Está en la página 1de 133

Pasión y dinero en Las Vegas

Serie Black Diamond 1

OLIVIA KISS
Índice
Sinopsis
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
Epílogo
Amor y traición en Las Vegas (Black Diamond 2)
~OLIVIA KISS~
Sinopsis

La vida de Maggie no es fácil. Su hermana está enferma y


necesita ganar todo el dinero posible para cubrir los gastos
médicos. Por eso, cuando encuentra una oferta laboral en Las
Vegas como bailarina no se lo piensa dos veces. Sin embargo,
muy pronto se dará cuenta de que aquella no es la oportunidad
que tanto había deseado ni un golpe de suerte, sino una
condena.
Elliot, como heredero del imperio Black Diamond, está
acostumbrado a tenerlo todo, aunque eso no significa que su
vida le guste y suele huir con asiduidad de sus obligaciones.
Una de esas noches en las que decide escapar, choca con una
chica de mirada dulce que acaba de llegar a la ciudad y saltan
chispas entre ellos.
Pese a todo, no volverán a cruzarse hasta mucho después,
cuando todo ha cambiado demasiado.
¿Podrá el amor superar cualquier obstáculo? ¿Acaso luchar
por eso que sintieron en solo una noche merecerá la pena?
1

La sala estaba abarrotada de gente. Las luces intensas


alumbraban el estrado desde el que John Black hablaba a los
invitados.
—Gracias una vez más por festejar con la familia del Black
Diamond los momentos importantes. Es un placer teneros aquí
una vez más para celebrar conmigo y los míos este paso. —
Sonrió a los invitados al gran evento y recibió gestos de
asentimiento de vuelta—. Y, sin más dilación, me dejo de
sentimentalismos y comparto con todos vosotros lo que he
venido a anunciar hoy aquí y el motivo de que esta noche
hayamos tirado la casa por la ventana.
Los asistentes rieron. John era único haciendo que la gente
se sintiera importante y cómoda. Si el Black Diamond había
llegado a ser uno de los casinos más populares de Las Vegas,
solo se debía a que tenía el mejor líder con el que se podía
contar. Y, pese a pasar ya de los sesenta, aún tenía esa
presencia y ese aplomo que encandilaban a cualquiera que lo
conociera. Seguía siendo un hombre atractivo, con su pelo
oscuro brillante incluso con la aparición de unas cuantas
canas, y unos ojos azules muy vivos. Vestía un traje de diseño
azul oscuro y un sello de oro centelleaba en su mano junto a su
anillo de casado.
—Es un placer para mí haceros partícipes de un gran paso
en mi vida. Llevo trabajando aquí más de treinta años. He
levantado este imperio con mucho esfuerzo y no puedo estar
más orgulloso de lo conseguido. Pero el tiempo no pasa en
vano para nadie y, aunque no os lo creáis porque me mantengo
con bastante decencia, yo también me hago mayor.
De nuevo las risas lo llenaron todo y John guiño un ojo a
su entregado público. Bajo el estrado algunas mujeres
asintieron con complicidad, seguramente, viejas amantes.
—Me ha llegado el momento de descansar y dedicar los
años que me quedan a disfrutar de los míos. Principalmente,
de mi preciosa mujer, Katherine, a la que le debo esta sonrisa
permanente.
La rubia despampanante que aguardaba a la derecha
levantó su copa y le lanzó un beso. Acababan de casarse
apenas un par de meses antes y vivían una continua luna de
miel, pese a que muchos creyeran que aquella unión duraría
menos que sus anteriores matrimonios. Era la quinta y solo
Laura, su primera esposa y madre de sus dos hijos, había
durado más allá de unos meses o un par de años de sexo, lujo y
discusiones.
—Por eso estamos aquí. Para anunciar oficialmente mi
retirada del Black Diamond. —Algunos susurros por la
sorpresa rompieron el silencio sepulcral que John había
instaurado con su discurso—. Seguiré por aquí, esta es mi casa
y nadie podrá alejarme de sus pasillos, pero dejo la dirección
absoluta en manos de mis hijos.
Todos los rostros se giraron asombrados hasta encontrar los
de las dos personas que acababan de convertirse en
protagonistas de la noche. En medio del salón, Elliot y Ursula
Black sonreían con cierta dureza y expresión tensa. Luego
alzaron una copa en dirección a su padre y asintieron en un
gesto de aceptación. Lo quisieran ellos o no, ese siempre había
sido su destino y al fin había llegado.
—Sé que Ursula y Elliot sabrán mantener vivo el espíritu
de la familia Black Diamond y lo adaptarán a las nuevas
generaciones. Y, ahora, ¡disfrutemos de esta velada como la
ocasión merece!
La sala rompió en un estruendo de aplausos y ovaciones
para el hombre que había levantado un imperio de la nada
tantas décadas atrás. Aceptó el reconocimiento con distinción
y descendió del estrado para reunirse con los suyos y celebrar
su retirada con la felicidad de quien acepta que es el momento
de despedirse.
Katherine lo recibió con un beso dulce en la comisura de
los labios y Ursula puso los ojos en blanco al verla. Aún no se
acostumbraba a que estuvieran juntos. Al fin y al cabo, había
sido ella quien los había presentado. Había contratado a
Katherine como su entrenadora personal y, antes de saber lo
que estaba sucediendo, su padre le estaba poniendo un anillo
en el dedo. No es que se negara a que su padre fuera feliz, pero
no se fiaba, eso era todo. No era la primera vez (y apostaría un
buen fajo a que tampoco sería la última) que su padre se
ilusionaba con una mujer para divorciarse meses después
dejándole a ella la vida solucionada.
Ursula suspiró y se acercó a la pareja taconeando con esa
elegancia que había heredado de su madre.
—Has estado fantástico, papá.
Él le sonrió agradecido y le dio un beso en la mejilla.
Siempre que hacía eso a Ursula se le ablandaba un poco la
coraza que lucía ante los demás. Su hermano Elliot no tardó en
aparecer a su lado para palmear la espalda a su progenitor.
—Papá, un gran discurso.
Alzó la copa frente a John y ambos brindaron. Luego
conversaron y saludaron a algunos invitados. Sin embargo,
Ursula no podía dejar de mirar a su hermano. Parecía nervioso.
No dejaba de tirar del cuello de su camisa como si lo ahogara.
Notaba sudor en su frente y no dejaba de vaciar una copa tras
otra. En un momento dado, lo cogió del codo y lo apartó del
gentío.
—Elliot, ¿qué te pasa?
—Nada.
Pero estaba mintiendo. Se conocían demasiado bien como
para saber cuándo uno de los dos se encontraba mal o tenía
algo rondándole la cabeza. Ursula chasqueó la lengua y le
arrebató la copa de las manos con disimulo antes de apoyarla
en la primera bandeja que pasó por su lado.
—Sea lo que sea, tienes que fingir que las cosas van bien.
Esta gente lo percibe todo, Elliot. ¿Quieres que la primera
impresión que tengan del nuevo líder del Black Diamond sea
que el gran John se ha equivocado en su elección?
Elliot suspiró y se pasó la mano por el mentón. Estaba
asfixiándose, aunque su hermana llevaba razón. Le gustara o
no, su padre había tomado una decisión y ellos habían
aceptado. Podrían no haberlo hecho, pero ¿qué pensaba hacer
Elliot, si no? Era su destino y lo que menos deseaba en el
mundo era decepcionar a su padre confesándole que él no
aspiraba a gobernar aquel imperio. Él era feliz disfrutando
entre sus pasillos, pero no se veía dirigiendo una empresa que
le venía grande.
Miró a Ursula y asintió.
—Tienes razón. Aunque ¿cómo sería de malo que
desapareciera dentro de, digamos, unos diez minutos? Solo un
rato. Solo lo necesario para poder volver a respirar aquí
dentro. Después regresaré y seré el perfecto hijo que John
Black merece.
Su hermana levantó la comisura de los labios en una
sonrisa leve. Luego se encogió de hombros y se atusó la corta
melena con coquetería.
—Estando yo y este espectacular vestido para acaparar las
miradas, no creo que nadie se diera especial cuenta de tu
ausencia.
Elliot se rio y le apretó el brazo con cariño. Eso eran el uno
para el otro, un apoyo constante desde niños. Se llevaban poco
más de un año y sentían una complicidad casi como si fueran
mellizos.
Ursula le guiñó un ojo y se contoneó por la sala fingiendo
estar emocionada y captando la atención de todos aquellos que
siempre se la pedían y ella rara vez correspondía. Era tan
preciosa como inalcanzable. Elliot aprovechó que su padre y
Katherine estaban conversando con unos viejos amigos para
escabullirse y encontrar la entrada antes de que alguien lo
encontrase a él.
Cinco minutos después caminaba por las calles iluminadas
y abarrotadas de la ciudad del pecado.
2

Maggie estaba exhausta. Llevaba horas adecentando la


habitación del hostal, porque, pese a que tenía la intención de
poder alquilar un piso compartido en unos días que redujera
ese gasto, quería sentirse cómoda desde el primer momento.
Apenas se tenía en pie, pero no podía dormir. Supuso que era
por la emoción de la novedad, y desde que había puesto un pie
en aquella ciudad sorprendente todo era inesperadamente
nuevo.
Se puso una sudadera, una bufanda y cogió el abrigo de la
entrada. En el último instante arrancó también el gorro de lana
rojo del perchero y se lo plantó en la cabeza. Hacía frío y de
ese modo no tenía que peinarse. Después salió del apartamento
en busca de un chocolate caliente.
Aún no se creía que estuviera tan lejos de casa. Todo había
sucedido demasiado rápido y había tenido que tomar
decisiones precipitadas, pero se decía una y otra vez que estas
eran por una buena razón y que su hermana estaría bien
cuidada en su ausencia. Oportunidades como la que le habían
brindado no surgían todos los días, así que no le había
quedado otra que aceptar y mudarse muy lejos de su hogar con
la intención de que las cosas mejorasen.
Suspiró y entró en un local que ya había visto esa tarde y
que no cerraba en toda la noche. Pidió un chocolate y unas
galletas de arándanos para llevar. Minutos después caminaba
de vuelta a su casa con la intención de que aquel manjar le
calentara y llenara el estómago y la ayudara a dormir.
Sin poder evitarlo, su mente viajó de nuevo a casa. Pensó
en Casey, su hermana pequeña, y notó una presión en el pecho.
Solo había pasado un día y ya la echaba de menos. ¿Estaría ya
dormida? ¿Habrían aumentado los dolores? Esquivó a una
pareja que iba tan acaramelada que ni siquiera la habían visto
y comenzó a ponerse nerviosa. ¿Qué narices hacía ella en Las
Vegas? ¿En qué momento había creído que aceptar aquel
trabajo y alejarse tanto de Casey había sido una buena idea?
Iba totalmente metida en sus pensamientos cuando giró una
esquina y se dio de bruces contra un muro.
—¡Ay!
En cuanto notó el calor del chocolate empapando sus
manos alzó la cabeza y se dio cuenta de que no había sido tan
tonta como para chocarse con una pared, sino contra el pecho
de un hombre trajeado que la observaba con los ojos muy
abiertos. Eran azules. De un azul profundo y precioso que la
obnubiló por unos instantes. Un azul que a Maggie le
recordaba al mar.
—Perdona, iba distraído. ¿Estás bien?
Maggie pestañeó aturdida y entonces cayó en la cuenta de
que no solo había chocolate en sus manos, sino que la camisa
y la chaqueta de aquel hombre estaban pringadas de color
oscuro. Se llevó una mano a la boca y comenzó a hacer
aspavientos mientras intentaba secarlo sin mucho éxito con la
manga de su abrigo. Lo único que logró fue que ambos se
mancharan aún más y palpar demasiado del cuerpo de un
completo desconocido.
—¡Oh, Dios mío! Lo siento, lo siento, lo siento…
Él le agarró la mano con delicadeza y le sonrió.
—Tranquila, no pasa nada. Ha sido un accidente.
—¡Si es que no miro por dónde voy! Cuando me concentro
en algo lo demás deja de existir, ¿me comprendes?
Él alzó una ceja con diversión. Aquella chica hablaba
demasiado rápido y gesticulaba de un modo muy gracioso.
—Entiendo.
—¡Y mira la que he preparado! Yo casi me he quedado sin
chocolate, no es que eso importe ahora, pero tú te has quedado
sin camisa e intuyo que era cara. Muy cara. Ay, ¡Dios mío!, te
la pagaré, no sé cómo, pero te juro que algo se me ocurrirá
para compensarte.
Maggie lo miró con inocencia mientras rezaba por que
aquel hombre que tenía pinta de poderoso no aceptara su
proposición, porque bastantes problemas económicos tenía ella
ya como para encima tener que sumarle otro. ¡Si es que no
aprendía! Era un desastre y esa situación se lo confirmaba una
vez más.
Elliot no podía dejar de mirarla. Sus ojos castaños bajo el
gorro de lana y sus largas pestañas. Su nariz respingona. Las
pecas que intuía que poblaban su nariz. Sus labios apretados
en un mohín. Era pequeña, pese a que apenas se intuía su
cuerpo bajo tantas capas de ropa que llevaba. Daba la
sensación de que había cogido lo primero que había pillado
antes de salir de casa, era eso o que tenía un gusto para la
moda cuestionable, pero no sería él quien la juzgara, teniendo
en cuenta que siempre vestía con trajes que odiaba.
—Relájate, esto no tiene importancia. De verdad.
Ella suspiró con alivio, pero luego frunció el ceño y volvió
a la carga.
—Pero algo podré hacer por ti, lo que se te ocurra, aunque
solo sea para sentirme mejor. —Por su lado pasaron
taconeando dos mujeres tan ligeras de ropa que Maggie pudo
atisbar el tanga de una de ellas; entonces abrió los ojos
alarmada y rectificó—. ¡Ay, no! No me estoy insinuando ni
nada, que se me olvida que estoy en Las Vegas y que aquí mi
ofrecimiento puede significar muchas cosas, ¿verdad?
Elliot se mordió el labio para ocultar una sonrisa. Le
parecía increíble que apenas minutos antes no pudiera respirar
por la situación dentro del casino y que ahora estuviera
divirtiéndose. Aquel choque había sido un soplo de aire fresco.
Ella lo era.
Se cruzó de brazos y la observó con las cejas arqueadas.
Aquello se estaba poniendo cada vez más divertido.
—Podría significar mucho, sí.
—¡Pues no te equivoques conmigo! En fin, quizá debería
cerrar la boca antes de meterme en un lío.
Finalmente, él no controló una carcajada y negó con la
cabeza.
—Soy inofensivo en ese sentido, tranquila.
Ella sonrió y los dos se quedaron en silencio mirando
ambas sonrisas. Entonces Elliot sintió de nuevo el calor
pegajoso de su pechera y se separó la tela del cuerpo. Recordó
que debía volver a la fiesta, aunque le apeteciera lo mismo que
meterse en una bañera de agua helada, pero que no podía
hacerlo así. Su padre lo miraría con desaprobación, la prensa
se dedicaría a lanzar rumores de lo que había ocurrido y
tendría que inventarse cualquier excusa que acabaría dándole
más protagonismo del que deseaba.
Frunció el ceño y sacó el teléfono. Marcó el número de
Evan, su mano derecha, y le respondió al primer tono.
—Evan, necesito un favor.
Maggie lo contemplaba sin pestañear. Quizá fuera un buen
momento para despedirse y marcharse, pero estaba obnubilada
por la seguridad que él desprendía con el móvil pegado a la
oreja mientras daba órdenes. También por la forma en la que el
traje se pegaba a su cuerpo. Y por esos ojos azules. Su boca
formando palabras tampoco estaba nada mal. ¿Todos los
hombres de Las Vegas serían así? ¿Qué comía esa gente?
—Necesito un traje, camisa y corbata para cambiarme. A
poder ser, que se asemeje al Armani que llevo esta noche. Sí,
exacto.
«Armani». Maggie tragó saliva antes esa palabra y, sin
poder refrenarlo, observó su propia ropa. ¡Madre mía! Estaba
hecha un adefesio.
—Estoy en…
Elliot se alejó un par de pasos para ubicar el punto exacto
en el que se encontraban y entonces Maggie supo qué podía
hacer para acabar con la culpabilidad que estaba sintiendo en
ese instante.
—¡Espera! Vamos a mi hostal. Está a un par de calles. Allí
Evan podrá llevarte el traje y tú cambiarte tranquilamente. Yo
esperaré fuera para que tengas intimidad. Es lo menos que
puedo hacer por ti.
Elliot la observó con duda, y al final asintió. Maggie le
dictó la dirección y le dio un trago a lo que quedaba de
chocolate en su vaso satisfecha. Sintió pena de que se le
hubiera caído casi la mitad, porque el líquido oscuro estaba de
verdad delicioso.
—De acuerdo, Evan. Dame un toque cuando estés abajo.
Cuando colgó el teléfono miró a la chica y suspiró. No
sabía si era una buena idea que le quitaba el marrón de encima
de tener que volver al casino con esa pinta y con la posibilidad
de que alguien lo viera antes de poder cambiarse o, tal vez,
una decisión pésima, porque aquella joven tenía algo que lo
mantenía fascinado. Encerrarse en un piso con ella podía ser
algo de lo más interesante…
—¿Vamos?
Él asintió y ambos pasaron por alto la ilusión en los ojos
del otro ante el giro que había dado la noche.
3

Cuando entraron en el hostal Elliot no pudo evitar fijarse en


las goteras del techo y en el olor a tabaco que impregnaba las
paredes. No era un hombre prejuicioso, pero, pese a que su
carácter rebelde destacaba entre los Black, no dejaba de ser un
niño rico acostumbrado a lujos que ni se cuestionaba. Y era
una obviedad que él jamás se habría alojado en un lugar como
ese.
Siguió a Maggie por los pasillos oscuros y enmoquetados y
se preguntó cuánto costaría alquilar una de esas habitaciones.
Seguramente podría pagarlo con la calderilla que siempre
acababa abandonada en los bolsillos de sus trajes, pero esa
chica no, lo que hacía que cada vez tuviera más curiosidad
sobre quién era y qué estaba haciendo en Las Vegas.
Ella metió la llave y abrió la puerta antes de apartarse para
dejarlo pasar. Al final del pasillo dos hombres cuchicheaban y
se pasaban algo entre las manos. Elliot se tensó
irremediablemente y les lanzó una mirada desafiante que venía
a decir que no se les ocurriese mirar a la chica ni una sola vez,
mucho menos acercarse a ella.
—Pasa, puedes usar el baño, las toallas o lo que necesites.
De verdad, estás en tu casa. Imagino que tu casa se parece
muy poco a esto —Maggie se rio, un poco avergonzada al
darse cuenta de que para un hombre como él aquello debería
ser lo más parecido a una madriguera—, pero está limpio y he
intentado darle un aire hogareño.
Al terminar soltó el aliento y se insultó mentalmente.
Estaba nerviosa, y cuando eso sucedía no podía parar de
hablar, aunque rara vez recordaba lo que decía. Era como un
impulso inconsciente que le soltaba la lengua a la vez que le
paralizaba el cerebro. Lo justo para meterse en líos en más
ocasiones de las que le gustaría.
No obstante, él negó con la cabeza y Maggie entrecerró los
ojos, confundida.
—No, entra conmigo. No pienso dejarte aquí sola.
Ella entonces miró al final del pasillo y se estremeció. Lo
cierto era que se había prometido no salir del cuarto en horas
que pudieran suponer un peligro y acababa de darse cuenta de
que ya había fallado a su promesa al ir en busca del chocolate.
Por mucho que, investigando en internet, hubiera creído que
para su precio era un hostal decente, había visto entre sus
inquilinos a personas por las que habitualmente se habría
cruzado de acera.
Miró al hombre que se había quedado parado y que le
decía con los ojos que no iba a aceptar un «no» por respuesta y
algo en su interior le dijo no solo que llevaba razón, sino que,
además, podía confiar en él al quedarse a solas en una
habitación.
Sonrió sin más a Elliot y entró tras él.
En cuanto encendieron las luces, Elliot observó la sala con
detenimiento. No era muy grande, lo justo para albergar una
cama, un armario y una mesita de noche. También contaba con
un baño propio que, si bien se intuía bastante viejo, parecía
estar limpio a través de su puerta entreabierta. La cama estaba
cubierta por una colcha de flores y dos cojines rosas. Sobre la
lámpara de la mesilla la chica había colocado un pañuelo color
crema que hacía la función que no podía cumplir una tulipa
rota. Olía a algo que a Elliot le provocó la sensación de estar
cómodo, en casa, como a limpio o al suavizante de unas
sábanas recién lavadas. Había dos marcos de fotos en la poyata
de la ventana y Elliot se preguntó quiénes serían esas personas,
pero ella le impidió curiosear de más cuando se acercó a ese
lugar y las volteó. Él aceptó su deseo de intimidad; a fin de
cuentas, ¡no se conocían de nada! Eran dos extraños que se
habían chocado, literalmente, por casualidad y que habían
acabado juntos en una habitación.
—Vaya, me lo imaginaba de otra manera.
—¿Con cucarachas en el suelo y metanfetamina en la
mesilla?
—Algo así.
Él no pudo evitar sonreír ante la expresión cómica de la
chica. Era muy expresiva y eso, sorprendentemente, le
gustaba. En realidad, lo atraía de un modo que nunca habría
creído posible. Porque Elliot estaba acostumbrado a moverse
en un mundo en el que fingir ser quién quieres que los demás
vean era mucho más importante que mostrarse a uno mismo
con naturalidad. Pero ella no era como todas esas personas con
las que él se relacionaba. Esa chica era diferente y le agradaba
la idea de descubrir hasta qué punto.
La vio rebotar en el colchón al sentarse y se quitó las botas.
Llevaba calcetines de colores.
—Soy una buena chica, ¿sabes? Solo necesitaba un lugar
para asentarme. He traído mis propias sábanas y he colocado
un ambientador que huele a jabón. No es mucho, pero con
cuatro tonterías más que no valen dinero me siento un poco
mejor.
Elliot sintió una ternura inesperada cuando el rostro
femenino se oscureció. Algo le decía que no estaba en Las
Vegas por vicio ni diversión. Más bien por necesidad, y eso lo
cabreaba enormemente sin que tuviera para él el más mínimo
sentido.
—Está muy bien. Podría dormir en un lugar así.
La chica abrió la boca realmente sorprendida y sus mejillas
se tiñeron de color rubí.
—Ah.
Entonces Elliot se dio cuenta de cómo había sonado lo que
solo había sido un intento de halago y alzó las manos.
—No estoy insinuando que quiera hacerlo, solo… Bueno,
que supongo que, de verme en la necesidad, dormiría muy
bien en esta habitación. La has dejado muy bonita. Es…
apacible.
Parecía tan arrobado que ella se mordió el labio con
diversión. Así, nervioso e intentando arreglar la situación, le
parecía muy mono. Demasiado.
—Ya.
Sonrieron con complicidad y después Elliot carraspeó. Se
acordó del motivo de estar allí mirando a esa chica de rostro
angelical y se palpó la camisa, que comenzaba a estar tiesa al
secarse el chocolate.
—¿Puedo entrar al baño?
Maggie notó que volvía a sonrojarse, ¡se había quedado
prendada de su sonrisa!, y apartó la mirada.
—Claro, ya te he dicho que estás en tu casa.
En ese momento, cuando él se coló en el cuarto de baño y
dejó la puerta una rendija abierta porque no cerraba bien del
todo, Maggie fue consciente de que ni siquiera sabía cómo se
llamaba. No se habían dado un nombre ni nada, pero esa
sensación, de algún modo extraño, le agradaba. Era especial.
Sonaba a argumento de comedia romántica. O de telefilm que
acaba con una chica descuartizada debajo de la cama.
Sin poder evitarlo, miró el cajón del escritorio en el que
había guardado un cuchillo.
Luego contó las manchas de la pared para no pensar que a
su espalda un hombre tremendamente atractivo estaba
aseándose, era muy posible que incluso sin camisa. Recordó la
llamada que había realizado y que en breve alguien acudiría en
su ayuda. Entonces todo se acabaría. Era lo más lógico, pero
una parte de Maggie quería alargar un poco más esa noche.
Entre otras cosas, porque seguía siendo consciente de que iba a
ser imposible conciliar el sueño. También, porque después de
meses agotadores en casa pensaba que, al menos por una vez,
se merecía disfrutar de una pequeña aventura que no tuviera
nada que ver con Casey y su enfermedad.
—He cogido esta toalla.
Maggie se giró y se encontró con su inesperado invitado
mirándola con la toalla rosa de flores en las manos. Tenía la
camisa abierta y su pecho brillaba por algunas pequeñas gotas
que se deslizaban hasta su ombligo. ¡Y menudo ombligo! No
estaba muy segura de qué le gustaba más, si esa redondez
rodeada por músculos tersos, sus pectorales perfectos o la
curvatura de sus hombros.
Notó la boca seca y las narices dilatadas. También pensó en
cuándo había sido la última vez que había mirado así a un
hombre, medio desnudo y cerca de una cama. Hacía
exactamente un año y medio. Fue Justin Sanders. Salieron
juntos apenas dos veces y se acostaron una que a Maggie no le
sirvió ni para fantasear en la ducha. Se dijo que esa imagen
que tenía delante tenía muchas posibilidades de regalarle algún
orgasmo en su nueva vida en Las Vegas.
Elliot no podía apartar la mirada de la de la chica. Tenía la
boca entreabierta y lo observaba a su vez como si tuviera un
pastel delante que quisiera lamer. Estaba acostumbrado a que
las mujeres lo mirasen de esa manera en el Black Diamond, no
tenía problemas en aceptar que era un hombre atractivo, pero
nunca se había sentido observado con ese ansia, una mezcla de
dulzura y deseo que lo tenía hipnotizado. Quizá era porque ella
también poseía algo que le resultaba adictivo. No sabía
determinar de qué se trataba, si de su belleza natural y un poco
aniñada o esa personalidad que lo divertía y atraía a partes
iguales. Lo que ambos tenían claro era que ahí, en esa
habitación de hostal, se respiraba algo. Una complicidad
inesperada. Un deseo que intentaban disimular sin mucho
éxito.
—La bordó mi hermana.
Maggie se sintió tonta al decir aquello, pero necesitaba
cortar la tensión como fuera y hacer que la situación volviera a
ser normal y no una bomba a punto de estallar. Sin embargo,
Elliot se rio, se sentó a su lado y se pasó la toalla por el pecho
para secarse.
—Es bonita. ¿Tu hermana vive aquí?
Ella negó con la cabeza y sonrió al pensar en Casey.
—No, soy de un pequeño pueblo de Arizona.
—¿Y qué te ha traído a una ciudad como esta?
Elliot no podía evitar lanzar una pregunta tras otra una vez
había comenzado. Quería conocer más de aquella chica. No
obstante, ella se tensaba por momentos. Era más que evidente
que no era un tema del que le gustara hablar; o ya no que no le
gustara, sino que era duro y complicado.
—Trabajo. Soy bailarina. He aceptado un puesto en un
local de espectáculos.
Él asintió y la miró de arriba abajo. Jamás se la habría
imaginado bailando sobre un escenario, claro que tampoco
tenía ni idea de qué podía haber encajado mejor con ella en
aquella ciudad de vicios. Dios Santo, ¡no la conocía de nada!,
y se estaba montando películas en la cabeza. Carraspeó y
entonces fue ella quien rompió el silencio.
—¿Y tú? ¿A qué te dedicas? No tienes pinta de bailarín.
Maggie se mordió el labio por soltar otra tontería y él
sonrió con ganas.
—No, no bailo, yo…
Entonces recordó de dónde había escapado y los motivos
de querer huir de su destino y un poco de sí mismo. De pronto,
se dijo que no quería ser Elliot Black esa noche, porque,
seguramente, en cuanto pronunciara su nombre la chica lo
reconocería y lo trataría diferente, y no deseaba eso en
absoluto. A su lado solo parecía un tío trajeado más, que podía
ser tanto un turista adinerado como un empresario anónimo.
Elliot se giró y le sonrió. Maggie se sonrojó. De repente se
dio cuenta de que estaban demasiado cerca. Solo los separaba
un palmo. Y él seguía con la camisa abierta. Ella podía ver el
modo tan hipnótico en el que su pecho subía y bajaba con cada
respiración.
—¿Sabes? Creo que prefiero que sigamos siendo dos
desconocidos. —Maggie abrió los ojos, un poco azorada por
esa respuesta que le había caído como un jarro de agua fría, y
entonces él rectificó negando con la cabeza—. No me
malinterpretes, me refiero a que, por esta noche, preferiría que
siguiéramos como hasta ahora. No sé tu nombre y no me
importa. Sé que bailas, que eres de Arizona y que tienes una
hermana. Yo no bailo jamás, nací en Carson City y también
tengo una hermana. Así estamos en igualdad de condiciones,
¿te parece? Solo dos personas que se han cruzado por
casualidad y que pasan el rato juntas hasta que me rescaten.
Por una parte, Maggie quería decirle que no, que ella
también deseaba saber más sobre él, pero por otra se dio
cuenta de que había sentido alivio al no tener que exponer la
crudeza de su vida. Lo que menos le apetecía era darle lástima
ni pensar esa noche en su hermana. La idea de ser solo Maggie
en una habitación con un hombre interesante era una fantasía
cumplida, aunque no pasaran de una conversación. Así que
sonrió y se emocionó ante la posibilidad de que ese encuentro
se alargara un poco más.
—Me parece perfecto.
4

