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ANSELM GRÜN

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Introducción

Aproximaciones a la verdad

1. La concepción filosófica de la verdad

2. La concepción bíblica de la verdad

3. La verdad y el lenguaje

4. La verdad de los dogmas

5. La virtud de la veracidad

6. La virtud de la fiabilidad

II

Verdad y veracidad en los distintos campos de la vida

1. Verdad y veracidad en el trato con uno mismo

2. Verdad y veracidad en el trato con los demás

3. Verdad y veracidad en la política

4. Verdad y veracidad en la economía

5. Verdad y veracidad a la cabecera del enfermo

Comunicación exitosa

Verdad y humanitarismo

6. La verdad, entre la ciencia y la fe

7. La verdad que libera y sana

Conclusión

Bibliografía

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EN un mundo en el que la verdad es tergiversada con creciente frecuencia, anhelamos
tratar con personas que den testimonio de la verdad y cuyas palabras concuerden con la
realidad que viven. En nuestro mundo experimentamos cómo la verdad es manipulada.
La política y la justicia solicitan informes periciales. Pero según quién los elabore - y por
encargo de quién- tales dictámenes se decantan en un sentido u otro. La verdad parece
no ser sino cuestión de interpretación e intereses. Quien tiene interés en esta o aquella
verdad toca todos los resortes posibles para torcer la verdad en el sentido que le
conviene. Cuando abrimos la prensa, no sabemos si el periódico que tenemos en las
manos informa objetivamente o tan solo necesita una historia sensacionalista para atraer
la atención de un mayor número de lectores y aumentar así la tirada. De esta suerte, la
confianza en la verdad se ha perdido en esencia. La pregunta escéptica de Pilato nos
importuna: «¿Qué es la verdad?». ¿En quién debemos confiar? ¿En los políticos, en los
medios de comunicación, en los compañeros de tertulia? ¿No endereza cada cual la
verdad a su apaño? ¿No creemos cada uno de nosotros estar en posesión de la verdad y
ver las cosas tal como son?

Justo porque experimentamos dolorosamente la arbitrariedad de la verdad,


anhelamos verdad y veracidad. Anhelamos que lo que cuenten los medios de
comunicación social sea verdad, que concuerde con la realidad. Y anhelamos que las
personas sean veraces, que no reconozcan su mentira solo cuando esta quede probada
por los tribunales. Anhelamos que la verdad sea puesta de manifiesto sin doble intención.
Y anhelamos fiabilidad en nuestras relaciones. Sufrimos cuando, en una relación de
pareja o en una amistad, la otra persona finge amor. ¿Cómo podemos distinguir entre el
amor auténtico y verdadero y el amor que únicamente persigue algo, que nos utiliza y
abusa de nosotros? Las personas nos sonríen con amabilidad. Pero a menudo no
sabemos si podemos confiar en esa amabilidad o si la persona recurre a ella solamente
con objeto de utilizarnos para sus propósitos. En un mundo de relaciones inseguras y
fachadas amables, ansiamos verdad y veracidad.

Nos irrita el hecho de que en muchos países reine la corrupción. La verdad es


tergiversada. De puertas hacia fuera se aparentan negocios limpios. En realidad, sin
embargo, por detrás se soborna a la gente con mucho dinero. Entretanto nos enteramos
de que también en nuestro país florece la corrupción. Desconfiamos de que las cosas en
economía transcurran siempre por cauces limpios o de que entre bastidores no se lleven a
cabo negocios deshonestos. ¿En quién podemos poner nuestra confianza? ¿De qué
afirmaciones, de qué personas, podemos aún fiarnos? Anhelamos personas fiables,
auténticos modelos, de los que no tengamos que leer algún día en la prensa que han
llevado una doble vida.

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Cuando estudié a fondo las diversas teorías de la verdad que se sostienen en
filosofía y teología, me quedé sumido en el desconcierto. A mis lectores difícilmente les
puedo exigir que se enfrenten con argumentaciones tan complejas. A veces, ni yo mismo
las entiendo. Así, en este libro prescindo de presentar los conceptos de verdad tal como
los han descrito los distintos filósofos, desde Platón hasta Kant, Hegel, Nietzsche y Karl
Marx, pasando por Aristóteles, Agustín, Anselmo de Canterbury y Tomás de Aquino.
Pero leyendo tales argumentaciones filosóficas cobré conciencia asimismo de que detrás
de cada presentación se esconde una experiencia. Me pregunté qué experiencias con la
verdad había tenido cada filósofo. Cuando abordo los textos filosóficos preguntándome
qué experiencia late en ellos, esos escritos devienen sobremanera interesantes. Entonces
me conmueven. De ahí que, en este sentido, quiera mencionar, no obstante, algunas
ideas de la filosofía y la teología. En ello me guía siempre la pregunta de cómo pueden
ayudarnos esas ideas a entender y vivir hoy la verdad y la veracidad. Después de las
reflexiones filosóficas y teológicas sobre el tema, me gustaría recorrer distintos campos
de la vida humana en los que la verdad y la veracidad son necesarias y hacen más
humana nuestra convivencia.

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LA filosofía griega ha marcado la concepción occidental de la verdad. La voz griega que
traducimos por verdad, alétheia, significa «no ocultación». Léthé quiere decir «olvido».
Cuando la esencia de las cosas es arrancada al olvido, cuando se revela lo auténtico,
entonces acontece la verdad. La experiencia que late detrás de este término es
probablemente la siguiente: vivimos, qué duda cabe, en este mundo, pero no somos
conscientes de lo que el mundo es. Vemos las cosas de este mundo: los árboles, las
flores, los animales, los seres humanos. Pero lo que subyace a todo ello nos resulta
extraño. Se nos oculta la esencia de las cosas. La verdad significa que las cosas se nos
revelan, que nos percatamos de qué sentido tiene todo lo que en el mundo sale a nuestro
encuentro.

Para Heráclito, uno de los primeros filósofos, la sabiduría consiste en proclamar lo


verdadero desde la escucha a la naturaleza. La verdad solo la reconocemos escuchando a
las cosas, siendo justos con ellas. Las cosas son verdaderas. Sencillamente están ahí.
Pero a menudo no las vemos tal como son. Las tergiversamos a través de nuestros
prejuicios o de los propósitos que nos hacemos con ellas. La verdad consistiría en que las
cosas vuelvan a hablarnos en vez de que nosotros hablemos sobre ellas y las
enderecemos con nuestras palabras. Heráclito experimentó a todas luces que lo que
muchas personas dicen sobre el mundo es producto más bien de su propio
entendimiento. Hablan de sus opiniones sobre las cosas. Pero sin haber escuchado a
estas. De ahí que la primera condición para reconocer la verdad sea escuchar al mundo.
Escucho a la persona con la que hablo. Presto atención a lo que dice. Y me esfuerzo por
ponerme en su sitio para percatarme de qué es lo que en realidad la mueve. Escucho a la
naturaleza, a las montañas y a los ríos. Todos tienen algo que decirme. Así pues, la
verdad requiere afinar el oído con humildad, a fin de hacer justicia a las cosas.

Platón entiende la verdad de modo tal que el ser se esclarece y resplandece en su


clara esencia. Eso ocurre cuando el ser concuerda con la idea de Dios y el hombre
participa de las ideas eternas que le han sido regaladas por Dios. Platón distingue entre
apariencia y realidad. En la verdad, la realidad se revela tal cual es. No contemplamos
solo la apariencia, ni tenemos únicamente una opinión (dóxa) sobre las cosas, sino que
las conocemos tal como son en verdad. Y nuestras palabras expresan esta esencia de las
cosas. La verdad es la no ocultación del ser. Pero el ser humano - dice Platón en su
alegoría de la caverna - a menudo no ve más que la sombra de la luz. Estamos de pie
dando, por así decir, la espalda a la pared y solo vemos las sombras que de nosotros

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proyecta la luz sobre la pared de enfrente. Para conocer la verdad, hemos de girarnos y
mirar a la luz. La luz simboliza las ideas de Dios. Si conocemos con nuestro
entendimiento las ideas de Dios, también conocemos la realidad tal cual es
verdaderamente. Pues las cosas son ideas de Dios que han cobrado forma. Si
reconocemos las ideas en todas las cosas de este mundo, el ser se esclarece. Nos
percatamos de la apariencia engañosa y reconocemos la verdad de las cosas. La verdad
relumbra (leuchtet auf) y nos convence (leuchtet uns ein).

El teólogo Agustín traspuso la filosofía de Platón y su interpretación neoplatónica a


cargo de Plotino a la teología cristiana. Para Agustín, la fe es condición para conocer la
verdad. Dios ha revelado la verdad en Jesucristo. De ahí que el conocimiento de la
verdad vaya de consuno con la revelación divina. «Si no creéis, no conoceréis». Así cita
Agustín, en la traducción de la Vulgata, el versículo del profeta Isaías (Is 7,9). La
auténtica verdad es, para Agustín, Dios mismo, el cual se manifiesta en el mundo, pero
nosotros no lo reconocemos. Dios continúa siéndonos extraño. En Jesucristo, Dios se
revela de un modo nuevo. En él dispone Dios que su Palabra, que impregna todas las
cosas, se haga carne. La fe es el camino para reconocer la verdad de Dios y, por medio
de Este, también la verdad de las cosas, en las que Él se nos revela. En la fe somos
partícipes de la luz de Dios. El intelecto no puede por sí solo reconocer a Dios. Porque el
pecado lo ha oscurecido. Solo convirtiéndose y volviéndose a Dios en la fe es hecho el
ser humano partícipe de la luz divina; entonces, su entendimiento se ilumina y es
habilitado para conocer la verdad. Dios creó el mundo por medio de su Palabra. Para
Agustín, los pensamientos divinos son la verdadera causa de la creación. Dios pensó
primero las cosas y luego las formó según sus pensamientos. En Agustín, las ideas
platónicas se convierten en los pensamientos de Dios. Y de lo que se trata es de conocer
en la fe esos pensamientos divinos. La verdad divina es, al mismo tiempo, luz. Dios ha
impreso su luz en las cosas. El ser humano conoce la verdad de las cosas en la medida en
que participa de la luz divina. Si Dios lo ilumina en la fe, deviene capaz de conocer la
verdad. De lo contrario, queda a merced de la apariencia y la mentira. La luz de Dios
ilumina nuestras tinieblas. Pero - así se afirma en el prólogo del Evangelio de Juan, sobre
el que Agustín medita en relación con el conocimiento humano de la verdad - «las
tinieblas no la comprendieron». Entonces, Dios envió a su Hijo: «La luz verdadera que
ilumina a todo hombre estaba viniendo al mundo» (Jn 1,9). Si conocemos a Cristo,
tenemos parte en su luz. Y en la luz de Jesús podemos conocer las cosas tal cual son. De
esta suerte, Agustín vincula la verdad de fe con la verdad de razón. La fe es condición
para conocer la verdad por medio del entendimiento. Así interpreta Agustín las palabras
de Jesús: «Yo he venido al mundo como luz, para que quien crea en mí no se quede a
oscuras» (Jn 12,46).

La concepción cristiana de la verdad fue desarrollada en la Edad Media, sobre todo,


por los dos grandes teólogos Anselmo de Canterbury y Tomás de Aquino. Anselmo habla

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de la verdad como rectitudo, «rectitud». Recto no es solo lo que decimos, sino también
lo que hacemos. De ahí que Anselmo vincule ya el conocimiento verdadero con la acción
recta. Nuestra acción debe remitir a la verdad y, en último término, a Dios, que es la
auténtica verdad. Esta idea de Anselmo tiene también importancia en la actualidad. No
basta con conocer la verdad. Tenemos asimismo que realizarla. Debemos darle expresión
en nuestra conducta. Hemos de actuar de modo acorde con la esencia de las cosas y con
nuestra propia esencia. Lo verdadero no son las proposiciones que formula una persona,
sino su vida, siempre y cuando realice en ella la verdad y la ponga también en práctica en
el amor.

Tomás de Aquino define la verdad como adequatio re¡ et intellectus, «adecuación


entre la cosa y el intelecto». Cuando el entendimiento contempla las cosas tal cual son,
surge la verdad. Esta definición de santo Tomás se ha ido alejando con el curso del
tiempo de su significado originario, del que todavía tenía en el Aquinate. Fue entendida
crecientemente en el sentido de que nuestras proposiciones deben concordar con la
realidad. Por consiguiente, la verdad devino, sobre todo, un predicado de los enunciados.
Tomás, en cambio, debía todavía mucho a san Agustín, quien no se concentraba en las
proposiciones sobre la verdad, sino en el ser. El ser es verdadero. O como dice el obispo
de Hipona, «verdadero es lo que es». Lo decisivo es que la persona contemple el ser del
ente. Entonces, conoce la verdad.

Prefiero saltarme la filosofía moderna y sus numerosas discusiones sobre si


podemos conocer o no la verdad. Me gustaría continuar con Martin Heidegger, quien
asume el significado literal del término griego alétheia. Para él, la verdad es la no
ocultación del ente y el esclarecimiento del ser. Por lo común, el ser está oculto para el
ser humano. Cuando el ser se esclarece, mostrándose en su no ocultación, ello constituye
siempre un regalo para el hombre. Este no conoce la verdad; más bien, el ser se le
manifiesta en su no ocultación. Heidegger habla del envío (Schickung) del ser con vistas
a que la verdad acontezca.

Contra este concepto clásico de verdad se volvieron, sobre todo, Karl Marx y
Friedrich Nietzsche. Para Marx, la totalidad del mundo es falsa. Tiene que ser
transformada. La verdad debe ser creada primero quebrando el dominio del capital,
perjudicial para el ser humano. Así pues, la verdad es creada por el ser humano. Las
cosas no son verdaderas; antes bien, el ser humano se crea la verdad conforme a sus
deseos. El planteamiento de Nietzsche es análogo. Cuestiona toda verdad divina dada de
antemano. Critica la voluntad de verdad y le contrapone la voluntad de crear un mundo
nuevo. Para él, la voluntad de verdad es voluntad de poder. La verdad es ilusión. Lo
decisivo es que el ser humano se crea el mundo que él mismo desea. Pero de este modo
surge una pluralidad de mundos, pues no todas las personas quieren lo mismo. Lo único
que desea cada cual es ejercer su propio poder y conformar así la verdad a su antojo.

