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Lady Excéntrica y el Villano

Escándalos de la Nobleza

Maria Isabel Salsench Ollé


Derechos de autor © 2023 Maria Isabel Salsench Ollé

Todos los derechos reservados

Los personajes y eventos que se presentan en este libro son ficticios. Cualquier
similitud con personas reales, vivas o muertas, es una coincidencia y no algo
intencionado por parte del autor.

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expreso del editor.

Número de Control de Registro: 2302273636510

Debido a mis fuertes creencias personales deseo enfatizar que las menciones al
diablo son solo metáforas poéticas y que, en ningún momento, al escribir esta
novela se exalta la magia negra ni las creencias en lo satánico, sino que se
pretende mostrar los peligros de esta y ensalzar la figura de Dios
Contenido

Página del título


Derechos de autor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo final
Epílogo
Epílogo de la Saga Escándalos de la Nobleza.
Sobre la autora
Otros títulos de MaribelSOlle
Capítulo 1

1867. Un camino cualquiera entre Norfolk's House y


Monroe's House, entre Inglaterra y Escocia.

La tristeza era solitaria. Pero no era tristeza lo que había


sentido Joe Peyton al abandonar Norfolk's House, el condado
que heredaría cuando su hermano muriera. Hecho que, por
cierto, jamás había deseado tanto que ocurriera como lo
hacía en esos instantes, y no se arrepentía ni una pizca por
su deseo del todo justificable. Lo que había sentido al irse
era alivio, placer. Dejar atrás a su familia de hipócritas había
sido un verdadero orgasmo para su alma con tendencias
sádicas.
Se encendió un puro a lomos de su caballo negro,
tomándoselo con calma. El camino hasta Monroe's House
era largo y él no tenía prisa. Quería empaparse de la
humedad fría y despiadada de Inglaterra hasta que ésta
penetrara en su alma y se enrollara alrededor de su
corazón. Cerró los ojos, sabiéndose rodeado de la nada y los
árboles limítrofes del camino, y se centró en el ruido de los
cascos del caballo contra el suelo arenoso y descuidado.
Saboreó el sabor dulce y amaderado del puro y soltó la
bocanada de humo despacio. Continuó así algunos minutos
de maravilloso silencio y estupenda soledad hasta que...
—Deténgase —oyó una voz de soprano, femenina,
profunda y penetrante que alteró a su caballo, pero no a él,
obligándolo a parar su marcha rítmica y constante.
Una vez controlado el animal, en mitad de la oscuridad,
enfocó a la criatura que, de golpe, había aparecido a su
lado. Era una mujer envuelta en una capa roja, no podía
verle la cara. Miró a su alrededor para encontrar a su
acompañante, pero no vio a nadie más. Estaba sola, sin
caballo, y eso era insólito. Insólito y excéntrico.
—¿Quién es usted? —preguntó él, valiéndose de la luz de
la luna para mirarla con más atención.
—Eso solo lo digo si es necesario —replicó ella, con el
rostro todavía escondido bajo la tela roja como la sangre.
Joe asintió perplejo y con el movimiento de su cabeza
también cayó un árbol justo delante de él. El árbol lo habría
aplastado junto a su caballo de no haberse detenido a
tiempo. Volvió la mirada hacia la mujer misteriosa sin saber
si agradecerle su intercesión o preguntarle cómo diablos
había augurado esa desgracia. Pero ya no estaba.
Había desaparecido tan rápido como había aparecido. Y
solo había dejado unas notas olfativas de bergamota en el
aire. Joe observó la escena con cierta desorientación. Ni
siquiera su alma perturbada estaba acostumbrada a tanta
fantasía oscura. Miró a su puro y se lo llevó de nuevo a los
labios antes de rodear el enorme árbol del suelo. Sin duda,
hubiera sufrido un accidente fatídico de no haberse
detenido. Volvió a buscar a la mujer que lo había salvado
con la mirada, pero no vio a nadie. Sujetó las riendas con
cierta incomodidad y espoleó al semental negro para
aligerar la marcha.
No creía en las historias de fantasmas ni de hadas
salvadoras de caballeros solitarios, pero tampoco era un
imprudente. Ser un incrédulo no era el antónimo de ser
prudente. Trotó toda la noche con los sentidos en alerta y
llegó a un pueblecito lleno de paletos con un detestable
acento norteño. Entre los últimos pueblos de Inglaterra y los
primeros de Escocia no había nada más que campos,
montañas y gente de escaso nivel cultural y social
arreplegada en aldeas.
Joe, sin embargo, no solía quejarse de los defectos de los
demás mientras no le rozaran ni por casualidad. Así que se
limitó a rentar una habitación en la primera posada que
encontró y a descansar gran parte de la madrugada hasta
recuperar las fuerzas. No solo durmió durante algunas
horas, sino que también se olvidó de la mujer misteriosa y
del árbol accidentado. No tenía tiempo ni deseos de centrar
su atención en otra cosa que no fuera la reaparición de su
madre a la que había creído muerta durante toda su vida.
Virgin Peyton o, mejor dicho, Virgin Monroe le había
estado escribiendo durante las últimas semanas. La primera
vez que leyó su nombre en el remitente de una de las cartas
se echó a reír convencido de que se trataba de una
tomadura de pelo bastante retorcida. El pasar de los días,
sin embargo, lo había convencido de que algo de verdad
había en aquellas letras y que era probable de que su
madre, su verdadera madre, siguiera viva.
Dispuesto a descubrirlo se dirigía a Monroe's House, la
propiedad desde la que había estado recibiendo las misivas.
Al fin y al cabo, no tenía otra cosa que hacer. Nadie lo
necesitaba en Norfolk's House, incluso muchos lo
detestaban. Su familia paterna se había burlado de él de
todas las formas posibles y el desprecio de Rubí, su ex
prometida, había sido la gota que había colmado el vaso. Y
no porque estuviera enamorado de ella de modo alguno,
sino por la osadía en la que lo habían tratado, utilizado. Le
habían dejado muy claro que él solo merecía ser usado por
interés o conveniencia y que las mínimas normas de
cortesía o empatía no eran necesarias para ser usadas con
su persona.
¿Cómo lo llamaba su hermano?
Ah, sí: «una abominación». El hijo bastardo de la primera
esposa de su hermano y el padre de éste.
A veces, ni él mismo sabía por qué había nacido. No tenía
sentido alguno su existencia y sí, era algo despreciable que
su madre se acostara con su suegro. Claro que esas
preguntas y afirmaciones ya no calaban en su corazón y no
se sentía con ganas de suicidarse ni de enterrarse en el
olvido como muchos en su situación lo habrían deseado o
hecho. Más bien le había encontrado ciertos encantos a eso
de ser «el marginado».
Se levantó maravillado con la niebla que se veía desde la
ventana de su habitación rentada. Era un día maravilloso.
Amaba los días nublados, la lluvia, pero sobre todo la niebla.
Se visitó con su habitual traje negro y se peinó su pelo
oscuro con mechas rubias. Apenas le prestó atención a su
rasgo más distintivo cuando se miró en el espejo para
asegurarse de que no iba hecho un desastre. Sus ojos
heterocromáticos, el derecho marrón y el izquierdo gris, no
le llamaban la atención en absoluto a pesar de ser lo que
más asustaba a la gente nada más conocerlo.
—Un té —pidió al bajar al comedor con el equipaje listo
para irse y con la mirada puesta hacia la puerta. No era un
hombre de alcohol ni de grandes manjares.
No le había dado dos sorbos a su taza humeante cuando
un alboroto se formó delante de la taberna. Gritos
ensordecedores de una muchedumbre colérica y casi animal
traspasaron la puerta y llegaron hasta los comensales,
obligándolos a salir. Joe sonrió con aburrimiento sin moverse
de su taburete ni de la barra. La curiosidad de los pobres le
daba tanta lástima como le generaba una irritación
tremenda. Quizá porque él mismo había sido esa clase de
pobre una vez, y le habría gustado que alguien le explicara
que no tenía que buscar distracciones banales para llenar
su vida de interés.
Siguió con su taza de té, dando la espalda a la puerta. —
¿No va a salir, buen hombre? Parece que se está armando
una buena ahí fuera —preguntó el tabernero con ese
tedioso acento norteño y su falta de modales evidente,
deseoso de que Joe saliera para no tener la obligación de
quedarse él también ahí dentro, atendiéndolo.
—No suelo dejarme atrapar por intereses multitudinarios,
pero le puedo asegurar que no soy un ladrón ni preciso de
sus atenciones. Puede salir si lo desea, en cuanto termine
mi té me iré —Joe dejó unas monedas encima del
mostrador; el tabernero titubeó unos instantes.
—No suele haber mucha agitación por aquí, ¿sabe, buen
hombre?
—Y usted está deseoso de un poco de ella, lo comprendo.
Pero deje de llamarme «buen hombre», eso no hará que le
tenga más simpatía ni evitará que comete un delito
flagrante si abandona su lugar de trabajo —El tabernero lo
miró perplejo, una prueba de que no había entendido nada
de lo que había dicho—. Vaya de una vez.
—Sí —El señor dejó el trapo y la copa en la barra y corrió
hacia la puerta bajo la mirada inapetente de Joe.
—¡Hay que ahorcarla! ¡Ha matado a media docena de
conejos!
Sin apartar la vista de la taza, Joe escuchó esa última
declaración con cierto regocijo en su interior. La histeria de
esa mujer alimentaba el alma de un sádico como la de él.
Siempre había tenido debilidad por los villanos. Los
estafadores le gustaban. Eran hombres inteligentes. Los
contrabandistas también tenían su encanto, siempre tenían
historias interesantes que contar. Los asesinos le causaban
curiosidad por motivos evidentes, pero no los asesinos de
conejos. ¿Tanto revuelo por media docena de animales?
—¡Y pretendía matar a mi bebé también! —añadió la
histérica desde la lejanía.
Ah, los abusones ya se le atragantaban más. Matar a un
bebé no era una de sus ideas favoritas. Más bien era una
idea detestable. No solo detestable, sino repugnante. A esa
clase de villanos, Joe les temía porque sacaban lo peor de
él. El deseo de acabar con ellos era tan intenso que esos
restos de humanidad a los que se aferraba desaparecían. Y
si bien a Joe le agradaba estar en esa frágil línea entre el
bien y el mal, aún no veía con buenos ojos eso de
convertirse en un asesino por méritos propios. En un
villano.
Era preferible que la justicia actuara.
—¡Es una bruja! ¡Una hija de satanás que hay que
sacrificar si no queremos que el pueblo caiga en una
maldición!
—¡El cura tiene razón, hay que quemarla!
Joe dejó el té y se giró hacia la puerta. Entre los
sombreros de paja y los voluminosos cuerpos del conjunto
encolerizado, los ojos rapaces de Joe interceptaron el
ondular de una tela roja como la sangre y el viento gélido
trajo consigo un aroma de bergamota inconfundible. No
quiso moverse, pero se quedó prendado de la bruja y se
levantó hipnotizado hacia ella, abriéndose paso entre los
pueblerinos como el agua se abrió para Moisés en Egipto.
Sus ojos dispares se quedaron clavados en la cuerda
atada alrededor del cuello de la bruja con la capa roja y una
rabia intensa e inexplicable ardió en su interior, volviéndose
loco. —¿Quién es? —demandó al cura que sostenía el otro
extremo de la cuerda—. La quema de brujas terminó en el
siglo pasado —explicó Joe, tratando de respirar con
normalidad.
—¡Es una bruja que hace rituales satánicos con la sangre
de animales y bebés! No merece más que la muerte.
—Eso debería de decidirlo un juez —Joe no reprimió una
sonrisa de desprecio.
—¡En este pueblo no hay jueces y tenemos nuestra
propia ley! No vendrá un extranjero a decirnos qué debemos
hacer y qué no —dijo la histérica madre con el bebé en
brazos.
—La vida de un ser humano por la de seis conejos no me
parece algo razonable.
—¡Y la de mi bebé!
—¿Se refiere al que está entre sus manos a punto de
llorar? Lo veo muy vivo, señora.
La calle era adoquinada, la niebla espesa, la taberna gris
y los pueblerinos bastante poco agraciados en general. Joe
solo tenía ojos para la mujer envuelta de rojo. —¡La
encontré en la habitación del bebé con las manos
manchadas de sangre y los conejos situados en círculo
alrededor de la cuna! ¡Si esto no es obra de una bruja
entonces qué es! Es la hija de satanás y debemos actuar en
nombre de Dios sacrificándola.
Por lo general, Joe evitaba el conflicto directo, pero ni
siquiera el hecho de que todos fueran unos analfabetos
despertaba la más mínima compasión en él. Estudió a la
bruja, que tenía la cara baja cubierta por una espesa mata
de pelo negro y rizado, no parecía dispuesta a ayudarlo en
su labor de defenderla. Pero eso no lo desanimó, más bien
sintió una feroz y creciente curiosidad.
—¡A la hoguera! —El cura tiró de la cuerda y la bruja cayó
al suelo.
Joe había llegado a su límite. Era consciente de que
estaba a punto de arrojar por la borda muchos años de
autocontrol y golpear a alguien por placer, cuando una de
sus normas era no usar la violencia a no ser que fuera
estrictamente necesario para sus fines. Golpeó con fuerza el
rostro del cura y lo mandó al suelo. Joe no era un hombre
robusto, pero era atlético y delgado. Por un momento, pensó
que la gente se abalanzaría sobre él. Pero debió de
asustarlos lo suficiente como para aterrorizarlos. —¡Mirad
sus ojos! ¡Él también es hijo del diablo! —oyó murmurar a
alguien.
—¡O quizás el mismo diablo!
Joe estuvo muy tentado de reír con una carcajada nada
idónea, pero se enfocó en coger a la bruja en brazos y salir
de allí a toda prisa. Ni siquiera le había visto la cara, no
sabía nada de ella; tampoco sabía si la magia negra era real
ni si ella había intentado matar a ese bebé de verdad para
contentar a satanás. Solo sabía que necesitaba salvarla. La
cargó en una extraña sensación de irrealidad y la subió a su
precioso caballo de raza árabe, negro como el azabache.
Bajo la atenta y atemorizada mirada de las gentes del
pueblo, él también subió al animal y se marchó para no
mirar atrás.
Capítulo 2

Inicios de 1877. Monroe's House.


El villano se encontraba en una pequeña habitación
oscura, solo con su víctima. La habitación estaba llena de
muebles antiguos y polvorientos, y las sombras parecían
cobrar vida a medida que Joe Peyton avanzaba hacia su
objetivo. Sus manos estaban cubiertas de sudor, pero su
rostro era frío y decidido. Había estado planeando ese
momento durante meses, y finalmente había llegado. Nada
podría detenerlo ahora.
La víctima, uno de los barones al servicio de su hermano,
estaba atada a una silla en el centro de la habitación. El
hombre parecía estar aterrorizado, y su mirada seguía a su
asesino mientras este se acercaba. Joe se detuvo frente a él
y sonrió, mostrando sus dientes afilados.
—Lo siento mucho, amigo mío —dijo en un tono de falsa
compasión—. Pero es hora de que pagues por tus pecados
—El hombre trató de gritar, pero el villano le tapó la boca
con su mano. Con la otra mano, sacó un cuchillo reluciente
de su bolsillo—. Esto es por mi hija y para que nadie se
atreva a negarle lo que es suyo —susurró mientras
levantaba el cuchillo—. Y por todos aquellos a los que has
aplastado y destruido con el único fin de guardarle las
espaldas a mi adorado hermano, el Conde de Norfolk.
Joe Peyton le clavó el cuchillo en la garganta y lo mató en
el acto. El barón de Norfolk, uno de los fieles vasallos y
secretarios de confianza de su hermano, cayó muerto. El
barón se había pasado la vida aplastando a todos aquellos a
los que habían ido en contra del actual Conde de Norfolk y
había confabulado para que Joe fuera despojado de sus
títulos y de su herencia. Ahora ya no era una amenaza para
nadie.
—Señor —dio un paso hacia delante el señor Black, su fiel
mayordomo—. El brandy.
Joe asintió complacido, limpiándose las manos con un
pañuelo de seda negra, y tomó la copa entre sus dedos. Un
buen brandy, que le quemara la garganta y el alma, era lo
mejor para el cúlmine de todos y cada uno de los asesinatos
que cometía. —Quizás sea el primer Conde de Norfolk que
se ensucia las manos él mismo —comentó después de un
buen trago—. Eso no me convierte en más asesino que los
anteriores. Ordenar a alguien que mate por ti es tan horrible
como hacerlo tú mismo y ya sabes que me encantan las
cosas horribles. Soy un buen jugador de su vil juego, nada
más que eso. ¿Querían a un buen Conde? Seré el mejor, sin
duda. ¿Hay mucha diferencia entre mí y mi hermano mayor?
Mi hermano está en la cima por haber hecho cosas peores
que esta. ¿Verdad, señor Black?
—Sí, mi señor —contestó el señor Black, que parecía más
muerto que vivo, alto y de voz áspera.
—Encárgate de limpiar todo esto y de quemar su cuerpo,
no quiero pruebas de que este pérfido animal noble estuvo
aquí.
—Sí, mi señor.
El villano salió de la habitación ubicada en el sótano de
Monroe's House y subió las escaleras de una en una, a paso
lento, pero rítmico y sin dejar de sostener la copa. —No
deberías de beber a estas horas, dentro de poco te reúnes
con los Cavendish y demás secuaces de Thomas,
el diablo. Necesitas estar despierto y con los sentidos en
alerta —lo interceptó su vieja madre, Virgin Monroe, al llegar
al primer piso.
Joe le sostuvo la mirada con los ojos entornados. Diez
años después de que abandonara Norfolk's House había
descubierto muchas cosas. La primera y más importante era
ella: su madre. Seguía viva a pesar de las historias que le
habían contado de niño sobre ella y su muerte. Pero si
alguna vez imaginó, por un solo instante, que Virgin lo
cubriría del cariño y afecto del que le fue negado durante su
infancia, se equivocó. Aquella mujer era incapaz de sentir.
Todo cuanto hacía o decía Virgin era con un fin, no había
preocupación ni siquiera inquietud en ninguna de las
advertencias que ella pudiera hacerle. Estaba vacía.
—Tienes razón —dejó la copa sobre una de las mesas
auxiliares de ébano. La segunda cosa que había descubierto
era que sí le gustaba beber alcohol y, a veces, en exceso.
Atrás habían quedado las mañanas de té y los atardeceres
de más té. Solía levantarse con una copa doble de brandy y
terminar el día con una botella de vino vieja.
La tercera cosa que había descubierto era qué sentía un
asesino. El umbral del mal y del bien lo había traspasado de
largo, y ya no sentía curiosidad por los asesinos. Él se había
convertido en uno y eso le daba todas las respuestas
necesarias.
—Están llevando los explosivos hacia el salón en el que el
Duque de Devonshire os ha invitado a ti y a lady Christine
Brown, espero que no me defraudes esta vez y acabes con
esa gente que tanto daño nos ha hecho. Sabes que somos
muchos los que esperamos este cambio. La Sociedad
Secreta Contra la Nobleza espera grandes cosas de ti.
Lástima que tu hermano, el Conde de Norfolk, no vaya a
estar presente. Pero estarán sus hijas y su esposa, la buena
de Georgiana. Acabar con ellas será un golpe definitivo para
el diablo.
—Ya te dije que no te defraudaré, madre —le siguió la
corriente él; aunque debía de admitir, para su pesar, que
acabar con la vida de ciertas personas que iban a estar
presentes en el baile de su compromiso con lady Christine
Brown le costaría y que quizás cambiara algunos detalles a
última hora.
—¡Papá! ¡Papá! —Apareció de repente su hija, Virgin. Le
había puesto el nombre de su abuela, en honor a todo lo
que ella había sufrido para seguir estando viva. La pequeña
estaba llena de vida y de alegría, en ocasiones le recordaba
a su sobrina y anterior prometida Rubí o a su medio
hermana Sophia. Una muñequita en mitad de tanta
desgracia y de tantos hombres viles. Había heredado sus
ojos heterocromáticos, pero su pelo era negro como el de su
difunta madre.
—No deberías bajar a la primera panta sin pedir permiso
antes —le recordó él, incapaz de mirarla directamente a los
ojos—. ¿Dónde está tu institutriz, lady Christine Brown?
—Está preparándose para el baile de vuestro
compromiso, papá —explicó la niña de seis años—. Y quiero
saber si yo también puedo venir, estoy tan feliz de que la
señorita Christine vaya a quedarse con nosotros para
siempre...
—En absoluto —la cortó él—. Esta noche debes quedarte
en tu habitación —Se giró él muy serio, asustando un poco a
Virgin—. Es muy importante que me obedezcas y te quedes
junto a la señorita Maria Collins hasta que regrese, ¿me has
oído?
Virgin asintió con los ojos humedecidos y volvió a subir al
segundo piso corriendo, seguida de la doncella, la señorita
Maria Collins. Una mujer a la que Joe había contratado por
sus actitudes simpáticas. Ella era una buena compañía para
la niña, al igual que lady Christine Brown. Su actual
prometida había sufrido lo indecible con su horrible madre
del Condado de Tyne, pero tenía un buen corazón y a Virgin
le agradaba mucho. Ese era uno de los motivos por los que
le había pedido, amablemente, que fuera su esposa. Eso y
que era la amada del Duque de Devonshire y disfrutaba
torturando al «príncipe perfecto». Oh, su alma se regocijaba
con solo pensar que Christine estaba embarazada del
Duque de Devonshire y que pronto el bastardo estaría bajo
su autoridad. Iba a atormentar a toda la sociedad británica
después de la gran explosión.
No recordaba la última vez que sintió compasión por
alguien. Desde la muerte de «lady Excéntrica» todo se
había vuelto más oscuro que antes. Su vida nunca fue un
dechado de colores, ni siquiera cuando «ella» estuvo
presente en su vida, pero al menos llegó a disfrutar del rojo
por un tiempo. ¡El condenado amor, rojo! El amor era una
debilidad. Debería de estar agradecido de que «ella» ya no
estuviera, pero lo cierto era que la recordaba con mucha
más frecuencia de lo que desearía. Y Virgin era la viva
demostración de que jamás podría olvidarse de esa mujer
que le arrancó lo poco que le quedaba de su alma
maltrecha. Con su muerte, se fue todo. Ningún atisbo de
humanidad le quedaba en su corazón negro.
—Prepárate para la gran noche, la gran explosión —le
dijo su madre de pelo rubio y corto—. Y véngate del dolor
que nos causaron.
—Sí, madre.

Las cosas se estaban complicando por momentos dentro


de ese salón de baile repleto de familiares del Condado de
Norfolk y de los Cavendish. Joe Peyton no había previsto que
sus hermanos adoptivos, ajenos a cualquier maldad de la
alta sociedad británica, estuvieran presentes. La Condesa
de Norfolk, su cuñada y esposa de su odioso hermano
mayor, había tenido la idea sagaz de invitar a Emma y a
Jeremy a su fiesta de compromiso. Emma y Jeremy eran dos
huérfanos con los que se había criado en una de las
propiedades del Conde de Norfolk, bajo el cuidado de
Bethany, un ama de llaves.
Ellos eran completamente inocentes, sino dos víctimas
más, de ese grupo rastrero de ratas viles que utilizaban a
las personas con fines egoístas. Los Condes siempre habían
sido y actuado igual. Él mismo había sido utilizado de ese
modo cruel: lo habían arrinconado durante toda su infancia,
haciéndole creer que era parte del servicio, y solo lo
trajeron a coalición cuando lo necesitaron.
Necesitaba y debía hacer explotar ese salón. Pero no con
ellos dentro, ni con Rubí. Tampoco con Sophia. Ordenaría a
sus secuaces que los sacaran y luego lo haría volar por los
aires. El Duque de Devonshire, la Condesa de Norfolk y sus
otras tres hijas, el Duque de Somerset, etc., todos iban a
morir esa noche. Sabía que Rubí y Sophia lo odiarían cuando
eso ocurriera, pero sería capaz de vivir con ello. Prefería su
odio a tener que enterrarlas por partes en el cementerio.
Y en cuanto a su prometida... la decisión estaba en sus
manos. Si quería vivir, tenía que demostrárselo. De
momento, Christine Brown iba por el mal camino. No hacía
otra cosa que buscar excusas para alejarse de él y delatarlo
frente a los invitados. Tenía un pie más en la tumba que
fuera de ella, lo único que le dolía era el no saber cómo se
lo explicaría a su hija una vez todo hubiera terminado.
Tendría que explicarle que lady Christine Brown había salido
de viaje porque no podría confesarle que él mismo la había
matado.
¿Un asesino se vuelve adicto a la sangre? ¿A la sensación
de control sobre la vida de otra persona?
—Basta, Joe Peyton, futuro Conde de Norfolk —dijo la
aburrida Christine Brown entre sus brazos, mientras
danzaban estúpidamente alrededor de la pista. La fiesta de
compromiso solo había sido una tapadera para atraer a
todas las abejas a la miel y acabar con ellas con un solo
golpe—. Esto no tiene sentido. He visto como todos lo
aman.
Ya se había arrepentido de pedirle matrimonio y todavía
no habían celebrado la boda. Christine Brown era aburrida,
predecible y con un exceso de romanticismo nada
halagador. Eternamente enamorada del «príncipe» cuando
ella no era más que una mujer invisible, insulsa y poco
agraciada que poco o nada tenía por ofrecer. Y no pensaba
eso porque ella fuera poco bonita, sino porque en general
no le parecía nada atractiva. Podía tolerar un cuerpo feo si
tenía una mente rápida. ¡Ah, pero su prometida no tenía ni
una mente rápida ni un cuerpo con el que enloquecerlo! Era
un completo atentado contra sus sentidos.
Joe sonrió con inapetencia absoluta hacia su compañera
de baile y achinó los ojos con cierta diversión por el
histerismo femenino. Le gustaba provocar histeria y ese
salón estaba repleta de ella, era orgásmico.
—Una buena actuación, debo admitirlo. Pero algo
deficiente en algunos aspectos. Estoy considerando la idea
de pedir un reembolso por la entrada —se burló él por el
modo en el que su familia de hipócritas intentaba
manipularlo para que no hiciera «nada imprudente».
—¿Y su hermana Emma? ¿Ella también está actuando?
¿Sabe qué creo, lord Norfolk? Que usted no desea nada de
esto. Usted no es como su madre, estoy convencida de que
tiene alma detrás de los muros de odio que ha edificado en
torno a su corazón.
¿Alma? El alma era un concepto filosófico y religioso que
había sido objeto de debate a lo largo de la historia. En su
familia los hombres parecían carecer de ella. Y él no era una
excepción. Los diablos de Norfolk deberían llamarlos.
—No hable como si me conociera, una revolución es
necesaria para reestablecer el orden. Es hora de que otros
tomen el relevo después de que los descendientes del
Ducado de Devonshire y del Condado de Norfolk hicieran y
deshicieran a su antojo.
—¡Y otros tomarán el relevo! ¡El tiempo se encargará de
ello! ¿No lo ve? Si su hermano muere mañana, usted será el
nuevo Conde. No es necesario todo esto ni toda esta
maldad.
—Oh, no lo entiende. No entiende nada, miladi. Olvide mi
invitación para que se uniera la Sociedad Secreta Contra los
Nobles, jamás encajaría en ella. Hay cosas que no se hacen
solo para un fin, sino por pura maldad. Quiero que mi
hermano sufra, como él hizo sufrir a mi madre y a mí mismo
durante tanto tiempo.
—¿Matará a sus hermanos, entonces?
—No, los sacaré de aquí junto a los demás a los que no
sería capaz de enterrar.
—¿Y dejará que los hijos y los hermanos de las personas
a las que salve mueran? Le sugiero que piense un plan
mejor.
A ese punto, Joe estaba decidido que Christine no sería
una de las personas que sacaría del salón de baile antes de
que explotara. —Usted no está en mi plan...
La orquesta se detuvo en seco y un silencio abrumador
se hizo en el salón. Joe miró hacia la puerta como todos los
demás, atraídos por algo, y entonces se le secó la garganta
y un latido horrible movió su corazón muerto. Notó como la
sangre empezaba a correrle por el cuerpo y la vida le
regresaba parcialmente. No podía creerlo.
Era.
Era...
Era...
Ella.
«Lady Excéntrica».
De pie junto a la puerta, con sus enormes ojos verdes
mirándole fijamente y su hermosa cabellera negra
cayéndole en forma de cascada a lo largo de su cuerpo
voluptuoso.
—Scarlett —murmuró casi sin darse cuenta, olvidándose
de Christine Brown, de los explosivos e incluso de su
venganza.
¿Scarlett estaba viva? ¡Durante casi siete años la había
creído muerta! Le dijeron que había muerto durante el parto
de Virgin, pero ahora estaba allí mirándolo con su expresión
misteriosa de siempre. No había cambiado nada. Estaba
loco, había enloquecido. No había otra explicación.
—Joe —la oyó decir en la lejanía, pero su voz llegó hasta
él como si la tuviera pegada a su oreja.
Su debilidad.
Capítulo 3

De vuelta a 1867, cuando Joe y Scarlett coincidieron en


ese camino entre Inglaterra y Escocia.
Debía de haber caído un buen chaparrón en esa parte de
Inglaterra no hacía mucho. Incluso la niebla parecía estar
conteniendo el aliento antes de liberar otra descarga de
agua. El camino estaba mojado y embarrado, y en esos
instantes parecía un lodazal de fango revuelto. Durante
algunos minutos le preocupó el hecho de estar tan lejos del
suelo a lomos de un caballo (nunca había sido una buena
amazona), por no mencionar que el suelo se había
convertido en un océano de barro. Sin embargo, no le costó
mucho darse cuenta de que su peculiar compañero era un
buen jinete y que, por alguna extraña razón, pretendía
protegerla de cualquier mal.
Su pequeña aventura había llegado demasiado lejos esa
vez. Mía, una gran amiga de su familia, ya la había
advertido de los peligros de interceder en sus visiones.
Scarlett creía en un solo Dios, y no quería tener nada que
ver con los seres hechos de fuego. Sin embargo, en
ocasiones, estos seres invisibles se empeñaban en hacerle
ver realidades que le eran prohibidas al ser humano. Unos
días atrás, Scarlett había visto a un bebé siendo
secuestrado por un pérfido ladrón de niños y había sido
incapaz de quedarse en casa a la espera de que eso
ocurriera sin más. Por eso, sin que lo supiera su madre, se
había escapado de casa y se las había ingeniado para llegar
a ese triste pueblo lleno de analfabetos iracundos.
Otra opción hubiera sido la de alertar a las autoridades
sobre la inminente desaparición del pobre bebé. Pero,
¿cómo podía denunciar un secuestro antes de que éste
ocurriera? En el pasado, ya se le había ocurrido eso de
contactar con los agentes de la ley para alertarles de
futuros infortunios y solo había logrado que, o bien
sospecharan de ella o bien la tomaran por una desquiciada.
¡Ah, pero eso de que la tomaran por una bruja era nuevo!
Y debía de admitir que había disfrutado del peyorativo
sobremanera. A lo largo de su vida había escuchado muchos
calificativos hacia su persona: excéntrica, misteriosa, rara,
oscura, enigmática, etc. Pero bruja no. Y le había agradado,
aunque no fuera cierto.
—Creo que todavía no me he presentado —dijo él,
hablando por primera vez desde que dejaron el pueblo atrás
con la horda de lugareños estupefactos.
—Sé quién es usted —respondió ella, sentada de costado
por delante de él, encerrada entre sus brazos que le
ofrecían una cruel sensación de protección.
Scarlett pudo notar el estremecimiento de Joe Peyton a
través de su ropa y la de él, por lo que se convenció de que
él también la consideraba una bruja. Ese era un juego de lo
más perverso y divertido del que la bella joven no pensaba
privarse.
—¿Y puedo saber su nombre ahora, mi señora?
—Este es el monte de las ánimas —Scarlett evadió la
respuesta y se propuso torturar a Joe un poco más—.
Pertenecía a los templarios, cuyo convento está detrás de
esa colina —Señaló hacia una colina cualquiera, cubierta
por su capa roja de pies a cabeza—. Los templarios eran
guerreros y religiosos a la vez. El rey los hizo venir para
proteger estas tierras de la incredulidad y del vulgar
proceder de los autóctonos, haciendo en ello un notable
agravio a sus nobles. Entre los caballeros de la nueva y
poderosa orden y los aristócratas ingleses fermentó un odio
profundo hasta que una horrible batalla se dio lugar entre
ambos bandos. Este monte quedó sembrado de cadáveres.
No hace falta mencionar que los lobos disfrutaron de un
sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey:
el monte se declaró abandonado y en la capilla de religiosos
se enterraron amigos y enemigos. Desde entonces dicen
que cuando llega la noche, unos seres de fuego corren como
en una cacería fantástica por entre las breñas y zarzales.
A ese punto, Scarlett esperó que Joe estuviera temblando
de miedo. Todos los hombres lo hacían después de hablar
con ella, sin importar cuán gallardos y valientes fueran. —
Gustavo Adolfo Bécquer —contestó Joe con más indignación
que miedo—. No sabía que las brujas inglesas leyeran a
escritores españoles para inspirarse en sus relatos
terroríficos.
Scarlett abrió bien sus ojos verdes, ¿desde cuándo un
refinado caballero inglés conocía a un común escritor
hispánico de leyendas de horror? —Las brujas también leen.
Incluso me atrevería a decir que leen demasiado y por eso
terminan en la hoguera.
Pudo notar la mirada confundida de Joe por encima de su
capa roja. Él todavía no la había reconocido y tampoco
estaba segura de querer que lo hiciera. Eso conllevaría a
tener que dar demasiadas explicaciones y no le gustaba
darlas. Ambos se quedaron en silencio un rato. Scarlett
sentía la calidez del cuerpo de Joe en todo el costado
izquierdo. Sus piernas por un lado y otro. Scarlett tenía sus
rodillas apretadas contra una de esas piernas y notaba que
la otra le rozaba las nalgas. Fue incapaz de no
estremecerse.
Conocía a Joe de los salones de baile a los que su madre
la había obligado a ir. Y no era que su madre fuera,
precisamente, un dechado de moral victoriana. Pero había
ciertas obligaciones e imposiciones sociales que ni siquiera
una familia como la de ella podía evadir. Y aunque jamás
habían entablado conversación alguna Joe y ella, Scarlett
había oído a hablar mucho de él a través de su amiga Rubí
por haber sido el prometido de esta hasta hacía bien poco.
—Déjeme aquí —pidió ella, cansada de su aventura y
deseosa de regresar a Londres.
—¿En mitad de la nada?
Scarlett miró a su alrededor, solo había árboles limítrofes
al maltrecho camino y la niebla impedía ver qué había más
allá. —Por favor.
Joe detuvo la marcha de su semental negro, pero apretó
un poco más sus brazos alrededor de ella. —Morirá de
congelación si la dejo aquí.
—Sería una muerte imaginativa, me gusta. Algún día
todos moriremos y no le temo a ese paso definitivo al más
allá, más bien lo anhelo y lo busco de manera épica.
—¿Iba a matar a ese bebé?
—¿Eso condicionará su decisión de dejarme aquí?
—¿Sí o no?
—Por supuesto que no.
—Entonces, ¿por qué no ha dicho nada para defenderse?
—¿Por qué hacerlo si desde el principio todos creían que
miento?
—No creían que mintiera, la creían una bruja.
—Sinónimo a que miento, a que soy una embaucadora
que no diré ninguna verdad.
—No pienso dejarla aquí —resolvió él con un tono de voz
rígido y autoritario que volvió a estremecer a Scarlett; Joe
siempre había tenido algo de oscuridad en él, pero ella
jamás se había planteado la posibilidad de verlo atractivo.
Principalmente porque ella no veía atractivo a ningún
hombre. Su vida ya era lo suficiente infeliz como para
casarse y reproducirse. Le gustaba su infelicidad y estaba
enamorada de su soledad. Pero... Joe Peyton en mitad de
ese monte tenebroso le parecía lo más seductor que había
visto jamás y eso que todavía no lo había mirado
directamente a la cara.
El semental volvió a moverse entre el fango. —No voy
hacia allí, voy en dirección contraria.
—¿A dónde?
—A Londres.
—Creía que las brujas vivían en los bosques.
—Estamos por todos lados.
—Muy bien, la llevaré a Londres.
—¿Y suspender su viaje? No es necesario.
—No voy hacia ninguna parte en concreto.
—Me parecía que iba hacia Escocia.
—Pero puedo dar un rodeo antes.
—¿Por qué?
—Llámelo instinto.
—Por si no lo recuerda, soy una bruja. No necesito
escolta.
—Con un «gracias» sería suficiente.
—¿Y fomentar la caballerosidad? ¿La herramienta del
patriarcado para obtener gratitud aun cuando no es
bienvenida su ayuda?
—No entiendo ni una palabra de lo que dice.
—Por supuesto, su madre no viaja en el tiempo como la
mía, es imposible que entienda mis palabras... he recibido
una educación de otro siglo.
Joe se rio. —¿Le hace gracia? —Scarlett contuvo el
aliento. Solía provocar muchos sentimientos a sus
interlocutores: confusión, miedo, irritabilidad,
escepticismo... Pero no gracia. Eso no.
—Puedo creer que usted sea una bruja, pero no pienso
creer que su madre viaje en el tiempo.
—Tiene usted razón, no fueron viajes, sino más bien
susurros de seres hechos de fuego —contestó, casi
divertida.
—¿Seres hechos de fuego?
—Denominados «yinns».
Sin duda, esa aventura había llegado demasiado lejos
incluso para Scarlett, acostumbrada desde niña a toda clase
de situaciones con una madre de otro siglo y un padre
alienista (psiquiatra). No era habitual que se explayara
tanto con un caballero, algo que empezaba a resultarle
escandaloso e inusualmente excitante.
—Yinns. Suena irreal.
—¿No cree en el «más allá», lord Peyton?
—Así que es cierto, sabe quién soy.
Scarlett escondió una sonrisa traviesa debajo de la
caperuza roja. —Se lo he dicho al principio. Es usted Joe
Peyton, futuro Conde de Norfolk.
—Sí, futuro Conde de Norfolk —repitió Joe, arrastrando las
letras con una mezcla de asco, pena y rabia que no pasó
desapercibida para un corazón sensible como el de Scarlett,
que sintió la repentina e inexplicable necesidad de abrazar a
ese hombre inmediatamente. Y lo hizo. Lo abrazó desde su
posición, de lado, y se quedó pegada a su torso. Sintió un
hormigueo en el estómago al hacerlo y se dejó embriagar
por la sensación acompañada de una dulce y fuerte
fragancia de sándalo.
—¿Es alguna clase de hechizo? —preguntó él después de
unos segundos de vacilación y un par de respiraciones
entrecortadas.
—¿Quiere que lo hechice? —preguntó ella, apretándose
más a él sin necesidad de lógica ni de complicadas
explicaciones. Solo guiada por un instinto carnal nacido
desde lo más hondo de su alma sensible e instintiva.
—Me encantaría, sería lo mejor que me ha ocurrido en
años —dijo Joe Peyton, que le levantó la barbilla con dos
dedos y la besó en los labios. En los labios.
En la boca.
No duró mucho. Solo lo suficiente para una mujer a la
que nunca habían besado. Scarlett descubrió una
sexualidad hasta entonces dormida que la asustó. Y
asustarse para ella era sinónimo de diversión y ardor. Sintió
un cosquilleo en los labios que se extendió hasta la boca, la
garganta y la nariz. Sintió que se le endurecían los pechos y
que un doloroso anhelo se esparcía en su abdomen y la cara
interna de sus muslos.
—Creo que Black no puede continuar —gruñó Joe al
separarse de su boca, y Scarlett aprovechó su distracción
para estirar su capa roja sobre su cara un poco más. Ahora
más que nunca no quería que Joe la descubriera, si lo
hiciera, ese horrible código de honor de los caballeros lo
obligaría a tratarla como a una muñeca de porcelana y se
alejaría de ella aun estando ambos montados en el mismo
caballo.
—Sugiero que encontremos un lugar donde refugiarnos —
susurró ella, cargada de emociones y sonrojada por el calor.
¿Qué le estaba ocurriendo? A pesar de sus ideas poco
victorianas y de sus modales nada convencionales sabía
muy bien que entregarse a un hombre sin un contrato de
por medio era poco más que una estupidez.
Claro que también había sido una estupidez coger un
carruaje hasta más allá de Norfolk y seguir el camino a pie
hasta llegar a un bebé que había visto en sueños. Ella no
era una bruja, pero era distinta. Su cuerpo de mujer era una
copa para toda clase de visiones e intuiciones que solían
llenarla y poseerla. Mía la había advertido de esos peligros,
pero Mía estaba de viaje a América para reunirse con otras
mujeres que sufrían el mismo mal de los «yinns»
poseedores de cuerpos humanos. Y no iba a ayudarla esa
vez.
—Imposible, no veo nada más allá de unos pasos de este
camino. Internarse en el bosque, con esta niebla y este frío,
sería poco más que un suicidio. Black nos llevará a un buen
destino si dejamos que continúe su marcha.
—Ha dicho que no puede continuar.
—Necesita descansar, no está acostumbrado al peso de
dos personas y menos en estas condiciones en las que cada
paso que da parece que vaya a resbalar.
—Hágame caso, detenga el caballo y sígame —Joe se
paró en seco y bajó del semental para luego ayudarla a ella
a hacer lo mismo. —¿Siempre obedece sin rechistar?
—A usted sí.
—¿Aún con la posibilidad de internarse en un oscuro
bosque frío y húmedo para morir en él?
—Aún con esa posibilidad —determinó Joe Peyton con
una seguridad que hizo temblar todo el cuerpo de Scarlett
de un orgullo placentero y una nueva fuerza única.
—No conoce mi rostro ni mi nombre.
—Solo sé que la seguiría hasta el mismísimo infierno.
—Retire eso.
—Lo retiro.
—Nadie, ni el peor de los villanos, deseará el infierno
cuando se abra ante él. Solo hay un solo Dios, ¿lo
comprende? Nadie tiene ningún poder salvo él.
—¿Ni siquiera los «yinns»?
—¡Por Dios, por supuesto que ni siquiera ellos! Si Dios
quisiera los llevaría a todos al infierno de un solo plumazo.
—¿Y por qué no lo hace?
—Porque es un examen.
—¿Y estoy aprobado?
—Nadie lo sabe, solo sé que ahora debe seguirme.
Scarlett le ofreció una mano, parcialmente cubierta por la
tela roja, y Joe se la tomó. Así fue como ambos empezaron a
correr entre la espesura del bosque, mojándose con la
humedad fría que empapaba el helado follaje y enterrando
sus pies en el barro. Scarlett nunca había sido tan feliz como
en ese instante y estaba segura de que Joe tampoco. Los
dos estaban locos y los dos amaban esa clase de locura. Si
fueran normales, al fin y al cabo, no se hubieran
encontrado. Y cualquier otro argumento, venido de personas
mucho más decentes y lógicas, carecía completamente de
sentido en esa tesitura.
Capítulo 4

