente a esa supuesta naturalidad incontaminada
no por ello nos muestra la verdad del cuerpo sino tan sólo una específica construcción
de la corporalidad que recompone a su manera esa mediación entre cultura y naturaleza
que, por su parte, la alusión al naturismo había tendido a dicotomizar.

En esta aproximación a la corporalidad desnuda que iremos desbrozando en las


páginas siguientes y que se aleja de todo intento por reproducir la ya vieja y denostada
dicotomía cultura-naturaleza, la imagen de la desnudez será revisitada en el transcurso
de un itinerario estructurado sobre la base de una distinción que remite, por una parte, al
cuerpo desnudo que se exhibe para su contemplación y, por otra, a la desnudez que se
expone para quedar sujeta a una exigencia de disponibilidad. Desde este presupuesto, la
reflexión que aquí desarrollaremos se despliega en torno a un doble eje que aborda, en
primer lugar, la producción del desnudo en tanto que estrategia teórico-político-artística
que busca, en la Grecia clásica, la verdad del ser y, en el Renacimiento, la regulación

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del cuerpo de la mujer; en segundo lugar, el análisis se vuelca en la producción de la
desnudez en tanto que proceso epistemológico-político-económico de socavamiento de
formas de vida que arrojan a la vulnerabilidad, a la nuda vida, a los habitantes de unos
espacios violentados. La cultura occidental arranca con un ensalzamiento del desnudo y
se despliega, en el transcurso de la modernidad, con una constante producción de
desnudez, como si el cuerpo desnudo que otrora constituía el preludio de un secreto, la
huella que hay que descifrar, quedase transmutada, en determinados espacios y tiempos,
en mera superficie carnal que ha sido desnudada y que no esconde ya nada sino que tan
sólo anuncia el golpe que va a recibir.

Aún cuando el orden expositivo que habremos de seguir se estructura sobre la


base de dos epígrafes que abordan, en primer lugar, la producción del desnudo y, en
segundo lugar, la producción de desnudez, el hilo argumental no debe leerse a modo de
recorrido diacrónico por medio del cual habría épocas diferenciadas ya sea por la
producción del desnudo o de la desnudez. En los términos en los que construimos la
reflexión aquí expuesta el recorrido sugerido no se define tanto por una sucesión de
modelos contrapuestos sino por la exposición de líneas teóricas que en su plasmación
sociohistórica pueden solaparse, dando lugar así a entreveramientos contingentes entre
el desnudo y la desnudez. Lógicamente, el análisis detallado de esta propuesta desborda
con creces los límites de un artículo por lo que a continuación tan sólo se suministran
los lineamientos centrales de un planteamiento que precisaría sin duda un mayor
desarrollo pero que, no obstante, expuesto en sus rasgos principales, tiene la
potencialidad de proponer un acercamiento no muy transitado en torno a la corporalidad
y, asimismo, viene a apuntar que la producción del desnudo y de la desnudez lejos de
ser elementos tangenciales o periféricos en la propia configuración de la modernidad
designan elementos nucleares en los que poder aprehender formas de hacer y pensar que
estructuran las complejas tramas semiótico- materiales que conforman una corporalidad
moderna que, como decíamos, oscila entre el secreto y la violencia, entre el cuerpo que
se exhibe desnudo y el cuerpo que es progresivamente sumido en una desnudez que
anuncia su desechabilidad.

El cuerpo exhibido: la producción del desnudo

El desnudo constituye en sí mismo un gesto que contiene en germen toda una


forma de concebir el cuerpo y el modo en que éste puede ser mostrado; un gesto que si

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bien contiene la “naturalidad” de la propia carne expuesta nunca deja de estar mediado
por tramas simbólicas que establecen cómo entender el cuerpo y cómo interactuamos
desde él con las personas que comparten el espacio en donde el desnudo hace acto de
presencia. No hay nada banal en el cuerpo desnudo aún cuando el desnudo mismo se
pueda vivir con entera normalidad desde esa banalidad cotidiana cimentada en el hábito
que articula lo que el escritor Juan José Saer denomina, con sutil precisión, la
“contingencia salvadora”. El desnudo, en tanto que forma de proyectarse ante los demás
desde la propia carnalidad, no designa una arbitrariedad con la que nos podemos topar
azarosamente en el transcurso de lo cotidiano, sino que cuando irrumpe lo hace ya en
unos espacios (artísticos, lúdicos, eróticos, nudistas) y tiempos que tienden a estar
previamente delimitados conformado así unas condiciones de posibilidad del desnudo
que lo despojan de la sorpresa, del sobresalto que su inesperada contemplación pudiera
deparar allí donde no se le espera.

Pero los espacios, porque no están cosificados, porque están atravesados por la
propia práctica de los habitantes, también se abren, se reformulan y el desnudo también
puede aparecer allí donde no se le esperaba, reformulando el ordenamiento del espacio,
el modo en que los sujetos y los objetos se disponen en él; es por eso por lo que se
puede trazar una sociogénesis del desnudo que indague en el espacio y el tiempo en el
que apareció. Y en esta sociogénesis del desnudo, de pensar el desnudo y de ponerse
desnudo ante los demás, la Grecia clásica viene a constituir una referencia ineludible:
“La asombrosa idea de ofrecer a la vista pública un cuerpo desnudo fue griega”
(Sánchez, 2007: 19). Desde el horizonte de sentido que abre esta constatación, hay que
tener presente que el desnudo no es el punto de partida, no es la situación “natural” de la
que se parte sino que, por el contrario, al desnudo se llega por el modo en que se
redefine la relación con el cuerpo, por la trama de significados que se condensan en el
hecho de que se empiece a sancionar positivamente el mostrase desnudo y la Grecia
clásica, precursora del desnudo, proyecta en las figuras escultóricas de los kouroi, en los
jóvenes varones que exhiben su desnudez, que cultivan la desnudez en los gymnasia,
que participan desnudos en competiciones atléticas, todo un imaginario de belleza y
virtud que despoja al hombre de la vestimenta y lo muestra exhibiendo su potencialidad
controlada, el carácter noble y heroico de un desnudo al que accederá tardíamente la
mujer pero tan sólo para mostrar mayormente a Hermafrodita, la diosa del amor. El
desnudo es la huella de un dominio del cuerpo, de que el cuerpo no está dejado al

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arbitrio de las desmedidas pasiones sexuales tal y como pudiera apreciarse en la
representación del sátiro, en el desnudo, por el contrario, el hombre muestra que porta
un cuerpo disciplinado, que los flujos que lo atraviesan, los humores, están en
equilibrio, posibilitando así la aparición de ese cuerpo desnudo y bello que parece “un
regalo de la naturaleza” y, según Tucídides, “un logro de la civilización” (Sennet,
1997).

