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II Nórax de Tartessos, I
En recuerdo de aquellos jóvenes
soñadores que en su día disfrutamos de
«BERSERKR, fanzine de y sobre Fantasía
Heroica», y conformamos un extraordina-
rio «Círculo de las Espadas»…
A Eugenio, en especial, que fue su alma.
Tartessos,
aproximación histórica a un mito desaprovechado.
- 10 - Nórax de Tartessos, I
Pero el alfabeto tartesio (como el íbero, y otros), aún no
dispone de una piedra roseta con que descifrarlo… ¿Qué
Historia se nos ha negado, perdida tras el desconocimiento?
Son numerosas las pruebas arqueológicas que demuestran
la existencia, durante el segundo milenio antes de Cristo, de
un comercio real entre la Península Ibérica y la civilización de
Micenas, al otro lado del Mediterráneo. La Estela de piedra
de Nora, en Córcega, indica que Nórax, nieto de Gerión, fundó
una colonia tartesia en esa isla, sobre el 1200, dando nombre
a su capital… pero la historia “oficial” insiste en que la
navegación fue “inventada” por los fenicios, hacia el año
1000 a.C….
Es muy posible, pues, que exista otra Historia, diferente y
muy distinta de la que nos ha sido legada hasta ahora,
escondida tras el mito.
Algo pasó, sin duda, hacia finales del S. XIII a.C. (¿un
cataclismo, un maremoto tal vez?) coincidente con la caída de
Micenas y la llegada de aquellos desconocidos “pueblos del
mar” que invadieron el Mediterráneo oriental, cuna de
nuestra cultura, historia y civilización actual. Algo, que nos
ha privado, hasta ahora, del conocimiento y saber sobre esa
otra cultura que bien podría haber florecido en el Mediterrá-
neo occidental y nuestra península, y llegó hasta una Grecia y
Egipto que intentaban recomponerse, en forma de leyenda.
Sería curioso, y paradójico, que la búsqueda ahora de esa
leyenda eterna, la Atlántida (¿o es lo mismo?), colaborase al
descubrimiento de Tartessos:
Más allá de las ensoñaciones de Schulten, en 2001, el Dr.
Collina-Girard, geólogo del Centro Nacional de Investigación
Científica francés, expuso su teoría de la existencia de la
Atlántida entre Gibraltar y Tánger, más en concreto en la isla
sumergida de Espartel. La BBC anunció en 2004 la
realización de una expedición científica para corroborar este
Sombras de Luz en la Oscuridad… - 11 -
dato, en la que esperaban encontrar restos de civilizaciones
antiguas… Al tiempo, científicos de la universidad alemana
de Wuppertal retomaban aquella idea de situar su presencia
en Doñana, enterrada a gran profundidad en las marismas de
Hinojo, pues, a partir de fotografías tomadas desde satélite
habrían detectado una isla de las mismas dimensiones que la
que describe Platón para la Atlántida, también con círculos
concéntricos, y una estructura coincidente con el templo de
Posidón. Aunque este planteamiento ya ha sido rechazado por
algunos expertos de la Universidad de Huelva, otros,
historiadores e investigadores del CSIC continúan sus estudios
y orientan sus trabajos en este sentido… en un entorno natural
protegido que impide grandes avances
Al día de hoy ignoramos qué deparará el futuro sobre la
civilización de Tartessos; pero no hay duda de que gran parte
de la comunidad científica se niega a rechazar la posible
realidad del mito.
- 12 - Nórax de Tartessos, I
SOMBRAS DE LUZ EN LA OSCURIDAD
L
a comitiva ascendía el sendero bajo las últimas
luces del crepúsculo y la mirada atenta de Silein,
muy cercana al plenilunio. Las antorchas refulgían
sobre unos campos que tornaban lentos del verde
al gris, entre pinceladas cobrizas de atardecer. El
cielo limpio se vestía en púrpura, y un rocío de lágrimas
tintineantes comenzó a brillar en las alturas: las mismas
estrellas que poco más tarde conformarían el séquito nocturno
de la diosa en su vigilia.
El sonido de las flautas y pífanos de tonos alegres actuó
como heraldo ante la Alta Sacerdotisa, Calírroe, para anunciar
que el cortejo no tardarían en alcanzar la cima donde se
encontraba. Ella decidió entonces abandonar el promontorio
que le servía de mirador y regresar al templo, donde los
recibiría, en la gran sala de Silein, la Luna, como correspondía
a la ocasión.
Mientras se encaminaba hacia el interior, sintió a su
alrededor el invisible cambio natural que se produce cuando la
tarde cae y el día cede paso al reinado de la noche. Durante
ese breve periodo de tiempo que ambos comparten la tierra
1
Anciana, Gran Sabia, Venerable Madre, Decana de la orden de sacerdotisas.
E
l día se presentaba magnífico para la navegación.
Una brisa agradable se había elevado temprano
desde levante; tal vez no demasiado fuerte, pero sí
lo suficiente como para permitir que el Pitio
navegara, raudo como una flecha, cortando las
aguas azules sin más impulso que el viento. La serpiente
enroscada tallada en madera alrededor de su espolón de proa,
más que la pitón terrestre que daba nombre al barco, le
asemejaba a una gigantesca sierpe marina que surcara los
mares en pos de una imaginaria presa desvalida, a la que sin
duda iba a alcanzar pronto, dada la velocidad con que se
desplazaba.
El viento, sin embargo, desapareció al caer la tarde.
El mar se convirtió entonces en un duro rival al que había
que vencer a fuerza de brazos, y los hombres se encontraban
terriblemente agotados antes de que el día llegara a su fin. Un
fin que se había adelantado en exceso, acortando inexplicable-
mente la duración de la tarde.
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Los fenicios (phoínikes), llamados así por los griegos por su producción de tejidos
teñidos de púrpura, a partir de pigmentos obtenidos de moluscos.
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El Océano Atlántico, desconocido en aquella época para todos los pueblos del
Mediterráneo. El inicio del fin del mundo. Sus aguas, según las leyendas, estarían
pobladas de monstruos que devoraban a los marinos…
- 24 - Nórax de Tartessos, I
La naturaleza mostraba a su alrededor signos extraños,
presagio evidente de que se avecinaban sucesos
extraordinarios, aún por determinar. El viento había ido
disminuyendo, despacio, antes de esfumarse por completo,
instante en el mar se calmó y quedó detenido, transformado de
repente en algo parecido a un lago de aguas tan quietas que
sólo el chapotear de los remos al paso de la embarcación
permitía recordar su estado líquido. Tampoco se veían peces
a su alrededor. Ni tan siquiera delfines, que suelen acompañar
a los barcos mientras navegan por aguas tranquilas y
amigables. Y los hombres, marinos avezados a todo tipo de
situaciones, comenzaban a alarmarse y dirigir sus miradas
hacia el capitán, o él mismo, en busca de respuestas que, por
desgracia, ellos no les podían ofrecer.
Ahora que se acercaban a tierra firme otros signos
anormales se unían a los anteriores: echaba en falta el
graznido ruidoso de las gaviotas volando, mientras otean y
escudriñan los mares desde las alturas, buscando peces
incautos y aventureros cercanos a la superficie; o el ruido de
otras aves sobre los árboles de la costa al atardecer, cuando
descansan su vuelo y comentan entre sí las peripecias de un
día pasado entre nubes; incluso había desaparecido el más
leve roce de animales esquivos en la espesura, más allá de
aquellas cañas que bordeaban la playa hacia la que se
dirigían…
Nada de eso se mostraba ante ellos. La naturaleza se le
antojaba muerta en su movimiento, teñida de púrpura por un
cielo enrojecido bajo los últimos rayos de sol, y ellos los únicos
seres vivos que quedaran sobre la tierra.