—Gracias, pero no me gusta el chocolate.


Maggie lo miró con una expresión de horror que le hizo
sonreír. Con ella era imposible no hacerlo y eso le gustaba
cada vez más. La chica apartó lo poco que quedaba de
chocolate y se lo terminó de un trago, observando a Elliot con
desconfianza, como si una persona a la que no le gustara ese
manjar no pudiera ser de fiar.
—¿En serio? ¿Qué clase de psicópata eres? ¿No te
quisieron de niño? —Él alzó una ceja y ella se tapó la boca
con las manos unos segundos antes de disculparse—. Perdona,
quizá acabo de meter la pata de forma descomunal. Lo siento.
Dime que fuiste feliz y que no eres un huérfano traumado por
tu infancia.
—Tranquila, fui feliz. Pero siempre he sido más de salado.
El dulce… no es para mí.
Maggie puso los ojos en blanco y echó un vistazo rápido al
cajón en el que escondía el cuchillo.
—Este sería un motivo importante para sacar el arma que
guardo en algún lugar de esta habitación que no te voy a decir.
—No te imagino con una pistola —contestó Elliot, cada
vez más divertido por esa conversación
—¿Quién ha dicho que sea una pistola? —Maggie se dio
cuenta de que, de querer matarla, acababa de meter la pata al
confesarle que su arma no estaba a la altura de un altercado
entre ambos y rectificó—. ¡Oh! Sí, es una pistola enorme.
Gigante. De balas silenciosas y rápidas.
—¿Cómo de rápidas?
La expresión de Elliot le dijo que estaba luchando por no
romper en carcajadas y ella acabó suspirando y se acercó sin
meditarlo demasiado al pequeño mueble bar que tenían todas
las habitaciones. No se le había pasado por la cabeza abrirlo,
estaba segura de que una pequeña botella de esas costaría más
que el alquiler del dormitorio, pero se dijo que, de alguna
forma, era una noche especial. A fin de cuentas, eso era lo más
parecido a una cita que había tenido en mucho tiempo, por
muy triste que resultara, y pensaba disfrutarlo.
—Vamos, ¡cállate! El alcohol seguro que te gusta. ¿Me
equivoco?
Sacó dos botellas diminutas, una de tequila y otra de
whisky, y se las tendió a él.
—No, no lo haces. Pero te pagaré lo que gastemos. Qué
menos después de dejarme esperar aquí. —Maggie sonrió y
Elliot carraspeó antes de mirar el reloj—. Evan tarda mucho,
por cierto. Espero que no sea un inconveniente.
—¡No! No tengo nada que hacer.
—Tal vez, dormir.
—Dormir está sobrevalorado.
—Ya veo.
Sonrieron y abrieron las botellas. Maggie volcó el
contenido en un vaso que usaba en el baño para lavarse los
dientes y le ofreció a Elliot el del chocolate, que había lavado
a conciencia para que pudiera usarse. No tenían hielos ni
refrescos, pero no importaba. Ambos pensaban que, de ese
modo, el alcohol los caldearía más rápido y disiparía los
nervios. Unos nervios que no comprendían, pero que estaban
disfrutando como algo novedoso para los dos.
—No significa que prefiera estar contigo a dormir —
añadió Maggie—. No te conozco.
—Lo sé. Y lamento esto.
—En realidad, la culpa ha sido mía. Te lancé chocolate
encima, y lo odias.
Elliot negó con la cabeza. Le importaba una mierda la
camisa, pero sentía un placer desconcertante en que ella no
dejara de disculparse.
—No ha sido para tanto. Además, este hostal es muy
acogedor.
—Y el tequila está bueno.
—El whisky no demasiado, no te ofendas.
Maggie apartó la mirada y sonrió.

En algún momento de la noche ambos se olvidaron de que


Elliot estaba ahí por un motivo, que no era otro que esperar a
poder cambiarse de traje y volver a la fiesta. Sin embargo,
había algo que no le había dicho a Maggie. Hacía una hora que
Evan le había escrito para decirle que estaba en la dirección
que le había dado y Elliot le había contestado que ya no lo
necesitaba en un impulso que no comprendía del todo. De
repente, solo quería estar en esa habitación y no en ningún otro
lugar. La simple idea de regresar al casino le provocaba
sudores fríos y, aunque sabía que su ausencia decepcionaría a
su familia, la necesidad de escapar era demasiado intensa. Y
fácil. Y esa chica… joder, esa chica tenía algo que no quería
perder de vista, aunque solo fuera por unas horas. Ya se le
ocurriría alguna excusa para disculparse con todos.
—¿En qué piensas? —preguntó Maggie con una curiosidad
tan real que era imposible que la ocultara.
Elliot la observó muy despacio. Habían acabado ambos
sentados en la cama, uno frente al otro, sin zapatos y
conversando como dos amigos. Las rodillas se rozaban de vez
en cuando y a cada minuto estaban más cerca.
Maggie aguantó el escrutinio de él conteniendo el aliento.
Sus ojos azules no dejaban de moverse, de los suyos a su
nariz, de esta a su boca, a su cuello y vuelta a empezar. Se
preguntaba sin cesar qué pensaría al mirarla, si la estaría
comparando con las mujeres con las que intuía que se
relacionaría o si solo la observaba porque era tan poca cosa
que no estaba acostumbrado a tener a alguien así delante.
Sin embargo, la respuesta de Elliot la dejó fuera de juego.
—En que eres preciosa.
Maggie comenzó a reírse. Las carcajadas eran tan
incontrolables que empezaba a ahogarse y a notar las lágrimas
en sus ojos. Elliot la miraba embobado y una sonrisa comenzó
a abrirse paso en sus labios.
—¡Ay, perdona! —exclamó ella, llevándose las manos al
rostro.
Estaba avergonzada por su reacción, pero se había puesto
tan nerviosa que había sido inevitable.
—No pasa nada.
—Sí, ¡sí que pasa! Me has hecho un cumplido y yo me he
comportado como una tonta. Pero es que…
Maggie se mordió el labio y su mirada se oscureció.
Entonces Elliot se dio cuenta de lo que sucedía y su voz fue
más suave. Se incorporó un poco para arrimarse a ella y las
piernas quedaron pegadas.
—No suelen decírtelo a menudo.
Ella suspiró y negó con la cabeza antes de inspeccionar su
aspecto.
—No, la verdad. Además, ¡mira qué pintas tengo!
Elliot lo hizo. Observó su ropa, sus calcetines de colores,
sus mallas de algodón, su sudadera ancha y muy usada, y se
dio cuenta de que seguía pensando lo mismo. Él, tan
acostumbrado a vestidos de cóctel, encajes y modelos de
diseño dignos de las mejores pasarelas, pensaba que no había
nada más atractivo que sus muslos envueltos en esos leggins
de mercadillo.
Carraspeó para aclararse la voz y alzó la mano para
retirarle un mechón de la cara. Maggie tembló.
—Voy a repetirlo. Eres preciosa.
Ella tragó saliva con fuerza. Le costaba respirar.
—¿Así visten las mujeres con las que sueles verte?
Elliot rio. Sin poder evitarlo, la imagen de Sophie, su
última novia, apareció en su cabeza y las diferencias eran tan
obvias que costaba comprender que pudiera sentirse atraído
por dos mujeres tan diferentes.
—No, ni por asomo.
—¿Lo ves?
Elliot asintió y Maggie se sintió un poco decepcionada. En
su fantasía, él le decía que nunca había visto a una mujer igual
y que odiaba los vestidos de seda, pero, pese a la neblina que
aportaba el alcohol, debía aceptar que aquello no era real y
que, seguramente, estaba a muy poco de acabarse.
Se dijo que ya se inventaría un final alternativo en su
imaginación cuando estuviera sola.
Sin embargo, lo que no esperaba era que Elliot siguiera
decidido a hacerla creer que sus palabras eran honestas.
—Pero eso no cambia la realidad. No sé quién eres ni por
qué alguien tan natural e ingenuo como tú ha acabado en una
ciudad como esta, pero no iba a despedirme hoy sin decirte
que eres preciosa y que me ha encantado que me tirases
chocolate encima.
Maggie se quedó sin voz.
—Ah.
Más aún cuando él volvió a posar la mano en su mejilla
para apartarle el pelo que continuamente se le venía a la cara.
Aunque en esa segunda ocasión no la apartó, sino que le
acarició la piel y ella se estremeció. Notó un cosquilleo en el
estómago y su cuerpo derritiéndose sobre la cama.
—¿Me crees ahora?
—Empiezo a hacerlo. Tú también eres precioso —soltó
Maggie borracha de sensaciones.
Elliot se rio con ganas y ella se avergonzó, pero no tuvo
tiempo de hacerlo más, porque los labios de él se acercaron y
sobrevolaron los suyos, logrando que se olvidara
absolutamente de todo. Maggie se olvidó de su hermana, de
los motivos de haber acabado en aquel hostal de mala muerte y
de que su vida fuera un desastre. Se olvidó hasta de su
nombre. Solo podía pensar en esos labios carnosos que la
llamaban con insistencia, en el olor varonil que la estaba
abotargando y en el calor que se expandía desde su vientre
hacia el resto de su cuerpo sin control.
Se olvidó tanto del mundo que acabó estampando su boca
contra la del hombre y gimiendo con ganas cuando notó sus
lenguas enredándose.
Se besaron con desenfreno. Si en algún momento se habían
comportado de forma educada y calmada, todo eso voló por
los aires, porque, de pronto, se convirtieron en un nudo de
extremidades. Elliot la tumbó sobre la cama y se colocó
encima. Agarró sus mejillas y la besó con tal pasión que
gruñó. Maggie aceptó su energía rodeándole la cadera con las
piernas con firmeza, con la intención de que él no pudiera
arrepentirse y marcharse.
No tardaron en deshacerse de la ropa. Maggie se avergonzó
de las bragas y el sujetador que llevaba cuando quedaron
visibles, porque dudaba de que él estuviera acostumbrado a
acostarse con chicas con ropa interior de saldo y estampados
de dibujos. No obstante, rápido se dio cuenta de que nada de
eso importaba y se olvidó de esas inseguridades de un
plumazo. Más aún cuando él le arrancó el sostén y se llevó su
pezón a la boca.
—Dios mío…
Elliot sonrió y jugó a excitarla sin prisas, un poco más
calmado después del arranque inicial. La lamió con calma,
mordió sus puntas izadas y metió la mano entre sus piernas
para palpar su humedad.
—La hostia… —susurró cuando ella gimió sin control y
sin pudor.
La observó arquearse, ya desnuda, pidiéndole más con
cada gesto, con cada mirada, y Elliot tuvo que contenerse para
no correrse en los calzoncillos.
Aquella chica… aquella chica era increíblemente preciosa.
Tenía un cuerpo menudo pero con curvas. Unas caderas
redondeadas, un culito respingón que le llamaba a gritos y en
el que deseaba enterrarse, unas tetas del tamaño perfecto para
sus manos.
—No pares, ¡vamos! ¿Qué haces?
Elliot parpadeó al ser consciente de que se había quedado
hipnotizado por la imagen hasta tal punto que había dejado de
tocarla. Solo entonces sonrió con lascivia, se quitó la ropa que
le quedaba y en apenas segundos se ponía un preservativo que
siempre llevaba en el bolsillo interno de la americana y
entraba en ella.
Después todo fueron gemidos, besos húmedos y
embestidas que no tardaron en llevarlos al mejor orgasmo de
sus vidas.
5

—Elliot, ¿se puede saber dónde estás?


Cerró los ojos ante el tono duro de su hermana y se levantó
de la cama evitando hacer ruido que despertara a Maggie. La
observó unos segundos y la sonrisa le salió sola. Estaba
desnuda, aunque su cuerpo estaba cubierto por aquella colcha
de flores que le recordaba a los dormitorios adolescentes de las
películas. Tenía el pelo revuelto y los labios hinchados por los
besos que se habían dado. También vio una marca de sus
propios dientes en la parte superior del pecho y recordó cómo
se la había hecho, en el segundo asalto, que había sido aún
más brutal que el primero.
Elliot notó que se le ponía dura y se alejó para hablar desde
la intimidad del baño con su hermana y dejar de pensar en
perversidades.
—¿Cómo ha ido? —le preguntó ya en la intimidad del
lavabo.
—Bien, pero no por ti, eso está claro. Dijiste que serían
diez minutos y la fiesta ya ha terminado. He tenido que
excusarte sin parar fingiendo que estabas en un salón o en el
otro, antes de decirle a papá que te había dado un ataque de
asma. ¡Asma, Elliot!
Cerró los ojos con fuerza y se apoyó en la pila. No usaban
la excusa del asma desde los dieciséis años y sabía que ella no
se lo perdonaría. Después se observó en el espejo y resopló.
—Lo siento, hermanita.
Al otro lado de la línea, Ursula chasqueó la lengua; odiaba
que la llamara de ese modo, pero él lo hacía adrede, porque
sabía que ablandaba a la fría y siempre distante Ursula Black.
Sin embargo, Elliot se dio cuenta enseguida de que no lo
sentía. El encuentro con Maggie había sido un regalo de la
casualidad, aunque de no haberla conocido Elliot no tenía el
más mínimo remordimiento por haber escapado de su realidad.
No lo había hablado con nadie, pero no estaba preparado.
Tampoco deseaba estarlo. Amaba Las Vegas y al casino de su
padre. Adoraba al viejo y estaba muy agradecido por la vida
que les había dado a él y a su hermana, y no solo por los lujos,
sino también por los valores y su afecto, un cariño que no
todos los hombres poderosos que conocía prodigaban a sus
hijos.
Después del divorcio, Elliot y Ursula habían vivido con su
madre un tiempo, pero el contacto con John Black siempre
había sido una constante. Cuando Laura murió, él no dudó en
hacerse cargo al cien por cien de sus hijos, pese a que tuviera
que relegar ciertas responsabilidades en su equipo de socios.
John Black encajaba en el perfil de hombre de negocios,
muy rico, respetado e incluso temido por algunos, pese a su
carácter jovial y bromista; no obstante, jamás se había perdido
un partido de baloncesto de su hijo ni un recital de piano de su
hija. Nunca había dado prioridad a su imperio por encima de
sus vástagos. En ningún momento les había hecho dudar de su
apoyo ni de su amor.
Por todo eso, Elliot sabía que no podía decepcionarlo. Por
esos motivos había fingido alegrarse cuando su padre los había
llamado al despacho para comunicarles a ambos que había
llegado la hora de cederles su reino.
Sin embargo, Elliot no estaba hecho de la misma pasta que
su padre. Elliot era despreocupado, un tanto caprichoso, le
gustaba vivir sin ataduras y, por mucho que supiera meterse
muy bien en el papel, no encajaba para nada en la imagen de
hombre serio y responsable. A sus veintiocho años aún era un
inmaduro, al menos así se sentía al lado de su hermana, que
con sus veintisiete parecía capaz de gobernar un país con un
chasqueo de dedos.
—¿Vas a decirme al menos dónde estás?
—Yo… estoy en un hostal cerca del casino. —Leyó el
nombre del establecimiento en un bote de champú—. El
Flamingo.
—¿El del cartel rosa de neón medio roto? ¿Qué demonios
haces tú en ese agujero? Dime que no te has metido en un lío.
¡Vamos, Elliot!, bastante tengo ya con cargar yo sola con los
vejestorios de la junta directiva como para encima tener que
lidiar con tus tonterías.
—No eres mi madre.
—Menudencias.
—Y no, no me he metido en un lío.
—¿Entonces? ¿Pretendías cambiar de vida y te estás
haciendo pasar por un camello que vive en ese tugurio?
—He conocido a alguien. Esta noche. No sé ni cómo ha
sucedido, pero…
Ursula soltó una carcajada llena de sarcasmo.
—Entiendo. Me has dejado a cargo de todo el día del
anuncio oficial por echar un polvo. Papá debería desheredarte.
—Lo sé. Pero no ha sido premeditado, te lo juro. Te lo
cuento todo en el desayuno, ¿vale?
Ursula suspiró. Su hermano jamás cambiaría.
—¿Me lo prometes?
—Tienes mi palabra.
Elliot colgó y salió del baño con sigilo. Recogió su ropa y
se la puso sin dejar de mirar a Maggie, que dormía
profundamente. Después de las emociones del día y de la
noche tan sorprendente, había caído en minutos en un
confortable sueño.
Estaba preciosa y se planteó dejarle una nota antes de irse,
pero ni vio nada a mano con lo que poder hacerlo ni tampoco
fue tan valiente. Al fin y al cabo, habían quedado en que solo
eran dos desconocidos sin nombre que se habían cruzado, ¿no?
No tenía sentido alargar más algo que ya había terminado.
Con esas justificaciones en su cabeza, le dejó un beso
dulce en el pelo y se marchó.
Volvió al casino paseando sin prisas y recordando cada
instante compartido con esa misteriosa chica. Se coló por la
parte trasera que correspondía al hotel, por la entrada del
servicio, y sonrió a algunos miembros del equipo que
trabajaban en el turno de noche y que lo miraban entre
incómodos por cruzarse allí con el nuevo jefe y divertidos por
su aspecto, con el pelo revuelto y la camisa llena de chocolate
seco.
Subió en el ascensor privado hasta la última planta, la que
les pertenecía a Ursula y a él, y se colocó frente a la pantalla
de reconocimiento que abría la casa. La de la derecha, la suya.
La de la izquierda, la de su hermana. Otro regalo de su padre
que los hacía muy afortunados y por el que Elliot se sentía
empujado a comportarse como se esperaba de él, pese a que no
siempre lo consiguiera.
Entró en el piso y se dejó caer exhausto sobre el sofá;
después admiró la ciudad, que lanzaba destellos con sus luces
a través de la gran cristalera.
Se preguntó cuál de esos puntos de luz pertenecería a la
chica del chocolate y qué pensaría cuando se despertara y
viera que él había desaparecido.

Maggie abrió los ojos y se desperezó. Había dormido mejor de


lo que esperaba, teniendo en cuenta que la cama era nueva
para ella y que la almohada era demasiado blanda. Sintió un
escalofrío en los brazos y reparó en que estaba desnuda.
Entonces lo recordó todo.
Se giró en busca del hombre que le había regalado una
noche maravillosa y lo que ya intuía que eran unas buenas
agujetas, pero frunció el ceño al ver la cama vacía. Se
incorporó y comprobó que su ropa tampoco estaba. Miró en la
mesilla de noche con la esperanza de que le hubiera dejado
una nota, aunque, para su desilusión, tampoco encontró nada.
Maggie se abrazó las rodillas y suspiró, sintiéndose una
tonta. ¿Qué esperaba? Solo habían sido dos desconocidos que
habían compartido una noche de sexo. Nada más. Aquello era
Las Vegas, ¡por el amor de Dios!, no había cabida para sus
fantasías románticas.
Se levantó y se dio una ducha, dispuesta a olvidarse de
aquel hombre perfecto que no había sido más que un
espejismo. Aquella misma tarde tenía concertada una cita para
conocer a George Hunt, su nuevo jefe, y estaba dispuesta a
prepararse a conciencia para darle la mejor de las impresiones.
Había llegado el momento de empezar su nueva vida de
una vez por todas.
6

—Maggie, te toca salir.


La cabeza de Sarah, su compañera de turno, se asomó por
la puerta y ella frunció el ceño.
—¿Ya?
—Sí, Marie se ha torcido el tobillo en pleno show y te toca
salir antes de tiempo. Esa chica está maldita.
Maggie suspiró y se echó un último vistazo en el espejo
antes de levantarse y salir al escenario.
Habían pasado seis meses desde su llegada a Las Vegas. A
veces le parecía un suspiro y a otras una eternidad. Sentía que
ya era una veterana en el club, aunque al mismo tiempo le
daba la sensación de que solo horas antes había dejado a su
hermana en Arizona.
Cogió aire y, con la mejor de sus sonrisas, retiró la cortina
de terciopelo púrpura y se dirigió al medio de la plataforma
bajo el sonido de los aplausos. Sus zapatos de tacón
retumbaban en la pasarela oscura por la que noche tras noche
las chicas desfilaban. En aquella ocasión llevaba un escueto
body de color rojo y una peluca plateada que le llegaba por
encima de los hombros. Los labios pintados de bermellón y los
párpados cubiertos de una sombra de ojos con purpurina que
lanzaba destellos. Se encaramó a la barra que salía del centro y
comenzó a bailar de forma provocativa.
A sus pies, los hombres la observaban como si fuera un
pedazo de carne. Bebían alcohol, babeaban sin disimulo y le
lanzaban miradas obscenas esperando captar su atención;
Maggie podía leer en sus rostros la esperanza de que quisiera
alargar la noche con alguno de ellos, aunque la simple idea le
daba náuseas. Algunos tiraban billetes a sus zapatos que luego
recogería con demasiado anhelo antes de volver a la seguridad
de los camerinos.
Todo era sórdido, feo y deprimente.
Cuando llegó la hora de soltar la tira de lycra que cubría
sus pechos, Maggie cerró los ojos y pensó en Casey. Aquella
noche, si todo iba bien, tendría cuarenta dólares más en el
bolsillo. Se decía aquello en cada ocasión para no sentir asco y
poder continuar sin echarse a llorar. Todo lo que estaba
haciendo era por ella, por su hermana pequeña, cuya
enfermedad seguía su curso imparable sin que Maggie pudiera
hacer más de lo que ya hacía.
Así que, una vez más, lo hizo. Se desató el nudo del cuello
y dejó que todos esos hombres horribles silbaran, jalearan y se
excitaran con la visión de sus tetas bajo la luz de los focos.