El desnudo actúa, en consecuencia, a la manera de un condensador de


imaginarios. A juicio del sinólogo François Jullien, el desnudo es un rasgo revelador de
la aventura estética y teórica de Occidente, un rasgo que está presente desde el arte
griego: “El arte europeo ha tenido una fijación con el desnudo igual que su filosofía ha
tenido una fijación con la verdad; el desnudo se considera como formador en la
enseñanza del arte al mismo nivel que lo ha sido la lógica en la filosofía” (2004: 23). El
desnudo se convierte así, desde el modelo teorético sustentado en una metafísica que
anhela la verdad de las cosas, en una puerta de entrada, un acceso a una escondida
esencia que habría de narrarnos aquello que define el ser de lo humano: el desnudo
visibiliza lo que permanecía oculto y actúa como un mecanismo de revelación a través
de la belleza que esculpe y muestra; una belleza que, como Jullien afirma, no remite
sólo a la perfección de las formas que exhibe, cuanto a la esencialidad que deja traslucir,
a la exposición del ser.

Convendría aquí hacer un breve paréntesis y retomar una distinción a menudo


citada y que se encuentra ya en el clásico estudio de Kenneth Clark, por medio de la
cual se establece una diferenciación entre desnudez y desnudo; diferenciación esta que
mantenemos en nuestra argumentación pero sustentada en unas bases teórico-analíticas
distintas. Según la propuesta de Clark, la desnudez sería el mero hecho de estar sin
ropas que recubren el cuerpo con lo que la desnudez como tal no entra en el ámbito
artístico al designar una forma de estar en los espacios, mientras que el desnudo, por el
contrario, sí sería una construcción propiamente artística toda vez que está concernido
con el modo reflexivo en que se produce y exhibe un cuerpo despojado de
recubrimientos. En el sugerente análisis crítico que realiza Berger de esta distinción se
afirmará que “para que un cuerpo desnudo se convierta en “un desnudo” es preciso que
se le vea como un objeto (y el verlo como un objeto estimula el usarlo como un objeto).
La desnudez se revela a sí misma. El desnudo se exhibe” (Berger, 2002: 62). Frente a la
lectura de la desnudez que antes sugeríamos (influenciada por una lectura biopolítica de

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la misma) y que será objeto de desarrollo en el siguiente epígrafe, el modo en que Clark
expone este concepto no responde tanto a un estado carencial transido de vulnerabilidad
por haber quedado expuesto ante los demás sino que anuncia, por el contrario, la propia
inmediatez de un cuerpo que simplemente está desnudo. Sin embargo, en el transcurso
de esta diferenciación desnudo-desnudez en donde el peso recae sin duda alguna en la
conceptualización y expresión artística del desnudo, en las formas variables que éste
pudiera adquirir, la propia caracterización que queda, como de soslayo, de la desnudez,
presenta el riesgo de convertir al cuerpo que “no está vestido por el arte”, que no posa,
en un residuo susceptible de ser aprehendido por medio de la mera experiencia
naturalizada, despojada de mediaciones simbólicas, de un cuerpo carente de envolturas.
Pero ante esta deriva que acaso tan sólo vendría a continuar, en su campo específico de
actuación, la denostada diferenciación entre sociedad y naturaleza, como si fuera
posible establecer campos diferenciados de actuación en donde lo social y lo natural
desplegasen sus propias peculiaridades, habría que afirmar que “no puede haber un
cuerpo sin ropa que sea “otro” del desnudo, porque el cuerpo siempre está en
representación” (Nead, 1998: 34).

La visión artística del desnudo que hemos heredado desde la Grecia clásica se
construye así por oposición a una visión simplificada de la desnudez que pretende
quedar circunscrita a una supuesta naturalidad frente a la cual se alza el desnudo no
tanto para designar el modo en que se está cuanto el modo en que el ser se muestra
como un objeto de contemplación para uno mismo o para otros; el desnudo, afirmará
Berger, “está condenado a no alcanzar nunca la desnudez. El desnudo es una forma más
de vestido” (2002: 62) y, por su parte, Jullien, recordará que la desnudez remite a un
movimiento, a un vivir, a una forma de vivir, mientras que el desnudo fija por medio de
diversos procedimientos estéticos el cuerpo que ha de exhibirse. Aún cuando esta
distinción presenta toda una serie de problemas epistemológicos que habrán de ser
revertidos en el arte contemporáneo por medio de la difuminación que se establece entre
vida y arte, la propia caracterización del desnudo en esos términos presenta el valor
heurístico de acercarnos al modo en que se entendía la práctica y representación del
desnudo en la Grecia clásica ya que lo que aquí palpita, lo que subyace a la exhibición
del cuerpo desnudo, presenta en última instancia un cierto alejamiento de la vida
entendida en toda su heterogeneidad, como si fuese preciso realizar un ejercicio de
remontar desde la propia vida, eliminando todo aquello que haría las veces de obstáculo

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(la vivencia cotidiana del cuerpo que enferma, envejece), para acceder a un secreto
escondido. Así las cosas, cuando la Grecia clásica, a juicio de Jullien, confiere una
centralidad al desnudo, lo está haciendo en unos términos que actúan a contracorriente
de la desnudez, proponiendo un desnudo que es pose y que es vehículo de transmisión
de una esencialidad, como si el desnudo compusiese, por su propia articulación, una
imagen del Hombre, de lo que representa ser Hombre de un modo tal que el ser no
remite a un devenir contingente (cotidiano) cuanto a un ente que acontece a través de su
representación (idealizada).

Resulta, en este sentido, sumamente clarificador el análisis realizado por Jullien


cuando afirma que el desnudo como tal no ha tenido lugar en la tradición estética china;
no se trata de afirmar que no hay representación de cuerpos total o parcialmente
desvestidos, que la hay, cuanto de afirmar que el desnudo, en el sentido arriba
mencionado, no es un tema trabajado en China y la razón de esta diferencia cultural no
es otra que una concepción radicalmente diferente de la corporalidad en donde no cabe
la búsqueda de una esencia. El desnudo, en la tradición occidental, articula un
desligamiento del hombre con respecto a su hábitat, una suerte de aislamiento que sienta
las condiciones de posibilidad para acometer el objetivo que se ha de cumplir; en
contraposición, la tradición estética china realiza una construcción en donde el sujeto
representado queda inmerso en un hábitat, en un paisaje del que no puede desligarse.
Frente al aislamiento que prefigura la esencia, el trazo “ininterrumpido, ágil y cursivo”
de la tradición china anuncia la conexión entre los distintos entes que pueblan un
espacio; la metafísica occidental anuncia así una geografía del aislamiento, una forma
desligada que nos permite llegar al ser del Hombre, mientras que la tradición china, nos
confronta a una geografía de la conexión que no está concernida con el ser de las cosas
cuanto por la afección, por el modo en que la naturaleza y las personas quedan
interconectados. En definitiva, el aislamiento nos conduce a la inmutabilidad mientras
que la conexión nos arroja a una no siempre predecible mutabilidad transida de flujos de
energía, de entreveramientos que alteran aquello que es puesto en relación.