—¿Qué está pasando, Deileonte? –dijo una voz grave a su
espalda, que le sobresaltó, e interrumpió sus reflexiones–.
¿Acaso los dioses se oponen ahora a nuestra misión…, o
hemos perdido el rumbo y alcanzado las puertas del infierno?
En ninguno de mis viajes anteriores he llegado a presenciar
algo parecido a esto.
Heracles, el comandante de la expedición y verdadero
responsable de la presencia del sacerdote a bordo, era un
hombre formidable en tamaño y constitución; superaba en más
Sombras de Luz en la Oscuridad… - 25 -
de una cabeza al más alto de los marinos. Pese a que se
encontraba ya en su cuarta decena de edad, y en su barba y
sienes aparecían canas plateadas, aventajaba en fuerzas a
cuantos hombres se cruzaban en su camino, salvo, quizás, a
gigantes y titanes (si bien este último extremo aún no había
sido comprobado). Sin embargo, observando ahora su gesto
sombrío, cercano al miedo –por más que ocultase sus
sentimientos de cara al resto de los marinos–, nadie
reconocería en su persona al guerrero arrogante de otros
momentos, favorito de los dioses, triunfador indiscutible de
cuantas pruebas había acometido hasta entonces. Aunque
Deileonte, sacerdote oracular y su confidente, conocía también
el tormento y castigo que sus actos descontrolados le habían
deparado.
—No lo sé, Heracles… –le respondió indeciso–, en estos
momentos no soy capaz de discernir nada. No puedo leer
auspicio ninguno en este silencio, sin vuelos de aves ni surcos
de peces que puedan orientarme en algún sentido. Yo también
he imaginado ver a Thanatos, acercándose hasta nosotros
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para acompañarnos al Tártaro . Pero a decir verdad, no creo
que nos encontremos frente a una de sus puertas; por muchas
de ellas que se abran a lo largo de la tierra. Recuerda que
antes de salir todos los augurios fueron favorables a la
expedición.
»De todas formas –continuó–, presiento que, aunque esto
no sea motivado por nuestra causa, pronto seremos testigos
de un acontecimiento extraordinario… o sobrenatural.
4
La región más profunda del mundo, situada, a gran distancia, por debajo del Hades o
Infierno. Se encerraba en ella a quienes ofendían especialmente a los dioses
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Su mirada recorría la costa, en busca de algún movimiento
que no terminaba de producirse.
Aquel mismo día habían dejado atrás una zona en la que el
monte terminaba sobre las aguas, cortado a tajo; ahora, por el
contrario, se encontraban frente a playas de pequeñas caletas
arenosas acariciadas por el mar; bordeadas de numerosas
cañas, preludio de esa vegetación frondosa y verde que se
extendía ante su vista. Más adelante, a poca distancia en el
mar, una pequeña isla surgía de las aguas, separada del litoral
por un trayecto aproximado al de tres veces un tiro de arco.
Tras un instante de silencio, en el que los dos hombres
compartieron la angustia de lo desconocido, el sacerdote de
Apolo añadió:
—No me gusta este sitio… Mejor sería situarse al amparo
de la isla, en lugar de permanecer aquí.
—Ya no es posible –le respondió decidido el comandante–.
También yo lo he pensado, pero Corono considera bueno este
lugar. Allí podríamos encontrar arrecifes y escollos, y los
hombres están exhaustos. De todas formas, opino como tú:
en breve va a suceder algún prodigio… Cuando eso ocurra
prefiero estar preparado para lo que venga, tranquilos y
descansados, y no remando hacia un lugar tan incierto como
éste donde nos encontramos.
5
En ese momento, a una voz del kiberneta , los hombres
situados a estribor dejaron de remar al unísono y hundieron la
pala en el mar, mientras los de babor continuaban una boga
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Patrón de la embarcación.
D
urante toda la noche Selene se mantuvo envuelta
en un halo extraño de misterio e incertidumbre.
Aunque despojada de aquel tono ensangrentado
con que hiciera aparición, aún conservaba un
tamaño excesivo, muy superior al habitual.
Su caminar por el firmamento también parecía más lento,
como si su peso acrecentado obligase a los bueyes que
conducen su carro a través de la bóveda nocturna a ir más
despacio que de costumbre. El brillo mortecino y débil que
desprendía frente a un cielo negro y reluciente, limpio de nubes
que ocultaran su oscuridad, sobrecogía el ánimo de los
hombres. Aquella noche, la diosa se mostraba incapaz de
mantener su reinado de luz sobre las tinieblas.
—Está herida... herida de muerte –comentó Deileonte en
cierto momento, mientras la observaba–. Algo terrible ha de
estar sucediendo en el reino de los dioses para que la veamos
así...
Y los hombres, entre susurros temblorosos, habían
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Poseidón, sin embargo, se apiadó de ellos.
El maremoto que esperaban quedó limitado a esa única ola
gigante que, tras romper lejos, sobre la playa, levantando una
montaña de espuma a sus espaldas, se replegó de nuevo y
zarandeó con fuerzas la embarcación. Las siguientes fueron
sólo derivadas de aquella primera, y descendieron rápidamente
en intensidad. El mar recobró poco más tarde su
acostumbrado movimiento ondulante, perdido durante la tarde,
y los hombres gritaron de júbilo, al considerar terminado el
peligro. Ninguno de ellos había sufrido más que contusiones o
arañazos, que podían ser sanados sin dificultad. Heracles, en
nombre de todos, felicitó a Corono, el kiberneta, gracias a cuya
pericia colocando el barco frente al oleaje, habían conseguido
salvarse. De no ser por su maniobra, la embarcación se
encontraría destrozada y ellos bajo el mar, o estrellados contra
los árboles de una tierra extraña y desconocida.
Recobrada la calma, Deileonte encendió un pequeño fuego
dentro de un cuenco de barro, y quemó en él granos de
cebada y mijo, mezclados con esencias aromáticas que
siempre le acompañaban. El resto del tiempo lo pasó
ofreciendo plegarias a los dioses, para recabar su protección y
agradecer la clemencia mostrada.
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El timonel varió un poco el rumbo para acercar el barco al
náufrago. Algo después, su cuerpo desvaído e inerte
descansaba tendido sobre la cubierta.
—Me maravilla el instinto de supervivencia que poseemos
los hombres –dijo Corono–. Aún sin saberlo, nos aferramos a
la vida y agotamos hasta la última posibilidad de continuar.
Este hombre lo ha hecho de forma inconsciente. He visto otros
casos como el suyo...
Se trataba de un joven de unos veinte años, quizás menos;
alto y proporcionado, de cabellos castaños, oscuros, largos
hasta sus hombros. Forzado por los hombres que presionaban
su cuerpo comenzó a toser, y a escupir agua. Abrió los ojos y
se incorporó bruscamente, como si despertara de un mal
sueño, pronunciando palabras en un idioma que los hombres
no comprendían.
—Debe ser un bárbaro de la zona, sin duda –comentó
Heracles–. Tésalo, inténtalo tu, a ver si lo entiendes.
Durante un buen rato el joven se mostró desconcertado, sin
saber dónde o con quien se encontraba. Pero cuando el
marino se dirigió a él usando su propio idioma pareció
reaccionar, y poco después cruzó unas palabras entrecortadas.
Algunos hombres se maravillaron entonces de que alguien
pudiera utilizar sonidos tan complicados para comunicarse,
pero Deileonte comentó haber oído lenguas bárbaras aún más
extrañas.
—Es tartesio, si –comentó Tésalo, dirigiéndose al capitán–.