¿Qué estaba haciendo al enzarzarse —y mucho— en una


carrera detrás de una mujer desconocida? ¿Cuándo a cada
paso que daba corría el riesgo de patinar, romperse una
pierna, y hacer que su muerte fuera inevitable entre la
maleza y el frío? Joe estaba sorprendido por su inusitado
proceder. No era de esa clase de hombres que perdían la
cabeza por las mujeres; sus aventuras amorosas habían sido
contadas y muy bien seleccionadas. Joe Peyton era incapaz
de yacer en la misma cama con otra persona sin sentir una
atracción mental más allá de la física con ella.
Los pechos grandes y las caderas generosas no eran una
perdición para él. Las conversaciones inteligentes y las
personalidades originales, sí. Y esa bruja, que cada vez
parecía más rebelde que bruja, lo atraía espiritualmente
como ninguna otra mujer lo había hecho antes. Tenía la
mezcla perfecta de misterio, crueldad y sabiduría.
Estaba sometido a ella: al ondular de su tela roja y al
roce de su mano pálida cogida a la de él. Era una conexión
que no atendía a razones desde el abrazo que ella le había
dado, un gesto lleno de amor desinteresado. ¡Amor! El amor
era un sentimiento complejo y multidimensional que se
podía describir como una combinación de afecto,
compasión, pasión y compromiso hacia otra persona. El
amor podía ser romántico, platónico o familiar, y se
caracterizaba por una fuerte conexión emocional, un deseo
de cuidado y apoyo, y una disposición a sacrificarse por el
bienestar del otro. Joe jamás había experimentado el amor.
Jamás había estado dispuesto a sacrificarse por el bienestar
del otro. Salvo por su familia adoptiva de sirvientes en
Minehead y algún que otro miembro de la familia Peyton.
—¿A dónde nos dirigimos? —preguntó Joe con la cara
húmeda por la niebla.
—¿Ya se ha arrepentido de seguirme?
—Imposible. Este es el sinónimo de libertad que estaba
buscando.
—La libertad es un concepto muy amplio, lord Peyton.
¿Qué clase de libertad estaba buscando? —preguntó
Scarlett con esa voz profunda que calaba más hondo en su
cuerpo que el frío.
—De todas las clases de libertad.
Corrieron un poco más, rozando las hojas, las ramas y las
flores congeladas. El bosque parecía entonar una canción
propia al ritmo de las pisadas de los dos amantes. La bruja
lo guiaba con una maestría admirable, como si conociera el
camino, y Joe cada vez se sentía más atrapado. Era un
sueño.
—Aquí está —dijo ella, señalando una cabaña de leñador
abandonada.
—¿Ha estado antes aquí?
—Nunca —respondió ella con voz alta y clara, sin soltar
su mano.
Entraron en la cabaña llena de telarañas y polvo. Estaba
oscura y solo quedaban los vestigios de lo que algún día un
pobre leñador dejó allí: una chimenea maltrecha con un par
de troncos viejos, un camastro de paja con pulgas muertas y
una retahíla de herramientas oxidadas y colocadas en una
esquina. Era una sola habitación, una sola planta y las
paredes apenas se aguantaban por sí solas. Incluso había
un par de ventanas rotas por las que se colaba el viento y
se oía un resoplido tenebroso. Era la clase de lugares a los
que la gente llamaba «encantados».
—Es perfecta —dijo la mujer que lo había llevado hasta
allí.
—¿El qué?
—Esta cabaña.
—¿Para alguna clase de ritual satánico? Quizás yo sea su
próximo sacrificio, sería lo idóneo después de los pobres
seis conejos que dejó en la aldea.
—¿Tiene miedo? —le siguió el juego ella, todavía con la
cara tapada.
Vaya. Miedo no. Excitación sí.
—Solo tengo miedo de que Black se muera en el camino
donde lo hemos dejado. No me gustaría que se muriera, es
el único amigo tengo.
—Black estará bien, confíe en mí —lo calmó ella,
abrazándolo de nuevo como lo había hecho antes sobre el
caballo—. Yo también tengo poco amigos —le susurró contra
su torso—. Y, como usted, tengo especial preferencia para
los animales. Sobre todo, las serpientes.
—Haber esperado una preferencia para los gatos o los
perros por parte de usted hubiera sido una necedad.
—Oh, no, amo los gatos negros. Tengo uno que me sigue
a todos lados cuando estoy en casa.
Joe esbozó una media sonrisa. —Sigo en desventaja, mi
señora, sigo sin saber su nombre. No me castigue más y
dígame como se llama.
Rogó él, sintiéndola contra su cuerpo, apretándola entre
sus brazos, amándola sin conocerla.
—¿Qué relevancia puede tener un nombre ahora mismo?
Ambos sabemos lo que está a punto de ocurrir —Durante un
instante no entendió lo que quería decir. Después lo hizo.
Joe tragó saliva y retuvo la respiración—. Los dos
necesitamos hacer algo gloriosamente escandaloso.
—¿Está segura, mi señora? —preguntó él, abandonado en
esa fantasía.
—Sí, estoy segura.
Joe pensó que las mujeres como ella, con una energía
femenina tan poderosa y conocedoras de las artes oscuras,
debían de entregarse a los hombres con frecuencia. La
sexualidad debía de ser uno de los pilares fundamentales en
la vida de una bruja o algo parecido a ello. Solo esperaba no
quedarse sin alma después de perderse entre las carnes de
ella. Había oído leyendas sobre esa clase de mujeres
nigrománticas del amor, seductoras de hombres que se
alimentaban de las almas de sus enamorados. Ah, pero no
quería ni podía pensar en las consecuencias de entregarse a
los deseos de la excéntrica, solo anhelaba hacerla suya.
Además, poco le quedaba de su alma perversa como para
preocuparse por ella.
Eran ellos dos y nadie más.
Él era un hombre soltero y ella una mujer adulta e
independiente que ya había hecho eso antes, nada le
impedía seguir sus instintos. Colocó las manos alrededor de
su estrecha cintura y las deslizó hasta sus nalgas, las cuales
ya había sentido bastante generosas durante su viaje a
caballo. Las apretó entre sus dedos largos y ágiles y la oyó
gemir. Le pareció encantador que ella gimiera ante un roce
tan inocente dada su larga experiencia con los hombres. Se
complació con el roce de su cuerpo femenino por encima de
la capa suave y satinada, era un delirio.
Ella subió la cabeza y lo besó. Fue un beso intenso,
húmedo y caluroso, de esos que hacen ruido y que cortan la
respiración hasta ahogar a sus propietarios. Joe se dio
cuenta de que no necesitaban encender el fuego, ni siquiera
tenían tiempo para detenerse a hacerlo. Ella tampoco
parecía preocupada por el frío ni por las ropas mojadas. El
calor de su pasión era suficiente.
Empezó a conocerla a través del tacto, del olor, y de la
respiración. La besó en los labios y luego en la barbilla. Y
luego subió sus manos desde el trasero hasta su capa roja,
con intención de descubrir sus ojos y su pelo, pero ella lo
detuvo y lo besó en su lugar. Por alguna razón, no quería
que le viera el rostro, pero Joe no se extrañó. Ese secretismo
era muy acorde con la personalidad que la bruja había
estado mostrándole desde el principio, así que se limitó a
quererla sin necesidad de verle los ojos, aunque le había
parecido ver un destello verde entre alguno de los besos.
Deslizó la mano derecha hasta su entrepierna, hasta ese
lugar cálido y oculto. Escuchó que ella volvía a gemir, pero
esta vez lo empujó hasta al camastro de paja para sentarlo,
fue increíble verla subiéndose las faldas, tomando el control
con puro instinto sexual, sin ningún tipo de compasión. Era
una seductora consumada. Tenía las piernas esbeltas y los
muslos bien llenos, era una delicia y Joe lo disfrutó mucho
cuando se sentó sobre sus piernas a horcajadas y lo
envolvió con su abrazo femenino, apretando sus cuantiosos
pechos contra él y suplicándole, sin hablar, que se bajara
los pantalones.
La complació rápidamente y ella se deslizó sobre su
virilidad sin dejar de besarlo. Joe pudo notar un breve
titubeo en su amazona, pero luego terminó de envolverlo
con sus carnes femeninas y empezó a cabalgarlo con
movimientos suaves y rítmicos. Ninguna experiencia
anterior podía compararse con aquella, el modo en el que la
bruja lo cabalgaba lo enloqueció por completo,
enrojeciéndose de placer, apretando con más fuerza sus
caderas, enterrando su rostro en sus pechos, jadeando junto
a ella en esa alucinación carnal y erótica.
Tan loca estaba ella como él, que empezaron a morderse
porque los besos habían quedado en un segundo plano. Se
mordieron entre risas y diversión en el cuello, las orejas, y
en la cara. Fue en uno de esos mordiscos que Joe empujó la
capa de la bruja sin querer hacia atrás, descubriéndole el
rostro. Por un instante de vacilación pensó que se
encontraría con una mujer de mediana edad o con el rostro
cubierto de cicatrices, pero descubrió un hermoso rostro
joven e inmaculado de piel porcelana con unos ojos
enormes de color verde. Tardó unos segundos en
reconocerla.
—Scarlett —gruñó él, jadeante por la fogosidad vivida. La
miró a los ojos directamente y luego miró hacia abajo,
descubriendo la mancha de sangre de la virginidad perdida.
—Si para ahora, lord Peyton, le juro que lo mato —ordenó
ella con esa misma voz profunda que lo había seducido.
No era normal. Ni lícito. Ni real. Joe creyó seriamente que
había muerto bajo ese árbol caído del camino y que todo lo
demás había sido producto del «más allá». Scarlett Newman
era hija del Barón de Cromwell, Conde de Blackstone. Era
una dama de la alta sociedad británica y amiga de su ex
prometida, Rubí. Apodada «lady Excéntrica» por la gente
debido a sus actitudes poco corrientes y su aspecto
misterioso, Joe apenas había entablado conversación con
ella hasta ese mismo día.
Pero a Scarlett parecía que todo eso le daba igual. Y
siguió montándolo en un especie de realidad paralela en la
que él mismo volvió a perderse. Disfrutó de sus
movimientos de nuevo, mirándola fijamente a los ojos
mientras ella hacía lo mismo: mirarlo fijamente. Fue una
quimera digna de las más horribles brujerías verla alcanzar
el éxtasis sobre él, gimiendo sin ningún pudor, para luego
explotar él mismo dentro de ella con complacencia.
Se liberó dentro de ella y la abrazó con más fuerza en el
proceso, apretándola contra él. Scarlett lo rodeó con sus
brazos y aceptó todo su líquido dentro de su feminidad
plácidamente. —Ha sido sublime —dijo ella después de unos
minutos de silencio.
—¿De qué va todo esto? —preguntó Joe, separándola un
poco de él para poder mirarla otra vez a los ojos—. Las
damas no se entregan a hombres en cabañas
abandonadas.
—Eso es porque no soy una dama, soy una bruja,
¿recuerda?
—¡Deje de jugar conmigo!
—Lord Peyton, lo último que deseo escuchar ahora
mismo es un discurso sobre el honor masculino y los
códigos de conducta británicos. Solo quiero que
encendamos esa maltrecha chimenea, nos desnudemos y
sigamos conociéndonos el uno al otro.
Scarlett se acercó a la chimenea ante la mirada
anonadada de Joe, que seguía sin dar crédito a lo sucedido,
y la encendió. Incluso en eso, esa dama de la alta sociedad
parecía una experta. Después, como si el sueño erótico no
hubiera terminado ni mucho menos, Scarlett se quitó la
capa roja ante él e hizo lo mismo con el resto de su ropa,
dejando a la vista su voluptuoso cuerpo y sus generosas
curvas. —Es nuestro destino estar juntos, Joe Peyton —le
dijo mientras se acercaba a él de nuevo y se tumbaba en el
camastro, a su lado—. Será mejor que no desperdicie su
tiempo intentando buscar explicaciones a lo que,
sencillamente, no las tiene. Usted es mi hombre, lo he
elegido, y espero que esté a la altura. Aunque nada de lo
que haga podría decepcionarme, se lo aseguro, solo
alejarme de su persona. Usted es mío y yo soy suya,
¿necesita alguna otra explicación más para hacerme el
amor?
Joe Peyton se quebró. Y supo que jamás volvería a ser
dueño de sí mismo ni de su maltrecha alma de villano.
Obedeció a esa mujer, otra vez, sin rechistar, y se subió
encima de ella, apartándole los muslos con la rodilla para
penetrarla. Ella sonrió de placer al sentirlo dentro y Joe la
embistió perdiéndose en la locura más extrema de la
pasión, el amor, y gozo absoluto.
Capítulo 5

La lluvia caía con fuerza contra las ventanas. No había


parado durante toda la mañana. Sin duda sería imposible
viajar ese día. Scarlett no abrió los ojos ni se movió. Se
quedó entrelazada entre los brazos y las piernas de Joe. La
respiración de Joe era profunda, él aún estaba dormido. Olía
a sándalo y a hombre. Una mezcla agradable.
No se arrepentía de lo ocurrido. Había sido una noche
gloriosa con un hombre fantástico, el hombre que ella había
elegido como compañero de vida. Scarlett no era partidaria
de los estrictos códigos de conducta victorianos; a pesar de
ser un miembro de la alta o, mejor dicho, de la media
sociedad británica de aristócratas, ella se consideraba
dueña de sus propias decisiones y de su cuerpo. Su madre
la había educado con otra clase de pensamientos
influenciados por ideas de siglos futuros. Y su padre, siendo
un médico de pacientes enfermos mentales, tampoco la
había coaccionado jamás a ser alguien distinto a quien ella
quería ser.
Y sí, creía firmemente en la idea de que entregarse a un
hombre sin un contrato de por medio era poco más que una
necedad, pero Joe había demostrado no ser un aprovechado
ni un interesado. Más bien había sido ella misma la que lo
había instado a hacerle el amor una y otra vez durante toda
la noche. Él le proporcionaba un placer único, una explosión
de sentimientos y emociones inexplicable. Cada vez que él
la penetraba era un delirio celestial, y no solo por la copula
carnal, sino por lo que sus dos almas juntas sentían.
Era el destino. Y si Dios lo permitía, ellos ya no se
separarían jamás. Apenas podía creer que hubiera
encontrado al hombre de su vida en un lugar tan remoto,
tampoco podía creer que ese hombre fuera Joe Peyton.
Aunque, si lo pensaba bien, él siempre le había parecido
una persona interesante y el lugar era perfecto para hacer
florecer el amor. Abrió los ojos lentamente, con la cabeza
todavía apoyada sobre el pecho de Joe y observó las
telarañas del techo y las enormes arañas que corrían por
ellas. También le dedicó dos segundos a la ventana
parcialmente rota que resoplaba un lamento de viuda
continuo. La emoción la embargó, ¡qué romántico estaba
siendo todo aquello: Joe, el ambiente, el tiempo! Era feliz.
Joe suspiró contra su oreja y después se desperezó sin
alejarse de ella.
—Está lloviendo —murmuró él.
—Una bendición —respondió ella, apretando sus uñas
largas y bien cuidadas contra la carne de Joe—. Es una
danza de gotas, una sinfonía de frescura, que refresca el
alma y la llena de alegría.
—En realidad estaba pensando en que estoy hambriento
y no soy un buen cazador.
—Pero yo soy una buena recolectora, vístase lord Peyton,
saldremos a buscar comida.
—Se está acostumbrando usted, lady Newman, a darme
órdenes.
—¿Le incomoda? —preguntó ella, haciendo brillar sus
ojos verdes con una crueldad encantadora mientras se
ponía de pie, desnuda y sin ningún pudor.
—No, de su parte no. Usted puede darme todas las
órdenes que desee y yo las acataré satisfecho, soy su más
fiel servidor... lady Scarlett Newman, soy suyo para
siempre —aseguró él, sentándose en el borde del camastro.
Scarlett lo miró a los ojos, dentro de esos dos orbes de
distinto color, y supo que Joe no mentía. Él sería capaz de
hacer cualquier cosa por ella. Se acercó a la chimenea, casi
apagada, y tocó su sencillo vestido de lana burdeos. Estaba
seco. Luego tocó la ropa de Joe, también seca. Se vistieron
en silencio, ensimismados en la complicidad que se había
establecido entre ellos. Estar juntos, de repente, les parecía
tan natural como respirar.
Unos golpes en la puerta, sin embargo, los sacaron de su
ensoñación. —Es Black —informó Scarlett, colocándose la
capa roja (también seca) por encima.
—Habrá seguido el rastro —comprendió Joe y abrió la
puerta para felicitar a su inteligente y fuerte semental. El
caballo relinchó con aprobación y picó con los cascos el
suelo. Era un animal magnífico.
—Déjelo entrar, lord Peyton, que se seque aquí dentro; se
lo debemos después de haberlo dejado en el camino
fangoso —Joe estiró de las carrilleras de Black y este,
bajando la cabeza, entró en la cabaña, llenándola toda con
su espacio. Scarlett se maravilló por esa imagen tan
espléndida y se acercó al único amigo de su hombre para
invitarlo a sentarse, Black aceptó la invitación tan sometido
como Joe a sus encantos, y se sentó en una esquina—.
Ahora venimos, señor Black, descanse.
Joe esbozó una media sonrisa y Scarlett comprendió que
era un gesto poco común en él por la tirantez de sus
músculos al esbozarla. ¿Cuál era el sufrimiento que
atormentaba el alma de su amado? Solo lo había oído reír
una vez desde su encuentro, y tampoco había sido una risa
llena ni de alegría, sino más bien de diversión irónica.
Se perdieron entre el follaje del bosque, bajo la lluvia,
pero ninguno de los dos parecía tener miedo del frío. —
Achicoria silvestre —se paró ella después de andar algunos
minutos entre los murmullos de las hojas y los animales
escondidos—. Su raíz bien tostada puede servirnos de
café —Arrancó la planta, ensuciándose los dedos con la
tierra mojada—. Pero será mejor que dejemos las hojas aquí,
son demasiado amargas y podrían dañarnos la barriga.
—Raíz sí, hojas no —comprendió Joe en voz alta y Scarlett
guardó la achicoria en el saquito que había hecho con la
falda de su vestido de lana.
—Nasturtium officinale —Se agacharon por segunda vez
cerca de un riachuelo y Scarlett cogió una gran cantidad de
esa hierba—. Perfecta para una ensalada, también servirá
para mimar al señor Black —Joe no dijo nada, pero Scarlett
notó su mirada de asombro y de admiración—. Oh, y dientes
de león, mira cuántos... Darán sabor a la ensalada.
Regresaron a la seguridad de la cabaña con las manos
cubiertas de tierra y cargados de todo tipo de hierbas y
flores que Scarlett había recolectado bajo la atenta mirada
de Joe. Él, lo máximo que había podido hacer ante su
inexperiencia con el asunto, fue ofrecer sus manos y sus
bolsillos.
—Espere aquí, lady Newman —pidió él, después de dejar
las plantas sobre una mesa maltrecha y de rebuscar entre
un pequeño cajón de la cabaña de leñador—. Quiero hacer
mi pequeña aportación al menú de hoy.
Scarlett asintió y mientras le daba su merecida porción
de Nasturtium officinale al señor Black y tostaba la raíz de
achicoria silvestre se dio cuenta de que se habían olvidado
de coger agua. Ah, pero no iba a moverse de ahí hasta que
Joe regresara. Que lo esperara ahí, en esa cabaña, era la
única petición que él le había hecho y no lo defraudaría.
Cuando apareció en la puerta de la cabaña, Joe llevaba
un pez ensangrentado en la mano derecha y un pequeño
cubo de agua en la izquierda. Dieron cuenta del copioso
almuerzo sin prisas. Saborearon la comida sentados en el
suelo, cerca de chimenea, y con el señor Black dormido en
la misma esquina que se había sentado al entrar, ocupando
gran parte del espacio. Scarlett, animada por la hogareña
estampa, incluso arregló el camastro con un par de paños
que había encontrado en la repisa de la chimenea.
—Somos muy desdichados —dijo Scarlett con una sonrisa
nada acorde a sus palabras—. Perdidos en un bosque con
solo una cabaña maltrecha para darnos cobijo, repleta de
insectos, con ventanas ruidosas y platos repletos de hierbas
para comer.
—Se olvida del pescado sin sal —añadió Joe con otra
sonrisa de satisfacción—. Y del caballo que ocupa todo el
espacio con sus enormes patas llenas de barro.
Scarlett mordió una espina del pescado con los ojos
brillantes clavados en los de él. —Creo que tampoco
debemos olvidarnos de la inminente posibilidad de
quedarnos sin leña seca para calentarnos.
—Ni alúmbranos, llegada la noche.
—La luna nos ayudará a ver, como en la noche anterior.
Joe apoyó la espalda en el camastro y Scarlett se acercó
más a él para abrazarlo. —¿Es usted desgraciada, lady
Scarlett?
—Oh, sí, mi querido lord Peyton; completamente
desgraciada —Apoyó su pelo suelto, largo, negro y ondulado
en el hombro de él y lo miró de reojo, entornando sus
enormes ojos verdes bajo sus largas y tupidas pestañas
negras.
—Ha parado de llover.
—No estropee el momento con malas noticias —se quejó
ella, que no quería que nada de eso terminara aún.
Lamentaría mucho no seguir con esa aventura.
—Creo que es hora de que hablemos con seriedad, lady
Scarlett. ¿Quiere que la tutee?
—No, eso sería demasiado aburrido.
—Entonces, miladi, déjeme preguntarle si sus padres no
estarán preocupados por su ausencia.
—De ninguna manera. Están acostumbrados a mis
ausencias.
—¿Por qué?
—Visiones, ese es mi secreto —confesó ella para su
asombro. Scarlett no había hablado sobre sus visiones con
nadie excepto con su familia y Mía. Era un secreto que
llevaba muy bien guardado, a sabiendas de que los demás
no lo entenderían. No le importaban las opiniones de los
demás sobre su persona, ni las burlas, pero sabía diferenciar
entre la necesidad de explicar algo y no. Y no había ninguna
necesidad de explicar un asunto tan personal, tampoco
tenía ninguna relación íntima con nadie como para
compartir información sobre su persona. Sus amigas eran
más bien conocidas con las que había coincido en repetidas
ocasiones. Era una mujer solitaria por naturaleza y
disfrutaba de ello, de la soledad. No era sociable. Además,
las emociones de las personas solían afectarle demasiado y
esa era otra de las razones por las que prefería mantener
una distancia prudencial con ellas.
—Entonces es cierto, es usted una bruja.
—No tengo poderes mágicos si eso lo que me pregunta, y
tampoco estoy rendida a Iblis.
—¿Iblis? ¿Quién es?
—El diablo. No adoro al diablo, sino a Dios.
—¿Entonces es Dios quien le susurra en el oído?
—¡Por supuesto que no! —se molestó ella con esa
pregunta—. Son los «yinns», seres hechos de fuego. Algunos
de ellos sirven al Diablo. Ven en mí a una persona receptiva,
y por eso se acercan durante la noche para hacerme ver
cosas que van a pasar, a veces con buenas intenciones, a
veces con malas. Mía, una buena amiga de la familia a la
que le ocurre lo mismo, me ha dicho que no tengo que
hacer caso de las visiones. De ese modo, desaparecerán.
Pero me cuesta eludirlas cuando la vida de un ser inocente
está en peligro.
—El árbol del que me salvó... ¿Lo vio en sus visiones?
—No, solo oí un crujido. Como amante del bosque y
conocedora de sus secretos, preví que ese árbol iba a caer
de un momento a otro y lo avisé. Pero no lo vi en una visión.
En realidad no me gusta vivir acechada por los «yinns» y no
quiero hacerles caso. Como le he dicho, yo solo adoro a
Dios, que es el creador de todas las criaturas.
—Entonces, ¿a qué vino lo de los conejos?
—Los conejos no los puse yo, los encontré ahí cuando
subí a la habitación del bebé para protegerlo del
secuestrador. Quizás alguna otra bruja, que sí adora a Iblis,
hizo alguna especie de conjuro. Pero no fui yo, no me gustan
las artes oscuras y repruebo la magia negra.
—Sin duda, es muy especial, lady Newman...
complicada.
—«Lady Excéntrica», el mejor de los nombres que
pudieron ponerme. Pero es su turno, milord, futuro Conde de
Norfolk —Scarlett notó la tensión en el cuerpo de Joe al
nombrar su título—. ¿Qué le ha ocurrido después de que
Rubí rompiera con su compromiso? ¿Por qué ha abandonado
Norfolk, su hogar?
—Nunca fue mi hogar —respondió Joe con amargura y
Scarlett sintió su dolor.
—¿Le ha dolido que Rubí rompiera con el compromiso
para casarse con otro hombre, es eso? —se atrevió a
preguntar con un hilo de su voz de soprano, convencida de
que quizás no sería capaz de soportarlo si Joe confesaba
tener sentimientos amorosos hacia otra mujer que no fuera
ella.
—No ha sido dolor, miladi. Sino humillación. El modo en
el que me han utilizado siempre es humillante y que Rubí
rompiera con el compromiso después de que mi hermano
me obligara a aceptarlo con sus constantes amenazas y
chantajes, me ha parecido muy poco considerado. No
espero amor, pero al menos sí cierto respeto.
Scarlett percibió la oscuridad en el alma de Joe, pero no
se asustó de ella, sino que la encontró bella y se enamoró
más de él. No era una ignorante del pasado de él, su propia
madre había escrito todas y cada una de las biografías de
las hermanas Cavendish, incluyendo la de Georgina Peyton,
la actual esposa del Conde de Norfolk. Sabía muy bien que
Joe era el bastardo de la primera esposa del Conde de
Norfolk y su propio padre. Un escándalo y una aberración
para muchos, pero con todo el Conde había aceptado a Joe
como su heredero y a Scarlett se le escapaba el motivo por
el que Joe no valoraba ese pequeño, pero sumamente
importante, detalle. Claro que vivir en un entorno hostil,
siendo siempre insultado, vejado y utilizado a conveniencia
no debía de ser fácil. Y quizás el Conde de Norfolk le hubiera
hecho cosas a Joe que eran imperdonables.
—A veces, los seres humanos, hacemos cosas extrañas.
Eso incluye al Conde de Norfolk.
—Mmm —contestó Joe como si no la hubiera escuchado
—. Nos casaremos en Londres, ¿está de acuerdo?
Scarlett abrió mucho los ojos y asintió. —Pero no quiero
una boda multitudinaria.
—Yo tampoco.
—Ni un banquete.
—Me aburren los banquetes.
—Solo quiero la presencia de nuestros familiares más
cercanos.
—No quiero invitar a mi hermano mayor ni a toda la ristra
de familiares con numerosos títulos en sus espaldas.
—No es necesario que lo haga, milord.
—Quiero invitar a Bethany, la mujer que hizo de madre
para mí y... —se detuvo Joe como si, de repente, se hubiera
acordado de algo—. Pero antes necesito comprobar algo
por mí mismo.
—¿El qué?
—Tengo que ir a Escocia.
—Así que allí era donde se dirigía cuando me lo
encontré.
—Sí.
—¿Y quién hay allí?
—Mi posible madre biológica.
Scarlett volvió a abrir mucho los ojos, pero esta vez no de
sorpresa, sino más bien de alarma. Que Virgin Peyton, la
mujer que había disparado y envenenado a Georgiana
Cavendish estuviera viva, no presagiaba nada bueno en la
vida de Joe y, por consiguiente, en la suya propia ahora que
estaba atada a ese hombre irremediablemente. Su madre
había descrito en sus biografías a Virgin como un ser
humano incapaz de sentir algo. Y a Scarlett, que lo sentía
absolutamente todo, eso la aterraba de verdad.
—¿Está viva?
—Recibí cartas suyas. Vendrá conmigo, la conoceremos
los dos juntos.
—Jamás me separaré de usted, lord Peyton —declaró
Scarlett, abandonándose en la mirada dispar de su amado
—. Yo soy suya y usted es mío —Sonrió ella, cogiendo la
mano de Joe para ponérsela encima de su corazón—. No
necesito más tiempo para decirle que lo amo, ni siquiera
espero que me lo diga usted.
—La amo. Iremos a Escocia y luego regresaremos a
Londres para casarnos.
—Lo sigo, milord.
Joe se levantó sin decir nada y sacó al señor Black, que
ya se había despertado, a fuera. Había dejado de llover
hacía un buen rato. El fuego había quedado reducido a unos
rescoldos incandescentes, pero la luz de la luna (que se
colaba por las ventanas) parpadeaba en la habitación.
Scarlett se estremeció ante el escrutinio premeditado de
Joe, que la miró de arriba a abajo, oscureciendo el gris de su
ojo izquierdo y ennegreciendo el marrón del derecho. La
cogió en volandas desde el suelo y la tumbó en el camastro.
La tocó con las yemas de los dedos. Le tocó la frente y
deslizó los dedos entre su pelo. Después recorrió son
suavidad el contorno de sus labios antes de besarla poco a
poco, sin el frenesí de la noche anterior. Scarlett se sintió
embriagada por el placer.
Joe cubrió cada centímetro de su cuerpo con sus
amorosas caricias y le hizo el amor con infinita ternura y
lentitud torturadora. Después de eso, ambos se quedaron
dormidos. Y Scarlett le hubiera encantado tener un sueño
tranquilo y reparador, pero de nuevo... los «yinns» la
acecharon.
Capítulo 6

Dos días después, cuando Scarlett se apeó del carruaje


de alquiler en Londres, descubrió sin mucha sorpresa que
no había calesa, carreta o sirviente alguno de Cromwell's
House esperándola. La casa estaba a casi dos kilómetros de
donde la había dejado el vehículo. Esos eran los
inconvenientes de viajar con poco dinero y en el anonimato,
aparte de las evidentes consecuencias de tener unos padres
liberales y sumamente ocupados con sus respectivos
oficios.
Cansada, hambrienta y con el corazón roto, Scarlett
recorrió como pudo los dos kilómetros, deteniéndose con
frecuencia para descansar. Había sido una carrera a toda
prisa desde la cabaña del bosque hasta allí, huyendo de Joe.
El sol caía con fuerza sobre su pelo despeinado. Odiaba el
sol. Era mediodía. El camino de entrada a la propiedad, que
ondulaba bajo las ramas de unos enormes y oscuros
árboles, le resultó interminable; aunque al menos la sombra
era de agradecer.
Cuando Scarlett llamó a la puerta principal, fue su propia
madre la que le abrió la puerta: Margaret Newman,
Margaret Trudis antes de casarse con el Barón de Cromwell,
la recibió con los brazos abiertos. —Hija, esta vez has
tardado más.
—Mamá, esta vez he ido demasiado lejos, tienes que
ayudarme.
La hija de los Barones de Cromwell y Condes de
Blackstone explicó toda la verdad a su madre. Entre ellas
dos no había secretos, siempre habían estado muy unidas.
Margaret se había encargado de que así fuera después de
haber sufrido ella misma las consecuencias de una madre
dura y exigente. Margaret trataba de entender y apoyar a
Scarlett en todo, incluso en las cosas que para otros
pudieran ser una locura.
—Él vendrá a buscarte —comprendió su madre, ya
sentadas en un diván de terciopelo lila en el salón principal.
—Pero no puedo casarme con él. Si lo hago, morirá. Esto
es lo que me han dicho los «yinns». Hay algo muy oscuro en
la vida de Joe y me aterra, no quiero hacerlo sufrir más de lo
que ya sufre y va a sufrir.
—No puedo ni quiero obligarte a casarte con él, pero ya
sabes que nosotras no escuchamos a los seres de fuego. Es
lo que Mía ha estado intentando enseñarte desde que
descubrimos que tenías visiones. Servimos a Dios y los
sueños deben quedarse en eso: sueños. No podemos
cambiar los designios de nuestro creador. Los «yinns»
escuchan a escondidas en el cielo y por eso se ganarán el
infierno. Hacer caso de lo que ellos dicen te llevará por el
mismo camino.
—Todos debemos de adorar a Dios.
—Eso es.
—Pero me gustaría esperar un poco antes de casarme
con él, lo considero prudente.
—¿Hay algo más que no me hayas contado?
Scarlett apretó los labios, pero no le explicó a su madre
que era posible que la madre biológica de Joe siguiera viva.
Aquella era una confesión que Joe le había hecho a ella y no
podía traicionarlo. Ya se sentía lo suficientemente mal por
haberlo dejado solo en esa cabaña después de haberle
jurado amor eterno. Oh, por supuesto que lo amaba, lo
amaba con todo su ser. Y nada le haría más feliz que ser su
esposa. Pero tenía miedo, y aunque solía regocijarse en el
miedo y en lo tenebroso, no podía cumplir sus sueños
egoístamente.
Si se casaba con él, Joe moriría. No quería hacer caso de
lo que esos seres fuegos le habían dicho, pero ya no era
solamente por su sueño, sino por lo que sentía en su
corazón. Sentía que si ese matrimonio salía adelante, algo
muy malo iba a ocurrir. Y prefería sacrificarse a sí misma
que dañarlo a él.
El relinchar de un caballo enfurecido se oyó desde el
salón. —Es él. Me ha estado siguiendo todo el tiempo.
—¿Qué ocurre, queridas? —Entró en el salón su padre, el
psiquiatra de Londres más conocido. Por su labor en el
manicomio de Bethlem la Reina le había otorgado,
recientemente y a título honorífico, el condado de
Blackstone. Un condado inexistente. Scarlett sabía que a la
Reina Victoria le interesaba tener a su padre contento
porque en el mismo hospital psiquiátrico había internadas
algunas primas de su Majestad. Por supuesto, era un
secreto de la corona que Nerissa y Katherine estaban en
manos del alienista. Pero, para su padre, los títulos no eran
importantes. Estaba siempre demasiado ocupado con sus
pacientes y sus libros como para darle importancia a la
nobleza británica.
—Nuestra hija ha encontrado el amor, Charles —Sonrió
Margaret hacia su esposo—. Pero hay algunos
inconvenientes que debemos contarte.
Decir que estaba disgustado era poco. Estaba colérico. Y
no era un hombre que se dejara arrastrar por la cólera.
Sádico sí, impulsivo no. La ausencia de Scarlett en la
mañana anterior lo había enloquecido. Ella le había dicho,
muy claramente, que lo seguiría allí donde fuera. ¿Cómo
había podido cambiar de opinión de un día para otro? ¿O
todo había sido un engaño?
No, se negaba a creer que el amor que le había
demostrado Scarlett durante esos dos días de idilio e
intimidad fuera mentira. No quería mezclar su pasado con
esa situación, pero los disgustos con su hermano parecían
demasiado presentes en su enfado actual. ¿Nadie iba a
respetarlo nunca?
Había perseguido a esa mujer desde el bosque hasta allí,
en ocasiones le había parecido ver el ondular de su tela roja
entre la maleza, pero se le había escapado todas las veces.
¡Bruja torturadora! Black tampoco estaba de buen humor.
El semental había sido acuciado con severidad hasta la
propiedad de los condes de Norfolk en Londres y ahora se
levantaba sobre sus dos patas traseras en su patio,
relinchando como si se sintiera tan traicionado como Joe por
el desplante de Scarlett.
Ni siquiera la posibilidad de que su madre, Virgin,
siguiera viva le importaba a Joe en ese momento. Es más,
no se acordaba de ello. Ahora solo tenía cabeza para ella...
su debilidad.
—¡Scarlett! —gritó bajo el ardiente y horrible sol del
mediodía.
Joe la buscó con la mirada en las ventanas, pero lo único
que vio fue a un hombre de pelo castaño claro con muchas
canas y unas lentes redondas. Debía de ser su padre. Bien,
hablaría con él y le pediría la mano de su hija, no podría
negarse, Scarlett era suya en todos los sentidos. Y no le
importaba que los Barones de Cromwell fueran liberales,
raros o del siglo cincuenta. Él era del siglo diecinueve y esa
mujer era de su propiedad.
Unos segundos después, el mismo hombre apareció en la
puerta, sonriéndolo como si pudiera conocerlo de un solo
vistazo. ¡Ah, un alienista! ¡Un doctor de la cabeza! El
director principal del manicomio de Bethlem, el sanatorio
mental más grande de Inglaterra.
—Bienvenido, Joe —le dijo con un tono de voz calmado y
abriendo los brazos.
—Creo que tiene algo que me pertenece, lord
Cromwell —dijo él desde su semental, intentando templar
su furia sin éxito.
—Estoy de acuerdo contigo, Joe. Mi hija debe de
pertenecerte a ti porque a mí no me pertenece ni nunca me
perteneció. Tampoco me pertenece mi esposa ni ninguno de
los seres humanos que residen bajo mi techo. No pretendo
ser el dueño de nadie.
Joe tragó saliva y se avergonzó un poco por sus palabras.
Calmó al agitado semental y descendió de él un poco más
tranquilo, Charles Newman parecía un hombre agradable
que no merecía que alguien lo hablara mal. —Mis disculpas,
milord.
—No hay nada que perdonar, Joe. Pasa, por favor. ¿Puedo
tutearte? —le preguntó el viejo, poniéndole una mano sobre
el hombro para acompañarlo a dentro con una actitud muy
amistosa y cercana.
—Sí —contestó él, aturdido.
—Joe, me gustaría hablar contigo, ¿podemos?
—Sí —volvió a contestar aún más aturdido al adentrarse
en el vestíbulo de los Newman. Estaba repleto de objetos
extraños, de libros amontonados por todos lados y de
pinturas excéntricas. No parecía la casa de un noble, sino
más bien de un... de un doctor, claro. No había emblemas ni
pendones, ni siquiera retratos ostentosos de familiares. El
papel de la pared era rojo con tonalidades lilas, y todo
parecía un caos y todo parecía pequeño por el cúmulo de
cosas que había.
—Así que cura a los enfermos mentales —se le ocurrió
comentar en cuanto pasaron a un despacho lleno de
calaveras, de dibujos del cerebro y de libros apilados hasta
el techo. Joe apenas consiguió distinguir de qué color de la
pared, cubierta de libros, dibujos, huesos, etc.
—Como psiquiatra, trato los trastornos mentales y
emocionales de mis pacientes, alivio su dolor. Pero no aspiro
a curarlos.
Joe comprendió un poco más a Scarlett al conocer a su
padre, sus argumentos largos y sus respuestas filosóficas,
pero ella no se parecía al señor Newman físicamente por lo
que Joe supuso que su madre, la baronesa de Cromwell, era
la portadora del pelo negro y los ojos verdes, jamás había
coincidido con ella antes, aunque era muy probable que lo
hiciera pronto. ¿Sería tan peculiar como el barón? Algo
había oído sobre ella antes, puesto que Margaret era la
biógrafa de las hermanas Cavendish y su cuñada era una
Cavendish. Ah, de seguro la madre de Scarlett conocía muy
bien su origen y su pasado. No estaba seguro de poder
soportar su rechazo.
¿Y si era eso lo que el barón de Cromwell quería decirle?
¿Que un bastardo abominable no era apto para su legítima y
preciosa hija?
—Siéntate, por favor —le dijo el barón, señalando un
sillón sobre el que había un gato negro durmiendo. Ese
debía de ser el gato del que le había hablado Scarlett.
Estaba dispuesto a luchar por ella fuera como fuera, no iba
a tolerar que lo despreciaran por sus orígenes esa vez. Haría
prevaler su legitimidad como futuro Conde de Norfolk para
convencerlos.
Al pensar eso, una ligera punzada de agradecimiento le
atenazó su carcomido corazón. Debía de admitir que el
hecho de que su hermano lo reconociera le iba a servir de
algo por una vez en la vida.
—Supongo que lo sabe todo de mí —habló primero
después de un largo silencio en el que el alienista se mostró
muy relajado y receptivo en todo momento—. Pero, milord,
no permita que mi pasado condicione mi futuro. Soy el
heredero del Condado de Norfolk y puedo ofrecerle a su hija
mucho más que otros hombres con mejores nacimientos
que el mío. Ignoro el motivo por el que ha huido de mí, pero
agradezco que lo haya hecho porque así podremos hacer las
cosas correctamente. Quiero que me dé su aprobación para
casarme con ella.
—Tienes mi aprobación —manifestó el padre de Scarlett
con total seguridad—. Pero, como te he comentado antes,
no soy el dueño de ninguna vida... ni siquiera de la de mi
hija. No la obligaré a casarse contigo si es eso lo que me
pides. Scarlett no es como las otras damas de su clase
social, supongo que eso ya lo sabes, de lo contrario no
estarías aquí. Y no está en mi proceder obligarla o
coaccionarla a hacer o deshacer a mi voluntad.
—Discrepo, milord.
—Puedes llamarme Charles.
—Charles —repitió Joe—. Discrepo —recalcó, muy serio,
clavando sus ojos de diferente color en el buen hombre con
más piedad que comprensión—. Scarlett me ha comentado
el asunto de sus visiones y el de las visiones futuristas de su
madre, la baronesa de Cromwell. No me malinterprete, no
desvaloro sus códigos morales ni sus ideales, pero estamos
en el siglo diecinueve y Scarlett se entregó a mí hace dos
días. Es un poco vergonzoso decir algo así ante un padre,
pero debo ser sincero. El honor de su hija está en mis
manos, por eso estoy aquí para pedirle matrimonio. Estoy
cumpliendo con mi deber como caballero, ahora ustedes
deberían cumplir con el suyo.
—La pérdida de la virginidad de mi hija no es un
condicionante de su honor —replicó el barón y Joe alzó sus
dos cejas negras y rubias, perplejo—. Scarlett te eligió para
ser el hombre de su vida y, como tú dices, se entregó a ti
por amor. Si después de eso, huyó, creo que ella debe de
tener suficientes razones para ello que poco o nada tienen
que ver conmigo, con la baronesa o con tu pasado. Te
sugiero que hables con mi hija y la convenzas para que se
una a ti en matrimonio, la encontrarás saliendo del
despacho a la izquierda, en el salón de visitas. Supongo que
también conocerás a mi esposa. Pediré que os lleven el té.
El despacho se quedó en silencio y Joe miró a su
alrededor. Aquella gente estaba peor que él mismo, pensó
con una mezcla de ironía, frustración y peculiar comodidad.
Los Newman eran tan diferentes, tan oscuros y sádicos que
tenían la capacidad de doblegarlo a su merced y de sentirse
cómodo con ello. Acarició los reposa manos de su sillón con
cierto nerviosismo, sin saber si levantarse o quedarse ahí.
Charles Newman tomó una pluma, papel y empezó
garabatear algunas letras, a trabajar. Y entonces fue cuando
Joe comprendió que debía de levantarse e irse. Lo hizo
lentamente, casi temeroso de estorbar al padre de Scarlett
en su trabajo, y se acercó a la puerta con sigilo. ¡Pero qué
locura! El barón no había mostrado enfado ni alegría en
ningún momento, había sido como un tronco firme ante un
vendaval. En todo momento se había mantenido en su sitio,
igual. Como si no hubiera ocurrido nada grave.
No había habido ofensas, ni discusiones ni mucho menos
amenazas de un duelo a muerte por el honor de Scarlett.
«La pérdida de la virginidad de mi hija no es un
condicionante de su honor», le había dicho con absoluta
calma, como si le hubiera hablado del tiempo.
Nada había salido como él lo había imaginado o planeado
al llegar allí, pero se sentía ligeramente satisfecho.
—Ah, y bienvenido a la familia Newman —le dijo el barón
antes de que abriera la puerta.
¿Debía de decir «gracias»? Optó por asentir en una
pequeña reverencia y salir de allí lo más rápido posible.
¿Qué caray había pasado?
—¡Lord Peyton! —lo abordó de repente una mujer de pelo
negro, sin ninguna cana a pesar de su avanzada edad,
recogido en un moño deshecho y los ojos verdes enormes—.
Veo que ya ha hablado con mi esposo —Lo sonrió con una
mezcla de locura y alegría—. Fue un completo honor escribir
la historia de su cuñada Georgiana, una de las mejores que
tuve el placer de plasmar en la biografía de las Cavendish,
las hijas del emblemático Duque de Devonshire —rio
mientras lo cogía por el brazo. Joe recordó que esa mujer
debía de saberlo todo sobre él, pero no notó ningún atisbo
de desprecio por su parte; sino más bien al contrario, lo
miraba con admiración a través de esos ojos verdes y
grandes y brillantes que parecían puertas a otros mundos—.
Venga usted por aquí.
Lo arrastró a través de unos pasillos estrechos con
similares descripciones a la resta de la casa, y Joe oyó una
melodía oscura que cada vez se intensificaba más. Por un
momento creyó que era el hogar de Scarlett que entonaba
una tocatta barroca antes de engullirlo, pero luego
comprendió que se trataba de alguien tocando... —El
arpa —dijo la baronesa de Cromwell a su derecha—. Mi hija
la toca muy bien, quiero que la escuche.
Por fin Joe encontró a Scarlett. Estaba sentada al lado de
una ventana de colores por la que los rayos del sol entraban
y se difuminaban en muchos colores. Entre sus rodillas,
cubiertas por una fina falda de color lila, se alzaba una
enorme harpa roja. Los dedos de Scarlett se movían ágiles y
rápidos entre las cuerdas del instrumento, llenándolo todo
de música profunda y muy emotiva. Joe se quedó estático y
la baronesa de Cromwell sonrió a su lado satisfecha, antes
de soltarlo y sentarse en un diván para admirar a su hija.
Estaba preciosa. Más preciosa que en la cabaña.
Concentrada con el instrumento, no lo miró. Pero no le hacía
falta que lo mirara para saber que ella sabía de su
presencia. Tampoco le hacía falta hablar para decirle que lo
amaba, a través de las notas musicales se lo dijo. Entonces,
¿por qué había huido de él? La admiró por largo tiempo,
observó su largo y ondulado pelo negro sobre su espalda,
sus dedos pálidos entre las cuerdas, sus uñas bien cuidadas
punteando la melodía, sus rodillas firmes y su gesto
emocionado a la par de misterioso.
Joe pensó que había tiempo para hablar. Se sentó en un
sillón y cerró los ojos. De momento, no necesitaba nada más
que lo que ya había obtenido.
Capítulo 7