Más allá de los modos disímiles en los que es representado el desnudo en la


tradición occidental clásica y de las variaciones de diverso signo que habrán de irrumpir
progresivamente con la puesta en cuestión de la metafísica en lo que se dio en llamar
inversión del platonismo (Deleuze), la comparación ofrecida por Jullien entre las
tradiciones intelectuales y estéticas de Occidente y China muestra la sociogénesis de

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algo, el desnudo mismo, que si bien por la simple repetición de su contemplación nos
parece algo natural, responde a formas de pensar y de hacer sociohistóricamente
específicas: la objetivación del cuerpo desnudo es la huella de una metafísica
(occidental) que busca el ser a través de una forma desligada del espacio y del tiempo.
Y a modo de corolario de esta premisa Jullien afirmará que “si el desnudo vuelve con
tanta fuerza en el Renacimiento y durante toda la edad clásica (en la que la pose se torna
“académica”), es porque es contemporáneo de la constitución de una ciencia objetiva de
la naturaleza basada en la necesidad y la universalidad de sus leyes (…); es paralelo al
florecimiento de las teorías de la perspectiva que construye el objeto de la percepción y
confiere al modelo su relieve” (2004: 113).

Sin embargo, y aún cuando la tesis de Jullien es cierta en lo que tiene de


enunciación del trasfondo de la epistemología clásica (sustentada en las nociones de
objetividad, de leyes ahistóricas, de primacía de lo global sobre lo local, de la
existencia, en definitiva, de un “ojo de dios” que tiene el poder de des-cubrir los
entresijos de la realidad sin acometer ninguna distorsión en el propio proceso
cognoscente) sobre el que se levanta todo el resurgir del tema del desnudo en el
Renacimiento tras su ocultamiento en el período medieval (en donde la vergüenza post-
edénica de la desnudez sorprendida se asienta en el núcleo de un discurso cristiano que
limita prácticamente el desnudo a representaciones de pasajes bíblicos), es necesario
introducir otra serie de elementos que ayuden a componer una imagen más completa y
que paulatinamente nos conducen asimismo a otras derivas que habremos de recorrer en
el marco de esta reflexión. La objetividad contenida en la epistemología clásica borra la
específica geografía sociohistórica del sujeto cognoscente para subrayar lo conocido,
aquello que ahora queda des-velado y mostrado supuestamente sin interferencia alguna,
pero este ardid puede ser problematizado con el fin de ahondar en el proceso mismo de
la representación para mostrar los imaginarios y relaciones de poder que median en
dicha representación llevada a cabo por un sujeto que siempre está situado (Haraway,
1995) y que, por tanto, aunque la niegue u oculte, es siempre portador de una geografía
específica: el conocimiento arranca así desde el mismo cuerpo, desde el modo en que
éste está conformado por todo un entramado de hábitos que establecen formas de hacer
y pensar, desde el modo en que se siente y experimenta los espacios por los que transita;
la representación es siempre corporal no sólo porque en el caso que aquí nos ocupa
remita directamente a cuerpos sino porque arranca, como decíamos, desde la propia

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experiencia de la corporalidad y eso desencadena ya una quiebra del primado de la
conciencia reflexiva sobre el cuerpo al tiempo que horada las fronteras de una
supuestamente autocentrada conciencia para mostrar la exterioridad que le atraviesa, la
imposibilidad de que el sujeto cognoscente de cuenta en su totalidad de sí mismo toda
vez que siempre hay una “presencia antecedente” que nos hace, nos dice y nos piensa y
que, sentando las condiciones de posibilidad de la emergencia misma del sujeto, le
arroja a un estar desde, con(tra) y en(tre) la otredad.

Si bien la época clásica habría acometido una proliferación de producción de


desnudos como estrategia para acceder al ser del hombre, el Renacimiento reproduce
masivamente la imagen del desnudo como un mecanismo de regulación que dictamina
cómo ha de representarse el desnudo femenino. La belleza y virtud del desnudo
masculino salen de la escena artística para adentrase en los entresijos de la producción
pictórica y determinar, desde ahí, qué cuerpo desnudo ha de representarse y cómo ha de
normativizarse dicha representación. En este sentido, la dimensión epistemológica
apuntada por Jullien debe completarse con una dimensión de género que contextualiza
el modo en que dicho desnudo es construido y experimentado toda vez que, en este
contexto, tal y como sugiere Berger, “los hombres actúan y las mujeres aparecen”
(2002: 55), con lo que se reproduce aquí lo que Haraway denominaba el “truco divino”
de la representación dado que el sujeto que acomete la representación, el que actúa,
queda invisibilizado quedándonos así con la contemplación de un cuerpo desnudo
femenino proyectado desde un imaginario de género que puede ser también
interiorizado por la propia mujer representada: “Tú pintas una mujer desnuda porque
disfrutas mirándola. Si luego pones un espejo en la mano y titulas el cuadro Vanidad,
condenas moralmente a la mujer cuya desnudez has representado para tu propio placer.
Pero la función real del espejo era muy otra. Estaba destinado a que la mujer accediera a
tratarse a sí misma principalmente como un espectáculo” (Berger, 2002: 59).

No pretendemos hacer un repaso sucinto por la historia pictórica del desnudo, ni


por las impresiones que su contemplación pudiera deparar (Argullol, 2002), sino tan
sólo apuntar que el desnudo renacentista es también a su manera un dispositivo de poder
que busca establecer las formas canónicas de una representación de la mujer en donde
ésta no es el sujeto de la representación cuanto el objeto de la misma, un objeto que, en
términos generales y salvando las excepciones que pudiera haber, está mediado por el
sujeto ausente que la produce sobre la base de una pasividad (la mujer tendida que

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espera) que anticipa el espacio corporal en el que habrá de proyectarse el deseo
masculino. Frente al cuerpo grotesco marcado por una continua apertura de sus orificios
corporales que lo sumen en un estado de desmedida, de caos que escapa a las normas
impuestas, abandonado a los impulsos sexuales y a los excesos alimenticios (Bajtin,
1988), el cuerpo femenino se presenta, por el contrario, desde la contención, desde la
eliminación más o menos sutil de cualquier asomo de deseo, desde la supresión de todo
bello que remite simbólicamente a la pasión sexual, quedando así sumido en un
ejercicio de regulación moral y estética que dictamina la sujeción del cuerpo femenino
desnudo a un imaginario que incorpora una jerarquía interna a la diferenciación hombre-
mujer. Opera aquí, en consecuencia, otra suerte de desligamiento sustentado en una idea
de belleza, también ella esencializada, que establece cómo ha de disponerse el cuerpo
femenino desnudo para disfrute de una mirada oculta pero presente en la propia
conformación de la representación.