Su nombre es Nórax, según he creído entender. Dice ser un
pescador, que se encontraba en las inmediaciones de la isla
cuando sucedió todo. Sólo recuerda un ruido enorme y un
destello de luz; luego rocas que se venían encima, y le
arrojaron al mar...
—Bien, dejadle descansar. Mañana lo intentaremos de
nuevo, quizás nos cuente algún otro detalle. Acompáñale tu
mismo a la bodega, y que duerma.
Tésalo le ayudó a incorporarse, pasando uno de sus brazos
por encima del hombro. El bárbaro agradeció al capitán la
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LUZ DE LUNA ENTRE LAS SOMBRAS
U
n ojo ciclópeo en la oscuridad era el astro; regio
estandarte de luz, investido en negro manto de
estrellas tintineantes. Diosa Luna, sugestiva reina
en la noche.
Su luz, intensa y clara como pocas veces se ve
en otras latitudes, iluminaba el sendero que cruza la montaña,
frondosa de árboles y vegetación; y olores fragantes, efluvio
inconsciente de miles de especies silvestres que pueblan la
tierra en viva competencia de aromas. A mi izquierda, a lo
lejos, el mar sereno y oscuro aparecía plagado de diminutos
puntos intermitentes, como si a su contacto, la luna, en
reluciente estela luminosa, obtuviese un parto múltiple de
infinitos y fugaces hijos de luz… ¡Dulce placer el de las aguas,
acogiendo en su regazo el baño nocturno de una diosa!
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Referencia a un eclipse solar total, durante el cual la Luna se interpone entre la
Tierra y el Sol, y lo cubre y oscurece por completo. Para los pueblos primitivos era un
acontecimiento único y de carácter divino; más cuando suelen producirse vientos
espontáneos, por diferencia de temperatura entre las zonas de unbra, penumbra y sol.
- 44 - Nórax de Tartessos, I
circunstancias que obraron el prodigio de crear la noche
durante el día, y las posibles consecuencias y desgracias que
yo, ese hijo del Sol Negro, iba a traerles al pueblo…
No llegaron a expulsarme. No se atrevieron a tanto, por
temor a posibles represalias de la diosa. Pero jamás me
aceptaron de pleno.
Nunca participé en las ceremonias ante el árbol de la vida;
me mantenían alejado de todas las celebraciones y ofrendas al
dios del mar. Y en solitario, hice ofrendas a Silein, la Luna, un
culto reservado a mujeres y en decadencia; pero sólo mientras
la mujer vivió.
Por eso, cuando aquel primer año en el que pude participar
en la fiesta de la siembra la nueva sacerdotisa prohibió mi
presencia en el rito orgiástico de fertilidad, y declaró que
ninguna mujer debía aceptar mi semilla por miedo a una mala
cosecha, me fui; porque ya nada me unía a ellos, nada me
retenía.
Vagué en solitario por la comarca; cambiando de pueblo
cuando quería, y de amigos cuando me aceptaban; y nunca
permanecí mucho tiempo en un mismo lugar. Conocí a otra
gente, en la sierra o la orilla del mar, donde siempre vuelvo,
pues me es imposible estar mucho tiempo alejado de él. Y
solo, pero en comunión con la naturaleza, y sin más ofrenda
que la de mí mismo, me he llegado a sentir más cerca de los
antiguos dioses y la madre naturaleza de lo que aquellos
ancianos y sacerdotisas hayan podido sentirse jamás.
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Así citado por Estrabón (III, 1,6), geógrafo griego del siglo I a.C., recogiendo textos
de autores más antiguos. Ya por aquel entones le otorgó una antigüedad de seis mil
años.
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oscura, compañera inseparable de andares y destinos,
contorsionista callada de suaves movimientos ajustados al
relieve de cuantos obstáculos encuentra a su paso. La vi
figura con vida propia, incapaz sin embargo de separase de mí,
por falta de huesos que sostengan su estructura… o alma en
pena, maldita por culpa de errores pasados y condenada a
quedar sujeta a mi cuerpo, día y noche, antes de unirse
definitivamente a la tierra…
Aún no sabía que ciertos pensamientos terminan por
hacerse realidad…
Bruma se detuvo en seco. Presentía algo extraño… y yo
con él.
Fue como si la luna marcase un latido de mayor intensidad
y brillo y nos sorprendiera. O una estrella fugaz, que recorre la
noche en un instante, sin que la llegues a ver, pero intuyes su
paso de reojo…
Así noté su presencia.
El caballo reculó unos pasos. Mis músculos se tensaron,
listos para entrar en acción. Un escalofrío repentino recorrió
mis vértebras; una sensación de alarma, reflejo animal, que me
advertía...
Atisbé la oscuridad frente mi, sin resultados; pero sabiendo
que alguien, o algo, me observaba oculto tras la maleza.
Acaricié la falcata, corta y de pronunciado filo, mortal en manos
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expertas .
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Espada hecha toda de una sola pieza, con la empuñadura arqueada y cerrada a veces,
para proteger la mano. Más tarde, el historiador romano Livio describiría la falcata
ibérica con estas palabras: "cortaba los brazos de raíz, desde el hombro; separaba la
cabeza de los cuerpos con un solo golpe de tajo..."
- 48 - Nórax de Tartessos, I
lo largo de mi vida; sus ojos, color de mar, mientras la luna
toma su baño nocturno. Y lo que en un principio llegué a
confundir con un arma por su reflejo de luz, resultó ser la
cabellera más extraordinaria que es posible imaginar, de
hebras níveas, relucientes como la más pura plata de
Tartessos.
Pero lo más inconcebible de todo fue descubrir que ese ser,
aquella diosa que –imaginaba–, con un solo pensamiento
podía convertir en polvo a un simple mortal como yo, temblaba,
indefensa, de miedo ante mí.
- 52 - Nórax de Tartessos, I
su propio ataque, el sinuoso ser negro perdió equilibrio, y su
posición de ventaja en la atalaya del árbol. Me incorporé
rápido, para aprovechar la situación, y arrojé hacia un lado a la
chica, sin contemplaciones, con la doble intención de alejarla
del peligro y evitar que estorbase mis movimientos. Estuve
dispuesto para encarar a la bestia...
No a lo que tenía delante.
Frente mí se encontraba algo absolutamente monstruoso e
innatural, erguido y majestuoso en su negrura. Lo que en
principio tomé por una serpiente no era sino el cuello alargado
de un ser irracional, que parecía compuesto por restos de
animales diferentes. Su cuerpo, del tamaño de una oveja,
viscoso y cubierto de escamas finas, se elevaba sobre dos
cortos brazos humanos en cuyos extremos aparecían dedos
prensiles, terminados en uñas, perfectamente adaptados para
trepar por la madera de un árbol. En su parte inferior, una cola
anillada actuaba de contrapunto a ese cuello de serpiente,
largo como un hombre, que le permitía mantener su cabeza a
la altura de la mía. Un siseo intermitente acompañaba el
vaivén continuado de su lengua partida por entre el arco
goteante de sus colmillos. Un escurridizo rayo de luna saltó
sobre el brillante azabache de sus ojos de ofidio, y nuestras
miradas se cruzaron enfrentadas.
Volví a notarlo. Esa extraña sensación, ese puente invisible
que llegué a intuir más que saber de forma consciente cuando
mis ojos y los de la chica se unieron en la mirada; ese sentir
que hurgan en tu aspecto más interno, tu propia esencia
primaria. Pero si en aquella ocasión el acto había sido suave,
como caricias delicadas, en ésta lo fue brutal y despiadado,
una tosca violación de mi interior; una espada candente que
hendía mi cráneo y rasgaba las cortinas del propio ser,
rompiendo barreras desconocidas de sentimientos y
recuerdos, pisoteando, despreciándolo todo... causando dolor.
