Artaud ha muerto, acerquémonos a su cadáver. Vengan cartógrafos, lean el mapa de
nuestra era; vengan arqueólogos, estudien la esfinge de nuestro tiempo. Allí yace, leamoslo o leámosnos. Esos sus pies, ¿no están en ellos las andanzas de nuestros pueblos? Esas sus manos, ¿no adivinan sus cayos las labores, la lucha agónica, del pueblo trabajador? ¡Miren! sus ojos no han sido cerrados, su reflejo muestra nuestros anhelos, pero también abre las puertas a nuestras profundidades, a lo que subyace dentro nuestro. Sigamos el camino al que nos llevan, a esa meseta, tal vez valle, que llaman frente. Sus surcos, mezclados como arroyos serpenteantes, cuentan la batalla enigmática entre pulsiones y represión. Bajemos, su pecho, ahora hundido, ¿no dirá lo de nuestra animalidad aplastada? En fin, allí está tendido, abierto como un pergamino, corramos los velos y que su luz, nuestra luz, la luz de qué importa quién ilumine los caminos de esa intrigante tierra que lleva nuestros nombres y el de Antonin.