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Universidad de Chile Matías Quezada A.

Facultad de Filosofía y Humanidades Fecha de entrega: 7/VII/2017


Departamento de literatura
Lengua y Literatura Hispánica
Estética
Profesor: David Wallace

MATERIA-TEXTO: CUERPO

Fluidos, fluidos
tudo o que passa
passa sem parar
passa
HERBERTO HELDER

CUERPO LEÍDO, CUERPO ESCRITO

El cuerpo es una abstracción. Es textualidad sobre la que operan discursos con propósitos
diversos, con distintas fuentes y fundamentaciones, sean estas políticas, estéticas, etc. En este
marco, las concepciones históricas del cuerpo se inscriben en una delimitación semántica
organizada y construida a través de la palabra. La existencia de éste, así, nunca está dada de
antemano, per se. El cuerpo nunca es por sí mismo, sino que requiere de una vestimenta
vocabularia para entrar en la fijeza del ser. Con todo, a pesar de tal necesidad definitoria, la
corporalidad prolifera, dura: mar polifluyente o materia sensible, viso, visión, herida, tacto.
Está allí, desplaza su organicidad por medio de espacios y temporalidades. Es un tejido
profuso, cuyas relaciones y funciones propiamente nada dicen, pero pueden ser leídas,
interpretadas, violentadas en función de algún discurso o teleología. El cuerpo es materia
legible. Y toda lectura de él implica una clausura, una reorganización de lo continuo en lo
discontinuo, una jerarquización que privilegia ciertos estratos por sobre otros, y una
redirección que sobrepasa lo naturalmente funcional y se orienta bajo la tutela de finalidades
externas orden corporal. En este caso, la lectura se concibe vinculada a la producción de un
discurso y, por tanto, a una escritura. Escribir el cuerpo es, consecuentemente, inscribirlo

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dentro de un territorio que sortea –o busca sortear– ese carácter proliferante que le
corresponde en tanto corporalidad. Así, pone su tejido en relación con otras formas textuales,
de la que resulta, ya sea, un cuerpo político, un cuerpo estético, un cuerpo antropológico, o
bien, un cuerpo histórico.

Una visión similar sostiene David Le Breton en Cuerpo sensible (2010). En dicho texto
se despliega un discurso principalmente antropológico del cuerpo –es decir, de los aspectos
culturales con los que éste se vincula–, junto con una inversión de la premisa cartesiana que
resulta en una reivindicación de la sensibilidad corporal en cuanto componente epistémico:
siento, luego existo (37). Así, en el primer punto, se encuentra una reflexión sobre las maneras
culturales de delimitar al cuerpo para subordinarlo a una funcionalidad social. La potencia
corporal, su apertura posible, de este modo, queda restringida a ciertos gestos y movimientos
que resultan útiles y que son étnica y socialmente valorados. En palabras del autor: “… cada
cultura realiza una selección de lo que le pertenece como propio en la inmensidad de las
técnicas del cuerpo posibles, el caudal de gestos o de movimientos eficaces no es nunca fijo”
(Id. 27). Y la relevancia está en el hecho de que el cuerpo comience siendo exclusivamente
potencia, una apertura continua que se delimita mediante diversos medios ideológicos y
(bio)políticos. La fijeza del cuerpo se logra mediante dispositivos de control que pasan desde
la representación verbal hasta la represión biológica. Desde este punto de vista, nunca se
habla del cuerpo como una entidad monolítica; no hay cuerpo propiamente tal –a menos que
se piense exclusivamente en su continuidad, en su cualidad fenoménica de flujo dirigido–,
hay solo cuerpos. Objetos diacrónicos que se corresponden con visiones diacrónicas,
discursos históricos. Apenas parcialidad del cuerpo es lo que hay: fragmento. Cuestión que
aplica con todo rigor para el caso de la enunciación sobre la corporalidad. En cuanto al
segundo punto, destaca el énfasis en la centralidad del cuerpo dentro de un proceso de
construcción de conocimiento e identidad. “El cuerpo es la fuente identitaria del hombre; es
el lugar y el tiempo en que el mundo se hace carne” (Le Breton 17). Es decir, se instala al
cuerpo como un territorio de aprehensión de lo exterior. Se lo plantea como el lugar donde
la exterioridad pasa a ser interior; lugar donde adquiere un tejido vivo, continuo, donde
circula y fluye. Hay una continuidad, por lo tanto, una permanente relación intertextual –de
la carne con el mundo; de la carne con las ideas, etc.– que supone una concepción, y
asimismo, una imposición de límites.