Un dolor lacerante, que no era físico, sino sentido a nivel del
espíritu. Un dolor imposible de describir con palabras.
Cesó de repente.
- 54 - Nórax de Tartessos, I
Unas manos me levantaron, y ayudaron a incorporarme. Y
vi su rostro; claro, suave, inmensamente bello, llorando unas
lágrimas de perlas que reflejaban el mío, demacrado y al borde
de la locura.
La cogí por la cintura. Un instante después galopábamos a
lomos de Bruma, huyendo a toda velocidad de aquel maldito
lugar donde había quedado muerto un trozo de mi propia alma.
Y durante un largo tiempo grité, y lloré, lleno de miedo y
dolor en mi espíritu...
- 58 - Nórax de Tartessos, I
Decidí no decir nada, aprovechar la ocasión para observarla
detenidamente, revivir los recuerdos de la noche pasada. Una
noche que ya no podía ser de angustias y miedo, sino de amor
y ternura; dos cuerpos fundidos, compartiendo sensaciones
más allá del plano físico, con una intensidad dolorosamente
placentera y un estallido final que barrió cualquier otro
sentimiento que albergase en mi interior.
Fuente de luz, refugio de paz en mi locura… La visión de
su cuerpo reavivó en el mío deseos inconscientes...
También las dudas.
—¿Quién eres...? –exclamé, conteniendo el impulso de
acariciarla.
Mi voz la sobresaltó, y rompió el trance solar en el que se
encontraba. Al verme despierto su rostro se iluminó con una
sonrisa. Durante un breve instante esperé eternamente su
abrazo y su piel. Después la magia se apagó, y perdió
iniciativa; mudó el semblante, y sus ojos me esquivaron.
—Estás… bien –preguntó, a la vez que afirmaba.
—Sí. Gracias a ti –respondí convencido-. ¿Qué me has
hecho? ¿Eres maga?
Su cara compuso un mohín de extrañeza para explicar que
no me entendía
—Maga, bruja…, hechicera –le aclaré sonriendo, casi
ocultando en la broma algo de lo que estaba plenamente
convencido.
Su rostro reflejó una duda, y apartó la mirada.
Curiosamente, a medida que entraba en la gruta, sus cabellos
volvían a relucir en la penumbra, mientras en el exterior se
habían mantenido opacos... Crecían las dudas, las preguntas
por hacer. Pero las aparté, de momento, y salí fuera.
La luz del día me cegó, y dañó mis ojos. Pero cuando los
rayos de sol cubrieron mi cuerpo desnudo y sentí su abrazo en
la piel, la vida comenzó a fluir de nuevo junto a la sangre que
calentaba. Extendí los brazos, para abarcar al máximo su
…Luz de Luna entre las Sombras - 59 -
baño protector, y enfrenté al dios de la existencia con los ojos
cerrados y una sonrisa descarada. Aspiré despacio, hasta
llenar los pulmones; el aire transportaba fragancias de lavanda
e hinojo, romero y pinos. Después abrí los ojos y, entre
lágrimas, contemplé la vida latir a mi alrededor, en un pequeño
otero rodeado de naturaleza. Escondido junto a su cría entre
los arbustos, un gamo de pelo rojo y manchas blancas brincó
de pronto, al verme, y ambos se alejaron corriendo; las ardillas
que saltaban alegres entre las ramas se ocultaron tras los
árboles, y una bandada de aves inició una huida innecesaria
hacia alturas protectoras.
Ladera abajo, la tierra se interrumpía de golpe en un corte
del terreno. Tras él, un bosque de árboles frondosos dejaba
paso al mar abierto, luminoso y brillante en su reflejo de sol.
Me imaginé elevado a las alturas, volando como un pájaro,
para observar a distancia lo que debía ser un paisaje
impresionante, reservado exclusivamente a dioses superiores.
Entonces, algo húmedo me golpeó el hombro, y empujó
cariñosamente hacia delante. Bruma, mi caballo, rió feliz,
mostrando los dientes, y agitó su cabeza, en un contoneo
alegre y sincero que hizo enorme la sonrisa en mi rostro.
Abstraído como estaba no lo había oído llegar. Lo abracé y
sentí su dicha, porque había intuido que me perdía y celebraba
así mi regreso. Era un amigo. Con mucho, el mayor tesoro
que tuve. Y ambos lo sabíamos.
Más arriba, la chica nos observaba con atención. Esbozó
una sonrisa; y sin embargo, algo en su mirada me dijo que
encontraba extraño aquel acto de camaradería, como si para
ella fuese algo nuevo o poco habitual. Nuestras miradas se
cruzaron un instante, hasta que ella, perdida ya la sonrisa, la
esquivó hacia el mar.
También yo lo hice, posponiendo una vez más la búsqueda
de aclaraciones. Pero sólo de momento, mientras buscaba en
la bolsa algo para comer; de pronto sentía un hambre intensa,
y eso era algo que no estaba dispuesto a dejar pasar.
Encontré un trozo de carne salada y seca, que aunque no me
apetecía demasiado serviría para acallar mi estómago. Más
tarde, calentada al fuego con un poco de tocino, perfumada
- 60 - Nórax de Tartessos, I
con tomillo y romero, y acompañada de alguno de los
abundantes frutos que nos rodeaban, constituyó una apreciable
comida, que en verdad necesitaba. No pude entender cómo
ella se limitó a masticar algunos tallos y raíces, para extraer su
jugo, mientras reflexionaba consigo misma sobre quién sabe
qué desconocidos argumentos.
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Llamada Noctiluca por los griegos, se encontraba frente a la costas de Málaga, según
describe M. Rufo Avieno en su "Ora Marítima" (366-369)(426-433). Actualmente ha
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Le dije que sí, que más de una vez había estado en ella,
acompañando a los pescadores, y la conocía bien. Tan bien
como para saber que no había en ella templo alguno, ni
dedicado a Silein ni a ninguna otra deidad.
Pero ella sonrió, y aseguró lo contrario:
«Oculto a ojos de los profanos» fueron sus palabras, que
me sonaron a cita de un ritual. Después entornó los ojos y, sin
abandonar la sonrisa, me miró, enigmática, y prosiguió:
—El templo del mar de Luna es antiguo. Tanto que su
origen se pierde en la memoria de los seres humanos. Como
su culto, actualmente en retroceso, porque los hombres
pretendéis asumir cuotas de poder y decisión que siempre han
correspondido a las mujeres. Tú mismo confiesas haberlo
abandonado, ¿por qué?
—Bueno... no sé. He dejado atrás muchas cosas de mi
niñez. Además… –ahora fui yo quien sonrió, sin poder evitar
un deje de sarcasmo en la voz–, existen demasiados dioses…
Yo prefiero sentir la Naturaleza. Es lo único real.
—La Luna, allá en lo alto –me dijo–, es parte importante del
orden natural, de esa Naturaleza que citas, ¿no crees?
»De todas formas, tienes razón –continuó tras un instante
desaparecido, pero en su día era muy visitada: los comerciantes griegos que querían
llegar al templo de Heracles (Hércules/Melqart), al tener prohibido el comercio más
allá de las columnas de mismo nombre (hoy Estrecho de Gibraltar), debían dejar sus
mercancías en la isla de la Luna y proseguir su viaje, para recogerlas de nuevo al
regreso. Al parecer, había en ella un templo dedicado a la deidad. Pero, como es
natural, nada tendría que ver con el aludido; en teoría, muy anterior al real.
- 66 - Nórax de Tartessos, I
palabras.