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Es fácil reconocer en nuestra sociedad las diversas concepciones de la verdad. Los
creyentes defienden, sobre todo, la verdad tal como la entienden Platón y, en su
interpretación moderna, Heidegger. La verdad es algo dado de antemano. El ser humano
debe inclinarse con humildad ante la verdad. Ha de escuchar a las cosas que le vienen
dadas. Tiene que desasirse de segundas intenciones y entregarse a la verdad del ser. Es
entonces cuando arriba a su propia verdad. Y la verdad es entendida por los teólogos
como el resplandor de la verdadera esencia del ser humano. Solo confiando en que la
verdad de una persona se manifiesta a través de todas las apariencias nos resulta posible
comunicarnos sinceramente unos con otros. No obstante, la mirada a la historia nos
muestra que, al tratar el tema de la verdad, no debemos circunscribirnos a las
proposiciones. Lo que afirmamos sobre la verdad de las cosas, sobre la verdad de Dios,
no son más que palabras nuestras. Estas palabras quizá se aproximen a la verdad, pero
no son la verdad. La verdad es el ser, la verdad es Dios. Podemos esforzarnos por
aproximarnos a esta verdad en nuestro conocer y nuestro hablar, pero no poseemos la
verdad en nuestras proposiciones.

Algunos políticos y economistas se adhieren, en cambio, al concepto de verdad que,


entre otros, sostiene Nietzsche. Quieren crear ellos mismos la verdad. Dirigen el mundo
según sus propias ideas. Y lo que ellos tienen por correcto, eso es su verdad. Pero con
ello se apartan del auténtico significado de la verdad. Se las dan de señores de la verdad
y señores del mundo. La imagen cristiana del hombre asume otra concepción de la
verdad. Lo verdadero es el ser. La auténtica verdad es Dios. Y conocer la verdad
significa someterse humildemente al ser, despertar para escucharlo y desentrañar la
esencia de las cosas.

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PARA el concepto griego de «verdad», el Antiguo Testamento usa la expresión hebrea
'emet. Este término tiene siempre también el significado de «fiabilidad». Durante mucho
tiempo fue habitual en teología - sobre todo, en la estela de Rudolf Bultmann -
contraponer el concepto hebreo de verdad a la comprensión griega de la verdad. Para la
mentalidad hebrea, «verdad» significaría: fiabilidad, fidelidad. Dios es verdadero, de Él
puede fiarse uno. Así pues, Bultmann ve el concepto hebreo de verdad vinculado
siempre a una persona. Se trata de una concepción personal de la verdad, mientras que la
palabra griega alétheia la entiende de modo meramente objetivo, justo como «no
ocultación». Pero también la concepción hebrea de verdad parte de que una persona es
verdadera cuando dice las cosas tal cual son, cuando conoce correctamente las cosas. La
verdadera diferencia entre el concepto bíblico y el concepto griego de verdad radica en
que «la verdad en sentido bíblico acontece y se presenta ante los seres humanos en
forma de promesa, y la fidelidad-verdad de Dios se manifiesta de forma concreta en la
historia» (Vorgrimler, col. 1400).

El término hebreo para verdad, 'emet, tiene cuatro acepciones:

a)La verdad se atribuye a cosas reales. Se predica de cosas de las que uno puede fiarse,
por ejemplo, un camino que lleva realmente a la meta.

b)'Emet puede designar lo que es verdadero por contraposición al error o la ignorancia.


Aquí, la verdad hace relación al pensamiento. Para conocer la verdad, se necesita la
enseñanza sapiencial.

e)Verdadero es el discurso fiable por contraposición a la mentira o el engaño. Ello vale


para la conducta interpersonal - por ejemplo, ante un tribunal-, pero también para la
relación del ser humano con Dios, al que hay que servir con corazón recto.

d)'Emet denota la «pureza de las relaciones interpersonales». Verdadera es, por tanto, la
vida recta delante de Dios. Aquí, la verdad es, al mismo tiempo, sinceridad (cf.
Werbick, cols. 933-934). Los libros sapienciales denuncian una y otra vez a las
personas mentirosas que hacen que se tambalee la confianza en la comunidad
humana: «El Señor aborrece el labio embustero, el hombre sincero obtiene su favor»
(Prov 12,22). Y a la inversa, vale lo siguiente: «Labio sincero dura largo tiempo, solo
un instante lengua embustera» (Prov 12,19). La verdad y la veracidad no solo son,
por consiguiente, condición para la convivencia humana, sino también fundamento

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para que la persona llegue a ser ella misma. La mentira deforma a la persona y la
lleva a fracasar en la vida.

El Nuevo Testamento asume en parte la visión veterotestamentaria de la verdad.


Verdadero es el pensar y el hablar. Jesús predica una doctrina que se corresponde con la
verdad. Y es puro en su discurso. No finge nada delante de los hombres. Lo que dice lo
avala con su persona. Así, incluso sus adversarios no tienen más remedio que reconocer:
«Maestro, nos consta que eres sincero e imparcial (aléthés el = eres franco, veraz)
porque no juzgas según la apari encia de la gente, sino que enseñas con verdad
(ep'alétheías) el camino de Dios» (Mc 12,14).

En los Hechos de los Apóstoles, Pablo dice de sí: «Pronuncio palabras verdaderas y
sensatas» (Hch 26,25). Lucas asume aquí la concepción griega de la verdad. Verdadero
es lo que se corresponde con la realidad y lo que es razonable, esto es, lo que concuerda
con la razón. En las cartas pastorales se acentúa, por encima de todo, la verdad de la
doctrina. Los predicadores deben anunciar la doctrina verdadera, la que conviene con el
Evangelio verdadero. La verdad es contrapuesta aquí al error. No es tanto la imagen
platónica de la verdad la que sirve de guía cuanto la de la filosofía estoica, que se
preocupa por las proposiciones correctas, por la doctrina correcta, esto es, por la que
concuerda con la verdad.

El concepto de verdad (alétheia) tiene especial relevancia en el Evangelio de Juan.


En Cristo, la Palabra de Dios se ha hecho carne y la gloria de Dios ha devenido visible,
«llena de gracia y verdad» (Jn 1,14). La gracia y la verdad se corresponden con la
descripción de Dios en el Antiguo Testamento. Dios desborda benevolencia y fidelidad.
Pero los conceptos veterotestamentarios adquieren un nuevo significado en Juan. La
gracia es la vida divina que nos es comunicada a través de Jesús. Y la verdad no solo es
perseverancia y fidelidad, sino también la realidad divina revelada en Jesús. A la ley
mosaica Juan le contrapone a Cristo, a través de quien «se realizaron la gracia y la
verdad» (Jn 1,17). Por la verdad de la que habla Juan, Rudolf Bultmann entiende la
realidad divina. Dios se revela a sí mismo en Jesucristo. Y se revela como Aquel que está
lleno de amor y gracia, pero también como Aquel que, en sí mismo, es la verdad. La
verdad de Dios se revela. Esto significa que el velo que todo lo cubre es retirado. Y los
seres humanos contemplan en Jesús la gloria, la verdad de Dios. Aunque los exegetas
actuales no siguen en todo sus reflexiones, Rudolf Bultmann desarrolló, a mi juicio,
perspectivas esenciales para entender la concepción joanea de la verdad. La verdad es,
por un lado, revelación divina: Dios se manifiesta en Jesucristo. Por otro, la verdad es
una posibilidad de la existencia humana. El ser humano accede a la verdad, sobre todo, a
través de la fe. Sin embargo, la fe no significa tanto tener por verdaderas determinadas
proposiciones cuanto una nueva forma de mirar. En la fe miro con ojos nuevos al
hombre Jesús, pero también al mundo en su conjunto. El velo que todo lo cubre es

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retirado. Y me percato de que Dios es la realidad auténtica. Pero la fe no es solo un
mirar, sino, en último término, un ser en la verdad. El secreto de los discípulos de Jesús
consiste en que están en la verdad, en que habitan en ella. Su vida adquiere un nuevo
sabor, porque ya no habitan en la mentira, sino en la verdad.

Para Juan, vivir en la verdad es sinónimo de «vivir en la luz». En el capítulo 8 de su


evangelio, Jesús sostiene una disputa con los judíos. En ella, la discusión gira en torno a
dónde habita y dónde vive la persona: «Quien me siga no caminará en tinieblas, sino que
tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Vivir en la luz puede significar también: permanecer
en la Palabra, habitar en la Palabra. «Si os mantenéis fieles a mi palabra, seréis realmente
discípulos míos, entenderéis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8,31-32). Así pues,
la verdad no solo es algo que conocemos, sino un espacio en el que habitamos, en el que
somos y permanecemos. Quien habita en este espacio de la verdad es libre. Lo contrario
de ello es vivir en el espacio del pecado, vivir en la mentira. Vivir en la mentira no se
refiere a mentir y decir falsedades sobre las cosas. Antes bien, vivir en la mentira quiere
decir: vivir en el engaño, vivir en la realidad aparente del mundo (Bultmann, p. 333). La
realidad propiamente dicha es Dios. Y Dios significa al mismo tiempo vida verdadera.
Quien vive en la realidad aparente del mundo no vive realmente. Lleva una vida de
apariencias. Eso lo vio Bultmann con acierto. Pero en su interpretación polemiza en este
punto con la visión mística. Sus prejuicios anti-místicos no le permiten percatarse de lo
que Jesús quiere decir cuando habla de la verdad que nos libera. En efecto, «mística»
significa despertar a la realidad. Si despierto y reconozco en todo la realidad de Dios, me
libero de las ilusiones que tan a menudo me determinan, de la ilusión de ser perfecto, de
tener que caerle bien a todo el mundo. La verdad me libera a mi ser verdadero. Y
entonces soy libre y dejo de estar sujeto a prejuicios humanos.

Vivir en la mentira implica engañarnos a nosotros mismos. Vivimos tal como los
demás esperan de nosotros. La palabra alemana Lüge (mentira) guarda relación con los
verbos leugnen (negar) y locken (seducir). La mentira significa que niego, escondo,
oculto, la realidad. No vivo en la realidad, sino en un ámbito secreto que yo mismo me
invento. Y la mentira tiene que ver asimismo con locken, «seducir», y con verführen,
«llevar por mal camino». La mentira me atrae. Me promete algo que responde a mis
necesidades. Pero no me conduce a la realidad, sino a un mundo aparente. Me pinta ante
los ojos, por así decir, un país de Jauja, para llevarme a él y mantenerme allí cautivo.

Vivir en la verdad se corresponde con nuestro verdadero ser. Quien vive en la


verdad se ex perimenta a sí mismo como interiormente libre. La verdad confiere vida
verdadera. Quien vive en la mentira está muerto en realidad. Jesús anuncia a los seres
humanos la verdad. Les revela a Dios. Les muestra que en él actúa y habla Dios mismo.
Son palabras que nos elevan a otra realidad, a la realidad de Dios. Para Jesús, su misión
consiste en dar testimonio de la verdad: «Para eso he nacido, para eso he venido al

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mundo, para atestiguar la verdad. Quien está de parte de la verdad escucha mi voz» (Jn
18,37). Aquí Jesús habla no solo de vivir en la verdad, sino de estar de parte de la
verdad, de ser de la verdad. Eso es casi idéntico a ser de Dios, a nacer de Dios. Quien es
de la verdad, quien es consciente de su raíz divina, escucha la voz de Jesús y la entiende
como invitación a abrirse a Dios en medio del mundo, a reconocer a Dios como la
auténtica realidad. Debemos traspasar la apariencia que todo lo cubre y ver el mundo tal
cual es en realidad: creación de Dios, impregnada de su Espíritu, llena de su amor. Pero
Pilato replica al testimonio que Jesús da de la verdad con la pregunta: «¿Qué es la
verdad?» (Jn 18,38). Bultmann interpreta esta pregunta de Pilato en el sentido de que el
Estado, al que Pilato representa, no está interesado en la pregunta por la verdad. La
pregunta, pues, no expresa ni asentimiento ni rechazo, sino desinte rés por la realidad de
Dios (cf. Bultmann, pp. 507-508).

Jesús afirma ser la vid verdadera. Lo hace en una frase peculiar: Ego eimi he
ámpelos he aléthiné (Jn 15,1). Esta frase podría traducirse así: «Yo soy la vid, la
verdadera, tal cual está llamada a ser. Realizo lo que la vid representa. Quien contemple
la vid con los ojos de la fe reconocerá en ella el misterio de mi relación con él, percibirá
ahí mi amor, que lo llena. Yo colmo el anhelo humano de un árbol de la vida que lo
embeba todo de vida divina». Jesús quiere enseñarnos a ver todas las cosas de este
mundo con los ojos de la fe. Entonces nos percatamos de quién es él para nosotros. Él es
la vid verdadera. Nosotros somos los sarmientos que cuelgan de él, que son regados por
él y por su amor con miras a que den fruto. Jesús es la puerta verdadera, la puerta que
realiza la esencia de la puerta a fin de abrirnos un espacio en el que podamos vivir. Él es
también la puerta a Dios y al misterio del ser humano. Jesús es el pan verdadero que
desciende del cielo. Él realiza el auténtico significado del pan: darnos vida mientras
atravesamos el desierto de nuestra vida. Si contemplamos el agua en su naturaleza
verdadera, reconocemos en ella la esencia del Espíritu Santo, quien en nosotros deviene
fuente de la que podemos beber. Aquí, «verdadero» signi fica siempre: miramos a través
del velo de las cosas y reconocemos en todo a Dios y a su Hijo Jesús, quien en estas
cosas se revela como el pan verdadero, el agua verdadera, la vid verdadera, la puerta
verdadera.

La concepción joanea de la verdad alcanza su culmen en la frase de Jesús: «Yo soy


el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Quien mira a Jesús conoce la verdad. A ese se
le vuelven transparentes todos los velos. Y se le revela el ser. Pero la verdad es también,
al mismo tiempo, camino y vida. No podemos poseer la verdad. Antes bien, en la medida
en que recorremos el camino que Jesús mismo es, se nos evidencia la verdad y, en ella,
la vida. Quien está en la verdad conoce el camino a través del cual puede cuajar su vida.
Y experimenta la vida verdadera, una vida que realmente merece tal nombre. Sin Cristo,
el ser humano vive en la ignorancia. Se limita a existir, mas no vive en realidad. Jesús no
comunica la verdad, él es la verdad. En él se revela Dios en su amor y su gloria. No

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obstante, estas palabras se pueden entender asimismo de otro modo. Todo el que busca
la verdad y lucha por ella, todo el que anhela una vida cuajada, reconoce ya
inconscientemente en las entretelas de su corazón a Jesucristo. Jesús es el cumplimiento
de nuestro anhelo de un camino que nos conduzca a la vida y la verdad.