Black Diamond era uno de los casinos más famosos de Las


Vegas. Un complejo inmenso que había empezado siendo solo
una sala de juegos para convertirse en todo un imperio bajo las
manos de John Black. Con los años, sobre el casino se había
erigido un gran hotel de lujo que, pese a sus precios, siempre
colgaba el cartel de lleno. A su alrededor, tiendas de grandes
diseñadores completaban un recinto que rezumaba
sofisticación y poder en cada rincón.
Elliot entró en la cúpula, la zona superior del casino en la
que se vigilaba día a día que todo estuviera bajo control. Era
una sala inmensa desde la que se podía ver a través de un
cristal blindado y tintado la sala principal. Estaba plagado de
pantallas desde las que se tenía acceso a todas las cámaras del
recinto. Un total de doscientas cincuenta y siete que permitían
que cualquier esquina del reinado de los Black estuviera bajo
vigilancia constante. Si la gente supiera todo lo que habían
visto los ojos de ese equipo a lo largo de los años…
—Ellen, ¿alguna novedad?
La mujer que estaba al mando de la cúpula se giró y le
dedicó a Elliot una sonrisa amable. Llevaba trabajando para su
padre una década y él esperaba que siguiera muchos años más,
porque no había nada que escapara a la mirada inquisitiva de
Ellen Brown.
—Nada. Todo en orden, jefe.
Él frunció el ceño.
—Te he dicho mil veces que me llames Elliot. Hace años
me reprendías como una madre cuando me metía en algún lío,
¿acaso no te acuerdas?
—¿Que si no me acuerdo de cuando venías a las reuniones
con carmín en el cuello de la camisa, oliendo a ron y sin
dormir? Créeme, esa estampa sería difícil olvidarla.
Elliot apartó la mirada, algo avergonzado ante esos
recuerdos, e ignoró las sonrisas disimuladas del resto del
equipo que trabajaba en silencio a su alrededor. Ellen tenía
razón, había sido un desastre durante muchos años. Cuando
cumplió los dieciocho su padre comenzó a formarlo para un
día poder ocuparse del Black Diamond, pero lo cierto era que
Elliot no se lo había tomado demasiado en serio. Todo lo
contrario a su hermana Ursula, a la que era habitual ver
llegando incluso antes de tiempo a aquellas reuniones, ansiosa
por aprender todo lo posible.
—Prefiero que la sustituyas por la imagen que tengo ahora,
Ellen. Sé buena —le suplicó Elliot con una expresión inocente
que hizo reír a la mujer.
Pese a todo, el equipo de la cúpula debía aceptar que Elliot
había cambiado y se estaba esforzando. Seguía siendo un poco
despistado y se distraía con facilidad de las cosas importantes,
pero asumían que lo estaba intentando y eso ya era más de lo
que habían esperado.
Echó un vistazo a las imágenes de la sala hasta que una
melena clara hizo que se detuviera unos segundos de más en la
mesa de blackjack. Sin poder evitarlo, tocó el teclado para
ampliar la imagen con la intención de distinguir el rostro de la
chica que acompañaba a un magnate del petróleo al que era
habitual ver por allí. Un ricachón de barriga prominente, malos
modales y una obsesión perversa por las jovencitas guapas, al
que Elliot odiaba.
—¿Has visto algo?
La voz de Ellen le hizo volver a la realidad e intentó
mostrarse profesional, aunque aquella fijación no era más que
una cuestión personal.
Notó que el corazón se le aceleraba cuando la chica de la
imagen giraba la cara y se retiraba el pelo de la frente con
coquetería. Fue entonces cuando llegó la decepción. No era
ella. No era su chica misteriosa.
Suspiró y negó con la cabeza antes de dirigirse a la puerta.
—Nada, Ellen. Nada importante.

Habían pasado seis meses de aquella noche y Elliot no podía


quitársela de la cabeza. A la mañana siguiente, como le había
prometido a su hermana, había desayunado con ella y se lo
había contado todo de un modo distendido y restándole
importancia. Ursula le había reprendido por seguir siendo un
irresponsable que no tenía claras sus prioridades, pero después
se había reído con él y le había pedido detalles de aquel
encuentro inesperado.
Sin embargo, según pasaban los días, Elliot continuaba
pensando en la rubia del chocolate. La chica con la que no solo
había compartido una noche de sexo increíble, sino también
momentos de complicidad y que lo atraía de un modo extraño
que no terminaba de comprender. Si veía un gorro de lana rojo
por la calle, se giraba para comprobar si era ella, con la ilusión
de un niño. Si era testigo de algún espectáculo de los que
llenaban todos los clubes de la ciudad, la buscaba entre las
bailarinas, deseando encontrarla y poder chocar con ella de
nuevo. O, como había sucedido esa misma tarde, si veía una
melena rubia por el casino, la perseguía hasta descubrir que no
se trataba de ella.
Le daba vergüenza contarlo, pero un mes después de
aquella noche había vuelto al hostal Flamingo. No sabía por
qué, pero paseando sus pies lo habían llevado justo a esa calle
y había entrado. Ya en la recepción, una mujer de melena
cardada y vestido ajustado le había preguntado qué quería y
Elliot había cogido aire antes de hablar.
—Busco a una chica. Sé que se aloja aquí.
—¿Nombre?
Sus labios habían dibujado una mueca. No se había dado
cuenta de que iba a ser complicado encontrarla de ese modo, y
se había arrepentido por un instante de la estupidez de no
contarse nada personal aquella noche entre sábanas.
—No lo sé. Pasé con ella la noche aquí hará un mes.
—Enhorabuena, semental —respondió la recepcionista con
sarcasmo.
Elliot se pasó la mano por la nuca y decidió poner en juego
sus armas de seducción. Al fin y al cabo, solían funcionarle,
¿por qué no iba a hacerlo con aquella mujer?
—Verás, encanto, es una larga historia. Nos conocimos y,
bueno, saltaron chispas. Pero me marché por la mañana sin
despedirme, pese a que eso no diga mucho de mí.
Sonrió con picardía y le dedicó una caída de ojos. La mujer
ni se inmutó.
—Si es que todos sois iguales. No os salváis ni uno. ¡Ni
uno!
Elliot tragó saliva y se dio cuenta de que aquella mujer
estaba tan desencantada con los hombres que su táctica no iba
a funcionar. Así que, finalmente, se sacó la cartera y le puso un
billete encima del mostrador. Ella sonrió y le mostró una hilera
de dientes amarillentos. Aquel lugar era un antro.
—¿Cuándo dices que te la tiraste?
Pese a que a Elliot no le gustó la forma en la que describió
su encuentro, hizo de tripas corazón y respondió con rapidez,
no fuera a ser que ella se arrepintiera.
La mujer se escondió el billete entre los pechos y después
sacó una agenda y comenzó a buscar el día que le había
señalado.
—Veamos. ¿Recuerdas el número de habitación?
—Quince.
La mujer asintió.
—Ahora la ocupa un hombre, así que tu damisela ya se ha
marchado. Déjame que eche un vistazo.
Elliot maldijo entre dientes, porque no se le había pasado
por la cabeza la posibilidad de que ella ya no se alojara allí. La
mujer hojeó la agenda hasta pararse en una página y sonrió
cuando sus dedos se pararon en una línea de tinta azul.
—Aquí la tenemos. Dalilah Wolf. Un nombre de lo más
exótico, ¿no te parece?
Elliot alzó las cejas, sorprendido, y la recepcionista rompió
a reír ante su cara de desconcierto.
—¿Está segura?
—¿Insinúas que no sé leer?
—No, por supuesto que no.
Elliot apoyó las manos en el mostrador y resopló entre
dientes. Aquello iba a ser más difícil de lo que había creído en
un primer momento. Sacó el móvil e hizo una búsqueda rápida
por internet; enseguida sus sospechas se vieron confirmadas.
Como mucha gente de la que se movía por Las Vegas, aquella
chica cada vez más misteriosa había utilizado un nombre falso
para alojarse.
—¿Tiene algún teléfono? ¿Alguna dirección? Imagino que
pedirá algo de información para aceptar a sus inquilinos —
preguntó un Elliot cada vez más inquieto.
—No.
La mujer comenzaba a impacientarse. Él se dio cuenta de
que se sentía juzgada al cuestionar sus métodos de trabajo, así
que sacó otro billete que ella no tardó en guardarse de nuevo
en el escote.
—¿Y ahora? ¿Recuerda algo?
Sin embargo, ella se rio y negó con la cabeza.
—El dinero me lo quedo, me lo he ganado, pero mi
respuesta sigue siendo no. Supongo que en tu mundo esto no
es lo normal, pero por aquí las cosas funcionan así. Tu Dalilah
pagó en efectivo y por adelantado, lo que no es habitual, así
que acepté y no hice preguntas. Eso es todo lo que puedo
decirte.
—De acuerdo. Gracias.
Elliot se dirigió a la puerta con las últimas palabras de la
mujer repitiéndose sin cesar en su cabeza:
—Era guapa y parecía buena chica. Lástima que tú fueras
tan cobarde. Todos lo sois.
7

El despacho del señor Hunt se encontraba en el piso superior


del club Purple. Se accedía a él por unas escaleras metálicas
estrechas y allí dentro olía a tabaco y a un perfume fuerte; a
Maggie la mezcla le revolvía el estómago.
Entró y se sentó en la silla libre frente al escritorio. Al otro
lado, George Hunt, el dueño de aquel tugurio y la razón de que
se hubiera mudado tan lejos de casa, la observaba con una
mirada lasciva que la tensaba por momentos.
—Maggie, ¿cómo estás?
—Bien. Gracias.
La estudió con calma, desde sus piernas desnudas hasta el
escote, y asintió para sí.
—Ya lo veo. Sí que estás bien.
Ella suspiró, incómoda, y decidió ir al grano, pese a que
temía que él se ofendiera. Por eso, le dedicó su mejor sonrisa y
una caída de pestañas.
—¿Para qué me ha llamado, señor Hunt?
—Ya llevas aquí seis meses, si no me equivoco.
—Así es.
—Te has adaptado bien y te has convertido en una de las
favoritas de mi aclamado público.
—Lo hago lo mejor que puedo.
Él lanzó una risotada y Maggie se fijó en su pecho medio
descubierto por la camisa entreabierta. Era un hombre que, en
otras circunstancias, podría resultar hasta atractivo, con su
pelo oscuro y unas facciones marcadas, pero en ese contexto le
recordaba a una serpiente.
—No lo pongo en duda. Eres preciosa, sabes mover ese
culito que tienes y no das problemas.
Pese a que él lo consideraba todo un halago, ella sintió
ganas de vomitar.
—Gracias.
—Por eso te he llamado. Creo que eres perfecta para pasar
a formar parte de mis chicas preferidas. ¿Has oído algo de
eso?
Maggie negó con la cabeza. Sabía que algunas de las
chicas desaparecían algunas tardes o noches y las demás
debían cubrir sus turnos, pero ninguna comentaba nada al
respecto. Ella tampoco se atrevía a preguntar. Cuanto menos
supiera, menos problemas podrían salpicarle.
—No, señor.
Entonces su jefe se pasó la lengua por los labios y le
susurró unas palabras a modo de confidencia. Maggie no
necesitaba más información para saber que aquello olía mal.
—Tengo clientes selectos. Algunos de ellos pagan una gran
suma de dinero por un espectáculo privado.
Maggie cruzó las piernas en un gesto reflejo y Hunt sonrió
con malicia. Era un hombre horrible. Lo había sabido desde el
primer instante y aquello se lo confirmaba. Sin saber qué
sucedía, se había metido en una celda al aceptar trabajar para
ese monstruo y él tenía la llave.
Suspiró y se esforzó por mostrarse segura y tranquila,
como si fuera una conversación de negocios como otra
cualquiera.
—¿En qué consiste exactamente?
—No lo sé, Maggie… —El hombre alzó las manos y las
dejó caer de nuevo sobre sus muslos; luego le guiñó un ojo—.
Ponle imaginación. Algunos solo desean un baile en la
intimidad, otros quieren probar por un rato lo que sería tener
entre los brazos a una mujer como tú.
Se sentía asqueada. Le sudaban las manos y tenía ganas de
correr. Sin embargo, no podía moverse. Menos aún, cuando el
señor Hunt deslizó un papel encima de la mesa y le mostró una
cantidad.
—¿Qué es esto?
Aquel número correspondía a sus ganancias en el club
durante dos semanas.
—Es lo que Sandy va a cobrar por su trabajo especial de
ayer por la noche. Puedes hablar con ella, si quieres, aunque
entiende que debo pedirte confidencialidad de cara a las
demás. No quiero generar envidias entre vosotras, pero es
obvio que no todas sois iguales. Y tú eres especial, Maggie, lo
supe en cuanto vi el vídeo que me enviaste desde tu casa.
Recordó aquella prueba que le habían pedido cuando aún
vivía en la tranquila Arizona y tragó saliva.
Había sido una ingenua. Había encontrado la oferta en un
periódico y no había tardado en llamar. Estaba desesperada por
conseguir un empleo y, por primera vez, la oportunidad
parecía increíble. Además, se trataba de bailar, que era lo que
mejor sabía hacer. Así que no tardó en ponerse en contacto con
el señor Hunt y en enviarle un vídeo para demostrarle sus
dotes artísticas. No necesitó más que un par de días trabajando
en el club para aceptar que la habían engañado. Ella no estaba
allí por saber bailar, sino porque era una chica bonita
desesperada por el dinero. De ahí a desnudarse no habían
pasado más que semanas. De eso a que el señor Hunt le
ofreciera dar un paso más solo habían transcurrido seis meses.
Su gran sueño en Las Vegas se había convertido en una
pesadilla.
Cuando había firmado el contrato y recibido un adelanto,
estaba tan desesperada que no se había dado cuenta de que eso
la ataba a Hunt de un modo del que sería muy difícil escapar.
Había aceptado también ropa, accesorios para los espectáculos
y, al hacerlo, había caído en la trampa como una tonta.
No obstante, Maggie no pensaba venderse. Había límites y
conseguiría más dinero de la manera que fuera, pero no
ofreciéndose en bandeja a hombres tan repugnantes como el
que la miraba con una sonrisa ladina. Ya le había dado a su
jefe bastante.
—Lo siento, señor Hunt. Agradezco su ofrecimiento, pero
no es para mí.
—De acuerdo.
El rostro del hombre se ensombreció. Ella se levantó y se
dirigió a la salida. Antes de volver a la seguridad de los
camerinos, se giró y le dedicó una sonrisa que le costó una
barbaridad esbozar, pero que sabía que era necesaria para que
su jefe siguiera creyendo que tenía el poder total sobre ella,
pese a la negativa.
—Gracias por la oportunidad. Estar aquí es un sueño para
mí.
Él sonrió, más tranquilo, y cruzó las piernas encima de la
mesa. Luego volvió a estudiarla sin reparos y Maggie se
preguntó cuánto tardaría en intentar meterse entre sus piernas.
Cuando llegara ese día, no sabía qué iba a ser de ella.
—Maggie, espera. Si alguna vez te interesa, no tienes más
que llamar a mi puerta. ¿De acuerdo? Esperaré el tiempo que
haga falta.
La seguridad con la que su jefe dijo aquello, como si
supiera que ella regresaría, le provocó un dolor repentino en el
vientre. Le habría encantado lanzarle algo a la cara, chillar o
defender su honor como creía que merecía, pero no podía. Así
que solo asintió y bajó corriendo las escaleras.

Al día siguiente, se levantó temprano y salió a pasear. Después


de dos semanas trabajando en el club, una de las chicas le
había ofrecido alquilar un pequeño sofá cama por un precio
casi simbólico y ella había aceptado sin dudar. Se llamaba
Lory y compartía el apartamento con su novio y con otros dos
chicos que ocupaban la segunda habitación. No sabía por qué
Lory se había apiadado de ella, pero le había dicho que toda
aportación en la casa era buena y que necesitaban a alguien
que se ocupara de las tareas de limpieza, porque los cuatro
trabajaban demasiado como para que el piso no pareciera un
basurero. Maggie no había dudado en aceptar. Por cincuenta
dólares a la semana tenía un lugar donde dormir con los gastos
comunes incluidos y solo a cambio de dedicar unas horas de su
tiempo libre a limpiar, tarea que la relajaba. Así que había
dejado el Flamingo, pese a que ese lugar era el único de la
ciudad que le despertaba algún recuerdo bueno.
Sacudió la cabeza para no pensar en él y sacó el teléfono
móvil. Eran las once de la mañana, así que Casey ya estaría
frente al televisor viendo los capítulos de su telenovela
favorita. Fue Harriet la que cogió el teléfono.
—¡Hola! ¿Cómo estáis?
—Maggie…
En cuanto escuchó su voz se tensó.
—Harriet, ¿qué ocurre?
—Nos ha llamado el doctor Nelson. Hay que empezar otro
ciclo de tratamiento, Maggie.
Cerró los ojos y se apoyó en un muro. ¿Cómo era posible?
¿Cuándo la vida les iba a dar una tregua?
—Dios mío… ¿Cómo está Casey?
—Bien, ya sabes lo fuerte que es. El problema es que el
dinero se esfuma, cielo.
Maggie tragó saliva. Pensó en la buena de Harriet y en
todo lo que había hecho por ellas. Desde que su madre
falleció, ella se había ocupado de que no estuvieran solas en
ningún momento. Era una gran amiga de su madre, enfermera
jubilada y una vecina de toda la vida, por lo que les tenía un
cariño especial y podía aportar sus conocimientos para cuidar
de Casey en su ausencia. Sin embargo, Maggie sabía que lo
que hacía valía un dinero y no podía perdonarse no poder
dárselo como merecía.
—Te pagaré lo que te debo, te lo prometo, Harriet, pero
necesito que…
—Tranquila, Maggie. No voy a irme a ningún lado. Hago
esto encantada de poder ayudaros, sois mi familia, solo
lamento no poder hacer más.
Harriet les había ofrecido sus ahorros en otras ocasiones,
pero tampoco tenía demasiado y era un límite que no pensaba
sobrepasar jamás.
—¿Cuánto nos queda?
—Creo que podríamos cubrir un mes de medicinas y
consultas. Y eso si no tiene ninguna complicación añadida.
El mundo se le vino encima. Se dejó caer sobre el suelo y
no le importó que algunos viandantes la mirasen mal, porque
apenas se sostenía de lo que le temblaban las piernas.
—Madre mía… De acuerdo. No te preocupes. Conseguiré
hasta el último centavo, confía en mí.
—Pero ¿cómo? Ya nos mandas todo lo que ganas. Estás
durmiendo en un sofá, Maggie. ¿Hasta cuándo vas a poder
seguir así?
Entonces, de pronto, la imagen del señor Hunt apareció en
su cabeza. Su sonrisa de cazador. Su forma soez de mirarla,
como si fuera un trozo de carne expuesto en una carnicería. Su
proposición. Los números del papel que le había mostrado
bailaron en su cabeza.
—Hoy me han ofrecido un ascenso.
—¿En serio? ¡Qué buena noticia! —exclamó Harriet
emocionada.
Maggie tuvo que contener las lágrimas antes de admitir
que todo el mundo tenía un precio. Más aún cuando la vida de
su hermana estaba en juego.
—Como bailarina principal, ¿no es increíble? Así que
quizá nuestros problemas acaben de una vez por todas.
Harriet suspiró aliviada y Maggie se dijo que no pasaba
nada, que lo conseguiría, costara lo que costara, incluso
aunque el precio fuera ella misma.
—Rezo todos los días por ello.
8

—Elliot, ¿preparado para la fiesta?


Ursula entró la casa de su hermano y se acercó a él para
ayudarle a hacerse el nudo de la corbata. Ambos estaban
impresionantes. Él, con un traje oscuro y camisa blanca. Ella,
con un vestido de seda rojo que realzaba sus curvas y que
destacaba su corta melena morena.
—Un plan fascinante —respondió él con evidente
sarcasmo.
Ursula se rio y le dio una cachetada en la mejilla.
—Siempre te estás quejando. ¡Incluso cuando tu cometido
es pasearte por el casino con una copa en la mano! Solo tienes
que sonreír y coquetear con las mujeres que se presten.
Menudo suplicio, ¿eh? De comportarse como una profesional
ya me ocupo yo, no te alarmes.
Elliot sonrió y abrazó a su hermana. Era única. Y, aunque
sus palabras también estaban cargadas de ironía, ambos sabían
que no podían ser más ciertas. A fin de cuentas, ella era la
cabecilla de los dos y él se encargaba de dar la cara. Por
mucho que les doliera, aquel mundo de negocios seguía siendo
primordialmente masculino, así que era habitual que fingieran
que Elliot llevaba la voz cantante mientras, en realidad, era
Ursula la que movía los hilos a sus espaldas.
—Algún día todos se darán cuenta de lo que haces y te lo
reconocerán como te mereces —le dijo a su hermana con
dulzura. Odiaba que las cosas fueran así.
Ursula se encogió de hombros. Fingía que no le importaba,
pero, en el fondo, cada día sufría porque no se le reconociera
lo buena que era solo por el hecho de ser mujer.
—Que les den. Vamos, es el momento de que los hermanos
Black hagan su entrada triunfal.
Entrelazaron los brazos y se metieron en el ascensor.
Dos minutos después entraban en el gran salón y sonreían
ante los aplausos de sus invitados, mientras Elliot pensaba en
las ganas que tenía de que aquello terminara y Ursula en que,
algún día, el mundo se postraría a sus pies.