»Como nada es eterno, ni siquiera el juramento de los
dioses, el mundo cambió; y donde antes habitó la desolación,
fue, de nuevo, resurgiendo el paraíso. Y de la misma forma
que la luz genera sombras y las sombras no son sino la otra
cara de la luz, lo que antaño era muerte fue, con el tiempo, la
semilla de la vida, que creció en plantas, animales, y más tarde
el hombre, la criatura que estaba llamada a sustituir a los
dioses en su reinado sobre el paraíso.
Hizo un alto en su relato. Yo la observaba en silencio,
extrañado no ya por lo narrado, sino por la naturalidad con que
aceptaba sus palabras, como si fuesen verdades aprendidas
en la niñez, en lugar de algo conocido por vez primera.
—Los antiguos dioses se han marchado —prosiguió—, y
otros nuevos han ido surgiendo de entre los distintos pueblos
del hombre, según sus propias necesidades. Pero en la
noche, Silein continúa su vigilia reluciente entre las sombras.
»Admitida antaño, en la actualidad, olvidados ya aquellos
pactos que fueron firmados, mantiene una lucha eterna y
callada contra la oscuridad; quien, con el tiempo, se resiste,
cada vez más, a seguir admitiendo su presencia. A veces, la
diosa es fuerte; en otras ocasiones le falta poder, consumido
poco a poco en su batalla diaria, hasta que lo recibe de nuevo.
Por eso la vemos brillar con intensidades cambiantes.
Las siguientes palabras hicieron que su voz adquiriese un
tono más profundo y emotivo:
—Pero ahora sus fuerzas son pocas… Creyéndose a
salvo, confiada tras tanto tiempo transcurrido, una locura
infantil (porque a veces también los dioses se comportan no ya
como humanos sino como niños) la ha dejado indefensa ante
las sombras; y la Oscuridad lo sabe. Orghión en persona –tú
mismo puedes sentir su presencia– viene esta noche a
cobrarse su presa… Si no recibe ayuda antes.
«Por eso he de llegar a su templo. Ahora, tan sólo yo
puedo ayudarla… Y sólo con tu ayuda podré conseguirlo.
- 70 - Nórax de Tartessos, I
Los últimos rayos de un sol adormecido acariciaban mi
rostro. Parpadeé varias veces, desorientado, antes de
reaccionar y poder moverme.
Me encontré tendido, caído sobre las piedras. Algo áspero
y húmedo frotaba mi mejilla; un bulto negro, sin forma, se
transformó en Bruma, caballo fiel, al poco de contemplarlo.
Me incorporé despacio, tembloroso. Me sentía desgarrado.
Un tambor incansable batía de forma rítmica en mis sienes.
Notaba algo extraño en los dientes. Escupí, y arrojé restos
de arena, introducidos en mi boca al golpear el suelo tras la
caída; una saliva reseca y pastosa, que se negaba a salir, y
quedó prendida bajo los labios. Al limpiarla con la mano, una
punzada de dolor estimuló mis nervios, y paladeé el sabor
metálico de la sangre en las comisuras.
Cerca, unos sollozos entrecortados se entremezclaban con
frases y gemidos de abatimiento. La chica se había rendido.
Su cuerpo yacía lacio, inerme sobre el terreno, de rodillas,
encogida sobre sí misma.
—No, así no... No puedo hacerlo –la oí decir–. Ya nada
importa, no queda tiempo… Él viene.
Extraje la falcata de su funda, despacio, y apreté el puño
sobre su mango. Mis dedos parecían gozar de vida propia al
hacerlo: se abrían y cerraban sobre la empuñadura, mientras
avanzaba con pasos lentos hacia la chica. No había tensión en
mi brazo, prolongado hacia el suelo en una hoja brillante que
reflejaba los últimos rayos de un sol en agonía
Ella no supo que me acercaba hasta que mis sandalias
pisaron junto a su lado. Sólo entonces retiró la cara de entre
las manos y miró hacia arriba, rendida. En esos momentos yo
era el dios de la vida y ella la criatura indefensa, sometida a
mis designios.
Vio la hoja. Un asomo de duda cruzó su rostro durante un
instante; después comprendió. Una sonrisa amarga afloró en
sus labios y, ya serena y resignada, me dijo, enfrentando mis
ojos:
…Luz de Luna entre las Sombras - 71 -
—Vas a hacerlo, ¿verdad? –de nuevo afirmó preguntando.
—No necesita a ninguna de sus criaturas para acabar
conmigo; te tiene a ti… Me pregunto hasta qué punto eres
consciente de cómo te utiliza.
No la escuché.
Ella agachó la cabeza, para facilitarme la tarea. Mi camisa,
que aún mantenía recogidos sus cabellos sobre la nuca, perfiló
un cuello fino y esbelto.
Mi mano izquierda se unió a su compañera sobre el pomo
del arma, e iniciaron juntas un lento, pero implacable, recorrido
en ascenso. Aspiré profundamente. Noté el gesto duro en mi
rostro, inescrutable y sereno.
Seguí con la mirada el movimiento tranquilo del metal hacia
las alturas. Y mientras lo hacía, acerté a distinguir mi propia
sombra sobre la tierra, alargada al frente, hasta el infinito, por
el último rayo de sol a mis espaldas. Un latido antes de que la
falcata iniciara su descenso mortal, alcé mis ojos al cielo y vi
apagarse, sobre el bronce de su hoja, el reflejo postrero de un
sol que acababa de morir, tragado por las montañas.
Mis manos se aflojaron entonces, y soltaron el arma. La oí
caer a mis espaldas, hiriendo la tierra al quedar clavada en
ella, mientras el aire huía veloz de mis pulmones, a través de
una boca abierta ante el asombro.
Porque frente a mí, a lo lejos, por encima de los árboles que
dominaba en altura, vi, surgiendo del mar, una luna enorme,
imponente en su grandeza. Pero lo más asombroso de todo, lo
que en realidad sobrecogió mi corazón como un puño
inexorable que apretara sobre él hasta estrangularlo, fue el
reluciente color rojo con que se vestía, como un presagio
sangriento de muerte para todos.
La chica, agradecida y asustada a la vez, llorando de nuevo,
se encogió y apretó junto a mi pierna, y susurró:
—Gracias, madre…
Un misterioso viento frío inexistente salió de mi corazón y
atravesó mi cuerpo.
- 72 - Nórax de Tartessos, I
Y en todos los poros de la piel, y también en mi interior, tuve
la certeza absoluta de que, cabalgando en él, montado sobre
su lomo, se hallaba Orghión…
Era el hálito helado del Señor Oscuro, que me abandonaba.
C
uando partimos hacia la isla, Imiel y yo cabalga-
mos juntos a lomos de Bruma. Era un animal
fuerte, y no temí agotarlo en una distancia corta
como aquella. Pero la chica me había contagiado
esa sensación apremiante de falta de tiempo que
le embargaba, y desde entonces todas mis reacciones estuvie-
ron marcadas por las prisas. También por el miedo.
La luna, que desde su brutal aparición dominaba la noche,
fue tornando su color rojo intenso de un principio hacia otro
más pálido y amarillento, casi translúcido, como la propia luz
que generaba; su tono débil, sin resplandor, dotaba al entorno
de un color fantasmal que transformaba en posible peligro, y
amenaza segura, aquellas sombras etéreas que componía.
También las otras, más profundas, que su luz tenue no podía
atravesar.
Su tamaño, no obstante, no había decrecido. Pese a su
ascenso continuado hacia las alturas, mantenía su grosor
inicial, unas cinco veces mayor de lo habitual. Me dio miedo
imaginar que, de continuar así toda la noche, estallaría, como
un pellejo gastado que se ha llenado de vino en exceso…
- 76 - Nórax de Tartessos, I
Volví a embutirla en la negrura; en esta ocasión, despacio.