1869. Hogar de los Barones de Cromwell.

Clandestina. Esa fue la presencia de Joe en casa de los


barones de Cromwell durante dos años. A pesar de que a
ellos no les importaban las habladurías ni los escándalos,
Joe se encargó de que nadie supiera nunca que él
frecuentaba la casa de los barones, para salvaguardar el
honor de Scarlett y el de sus padres. Por mucho que la
madre de Scarlett le hablara de otros siglos, él seguía
siendo del diecinueve y, aunque no estaba de acuerdo con
muchas de las leyes y morales victorianas, no quería dañar
a su amada ante una sociedad tan flagelante y
discriminatoria con aquellos que eran diferentes.
Fue entonces cuando Joe llegó a la parte tranquila de su
vida. Su sed de venganza y su maldad se durmieron. Fue
difícil narrar la felicidad para él. Pero fueron dos años de
relativa y oscura paz, de sosiego, de amor, de familia y
hasta de bondad. Scarlett lo amaba y él a ella, pero el
matrimonio no era una opción para su amada. Por algún
motivo, que Scarlett jamás le había contado, ella y su
familia siempre eludían el tema de la boda. Al principio, Joe
insistió agresivamente con el asunto, luego decidió
cortejarla poco a poco, y finalmente concluyó que el amor
de Scarlett era más importante que un papel.
Pasó el tiempo y se sintió seguro muy rápido. Londres era
una ciudad lo suficiente grande y caótica como para vivir en
ella sin ser vistos. Sobre todo, cuando nadie los buscaba.
Ningún miembro de la familia de Joe se preocupó por
buscarlo. Y los barones de Cromwell apenas tenían visitas.
Las pocas visitas que tenían eran de pacientes del barón. Y,
obviamente, esos pacientes no conocían a Joe ni tenían
interés alguno por hacerlo.
—Quiero que conozca a alguien, miladi —dijo Joe un día,
tumbado en el diván al lado de Scarlett, acariciando sus
manos pálidas y sedosas. Seguían llamándose «miladi»
y «milord» a pesar de su cercanía y de conocerse todo lo
bien que sus respetivas personalidades oscuras y
misteriosas les permitía hacerlo. Scarlett no respondió nada,
solo lo miró a los ojos—. Se trata de mi madre adoptiva,
Bethany. Ella vive en Minehead. Ha prometido ser discreta si
la visitamos.
—Sería un placer conocerla —accedió ella, entornando
sus ojos verdes y sonriéndolo con amor.
Viajaron ese mismo día, después de despedirse de los
barones de Cromwell, en un carruaje de alquiler. Y llegaron
por la noche a Minehead, una localidad de playa. Estaban a
principios del año mil ochocientos sesenta y nueve y hacía
mucho frío. El tiempo favorito de ambos, así que disfrutaron
de la humedad del ambiente y de las vistas al mar glaciales
bajo la luz de la luna.
—Es aquí —Joe señaló una bonita propiedad, de su
hermano mayor—. Aquí crecí. Venga conmigo, miladi —la
instó a seguirlo después de encantarse con las vistas y de
pagar al cochero.
Scarlett lo siguió hasta la puerta de la casa con base
hexagonal de una sola planta y paredes blancas. A dos
segundos de picar la aldaba, una mujer de pelo negro y
canoso les abrió la puerta. —¡Joe! —se emocionó la anciana
y abrazó al joven con amor—. Qué feliz me hace tu visita.
Ella debe de ser Scarlett —continuó Bethany, achinando sus
ojos negros hacia ella—. ¡Pero qué hermosa es! ¡Qué ojos
más bonitos! Pasa, querida, pasa. Joe me ha hablado mucho
de ti en las cartas, aunque estas no han sido muchas
durante estos dos últimos años, imagino que está ocupado
con el amor —rio la señora con inocencia y bondad
infinitas.
«Lady Excéntrica» se maravilló con los buenos
sentimientos de Bethany y se alegró de que Joe hubiera
tenido a esa mujer como madre durante su infancia. La cena
se desarrolló con familiaridad, entre anécdotas del pasado y
anhelos del futuro. Incluso hablaron sobre Emma y Jeremy
los hermanos, también adoptivos, de Joe. Todo fue tan bien,
que Joe decidió que se quedarían unos días allí, para
acompañar a Bethany puesto que la propiedad de su
hermano mayor apenas estaba habitada por un par de
sirvientes. De hecho, Bethany era el ama de llaves de la
casa. Pero les había asegurado que no informaría al Conde
de Norfolk de su visita.
—Supongo que Bethany fue una gran madre para usted
—dijo Scarlett, una vez instalados en la que fuera la
habitación de Joe en el pasado.
—Sí, supongo que sí. Pero fue un poco humillante cuando
crecí y descubrí que mi verdadera familia no era esta, sino
la de los señores. Me sentí como si me hubieran privado de
muchas cosas que me pertenecían por derecho. Ni siquiera
se molestaron en mandarme a Ethon como hacen con todos
los herederos de los títulos de Inglaterra. Mi educación fue
impartida por un tutor personal.
—Tuvo amor, el amor de una buena mujer... algo de lo
que muchos niños que van a Ethon carecen y desearían —se
atrevió a decir ella, sintiendo de nuevo ese dolor de Joe y
esa necesidad de abrazarlo innata.
—¿Sabe una cosa, miladi? A veces no todo se reduce al
amor —contradijo él, disgustado—. Hay manifestaciones
como el respeto, la consideración y la reputación. Pero
usted es incapaz de comprender tales manifestaciones
porque vive sometida a ideales que no son contemporáneos
a nuestra era, ni siquiera comprende la importancia del
matrimonio. ¿Cómo voy a pedirle que me comprenda?
El corazón de Scarlett se arrugó y se hizo muy pequeño
mientras se desvestía para ponerse una bata de dormir.
Observó los hombros tensos de Joe y le entraron ganas de
llorar, pero se reprimió. Sabía que el asunto del matrimonio
seguía siendo un punto de inflexión entre ellos. No se había
atrevido a contarle lo que los «yinns» le susurraban cada
noche ni lo que ella misma sentía en lo más profundo de su
alma: que su unión sería una desgracia. Habían pasado dos
años maravillosos como si fueran marido y mujer, habían
vivido un idilio a la sombra de sus padres que habían sabido
como mantener a Joe tranquilo y hacerle sentir amado a su
peculiar manera. Pero Scarlett sabía que aquello no duraría
para siempre, y que la naturaleza oscura de Joe saldría a
relucir tarde o temprano. Era cuestión de tiempo que todo
se desmoronara.
—No hablemos de cosas tan desagradables.
—Pensé que era usted una amante de lo desagradable.
—Y lo soy. Amo las cosas rotas tanto como lo amo a
usted, pero incluso mi especial gusto por lo oscuro tiene un
límite —Rodeó la cama y se posicionó frente a Joe—. Mi
alma no es capaz de absorber toda la maldad de este
mundo, milord.
—Scarlett —susurró él, apaciguándose y enterrando su
cabeza entre sus pechos mientras ella lo abrazaba. ¡Oh, si
tan solo tuviera el poder de liberarlo de su dolor! Pero solo
podía pedirle a Dios que intercediera por el alma vil y cruel
de Joe.
—Sé que es capaz de amar, milord. Me lo demuestra
cada día, aceptándome como soy.
—Las personas a las que amo pueden contarse con los
dedos de una sola mano y ni siquiera sé si sería capaz de
sacrificarme por ellas como el «amor» pide que se haga.
—¿No se está sacrificando por mí al amarme sin
condiciones?
—Dígame la verdad, confiéseme que no se quiere casar
conmigo porque soy un bastardo.
—Oh, Joe, sabes que no tiene sentido lo que dices —lo
tuteó ella, poniéndose seria y cogiéndolo por el mentón
para que lo mirara a los ojos.
—Lo sé, Scarlett —La besó él, poco a poco y con infinito
amor.
—Amémonos, Joe, amémonos mientras podamos —Lo
besó ella de vuelta.
La oscuridad y el misterio se unieron en una danza única
de amor inexplicable y loco. ¿Fueron ellos o fue el anhelo de
sus sueños? ¿Fueron ellos o fue esa nube de felicidad? Por
un tiempo fueron inseparables, amantes y cómplices. Se
amaron sin límites y sí, su amor existió. Pero las cosas
empezaron a truncarse durante un paseo por la playa
helada, una semana o dos después de llegar a Minehead.
—¡Mi señor! ¡Mi señor! —gritó de repente un muchacho
que solía traer leche a la casa—. ¡Tiene que venir! —Joe la
soltó de la mano de inmediato y corrió tras el joven. Scarlett
se llevó la mano solitaria sobre el pecho y se acercó
lentamente al origen del problema.
No fue horrible ver a Bethany muerta. Scarlett no le
temía a la muerte. Lo horrible fue descubrir que Joe se había
quedado más solo que antes y que ella ya no tendría a
nadie que la ayudara a sobrellevarlo. Pudo ver, en los ojos
de él, como su alma se volvía un poco más oscura justo en
ese preciso instante. Pudo ver como esbozaba una sonrisa
casi de diversión y de pura maldad al comprobar que,
efectivamente, Bethany había muerto. Al parecer, la señora
se había caído de una escalera y se había dado un golpe
mortal en la cabeza. La encontraron en las cocinas, el
primero en descubrirlo había sido el muchacho que corrió a
alterar a Joe.
Un fatal accidente.
La enterraron antes de que el Conde de Norfolk fuera
avisado del fallecimiento de su ama de llaves en Minehead y
tanto Joe como Scarlett abandonaron el lugar rápidamente.
—No tiene nada de malo llorar —susurró ella una vez en
el carruaje.
—No quiero llorar.
—Ha muerto su madre, milord.
—No era mi madre.
—Pero la consideraba como tal.
—Jamás he llorado, ni una sola vez. No empezaré ahora
porque usted me lo pida, miladi. No lloraré para contentarla,
para que vea una parte de mí que la convenza de que no
soy un monstruo... Lo siento mucho, pero este soy yo: un
hombre incapaz de llorar incluso por su propia madre.
Madre... Ah, eso me recuerda, ahora que estoy lejos de la
brujería de la baronesa de Cromwell, que debería ir a
Escocia y comprobar si Virgin sigue viva o no. Creo que ya
he retrasado mucho mi viaje, querida. Le he dado todo
cuanto tenía, y su negativa para el matrimonio no me
convence para seguir con el juego de su familia de
lunáticos. El tiempo de paz se ha terminado, lady Scarlett. O
se casa conmigo, o lo nuestro termina aquí y ahora.
Scarlett rompió a llorar y Joe casqueó la lengua. —El
amor no es suficiente, miladi. ¡Las lágrimas no lo son! —Joe
abrió los brazos con un gesto petulante, mostrándose a sí
mismo como realmente era—. La muerte de Bethany me ha
hecho comprender que estoy perdiendo un tiempo muy
valioso.
—Lo único que debe de hacer, lord Joe Peyton, es confiar
en mí —suplicó ella—. No llore, no ame, no sea nada ni
nadie más que el monstruo al que quiere aferrarse... pero
confíe en mí.
—¿A qué viene la confianza en esto?
—Manifestaciones —Sonrió ella, limpiándose las lágrimas
—. Usted pide respeto, yo pido confianza. Tengo razones
para no querer casarme con usted.
—¿Visiones? —ironizó él, ladeando los labios hacia la
derecha—. ¿No me dijo que no iba a escucharlas? —Se
estiró el puño de su camisa negra—. ¿Lo ve? No soy el único
monstruo aquí que se aferra a su alma pecadora.
—¡No son las visiones! ¡Soy yo! ¡Es mi corazón! ¡Mi
intuición! Morirá gente si me caso contigo. Morirá usted,
usted mismo perecerá si nos casamos.
Joe rio con una carcajada nada favorecedora para
Scarlett. —¿Así que es eso? ¿Se ha negado todo este tiempo
a casarse conmigo porque cree que moriré si me uno a
usted? Querida, la creía más inteligente. Nadie puede
matarme, se lo aseguro.
—Está siendo muy cruel.
—¡Soy cruel! No sé amar.
—¡Sí sabe!
—Solo he estado actuando.
—¿Durante dos años?
—La amo a mi modo, por eso he actuado. Para hacerla
feliz. Pero no la amo como usted espera y me he cansado de
fingir ser alguien quien no soy.
—No le creo y le conozco demasiado bien como para que
pueda fingir delante de mí.
—Ha estado jugando con fuego y se ha quemado, acepte
la derrota.
—Usted también se ha quemado —se recompuso ella por
completo, sentándose apropiadamente en el otro extremo
del vehículo, lejos de Joe—. Incluso diría que se ha
incinerado, acepte usted la suya.
No dijeron nada más hasta llegar a Londres, a Cromwell's
House. Ninguno de los fue capaz de decir ni una sola
palabra. Era la primera vez que discutían después de tanto
tiempo juntos. Ni siquiera el asunto de la boda los había
hecho hablar de ese modo anteriormente. Siempre habían
sabido amarse por encima de todo... hasta ese día, el día en
que murió Bethany y Joe no supo canalizar su dolor, si es
que era capaz de sentirlo.
—Quiero construir un imperio, ser el creador de una
nueva era —comentó él en cuanto se bajaron del vehículo
frente a Cromwell's House—. Y yo seré el rey de ese
imperio. Las cosas se harán a mí manera. Voy a
reestablecer el orden en Inglaterra, voy a crear una
sociedad donde la muerte de una empleada no valga menos
que la de un noble, donde una mujer pueda vivir con un
hombre sin estar casada y, sobre todo, donde los bastardos
puedan ser reyes sin ser cuestionados. ¿Quiere ser mi reina?
Únase a mi causa, le prometo que haremos un mundo
nuevo. Conquistemos el mundo juntos.
Scarlett lo miró de reojo, pero prefirió no responder. —Oh,
Scarlett, aquí estás —los recibió la baronesa de Cromwell
con las maletas en la puerta y un enorme abrigo puesto—.
Han enviado a tu padre a la India. Debe de ayudar a la
construcción de un nuevo manicomio allí y yo lo
acompañaré. Es una orden de la reina, así que no podemos
retrasarnos más. He estado buscándote por todos lados...
Oh, pero como siempre, no te he encontrado. Ya le he
escrito a Mía para que venga y te haga compañía... aunque
quizás no será necesario si vienes con nosotros. ¿Vienes? Tú
también puedes venir, Joe. Estaremos mucho tiempo allí,
esparciendo el conocimiento por el Imperio Británico.
—Imposible, debo viajar a Escocia —dijo Joe, serio e
impasible, haciendo fruncir el ceño a la baronesa de
Cromwell.
—Iré con él —se apresuró en decir Scarlett, mirándolo
fijamente.
—¿Estás segura, hija?
—No le he pedido que venga conmigo, lady Scarlett.
Sería mucho mejor que se marchara con sus padres.
—He decidido que voy a acompañarle a Escocia, milord.
El barón de Cromwell hizo acto de presencia en el
vestíbulo con un maletín en la mano. —¡Hija, por fin! Lo
siento mucho, pero debo ausentarme y tu madre quiere
venir conmigo.
—Y yo quiero ir con él.
El barón se quedó en silencio y miró a Joe de arriba a
abajo un par de veces. —Mía estará al llegar, ella te ayudará
en todo lo que necesites. Mientras tanto, Joe, espero que
cuides de mi hija. Sé que eres un buen hombre —El barón
apretó los labios en un gesto de comprensión y acarició la
nuca de Joe con su enorme mano.
—No sé si soy un buen hombre Charles, pero puedo
prometerle que cuidaré de su hija con mi propia vida —
prometió él—. Por encima de todo, incluso por encima de
cualquier discrepancia o desacuerdo —añadió, mirando
fijamente a Scarlett y esta asintió y cerró los ojos, dejando
atrás la conversación que habían tenido en el vehículo. Al
menos, por el momento.
La despedida se alargó lo suficiente como para que los
padres se despidieran de su hija apropiadamente. Pero
luego, Scarlett se quedó sola con Joe, por decisión propia,
por amor, por todo lo que Joe era incapaz de comprender.
Capítulo 8

—¿Ha leído los «Viajes de Gulliver», miladi?


—Por supuesto que los he leído —contestó Scarlett con la
mirada puesta hacia la campiña escocesa. Había decidido
montar a su propia yegua para llegar hasta Escocia. Su
yegua, roja como el fuego, siempre la había sido fiel a la par
de resistente en las largas travesías. Joe y ella habían
decidido viajar a caballo y no hubiera sido justo hacer
cargar al señor Black con el peso de los dos. Además,
Scarlett reconoció para sí misma, que prefería mantener
una distancia prudencial con Joe. Cabalgar a lomos de su
propio caballo, a unos pasos por detrás de Joe, le ofrecía la
libertad necesaria como para no empezar otra discusión con
él.
La última discusión que habían tenido en el carruaje
después de la muerte de Bethany había sido lo
suficientemente dolorosa como para alejarla de Joe un poco.
Era cierto que él no había vuelto a sacar el tema del
matrimonio desde entonces y que se había mostrado
respetuoso con ella en todo momento desde la partida de
sus padres. Joe no había vuelto a mostrar su crueldad con
ella ni la había dañado de modo alguno con sus palabras de
nuevo. Pero Scarlett sabía que aquello era algo temporal y
se mortificaba por dentro con solo imaginar que,
probablemente, la presencia de Virgin no los ayudaría en
absoluto a mejorar en su relación.
Solo esperaba que Mía, la gran amiga de su familia no
tardara en seguirles los pasos. Le había dejado una nota en
casa diciéndole a dónde se dirigía y con quién. Así que la
esperaba en Glasgow pronto. Allí era donde se dirigían:
Glasgow. Al parecer, las cartas que había recibido Joe de su
supuesta madre, habían sido enviadas desde allí. ¿Sería
verdad que Virgin no estaba muerta? ¿Sería cierto que el
padre de Joe no la había matado durante el tiroteo que hubo
en el año mil ochocientos cuarenta y cinco?
—¿Recuerda a aquellos personajes que estaban
condenados a vivir para siempre? —volvió a preguntarle Joe,
ralentizando la marcha de su semental para ponerse a su
lado y mirarla a la cara—. No recuerdo en qué parte del libro
salían exactamente.
—Los struldbrugs.
—Exacto. Los struldbrugs. ¿Se imagina a alguien que
nunca muriera?
—De hecho, tal y como indicó Jonathan Smith en su
novela, no imagino un destino peor que el de no morir
nunca.
—Tendría un gran conocimiento, podría influenciar en las
nuevas generaciones, podría cambiar el mundo.
—Un trabajo que a los veintitrés años puede parecer
atractivo, pero que a lo largo de los siglos sería agotador. El
ser humano, así como el resto de las criaturas, necesita
probar la muerte. La muerte es solo un paso a la otra vida,
la tememos porque no la conocemos y porque no queremos
perder a las personas que amamos.
—Entonces, ¿el miedo a la muerte es producto del amor?
—Del amor a este mundo y a los que habitan en él, sí. Si
no amáramos a nada ni a nadie, no le temeríamos a la
muerte. Ni a la propia ni a la de los demás.
—De pequeño soñaba que mi madre era una struldburg y
que no había muerto, que regresaría en algún momento
para ayudarme a reclamar mi sitio en el Condado de
Norfolk. No puedo creer que mis sueños infantiles se hayan
hecho realidad —Scarlett soltó un bufido imperceptible y
volvió a dirigir su mirada hacia la campiña helada,
concentrándose en vaivén de las caderas de su yegua y sus
pisadas firmes y seguras—. Gracias por acompañarme a
conocerla. No esperé que decidiera venir conmigo. Significa
mucho para mí esta muestra de lealtad y amor.
—No soy el tipo de mujer que le pediría una disculpa
después de sus errantes palabras del otro día. Ya se lo dije
una vez, nada de lo que haga hará que deje de amarle.
—Pero espero que tampoco se aleje de mí —Joe alargó
una mano, acercando su semental a su yegua, y la colocó
encima de la suyas que sujetaban las riendas—. Pase lo que
pase, nunca olvide que usted es para mí la persona más
importante de este mundo, mi debilidad.
Scarlett asintió y cerró los ojos, sintiendo la fría mano de
Joe sobre las suyas y la vida creciendo en su vientre. Había
planeado decírselo en Minehead, ese día en la playa. Había
soñado con un Joe feliz y una Bethany emocionada por la
inminente llegada de un hijo o hija. Pero todo se había
torcido. —Lo amo, milord —confesó ella, debajo de su capa
roja, mirándolo de reojo.
—Yo también la amo, miladi —Apretando el agarre de su
mano sobre las de ella—. Y no debe de temer la ausencia de
sus padres.
—Jamás he temido la ausencia de mis padres.
—Lo sé, pero permítame decirle que ahora está usted
bajo mi protección y que daría mi vida por la suya.
—No necesito protección.
—Está casada con un hombre del siglo diecinueve,
concédale el placer de protegerla.
—¿Casada?
—He decidido considerarla mi esposa, miladi. Nosotros
somo distintos a los demás. No necesitamos pasar por la
iglesia para casarnos. Además, temo quemarme si piso ese
edificio. ¿Conoce algún ritual para casarse?
Scarlett alzó ambas cejas. —Sí, conozco uno —recordó
una de las enseñanzas de Mía y pensó que Joe tenía razón.
Podían casarse de un modo distinto, algo íntimo para ellos
dos.
Sus visiones sobre la boda le mostraban una iglesia,
mucha gente y luego dos féretros con el emblema del
Condado de Norfolk. Si se casaban eludiendo la iglesia
quizás tuvieran éxito.
—Entonces, casémonos —insistió Joe, deteniendo al
señor Black y obligando a su yegua a hacer lo mismo—.
Aquí y ahora.
—No quiera enloquecerme con sus idas y venidas, Joe.
—No son idas y venidas. Son reafirmaciones de mi amor
por usted a pesar de nuestro modo distinto de comprender
el amor. Acépteme como soy y cásese de una vez conmigo.
Fue en el bosque. Entre la húmeda vegetación. Hacía un
frío glacial. Scarlett se colocó una corona de ramas secas
sobre el capuchón de la capa roja, enmarcando su fino y
bello rostro. Joe deslizó un anillo de alambre (hecho con el
alambre que sostenía el escaso equipaje sobre el señor
Black) a través de su dedo anular.
—En el nombre de Dios, el Clemente y
Misericordioso. Alabado sea Dios, señor de los mundos. El
Clemente, el Misericordioso. Dueño del Día del Juicio Final. A
ti imploramos, a ti pedimos ayuda. Guíanos por el camino
recto. Camino de aquellos a quienes has favorecido, que no
son objeto de Tu ira y no son de los extraviados —recitó
Scarlett y Joe repitió palabra por palabra con seriedad,
haciendo brillar su ojo gris y su ojo marrón. Una luz nueva
en él.
—Ahora soy su esposa, lord Peyton. Aunque siempre me
consideré suya, desde el primer día en que me entregué a
usted.
—Oh, Scarlett —susurró él contra sus labios, acercándose
a ella más, tomándole el rostro con sus dedos largos y finos.
Pero ella titubeó y bajó la mirada, tensa—. ¿Qué ocurre? —
preguntó él, tensándose también al percibir su
incomodidad.
—Ha llegado el momento de decírselo, lord Peyton, futuro
Conde de Norfolk.
—¿Qué? —rogó Joe, tomándola por los hombros con
determinación.
—Estoy en cinta.
Scarlett esperó alguna pregunta, alguna exclamación.
Pero Joe tan solo se cernió sobre sus labios con
desesperación, disipando toda la tensión que se había
creado instantes antes, devorándola con ruido, ganas y
firmeza. —Espero que herede sus ojos, miladi —gruñó él al
separarse de su boca para dejarla respirar.
—En cambio, yo espero que tenga los suyos —deseó
Scarlett, llevándose las dos manos, con la alianza de
alambre en el dedo, sobre el vientre.
—¿Y qué todos crean que es un monstruo cuando la
miren a los ojos?
—Espero que sea una niña con sus ojos, milord. Ese es mi
deseo y nada me haría más feliz.
—Preferiría que no fuera diferente.
—Amo lo diferente y enseñaré a mi hija que ser diferente
no tiene nada de malo.
—El amor no da poder, Scarlett —Joe también colocó sus
largas y huesudas manos sobre el vientre y ella pudo notar
toda su oscuridad, su sentido de la protección y de la
posesión alrededor de su carne y del hijo que se estaba
gestando en sus entrañas. Esos sentimientos la halagaron y
la asustaron por igual—. La protegeré de ellos, no dejaré
que nadie se burle de ella.
—¿Por qué deberían burlarse de ella?
—¿No es eso lo que hacen ellos?
—¿Quiénes son ellos?
—Los perfectos. Los miembros de la alta sociedad
aristocrática sin ninguna mácula en su historial y sus rostros
de engreimiento. ¿No lo entiendes, Scarlett? —preguntó él,
tuteándola con cierta agresividad en su tono de voz.
—Lo entiendo perfectamente, Joe —contestó ella con el
mismo nivel de agresividad y tuteándolo también—. Pero no
entiendo por qué te afecta tanto lo que los demás puedan
decir sobre nosotros.
—Porque sé cómo funciona el mundo real, Scarlett. O
estás arriba, o eres un perdedor. No hay términos medios.
—Me pregunto si este bebé será la manera de que
encuentres la felicidad, Joe.
—No deberías dudarlo.
—Entonces, no lo estropees. No estropees esto con... tu
paranoia.
—¿Paranoia?
—Sí, mi padre me ha explicado que existe una
enfermedad que se llama paranoia. Ves enemigos donde no
los hay, Joe. Necesito que controles a tus demonios para
que seamos felices, para que no hagas daño a nuestra
hija... o hijo. No quiero que este ser inocente, nacido de
nuestro amor, sepa qué tipo de monstruo puede llegar a ser
su padre. Prométeme que protegerás a este bebé, merece
tener una vida mejor que la que nosotros hemos tenido. No
merece que empieces una cacería por él y te alejes de lo
que verdadero importa. Enséñale tu gusto por el arte, por la
literatura y por la música. Enséñale lo que yo he visto en ti.
Tienes que ponerle fin a estas ideas de cambiar al mundo,
no me obligues a alejarme de ti para siempre. Prométemelo,
Joe. Prométeme que no harás daño a tu hija.
—Lo prometo, miladi.
Joe soltó su vientre y se separó un poco de ella para
coger aire y serenarse. Y sonrió. Eran muy pocas las veces
que Joe sonreía, y Scarlett sabía que cuando eso ocurría era
porque había logrado llegar a su corazón amurallado y
putrefacto. Dejar huella en él.
Lo cogió por las solapas del abrigo negro y lo besó con
ansias y fervor. Feliz.
Durante unos segundos solo se oyó el ruido de sus bocas
devorándose en mitad del bosque penumbroso y glacial. Se
asfixiaron el uno al otro con besos eternos y abrazos
necesitados hasta gemir atormentados por el deseo. Joe la
cogió por las caderas y la apoyó contra uno de los árboles
de tronco negro y frío. Scarlett se subió las faldas rojas
deseosa de sentirlo dentro y él no tardó en complacerla con
una embestida salvaje y deliciosa que ambos disfrutaron. Se
unieron carne contra carne, cuerpo contra cuerpo, alma
contra alma. Las embestidas de Joe fueron indómitas y
Scarlett alcanzó el clímax en el mismo momento que él con
infinito placer.
Jamás habían estado tan unidos como en ese preciso
instante. Eran marido y mujer. Esperaban un hijo. Y se
entendían el uno al otro, eran cómplices.
Por eso, por un breve período de tiempo, ambos se
convencieron de que nada ni nadie podría separarlos nunca
y vivieron con esa falsa ilusión los días restantes antes de
llegar a Glasgow.
Capítulo 9

Las ganas de llorar cuando conoció a Virgin en persona


por primera vez fueron inmensas. Y no por qué ella hubiera
dicho o hecho algo para que eso ocurriera. Sino más bien
por comprobar, tal y como había oído en las biografías que
había escrito su madre, que la madre de Joe no sentía nada.
Era el primer ser humano que Scarlett conocía con esa
característica. Era como un cuerpo sin alma. Y eso a
Scarlett, que ella sentía lo suyo y lo de los demás también,
la horrorizó y la apenó por partes iguales.
Habían llegado un día lluvioso a Glasgow. Después de
cabalgar durante algunos días en un idilio amoroso y
romántico que había catapultado a Scarlett a lo más alto de
la felicidad. En la ciudad, alguien había informado a Joe de
que la familia Monroe tenía una mansión a las afueras de la
localidad, pero que hacía años que nadie la habitaba. Por
instinto, y guiados por el remitente de las misteriosas
cartas, ambos se habían acercado a la mansión. Que más
que una mansión, parecía un castillo tenebroso con gárgolas
incluidas. Scarlett se había enamorado del lugar nada más
verlo, creyendo que no existiría un hogar más bonito que
aquel para traer a su bebé al mundo.
Todas sus esperanzas se desvanecieron nada más ver a
esa mujer de ojos de distinto color en la puerta, mirándoles
como si no fueran nada más que dos cuerpos plantados en
su vestíbulo. Scarlett, que percibía perfectamente a las
personas, percibió que Virgin no sentía nada al ver a Joe, su
único hijo. Y por eso se apenó mucho, sobre todo al percibir
la emoción de Joe. Una emoción no correspondida, por
supuesto.
—Bienvenido a casa, hijo —la oyó decir y Scarlett supo
que esa mujer, a pesar de no sentir nada, había aprendido a
imitar los sentimientos de los demás. Por eso, en ese
momento, podía comportarse adecuadamente a la
situación. Su padre estaría encantado de tratar ese caso,
pero ella no. Ella solo deseaba irse de allí.
—Entonces... es cierto —susurró Joe, con los ojos bien
abiertos y clavados en la mujer de avanzada edad de pelo
rubio y corto—. Está viva, madre.
—A pesar de los intentos por parte del condado de
Norfolk por matarme, sí: sigo viva.
Scarlett se quitó la capucha de su capa roja y dio un paso
al frente. —¿Y por qué Joe no ha tenido noticias suyas hasta
ahora? —reclamó, sin ningún miedo. Tenía miedo de perder
a Joe, pero no tenía miedo de esa mujer.
—¿Quién es usted? —preguntó Virgin, mirándola por
primera vez directamente a los ojos.
—Es mi esposa, madre —Joe también dio un paso hacia
delante, apoyándola—. Se llama Scarlett. Scarlett Peyton.
Virgin no dijo nada al respecto. Solo la miró de arriba a
abajo como si fuera mercancía. —Pasad, por favor,
acompañadme al salón.
La siguieron a través de los pasillos polvorientos y sin
cuadros. No había decoración en ese lugar, y los muebles
seguían tapados con sábanas. Ni siquiera había sirvientes.
Llegaron a un despacho pequeño, con una chimenea
encendida y un gran escritorio de madera al medio. Encima
de uno de los divanes de la estancia, había una manta. Al
parecer, Virgin Monroe no necesitaba más que eso para
vivir. ¿Habría estado todo ese tiempo ahí escondida? Los
habitantes del pueblo estaban convencidos de que en esa
mansión no vivía nadie. ¿De qué se alimentaba? Si Scarlett
no creyera en Dios, pensaría que se trataba de un fantasma.
Pero no, era un ser humano. Un ser humano con el diablo
dentro y el alma en otro mundo.
Había hecho lo correcto al acompañar a Joe hasta allí. Si
alguien podía aconsejarlo en esa situación era ella, su
esposa, la madre de su futuro bebé. —Perdonad que no os
ofrezca té —comentó Virgin antes de señalarles unos
sillones de cuero y de sentarse ella misma en otro que
quedaba enfrente de los suyos.
—¿Té? —preguntó Joe, mirando a su alrededor—. ¿Cómo
vive usted aquí?
—He aprendido a vivir con lo necesario, hijo.
«Hijo».
No había ninguna emoción en esa palabra cuando Virgin
la decía, pero sí una absoluta verdad en cada letra. Virgin
hablaba con Joe como si jamás se hubiera separado de él a
pesar de no haberlo visto desde que era un bebé. Ella tenía
muy claro que Joe le pertenecía de algún modo y parecía no
haberse olvidado de él ni un solo segundo durante esos
veintitrés años.
—¿Por qué, madre?
—Dijeron que me perdonaban —empezó Virgin con el
discurso memorizado—. Me dejaron ir. Contigo. Y con
Vincent.
—¿Vincent?
—Un hombre fiel a Thomas, tu hermano mayor. Quería
cuidar de mí, salvarme de la muerte segura a la que me
había destinado Thomas. Pero por intercesión de su esposa
Georgiana, me dejó ir junto a Vincent. Tú también venías
con nosotros en ese carruaje. Pero todo fue una artimaña de
Thomas para contentar a su brillante y bondadosa esposa.
No tardaron en darnos caza como si fuéramos animales. Tu
padre era uno de los que iban en el grupo que nos
persiguieron y nos dispararon hasta matarnos. Claro que yo
también pude matarlo a él, de un tiro certero en la cabeza.
Fue algo mutuo.
Scarlett encogió su corazón. ¡Qué horrible debía de ser
para Joe saber que sus propios padres se habían disparado
hasta la muerte! Por eso Joe no entendía lo que era el amor
aunque fuera capaz de sentirlo, porque nació de una
relación completamente exenta de él en todos los sentidos.
—Te dejé debajo del carruaje antes de que todos
muriéramos en ese tiroteo de mil ochocientos cuarenta y
cinco. Incluido Vincent, quien estaba dispuesto a adoptarte.
Es más, llegó a darte su apellido, pero luego tu hermano
volvió a cambiarlo a su conveniencia. Primero quiso que me
fuera contigo para que jamás nadie supiera de ti, luego,
cuando te encontró, te reconoció.
Scarlett miró de reojo a Joe y vio como este torcía el
gesto y se oscurecía por completo. —El Conde creyó que
usted cuidaría de su hijo, cuando se quedó huérfano lo
reconoció y le dio una vida —comentó ella, tratando de
aligerar el peso de las palabras de Virgin sobre la mente de
Joe.
—Una vida con la servidumbre, lejos de Norfolk, en otro
condado —contestó Virgin—. Para desgracia de los Peyton,
no morí. Me enterraron viva y alguien me encontró.
—¿Quién?
—Un grupo del que todavía no estás preparado para oír,
Joe. Paso a paso.
—Dejé que ellos te criaran a su modo para que
obtuvieras tu lugar en el Condado de Norfolk, no quería
alejarte de Thomas con el riesgo de que te desheredara al
saber de mi existencia. Por eso no te dije nada hasta ahora.
He estado esperándote, Joe. Porque esto no se trata solo de
ti y de mí, ni de Vincent ni de mi padre, Dannis Monroe.
—¿Dannis Monroe?
—Suicidio. Se suicidó ante los chantajes de Charles
Peyton, Conde de Norfolk, el prestamista.
—Y desde entonces usted ha estado labrando una
venganza en contra de los Peyton y su condado que
conllevó muchas desgracias en su pasado. ¿Cuándo tendrá
fin?
—Nunca —respondió Virgin sin inmutarse.
—¿Amaba tanto a su padre? —preguntó ella, molesta por
esa necesidad de venganza cuando Virgin ni siquiera era
capaz de amarse a sí misma.
—¡Scarlett! —la reprendió Joe.
—No es amor, es justicia.
—Por supuesto, no todo es amor, Scarlett. Se trata de
justicia —abogó Joe de nuevo, en favor de su madre—. ¿Por
qué no te retiras a descansar? Debes de estar agotada
después de este largo viaje. ¿Hay alguna habitación
habitable, madre?
—Llegué a esta casa hace muchos años, había sido de mi
padre. Ha sido un buen lugar para vivir, y siempre he dejado
una habitación para ti arriba, preparada para tu llegada.
—Entonces, miladi, suba y descanse. Luego iré a verla —
Scarlett abrió tanto los ojos que hizo chocar sus pestañas
contra sus cejas, pero se levantó de su sillón—. Perdónala,
madre, está agotada. Estamos esperando un hijo y el viaje
no ha sido fácil.
De nuevo, Virgin la miró de arriba a abajo sin decir nada,
pero tampoco se quedó más tiempo en ese despacho para
lograr una palabra amable de su suegra. Abandonó la
estancia con el corazón en la garganta y los ojos aguados.
La muerte de Bethany solo había sido el comienzo del fin.
¿Cuánto tiempo sería capaz de aguantar allí por amor?
La muerte de Bethany, la mujer que lo había criado,
había sido un duro golpe difícil de digerir. Sería una
estupidez negarlo. Pero la reaparición de su madre
biológica, Virgin, parecía ser un bálsamo para sus heridas.
No solo eso, ella parecía entenderlo muy bien. Entendía sus
motivaciones y sus sueños. Además, hablar con ella le había
hecho descubrir otras aberraciones por parte de su
queridísimo hermano mayor.
Acababa de descubrir que Thomas lo había reconocido
después de cambiarle el apellido por el de un empleado
suyo. ¡Ah, el engreimiento del Conde de Norfolk no tenía
límites! Tampoco le habían contado nunca, hasta ese día,
que su abuelo, Dannis Monroe, había muerto coaccionado
por las amenazas de su padre, Charles, un prestamista
abominable.
Los Peyton y los suyos, incluidos los Cavendish (la familia
de su cuñada), se habían ensañado con él y su familia
materna. No los perdonaría jamás por el dolor causado, por
las vidas rotas, por la soberbia, por los desplantes, etc. Iba a
hacer algo que cambiaría ese mundo de estirados para
siempre. Todavía no sabía qué iba a hacer, pero se creía
capaz de matarlos a todos y cada uno de ellos.
Debía controlarse, sin embargo. Había hecho una
promesa a ella. A «ella». Y debía cumplirla. Dejó a su madre
en el pequeño despacho y subió las escaleras para
encontrar a Scarlett en la única habitación sin polvo y sin
sábanas por encima de los muebles. La halló al lado de una
chimenea acabada de prender y con unas cartas en las
manos: las cartas que le había estado mandando su madre.
—¿Ahora lee el correo personal, miladi? —Se apoyó en el
marco de la puerta con los brazos cruzados y la miró con
ese sentimiento que solo ella era capaz de despertarle.
—No me había dicho que su madre le había pedido,
explícitamente, que mantuviera en secreto su
correspondencia.
—¿Tenía que decírselo? No lo encontré relevante.
—¿No lo ve, milord? ¡Lo está manipulando! Está
alimentando su rencor hacia su hermano para que juegue a
su favor.
—¿Debo obviar el hecho de que intentaran matar a mi
propia madre?
—¡No fue el Conde de Norfolk, y lo sabe! Fue el mismo
Charles Peyton, su padre. Él era el hombre sin escrúpulos,
no su hermano.
—¿Y entonces porqué mi hermano quiso que
desapareciera? ¿Por qué cambió mi apellido cuando yo ya
era un Peyton? ¿Por qué tuvo que reconocerme una
segunda vez?
—Si lo reconoció una segunda vez, significa que no fue él
quien intentó matar a su madre. Para él era mejor que usted
desapareciera, ¿no es así? ¿No ha pensado que, a lo mejor,
su hermano creyó que tendría una vida feliz con otra familia
sin conocer su pasado ni cómo llegó a este mundo? ¿No ha
pensado, por un triste momento que, a su modo, su
hermano siempre ha intentado protegerle de las
aberraciones de su padre?
—¿Y la muerte de mi abuelo Dannis?
—De nuevo, fue su padre, no su hermano. Me lo ha
prometido, milord. Me prometió que contendría a sus
demonios y espero, firmemente, que el venir aquí no sea
una excusa para dejar volar las ansias de venganza de su
madre.
—No, miladi —negó Joe con rotundidad, aterrorizado con
la idea que Scarlett pudiera irse. Podría soportarlo todo
menos su ausencia. Ella se había convertido en un
indispensable para su vida y haría todo cuanto estuviera en
sus manos para hacerla feliz, aunque no la entendiera y no
estuviera de acuerdo con muchos de sus pensamientos—.
Jamás haría nada que pudiera hacerle daño alguno y lo
sabe. Al contrario, quiero que sea feliz —Se arrodilló a su
lado y la besó en los labios, sintiendo el calor del fuego que,
de seguro, ella misma había encendido. ¡Era tan fuerte y
sagaz! La admiraba—. ¿Le gusta esta casa?
—Mucho —pareció calmarse un poco.
—Mi madre nos ha invitado a quedarnos por un tiempo,
hasta que nazca el bebé. Me ha parecido una buena idea.
—Me parece bien que quiera recuperar el tiempo perdido
con ella —accedió Scarlett, mirándolo de ese modo tan
característico suyo: de reojo.
—Como nuevo señor de esta casa, entonces, le pido que
la decore a su gusto. ¿Le parece bien? Sé que no es de esa
clase de damas que pasarían su tiempo decorando
estancias, pero he creído que podríamos prepararlo todo
para su llegada —Joe colocó una mano sobre su vientre y
ella lo sonrió.
—Decoraré hasta la última piedra de Monroe's House y
espero que le agrade a su señor.
—Seguro que me encantará.
Se cogieron de la mano y miraron a su alrededor. Joe se
sentía feliz a su manera. Lo tenía todo: una esposa ideal, un
hijo en camino y una madre. No necesitaba nada más, ni
siquiera pensar en aquellos que tanto odiaba.
Capítulo 10

Monroe's House se llenó de alfombras burdeos, sillones


rojos de respaldos altos y cuadros góticos. Scarlett se
encargó de redecorar el lugar a su gusto, de darle vida
después de años de abandono con objetos excéntricos,
calaveras y libros de otros siglos. De hecho, ese fue su
principal entretenimiento durante los siguientes meses de
gestación y de relativa paz. La vida con Joe fue fantástica
durante este tiempo, llena de sueños y de esperanzas por la
inminente llegada del bebé. Pero la presencia de Virgin
siempre fue tortuosa. Su falta de sentimientos y su
constante diatriba contra los Peyton y el Condado de Norfolk
sofocaban a Scarlett con demasiada frecuencia.
—¿Está preparado, milord?
—El desconcierto me está matando —contestó él, con las
manos de Scarlett sobre sus ojos.
—Eso tiene sus encantos... pero no se muera antes de
ver esto.
Scarlett apartó las manos y Joe abrió los ojos. —¿Rosa?
—Rosa, sí. Rosa pastel.
Joe se rio con una carcajada limpia y Scarlett se maravilló
ante ella con ojos soñadores. ¡Eran tantas pocas veces las
que ese hombre se reía! Y ella se sentía orgullosa de lograr
que lo hiciera, aunque fuera muy de vez en cuando. Había
decorado la habitación del bebé completamente diferente
del resto de la casa, con colores alegres y un sinfín de
juguetes normales. De hecho, el aspecto general de la
estancia era tan normal, que Joe seguía sin poder creerlo.
—Es... ¿normal?
—Nuestra hija ya tendrá tiempo de decorar su habitación
con calaveras y muertos retratados en cuadros cuando lo
desee. Por el momento, he decidido que su habitación sea
un pequeño paraíso para la gente común, hasta le he
dejado un caballito de madera en una esquina. ¿Le gusta?
—¿Tan segura está que es un niña? —preguntó él con una
sonrisa torcida, acariciándole el abultado vientre.
—Estoy convencida de ello.
Joe bajó la cabeza y alzó los ojos para mirarla, un gesto
que hacía con frecuencia para fijarse en algo con mucha
atención. —La hija de Joe Peyton, será la dama más
solicitada de toda Inglaterra, y nada la asustará jamás.
Nadie hará daño a mi pequeña, ni siquiera nadie se le va a
acercar nunca. Ahora es todo lo que me importa.
Scarlett entornó sus ojos grandes y sonrió con
comprensión. Al menos, había logrado que dejara de
amenazar a todo Londres. Era un gran paso, y saber que Joe
amaba tanto a su hija era gratificante a la par de
tranquilizador. —Hijo, ¿puedes venir? —interrumpió Virgin y
Joe se alejó de ella y de su barriga para seguir a su madre
hacia la planta inferior, desde donde se oía un ruido
inusual.
«Lady Excéntrica» se acercó sigilosamente a la
balaustrada de la planta superior para mirar hacia abajo sin
ser vista. Un grupo de hombres de todas las edades y clases
sociales estaba en el vestíbulo y fue Joe, al lado de Virgin, el
encargado de recibirles. Era la primera vez que recibían
visitas en todos esos meses y a Scarlett le pareció muy
extraño que nadie la hubiera avisado.
—¿Necesita ayuda, miladi? —oyó la voz del señor Black,
el mayordomo que ella misma había contratado para
Monroe's House, y el único sirviente que tenían aparte de la
cocinera. Lo había apodado «señor Black» porque algo en él
le recordaba al caballo de Joe. Eso y que el hombre nunca le
dijo como se llamaba, pero le agradaba, le caía en gracia su
modo de moverse como si fuera un muerte viviente. Al
parecer, el pobre señor Black, había estado viviendo en una
de las granjas cercanas de Monroe's House y lo conoció un
día, gracias al destino, mientras ella paseaba. No dudó en
ofrecerle un empleo en seguida. Era un buen hombre a
pesar de su aspecto terrorífico.
—¿Quiénes son?
—La Sociedad Secreta Contra la Nobleza, miladi —dijo
el «señor Black» sin un ápice de emoción ni de titubeo en
sus palabras, fiel a ella—. Lo he oído de la señora Virgin.
También he oído que la señora desea que el señor forme
parte de esa sociedad.
Scarlett notó las patadas de su bebé en la barriga, al
ritmo de su furia. ¿Cómo era posible que Joe no le hubiera
contado algo así? ¿Cómo era posible que esa «madre»
siguiera arrastrando a su esposo por el mal camino?
—¿Qué más ha oído, señor Black? —preguntó ella con el
nudo en la garganta, llevándose una mano sobre su
adolorido vientre. Esperaba al bebé para el mes que viene,
pero su cuerpo le estaba empezando a doler demasiado.
—Que el señor no quería conocer a la Sociedad Secreta
Contra la Nobleza. El señor y la señora Virgin tuvieron una
discusión sobre el asunto en la que usted fue nombrada.
—Ah, ¿sí?
—Sí, miladi —continuó relatando el mayordomo con voz
floja y aspecto lúgubre a sus espaldas, mientras Scarlett
observaba, desde el segundo piso, al numeroso grupo
entrar en el despacho privado de Joe—. El señor dijo que no
haría nada mientras pudiera afectarla a usted o al bebé que
está en camino y la señora Virgin insistió en que no podía
seguir dejándose llevar por promesas infantiles, que no
había tiempo que perder.
—¿Ha tenido noticias de la mujer sobre la que la hablé,
señor Black? ¿De Mía?
—No, miladi.
Scarlett asintió en un tenso silencio y giró sobre sus
talones para regresar a la habitación de su hija y darle un
último vistazo antes de cerrar la puerta y encerrarse en su
habitación. Habían pasado meses y Mía seguía sin aparecer.
¡Qué extraño! Tampoco había conseguido comunicarse con
sus padres, perdidos en su viaje a India. Ah, pero si Virgin
creía que le tenía miedo estaba muy equivocada. No iba a
permitir que Joe se perdiera entre sus demonios, ya fueran
estos humanos o de fuego.
Intentar dialogar con Virgin, sin embargo, era una
necedad. Esa mujer jamás entraría en razón porque no tenía
sentimientos, se movía guiada por su propio sentido de la
justicia y nada de lo que ocurriera o alguien le dijera la haría
cambiar de parecer sobre su proceder. Lo único que podía
hacer era intentar convencer a Joe para irse de allí. Le dolía
por el hogar que habían creado, por todos los sueños que se
quedarían en esa casa perdidos, pero una mujer como ella
debía de saber que nada era seguro para siempre. Era una
mujer fuerte e independiente, no necesitaba de una
habitación rosa para criar a su hija ni nada de lo que
Monroe's House pudiera ofrecerle. El tiempo que había dado
en ese lugar lo tomaría como un aprendizaje, y quizás algún
día regresara de visita, pero ya no quería permanecer en
esa casa. Había sido lo suficiente comprensiva con Joe para
que recuperara el tiempo perdido con su madre. Ahora le
tocaba pensar en ella, y que una Sociedad Secreta Contra la
Nobleza, seguramente terrorista, se presentara en su casa
sin ser avisada era un signo evidente de que era necesario
moverse.
Esperó a Joe sentada en el borde de la cama con la
maleta hecha y su capa roja puesta. Lo esperó hasta la
noche. —¿Qué ocurre? —preguntó él al entrar en la
recámara—. ¿Qué hace con las maletas?
—Escúcheme bien, milord, y escúcheme con atención
porque solo hablaré una sola vez —dijo ella, poniéndose de
pie, imponiéndose y ocupando más espacio con su cuerpo
voluptuoso—. No voy a quedarme aquí más tiempo,
conforme con que guarde secretos con su madre y empiece
a andar por el mal camino. Me voy, regreso a Londres. Y
espero que usted me siga —Scarlett cogió la maleta y se
dirigió hacia la puerta, pero Joe la detuvo por el brazo.
—Ha sido solo una reunión —dijo él, frunciendo el ceño
hasta la frente y mirándola de lado, con la cabeza baja y los
ojos hacia arriba, atravesándola con sus ojos inhumanos y
únicos. Scarlett no supo si el ojo marrón estaba más oscuro
que el gris o al revés, no había ni un solo destello de luz en
sus pupilas. Estaba pasando, Joe se estaba convirtiendo en
el monstruo que lo dominaba—. ¿Va a dejar todo lo que
hemos construido aquí por una simple charla?
—Estoy acostumbrada a dejar aquello que no me
conviene, milord —insistió, encarándolo con firmeza.
—Me considero un esposo complaciente y comprensivo,
pero no abuse de mi amor por usted. He gastado mucho
dinero en todo cuanto ha pedido para decorar esta casa y
no es mi deseo dejarlo todo atrás por sus visiones o sus
ideales sobre la bondad y el amor. La conocí siendo una
bruja, y me enamoré de una bruja. No me gustaría que se
convirtiera en una dama más, aburrida y común, demasiado
respetable como para no tolerar ciertas inclinaciones
sociales.
Scarlett abrió sus ojos desmesuradamente sin apartar la
mirada de Joe, desafiándolo, y este la soltó de inmediato
para llevarse una mano sobre la cabeza. —Recuerdo haberle
dejado muy claro, desde el principio, que no soy ninguna
bruja —recalcó ella con determinación, dándole potencia a
su voz de soprano—. Y mis inclinaciones sociales no
incluyen a una Sociedad Secreta en Contra de la Nobleza.
Soy incapaz de matar a un ser humano, va en contra de mi
naturaleza, de mi espíritu.
—¿Quién ha hablado de matar?
—¿A qué se dedica dicha Sociedad Secreta? ¿A hablar
amablemente con los condes y los duques que abusan de
los plebeyos? ¿A pedirles, por favor, que sean más
comprensivos con los demás seres humanos?
—Puede llegar a ser muy irritante en ocasiones, miladi.
—Su madre no siente nada por usted, milord —dijo ella
por primera vez, afrontando la realidad—. O ahora me dirá
que no ha notado la falta de cualquier sentimiento en esa
mujer.
—Es mi madre. Y ha sufrido.
—Ha sufrido porque no ha dejado su obsesión por la
venganza.
—¡Vengar a un padre es algo muy razonable, miladi! —
gritó Joe de repente, furioso—. Si mi madre quiere vengar a
su padre, yo la ayudaré. ¿Y sabe por qué? Porque las
mismas personas que mataron a mi abuelo son las que han
jugado con mi vida durante todos estos años, las mismas
personas que se han reído de mí.
—Quedamos en que se olvidaría de todo esto.
—¡No puedo olvidarme, Scarlett! ¡No puedo!
—Y con ella menos —aseveró «lady Excéntrica» sin alzar
la voz, manteniéndose en su postura calmada y segura en
todo momento—. Lo está manipulando, aprovechándose de
su dolor para utilizarlo en una guerra sin sentido.
—¿Sin sentido? ¡Cómo diablos puede ser sin sentido? ¡La
dispararon después de perdonarla! Ella estuvo dispuesta a
olvidarse de su venganza, miladi. Estuvo dispuesta a
empezar de cero con Vicent, el hombre que, gustosamente,
sí me dio su apellido. Pero él tampoco se salvó de las vilezas
del Condado de Norfolk. ¿Somos nosotros los malos o ellos?
—Scarlett cerró los ojos con fuerza y se permitió dejar correr
una lágrima a través de su mejilla—. Se ha pasado todo el
tiempo hablando de tiempos futuros en los que los títulos y
las imposiciones sociales carecen de importancia —bajó la
voz Joe, y se acercó a ella de nuevo para cogerla por los
hombros—. ¿Cree que ese cambio llegará si alguien no lo
promueve? ¿Quiere seguir en un mundo donde los cuatro
elitistas nos dominan y nos miran por encima del hombro?
Compréndame, miladi, solo intento mejorar este mundo.
—¿Con sangre?
—Con lo que sea necesario. Únase a nosotros en lugar de
seguir negando la realidad y de enfrascarse en su propio
mundo imaginario.
—Prefiero vivir en mi mundo imaginario. Y jamás me
uniré a nada que lleve a mi esposo a ser un monstruo. Si
para hacer de este mundo un lugar mejor, debe de
comportarse como ellos, ¿en qué lo diferencia? Los cuatro
elitistas solo cambiarán de nombre, pero las injusticias se
seguirán cometiendo de otro modo. Déjeme conformarme
en mi pequeña parcela de vida, ajena a la política y a todo
este odio.
Scarlett dijo todo eso con los ojos cerrados, encogida. El
dolor en su vientre iba en aumento, pero no quería decírselo
a Joe. No quería que esa fuera una excusa para seguir
allí. —¿Quiere irse?
—Sí —susurró, cada vez más débil.
—La acompañaré hasta Londres, la dejaré en casa de sus
padres, y luego regresaré aquí —Joe cogió la maleta con
enfado y abrió la puerta sin mirarla—. Prometí que la
protegería por encima de todas las diferencias y eso pienso
hacer. No dejaré que se vaya sola.
—Como desee —balbuceó, intentando dar un paso hacia
delante, pero se cayó sobre la alfombra roja antes de que
Joe pudiera cogerla en brazos.
—¡Scarlett! —se horrorizó él, tirando la maleta al suelo
para cogerla en volandas y dejarla sobre la cama
rápidamente.
Capítulo 11