El señor Smith iba por la tercera copa, pese a que Maggie


intentaba desviar su atención de la bebida de vez en cuando y
se la apartaba con disimulo. Sabía que, cuando llegara a la
cuarta, su actitud se volvería más cariñosa de lo habitual en
público, así que se esforzaba continuamente por evitarlo.
—Maggie, cariño, escoge un número —le susurró él
demasiado cerca del oído.
Ella se apartó y pestañeó con coquetería antes de negar con
la cabeza.
—No me hagas responsable de tus fracasos.
Él se rio con ganas y posó la mano en su muslo.
—Eres de lo que no hay. ¿Abrimos con el siete? —le
preguntó mirando los dados que el agitaba con inquietud en la
mano.
Maggie suspiró y le sonrió con dulzura, aunque era una
sonrisa vacía.
—Si a ti te gusta, a mí también.
Qué fácil era escoger las palabras apropiadas.
Apenas llevaba unas semanas como la acompañante de
Terry y le había resultado extremadamente sencillo adaptarse a
aquel juego. Porque así le gustaba verlo a Maggie, como un
juego en el que podía ganar billetes con facilidad antes de que
la partida acabase.
Tras aquella triste conversación con Harriet, se había
pasado las horas antes de entrar a trabajar meditando sus
opciones, buscando otra solución que no encontró y llorando.
Sobre todo, llorando. Porque, por mucho que se esforzara en
pensar en otras salidas, no existía ninguna. Casey seguía
enferma, su estado empeoraría si no hacía algo y los gastos
médicos eran demasiado elevados como para intentar buscar
otro empleo en sus horas libres como camarera, por ejemplo,
aunque tuviera que renunciar a dormir. Necesitaba algo que le
aportara dinero rápido y en cantidades que no se ofrecían por
servir copas.
Por eso, antes de vestirse para ir al club, ya había tomado
una decisión.
En cuanto entró por la puerta se dirigió directamente al
despacho del señor Hunt. Lo hizo con los ojos enrojecidos, las
piernas temblando y la dignidad hecha pedazos. Él la invitó a
pasar con una sonrisa de suficiencia y con una expresión
victoriosa que a Maggie le humedeció los ojos.
—Buenos días, preciosa. ¿Qué ocurre?
—Señor Hunt, venía por… Yo quería saber si…
Él se cruzó de brazos y la observó de arriba abajo. Y
Maggie supo que era muy consciente de a qué había acudido,
pero que no iba a ponérselo fácil, sino que quería que ella se lo
suplicara. Era una alimaña sin corazón.
—¿Algo que quieras comentarme?
Maggie tragó saliva y se enfrentó a su mirada de
depredador con la poca entereza que sentía que le quedaba.
—Vengo a aceptar el empleo que me ofreció ayer, si aún
sigue interesado en mí.
Él asintió con lentitud y sus ojos brillaron con fuerza.
—Claro. Ya te dije que mi puerta estaría abierta para ti.
—Gracias.
Le ofreció la silla con una mirada y Maggie se sentó.
—Ya me parecía a mí que eras demasiado lista como para
rechazar una oferta como esta. Te prometo que no arrepentirás,
Maggie, pero antes necesito que tengas claras un par de cosas.
—Claro. Lo que sea.
Tragó saliva y Hunt se incorporó para acercar su rostro al
suyo. Olía a alcohol y a un perfume tan empalagoso que
Maggie se mareó.
—Mis clientes son personas importantes, así que exigen
confidencialidad.
Ella asintió. Era la primera que no tenía ninguna intención
de que se pudiera saber qué era lo que estaba dispuesta a hacer
con esos hombres por dinero.
—La tendrá. Tiene mi palabra.
Hunt sonrió y le retiró un mechón de pelo de la cara. Al
hacerlo, le rozó el cuello y Maggie se estremeció.
—Confío en ti, preciosa. Lo segundo es que tengo una
reputación y no desearía que eso cambiara por nada del
mundo. Si aceptas, lo haces con todas las consecuencias. No
querría tener que dar la cara por ti ante un cliente insatisfecho.
¿Lo entiendes, Maggie?
Ella se tensó, entendía lo que Hunt le estaba diciendo entre
líneas y sonaba a amenaza, pero no tenía otra opción que
aceptar, así que asintió y lo miró con una seguridad que en
realidad no sentía.
—Lo comprendo. Le prometo profesionalidad, señor Hunt.
Sabe que aprendo rápido y que soy responsable.
—Lo sé, Maggie. Lo sé.
Compartieron una mirada hasta que ella la apartó,
cohibida, porque la de su jefe empezó a transmitir un deseo no
muy disimulado que le puso los pelos de punta. Él suspiró y se
retiró el pelo engominado hacia atrás.
—Pues, con lo más importante aclarado, ahora te pido que
te relajes. Estás tensa y no quiero que tengas miedo, Maggie.
Es un trabajo fácil y sé que lo harás bien. No voy a enviarte a
una fiesta de sexo en grupo ni nada parecido, cariño.
Maggie se ruborizó porque hubiera dado voz a uno de sus
temores y él se rio. No era una niña, pero había sido inevitable
que pasaran por su cabeza un montón de posibilidades que la
aterrorizaban.
—¿De qué se trata?
—Aunque creas que no es posible, os conozco. A cada una
de vosotras. Llevas solo seis meses aquí, pero ya sé la clase de
chica que eres. Y no soy tan idiota como para lanzarte a algo
que no podrías hacer como el cliente exige. Perderíamos los
dos, Maggie, y no queremos eso, ¿verdad?
Maggie negó con rapidez.
—No, señor.
Él sonrió y sacó una vieja agenda llena de garabatos que
abrió por una página determinada. Maggie leyó el nombre que
había escrito en ella; no le sonaba de nada.
—Bien. Por eso sé quién es el cliente perfecto para ti.
Dos días después, se encontraba por primera vez con Terry
Smith. Era un empresario rico que se dedicaba a la industria
automovilística. Rozaba los cincuenta, se había quedado viudo
hacía cinco años y, desde entonces, pese a que había tenido
propuestas de mujeres jóvenes y atractivas, no había salido
con ninguna; principalmente, porque no se fiaba. Era un
hombre inseguro, tímido y muy sensible que solo ansiaba un
poco de compañía. Maggie había averiguado enseguida que
prefería pagar por los servicios de una acompañante que
aceptar las atenciones de mujeres supuestamente sinceras que
solo se acercaban a él por sus riquezas. A Maggie le daba
pena, no podía evitarlo. No había tardado en aceptar que Terry
no era como los hombres que se había imaginado que
contrataban los servicios de Hunt. Tampoco es que fuera un
trozo de pan, pero, en el fondo, solo era un hombre triste que
se sentía solo.
La había llevado a cenar en dos ocasiones y apenas la había
tocado. Habían hablado de sus vidas, pese a que Maggie se
había inventado la suya, y se había dedicado el resto del
tiempo a escucharlo a él con una atención sincera. Hunt la
había llamado a su despacho y la había felicitado.
—Maggie, Smith está encantado contigo. Quiere volver a
verte el sábado.
—De acuerdo.
Hunt le entregó un sobre y a Maggie el corazón le dio un
brinco cuando lo abrió y vio su contenido. Era mucho dinero.
Quizá para su jefe solo calderilla, no quería saber cuánto se
llevaría él por hacer su parte, pero para ella era una pequeña
victoria. Cuando Harriet viera el ingreso al día siguiente
chillaría de alegría. Maggie le sonrió por primera vez con
sinceridad a su jefe y él se pasó la lengua por los labios.
—Ya sabía yo que caería rendido a tus encantos. Me
pregunto qué más escondes para los afortunados que te tengan
en la intimidad.
Echó una mirada rápida a sus piernas, que quedaban a la
vista por el escueto vestido, y la sonrisa de la joven se
convirtió en una de lo más incómoda. Sin embargo, estaba tan
feliz que las palabras se le escaparon.
—Tendrías que pagar para averiguarlo.
En cuanto las pronunció, se arrepintió. Pese a ello, Hunt no
tardó en reaccionar con una estruendosa carcajada.
—Ay, Maggie, Maggie…
Las siguientes citas fueron parecidas, aunque Terry se fue
animando y un día la besó al despedirse. Fue un beso tierno,
deseado por parte del hombre y para el que incluso le pidió
permiso, pero para Maggie fue como romper un límite en su
vida que nunca había creído que cruzaría. A menudo pensaba
en cómo se sentirían las mujeres que debían vender su cuerpo
directamente a desconocidos por un polvo rápido y sucio en un
motel, y su alma se llenaba de odio.
El día de la fiesta del casino Black Diamond ya se habían
visto media docena de veces y lo suyo no había pasado de
unos cuantos besos y algún roce, a los que Terry solo se
atrevía cuando llevaba encima un par de copas. Maggie sabía
que comenzaba a estar ansioso por llegar más lejos, pero había
aprendido a manejar la situación y deseaba poder alargarla de
ese modo mucho más tiempo.
Sin embargo, Terry Smith podía ser un hombre paciente y
respetuoso, pero también tenía un límite, y su dinero bien valía
lo que quería.
Tiró los dados y chasqueó la lengua cuando falló. Su
expresión se crispó y Maggie le rozó el pecho con dos dedos.
Llevaba las uñas postizas pintadas de rojo, se las había puesto
Lory y, aunque no se acostumbraba a ellas, sabía que a Terry le
excitaban.
—No es más que un juego, Terry.
—Pero a todo el mundo le gusta ganar —le dijo él.
—Lo sé, la diferencia entre tú y ellos es que tú no lo
necesitas. Eso es el poder —le susurró Maggie.
Él se creció y ella pensó una vez más en lo fácil que era.
Debía aceptar que el señor Hunt sabía lo que hacía cuando
había elegido a Terry Smith para ella, porque no le había
costado nada adaptarse a su papel y se le daba hasta bien.
Aún ensimismada en esas reflexiones, una mano se posó en
su brazo desnudo con suavidad y Maggie se giró con una
sonrisa que le duró apenas un segundo, antes de reconocer el
rostro que la miraba como si se hubiera dado de bruces con un
fantasma.
9

Elliot estaba hablando con los Dayton, un matrimonio amigo


de su padre que no se perdía ninguna fiesta, cuando una
imagen captó toda su atención. Su pelo rubio y brillante caía
por una espalda desnuda en forma de ondas. Llevaba un
vestido rojo corto, con un escote de lo más atrevido y que
marcaba unas curvas hechas para el pecado. Tenía los labios
pintados y los ojos enormes bajo unas pestañas kilométricas
que no recordaba que fueran las suyas. Pese a todas esas
características que no encajaban con el recuerdo que guardaba
de la chica del chocolate, no necesitó más que oír su risa para
saber que se trataba de ella.
—Pero qué demonios… Disculpadme.
Se despidió con un gesto de los Dayton y se dirigió a
aquella mesa de juego sin meditar sobre lo que estaba
haciendo. ¿Era posible que fuera ella? Cuando la chica rozó el
pecho del hombre que la acompañaba Elliot dudó y pensó que
su imaginación le había jugado una mala pasada. Seguramente
se había equivocado. ¡Era imposible que fuera ella! La chica
con la que él había pasado una noche tan especial era sencilla,
de mirada inocente y una dulzura que casaba muy poco con lo
que veían sus ojos.
Pese a ello…
Antes de llegar a su encuentro, distinguió el rostro de su
acompañante. Era Terry Smith, un cliente habitual que tenía un
trato cordial con su padre. Dueño de una empresa
automovilística y un hombre discreto, familiar y honrado, al
menos lo había sido hasta que su mujer había fallecido unos
años atrás. Nunca lo había visto con una mujer allí que no
fuera la suya y, pese a que Elliot se alegraba de que por fin
avanzara en su vida y saliera del duelo, no le hacía demasiada
gracia que lo hiciera con la que parecía la única chica que
había llamado su propia atención en años.
Cuando llegó a la mesa, la oyó hablar. Estaba
tranquilizando a Terry para que no se ofuscara por jugar y lo
hacía como una auténtica profesional, con esa melosidad que
Elliot había visto incontables veces en las mujeres de
compañía que se colgaban del brazo de los hombres poderosos
que hacían rica a la familia Black. Y era ella, no había duda.
Recordó sus susurros en su oído, sus gemidos mientras
empujaba entre sus piernas, sus comentarios graciosos y
chispeantes…, lo recordó todo y cerró las manos en puños.
Alzó una y le rozó el brazo.
—Perdona.
Cuando ella se giró, su preciosa sonrisa se convirtió en una
mueca de sorpresa que a Elliot solo le confirmó que lo que
tanto había deseado se había cumplido, aunque no fuera del
modo esperado.
A su lado, Terry lo observó con el ceño fruncido.
—¿Algún problema, Black?
Maggie no tardó en asociar ese nombre con el casino y con
el rostro del hombre que tantas fantasías le había
proporcionado durante los últimos meses. El único escape de
aquella fea realidad que se permitía. Apartó el brazo y Elliot la
soltó. Luego saludó con un asentimiento a Smith y recobró la
compostura que nunca debería perder el dueño de un imperio.
—Ninguno, solo venía a saludar a la señorita. Somos
viejos conocidos.
Maggie no se encontraba la voz. No podía dejar de mirarlo
y, pese a que la situación era incómoda y surrealista, tampoco
de pensar que estaba imponente, con ese traje que le quedaba
como un guante y con ese porte seguro y poderoso que ella no
había atisbado la noche del motel. Parecía otro y, a la vez, era
el mismo hombre que la había hecho sentirse mejor que en su
vida.
Sin embargo, la mano de Terry en su muslo le hizo
recordar dónde y con quién se encontraba. También, que lo
que había sucedido seis meses atrás solo había sido un regalo,
un paréntesis antes de asumir que su vida era dura, complicada
y que su única misión consistía en que su hermana tuviera todo
lo que necesitara, al precio que fuera.
Sonrió con fingida calma y apoyó la mano sobre los dedos
de Terry antes de dirigirse al señor Black con una firmeza que
no sentía.
—Disculpe, caballero, pero creo que se equivoca.
Él sonrió con malicia, porque era obvio que las cosas no
estaban saliendo como deseaba, pero tampoco estaba dispuesto
a que ella jugara con él.
—¿Dalilah Wolf? —le preguntó, refiriéndose a ese
estúpido nombre que a Maggie se le había ocurrido al azar al
registrarse en el motel.
Ella parpadeó de un modo que a Elliot le hizo gracia y que
le recordó demasiado a la joven de aquella noche. No obstante,
Terry se rio y sacudió la cabeza.
—¿Qué diablos dices, Black? Es Maggie. Mi preciosa y
dulce Maggie.
Le dejó un beso casto en la mejilla y los otros dos se
tensaron. Ella, porque no era habitual que Terry respondiera de
esa forma, lo que le hacía pensar si no estaría marcando su
territorio de alguna manera. Elliot porque, por primera vez en
su vida, sintió unas ganas demoledoras de darle un puñetazo a
alguien. No era una persona violenta y mucho menos celosa,
pero con ella las cosas habían sido diferentes desde el
principio y había algo en su interior que despertaba en cuanto
la tenía cerca.
¿Qué tenía aquella misteriosa mujer de nombre e imagen
falsa? ¿Quién era en realidad? ¿Y si el disfraz había sido el de
la chica risueña y un poco atolondrada que le tiró el chocolate
por encima? ¿Y si la verdadera era la que vestía y se movía de
una forma tan provocadora que captaba las miradas de todos a
su alrededor?
—Maggie… —susurró; y pensó que el nombre le gustaba
y que sí encajaba con la imagen que se había formado de ella.
Compartieron una mirada silenciosa hasta que ella la
apartó y le dio un trago a su copa de champán. Las burbujas
disolvieron un poco los nervios que acababan de asentarse en
su estómago. Tras dejarla sobre la mesa, alargó la mano y se la
tendió a Elliot, que la observaba con una mezcla de
estupefacción y diversión por ese gesto que a ninguno de los
tres les pasó desapercibido.
—Señor Black, encantada de conocerle.
Elliot apresó su mano entre la suya y la apretó durante más
segundos de los protocolarios. Maggie se sonrojó sin poder
evitarlo. Terry, a su lado, suspiró y pasó un brazo por su
cintura; estaba más que acostumbrado a que los jóvenes como
Elliot Black lo eclipsaran, aunque no le agradaba que Maggie
pareciera también arrebolada por ese encuentro.
—El placer es mío, Maggie. Siento la confusión. Conocí a
una chica que tenía la misma mirada que usted.
Ella se mordió el labio y se soltó de su agarre con cierta
brusquedad.
—Tengo un rostro muy común, me lo dicen a menudo.
Elliot soltó una risita.
—Déjame que lo ponga en duda. —Ambos sonrieron y él
rompió la tensión antes de que la metiera en algún problema;
se estaba dejando llevar y era lo bastante inteligente para saber
que su relación con Terry se mantenía cartera de por medio—.
Smith, están invitados esta noche a lo que deseen. Gracias por
su lealtad al Black Diamond desde que me alcanza la
memoria.
El hombre pareció más tranquilo y asintió.
—Su padre no merece menos.
Con esas últimas palabras y una mirada de reojo a Maggie,
que suspiró inquieta, Elliot se alejó. Antes de verlo
desaparecer por la entrada de la sala en la que se encontraban,
Terry le habló al oído de nuevo y Maggie se estremeció.
—Es un buen chico, aunque, en confianza, una decepción
al lado de su padre.
—¿Por qué dices eso?
—Hace seis meses John Black les pasó el relevo a él y a
Ursula, su otra hija. Nadie confía en que Elliot sea capaz de
mantener esto con la grandiosidad con la que lo hizo su padre.
Maggie asintió. Luego se centraron de nuevo en el juego.
Sin embargo, en su cabeza solo se repetía una y otra vez un
nombre.
«Elliot. Elliot Black.»
Tampoco pudo evitar buscarlo con la mirada durante toda
la noche.
10

Elliot entró en la cúpula y se aflojó el nudo de la corbata. Se


estaba ahogando.
Pidió a uno de los chicos que estaban trabajando que lo
dejara unos minutos solo frente a la única pantalla que
necesitaba y se sentó a analizar la imagen. Allí estaba ella.
Maggie. Se habían levantado de la mesa y ahora charlaban con
complicidad en una de las barras. Ella bebía champán y él
whisky con hielo. La mano de Terry cada vez se atrevía más a
rozarle la parte de la espalda que el vestido dejaba al
descubierto y eso a Elliot le estaba poniendo de los nervios.
No tenía ningún derecho a sentir nada, pero no podía
evitarlo. Sobre todo, porque una parte de él se sentía
engañado. Sentía que aquella chica que desprendía inocencia y
naturalidad, de repente, no existía, y no sabía cómo sentirse al
respecto. Por otra parte, seguía sintiendo una potente atracción
hacia ella, aunque ahora se presentara como una mujer
despampanante y un poco artificial.
—¿Qué estás haciendo aquí? Te estaba buscando.
Ursula apareció por su espalda y se apoyó para ver lo que
su hermano estaba observando. En la pantalla, la imagen era
tan típica que no comprendía qué tenía de especial.
—¿Qué miras? ¿Están dando problemas? Él es Smith, ¿no?
Vaya, jamás me imaginé que él recurriera a esos servicios. A
ella no la conozco.
—Quizá sea una relación real.
En cuanto las palabras salieron de sus labios, Elliot se dio
cuenta de cómo sonaban y asumió que merecía las carcajadas
de su hermana.
—Vamos, Elliot. Sabemos captar a las personas con solo
un vistazo. Es una de las ventajas de habernos criado aquí.
Él arrugó los labios y asintió. Su hermana llevaba razón. Y,
por mucho que prefiriera creer que Maggie era una mujer
normal que, simplemente, se había enamorado de un hombre
mayor, su instinto le gritaba que no se trataba de eso, sino de
algo más turbio y oscuro que jamás habría relacionado con
ella.
No obstante, debía aceptar de una vez por todas que no la
conocía de nada. Acostarse con alguien una noche no lo
convierte en un conocido.
—¿Por qué estás tan tenso? ¿Acaso tú sí la conoces?
Elliot suspiró y después se pasó las manos por el rostro.
Ursula abrió los ojos como platos; no era habitual ver a su
hermano tan preocupado, mucho menos por una mujer.
Normalmente, entraba y salía de relaciones sin importancia en
las que ellas acababan mandándolo a paseo precisamente por
eso: porque para él nada importaba más allá de pasarlo bien en
la cama. Elliot era despreocupado, vivía al día, no se comía la
cabeza por nadie y su único objetivo en la vida era pasárselo
bien; todo lo contrario a cómo era ella.
—¿Te acuerdas de la chica de la que te hablé? Hace unos
meses.
—¿La desconocida del motel Flamingo?
—La misma.
Señaló la pantalla y esperó la reacción de Ursula.
—¿Es ella? ¿La que te tiró el chocolate?
En ese momento, Maggie echó la cabeza hacia atrás a la
vez que rompía a reír por algo que Terry le había dicho y él le
dejaba otro roce con los labios en la base del cuello.
—Sí. Y ríete si quieres, pero no digas nada.
Cuando Ursula paró de reírse, acarició a su hermano por la
nuca y frunció los labios. La situación le hacía gracia, pero el
estado de él no. No habían hablado mucho del tema, pero
Ursula lo conocía y sabía que aquella chica lo había marcado.
Ella no creía en los flechazos, aunque por primera vez en la
vida su hermano le había hablado de una chica con un brillo
especial en los ojos y, solo por eso, había creído que, quizá,
estos sí existían.
—De todas formas, Elliot, las cosas no siempre son lo que
parecen.
Él se rio. Esa frase en boca de su hermana sonaba más
falsa que un billete de trescientos.
—Ambos sabemos que sí lo son, Ursula, ese es el
problema.
Antes de que ella pudiera replicarle, ambos observaron que
Maggie se levantaba y desaparecía por uno de los pasillos que
llevaban a los servicios. Elliot dio un salto y también lo hizo
de la cúpula, dejando a su hermana sola. Ursula no se lo pensó,
buscó por las pantallas la imagen de la misteriosa chica según
avanzaba a la vez que seguía la de su hermano en otra.
Sonrió cuando supo que en cinco segundos iban a chocar
uno contra el otro antes de que ella pudiera alcanzar la entrada
de los baños.

Maggie necesitaba salir un rato de allí. Se estaba asfixiando.


Pese a que le gustaría estar en cualquier otro lugar, a ratos
admitía que había tenido suerte y que Terry no era una
compañía desagradable. Pese a ello, no podía dejar de sentir
otros ojos pegados a su espalda. Notaba que la observaban,
aunque no había rastro de Elliot por ningún sitio.
Cogió una gran bocanada de aire cuando se vio sola en los
lujosos pasillos que llevaban a unos de los lavabos. Todo era
de una majestuosidad a la que no se acostumbraba, pese a que
Terry la había llevado a sitios muy parecidos. Recordaba su
hogar con Casey y parecían dos mundos opuestos. De hecho,
aún a ratos le costaba creerse que estuviera allí, con ese
vestido que se le subía por los muslos a cada paso, unos
tacones de vértigo y bebiendo un champán que sabía que la
botella costaba más que su compra de comida semanal.
Fue a girar la última esquina antes de llegar cuando se dio
de bruces con un cuerpo y contuvo el aliento. La cogió casi en
volandas y acabó encerrada en un cuarto oscuro con alguien
que, pese a que aún no le había visto el rostro, sabía
perfectamente de quién se trataba. El golpe había sido tan
familiar que, sin poder evitarlo, le había traído los recuerdos
de aquella noche en la que se cruzaron de un modo muy
parecido antes de perderse el uno en el otro.
Maggie percibió el aroma de él y se estremeció. Su
respiración estaba agitada y se mezclaba con la de Elliot, tan
cerca aún que apenas les separaba un palmo los rostros.
Ella se apartó, incómoda, y se pegó a la pared.
—Pero ¿qué…?
—Tranquila. Estamos solos.
Elliot encendió la luz y la joven vio que estaban en una
pequeña sala que no tenía nada en especial, solo un sofá y un
mueble bar. Maggie observó cada rincón con asombro, porque
era obvio que se trataba de una habitación privada a la que
muy pocos tendrían acceso. Se imaginó al mismo Elliot
encerrándose allí con las chicas despampanantes que se
movían por el casino y apretó los dientes. Al fin y al cabo,
había descubierto que era el dueño de todo ese imperio. El día
que se habían conocido ella había intuido que era un hombre
de recursos, pero nunca se habría imaginado que tanto. A su
lado, se sentía una plebeya frente al rey de un castillo, y la
sensación no le gustaba en absoluto.
Se cruzó de brazos, sin apartar la mirada de él.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
Elliot sonrió, porque, en el fondo, no tenía ni idea. Había
salido de la cúpula sin pensar, solo con la intención de
aprovechar ese momento en el que Maggie estaba sola para
abordarla, pero ¿y luego qué? No tenía respuesta a eso, así que
se escudó en esa sensación de engaño que lo acompañaba
desde que había descubierto que la chica no era quien él creía.
—Hola, Maggie. ¿O ese tampoco es tu nombre?
Ella resopló. La sorpresa y su inseguridad estaban
convirtiéndose en cabreo. Pero ¿quién se había creído él que
era? Así que lo miró con altivez y movió el picaporte de la
puerta para marcharse, pero estaba cerrada.
—No debería importarle, señor Black.
—Puedes llamarme Elliot.
«Elliot».
Maggie no pudo refrenar el pensamiento de que le habría
encantado susurrar ese nombre entre sábanas aquella noche,
aunque se odió por ello.
—¿Hoy sí que tienes nombre? Porque te recuerdo que
fuiste tú el que pidió que siguiéramos como dos desconocidos.
—No parecía que te molestara. Creo que los dos
pretendíamos esconder algo.
Compartieron una mirada llena de tensión que en algún
momento se disipó para recordarles aquella complicidad que
habían experimentado meses atrás. Elliot dio un paso hacia
ella y Maggie contuvo el aliento. Sabía que debía salir de allí,
pero una parte de ella tenía los pies clavados en el suelo.
Aquel hombre tenía algo de lo más magnético para ella.
Cuando la miraba, Maggie sentía que todo desaparecía,
incluso sus problemas. Por eso, quiso quedarse en ese instante
un poco más.
Elliot no podía apartar sus ojos de los de la chica. Eran tan
expresivos que sentía que gritaba cosas a través de ellos. Su
boca le gustaba más sin ese carmín intenso, pero, aun así,
todavía recordaba a la perfección el tacto de sus labios sobre
los suyos, la suavidad de su lengua, la humedad de su saliva
recorriéndole la piel…
Tragó saliva y movió la mano hasta rozar la cintura
femenina. Ese leve gesto tensó a Maggie, que recordó al
segundo todo lo que la esperaba fuera, sus compromisos y sus
responsabilidades. Ella no era como el hijo de Black,
seguramente un vividor sin preocupaciones, como había oído
durante los meses que llevaba en Las Vegas. Ella no podía
permitirse bajar la guardia por un flirteo que no la llevaba a
ningún lado.
«Solo fue sexo», se dijo a sí misma antes de alejarse del
hombre todo lo posible y darle la espalda.
—¿Qué quieres? Tengo que volver. Terry me espera.
Al escuchar esas palabras, Elliot percibió la rabia de nuevo
bullendo en su interior. Entre ellos había algo, no había
necesitado más que tenerla a solas para sentirlo flotar entre
ambos. Era innegable y Maggie también lo había notado, por
ese motivo estaba tan nerviosa y deseaba huir a toda costa. Y
por esa razón él no pudo evitar ser un poco dañino.
—¿Es tu… novio? ¿Amante? ¿Amigo de la familia, quizá?
—preguntó con evidente retintín.
Las palabras le dolieron a Maggie en lo más profundo: en
su dignidad. Elliot no era tonto, de hecho, los rumores decían
todo lo contrario, por eso ella supo que aquellas preguntas solo
eran un ataque. Pretendía que confesara que no era más que la
acompañante de pago de Terry, por no explicarlo de un modo
más vulgar.
Maggie se giró con brusquedad y, por primera vez, lo miró
de un modo distinto. Ya no era la chica dulce, sino una dura
que intentaba proteger lo poco que quedaba de sí misma.
—Sabes perfectamente la respuesta a esa pregunta. Y que
la sepas y, aun así, me lo preguntes, dice más de ti que de mí.
Abre la jodida puerta. Por favor.
Le tembló la voz con la última súplica y Elliot se sintió
fatal. Cerró los ojos y se acercó a ella en dos zancadas. Maggie
le daba de nuevo la espalda, se había cruzado de brazos y
esperaba con nerviosismo a que él aceptara y abriera. Sin
embargo, Elliot no podía apartar los ojos de la piel desnuda, de
su nuca, sus omoplatos, y el modo en el que el pelo le caía
como una cascada dorada.
—Eh, espera, Maggie. Lo siento. Tienes razón. Ha sido un
golpe bajo por mi parte.
Ella suspiró y se giró. Cuando se encontró con la mirada de
Elliot supo que estaba siendo sincero. Tal vez por eso lanzó
una pregunta que no dejaba de darle vueltas en la cabeza desde
que se había acercado a saludarla, poniendo su vida de nuevo
patas arriba.
—¿Cómo supiste lo de Dalilah Wolf?
Él sonrió y se mordió el labio, un poco avergonzado.
—Volví al motel. Muy original tu elección, por cierto.
Maggie se rio entre dientes. Luego lo miró de nuevo, con
los ojos brillantes y el corazón un poco acelerado por las
posibilidades de esa confesión.
—¿Por qué?
—Quería verte.
Elliot dio un paso y le rozó la mejilla. Ella cerró los ojos.
Se había imaginado muchas veces ese momento. Otro
encuentro con él y una historia muy diferente que poder vivir
en Las Vegas. Sin embargo, solo eran fantasías con las que
llenar su tiempo libre y con las que volar lejos. Al menos, lo
habían sido hasta ese momento, porque lo que estaba sintiendo
según los dedos de Elliot se deslizaban hasta atrapar su labio
inferior era muy real.
—Te fuiste sin decir adiós —le reprochó Maggie abriendo
los ojos.
—¿Habría servido de algo?
—Nunca lo sabremos.
Él asintió y asumió su culpa. Se había arrepentido muchas
veces de no haberlo hecho.
—¿Te habría gustado que me despidiera?
—Sí.
Maggie fue tan sincera que él no pudo más que admirarla.
Después la chica se humedeció los labios con la lengua y
Elliot se perdió por un momento en ese gesto.
—Vale, yo… Lo siento.
Maggie tragó saliva. Si Elliot daba un paso más, sabía que
acabarían besándose. No se podía creer que hubieran llegado a
esa situación, pero flotaba algo en el ambiente que era
imposible de ignorar. Además, no quería. Llevaba meses
sintiéndose fatal, decepcionada consigo misma, odiándose por
haber acabado en ese mundillo y por ser incapaz de conseguir
ayudar a Casey de otro modo más digno. No obstante, en aquel
momento, solo era una chica obnubilada por un hombre
apuesto.
Se recreó unos segundos más en el tacto de los dedos de
Elliot en su mentón y después suspiró y se apartó.
—Acepto tus disculpas, pero ahora tengo que irme.
Él asintió y sacó la tarjeta que abría la sala secreta que
Ursula y él usaban cuando querían esconderse. Aunque antes
de abrirla del todo y dejarle paso, no pudo refrenar la pregunta
que se le escapó.
—¿Te trata bien?
—Claro.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti? Ya sabes. No sé para
quién trabajas, pero soy un hombre influyente, quizá podría…
La risa de Maggie fue más ronca que nunca y Elliot supo
que se había equivocado.
—¿Así que se trata de eso? ¿De salvar a la chica? —Ella
negó con la cabeza, decepcionada por esa actitud, que le
recordaba demasiado a la prepotencia de los hombres como
Hunt—. No necesito que nadie me salve.
—Maggie, yo no pretendía…
Pero ella ya no era la chica que había regresado dentro de
esa sala, sino la del diminuto vestido rojo y andares felinos.
—Adiós, Elliot.
11