Fascinado, contemplé cómo desaparecía lentamente y se
perdía entre sombras, hasta quedar reducida a una simple
silueta vaga y difusa, apenas perceptible en la oscuridad.
Sentí un nudo tomar forma en mi garganta, y mi ánimo decayó.
Pero no me permití pensar en ello…
Cerré los ojos, aspiré profundamente, y me convertí en una
sombra más entre las sombras cuando me adentré en las
tinieblas.
- 78 - Nórax de Tartessos, I
de momento, no corría peligro físico. Él no se encontraba allí.
Era tan sólo una sombra sin cuerpo.
—Para ello deberás tomar forma –le dije–. Tú, o alguno de
tus sirvientes. Y con un arma en la mano dispongo aún de una
baza, como sabes. Será un buen combate, ¿no crees?
Intentaba provocarle, atraer su ira hacia mí, apartarla de mi
acompañante:
—Vamos…, ¿por qué no lo haces? ¿Me tienes miedo,
quizá…? ¿Tú, todo un dios, temes a un hombre?
No dio resultado:
—Algún día, mortal, te lo prometo; algún día… en otro
momento. Ahora no puedo perder más tiempo contigo.
Su voz se hizo más débil, y se fue extinguiendo, al tiempo
que el halo de luz que rodeaba mi cuerpo acrecentaba y el
manto negro se desvanecía. Las tinieblas comenzaron a
desaparecer suavemente, y unos tímidos rayos de luna
penetraron en los dominios oscuros.
Pero cuando –iluso de mí– comenzaba a pensar que había
vencido, un grito de terror y el relincho agudo de Bruma me
devolvieron a la realidad, y supe que, después de todo, sólo
había obtenido una pequeña tregua en la lucha.
Maldije mi estupidez.
Con el cuerpo en tensión, dominando la rabia, comprendí al
fin la añagaza, urdida para separarme de Imiel mientras la
atacaban.
Entre jirones oscuros de niebla que se desvanecían acerté
a divisar una criatura alada enorme, que sujetaba a Imiel entre
las garras y pretendía remontar el vuelo con su presa.
Levantada en vilo, la chica luchaba desesperadamente por
evitarlo, agarrando a Bruma por las crines, mientras el caballo
- 80 - Nórax de Tartessos, I
Lo vi sangrar a borbotones, sus entrañas asomando por entre
cortes profundos provocados por un pico y unas uñas afiladas
como cuchillos… Y a pesar de todo, sujetaba la pechera del
otro animal con sus dientes, intentando herir mientras lo
coceaba, sin apenas conseguirlo.
Bruma… compañero…
Dominado por la rabia, y con una cortina de sangre cubrién-
dome la mirada, me abalancé sin pensar hacia su asesino y
asesté, una tras otra, mil cuchilladas mecánicas sobre aquel
cuerpo perverso; hasta que su cuello cedió, y la cabeza, cerce-
nada, rodó sobre la arena…
Bruma continuaba sujetándolo, sin ceder, sin retirar sus
dientes; a pesar de las muchas convulsiones de agonía que
recorrían su cuerpo… Sólo aflojó su presa al notarla inerte.
Sus ojos me buscaron entonces, con orgullo, sabiendo lo
que había hecho y el precio pagado por ello. Los míos se
inundaron de lágrimas, y un sonido ronco brotó en mi garganta.
Apoyó la cabeza sobre el camino, porque las fuerzas se le
iban, fluyendo junto a la espuma rojiza que surgía por su boca.
Me miró de nuevo, para despedirse. Y yo temblé, al pensar en
lo que debía hacer a continuación.
«Hazlo, amigo», creí entender en su mirada.
Busqué su corazón entre lágrimas. Su gran corazón, rebo-
sante de amistad. Un golpe seco y profundo de metal afilado,
que sentí como si a mí me lo dieran, y todo acabó. Las
convulsiones de su cuerpo se prolongaron en el mío durante
algunos instantes...
- 82 - Nórax de Tartessos, I
LUCES
U
una vez dentro, el agua me pareció fresca y cálida
a un tiempo. Tonificó mis músculos, y proporcio-
nó serenidad a mi espíritu herido.
Pero no consiguió mitigar el dolor.
- 84 - Nórax de Tartessos, I
del agua apuntando a la noche. La mujer recorría una ruta
prefijada, siguiendo puntos estratégicos concretos, guardados
en su memoria, que yo sería incapaz de repetir en solitario.
Cuando alcanzó la base de aquel imponente montículo, se
detuvo y mantuvo a flote con los pies, mientras sus manos
buscaban entre la roca algo que en aquella oscuridad me era
imposible adivinar. Lo encontró poco después, a ras del agua,
algunos metros más allá de donde estábamos.
Me miró, y asintió con la cabeza. Yo me acerqué hasta
donde señalaba y descubrí, también al tacto, una runa grabada
en piedra que no conseguí entender. El relieve se encontraba
muy desgastado, debido al roce continuo y durante años de un
mar, amante incansable, que la cubría a diario con sus
caricias.
Sin decir palabra, la chica llenó de aire sus pulmones y se
sumergió en el agua. Aspiré yo también, y la seguí; y me
introduje en una noche más oscura aún, en la que resultaba
imposible distinguir otra cosa que negrura. Pero el mar se
iluminó de repente con la presencia de una luna submarina,
que me presentó hermosos relieves ondulantes, desconocidos,
y una silueta que se adentraba suavemente en las
profundidades. Comprendí que allí abajo, sin ojos espías que
pudieran descubrirle, la chica había preferido despojarse del
turbante y sus cabellos actuaban como una poderosa antorcha
entre tinieblas. La vi descender con agilidad, impulsada con
las manos sobre las rocas, hasta que la piedra se abrió a su
lado como una boca, y se la tragó.
Fui tras ella, persiguiendo su estela de burbujas iluminadas
a través de un túnel horadado en la roca, que ascendía
inclinado a través de la piedra. Sentí entonces que aquellas
paredes se cerraban sobre nosotros y me impedían alcanzar el
final; pero el agua desapareció pronto sobre mi cabeza, y
aspiré con agonía un aire que ya se había agotado en mis
pulmones y me hacía imaginar cosas extrañas. Me supo a
humedad y moho, pero lo tomé agradecido. Y en cuanto
recobré la serenidad miré a mi alrededor.
- 86 - Nórax de Tartessos, I
–—–– oOo –––—
- 88 - Nórax de Tartessos, I
Se trataba del mismo rumor sordo que en diversas
ocasiones anteriores había creído imaginar. Pero ahora
sonaba cercano y nítido, como si ascendiera pesadamente en
pos nuestro por el pasillo. Mi cuerpo se estremeció cuando
recordé aquel ojo submarino de las profundidades.
—¡Vamos! —dijo, agitada; cogió mi mano y me obligó a
correr tras ella.
Pronto, el techo se elevó considerablemente y penetramos
en lo que parecía la antesala de una gran cámara. Al fondo vi
una pared cubierta de relieves y tallas, y una arcada esculpida
en la roca a modo de puerta, tras la que intuí una estancia
mayor. Imiel me dedicó una sonrisa nerviosa, y tiró de mí,
asustada, apremiándome a entrar rápido a su interior. Me
detuve sólo un instante, impresionado por aquella maravilla
oculta en la profundidad de una montaña. Pero el susurro
amorfo que ascendía pesadamente por detrás me volvió a
estremecer, y la seguí resuelto hacia el arco de piedra.
Cuando traspasé el umbral la sacerdotisa se detuvo junto a
la puerta, giró sobre sí misma para situarse frente a la entrada,
reclinó la cabeza, y entornó los ojos. Respeté su plegaria; y
mientras lo hacía, intenté averiguar dónde nos encontrábamos.