—Será mejor que guarde reposo absoluto durante el


mes que le queda de gestación —oyó Scarlett una voz
desconocida en la lejanía—. El parto se prevé con
complicaciones llegado el momento.
«Lady Excéntrica» hizo su mayor sacrificio para abrir los
ojos, la cabeza le daba vueltas. —Joe... —musitó con la boca
seca.
—Estoy aquí, Scarlett —lo oyó responder y sintió el roce
de su mano fría sobre la suya, tranquilizándola.
—Joe, ¿qué ocurre? —preguntó con dificultad, tosiendo.
—¡Agua, que alguien traiga agua! —ordenó Joe y poco
después tuvo la boca humedecida y la garganta más liviana,
incluso logró enfocar a Joe. Estaba preocupado, podía verlo
en su rostro—. El doctor prevé complicaciones durante el
parto, no te preocupes por nada, Scarlett —la tuteó con
afecto, pasándole sus largos dedos por la frente sudada—.
Yo estaré a tu lado en todo momento. Aunque sé que no me
necesitas para hacer esto, sé que eres fuerte y por eso te
admiro —La abrazó—. Perdóname por lo de antes —le
susurró en la oreja.
Scarlett apenas podía recordar lo que habían hablado
durante la discusión previa a su desmayo. ¿Cómo era
posible que su salud hubiera empeorado tan rápidamente?
No era una mujer frágil, más bien era una mujer robusta de
caderas anchas y una fortaleza envidiable. ¿Tan difícil sería
el parto? Le dolía el cuerpo.
—Es mejor que descanse —escuchó la voz de Virgin al
otro lado de la cama y giró la cabeza poco a poco, con
mucho dolor, para verla. La vio con el vaso de agua en las
manos, ella había sido la que la había dado de beber. La
miró durante unos segundos con los ojos nublados y luego,
lo vio en su mente: vio a Virgin poniéndole veneno en su
comida y en su bebida. No era ninguna sorpresa que Virgin
hubiera hecho algo así; de ese modo ella había logrado
casarse con el hermano mayor de Joe y, de ese modo, había
intentado matar a Georgiana Cavendish. ¿En qué momento
fue tan ilusa como para creer que no haría lo mismo con
ella? Ella suponía el único obstáculo para Virgin para lograr
sus objetivos. El peligro siempre le había resultado
excitante, pero aquello rozaba lo mortal.
—Es ella —balbuceó, intentando comunicarse con Joe—
Ella me ha hecho esto.
—Ahora no es el momento de discutir ni de preocuparte
por nada, debes descansar —intentó calmarla Joe al verla
agitada.
—Descansa, querida —le dijo Virgin, cogiéndola por los
hombros para volver a tumbarla.
—No... yo no...
Se quedó dormida.
Otra vez.
Cayó en un profundo sueño en el que vio a Joe
asesinando a sangre fría a un hombre. Todo a su alrededor
se cubrió de sangre y de muerte. Se despertó sudada y fría
con las mismas dificultades que la primera vez: no podía ver
bien ni moverse, tampoco podía hablar con propiedad.
—Joe... —tartamudeó, buscándolo con la mano en el aire,
pero el roce que encontró fue distinto. Notó una mano
muerta sobre ella, la mano de Virgin.
—Joe ha tenido que salir —la escuchó decir con ese tono
de voz insensible que la caracterizaba—. Está agotado de
estar velándote y lo he convencido para que se retire a
descansar.
Scarlett apartó la mano de Virgin con un movimiento
lento y débil. Tenía el camisón empapado de sudor y sentía
mucho frío. —¿Qué me ha hecho, Virgin? —consiguió
articular, pálida y completamente tumbada sobre la cama.
No tenía ni un mínimo de fuerzas para incorporarse.
—Eres un obstáculo, querida. Un obstáculo en la vida de
mi hijo —La observó levantarse de la cama con la ayuda del
bastón; al parecer, su suegra usaba ese bastón desde que la
dispararon. Su espalda y sus funciones motoras habían
quedado limitadas desde entonces, pero su maldad no—. No
le permites avanzar en su propósito. No es nada personal.
—Sé que no es nada personal. Nada de esto lo es.
—Me comprendes.
—Demasiado bien —contestó—. Pero Joe no es como
usted. Joe sí siente y sí se toma las cosas de forma personal.
Si algún día descubre lo que me ha hecho... ese será su
último día de vida.
—No hay poder en el amor. Lamentablemente, Joe heredó
algo de su familia paterna. Hubiera preferido que fuera
como yo en su totalidad, pero me conformo con lo que es.
No intento cambiarlo como has hecho tú.
—Me reiría si tuviera fuerzas —replicó Scarlett con ironía
—. Usted lo está manipulando mucho más de lo que yo haya
podido influenciar en él.
Scarlett quiso decir algo más, pero un dolor agudo le
contrajo el vientre. —Será mejor que avise al doctor —dijo
Virgin al percatarse de lo que estaba a punto de suceder.
—Oh, hija mía, te prometo que no descansaré hasta
sacarte de aquí, aunque muera, porque si muero, regresaré
de entre los muertos para liberarte de este lugar. Que Dios
te haga una niña diferente a nosotros, eso es todo lo que
pido, que te haga alegre y feliz a pesar de la oscuridad que
te rodea.

—Joe, tienes que venir —dijo Virgin a su hijo, que


descansaba en su recámara.
—¿Scarlett? —preguntó él, incorporándose a toda prisa.
—No, no es ella —mintió Virgin—. Tienes que bajar abajo,
ha llegado alguien.
—Imposible, no me alejaré de Scarlett.
—Si quieres defender a tu esposa, te aconsejo que bajes
y me escuches. Scarlett no se pondrá de parto todavía, hay
tiempo, ella solo necesita reposo y tú poco puedes hacer al
respecto.
Joe se sentía culpable por haberle hablado mal a Scarlett.
Tendría que haber considerado su estado antes de
comportarse con crueldad. Pero le irritaba que ella no lo
comprendiera en absoluto en cuanto a sus necesidades
como hombre en el mundo. Cambiar el orden establecido
era todo cuanto deseaba hacer e incluso ella lo agradecería
si las cosas empezaran a hacerse a su modo. Si la sociedad
dejaba de dividirse por títulos y empezaba a valorarse por
méritos, sería un gran logro. ¿Por qué se empeñaba ella en
llevarle la contraria? ¿Por qué se negaba a ver que los
buenos no eran tan buenos y que él no era el villano de esa
historia? Él no era una víctima, se negaba a verse a sí
mismo como tal cosa. Solo era otro jugador en ese juego de
ajedrez. ¿Por qué ella no quería acompañarlo en su
propósito?
—Le he prometido que no me separaré de ella y no lo voy
a hacer —se negó a las peticiones de su madre. Era cierto.
Scarlett tenía razón. Su madre no era cálida ni tan solo
parecía sentir algo de amor por él. Pero lo comprendía y
empatizaba con su aversión hacia la alta sociedad inglesa.
Virgin no era mala, ella no tenía culpa de haber sufrido y
haberse quedado insensible a todo cuanto la rodeaba.
—¡Señor! ¡Mi señor! ¡Baje por favor!
Joe oyó los gritos de uno de los miembros de la Sociedad
Secreta de la Nobleza y se vio obligado a salir de la
recámara para asomarse a la baranda del segundo piso. —
¿Qué está haciendo en mi casa? Ahora no es el momento,
váyase.
—Necesitamos su ayuda, se trata del Barón de Glasgow.
Ha violado a una de las hijas de un granjero. Se cree
intocable por su rango y por estar rodeado de muros en su
castillo, al otro extremo de la ciudad.
—¡Justicia, señor! ¡Tiene que hacer justicia! —Entró otro
hombre, suponía que el granjero afectado, con una niña
ensangrentada entre sus brazos. La niña apenas tenía siete
años—. Usted es el único que puede ayudarnos.
—¿Quieres defender a tu esposa y a tu posible hija?
Hazlo, sé útil donde puedes serlo. Scarlett seguirá aquí
cuando regreses, todavía queda un mes para el
alumbramiento —dijo Virgin a su lado, apoyada en su
bastón, y mirándolo con los mismos ojos que él había
heredado. Ellos no eran los monstruos, no. Los monstruos
eran los que se sentaban en sus mansiones y aplastaban a
los débiles y a los raros. La furia creció dentro de él por la
impotencia de esas realidades.
El futuro Conde de Norfolk, anhelante de un cambio en la
sociedad de la que iba a formar parte algún día, accedió a
ayudar a la Sociedad Secreta Contra la Nobleza por primera
vez en su vida. Esa fue su primera acción como cooperante
de la sociedad, ajusticiar el hombre que había violado a una
pobre niña escudándose en su posición.
—Pero primero debo despedirme de ella. Pedirle permiso
para irme —se detuvo antes de irse.
—¡Hijo! ¡No entres...!
Joe abrió la puerta de la habitación de Scarlett y se
acercó a ella, estaba dormida. Estaba igual que como la
había dejado un par de horas antes. —Scarlett...
Scarlett... —intentó despertarla—. Scarlett tengo que hacer
algo, algo bueno. Sé que no estarías del todo de acuerdo
con el procedimiento, pero con el tiempo... cuando veas el
mundo que quiero dejar para nuestra hija lo comprenderás.
Scarlett, ¿me oyes? —La cogió por los hombros
suavemente, pero ella no se inmutó—. Te amo, Scarlett —La
abrazó—. Y te amo a ti, pequeña —Acarició el vientre de su
esposa por encima del camisón—. Volveré pronto, os lo
prometo... a las dos.
—¡Mi señor! ¡Tenemos que irnos!
—Ahora vuelvo, Scarlett —La besó en los labios—. Madre,
cuida de ella —pidió, al salir de la habitación.
—Cuidaré de ella, no te preocupes, ahora... márchate.

Aunque desvanecida su esperanza de poder salvarse de


las garras de Virgin, Scarlett luchó para alumbrar a su hija.
Se despertó tras horas de angustiosos sueños y visiones
horribles con el dolor de las contracciones cada vez más
intensas. Lo hizo sabiendas de que Joe ya no estaba en esa
casa, y que solo su suegra la asistiría en el parto. Se negaba
a culpar a su esposo por haberla dejado sola, jamás podría
culparlo por ser una víctima más de Virgin y de sus propios
demonios. Tampoco lo amaba menos, pero estaba segura
que, después de aquello, si sobrevivía, se iría lejos de Joe
para siempre.
Drogada por lo que fuera que Virgin le hubiera dado, miró
a su alrededor con esa sensación de mareo que no la
abandonaba. Vio al doctor entre sus piernas y a Virgin al
lado de él, observando el parto en primera persona con total
apatía. —Tiene que empujar para que salga —le dijo el
doctor.
¡Oh, empujaría si no estuviera tan débil! Claro que
empujaría, y no necesitaría ni al doctor para tener a su hija.
Pero Virgin se había encargado de anularla y de que su hija
muriera durante el parto. Las quería a las dos fuera de la
vida de Joe. Pero si Virgin había hecho planes, Dios era el
mejor de los estrategas.
Scarlett dio a luz a una hermosa niña fuerte y robusta a
pesar de no sentir ni las piernas ni las caderas. La oyó llorar
y su corazón se llenó de dicha y de una felicidad hasta
entonces desconocidas. Era madre. Se había convertido en
madre. —Démela —pidió con la voz ahogada y los ojos
medio cerrados, llena de sudor por todo el cuerpo y el pelo
hecho una maraña negra—. Démela, doctor.
Su voz no era tan floja como para que el doctor, que
estaba entre sus piernas, no la oyera. Y eso ella lo sabía
muy bien, así que se llenó de furia cuando fue ignorada. —
¡Que me la dé! —gritó con las fuerzas nacidas de sus
entrañas, ayudada por los propios demonios de los que ella
renegaba.
—La niña ha nacido y ha sobrevivido —dijo el doctor—.
Puedo mentir sobre la muerte de la mujer, pero no sobre la
de un recién nacido.
—¿Es incapaz de matarla?
—Incapaz de matarla y de mentir sobre su muerte, sí —
dijo el hombre, entregando el bebé lloroso a Virgin frente la
mirada horrorizada de Scarlett—. El trato era que madre e
hija murieran durante el alumbramiento, pero la niña ha
resistido porque su madre ha luchado para que nazca. No
seré yo quien vaya contra los designios de Dios.
—¿Ha nacido el hijo del señor? —Abrió la puerta el
mayordomo, el señor Black, y Virgin miró al bebé que no
paraba de llorar entre sus manos. Ya no podía matar a esa
pequeña ni aunque quisiera, matar al doctor para guardar el
secreto sería tedioso, pero matar al mayordomo sería
imposible porque era como un armario.
—Sí, llévate a la niña a la cocinera para que le dé leche,
la madre está demasiado débil para hacerlo —Virgin entregó
la niña al señor Black y Scarlett se desvaneció por un
momento con el corazón compungido y los ojos de su
mayordomo sobre ella.
Tenía el alma partida en dos cuando volvió en sí y notó la
sangre que corría entre sus piernas. —Morirá por
desangramiento —oyó otra vez al doctor.
—Mi hija... —balbuceó Scarlett.
—Lo siento, pero yo ya he hecho todo lo que tenía que
hacer, me voy.
El doctor se marchó y la dejó a solas con Virgin, que no
dudó en acercarse a ella. —Mi hija... —repitió Scarlett.
—¿Te asusta el fuego, Scarlett?
Scarlett sonrió. —No hay nada que me asuste, Virgin —
contestó, haciendo brillar sus ojos verdes con violencia—. Y
mucho menos el fuego.
—Mejor, porque que mueras durante el parto es un
accidente terrible... pero que tu cuerpo se reduzca a cenizas
es peor. Sinceramente, espero no tener que consolar a Joe
durante mucho tiempo después de esto —Virgin regó el
suelo con un líquido extraño y se acercó a la puerta—.
Adiós, Scarlett.
—Hasta ahora —contestó «lady Excéntrica»—. Regresaré,
Virgin. Y cuídate del día en el que regrese —amenazó la
madre primeriza después de que la primera llama se alzara
ante ella.
Estaba preparada para morir. Moriría maldiciendo a
Virgin. Solo esperaba que Joe cumpliera con su promesa
cuando regresara a casa y protegiera a su hija, solo espera
eso. Porque si en eso también fallaba ese hombre, el Día del
Juicio Final lo enviaría al infierno con su testimonio. Cerró los
ojos y recordó el llanto de su hija, no había podido verla, ni
verle los ojos. Un par de lágrimas recorrieron sus mejillas,
pero luego un fuerte vendaval la obligó a abrir de nuevo los
ojos y a mirar hacia la ventana.
—Debemos irnos de aquí —anunció Mía, la vieja amiga de
la familia, cubierta con la capa roja emblemática del grupo
al que pertenecía, y la cogió en brazos para sacarla de la
habitación en llamas.
—Llegas tarde —dijo Scarlett.
—Llego en el momento preciso —replicó su mentora.
Capítulo 12

—Es aquí, mi señor —dijo el miembro de la Sociedad


Secreta Contra la Nobleza que lo había ido a buscar a casa,
Aitor—. Aquí es donde se esconde el condenado barón que
ha violado a la hija del granjero. Las leyes no pueden
hacerle nada con el pobre testimonio de un simple
empleado.
Joe miró la vasta mansión que se abría ante sus ojos y los
emblemas de la baronía de Glasgow con las manos en los
bolsillos, relajado, a pesar de la tensión del grupo que tenía
a sus espaldas. —Esperad a mi señal —fue todo lo que dijo
antes de entrar en la propiedad del barón de Glasgow.
—¡Eh! ¿Quién eres tú? —preguntó un guardia del barón
de Glasgow al verlo acercarse al patio principal.
—Soy Joe Peyton, futuro Conde de Norfolk —Mostró su
anillo con el sello de su condado—. Y estoy de paso, he
creído que el barón de Glasgow podría ofrecerme una
habitación en su bonita morada.
—Será mejor que busque alojamiento en la ciudad,
milord —contestó el guardia—. El barón ha sido muy claro
en cuanto a las visitas: no quiere recibir a nadie.
—Ah, ¿no? ¿Y por qué?
El guardia titubeó, pero aceptó que Joe se acercara a
él. —Es confidencial, milord.
—Confidencial... Entiendo —Joe hizo temblar al guardia
con sus ojos del diablo y luego miró a su alrededor en busca
de más hombres, constatando que no había nadie más
custodiando el patio—. Supongo que los motivos de su
encierro no tendrán nada que ver con la hija del granjero
que ha sido violada por un enfermo mental —expuso él,
encendiéndose un puro. Era increíble lo mucho que estaba
disfrutando ese momento, dejando correr esa parte de su
ser que siempre había mantenido encerrada. Volvió a mirar
al guardia y lo encontró pálido y aterrorizado por su
presencia. Joe no era robusto, pero era muy alto y su rostro
endiablado sería capaz de espantar al más valiente. Golpeó
al guardia cuando menos se lo esperaba, le dio un certero
puñetazo en la mandíbula y luego lo atizó en la cabeza para
que perdiera el conocimiento.
Tener el poder sobre la vida de otro ser humano le
produjo un placer hasta entonces desconocido, un alivio
para su penitencia interna. Ese era él verdaderamente. La
presencia de Bethany en su vida lo había ayudado a
conocer su lado bueno, así como la presencia de su sobrina
Rubí o la de su hermana Sophia. Ellas siempre habían
intentado conducirlo por el lado «bueno», como su esposa.
Pero dejar correr al monstruo que vivía en él era sublime.
Apretó el puño con el que había golpeado al joven escolta
y miró hacia la puerta de la mansión. Hizo una seña a la
Sociedad Secreta Contra la Nobleza para que avanzara
dentro del patio y se distribuyera alrededor de él. Sediento
de sangre, hizo sonar la aldaba de la puerta. Le sudaban las
manos a pesar de tenerlas frías y la vena yugular se le
marcaba en el cuello. Por un momento, creyó que se
convertiría en un vampiro o alguna clase de criatura
endiablada. Pero no: era él, caído y perdido en los abismos
más oscuros.
—El señor no recibe visitas —le dijo el mayordomo en
cuanto abrió la puerta, y Joe sonrió con crueldad, tirando el
puro a un lado para sacar una pistola.
—Quizás estime oportuno replantearse su decisión —se
burló del mayordomo en cuanto palideció ante el arma. Los
demás hombres se abalanzaron sobre el sirviente asustado
y Joe se adentró en la mansión sin ningún miedo ni
vacilación. Avanzó con pasos largos y seguros, dando
zancadas hasta llegar al despacho del barón. Todas las
casas nobles eran iguales, y sus señores cortados por el
mismo patrón. Conocía demasiado bien ese mundo como
para no desenvolverse en él. Abrió la puerta del despacho y
vio al barón sentado detrás del escritorio de madera de
nogal. Lo miró con esa altanería propia de los de su raza.
—¿Qué hace aquí y quién le ha abierto la puerta?
—Es curioso como los de su clase levantan una sola ceja.
¿Creen que con esa ceja intimidarán a todos aquellos que
consideran inferiores o es simple genética? —rio Joe,
apoyándose en el marco de la puerta antes de dirigir una
mirada rápida a sus espaldas y comprobar que nadie se
acercaría para salvar a su señor.
—Salga de aquí ahora mismo —El barón, baboso y
barrigudo, se puso de pie estirando su mentón hacia arriba
y señalando la puerta con soberbia.
—Por supuesto, ahora mismo salgo —continuó sonriendo
Joe como si fuera el mismísimo diablo encarnado, odiando a
ese hombre con todo su ser—. Pero usted me acompañará.
Por favor, milord, si es tan amable de acompañarme —
Volvió a sacar su revólver de su cintura y apuntó al señor
que alzó las manos temblando de pavor—. ¿Será tan
valiente conmigo como lo fue con esa niña que ha llegado
ensangrentada a mi casa esta noche?
—¡Lo siento! —suplicó el barón, juntando las manos y
arrodillándose ante Joe—. ¡Lo siento!
—Sus disculpas no valen nada frente a la inocencia que
le ha arrebatado a la niña. ¡Una niña, milord! —gritó Joe,
arrastrando la palabra «milord» hasta hacerla sonar como
un insulto. Cogió al baboso por el pelo y lo obligó a
moverse hasta fuera de la mansión, donde el granjero y el
resto de los pueblerinos habían estado esperando—. No
puedo matarlo —le susurró en la oreja, conteniendo su sed
de sangre—. Tengo una mujer en casa que me lo prohíbe,
pero dejaré que el padre de la niña se encargue de hacerle
pagar por su horrible pecado —Tiró al baboso al patio y le
hizo una seña al granjero para indicarle que era todo suyo.
Los cuervos graznaron en cuanto subió a su semental y
puso rumbo hacia Monroe's House, que estaba a un par de
horas desde allí. Los pájaros negros, a pesar de ser noche,
lo acompañaron durante todo el camino y no lo dejaron en
paz hasta que las llamas se abrieron delante de sus ojos. Joe
observó con horror el incendio que se alzaba desde la
habitación en la que había dejado a Scarlett.
—¡Scarlett! —vociferó enloquecido, saltando del señor
Black y corriendo hacia la casa como si el alma estuviera a
punto de abandonarlo para siempre. Entró en la propiedad
llena de humo y subió las escaleras de tres en tres hasta
llegar a la habitación que ardía con violencia. Dio un paso
hacia delante para entrar en ella, pero una de las vigas de
maderas se desplomó justo delante de la puerta,
impidiéndole el paso—. ¡Scarlett! —gritó fuera de sí,
quemándose las manos intentando empujar la biga—.
¡Scarlett!
A cada grito de desesperación y de dolor, lo poco que le
quedaba de alma humana se le fue yendo. Los pocos restos
de humanidad se evaporaron junto al calor de las llamas. No
lloró, era incapaz de hacerlo, pero deseó arrancarse los ojos
para castigarlos por su falta de lágrimas.
Le había fallado a la única mujer que lo había amado sin
condiciones. Le había fallado a los padres de Scarlett y se
había fallado a sí mismo como hombre y como padre.
Muchos hombres y mujeres pasaron a su alrededor,
cargados con cubos de agua, pero él fue incapaz de
moverse de delante de la biga, buscando algún resto de
Scarlett con la mirada. —Hijo —oyó de repente la voz de su
madre a su izquierda.
—Te pedí que cuidaras de ella —reclamó Joe, cogiendo a
Virgin por el cuello con fuerza, ahogándola—. ¿Qué has
hecho con mi esposa? —La apretó un poco más, aspirando
el humo para alimentarse de él. Pensó que mataría a su
propia madre con sus manos, al fin y al cabo, ya no tenía
nada más que perder. Primero la mataría a ella y luego
buscaría la forma de morir él mismo. Todo cuanto había
amado y apreciado en esa vida le había sido arrebatado y
estaba vacío.
Ni siquiera sentía dolor. Porque el dolor era propio de las
personas con alma y él, en esos instantes, carecía
completamente de ella. Tan solo tenía sed. Mucha sed de
sangre, de muerte y de caos. Continuó apretando el cuello
de Virgin con su mano derecha con cierto placer, y la
hubiera ahogado si el llanto de un bebé no lo hubiera
interrumpido.
—Milord, esta es la niña a la que su esposa ha alumbrado
antes del accidente con las velas —oyó la voz del doctor en
la lejanía a pesar de tenerlo muy cerca.
El llanto desesperado de su hija fue lo que lo arrastró de
nuevo al mundo de los vivos, lo arrancó del infierno en el
que había caído y salió de su enajenación mental para
volver a la realidad. Sus ojos permitieron el paso de un
diminuto destello de luz y pudo ver la cara del bebé en los
brazos del doctor.
«Prométeme que cuidarás de ella», le vino la voz de
Scarlett, profunda y sentida como si pudiera oírla en ese
preciso instante.
«Prométeme que no le harás conocer el monstruo que
puedes llegar a ser».
«Prométeme que la protegerás».
Miró a la pequeña y luego observó su mano en el cuello
de Virgin. Soltó de inmediato a su madre y se quedó inmóvil
frente a la niña, sin saber qué hacer. La estudió por largos
segundos mientras ella no dejaba de llorar. Tenía los mismos
ojos que él tal y como Scarlett había deseado. El doctor se
la extendió y la cogió entre sus largos y delgados brazos, la
sintió muy frágil e indefensa contra su cuerpo. —El humo
podría dañarla —dijo el doctor—Sería mejor que nos
alejáramos de la habitación.
Joe miró a la niña que sollozaba en su regazo y luego
miró hacia la habitación reducida a cenizas. Deseó con
todas sus fuerzas que Scarlett estuviera allí para compartir
la alegría del bebé tal y como habían soñado tantas veces.
Tragó saliva y le pareció que tragaba algunas de las cenizas
del incendio. Él, que no sabía amar, ¿cómo iba a darle a esa
niña amor? —Hijo, debemos poner a salvo a la pequeña.
Joe miró a su madre y reparó en las marcas rojas de su
cuello. ¿De veras habría sido capaz de matar a la persona
que lo había traído a ese mundo? Cargó a la niña hasta la
planta inferior, pero no dejaba de llorar. —¿Qué quiere? —
preguntó al aire, mirándolo consternado.
—A su madre —contestó el señor Black, el mayordomo, y
esa verdad le cayó a Joe como un balde de agua congelada
y dolorosa.
—Leche —intervino su madre, cogiéndole al bebé de las
manos—. La cocinera se la dará, yo me encargo.
—Sí —asintió él, sin apartar los ojos de la pequeña
criatura que pateaba el aire en manos de su abuela—. Y la
llamaremos Virgin, madre —anunció, arrepintiéndose por
haber intentado estrangularla.
Virgin asintió y se llevó a la niña lejos de él. —Busque a
una mujer capaz de darle amor a esta niña —dijo Joe al
señor Black y este asintió—. Y señor Black, no se separe de
mi hija en ninguna circunstancia, ¿me oye? Debe ser su
sombra y protegerla con su vida si es necesario, infórmeme
de todo cuanto le ocurra, incluso de las veces que toma
leche, quiero saberlo todo de ella en todo momento.
El mayordomo asintió y se fue detrás de Virgin y su hija.
¡Su hija! —Su esposa murió durante el parto que se
adelantó, como sabe, la señora estaba muy débil —se le
acercó el doctor una vez a solas—. Luego, cuando todos
estábamos ocupados atendiendo a la recién nacida, se
debió caer una de las velas al suelo o sobre las sábanas —
Joe asintió y el doctor se marchó.
Apenas podía controlar la respiración encerrado en su
despacho personal, el mismo despacho que Scarlett había
decorado.
Scarlett muerta.
Apretó los puños y golpeó el escritorio con impotencia.
¿Por qué la había dejado sola? ¿Cómo había podido fallarle
de ese modo? Se odiaba a sí mismo un poco más de lo que
siempre lo había hecho. Se arrancaría el corazón si tuviera.
Era un monstruo tal y como su hermano mayor le había
dicho siempre. Era un ser que no merecía haber nacido. Su
vida había significado la muerte de la mujer más hermosa,
inteligente, sensible e increíble que había existido en ese
triste y horroroso mundo.
—Mi señor —tocó a la puerta Aitor.
—Ahora no —gruñó él, sentado en su sillón de cuero,
destrozado.
—Es el granjero, mi señor. Ha traído al Barón de
Cromwell, teme acabar con él por las posibles represalias de
la justicia.
Joe acarició el retrato de Scarlett que tenía entre manos y
lo guardó en uno de los cajones de su escritorio después de
ponerse de pie. Salió del despacho sin mirar a Aitor y dio
zancadas rápidas y firmes hacia la puerta. El barón de
Cromwell estaba tendido sobre el suelo de su vestíbulo,
amoratado y ensangrentado por los golpes que el padre de
la niña le había dado. —Mi señor, soy incapaz de matarlo —
confesó el granjero, con la gorra entre las manos, al lado del
cuerpo tendido del violador.
—Clemencia —pidió el barón desde el suelo.
Joe, sin inmutarse, cogió una de las dagas que decoraban
la pared del vestíbulo y se la clavó en el cuello al barón a
sangre fría. Hubiera bastado con eso, pero volvió a clavarle
la daga otra vez. Y una tercera. Incluso una cuarta,
ensangrentando el suelo de su vestíbulo y sus propias
manos. Sintió placer y alivio al hacerlo, se maravilló con el
líquido rojo, espeso y caliente entre sus dedos y quiso
probar su sabor. Así que, al levantarse, se llevó el dedo
índice a la boca para saborear el gusto de la sangre de su
primera víctima. Al levantar los ojos, vio el horror en los ojos
del granjero, pero este no se quedó para seguir mirándolo
horrorizado, sino que se marchó corriendo.
—Ahora sí soy un verdadero monstruo —sonrió con
crueldad hacia Aitor, que se había quedado inmóvil ante la
grotesca escena—. Recoge el cadáver y quémalo, que todo
se reduzca a cenizas —ordenó al joven miembro de la
Sociedad Secreta de la Nobleza.
A partir de ahora todo sería fuego y cenizas, explosivos,
muerte, sangre y dolor. Si alguna vez existió un Joe capaz de
controlarse, ya no. El villano había nacido.
Capítulo 13

—Tengo que regresar para buscarla —repetía Scarlett y


una otra vez, batiéndose entre la vida o la muerte durante
los siguientes seis meses que Mía tardó en extraerle todo el
veneno que Virgin le había dado. Al parecer, la madre de Joe
la había estado envenenando poco a poco durante mucho
tiempo, pero el efecto de la droga era mortal y muy difícil
de extraer.
Fueron largos días de sanguijuelas y sangrados que
dejaron a Scarlett con graves secuelas en sus funciones
mentales, afectándole la memoria gravemente por el
trauma vivido. «Lady Excéntrica» apenas fue capaz de
recordar la última conversación que había tenido con Joe
durante mucho tiempo. Recuperarse del horrible parto
tampoco fue nada fácil. Tardó más de un año en volver a
recuperar su fuerza física y más de cuatro años en
recuperar su memoria completa.
Mía la ayudó a ello. Su mentora y amiga de la familia fue
la encargada de acompañarla durante ese duro proceso,
ayudándola a recuperarse física y mentalmente. La casa de
sus padres, en Londres, fue su refugio; aunque apenas salía
de ella y muchos de sus propios vecinos creían que estaba
en la India Colonial Inglesa junto a sus padres. Fue Mía la
encargada de velar por su anonimato, haciéndola
desaparecer de ese mundo y de la boca de la gente,
protegiéndola de las posibles represalias de Virgin si se
enteraba de que seguía viva.
—Ahora que lo recuerdo todo, tengo que ir a buscar a mi
hija —decidió ella, valiente de nuevo.
—No es el momento, Scarlett —la detuvo Mía mientras
hablaban en el salón con las cortinas pasadas,
alumbrándose con un par de velas tal y como lo habían
estado haciendo durante todo ese tiempo—. Todavía no
tenemos noticias de tus padres y si regresaras ahora, sola, a
esa casa... Joe creería que huiste y lo abandonaste junto a la
niña. Joe no está preparado para aceptar que has estado
lamiéndote las heridas durante todo este tiempo. Su madre
y él se han convertido en los jefes superiores de la Sociedad
Secreta de la Nobleza y Virgin se encargaría de ti en
cuestión de segundos, podría matarte antes de que
convencieras a su hijo de la verdad de lo ocurrido.
Necesitamos apoyo, apoyo real y fuerte, Scarlett, antes de
que resurjas de las cenizas.
—Pero es mi hija, Mía, no puedo dejarla allí a sabiendas
de lo que puede estar sufriendo —se encogió Scarlett sobre
su corazón, empapando sus ojos verdes de lágrimas—. Ni
siquiera me permitieron verle el rostro, o cargarla entre mis
manos. Mi leche se secó en mis senos y mi regazo quedó
vacío, debo recuperarla. Es mi obligación como madre —Se
levantó decidida, furiosa.
—Tu deber como madre es velar por los intereses de la
pequeña Virgin y si mueres o provocas una carnicería en su
propia casa, ¿cómo la podrás seguir protegiendo? —Se
levantó también Mía del diván en el que habían estado
sentadas.
Habían decidido ocupar solo dos habitaciones de la casa,
sin sirvientes era difícil que toda la propiedad funcionara
correctamente. Pero ninguna de las dos necesitaba nada
más para vivir, sobre todo Scarlett, que su vida estaba en
Monroe's House.
—¡Virgin! ¿Cómo ha podido ponerle un nombre tan
horrible? ¡Mi hija no debería de llamarse como esa villana
insensible! —Scarlett cruzó los brazos y se cogió los
hombros con las manos, abrazándose a sí misma—. Debería
odiar a ese hombre por todo lo que me he hecho sufrir.
—Pero no lo odias —la consoló Mía, cogiéndola por los
hombros, por encima de sus manos pálidas—. Porque sabes
que es una víctima de sus propios demonios y de las
manipulaciones de su madre. Las mujeres como nosotras,
intuitivas y dotadas de la clarividencia, no odiamos a nadie
porque sabemos que todo tiene un motivo, un comienzo y
un fin.
—Prometió que no me dejaría sola ni un solo instante,
que me protegería... así que sí, sí lo odio. Lo odio con todas
mis fuerzas. Porque si él no se hubiera separado de mí, mi
hija hubiera crecido conmigo, con su madre. Y no se
llamaría Virgin, por supuesto que no, se llamaría Bethany. Y
el nombre puede suponer una banalidad comparado con
todo lo demás que me he perdido como madre.
Unos toques en la puerta de la entrada principal las
pusieron en sobre aviso, y Mía se deslizó de puntillas hacia
el vestíbulo, abriendo la puerta poco a poco y mirando a su
alrededor. La casa de los barones de Cromwell estaba lo
suficientemente alejada del resto de las propiedades como
para que nadie, desde su ventana, pudiera ver lo que
ocurría en ella. Además, los árboles le ofrecían una buena
protección y discreción. El barrio sabía que una buena
amiga de la familia, llamada Mía, solía frecuentar la
propiedad para cerciorarse que todo estaba bien durante la
ausencia de los barones y de su hija, pero nadie sabía que
Scarlett estaba allí, escondida, esperando el momento para
salir. Por supuesto, durante ese encierro, era de agradecer
que la casa fuera grande y que tuviera un patio trasero
privado, eso había aliviado los momentos de desesperación
de la joven madre.
—María Collins, pase por favor —dijo Mía al ver a la
doncella de Monroe's House, una mujer de mediana edad
con actitud afable y simpática.
—Gracias, señora Mía —pasó María dentro de la casa
lúgubre y llena de muebles con las sábanas por encima.
—María —la recibió Scarlett en el pasillo, cogiéndola por
las manos. María era la mujer que cuidaba de Virgin en
Monroe's House. El señor Black había sido el encargado de
buscar una buena mujer que cuidara de la niña y Mía fue la
que había intercedido para que María fuera la escogida por
el mayordomo. El señor Black lo sabía todo sobre Scarlett y
Mía y viceversa, jamás habían dejado de comunicarse en
secreto. Al fin y al cabo, el señor Black era fiel a Scarlett, la
mujer que lo había sacado de la pobreza para darle un buen
oficio en una casa señorial y Mía siempre había sabido cómo
aprovecharse de ello desde el incendio—. Hábleme de ella,
se lo suplico —rogó la madre ausente, desesperada por
tener noticias de su niña querida. Eran muy pocas las veces
que veía a María, sería muy peligroso que la descubrieran
visitándola.
María Collins, de pelo rubio y ojos vivarachos, se sentó en
el diván del salón que ocupada siempre Scarlett y abrió una
maleta pequeña. —Mire, este es el último dibujo a
carboncillo que ha hecho, miladi.
Scarlett cogió el aire y tomó el papel entre sus dedos
como si fuera un tesoro. En el dibujo estaban pintados el
señor Black, María Collins y ella. Joe estaba también, pero
lejos de los tres. Scarlett tragó saliva. —¿Es el señor Peyton
un buen padre? —preguntó con miedo, miedo por Virgin
pequeña, y angustia.
María Collins se removió inquieta en su asiento, buscando
las palabras adecuadas. —Es un buen padre, miladi —dijo al
fin—. Virgin lo ha dibujado lo mejor que ha sabido, pero lo
ha hecho, lo que significa que ella sabe que Joe está
presente en su vida.
—Pero lo ha dibujado apartado. Y, por supuesto, no veo a
su abuela en este carboncillo.
—La señora Virgin no es una abuela amorosa y supongo
que la niña lo percibe a pesar de que la señora se esfuerza
por cumplir con sus obligaciones como abuela.
—Obligaciones, claro —asintió Scarlett, apretando los
dientes—. ¿El señor Peyton también se limita a cumplir con
sus obligaciones?
—Yo diría que no, miladi. Creo que el señor se esfuerza
por no dañar a su hija a pesar... de su peculiar forma de ver
el mundo.
—A pesar de ser un villano sanguinario, puede decirlo
tranquilamente, sé perfectamente a qué se dedica el padre
de mi hija —se ofuscó Scarlett.
María Collins bajó la mirada y respiró hondo antes de
sacar una mantita rosa de su maleta. —Esta es la manta con
la que durmió Virgin hace unos días, tiene su olor. Sé que
puede parecer una locura, pero he pensado que... —Scarlett
tomó la mantita de las manos de María y se la llevó a la
nariz. El olor de su pequeña era el mejor que había olido
jamás, sintió como todo su cuerpo se erizaba y luego se
sentó al lado de la doncella, abrumada por los sentimientos
—. Virgin es feliz —dijo María después de un largo silencio,
frente a Scarlett y Mía—. Es una niña muy alegre.
—¿Normal?
—Normal, sí —asintió María—. Su habitación sigue siendo
la que usted decoró para ella, la rosa con todo tipo de
juguetes y el señor Peyton la consiente en todo lo que pide.
—¿Y el amor? ¿Quién le da amor aparte de ti?
María volvió a bajar la cabeza y colocó las manos una
encima de la otra en silencio. Era una situación muy
dolorosa para todos. —Creo que en esa casa no hay nadie
capaz de amar a una niña de cuatro años de un modo
común —respondió la criada después de meditar—. Pero
estoy convencida de que todos intentan que Virgin no sufra
y eso se está logrando. La niña es ajena al dolor de los
adultos, miladi. Y me veo obligada a añadir, si me lo
permite, que Virgin empieza a demostrar una personalidad
alegre, vivaz, desenfadada. Una personalidad que no he
visto en nadie de los que la aman o cuidan de ella.
Scarlett cerró los ojos con fuerza, reteniendo las lágrimas
de alivio, y sonriendo con los labios muy apretados. —
Supongo que eso lo ha heredado de su tía Sophia, me
consta que las mujeres Peyton son todo lo contrario a los
hombres de su misma sangre.
—Supongo que debe ser eso, miladi. Y su pelo es tan...
—No —la detuvo «lady Excéntrica»—. Ya sabe que no
quiero que me cuente de qué color tiene el pelo o de qué
color son sus ojos —se negó a escuchar entre lágrimas—.
Verla con mis propios ojos fue un derecho que se me
arrebató con injusticia y crueldad, pero no permitiré
conocerla a través de los ojos de los demás. Algún día la
veré y será como si hubiera acabado de traerla al mundo. Ni
siquiera mis visiones me la han mostrado, porque no es ese
mi deseo... no así.
María asintió, reteniendo las lágrimas también. —Virgin
es muy bendecida por tener una madre que la quiere tanto.
—Es lo mínimo que puedo hacer, ¿no? Ya que no puedo
estar junto a ella, solo me queda amarla como nadie lo haría
desde la distancia. Tiene que seguir amparándola bajo su
regazo, y tiene que decirle al señor Black que se encargue
de protegerla. ¿Lo hará?
—No hay nada más importante para mí, miladi. Virgin es
como una hermana pequeña y jamás podría dejarla sola —
Apretó la mantita entre sus manos y se levantó para
apartarse de las otras dos mujeres—. Entraste en mi
respiración, hija. Mi vida no es más que tu sombra, este es
nuestro amor... a veces alegre, a veces triste. Pero jamás
nos separaremos.
Pasó el tiempo y Scarlett no veía la hora de regresar a
Monroe's House. Había imaginado su regreso de todos los
modos posibles, pero era Mía la que se encargaba de
instruirla para que, llegado al momento, pudiera estar a la
altura del reto que Dios le había impuesto. Cada día que
pasaba era una mujer más madura, fuerte y poderosa que
recuperaría a su hija por encima de todas las adversidades.
—Tienes que arrodillarte, poner la cabeza al suelo —le
dijo Mía un día—. Así es como debes suplicar para que todos
tus deseos se cumplan tarde o temprano.
Scarlett se arrodilló y puso la cabeza al suelo cuando
alguien aporreó la puerta de los barones de Cromwell.
Habían recibido una carta de sus padres hacía más de un
mes informándolas de que estaban de regreso, así
que «lady Excéntrica» no lo dudó para ponerse de pie y
correr hacia el vestíbulo, pero antes de abrir la puerta y sin
oír ninguna voz, supo que no eran ellos. Su emoción por ver
a sus padres después de seis años era inmensa, pero se
desvaneció de un solo golpe.
—Ha llegado el momento —le dijo Mía, apareciendo en el
vestíbulo, cubriéndose con su capa roja—. Es la hora de que
renazcas.
La sabia mujer abrió la puerta y Scarlett vio a Karen
Cavendish, la hermana melliza de Georgiana Cavendish (la
cuñada de Joe), en la puerta. No estaba sola, estaba
acompañada por otros miembros de la familia Cavendish. —
No ha sido fácil encontrarte, Scarlett —le dijo la condesa de
Derby, clavándole sus ojos negros y fuertes sobre ella con
admiración—. Todos te creíamos muerta o de viaje a la
India.
—¿Se trata de él?
Scarlett, que ya tenía más de treinta años, dio un paso
hacia delante y salió a la luz de la puerta de su casa. —
Tienes que ayudarnos a detenerlo.
—Yo solo quiero a mi hija.
—Lo que quieras, mientras lo pares.
Mía la miró con los ojos cargados de sentimientos, y la
cubrió con una capa roja antes de que saliera con la familia
Cavendish y demás allegados que querían evitar que Joe
cometiera una masacre imperdonable. Los actos del villano
ya habían llegado demasiado lejos, y solo ella podría
detenerlo.
—Pretende hacernos volar a todos por los aires —dijo el
tío Brandon, esposo de Sophia (la medio hermana de Joe)—.
Pero nuestros hombres han rodeado a los suyos y es
cuestión de segundos que inutilicen los explosivos —siguió
diciendo ese hombre, bajo la atenta mirada de Scarlett, que
había cabalgado desde Londres hasta Glasgow en un par de
días y sin descanso.
Karen Cavendish la había llevado delante de un salón
lujoso desde el que se oía la música en la calle. —¿Qué
están celebrando?
—El falso compromiso entre Christine Brown y Joe.
—¿Joe quiere casarse con otra mujer?
—Solo ha sido una estrategia para seguir haciéndonos
daño —aclaró Karen—. Joe quiere matar a mi cuñado
Thomas, el Conde de Norfolk, por encima de todo. Y si lo
hace sufrir con la muerte de su familia, mucho mejor.
Christine Brown solo es un medio para llegar hasta nosotros,
fingir un compromiso para juntarnos aquí y...
—Y quemaros —comprendió Scarlett.
—Sí, ya intentó matar con fuego al Conde de Norfolk una
vez, hace años. Cuando nació tu hija. Ignoro los motivos,
pero hizo colocar explosivos en su carruaje. Es una historia
muy larga, Scarlett. Yo solo cumplo órdenes de mi sobrino,
el Duque de Devonshire, él es el que ha llegado a la
conclusión de que seguías viva y en Inglaterra. Solo fue
buscarte y encontrarte.
—Quise regresar mucho antes.
—Hubiera sido una locura, lo comprendo. Estabas sola y
no querías traicionar a Joe delatándolo frente a su familia,
tampoco estabas segura de que tu hija pudiera salvarse de
las garras de Virgin. Has esperado al momento adecuado,
porque ahora es el momento de pararlo, nosotros estamos
detrás de ti.
Scarlett asintió y miró su brazo izquierdo, quemado por el
incendio de su habitación, pero lo tapó con su capa roja y
anduvo con paso seguro hasta la puerta del salón. Fue un
golpe para todos sus sentidos cuando vio a Joe en medio de
la pista, de pie junto a Christine Brown. Estaba
irreconocible: seguía siendo alto, pero su pelo había perdido
brillo, convirtiéndose en una extraña mezcla de negro y
rubio. Sus ojos, tan distintivos, eran dos pozos negros a
pesar de que uno de ellos fuera gris. Y su rostro estaba
cubierto por arrugas y una barba canosa. Parecía y era un
hombre consumido.
—Joe —susurró ella desde su alma y él la miró como un
loco, como si estuviera viendo un fantasma.
Capítulo 14