En la lógica argumental que hemos pergeñado sucintamente en este epígrafe, el


desnudo, en oposición a la desnudez, acontece envuelto en una lógica de ocultación
desde la cual se promueve la búsqueda de una esencialidad (Grecia clásica), de una
belleza (Renacentismo) que da lugar a la exploración tanto de formas corporales
perfectas (masculinas) sujetas a cánones y normas estrictas como de poses estéticas que
regulan la corporalidad del otro (femenino) sobre la base de un deseo asimétrico: el
desnudo, simbólicamente sobresignificado, exige así el ejercicio analítico de remontar
desde lo que se ve en la inmediatez de su contemplación hasta lo que palpita tras su
presencia y que es, a fin de cuentas, lo que media y precipita el dispositivo estético del
desnudo. Y en el transcurso de dicho ejercicio, remontando desde el desnudo
contemplado hasta sus condiciones de posibilidad, podemos apercibirnos de que el
desnudo es una huella epistémica y estética de la modernidad, una construcción en la
que se refleja tanto el positivismo geometrizante que busca la verdad de lo representado
mediante el des-velamiento de lo real como el disciplinamiento del cuerpo femenino en
tanto que imagen proyectada del deseo masculino; el desnudo actúa así como uno de los
múltiples espejos en los que poder ver las formas de hacer y pensar que permean la
modernidad.

Podríamos concluir sugiriendo que el desnudo, en tanto que huella estética y


epistémica de la modernidad, constituye en sí mismo una negación, o un intento de
negación, más o menos cumplimentado exitosamente, del cuerpo vivido y

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experimentado, de ese cuerpo desde el que se vive y se siente, inmerso en una
cotidianidad atravesada por relaciones de poder, por carencias y posibilidades, por
límites que nos abren y nos cierran simultáneamente. El viejo tema de la relación entre
el arte y la vida adquiere en el tema del desnudo un ejemplo sin duda revelador y, por
ello, frente a la ocultación de lo vivido que cumplimenta el desnudo, frente al cuerpo
(masculino) canonizado de la Grecia clásica y al cuerpo (femenino) regularizado y
espectacularizado del Renacimiento, no será de extrañar que en los sucesivos intentos
por representar el desnudo, desde las vanguardias artísticas del XIX hasta gran parte del
arte contemporáneo, se haya operado una suerte de redefinición de las fronteras entre el
arte y la vida, reintroduciendo en el arte lo que éste había expulsado: el cuerpo cotidiano
alejado de cánones de belleza y pulsiones reguladoras, el cuerpo banal que vive la
multiplicidad de lo cotidiano, el cuerpo sintiente que expresam deseo y erotismo. Ello
no supone, lógicamente que la lógica de la espectacularidad desaparezca, tal y como
pone de relieve, por poner un ejemplo, las fotografías de desnudos masivos realizadas
por Spencer Tunick en entornos urbanos o naturales, pero sí podemos sugerir que hay
todo un desarrollo artístico que pretende subvertir la lógica de la espectacularidad y
representar la experiencia de sujetos encarnados mostrándola desde esa vida
cotidianamente vivida que se adentra en el campo del arte deshaciendo y reformulando
los límites entre vida y arte.

En la imagen del desnudo vemos reflejada la modernidad, aquello que la alienta


y le da forma, del mismo modo en que en la redefinición crítica del desnudo nos
acercamos a la vida vivida cotidianamente, a esa banalidad en la que se hunden las
raíces de toda significación y es sobre esta vida sobre la que ahora desplazamos la
atención no tanto para seguir indagando en el desnudo cuanto para mostrar que la
modernidad también opera una producción de desnudez entendida ésta como
producción de vulnerabilidad, de desechabilidad, de disponibilidad. El sujeto encarnado
(blanco, occidental, varón,) que había producido el dispositivo del desnudo, que se
(auto)erige en cúspide de la normalidad corporal y epistémica, no sólo produce
ideaciones sobre la otredad que encarnan las distintas formas de ser mujer sino que
también se abalanza sobre un entramado heterogéneo de otredades (de raza, de clase, de
sexo) con el fin de subsumirlas en las exigencias que el proyecto político-económico-
epistémico de la modernidad demanda y este proceso, sustentado en la ignominiosa
creencia de una jerarquía de lo humano, de un relato teleológico de progreso occidental

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en pos de la racionalidad científico-técnica (Hegel), de la paz perpetua (Kant), deja a su
paso todo un amplio rastro de desnudez, de nuda vida (Agamben, 1998). El desnudo
acontece así como la plasmación estética de un proceso multidimensional que no deja
de producir desnudez.

El cuerpo expuesto: la producción de la desnudez

En la misma época en la que en el Renacimiento europeo afloran la producción


de desnudos femeninos, el desarrollo de la expansión comercial y económica de las
potencias europeas posibilitará la creación de zonas de contacto (Pratt, 1992) en donde
el sujeto europeo entra en relación con otras culturas que hasta entonces desconocía; y
en este contacto entre desconocidos que se observan mutuamente y del que se dará
cuenta profusamente en una miríada de relatos de viaje a menudo se enfatiza un hecho
que a los ojos de los viajeros-exploradores-comerciantes constituye algo que merece ser
sin duda reseñado: la desnudez del otro, la existencia de una cotidianidad en la que el
estar desnudo parece estar convertido en norma, en hábito. El sujeto blanco, occidental,
varón que había desnudado al otro femenino para cosificarlo en pose espectacularizada
se confronta ahora a una otredad cultural que, en los relatos que compone, se le muestra
desnuda y sobre esta desnudez que oscila entre la añoranza de una naturalidad edénica y
un salvajismo que remite a la animalidad, se proyectará paulatinamente una producción
de desnudez que puede leerse en clave biopolítica en tanto que desencadenamiento de
una forma de vida henchida de disponibilidad, socavada en sus cimientos, abierta a lo
que de ella se pueda exigir.

La violencia simbólica que propiciaba el desnudo femenino se transmuta ahora


en una violencia tanto de corte simbólico como material que confluyen en la producción
de nuda vida; violencia simbólica porque se fundamenta sobre una jerarquía de lo
humano, erigida en marca constitutiva del andamiaje filosófico de la modernidad, y
cimentada en una teoría de las razas que ubica al sujeto europeo en la cúspide de dicha
jerarquía confiriendo así un profundo desprecio a las formas de hacer y pensar con las
que ese sujeto europeo se encuentra y, por otra parte, violencia material porque la ya
mentada exigencia de disponibilidad viene a reformular el ordenamiento del espacio que
habita la otredad con el fin tanto de aprehender los recursos naturales existentes como
de producir allí lo que las potencias europeas precisan, desencadenando así, como
consecuencia de estas dos prácticas, cambios estructurales. Mantendremos, al hilo de las

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reflexiones vertidas por autores como Escobar (1999), Lander (2005), Castro-Gómez y
Grosfoguel (2007) y Mignolo (2001, 2003) que un dispositivo de colonialidad entreteje
ambas violencias productoras de una larga lista epistemicidios y etnocidios y las arroja
al núcleo mismo del desarrollo de la modernidad en tanto que forma predominante de
relacionarse con otros espacios y con los habitantes de esos espacios. Veamos dos
sucintos ejemplos de esa articulación de zonas de contacto entre extraños en donde el
relato de la desnudez del otro anticipa, por el modo en que es presentada, la posterior
producción de desnudez.