El resplandor plateado de sus cabellos alcanzaba a iluminar
sólo unos pasos a nuestro alrededor; sin embargo, más allá de
la penumbra que generaban, percibí una estancia de
dimensiones enormes. Una gruesa capa de polvo acumulado
tras largos años de soledad acolchaba mis pasos; al apartarla,
encontré un suelo formado por enormes losas de piedra lisa,
finamente trabajada.
Imiel inició entonces un sonido gutural y monótono con su
garganta, y su oración silenciosa se transformó en invocación:
separó ligeramente las piernas, sus puños cerrados se unieron
por las muñecas a la altura de los ojos, y su rostro quedó
tenso, concentrado en un gran esfuerzo, como el resto de su
cuerpo.
En un lateral de la puerta descubrí un esqueleto humano,
de huesos blanquecinos y limpios, que parecía sonreír
…Luz de Luna entre las Sombras - 89 -
contemplando aquella extraña exhortación. Junto a su mano,
suelta tras resbalar de unos dedos descarnados, incapaces de
sujetarla, una espada gastada y cubierta de orín por el tiempo
acompañaba su eterno descanso. Un escalofrío inconsciente
me hizo relacionar su presencia, ya lejana en la historia, con
los susurros del pasadizo, y ese ojo luminoso de los
insondables abismos marinos; y mi imaginación revivió,
alarmada, los posibles pasajes no descritos de una lucha entre
el hombre y el horror...
En ese instante, Imiel dejó escapar un suspiro y volvió a
captar mi interés. Aún en tensión, abrió bruscamente ojos y
manos al mismo tiempo. Al momento, sus dedos se
prolongaron por arte de magia, y quedaron transformados en
rayos de luz, que dirigió hacia los laterales y el techo de la
puerta, donde se posaron. Impresionado, trastabillé unos
pasos hacia atrás.
Muy despacio, sus manos se separaron; y los haces de luz
que nacían de sus dedos se entrecruzaron, acompañados de
un zumbido extraño e imperceptible. Y así, moviéndolos
suavemente, creó formas en el aire, y fue tejiendo ante mis
ojos una malla artesana de luz sólida, en forma de red, con la
que cubrió por completo la entrada del pasadizo. Concluido el
trabajo, sus dedos se apagaron, y ella quedó lacia, relajada,
con la cabeza caída hacia delante, y los músculos aflojados
tras la tensión.
Mis ojos parecían locos, repartiendo miradas alternativas
entre el cuerpo laso de la chica y el prodigio luminoso que
acaba de crear. Su voz, y un suave roce de su mano sobre mi
piel, tan sólo consiguieron sacarme parcialmente de aquel
trance.
—Vamos... –me dijo, recuperada de pronto–. Esto nos
protegerá de cualquier criatura que nos esté siguiendo.
Pensaba que, tras lo visto, mi capacidad para la sorpresa
había alcanzado un límite. Pero la nueva maravilla que se
mostraba ante mis ojos se encargó de contradecirme:
Con cada paso que Imiel avanzaba, los muros de piedra
parecían contagiarse del fulgor de sus cabellos y absorber su
- 90 - Nórax de Tartessos, I
luz, y ya no la perdían cuando ella se alejaba. Como en un
sueño, la oscuridad más absoluta se fue transformando ante
mí en paredes de piedra jaspeada, tenuemente luminosas,
talladas con imágenes magníficas, y objetos cuyo origen y
significado escapaban a mi comprensión. Cuando todo quedó
iluminado, mis ojos contemplaron una sala de dimensiones
enormes, cubierta por una cúpula gigantesca, excavada en el
mismo corazón de aquella montaña hueca.
Y en medio de ella, frente a un altar que refulgía con mayor
intensidad que el resto de su entorno, Imiel, la chica perdida y
necesitada de ayuda, aquella mujer que lloraba asustada y
temblorosa, se mostró entonces sacerdotisa suprema en un
marco de incomparable belleza. Su voz denotó decisión y
poder, cuando pronunció satisfecha:
—El Templo del Mar... ¡Mi templo!
Y yo, cohibido, empequeñecido ante tan magnífica
grandeza, en la que intuía la mano de colosos y titanes, si no la
de los propios dioses, no me atreví a profanar con mi
presencia aquella residencia divina y me detuve junto a su
entrada, sintiéndome demasiado pequeño para penetrar en su
interior…
Entonces, junto al altar jaspeado, la mujer elevó sus brazos.
Y una vez más fui testigo de un hecho extraordinario:
Envuelto en un canto de letra y cadencia extrañas, el centro
de la cúpula, justo encima de donde ella se encontraba, se
abrió. Sin compuertas ni mecanismos; simplemente, se abrió,
diluyéndose en la nada. Primero fue un punto, en su mitad
más exacta. Luego un hueco, que creció y ensanchó hasta
formar un círculo perfecto de mediano tamaño, por el que, en
parte, se adivinaba el resplandor de la Luna. Ésta aún no
había alcanzado su apogeo, pero su débil rayo no tardaría
mucho en posarse sobre el altar.
Y en ese punto, la mujer exclamó, exultante:
—He llegado a tiempo... ¡He vencido, Orghión...! ¡Te he
vencido!
- 92 - Nórax de Tartessos, I
JUEGOS
L
a carcajada se prolongó estrepitosa, henchida de
satisfacción, e inundó el entorno. En mí tuvo el
efecto de una gran garra helada que apretase
fuertemente mis entrañas: era el Señor Oscuro, y
venía a reclamar su presa.
Me replegué despacio, tras un saliente tallado en la propia
roca. En el relieve observé varios círculos concéntricos de
distinto tamaño, rodeando una representación de lo que estimé
era el Sol por los rayos que despedía. Pero no me detuve a
pensar en ello. Una palabra dicha se había aferrado a mis
sentidos, como una idea fija que no quisiera abandonarme sin
obtener respuesta: ¿cómo había llamado la sombra a la
sacerdotisa?
Sin embargo, un grito escalofriante de la mujer desgarró el
majestuoso silencio que sobrevino a la carcajada, y detuvo el
curso de mis latidos; también mi primer impulso inconsciente
de ocultarme. Abandoné el refugio, dispuesto a enfrentar algo
que sabía peor que la muerte, pero que no podía eludir.
- 98 - Nórax de Tartessos, I
Rodé sobre mí mismo. En el último instante, su arma se
estrelló a mi lado, justo donde me encontraba. El impacto de
metal sobre el suelo levantó ecos lúgubres desde la piedra,
que recorrieron la estancia como un tañido maldito de
campanas infernales.
Me apoyé entonces, como pude, sobre el altar a mi lado,
pretendiendo recobrar estabilidad suficiente para encarar a mi
atacante. Me sentí débil. A duras penas logré frenar un nuevo
golpe lateral, que en el choque empujó mi propia arma hasta el
costado. La dureza del siguiente casi me hace soltar la falcata
al pararlo. Comencé a dudar, no ya de vencer en la contienda,
sino también del tiempo que podría resistir un embate tan
continuo.
La sombra viviente lanzó un nuevo tajo hacia mi cuello. Lo
esquivé agachándome y quedó desequilibrada tras el
movimiento. Aproveché la ocasión para lanzar una patada a
su costado, en un intento desesperado por hacerla caer; no lo
conseguí, pero la desplacé unos pasos. Fue cuando descubrí
que la sombra había creado una envoltura muscular completa
sobre aquellos huesos descarnados, conformado un verdadero
cuerpo a su alrededor; casi humano, aunque negro en su
plenitud. Ese breve respiro me permitió subir al altar, donde
obtuve una posición privilegiada dominando en altura a mi
contrincante. Pude así contemplar por primera vez su rostro:
negro como el carbón, sin mácula alguna en su oscuridad que
señalara en él la presencia de ojos o boca; una verdadera
sombra a la vez que cuerpo; una fosca pesadilla, que me
atacaba de nuevo.