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Lo interior y lo exterior son dos aspectos corporales que establecen diversas relaciones y
transmutaciones del tejido. La piel es el límite, la exteriorización del adentro; lo limita cuanto
lo resguarda del afuera. Es ésta lo más inmediatamente aprehensible del cuerpo, traza
identitaria e identificatoria, lugar de similitud y diferencia. Pero también espacio de
significantes en proliferación. En definitiva, tejido: textualidad. Y para ejemplificar estos
aspectos resulta conveniente recurrir a la figuración poética que realiza el poeta brasileño
Ferreira Gullar en Poema sujo (1975):

cheiros de umbigo e de vagina / graves cheiros indecifráveis / como símbolos / do corpo / do teu
corpo do meu corpo / corpo / que pode um sabre rasgar / um caco de vidro / uma navalha / meu
corpo cheio de sangue / que o irriga como a um continente / ou um jardim / circulando por meus
braços / por meus dedos / enquanto discuto caminho / lembro relembro / meu sangue feito de gases
que aspiro / dos céus da cidade estrangeira / com a ajuda dos plátanos / e que pode ––por um
descuido–– esvair-se por meu / pulso / aberto (9-10).

En este extracto se plantea al cuerpo como un objeto marcado por la fragilidad de sus
componentes liminales –la amenaza son los objetos del mundo: el trozo de virio, la navaja.
La sangre, por su parte, se constituye como el flujo que transita espacialmente en el adentro,
pero que está constituido por las relaciones de aprehensión que establece con lo exterior –los
gases provenientes de la ciudad extranjera. Con todo, la tensión entre el adentro y el afuera,
organizada a partir del flujo sanguíneo, sugiere dos valores fundamentales que se atribuyen
al cuerpo. Esto es, la transición de los límites determina si se trata de un cuerpo para la vida
o de un cuerpo para la muerte. La apertura, en este caso, porta el estigma de fatalidad
implicado en la ausencia del sustento funcional del cuerpo. De este modo, la continuidad
textual del adentro en el afuera, de lo interior en lo exterior, supone también un continuo vital
entre la existencia y la muerte.

Por otra parte, es notorio el planteamiento de las excreciones humanas como


constituyentes de un lenguaje simbólico del cuerpo; señales ‘indescifrables’ de una
interioridad que prolifera dentro del límite de sus funciones. Olor de ombligo y vagina:
huellas de una totalidad erótica y sexual. Bien podría pensarse esto a partir del concepto de
mancha desarrollado por Ronald Kay en «El cuerpo que mancha», pues es ésta “la impronta
húmeda, la letra primordial de dicha escritura corporal; es la huella inmediata que el
organismo traza de su interior” (30). Se trata, así, de un lenguaje primero y basal, legible por
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otros cuerpos en la medida en que se guían por la propia corporalidad. Sin embargo, esa
lectura suele estar reprimida por otros discursos que fabrican una legibilidad normativa.
Según sostiene Kay, “la compulsión de borrar la mancha obedece a la imperiosa necesidad
de obliterar las señas de la presencia precultural del hombre y de fondear su indominable
estatura natural” (31). En consecuencia, la lectura que se impone es la del borramiento; tornar
ceniza la mancha si fuese necesario, volverla ausencia. Esto bajo el propósito de negar esa
presencia interior del cuerpo que es su potencia anterior a la cultura, a la regulación, a la
clausura. Un cuerpo que mancha es un cuerpo que transita entre los límites con los que se
relaciona, de lo que resulta que su inscripción en el mundo sea también una excripción.
Cuerpo que escribe y cuerpo legible, delimitado en su potencia de tejido significante por un
discurso que norma las exteriorizaciones del adentro. Y la defensa, en este caso, guarda
relación con un modelo corporal higienizado, depurado, hermético; reducido en sus aspectos
a una textualidad funcional y normal. Un cuerpo fijado en lo expuesto, de mostraciones
limitadas, sobre el que se impone un deber ser, una ética que lo enjaula en un ser ajeno a su
devenir.