La vida de Maggie continuó durante un tiempo en una rutina


que, aunque en el fondo odiaba por lo que suponía, llegó a ser
apacible. Bailaba en el club por las tardes y noches, excepto un
par de veces por semana, en las que Terry la citaba, siempre a
través de Hunt, y salían. Él seguía siendo un hombre
respetuoso y con paciencia, que valoraba la compañía de una
Maggie que sabía escuchar, era divertida y tenía una
conversación inteligente. Sin embargo, seguía siendo un
hombre con instintos y unos objetivos, y comenzaba a
cansarse de ese cortejo eterno que bien sabía él que no era lo
habitual cuando se trataba de pagar por un servicio.
Terry tenía deseos, cada vez más intensos, y estaba harto
de esperar.
Maggie lo sabía. Y también sabía que había sido
afortunada de haber caído con el señor Smith; otro cualquiera
la habría abierto de piernas a los diez minutos y a ella no le
habría quedado otra que aceptar, si no quería meterse en
problemas con Hunt y lo que era aún peor, no llevarse el
dinero. Casey había comenzado otro ciclo de radioterapia y
necesitaba poder pagarlo. Pese a que cada vez se sentía más
dentro de una trampa, su hermana era lo único que le
importaba y su razón para levantarse por las mañanas.
Por eso, aquella noche, estaba nerviosa. Terry la había
invitado a cenar a su casa, con lo que eso conllevaba. Hunt la
había citado antes del encuentro para preguntarle si tenía algún
problema con Smith, ya que él parecía un poco desconfiado
por sus actitudes, y Maggie había tenido que fingir que estaba
igual de sorprendida que él.
—Es un hombre tímido, Hunt. Solo he respetado sus
tiempos.
Eso le había dicho Maggie y había servido, pero intuía que
no lo haría por mucho tiempo.
Su cuenta atrás había comenzado.

—Evan, ¿podemos hablar en privado?


El hombre obedeció y ambos salieron a la terraza del hotel.
Evan Foster era la mano derecha de Elliot. Su padre lo había
contratado una década atrás como parte del equipo de
seguridad del Black Diamond y enseguida había conectado
con Elliot. Evan había pasado de mantener a salvo al hijo de
John cuando aún era un crío a convertirse en algo así como su
mano para todo lo que necesitara y, lo que era mejor, en un
amigo. Después de en su hermana Ursula era la persona en la
que Elliot más confiaba.
—¿Qué pasa, Elliot?
Se alejaron de miradas curiosas y él no tardó en soltarle lo
que sabía y que no le dejaba dormir desde que el día anterior le
había llegado un correo electrónico con información
confidencial.
—La he encontrado. Contraté al equipo de Foster.
Evan suspiró y se apoyó en la barandilla. Desde esa
posición tenían una vista privilegiada de las inmensas piscinas
del hotel. El hombre se pasó una mano por la calva, gesto que
hacía siempre que algo lo inquietaba.
—Sabía que no ibas a dejarlo. Nunca aceptas mis consejos.
Elliot sacudió la cabeza y sonrió. Le había contado a Evan
todo lo sucedido con Maggie y él le había pedido que lo dejara
estar. El hombre sabía, con conocimiento de causa, que esa
clase de mujeres solo traían problemas. Había vivido en sus
propias carnes alguna decepción en el pasado que había
acabado abriendo heridas en su corazón. Y apreciaba
demasiado al joven Elliot como para desear que no
experimentara lo mismo.
—Siento decepcionarte, Evan, pero… estoy preocupado
por ella. Eso es todo.
—No la conoces.
—Eso es lo de menos.
El otro se rio.
—Seguro.
Elliot suspiró y se sinceró del todo, porque con Evan podía
hacerlo sin sentir pudor.
—Esa chica me importa. No me preguntes por qué. Pero
tiene algo… No me la saco de la cabeza.
—¿Elliot Black se ha enamorado?
—No digas bobadas. Es imposible. Tú mismo lo has dicho,
no la conozco.
—Eso es lo de menos —dijo Evan, repitiendo las palabras
que el mismo Elliot había dicho segundos antes.
Ambos sonrieron con complicidad.
—He averiguado que trabaja en el club Purple, uno de esos
antros que alguien debería cerrar. Hacen que la mala fama de
Las Vegas tenga sentido.
Evan torció el gesto en una mueca que a Elliot le dijo
demasiado y se tensó aún más.
—Lo conozco. Su dueño es una rata.
—Un tal George Hunt. Estuvo metido en líos de drogas y
prostitución hace unos años, pero ahora parece que está
limpio.
Evan negó con la cabeza.
—No lo creo. La gente de su clase nunca lo está. Solo
aprende a esconder los trapos sucios.
Ambos suspiraron y entonces Elliot se dio cuenta de que
no había otro modo de hacer las cosas, por mucho que le
doliera meter a Evan en aquel lío. Él no podía hacerlo, su
imagen daría demasiado que hablar en cuanto entrara en ese
club en busca de Hunt, pero Evan sí podía hacerlo por él.
Lo miró con determinación y se dijo que era lo correcto.
—Por eso necesito hacer algo, Evan. No tendré la
conciencia tranquila si me quedo de brazos cruzados. La chica
que conocí aquella noche tenía esperanza en la mirada.
Acababa de llegar a Las Vegas y parecía dispuesta a lograr sus
objetivos, fueran cuales fueran, pero la que vi hace unas
semanas…
Evan apretó la mandíbula. Sabía bien a lo que se refería
Elliot. Lo veían cada día en esas calles.
—Ojalá pudiera decirte lo contrario, pero es algo
demasiado habitual. Las engañan con suculentas ofertas y
antes de darse cuenta están de mierda hasta el cuello. Salir
es… complicado.
Elliot asintió. Recordaba que Maggie le había dicho que
era bailarina, por ese motivo también había recorrido los
principales clubes que conocía, deseando encontrársela en
algún escenario, pero ya sabía por qué sus intentos habían sido
en vano. Había lugares que él no frecuentaba, entre ellos, la
clase de local que era el Purple.
—Por eso necesito que tú vayas a ver a ese Hunt.
—¿Cómo dices? —preguntó Evan alzando las cejas.
—Quiero que vayas y que contrates los servicios de
Maggie. Me da igual el precio a pagar.
—Elliot…
Pero él ya estaba decidido y, cuando algo se le metía en la
cabeza a Elliot Black, ya no había mucho que hacer al
respecto. De hecho, Evan pensaba que era algo genético,
porque tanto su padre como Ursula funcionaban igual. Tal vez,
esa era una de las principales razones de su éxito.
—Y exijo exclusividad. No quiero que vea a nadie más que
a su nuevo cliente.
Evan asintió. Entendía por dónde iban sus intenciones y lo
respetaba y quería aún más por ello. Sin embargo, habría
consecuencias y su deber era dejárselo claro antes de dar un
paso en una dirección de la que se pudiera arrepentir.
—Si la gente se entera, tu reputación estará en juego, y la
de tu familia. Piénsalo bien, Elliot.
—Me importa una mierda lo que piense la gente. Hay
cosas que están por encima de eso, Evan.
—¿Y tu padre? ¿Qué le dirás si llega a sus oídos?
Elliot sonrió y a Evan le recordó demasiado al niño que
solía escaparse a hurtadillas de noche y que ya no era.
—Pues la verdad. Y si no la entiende, es que no es el padre
perfecto que creía.

Maggie solo había visto casas como la de Terry Smith en las


revistas. Mirase donde mirase, le daba miedo rozar algo, que
se rompiera y que le dijera que costaba miles de dólares. Lo
único que le faltaba era colgarse otra deuda. Pese a ello,
aquella mansión sí parecía un hogar. Todo estaba decorado con
gusto y había un ambiente familiar que a Maggie le agradaba.
Sabía que Terry no había tenido hijos, pero ella pensó que
aquel habría sido un lugar perfecto para criar a un par de ellos
y con los años llenarlo de nietos.
—La decoró mi mujer. Le gustaban estas cosas.
—¿La echas mucho de menos?
—Cada día, pero también de un modo diferente. Ahora hay
una mujer que no me deja pensar demasiado en otra cosa que
no sea ella.
Maggie sonrió y se acercó a la gran cristalera que daba al
jardín para no tener que mirarlo a la cara. Le daba la sensación
de que, aunque había descubierto que podía ser una gran
actriz, cada vez le resultaba más difícil fingir que ella le
correspondía de la misma manera.
Algo había cambiado en Terry en sus últimos encuentros, y
lo que Maggie pensaba que solo era atracción y cierta
necesidad de compañía ahora parecía que también iba
acompañado de ciertos sentimientos que podían complicarlo
todo. Y una cosa era simular que ella también lo deseaba y
otra muy distinta que podía quererlo.
—Hoy es una gran noche para mí, Maggie. Es la primera
vez que traigo a una mujer aquí. Quiero que sepas lo
importante que es eso.
Ella tragó saliva y asintió.
—Me siento halagada.
En realidad, lo que quería decir era que se sentía
profundamente triste, porque aquella situación lo era. Nada de
lo que compartían era real, pero parecía que Terry, en algún
momento, había llegado a pensar que lo suyo era una relación
con posibilidad de futuro y con un fondo más sentimental que
un simple contrato con un cheque en la mano.
—No es para menos. Espero que también sea una noche
especial para ti.
Se giró y mintió peor de lo que debía, pero no podía
evitarlo. Se había confiado, creyendo que controlar la
situación era sencillo y que podía adaptarla a sus intereses, y
de pronto se daba cuenta de que no era así. Terry seguía siendo
un hombre con deseos y objetivos, y había pagado por ellos.
—Lo es. Terry, gracias.
Le dejó un beso dulce en la mejilla y se dirigió a la mesa
de comedor con la intención de poner distancia entre ambos,
aunque esta solo fuera pasajera.
Una hora más tarde, y después de una deliciosa cena,
sonaba de fondo una canción lenta y compartían una botella de
vino en el sofá. Maggie se acariciaba el empeine con firmeza,
porque esos zapatos eran una tortura.
—Ven, déjame.
Terry le agarró el tobillo y colocó el pie de Maggie sobre
su muslo. Entonces le quitó el zapato de tacón y comenzó a
masajearla. Ella se tensó. El hombre lo hacía con destreza,
pero el momento estaba cargado de una intimidad que la
aterraba. Maggie intuía que había llegado el día de dar un paso
más, pero no quería. No podía. ¿Sería capaz? Se había dicho
cientos de veces en soledad que sí, que por Casey sería capaz
de todo, pero, con las manos de Terry deslizándose de su pie a
sus pantorrillas para luego seguir hacia arriba, fue consciente
de que le faltaba el aire.
—Me haces cosquillas —le dijo, intentando zafarse de sus
caricias.
Sin embargo, el hombre no parecía dispuesto y se
incorporó para acercarse a ella.
De repente, Maggie tenía los dedos masculinos muy cerca
del borde de la falda. Él comenzó a juguetear con la tela e
internó la mano entre sus piernas. Su erección se marcó con
rapidez en los pantalones y Maggie sintió que se bloqueaba.
—Maggie, tenía tantas ganas de que llegara esta noche…
La joven tragó saliva y cerró los ojos cuando él rozó el
encaje de su ropa interior. Se dijo que, tal vez, podría pensar
en otra cosa mientras él disfrutaba de sus encantos. Tenía el
presentimiento de que Terry acabaría rápido; llevaba años sin
estar con una mujer y no parecía muy diestro en las artes
amatorias.
No obstante, cuando notó sus labios besándole el cuello y
bajando hacia su escote, a la vez que sus dedos intentaban
colarse por el borde de sus bragas, Maggie dio un salto y se
apartó con brusquedad.
—¿Qué pasa? —exclamó él, descolocado por esa reacción.
Se giró, con las manos en la cabeza, y vio a Terry con una
expresión de extrañeza y decepción que provocó que su ataque
de ansiedad aumentara.
—Terry, yo…
El hombre se llevó la mano a la bragueta para recolocarse
la excitación y entonces Maggie vio que su mirada se
ensombrecía por primera vez.
—No soy imbécil, Maggie. Sé que, sin dinero de por
medio, no estarías conmigo.
Su tono de voz fue tan duro que ella se alarmó. Al instante
pensó en Hunt y negó efusivamente con la cabeza. Lo estaba
estropeando y sabía que aquello le traería consecuencias, pero
¡no sabía qué hacer! Sentía el cuerpo bloqueado y creía que, si
él la tocaba, se rompería en pedazos.
—¡No! No pienses que es culpa tuya. Soy yo que… no
estoy pasando por un buen momento, eso es todo.
Se acercó y se dejó caer a su lado. Y, al darse cuenta de lo
que podía acarrear su comportamiento, se esforzó por arreglar
las cosas. Cogió la mano de Terry y se la llevó al corazón.
Luego juntó su rostro con el suyo y lo besó. Maggie se esforzó
por demostrarle que lo deseaba, aunque fuera mentira.
Entreabrió los labios y buscó su lengua con premura. El
hombre no tardó en reaccionar y en responderle con ganas.
Sabía al vino que habían bebido y besaba de un modo lento
que no resultaba para nada violento, pero Maggie comenzó a
sentir que el estómago le daba vueltas.
¿Qué estaba haciendo? ¿En qué momento las cosas se
habían torcido tanto como para estar besando a un hombre que
no deseaba a cambio de dinero? ¿Por qué su vida había
acabado siendo un laberinto sin salida?
Su respiración se agitó cuando Terry le acarició un pecho
por encima de la ropa y le mordió levemente los labios para
evitar gritar. Él sintió ese gesto como una invitación para
continuar y metió la mano por su escote para palpar a su
antojo.
Pese a ello, sus caricias no llegaron muy lejos, porque, de
pronto, el hombre se apartó y Maggie lo observó confundida
por su respuesta.
—¿Qué ocurre? ¿No te gusta? Puedo hacerlo mejor.
Intentó atrapar su boca de nuevo, pero él la agarró por la
muñeca y se negó.
—Estás llorando.
Maggie se llevó las manos a la cara y se dio cuenta de que
tenía las mejillas húmedas. No sabía cuándo había sucedido,
pero estaba llorando sin control y ni siquiera había sido
consciente.
Terry se levantó, más furioso por momentos, y se alejó de
ella. Abrió una alacena y sacó una botella de whisky para
llenarse una copa.
—Lo siento —se disculpó ella, sin poder parar de sollozar.
—Márchate.
—Terry, yo…
—¡¡¡He dicho que te marches!!!
Maggie se sorbió la nariz y, simplemente, obedeció.
12

Elliot estaba nervioso. No dejaba de dar toquecitos con los


dedos al cristal tintado de la parte de atrás del coche. Estaba
aparcado en la acera de enfrente al Purple y esperaba a Evan.
Este había entrado en el local hacía una hora y aún no sabía
nada de él. A ratos las ganas de bajar y entrar en su busca eran
intensas, pero acababa controlándose para no estropear las
cosas antes de tiempo.
Aún no se creía del todo que estuvieran allí a punto de
hacer lo único que a Elliot se le había ocurrido para ayudar a
Maggie. Tampoco que se estuviera esforzando tanto por una
chica que no conocía.
Sin embargo, había algo dentro de él que le decía que tenía
que ser así y que, de no hacerlo, se arrepentiría toda la vida. Ni
siquiera se planteaba conseguir una oportunidad con ella a
cambio, no se trataba de eso. Solo quería ayudarla, sentía una
necesidad irrefrenable de hacerlo.
Cuando Evan salió, se metió en el coche y lo arrancó sin
decir palabra, Elliot estuvo a punto de pegarle un puñetazo. Se
asomó entre los dos asientos, ya no le importaba si lo veía
alguien por esa zona, y fue directo.
—¿Vas a hablar de una jodida vez?
Evan sonrió y se perdió entre las calles.
—Ese Hunt es un hueso duro de roer.
—¿Cuánto de duro?
—Cuatro ceros.
Elliot resopló, aunque el dinero le importaba poco. Tenía lo
bastante para llegar a los setenta sin preocupaciones. Aun así,
cuanto más alta fuera la cifra mayor era el lío en el que se
estaba metiendo. Y ya no porque aquello fuera ilegal, sino
porque a ratos se preguntaba qué le iba a decir a Maggie
cuando se enterase.
Existía la posibilidad de que ella se lo agradeciera, lo
abrazara y todos tuvieran el final feliz que sonaba tan bien en
su cabeza. Pese a ello, Elliot intuía, sobre todo después de su
última conversación, que las cosas sucederían de otra manera.
Fuera como fuera, ya estaba hecho.
—Cuéntamelo todo.
—El veinte por ciento es para ella.
—Será cabrón…
Evan asintió.
—Es un adelanto para garantizar tus condiciones. Serás su
único cliente durante tres meses, con pagos por cada encuentro
que entregarás por mensajero en el club veinticuatro horas
antes.
—¿Cuánto?
—Cinco mil por cita. Sexo incluido.
Elliot tragó saliva y se mordió el puño. La simple idea de
imaginarse a Maggie metida en aquel negocio lo asqueaba
sobremanera. Recordaba a la chica preciosa y dulce con la que
había retozado entre sábanas y le dolía que alguien más
pudiera disfrutar de su entrega, esa que parecía tan real, y que
dudaba que lo fuera en manos de desconocidos que pagaban
por sus servicios.
—Si quisieras algún servicio extra, tendrías que negociarlo
—añadió Evan, mirándolo de reojo para medir su reacción.
—¿Qué clase de servicio?
—Violencia, sexo grupal, fetiches que salgan de lo
habitual…, no me obligues a seguir —le suplicó Evan con un
vistazo rápido.
Elliot negó con la cabeza; no tenía ninguna necesidad de
escuchar más si no quería que su salud mental se resintiera.
Las ganas de volver al pub y darle una paliza a Hunt eran tan
grandes que se alegraba de tener a Evan a su lado para que
pudiera controlarlo en caso de no poder refrenar sus impulsos.
—¿Sabe quién soy?
—Sí, le he exigido confidencialidad de vuelta; le he dicho
que puede que te pasees con ella en público, pero que no
quieres que se sepa a qué se dedica Maggie. Eso le ha gustado.
Supongo que le hace creer que tiene el control.
Elliot asintió.
—¿Cuándo podré verla?
—El sábado. La recogerá un coche a la salida del club.
Luego… tú decides, Elliot. —El silencio los rodeó, solo hasta
que Evan lo rompió con una pregunta para la que ambos
sabían la respuesta—. ¿Sabes lo que estás haciendo?
Elliot sonrió y después negó. No tenía ni idea, solo sabía
una cosa: mientras para George Hunt Maggie fuera suya, no
tendría que venderse a nadie más.