A fin de que también hoy conozcamos la verdad y vivamos en ella - esto es, para
que vivamos en sentido propio-, Jesús nos envía su Espíritu como el Espíritu de la
verdad: «El Espíritu de la verdad, que el mundo no puede recibir, puesto que no lo ve ni
lo conoce. Vosotros lo conocéis, pues permanece con vosotros y está en vosotros» (Jn
14,17). Porque el Espíritu de Jesús está en nosotros, permanecemos en la verdad y, en
medio del mundo, vivimos en Dios y desde Dios. Vivir en la verdad quiere decir, en
último término, vivir en Dios. En Dios arribamos a nuestra propia verdad, a nuestra
auténtica esencia. Solo viviendo en la verdad vivimos como personas, tal como Dios nos
ha creado y quiere que seamos. El mayor peligro para el ser humano radica, a juicio de
Juan, en vivir en la mentira y el engaño, en engañarse uno a sí mismo, en dejarse guiar
por ilusiones y perder el contacto con la realidad. Pero ser en la verdad exige también
realizar la verdad, vivir en consonancia con Jesucristo y su verdad, conforme a su
mensaje. Y la verdad más profunda que él nos anuncia es que Dios es el Amor. De ahí
que ser en la verdad signifique siempre también ser en el amor y vivir el amor.

Lo que Jesús dice sobre la verdad en el Evangelio de Juan es lo más profundo que
los seres humanos podemos pensar sobre la verdad. Aquí, la verdad es una persona.
Hablando con propiedad, Dios es la verdad. Jesús es testigo de esta verdad divina. Pero,
al mismo tiempo, en cuanto revelador de Dios, él mismo es, como Dios, esta verdad. En
la medida en que seguimos a Jesús, en la medida en que nos llena su Espíritu y vivimos
en y según su Espíritu, participamos de su verdad y nuestra propia vida deviene
verdadera, deviene aquello que Dios ha prometido al ser humano: una vida en libertad y
verdad, en amor y luz, una vida fructífera para el mundo. Si estamos en la verdad,
nuestra vida florece y descubrimos la dóxa (la gloria) y la kháris (el amor y la ternura)
con que Dios ha agraciado al ser humano en la creación y en la redención por medio de
Jesucristo.

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CADA lengua tiene su propia concepción del ser humano y, por ende, también de la
verdad. Esto se advierte ya en las distintas palabras con que esta es designada en hebreo
y en griego. El término hebreo 'emet no significa solo verdad, sino que siempre indica
también fiabilidad. Alude a la conformidad de la persona con el asunto sobre el que se
manifiesta. Por consiguiente, en este término nunca se presta atención al asunto por sí
solo, sino que siempre se atiende también a la relación de la persona con él. 'Emet puede
denotar asimismo la leal relación del ser humano con Dios. Cuando se habla de Dios
como la verdad, con ello se quiere decir que Dios es fiable y fiel, que se puede con fiar
en Él, que es un fundamento firme sobre el que uno puede edificar su casa.

El término griego alétheia deriva de léthé (inadvertencia, olvido, ocultación) e


incluye una negación: así pues, «verdad» significa arrebatar al olvido, sacar a la luz lo
oculto, revelar. La verdad es, por tanto, no ocultación, esclarecimiento, del ser. El ser se
revela. Resulta interesante constatar que Homero emplea diversas palabras para referirse
a la verdad. Sin embargo, todas las voces de las que hace uso son negaciones. Así, habla
de némertés, «no errado» (de hamartánein, «errar, pecar»), o de atrekés, «no
tergiversado, sin reservas». La verdad, por consiguiente, tiene que ver siempre con que
algo no sea falsificado, ni tergiversado, ni percibido erradamente; con que el ser, antes
bien, se manifieste tal cual es. El ser es verdadero. La verdad significa que el ser, al
esclarecerse, se revela al hombre.

El término alemán para «verdad», Wahrheit, proviene de la raíz indogermánica uer,


que significa «tener un gesto de simpatía o amabilidad, hacer un favor». De esta misma
raíz deriva la palabra rusa vera, «fe». Así pues, para la lengua alemana, la verdad
designa a todas luces la posibilidad de confiar en el otro. Quien me dice la verdad me
hace un favor, me trata con amabilidad. Lejos de esconderme nada, me muestra cómo
son las cosas y cuál es mi situación. Pero ello pone igualmente de manifiesto que la
verdad nunca puede ser considerada en abstracto, sino siempre en relación con quien me
dice la verdad. En la revelación de la verdad se patentiza una relación sólida. Pero la
verdad solo se la puedo decir a alguien en quien yo confíe y que, a su vez, tenga
confianza en mí. La palabra Wahrheit, «verdad», deriva de la misma raíz que las voces
Wirt, «hospedero», y gewcihren, «conceder, otorgar». Quien me dice la verdad me
agasaja, me alimenta. Es un anfitrión que me invita a su mesa y me cuenta las cosas tal
cual son. Y me presta un servicio, me concede experimentar la verdad. Me posibilita ser
partícipe de la verdad, Todos estos vínculos lingüísticos muestran que los germanos
nunca entendieron la verdad como la mera revelación de un asunto, sino como un
acontecimiento relacional. Uno hace al otro partícipe de su saber, le permite participar en

20
la verdad que ha conocido o experimentado. La verdad no se le puede espetar al otro a la
cara. Eso no se corresponde con la verdad en sentido germano, sino que es un mero
poner en evidencia. La verdad concede siempre participación en el ser. Descubrirle algo
al otro es una buena acción.

Sin embargo, el tema verdad y lenguaje no se limita a las distintas acepciones de


alétheia, ventas y Wahrheit. Más bien, el lenguaje es asi mismo el lugar en el que
acontece la verdad. Para el filósofo Hans-Georg Gadamer, cada texto de la tradición
pone sobre el tapete algo verdadero. Comprender el texto significa siempre también
comprenderse mejor a sí mismo. Y al escuchar un texto, una determinada interpretación
de la realidad, acontece la verdad, la revelación de algo que trasciende la concreta verdad
del texto y del oyente o lector. Se produce una fusión de horizontes entre lo que texto
dice sobre la realidad y el lector, quien se aproxima al texto con una determinada
comprensión del ser y del mundo. Toda verdad humana es limitada. Es interpretación de
la realidad. A través de la lectura y la comprensión de textos se dilata mi visión de la
verdad. La verdad es hallada en el encuentro entre el lector y un texto concreto. «La
verdad es algo que acontece porque entre la pretensión de sentido de algo dado de
antemano y el receptor que lo interroga existe una afinidad en el sentido de algo que tiene
que ver con el mismo asunto» (Werbick, p. 937). Y la verdad guarda siempre relación
conmigo mismo. Gadamer expresa este punto de la siguiente manera: se trata de «que
quien comprende se comprende a sí mismo, se proyecta conforme a las posibilidades de
su propio yo» (Gadamer, p. 246). Comprender la verdad de un texto comporta siempre
comprenderse a sí mismo y comprender la propia exis tencia histórica. En Heidegger, el
ser es siempre también ser histórico.

Esta concepción del conocimiento de la verdad expuesta por Hans-Georg Gadamer


en su conocido libro Verdad y método ha sido aplicada fructíferamente por algunos
teólogos sobre todo a la lectura de la Biblia. El texto de la Biblia me hace llegar la verdad
en la medida en que me encuentro con él y me abandono a él. Cobro conciencia de algo
nuevo en relación conmigo mismo y con el mundo. Según Gadamer, la cosa misma, esto
es, la verdad del ser, no se puede separar del lenguaje. Se trata de encontrar en el curso
de la interpretación de un texto el lenguaje que permita que se revele la cosa misma. La
verdad acontece en la lectura de textos: «Comprender a través de la lectura no es repetir
algo pasado, sino participar en un sentido presente» (Gadamer, p. 370). Aquí estamos,
sin duda, ante una concepción de la verdad distinta de la tomista. Así y todo, Gadamer
nos remite a una dimensión de la verdad que tiene hoy un importante significado para
nosotros. La verdad está más allá del lenguaje. Dios es la verdad en sentido propio, más
allá de las palabras y las imágenes. Si bien somos conscientes de la relatividad de todo
lenguaje, la verdad nos es transmitida, no obstante, a través del lenguaje. En el lenguaje
se expresa el ser.

21
El anhelo del lenguaje es nombrar correctamente las cosas o, como lo formula Juan
Ramón Jiménez, «que mi palabra sea la cosa misma» (Ross - Walter, p. 55). Para
Romano Guardini, en el lenguaje acontece el encuentro entre «la esencia de una cosa y
algo de nuestra propia alma que ha sido despertado por esa cosa» (¡bid., p. 59). Pero, al
mismo tiempo, Guardini se queja de que el lenguaje ha perdido la relación con la esencia
de las cosas y ha quedado reducido a un «apresurado matraqueo de monedas
lingüísticas» (¡bid., p. 60). El lenguaje no es simplemente la designación de lo que es.
Karl Rahner habla de palabras primigenias en las que cobra expresión el misterio de las
cosas y en las que las profundidades de la conciencia humana se vinculan con las
profundidades de nuestro mundo. Quien reconoce la unidad de todo el ser «pronuncia
palabras primigenias que evocan el misterio. Este es siempre inabarcable y oscuro como
la realidad misma, que se adueña de nosotros en tales palabras de conocimiento,
arrastrándonos a sus insondables profundidades. En las palabras primigenias, el espíritu y
la carne, lo aludido y lo que lo simboliza, el concepto y la palabra, la cosa y la imagen,
todavía son originariamente, auroralmente, uno y lo mismo» (¡bid., p. 95). Aun cuando
no ponga de manifiesto al ser en toda su claridad, la pala bra primigenia tiene que ver
siempre con la cosa misma. «La palabra primigenia es, en sentido propio, la presentación
de la cosa misma... Trae consigo la realidad nombrada, la hace "presente", la actualiza y
la representa» (¡bid., p. 96).

22
EN la discusión teológica interconfesional e interreligiosa se plantea a menudo la pregunta
de quién está en posesión de la verdad. En la Iglesia católica, el magisterio insiste en que
él es el guardián de la verdad. Llama al orden a los teólogos que, a su juicio, formulan
enunciados falsos sobre la fe. Pero, en toda discusión sobre proposiciones que
concuerdan con la fe o la contradicen, hemos de ser conscientes de la relatividad de
cualquier enunciado humano. Del mismo modo, debemos tener clara la relatividad de los
dogmas. No se trata de eliminar los dogmas, ni de ponerlos en tela de juicio. Lo que la
Iglesia ha establecido como dogmas es siempre un jalón que ella ha clavado en el campo
de las distintas opiniones, a fin de que los teólogos puedan reconocer ahí una di rección
en la que es necesario seguir pensando. Pero el dogma nunca constituye el punto final de
una discusión; antes bien, se limita a ser una tentativa de aportar luz en la oscuridad de
las doctrinas contrapuestas.

Hay quien opina que, con los dogmas, la Iglesia se aferra a un concepto rígido de
verdad. Y que se atribuye el conocimiento exacto de la verdad. Pero ese no es nunca el
sentido de los dogmas. Los padres de la Iglesia, que disputaban y discutían con
vehemencia en los concilios, eran conscientes de que Dios siempre es mayor que
cualquier afirmación humana sobre Él. Sin embargo, no se les escapaba que hablar
correctamente sobre Dios lleva siempre asimismo a hablar correctamente sobre el ser
humano. De ahí que el objetivo de las controversias dogmáticas fuera hacer justicia al ser
humano. También a este respecto cabe citar el dicho de Jesús: «El sábado ha sido creado
para el hombre, no el hombre para el sábado» (Mc 2,27). Así, también vale lo siguiente:
el dogma existe para el hombre, no el hombre para el dogma. El dogma es el guardián del
ser humano. Cuida de que el ser humano piense como es debido sobre sí mismo y sobre
Dios y de que, a través de esta forma correcta de pensar, arribe a su propia verdad.

En ocasiones tropezamos con el lenguaje extraño de los dogmas, que no siempre


con cuerda con nuestro lenguaje actual y con la lógica de las ciencias de la naturaleza.
Pero justo ese carácter extraño del lenguaje busca mantener despierto en nosotros - por
citar una expresión de Max Horkheimer - el anhelo de lo totalmente otro. Cabría decir
que la dogmática es el arte de abrir al ser humano al misterio. En este mundo en el que
queremos explicarlo todo, la dogmática se entiende a sí misma como guardiana del
misterio. Quiere mantener abierto el misterio. Vigila para que el ser humano no pierda su
propia profundidad con la nivelación del lenguaje. Frases como: «Jesús no era una
persona con talento para la religión», o «el mal no es sino agresividad reprimida»,
reducen la realidad del mundo a lo banal. Los dogmas no poseen la verdad, pero abren el
pensamiento humano - que querría monopolizarlo y explicarlo todo - al misterio inefable

23
que se transmite a través del lenguaje, pero que, en último término, está más allá de todo
lenguaje humano. La dogmática habla un lenguaje que remite más allá de sí al misterio de
Dios y al misterio del ser humano.

24
MIENTRAS que la verdad está sencillamente ahí, la virtud de la veracidad tiene que ser
conquistada. Ahora bien, la veracidad tiene varias dimensiones. La primera dimensión
consiste en decir y amar la verdad. Romano Guardini entiende por veracidad «el hecho
de decir la verdad, y no solo una vez, sino reiteradamente; de suerte que de ahí resulta
una actitud permanente» (Guardini, p. 21). Mas la virtud de la veracidad no solo me
exige decir la verdad, sino también hacerla. Quien cultiva esta virtud alcanza claridad y
firmeza interior.

Pero la virtud de la veracidad no contempla el decir la verdad al margen de la


relación con las personas. De ahí que esta virtud deba ir siempre vinculada a la
experiencia existencial y el respeto por la dignidad de los demás, así co mo al amor y la
bondad. Guardini habla de personas que están tan obsesionadas con la veracidad que no
tienen la más mínima sensibilidad para el instante oportuno: «Una verdad dicha en el
instante erróneo o de una manera inadecuada puede asimismo confundir de tal modo a la
persona que incluso tenga dificultades para rehacerse. Eso no sería una veracidad viva,
sino unilateral; perjudicial, es más, destructiva» (¡bid., p. 22). De ahí que el decir la
verdad deba estar siempre determinado «también por el tacto y la bondad». Para poder
decirle a otro la verdad, necesito sensibilidad para él y la situación en la que se encuentra.
La sabiduría popular es consciente de la importancia de esta fina sensibilidad para decir la
verdad en el momento oportuno. Así, por ejemplo, se afirma: «También la verdad, dicha
a destiempo, es una mentira». Y otro refrán asevera: «Si no se quiere que sea
abofeteada, la verdad debe envolverse bien».