La desnudez, desde un punto de vista público y político actual, está punida en sus
manifestaciones más espontáneas, reservada para un espacio de intimidad que se corresponde
con ese adentro que expone –piénsese, por ejemplo, en las figuras anatómicas del cuerpo,
dispuestas en una cerrazón que implica en sí la apertura, la exhibición–, que excribe a través
de ciertas señales legibles; a través de orificios y excreciones que se constituyen manchas y
sitúan en el afuera lo que se restringe a una interioridad que, desde el ethos, debiese
mantenerse tal. Con todo, la desnudez se ofrece como apertura del cuerpo. Muestra de cerca
los límites que separan lo interior de lo exterior; muestra la fragilidad de ese cuerpo que por
accidente puede pasar de ser para la vida a ser para la muerte. Por tal razón la vestimenta, el
cubrir que se torna ocultamiento. Y por tal razón las técnicas (bio)políticas y éticas del cuerpo
que buscan su delimitación y orientación guiada, fuera de esa potencia proliferante que le es
propia. De este modo, los cuerpos se crean, se fabrican mediante técnicas que cruzan los
límites textuales de la carne y transitan desde los discursos hasta la punición. Según la
perspectiva de Gilles Deleuze, en «¿Cómo hacerse un cuerpo sin órganos?» (1947), “el

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cuerpo no es más que un conjunto de válvulas, cámaras, esclusas, recipientes o vasos
comunicantes: un nombre propio para cada uno, poblamiento del CsO, Metrópolis, que hay
que manejar con látigo” (158). Es decir, un tejido de órganos en continua labor de funciones
internas; o bien, texto fragmentado, constituido por piezas intercomunicadas, relacionadas
intertextualmente. Y las técnicas que operan sobre él son las de una punición regidora.
Marcan el camino, el ethos, que el cuerpo debe seguir y organizan sus órganos mediante
jerarquías de los sentidos y las funciones internas. De aquí, por ejemplo, que en la Atenas de
la Grecia clásica primase un discurso del cuerpo que plantea la desnudez como una
exhibición relacionada a una potencia admirativa en la recepción –en la medida en que se
ajustase a los preceptos de la rectitud, que determina no solo un orden corporal sino también
uno verbal. Logos y soma regidos por una formación –en el sentido de regular y de educar–
que delimita un orden sensible de lo representable y de lo enunciable: tal como no cualquier
cuerpo debe ser mostrado, no todo discurso debiese ser emitido. Esto guarda relación con el
vínculo que se establece entre la palabra y el cuerpo. Ambos tienen un ethos hacia el que
deben dirigirse y al que son dirigidos mediante técnicas determinadas. El orden verbal se
concibe desde los efectos que tiene en los cuerpos –el calor, la tibieza–; efectos que pasan,
en específico, por la vocalidad de su emisión y por la potencial capacidad persuasoria de los
discursos. En consecuencia, retórica y estética se interrelacionan sobre el terreno material e
inmaterial del cuerpo. El énfasis sobre la sensibilidad corporal deviene en una imposición
teleológica. Es decir, la estética deviene ética: el deber ser está determinado por la delimitada
exhibición de la desnudez; solo el cuerpo entrenado en el gimnasio puede exhibirse, del
mismo modo que solo quien haya sido formado en retórica tiene la capacidad de emitir
discursos.