Pero en esa ocasión, una reflexión se impuso en mis
pensamientos más allá del miedo: si se trataba de un cuerpo,
si tenía forma humana, también podía ser cortado, roto,
vencido… Y con esa idea en la cabeza, recobré la confianza
perdida y nuevas fuerzas. Una energía renacida recorrió mi
interior, y mi sangre, helada antes por el desconcierto y el
miedo, bulló entre las venas con nuevos bríos.
El engendro avanzó hacia mí. Pretendía un corte en las
piernas. El nuevo entusiasmo me dio alas y lo esquivé
…Luz de Luna entre las Sombras - 99 -
fácilmente, elevándome de un salto. Como respuesta, la
sombra se revolvió veloz en sentido contrario, y dibujó en el
aire un arco completo con la espada y su brazo. Pero ahora
sentía los músculos relajados y sueltos. Me permití una pirueta
sobre su cabeza, lanzándome al vacío tras su espalda, al
tiempo que mi brazo impulsaba la falcata en un tajo largo sobre
su cuerpo; no le atiné, apenas por una uña de distancia.
Aterricé sobre mis manos, sin soltar el arma, inclinando la
cabeza sobre el pecho; y al tocar el suelo rodé sobre mí mismo
para amortiguar la caída. Mi cuerpo, flexible ahora, libre de
miedos, no se resintió del golpe. Al instante siguiente estaba
dispuesto para continuar la lucha.
Se sucedieron entonces estocadas y fintas, un entrechocar
de metales que se buscan y esquivan, como un peligroso juego
de amantes enfebrecidos. Y aunque era yo en lucha contra mí
mismo, dos y uno ejecutando los pasos de un baile de muerte
conocido por ambos y previsto en todos sus movimientos,
encontré una ocasión propicia en la que, quizás por suerte, tal
vez porque le superaba en libertad de pensamientos, me fue
posible engañar a la sombra y desequilibrar la balanza:
Simulé un resbalón. Ella me devolvió una estocada, que
debió creer certera, pero que yo esperaba y esquivé en última
estancia, aunque logró cortar un mechón de mi melena. En
ese instante, abierta la guardia, impulsé la falcata en un vuelo
fatídico hacia su torso negro al descubierto. Allí se alojó,
limpiamente, hasta la empuñadura. Oí el sonido de costillas
rotas bajo el metal, mensajero de la muerte. Mi yo oscuro se
tambaleó. Retrocedió unos pasos, hasta que el arma quedó
fuera de nuevo. Abrió los brazos. Y en una burda imitación del
ser humano que pretendía suplantar, hinchó el pecho, tal vez
en busca del último aliento de un aire que no respiraba. No
había sangre, ni líquido alguno en el hueco enorme que la
falcata dejó al retirarse…
Pero cuando esperaba verlo caer desplomado sobre aquel
suelo artesano, mi gemelo oscuro se recuperó y, superando un
traspié de sorpresa, me enfrentó de nuevo.
Y en ese instante creí oír la risa sarcástica y silenciosa del
Señor de las Tinieblas, que me decía:
- 100 - Nórax de Tartessos, I
—¿De veras, mortal..., de verdad esperabas destruir tu
propia sombra, dar muerte a un cuerpo ya muerto? No te será
tan fácil, te lo aseguro… Aunque, dime, ¿qué ocurrirá cuando
suceda al contrario?
Una carcajada escalofriante recorrió los muros de piedra y
cargó el aire de maldad; y una sensación de asfixia y agobio
penetró en mí al respirarlo. Mi corazón volvió a conocer el
abatimiento, la desesperación de una causa que se sabe
perdida.
«¡Estúpido! –me grité en silencio– ¿Cómo pudiste imaginar
que te fuera a permitir una nueva victoria sin conservar él la
ventaja?».
Y perdida ya toda iniciativa, ante la certeza de una victoria
imposible, me concentré en detener la nueva lluvia de golpes
que asestaba mi antagonista. Al tiempo, nació en mí la
resolución de no rendirme ante el destino, de resistir mientras
las fuerzas lo hicieran, para no dar a un dios que jugaba
conmigo esa otra victoria de la sumisión. Al menos me
quedaba el orgullo, la satisfacción de morir combatiendo.
«Dioses –fui a gritar–, acogedme entre vosotros...» Pero
ya no me quedaban dioses en quien confiar, o esperar algo de
ellos; sólo la paz de la madre tierra, cuando acogiese mis
restos entre su seno…
Por mi mente cruzó entonces una idea fugaz, que reclamó
mi atención con urgencia. Pero, esquiva ella, entre el combate
y la preocupación, me rehuyó y evadía... Desapareció,
finalmente, cuando me concentré en detener otro golpe,
dirigido ahora contra mi pecho. ¿Qué era...? ¡¿Qué era...?!
Algo que la diosa había dicho cuando era mujer, sobre las
luces y las sombras...
Y de pronto, como el arco de colores que surge sin avisar
tras la borrasca, tuve la salvación a mi alcance. O eso
esperaba.
Era tan sólo una idea, una intuición, que lo mismo podía dar
resultado, como costarme la vida. También la única esperanza
———oOo———
del Libro 1
de Nórax de Tartessos
y el volumen separado
SUEÑOS Y REMINISCENCIAS
Una ciudad lejana, perdida en la niebla
La Dama de la Montaña
10
Los nombres propios que aparecen en el relato han sido transcritos al castellano en
muy diferentes formas y acepciones. Para disponer de un criterio único, se ha optado
por seguir las referencias utilizadas en uno de los diccionarios publicados en nuestro
país el Diccionario de la Mitología Clásica, de Constantino Falcon Martínez y otros
(Alianza Editorial. Madrid).
Para diferenciar personajes y lugares imaginados de aquellos que tienen una base
histórica o mitológica previa se indica [fic.](de ficción) junto a su nombre.
Bendala, Manuel.
• Tartessos. La Huella de Grecia. Cuadernos Historia16,
nº40. Historia16. Madrid, 1985.
Blázquez, José María.
• Tartessos. Las fuentes. Revista de Arqueología, Extra
nº1. Barcelona, 1989.
• Tartessos. El Dorado de Occidente. Cuadernos
Historia16, nº40. Historia16. Madrid, 1985.
Elvira, Miguel Ángel.
• Tartessos y la Atlántida. Cuadernos Historia16, nº40.
Historia16. Madrid, 1985.
Falcón Martínez, Constantino, y otros.
• Diccionario de la Mitología Clásica. Alianza Editorial.
Madrid, 1995.
Maluquer de Motes, Juan.
• Tartessos, la ciudad sin historia. Editorial Destino.
Barcelona, 1984.
• La Civilización de Tartessos. Editoriales Andaluzas
Unidas. Sevilla, 1985.
Presedo Velo, Francisco.
• La Realeza tartésica. Revista de Arqueología, Extra nº1.
Barcelona, 1989.
Schulten, Adolf.
• Tartessos. Editorial Almuzara, S.L. Córdoba, 2006.
Vázquez Hoys, Ana Mª.
• La Posible reina mítica de Tartessos: La Gorgona
Medusa. III Congreso español del antiguo oriente
próximo. Huelva, 2003.
• Las Golondrinas de Tartessos. Ed. Almuzara, S.L.
Córdoba, 2008.
LAS COLUMNAS DE
HERACLES
Volumen 1:
www.norax.es