Guardini cita la peculiar frase de la Carta a los Efesios según la cual los cristianos
deben «alétheúein en agápe» (Ef 4,15). La traducción oficial de la Iglesia católica en los
países de lengua alemana, la Einheitsübersetzung, entiende estas palabras del siguiente
modo: «Guiados por el amor, queremos atenernos a la verdad». Pero a la letra significan:
«"Verdadear" en el amor, decir la verdad, hacer la verdad, ser la verdad, en el amor».
Por consiguiente, la veracidad nunca alude solo al hablar, sino también al ser, a la
conformidad con la esencia más íntima de la persona. Y la veracidad significa entrar en
una relación con otro en la que el amor resulta determinante. Sin el amor no es posible la
veracidad. Al margen del amor, el impulso de decir la verdad se torna agresivo y
ofensivo. El amor nos preserva de lanzarle al otro la verdad a la cara. Pero, al mismo
tiempo, nos impide acomodarnos. Pues ese es el otro peligro: ocultar la verdad por pura
consideración a los demás. El refrán dice: «Ni siquiera por el amigo debe uno sacrificar la
verdad». El amor decide si le digo o no -y en caso afirmativo, cómo - la verdad al amigo.
El amor no distorsiona la verdad, pero la reviste de tal forma que resulte atractiva al

25
amigo.

La veracidad es condición sine qua non de una comunidad sólida. La mentira


destruye la comunidad. «Los modos de comunidad llamados a durar, crecer y fructificar
deben aproximarse de forma cada vez más pura a la verdad del Uno por contraposición a
los usos humanos; de lo contrario, se desmoronan» (¡bid., p. 24). Pero la virtud de la
veracidad significa también que tengo que ser verdadero frente a mí mismo, que no debo
auto-engañarme en nada. Esta virtud lleva a que «la persona se asiente en sí mis ma, a
que adquiera carácter, el cual se basa en que la persona ha hecho suya esa firmeza que se
expresa en frases como la siguiente: "Las cosas, como son. Respondo de ello". En la
medida en que esto acontece, la persona se asienta en sí misma» (¡bid., p. 26). Así, la
veracidad es un camino hacia el centro interior, hacia el yo verdadero. «En todo
pensamiento, palabra y acción verdaderos se consolida imperceptiblemente, pero de
forma eficaz, el centro interior, el yo verdadero» (¡bid., p. 27).

El filósofo Otto Bollnow entiende la veracidad de forma un tanto distinta. Para él, la
veracidad no consiste en primer lugar en decir lo verdadero, sino que guarda relación con
«la forma de comportarse la persona consigo misma» (Bollnow, p. 135). Y la
mendacidad no solo se da cuando no digo la verdad, sino también en la tendencia a
adaptarme, apartándome así de mi esencia verdadera. La veracidad «se dirige hacia el
interior, esto es, vive en la relación de la persona consigo misma» (¡bid., p. 139).
Bollnow coloca la veracidad junto a otras actitudes análogas de la persona, junto a la
honestidad y la apertura. Ambas actitudes están emparentadas con la veracidad. Pero la
esencia de la veracidad la ve Bollnow en una actitud interior de la persona hacia sí
misma. Quien es veraz en sí, quien se halla en armonía con su propia esencia y expresa
tal armonía en su forma de hablar y actuar, así como en sus gestos, es también honrado
y fiable. Podemos fiarnos de él. Está asentado en sí. Vive en paz consigo mismo.

La honestidad hace referencia más bien a la conducta exterior. Como el propio


término sugiere, tiene que ver con el honor. Una persona es honesta en su forma de
actuar «en la medida en que conserva su honor en ella; y deshonesta, en la medida en
que esa conducta lesiona su honor» (¡bid., p. 142). El veraz es honesto y, al mismo
tiempo, íntegro. Vive con integridad. No se acomoda a las personas con objeto de
satisfacer sus expectativas. Y es verdadero, auténtico. De un individuo así decimos que
«es una persona de una pieza, o sea, una persona como debe ser, sostenida por una
humanidad auténtica y profunda» (¡bid., p. 146). Mientras que el veraz se gana a sí
mismo y encuentra en sí firme asiento, la persona mendaz pierde su ser específico. Se
queda sin esencia, deviene insustancial. De ahí que la veracidad sea tan importante para
hallar la identidad personal. A juicio de Bollnow, llegar a ser veraz es «el centro del
proceso de individuación propiamente dicho. Solo sobre este terreno pueden crecer luego
la fidelidad y la fiabilidad» (¡bid., p. 153).

26
Si reflexionamos sobre estas observaciones filosóficas acerca de la virtud de la
veracidad con la vista puesta en nuestra vida, nos percatamos de que la veracidad no es
una virtud más junto a otras; antes al contrario, de ella depende el éxito de nuestra
personalización. Es la virtud que nos lleva a ser de todo en todo nosotros mismos, a ser
auténticos, a existir en consonancia con nuestra propia esencia interior. Hoy anhelamos
semejante virtud. El anhelo de veracidad es, a un tiempo, anhelo de autenticidad. Cuando
calificamos a una persona de auténtica, queremos decir que es digna de fe, que se halla
en armonía con su yo verdadero, que es genuina. Con la afirmación de que el otro es
genuino damos a entender que su ser interior concuerda con su expresión exterior.
«Auténtico» deriva, por una parte, de autós y significa que la persona es por entero ella
misma. Y también deriva de authéntes, «el artífice, el que se auto-realiza». Auténtica es
la persona que, en lugar de ser determinada desde fuera, se configura y se da forma a sí
misma. Y auténtico es quien concierta con la imagen original que Dios se ha hecho de él.
Con demasiada facilidad corremos el peligro de ceder, de adaptarnos, para causar buena
impresión a los demás. Pero vivir en contra de nuestra propia verdad interior solo para
congraciarnos con los demás no nos hace ningún bien. En ocasiones el cuerpo se rebela
contra ello. Y enferma, exhortándonos a ser veraces, a devenir auténticos, a vivir en
armonía con la propia verdad.

En la Antigüedad, la actitud de la autenticidad iba asociada a otra virtud, a saber, la


autarquía. «Autarquía» significa que la persona se basta a sí misma. No necesita bienes
externos. Puede procurarse por sí sola todo lo necesario. Pero esta autarquía exterior fue
interiorizada luego por la filosofía estoica. El ser humano no precisa ninguna felicidad
exterior. La felicidad consiste en la virtud sola. Y esta la lleva la persona en su interior.
Plotino, el místico entre los filósofos de la Antigüedad, justifica la autarquía del sabio con
el argumento de que este participa de Dios y, en Él, de todo el bien. Eso lo hace
interiormente libre de las opiniones de los hombres y de sus propias necesidades. Los
padres de la Iglesia griegos asumieron también para los cristianos la actitud de la
autarquía. Clemente de Alejandría sostiene que el cristiano, en cuanto verdadero
gnóstico, se posee y domina a sí mismo, lo cual le confiere libertad interior frente a las
seducciones y amenazas del mundo. Ello le permite ser por sí mismo, sin menoscabo
alguno, en este mundo. Juan Crisóstomo fundamenta la autarquía del cristiano en el
hecho de que este está anclado en Dios, el único que nos hace libres. La persona
autosuficiente en virtud de la inconmensurable riqueza divina que lleva dentro es libre
para ser por completo ella misma. No necesita orientarse por la opinión de los demás. No
se deja guiar por el miedo de poder perder sus bienes. No tiene necesidad de ceder para
ser reconocida en la sociedad. Ha experimentado en Dios cuál es su verdadero valor. Ello
le posibilita ser verazmente y sin reservas ella misma, ser autós y «auténtica».

La pregunta es de qué modo cabe ejercitar esta virtud de la veracidad. Uno de los
caminos pasa por la atención. Presto atención a lo que digo, a mi conducta hacia los

27
demás, y me pregunto sin cesar: ¿concuerda lo que hablo con mi verdad más interior?
¿Está bien mi vida tal como la vivo? ¿O vivo ignorándome a mí mismo e ignorando mi
verdad? Las voces interiores me muestran si vivo en armonía, si estoy en consonancia
con mi esencia. Un camino concreto para ejercitar la veracidad interior sería el siguiente
ejercicio, que se remonta a un dicho de Jesús en el Evangelio de Lucas. Cuando se
encuentra con los discípulos después de resucitar y estos se asustan al verlo, Jesús les
dice: «Ego eimi autós, soy yo». Para la filosofía estoica, el autós es el santuario interior
de la persona. Designa el recinto santificado en el que la persona es ella misma, no
combada por las expectativas de los demás, no determinada por los propios afectos, sino
puramente ella misma. Podemos reflexionar sobre estas palabras de Jesús diciendo a
todas las imágenes y pensamientos que afloran en nosotros: «Soy yo». Si esto se lo digo
a mi trabajo, a las relaciones con mis amigos, a mis encuentros, me percataré de con
cuánta frecuencia no soy yo mismo. Me adapto a las expectativas ajenas. Me comporto
de tal manera que causo buena impresión en los demás. Desempeño roles. Me pongo
máscaras. Pero si digo estas palabras a todas las situaciones de mi vida, poco a poco mis
máscaras se caerán, mis roles pasarán a segundo plano, todo lo amoldado se diluirá... y
mi verdadero yo tomará la palabra. Desaparecerán todas las imágenes que me hecho de
mí mismo y los demás me han sobrepuesto. No puedo describir con exactitud este «yo».
Pero sí que dispongo de una intuición de la libertad y la autenticidad interiores. La
presión de tener que demostrar a los demás lo que valgo se disipa. No necesito demostrar
mi valor, ni amoldarme para ser popular por doquier. Sencillamente, soy yo mismo. Ello
me confiere una profunda paz interior, así como amplitud interior. El «soy yo» no se
dirige contra otros como si tuviera que mostrarles que ahora soy por entero yo mismo y
no dependo ya de ellos ni de su favor. No, este «soy yo» carece de intención. Eso basta.
Y en esta existencia noto también que estoy en Dios. Este yo verdadero intuye
igualmente que está envuelto por Dios, que Dios es el fundamento auténtico sobre el que
soy yo mismo. Pues, ya en el Antiguo Testamento, Dios se revela a Moisés como «yo
soy el que soy». En la afirmación: «Soy yo», intuimos algo de la singularidad de Dios, de
la que nos es dado participar siempre que encontremos nuestro yo verdadero.

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UN modo de la veracidad es también la moderna virtud de la fiabilidad. Hoy anhelamos
personas fiables, anhelamos afirmaciones de las que uno se pueda fiar. Pero el anhelo de
fiabilidad no se ha plasmado todavía en los diccionarios espirituales o teológicos. En ellos
busca uno en vano la virtud de la fiabilidad. Los refranes alemanes apenas encarecen la
virtud de la fiabilidad. Antes al contrario, advierten de cuán fácilmente puede sentirse uno
abandonado si se fía de los demás: «Quien se fía de otros se queda solo como la una»*.
Los refranes alema nes dudan más bien de la fiabilidad de las personas: tal o cual persona
es «tan fiable como el hielo de una noche». El hielo de una sola noche carece de solidez.
Así, en el lenguaje se expresan reservas sobre la fiabilidad de las personas.

Y, sin embargo, anhelamos poder fiarnos de una persona sin sentirnos abandonados.
¿Qué significa la virtud de la fiabilidad? Decimos: «Esta persona es fiable». Con ello
damos a entender: «Puedo confiar en esta persona». Es formal, concienzuda y digna de
confianza. Que una persona sea fiable significa que es posible confiar en ella y esto lleva
siempre a la experiencia de la seguridad. Si puedo fiarme de que el conductor del autobús
llegará puntualmente y partirá a su hora, me siento seguro. Eso me libera de la temerosa
incertidumbre de si vendrá o no el autobús y cuándo. La fiabilidad nos ahorra muchas
energías que, de lo contrario, desperdiciamos en medrosas consideraciones.

¿Qué es lo que hace fiable a una persona? Una persona veraz es siempre fiable. No
finge ser nada. Dice lo que piensa. Pero no se limita a expresar su opinión. También
responde de sus palabras. Cuando promete algo, puedo fiarme de ella. Y cuando formula
una convicción, sé que con ello no persigue segundas intenciones, sino que habla así
porque así es cómo piensa, porque así es cómo ve las cosas. La fiabilidad no significa
que la persona veraz reconozca y diga siempre la verdad. Tal vez no perciba la verdad de
forma correcta. Pero sus palabras se corresponden con su pensamiento y con la
convicción a la que ha llegado después de una honesta reflexión. Y dado que no dice su
opinión solo por decirla, ni la cambia según de dónde sople el viento, sino que responde
de ella, puedo confiar en esta persona.

La fiabilidad tiene que ver con la fidelidad, con la firmeza. La persona fiable es una
persona firme que se alza sobre sí misma, es coherente y da razón de sus convicciones.
Esto confiere resistencia también a quienes tratan con ella. Una persona es fiable cuando
su fiabilidad está claramente orientada, o cuando se orienta a mi petición o a mi promesa,
cuando se abandona a ella.

Aunque en alemán «abandono», Verlassenheit, y «fiabilidad», Verlcisslichkeit,

29
tienen una cierta cercanía, como salta a la vista, ambos términos no están relacionados.
Muchas personas se sienten actualmente abandonadas por los demás. Los niños se
sienten abandonados por sus padres. Cuando alguien me abandona, no puedo seguir
confiando en él. Falta a su promesa, se desentiende de su relación conmigo. Esta relación
ya no le importa. El abandono es una situación que hace sufrir a muchos. En el acom
pañamiento espiritual me encuentro con numerosas personas que en la infancia se
sintieron abandonadas por su padre porque este había abandonado a la madre. Así, a
estas personas les cuesta a menudo fiarse de otra persona y confiar en ella y su fidelidad.
Anhelan fiabilidad, pero ellas mismas difícilmente son capaces de realizar esta virtud,
pues no la han vivido de niños. Las relaciones fiables son necesarias para el sano
crecimiento de los niños. Cuando carecen de la experiencia de personas fiables, a los
niños les resulta arduo encontrar su identidad y ser consecuentes consigo mismos. O bien
se aferran a determinadas personas, a fin de experimentar seguridad en sus vidas. O bien
se cierran a los demás, por miedo a llevarse una decepción. Quien se siente abandonado
por los demás corre peligro de abandonarse a sí mismo. No se aguanta más y huye de sí.
Pero de tales personas afirma el refrán: «Quien se abandona a sí mismo es abandonado
también por Dios». La gente así se siente abandonada no solo por los demás, sino
incluso por Dios. Su sentimiento fundamental es el de aislamiento. Tanto más anhelan
entonces encontrar personas fiables en las que poder confiar, personas que nunca las
abandonen.