El caso es similar con los planteamientos de David Hume en torno del gusto –concepto
desarrollado históricamente en la estética. En La norma del gusto, se despliega una ética del
cuerpo que se orienta hacia una perfectibilidad de lo sensible. Y este discurso está marcado
por la percepción de un cuerpo modélico para establecer una norma evidentemente
impositiva; dispositivo de control. En este sentido, se propone la figura del juez de bellas
artes. Tal es la finalidad fabricada. Dice Hume: “Solamente puede tenerse por tales a aquellos
críticos que posean un juicio sólido, unido a un sentimiento delicado, mejorado por la
práctica, perfeccionado por la comparación y libre de todo prejuicio; y el veredicto unánime

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de tales jueces, dondequiera que se les encuentre, es la verdadera norma del gusto de la
belleza” (43). Es decir, la perfección de los sentidos requiere un entrenamiento, una
formación del cuerpo que debe tender hacia una figura modélica que es constituyente de una
finalidad impuesta. Se trata de una élite de la estesia, un sujeto cuyo cuerpo opera
ejemplarmente en la percepción de los fenómenos artísticos. Con todo, este ethos corporal
está marcado por estados orgánicos fallidos: “En cada criatura hay estados sanos y estados
defectuosos, y tan sólo puede suponerse que son los primeros los que nos proporcionan una
verdadera norma del gusto y del sentimiento” (32). Por tanto, no solo el cuerpo educado,
formado es aquel que se establece como modélico, sino también uno que como base orgánica
posee facultades que operan de manera perceptiva y sensiblemente eficiente. El cuerpo que
plantea Hume es, de este modo, uno ‘perfeccionado’ –esto es, adecuado a una idea– a través
de su entrenamiento sensible. Consecuentemente, la restricción ética opera de manera similar
a como lo hace en la Grecia clásica. Del mismo modo que no todo cuerpo está capacitado
para exhibirse, en este caso, no todo cuerpo está capacitado para el gusto estético. En
definitiva, el tránsito hacia la estética pasa necesariamente por la ética; y los discursos sobre
los cuerpos, pasan, a su vez, por un control de ellos.

Desde un punto de vista diacrónico, existe variación entre las apuestas por una
determinada sensibilidad. Los cuerpos son definidos y dirigidos, así, a partir de aspectos
fragmentarios que no se corresponden con el despliegue constante de facultades sensoriales
y orgánicas. De esto se deriva, por ejemplo, la primacía de la visión en las tradiciones
epistémicas occidentales –basta pensar en lo visto y lo vivido como fundamento de veracidad
narrativa. Y también se desprende es esto el hecho de que identitariamente los cuerpos suelan
ser exclusivamente cabezas. La identificación y la diferencia pasan por ese predominio
capital que se evidencia en la representación de las personas: no solo en los bustos, como
monumentalizaciones de figuras relevantes de la historia, sino también en las tarjetas de
identificación, que se constituyen en registro de una totalidad de individuos, para, entre otras
cosas, facilitar el control y la vigilancia que se ejerce sobre ellos. En la estética
particularmente, suele también primar un tipo de sensibilidad por sobre otra. El tránsito se da
de forma diacrónica a partir de un desplazamiento estésico cuyo tránsito se da a través de

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todos los sentidos corporales; determinando, ya sea, una estesia, una sinestesia, una
hiperestesia, o bien, actualmente, una anestesia. Asimismo, la jerarquía sensible también se
desplaza. Y de esto surge, por ejemplo, una reflexión en torno del tacto y la superficie
epidérmica del cuerpo –con Jean-Luc Nancy en la estética y, por otra parte, con Didier
Anzieu en el psicoanálisis–, cuestiones antes relegadas a un segundo plano. Por lo tanto, es
posible decir que no solo la cultura hace una selección de los elementos del cuerpo que
considera relevantes para su constitución, sino que también dicha operación se encuentra en
el núcleo constitutivo de los discursos.