El corazón de Joe latía con fuerza mientras se acercaba a


Scarlett a paso lento, olvidándose de los explosivos que
estaban debajo del salón para matar a la familia de su
hermano mayor, el Conde de Norfolk. Y olvidándose
también, por supuesto, de su falsa prometida, Christine
Brown. Christine Brown solo había sido un pretexto para
atraer y dañar a la familia ya que ella y el sobrino de su
hermano mantenían una relación afectiva.
No creía lo que sus ojos estaban viendo ni siquiera estaba
siendo capaz de procesarlo. ¿Scarlett viva? ¿Cómo era
posible? Él mismo había visto, con sus ojos, como su
habitación había ardido hasta las cenizas. —¿Scarlett, eres
tú? —le preguntó a la figura que estaba en la puerta con
forma de su difunta esposa. ¿Y si se había vuelto loco y
estaba viendo visiones? La miró fijamente por largos
minutos que parecieron horas. No había duda alguna de que
era ella: sus ojos verdes, su pelo negro y rizado, su cuerpo
voluptuoso... ah, pero su mirada era distinta. Había algo en
ella muy diferente a como la recordaba. Había oscuridad, y
antes Scarlett no tenía ni una pizca de oscuridad en su alma
a pesar de ser excéntrica y misteriosa y algo bruja.
¿Qué estaba ocurriendo exactamente? Eran tantas las
preguntas que lo estaban abordando en ese preciso instante
que ni siquiera podía hablar o moverse. Se quedó quieto
delante de ella, de la mujer que amó y amaba. De la mujer
que había hecho de él un hombre distinto y que le había
dado una hija casi siete años atrás. Estaba seguro que
jamás volvería a verla, se había hecho a la idea de eso día
tras día, pero allí estaba. De pie, mirándolo por debajo de la
sombra de sus largas y negras pestañas. Parecía enfadada.
Muy enfadada. Sí, era eso: enfado.
¿Enfadada ella? ¿Por qué debería estarlo? ¿Acaso no era
una alegría para ella volver a verlo?
—Veo que al final se convirtió usted en lo que tanto
deseaba, milord, debería felicitarle por su éxito —ironizó
Scarlett, mirando los rostros espantados de su alrededor.
—Scarlett... yo...
—No diga nada, milord. De hecho, mucho me temo que
no tendremos mucho tiempo para hablar porque su familia
quizás decida encarcelarlo después de su burdo intento de
asesinato. Pudieron perdonarle que pusiera explosivos en el
vehículo de su hermano mayor, pero no sé si le perdonarán
que haya intentado hacerles volar a todos. ¿Explosivos
debajo del salón en el que celebra su compromiso? Es usted
detestable.
Karen Cavendish, la hermana de la cuñada de Joe, la miró
con sorpresa y admiración al igual que el resto de los
oyentes. Nadie se había atrevido a hablarle así a Joe
durante el falso baile de compromiso. Incluso Georgiana
Peyton, la cuñada de Joe, Rubí, Sophia y las demás mujeres
habían intentado agasajarlo durante todo el tiempo,
mimarlo. Pero Scarlett no tenía ninguna intención de
mimarlo ni de agasajarlo, por supuesto que no. Scarlett solo
hablaba desde la verdad de su corazón, desde el dolor de su
alma y desde la realidad de los acontecimientos. Joe Peyton,
el hombre que un día amó era un monstruo, un villano. Y no
podría perdonarle jamás por haberse convertido en algo que
ella tantas veces le pidió que no se convirtiera.
No podría dejar de amarlo, eso nunca. Pero estaba tan
lejos de él que jamás regresaría a su lado. Estaba
convencida de ello. Solo estaba allí para recuperar a su hija,
nada más.
La tensión en la habitación era palpable mientras Scarlett
pronunciaba sus palabras con determinación y fuerza. A
pesar de que Joe intentó decir algo en su defensa, ella no le
dio la oportunidad de justificar sus acciones. Para ella, él
había cruzado una línea imperdonable al poner en peligro la
vida de su propia familia.
Scarlett no estaba dispuesta a dejarse amedrentar por él
ni por nadie más. Sabía que su única prioridad era recuperar
a su hija y alejarla de la influencia de un hombre tan
peligroso como Joe. Aunque su corazón aún latía con fuerza
por él, había tomado la decisión de seguir adelante sin él
muchos años atrás.
—Me temo que el Conde de Norfolk no desea presentar
cargos contra usted, lord Peyton —se acercó Brandon, el
esposo de la hermana de Joe—. Y aunque todos nosotros
bien pudiéramos hacerlo de igual forma, hemos decidido
darle una oportunidad más. La última oportunidad.
Scarlett miró otra vez a su alrededor. En ese salón todos
los presentes eran personas muy importantes, influyentes y
poderosas. Estaban el Duque de Somerset, el Duque de
Devonshire, el Conde de Derby, los condes de Bristol, etc.
Todos ellos, si quisieran, o solo uno de ellos, mejor dicho,
podría arruinar la vida de Joe y encerrarlo en la celda más
oscura de Londres. Incluso podrían matarlo si quisieran.
Tenían todo, absolutamente todo, mientras que Joe solo era
un heredero y un hombre consumido por el odio, miembro
de una organización criminal que, precisamente, iba en
contra de esas personas que habían decidido darle una
oportunidad más.
¿No era esa una prueba de su amor por el hermano
menor del Conde de Norfolk? ¡Qué estúpido era Joe si no era
capaz de ver eso! Él y sus ideas estúpidas de cambiar el
mundo, el orden de las cosas, los poderes... ¿Y para qué? Si
él se había convertido en algo igual o peor que esas
personas a las que tanto detestaba. De cerca, Joe parecía
todavía más consumido que de lejos. Scarlett tenía que
esforzarse mucho para ver al Joe que un día amó debajo de
ese rostro del mal y de su aspecto descuidado.
—Las únicas condiciones que le pedimos a cambio de
nuestro perdón, lord Peyton, es que renuncie a su cargo
dentro de la Sociedad Criminal Secreta Contra la Nobleza y
que se mude a vivir al Condado de Norfolk, a una propiedad
cercana del Conde de Norfolk. No tiene más opciones,
milord, sus explosivos ya han sido neutralizados y los
hombres que los custodiaban arrestados. Su madre, debe de
estar a punto de llegar aquí también, arrestada.
—¿Mi madre? ¿Cómo se atreven a poner un dedo sobre
mi madre? —amenazó Joe—. Mi madre no tiene nada que
ver con todo esto.
—Gracias a las investigaciones del sobrino de su
hermano, el Duque de Devonshire, y las mías propias,
hemos sabido que su madre estaba viva, milord. Su madre
mató al anterior Conde de Norfolk, y debe presentarse ante
la justicia. Además, tenemos pruebas suficientes que la
involucran en la Sociedad Criminal Secreta Contra la
Nobleza.
—¡Já! —rio Joe sin reír—. ¿Pueden perdonarme a mí que
he intentado matarlos a todos, pero no pueden perdonar a
mi madre que solo se defendió del hombre que intentó
matarla? No me hablen de mis padres como si los
conocieran más que yo. No aceptaré que se lleven a mi
madre, deberán llevarme con ella.
—Es decisión del Conde de Norfolk que Virgin Monroe sea
procesada, lord Peyton —aseveró Brandon.
Scarlett vio como Joe apretaba los puños y sonreía con
maldad. Era un monstruo en su totalidad. —Las decisiones
de mi hermano no me importan. Si lo que pretende es
salvar a su único heredero por falta de hijos varones, no lo
conseguirá. No así, poniendo a mi propia madre a la cárcel.
Les aconsejo que me arresten ahora, porque si me dejan
libre mientras se llevan a mi madre, ocurrirán desgracias
insalvables.
—Me parece una buena idea dejar a la madre de Joe bajo
vigilancia en la misma propiedad que él va a vivir —
intervino Scarlett, que tenía otros planes para Virgin mucho
más atractivos que los de mandarla a la cárcel y esperar a
que un juez la sentenciara a muerte.
—Lady Newman —se acercó a ella Georgiana Peyton, la
mujer que había sufrido de primera mano las vilezas de
Virgin en el pasado—. ¿Sabe lo que dice? Esa mujer es
capaz de cualquier cosa. Aquí, mi cuñado, quizás
desconozca o haya olvidado que su madre intentó matarme
con veneno en el pasado. Sin mencionar, por supuesto, que
mandó a varios hombres para que me dispararan. Virgin
causó enormes daños en mi vida y en la vida del Conde de
Norfolk, no puede pensar, ni por un segundo, que tenerla en
casa será una buena idea.
—Sé muy bien de lo que hablo, lady Peyton —contestó
Scarlett muy seria y fuerza—. Se lo aseguro —reafirmó sus
palabras clavando sus dos ojos verdes y llenos de energía
en Georgiana.
—Quizás, aquí mi cuñada, haya olvidado que mi madre
estaba casada con mi hermano antes de que ella
apareciera.
—Se casó con él drogándolo, obligándolo a creer que la
había deshonrado —replicó Georgiana—. Y el matrimonio se
anuló, por supuesto, en cuanto tu madre se acostó con el
padre de tu hermano, el que era su propio suegro. Solo se
acostó con él para procurarse un heredero, un motivo más
para el que seguir atada a un Condado del que siempre
quiso vengarse.
—Siempre quiso vengarse porque su amado suegro,
miladi, el que era mi propio padre, chantajeó al padre de mi
madre hasta el punto de obligarle a suicidarse. ¡El anterior
Conde de Norfolk pretendió casar a mi madre, que era una
niña, con su hermano mayor! Un hombre decrépito que
había renunciado a sus títulos porque ya había matado a
cuatro de sus esposas.
—No estoy defendiendo al anterior Conde de Norfolk,
Joe —lo encaró Georgiana—. Estoy defendiendo a tu
hermano mayor. Él es una víctima más de su padre y de
Virgin, siempre estuvo al medio e hizo lo que pudo para
mejorar tu vida a pesar de que eras el hijo bastardo de su
propia esposa y su padre.
—¡Una abominación! ¡Por supuesto! ¡Un horrible
engendro que se crio entre criados después de que lo
arrebatarais de su madre y de un hombre que ya le había
dado su apellido!
—Mi esposo no mató a ese hombre ni intentó matar a tu
madre; fue tu propio padre el que lo hizo. Y después de eso,
cuando te encontró huérfano y sin apellido, volvió a
reconocerte y te dio un lugar en esta sociedad cuando no
tenía ninguna obligación para hacerlo. Si te hubiera dado a
un orfanato, ni siquiera estarías aquí hoy, sabiéndote el
futuro Conde de Norfolk y encarándote a toda la alta
sociedad.
Joe rio con asco. —Sus palabras, cuñada, solo son una
aseveración de la prepotencia de los de su posición. Tarde o
temprano, mi señora, desde un orfanato o desde el
mismísimo infierno, hubiera regresado y me hubiera
encargado de vengarme —Joe sacó un cuchillo de su
pantalón y se lo acercó al cuello de su cuñada con violencia
—. Usted es una doctora, miladi, una de las primeras
médicos de este país. Debería de saber que cuando alguien
se propone algo, lo consigue, pase lo que pase.
—¡Aparta ese cuchillo del cuello de mi madre ahora
mismo, Joe! —amenazó Perla, poniéndole un revólver en la
cabeza—. Todos aquí sabemos que cuando alguien se
propone algo, lo consigue, pero nadie ha bajado tan bajo en
el escalafón como tú.
Todos los hombres se pusieron en posición y sacaron sus
armas, rodeando a Joe para salvar a Georgiana Peyton. —
Joe, detén esta locura, te lo suplico —pidió Sophia.
—Hermano, tú no eras así —se oyó la voz de Emma, otra
de las huérfanas que se había criado con Joe bajo el amparo
de Bethany.
Pero nada ni nadie parecía convencer a Joe de lo que
estaba dispuesto a hacer. Fue entonces cuando Scarlett se
abrió paso entre el círculo que había rodeado al villano y
colocó su mano pálida sobre la de Joe, aquella que sostenía
el cuchillo en la garganta de la actual Condesa de Norfolk.
Joe la miró de nuevo sorprendido, como si se hubiera
olvidado de que ella estaba allí, enajenado en un mundo de
demonios y perversión. Scarlett no apartó su mano de la de
Joe ni su mirada de él.
Y, entonces, ocurrió lo impensable: el villano apartó el
cuchillo de la garganta de su cuñada y lo tiró al suelo. —
Scarlett —balbuceó entre la locura, y se arrodilló ante ella,
abrazándole las piernas—. ¿Dónde has estado todo este
tiempo?
—Tú te encargarás de él —impuso la Condesa de Norfolk,
llevándose la mano en el lugar que Joe la había amenazado
de muerte con el cuchillo—. Aunque dudo mucho de que
merezca una oportunidad, creo que hemos sido demasiado
buenos con él. Pero mi esposo insiste en que se le perdone
y no quiero contrariarlo ahora que está enfermo.
—Yo solo he venido a buscar a mi hija, miladi —replicó
Scarlett—. No tengo ninguna intención de vivir con este
hombre.
—No puedo obligarte a vivir con él, pero su hija sigue
siendo su decisión mientras el Conde de Norfolk decida
protegerlo —dijo Georgiana—. Así que tendrás que lidiar con
él.
Scarlett miró a Joe, seguía abrazado a sus piernas. —Si
ese es el trato, le pido que deje a su madre con él. No
quiero que se pierda buscando una nueva venganza por su
madre, necesito que ponga toda su atención a mis
peticiones.
Georgiana Peyton asintió conforme y Brandon acató la
orden.
Capítulo 15

Viajaron en calesas separadas desde Glasgow hasta el


Condado de Norfolk y les asignaron una propiedad cercana
a la del Conde de Norfolk bajo vigilancia permanente. Esa
había sido la decisión del Conde de Norfolk a pesar de que
Scarlett no lo vio en ningún momento de todos los que él
hubiera podido aparecer. Según la habían informado, el
hermano mayor de Joe estaba muy enfermo y apenas podía
levantarse de la cama.
Fue la cuñada de Joe, junto a su familia Cavendish, la
encargada de los procedimientos necesarios. Scarlett
esperó a que Joe se instalara y a que su madre, a la que
todavía no había visto, estuviera recluida en una de las
torres de la propiedad, custodiada por una decena de
hombres altamente preparados. Tampoco había visto a su
hija todavía. Era un momento tan deseado y esperado, que
no había querido hacerlo a toda prisa en un vehículo en
movimiento o mientras se instalaban en esa casa nueva,
lejos de la que ella misma había decorado en Glasgow.
Aunque apenas le dolía no haber podido visitar aquello que
un día fue el hogar de su esposo y ella, porque no pensaba
quedarse mucho tiempo ahí. Lo último que deseaba era
convivir con Joe.
Ella solo quería recuperar a su hija y marcharse para no
mirar atrás.
El problema era que la ley amparaba a Joe mientras este
fuera amparado por el Conde de Norfolk.
Pero estaba dispuesta a hacer cuanto fuera necesario
para convencerlo.
Scarlett sabía que tomar acciones drásticas sin una
estrategia bien pensada podría empeorar su situación. Era
necesario que evaluara cuidadosamente sus opciones y
tomara decisiones informadas y racionales en lugar de
actuar impulsivamente. Ella no era una mujer que actuara
por venganza, no era de ese tipo de personas a pesar de
sentir un profundo resentimiento y dolor hacia Joe.
Si bien era comprensible que quisiera recuperar a su hija
lo antes posible, sería muy egoísta por su parte si no tuviera
en cuenta los sentimientos de la niña. Era posible que la
pequeña Virgin hubiera establecido vínculos con su padre y
una separación abrupta podría tener un impacto negativo
en ella que Scarlett no deseaba causarle en absoluto. Para
ella, como madre, lo más importante era que Virgin
estuviera bien.
Scarlett también consideraba que si decidía enfrentarse a
Joe de manera confrontativa, podría enfrentarse a peores
consecuencias a largo plazo, como la posibilidad de ver a su
hija o problemas legales adicionales. Por lo tanto, era
importante que se tomara el tiempo necesario para evaluar
cuidadosamente su situación y tomar decisiones sabias, tal
y como Mía le había enseñado e instruido durante todo ese
tiempo de reclusión. Que el Condado de Norfolk y el resto
de parientes del mismo estuvieran de su parte, no le
aseguraba una victoria.
Irónicamente, que Joe fuera el próximo Conde de Norfolk,
aquel título del que él mismo renegaba y odiaba, seguía
otorgándole ciertos privilegios. Y Scarlett poco o nada tenía
que hacer mientras el mismísimo Conde de Norfolk u otros
de sus parientes influyentes no decidieran actuar en contra
de su hermano menor. Al fin y al cabo, ella era solo la hija
de un barón con un título de conde honorífico.
Lo bueno era que ya no estaba sola. Virgin estaba
custodiada por muchos hombres y la casa estaba rodeada
de guardias siempre pendientes de lo que ocurría en el
interior. La familia de su esposo le había garantizado
máxima seguridad. Y sus padres estaban de camino a
Inglaterra, por lo que no tardarían en llegar. Era el momento
adecuado para actuar y para exigir lo que se le había
negado durante años.
Con determinación, tocó dos veces la puerta de Joe. Lo
habían obligado, entre los guardias, a recluirse en sus
habitaciones hasta que ella no diera el paso de ir a hablar
con él. Pero Scarlett sabía que esa era una medida temporal
porque Joe acabaría encontrándola en esa casa del Condado
de Norfolk, y exigiéndole respuestas. Los guardias no
permanecían en el interior de la casa desde que ellos se
instalaron y dudaba mucho de que ellos entraran si no se
les avisaba o veían algo extraño. De nuevo, los privilegios
de ser un futuro Conde de Norfolk a pesar de ser un terrible
villano.
No hubo respuesta desde el interior, así que decidió
entrar sin más demora. Dio dos pasos dentro de la antesala
de los aposentos de Joe.
La sala estaba en penumbra, solo iluminada por el fuego
que ardía en la chimenea. Scarlett pudo distinguir la figura
de Joe, sentado en una butaca y con una botella de whisky
en la mano. Parecía distraído, absorto en sus pensamientos.
—Joe, tenemos que hablar —dijo Scarlett con voz firme.
Joe levantó la vista y la miró con desdén. —¿Por qué?
¿Ahora quieres hablar después de haberme abandonado
durante siete años? Ahora que lo recuerdo, estabas muy
dispuesta a irte antes de que te desmayaras y cayeras
enferma. ¿Fue todo una actuación para poder escapar de
mí? Ni siquiera pensaste en tu propia hija, me la dejaste a
mí como si te molestara —Joe dio un largo trago a la botella
y dejó de mirarla—. Pensé que estabas muerta. ¡Muerta
Scarlett! —volvió a hablar después de un largo y tenso
silencio, tirando la botella al suelo con fuerza para
levantarse y acercarse a ella con actitud amenazadora—.
¡Me traicionaste! —gritó, colérico, picándose el pecho con
violencia y mirándola con odio.
Scarlett no retrocedió ni un solo paso a pesar de sentir
toda la violencia de Joe a tan solo unos centímetros de ella.
Tampoco dijo nada. No le extrañaba en absoluto que Joe
hubiera pasado de la emoción al odio en cuestión de días.
Cuando la vio, se quebró. Pero había tenido el tiempo
suficiente como para asimilar lo ocurrido y, como siempre,
sus asimilaciones nunca eran positivas. Había sacado las
peores conclusiones y quizás hasta su madre había tenido la
ocasión de añadir alguna que otra porquería más en la
cabeza de su hijo.
Ah, pero ella ya no era la misma Scarlett de siete años
atrás.
No le gustaba recurrir a la magia negra, pero estaba
obligada a hacerlo por un bien mayor, para evitar más
problemas. Y con el permiso de Dios y pidiéndole perdón a
este por su pecado, se aventuró a hacer un poco de uso del
poder que le había sido entregado como mujer cercana a los
entes invisibles. Sin apartar los ojos de los ennegrecidos de
Joe, recitó unas palabras que Mía le había enseñado e invitó
a que uno de los demonios que siempre la seguían entrara
en el cuerpo de Joe para hacerle ver todo lo que había
ocurrido en realidad. El ser de fuego penetró en el cuerpo
del hombre y lo poseyó.
El futuro Conde de Norfolk cayó al suelo, dormido, y
Scarlett se sentó en el sillón a la espera de que él
despertara después de ver la realidad en sus sueños.

Joe cayó en un profundo sueño oscuro y luego se adentró


en las llamas. Las llamas lo rodearon y creyó que estaba en
el infierno. Luego, dándose cuenta de que el fuego no le
quemaba la piel ni le hacía daño alguno, reparó en que
estaba dentro de la habitación de Scarlett en Monroe's
House. Aquella que quedara reducida en cenizas. ¿Qué
hacía allí? ¿Qué había ocurrido? ¿Era una pesadilla?
Vio a Scarlett tendida sobre la cama, rodeada de llamas,
quemándose poco a poco. De hecho, su brazo ya estaba
empezando a arder. —¡Scarlett! —gritó, horrorizado—.
Tenemos que salir de aquí —se acercó a ella para cogerla en
brazos y protegerla del fuego, pero ella no lo oía ni lo veía.
El horror de aquella noche volvió a él, pero mucho más real.
Porque esa noche él llegó tarde, pero ahora él estaba justo
en el momento preciso y no podía hacer absolutamente
nada para salvarla—. ¿Por qué no te levantas, Scarlett? —
preguntó, desesperado, y vio que ella estaba incapaz de
hacer tal cosa. Estaba casi inconsciente y con mucha sangre
entre sus piernas, en su camisón y sobre la cama—. ¿Quién
te ha hecho esto?
Gracias a Dios, una mujer vestida con una capa roja entró
por la ventana. —Llegas tarde —musitó Scarlett con una voz
apenas audible.
—Llego en el preciso momento —dijo la mujer de pelo
rojo, cogiendo a Scarlett para sacarla de allí.
Joe se alivió, y la culpabilidad que había estado sintiendo
durante todos esos años que la había creído muerta volvió a
él. Las llamas se apagaron, la oscuridad volvió, y con un
dolor horrible y el cuerpo frío se despertó. No sabía cuánto
tiempo había pasado, pero encontró a Scarlett sentada en
su sillón, mirándolo con una mezcla de sabiduría,
comprensión y desprecio. —Scarlett...
—Miladi o lady Newman para usted, milord —lo detuvo
ella, poniéndose de pie y a Joe le pareció muy alta desde el
suelo en el que él estaba tumbado. Ella siempre había sido
superior a él—. No voy a pecar más por usted. Solo quería
que viera que no me fui por mi propia voluntad, me fui
obligada.
—Pero, ¿qué pasó antes de eso? —quiso saber Joe,
poniéndose de pie.
—No me pida explicaciones que no desea escuchar,
milord. Le aseguro que no tengo ningún deseo de
argumentar mi ausencia durante este tiempo —Scarlett se
apartó de él y se llevó una mano sobre el brazo que Joe
había visto arder en el sueño.
—¡Dígame qué pasó! ¡Dígame quién le hizo esto,
miladi! —insistió él, cogiéndola por el brazo quemado y
apartando la tela de su vestido para ver, con sus propios
ojos, la piel quemada—. Si alguien le ha hecho esto, miladi,
le juro que lo mataré con mis propias manos —juró Joe,
observando con profundo dolor su herida.
—Ya me hizo muchos juramentos, ¿lo recuerda? Ya no
confío en sus juramentos ni deseo que mate a nadie más
con la excusa de hacerlo por mí, no me usará como pretexto
para seguir alimentando su alma de sádico —sonrió ella con
ironía y los ojos humedecidos, apartando el brazo de las
manos del villano con un tirón fuerte y definitivo—. No se
acerque más a mí ni me toque, ya no soy su esposa. Decidí
romper con ese pacto hace mucho tiempo atrás. Solo he
venido para recuperar a mi hija —declaró, decidida—.
Quiero que me la entregue, milord, para que pueda criarla
en casa de mis padres. Ellos están regresando de la India
Colonial Inglesa y los conoce, sabe que son personas
capaces que amarán a la pequeña Bethany con todo su
amor. Este no es un lugar para ella y lo sabe. Además, al ser
mujer, nada obliga a mi hija a permanecer en el Condado de
Norfolk puesto que ella no es heredera del título. No hay
ninguna excusa para que no me permita llevármela.
—Excepto que también es mi hija y nadie se llevará a mi
hija lejos de mí. No es la heredera del Condado de Norfolk,
pero es una dama de este lugar. ¿Quién la ha convencido
para que me diga esto? Han sido ellos, ¿verdad?
—¿Ellos? Su paranoia sigue y empeora, milord.
—¿Paranoia? —rio Joe con ironía—. Quizás ellos se hayan
olvidado, en alguna parte de su patético discurso para
convencerla de que se lleve a lady Virgin Peyton de mi casa,
de contarle que me mandaron repetidas cartas amenazando
de muerte a mi hija... su hija, miladi, por el solo hecho de
ser una bastarda. Mi propio hermano, el que está en esa
otra propiedad —Señaló hacia un punto fuera de la mansión
—. Me dijo claramente que Virgin era una bastarda hija de
otro bastardo y que, si jamás me atrevía a traerla aquí, la
mataría.
Scarlett alzó ambas cejas. —¿Fue eso lo que lo empujó a
poner un explosivo en el vehículo de su hermano mayor?
—Hice que se lo colocaran unos días después de recibir
su carta. Pero no fue solo él, miladi, todos los demás que
usted vio en ese salón, con sus caras de espantados y
fingiendo una bondad que para nada sienten, también se
dedicaron a mandarme misivas durante mucho tiempo
recordándome que ni yo ni mi hija éramos bienvenidos en
su ilustre, perfecta e inmejorable familia.
—No me lo creo. ¿Por qué iban a perdonarle, sino? ¿Por
qué iban a dejarlo aquí, en el condado que algún día
heredará?
—¡Porque mi hermano no tiene herederos! Porque solo
me ha utilizado y me seguirá utilizando hasta el día de su
muerte, una muerte que espero que sea rápida. El maldito
sigue aferrándose a la vida a pesar de estar en cama desde
hace varios meses —explicó con amargura y dolor, sin mirar
a Scarlett a los ojos.
—No voy a malgastar mi energía en convencerle de cosas
que jamás será capaz de entender. Usted es malvado, está
enfermo. Deberían encerrarlo en el manicomio de Bethlem
junto a su madre.
—Jamás compartimos puntos de vista en este asunto —
comprendió Joe—. ¿Quiere ver a su hija, miladi? Vaya y
véala, sea la madre que desea ser. Pero no se la llevará de
aquí, nadie la apartará jamás del lugar que le
corresponde —aseveró Joe, muy firme, señalando el suelo
con su dedo índice y oscureciendo su ojos gris y su ojo
marrón.
Scarlett asintió. No quería seguir discutiendo. Habían
pasado muchos años desde la última vez que había visto a
ese hombre y su corazón ya no toleraba más su presencia
sin echarse a llorar. Las lágrimas le estaban a punto de
correr por los ojos por el amor que todavía sentía por ese
monstruo y eso era lo último que quería mostrarle. Asintió
de nuevo, sin agachar la cabeza, y se dirigió a la puerta.
—Y lo siento —lo oyó susurrar cuando ya estaba haciendo
girar el pomo, deteniéndola—. Lo siento por no haber estado
esa noche junto a usted, miladi. Rompí mi juramento y me
he estado culpando por ello durante todo este tiempo y me
seguiré culpando hasta el día de mi muerte. Aunque usted
ya no se considere mi esposa, para mí yo sigo siendo su
marido. Y nada de lo que haga o diga podrá cambiarlo
nunca. Ignoro qué pasó esa noche, pero ahora sé que se fue
huyendo de una muerte segura. Ignoro también por qué no
regresó antes, pero no quiero forzarla a que me dé
explicaciones cuando no las merezco... No las merezco
porque fui yo el que la fallé. Así que, adelante, conozca a
Virgin...
—Bethany —lo corrigió ella con un susurro, sin mirarlo,
con la vista clavada en su mano sobre el pomo y la cabeza
gacha, asimilando las palabras de Joe. ¿Quedaba algo de
humanidad dentro de ese monstruo que había matado a
decenas de personas con sus propias manos y había
intentado masacrar a su familia?
—Llámela como quiera, es su hija y tiene el derecho de
hacerlo. Siempre deseé que... Bethany conociera a su
madre, siempre intenté protegerla, en eso creo que no la he
fallado, miladi. Le doy mi palabra de que no ha habido día
que no haya velado por el bienestar del fruto del amor que
un día nos tuvimos.
Scarlett notó la calidez de dos lágrimas acariciándole las
mejillas, pero no dijo nada, salió de la sala con demasiados
sentimientos que digerir y un importante reto que asumir:
conocer a su hija por primera vez.
Capítulo 16

Scarlett se retocó su pelo negro y rizado, largo hasta la


cintura, en el espejo del pasillo que daba a la habitación de
Bethany: su querida hija. Estaba nerviosa y le sudaban las
manos. ¿Y si la pequeña no la aceptaba? ¿Cómo iba a
decirle que era su madre después de tanto tiempo? Ni tan
solo sabía si la creería. Tampoco quería causarle ningún
daño. Incluso estaba dispuesta a no confesarle que era su
madre si eso podía suponer un dolor demasiado grande
para la niña de siete años.
Jamás le había preocupado causar buena impresión. Pero
ahora estaba muy preocupada por ello, incluso por su
aspecto. Deseaba causarle la mejor impresión posible a su
hija. No le gustaría que la viera como una intrusa... o como
una traidora. ¿Y si la horrible Virgin le había hablado mal de
ella? ¡Oh, quizás tuviera un mal concepto sobre ella!
Se refregó las manos con nerviosismo antes de tocar a la
puerta de la alcoba infantil. La conversación con Joe la había
dejado mareada, algo perdida. Pero conocer a su hija era
una prioridad que no pensaba retrasar más por nada ni
nadie. Era el momento adecuado. No habría otra
oportunidad como esa. Si tardara un solo segundo más, no
se lo perdonaría.
Antes de tocar, oyó una risa infantil al otro lado de la
puerta. Y pegó la oreja en la madera para maravillarse con
ese sonido. La madre, que desconocía a su propia hija con
todo el dolor de su corazón, abrió la puerta lentamente, sin
hacer ruido. La buscó con sus enormes ojos verdes y
llorosos a través de la habitación llena de baúles y juguetes
desparramados y entonces...
...la vio.
Vio...
...una cabellera larga y negra, ondulada como la suya
propia, saltando sobre la cama.
—¡Será genial conocer a la familia de papá! ¿No crees,
María? —la oyó decir entre risas, sin parar de saltar sobre el
colchón, y entonces fue cuando vio a María Collins, la
inseparable doncella de su hija y la mujer que la había
estado informando sobre su estado. María Collins ya la
había visto antes de que ella lo hiciera y la miró con
comprensión y afecto, sin delatarla frente a la niña, que
seguía ajena a su presencia.
Era demasiado hermosa.
Demasiado inocente.
Demasiado suya.
Scarlett apenas controlaba el temblor de sus manos y el
latido de su corazón. ¡Cuánto había rezado a Dios para que
eso ocurriera! Y al final... estaba ocurriendo. Respiró hondo
y dio un paso adelante. —¿Crees que me podría poner el
vestido de flores granates que me regaló papá el otro día?
Me encantaría ponérmelo para conocer a mi familia. Aunque
este que llevo, de color blanco, tampoco está mal, María.
¿Verdad, María? ¿Estoy bien así?
—Estás perfecta —susurró Scarlett con un nudo en la
garganta y una sonrisa de complacencia y amor infinito.
Virgin, para ella Bethany, se giró de repente hacia ella y
Scarlett se llevó las manos sobre los labios al ver que la
niña tenía los ojos como su padre, tal y como ella suplicó
durante el embarazo. Dios la había consentido en ese
aspecto y se sintió muy agradecida con él.
La niña la miró estupefacta por algunos segundos y luego
la sonrió con euforia e ilusión. —¡Eres la mujer de los
cuentos de María! —la señaló y bajó de la cama para correr
hacia ella—. ¡Eres mi mamá! —gritó Bethany, eufórica de
alegría, llena de luz y de felicidad. Scarlett apartó las manos
de sus labios y se arrodilló frente a su hija, mirándola
fijamente a los ojos. Joe tenía razón, ni una sola pizca de la
oscuridad de él o de la malvada Virgin habían ensuciado a
ese ser inocente.
Bethany era igual que ella en todos los aspectos físicos,
menos en los ojos. Pero su personalidad le recordaba mucho
a la de Rubí o a la de Sophia y Scarlett se alegró mucho por
ello. —¿Eres la mujer de las cuentos, verdad? —se le acercó
Bethany y le tomó un mechón de su pelo negro y largo—.
María me ha contado muchas cosas de ti.
Scarlett miró a la doncella. —Le contaba cuentos sobre su
madre, leyendas de una mujer que vivía lejos, pero que
cuidaba de ella y que era hermosa, de pelo negro y ojos
verdes; siempre le recordé que eran solo cuentos y
leyendas, pero se hicieron muy realidad en la vida de
Virgin.
Scarlett cerró los ojos con fuerza en agradecimiento a
María y volvió a mirar a Bethany. No podía creer que
estuviera siendo tan fácil. —Sí, soy tu mamá —le dijo a la
pequeña entre lágrimas de felicidad.
La criatura se abalanzó sobre sus brazos y Scarlett no
dudó en abrazarla con todas sus fuerzas, sintiéndola por
primera vez contra su cuerpo, contra su cuerpo, contra su
alma. La olió y recordó la mantita que todavía guardaba de
ella, era un olor tan único y especial que era imposible de
olvidar. Era un sentimiento visceral, carnal, algo que solo
una madre, que se sentía madre, podía entender.
—María me ha explicado que esta casa es de la familia de
papá y que seguro que conoceré a su familia muy pronto,
pero no sabía que también estabas tú aquí. Mi papá iba a
casarse con Christine Brown, ¿sabías? —continuó
parloteando la pequeña con la verborrea típica de los
infantes—. Christine Brown es mi institutriz, es muy buena
conmigo y papá quería que se quedara conmigo para
siempre. Pero ahora entiendo por qué no se ha casado con
ella y por qué Christine se ha marchado con otro marido —
explicó la niña con alegría y sinceridad—. Me lo ha contado
María, ¿sabes? Pero es un secreto —Se llevó un dedo
diminuto sobre los labios para pedirle a Scarlett que
guardara el secreto y esta asintió, algo divertida y
sorprendida por lo vivaracha que era su hija y por la
confianza que tenía con María—. Christine ahora es muy
feliz con su nuevo marido. Y papá ahora será feliz contigo.
Tú eres mi mamá, claro, ahora todo tiene más sentido,
¿verdad, María?
La doncella asintió con algunas lágrimas en sus ojos
también, emocionada por el reencuentro entre madre e hija
y por lo bien que estaba yendo. Aunque a la doncella eso no
la sorprendía porque había estado preparando a la niña para
ese momento en secreto.
—La señorita Christine Brown celebró el fin de año con
nosotros y me acompañó a comprar estas bolas para
decorar la casa de papá —Bethany abrió un baúl y le mostró
las decoraciones a su madre—. ¿Te gustan? Las compré
negras y rojas porque son los colores favoritos de papá.
Scarlett asintió; en realidad, esos colores eran los suyos y
Joe solo la había copiado y alimentado esos colores durante
su ausencia. Lo que significaba que Joe había intentado que
Bethany la tuviera siempre presente de algún modo. Y ya no
solo por la nimiedad de los colores, sino por todo lo que
estaba viendo y oyendo. Joe se había encargado de que la
niña creciera bien, teniendo presente a su difunta madre y
procurándole figuras maternas que le procuraran un amor
que él no sabía darle. Había cumplido esa promesa, al
menos.
—Me gustan mucho —asintió, limpiándose las lágrimas—.
¿Quieres que salgamos al jardín a jugar? —le propuso—.
Creo que no has salido desde que llegamos aquí y hoy hace
un día maravilloso a pesar de estar en invierno.
—¿Puedo? Papá no me deja salir nunca sin su permiso.
—¿Te sentirías mejor si le pides permiso antes?
—Sí, porque papá sufre mucho si no sabe dónde estoy. Si
quieres, podemos pedírselo juntas.
Scarlett asintió y se puso de pie para ofrecerle la mano a
su hija. Bethany se cogió a ella rápidamente con una bella y
amable sonrisa. No tenía ningún deseo de pedirle permiso a
Joe para hacer algo con su hija, pero los sentimientos de la
pequeña, que solo era una criatura inocente, estaban por
encima de los suyos propios, una mujer adulta capaz de
racionalizar sus sentimientos y de superar su orgullo por el
bien común.
—Yo me quedaré aquí organizando los baúles —sonrió
María con las manos cruzadas por delante de su delantal.
—Gracias, María, jamás podré agradecerle todo lo que ha
hecho por mí y mi hija.
—Si yo tuviera una hija me hubiera gustado que me
trataran igual. Solo he hecho lo que debía, miladi.
—Igualmente, gracias. Porque, a veces, incluso hacer lo
que se debe es difícil.
—Solo una cosa, miladi, el señor cree que yo estoy de su
parte, si supiera que la he estado ayudando...
—Tranquila, no le diré ni una sola palabra de usted que
pudiera afectarle, se lo aseguro. Eso sería lo último que
hiciera después de deberle tanto.
La doncella hizo una reverencia y Scarlett salió de la
habitación con Bethany de la mano. ¡De la mano! ¡Era una
sensación increíble! —Miladi —la detuvo una voz profunda y
sin sentimientos a mitad de camino.
—¡Señor Black! —se alegró Scarlett de ver a su
mayordomo. No lo había visto desde que él se encargó de
salvar a su hija de las garras de Virgin en esa horrible
habitación de las desgracias. Él había sido el que siempre
había procurado que María y ella tuvieran una buena
comunicación. De hecho, si no fuera por su intercesión,
Scarlett estaba segura de que su hija no estaría viva en
esos momentos ya que Virgin siempre planeó matarlas a las
dos—. Oh, señor Black —Se acercó a él sin soltar a Bethany
y lo abrazó—. Es usted el mejor hombre que jamás haya
conocido, ojalá tuviera usted veinte años menos y mis
afectos ya no estuvieran comprometidos con el padre de
esta niña.
—Miladi —fue todo lo que dijo el mayordomo, pero
Scarlett pudo ver asomar una pequeña y tortuosa sonrisa en
el rostro de ese hombre alto, viejo, de nariz grande y de ojos
muertos.
—Bethany y yo vamos a salir al jardín, ¿quiere
acompañarnos?
—Son órdenes del señor Joe, miladi. Debo seguir a la niña
a todos lados.
—El señor Black es mi sombra —dijo la niña, señalando al
grandullón que la sobrepasaba dos metros—. Es muy
divertido, se deja hacer de todo. Una vez le puse un vestido
de mi abuela Virgin y no se quejó. Incluso jugamos a tomar
el té juntos con mi osito Pachu.
Scarlett miró al señor Black con cierta sorna, pero este se
quedó más mudo que de costumbre y con la mirada clavada
al frente. —Está bien, vayamos a pedirle permiso a tu padre
y salgamos rápido. Creo que todos aquí presentes
necesitamos un poco de aire.
—¡Papá! ¡Papá! —gritó la niña después de tocar la puerta
de la antesala de su padre varias veces—. No quiere que
entre jamás sin tocar a la puerta, ¿sabes? A veces da un
poco de miedo, pero es bueno, siempre me defiende de las
regañinas de la abuela Virgin.
—¿Ah, sí? —escuchó con atención Scarlett—. ¿Tu abuela
te regaña mucho?
—No mucho, pero es lo único que hace cuando me ve.
Siempre me dice: "aquí no puedes estar" o "ve a tu
habitación" o "esto no es necesario", ¿sabes, mamá? No
entiende nada de lo que le digo.
—Está bien —asintió Scarlett, sintiendo las llamas de su
alma arder y el brazo quemado picarle con un ardor
insoportable—. ¿Y tu padre te da miedo por algo en
especial? ¿Has visto algo de él?
—Siempre lo veo callado y muy serio, pero es bueno
mamá. Muy bueno, me compra todo, todo, todo lo que
quiero. A veces he pensado que me odia o que no me
quiere porque me dijeron que tú habías muerto por mi
culpa.
—¿Quién te dijo esto? —se horrorizó Scarlett, tratando de
entender a su hija entre la verborrea propia de los infantes y
sacando en claro lo que consideraba importante.
—Mi abuela Virgin, mamá. Dijo que habías muerto
durante el parto y toda la casa sabe eso. María me hablaba
de ti, mucho. Y me contaba historias de que seguías viva,
historias secretas e imaginarias. Pero ahora estás aquí,
mamá. Y sé que papá no me odia por haberte matado.
—¿Algún día tu padre te dijo que te odiaba por esto?
—No, no, no, mamá. Pero como no me quería mirar ni
quería jugar conmigo... yo pensaba esto a veces.
—Escúchame bien, Bethany —dijo Scarlett, arrodillándose
al nivel de la niña frente a la puerta que seguía sin abrirse y
con el señor Black a unos pasos de ellas dos en mitad del
pasillo—. Jamás fue culpa tuya que yo no estuviera aquí y
jamás será culpa tuya nada de lo que me ocurra o le ocurra
a alguien más. ¿Lo entiendes? Tu abuela te mintió, yo no
morí. Estoy viva. Muy viva, hija, y estoy aquí para quedarme
para siempre a tu lado —La besó en la mejilla—. ¿Los
muertos pueden besar?
—No.
—Entonces estoy viva, ¿de acuerdo? No soy una leyenda
ni una fantasía.
—¿Qué ocurre? —apareció Joe en el pasillo, mirándolas
con cierto brillo en sus ojos que no pasó desapercibido para
Scarlett, pero que ella ignoró deliberada y conscientemente.
Saber que su hija, a pesar de todos los esfuerzos de Joe por
protegerla, había tenido que sufrir las maldades de Virgin
era imperdonable.
—¡Queremos salir al jardín! —pidió la niña y Scarlett se
incorporó para ponerse al nivel de Joe, a pesar de que este
fuera más alto que ella.
—Bethany ha insistido para pedirte permiso antes de
hacerlo —aclaró Scarlett, muy seria e impenetrable.
—No estoy seguro de que sea una buena idea. No
estamos en nuestra casa.
—¡Pero esta es la casa de tu familia, papá!
Joe se quedó callado. —Pues yo estoy segura de que es
una gran idea —replicó Scarlett—. ¿No quiere que su hija
sea considerada una dama de estas tierras?
El villano no dijo nada, pero se apartó del camino e hizo
una señal para que pasaran. —A sus órdenes, miladi —le
susurró en cuanto pasó por su lado, pero ella hizo ver que
no oía nada—. Espero que no les moleste que las
acompañe, señoritas.
Joe cruzó sus manos por detrás de su espalda y siguió a
su mujer y a su hija hasta el exterior, mirando hacia los
guardias y hacia el horizonte, cerciorándose de que nadie
atacaría a su hija. No se fiaba de su propia familia, no se
fiaba de estar allí. Habían amenazado con matar a su niña y
sabía que algún día lo harían. Los bastardos como él no
tenían cabida en el condado de Norfolk, siempre se lo
habían dejado muy claro.
—¿Jugamos al escondite? —oyó decir a su hija con una
enorme sonrisa y reparó en que Scarlett también estaba
sonriendo. El día estaba nublado, era un día perfecto. Esa
era la imagen con la que había soñado tantas veces en su
mente y su putrefacto corazón dio otro latido parecido al
que dio cuando vio a Scarlett en el salón después de creerla
muerta. Seguía siendo tan bella, misteriosa, inteligente y
única como la recordaba. Y verla de la mano de su pequeña
protegida era placentero incluso para un hombre como él
que había cruzado todas las líneas de las perversión y la
maldad. Ojalá no se hubiera convertido en el hombre que
había asesinado a tantos otros. Ojalá no hubiera creado un
mundo de horror a su alrededor. Pero no podía tirar atrás.
—Al escondite no, hija —dijo él con una media sonrisa
bastante forzada, pero muy significativa para él, que llevaba
sin sonreír más de un lustro—. No quiero perderte de vista,
¿de acuerdo?
Scarlett le dedicó una de sus miradas de reojo
ponzoñosas y se deleitó con ella en el fondo de su alma, a
pesar de las malas intenciones de su dueña al mirarlo como
si quisiera matarlo. ¡Oh, Scarlett no era capaz de matar a
nadie! Eso él lo sabía muy bien. Ella sí era todo luz, todo lo
que no era él.
—Juguemos a atraparnos —propuso Scarlett—. Tú corres
y yo te tengo que coger, ¿qué te parece?
—¡Sí, sí, sí!
Madre e hija empezaron a correr por los jardines de
Norfolk bajo la atenta y cuidadosa mirada de Joe, que no
quería dejar que su corazón latiera más, pero cada vez le
obedecía menos. Se quedó de pie, con las manos en los
bolsillos, mirándolas consternado. Y, entonces, le ocurrió
algo que en sus más de treinta años no le había ocurrido
nunca: una lágrima se formó en su ojo gris, el derecho, y
cayó poco a poco desde el lagrimal hasta su mejilla
barbuda. Sorprendido y asustado se llevó un dedo sobre la
lágrima y la observó sobre la yema, redonda y perfecta,
brillante.
Pero él no era el único que observaba la escena.
Y los sentimientos de los demás no eran los mismos que
los suyos.
Incluso había personas observando que ni siquiera
sentían nada, solo pensaban.
María Collins, desde la ventana de la habitación de la
niña, lloraba sin consuelo de alegría.
El señor Black, desde un lado del jardín, asentía
repetidamente conforme.
Ah, pero ella...
...Virgin.
Virgin Monroe, desde lo alto de su torre, solo podía
pensar en que esos dos obstáculos seguían presentes en su
camino hacia la venganza y que tenía que hacer algo para
eliminarlos.
Oh, pero Virgin no era la única que pensaba...
Desde la propiedad del verdadero y actual Conde de
Norfolk, Thomas Peyton, Conde de Norfolk y cirujano de
reputado prestigio, observaba el jardín de su hermano
menor con la ayuda de un catalejo en una mano y la ayuda
de un bastón en la otra.
—Esto es que lo debió de ser siempre, Joe Peyton —
susurró el Conde de Norfolk para sí mismo y para la mujer
preocupada que tenía al lado, Georgiana.
Capítulo 17