En el primero de ellos nos encontramos con un conocido grabado realizado por


Theodor Galle en 1575, a partir de un dibujo previo hecho por Jan van der Strae, donde
se detalla el momento en el que Américo Vespucio se encuentra con una aturdida mujer
desnuda que viene a representar alegóricamente, junto a la escena de canibalismo que se
desarrolla en el trasfondo del grabado, lo propio de este espacio antes desconocido y
que se muestra ante los ojos del viajero recién llegado impregnado de una profunda
naturalidad desbocada que parece despojada de cualquier atisbo de cultura. La escena
viene a constituir, en este sentido, un ejemplo paradigmático de la confrontación entre
naturaleza y cultura: Américo Vespucio tiene tras de sí los barcos que le han permitido
el desplazamiento y se muestra sin reservas ante la mujer desnuda portando una cruz y
un astrolabio que actúan en tanto que objetos representantes de la religión y la ciencia;
la mujer, por su parte, parece haber sido sorprendida en la hamaca en la que descansaba
y se incorpora temerosa, sin ningún objeto en sus manos, sin nada que ofrecer al recién
llegado, acaso los extraños animales del lugar que aparecen a sus espaldas o alguno de
los miembros de los cuerpos despedazados que están siendo asados por personas
también desnudas. Américo Vespucio, vestido con toga, encarnando la racionalidad teo-
científica del momento, se contrapone a una desnudez que no alude ya a una pose sino
que designa, por el contrario, un estado de naturaleza, de completa inmadurez (culpable,
diría Kant) para trascender las limitaciones del hábitat que se habita, como si la
desnudez no fuera sino el ejemplo clarividente e irrefutable de un abandonarse a lo
natural. En este desigual encuentro que prefigura no tanto un encuentro cuanto un
choque (¿de qué van a hablar la razón y la naturaleza salvaje?), la desnudez aparece
como huella de una ausencia, de la insoportable carencia de todo aquello que remita
siquiera a un mínimo vestigio de vida social, de una vida que pueda ser vivida. Junto a
esto, y como apuntalamiento de esta vida inferior, la antropofagia actuará como tropo

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paradigmático de sentido (Jauregui, 2008) a través del cual se produce el encubrimiento
del otro (Dussel, 1992); muestra indudable que lo que define al otro no es tanto una
forma cultural diferente con la que pudiera caber la posibilidad del diálogo cuanto una
forma de vida que niega la cultura misma y, por tanto, esa forma de vida puede ser
eliminada porque no es tanto propia de lo humano cuanto de un salvajismo ilimitado
que se muestra desde su desnudez.

El segundo ejemplo nos lleva al relato con el que Pêro Vaz de Caminha da
cuenta al rey Manuel I del encuentro tenido con unos habitantes de lo que hoy sería
Brasil; la desnudez vuelve aquí a aparecer como elemento a destacar, como elemento
sobre el que poder trazar una diferenciación irrefutable: “Son de facciones pardas, como
rojizas, de buenos rostros y buenas narices bien hechas, andan desnudos sin ninguna
cobertura ni estiman en nada cubrir ni mostrar sus vergüenzas, y tienen respecto a eso
tanta inocencia como en mostrar el rostro” ([1500] 2009: 101); la desnudez, como
decíamos, se impone al viajero y con ella la ausencia de vergüenza con la que
relacionarse con el propio cuerpo, la sorprendente naturalidad, podríamos decir, con la
que se vive el cuerpo desnudo. De estos habitantes, que se muestran en este relato sin
asomo de canibalismo, sin muestra alguna de agresividad, se nos ofrece una descripción
en la que aparecen como buenos, inocentes, sencillos, personas a las que no hay que
hablarles duro porque si no se asustan. A estas personas que “no tienen ni entienden
ninguna creencia”, que “son mucho más nuestros amigos que nosotros de ellos”, tan
sólo les falta entender a los que han llegado para ser cristianos porque, en rigor, no
tienen nada que merezca ser resaltado, tan sólo sus excelsos cuerpos: “Andan muy bien
curados [sanos] y muy limpios, y en aquello me parece todavía más que son como aves
y alimañas monteses, a las que les hace el aire mejor pluma o mejor pelo que a las
mansas, porque sus cuerpos están tan limpios y tan gordos [fuertes] y tan hermosos que
no lo pueden estar más” ([1500] 2009: 123); esta “gente bestial” que carece de todo
menos de su sobresaliente corporalidad desnuda, merece, en definitiva, ser rescatada del
estado primitivo en el que están inmersos, esto es, ser amansados por el cristianismo. La
desnudez es vista aquí, en definitiva, como huella de una triple carencia que remite al
ser, al conocer y al tener. Una triple carencia que anuncia una vida que se agota en sí
misma, en la ausencia, nuevamente, de un proyecto vital que merezca ser desarrollado,
de un lenguaje portador de un mínimo atisbo de racionalidad. Y, se entenderá, en

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consecuencia, que una vida que arrastra esta triple carencia es una vida que puede ser
erradicada sin que la conciencia se vea alterada en lo más mínimo.

Relatos sobre la experiencia vivenciada y narrada de la desnudez que se vierten


en una exotización del otro, un otro exotizado que incorpora una distancia (el otro que
no está en mi espacio) y una diferencia (el otro que es distinto e inferior a mi) y que es
definido desde la pasividad en tanto que depositario de la mirada occidental, incapaz de
problematizar dicha mirada y de erigirse en sujeto reflexivo que también mira y define
al sujeto que le observa; relatos estos que, imbuidos de una lógica colonial, perviven,
por otra parte, de un modo u otro en ese creciente turismo étnico que busca confrontarse
con una otredad inmaculada para lo cual habrá que borrar todo rastro de
“contaminación”, de cualquier atisbo de globalización cultural con el fin de poder
obtener ese efecto de autenticidad buscada por un turista que, a menudo, no busca una
inmersión en la cultura visitada cuanto una contemplación que ha de ajustarse a las
imágenes que el exotismo ha producido y que ahora tienden a escenificarse no sin tener
efectos a nivel local aún cuando esto no sea ya objeto de preocupación para el turista.
Sin entrar en lo que sería todo un desarrollo de la exotización del otro y del papel que
juega la desnudez en esos relatos, cabe afirmar, sin embargo, que los ejemplos
precedentes prefiguran una suerte de basamento de relación colonial sustentada en una
relación de dominación e inferioridad ontológica del otro, por medio de la cual el relato
de la desnudez, la importancia que recibe en tanto que tropo que condensa los valores
arriba referidos, anuncia ya la posibilidad misma de implementar una producción de
desnudez, leída en clave biopolítica, que vendrá a alterar radicalmente la vida del otro.