Cuando Maggie entró en el club aquella tarde apenas podía dar


un paso sin temblar.
No había dormido y las ojeras se veían incluso bajo la
gruesa capa de maquillaje. Se había marchado de la mansión
de Terry hecha un mar de lágrimas y se había pasado la noche
en vela, sollozando y culpándose por lo sucedido. Sabía que al
día siguiente tendría que enfrentarse a Hunt y eso le daba
miedo, pero no tanto como la posibilidad de quedarse también
sin el trabajo de bailarina y no poder mandarle más dinero a
Casey.
Por eso, cuando llamó con los nudillos al despacho del
jefe, cogió una bocanada profunda de aire y se concentró en
mostrarse resuelta, aunque por dentro estuviera hecha de
gelatina.
—Maggie, al menos no te escondes —le dijo él como todo
recibimiento, lo que significaba que ya estaba enterado de lo
que había ocurrido con Terry—. Siéntate.
Lo hizo y no apartó la mirada de aquel hombre perverso
que en ese instante la miraba a su vez como si ella fuera una
montaña de basura y no él.
—No sé si servirá de algo, pero lo siento. Pensé que estaba
preparada y no fue así.
Hunt se rio de forma ladina y Maggie se estremeció.
—Acepto tus disculpas, pero estas no sirven de nada. Ni
limpian mi reputación, que tú has dañado, ni pagan la deuda
con Smith.
—¿Deuda?
Se tensó tanto que se irguió en la silla como si le hubieran
pegado un palo a la espalda. Aquello pintaba peor de lo que
había creído.
—¿Te creías que te ibas a salir de rositas si no cumplías?
Él pagó por un servicio que no recibió. Tiene derecho a que le
devuelva el dinero. Dinero que ahora me debes tú.
Maggie notó de nuevo su respiración acelerada. Le
sudaban las manos y notaba que el estómago comenzaba a
revolverse. Los ojos se le humedecieron y pensó en Casey. El
rostro dulce de su hermana se le apareció y tuvo que hacer
esfuerzos para no derrumbarse delante de aquel hombre que
parecía desear que lo hiciera. A fin de cuentas, cuanto más
desesperada estuviera más poder tendría él sobre ella.
—Pero yo no…
Hunt le hizo un gesto despectivo con el brazo.
—Sé que no lo tienes, pero sigues trabajando para mí.
Bailando es imposible que cubras tu deuda sin morirte de
hambre, aunque estoy dispuesto a darte otra oportunidad.
Todos merecemos una segunda oportunidad, ¿no crees?
—Claro.
Él se levantó y rodeó la mesa para sentarse en el borde
pegado a ella. Su pierna rozaba la rodilla de Maggie y, aunque
se moría de ganas de apartarla, no se movió para que no lo
sintiera como un rechazo en ese instante.
—Hay un cliente interesado en ti. Muy interesado.
Maggie pestañeó por la sorpresa. Aquel giro de los
acontecimientos sí que no se lo esperaba.
—¿Quién?
—Eso no te importa. Lo que ha pagado por ti exigiendo
exclusividad compensa tu estupidez con respecto a Terry
Smith. Con su adelanto tu deuda queda saldada, aunque no
esperes recibir nada hasta que no cumplas con tus
obligaciones.
Ella tragó saliva y su tensión se transformó en nerviosismo.
Sintió que en el laberinto se abría un agujero que podría llegar
a ser una salida, aunque Maggie desconociera adónde la
llevaría.
—Lo entiendo.
—¿Serás capaz o volverás a dejarme en ridículo? ¿O acaso
tengo que enseñarte modales antes de cederte a otros?
Hunt se agachó y apoyó la mano en el muslo femenino.
Maggie notó que la tenía húmeda y que se le pegaba a la piel.
Aquella insinuación, junto a la mirada de Hunt, le dio tanto
miedo que decidió en el acto que debía intentarlo. Porque no
solo se trataba de que Hunt la estuviera tocando, sino que de
pronto había olido el peligro real de dónde se había metido y
de quién había aceptado un trabajo que, sin duda, no era más
que una trampa.
—No será necesario. Te lo prometo.
—Buena chica. El sábado a las ocho te recogerá un coche
en la puerta. Ponte guapa y no me decepciones.
Hunt le dejó un beso en la comisura de los labios y Maggie
cerró los ojos con fuerza.
—No lo haré.
13

Quedaban cinco días para la cita con el cliente misterioso


cuando un mensajero llegó al club y preguntó por Maggie.
Llevaba un gran ramo de rosas y enseguida todas las
compañeras la rodearon para averiguar quién era su romántico
pretendiente.
—Vaya, vaya, ¿quién es el enamorado? —preguntó Lory,
fingiendo mostrarse ofendida por que Maggie no le hubiera
contado nada.
Esta apartó la mirada, un poco avergonzada por ser el
centro de tantas atenciones, y cogió el ramo antes de aspirar su
aroma con los ojos entrecerrados.
—No lo sé.
—¿Son de tu novio? ¿Algún cliente que te adora? —dijo
otra de las chicas, deseosas de un buen cotilleo.
Sin embargo, Maggie no tenía ni idea y no estaba
acostumbrada a esos detalles por parte de nadie. Su vida no
había sido fácil para dedicar el tiempo que ella consideraba
que merecía una relación estable, así que se había conformado
con citas esporádicas que acababan en cuanto la situación se
volvía un poco seria. Por ese motivo, entre tantos otros, nunca
le habían regalado flores.
Se sonrojó y se sentó en un rincón para abrir la tarjeta en la
intimidad. Las demás chicas respetaron su decisión y siguieron
a lo suyo, aunque le lanzaban miradas curiosas y cómplices de
vez en cuando.
Sacó la tarjeta del sobre que colgaba del lazo y leyó con el
corazón agitado.

Espero que te gusten las flores.


Nos vemos el sábado.
En cuanto comprendió de quién eran las flores, se sintió
una cría. No se trataba más que de un detalle de su nuevo
cliente para agasajarla. Por muy bonitas que fueran las rosas,
de repente su aroma le resultaba amargo.
Decidió centrarse en intentar averiguar algo más de aquel
hombre misterioso que se había fijado en ella y del que aún no
sabía nada. La nota no era muy elaborada, aunque su letra sí
era bonita, alargada y elegante. Pese a que no debía, Maggie
experimentó un sentimiento extraño en la boca del estómago al
pasar los dedos por encima de las palabras. Quisiera o no,
había algo en todo aquel misterio que la mantenía expectante.
Dos días más tarde, tenía una caja de bombones
esperándola en el camerino. Estaban envueltos en un papel
dorado y tenían una pinta exquisita. Pegada a la tapa había otra
nota. Al sacarla del sobre se encontró con la misma caligrafía.

El chocolate nunca falla.

Una frase simple, pero que le hizo pensar en otro chocolate


líquido manchando una camisa y regalándole una noche que
parecía que había sucedido hacía una eternidad. Evitaba
hacerlo, pero de vez en cuando Elliot aparecía en sus
pensamientos, más aún después de aquel encuentro fugaz en la
sala del casino en el que volvió a experimentar esa
complicidad con él.
Sin embargo, no dejaba de repetirse que no debía pensar en
él. No tenía sentido y, por mucha atracción que por fin había
aceptado que sentía por Elliot Black, la posibilidad de que
entre ellos volviera a surgir algo no existía.
¿Quién iba a querer conocer a una chica que se vendía a
otros?
Suspiró, abrió la caja y la dejó en el medio de la sala para
compartirla con sus compañeras. Los bombones eran tan
deliciosos que aquel día se ganó la simpatía de algunas de las
chicas que aún se mostraban distantes con ella.
Cuando el viernes apareció otro mensajero con una caja de
color rojo con un lazo, Maggie se sintió una estúpida por haber
notado un ramalazo de ilusión. ¿Podía ser más tonta? Solo
eran regalos de un hombre que pagaba para acostarse con ella.
No había más. Era un acto horrible y ella una idiota por
sentirse halagada. Tal vez, se dijo, su vida era tan deprimente
que debía de conformarse con esas atenciones para sentirse
momentáneamente feliz.
Abrió la caja sin el menor cuidado y suspiró. Dentro había
una pulsera preciosa de plata. Era sencilla, fina y de su talla,
pero Maggie vio en ella una cadena que atar a su muñeca, así
que cerró la caja y la dejó abandonada entre sus cosas. Aquella
vez no había nota.

El sábado Elliot estaba insoportable. Lo sabía Evan, su


hermana y todo aquel que se cruzaba en su camino, y solo
podía haber una razón.
—Es tarde, deberías marcharte —le dijo a un Evan que
comenzaba a perder la paciencia.
—¿Por qué no me dejas hacer mi trabajo y te callas?
Elliot bufó entre dientes, pero lo obedeció. Minutos
después, su fiel empleado salía de la última planta del Black
Diamond y cogía el coche para ir a buscar a una señorita que
no sabía qué la esperaba esa noche.
Antes de que regresaran, Ursula entró en las dependencias
de Elliot y sonrió con cierta malicia.
—Vaya, vaya, así que vas a traerla aquí.
Elliot puso los ojos en blanco y se desabrochó el primer
botón de la camisa.
—Ursula, deberías dejar de entrar sin llamar —le
recriminó nervioso; no era la primera vez que se arrepentía de
haberle dado autorización a su hermana para pasar sin
permiso.
—Tranquilo, esta noche no me acercaré. No quiero
encontrarme nada que pueda escandalizarme —dijo ella
alzando una ceja con picardía.
Pero Elliot ni siquiera se rio ante el recuerdo de las veces
en las que lo había encontrado en plena faena con alguna
chica. Para su desgracia, su hermana le había visto el trasero
más veces de las que soportaría cualquier dignidad.
—No es ese tipo de cita, lo sabes bien.
—Bueno, no estés tan seguro. Las chicas suelen
encandilarse con los salvadores —añadió Ursula en un intento
de tranquilizarlo.
Pese a todo, ella también intuía que la situación era muy
complicada como para que saliera bien. Ni siquiera conocían
los motivos de Maggie para hacer lo que hacía. Incluso,
aunque no solía ser lo habitual y ambos lo dudaban, cabía la
posibilidad de que ella estuviera satisfecha con esa vida.
—Ella no. Maggie no va a tomárselo bien, Ursula. Ya
intenté prestarle mi ayuda el último día que nos vimos y eso la
molestó sobremanera.
La joven torció los labios pintados de rojo en una mueca.
—Entonces, ¿qué pretendes?
—Que sepa que no tiene que hacer nada que no quiera. Y
que no está sola. Que, si necesita lo que sea, solo tiene que
pedírmelo.
Ursula sonrió con dulzura a su hermano, y con un orgullo
que no escondió. Era una gran persona y se alegraba
muchísimo de poder contar con él para lo que fuera. Después
lo abrazó irremediablemente y se despidió con la promesa de
que se lo contaría todo en cuanto la velada terminara.
Maggie vio el coche aparcado en cuanto salió por la puerta.
Era negro, lujoso y dentro solo podía ver a un hombre con una
calva tan brillante como sus gafas de diseño. Tragó saliva, se
abrazó a sí misma y cruzó la calle.
Él bajó del vehículo y le abrió la puerta de atrás. Maggie
asintió como agradecimiento y se coló en el interior. El tejido
de piel se le pegó a los muslos desnudos de inmediato.
Había elegido para la ocasión un vestido negro corto y
sencillo, aunque muy sexy. Llevaba botas de tacón y un abrigo
fino de paño en color burdeos. El pelo suelto y los labios
pintados de un rosa claro. Hunt le había dado el visto bueno
metiéndole un repaso que le había puesto las tripas del revés.
En cuanto se mezclaron con el tráfico la voz profunda del
chofer rompió el silencio y sus miradas se encontraron por el
espejo retrovisor.
—Señorita, soy Evan Head. Encantada de conocerla.
—Igualmente.
—Si necesita algo, no dude en decírmelo.
Maggie sonrió levemente y después clavó la vista en la
ventanilla tintada. Aquel hombre transmitía confianza, pero no
era tan tonta como para no saber que no se podía fiar de nadie.
No tardaron en parar frente a un garaje en el lateral de uno
de los casinos que abundaban en la ciudad. Maggie iba tan
ensimismada que no vio que se trataba del Black Diamond
hasta que estuvieron dentro. Evan había aparcado el coche en
una zona privada que ella dedujo que era exclusiva para los
clientes importantes, ya que allí apenas había media docena de
vehículos a cada cual más lujoso, y después la había guiado
por un ascensor al que se accedía con un código de seis dígitos
que introdujo en una pantalla.
Según ascendían los pisos, los nervios de Maggie iban
creciendo y asentándose en su estómago. Si la situación ya era
incómoda de por sí, sabiendo que estaba en los dominios de
Elliot resultaba desesperante.
«¿Cómo puedo tener tan mala suerte?», se preguntó.
Sin embargo, se dijo que quizá aquello no fuera
importante. Era posible que el cliente no quisiera salir de la
habitación, ya se encargaría ella de que así fuera, para que, de
esa manera, no tuviera ninguna posibilidad de cruzarse con
Elliot Black.
Cuando el ascensor se paró en la última planta y sus
puertas se abrieron, Maggie contuvo el aliento y Evan la
agarró del codo para que no se cayera, porque, de pronto, se
sentía más nerviosa que nunca y tenía un presentimiento que
no comprendía del todo.
—¿Se encuentra bien?
Asintió y caminó con toda la seguridad de la que fue capaz.
Lo último que necesitaba era volver a fallar con el nuevo
cliente. De suceder, a saber entonces qué deuda tendría con
Hunt. Cada vez era más consciente de que estaba metida en un
buen lío, por lo que no le quedaba otra que cumplir con su
cometido.
El descansillo, tan amplio como el piso en el que vivía, se
dividía en dos zonas. Ambas puertas eran de color negro con
detalles dorados, siguiendo la esencia del casino, pero tenían
una pantalla a su derecha. Cuando Evan se acercó, la puerta se
abrió de forma automática al reconocer su rostro.
El hombre se giró y sonrió a una Maggie que se sentía una
presa a punto de entrar en una cueva.
—Debe continuar usted sola.
Tragó saliva y anduvo la distancia que le quedaba hasta
estar dentro de la estancia. Las puertas se cerraron a su espalda
y Evan desapareció. En cuanto atisbó lo que tenía delante,
entreabrió los labios, asombrada. Se trataba de una sala
diáfana rodeada de cristaleras que dejaban ver una panorámica
increíble de la ciudad. Maggie pensó que así debían sentirse
los dioses observando a los simples mortales desde sus tronos
celestiales. Había dos sofás inmensos de color blanco, una
chimenea en el centro, una mesa lacada entre ambos y una
gran alfombra mullida de color crudo bajo sus pies. Al fondo,
una cocina tan moderna que daba la sensación de que solo eran
cubículos metálicos. Y al otro lado se abría un muro tras el que
atisbaba un dormitorio de colores claros. Se acercó a los
ventanales y se asomó. La altura daba vértigo, pero a Maggie
siempre le había gustado ese cosquilleo.
Estaba tan ensimismada observando a las personas que
desde esa distancia parecían hormigas que no se dio cuenta de
que había alguien más en la habitación. Oyó un carraspeo y
alzó la mirada. Solo con ver el reflejo en el ventanal su
corazón dio un salto mortal.
—Hola, Maggie.
14

Estaba preciosa. Eso fue lo primero que Elliot pensó cuando la


vio atravesar las puertas que Evan cerró a su espalda,
dejándolos a solas. Incluso con esa expresión de
estupefacción, a Elliot le seguía pareciendo la mujer más
bonita con la que había tenido el placer de cruzarse. Él estaba
sentado en el diván que había al fondo del salón, en el que,
maravillada por el lujo de aquel piso, no había reparado.
La observó caminar muy despacio, analizando todo con la
boca abierta, hasta que llegó a los ventanales. Elliot no pudo
evitar estudiarla al detalle, desde sus zapatos de tacón, pasando
por sus piernas perfectas y llegando a la curva de su trasero,
envuelto en un vestido negro que quitaba el aliento. Llevaba
por encima un abrigo, pero no lo suficientemente amplio para
esconder eso que él ya había conocido bien una vez y que lo
había vuelto loco. Tanto como para haber pagado una cantidad
nada desdeñable por tenerla esa noche allí.
Observaba el vacío en completo silencio y casi parecía
serena, aunque en cuanto Elliot se levantó y se acercó a ella su
tensión fue palpable.
—Hola, Maggie.
A través del leve reflejo del cristal sus miradas se cruzaron,
y la de la chica se transformó en una mezcla de estupefacción,
miedo y enfado que a Elliot le dolió.
—¿Se puede saber qué haces tú aquí?
Se giró, sin ocultar su estupor, y él pensó que se había
quedado corto con eso de que estaba preciosa, porque la
verdad era que Maggie era una mujer deslumbrante. Carraspeó
y se esforzó por mostrarse cordial, como si por hacerlo pudiera
restar importancia a la verdadera situación a la que debían
enfrentarse.
—Ya has conocido a Evan, espero que hayas estado
cómoda en su compañía.
—Pero ¿qué…?
Maggie arrugó el rostro y notó que le temblaban las manos.
De pronto, tenía frío. Y, dos segundos después, calor. Era la
rabia, y el desconcierto, y la sensación de que su vida se
complicaba cada vez más y la enredaba en un juego en el que,
aunque quisiera, ya no sabía salir.
¿Qué diablos estaba haciendo allí Elliot? Pese a que las
señales eran obvias, estaba tan descolocada que tardó en
asumir la peor verdad de todas. La más humillante. Él era su
nuevo cliente. Él, después de haber compartido una noche de
sexo con ella hacía meses, se había enterado al verla con Terry
de a qué se dedicaba y para quién trabajaba, y había decidido
soltar unos billetes a cambio de poder repetir.
Maggie sintió unas intensas ganas de vomitar.
—¿Te incomodaron los regalos? Cada vez que enviaba uno
me arrepentía, pero solo pretendía allanar un poco el camino.
Quizá que pudieras sentirte más segura viniendo hoy aquí,
aunque imagino que eso nunca sucede.
Elliot hablaba sin parar mientras ella lo miraba con una
mezcla de asco, vergüenza y decepción que le costaba ocultar.
Seguía teniendo la misma presencia de siempre, con su rostro
de facciones perfectas y esos increíbles ojos azules con los que
tantas veces había fantaseado; sin embargo, ahora su sonrisa le
parecía falsa, pérfida, la de un lobo con piel de cordero.
—Tú…
Pero las palabras no le salían. Se sentía bloqueada.
¿Tan mal se había portado en otra vida para que la suya
pareciera un agujero del que no dejaba de caer? El único buen
recuerdo que había formado desde su llegada a Las Vegas era
el de aquella noche con Elliot, y de repente se había ensuciado
tanto que ni eso le quedaba. Ni siquiera se había propuesto
volver a verlo, aunque fuera para olvidar por unas horas sus
desgracias, y el karma le pagaba con esa jugarreta que no sabía
ni cómo asimilar.
Se llevó una mano a la boca y suspiró con profundidad
antes de apartar la mirada de la del hombre y abrazarse a sí
misma. No obstante, él comenzaba a mostrar cierto
nerviosismo y no tardó en susurrarle unas palabras con una
voz suave que la desestabilizó por completo.
—Necesito que digas ya algo, Maggie…
La forma en la que pronunció su nombre le recordó a la
dulzura que le había dedicado entre las sábanas y tragó saliva
con fuerza hasta hacerse daño. Deseaba insultarlo, pegarle y
salir corriendo de allí, pero era incapaz de articular palabras
coherentes, mucho menos de moverse.
Pensó en todo lo que había sucedido desde el primer
minuto que había puesto un pie en esa ciudad que ya odiaba
más que ningún otro punto del planeta. En las decisiones, las
decepciones, los motivos de haber dado pasos en una dirección
que la había llevado hasta esa habitación. Pensó en Casey y en
que en la última llamada Harriet le había dicho que estaba
estable y mejor que en los últimos tres meses. Pensó en la
razón de estar allí, que no era otra que un hombre rico había
pagado por tenerla a ella. Y se dijo que ya había tocado fondo
y que lo único que le quedaba era la posibilidad de ganarse ese
dinero lo mejor que pudiera.
Se giró hacia Elliot, con una expresión muy distinta que él
no reconoció, y se le acercó con pasos decididos. La sonrisa
que le dedicó antes de desprenderse del abrigo fue fría y
sensual.
—Señor Black, me alegro de estar hoy aquí.
Él pareció haber recibido un golpe y negó con la cabeza.
—Vamos, Maggie. Conmigo no tienes que fingir.
Ella dio otro paso más hasta quedar apenas a un palmo del
hombre. Torció los labios y se apartó la melena hacia atrás con
coquetería. Elliot pensó que esa versión de Maggie era casi
opuesta a la que él había visto aquel día, pero que, sin duda,
resultaba igual de fascinante.
Podía oler el perfume de su piel y el escote del vestido le
dejaba una visión de sus pechos de lo más sugerente. Maggie
se dio cuenta de adónde se dirigían sus ojos y se pasó la lengua
por los labios. Seguía asqueada por la situación, aunque estaba
tan saturada que ya apenas sentía nada. Había llegado a un
punto en el que se dijo que, tal vez, incluso podría disfrutar de
pasar una velada con Elliot Black; se olvidaría de que él le
había puesto precio y, después de pasar un buen rato entre las
sábanas, se iría y le pediría al señor Hunt su parte del trato.
Acarició la camisa del hombre y él se tensó. No, ya no
estaba de acuerdo con lo que había pensado segundos antes;
esa versión de Maggie, por muy sexy que fuera, no le agradaba
del todo. Porque era oscura, turbia, nada que ver a la chica
dulce y divertida que había tenido el placer de conocer.
—No finjo, señor Black. Ha contratado un servicio y eso es
lo que va a obtener.
Se acercó un poco más y pasó la nariz por su cuello. Pese a
todo, Maggie se dijo que Elliot aún olía deliciosamente bien.
Él cerró los ojos un instante, abrumado por las sensaciones que
ella le despertaba, y decidió que, si eso era lo que quería,
ambos fingirían que solo eran un cliente y una chica de
compañía. Eso sí, lo harían a su manera, que para eso era
quien pagaba.
—De acuerdo. ¿Eso es lo que deseas?
Maggie dudó, pero se sentía tan humillada que asintió.
Elliot estaba tan concentrado en sus labios que por un segundo
ella creyó que iba a besarla, pero, en cambio, él suspiró y se
apartó para dirigirse a la cocina. Ella no supo distinguir si lo
que sintió fue alivio o decepción. A cada segundo estaba más
confundida.
—¿Vino?
Maggie cerró los ojos y dejó escapar el aire que no sabía
que había estado conteniendo.
—Por favor.
Minutos después, ambos sujetaban una copa de vino y se
miraban de reojo sin cesar en completo silencio. Parecía que
estuvieran midiéndose de alguna forma, como si esperasen que
el otro diera un paso hacia ese juego que habían comenzado en
el que los roles que aceptaban eran muy distintos a los de los
jóvenes que se habían conocido una noche tanto tiempo atrás;
hasta que Maggie se cansó de esa tensión y la rompió con una
pregunta de lo más típica en un primer encuentro, aunque, en
su caso, debía admitir que la curiosidad era real.
—¿Es su casa?
Elliot puso los ojos en blanco.
—Tutéame, por favor. —Ella torció los labios, pero,
finalmente, asintió—. Sí, lo es. La planta está dividida en dos
partes exactamente iguales. La otra la ocupa mi hermana
Ursula. Nos las regaló mi padre a los dieciocho años.
Maggie soltó una risita llena de sarcasmo y recordó sin
poder evitarlo la casa modesta en la que se había criado. La
vida podía llegar a dar tanto a unos y tan poco a otros…
—Ventajas de ser el hijo del jefe.
Elliot aceptó el ataque implícito y le siguió la corriente.
—Técnicamente, el jefe ahora soy yo.
Maggie se percató de que él no lo decía con orgullo, sino
con una especie de resignación que la sorprendió.
—¿Acaso convertirte en el rey del castillo es un castigo?
—No he dicho eso —respondió él levemente incómodo por
que ella hubiera captado sus sentimientos de ese modo.
Poca gente sabía de verdad cómo se sentía Elliot con
respecto a las responsabilidades y compromisos que había
tenido que aceptar desde niño, pese a que a cambio viviera con
tantos lujos y sin preocupaciones. Sin embargo, una vez más
aquello le demostraba que entre Maggie y él había algo,
complicidad, conexión…, lo que fuera, pero que se entendían
sin apenas conocerse.
—Pero lo ha parecido. —Cuando Maggie también fue
consciente de eso que flotaba entre los dos, sacudió la cabeza;
no era su problema y no tenía sentido preocuparse por él—.
Déjalo, lo siento, no es de mi incumbencia.
No obstante, Elliot pensó que quizá podía tomar ese
camino para acercar posturas. Tal vez, si él se sinceraba, ella
respondería del mismo modo y todo resultaría más cómodo.
—Supongo que, en parte, lo es. No es algo que yo haya
pedido, simplemente, me vino dado.
—¡Qué mala suerte! A mí me ha tocado este papel y a ti el
de príncipe de un imperio.
Maggie señaló su escueta ropa y lo miró con
condescendencia. Y él se dio cuenta de que quizá ese camino
tampoco funcionaría, porque ella estaba demasiado a la
defensiva, demasiado dolida.
—Oye, no pretendía…
—Ya lo sé.
Maggie suspiró, un poco arrepentida por su actitud,
porque, pese a todo, ella no era así y fingir todo el rato le
resultaba agotador. En ese instante se dio cuenta de lo cansada
que estaba en general; tenía la sensación de que, desde que
había llegado a Las Vegas, todo habían sido preocupaciones y
comenzaba a estar al límite de sus fuerzas. Así que tomó otra
decisión muy distinta, porque estaba harta de sentirse de ese
modo.
—Mira, Elliot, no sé de qué va todo esto ni cómo has
llegado a mí, pero no quiero saberlo. Solo quiero tomarme otra
copa de vino y olvidarme por unas horas de que me has puesto
precio y de que yo lo he aceptado. ¿De acuerdo?
—Pero yo no…
Maggie alzó las manos para que se callara. No quería
escuchar sus razones. Tampoco que se disculpara, porque, por
los motivos que fuera, la triste realidad era que lo que ella
había expuesto era la única verdad.
—Te he dicho que no quiero saberlo, solo quiero olvidarme
de todo por un rato. ¿Trato hecho?
Él la miró con detenimiento y, finalmente, aceptó. De
algún modo, asumía que era lo que la joven merecía. Así que
Elliot rellenó las copas, alzó la suya y le dedicó una mirada tan
intensa que Maggie se estremeció.
—Por esta noche, entonces.
El sonido de las copas chocando fue la firma que
necesitaban para cerrar el trato.
15

Elliot era un hombre interesante. Ya se lo había parecido


aquella primera noche, pero en apenas una conversación se lo
había vuelto a demostrar. Maggie no sabía qué pensar. Si era
honesta consigo misma, se sentía mal por pensar así después
de saber que era la clase de persona capaz de pagar por la
compañía de otra, pero no podía evitarlo.
Hablaron de muchas cosas, aunque Maggie se mantenía
distante y contaba muy poco sobre su vida. No obstante, Elliot
no, él parecía realmente dispuesto a darse a conocer, lo que la
sorprendía de verdad después de haberse mantenido tan
misterioso la primera noche que se conocieron.
—¿Siempre has vivido aquí?
Él asintió.
—Sí. Ursula y yo nacimos en Carson City, pero mi padre
ya andaba en negocios aquí y, finalmente, nos mudamos.
—Tiene que ser interesante criarse en la ciudad del pecado.
Ambos sonrieron. Maggie se había quitado los zapatos y
había subido los pies al sofá. Quizá no era apropiado, pero
había decidido que le importaba más bien poco lo que pudiera
pensar Elliot después de lo que él había hecho. Iba a relajarse
un poco y eso pasaba por ser más ella misma de lo que había
podido serlo en los últimos meses.
—En realidad, tuvimos una infancia relativamente normal.
Aquí hay buenas escuelas como en cualquier otro lugar, más
aún si tienes dinero. Y John Black es un hombre muy
protector. Supongo que solo uno que conoce bien los riesgos
que tiene esta ciudad para dos adolescentes lo es como debe.
Maggie asintió.
—Eso dice mucho de él.
Elliot sonrió con cariño. Era una obviedad que adoraba y
admiraba a su padre.
—Es posible que mi hermana y yo sepamos más del casino
que nadie, pero jamás hemos jugado.
—¡Venga ya! —exclamó Maggie con incredulidad.
—Te lo prometo. Mi padre nos lo enseñó todo. Me
conozco los entresijos de todos los juegos, las trampas de los
jugadores expertos, la felicidad de los que ganan, pero también
las consecuencias de las adicciones. —El rostro de Elliot se
ensombreció—. He visto a muchas personas dejarse todo en
las máquinas, Maggie, incluso a sí mismos. He visto a
hombres llorar por haber perdido a su familia por el juego y a
mujeres quedarse sin casa. Borrachos, drogadictos,
prostitución encubierta…
Ella apartó la mirada cuando sus ojos la escrutaron con
intensidad.
—Y ahora controlas todo eso.
Elliot tensó la mandíbula.
—Sí, pero mi padre también nos enseñó a no sentirnos
culpables por las decisiones de otros.
El ambiente se había enrarecido. Maggie comprendía lo
que le decía; al fin y al cabo, la familia Black no obligaba a
nadie a poner su dinero sobre la mesa, pero a ratos pensaba
que era como darle el arma a alguien y esperar que no la
disparase.
Dio un trago a su copa y notó que el vino comenzaba a
hacer su efecto.
—Me gustaría probarlo. —Elliot alzó las cejas con
confusión—. Me gustaría jugar a la ruleta o al blackjack.
—¿No lo hiciste con Smith? —le preguntó, sin ocultar lo
poco que le gustaba imaginársela con aquel hombre.
—No. Aunque no te lo creas, me negaba a divertirme con
él, así que solo miraba.
—¿Y conmigo? ¿Te gustaría divertirte conmigo esta noche,
Maggie?
La pregunta de Elliot no pretendía ser insinuante, pero le
provocó una sacudida de la cabeza a los pies. Sonaba tan
bien… Y Maggie de verdad necesitaba un respiro, qué mejor
manera de tenerlo que con un hombre atractivo e interesante
que, además, era el dueño del Black Diamond. Su dignidad
podía irse un ratito a paseo.
—Solo si tu primera vez con el juego es conmigo.