La fiabilidad guarda relación con la fidelidad. La fidelidad se orienta siempre a una


per sona concreta. Se cuenta «entre las virtudes fundamentales de la existencia humana;
pues si no podemos confiar unos en otros, si no nos podemos "fiar" de los demás, la
convivencia humana resulta de todo punto imposible» (Bollnow, p. 154). La fidelidad es
siempre fidelidad a un tú. De ahí que en la Antigüedad se encomiara, sobre todo, al
amigo fiel. En la relación de pareja existe fidelidad. Pero cualquier forma de convivencia
requiere fidelidad, en especial la convivencia entre padres e hijos. La fidelidad crea un
espacio de seguridad y estabilidad en el que los niños pueden criarse adecuadamente. La
fidelidad brinda a los niños un punto de apoyo firme. Y la fidelidad de los padres a los
hijos permite a estos descubrir y desarrollar su propio yo. Porque solo quien permanece
fiel a sí mismo conquista su yo verdadero.

La virtud de la fiabilidad se manifiesta en las personas también en otras actitudes.


Una virtud afín es la rectitud (en alemán, Aufrichtigkeit). Como la misma palabra dice,
con ella se designa a la persona recta, consecuente consigo misma, a la persona que no
cede. Tiene olfato para lo recto (das Richtige, también: «lo correcto») y ella misma es
recta (richtig). En alemán, richtig viene de recht, que a su vez deriva del latín rectus,
«derecho, rectilíneo, recto, moralmente bueno». «Recto» (richtig) tiene que ver también
con regere, «dirigir, guiar, conducir, gobernar rectamente». Recta es la persona que se
guía y conduce a sí misma, que no es determinada por otros. Lo contrario de la rectitud

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no es la mendacidad, sino «la débil docilidad, que se acomoda de inmediato a cualquier
requerimiento y parece ceder, al menos por el momento. Su expresión mimética es la
inseguridad, que no se atreve a mirar libremente al otro a los ojos. La rectitud, por el
contrario, presupone siempre la libre confianza en las propias fuerzas» (Bollnow, p. 143).

La persona recta y coherente que no se deja combar es siempre asimismo una


persona de bien. Crea lo recto. Actúa rectamente porque su constitución es recta (recht),
porque está hecha de la forma correcta (richtig). En las personas rectas, en las personas
de bien, se puede confiar. No nos defraudan. No ceden en cuanto encuentran resistencia,
cambiando de propósitos. Si han prometido algo, lo cumplen. Tales personas rectas le
levantan a uno la moral. Y entonces uno adquiere de súbito perseverancia y firmeza. Esta
perseverancia no debe confundirse con la tozudez; antes al contrario, tiene que ver con la
claridad interior y con el coraje de ser consecuente con uno mismo.

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CUANDO hablo de forma concreta sobre la verdad y la veracidad en los distintos
ámbitos de la vida humana, siempre tengo presentes las diversas acepciones de la palabra
«verdad»: la verdad como no ocultación, como resplandor de lo que es; la verdad como
favor que se le hace al otro; la verdad como fiabilidad; la verdad como expresión de una
relación armoniosa; y la verdad como enunciado adecuado sobre la realidad. Y por lo que
concierne a la veracidad, siempre pienso asimismo en las virtudes que lleva asociadas, a
saber, la fiabilidad, la rectitud, la autenticidad y la fidelidad.

32
UNA y otra vez trato a personas que le tienen miedo al silencio. Una mujer me contó
que, cuando todo se quedaba en silencio, era presa del pánico. Durante la conversación
se evidenció que huía de su propia verdad. Tenía miedo de que su vida no fuera
armoniosa. De no vivir como en realidad quería. De engañarse a sí misma. De que su
vida fuera, en último término, mendaz. Pues eran otros quienes determinaban su vida;
ella no vivía conforme a su ser. Tenía miedo de las decepciones, de las sensaciones de
falta de armonía y mendacidad, que podían aflorar en ella. En esta conversación
comprendí de forma nueva lo que quiere decir Jesús cuando afirma: «La verdad os hará
libres» (Jn 8,36). Solo podemos asumir el riesgo de exponernos al silencio si tenemos el
coraje de afrontar nuestra propia verdad. Pero únicamente consigo contemplar mi verdad
si la observo a la luz de Dios. Confío en que Dios me acepta tal cual soy. Por eso, no
hay en mí ninguna verdad que deba atemorizarme. Y es que todo lo que aflora en mí
está envuelto por el amor de Dios. Solo esta conciencia de ser incondicionalmente
aceptado por Dios me permite hacer frente a mi verdad.

¿Cómo puedo percatarme de que estoy en la verdad? A mí, personalmente, me


ayuda el permanecer sentado en silencio y prestar oído a lo que aflora en mi interior. Si
tengo sensación de armonía y de paz interior, puedo confiar en que vivo mi verdad, en
que mi vida es armoniosa, en que se halla en consonancia con mi esencia verdadera.
Pero en tales momentos de silencio brota a veces la intensa duda de si lo que vivo tiene
en realidad sentido. ¿Me estoy engañando a mí mismo? ¿Me he construido un edificio
existencial para tener por fin seguridad y, con esta seguridad, tapar todo lo que está
oculto en mi hondón? En ocasiones necesitamos normas claras o una sólida casa vital
para ocultar la fragilidad de nuestra vida. Pero en los instantes de silencio vuelven a
aflorar las grietas que hay en los cimientos de esa casa vital que me he construido.
Entonces es el momento de afrontar tal fragilidad. Pues, de lo contrario, mi vida sería
una mentira.

Un importante criterio para valorar la veracidad de una persona es su capacidad y su


disposición a exponerse a la quietud y al silencio. Hay personas que no pueden por
menos de hablar de continuo sobre sí mismas. A veces ya en la primera conversación
exponen al otro con aparente gran apertura sus sueños personales. Pero con ello no
hacen sino fingir apertura y sinceridad. En realidad, aunque hablan de cosas personales,
reprimen la auténtica verdad. Escogen lo que a primera vista parece muy personal para
presentárselo al otro. Pero, actuando así, lo único que pretenden es desviar la atención de

33
todo aquello que también existe en ellas, de su auténtica verdad. Y hay personas que
deben hablar continuamente porque no aguantan el silencio. Enroman la verdad a fuerza
de hablar demasiado porque les da miedo la nuda verdad. Encubren la verdad con
palabras.

Un camino para reconocerme a mí mismo la verdad y veracidad interior pasa por el


cuerpo. Escucho a mi cuerpo. ¿Cómo me siento en él? ¿Me siento en casa en mi cuerpo?
¿Qué sentimientos afloran cuando experimento mi cuerpo en la quietud? Puedo notar
esta armonía interior en mi cuerpo si, en una suerte de ejercicio de focusing
[localización], por ejemplo, me su merjo en él con mi conciencia y reposo allí donde me
encuentre en casa, donde me sienta a gusto. Pero también puedo escuchar las señales
que el cuerpo me envía, por ejemplo, cuando estoy enfermo. Quizá la enfermedad me
muestra que vivo en contra de mi más íntima verdad. No es legítimo interpretar así
cualquier enfermedad. Pero sí que puedo entender la enfermedad como una pregunta
que quiere conducirme a mi propia verdad. No se trata de suscitar en uno sentimientos
de culpa, no se trata de que yo sea culpable de mi enfermedad. No se trata en absoluto
de culpa, ni tampoco de valoración, sino del reto de arribar a mi verdad. Es normal que
no conozcamos nuestra verdad a través de la sola reflexión. A menudo, el cuerpo quiere
llamarnos la atención sobre la verdad. Siempre corremos el peligro de auto-engañarnos.
Nos hemos establecido en nuestra vida, pasando por alto muchas otras cosas. Esa no era
nuestra intención. Pero ocurrió sencillamente así. Por tanto, debemos estar agradecidos
de que el cuerpo nos permita conocer la propia verdad.

En la tradición espiritual, el examen diario de conciencia servía para conocer ante


Dios la propia verdad. Escucho a la voz interior de mi conciencia para discernir si vivo o
no como conviene a mi esencia más íntima. El término latino para «conciencia» es
conscientia. Denota un saber compartido. En el hondón de mi alma hay una instancia que
pondera lo que hago, lo que digo y lo que transmito con mi conducta. Sabe qué soy y
reflexiona al respecto. La conciencia me muestra si estoy en armonía con mi verdad o
vivo ignorándome a mí mismo e ignorando mi verdad. En la actualidad, el examen de
conciencia no se lleva a cabo escuchando al alma, tal como lo describe la filosofía
platónica. El examen de conciencia tiene hoy en cuenta los conocimientos de la
psicología profunda. Penetra en la estructura de la psique, saca a la luz sus mecanismos
de represión. Los sueños pueden ser un buen camino para explorar los abismos de mi
alma. Los sueños me revelan aquello que también es mi verdad, una verdad que, por
regla general, no puedo alcanzar por medio de la mera reflexión. Y el examen de
conciencia acontece a través de la escucha del cuerpo, en el cual se expresa mi alma. El
examen de conciencia es un acto personal que, sin embargo, siempre llevo a cabo delante
de Dios. Presento a Dios mi verdad. Renuncio a juzgarme y, más aún, a condenarme. Lo
que percibo en mí se lo presento a Dios, para que Él lo ilumine con su luz. Un buen
camino para profundizar en el conocimiento de la verdad obtenido en el examen de

34
conciencia es confiar en confesión a un sacerdote la mendacidad interior que se me ha
hecho patente. Antaño, la confesión se entendía, por encima de todo, como confesión de
los pecados. Bajo esa perspectiva, los pecados se veían, más que nada, como
transgresión de mandamientos. Pero en el examen de conciencia se trata en realidad de
discernir aquellos aspectos en los que he fallado en lo relativo a mi vida y mi verdad. Tal
es también la esencia del pecado (hamartía en griego), a saber, el hecho de que me alejo
de mí mismo y de mi verdad, de que vivo al margen de mi verdad.

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LA veracidad personal no se requiere solo en el trato con uno mismo, sino también en el
trato con otras personas. Esto vale, en primer lugar, para la relación de pareja. A menudo
existen discrepancias entre nuestros sentimientos y lo que le decimos a nuestra pareja.
Puesto que no queremos herir al otro, le aseguramos que lo amamos mucho y que todo
es armonioso entre nosotros; no obstante, en nuestro hondón albergamos profundas
dudas sobre la relación. O bien no nos atrevemos a confesarle nuestro enfado, nuestra
decepción o nuestro rechazo interior respecto a determinadas conductas suyas. Pero si
debemos dejar demasiadas cosas fuera de nuestras conversaciones, si debemos reprimir
demasiados sentimientos, porque no queremos ofendernos mutuamente, entonces todo lo
reprimido y excluido se alza entre nosotros. El amor que querríamos mostrar al
compañero queda interiormente bloqueado. Carece hasta tal punto de realidad propia que
deviene más y más plano. A menudo resulta doloroso decirle al otro cómo nos sentimos
en un momento concreto y comunicarle los pensamientos que se nos pasan por la
cabeza. Tenemos miedo de herirlo si le decimos con sinceridad lo que sentimos. Y
tememos que pueda rechazarnos si le revelamos lo que pensamos y sentimos. Pero
también a este respecto tiene validez el dicho de Jesús: «La verdad os hará libres». Si
somos veraces, surgen con frecuencia conversaciones dolorosas. Mas, en último término,
precisamente en el dolor nos abrimos al otro de un modo nuevo. Ello hace más profundo
nuestro amor. No se trata de un amor radiante de alegría, sino de un amor que ha pasado
por el dolor y, justo en las entretelas de nuestros respectivos corazones, nos abre uno al
otro y nos une.

Un hombre me contó entristecido que, después de tres años, su novia lo había


dejado de la noche a la mañana. Según él, no existía ningún indicio de que algo no
marchara bien en la relación. Él había vivido la relación como profunda, abierta y
armoniosa. Tanto más le dolió por eso que un buen día su novia le comunicara que
quería separarse de él, porque, a su juicio, la re lación ya no funcionaba. No había
ningún otro hombre de por medio, por el que quisiera abandonarlo. Ella calificaba de
inarmónica la relación que su compañero experimentaba como tan armoniosa. A él se le
vino abajo el mundo. Por lo visto, ella siempre había albergado dudas respecto de la
relación, pero nunca se las había comunicado a su novio. Es probable que no quisiera
herirlo. Pero, al cortar la relación de golpe, le hizo mucho más daño que si le hubiera
dicho antes la verdad. Pues él no tenía ya posibilidad alguna de cambiar nada, ni de
hablar y reflexionar sobre lo que ella experimentaba como discordante. Quien pospone la
verdad demasiado tiempo hiere al otro mucho más profundamente que si lo confrontara

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con la verdad y lo considerara capaz de asumirla.

Otro modo de la mendacidad en la relación de pareja consiste en sentimos más


próximos a otro hombre u otra mujer, y enamoramos de él o ella. No podemos hacer
nada para evitar enamoramos. Pero si pensamos que debemos vivir ese enamoramiento
en secreto, nos hacemos daño tanto a nosotros mismos como a nuestro compañero o
compañera. Entonces, vivimos simultáneamente en dos mundos: en el mundo de la
familia intacta y en el mundo del amor clandestino. Sin embargo, eso termina
desgarrándonos. Y destruye el amor que sentimos por nuestra pareja.

Una mujer me contó que le había dicho abiertamente a su marido que encontraba
simpático a su médico y que albergaba profundos sentimientos hacia él. Le había
confesado la verdad. Pero su esposo fue incapaz de soportar la verdad y se separó de
ella. La mujer no había hecho nada prohibido. Había hablado abiertamente sobre sus
sentimientos. Mas su marido no había sabido encajar la verdad. Tal es a menudo la razón
por la que los esposos se ocultan mutuamente los sentimientos que puedan albergar hacia
terceras personas. Tienen miedo de herir al compañero o ser rechazados por él. A buen
seguro, no es fácil determinar dónde comienza la mentira. Y también es cuestión de
sagacidad decir o no siempre toda la verdad. Pero debo proceder verazmente conmigo
mismo y con mi pareja. Para mí, esto significa: afronto mi enamoramiento e intento
integrarlo en mi vida, esto es, en mi matrimonio. Si estoy enamorado, eso no hace sino
poner de manifiesto que el otro interpela una parte de mi persona que también está en
mí, pero que hasta ahora apenas he vivido. El otro me hace recordar aspectos de mí que
tenía desatendidos. Si abordo de este modo mis nuevos sentimientos, ello enriquecerá mi
matrimonio. Entonces no es absolutamente necesario contarle a mi pareja el
enamoramiento. Pues estoy afrontando esos sentimien tos con responsabilidad y
veracidad. Si se los contara, podría atizar en él o en ella imaginaciones de miedo y celos
que lastrarían innecesariamente nuestra relación. Antes de decirle la verdad a mi
cónyuge, siempre debo ponderar también si este soportaría la verdad o reaccionaría a ella
de forma inadecuada. Si pienso que sospecharía la existencia de una aventura amorosa
detrás de mi enamoramiento, es perfectamente legítimo confrontarme en solitario - o con
ayuda de alguien no involucrado en la historia - con mis sentimientos e integrarlos en mi
matrimonio. Si introduzco en este la experiencia de enamoramiento, enriqueciéndolo con
ello, ya no es necesario que hable sobre el asunto. A pesar de no poner mis sentimientos
sobre la mesa, estoy comportándome verazmente conmigo mismo y con mi pareja.