Bethany, su hija, era maravillosa. Mejor de lo que había


imaginado y soñado jamás. Era imposible no sentirse
orgullosa de ella como madre. Scarlett había aliviado el
dolor de su corazón durante algunos días, apegada a la
pequeña para intentar recuperar un tiempo que, a todas
luces, no regresaría nunca. Se había perdido los mejores
años de su niña y solo había una culpable: Virgin Monroe.
—Deme la bandeja, yo se la llevaré a la señora Monroe —
dijo Scarlett, a las puertas de la torre en la que custodiaban
a la madre de Joe, la villana que le había arrebatado a su
hija.
—Pero, miladi, tenemos órdenes estrictas de no dejar
pasar a nadie —dijo la doncella que llevaba la bandeja de
comida en las manos—. Es por su seguridad. No sabe de lo
que es capaz la señora Monroe.
—Oh, criatura —sonrió Scarlett con inteligencia,
colocando sus manos pálidas alrededor de la bandeja para
cogerla de las manos de la doncella—. Sé muy bien de lo
que es capaz la señora Monroe, créame.
La sirvienta apenas se atrevió a decir algo más. Scarlett
era una mujer imponente y persuasiva, que no solo logró
convencerla a ella sino también a los guardias, para que la
dejaran pasar. Subió una a una las escaleras de la torre, a
paso firme, sin dejar de sostener la bandeja con rigor. Hasta
entonces, había priorizado el conocer a su hija a la
venganza. Pero había llegado el momento de aclarar las
cuentas.
—Scarlett —oyó la voz inhumana que había recordado
durante siete años después de verse obligada a abandonar
a su hija. Esa misma voz que la condenó a una muerte
segura después de dar a luz y que la dejó en una habitación
en llamas. Llamas que todavía se sentían sobre su brazo
derecho, ardientes y dolientes.
—¿Me ha echado de menos, querida segura? —preguntó
Scarlett, seria. Empapando sus ojos de una intensidad
imposible de controlar. Una mujer como ella, entrenada en
el arte de la sabiduría, no debía ni podía sentir odio.
Pero era odio lo que sentía hacia ese ser insensible, y
mucho. Demasiado odio. Ella era la definición viva de los
sentimientos. Mientras que Virgin era todo lo contrario.
—No me sorprende que hayas sobrevivido, Scarlett.
—Claro, a alguien como a usted sería imposible que algo
así la sorprendiera, ¿cierto? —ironizó ella, dejando la
bandeja en la única mesa que había en esa habitación de
piedra y tapices medievales—. Supongo que recuerda
nuestra última conversación.
—¿Veneno en la comida? —preguntó Virgin.
—Oh, no —negó Scarlett, cruzando sus manos por
delante de la falda y sonriendo con satisfacción—. No he
venido para matarla.
—¿Entonces?
—¿Le asusta el fuego, Virgin? —preguntó «lady
Excéntrica», dando un paso hacia la mujer que se apoyaba
en un bastón.
—No me asusta nada, Scarlett.
—¿Sabe, querida suegra? Siempre he tenido un peculiar
gusto por lo que los demás consideran grotesco. Me gustan
las almas complicadas, los animales perturbadores y lo
oscuro. Me agrada mucho, en realidad. Aunque siempre
intento mantenerme en el límite de lo que Dios ha
ordenado. Si no fuera por ese límite, le aseguro que sería
una bruja. Una de esas brujas que hemos oído en los
cuentos infantiles y que propagan el mal. Ah, pero no
puedo... Tengo demasiados sentimientos en mi corazón —
Scarlett cogió a Virgin por el pelo de la nuca y la obligó a
tirar la cabeza hacia atrás para que la mirara a los ojos
directamente y de cerca—. Usted no tiene sentimientos, no
la puedo culpar por ello. Nació así. Un caso muy extraño que
mi padre, siendo un doctor de pacientes con problemas
mentales, disfrutaría mucho. ¿Sabe quién más disfrutará de
su rara condición, Virgin? Yo —Sonrió Scarlett, tirando un
poco más de su pelo y viendo como la mujer fruncía el ceño
de dolor. Dolor físico—. Quizás no pueda sentir dolor en su
alma o, quizás, simplemente carezca de ella. Pero sí siente
esto, ¿cierto? —Tiró un poco más del pelo rubio y Virgin
gritó un poco—. Cuando era niña, pasaba horas viendo a mi
padre practicando su profesión, me tomaré esto como un
ensayo muy divertido, Virgin. Usted no padece ni siente
nada, pero su cuerpo sí lo hace. ¿Vemos si el fuego es capaz
de asustarla?
Scarlett arrastró a Virgin del pelo, obligándola a tirar su
bastón al suelo y valiéndose de su fuerza superior y de su
juventud, y acercó a Virgin a la chimenea que ardía con
fuerza. —Si eres capaz de hacer esto, Scarlett —dijo Virgin
—. ¿Por qué has rehusado siempre a unirte a nosotros? ¿Qué
diferencia hay entre tú y yo? ¿O entre tú y Joe? ¿Por qué te
has empeñado en ser un obstáculo cuando podrías haber
sido un pilar?
—Porque yo quiero salvarme del infierno y salvar a Joe.
No quiero convertirme en un monstruo —contestó Scarlett,
sosteniendo a Virgin muy cerca del fuego, con las llamas
rozando la piel de la villana.
—¿Y que eres ahora mismo?
—Una madre enfadada, muy enfadada, de hecho —
replicó Scarlett antes de enterrar uno de los brazos de Virgin
en el fuego y oírla gritar—. Estaba dispuesta a matar a mi
hija, Virgin —recordó en voz alta con profundo dolor e
impotencia—. Y la avisé que se cuidara del día en el que
regresara. No la estoy traicionando, señora. Solo estoy
cumpliendo mi promesa —siguió diciendo mientras el olor
de la carne quemada empezaba a volar por la torre y Virgin
gritaba horrorosamente.
Scarlett la apartó de las llamas cuando Virgin regó sus
ojos de lágrimas. —No fue nada personal, Scarlett —
balbuceó Virgin, de rodillas frente a la chimenea.
—Pero esto sí que lo es, Virgin. Esto es muy personal,
querida. Repito, ¿le asusta el fuego? —volvió a preguntar,
sin soltarla, volviendo a acercarla a las llamas.
—No.
—Entonces no le importará esto —Scarlett tomó el otro
brazo de la anciana y lo entró en el hogar, disfrutando de
los gritos de Virgin desgarradores—. ¿Cómo se ha atrevido a
decirle a mi hija que era la culpable de mi muerte?
A ese punto, todos los guardias de la propiedad ya
estaban allí, pero ninguno se había molestado en detenerla.
Para ellos, Virgin era la mujer que había matado al anterior
Conde de Norfolk y que había intentado matar a sus
señores, no le profesaban un especial cariño ni sentido de
protección. Más bien, Scarlett estaba segura de que estaban
disfrutando de la escena tanto como ella. No solo eso,
quizás algunos de ellos ya conocieran toda la verdad sobre
lo que un día sucedió entre ella y esa mujer.
—Se lo preguntaré una vez más, Virgin: ¿le teme al
fuego? Y le sugiero que piense mucho en su respuesta si no
quiere que lo próximo que arda sea su cara —amenazó
Scarlett, sosteniendo con fuerza a la mujer contra las llamas
y viendo arder sus brazos con demasiado deleite para su
alma brillante—. ¿Quiere que su venganza termine aquí,
Virgin? Si le quemo el rostro quizás sea incapaz de seguir
intrigando contra los condes de Norfolk, ¿le teme al fuego?
—¡Sí! —gritó Virgin—. ¡Sí, le temo al fuego Scarlett! —
vociferó la rubia de ojos bicolor para el entero y completo
placer de Scarlett.
—¡Scarlett! —Entró Joe en la torre, mirándola sorprendido
y horrorizado—. ¡¿Qué estás haciendo con mi madre?!
Scarlett miró al hombre que un día amó y luego miró a su
suegra quemada y se horrorizó por lo que ella misma
acababa de hacer. ¿En qué se estaba convirtiendo en el
camino de salvar a ese Joe? Había ido allí solo para
recuperar a su hija, ¿por qué estaba echando a perder a su
alma en una venganza? Virgin tenía razón. Quizás no
hubiera mucha diferencia entre ella y aquellos a los que
tanto había criticado.
Soltó a Virgin como si su roce la quemara y salió
corriendo de allí, saltando las escaleras hacia abajo casi a
trompicones, ofuscada y sudada, confundida por lo que
acababa de hacer. Sabía que Virgin merecía lo que le había
hecho y mucho más, pero no sabía que ella fuera capaz de
torturar a otro ser humano. ¡Y sí, sí! ¡Había soñado con ese
momento miles de veces! ¡Y sí, sí! Su hija merecía que
alguien hiciera justicia por ella. ¡Y sí, sí! Joe también
merecía que alguien hiciera pagar a su madre por todo el
veneno que había puesto en su alma, forzándolo a
convertirse en un villano. Pero ¿a qué precio?
¡Ella! ¡Que le había hecho jurar a Joe una y otra vez que
controlaría a sus demonios! ¡Que había intentado tantas
veces salvar al hombre que amaba de esa clase de locura!
¿Y ahora? ¿Ahora ella que era? ¿Acaso se estaba perdiendo
en esa lucha por salvar a los demás? ¿Acaso el fin
justificaba los medios? ¿Entonces que se diferenciaba de los
malos? ¿Dónde quedaba el bien y el mal?
Ningún ser humano puede delimitar el bien y el mal. Solo
Dios puede hacerlo. Y Dios es muy claro en sus
enseñanzas.
Sofocada, desosegada, perdida. No se conocía a sí misma
a pesar de haber deseado todo cuanto había hecho en esa
torre durante tantos años. No se sentía cómoda con esa
venganza a pesar de haber sufrido tanto. —¡Scarlett!
¡Scarlett! —oía los gritos de Joe a sus espaldas, pero ella no
se detuvo, cogió sus faldas y corrió y corrió hasta llegar a un
despacho. Entró en el primer lugar que le pareció seguro y
cerró la puerta con el pestillo—. ¡Scarlett! —tocó la puerta
Joe—. ¡Miladi, abra la puerta, por favor!
—Mi señor, será mejor que no se acerque a la señora
Newman —oyó la voz de uno de los guardias al otro lado de
la puerta mientras lloraba a lágrima viva y doliente. Le era
difícil controlar la respiración y solo estaba de pie porque los
nervios de las piernas le impedían arrodillarse.
—¿Qué cree que voy a hacerle? ¡Jamás sería capaz de
hacerle daño a mi propia esposa!
—Ella no es su esposa, milord. Y tenemos órdenes
estrictas de proteger a lady Newman. Le rogamos que se
aleje de este pasillo.
La puerta se rompió en pedazos, asustando a Scarlett,
que estaba apoyada en la pared de al lado. Un brazo
ensangrentado por las astillas de la madera rota hizo rodar
el pomo. —¡Mi señor, nos vemos obligados a utilizar la
fuerza!
Scarlett miró hacia fuera por el agujero enorme de la
puerta que Joe había hecho para poder entrar y vio a los
guardias cerniéndose sobre él. —Déjenlo pasar.
—¡Pero miladi, es peligroso!
—He dicho que lo dejen pasar. Y váyanse —rugió Scarlett,
llevándose las manos a la cabeza y apartándose la puerta.
Le dolían las sienes y el pecho le subía y le bajaba con
rapidez, alterada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Joe, en cuanto los
guardias se retiraron y la puerta cedió al fin, dando dos
pasos hacia el interior de ese despacho alejado del resto de
la propiedad y solitario—. ¿Qué ha pasado, Scarlett?
—No me tutee, milord —pidió ella, ahogada, sosteniendo
su cabeza entre sus manos, sintiendo los mechones de su
pelo negro entre sus dedos y el sudor sobre su piel
resbalando frío.
—¡Basta! ¡Ya basta! —gritó Joe, dando otro paso hacia
ella—. He jugado a tu juego, Scarlett, desde que llegaste.
Pero se acabó.
—¡No, no! —se desesperó ella, perdiendo el control de su
cuerpo y de sus emociones.
—¡Basta! —repitió Joe, tomándola por los brazos y
acercándola a él, calmándola—. ¿Qué has hecho? —le
preguntó, abrazándola con fuerza, reteniendo todo su dolor
y su impotencia con su fortaleza viril y su seguridad—. Tú no
eres así, Scarlett, sé que tú no eres así —la consoló,
impidiendo que siguiera temblando y desmoralizándose.
«Lady Excéntrica» rompió a llorar contra el pecho duro de
Joe, dejándose envolver por su abrazo a pesar de su
resistencia a ello. El aroma de Joe la envolvió, ese recordado
y familiar olor a sándalo y algo que había quedado dormido
en su vientre, despertó: la pasión. Era una locura, una
completa locura, pero solo deseaba besarlo. Quedarse
atrapada entre sus brazos y vibrar hasta morir. Joe también
aceleró su respiración y, ansioso, le tomó la cara entre las
manos. La miró por muy breves segundos a los ojos antes
de besarla con desesperación.
Sus labios, secos, chocaron después de más de un lustro
sedientos los unos de los otros y se extraviaron locos y
ruidosos, reconociéndose excitados. La nariz pequeña y
afilada de Scarlett chocó contra la nariz aguileña de Joe y la
respiración de ambos se volvió una sola entre pieles
sonrojadas por la pasión y pelos de punta.
Estaban desesperados. Atormentados por la pasión que
los arrasaba y los obligaba a permanecer juntos, cuerpo
contra cuerpo, boca contra boca. Joe le succionó la lengua y
ella le mordió el labio inferior con una sonrisa de completo
placer que solo los llevó a volver a besarse durante un par
de segundos más antes de que Joe la cogiera por las
caderas y la sentara sobre el escritorio, tirando los objetos
que había en él para hacer espacio. Scarlett rodeó el cuerpo
del villano con sus piernas, subiéndose las faldas y gimió al
sentir su virilidad por encima de los pantalones. El gemido
que salió de su propia garganta la alertó del peligro de lo
que estaba a punto de suceder y empujó a Joe hacia atrás
para levantarse de la mesa y alejarse unos pasos, en contra
de lo que su cuerpo le pedía a gritos.
—Esto no puede suceder —negó ella.
—¿De qué tienes miedo? —preguntó Joe, mirándola con
frustración a través del ojo derecho y del ojo marrón.
—¡De ti! ¡Tengo miedo de ti! —gritó Scarlett, llevándose
las manos sobre el pecho para aseverar sus palabras.
—Jamás tuviste miedo de mí.
—Ahora sí.
—¿Y ahora te dedicas a torturar a mi madre en mi
ausencia? ¿Es esto en lo que te has convertido, Scarlett? No
me lo creo.
—¡Han pasado siete años, Joe! —volvió a gritar ella, que
no solía gritar, movida por el cúmulo de sentimientos
retenidos durante tanto tiempo y que ahora salían a la luz—.
¡Siete años en los que estuve lejos de mi hija! ¡Lejos de ti!
—¿Y por qué no regresaste antes?
Scarlett bajó la cabeza y negó repetidamente. —¿No te
has preguntado como tu familia me encontró? ¿No te has
preguntado qué es lo que saben ellos que no sabes tú?
¡Estás tan ciego! ¡Tan ciego que no eres capaz de ver lo que
realmente ocurre!
—¿Qué saben ellos que no sé yo, Scarlett?
—¡Es ella! ¡Es tu madre, Joe! Ella te ha envenenado para
que seas así.
—Sé que siempre la detestaste, esto no es nada nuevo.
La culpas por lo que soy, sin entender que mi resentimiento
por mi hermano mayor es mío y de nadie más. Soy muy
capaz de comprender las vilezas del Condado de Norfolk
hacia mí y la familia de mi madre sin que ella me envenene.
¿Tan necio me consideras?
—No eres necio, eres ciego. Ciego por el odio. Pero no te
daré más excusas para ser un monstruo, si no quieres ver la
realidad no puedo perderme para salvarte. ¡No puedo
perderme yo para salvarte a ti! Ya me sacrifiqué mucho en
el pasado por confiar en ti...
—No debí dejarte sola esa noche, Scarlett —Joe volvió a
cogerla por los brazos—. Ojalá pudiera tirar el tiempo atrás,
ojalá... ojalá fuéramos la familia que siempre deseamos.
Estos días, los tres juntos, han sido... francamente, los
mejores de mi vida —confesó Joe, haciendo brillar un poco
sus ojos ensombrecidos por la maldad.
Scarlett lo miró con lágrimas en los ojos y se fijó en la
sangre de su brazo por haber roto la puerta, recordando las
veces que Joe había asesinado a alguien y que ella lo había
sabido, bien a través del señor Black o a través de Mía.
Sabía y recordaba a todas y a cada una de las víctimas de
Joe. No podía creer que siguiera amándolo después saber
tanto, aunque siempre supo que jamás dejaría de hacer tal
cosa. Lo único que podía hacer era alejarse de él, pero a
esas alturas incluso eso le parecía un imposible. Deseaba a
ese hombre con todo su ser, lo deseaba para ella y dentro
de ella. Él, Joe Peyton, villano y sádico, era todo cuanto
necesitaba para vivir. Entre sus brazos se sentía mujer,
especial.
Y lo demás, eran todo excusas.
—Quizás estés a tiempo de recuperar a tu familia, Joe, la
verdadera familia que siempre quisiste —susurró contra el
mentón de Joe, sintiendo los pelitos de su barba contra sus
labios con deleite—. Habla con tu hermano —musitó,
embelesada con el roce masculino.
—¿Qué?
—Quiero que hables con tu hermano y arregles las cosas
con él.
—¿Después de que amenazara a nuestra hija con la
muerte? —se enfureció Joe, apartándose de ella—. ¡Jamás!
—¿Tienes las cartas? ¿Dónde están esas misivas que
amenazaban a Bethany por ser una bastarda?
Joe sonrió sin sonreír, se acercó a uno de los cajones del
enorme escritorio y sacó un fajo de cartas. —Aquí las tienes,
si no me crees... compruébalo por ti misma.
Scarlett tomó el fajo de cartas y salió del despacho bajo
la atenta y perturbadora mirada de Joe. ¿Cuánto tiempo
faltaba para que sucumbiera al placer de entregarse a él?
Era detestable su anhelo por entregarse a un asesino. Pero
solo él la conocía bien a pesar de ser un monstruo. Jamás
había necesitado sentirse protegida, ni quería estarlo. No
necesitaba esa clase de protecciones. Pero Joe le ofrecía una
seguridad seductora, un sentimiento único de loco amparo.
El modo en el que él la había abrazado a pesar de haberla
visto torturando a su madre, comprendiéndola, sabiendo
que ella no era así, había sido una prueba más de que Joe la
amaría para siempre, pasara lo que pasara.
Y por supuesto que sería fácil contarle a Joe que su
madre intentó matarla.
Pero... si Joe la creía, que era muy probable que lo hiciera
después de lo que había visto, ¿qué ocurriría?
Si Joe mataba a su propia madre, ¿cómo podría seguir
viviendo como si nada?
Necesitaba que Joe recuperara algo de aquella alma que
un día tuvo, no que terminara de hundirse.
Además, Bethany amaba a su padre, y la felicidad de su
hija estaba por encima de todo.
Capítulo 18

Las cartas confirmaban las palabras de Joe. Eran


amenazadoras, inquietantes y muy claras en cuanto a
Bethany. Según los mensajes, enviados desde diferentes
condados y ducados emparentados con el Condado de
Norfolk, la hija de Joe jamás sería reconocida por haber
nacido fuera del matrimonio. No solo no sería reconocida,
sino que el Conde de Norfolk había dado un paso más allá e
incluso había amenazado a la niña de muerte si Joe se
atrevía a presentarla en el Condado.
Scarlett, de pie en su habitación, y después de haber
dejado a su hija durmiendo la siesta junto a María Collins,
estudió las cartas con dedicación. Quiso encontrarles algún
fallo evidente que demostrara que eran falsas, pero todas
estaban firmadas y selladas por sus respectivos dueños.
¿Y si Joe tenía razón? ¿Y si su familia jamás lo aceptó
genuinamente y detestaba a Bethany por ser otra bastarda
igual que él? Pero, entonces, no tenía sentido que su familia
se hubiera preocupado en investigar y llegar hasta ella para
parar a Joe y darle una oportunidad más. ¿Por qué perdonar
a un hombre si tanto lo odiaban? ¿Por qué odiar a Bethany
si se habían molestado en investigar quién era su madre?
Los hechos no se adecuaban a las palabras escritas.
Quiso pedir un favor más a los demonios que la rodeaban
para ver más allá de las cartas que tenía entre sus manos,
pero si valoraba su alma no debía hacerlo. Era un pecado
muy grave ver aquello que Dios había ocultado. Se acercó a
la ventana y miró hacia la propiedad del Conde de Norfolk.
Estaba lejos, pero podía verla con claridad.
Si Joe no era capaz de aclarar las cosas, lo haría ella
misma. Se colocó la capa roja por encima de su vestido
burdeos y salió corriendo de la propiedad. Los guardias la
vieron, pero la dejaron pasar. No era a ella a quien
custodiaban. Se acercó a las caballerizas, con las cartas en
la mano, y subió al primer caballo que encontró. No dejó de
trotar hasta llegar a la enorme mansión de torres
pentagonales y paredes marrones.
—¡Alto! —la detuvo uno de los mozos armados del patio
principal—. No puede pasar.
—¡Avise a su señor que lady Scarlett Newman está aquí!
¡Dígale que la madre de su sobrina está aquí! Necesito
aclarar un asunto de suma importancia.
El corazón le latía con fuerza. Actuar de frente no era su
modo habitual de proceder. Scarlett prefería eludir las
confrontaciones y moverse en las sombras. Pero la situación
requería de soluciones inmediatas. Había salido de la
propiedad custodiada a toda prisa, antes de que Joe pudiera
verla y la parara. Solo esperaba que su decisión no fuera
errónea y que saliera de allí, de la casa del hermano de Joe,
con respuestas.

Joe se pasó las siguientes horas al encuentro en el


despacho obsesionado con Scarlett. Hacía muchos años que
no pasaba tanto tiempo pensando en otra cosa que no fuera
su venganza o sus propósitos como Jefe Superior de la
Sociedad Secreta Contra la Nobleza. Incluso le dolía el
pecho por los latidos de su corazón muerto. Había pasado
mucho tiempo enterrando su corazón, pero éste estaba
decidido a latir y a salir de su tumba, arrastrándose por sus
entrañas y provocándole un dolor horrible al resucitar.
Esa mujer era su perdición. Scarlett suponía para él un
cambio en la vida que había llevado hasta entonces.
Después de haberla creído muerta, se había entregado al
mal. Ahora, que la había sentido entre sus brazos y la había
besado de nuevo, anhelaba otras cosas aparte de la
venganza. La muerte, de repente, ya no le parecía tan
atractiva. Y quería vivir.
Vivir para amarla y protegerla.
Vivir para desearla con todo su cuerpo.
Estaba loco por Scarlett. Si no la respetara tanto, ya la
hubiera hecho suya esa misma mañana. Sería una
liberación volver a perderse entre sus piernas, amarla hasta
quedar exhausto. Pero ella lo había detenido, y no sería
capaz de hacerle daño. A ella no.
Los deseos de Scarlett eran órdenes para él; siempre
había sido así. Su debilidad.
El único motivo por el que haría lo imposible.
Por si su amor y su obsesión por Scarlett no fueran lo
suficientemente dañinos, ver a su hija con su madre era
horrible para mantenerse férreo a sus propósitos. Cuando
las veía a las dos juntas, sus muros se venían abajo y una
luz cegadora penetraba en su alma, atormentándolo con
bondades que detestaba.
Joe se encontraba en una encrucijada entre su amor por
Scarlett y su venganza contra la nobleza. Por un lado,
anhelaba vivir para amar y proteger a Scarlett, y estaba
dispuesto a hacer lo imposible por ella. Por otro lado, su
obsesión por el restablecimiento de poderes, por la
eliminación de la élite mundial, lo había llevado a hacer
cosas terribles en el pasado, y no podía permitir que su
debilidad por Scarlett lo alejara de sus responsabilidades.
La presencia de su hija y su esposa también complicaban
las cosas. Verlas juntas hacía que sus muros se
desmoronaran, y lo atormentaba con sentimientos de
bondad y ternura que chocaban con su sed de sangre.
La tentación de dejar todo atrás y entregarse a su amor
por Scarlett era fuerte.
Joe no podía sacarse de la cabeza a Scarlett. Cada vez
que cerraba los ojos, su imagen aparecía en su mente,
provocando en él un deseo sexual arrollador. Recordaba su
cuerpo esbelto, sus curvas perfectas, sus labios carnosos y
sus ojos verdes que lo miraban con intensidad. Imaginaba
cómo sería volver a tenerla entre sus brazos, sentir su piel
suave contra la suya y perderse en la pasión de su amor.
Cada vez que pensaba en ella, su deseo aumentaba, y Joe
luchaba para mantenerse firme y no dejarse llevar por sus
impulsos más primitivos.
Sabía que su amor por Scarlett era peligroso, pero no
podía evitar quererla. ¿Acaso su alma había regresado a su
cuerpo? ¿O parte de ella? No la había visto reír todavía. En
el pasado, la risa de Scarlett era lo que más le había
gustado de su persona. Habían pasado siete años
separados. ¡Siete! ¡Pero ella seguía siendo la misma mujer
para él! La misma dama hermosa, voluptuosa, de rostro
bello y alma pura.
Joe Peyton era hombre de una sola mujer. Y esa tenía
nombre y apellidos para toda la eternidad.
—¿Me estás escuchando, hijo? —preguntó su madre,
sacándolo de sus pensamientos—. Scarlett es peligrosa —
repitió Virgin, señalando los brazos que un médico había
venido para curarle y que ahora estaban vendados.
—Sé que tú y ella nunca os llevasteis bien, madre.
—Esto es algo más que no llevarse bien, hijo. ¡Ha
intentado quemarme! ¡Debes hacer que se vaya! Seguro
que solo es una herramienta más de tu hermano mayor,
solo quiere manipularte para que dejes nuestros propósitos
y te muevas según sus intereses.
Joe se acercó a la ventana de la torre. —Es curioso, ella
dice lo mismo de ti, madre, por eso te atacó. Cree que todo
esto es por ti. Las dos creéis que soy manipulable y es
loable por vuestra parte, eso significa que me queréis. Pero
soy capaz de tomar mis propias decisiones. Puedes estar
segura de ello —explicó, con la mirada clavada en la
mansión de su hermano.
—¿Eso significa que no estás pensando en dejar la
Sociedad Secreta Contra la Nobleza?
—¿Dejarla? —ironizó Joe, estirándose el puño de la
camisa mientras se llevaba un puro a la boca—. Ahora que
estoy cerca de mi hermano, es más fácil para mí orquestar
un plan para acabar con él. En cuanto muera, yo seré el
nuevo Conde de Norfolk y será más fácil para nosotros
actuar a nuestra conveniencia. Además, eso también
beneficiará a Scarlett y a mi hija, que podrán ocupar la
residencia principal con total libertad y todos los derechos
de su nueva posición.
—Pero Scarlett no es tu esposa, no es la futura Condesa
de Norfolk.
—Para mí sí, es mi esposa. Y en cuanto sea Conde, me
casaré con ella para convertirla en Condesa frente a todos
—Virgin apretó los labios—. ¿Qué pasó?
—¿Qué?
—¿Qué pasó esa noche? La noche en que Scarlett
supuestamente murió —preguntó Joe, dejando la ventana
para encarar a su madre—. ¿Por qué Scarlett tuvo que huir
de una muerte segura?
—¿Y yo cómo puedo saberlo, hijo? El médico y yo la
dejamos en la habitación antes de que se incendiara. Había
sangrado mucho durante el alumbramiento y el médico
preveía su muerte, pero lo del incendio fue un accidente
trágico. Ignoro por qué no regresó antes o por qué huyó.
Aunque te cueste creerlo, hijo, mucho me temo que Scarlett
siempre ha estado de parte de tu hermano mayor y solo ha
estado esperando la oportunidad para regresar y terminar
con todo lo que tú y yo hemos construido.
Joe asintió y un destello inhumano corrió por sus
pupilas. —Espero, madre —susurró muy cerca de Virgin—.
No tener que enterarme nunca que usted tuvo algo que ver
con su desaparición —amenazó, rozándole la oreja a su
madre con los labios—. Scarlett, haga lo que haga, ¿lo
comprende? Haga lo que haga, es intocable. No soy un
héroe, madre. No lucho por un bien común, no lucho por los
pobres o los desamparados que sufren las injusticias de la
nobleza. Lucho por mis propios intereses y Scarlett es mi
interés principal. Una vez la fallé, dejándola sola. Pero eso
no volverá a ocurrir. Así que le sugiero que deje de hablar
de ella y piense en un plan para salir de esta cárcel de oro
—Virgin no dijo nada. Se quedó quieta, de pie, sin moverse
ni inmutarse—. ¿Lo comprende?
—Sí, Joe, lo comprendo muy bien.
Joe asintió con actitud amenazadora y salió de la torre,
saludando a los guardias. En especial, a dos de ellos, que
trabajaban para su organización secreta. Los miembros de
la Sociedad Secreta de la Nobleza estaban en todos los
ámbitos y estratos. Incluso estaban dentro del servicio de
los nobles, como sirvientes. Joe controlaba parte de
Inglaterra desde su Organización Secreta, y la mayoría de
esos miembros le debían favores y gratitud por haber
ajusticiado a nobles injustos con anterioridad. Era cuestión
de tiempo que saliera de allí, de la cárcel de oro impuesta
por el Condado de Norfolk. Pero, esa vez, lo haría como
Conde de Norfolk. La élite que controlaba el mundo, poco a
poco, se desmoronaría y él tomaría su poder a su antojo. Al
fin y al cabo, los miembros de la élite, fundada desde Egipto
y entregadas al mismísimo diablo, eran seres humanos
como él. Morían igual. Y sí, él no era muy diferente de ellos,
había seguido el mismo camino de sangre y perversión,
pero al menos, él controlaría al mundo y no al revés. Su hija
sería la protegida de ese mundo perverso, fuera del alcance
las élites satánicas. Y Scarlett, como ser de luz, no podía
faltar en ese cuadro.
Joe se detuvo en el vestíbulo. Había visto a Scarlett,
desde la torre, volver de la mansión de su hermano
mayor. —¿Conspirando con mi enemigo? —le preguntó,
nada más verla entrar, sofocada y con una sonrisa en la
cara.
—¡Milord! —dijo ella, con esa voz que penetraba en su
alma y lo sacudía—. Lo han negado. La Condesa de Norfolk
me ha negado el contenido de estas cartas —lo sonrió,
mostrando su bella dentadura blanca y sacándose su
capucha roja de bruja—. Ellos no participaron en la escritura
de estos mensajes, son falsos.
Joe ladeó la comisura de sus labios y se llevó el puro a los
labios, observándola complacido. —¿Eso le han dicho? —la
molestó un poco más y la vio fruncir su precioso entrecejo
pálido.
—¿Por qué no iba creerles? ¿No es suficiente prueba que
lo hayan traído aquí? Nos han invitado, a ambos, a hablar
con ellos. Mañana por la mañana, a la hora del desayuno.
Necesito que hable con ellos.
Joe sonrió para sus adentros. Scarlett era encantadora y
excitante cuando luchaba por el bien, por sus fuertes ideas
sobre lo que Dios había encomendado y lo que no. Ella era
luz, una luz cegadora y estimulante. Era erótica.
Por supuesto que su hermano no había escrito esas
cartas. Él mismo había escrito esas tediosas cartas para
tener un pretexto con el que matar a su familia frente a la
sociedad. Había sido fácil conseguir los sellos a través de los
sirvientes miembros de la Sociedad Secreta Contra la
Nobleza. Esas cartas solo habían sido el salvoconducto de
sus acciones si alguien lo acusaba de asesino sin
escrúpulos. Debía de guardar las apariencias frente a su
propia Sociedad Secreta, que actuaba en favor de los
pobres y desamparados. No quería que lo vieran como el
verdadero monstruo que era.
Cuando murió Scarlett fue en eso en lo que se convirtió.
Lo poco que le quedaba de su alma humana se evaporó y
empezó a desarrollar esa parte de él que siempre había
estado dormida.
El odio hacia su hermano era suyo, propio. Un odio
argumentado y sustentado por los desplantes y desprecios
que el Conde había hecho hacia él desde que era un niño.
Todo era cierto: su padre mató a su madre, su abuelo murió
por culpa de su padre y su hermano solo continuó el legado
de intolerancia y arrogancia del anterior Conde de Norfolk. Y
nadie había influenciado en él. Sus acciones eran suyas,
propias. Su madre, por supuesto, lo había ayudado a crecer
como el «villano», pero ni siquiera Virgin era capaz de ser la
artífice de sus planes que iban más allá de lo imaginable.
Sus planes eran los de un mundo al revés. Un mundo en el
que él, y solo él, estuviera arriba de todo y los bancos, el
poder, la sociedad, todo... le perteneciera.
—¿Y quiere que yo vaya, miladi? —preguntó, soltando el
aire del puro poco a poco.
—Por supuesto, sería una gran oportunidad para llegar a
ser la familia que siempre deseamos.
—Si usted me lo pide, miladi, iré —La cogió por la cintura
y los ojos verdes de su esposa se oscurecieron de deseo,
confirmándole que ella deseaba aquello tanto como él.
Se sintió un poco culpable por la mentira. Culpable por
todo, de hecho. Pero ya era demasiado tarde para echarse
atrás. Solo podía seguir hacia adelante, protegiendo a su
hija y a Scarlett durante el camino. Solo podía hacer eso,
porque ya estaba completamente perdido. ¡Perdido! Su
hermano mayor era apodado el «diablo», pero el verdadero
diablo era él. Ojalá pudiera tirar el tiempo atrás, pararse en
ese momento antes de salir de Monroe's House para
ajusticiar al barón que había violado a esa niña. Quizás, de
ese modo, Scarlett jamás se hubiera apartado de su lado y
él no se hubiera convertido en lo que era en esos
momentos: un hombre con un pasado imposible de borrar,
con demasiadas mentiras, con demasiados crimines sobre
sus hombros.
Ya no había salvación para él.
Y lo sabía.
Lo único que quería era dejar a Scarlett y a su hija
protegidas para siempre, ajenas a quién era él en realidad.
Lo había hecho lo mejor posible para ellas.
Lo mejor que había sabido a pesar de sus evidentes
carencias como ser humano.
—Scarlett —susurró a escasos centímetros de la boca de
su esposa. Porque sí, era su esposa desde que se unieron en
ese camino solitario en Glasgow, sin curas ni iglesias—. Lo
único que deseo es tu felicidad, ¿lo comprendes? Pase lo
que pase, no lo olvides.
Scarlett asintió en silencio y lo besó en los labios poco a
poco, rozándole la carne deliciosamente. Joe hizo una seña
a los guardias para que se retiraran y la tomó en volandas
sin dejar de besarla enloquecido y ansioso por liberarse.
Capítulo 19

Scarlett se abrazó a Joe, flotando sobre sus brazos,


sintiendo su necesidad sobre ella. Había cabalgado de una
propiedad a otra en busca de respuestas y la Condesa de
Norfolk había desmentido el contenido de las cartas y su
autoría. Aun así, Joe no parecía haberse inmutado a sus
explicaciones, tan solo había accedido a sus peticiones para
satisfacerla; y eso ella lo sabía muy bien.
No quería que Joe actuara solo para contentarla, quería y
necesitaba que hablara con su hermano con sinceridad para
que dejara atrás su resentimiento. Pero ¿y si Joe jamás
podía cambiar? ¿Y si ya era demasiado tarde para él? Se
aferró a él con más fuerza, como si no se hubiera dado
cuenta de que sus palabras no habían calado en él,
fingiendo que no sabía que Joe era un monstruo sádico
entregado al diablo y que, muy probablemente, nada ni
nadie podría salvarlo a esas alturas.
Lo besó, saboreando su lengua, abandonándose en el
furor de la pasión. Ojalá no se hubieran separado durante
siete años. Quizás, de ese modo, Joe no se hubiera
entregado a sus demonios ni se hubiera dejado controlar
por el monstruo que se había apoderado de su ser. Ojalá los
tres hubieran podido ser felices para siempre, como familia.
Era un alivio que Bethany no supiera qué era su padre en
realidad.
Y era un alivio, para ella misma, poder fingir un poco más
que no sabía nada. Las lágrimas, de pena por lo que jamás
podría recuperar y de goce por todavía poder satisfacerse
con las migajas de lo que un día pudieron ser y no fueron,
corrieron por sus mejillas, acabando sobre las de Joe,
prestándoselas para que pudiera sentir.
Él, al sentir las lágrimas, la besó con ternura. Una ternura
que solo conocía ella. Enfrascada en los besos y los
sentimientos, no se dio cuenta de Joe la había llevado hasta
su alcoba personal y la había tumbado sobre una cama de
mantas negras. Observó el contraste de su capa roja sobre
las mantas negras y los ropajes oscuros de Joe.
Pasión y muerte unidos.
Miedo y misterio entregados el uno al otro.
Joe se apartó de su boca enrojecida por la irritación de los
besos agresivos y largos y la miró con la respiración
acelerada y los ojos brillantes, reconociéndola, amándola en
silencio a su triste y enfermo talante. Notó que le lamía los
labios antes de meterle la lengua en la boca de nuevo y
Scarlett se relajó sobre el colchón, dejando escapar un
gemido mientras sentía un palpitante anhelo entre los
muslos, en el interior de su cuerpo, allí donde él ya había
estado en el pasado.
Parecía mentira que estuvieran juntos otra vez.
Parecía mentira que estuviera dispuesta a entregarse a él
otra vez.
Siempre había sido él.
Él hombre de su vida.
Era una pena que se hubiera convertido en el
mismísimo diablo.
Era una pena que esas mismas manos que la estaban
acariciando hubieran arrebatado tantas vidas.
Y era una horrible decepción para ella misma que se
excitara sin importarle los crimines de Joe.
Lo amaba.
Por encima de todo y para siempre.
Y desde el principio supo que siempre sería así.
Ella lo había escogido como compañero de vida y los
motivos iban más allá de los racionales: eran instintivos y
carnales, de otro espacio tiempo.
Le quitó el chaqué y la camisa mientras él la besaba y lo
mordió en el hombro, apretó su carne dura y vigorosa entre
sus dientes y él sonrió contra sus labios, satisfecho. Su
relación era tan loca como parecía.
Él sabía que era culpable y ella fingía que no lo sabía.
Pero ambos estaban dispuestos a arder en vesania de su
pasión y amor, sin importarles las mentiras por unos
instantes.
Amar a Joe era un juego perdido, pero no por eso iba a
abandonar. Porque por amar, incluso amaba su forma de
mentir.
Lo mordió con más fuerza hasta hacerlo sangrar y él la
apartó con cierta agresividad antes de volver a cernirse
sobre ella y arrancarle la capa roja y el vestido burdeos,
dejándola completamente desnuda. Scarlett contuvo el
aliento cuando Joe le mordió uno de sus pechos y se retorció
debajo de él, inmovilizada por sus manos. Soportó los
mordiscos de Joe en sus pezones y cintura. La mordió con
crueldad por todo su cuerpo. Pero lejos de provocarle dolor,
a Scarlett le provocó excitación y lujuria, empapándose más
y más a cada roce de la boca de Joe sobre su carne pálida y
sudada.
Hastiada de estar acorralada, besó la boca de Joe y le
mordió la lengua, aprovechando su dolor para liberarse de
él y tomar las riendas de la situación, poniéndolo debajo de
ella y sacándole los pantalones, tomando su virilidad entre
sus dedos y jugando con ella con cierta maldad, viéndolo
gemir y sonreír entre el dolor y el placer.
No lo dudó ni un solo segundo cuando se subió encima
de él, deslizando su cuerpo sobre su virilidad. Sentirlo
dentro de ella fue una liberación que corrió desde su bajo
vientre hasta su garganta, haciéndola gritar. Gimió
enloquecida y Joe también se lamentó ansioso, cogiéndola
por las nalgas para hacerla saltar sobre él.
Scarlett montó a Joe con deleite y gusto, sollozando y
desesperada por alcanzar el clímax. Pero no fue hasta que
lo miró a los ojos, esos ojos únicos en el mundo: el derecho
gris y el izquierdo marrón, que alcanzó el cielo. Tocó el no
visto con las yemas de sus dedos y su cuerpo se llenó de
una paz infinita.
Al verla llegar al clímax, Joe sonrió sinceramente, sin
maldad ni ironía, y Scarlett se tumbó sobre su pecho,
saboreando la tranquilidad que duró pocos segundos antes
de que él se colocara encima de ella y la embistiera sin salir
de ella. Lo observó entre sus piernas, complaciéndose en su
interior regado de placer, y lo recibió con agrado cuando se
liberó y la inundó con sus fluidos masculinos.
—Te amo, Scarlett —le susurró él en cuanto se dejó caer
a su lado.
Ella no dijo nada, solo le observó el perfil aguileño de su
nariz y los labios finos rodeados por una barba oscura con
pelos rubios. Joe era hermoso. No era una belleza común,
era una belleza rara. Y era justo lo que ella disfrutaba.
Joe la rodeó con uno de sus brazos largos y la acurrucó
contra su torso masculino, embriagándola con su perfume
de sándalo. Oyó su corazón latir a través de la carne. Y
volvió a llorar en silencio.