La noche dio un giro de lo más inesperado que los sorprendió


a los dos. A Maggie, porque en algún momento se desprendió
de todo y consiguió relajarse de verdad y disfrutar como si
solo fueran una pareja dejándose llevar en Las Vegas. A Elliot,
porque de repente se sentía al lado de la chica que había
atisbado meses atrás y que no había dejado de buscar.
Después de que Maggie aceptara su proposición, se
terminaron la botella de vino y bajaron en el ascensor hasta
aparecer en una zona privada del casino.
—Es como en las películas. Tocas un muro de la mansión y
aparece una habitación al otro lado —dijo Maggie cuando
Elliot apoyó la mano en un sensor y la pared se abrió en dos,
dándoles acceso a las salas de juego.
Él se rio y la agarró de la mano. Ella se tensó un instante,
pero no se apartó. La mano de Elliot estaba caliente y el
contraste con la suya, más fría, le agradó.
Luego cogió aire y entró en la sala llena de gente con la
ilusión por primera vez de quien lo hace para divertirse y no
con una soga al cuello.
Una hora más tarde, ninguno de los dos recordaba nada
que no fuera lo que se traían entre manos. Elliot enseñó a
Maggie a apostar en un par de mesas mientras ambos le daban
buena cuenta a la carta de bebidas. Él de vez en cuando
lanzaba alguna mirada a las cámaras, y se imaginaba a su
equipo entre alucinado por verlo allí y muerto de risa por
comportarse como un adolescente en vez de como el jefe en el
que se había convertido. Pero no le importaba. La sonrisa de
Maggie y el brillo de sus ojos bien lo merecían.
—¿Van a reñirte?
—¿Qué?
Ella sacudió la cabeza y se rio con ganas. Se sentía un poco
ebria, pero no tanto como para no controlar lo que decía o
hacía.
—No dejas de vigilarlo todo. Las cámaras, las puertas, a
ese tío enorme que disimula que juega pero que es obvio que
es miembro del equipo de seguridad…
Maggie señaló con los ojos a un hombre sentado a pocos
metros y Elliot sonrió sin poder evitarlo.
—Eres una listilla.
—No es eso, es que tú disimulas muy mal.
—Es que hay una chica que no deja de despistarme.
Ella lanzó una carcajada y su cuerpo tembló. Al hacerlo el
vestido se le recogió un poco más por las caderas y Elliot
gruñó y le lanzó una mirada de lo más lasciva.
—Yo no hago nada.
—¿De verdad?
Elliot no pudo evitarlo y le rozó el muslo con dos dedos.
Fue una caricia sutil, pero que Maggie sintió hasta bajo la piel.
—Si lo hiciera, lo sabrías. Créeme —le soltó de una forma
tan provocadora que hasta a ella le sorprendió.
No estaba segura de que eso fuera lo más adecuado, pero
no podía parar. Se sentía embriagada, y no solo por los
cócteles, sino por todo, por la situación, por el aroma de Elliot,
por su sonrisa, por sus comentarios susurrados demasiado
cerca como para sentir su aliento y por la posibilidad de
sentirse deseada por un hombre al que ella también deseaba.
Maggie pestañeó con rapidez. Ahí estaba la verdad.
Deseaba a aquel hombre. Lo deseaba tanto que le dolía que su
historia no hubiera podido ser otra.
Sin embargo, eso era lo que tenían.
Se giró y lo observó a solo un palmo del rostro. Elliot no le
quitaba los ojos de encima. Cuando los posó en su boca, ella
jadeó y cogió su mano para volver a colocarla en esa zona que
había rozado casi sin querer.
—Hazlo —murmuró él, sin apartar la vista de sus labios.
—¿El qué?
—Has dicho que, si lo hicieras, yo lo sabría. Pues hazlo,
Maggie. Demuéstrame cómo podrías lograr despistarme tanto
como para olvidarme de que tengo los ojos de la mitad de mi
equipo, y posiblemente de mi hermana y de mi gente de
confianza, puestos en nosotros.
Ella contuvo el aliento y los dedos de Elliot le pellizcaron
el muslo.
Se mordió el labio para no gemir.
—Quizá debería ir a los lavabos de la otra noche.
Él sonrió y ambos recordaron ese encuentro furtivo en la
sala privada en la que se escondieron unos minutos. Después
se apartó de Maggie y lanzó una nueva apuesta sobre la mesa.
Cuando a ella le dejaron de temblar las piernas, se levantó y se
disculpó antes de dirigirse a la salida.
Según caminaba, notaba su cuerpo blando, su respiración
agitada y su corazón dando tumbos que sentía hasta en la
cabeza. No miró atrás ni una sola vez, pero sabía de sobra que
él no tardaría en aparecer, y la anticipación la estaba matando.
Se sentía húmeda, tenía calor y tantas ganas que no podía
pensar en las consecuencias de aquella decisión.
A fin de cuentas, era lo que se esperaba de ella, ¿no?
Tragó saliva y se tensó un poco al pensar en Hunt, en el
motivo de estar allí, en la jugarreta de Elliot, en todo…
Sin embargo, no le dio tiempo a cambiar de opinión,
porque, antes de darse cuenta, una mano tiraba de ella y la
apoyaba en una puerta secreta que se abrió antes de
esconderlos a ambos en la oscuridad de aquella habitación.
16

—Elliot…
Él atrapó ese susurro con los labios. Fue un beso dulce,
casi inocente, y Maggie le rodeó el cuello con los brazos para
no caerse. Sentía que se derretía como un bombón dejado al
sol.
Deseó que él continuara, que se lanzara a su boca y ya no
pudieran parar, pero en el fondo sabía que estaba esperando a
que ella le demostrase que también lo deseaba. Aquello no era
el comportamiento de un hombre pagando por un servicio,
sino el de uno que respetaba a una mujer y que no haría nada
que ella no quisiera.
Ante aquella revelación, Maggie notó que se le humedecía
la mirada, pero no se dejó llevar por esos sentimentalismos,
sino que fue ella misma la que se acercó y mordió el labio del
hombre, que gimió con ganas.
—¿Te parece esta una distracción a la altura? —preguntó
ella con una sonrisa sincera.
La risa de Elliot se ahogó en su boca.
—Y lo mejor es que aquí no hay cámaras, ¿sabes? Solo
estamos tú y yo, Maggie.
—Pues entonces bésame de una vez.
Elliot obedeció. La sujetó con fuerza por la cintura y sus
labios se fundieron. Las lenguas se encontraron y comenzaron
a bailar con desenfreno. Ambos sintieron que todo desaparecía
y que volvían a ser solo esos jóvenes que se habían chocado
una noche. Una chica que buscaba oportunidades en Las Vegas
y un hombre que huía por unas horas de su propio destino.
Elliot la cogió el volandas y la llevó al sofá. Se desprendió
de su americana y se desabrochó los botones de la camisa.
Tendida sobre cojines, Maggie lo miraba embelesada. El
vestido se le había subido tanto que él tenía una visión perfecta
del encaje de sus bragas. Cuando el hombre soltó el botón de
su pantalón, a ella se le secó la boca al ver la dureza que ya
apenas escondía.
Elliot se arrodilló sobre el sofá y separó las piernas
femeninas. Luego se acercó a ella lentamente y comenzó a
besarle el cuello, el escote, los hombros desnudos, hasta subir
a su mentón y acabar el recorrido en sus labios. Era tan dulce
como la recordaba…
Maggie, a su vez, no podía dejar de tocarlo. Sus manos
volaban de un lado a otro, se colaban por la espalda de Elliot,
rozaban su pecho desnudo, se aventuraban por su torso hasta
acariciar la punta dura y húmeda de su pene. Era tan sensual
como lo recordaba…
Cuando ella lo apartó para quitarse el vestido, él sonrió y
ya no hubo espacio para nada que no fuera su deseo.
Elliot le lamió el cuerpo sin descanso.
Maggie le pidió que no parase jamás.
Se desnudaron del todo y se dieron cuenta enseguida de
que su piel recordaba a la del otro. Su conexión era innegable
y ambos se centraron en disfrutarla.
Ella se incorporó y le pidió que se sentara. Cuando Elliot lo
hizo, Maggie se colocó a horcajadas y se dejó caer sobre su
erección con un grito de alivio que él secundó. Las lenguas
enredadas y las embestidas hicieron el resto. E hicieron el
amor durante un tiempo que se les hizo demasiado corto, antes
de compartir un orgasmo ruidoso que los dejó abatidos,
aunque eso no significaba que sin ganas de más.
Elliot se levantó y sacó dos botellas de agua del mueble bar
que tenía la sala. Maggie, sin ocultar su cuerpo, se la bebió
prácticamente de un trago. Cuando se le cayó parte por el
pecho, él se rio y ella le lanzó encima lo poco que quedaba
dentro.
—¿Sabes lo que acabas de hacer?
Maggie se reía a carcajadas ante la mirada lobuna de Elliot,
que no tardó en abalanzarse sobre ella y demostrarle con su
lengua que el fuego de nuevo encendido aún no se había
apagado.
—Señor Black… —murmuró Maggie presa del éxtasis
mientras tiraba del pelo de Elliot con su cabeza entre las
piernas. Que lo llamara de ese modo a él lo excitó
sobremanera.
Notaba su sexo pidiendo más, totalmente recuperado para
un nuevo asalto. Sin embargo, en ese momento solo deseaba
que ella se sintiera la mujer más bonita y deseable del planeta.
—¿Alguna petición?
Ella negó con un gesto rápido y gimió sin pudor.
Cuando Elliot notó que se deshacía entre sus brazos, volvió
a tumbarse sobre ella y la penetró con suavidad, mirándola a
los ojos y acariciándole las mejillas con una dulzura que
provocó que el corazón de Maggie diera un vuelco.
Aún notaba los espasmos de su sexo cuando él comenzó a
moverse muy despacio. Ella se mordió el labio y lo observó
con calma, recreándose en esos ojos brillantes, en su nariz
recta, en su boca perfecta. Sintió que algo en su interior se
aceleraba.
¿Se estaba enamorando de ese hombre? ¿Acaso era
posible?
Decidió quitarse esos pensamientos de encima, y no se le
ocurrió otro modo que besando a Elliot con todas sus ganas y
dejándose llevar de nuevo entre sus manos y bajo sus diestras
caricias.
Aquella vez lo hicieron lento, como si fueran una pareja de
verdad y no una aventura de una noche que no tenía ni pies ni
cabeza.
Al terminar, se quedaron unos minutos abrazados sobre el
sofá y ambos desearon que aquella velada jamás terminara,
pese a que también sabían que la burbuja se rompería en
cuanto salieran de la habitación.
17

Eran las dos de la madrugada cuando regresaron a la casa de


Elliot. Maggie había dejado allí su abrigo, así que, aunque era
la hora de despedirse, debía volver. Además, pensó que no le
vendría mal retocarse un poco en su baño.
Sin embargo, en cuanto atravesaron las puertas, notó los
brazos de Elliot rodeándola por detrás y se dejó caer sobre su
pecho. Cerró los ojos y aspiró su olor, un poco mezclado con
el suyo y con el habitual que desprendía el sexo, y él le dejó un
beso suave en el cuello.
—Quédate, Maggie. Duerme hoy conmigo.
Se mordió el labio ante aquellas palabras y notó de nuevo
un nudo en el pecho. Algo en su interior que crecía y crecía sin
poder refrenarlo.
Se giró un poco para mirarlo y le acarició el mentón.
—No sé si debería.
—¿Por qué no? Aquí eres libre de hacer lo que quieras. Si
no te apetece, lloriquearé un poco, pero te acompañaré a la
puerta y nos despediremos.
Ella tragó saliva y se tensó entre sus brazos. Elliot era un
encanto y sus palabras eran bonitas y reconfortantes, pero
había sido una de ellas la que había disparado sus alarmas.
«Libre».
Porque, aunque Maggie se sintiera así en su compañía, no
tenía muy claro que lo fuera. Cuando volviera a su piso todo
acabaría y tendría que aceptar de nuevo su desastrosa
situación.
Sin poder evitar el impulso, lo agarró por la nuca y lo
atrajo hacia sus labios. Se besaron con pasión, con los ojos
cerrados y un sentimiento compartido que cada vez era más
fuerte, antes de que ella asintiera con un poco de miedo y él la
cogiera en brazos para llevarla a su cama.
Elliot no se reconocía. Se sentía un chiquillo encandilado
por una chica. No obstante, no le importaba, era su primera
vez, pese a que tenía experiencia de sobra con las mujeres,
pero nunca había experimentado un gozo como aquel.
Entraron en el dormitorio y se miraron en silencio hasta
que rompieron a reír.
—Tal vez me vendría bien una ducha —dijo Elliot,
fingiendo que se olía la camisa y que se mareaba.
Maggie se rio como una niña. Aquello se parecía
demasiado a la intimidad que siempre había deseado compartir
con alguien.
—Seguro que tienes una más grande que mi piso.
Él sonrió, pero lo hizo con soberbia, y después tiró de su
mano para colarse en el cuarto de baño.
Maggie estaba en lo cierto y lo observó todo con los ojos
muy abiertos.
—¿Cuántas personas caben en esta ducha?
—Nunca lo he comprobado, si te soy sincero.
—Apostaría a que siete.
Se rieron y él comenzó a desnudarla con afecto.
—Yo solo quiero que estés tú en ella.
Maggie sonrió y se coló dentro. Se enjabonaron
mutuamente y disfrutaron en silencio de la sensación del agua
templada cayendo sobre sus cuerpos. En algún momento, las
manos dejaron su objetivo de limpieza a un lado y volvieron a
excitar al otro. Era inevitable.
Y allí, bajo el chorro de esa inmensa ducha, Maggie se
arrodilló y saboreó por primera vez a Elliot, mientras él le
acariciaba el pelo y le susurraba lo increíble que era.
Una vez ambos saciados, ella salió primero y se envolvió
en una toalla blanca y esponjosa que colgaba detrás de la
puerta. Elliot, silbando, se ocupó de lavarse el pelo.
—Hay ropa limpia en la cajonera del vestidor que puede
servirte para dormir.
Maggie sonrió, emocionada ante la idea de ponerse
prendas suyas, y salió. El vestidor era tan grande que se quedó
embobada mirando las camisas colgadas, los trajes, y otra ropa
más informal con la que nunca lo había visto pero que intuía
que le sentaría de vicio.
En esas estaba, cuando vio una vitrina de cristal en la que
dentro Elliot guardaba relojes, gemelos y otros complementos.
También había un sobre con un solo nombre.
«Hunt».
Maggie lo abrió con dedos temblorosos y vio el dinero.
Solo entonces sintió que el mundo se rompía bajo sus pies y
notó frío. Todo se desvaneció y se sintió repentinamente sucia,
pese a que acabara de salir de la ducha.
De fondo, la voz de Elliot tarareando la asqueó y se dobló
ante la punzada de dolor que percibió en su pecho.
Comenzó a recoger su ropa y se la puso a trompicones.
Dejó caer la toalla al suelo y se colocó como pudo el pelo
húmedo a un lado, aunque era obvio que cualquiera que se
cruzara con ella pensaría que su pinta era desastrosa. Lo hizo
lo más rápido que fue capaz, pero no lo suficiente como para
que Elliot no la encontrara a punto de huir con los zapatos en
la mano.
—Eh, ¿qué ocurre?
—Tengo que irme.
—Maggie, dime qué ha pasado.
Su voz de extrañeza, preocupación y decepción se le clavó
en lo más hondo.
—Nada. Solo que he cambiado de opinión.
—¿De repente? —preguntó él con sarcasmo.
Aquello la encendió ya del todo y su pesar se convirtió en
rabia.
—Quiero irme a casa y no puedes retenerme, ¿no? ¡Ya he
cumplido con mi trabajo!
La expresión de Elliot se descompuso y ella se sintió
culpable, aunque a la vez pensó que se lo merecía. Estaba tan
confusa…
—Esto no es…
Pero Maggie negó y le suplicó con los ojos que la dejara
marchar.
—Adiós, señor Black.

Odiaba pasear por esas calles de noche. Sobre todo, cuando se


cruzaba con grupos de hombres con ganas de fiesta que la
increpaban y le lanzaban piropos que la hacían encogerse y
apretar el paso. La zona en la que estaba el Black Diamond era
segura, pero en cuanto se alejaba de allí y se adentraba en las
callejuelas más oscuras que la acercaban al piso compartido, el
camino ya no resultaba tan cómodo.
Se abrazo a sí misma y apuró el paso, aunque no tardó en
sentirse extraña. Era como si estuviera acompañada, un
presentimiento pegajoso que le erizaba los pelos de la nuca y
le provocaba escalofríos. Se giró un instante para comprobar si
eran o no imaginaciones suyas, y suspiró un poco más
tranquila al ver que estaba sola. Apenas había gente por esa
zona a esas horas.
Sin embargo, el alivio le duró poco y caminó más deprisa.
Pese a que no podía dejar de pensar en lo sucedido con Elliot y
en cómo se sentía, sus sentidos estaban alerta. Era una
sensación de la que no lograba desprenderse.
Giró la calle. Apenas le quedaban unos metros para llegar a
su destino. Abriría el portal y subiría corriendo las escaleras
hasta encontrarse en la tranquilidad de aquel sofá que había
convertido en su cama.
No obstante, en cuanto metió la llave en la cerradura y
suspiró aliviada, alguien le tapó la boca con una mano y un
cuerpo la empujó hacia el interior.

Elliot se sentía derrotado. No entendía qué había sucedido. Un


minuto antes estaban tocando el cielo y, al siguiente, Maggie
ya no lo miraba con ese brillo en los ojos y se marchaba con
una expresión de ira que no lograba comprender.
Entró en el vestidor y dejó caer la al suelo la toalla que
llevaba enroscada en las caderas. Luego se acercó al primer
cajón, en el que guardaba la ropa interior, y fue entonces
cuando vio que había un sobre apoyado en la vitrina de cristal
en la que guardaba los complementos. No recordaba haberlo
dejado ahí. Lo giró y vio el nombre de «Hunt» escrito y un par
de billetes asomándose por la abertura. Y las piezas encajaron.
Se llevó las manos al rostro con desesperación por haber
sido tan idiota y tan descuidado, y se vistió a toda prisa,
mientras se imaginaba a Maggie encontrándose ese dinero con
el que pensaba comprar su tiempo en una nueva cita esa
semana.
Sabía que ella necesitaba espacio para procesar lo que
había surgido entre ellos aquella noche, pero, por otro lado,
odiaba la posibilidad de que sintiera la humillación de ser una
pieza que se podía adquirir y poseer a cambio de unos billetes.
Necesitaba decirle de una vez por todas, quisiera ella o no, que
no se trataba de eso y que él no era de esa clase de gente.
Jamás había acudido a los servicios de una mujer para
conseguir sexo ni ningún otro propósito. Siempre lo había
juzgado con acritud y condenado; de hecho, su padre había
luchado en muchas ocasiones para que esa clase de
intercambios no se produjeran en sus dominios, aunque sus
intentos habían sido en vano. Resultaba demasiado fácil
ocultar los negocios ilegales.
Por ese motivo, Elliot sacó el último as que tenía bajo la
manga, mandó un mensaje a Evan y salió corriendo del
edificio.
Maggie casi no podía respirar. El cuerpo masculino la
apretaba tanto contra la pared que le dolían las costillas. En
segundos, aquel hombre la había arrinconado dentro del cuarto
de la limpieza que se escondía bajo las escaleras. Allí dentro
estaba muy oscuro y olía a productos desinfectantes, pero ella
apenas podía prestar atención a nada más que al pánico que
sentía y que comenzaba a dominarla.
Notó que una de las manos del hombre se deslizaba entre
sus piernas y le arrancaba las bragas de un tirón hasta quedar
colgadas de su muslo derecho. Los ojos se le llenaron de
lágrimas y forcejeó, pero en cuanto percibió la dureza fría de
una navaja en su costado su cuerpo se convirtió en un bloque
de hielo.
—Por favor… Por favor… —susurró llorando sin cesar
contra la mano de su asaltante.
Maggie supo en ese instante que debía dejar de resistirse,
sino quería que la mataran. Cuando aquel desgraciado lograra
lo que pretendía entre sus piernas, se marcharía de allí y huiría
en la noche. Al menos, era el consuelo al que se agarraba.
Pensar en la posibilidad de que no solo la violara, sino también
la matara, no entraba en su cabeza.
Dejó el cuerpo muerto y él se dio cuenta y relajó un poco
su agarre. Al soltar una risita, Maggie sintió un escalofrío,
porque aquel sonido le resultaba vagamente familiar.
—¿Ahora te muestras sumisa?
Las piezas encajaron y contuvo el aliento. ¡Era Terry
Smith! Pero olía tanto a alcohol y sudor que Maggie no lo
había reconocido. De pronto, era consciente de su aroma
familiar, al igual que el tacto de sus manos o su forma de
mirarla, que ya podía atisbar después de que su vista se
acostumbrara a la oscuridad.
—Has tardado mucho en adivinarlo, dulce Maggie.
Le pasó la nariz por el cuello y ella cerró los ojos. Luego se
peleó con su pantalón para desabrocharse los botones mientras
la mantenía presa con el otro brazo, aún con la navaja en la
mano. La apretaba tan fuerte que le quedaría marca en la piel,
pero Maggie no podía sentir nada de eso. Estaba consternada.
—Terry, no…
Su susurró se perdió bajo los dedos firmes y tragó saliva.
—No digas nada. Ya tuve mucha paciencia contigo y
acabaste humillándome. Después de lo bien que me porté,
Maggie… —Él chasqueó la lengua y comenzó a tantear con su
pene la entrada de la chica entre sus piernas; los ojos de la
chica se abrieron y las lágrimas se deslizaron sin control por
sus mejillas; le suplicó con ellos, pero Terry ya no era el
mismo y ella sabía que estaba perdida—. Así que ahora he
venido a por lo que me debes.