Habíamos sugerido anteriormente que la modernidad desarrolla el tema del


desnudo ya sea para volver a proyectar en él una racionalidad de corte positivista que
busca, mediante la geometría, la perfección de un cuerpo masculino (cuyo ejemplo
paradigmático sería el hombre de Vitrubio, de Leonardo da Vinci) desde el que habrá
que remontarse para acceder a su esencialidad, ya sea para proyectar una regulación
estético-moral del cuerpo femenino convertido en objeto de contemplación sujeto a la
lógica del espectáculo que escinde lo representado de su cotidianidad. Desde el
trasfondo que vienen a articular estos planteamientos que geometrizan y
espectacularizan la experiencia del cuerpo desnudo, el propio despliegue de la
modernidad en tanto que proyecto de colonización de los espacios, de des-cubrimiento
de la terra incognita con el doble fin de des-velar lo que existía más allá de las columnas

16
de Hércules y de domesticar la realidad que yacía escondida, no deja de lado la
producción del desnudo –más volcada ciertamente en una lógica espectacular que
geométrica- pero conjuntamente, tal y como estamos argumentando, dicha producción
del desnudo viene a solaparse con la producción de la desnudez convertida ésta en rasgo
central del propio desarrollo de la modernidad. La vida del otro, de ese otro inferior,
exotizado, impregnado de la antes referida triple carencia, es ya una vida que negada en
sí misma en tanto que portadora de una epistemología propia, de un modo de vida
específico, queda reducida a mera materia corporal y a esa vida y a su espacio se le
exigirá disponibilidad, disponibilidad para trabajar, para que el espacio se torne en un
espacio de producción, disponibilidad para que el espacio local quede abierto a los
requerimientos que el capitalismo globalizante de cada época demanda: la desnudez no
es sino la borradura de lo propio y su transmutación en un apertura que se quiere
estructural. Pero, por ello mismo, porque esa vida queda sometida a la posibilidad del
epistemicidio y etnocidio, la producción de desnudez deberá ser también un intento por
minar la resistencia que emana de esa vida que niega la desnudez a la que se le quiere
someter, que niega que lo propio tenga que devenir impropio. La producción de
desnudez articulará por ello un espacio de lucha desigual, de codificaciones y
descodificaciones, de reglamentación que pretende minar la irrupción de la línea de
fuga.

La colonialidad actuará, en este contexto de producción de desnudez, como


proyecto político-económico-epistemológico que da cuenta de la diferencia que está en
otro espacio (habitante de la terra incognita) y en otro tiempo (habitante de un pasado
alejado de la huella de todo progreso); una colonialidad que, aunque oculta, da forma al
trasfondo teórico e histórico desde el cual se levanta el corpus filosófico de la
modernidad en su indagación por aquello que habría de definir lo propio de lo humano
(Mignolo, 2003). Ya Hegel, sobre la base de su lectura teleológica de la Historia que
recorre el camino de Oriente a Occidente en tanto que proceso de culminación de la
razón, había afirmado que el negro “es un hombre en bruto” (citado en Dussel, 1992:
23), esto es, un hombre sin cultura, sumido en su desnuda naturalidad, en su radical
ausencia de algo que pudiera ser nombrado bajo el manto de la racionalidad y Kant, por
su parte, establece una antropología de lo humano marcada por una jerarquía de fuerte
raigambre colonial por medio de la cual la racionalidad va decreciendo a medida que
nos alejamos del espacio en donde acontece la verdadera racionalidad que no es sino

17
Occidente y, más concretamente, su concreta plasmación en los países nórdicos una vez
que la hegemonía mantenida por España y Portugal se ha desplazado ya hacia el norte
de Europa. Resulta convincente en este sentido que al hilo de su brillante análisis del
cosmopolitismo kantiano, Duque concluya que “a pesar de todas las protestas del gran
filósofo contra la guerra y de sus indudables buenas intenciones respecto a una positiva
paz final, ésta (y no simplemente la paz “negativa”, en cuanto “fin de hostilidades”) no
podría ser otra cosa en definitiva que la prosecución perpetua de la guerra ad extra,
como única manera de mantener la paz y la “calidad de la vida” ad intra” (2006: 29). Y
esta prosecución perpetua de la guerra frente a la diferencia, frente a lo que no se
acomoda al proyecto de modernidad, es lo que se vierte, en última instancia en la ya
apuntada producción de desnudez que no es sino una producción de disponibilidad. Y,
por ello, cabe afirmar que la producción de la desnudez deviene rasgo consustancial de
la modernidad, elemento nuclear que lejos de atender a un rasgo periférico que pudiera
o no acontecer, designa aquello que la propia modernidad precisa para poder acometer
su proyecto inacabado por inacabable de progreso-crecimiento que se cimienta en la
exterioridad de la naturaleza (lo que posibilita una relación de dominio y posesión que
se precipita en las múltiples formas de explotación de la naturaleza y que conducen, en
última instancia a la multidimensional crisis ecológica que hoy sufrimos) y en la
inferioridad de la otredad (huella de una jerarquía de lo humano que se extiende desde
su formulación en los inicios de la modernidad hasta el actual desarrollo neoliberal de
una globalización que socava continuamente formas de vida con el fin de mantener el
entramado simbólico y tecnocientífico del quehacer político-económico de un
capitalismo que es siempre, como sugerían Deleuze y Guattari, neocapitalismo).

Decíamos anteriormente que esta producción de desnudez, que hasta el momento


hemos esbozado en tanto que proceso sociohistórico multidimensional que entreteje de
un modo indisoluble modernidad y colonialidad, puede ser leída asimismo en clave
biopolítica retomando planteamientos que provienen de Foucault y del desarrollo que
propone Agamben del concepto de nuda vida. La clave biopolítica, tal y como habremos
de sugerir, complementa el acercamiento anterior y conduce en última instancia a la
necesidad de analizar conjuntamente la producción de vida y muerte que el entramado
modernidad-colonialidad deja a su paso. Sobre esta base podemos comenzar el
desarrollo final de nuestra argumentación retomando, de la mano de Agamben, la
distinción propia de la Grecia clásica entre bios (la vida aprehendida en su contexto

18
sociohistórico en tanto que forma de vida contingente que plasma, en su propia
variación y concreción, los modos en los que puede acontecer un vivir que es siempre
un con-vivir) y zoe (que alude a la vida en tanto despliegue biológico-corporal de un
vivir que se mantiene con vida sin que ello aluda directamente a un contexto social
porque remite tan sólo al hecho de vivir mismo). A juicio de Agamben lo que
caracteriza al presente que vivimos no es tanto esa producción de zoe, de nuda vida, en
tanto que vivir desligado de un determinado contexto social, cuanto una creciente
indistinción entre bios y zoe, como si en las actuales modos de vida se estuviese
operando una continua producción de nuda vida que se adhiere a las formas de vida
anticipando un posible socavamiento. Obviamente, la nuda vida no remite aquí a la
concepción del desnudo en tanto que construcción político-estética de una corporalidad
que se muestra y exhibe ante los demás; la nuda vida opera en el ámbito teórico y
vivencial que encierra la desnudez en la medida en que remite a un con-vivir atravesado
por la carencia: la desnudez es el cuerpo sin refugio, el cuerpo no tanto que se exhibe
sino el cuerpo que ha quedado expuesto, hendido de vulnerabilidad, atravesado por una
exterioridad que socava sus procesos de ordenamiento impidiendo así que la forma de
vida sea aquella que plasma la vida que se quiere vivir porque ese vivir, transido de
nuda vida, es un vivir surcado por la violencia que exige formas de vida disponibles,
carentes de refugio.