¿Puede, consecuentemente, hablarse del cuerpo –que es flujo, profusa continuidad– sin
circunscribirlo a un significado específico, que en cuanto tal es parcial y fragmentario?
Cualquier alternativa, en cuanto las palabras sean su móvil, parece ser insatisfactoria a este
respecto. Y cualquier reflexión enunciada del cuerpo parece reducirse a pura fotografía
vocabular. La palabra es la jaula del cuerpo. Toda enunciación del cuerpo lo delimita en su
potencia de flujo y devenir, de duración. De este modo, la reducción de una totalidad a
fragmento parece ser el único procedimiento posible. Con todo, hay propuestas filosóficas y
estéticas que se orientan hacia una defensa de la cualidad potencial del cuerpo. Es este, por
ejemplo, el caso de Gilles Deleuze o de Jean-Luc Nancy. Sin embargo, en cuando a Mil
mesetas. Capitalismo y esquizofrenia (1972) de Deleuze y Guattari, es notoria la
contradicción en la propuesta del Cuerpo sin Órganos. Y se observa desde su constitución
conceptual, que surge de un discurso que nada tiene que ver con el cuerpo. Sostiene: “Bateson
llama mesetas a regiones de intensidad continua, que están constituidas de tal manera que no
se dejan interrumpir por un final exterior, ni tampoco tienden hacia un punto culminante…
Una meseta es un fragmento de inmanencia. Cada CsO está hecho de mesetas” (Deleuze
163). Es decir, la apertura del cuerpo a su cualidad de potencia, de flujo, pasa necesariamente
por su reducción a fragmento cerrado. La clausura es la condición de la apertura. Y lo
interesante de esto es que el fragmento, la cerrazón es una forma de resistencia ante un orden
funcional del cuerpo. De cierto que es una imposición discursiva, pero es una que se
posiciona en contra del valor de organicidad corporal teleológico, transitivo.

Por tanto, desde que pareciera no haber manera de sortear la reducción del cuerpo a
fragmento, la defensa del significado y lo parcial surge como alternativa viable frente a la

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tentativa absolutista de dar cuenta de una totalidad por medio de palabras. Asimismo, la
sucesión de significados del cuerpo se orienta de manera similar en cuanto a los sentidos
predominantes en el correr de la historia. No se trata solamente de una elección conveniente
de rasgos para construir una identidad cultural, sino también de un proceso discursivo del
que forman parte tanto la estética cuanto la política, así como otras disciplinas. Y es resistente
el discurso que va no solo en contra de ciertas figuraciones del cuerpo, sino también en contra
de las técnicas biopolíticas de control. Tal es el procedimiento que determina, en primera
instancia, propuestas teóricas como la de David Le Breton, que invierte la premisa cartesiana
de pienso, luego existo a un siento, luego existo, apostando por la sensibilidad corporal como
sustento epistemológico –desplazando la metafísica y poniendo la materialidad del cuerpo en
foco. Secundariamente, hay discursos como el de Susan Buck-Morss que buscan devolverle
a la estética su cualidad de discurso sobre el cuerpo para orientarla en contra de aquella
condición sensible del cuerpo que es la anestesia, que surge en un orden social moderno.
Según sintetiza en su lectura de Walter Benjamin, éste “le exige al arte una tarea mucho más
difícil; esto es, la de deshacer la alienación del sensorium corporal, restaurar la fuerza
instintiva de los sentidos corporales humanos por el bien de la autopreservación de la
humanidad, y la de hacer todo esto no evitando las nuevas tecnologías sino atravesándolas”
(171). Se trata de la defensa de un cuerpo sensible, cuyas relaciones con el mundo se
determinan desde el tejido, desde el contacto, desde un sentir múltiple. No es el cuerpo que
responde exclusivamente ante el shock, es uno que se vincula activamente con el exterior
desde los sentidos. Las sensibilidades que entran en conflicto aquí son la estesia y la
anestesia, ambas posibilidades del cuerpo según se guíe y delimite. Lo que se busca, en este
caso, es devolverle al cuerpo aquella estesia que se anula por medio de tecnologías modernas;
se resiste a una subsensibilidad. Y el proceso mediante el cual esto se logra es la palabra, el
discurso que manipula al texto y lo orienta en alguna dirección intencionada.