Sin embargo, que el esposo tenga una amante en secreto y se lo oculte a su mujer
representa una grave ofensa. Aún peor es cuando él lo niega categóricamente en cuanto
ella saca el tema porque otros se lo han contado o ha descubierto un mensaje en el
teléfono móvil. Tener una amante secreta a espaldas de la propia mujer es una grave
ofensa. La mentira vivida no solo destruye el amor de la mujer, sino que también

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desgarra al marido. Pues a la larga nadie puede vivir una relación triangular. Quien crea
que puede hacerlo se engaña. El hombre, por supuesto, se siente a gusto en la
proximidad de su amante. Pero debe ocultar esta experiencia a su mujer. En último
término, se engaña a sí mismo y engaña a su esposa. No vive realmente su verdad. Vive
en dos mundos, situación esta que lo desgarra progresivamente; pero debe ocultar un
mundo del otro. Ello exige a menudo tanta energía que quien vive de ese modo no está
asentado en sí. Se traiciona a sí mismo y traiciona a su verdad. Entonces, con bastante
frecuencia se rebela ya su alma, con un permanente desasosiego, ya su cuerpo, con
síntomas físicos.

En un caso así, únicamente sirve de ayuda una sincera confrontación con la esposa.
Pero la herida suele ser tan profunda que se requiere una terapia de pareja para poder
superarla. En esta terapia saldrá a la luz toda la verdad, no solo la verdad de la secreta
aventura amorosa, sino también la verdad del matrimonio, que a menudo no resulta
agradable a ninguno de los miembros de la pareja. Es entonces cuando afloran todos los
sentimientos reprimidos; las conversaciones que han devenido vacías; las ofensas
mutuamente infligidas, de las que nunca se ha hablado; las resistencias interiores; las
aversiones frente a determinadas palabras o conductas del compañero o compañera; el
apla namiento de la convivencia, en la que ya no existe nada de qué hablar. Todo lo que
se ha reprimido quiere salir a la luz. Y solo lo que sale a la luz puede ser transformado.
En último término, la secreta aventura amorosa es un reto a confrontarse con la propia
verdad y con la verdad del matrimonio. Al hilo de ello, también aflora la verdad de la
compañera. Quizá esta haya reprimido sus propios sentimientos de insatisfacción o
agresividad con la única intención de conservar a su esposo. Quizá se haya aferrado en
exceso a él con la esperanza de que, merced al gran amor que le profesa, lograría
mantenerlo siempre a su lado. El conocimiento de la propia verdad podría ofrecer
también una oportunidad para reencontrarse de modo nuevo y relacionarse en adelante
con mayor sinceridad y veracidad. Para ello no solo se requiere el perdón, sino también
la disposición a confrontarse con la propia verdad y con la herida que uno, en último
término, se inflige a sí mismo e inflige tanto a la esposa como a la amante.

La veracidad significa aún otra cosa: en nuestras conversaciones con amigos,


vecinos y compañeros de trabajo contamos cosas sobre nosotros y sobre lo que vivimos,
a menudo con un cierto tono que nos hace aparecer mejor de lo que corresponde a la
verdad. Embellecemos la verdad. Resaltamos la parte que nos toca. Nos adornamos con
plumas que no nos pertenecen. Nos ponemos a nosotros mismos en el centro. Y si se
trata de errores, tratamos de relativizarlos y disimularlos. O bien echamos la culpa a
otros. Contamos las cosas de modo tal que nosotros quedamos eximidos de culpa.
Explicamos con detalle cómo se ha llegado a esta situación y buscamos justo en los
demás razones suficientes de por qué se ha producido el fallo. Nos lavamos las manos.
No siempre resulta fácil rendir tributo a la verdad en lo que decimos. En nosotros

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sencillamente se halla inscrita la tendencia a presentarnos mejor de lo que somos y a
sacudirnos la culpa. Pero a la larga nos damos cuenta de que en absoluto nos beneficia
torcer la verdad un poco más. La claridad y la verdad interior nos harían bien. Pero
tememos por nuestra imagen. La veracidad necesita siempre de una cierta autoestima, así
como de la disposición a responder de nosotros mismos y de nuestra conducta, aun
cuando no sea tan perfecta como nos gustaría presentarla.

La sociedad actual nos empuja a ser mendaces. Pues espera de nosotros que
siempre conservemos la calma y seamos dueños de nosotros mismos, que siempre nos
salgan bien las cosas y tengamos todo bajo control. A menudo interiorizamos en nuestros
corazones las expectativas de la sociedad. Y estas pretensiones relati vas a la imagen que
tenemos de nosotros mismos nos impiden decir la verdad delante de otros o ser veraces
delante de ellos. En nosotros existe una necesidad primigenia de adaptarnos a las
expectativas actuales de la sociedad. Pero con frecuencia no nos percatamos de hasta
qué punto nos presionamos con ello a nosotros mismos. Porque las expectativas de la
sociedad, los criterios de la moda actual - y con ello no se alude solo a la ropa, sino al
estilo de vida - cambian a un ritmo que a menudo ya no somos capaces de seguir. Por
miedo a hacer el ridículo delante de los demás al no ir del todo a la última, nos
adaptamos a las expectativas de la moda. En un artículo titulado: «Oh, ist das peinlich!»
[¡Oh, qué embarazoso!], Martin Hecht cuenta cómo hoy las personas se preparan de
antemano respuestas de moda a la pregunta:

«¿A qué te dedicas exactamente?». Pues respuestas como: «Dirijo una casa de
alquiler de automóviles» o «Trabajo en el sector de la informática», ya no están en boga.
«En el mundo moderno, lo embarazoso ya no es fracasar en una forma de vida secular
(tradición), sino desaprovechar una forma de vida que se deba al presente más
inmediato, es decir, que sea de rabiosa actualidad... Pero con el predominio del nuevo
modo de vida surge un gran problema: a causa de su naturaleza comercial es mucho más
efímero que la parsimoniosa tradición. Quien quiera estar up to date, al día, ha de tener
los cinco sentidos alerta. Pues nada hay más embarazoso que la moda de ayer. Se nos
anima a examinar de continuo si los papeles que representamos responden al gusto de la
época o caen en el vacío» (Hecht, p. 52). Martin Hecht habla de los «papeles que
representamos». Estos ocupan el lugar de la veracidad. El afán de acertar con el gusto de
la época en los papeles que asumo me lleva a olvidar mi verdadero yo. Ya no soy yo
mismo. Ya no vivo mi verdad. Vivo lo que se espera de mí. Pero tal orientación hacia lo
exterior conduce progresivamente a que la persona pierda sus raíces y no sepa ya quién
es en realidad.

Otro tema son las mentiras piadosas. No nos atrevemos a decirle al otro que no nos
va bien que venga de visita o que no nos apetece ir con él a este o aquel espectáculo. Por
tanto, encontramos o inventamos una mentira piadosa. Le decimos que ya hemos

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quedado. Que tenemos la agenda ocupada. O que nos duele la cabeza. Y no podemos ir.
A veces también ocurre que no queremos admitir que hemos olvidado, extraviado o
perdido algo. Así pues, buscamos una excusa. No nos gusta reconocer nuestros errores.
Pero, al mismo tiempo, nos damos cuenta de que todas estas excusas y mentiras
piadosas nos ponen a menudo en apuros. Suenan poco verosímiles. Decir de inmediato la
verdad sería doloroso al principio. Se trata de admitir errores, negligencias. No obstante,
a la larga ello nos hará más libres en nuestro interior. Reconocernos a nosotros mismos
que hemos olvidado o extraviado algo, admitir nuestros fallos, aporta claridad a lo que
decimos y a nuestras relaciones. Estar con personas que dicen la verdad nos hace bien.
Enseguida nos percatamos de si a una persona le cuesta admitir sus errores. Así y todo,
pensamos que nosotros podremos ocultarlos sin problemas. En realidad, también los
otros se dan cuenta. Además, si dijéramos directamente la verdad, creceríamos en su
estima.

Psicólogos estadounidenses han preguntado a niños y jóvenes si dicen la verdad a


sus padres o les mienten. El noventa y ocho por ciento de los jóvenes reconoció mentir
con asiduidad a sus progenitores. Los psicólogos se preguntaron por qué los niños
mienten con tanta frecuencia. Constataron que los padres les enseñan a hacerlo. Los
niños se dan cuenta de ello enseguida cuando la madre les hace decir al teléfono que no
está en casa o cuando alaba el regalo que le ha traído un invitado, aunque en realidad le
parezca horrible. La mitad de los alumnos de primaria domina el arte de tales mentiras de
conveniencia porque lo han aprendido de sus progenitores. A los padres que deseen que
sus hijos mientan menos, los psicólogos les recomiendan ser ellos mismos veraces ante
sus vástagos. Y también les imparten otro consejo: «No deben ponerlos en situaciones en
las que los niños se sientan cogidos en una trampa y no vean otra salida que mentir. Por
ejemplo, a la vista de una mesa de cocina blanca recién pintada con un rotulador rojo, los
padres no deben preguntarle al niño: "¿Has estado pintando en la mesa?". Tal puesta a
prueba de la sinceridad es innecesaria y no hace más que alentar a los niños a ensayar
una mentira» (Rúmer, p. 9).

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ANTES de las elecciones, los partidos políticos nos prometen el oro y el moro. Una vez
pasada la cita con las urnas, sus anuncios suenan muy distintos. Algunos partidos faltan a
su palabra. En el estado federado de Hesse, el SPD (Sozialdemokratische Parte¡
Deutschland) ha perdido la confianza de la población por no cumplir la promesa
preelectoral de no hacer pactos con el partido de la Izquierda (Die Linke). Veteranos y
meritorios miembros del partido advirtieron de las consecuencias de faltar a esta palabra.
Pero a la presidenta regional del partido le pareció más importante la perspectiva de un
cambio de gobierno que la promesa dada antes de las elecciones. El hecho de que este
incumplimiento de palabra terminara en un batacazo electoral muestra la fragilidad de
tales tergiversaciones. Aunque la cultura de la veracidad se ha visto menoscabada en
nuestro pueblo, los ciudadanos no olvidan los incumplimientos de palabra. Anhelan que
los políticos les digan la verdad. Y castigan a quienes la tergiversan.

Los ciudadanos confían cada vez menos en los partidos políticos porque con
demasiada frecuencia han sido testigos de que estos no cumplen las promesas electorales;
de que mucho de lo que dicen, lejos de corresponderse con la verdad, no es más que
maniobra táctica. Pero no se trata solo de las promesas electorales. A menudo se tiene la
impresión de que lo que más cuenta no es la verdad, sino las propias ventajas. O bien se
idealiza la realidad, o bien se invocan escenarios aterradores, no porque la realidad sea
así, sino en aras de ganar votos. Se describe la realidad tal como mejor se acomoda al
programa del partido. Sin embargo, no me gustaría incurrir yo mismo en generalizaciones
desprovistas de todo matiz. En todos los partidos existen responsables que se esfuerzan
por hacer valer la honradez y la veracidad. A buen seguro, no es sencillo confrontar a los
ciudadanos con la verdad, como tampoco lo es atenerse a ella en las propias
afirmaciones. Pues la gente a menudo no quiere oír la verdad. Prefiere dar su voto a
quienes le prometen el paraíso te rrenal. O permite que los políticos le atemoricen
respecto de los caminos de otros y elige a quienes le disipan ese miedo.

Tampoco a los políticos les resulta fácil reconocer sus errores. Pero esto no es culpa
solo de los políticos, sino justo también de una sociedad que castiga sin piedad cualquier
desliz. La gente espera inconscientemente de los políticos que estos sean del todo
intachables. Mas eso es una ilusión. Si con nuestras expectativas deseamos una sociedad
sin mácula, no podemos extrañarnos de que cada vez se mienta más. En cuanto alguien
reconoce un error o una debilidad, a menudo es convertido en chivo expiatorio. Se le
lincha moralmente, sin considerar en detalle cuál era la situación. Se necesita siempre un

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culpable al que poder achacarle todo. También esta caza del chivo expiatorio brota, en
último término, de ideas ilusorias sobre la vida. Es imposible que nosotros mismos
seamos culpables. Así pues, debemos buscar un culpable que nos exculpe. De ahí que la
búsqueda de un chivo expiatorio sea expresión de mendacidad. No queremos
confrontarnos con la propia verdad. Por eso necesitamos a alguien a quien cargar con
toda la culpa. Pero en cuanto el chivo expiatorio es sacrificado, comienza la búsqueda de
un sustituto. Una sociedad que no se confronta con la verdad necesita sin cesar chivos
expiatorios. Y habida cuenta de que nadie quiere ser convertido en chivo expiatorio, en la
sociedad y entre los líderes sociales se extiende la mentalidad de mantenerse tan libres de
error como sea posible. La gente prefiere no hacer nada, a fin de no llamar la atención,
antes que aventurarse con palabras o hechos y decir algo que no encuentre de inmediato
aprobación generalizada.

En ocasiones, también se recurre conscientemente a la mentira con objeto de


desacreditar a un rival impopular en el propio partido. Entonces, se hacen circular
rumores. Solo el hecho de que algo aparezca en los periódicos suscita en los lectores el
sentimiento de que algo de verdad habrá en ello. Poco cabe hacer ante semejante
descomposición de la verdad. Si uno lucha contra ella, levanta aún más polvo. Si calla,
entonces se dice que está reconociendo lo que se ha escrito sobre él. Si se consigue ganar
la batalla jurídica contra la difamación, el hecho ni siquiera merece, por regla general, una
noticia en la prensa. O bien se informa sobre él en una o dos líneas, que fácilmente
pueden ser pasadas por alto.

Anhelamos políticos que, lejos de orientarse de manera populista según la opinión de


los otros, se atrevan a decir la verdad y a mantenerse veraces, bien que ello comporte
desventa jas. Existen tales políticos. Y es responsabilidad nuestra respaldarlos. Un pueblo
siempre tiene los políticos que merece. De ahí que no sirva de nada echar pestes sobre
los políticos. Equivale siempre a darse golpes en el pecho. Pues, a través de nuestra
opinión y de nuestra mendacidad, creamos a los políticos de los que luego
despotricamos.