Joe Peyton, futuro Conde de Norfolk, se quedó dormido


como no lo había hecho durante años. Disfrutó de un sueño
apacible y satisfactorio con el peso de Scarlett sobre su
pecho, acariciando sus mechones largos y negros y
sintiéndola cerca de él, de nuevo. Ella era todo cuanto
necesitaba para sobrevivir. La amaba a pesar de no saber
hacerlo; a pesar de las lágrimas y de su culpabilidad por
ellas.
No era como su madre. Él sí sentía. Pero tampoco era
normal. Tenía serias dificultades para comprender lo que era
el amor y negarlo sería una necedad. Lo único que su
enfermo corazón comprendía era que Scarlett era única,
intocable.
Se despertó poco después de sentir el vacío sobre su
pecho, buscándola con su ojo gris y su ojo marrón a través
de la penumbra de la habitación. La encontró vestida al lado
de una las mesas de su habitación, con unos papeles en las
manos. La miró por largos segundos, estudiándola y
memorizándola milímetro por milímetro, con la esperanza
de poder recordarla después de la muerte también.
Memorizó sus mechones ondulados y negros como el
azabache, sus cejas finas y perfiladas, sus pestañas largas y
su tez pálida. Atesoró ese instante en su memoria antes de
que ella hablara porque sabía que cuando ella hablara, todo
se rompería.
—Fuiste tú —la oyó decir y pudo ver como sus manos
temblaban sosteniendo las cartas en sus manos—. La letra
de todas las cartas es la misma de la de tus notas
guardadas en el escritorio. ¿Cómo has podido? —Levantó la
vista de las letras y lo encaró, mirándolo con sus enormes y
brillantes ojos verdes llenos de luz—. Lo he comprendido
cuando te he contado lo que la Condesa de Norfolk me ha
dicho, cuando no te has inmutado por mis palabras... Y no
era que no la creyeras, lo que ocurría... lo que ocurre es que
eres tú. Tú eres el verdadero villano de esta historia, Joe. Y
lo que más me duele es que hayas utilizado a Bethany para
tus fines viles y crueles. ¿Esta es tu idea de amar? ¿De
querer a tu hija?
—Mi hija no sabe nada sobre el contenido de las cartas.
—¡No hace falta, Joe! La has utilizado. Has hecho creer al
mundo que tu propio hermano quería matarla por ser una
bastarda y así tener una excusa para continuar con tu
estúpida venganza.
—Solo exageré la verdad. Mi hermano detesta a los
bastardos, por eso me confinó con la servidumbre lejos del
condado de Norfolk y por eso me insultó y humilló siempre.
—¡Sí, eso es cierto! No pongo en duda el poco tacto de tu
hermano hacia tu situación, pero esto... que tú mismo
escribieras todo esto y luego nos hicieras creer a todos que
estabas dolido... es despreciable. Que me hayas mentido...
es decepcionante —argumentó Scarlett, tan llena de
sentimientos envidiables que él jamás comprendería.
—Jamás estuviste de acuerdo con mis planes. No te pido
que lo estés ahora —Se levantó Joe de la cama, desnudo—.
Solo te pido que seas mi esposa y una madre para mi hija.
Te pido que seas todo lo que yo no soy, cerca de mí.
—¿Y que haga ver que no sé nada? ¿Qué no comprendo
nada? ¿Qué te deje continuar con tus perversos planes? Eso
sería destruirme a mí misma en el proceso de salvarte... qué
digo salvarte... de no destruirte —se ofuscó ella, dando
vueltas por la habitación, tirando las cartas al suelo—. Tú ya
no tienes salvación, Joe —lo miró, quedándose quieta y
adoptando ese gesto sabio y misterioso que siempre
adoptaba cuando sabía algo—. No tienes salvación —repitió,
con voz triste—. Y no me quedaré aquí a ver cómo te
destruyes —decidió, dirigiéndose a la puerta—. Permite que
me lleve a mi hija.
—Todo lo que he hecho, Scarlett. No, todo lo que hago es
para vosotras dos. Ahora, el mundo lo dominan las élites. Yo
solo quiero derrotar esos que están en la cúspide y tomar el
poder. Tú y Bethany seréis las mujeres más protegidas de
esta tierra, nadie osará haceros daño, nunca. Y seréis libres
de obrar como queráis, de amar como queráis.
—¿Y quién nos protegerá de ti, Joe? —preguntó ella,
volviendo a mirarlo a los ojos—. No necesito ningún
protector salvo Dios. Déjame ir.
—Vete —permitió el villano, colocándose los pantalones
—. Pero no te llevarás a Bethany.
—¡No puedes hacerme esto! ¡No puedes! —se enfureció
Scarlett y se acercó a él para golpearlo—. Eres detestable,
eres horrible. ¡No puedes obligarme a permanecer aquí!
Joe la detuvo, cogiendo sus manos, y la miró a los ojos
muy serio. —No te obligo a quedarte, puedes irte cuando
quieras. Pero mi hija se quedará en el lugar que le
corresponde: bajo el amparo de su padre. Mientras yo viva,
Bethany no sufrirá. Mientras yo viva, Bethany será la niña
más poderosa de este mundo y tú ni nadie me lo impedirá.
Mi hija no sufrirá lo que yo sufrí, ¿lo comprendes? —La soltó
y le abrió la puerta—. Vete, Scarlett, huye otra vez si lo
deseas. Escapa de nuevo donde no puedas verme si eso te
hace feliz, pero no me pidas lo imposible.
—Mi señor —interrumpió la conversación uno de los
guardias que aparecieron en el pasillo—. Se le reclama en la
propiedad principal.
—Habíamos acordado la reunión con el Conde de Norfolk
mañana por la mañana —recordó Scarlett al guardia,
limpiándose las lágrimas.
—Ha llegado un delegado de Su Majestad la Reina y otros
miembros de la alta sociedad, incluidos los parientes del
Conde de Norfolk, descendientes de los Cavendish, para
discutir la legitimidad de Joe como el futuro Conde de
Norfolk, miladi. Por eso es necesario que el señor
comparezca en la propiedad principal...
—No iré a ningún sitio —negó Joe, alzando el mentón—.
Mi posición como heredero del Condado de Norfolk es
legítima e indiscutible.
—Transmitiré su mensaje al Conde de Norfolk, mi señor.
Joe asintió y esperó a que el guardia, que no era de los
suyos, desapareciera para mirar a Scarlett con razón. —¿Lo
ves? Esta ha sido mi vida, Scarlett: el tener que demostrar
cada día que soy digno del Condado de Norfolk solo por
haber nacido bastardo, una abominación nacida entre la
esposa y el suegro.
—Te dieron oportunidades...
—¡Migajas! ¡Limosnas! Siempre me han mirado por
encima del hombro. ¿Quieres esto para nuestra hija,
Scarlett? —preguntó, sintiendo como la oscuridad volvía a
envolverle el pecho. Scarlett no respondió—. Tengo trabajo,
y no soy tan diferente de ellos por haberme ensuciado las
manos, soy igual que ellos —decidió, colocándose la
camisa.
—No cometas una locura.
—No haré nada que no sea la respuesta de los continuos
y repetidos insultos que he tenido que soportar desde que
tengo uso de la razón. Ahora, Scarlett, vete... Vete junto a
Bethany, quédate con ella —Joe miró a Scarlett por lo que
podía ser la última vez que lo hiciera y cerró los ojos con
fuerza para superar el dolor—. Perdóname por no haber
podido ser el hombre que esperabas que fuera.
—Joe... —intentó detenerlo ella, cogiéndolo por el brazo.
—¡He dicho que te vayas! —rugió, apartándola con
determinación, negándose a mirarla a los ojos,
concentrándose en lo que estaba por venir.
Capítulo 20

—No podemos ni debemos esperar más tiempo —dijo


Joe a uno de los guardias fiel a él y a la Sociedad Secreta
Contra la Nobleza—. Hay que acabar con mi hermano y hay
que hacerlo ahora —resolvió, clavando sus ojos malvados
sobre el hombre—. No esperaré a que su enfermedad haga
lo que yo debería de haber hecho hace mucho tiempo.
Antes de que se atreva a desheredarme, hay que acabar
con él para que el título pase a mis manos inmediatamente.
—Sí, mi señor —se cuadró el miembro de la Sociedad
Secreta y, por ende, subordinado suyo.
—Se atreven a desafiarme... una vez más. Pero esta vez
no tendré compasión —manifestó el villano, estirándose el
puño de su camisa, de pie en su habitación—. Que un
hombre lo asfixie en su propia cama. Creerán que el Conde
de Norfolk ha muerto por su enfermedad y yo seré el nuevo
Conde de Norfolk, con todo el poder que eso conlleva. Ha
llegado la hora de triunfar, chico —Sonrió hacia la ventana,
desde la que vio parar a un buen número de calesas con
emblemas oficiales—. Que ellos vengan aquí me otorgará la
coartada perfecta —rio con crueldad y se colocó su chaqué
negro sobre su camisa negra antes de salir de la habitación
y bajar al salón principal de la propiedad mientras el guardia
cumplía sus órdenes y se dirigía a la propiedad principal en
secreto.
Le dio una segunda calada a su puro cuando la Condesa
de Norfolk, Georgiana Cavendish, compareció en el salón
acompañada por el delegado de Su Majestad la Reina y sus
tres hermanas: la Marquesa de Salisbury, la Condesa de
Derby y la Duquesa de Hamilton.
—Qué honor —dijo él, soltando el humo de su puro, sin
levantarse del sillón—. Las descendientes del Ducado de
Devonshire en mi salón —añadió, observando a las tres
mujeres, altas e imponentes.
—Lord Joe Peyton —habló el delegado mientras los
esposos de las imponentes mujeres también hacía acto de
presencia en su salón y se repartían en él, mirándolo
cauteloso y, como no, acompañados de muchos guardias—.
Se le acusa de ser el autor de varios atentados contra la
nobleza y, por ende, contra Su Majestad la Reina. He sido
enviado hasta aquí para estudiar el caso personalmente y
evaluar la situación y la veracidad de los rumores que han
llegado al Palacio de Buckingham.
—Por un momento he creído que venía usted a
preguntarme las circunstancias de mi nacimiento —se burló
Joe, chispeando su ojo gris más que el marrón, asustando al
hombrecillo de bigote espeso.
—Las circunstancias de su nacimiento no son discutibles
por el momento, milord. Aunque pueden pesar en su contra
dadas las acusaciones a las que se enfrenta —se recompuso
el delegado.
—¿Y ustedes han venido a.…? —Señaló a la esposa de su
hermano y sus familiares.
—A cerciorarnos que se hace justicia, Joe —lo encaró su
cuñada de pelo rojo con muchas canas y arrugas notables
en los ojos—. Quizás mi esposo sigue, por un motivo que
desconozco, defendiéndote, pero yo ya no puedo hacerlo
más. Tenerte cerca me parece peligroso y creo muy
conveniente que el delegado tome una decisión.
Joe se levantó del sillón y miró a la Condesa de Norfolk
cara a cara. —¿No fue usted la que lo incitó a reconocerme?
¿Ahora se ha cansado de fingir bondad infinita?
—Será mejor que no te excedas, Joe —dio un paso hacia
delante la Condesa de Derby, la hermana melliza de su
cuñada—. Estamos aquí para apoyar a mi hermana. Hasta
ahora hemos callado por respeto al Conde de Norfolk, pero
ninguno de los aquí presentes creemos conveniente seguir
escondiendo lo que intentaste hacer en Glasgow contra
nosotros. Eres un peligro para la familia.
—Una familia de la que jamás formé parte —dijo él,
arrastrando sus palabras con amargura—. Esto era lo que
tenían verdaderamente en su corazón, mi señores —habló
en dirección a todos los nobles presentes—. Hipocresía,
falsa aprobación.
—¡Joe! —Entró en el salón Rubí, la hija de su hermano,
que tenía casi la misma edad que él—. Tienes que ser
sincero con el delegado, estoy segura de que Su Majestad la
Reina olvidará las afrentas.
Joe torció la boca y miró a Rubí con autosuficiencia, que
entró acompañada por sus hermanas. —No creo que
explicarle a Su Majestad la Reina que estoy triste por no ser
aceptado por mi hermano vaya a salvarme, Rubí —contestó
con condescendencia, haciendo que Rubí se quedara lejos
de él, mirándolo con lástima.
—No sabes lo que luché para que fueras reconocido,
hermano —Apareció Sophia con su esposo, Brandon—. ¿Por
qué lo has tirado por la borda?
—Incluso yo te defendí —habló Brandon, su cuñado—.
Pero antes debo defender a la Corona, yo mismo he alertado
de lo acontecido en Glasgow a Palacio.
Joe asintió sin dejar de sonreír y se volvió a sentar en el
sillón. —Que empiece el juicio, entonces. Si es que a esto se
le puede llamar juicio, ¿verdad, cuñada? Es admirable que
las cosas siempre se doblen a las exigencias de los buenos
y perfectos nobles.
El delegado de Su Majestad la Reina se explayó en su
discurso y sus acusaciones al menos una hora en la que los
presentes se mantuvieron dentro del amplio salón. La
sucesión de testimonios en contra de Joe, menos el de Rubí
y Sophia que decidieron permanecer en silencio, duraron al
menos dos horas más. Joe estuvo tentado de bostezar
cuando miró la hora en el reloj y vio que eran las doce de la
noche. ¿Habrían matado ya a su hermano? ¿Cuánto
tardarían en venir a decirle que él era el nuevo y único
Conde de Norfolk?
—Lord Joe Peyton, hable ahora para defenderse, aunque
con todo lo que he visto y he oído creo que tengo
información suficiente como para tomar una decisión
definitiva y transmitírsela a Su Majestad la Reina. Será
cuestión de tres días que este hombre pase a disposición
judicial y sea despojado de sus honores y sus títulos, sus
excelencias —añadió el hombrecillo hacia las eminencias
presentes, mirándolo por encima del hombro.
Joe sonrió, ignorando el desprecio y la humillación del
delegado, a sabiendas de que muy pronto él sería el Conde
de Norfolk y que nadie podría despojarlo de su título salvo la
mismísima Reina en persona. Para ese entonces, ya
orquestaría otro plan. Se levantó del sillón con actitud
aburrida y apática, bajo la atenta mirada de todos los que
estaban en contra de él, incluidos aquellos que un día lo
defendieron y lo amaron. Ya no quedaba nadie a su favor, ni
siquiera Rubí o su hermana Sophia. Incluso ellas dos habían
decidido guardar silencio.
Estaba solo.
Y siempre lo había estado en realidad.
Tragó saliva y se colocó a un extremo del salón, desde el
que todos habían dado sus testimonios, y cogió aire para
soltar su discurso. Pero, entonces, la puerta del salón se
abrió haciendo mucho ruido. ¡Ya era Conde! ¡Tenía que ser
eso! ¡Por fin lo había logrado! Se alegró de su éxito al
mismo tiempo que sintió una punzada aguda de dolor al
imaginar a su hermano mayor muerto en la cama; pero
encaró la realidad, girándose hacia la puerta.
Unos pasos extraños, que nada o poco tendrían que ver
con los de un guardia que viene a avisar de la muerte del
Conde, resonaron en el interior del salón, provocando un
estupor general entre tíos, primos y demás familiares,
incluidos algunos hijos de las hermanas de la Condesa de
Norfolk. Eran unos pasos multiplicados por tres.
—¡El Conde de Norfolk, caballero de la orden del Imperio
Británico, cirujano oficial de la Corte!
Joe palideció y se le cortó la respiración al ver a su
hermano apoyado sobre un bastón. Apenas le quedaba pelo
de la frondosa y hermosa cabellera negra que un día tuvo.
Solo tenía algunos mechones blancos mal dispuestos, pero
bien peinados. Apenas podía erguir la espalda, una espalda
que un día fue recta y alta, estaba encorvado sobre el
bastón, el cual apoyaba delante de él para dar dos pasos y
así sucesivamente: primero el bastón, luego dos pasos,
primero el bastón, luego dos pasos. Sin ser capaz de
levantar la cabeza ni de mirar a los que, evidentemente,
quedaron quebrados al verlo.
Thomas Peyton, Conde de Norfolk, había sido uno de los
miembros más importantes de la familia, con mayor carisma
y mayor influencia en los demás. No solo, en el pasado,
había sido un hombre muy alto y delgado de porte
envidiable, sino que había sido una de las mentes más
lúcidas y prominentes del reino. En su juventud, un liberal
que quería estudiar medicina, se enfrentó a su padre, el
Conde de Norfolk, para ser doctor en contra de lo que la
sociedad dictaminaba: que los nobles no debían
profesionalizarse. Fue un hombre liberal que permitió a su
esposa estudiar medicina y convertirse en una de las
primeras mujeres médicos de Inglaterra.
Thomas Peyton, de ideas liberales en cuanto a estudios,
pero malicioso y poco tolerante con los cambios dentro de la
familia, había llevado el peso del Condado de Norfolk
durante más de tres décadas y había sustentado a toda su
familia y a la de su mujer desde su posición y su poder. Un
hombre protector de su familia, celoso de sus hijas y
paciente con su esposa. Un hombre apodado el «diablo» por
su malicia y su mente aguda, superior a la de los demás.
Un hombre, más alto que la mayoría de los presentes en
el pasado, que ahora andaba apoyado en un bastón y que
apenas podía levantar la cabeza. A Joe le impresionó verlo
tan diferente de como lo recordaba: alto, engreído,
poderoso, manipulador... Y no fue el único impresionado, el
resto de los presentes se quedaron mudos y lo dejaron
pasar con mucho respeto y consideración; incluso sus
cuñados, aquellos con los que había compartido media vida
y miles de historias, lo dejaron pasar en el silencio más
absoluto. Sus sobrinos, que siempre lo habían temido y
obedecido, incluidos los grandes herederos de los condados
y marquesados, bajaron la cabeza y sus hijas se limpiaron
las lágrimas.
Ese hombre, que ahora se abría paso entre la multitud
con dificultad, había salvado, curado y traído al mundo a la
mayoría de los presentes. Porque no solo era un Conde, era
un cirujano de renombrado prestigio que había ejercido su
profesión hasta su convalecencia.
Joe Peyton no osó moverse ni tampoco se acordó del
hombre que había mandado a matarlo. Solo bajó la cabeza
ligeramente cuando su hermano mayor llegó a su altura y lo
miró desde abajo, desde su posición encorvada. Lo miró con
sus ojos grises y llenos de malicia de siempre, pero con un
brillo de comprensión que asustó a Joe. ¿Habría descubierto
al guardia que iba a asesinarlo? ¿Lo acusaría ahora?
Sin embargo, algo en los ojos grises de su hermano le
dijo que nada de eso iba a ocurrir y, extrañamente, ya no se
sintió solo en ese salón lleno de enemigos, lleno de
familiares que lo detestaban. El rostro de su hermano
mayor, aquel al que había odiado con tanto fervor durante
décadas, solo era un vestigio de lo que un día fue. La piel se
le caía y su boca se le abría con unos dientes rotos. Se
había convertido en un anciano. Mucho más rápido que sus
pares debido a su enfermedad. Thomas apenas podía
respirar, pero no dejó de mirarlo a los ojos y Joe se apartó
de su improvisado palco para dejarlo pasar, respetándolo.
—Es mi turno —susurró con la voz ahogada y nadie en la
sala se atrevió discutirlo, sino que todos guardaron un
enorme silencio para dejarlo hablar. Joe se quedó a su lado,
con la cabeza todavía gacha y lo ayudó a sentarse en sillón.
No sabía lo que se le removía en su interior como para
ayudar al Conde de Norfolk, su hermano y mayor enemigo,
a sentarse, pero lo hizo ante la mirada sobrecogida del resto
de la familia—. ¿Quién osa cuestionar la legitimidad del
hombre al que yo nombré heredero? —preguntó el Conde de
Norfolk, casi sin voz, intentando encarar a los presentes.
—Esposo, Joe ya no es quién creíamos —se atrevió a
hablar Georgiana, dando un paso adelante con los ojos
verdes empapados de lágrimas.
—Fuiste tú la que me empujó a reconocerlo, ¿y ahora me
pides que lo desherede? —replicó Thomas—. No recuerdo
haberte dado el permiso para confabular contra Joe.
—¡No confabulo, esposo! ¡Solo protejo a la familia! No te
cansaste de repetir que Joe no era más que un error en
nuestra vida, ¿recuerdas? Ahora es el momento de
enmendar nuestro error. Solo quiero cumplir tu voluntad.
Joe apretó los dientes y notó como su respiración se
aceleraba al oír las palabras de la Condesa de Norfolk, unas
palabras muy ciertas. La humillación no podía ser peor. Su
cuerpo temblaba y no se atrevió a levantar la cabeza para
mirar a su hermano o al resto de los presentes. Él jamás
estaría a la altura de ellos. Y quizás lo había demostrado
con sus acciones.
—Es mi hermano —oyó decir al Conde de Norfolk para su
sorpresa—. El hijo de mi padre. Y sí, yo renegué de él en
muchas ocasiones, lo insulté, lo humillé y lo desprecié. Lo
aparté de nosotros, afincándolo con la servidumbre y luego
lo traje para mi interés, despreciándolo en todo momento.
Esos fueron mis errores y, ahora, a las puertas de la muerte
me arrepiento —Joe notó la mirada gris, la misma que su
difunto padre un día tuvo según le habían contado, sobre él
—. Pero sigue siendo mi hermano y, por ende, mi legítimo y
único heredero. El heredero del Condado de Norfolk y quién
se atreva a contradecirlo, me estará contradiciendo a mí. He
venido hasta aquí para que nadie, ni siquiera tú, esposa
mía, se atreva a quitarle lo que le pertenece a mi hermano,
sangre de mi sangre. Sangre Peyton. Mi voluntad es que él
sea quién me suceda después de mi muerte.
Joe levantó la cabeza y miró a Thomas con los ojos
vidriosos. No podía creerlo, en ninguno de sus planes ni sus
elucubraciones el Conde de Norfolk había hablado como lo
estaba haciendo. Lo había odiado tanto... le había deseado
tantas veces que se muriera... había orquestado tantas
estrategias para matarlo. Pero todas ellas fallidas. Ninguno
de sus planes terminaba bien porque en el fondo...
En el fondo...
No quería matarlo.
Joe cayó de rodillas frente a su hermano mayor y se
postró frente a sus pies. —Hermano —susurró con lágrimas
en los ojos.
Thomas le puso una de sus manos decrépitas sobre la
cabeza y lo calmó con toques lentos y precisos, obligándolo
a llorar como jamás lo había hecho: a lágrima viva y
desconsoladamente.
Capítulo 21

La puerta le resultaba una vía de escape muy tentadora.


Lo único que quería Scarlett, después de descubrir que Joe
la había mentido sobre la autoría de las cartas
amenazadoras, era marcharse sin mirar atrás. Y esa vez no
se iría huyendo de una muerta segura, sino de Joe. De él y
de su traición. ¿Cómo había sido capaz, ese ser mentiroso y
despreciable, de usar a su hija como pretexto para su
vilezas?
Scarlett había perdonado demasiadas cosas a Joe. Pero
que metiera a Bethany en sus locuras era imperdonable.
Cuando reapareció en la vida de Joe para recuperar a su hija
no sospesó el tener que lidiar con verdades tan dolorosas en
cada uno de los retos a los que se había enfrentado hasta
entonces. Y ahora, que había descubierto que Joe jamás
cambiaría, debía de hacer un esfuerzo para recordar que
había ido allí solo con el objetivo de recuperar a Bethany.
Sus sentimientos debían quedar relegados a un segundo
plano.
—¿Qué ocurre, mamá? —le preguntó su hija al verla
pensativa, sentada en un diván cerca de la ventana,
observando la luna llena—. ¿Ha llegado la familia de papá?
He visto muchos carruajes en la puerta. Tengo mi vestido
preparado para verlos.
Como madre, debía priorizar el bienestar de su hija. Su
felicidad. Y Bethany amaba a su padre a pesar de que este
fuera un monstruo. ¿Cómo podía llevársela sin más?
¿Apartarlo del hombre con el que había crecido? Le causaría
un dolor irreparable a su hija. La observó con su bonito
vestido de decoraciones granates y se lamentó por no
atreverse a marcharse. —Ignoro qué ha pasado entre el
señor y usted, miladi —se acercó a ella María Collins
mientras Bethany jugaba—. Pero sé lo mucho que a la
pequeña Bethany le hacía ilusión conocer a sus familiares...
son la doce de la noche y no puede dormir porque sabe que
están aquí.
Scarlett tragó saliva. Era incapaz de irse sola y tampoco
se atrevía a llevarse a la niña. Algo bueno habría hecho Joe
cuando su hija lo amaba, ajena a su maldad. Joe tenía
razón, Bethany era feliz. En mitad del caos, del dolor y del
horror, de las mentiras y los planes perversos, esa niña
había crecido inocente y amando a los que le rodeaban.
Controló su ira y su enfado y templó su aversión hacia los
actos de Joe. No se creía capaz de perdonar a ese hombre
que tanto daño le había causado, pero sabía que debía
hacer feliz a su hija. —¿Quieres bajar a conocer a la familia
de papá? —se tragó el orgullo, priorizando los sentimientos
de Bethany a los suyos.
—¿Podemos, mamá? —se ilusionó Bethany, mirándola
con los mismos ojos de su padre, pero llenos de bondad y
sentimientos buenos.
—Sí —afirmó ella, dándole la mano a Bethany para
acompañarla hasta el salón de la primera planta. Pudo ver
la sonrisa de la pequeña durante todo el camino desde la
habitación hasta allí y sentir sus nervios al plantarse delante
de la puerta—. Eres perfecta tal y como eres —le recordó en
tono maternal, sin soltar su mano, y tocó la puerta un par
de veces para que la dejaran pasar.
—Lady Newman y lady Peyton —anunció el mayordomo a
la sala repleta de familiares de Joe y Scarlett se presentó
frente a ellos con Bethany cogida a su mano, enfrentándolos
con entereza.
—Bethany ha insistido en que quiere conocerles —explicó
a la sala, reparando en que Joe estaba arrodillado frente a
su hermano, llorando. El ambiente del lugar era muy tenso y
podía cortarse con un cuchillo. Se arrepintió un poco de
haber llevado a Bethany hasta allí, los rostros de los
presentes estaban tensos y afectados. Pero ver a Joe
llorando la sorprendió más de lo que se había incomodado
al entrar allí.
Jamás había visto a Joe llorando. Era la primera vez. Pero
que lo hiciera a los pies del Conde de Norfolk, el hombre
que más odiaba en el mundo era todavía más insólito. El
hombre que estaba allí, derrumbado, no tenía nada que ver
con el que, horas antes, le había confesado la autoría de las
cartas amenazadoras. ¿Qué había ocurrido para que eso
aconteciera? Scarlett respiró hondo, deseando de corazón
que eso supusiera un cambio verdadero en Joe, pero algo en
su corazón le decía que era tarde. Ignoró su intención y se
esforzó en sonreír a los asistentes.
—¡Papá! —gritó Bethany y se soltó de su mano para
correr hacia Joe frente los ojos atentos de los familiares—.
Papá, ¿lloras porque estás contento de ver a tu familia?
Joe se separó del Conde de Norfolk y miró a Bethany. —
Demasiado contento para mi gusto —ironizó el villano,
recomponiéndose ante su hija.
—Es un placer conocer a mi sobrina —dijo el Conde de
Norfolk, mirando a la niña con ojos cansados y postura
retraída por el dolor de su cuerpo.
—¡Es preciosa, Joe! —se acercó Sophia a la niña—. Yo soy
tu tía Sophia, querida —se presentó la mujer de pelo rubio y
alegre.
—¿Eres la hermana de mi papá?
—Así es, y él es tu tío Brandon.
Scarlett y Joe observaron en silencio a Bethany entre las
eminencias, que la recibieron con los brazos abiertos entre
presentaciones y muestras de afecto. Scarlett miró de reojo
a Joe cuando Bethany subió a los brazos de la Condesa de
Norfolk y Joe le devolvió la mirada humedecida. —Lo
siento —lo vio susurrar con los labios y ella asintió,
engullendo su enfado por la traición. Quizás podía
perdonarle a Joe sus vilezas si de veras cambiaba,
perdonarle su traición. Y quería creer que podía llegar a
hacerlo como mujer adulta y madre entregada; deseaba
soñar que un mundo mejor para ellos era posible. Se acercó
a él a paso lento, pero decidido, y lo tomó de la mano.
Parecía un final ideal. Joe arrepentido, Scarlett
comprensiva y benévola, Bethany feliz con los suyos... pero
Scarlett seguía teniendo el corazón en un puño por la
certeza de que nada de eso iba a durar. Habían pasado
demasiadas cosas durante siete años, Joe había caído en la
más absoluta oscuridad durante su ausencia, y no estaba
segura de que el amor de su hermano fuera suficiente para
aplacar al monstruo que se había apoderado de su ser.
Una vez más, no quiso pensarlo mucho, solo quiso
retener la efímera felicidad que tenía entre las manos y
saborear su sabor agridulce de la mano del hombre que
amaba a pesar de todo lo malo y de conocer sus secretos
más horribles. Y sí, ella misma estaba algo loca a esas
alturas.

El jolgorio nocturno a causa de Bethany se trasladó a los


jardines, donde la familia decidió tomar el aire después de
despedir al delegado de Su Majestad la Reina sin
acusaciones contra el heredero del Condado de Norfolk. Joe
se quedó a solas con su hermano mayor, en el salón, entre
todos habían decidido que merecían tener una conversación
a solas. Incluso la Condesa de Norfolk había accedido a ello,
alentada a contentar a su moribundo esposo.
Joe, ya sereno y recompuesto, encontraba ridículo que se
hubiera puesto a llorar. Jamás había hecho tal cosa, pero
haberlo hecho en público era, como poco, una vergüenza.
Las palabras de su hermano, sin embargo y por mucho que
le pesara admitirlo, habían calado hondo en su dañado
corazón y su alma, aquella que había creído extinta, había
vuelto a brillar dentro de su ser.
Valor fue todo lo que siempre quiso por parte de su
hermano mayor; reconocimiento y... ¿amor?
Crecer sin un verdadero padre fue muy difícil. Y cuando
descubrió que su hermano mayor era el Conde de Norfolk
siempre deseó su atención. Hizo todo cuanto pudo durante
su niñez para ganarse su beneplácito, pero Thomas se negó
a aceptarlo. Ahora, en cambio, lo había defendido incluso
cuando se había quedado solo.
Se apartó de la ventana y dejó de mirar a su hija y a
Scarlett jugando en el jardín con la familia, centró su
atención en el hombre que tanto había odiado hasta
entonces. El Conde de Norfolk seguía sentado en el mismo
sillón, estaba muy enfermo y apenas se movía. ¿Era eso lo
que le esperaba a él mismo cuando el tiempo de su vida se
agotara?
La imagen que tenía de Thomas en la cabeza era la de un
hombre gallardo, apuesto, altivo, fuerte e imponente. Pero
no tenía nada que ver con la actual: la de un hombre
consumido a las puertas de la muerte.
«Sería muy fácil matarlo», pensó Joe. Moriría como un
pajarillo débil e indefenso.
No obstante, ahora sabía que jamás quiso matarlo.
Inconscientemente, siempre había buscado excusas para
alargar el momento, salvándolo incluso de las claras
intenciones de su madre, Virgin. Se acercó a él con largas
zancadas, las mismas que un día el Conde de Norfolk dio
(tan alto como él), y le ofreció un puro.
—Prefiero los cigarros —negó el Conde de Norfolk,
sacándose la pitillera del bolsillo de su chaqué. Joe se llevó
el puro a la boca y lo encendió después de encender el
cigarrillo de su hermano, sentándose frente a él para tener
una merecida conversación—. Esto es lo que me está
matando —dijo Thomas, señalando el cigarrillo entre sus
dedos—. Estoy elaborando unos estudios sobre ello, pero
todavía no existen pruebas concluyentes. —Joe asintió,
soltando una bocanada de humo. Estaba un poco nervioso
—. Papá... —El Conde tosió y volvió a dar otra calada al
cigarrillo—. Nuestro padre también fumaba... puros, de
hecho. Y fumaba mucho, como nosotros. Una costumbre
desagradable y mortal.
—No sé mucho sobre el anterior Conde de Norfolk —
sinceró Joe.
—Era un hombre vil y perverso —declaró Thomas—. Un
hombre muy oscuro que solo encontró algo de luz con mi
madre. Al morir ella, empeoró mucho y se convirtió en un
ser sin escrúpulos. Era un «diablo», esa es la maldición de
los hombres Peyton. Por eso, las mujeres de nuestra familia
siempre son todo lo contrario... Escogemos a compañeras
llenas de luz y sabiduría para iluminarnos en el tenebroso
camino que nosotros mismos labramos. Eres igual que él,
¿lo sabías? —Joe tragó saliva y dejó el puro suspendido
entre sus dedos, sorprendido por esa comparación—. Igual
de alto, igual de listo, con los mismos gustos... Creo que, en
el fondo, hermano, siempre te envidié —confesó el Conde
de Norfolk—. Yo era la antítesis de lo que mi padre quería,
era un hombre de ciencia, y papá quería un heredero
ambicioso, como tú. Le hubieras caído muy bien, estoy
seguro de ello —Joe dejó ir el aire lentamente por la nariz y
le dio otra calada al puro.
— ¿Por qué me cuentas todo esto ahora?
—Porque quiero que lo sepas —contestó Thomas,
haciendo chispear sus ojos grises—. Quiero que sepas que,
aunque no lo creas y a pesar de mis errores y mi falta de
afecto por ti, siempre intenté protegerte. Cuando tu madre
decidió cambiarte el apellido y llevarte con ella creí que era
una buena solución para ti, crecerías en una familia con un
padre bondadoso, lejos de los estigmas. Cuando creíamos
que habías quedado huérfano, te reconocí y te di un hogar.
Ahora sé que no fue suficiente, que debí considerarte como
el hermano que eres, pero quiero que me perdones y que
asumas tu inminente papel como Conde de Norfolk, el papel
que te corresponde.
—¿Padre coaccionó al padre de Virgin hasta provocar su
suicidio?
—Sí.
—¿Padre disparó a Virgin?
—En cierto modo, sí.
—Entonces mi madre tiene razón.
—Sí, la tiene. Pero todos tenemos nuestra parte de razón,
¿no crees? Cuando Virgin me envenenó para que me casara
con ella, yo era inocente. Cuando Virgin se acostó con su
propio suegro, yo era inocente. Cuando Virgin intentó matar
a mi nueva esposa, ella era inocente. Todos tenemos
motivos para ser vengativos y arrasar el mundo, pero la
decisión de escoger el camino menos doloroso está en
nuestras manos. Y tú, Joe, no eres como tu madre... quizás
tengas sus ojos, pero tú eres como papá.
—No suena muy halagador.
—En absoluto —rio el Conde de Norfolk—. Pero, al menos,
y no lo defiendo, padre pudo amar. Amó a mi madre y nos
amó a nosotros. A su enfermo y loco modo, siempre intentó
protegernos.
—Dudo mucho de que a mí me quisiera lo más mínimo.
—¿Crees que, de no haberlo hecho, estarías aquí ahora
mismo? Sobreviviste en el vientre de tu madre y naciste de
él por una sola razón: padre te quería con vida. Porque, por
mucho que odiara a Virgin y lo acontecido, él sabía que eras
su hijo, sangre de su sangre. Y otra cosa no... pero los
Peyton protegemos a los nuestros y eso tú lo sabes muy
bien ahora que tienes una hija y una mujer a las que amar.
—Haría todo por Bethany —confesó Joe, mirando hacia la
ventana desde que la se veía a la niña jugar bajo la luz de la
luna, acompañada de Scarlett y el resto de la familia—. Hay
cosas de mí que no sabes...
—Lo sé todo —lo paró Thomas—. Incluso tu burdo intento
de asfixiarme en el lecho de muerte —Sonrió el Conde de
Norfolk con comprensión—. No me importa qué hagas con el
poder una vez lo tengas, solo te pido que no te pierdas a ti
en el camino. El título de Conde de Norfolk supongo que
ofrecerá muchas ventajas a la Sociedad Secreta de la
Nobleza, aunque suene contradictorio. Y me parece bien
que luches por lo que consideres justo, pero deja de matar
y, sobre todo, olvida tu obsesión de matarme. Esto lo hará
por sí solo —Thomas se llevó el cigarrillo a la boca de nuevo
y tosió.
Joe se quedó mudo. No se creía capaz de abandonar la
vida que había llevado hasta entonces. Una cosa era
comprender que no era capaz de matar a su propio
hermano y otra, muy distinta, aplacar el monstruo que se
había apoderado de él. Una vez probada la sangre sería casi
imposible vivir sin ella. Seguir en la Sociedad Secreta Contra
la Nobleza comportaba una serie de acciones necesarias
como las de matar. ¿Cómo iba a continuar en esa Sociedad
si él mismo se convertía en un noble incapaz de asesinar a
sus pares?
Ahora que la idea de matar a su propia familia había
perdido sentido, adquirir el máximo poder seguía siendo
una prioridad. Asintió, conforme con las palabras de su
hermano, pero con la idea clara de que, una vez fuera
Conde de Norfolk, no abandonaría a su Sociedad. Al
contrario, usaría su nuevo poder para llegar hasta las élites
y controlar el mundo. Un hombre como él necesitaba
propósitos y si debía matar en el proceso... bien, ¿qué líder
no se había ensuciado las manos alguna vez?
¿Perderse a sí mismo en el proceso? Ya estaba perdido.
Se perdió el día en el que creyó a Scarlett muerta y jamás
volvería a ser el mismo. Pero eso su hermano no lo sabía o,
quizás, simplemente no le importaba. Al fin y al cabo, el
Conde de Norfolk era un Peyton y sabía que en su sangre
corría la maldad innata.
Podría encontrar un equilibrio, sospesó Joe, con la mirada
clavada en su hermano moribundo. Un equilibrio entre el
Condado y sus ambiciones, entre su sed de sangre y su
amor por la familia. Era un futuro muy interesante y propicio
para sus intereses.
—Milord, le traigo sus medicinas —Entró un lacayo al que
Joe, al principio, ignoró. Pero cuando Joe miró al hombre
uniformado, lo reconoció. Era uno de sus hombres, pero
hacía tiempo que no lo veía. Lo observó, extendiéndole las
medicinas a su hermano y ató cabos.
¡Su madre!
¡Virgin y sus venenos!
Joe golpeó la bandeja con el vaso de las medicinas y lo
tiró todo al suelo. —No te he ordenado que hagas esto —le
dijo al miembro de la Sociedad Secreta Contra la Nobleza.
—Son órdenes de su madre, mi señor.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace algunos años.
El Conde de Norfolk observó las medicinas en el suelo y
luego miró el cigarrillo entre sus dedos. —Tiene que haber
sido un veneno muy discreto para burlar a un cirujano. Pero
sigo convencido de que mi hábito de fumar ha tenido mucho
que ver en mi muerte, Joe, olvídalo —Joe abrió los ojos
amenazantes hacia el muchacho, ignorando las palabras de
Thomas—. El muchacho no tiene culpa, Joe, solo cumplía
órdenes. Vuelve a sentarte, Joe. Al fin y al cabo, si pudiste
perdonar a Virgin por querer matar a Scarlett, le podrás
perdonar que haya querido matar a tu odiado hermano.
—¿Qué? —inquirió Joe, clavando su ojo de cada color
sobre el Conde de Norfolk, y este cerró los ojos con fuerza,
llevándose las manos a la cabeza.
—Nada, olvídalo.
—¿Qué has dicho, hermano?
—Pensé que lo sabías —se excusó Thomas—. Todos lo
saben —Joe miró hacia fuera, hacia Scarlett y enfocó sus
ojos sobre su brazo quemado, cubierto por la manga del
vestido. Lo comprendió todo en una fracción de segundo.
¿Cómo había podido estar ciego? Pobre Scarlett... ¡se había
callado para no causar más problemas! La impotencia de no
haberla protegido lo azotó y las sombras lo abordaron,
incapaz de controlarse—. ¡Joe! ¡Regresa aquí! Joe,
detente! —gritó el Conde de Norfolk al verlo salir por la
puerta—. Corre, avisa a alguien muchacho —ordenó Thomas
al joven que le había estado llevando el veneno durante
todos esos años—. No es que me importe la vida de tu
señora, pero me importa la de mi hermano, no quiero que
se pierda ahora que lo he encontrado. ¡Corre, avisa a
alguien que pueda detenerlo!
El muchacho asintió y salió corriendo en busca de ayuda.
Capítulo 22

Joe era incapaz de ver algo. Tenía los ojos cubiertos por
sombras y sus manos le sudaban. Anduvo con zancadas
largas hasta la torre en la que estaba su madre y subió
peldaño por peldaño. Siempre lo supo, pero no lo quiso ver.
Virgin había intentado matar a Scarlett.
Lo había traicionado desde el principio. ¡Su propia madre!
Lo había condenado a una vida de oscuridad, incitándolo
a convertirse en el monstruo que era ahora. Porque si
Scarlett no se hubiera apartado de él, la historia hubiera
sido muy distinta.
Y no solo había hecho sufrir a su esposa y a su hija con
sus perversas acciones, sino que había estado matando a su
hermano lentamente, sin que él supiera nada.
No sabía si estaba respirando cuando llegó a lo alto de la
torre y entró en la habitación de su madre. Tampoco sintió el
roce del cuchillo cuando se lo sacó del cinturón y lo empuñó
con sus dedos. Observó el cuerpo durmiente sobre el lecho,
alzó su arma y la clavó en su madre sin piedad. Sin
embargo, cuando atravesó las sábanas, se dio cuenta de
que solo era un muñeco de ropa el que reposaba sobre el
colchón.
¿Dónde se había metido esa condenada mujer sin
sentimientos? ¿Dónde se había metido aquella mujer que se
hacía llamar madre? La buscó a través de la sala, decidido a
matarla, pero no encontró nada salvo su bastón tirado a un
lado y las ventanas abiertas. Se asomó y vio las sábanas
enrolladas hacia el jardín trasero. ¡Virgin había fingido hasta
su discapacidad!
—¡Joe! —oyó en la lejanía la voz de Scarlett—. ¡Joe,
detente! —la oyó suplicar, acercándose a él.
Sintió el roce de sus dedos femeninos sobre la mano con
la que sostenía el arma y entonces despertó de su trance,
sudoroso y confundido. Miró el cuchillo en sus manos y lo
tiró al suelo.
—Soy el monstruo del que todos habláis —dijo,
respirando aceleradamente—. Soy capaz de matar a mi
propia madre, deseo matarla. Y lo haría, Scarlett, lo haría
una y mil veces después de saber que intentó...
—Pero no lo harás —Lo cogió por las manos Scarlett,
obligándolo a mirarla a los ojos, esos ojos verdes y
preciosos que siempre lo aliviaban—. No lo harás porque yo
no lo permitiré.
—Debo ir a buscarla.
—No —le prohibió ella con determinación.
—La encontraré. Ha actuado a mis espaldas y ninguno de
mis hombres la apoyará ahora que saben que yo no estaba
al corriente de sus órdenes, está sola. Es el momento para
acabar con ella.
—Te pido y te suplico, Joe —insistió «lady Excéntrica»—,
que te quedes conmigo. O entonces sí que me iré para no
regresar jamás. No quiero que manches tus manos con la
sangre de tu propia madre.
—Ha actuado en mis espaldas.
—Lo sé —lo calmó Scarlett, cogiéndole la cara entre sus
manos—. Lo sé, pero Dios se encargará de hacer justicia.
Por favor, por una vez... hazme caso. Me lo debes después
de lo de las cartas...
Joe cerró los ojos con fuerza y negó repetidamente. —La
mataré si la encuentro.
—Me encargaré de que jamás lo hagas. Porque, ¿sabes
una cosa, Joe? Tú no eres como ella. Matarla sería fácil y
satisfactorio para ti, pero no vivirías el resto de tu vida en
paz. Y eso es lo que quiero ahora que las cosas empiezan a
arreglarse: paz. Paz para ti, para mí... y para Bethany. Ni
siquiera te pediré que abandones tu Sociedad Secreta
Contra la Nobleza, no te pediré nada Joe. Solo esto... que no
la mates, y menos por mí. No soportaría cargar con la culpa
de una muerte, Joe... No lo soportaría...
—Ha matado a mi hermano.
Scarlett se quedó muda y asintió. —Deja que Dios se
encargue, estoy convencida de que tiene mejores planes
que los nuestros en cuanto a Virgin. Aprovechemos los
pocos días que le quedan a tu hermano para conocerlo
mejor, no para venganzas.
—Eres una debilidad muy irritante, Scarlett —accedió Joe
después de un largo silencio, relajando la musculatura y
recuperando la respiración normal de su cuerpo.
—Somos amantes de lo extraño, ¿no es así? —rio un poco
ella, abrazándolo, cubriéndolo con su luz, templándolo.