Si bien gran parte de las reflexiones realizadas en torno a la biopolítica tienden a


indagar en las formas de vida producidas y en un cierto alejamiento de una
tanatopolítica que queda mayormente asociada al genocidio nazi, la lectura que aquí
sugerimos en torno a la producción de desnudez pretende conjugar en un mismo
enfoque producción de vida y de muerte en tanto que articulación bifronte que conecta
directamente con el entramado multidimensional modernidad-colonialidad. Sobre esta
base conviene recordar la distinción sugerida por Foucault (1995, 2003) cuando alude,
por una parte, al modelo de poder soberano en términos de un hacer morir y dejar vivir
que tenía como característica fundamental la producción arbitraria de muerte por parte
de un poder que disponía sin restricciones del cuerpo de los súbditos y que hacia de esa
muerte el sello de su poder ilimitado y, por otra, al nacimiento de un modelo,
específicamente biopolítico, estructurado en torno a un hacer vivir y dejar morir por
medio del cual la producción de muerte queda, desde el siglo XVIII, relegada a una
gubernamentalidad que, estructurada en torno a unos determinados procedimientos y

19
racionalidades de diverso signo, acomete el intento de mantener con vida a la vida para
hacer de la vida una realidad moldeable y circunscrita a los límites que las relaciones de
poder, sustentadas en la disciplina y el control, establecen e imponen. Tendríamos así
un doble modelo, el soberano, articulado en torno a la producción de muerte, y el
biopolítico, fundamentado en la producción de vida. Sin embargo, y tal y como hemos
argumentado con más detalle en otro lugar (Mendiola, 2009), el reto no es tanto
componer un modelo histórico de relaciones de poder que va dejando atrás lo que
caracterizaba al pasado (un modelo que, por otra parte, no suscribe el propio Foucault)
cuanto ahondar en la heterogeneidad de relaciones de poder que se agolpan en cada
concreción sociohistórica y apercibirnos que el transcurso de la modernidad ha
enhebrado en formas variables la producción de vida y de muerte, siendo esta muerte no
sólo la muerte directa en donde refulgía con toda su violencia “el brillo asesino” del
poder soberano sino también una muerte indirecta que aflora como consecuencia de la
negación de formas de vida sumiendo a éstas en una ya aludida vulnerabilidad
estructural que se distribuye geopolíticamente (Butler, 2006). Hay, en este sentido, un
hacer morir pero también un dejar que se muera, algo a lo que podríamos referirnos
como un hacer-dejar-morir que tiene en cuenta que para que acontezca el dejar morir,
conjuntamente, se tiene que articular un determinado ordenamiento de lo social que
posibilita que el dejar morir tenga lugar, lo que viene entonces a rescatar el dejar morir
de una supuesta aleatoriedad que pudiera o no tener lugar para resituarlo en el núcleo
mismo de un modelo social que produce estructuralmente el dejar morir. La muerte de
miles de inmigrantes naufragados en el Mediterráneo huyendo de países
desestructurados por un hacer (neo)colonial y tratando de esquivar una lógica policial
que hace de la vigilancia de las fronteras una exigencia irrenunciable más allá de
cualquier apelación a los derechos humanos, el ataque brutal e indiscriminado a los
territorios palestinos sin que ello apenas tenga consecuencias en el campo de las
relaciones internacionales o, por citar un último caso, la desestructuración del mundo
agrícola sometido a una creciente tecnologización y explotación intensiva que quiebra el
modelo agrícola de escala más pequeña sustentador de la soberanía alimentaria
desencadenando así la pauperización del campesinado, hacen las veces de ejemplos sin
duda reveladores de cómo puede activarse un dispositivo sustentado en el hacer-dejar-
morir que funciona en paralelo al hacer vivir desplegado intramuros.

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Aún cuando las relaciones entre el hacer-dejar-morir y el hacer vivir son
complejas y en modo alguno podría plantarse que cada dispositivo de poder posee un
espacio propio de actuación en donde le está vedada la entrada al otro, la mera
propuesta, aquí tan sólo enunciada, que enfatiza la necesidad de su análisis conjunto
tiene la virtud de reintroducir tanto en un plano teórico como empírico la violencia
simbólica y material en el núcleo mismo de estas sociedades occidentales que se definen
a sí mismas desde un entramado de valores ilustrados (democracia, igualdad, progreso
etc.) que pareciera haber desterrado la violencia a otros sujetos y espacios. La guerra
contra el terror impulsada por EEUU tras los ataques del 11 de septiembre ha traído
consigo no sólo un ingente despliegue militar en aquellos espacios asociados al “eje del
mal” sino también la instauración de un marco discursivo que mediante la continua
adjudicación del terror al otro (musulmán, extremista, fundamentalista) ha propiciado,
de soslayo, una suerte de exteriorización de la violencia, como si la violencia fuese algo
que compete únicamente a unos determinados otros, como si el terror fuese monopolio
de aquellos que ubicados al margen de proyecto de la racionalidad moderna atentan
contra ésta, como si la inseguridad no estuviera también provocada por el propio
despliegue del discurso de demanda seguridad. La línea argumental que aquí
proponemos y que se articula en torno a la producción de la desnudez reintroduce la
violencia allí donde se la pretendía exteriorizar, una producción topológicamente
compleja (que exige redefinir la dicotomía local-global) que es consustancial al modo
en que se produce y despliega el hacer vivir. Al dejar morir (pobreza, hambre,
condiciones laborales, naufragios de inmigrantes…) subyace todo un entramado que
presenta ramificaciones políticas, económicas, epistémicos, jurídicas y ecológicas y que
apuntala la posibilidad misma de que se deje morir a alguien, de que en ese espacio, al
que se le exige disponibilidad, todo sea posible. Producir desnudez es, en última
instancia, socavar todo aquello que actúa como indisponibilidad, quebrar el
ordenamiento de lo social que obstaculiza la mercantilización de los espacios. Y la
modernidad-colonialidad no es sino todo un dispositivo multidimensional que no deja
de producir desnudez mediante el entreveramiento de un hacer-dejar morir y un hacer
vivir.