En breve, el cuerpo nunca es un objeto único. Adquiere dicho valor a través de la fijeza
que la palabra en discurso le otorga; a través de las imposiciones que la cultura, la sociedad
y el orden político depositan sobre él. Es preciso insistir: no hay un cuerpo, hay cuerpos
apenas. Objetos múltiples fabricados a partir de una legibilidad y una escrituralidad diversa.

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No siempre se lee la corporalidad de la misma manera, ni se la escribe, inscribe
idénticamente. La variación no solo es señal de cultura –en su sentido antropológico–, ya que
exhibe ese valor fundamental del cuerpo que es su cualidad de significante en proliferación.
Y es esto lo que determina su maleabilidad. En cuanto materia móvil la corporalidad se
expone a la violencia rígida de los discursos y procesos delimitadores que la orientan hacia
teleologías que surgen no del cuerpo, sino de conceptualizaciones exteriores a él. Los cuerpos
se fabrican, se orientan y definen –no es curioso, desde luego, que en los discursos sobre el
cuerpo predomine indudablemente la presencia del verbo ser– externamente. Se les otorga
una vestimenta exterior a la piel, ajena. Y la pluralidad de estos viene dada por el fragmento,
por esa selección parcial que se pone en función y de la que surgen los significados. En este
punto, ya no se trata del cuerpo, sino de lo dicho sobre el cuerpo. Se trata de los cuerpos
edificados a través de la palabra. Entonces, lo único que resta es ofrecer y defender el propio
fragmento, el propio significado, la propia jaula vocabular.

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Y DE TODO LOS ESPEJOS SON LA INVENCIÓN MÁS IMPURA

La experiencia neurótica del cuerpo. Autoscopía. Desvío de la propiocepción. Estar un poco


fuera del propio cuerpo. Bifurcación de lo percibido: mirada y sobremirada. No solo ver lo
que está fuera. Ver cómo se ve lo que está fuera. Pánico. Habitar el límite entre lo propio y
lo ajeno: vivo mi cuerpo, soy mi cuerpo, pero también observo mi cuerpo, lo siento sentir.
Vivir atravesado de espejo. O criador do espelho envenenou a alma humana. El cuerpo
envenenado de espejo. Reflejo: reflexión.

La transitividad del cuerpo neurótico es un regreso a sí. Y la sensibilidad pasa por la red
espesa del pensamiento. No saber si tal dolor es hambre. No saber si tal sensación es angustia
o cansancio. Despersonalización: verse ser. Hundirse en el pavor de estar fuera, de estar
desplazado al margen de sí mismo. Temo que esta mano que escribe no sea la mía. Y hablo
de este cuerpo aquí tan sentado, escribiendo desde la punta de la lengua a la legua más
distante. Desconocer el propio cuerpo; no ser el cuerpo, habitarlo. Encarnarlo por medios
racionales que escapan al ser continuo. Buscar aprehenderlo a través de la reflexión. O
homem não deve poder ver a sua própria cara. Isso é o que há de mais terrível. Y he sentido
el pavor de mirarme al espejo, porque ser cuerpo no es reconocerse tal. El reconocimiento
del propio cuerpo es lo que hay de más terrible. Esa mirada insistente de la neurosis, oblicua,
desviada de lo inmediato, de lo sensible.