Los días siguientes fueron mejores que aquellos que


vivieron Scarlett y Joe al principio de su relación. Bethany
era el coronamiento inmejorable a su felicidad. Ninguno de
los dos era un apasionado de las reuniones familiares, pero
la cercanía entre el Conde de Norfolk y Joe fue muy grata
para la pareja.
Los jardines fueron testigos de sus picnics y juegos, y la
tranquilidad de su alcoba lo fue de su pasión y amor. No
había día en el que Scarlett y Joe no se esforzaran por ser
unos buenos padres a pesar de ser muy diferentes de su
hija y de sus preferencias. Bethany amaba vestir pomposos
vestidos de colores y tomar el té con la Condesa de Norfolk,
mientras que Scarlett prefería vestir su capa roja y pasear
por los alrededores. No eran perfectos, pero sí bien avenidos
y eso bastaba para la paz del corazón de Scarlett, amante
de la sabiduría, de lo excéntrico, de lo perverso... pero no de
la destrucción ni de la pérdida de los seres amados. Sentirse
cerca de Joe era una sensación de fuerza recuperada.
—Miladi —la interrumpió en su paseo matutino el señor
Black—. Hay una visita —anunció, con ese tono aburrido de
siempre, pero que Scarlett amaba.
—¿No será la del semental de Joe? Que el auténtico señor
Black siga en Glasgow es desdeñable.
—No, miladi. Son los Barones de Cromwell.
Scarlett se llevó la mano sobre el pecho y le dio la cesta
de lavanda al mayordomo para aligerar el paso hacia la
propiedad principal, a la que se habían trasladado meses
atrás. Le hubiera gustado correr más, pero el peso de su
vientre le costaba hacerlo. De nuevo, estaba en cinta. Y los
Condes de Norfolk habían insistido mucho en que Joe y ella
se casaran oficialmente de una vez por todas, pero ella
había rehusado a la propuesta, fiel a sus visiones y a sus
intuiciones. Era una situación complicada que todos habían
decidido no hablar hasta que más adelante. Las buenas
relaciones entre el Conde de Norfolk y su hermano menor
eran primordiales.
—¡Papá! —se llenó de emoción al ver a su padre sentado
en el salón de los Peyton.
—Hija, ¡cuántos años han pasado! —se incorporó el
psiquiatra, abrazándola—. La Condesa de Norfolk nos
estaba informando de las novedades.
Scarlett asintió, satisfecha. —¡Mamá!
—Te hemos echado mucho de menos. Según lo que nos
ha contado la Condesa de Norfolk, ha sido una bendición
que contaras con la presencia de Mía durante nuestra
ausencia.
—Oh, por supuesto que sí —Sonrió Scarlett hacia Mía,
que también estaba en el salón, de pie al lado de una
ventana—. Pero ¿y vosotros? ¿Y vuestro viaje a la India? —
Se sentó entre su padre y su madre.
Se pusieron al corriente brevemente antes de que la
Condesa de Norfolk interrumpiera, dejando el platillo y la
taza de té sobre la mesita principal. —Señores, es un tema
delicado del que voy a hablarles ahora, pero considero
necesario hacerlo. Me temo que no es un secreto para
ninguno de los aquí presentes que la relación entre el futuro
heredero del Condado de Norfolk y lady Newman lleva
muchos años sin consolidarse.
A Scarlett le resbaló la taza de té sobre el platillo. —La
relación entre Joe y yo es de sobras consolidada. Pronto
conoceréis a Bethany, cuando regrese de su pequeña
excursión con su padre, y no pasará mucho tiempo antes de
que podáis conocer a otro nieto —Señaló su prominente
vientre.
—Jamás fuimos partidarios de obligar a nuestra hija a
hacer aquello con lo que no se encuentra cómoda —la
defendió su madre—. Sé que suena poco más que demente
dadas las estrictas normas de la sociedad que nos
envuelven, pero nosotros nunca fuimos como los demás y
estamos cómodos con quiénes somos. ¿Verdad, Charles?
El alienista asintió. —Si fuéramos comunes no habríamos
pasado siete años en la India irguiendo el mayor manicomio
de Asia del Sur. Scarlett es dueña de sus propias decisiones
desde hace muchos años, nosotros le hemos dado esa clase
de libertad y, pase lo que pase, siempre será bienvenida a
nuestra casa.
—Comprendo sus ideales, los conozco desde que era
prácticamente una niña. Somos amigos. Pero la libertad que
tiene Scarlett no la tiene Joe como heredero del Condado.
Solo intento proteger a los jóvenes, mi señores.
—Joe está de acuerdo con el cariz de nuestra unión.
—Y eso es lo que más me preocupa, Scarlett —respondió
Georgiana, mirándola con los ojos cargados de significados
—. Tu negativa al matrimonio convencional solo dificulta a
Joe su posición en el Condado de Norfolk y lo motiva a
luchar por causas ajenas a nuestra comprensión. Sé que
estoy sonando inflexible, pero solo expongo la realidad.
—Creo que debes casarte con Joe, Scarlett —dijo Mía,
interrumpiendo la conversación desde la ventana.
—¡Pero conoces los motivos de mi negativa!
—¿Y cuáles son, querida? —preguntó la Condesa de
Norfolk.
—Usted no lo entendería, miladi.
—Quizás sea mejor que los deje para que se pongan al
día y hablen sobre el asunto.
—Scarlett, si eres una verdadera creyente de Dios, no
puedes seguir negándote a casarte con Joe por las
visiones —manifestó Mía una vez a solas—. Presagio cosas
peores si no das el paso y te enfrentas a tus miedos. Joe
puede cometer crímenes peores para protegerte mientras
tú te niegas a cumplir con una obligación de toda mujer
enamorada. Cásate con él.
—Morirá gente si lo hago —recalcó ella, mirándose las
manos.
—Pero morirá más si no lo haces, Scarlett —le aseguró
Mía—. Tu vida y la de Joe están unidas y ya no pueden
separarse, solo puedes hacer lo mejor para evitar más
desgracias. Atente a lo que Dios ha decretado para ti y los
que amas. Y no olvides, Scarlett, que los mismos demonios
que te ayudan a veces pueden guiarte por el mal camino.
No sabemos si tus visiones son ciertas, bien pueden ser un
engaño para impedirte hacer lo correcto.
—¿Mamá? —Entró Bethany en ese preciso instante, de la
mano de Joe—. ¿Quiénes son?
—Son los papás de tu madre, hija, tus abuelos.
—¿Han venido para la boda de papá y mamá? —preguntó
la niña a los barones de Cromwell y estos rieron.
—Es preciosa —halagó la baronesa—. Se parece mucho a
ti, hija.
—Gracias, mamá.
—Es un placer conocerte, Bethany —dijo el barón de
Cromwell.
—Antes me llamaba Virgin, ¿sabes, abuelo? Pero mamá
me contó una historia muy bonita de una mujer que se
llamaba Bethany y decidimos cambiar mi nombre. Me gusta
más Bethany.
—Un nombre muy adecuado, cierto —coincidió el barón
de Cromwell.
—¿Y ella quién es? —preguntó Bethany, señalando hacia
Mía—. Es muy hermosa.
—Ella es una buena amiga de la familia.
—Charles, señora, un placer tenerles de vuelta a nuestras
vidas —dijo Joe, haciendo una reverencia hacia sus suegros
y estos asintieron satisfechos.
—A nosotros también nos alegra estar de vuelta —Se
levantó la baronesa de Cromwell, seguida del barón—. Pero
mejor será que llevemos a nuestra nieta a robar algunas
galletas de la cocinera. No creo que la Condesa de Norfolk
nos los recrimine. Mía, ¿nos acompañas?
—Debo reclinar tan tentadora oferta —negó Mía—. Será
mejor que me despida, mi labor aquí ha terminado.
Scarlett se despidió de Mía, su mentora, con un sentido
abrazo y los barones salieron del salón con su nieta,
dejando solos a Joe y Scarlett.
—¿Y bien, miladi? ¿Infeliz? —preguntó Joe, cogiéndole las
manos para besárselas.
—Demasiado infeliz —dijo ella, sintiendo el roce de los
labios de su esposo sobre sus dedos—. Quieren que nos
casemos... Ya es lo suficiente duro para mí estar
constantemente rodeada de gente, y ahora...
—No quiero volver a casarme —la tranquilizó Joe—. Ya lo
estamos, ¿de acuerdo? Y lo que piensen ellos no me
importa.
—Pero eres el futuro Conde de Norfolk.
—Y sigo siendo el líder de la Sociedad Secreta Contra la
Nobleza. Estoy encontrando un equilibrio, querida —La tomó
por la cintura y la besó en el cuello—. Un equilibrio para los
cuatro —añadió, acariciándole el vientre.
Scarlett pudo sentir la amenaza en las palabras de Joe,
no quería que sus visiones dictaran el rumbo de su vida
más. Si Joe estaba haciendo el esfuerzo para mejorar, ella
debía hacer lo mismo, y seguir escuchando a los demonios
era un pecado igual o más horrible que el de asesinar.
—Casémonos, Joe. Una boda solo con la familia que nos
conoce y nos comprende, solo para oficializar nuestra unión
y dejar atrás los conflictos innecesarios.
—¿Y tus visiones? ¿Ya no aparezco muerto en ellas?
Scarlett apretó los labios y bajó la cabeza, admirando las
manos de Joe sobre su vientre. —No quiero hacerles caso. Si
tú cambias, yo también. Pase lo que pase, lo afrontaremos
unidos... —Lo besó en los labios—. Pero si te sirve de
consuelo, no... ya no apareces muerto en ellos.
«Solo aparecen dos féretros del Condado de Norfolk»,
pensó Scarlett para sí misma, con el corazón en un puño.
Ojalá Mía tuviera razón y solo fueran un engaño.
Capítulo 23

Fue increíblemente fácil persuadir a uno de los


arzobispos de Londres para que oficiara el enlace entre el
futuro Conde de Norfolk y Scarlett Newman. Debían cumplir
las leyes de Inglaterra en el siglo diecinueve y no había
nada que una buena cantidad de dinero no pudiera arreglar.
Por eso, el Conde de Norfolk fue muy generoso con el
hombre que había aceptado casar a los jóvenes, que ya no
eran tan jóvenes ni tan inocentes.
Por petición de Scarlett y de sus padres, la boda no se
ofició en una iglesia, sino en la misma propiedad de los
Condes de Norfolk, con mucha seguridad y muy pocos
invitados. Tan solo estuvieron presentes los Condes de
Norfolk, por supuesto, y los padres de Scarlett. También se
unieron a la pequeña ceremonia las hijas del viejo Thomas
con sus esposos y algunos de sus parientes, así como tíos y
sobrinos. No sumaron más de cincuenta contando al
delegado de Su Majestad la Reina y algunos otros
representantes del poder monárquico que testimoniaron el
enlace.
Scarlett se vistió de color rosa cereza, obviando la moda
del momento que era el blanco, y Joe de negro. Intentó usar
un vestido lo suficiente ancho como para ocultar su estado
de preñez, pero era casi una banalidad teniendo en cuenta
que estaba en la recta final de su estado. Muy pronto,
quizás en menos de un mes, iba a nacer su segundo hijo.
Esta vez estaba convencida de que era un varón. Fuera
como fuera, estaba claro que su preñez no pasaba
inadvertida, pero todos hicieron ver que no veían nada por
un bien mayor y común.
No estaba encantada por la boda. Más bien estaba triste
y preocupada. No dejó de mirar a un lado y a otro durante
toda la ceremonia y tampoco se relajó durante el banquete.
No le agradaba ser la protagonista de los eventos ni que
toda la atención recayera en ella, pero no era eso lo que la
torturaba. Sino sus presentimientos. ¿En qué momento iba a
ocurrir la desgracia?
Transcurrieron las horas, sin embargo, y todo parecía
transcurrir con normalidad. Los invitados bailaban en la
tarima dispuesta en los jardines, hacía poco frío puesto que
estaban a finales de marzo de mil ochocientos setenta y
ocho. Joe estaba con actitud hastiada en un rincón de la
fiesta, igual que ella. Cogidos de la mano e igual de
fastidiados. Ninguno de los dos era un amante de las fiestas
y menos de presidirlas. Scarlett pensó, no sin cierta
diversión, que serían unos pésimos Condes de Norfolk
cuando llegara el momento. Gracias a Dios que Bethany los
arrastraría a celebrar acontecimientos impensables para
ellos dos.
¿Y si Mía había tenido razón y los «yinns» solo habían
intentado manipularla? ¿Y si solo había sido un juego
desastroso de los demonios para evitar que hiciera lo
correcto? Era muy probable. Observó al Conde de Norfolk
retirarse con la ayuda de su esposa y algunos mozos.
Scarlett estiró los dedos de sus manos, nerviosa. Soportó
el convite hasta el final y se retiró a descansar junto a Joe a
altas horas de la noche. No había ocurrido nada durante la
boda. Sus sueños la habían engañado. Eso le confirmaba
que no había más poder salvo de Dios y que los demonios
se habían burlado de ella. Jamás volvería a prestarle
atención a sus visiones y, a partir de entonces, solo buscaría
refugio en su Creador, olvidándose para siempre de su
predisposición para la magia negra. Mía había acertado.
Y, con el paso de los días, se olvidó del asunto y se alegró
de haber obrado bien.
—Entonces, todo va bien, ¿verdad, Condesa? —preguntó
un día Scarlett a su cuñada, después de que esta le palpara
el vientre.
—Sí, a mi nuevo sobrino no le hace falta mucho para
nacer —confirmó la doctora en mitad de los nuevos
aposentos de Scarlett, aquellos a los que había sido
trasladada ahora que era la esposa de Joe. Eran unas
habitaciones azules y brillantes que Scarlett planeaba
redecorar en cuanto naciera el niño, quería personalizar un
poco la propiedad del Conde de Norfolk siempre y cuando la
Condesa de Norfolk se lo permitiera, por supuesto. Aunque
sospechaba que sí, porque Georgiana era muy amable y
amorosa con ella. Era una buena mujer a pesar de ser algo
intransigente en algunos aspectos, pero todo lo que hacía y
decía era para proteger a su familia y era comprensible—.
Supongo que Joe no tardará mucho en regresar de su paseo
con el capataz; es una bendición que haya decidido, por fin,
hacerse cargo de sus responsabilidades. Claro que sería un
alivio que se olvidara de una vez por todas de esa dichosa
Sociedad Secreta que preside, pero supongo que no se
puede tener todo —comentó la mujer de más de cincuenta
años con una sonrisa. Scarlett, al verla, podía comprender
por qué el Conde de Norfolk se había enamorado ella.
Georgiana no solo era una beldad de pelo rojo, sino que era
inteligente, perseverante y muy bondadosa. Le recordaba
mucho a ella misma, solo que Scarlett no era tan brillante y
transparente. Era un poco más complicada.
Se acarició el vientre, emocionada por la llegada de un
hermano para Bethany y despidió a Georgiana, decidida a
dormir un poco. —Mamá, ¿estás durmiendo?
—¡Bethany! —exclamó ella al ver a su pequeña en la
puerta—. No, todavía no, ¿quieres dormir la siesta
conmigo?
—Sí, ¿está bien el hermanito? —preguntó su hija,
tumbándose a su lado.
—Muy bien, ¿quieres notarlo? —la invitó a tocar por
encima del vientre y Bethany se emocionó mucho al notar
las patadas del pequeño varón que ya pedía a gritos salir
del vientre de su madre.
Con esa plácida sensación de bienestar y seguridad,
Scarlett se quedó dormida con Bethany pegada a su
cuerpo.
Fue una extraña sensación la que la despertó poco
después, asustada. Buscó a Bethany con los ojos y se alivió
al verla dormida en la cama. Ignoró sus presentimientos y
se levantó para buscar un vaso de leche. De seguro, el
embarazo estaba afectándola más de lo que había creído.
La casa estaba en silencio, era la hora de la siesta de los
señores y el servicio aprovechaba siempre esa hora para
arreglar las estancias vacías ubicadas en otras alas de la
gran mansión o arreglar sus propias dependencias ubicadas
en las plantas inferiores.
Decidida a no molestar a nadie por un vaso de leche, se
colocó su bata roja por encima y salió de la habitación,
asegurándose de darle un último vistazo a Bethany antes de
cerrar la puerta. Pero toda la tranquilidad que intentó reunir
en cuanto se despertó, se esfumó al ver que no había
ningún guardia delante de su habitación.
«Virgin», pensó de inmediato y entonces la vio, de pie al
lado de ella, como si la hubiera estado esperando. —Los dos
guardias son miembros de la Sociedad Secreta Contra la
Nobleza y consideran a Joe un traidor, por eso son fieles a
mí. Pero yo sé que mi hijo no es un traidor, solo hay dos
obstáculos que le impiden ser quién debería ser. Y pronto se
avecina un tercero. Así que es mi deber acabar con todos
los obstáculos que nos impiden avanzar en nuestros
objetivos.
Scarlett se mantuvo firme sobre sus piernas, sin miedo, y
observó los brazos y manos quemados de Virgin. —Quizás
ya no vayas con bastón, Virgin, pero sigues sin ser un rival
para mí.
La golpeó en la mejilla con fuerza, con todas las fuerzas
que fue capaz de reunir, para tirarla al suelo, pero Virgin
sacó una pistola. Scarlett se cernió sobre ella, decidida a
proteger a Bethany con su propia vida si era necesario y
forcejeó con la mujer para arrebatarle el arma. Entre
forcejeo y golpe, perdió el equilibrio debido a su abultado
vientre y se cayó por las escaleras del segundo piso hacia el
primero, rotando cada peldaño, incapaz de detenerse.
—¡Virgin, maldita seas! —oyó Scarlett una vez abajo,
mirando con los ojos entrecerrados hacia arriba, hacia Virgin
—. Esta vez, morirás, acabaré lo que mi padre empezó —
escuchó Scarlett la voz del Conde de Norfolk en la lejanía.
Los disparos llegaron a sus oídos cuando cayó en la
inconsciencia y ya no se despertó muchas horas después,
cuando su vientre ya no pesaba tanto y su corazón dolía
tanto como su alma.
—Solo lamentó no haber sido yo el que la matara —oyó
Scarlett la voz de Joe, volviendo en sí poco a poco.
—Que hayas matado a los guardias es suficiente —
contestó alguien, quizás Rubí, la hija del Conde de Norfolk—.
Y las muertes deben acabar aquí, Joe —la escuchó añadir
con la voz rota—. No quiero tener que enterrar a más
cuerpos esta semana —rompió a llorar la joven y Scarlett se
esforzó por abrir los ojos.
El cuerpo la atormentaba, amoratado en cada pedacito
de su piel. Se llevó las manos al vientre y supo que ya no
estaba. No le hizo falta preguntar ni hablar, solo empezó a
llorar desesperadamente, aferrándose a las sábanas que la
rodeaban con todas sus fuerzas e impotencia. Gritó de dolor
y ni siquiera sintió los brazos de Joe alrededor de su cuerpo,
intentando consolarla sin éxito.
—Ha sido por tu culpa, Joe —dijo después de largos y
penosos minutos en los que nadie pudo hacer nada para
consolarla—. Ha sido por tu estúpida y odiosa obsesión de
cambiar el mundo —arrebató contra él, apartándolo de ella
con un empujón y mirándolo directamente a los ojos—. Te
pedí que lo dejaras todo, te pedí que cambiaras, pero te
aferraste a tu horrible Sociedad Secreta. ¡Querías
protegernos, pero solo nos has expuesto más! ¡Has matado
a nuestro hijo! —vociferó, incapaz de controlar sus
emociones ni sus palabras, sin importarle el impacto que
estas causaran en Joe—. ¡Te han traicionado! ¡Tus propios
hombres han dejado la puerta de tu esposa desprotegida
para que la horrible de tu madre pudiera matarnos a mí y a
Bethany! Sois unos monstruos, todos vosotros lo sois —se
desahogó, vaciando su corazón contra Joe como jamás lo
había hecho—. Ojalá no nos hubiéramos encontrado nunca
en ese camino, te odio, Joe Peyton. Eres un monstruo.
—Scarlett... —musitó Joe, pálido y descompuesto, con los
ojos perdidos.
—Vete, sal de mi vista, Joe —imperó ella, arrancando a
llorar contra sus manos vacías, aquellas que deberían de
estar ocupadas por su bebé—. Traédmelo, quiero verlo —
pidió a Rubí y al resto de las mujeres de la familia que
estaban presentes, mudas ante el dolor.
—No creo que sea lo más conveniente... —intentó decir la
Condesa de Norfolk—. Bethany está en su recámara y estoy
segura que te alegrará verla.
—¡Sé que Bethany está bien! ¡Quiero verlo! ¡A quién
quiero ver es a él!
Un grupo de doncellas cabizbajas arrastraron una cuna
hasta sus aposentos y fue la Condesa de Norfolk, entre
lágrimas, la encargada de entregarle su hijo no nato. Lo
arropó entre sus dedos y observó, entre el espejo turbio que
habían formado sus lágrimas en sus ojos, su rostro pequeño
y hermoso. Era un varón, grande y fuerte. Hubiera sido un
hijo sano. Lo abrazó y lo acunó contra su pecho, sin poder
dejar de llorar.

Había intentado encontrar un equilibrio. Se había


esforzado por encajar en el Condado de Norfolk sin
abandonar sus principios y proyectos personales. Pero lo
único que había logrado era ser un monstruo. Era lo que era
y jamás podría dejar de serlo. Había asesinado a sangre fría
a los guardias que lo habían traicionado frente a Bethany, y
si Rubí y el resto de su familia no lo hubiera detenido, quizás
no hubiera dejado de matar hasta encontrar un sosiego
inexistente para él.
Tendría que haber matado a Virgin con sus propias manos
antes de que todo eso ocurriera. Y después de haberla
matado a ella, debería de haber acabado con su propia vida.
Ellos no merecían existir.
Pero su hermano mayor había sido el que había
disparado a su madre en la sien, matándola en el acto. Esta
vez sí: Virgin Monroe estaba muerta. Solo quedaba él. Y
debía actuar en consecuencia, acabar con la sangre de su
madre en el planeta tierra de una vez por todas.
Jamás sería capaz de mirar a Scarlett a los ojos después
de haber matado a su hijo por su obsesión y su maldad. Lo
habían traicionado y era justo que hubiera ocurrido porque
ahora se daba cuenta de que jamás hubiera alcanzado las
élites sin dañar a los de su alrededor. Bethany había
presenciado como su padre asesinaba a dos hombres con
sus manos, pero no presenciaría más horrores.
Había fallado a Scarlett y a su hija. Lo más justo era que
desapareciera de sus vidas.
—Lady Peyton —compareció en la habitación el secretario
del Condado de Norfolk, mientras Scarlett acunaba a su hijo
no nato entre los brazos—. Debe venir de inmediato, se
trata del Conde, está expresando sus últimas voluntades al
segundo secretario.
—Avisen a Sophia de que su hermano está a punto de
morir —dijo la Condesa de Norfolk, haciéndose cargo de la
situación a pesar de su profundo dolor, y salió de la
habitación junto a sus hijas.
Joe también abandonó el lugar, pero en dirección a los
acantilados de Norfolk, convencido de que su desaparición
era lo mejor para todos.
Capítulo final

Thomas Peyton, Conde de Norfolk, estaba tumbado en su


lecho de mantas rojas y negras, rodeado por sus hijas, sus
yernos, su hermana y, sobre todo, su esposa. Georgiana
había sido el amor de su vida, la mujer que lo había
complementado y ayudado a ser mejor hombre. Ella había
sido la luz y la felicidad, su todo. La madre de sus cuatro
hijas, la Condesa inmejorable, el pilar de su cordura, la voz
de la conciencia, su doctora personal...
Pero había llegado la hora de despedirse el uno del otro;
al menos, temporalmente.
—No hay necesidad de llorar —dijo él, al ver los rostros
empapados de lágrimas de sus Cuatro Joyas de Norfolk:
Ámbar, Rubí, Perla y Esmeralda.
—¡Oh, papá! Nos has consentido tanto desde el día en el
que nacimos, que sería imposible no hacerlo —dijo Ámbar,
abrazándolo—. Los tíos y primos están de camino.
—Ya me despedí de ellos el día de la boda de Joe —la
tranquilizó Ámbar—. Y no quiero retrasar más lo inevitable.
—¿Quién nos cuidará ahora? —lloró Rubí ruidosamente,
tirándose sobre el cuerpo de su padre, apretándolo con su
abrazo eufórico y necesitado.
—Vuestros esposos lo harán —contestó Thomas, mirando
a sus yernos—. Me aseguré de que fueran los mejores —
sonrió con debilidad hacia los hombres de Bristol, que
también tenían dificultades para aguantar el tipo y
mostrarse enteros. A pesar de haber sido un suegro poco
tolerante al principio, el «diablo» se había ganado, a su
peculiar modo, el corazón de los esposos de sus Joyas
queridas.
—Papá, siento mucho si te causé muchos problemas en el
pasado —se disculpó Esmeralda, sumándose al abrazo de
sus hermanas.
—No hay nada que perdonar y menos a mis hijas —volvió
a sonreír Thomas, haciendo brillar sus ojos grises hacia
Perla.
Perla no dijo nada, pero escondió sus lágrimas al
abrazarlo. Las cuatro hermanas lo mimaron durante largos
minutos. —He vivido bien, es justo que me vaya... Y que
mejor forma de hacerlo que después de acabar con Virgin,
nuestra sempiterna enemiga.
—¡Si no fuera por ella podríamos disfrutar de ti muchos
años más! —se lamentó Perla—. No comprendo cómo se me
pasó siendo una espía de la Corona Británica, debe de haber
sido muy ágil esa malvada arpía.
—O quizás el veneno nunca existió —comentó Thomas,
ganándose la mirada suspicaz de Perla y de su esposa,
Georgiana—. Hijas, ¿sería muy egoísta por mi parte pediros
que nos dejarais a solas a vuestra madre y a mí? Y,
recordad, no importan los años que pasen ni las personas
que se vayan o vengan a vuestras vidas, vosotras siempre
seréis las Joyas de Norfolk.
Las tres mellizas y Esmeralda asintieron y con besos en
la frente de su padre, como si le desearan las buenas
noches, salieron de los aposentos acompañadas de sus
esposos, dejándoles intimidad a los Condes de Norfolk.
—Creía que estabas demasiado enfermo para
conspirar —comentó Georgiana una vez a solas,
tumbándose al lado de Thomas para mirarlo a escasos
centímetros de distancia, y estar todo lo cerca de él que
pudiera.
—Solo he dicho que el veneno quizás nunca existió —
sonrió Thomas con malicia, haciendo brillar esos ojos grises
de los que Georgiana se enamoró tres décadas atrás—.
Ayuda a mi hermano a asumir el poder, necesitará toda la
ayuda posible y sé que tú serás la mejor mentora que pueda
tener. Entre tú y Scarlett lo mantendréis a raya, estoy
seguro. Será un gran Conde de Norfolk, es mejor que yo...
solo debe encontrar el camino.
—Descansa en paz, «diablo» —sonrió Georgiana entre
lágrimas, cogiéndole la mano a Thomas—. Yo me encargaré
de todo, tú ya has cumplido con todos los deberes que la
vida te impuso.
—Lo sé, sé que lo harás, amada mía —dijo Thomas con
dificultad, sin dejar de mirar los ojos verdes de Georgiana—.
Hasta ahora, Gigi.
—Hasta ahora, Thomas —contestó Georgiana con el labio
tembloroso, aguantando el semblante hasta que su esposo
cerró los ojos y dejó ir su último suspiro. Georgiana lloró
durante mucho tiempo contra el pecho de su primer y único
amor y luego se levantó, se limpió las lágrimas y anunció al
secretario general que el Conde de Norfolk había muerto.

—Condesa de Norfolk —Entró el secretario general del


condado en la habitación de Scarlett, haciéndole levantar la
cabeza del varón que hubiera podido tener, pero que Dios
había decidido llevarse—. ¿Y el Conde de Norfolk? Debe dar
las órdenes pertinentes en cuanto al cuerpo del difunto
Conde de Norfolk, su eminencia.
Scarlett abrió los ojos, dándose cuenta de que apenas se
había percatado de que estaba sola en la habitación. Miró a
su alrededor, confundida. —¿El Conde ha muerto?
—Sí, miladi, en un penoso veintisiete de marzo de mil
ochocientos setenta y ocho . Y ahora su esposo es el nuevo
Conde de Norfolk, necesitamos sus firmas para los trámites
necesarios.
«Lady Excéntrica» dejó a su hijo no nato en la cuna e hizo
una seña a las doncellas para se lo llevaran y lo prepararan
para el entierro.
—Le he dicho cosas horribles —comprendió Scarlett en
voz alta, poniéndose de pie—. No sé dónde está —se
preocupó, colocándose la bata por encima del camisón,
sacando fuerzas de donde no las tenía después del golpe y
el aborto.
—Yo sé a dónde se ha dirigido —apareció el señor Black,
su antiguo mayordomo, que había sido relegado a primer
lacayo en la propiedad del Conde de Norfolk.
—¡Señor Black! —se esperanzó Scarlett, sin ni siquiera
peinarse, recomponiéndose poco a poco—. ¿Dónde se ha
ido?
—A los acantilados, miladi.
—No, no puede ser —palideció ella—. Denme un caballo.
—¡Pero en su estado! —quiso detenerla una de las
doncellas.
—¡Estoy bien! ¡Estoy... perfectamente! —repitió, saliendo
de la alcoba para correr hacia las caballerizas.
No lo dudó ni un solo instante cuando vio al auténtico
señor Black, al semental de Joe, encabritado en su
compartimento. Tampoco escuchó las súplicas de los
familiares ni de los sirvientes, montó al semental negro,
cubierta por su bata roja y cabalgó todo lo rápido que pudo
hacia los acantilados. Hacía un poco de frío y, a medida que
se iba acercando al mar la humedad era más intensa.
Pero ella siempre había sido una mujer fuerte y valiente
que no se amedrantó ni siquiera ante los precipicios que
abrieron a su derecha cuando empezó a subir por los
acantilados a toda prisa sobre el caballo. —¡Joe! —gritó al
ver su figura negra al borde de uno de los precipicios más
altos y bajó del semental para correr hasta él a pie, dejando
al señor Black atrás—. ¡Joe, detente! —le suplicó—. ¡No
puedes hacerme esto ahora!
Joe se giró poco a poco hacia ella. —Os he fallado,
Scarlett.
—¿Y eres tan egoísta que decides dejarme sola?
—Creo que lanzarme desde este precipicio será el acto
más generoso y bondadoso que haya hecho nunca. Solo soy
un monstruo que ha dañado todo cuanto le rodeaba.
—¿Y así es cómo pretendes enmendar tus errores?
¿Redimirte?
—No soy un héroe, jamás lo fui. Soy un villano,
¿recuerdas?
—¿Qué hay de las promesas que me hiciste? ¿Aquellas en
las que jurabas protegerme de todo? ¿Quién me protegerá
del dolor cuando tú decidas lanzarte al vacío? ¿Quién
protegerá a Bethany cuando sepa que su padre ha muerto?
¡Te amamos, Joe! ¡Y sería muy cruel que, ahora que más te
necesitamos, decidieras irte! Tu hermano ha muerto, Joe.
Acaba de fallecer y ahora eres el nuevo Conde de Norfolk,
miles de vidas dependen de ti. ¡Asume tus
responsabilidades! Ha muerto nuestro hijo —expresó con
dolor—. Y ahora, más que nunca, necesito que estés a mi
lado. Deja de pensar en ti y piensa en mí. Piensa en mí,
Joe —suplicó, arrodillándose a pocos metros de Joe—. Solo
tienes que dejar tu obsesión por el poder, la dichosa
asociación... con eso será suficiente para que podamos
empezar de cero otra vez. Y no importa cuantas veces
tengamos que intentarlo mientras lo intentes, Joe. Puedo
perdonarte miles de cosas, pero no esto... No que me hagas
explicarle a nuestra hija que has muerto. Eso no te lo
perdonaré jamás y te maldeciré hasta la eternidad.
Joe se apartó del precipicio y se acercó a ella,
arrodillándose junto a ella para abrazarla. —Eres una
debilidad muy irritante, Scarlett —susurró él, entre lágrimas
y Scarlett le devolvió el abrazo—. Lo siento mucho... por
nuestro hijo.
—Somos de Dios y volvemos a él. Dios quiso llevárselo de
nuestras vidas y no conocemos sus motivos. Tú no lo
mataste, Joe, antes estaba... fuera de mí. Pero sé que no fue
culpa tuya, fue un accidente. Un accidente derivado las de
malas decisiones. Prométeme que lo dejarás todo, Joe, y
que serás un Conde normal y vulgar, entregado a tu esposa
y a tu hija.
—Te lo prometo —accedió Joe—. Ahora comprendo que
ese camino solo hubiera conllevado el dolor y la
destrucción. Que las élites se queden con su poder mientras
yo pueda reinar en mi pequeño hogar. Se acabaron las
maquinaciones, las asociaciones y las muertes. Quiero que
nuestro hijo y mi hermano sean los últimos cuerpos que
enterramos durante muchos años.
—Regresemos —Se levantó Scarlett del suelo y le ofreció
la mano a Joe para ayudarlo a levantarse—. Todos te
necesitan. Yo te necesito.
Joe se incorporó y abrazó a Scarlett antes de subir al
señor Black y descender de los acantilados cogidos el uno al
otro, seguros de sí mismos y del extraño amor que los unía.
Un amor capaz de perdonar cualquier cosa mientras se
intentará hacerlo lo mejor posible, comprendiendo los
defectos y virtudes de cada uno.
Su historia no había sido fácil ni común. Pero la vida
misma no lo era y, a su extraño, excéntrico y peculiar modo
habían superado los obstáculos y los años, por encima de
los demonios, de las inseguridades y del dolor. Ambos
estaban dispuestos a hacerlo lo mejor posible a partir de
entonces y los dos, juntos, superarían la pérdida de su hijo...
por el bien de ellos mismos y el de Bethany, que seguía en
sus aposentos esperando a sus padres.
A Virgin y a los dos guardias traicioneros los enterraron
rápido según las leyes de Inglaterra. Esta vez, fue Joe en
persona quien testificó la muerte de su madre con la ayuda
de un médico oficial, asegurándose de que ya no regresaría
a sus vidas para atormentarles. Le dolió un poco despedirse
de su madre, al fin y al cabo, era su madre. Pero se alivió al
saber que ya no estaría en sus vidas y le agradeció a su
hermano mayor que la hubiera matado por él. Al fin y al
cabo, Virgin jamás lo amó y eso él lo sabía muy bien. No la
culpaba por ello tampoco, su madre había sido un ser
humano incapaz de sentir nada.
A él, Dios lo había bendecido con la capacidad de amar.
Velaron a Thomas Peyton según lo establecido, al lado de
su bebé no nato, y los enterraron en el panteón familiar un
día lluvioso de abril. —Dos féretros con los emblemas de
Norfolk —comentó él a Scarlett, al regresar del entierro,
entrando a la mansión.
—Se equivocaron. Fueron más las muertes. Pero ahora
comprendo que lo ha sucedido es lo que debía suceder, con
independencia de nuestra boda. Y me estoy aferrando muy
fuerte a la cuerda de Dios para que los yinns no me
molesten más, Dios lo perdonará todo, Joe, menos que lo
asocien. Y yo no quiero asociar su poder con nada. Que me
perdone si alguna vez lo hice.
—Sabia —halagó Joe, mirándola con admiración.
—Hermano —los detuvo Sophia al entrar en la propiedad
—. He lamentado mucho no estar presente en la muerte de
Thomas —confesó ella—. Pero me alivia saber que todavía
me quedas tú —Sophia lo abrazó con fuerza—. Serás un
digno sucesor.
—Y si no lo soy, creo que mi cuñada se encargará de que
lo sea —dijo Joe, señalando a la destrozada Georgiana que
lo seguía de cerca.
—Me ausentaré un tiempo en casa de mi hermana
Karen —informó la Condesa viuda de Norfolk—. Ahora es
vuestro momento, Joe y Scarlett.
El matrimonio se cogió de las manos. —¡Papá, mamá! —
gritó Bethany desde el segundo piso, mirándolos desde la
balaustrada, acompañada de la señorita María Collins y
vestida de negro—. ¿Mi hermano y mi tío ya duermen?
—Sí, Bethany —contestó Scarlett, soltándose de la mano
de Joe para subir al encuentro de su pequeña, que los
necesitaba más que nunca.
Joe se quedó en la planta baja, cerca del vestíbulo de la
propiedad del Conde de Norfolk, con las manos detrás de la
espalda y en silencio, observando a su esposa y su hija. Era
el momento de permitirse, pasado el duelo, un poco de
felicidad, lejos de la maldad del mundo y de la de él mismo.
Era el momento de vivir la vida que siempre debió tener.
Epílogo

1883. Condado de Norfolk.

Si alguien le hubiera dicho que dejaría atrás su sádico


comportamiento y sus vilezas, no le hubiera creído. Es más,
seguro que le habría hecho probar su crueldad por el
atrevimiento. Pero lo cierto era que Joe se había consolidado
como uno de los mejores y más inteligentes condes que
Norfolk había tenido en su historia. Su gestión del
patrimonio y de las tierras era impecable y Norfolk jamás
había brillado tanto como lo hacía bajo su mando.
Y no era que su hermano mayor no lo hubiera hecho
bien, por supuesto que no era eso, pero él no tenía ninguna
profesión que lo distrajera de sus obligaciones y, dicho de
paso, tampoco tenía ningún otro pasa tiempo ni proyecto
salvo el de ocuparse de su Condado. La Sociedad Secreta
Contra la Nobleza se había disuelto y él había aprendido a
vivir conforme con el poder limitado que tenía. El suficiente
para hacer feliz lo que verdaderamente le importaba:
Scarlett y Bethany.
Su esposa había convertido el jardín principal en un
centro botánico de plantas medicinales y su hija cada día
brillaba más como el Diamante de Norfolk, tal y como él la
había apodado en honor a su difunto hermano. En
ocasiones, incluso, se sentaba frente a los retratos de su
padre y su hermano y tenía largas conversaciones mentales
con ellos. A ese punto de debilidad y cutrez había llegado
después de doblegarse por completo a su esposa.
Ella era su debilidad. Siempre lo fue. Pero ahora que
volvía a estar embarazada la situación era todavía más
desesperante. Ella no pedía nada, pero él se había vuelto
loco colmándola de lujos y comodidades. Incluso había
ordenado trasladar sus aposentos en la primera planta para
que no hubiera escaleras cerca de Scarlett.
—Joe, debes calmarte si quieres que esto salga bien —le
recordó su cuñada, la Condesa Viuda de Norfolk, mientras
daba vueltas frenéticas frente a la habitación de Scarlett.
—Sí, hijo, debes mantener la compostura —lo ayudó su
suegro, el barón de Cromwell. Esa vez había hecho venir a
los padres de su esposa. No quería que nada ni nadie faltara
—. La baronesa está con Scarlett y se asegurará de que
todo salga según lo previsto.
—Papá, ¿ya va a nacer mi nuevo hermano?
—O hermana —dijo él, forzando una sonrisa para
tranquilizar a Bethany, pero le era imposible fingir un
sosiego que para nada sentía—. Esta vez tu madre no sabe
nada sobre qué es. No ha querido escuchar a nada ni a
nadie, y se ha encomendado a Dios para que el
alumbramiento salga bien. Todo saldrá bien, hija, ya lo
verás.
—Creo que lo mejor será que me lleve a mi sobrina a dar
un paseo por el jardín —intervino Sophia, cogiendo a la niña
por la mano. Joe no evitó pensar lo mucho que se parecían
su hermana y su hija en cuanto a carácter, ambas se habían
hecho inseparables.
Iba a sentarse en el sillón cuando un llanto fuerte y
enérgico llegó hasta él. Corrió hacia la alcoba, abriendo la
puerta sin llamar, ansioso por ver a Scarlett y al bebé. —
¡No, todavía no puedes entrar! —lo expulsó la baronesa de
Cromwell.
—¿Cómo que...?
—Me parece que vienen dos —le dijo su cuñada,
mirándolo con diversión.
—¡¿Dos?!
—No sería tan extraño, ¿verdad? En mi familia hay varios
casos.
Un segundo llanto llegó a ellos y entonces Joe ya no
atendió a razones, abrió la puerta del dormitorio y se quedó
estupefacto al ver los dos bultos en los brazos de su esposa.
Uno en cada brazo.
—Dos varones, milord —lo informó el médico.
—Dos Peyton —añadió Scarlett con una amplia sonrisa,
cansada y sudada.
Dio un par de largas zancadas y miró a sus hijos en
silencio: dos herederos.
—¿Has pensado en algún nombre? —le preguntó su
suegra.
—Thomas... y Charles, como mi difunto padre. Solo
espero que no se parezcan en nada a ellos... ni a mí, por
supuesto —se permitió bromear un poco, cogiendo a los
varones entre sus brazos, maravillado.
¿Era feliz?
Sí.
¿Estaba tranquilo?
Con la llegada de esos dos hombres en la familia, no
tanto.
—¿Puedo pasar? —oyeron la voz infantil de Bethany, que
ya no era tan niña porque tenía casi once años.
—Claro, querida —la instó Scarlett—. Entra y conoce a tus
dos hermanos.
—¿Hermanos? ¿Dos? —se sorprendió Bethany,
acercándose a los bebés en brazos de su padre—. ¿Y no hay
ninguna niña?
—Creo que deberás conformarte con seguir siendo el
único Diamante de Norfolk —contestó Joe, acercando a los
bebés a la altura de su hija—. Y diré más, hija... creo que
tendrás mucho trabajo para controlar estos dos Peyton.
—¿El mismo trabajo que tiene tía Sophia en controlarte a
ti?
Todos rieron al unísono. La luz había llegado a sus vidas
para quedarse durante mucho tiempo.
Epílogo de la Saga Escándalos
de la Nobleza.
1878. Extracto del diario de cotilleos de Inglaterra.

Es algo extraño. Insólito e incluso impresionante que


Lord Samuel Raynolds visite Inglaterra. El heredero del
Ducado de Doncaster y el hombre más rico del país suele
refugiarse en América, ese país lejano en el que,
escandalosamente, contrajo nupcias con una princesa de
origen africano y de tez de ébano... Lady Ébano, ¿es así
como la llaman algunos?
Pero si hablamos de extrañas conjunciones de los astros,
es necesario explicar a nuestros amables lectores que Lord
Samuel y Lady Bisila Raynolds han organizado una fiesta
para la alta sociedad, haciendo gala del buen gusto de la
matriarca de la familia: Catherine Raynolds.
En esta fiesta, con cubertería de plata y candelabros
centenarios incluidos, han asistido todos los protagonistas
de los escándalos más sonados de los últimos tres años. Y
sí, queridos lectores, me refiero a la hermana del futuro
Duque, Katty. Lady Caprichosa, al parecer, ha abandonado
sus intenciones de divorciarse del empresario americano,
Donald Sutter, y se ha refugiado en el campo en un vida
contemplativa, muy lejos de aquella que un día llevó de
compras compulsivas y despilfarro sin fin. ¡Un divorcio, qué
escándalo!
Ah, pero la lista de escandalosos presentes no termina
aquí.
Lady Ruedas, la hermana menor del Conde de York,
también ha estado presente en el evento, acompañada del
fabuloso y metálico lord Arthur Silvery. Nos alegramos por
ella. Muchos creímos que jamás se casaría y sus nupcias
fueron motivo de conversación durante meses.
¿Y qué me dicen de lady Florero y el Príncipe? ¡Siento
anunciarles que el mejor partido del país fue cazado y bien
cazado por Christine en mitad de un camino! ¿Es la nueva
Duquesa de Devonshire una trepadora? No sabemos qué es,
pero sí sabemos que es la nueva princesa de nuestro país y
que, nos guste o no, deberemos de hacerle una reverencia
cada vez que la veamos. Por cierto, estaba espectacular en
la fiesta de lord Samuel Raynolds con un vestido verde de lo
más ajustado a su nuevo y prominente embarazo. ¿Cuántos
hijos tendrán los Duques de Devonshire? Algunos auguran
nueve.
Por último, pero no menos importante. También
deambularon por los salones de los Raynolds la nueva
pareja más sonada del reino: lady Excéntrica y el Villano.
Scarlett y Joe, poco amantes de las fiesta y los eventos
sociales, se presentaron a la fiesta ofrecida por el magnate
del oro por petición expresa del Duque de Devonshire y su
esposa Christine quien, al parecer, fue institutriz de la hija
de los Condes de Norfolk. ¡Pero un momento! ¿Scarlett y Joe
no se casaron hace poco? ¿Cómo es posible que tengan una
hija de siete años?
Queridos lectores, esta sociedad poco a poco va
perdiendo el brillo de sus valores conservadores y va
adquiriendo nuevos vientos que, sin querer, hemos
aceptado. Todo sea por un buen escándalo y unos meses de
buenas e interesantes conversaciones, ¿cierto?
—¿Qué estás leyendo? —preguntó Joe, al ver a su esposa
enfrascada en la lectura.
—Un diario que lady Christine Brown me prestó ayer.
—¿Y qué dice?
—Será mejor que no lo leas, querido. Por el bien del autor
de este diario.
Joe enarcó una ceja sobre su ojo derecho e hizo brillar su
ojo izquierdo. —¿Ningún detalle?
—Solo que, al parecer, somos los protagonistas de una
serie de Escándalos de La Nobleza. Será mejor que no
pierda más el tiempo en esto —resolvió Scarlett, dejando la
hoja sobre el escritorio—. Cuando estoy en Monroe’s House
me gusta aprovechar para descansar y recordar
maravillosos momentos, incluidos los momentos en los que
tu madre intentó matarme —bromeó ella, observando el
lugar lúgubre, decorado a su gusto.
—Te amo, querida.
—Y yo, Joe.
Sobre la autora
MaribelSOlle es una escritora que tiene entre sus éxitos
“La Saga Devonshire” y “Las Joyas de Norfolk”.
Próximamente publicará la «Saga Escándalos de la
Nobleza». Si quieres encontrar sus obras, solo tienes que
buscarlas en Amazon.
También puedes seguirla en Instagram o Facebook para
no perderte ninguna novedad.

Visita www.maribelsolle.com
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