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No solo en la política se miente mucho, también en la economía. En esta se lanzan
ofertas de las que se sabe perfectamente que no pueden ser respetadas. El departamento
jurídico conoce numerosos trucos con vistas a recaudar a posteriori para la empresa el
dinero necesario. Los productos son presentados en una luz tan resplandeciente que
resulta imposible fiarse de ellos. Se hacen circular informaciones sobre la competencia
que dañan a esta y favorecen a la propia empresa. Por desgracia, también en este ámbito
existe hoy entre nosotros mucha energía criminal con la que se derrota con métodos no
del todo limpios a la competencia molesta. Ya solo el agresivo lenguaje con que se habla
de los «competidores» pone de manifiesto la tendencia aquí reinante a no tomarse en
serio la verdad, sino a imponer, sobre todo, la propia política de la empresa.

También dentro de la empresa se miente con bastante frecuencia. Ello suele llegar
hasta la dirección. A los trabajadores no se les dice la verdad. Así, no saben en qué
situación se encuentran. Igualmente, la forma en la que dentro de la empresa se habla de
otros empleados no se corresponde a menudo con la verdad. Se traman intrigas, se habla
mal de los compañeros, a fin de aventajarlos de cara a la próxima promoción. El
mobbing, el acoso moral, está muy extendido en un gran número de empresas. Y en ese
contexto se suele recurrir a la mentira. Se ponen en circulación rumores falsos sobre
compañeros, quienes con bastante frecuencia apenas pueden defenderse de tales
difamaciones, pues unos se esconden detrás de otros. Pero cuando un trabajador no
puede confiar ya en su compañero porque tiene miedo de que hable mal de él, se crea un
ambiente de desconfianza que puede paralizar a los empleados. En semejante clima de
desconfianza se desperdicia mucha energía. Los empleados se desgastan unos a otros por
medio de la mentira y cada vez tienen menos energía para entregarse al trabajo y a los
problemas técnicos.

Las empresas hacen bandera de la protección de la naturaleza y la sostenibilidad.


Pero dentro de la empresa, a menudo no hay mucho que ver. Los valores son
proclamados solo hacia fuera, pero no hacia dentro. Para poder vender los propios
productos, se diseminan mentiras sobre otras empresas en el mundo. El trabajo de los
lobbies o grupos de presión de las grandes empresas obedece con bastante frecuencia a
puros intereses de poder. No se busca la verdad, sino la imposición del propio poder. Así,
la industria petrolífera ha estado bloqueando durante años la investigación en coches que
gasten menos combustible o en energías renovables. La industria del automóvil ha
imposibilitado una concepción razonable del tráfico que traslade en gran parte el

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transporte de mercancías al ferrocarril. Las distintas ramas de la industria intentan
entonces imponer sus intereses por medio de argumentos racionales y estudios
supuestamente «independientes». Aquí no se trata ya de la verdad, sino solo de poder e
intereses particulares. La mendacidad que reina en muchas empresas ha llevado a que las
personas pierdan la confianza en la economía.

Pero, a la larga, únicamente podrán subsistir las empresas que se confronten con la
verdad, las que vean de realizar también en su interior lo que defienden de puertas
afuera. Esto vale para la honestidad en el trato con clientes y proveedores. Y también
para la transparencia y claridad en el trato con los propios empleados. Solo una empresa
que suscite confianza podrá imponerse. Ese es también el resultado que arrojan los
estudios de economía de la empresa. La empresa obtiene sus beneficios de los clientes
fijos. Porque para estos no solo es importante el precio, sino también valores como la
honestidad, la fiabilidad, la amabilidad, la veracidad. Las empresas que no son honestas
pierden credibilidad. A la larga, clientes y proveedores trabajan solo con empresas en las
que se pueda confiar y que sean fiables así en su trabajo como en sus promesas, con
empresas cuyo lenguaje irradie veracidad.

Un joven empresario del sector de procesamiento informático de datos me contó


que había difundido - y también intentado vivir - como filosofía empresarial la absoluta
honestidad en el trato con sus socios comerciales. Eso le había conducido, en último
término, al éxito. Así, trabajaba con grandes empresas. Estas empresas habían
examinado con todo detalle a sus socios comerciales para determinar si eran fiables.
Durante el primer año todos los socios comerciales se habían esforzado por ser honestos.
No obstante, luego muchos habían intentado manipular la verdad en provecho propio con
pequeños trucos. Pero en cuanto alguna de las grandes empresas se percataba de este
hecho, rom pía la relación comercial. Los daños para las pequeñas empresas que quieren
obtener ventajas por medio de prácticas deshonestas son inmensos. No solo pierden a un
socio comercial específico, sino que también su imagen se ve dañada. Y una imagen así
de negativa se difunde. No en vano dice el refrán que «la mentira tiene las patas cortas».
A base de mentiras no se llega muy lejos. La honestidad en el mundo de los negocios
lleva a corto plazo a no hacerse con algunos pedidos. Así y todo, a la larga compensa.
Pero la honestidad no puede ser instrumentalizada. Si solo soy honesto con el fin de
ganar más, en realidad no soy honesto y pierdo mi propia honra. Sin embargo, a largo
plazo la honestidad desinteresada se ve recompensada por el éxito. Porque uno puede
confiar en esta empresa, a la larga trabaja gustosamente con ella.

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EN teoría, todo el mundo está de acuerdo en que el médico debería decir la verdad. Esto
vale también para la verdad a la cabecera del enfermo. Pero, en la práctica, surgen serios
problemas. Me gustaría comenzar narrando dos experiencias que me han sido contadas
por sendas mujeres.

Una mujer se quedó embarazada por segunda vez. El primer hijo había nacido sano.
Al examinarla, el médico le dijo que era muy probable que esta vez tuviera un niño
discapacitado. De ahí que debieran considerar la posibilidad de abortar. Aquello no
entraba en los planteamientos de ninguno de los progenitores, ambos muy cristianos.
Pero los meses hasta el parto estuvieron marcados por numerosas dudas y temores. El
parto transcurrió sin complicacio nes. El niño nació sano. En una visita posterior al
médico, la pareja le preguntó a este porque les había infundido tales temores. Él les
contestó que las cosas podrían no haber salido tan bien.

La pregunta aquí radica en qué es la verdad. Una probabilidad no es todavía una


verdad. El médico puede explicarle a la paciente los riesgos que existen, pero nunca tiene
la certeza de que su diagnóstico exprese toda la verdad. Y el ejemplo muestra que la
información, aunque bienintencionada, se ofreció sin tener especialmente en cuenta la
situación del matrimonio. No se trata sin más de la transmisión de los hechos objetivos,
sino, a todas luces, de que la comunicación tenga éxito o se malogre. En el presente caso,
la comunicación fracasó porque el médico pensó más en sí y en su seguridad jurídica que
en el estado emocional de la pareja. Para él, lo importante era que no se pudieran
emprender medidas jurídicas contra su persona. Llamó la atención sobre los peligros
existentes, pero lo hizo de un modo tal que desconcertó e hirió profundamente a los
padres. Estaba tan pendiente de sí que fue incapaz de percatarse de aquella pareja y de
sus sentimientos. Si giro solo en torno a mí mismo, no puedo comunicar verdad alguna.
Pues no existe verdad al margen de una buena relación.

Otra mujer me contó que, después de ser operada de cáncer, el médico le dijo que le
quedaban como máximo tres meses de vida. Y, cuando habló conmigo, habían pasado ya
tres años de la operación. El médico la confrontó brutalmente con la verdad. Sin
embargo, no mostró compasión alguna. Es evidente que tampoco en este caso funcionó
la comunicación. La información se transmitió sin consideración alguna por el estado de
ánimo de la paciente. Así pues, no se trata solo de si lo que digo se ajusta o no a la
realidad, sino una vez más del tema de la solicitud del médico por el paciente. Muchos

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entienden el problema de la información sobre el estado de cosas a la cabecera del
enfermo como un conflicto entre la verdad y el humanitarismo. Pero ahí no tiene por qué
darse siempre un conflicto. La existencia de este depende más bien de si ya con
anterioridad la comunicación entre médico y paciente era buena o no.

Comunicación exitosa

Sobre el tema «verdad y veracidad a la cabecera del enfermo» solo podemos hablar si
antes nos hacemos un par de ideas acerca del éxito de la comunicación entre médico y
paciente. La verdad a la cabecera del enfermo nunca tiene que ver exclusivamente con
una sobria infor mación objetiva. En ella se trata siempre de una red de relaciones y de la
asimilación de la experiencia de enfermedad, de la configuración de la vida en común y
de la cuestión de las perspectivas de futuro.

La comunicación es algo más que la mera relación entre emisor y receptor. La actual
ciencia de la comunicación ve de forma más compleja el éxito de la transmisión. Según
Schulz von Thun, toda expresión lingüística tiene cuatro significados: «Una información,
una autorrevelación, puesto que el hablante comunica algo sobre sí mismo con la
intención de alcanzar en el otro algo que, para este, representa un llamamiento. Además,
la expresión contiene un mensaje meta-comunicativo que tematiza la relación entre
ambos interlocutores» (Horntrich, p. 52). Así pues, no basta con demandar veracidad a
los médicos con actitud moralizadora. Antes de nada, estos deben familiarizarse con el
arte de la comunicación. Y ello no tiene por qué llevarse a cabo a través de un estudio
reglado sobre la comunicación, sino que lo decisivo radica con bastante frecuencia en el
sano sentido común. Pero, para que cuaje la comunicación, son importantes algunas
cosas.

La primera es confiar en el paciente. Solo en un ambiente de confianza puede


producirse la transmisión de la verdad de un modo tal que es ta le cuadre al paciente. El
segundo punto importante es escuchar bien. Antes de decirle algo al otro, debo escuchar
con atención cómo le van realmente las cosas, qué es capaz de asumir, cómo puede
afrontar la verdad, si se cierra interiormente o está dispuesto a abrirse a ella. El tercer
punto: no debo valorar el hecho de que el otro se cierre o reaccione con excesiva
sensibilidad. Debo contar más bien con que la amenazadora e incierta situación de la
enfermedad influya en la comunicación. Dicha situación lleva al paciente a entender
todas las afirmaciones del médico como interpelaciones dirigidas a él. Como médico, he
de ser comprensivo con el estado de ánimo hipersensible del paciente. No se trata de
aprender buena retórica, sino de tener tacto con el enfermo. La calidad de la relación
determina la calidad de la comunicación. Cuando el paciente recibe una información
meramente objetiva, se siente desconcertado. Debe ser tomado en serio junto con sus
temores y esperanzas.

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La actitud más importante que debe cultivar el médico es la escucha. Puesto que el
médico siempre cuenta con la ventaja del saber, corre el peligro de presentar su visión de
las cosas sin escuchar al paciente. En relación con la escucha, el teólogo Georg Horntrich
afirma lo siguiente: «Quien escucha experimenta qué es lo que el otro quiere oír y está en
condiciones de asimilar y entender. Quien escucha encontrará también el tono adecuado;
al menos, aumenta la seguridad de saber qué es lo adecuado. Por el contrario, quien
prioritariamente quiere transmitir su mensaje y su visión de las cosas no ahorra, de cierto,
tiempo alguno» (Horntrich, pp. 56-57). Pues, de este modo, o bien genera mayor
necesidad de comunicación: el otro responderá, y una palabra se enganchará con otra;
hablarán sin parar. O bien se interrumpe la comunicación: el otro se callará. Tanto en uno
como en otro caso, la comunicación fracasa de raíz.

Verdad y humanitarismo

El hecho de que un médico diga la verdad sin ninguna implicación afectiva es indicio de
su propia inseguridad. No quiere trabar una relación de verdad con el paciente. Con la
transmisión clara, pero circunspecta, crea una distancia con el paciente que en absoluto
favorece la sanación. Prefiere hacerse una teoría sobre el paciente antes que implicarse
con él. En la teoría, hablo sobre el paciente, pero no con él. No entro en relación con el
paciente. Me quedo en mi teoría sobre él. Pero, al margen de una relación, la verdad no
puede ser acogida por el paciente.

No basta con decirle sin más la verdad al paciente. Debo estar dispuesto también a
acompañarlo. La transmisión de la verdad sacude profundamente al paciente. No puedo
dejarlo solo en esta conmoción. Necesita acompañamiento en el difícil camino de incierto
desenlace que se abre ante él. Con respecto al paciente, el médico no solo tiene el deber
de decir la verdad, sino también el deber de la solicitud. De ahí que de ningún modo
pueda delegar en otras personas la tarea de informar sobre la enfermedad. Ello forma
parte esencial de su cometido médico. La información lleva asociado el acompañamiento.
Y este requiere compromiso personal y empatía - así como tiempo-. Una noticia terrible
tiene que ser asimilada. El tiempo que el médico dedica al acompañamiento del paciente
es un tiempo bien invertido. Tiene virtud terapéutica y refuerza la estabilidad psíquica del
paciente y sus energías de auto-sanación.

A menudo se argumenta que el paciente no soportaría la nuda verdad. Si se le dijera,


arrojaría la toalla y perdería toda su energía vital. Eso equivaldría a una muerte segura.
Hace algún tiempo leí el relato de Maarten t'Hart Dios va en bicicleta. El padre del autor
tiene un carcinoma de páncreas. El médico se lo comunica al hijo. Ambos convienen en
que el padre no será capaz de asimilarlo; si lo supiera, languide cería sin más. El hijo se
queda turbado. «Puesto que no podía decírselo y no había nadie con quien pudiera
hablar de su muerte o de la muerte de otros padres, era como si yo mismo fuera a morir

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pronto; mientras tuviera que guardármelo para mí, no era su muerte, sino la mía».
Durante una conversación telefónica, el padre le dice al hijo que cree que tiene algún
problema en el vientre. Cada uno se queda a solas con sus pensamientos. Eso dificulta la
comunicación. La pregunta es si el padre no habría abordado de forma muy distinta su
enfermedad y, sobre todo, si la despedida de padre e hijo no habría sido diferente si
hubieran hablado abiertamente del cáncer. Perdieron la oportunidad de decir lo que, en el
fondo de sus corazones, de verdad les habría gustado decir.

Un médico me contó que los familiares de los pacientes le piden a menudo que no
les diga a estos la verdad. En sus visitas al paciente gravemente enfermo, los familiares
hablan tan solo de temas superficiales. Le aseguran que, cuando le den el alta la semana
siguiente, van a hacer juntos una excursión. Pero el enfermo sabe muy bien que nunca
más hará una excursión. El enfermo sabe en su interior en qué situación se encuentra,
aun cuando el médico no le haya dicho nada. Sin embargo, no se atreve a decírselo a sus
familiares, quienes así alimentan va nas esperanzas. Ello, no obstante, dificulta la
despedida. Al enfermo le agradaría hablar de un montón de cosas que le preocupan. Le
encantaría despedirse abiertamente de sus familiares. Pero estos, con sus palabras y
gestos tranquilizadores, le imposibilitan tal despedida sincera. Una vez muerto el
enfermo, a sus familiares les sobrevienen sentimientos de culpa. Intuyen que en realidad
no se han despedido del moribundo. Han reprimido su muerte. Y así, no ha sido una
muerte con dignidad, una muerte de la que pueda decirse que el moribundo ha bendecido
lo temporal. Aquí no acontece bendición alguna, sino algo que deja al moribundo
melancólico y a los familiares con un nudo de tristeza que sigue atascado en ellos aún
mucho tiempo después del óbito y que con bastante frecuencia lleva a un
entumecimiento depresivo. Solamente la verdad posibilita una muerte con dignidad y una
despedida consciente.