Elliot sabía que acababa de cruzar otra línea con Maggie, pero
no le importaba. Había mandado a Evan que se ocupara de
enterarse de dónde vivía, de cuál era su apellido y cuatro datos
más que, sin fallar a su intimidad, le sirvieran en caso de que
las cosas con ese Hunt se complicaran. Era consciente de que
resultaba una falta de respeto hacia ella, pero por eso mismo
no había utilizado dicha información hasta el momento. Le
había hecho prometer a Evan que no se la entregaría a no ser
que consideraran que fuera necesario.
Según conducía en busca de la dirección, Elliot pensaba
que, tal vez, no tenía una razón de peso suficiente para
presentarse en su piso, pero, en el fondo, pedirle perdón le
parecía la más válida de todas y se dejó llevar por su instinto.
Aparcó en el primer hueco que encontró y recorrió la calle
en busca del portal. Cuando llegó a su altura, se percató de que
unas llaves colgaban de la cerradura y se tensó. Aquello no
tenía sentido. Abrió con ellas lo más despacio que pudo y se
internó en la entrada oscura. Atravesó el vestíbulo y se asomó
a las escaleras para ascender hasta el segundo piso, donde
Evan había averiguado que se alojaba Maggie.
Sin embargo, no dio un paso antes de percibir sonidos en el
hueco que quedaba bajo la escalera. Se acercó con mucho
cuidado y entonces los jadeos fueron claros.
—Eres una pequeña zorra. He visto cómo hoy te
contoneabas con ese Black. ¿A él si le dejas que te toque?
Conmigo no te comportabas así, Maggie.
Elliot notó que sus latidos se aceleraban y una sensación de
pánico tan agudo ante la idea de que pudieran hacerle daño
que no pensó en lo que hacía. Se asomó al cuarto oscuro y se
abalanzó sobre aquel tipo que estaba forzándola. A partir de
ese momento, todo fueron gritos, golpes y un forcejeo que
acabó cuando Terry salió corriendo y Maggie se dejó caer
sobre el cuerpo ensangrentado del hombre que la había
salvado.
18

Cuando Elliot abrió los ojos se encontró sobre una cama de


hospital. No comprendía qué estaba haciendo allí, rodeado de
muebles blancos, con flores en la mesa pegada junto a la
ventana y con tubos que salían de sus muñecas y máquinas
conectadas a su cuerpo a su alrededor.
Parpadeó y ese simple movimiento alertó a una figura
medio adormilada sobre una butaca.
—¡Ya era hora de que despertaras! Casi te mato yo del
susto que me has dado.
Ursula se acercó y le dio un cálido abrazo. Elliot tosió
cuando notó la presión de su hermana contra su costado y
apretó los dientes por el dolor. Sentía pequeñas agujas
clavándosele en una zona que comprobó que estaba
firmemente vendada.
—¿Qué… qué…?
La mirada de su hermana se nubló y entonces Elliot
comenzó a recordar. Aparecieron por su mente imágenes
difusas en las que se mezclaba la noche tan increíble que había
pasado con Maggie y un cuarto oscuro en el que su rostro
estaba cubierto de lágrimas.
—Te apuñaló ese cabrón de Terry Smith. Salió corriendo,
pero la policía lo detuvo en su casa después del testimonio de
Maggie. Estás bien, pero ahora vas a tener una cicatriz que te
recordará ese momento para siempre.
Elliot asintió y le pidió agua con los ojos. Ursula le acercó
un vaso y él bebió con avidez. Notaba la boca seca, le dolía un
poco la cabeza y se sentía abotargado. Pese a todo, su primer
pensamiento fue ella. Maggie. La chica que había creído que
podía perder por un instante y que le había hecho actuar sin
pensar en las consecuencias.
El sonido de su llanto le hacía eco en la cabeza. Sus gritos
pidiendo ayuda y su llamada histérica para que una
ambulancia llegara cuanto antes. Su abrazo, cálido y
reconfortante, mientras a él se le cerraban los ojos y perdía el
conocimiento por momentos. Su preciosa piel cubierta de la
sangre que brotaba de la herida que el muy cabrón de Terry le
había provocado y que ella cubría con desesperación. Los
susurros de Maggie, mientras lo sujetaba con firmeza y le
decía que todo iba a salir bien.
—Ella…
—Está perfectamente; al menos, teniendo en cuenta las
circunstancias. Es una chica fuerte. —Elliot suspiró aliviado y
la voz de su hermana se tornó más dura—. Intentó violarla,
pero tú lo evitaste.
Ursula lo miró con cariño y él se dio cuenta de que, pese a
que se mostraba tan imperturbable como siempre, tenía los
ojos enrojecidos. Había sufrido por lo ocurrido, de haber sido
al revés, Elliot se habría vuelto loco ante la posibilidad de
perderla, así que tiró de su mano y la tumbó sobre su pecho.
—No vas a librarte de mí tan fácilmente.
Ursula se rio.
—Eso espero.
Minutos después, alguien golpeaba la puerta con los
nudillos. Ursula se levantó y sonrió con complicidad a una
Maggie que tembló al ser consciente de que Elliot estaba
despierto.
—Me marcho. Creo que tenéis cosas de las que hablar.
Las mujeres cruzaron una mirada de comprensión y
entonces Maggie y Elliot se quedaron solos.
Cuando ella se acercó y él pudo fijarse en su aspecto, sintió
una punzada en el corazón. Maggie estaba tan preciosa como
siempre, pero tenía unas profundas ojeras y una expresión tan
culpable que Elliot tuvo el impulso de levantarse para
abrazarla, pero ella se lo impidió.
—¿Estás loco? ¡Ni se te ocurra moverte!
Corrió hacia la cama, dejó el bolso caer al suelo y arrimó la
butaca para poder cogerle la mano. Elliot se la apretó con
fuerza. Con ese simple gesto, Maggie se derrumbó y comenzó
a llorar.
—Eh, eh… —La voz masculina salía ronca por las horas
inconsciente—. No llores, Maggie. Me duele más verte así que
la herida.
Ella alzó la cabeza y le clavó la mirada húmeda. Estiró el
brazo y le rozó la mejilla con un cariño que a él le conmovió.
—Pensé que ibas a morirte. De verdad. Tengo tan mala
suerte con todo que ya podía ver tu funeral. Uno con mucha
gente, toda con sombrero y ropas lujosas, y yo ahí, en medio,
totalmente fuera de lugar.
Elliot se rio y a continuación gimió por el dolor ante ese
esfuerzo.
—¡No te rías! No hagas nada. Solo… solo escúchame.
El hombre asintió y entonces Maggie suspiró y comenzó a
hablar, sorprendiéndolo por completo.
—Tengo una hermana. Se llama Casey y es tres años
menor que yo. Está enferma. Muy enferma. Tiene cáncer y
llevamos ya mucho tiempo luchando. Los tratamientos son
caros, y las medicinas, y sus cuidados.
—¿Estáis solas? —susurró Elliot.
—Sí. Mi padre nos abandonó cuando éramos pequeñas,
apenas lo recuerdo, y mi madre murió. Hasta entonces nos
habíamos apañado trabajando las dos. Vendimos la casa y nos
mudamos a una más pequeña en un barrio más barato, con
todo lo que eso conlleva. He trabajado sin parar durante todo
este tiempo, en lo que fuera, pero el dinero se acaba. Sin un
seguro médico decente es imposible mantenerse al día y las
deudas comenzaron a crecer.
—Y viniste.
Maggie notó que sus ojos se llenaban de lágrimas, pero no
las controló y dejó que Elliot la viera como de verdad era, con
lo bueno y lo malo. La chica de Arizona que estaba tan
desesperada que había creído en cuentos cuando la realidad era
una muy distinta.
—Sí. Encontré una oferta como bailarina en un periódico.
Si echo la vista atrás, no sé cómo me confié, pero se trataba de
cumplir mi sueño de bailar mientras seguía cuidando de Casey,
aunque fuera desde lejos. Fui una ingenua.
Maggie sacudió la cabeza y él alargó el brazo y le limpió
las lágrimas con delicadeza.
—No fue culpa tuya. Nada de lo que ha pasado lo es.
La chica suspiró y continuó, dejándose llevar por todo eso
que guardaba dentro y que ya no podía soportar más. Estaba
harta de fingir y de cargar con tanto peso siendo tan joven.
—La noche que te conocí pensé que había sido un golpe de
suerte. Que por fin mi vida iba a cambiar. Pero a la mañana
siguiente me di cuenta de que no, de que me había metido en
una historia de la que no sabía si podría salir sin
consecuencias.
—Hunt.
Ambos asintieron.
—Nunca me ha obligado a nada, supongo que esa es su
baza. Yo solita me metí en esto. Al principio solo bailaba y,
aunque las cosas no eran como me había prometido que serían,
me comí mi orgullo y seguí, porque necesitaba el dinero. Pero
un día Casey empeoró y acepté una oferta de Hunt que al
principio había rechazado.
—Terry.
Maggie apartó la mirada, avergonzada, aunque él no se lo
permitió mucho tiempo. Le agarró la barbilla y volvieron a
observarse sin pestañear.
—Era mucho dinero, Elliot. Y estaba desesperada.
El llanto de Maggie cada vez era más fuerte. Elliot tiró de
su mano y la tumbó sobre él. En segundos, ella dejó de luchar
contra lo que sentía, se levantó y se tumbó a su lado,
abrazándolo con mucho cuidado.
—No te justifiques, ¿me oyes? Yo también habría hecho
cualquier cosa por mi hermana. Lo que fuera, ¿entiendes?
—¿Hasta acostarte con un tipo rico?
Ambos se rieron sin poder evitarlo al imaginarse a Elliot
como acompañante de Terry.
—Incluso eso.
Maggie suspiró, cerró los ojos y enterró el rostro en su
cuello.
—No lo hice, Elliot. El caso es que, cuando llegó el
momento, no pude acostarme con él. Pensé que vomitaría o
me desmayaría, así que hui. Soy una decepción hasta para eso.
Él le dejó un beso en la frente y le susurró las palabras que
Maggie necesitaba más que nada.
—Hicieras lo que hicieras, jamás podrías ser una
decepción para nadie, Maggie. Creo que no sabes lo valiente
que eres.
Ella se hizo un ovillo y lo abrazó más fuerte. Y, aunque a
Elliot le dolía la herida en esa postura, no se movió, porque
prefería el dolor de mil puñaladas que tenerla lejos.
—Lo hiciste para salvarme, ¿verdad? —le preguntó
Maggie, ya cansada de fingir que ellos dos no eran nada y, por
fin, capaz de abrir los ojos a la realidad.
—Sí. No creo que te guste esto, pero tengo mis contactos.
Investigué un poco sobre ti, me moría de ganas de volver a
verte y me preocupó haberte visto acompañada de Terry.
Descubrí que trabajabas para Hunt y otros datos, como la
dirección donde te alojabas. Solo pensaba usar la información
si intuía que me necesitabas y, aunque quizá esté mal, no me
arrepiento de nada, Maggie. Si no hubiera aparecido esa
noche…
Ella tragó saliva y experimentó de nuevo el pánico que
había sentido entre los brazos de Terry.
—Me alegro de que lo hicieras.
—Gracias —respondió él, aliviado.
—Pero no vuelvas a hacer nada así a mis espaldas. Si
quieres saber algo, pregúntamelo —añadió ella enfurruñada.
Elliot la apretó entre sus brazos y aspiró el aroma de su
pelo. Pese a que su cuerpo se resentía como si le hubieran
dado una paliza, se sentía mejor que nunca.
—¿Eso significa que vamos a seguir viéndonos?
Maggie sonrió contra su pecho.
—Me encantaría. —Alzó el rostro y Elliot se acercó hasta
rozar su nariz con la de la chica. Pese a ello, Maggie se tensó y
se apartó un poco—. Pero nada de juegos ni dinero de por
medio, Elliot.
Entendía sus condiciones, pero él no estaba dispuesto a que
ella sufriera nunca más, y eso sí que no era negociable.
—Mira, Maggie, quiero estar contigo y respeto lo que me
pides, pero necesito que sepas que yo también tengo mis
formas de entender el amor. —Ella tragó saliva cuando él
nombró ese sentimiento—. No pienso tolerar que, si estás
conmigo, tengas que preocuparte por las deudas, por aceptar
trabajos cuestionables o por no dormir al pensar en Casey.
¡Porque a mí me sobra! ¿Qué mejor forma de invertir mi
dinero que en la tranquilidad de la gente que me importa?
—Pero, Elliot, no pienso aceptar que…
—Mira, vamos a hacer un trato.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos y, pese que nunca
creyó que aceptaría que un hombre la mantuviera, la sensación
de alivio fue tan grande que se dejó llevar por la ilusión
repentina de Elliot y por su aplastante sinceridad.
—Habla.
Él sonrió.
—Primero vamos a deshacernos de ese Hunt a golpe de
talonario. Luego vamos a ocuparnos de que tu hermana tenga
los mejores cuidados. —Maggie había empezado a llorar de
nuevo de una forma silenciosa y no podía apartar la mirada de
ese hombre, que no solo era divertido, interesante y atractivo,
sino también generoso, leal y bueno como ningún otro—. Y,
después, no te creas que vas a dedicarte a pasearte de mi brazo
por el casino y a beber champán —Maggie soltó una carcajada
inesperada—, sino que podrás optar a uno de los puestos en el
hotel, si mi equipo considera que estás preparada.
Le guiñó un ojo y Maggie sintió por fin el consuelo del que
lleva mucho tiempo soportando una carga inmensa y alguien
se la quita de los hombros.
Entre lágrimas, rompió a reír y se lanzó al cuello de Elliot,
que la acogió con deseo y con una sonrisa que compartían.
—Acepto, señor Black.
Cuando se separaron, se miraron con deleite y susurraron
unas últimas palabras antes de besarse.
—Quizá aquella noche no tuviste tan mala suerte.
Maggie recordó el choque con el chocolate en las manos y
asintió.
—Tal vez no. Pero que sepas que, en cuanto te recuperes,
voy a demostrarte cada día de mi vida que el que fue
realmente afortunado fuiste tú.
Elliot atrapó su labio entre los dientes y la atrajo hacia su
boca.
—No lo pongo en duda.
Epílogo

Ursula no dejaba de mirar hacia la entrada, aunque lo hacía


con disimulo, para que los invitados no notaran sus nervios.
Era el aniversario de su nombramiento como dueños del Black
Diamond, el casino estaba repleto de gente vestida con sus
mejores galas y todos se mostraban expectantes ante la llegada
de Elliot y su discurso.
Sin embargo, no había rastro de su hermano ni de Maggie.
Ursula se dijo que, si una puñalada no había sido capaz de
hacerlo unos meses antes, tendría ella misma que matarlo con
sus propias manos.
Se disculpó con sonrisas tirantes de las personas que la
acompañaban y se dirigió a la salida. Minutos después entraba
en la cúpula y se encontraba con el rostro de Ellen, que
contenía a duras penas una sonrisa de lo más significativa.
—¿Dónde están?
—No deberías mirar.
Ursula se acercó a las pantallas y no tardó en reconocerlos
en una de ellas.
—Será posible…
—Te lo dije. Es el culo de tu hermano. Yo ya se lo he visto
más veces, para mi desgracia, pero tú podías haberlo evitado.
Ahí estaban los dos, dando rienda suelta a su pasión en un
rincón oscuro entre pasillos. Maggie tenía las bragas colgadas
de un tobillo y Elliot empujaba entre sus piernas mientras no
dejaban de reírse como dos niños.
Ursula se giró y cerró los ojos un instante para serenarse.
Habitualmente, cuando se trataba de su hermano necesitaba de
todo su autocontrol, pero eso ya era pasarse. Respiró con
profundidad y se dijo que no pasaba nada, que ella podía
gestionarlo todo y solucionar lo que fuera, incluso controlar
los instintos más primitivos de Elliot.
Después se despidió de Ellen y se dirigió al lugar donde se
encontraban su hermano y su futura esposa, claro que Maggie
aún no sabía que estaba a muy poco de serlo; era una sorpresa
que solo conocían unos pocos privilegiados. Cruzó los dedos
en su cabeza para que, cuando llegara a su encuentro, ellos ya
hubieran terminado. Si no, lo mismo daba, los interrumpiría y
les daría un sermón sobre la responsabilidad y el compromiso,
conceptos que Elliot parecía que no entendía.
Según caminaba por los pasillos de ese lugar que tan bien
conocía, pensó en cuándo había sido la última vez que ella
había disfrutado de un asalto sexual de esos rápidos que tan
bien le sentaban al cuerpo. A pesar de sus esfuerzos, ni
siquiera lo recordaba. Estaba tan centrada en demostrar sus
capacidades para los negocios, en dejarse la piel para mantener
ese imperio tal y como se lo había dejado su padre, que no
tenía tiempo para el ocio. Lamentablemente, hacía tiempo que
el sexo había pasado a un segundo plano.
Cuando llegó al punto que la cámara captaba a la
perfección, saludó a Ellen con los ojos y se acercó a Elliot y
Maggie, que se recolocaban la ropa con disimulo. Ella tenía
las mejillas sonrojadas y él, una cara de idiota de lo más
insoportable.
—Debería darte vergüenza.
Su hermano la miró y le sonrió con inocencia. Era para
odiarlo, por ese motivo Ursula se reñía a sí misma
mentalmente por quererlo tanto.
—Vamos, Ursula —Elliot miró el reloj de su muñeca y
sonrió aún más—, ¡solo llegamos diez minutos tarde! Los
anfitriones tienen derecho a hacerlo.
Le dedicó una mirada de lo más significativa a Maggie,
que se echó a reír como una niña traviesa y se ruborizó.
—Estaba muy nervioso, Ursula —aportó la chica—. Ya
sabes lo que odia estos eventos y ser el centro de atención.
Solo intentaba relajarlo un poco.
Ursula alzó una ceja y tuvo que contener la risa. Maggie
era un encanto. Tan dulce y considerada que no podía más que
alegrarse de que hubiera entrado en sus vidas. Además, no
podía imaginarse una mejor compañera para su hermano. No
obstante, a ratos se sentía la madre de dos adolescentes con las
hormonas revolucionadas a los que debía reprender y
controlar.
—Buen método de relajación, Maggie. ¿El orgasmo ha
sido memorable como para que subas al estrado y les regales
tu ridícula sonrisa? —añadió, clavando sus ojos ahumados en
su hermano.
—Más que memorable.
Guiñó un ojo a su novia y los dos se echaron a reír de
nuevo.
Ursula suspiró con paciencia y miró al techo pidiéndole a
Dios que le diera más.
Cinco minutos después, y copa de champán en mano,
observaba junto a Maggie, su padre y Katherine, la que, para
sorpresa de todos, aún era la mujer de John Black, a su
hermano subir al escenario dispuesto en medio de la sala de
fiestas. Tras dar las gracias a todos los invitados por su
asistencia, a los clientes fieles por dar vida al Black Diamond,
a su equipo por la gran labor que hacían y a ella misma, por
ser la socia perfecta para poder mantener en la cumbre al
imperio creado por su padre, Elliot giró el rostro y lo clavó en
uno que lo miraba a su vez con embeleso.
—Y, ahora, quiero dedicarle unas palabras a la persona más
especial de mi vida. —Ella contuvo el aliento y abrió los ojos
como platos—. Maggie, respira, cielo.
Todos los asistentes se rieron y observaron a la chica rubia
de rostro angelical que parecía tan fascinada como a punto de
desmayarse. Ursula le puso la mano en la espalda en señal de
apoyo y Maggie soltó el aliento contenido. Después sonrió y
Elliot continuó con esa sorpresa que resultaba una alegría para
todos, pero que a Ursula, sin entender por qué, le ponía un
poco triste.
—Te chocaste conmigo, literalmente, hace un año, y no fue
hasta meses más tarde que nuestros caminos volvieron a
cruzarse. Sin embargo, algo dentro de mí supo desde el primer
instante que eras la mujer más increíble que había conocido.
Por eso, esta noche y delante de toda la gente que me importa,
incluso de mucha otra que mañana se reirá con gusto de mí si
respondes que no, te pido que, por favor, aceptes casarte
conmigo.
Elliot se bajó del estrado, dejando tras su paso una estela
de suspiros por ese acto tan romántico y también algunas risas
por sus toques de humor, y se acercó hasta Maggie. A su lado,
Ursula los observaba con gesto neutro y una de esas sonrisas
que muy pocos sabían lo que escondían, aunque por dentro
notaba una presión que cada vez la asfixiaba más.
¿A qué se debía? ¿Tenía acaso envidia de su hermano? Le
dio un trago largo a su copa para borrar esos pensamientos
ridículos que no iban nada con ella y sonrió, esa vez de
verdad, ante la bonita imagen de aquellos dos enamorados.
Su hermano cogió la mano de la chica y se arrodilló. Luego
sacó una caja de la americana y de ella un precioso anillo de
diamantes.
—Dime que sí. Déjame pasar el resto de mi vida contigo y
hazme feliz.
La expectación fue total, hasta que Maggie se lanzó a sus
brazos, cuando ni siquiera le había puesto el anillo en el dedo,
y lo besó con pasión delante de todo el mundo y sin importarle
nada más que ellos dos.
El público irrumpió en aplausos. Camareros comenzaron a
salir para servir nuevas copas con las que brindar por los
futuros novios y la orquesta empezó a tocar, animando un
momento que pasaría a la posteridad en la historia de la
familia Black.
Ursula aprovechó el alboroto para escapar. No era habitual
en ella; normalmente era Elliot el que huía a la menor
posibilidad, pero aquella noche se sentía extraña, muy cansada
de tirar siempre del negocio para acabar en un segundo plano,
y exhausta de no darse nunca un respiro. Y se alegraba
muchísimo de la felicidad de su hermano y Maggie, pero algo
en su interior le había hecho sentir envidia. Quizá ya no por su
relación, ella tenía claras sus prioridades y en ellas no entraba
el enamorarse, pero sí su forma de entender la vida, de
disfrutarla y de olvidarse de todo cuando estaban juntos.
«¿Por qué no puedo parecerme un poco más a él?», se
preguntó antes de girar una esquina y correr para evitar que se
cerraran las puertas del ascensor, «¿por qué no puedo darme
una tregua y olvidarme de todo, aunque solo sea por una
noche?».
Coló la pierna que el vestido dejaba al aire para que el
cubículo no se cerrara y se metió en el interior. Se encontró de
frente con un hombre de pelo y ojos oscuros que, cuando dejó
de mirar su pierna, alzó la vista y la clavó en la suya. Ursula
sintió un cosquilleo en la nuca y un calor repentino por todo el
cuerpo.
—¿A qué piso va? —preguntó él con educación.
Sin embargo, ninguno de los dos ignoró que la mirada que
estaban compartiendo era demasiado intensa para dos
desconocidos que estaban a punto de encerrarse en un espacio
pequeño y en soledad.
Y Ursula, en un arranque de valentía que no supo de dónde
había salido, miró el número que el hombre había marcado
antes de que ella entrara y contestó, presa de sus instintos:
—Al mismo que usted.
Amor y traición en Las Vegas (Black
Diamond 2)

¿Quieres saber cómo continúa la historia de Ursula? Te animo


a que la conozcas en Amor y traición en Las Vegas, la
segunda parte de la serie Black Diamond. ¡Muy pronto a la
venta en Amazon!

Ursula Black tiene muy claros sus objetivos en la vida. El


trabajo para ella es lo más importante y las relaciones no
entran en sus planes.
Sin embargo, un día se cruza con un desconocido en un
ascensor y, de repente, siente que sus prioridades han
cambiado.
Gavin solo tiene un objetivo en la vida: la venganza.
Por ese motivo acaba alojándose en el hotel del Black
Diamond y encontrándose de frente con la mismísima Ursula
Black. Ella no formaba parte de su plan, pero conocerla
provocará un giro en los acontecimientos y complicará las
cosas.
¿Podrá el amor superar cualquier obstáculo, incluida la
traición? ¿Podrá el perdón imponerse sobre el orgullo?
¿Podrán dos personas tan diferentes encontrar un punto en
común?
~OLIVIA KISS~

Si quieres saber cuándo publico novela, puedes


seguirme en Facebook, Instagram o Amazon
(pincha sobre los iconos para ir a mis perfiles)

¡Todos mis libros están disponibles en Kindle


Unlimited!

Novelas autoconclusivas
Serie Los chicos del club

Serie Outfit de Chicago

Serie Hermanos Walsh


Serie Hermanos Lexington

Serie California Beach

Serie Hollywood

Serie Familia Reed


Serie Tentaciones

Serie Seduciendo
Serie Las chicas Magazine

Serie Besos

También podría gustarte