En este sentido, podemos retomar la propuesta de Agamben sobre su concepto


de campo en tanto que espacio en el que, efectivamente, “todo es posible” y la
producción de ese “todo es posible” no es sino la producción de la desnudez, un vivir a

21
la intemperie. Si bien Agamben tiene en mente el espacio del campo de concentración
tras su genérico concepto de campo, como si la jerarquía del horror estuviese coronada
por la tanatopolítica desplegada en Auswitch, convertido éste en “nomos biopolítico de
la modernidad”, el acercamiento sociohistórico a una producción de la desnudez desde
el sustrato ya enunciado de una modernidad-colonialidad, no puede hacer de Auswitch
el campo por excelencia cuanto uno, sin duda relevante, de una larga historia
ignominiosa en donde se cumplimenta la destrucción del hombre por el hombre y que
arranca en el genocidio de los pueblos originarios de América, ahí donde el “yo
conquisto” cimienta el sustrato político de una modernidad que tendrá en el “yo pienso”
cartesiano su continuidad epistemológica (Dussel, 1992). El campo designaría así el
espacio que irrumpe cuando se acomete la producción de desnudez, cuando la zoe se
precipita sobre el bios, y, por ello, no es extraño que la imagen de la desnudez quede
recogida de un modo explícito en algunos de los relatos que dan cuenta de la
experiencia de ese campo que es el campo de concentración. La entrada en el campo es
la entrada en un proceso de pérdida generalizada de todo aquello que era propio y
reconocible, aquello que conformaba unos cimientos identitarios que, ahora, inmersos
en una zoologización de lo humano que busca convertir al hombre en mera materia
corporal que ha de trabajar hasta la muerte o que ha de ser directamente exterminada,
tan sólo queda como vestigio que pugna por ser conservado cuando lo impropio se
impone sobre lo propio, cuando el cuerpo propio, henchido de frío, hambre y
sufrimiento, se torna ajeno. Volverse otro, quedar impregnado de nuda vida: “En un
instante, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al
fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y
no puede imaginarse. No tenemos nada nuestro: nos han quitado las ropas, los zapatos,
hasta los cabellos; si hablamos no nos escucharán, y si nos escuchasen no nos
entenderían. Nos quitarán hasta el nombre: y si queremos conservarlo deberemos
encontrar en nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre, algo
nuestro, algo de lo que hemos sido, permanezca” (Levi, 1999: 28). Y es aquí donde se
impone la desnudez, la desnudez literal y simbólica de quien pierde todo, tal y como
afirma Levi: “En el campo se entra solo, desnudo y desconocido” (1999: 100) y Wiesel
refrenda: “Había que arrojar la ropa al final de la barraca. Ya había allí una gran pila.
Trajes nuevos, otros viejos, sobretodo desagarrados, harapos. Para nosotros era la
verdadera igualdad: la de la desnudez. Temblando de frío” (Wiesel, 1986: 45). Cuerpo
impropio reducido a su materialidad biológica, a un resto absolutamente disponible del

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que se ha intentado quitar todo asomo de resistencia, de barreras frente a la violencia
que se despliega impune. La vivencia de la nuda vida no es sino la vivencia de esa
vulnerabilidad carente de toda protección: “A levantarse: la ilusoria barrera de las
mantas cálidas, la frágil coraza del sueño, la evasión nocturna, aun tormentosa, caen
hechas pedazos en torno y nos encontramos despiertos sin remisión, expuestos a las
ofensas, atrozmente desnudos y vulnerables” (Levi, 1999: 68).

Trascendiendo, como decíamos, una equiparación del campo con el campo de


concentración nazi, el análisis de la producción de la desnudez se traslada así a un
ejercicio de geografía crítico que ahonde en los espacios y tiempos en donde se acomete
efectivamente esa producción de desnudez en tanto que socavamiento de la
indisponibilidad, en tanto que exigencia de una absoluta disponibilidad que proyecta el
hacer-dejar-morir sobre unos sujetos crecientemente sumidos en la precariedad. La
tanatopolítica moderna es demasiado ampliada y variada para que quede circunscrita al
genocidio nazi. Desde el tráfico de esclavos para trabajar en las plantaciones de azúcar
en los inicios de la modernidad hasta los actuales viajes de inmigrantes que si no acaban
con su muerte posiblemente concluyan (tras la militarización de las fronteras) en unos
centros de internamiento de inmigrantes regidos por una disciplina carcelaria y en donde
las personas son detenidas por lo que son y no por lo que hacen, pasando por todas las
formas en las que la violencia se infringe directamente sobre el cuerpo (en donde la
tortura, desde la Grecia clásica hasta los actuales guantánamos, juega un papel
paradigmático), la historia de la modernidad es también una historia de ininterrumpida
producción de campos en donde lo que se busca no es sino la producción de nuda vida
disponible, vida expuesta, socavada en sus procesos internos de un modo tal que lo que
queda ya es una vida estructuralmente atravesada por unas formas de hacer y pensar que
quiebran las identidades y sus cotidianidades. La humanidad, esa humanidad que es
sujeto y objeto de un hacer vivir precisa como ha manifestado Santos (2007) con
rotunda claridad de una sub-humanidad sobre la que se precipita la posibilidad de la
desnudez, el rastro que deja a su paso el multiforme hacer-dejar-morir.

No debería extrañar, por todo ello y a modo de último apunte, la aparición en


tiempos recientes de una forma de protesta que articulada en torno a temas que remiten
a la precarización de la vida (trabajo, vivienda, pobreza) se presenta ante el público
desde una dramaturgia de la desnudez, desde un conjunto de cuerpos desnudos que
componen con su mera presencia un gesto político que es, simultáneamente, metafórico

23
(se me está arrastrando a una vida incierta, sin refugios, expuesta a la mercantilización
de distintos ámbitos de la vida) y literal (me expongo desnudo ante los demás como
muestra de la desnudez en la que estoy siendo subsumido); gesto político que afirma
desde el propio cuerpo, desde aquello que todavía sigue siendo algo propio, algo que
nos queda, la demanda de una forma de vida que no esté plegada a la mercantilización
de la vida, una forma de vida en la que se pueda proyectar el modo en que se quiere
vivir. Si bien, en la línea argumental que hemos esbozado, el desnudo aludía a un
cuerpo que se exhibe desde una lógica geométrica (que se remonta desde la belleza
mostrada hasta una esencia del ser) o espectacular (que regula estética y moralmente el
cuerpo de la mujer) y la desnudez, por su parte, nos confronta con un cuerpo que queda
progresivamente expuesto ante esa exigencia de disponibilidad que atraviesa el
despliegue de la modernidad-colonialidad con sus entramados de violencias simbólicas
y materiales, el cuerpo desnudo que irrumpe en la protesta pública es un cuerpo que
exhibe su exposición, que muestra simbólicamente el escenario al que nos conduce la
mercantilización de la vida. La producción del desnudo tenía y tiene acotados los
espacios y los tiempos de su propia exhibición, pero este cuerpo que exhibe tan sólo la
propia exposición a la que esta siendo sometido no puede tener ya un espacio y un
tiempo previamente fijados y, por ello, irrumpe de tanto en tanto en la calle, en el
espacio público, allí donde nunca hubiéramos pensado que nos podríamos encontrar con
alguien desnudo, donde el desnudo puede estar castigado como desorden público, de
modo tal que este desnudo que tiene que abrir sus propios espacios y tiempos, que no
esconde una esencia a la que remontarse, ni una espectacularidad escindida de lo
cotidiano, tan sólo se presenta como huella de una resistencia, de otro decir y otro hacer
que se encadena a la larga historia de afirmaciones de la indisponilidad que hacen frente
a la exigencia de disponibilidad: cuerpo desnudo que habla desde la cotidianidad
violentada, cuerpo desnudo que devuelve la imagen de la desnudez.

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