Es urgente regresar al cuerpo: regresar como se abren los párpados, como se ofrece el
tacto, como se juntan dos labios; como se camina sin que cada paso sea una premisa
premeditada. Es urgente regresar al cuerpo cuya sensibilidad no es el pensamiento de un
sentir, sino un sentir espontáneo, continuo. Es urgente sentir. Es urgente un espejo de ver
paisajes. Un espejo que nos muestre más que palabras; que oculte el pensamiento que nos
aleja del tejido. Un espejo que sea la medida de una ausencia y no del temor de estar dando
un paso fuera del cuerpo, fuera de la vida. Es urgente un barco en el mar.

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ANILLOS DE MÁRMOL

La experiencia obsesiva del cuerpo. Revenir: revenant. Fantasma en continuo regreso, en


continua aparición. El cuerpo obsesivo se guía por bucles neuronales. Vuelve sobre sí,
aparece, reaparece. Se oye un cuerpo. Sus pasos se alinean al contorno del suelo, busca el
control que no hay. Regresa, ritualiza el movimiento. La fijeza del pensamiento determina su
aparición en el espacio. Negada transición. Todo lo que pasa, pasa por medio de trabas y
estancamientos. Se oye un cuerpo atravesar. Las estructuras de control del propio cuerpo lo
delimitan al espacio liminal del fantasma: aparición que demora su llegada, el cuerpo
obsesivo nunca llega, regresa permanentemente a su punto de partida. Diferida corporalidad:
continuamente desplazada en sus manifestaciones, permanece en el territorio de lo mismo.
La obstinación de la obsesividad es la de los procesos circulares, la del eterno retorno. Su
expresión privilegiada es la repetición. El murmurio de fórmulas, mantras que producen la
impresión de ser exento de la entropía corporal. Se oye un cuerpo atravesar la noche. Contra
toda linealidad y profusión de flujo, este cuerpo exhibe una preferencia por la regresión
temporal, por la permanencia. El fantasma insiste en quedarse, a pesar de nunca haber
propiamente llegado. Y repite sus pasos sobre las líneas del suelo, se alinea a la idea de orden
y control que le confiere la estructura obsesiva del pensamiento. Su piedra de la locura es un
anillo de mármol. No hay salida. Se oye un cuerpo atravesar la noche en exceso. Cada vuelta
del laberinto es la salida hacia un mismo gesto de temor y frustración. La materia de este
cuerpo se halla siempre estancada en formas impuestas por un pensamiento regresivo y
repetitivo. Tautología del movimiento. Apertura continua de la cicatriz, de la herida. Se oye
un cuerpo atravesar la noche en exceso de velocidad. Y el tránsito hacia lo otro, hacia el
otro, se da por una renuncia a la categoría ilusoria del control sobre el cuerpo. La única salida
es la danza, dispensar del orden sistemático del cuerpo, de todo lenguaje estructurado. No
mudez, sino espontaneidad, creación continua, poiesis. Encarnación del fantasma. No un
llegar a, sino un transitar cualquier lugar. Con todo, la salida es siempre un paréntesis,
siempre un umbral. Y se oye un cuerpo. Se oye un cuerpo atravesar la noche en exceso de
velocidad. Un cuerpo que pasa, pasa sin parar en perpetua regresión.

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BIBLIOGRAFÍA

Buck-Morss, Susan. “Estética y anestésica: una reconsideración del ensayo sobre la obra de
arte”. En Walter Benjamin, escritor revolucionario. Buenos Aires: Interzona
Editora, 2005: 169-221.
Deleuze, Gilles. “¿Cómo hacerse un cuerpo sin órganos?”. En Mil mesetas. Capitalismo y
esquizofrenia. Valencia: Pre-Textos, 2002: 155-171.

Gullar, Ferreira. Poema Sucio. Madrid: Visor, 1998.

Hume, David. La norma del gusto y otros ensayos. Barcelona: Ediciones Península, 1989.

Kay, Ronald. “El cuerpo que mancha”. En Del espacio de acá. Señales para una mirada
americana. Santiago de Chile: ediciones/ metales pesados, 2005: 30-32.

Le Breton, David. Cuerpo sensible. Santiago de Chile: ediciones/ metales pesados, 2010.

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