Lo decisivo es siempre cómo dice el médico la verdad a los enfermos. Por una
parte, ello depende del tipo de comunicación. Por otra parte, a mi juicio es importante
que el médico vincule siempre la verdad con la esperanza. La esperanza es la condición
sine qua non para que la comunicación a la cabecera del enfermo pueda cuajar. No se
trata de una esperanza vaga, y menos de una promesa vana. El director médi co de una
gran clínica de Jena, el doctor Beleites, afirma: «Es falso rechazar la esperanza como
residuo irracional, como algo ingenuo o ajeno a la realidad, pues sin esperanza los seres
humanos no podemos vivir, y menos superar las fases difíciles de la vida. La esperanza
es un fragmento de la voluntad de vivir y se halla referida a un futuro, incierto, pero
digno de ser vivido» (Beleites, p. 16).

La pregunta es qué me da derecho a fortalecer la esperanza del paciente. Para mí,


no se trata solo de la esperanza en los éxitos curativos de la medicina, ni de la esperanza
en las energías auto-sanadoras del paciente. A mi modo de ver, la esperanza tiene

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siempre una dimensión religiosa. A despecho de todo el saber médico, nunca podemos
afirmar con seguridad qué curso seguirá la enfermedad. Siempre debemos contar también
con la posibilidad de un milagro. Existen milagros debidos a las oraciones de los
familiares o a la insondable confianza del paciente en el amor de Dios. El médico no tiene
por qué impartirle al paciente una conferencia teológica ni una prédica piadosa. No
obstante, considero muy apropiado que le pregunte si confía en el poder de la oración.
En caso de respuesta afirmativa, yo le animaría a orar con toda confianza. Orar fortalece
las energías de auto-sanación. No se trata de un truco para cu rar la enfermedad. Pero
sitúa la enfermedad en un horizonte más amplio. Orar fortalece la esperanza en la
sanación. Además, relativiza la enfermedad. Me libera de la obsesión por ella. Me sé a
salvo en Dios incluso en mi enfermedad. Y así, en la oración puedo entrever también el
sentido de mi afección.

Por supuesto, todo depende de cómo plantee el tema de la oración. Si le digo al


enfermo que no le queda ya más que rezar, lo que hago es, sobre todo, asustarlo. Eso
sería una admisión de la impotencia del médico y los medios sanitarios, no una invitación
a la esperanza. Mejor sería preguntarle al enfermo si la oración significa algo para él. En
caso de respuesta afirmativa, puedo animarle a confiar en la fuerza de la oración. Los
esfuerzos médicos y la oración no se excluyen; antes bien, deben entreverarse. La
oración suscita nueva confianza en el quehacer del facultativo, favoreciendo así el
proceso de curación.

Decirle la verdad al paciente no tiene por qué estar en contradicción con el


humanitarismo. Al contrario, puede dar pie a una nueva relación con el enfermo. Pero
eso solo ocurrirá si el médico se confronta con su propia finitud y muerte y se expone a
ellas. Entonces, la verdad puede llevar a una nueva apertura y un cambio cualitativo en el
trato mutuo. Ello no solo vale para la relación entre médico y paciente, sino también para
la relación entre el enfermo y sus familiares.

Personas enfermas me cuentan a menudo cuán irritante les resulta que sus
familiares, cuando los visitan en el hospital, se comporten como si no pasara nada. Se
limitan a hablar superficialmente del tiempo. Nadie se atreve a decir la verdad. Solo los
enfermos saben, en su interior, cuál es su estado. Pero no se atreven a hablar sobre ello.
No quieren perturbar la paz. Tienen miedo de abrumar a los visitantes. Pero entonces los
familiares desperdician una importante oportunidad de entablar una relación personal con
el moribundo y hablar sobre cosas esenciales. Cuando los familiares reúnen el coraje para
decir abiertamente la verdad, el lecho del enfermo se convierte a menudo en un lugar de
reconciliación con el pasado. Surge una relación personal, amorosa, con el padre
moribundo, con la madre moribunda. Ahí acontecen milagros de transformación.

Si me percato del otro y me pongo en su lugar, encontraré el tono adecuado para

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hablar con él sobre su situación. No es necesario espetarle la verdad a la cara. Si le
escucho con atención, tendré en cuenta su debilidad y su indefensión. También notaré si
quiere saber la verdad o no. Todo el mundo tiene derecho a cono cer la verdad sobre su
persona. Pero también todo el mundo tiene derecho a reprimir esa verdad. El médico
precisa fina sensibilidad para detectar la verdadera necesidad del paciente. No debe
proyectar sobre este sus propios temores. Así pues, no es legítimo que racionalice su
dificultad para confrontar al paciente con la verdad sirviéndose de la excusa de que este
no soportaría conocer la verdad. Hace falta una buena capacidad de escucha y una gran
honestidad consigo mismo para formular la verdad en la conversación con el paciente de
modo tal que ello le encaje a este y le permita confrontarse con la verdad. El filósofo y
médico Karl Jaspers estaba convencido de que el médico no solo es responsable de la
exactitud de sus afirmaciones, sino también del efecto de estas en el enfermo.

Un factor decisivo para la correcta comunicación de la verdad es la confianza que el


paciente tenga en el médico. La pregunta es qué puede hacer el médico para que se
incremente tal confianza. Factores importantes son, por un lado, su integridad y su
competencia profesional, pero también, sin duda, el hecho de estar fundado en una
confianza mayor. En última instancia, la fe en Dios desempeña aquí su papel. Quien se
sabe sostenido por Dios en su enfermedad, en su miedo, en su desesperación, transmite
una confianza que interpela al anhelo más profundo del paciente. Esa persona no
depende de instrumentos psicológicos para suscitar confianza. Ella misma la irradia. El
paciente se percatará de que ahí la acción médica se abre a otra dimensión. La confianza
no se puede fabricar. Si el facultativo no se limita a confiar en su pericia médica, sino que
se sabe sostenido y bendecido por Dios en su quehacer profesional, no se abrumará
pensando que debe fingir ante el paciente que tiene todo bajo control. También puede
abordar con mayor calma las exageradas expectativas del paciente, que le atribuyen, por
así decir, el papel de Dios. Sabe que el éxito del arte médico no depende solamente de su
pericia, sino, en último término, de la bendición de Dios. Ello le confiere serenidad y
confianza. Y entonces también irradia esas cualidades al paciente.

La verdad y la veracidad a la cabecera del enfermo no se limitan, pues, a la pregunta


de si todo lo que le digo al paciente concuerda o no con la realidad. Se trata de la
pregunta por la verdad en general, de la pregunta por la comunicación exitosa y, en
último término, de una confianza que posee una dimensión más profunda que la
confianza primigenia que he recibido de mis padres. En último término, aquí entra en
juego una dimensión religiosa. Cada cual interpretará y denominará a su manera esta di
mensión religiosa. Pero la apertura a esta dimensión distinguía a los médicos de la
Antigüedad. Y también les resultaría beneficiosa a los médicos modernos. Les liberaría
de las exageradas expectativas que tienen en sí mismos, de la presión a la que a menudo
se auto-someten. Ello contribuiría además a la humanización de la relación entre médico
y paciente.

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PARA Tomás de Aquino, Dios es la auténtica verdad. En cambio, lo que decimos sobre
Él no son sino interpretaciones de esta verdad. Son solo imágenes que podemos hacernos
de Dios. Pero nuestras afirmaciones sobre Dios no son toda la verdad. Nunca son más
que tentativas de aproximación al incomprensible misterio divino. De ahí que los
creyentes, precisamente también en el trato entre ellos y con otras religiones, deban
abogar por la verdad con humildad, no de forma beligerante como si estuvieran en
posesión de la misma. El teólogo no tiene nunca la verdad. Solo le es dado intentar hablar
sobre Dios de un modo tal que se aproxime a su esencia. Quien aboga beligerantemente
por la verdad persigue siempre otros intereses con ello, o bien tiene miedo a confrontarse
con la verdad plena, que es mayor que él y que su inteligencia.

A lo largo de la historia, las verdades de la fe y las verdades de la ciencia han sido


entendidas a menudo como contrapuestas. Sin embargo, en realidad no existe
contraposición alguna. Pues la verdad de la fe y la verdad de la ciencia pertenecen a
planos distintos. Esto se advierte, por ejemplo, en la polémica en torno a la evolución.
Quien quiere leer en el relato bíblico de la creación una refutación de la teoría de la
evolución no aprecia la verdad del mito. El relato de la creación es un mito. Como tal,
tiene su propia verdad: la verdad de que Dios ha creado el mundo. Pero un mito nunca
pretende ser una investigación científica de las conexiones existentes en el cosmos.
Ofrece una plástica explicación del misterio de la creación. Y, en cuanto tal, tiene su
verdad eterna.

En el pasado, los teólogos pusieron en ocasiones las verdades de fe en el mismo


plano que las afirmaciones científicas. Pero de ese modo la fe tuvo siempre que dirimir
combates en retirada. En cuanto algo era demostrado científicamente, la fe se veía
obligada a prescindir de enunciados anteriores. La fe, no obstante, se ubica en un plano
distinto al de la ciencia. Con todo y con eso, en la actualidad existen nuevas semejanzas.
La física nuclear también recurre, en último término, a modelos mitológicos de
explicación del mundo. Solo en imágenes puede describir cómo es la realidad. Pero, en el
fondo, nadie sabe cómo es esta de hecho. Así, se difuminan los límites entre espíritu y
materia. Esta moderna evolución de la física no debe llevar, sin embargo, a desarrollar
una teología en el plano de las ciencias de la naturaleza. La teología nunca está en
contradicción con las ciencias de la naturaleza porque ella habla del mundo y de Dios de
otro modo. Del mundo habla en tanto en cuanto este es creación de Dios. No se puede
demostrar científicamente que el mundo haya sido creado por Dios. El Creador no es el

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missing link, el eslabón perdido, que aún falta en la explicación del nacimiento del
universo.

En la discusión sobre ciertas afirmaciones bíblicas, a menudo se argumenta


apasionadamente con la verdad. La Biblia dice esto o lo otro; y esa es la verdad, se
sentencia. Pero muchos no se dan cuenta de que cada forma literaria tiene en sí su propia
verdad. La Biblia es verdadera. Sin embargo, un relato bíblico es verdadero aun cuando
lo que en él se narra no haya acontecido históricamente. Pues un mito posee su propia
verdad, al igual que la leyenda, el cuento, la parábola, el relato de vocación. La Biblia
conoce distintas formas literarias.

Considérense las palabras de Jesús, que con frecuencia fueron pronunciadas en un


lenguaje metafórico. Estas palabras casi nunca transmiten información sobre un objeto,
sino que, por regla general, constituyen alocuciones, advertencias, exhortaciones,
estímulos. Las parábolas tienen su propia verdad. En la disputa bíblica por la verdad,
muchas veces se pasa por alto que el lenguaje bíblico describe en imágenes tanto el
misterio de Dios como el misterio de nuestra redención por Jesucristo. El lenguaje es
reducido a un lenguaje meramente informativo. Pero con ello no se le hace justicia al
lenguaje ni a la verdad.

El papa Benedicto concede gran importancia a la reconciliación de ambos polos: la


fe y la razón. La fe debe confrontarse con la razón. Y la razón tiene la tarea de
cerciorarse de sus propias razones. Si salta por encima la razón, la fe deviene a menudo
una mera fe obediente. Creemos lo que nos dice la Iglesia, lo que nos dicen las religiones.
Pero eso contraría nuestra dignidad como personas. Estamos dotados de entendimiento.
Y también debemos satisfacerlo. Anselmo de Canterbury, mi patrono, acuñó la fórmula:
fides quarens intellectum, «la fe que busca comprender».

La fe intenta comprender. Al leer la Biblia, debemos echar mano de nuestro


intelecto y pre guntarnos qué significan las distintas afirmaciones y cómo podemos
entenderlas con ayuda de nuestra razón. La fe trasciende con frecuencia a la razón, pero
nunca la destruye, nunca se dirige contra ella. Al margen de la razón, la fe corre el peligro
de devenir fundamentalista. Cuando eso ocurre, la verdad se impone con ayuda de la
violencia. Y uno no se percata ya de que lo que se persigue no es la verdad, sino el
poder. Así, en su afán por servir a la verdad, el fundamentalismo se convierte en su
sepulturero.

También en el diálogo entre las confesiones y entre las grandes religiones tiene
relevancia el tema de la verdad. También aquí es fundamental entender correctamente la
verdad. Todas nuestras afirmaciones sobre Dios son intentos de hacer justicia a su ser. Y
todas nuestras afirmaciones sobre la Iglesia y sobre Jesucristo son tentativas de revestir

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de un lenguaje que pueda ser entendido en la actualidad las experiencias que los primeros
cristianos tuvieron de esa persona y sus seguidores. Sin embargo, nuestras proposiciones,
por sí solas, no son verdaderas. No son más que aproximaciones a la verdad. De ahí que
en el diálogo entre las religiones sea necesaria una fina sensibilidad para percibir las
experiencias que laten detrás de las afirmaciones. ¿Qué experiencia han tenido las
personas en esta religión, en esta confesión, para descri birla con tales palabras? ¿Soy
capaz de entender esa experiencia y la interpretación de la misma? ¿Se corresponde con
mi propia experiencia? Solo si me planteo estas preguntas podré hablar sensatamente con
otros sobre la verdad de la fe. No estoy legitimado para cuestionar la experiencia de otra
persona. Pero sí que puedo impugnar la interpretación que hace de ella. Sobre Dios no
podemos discutir. Dios escapa a nuestro dominio lingüístico. Pero sí que podemos hablar
de las imágenes que tenemos de Dios, así como de las afirmaciones interpretativas que
formulamos sobre Él. Y en este sincero diálogo luchamos juntos por la verdad. El
objetivo de esta lucha es que la verdad se muestre por sí sola, que Dios se autorrevele.

Es indudable que hay enunciados que oscurecen la verdad de Dios. Hay


interpretaciones en las que los propios intereses y prejuicios bloquean en exceso la
mirada a la verdad. De ahí que nunca podamos disputar sobre esta de modo puramente
objetivo. Nuestras afirmaciones siempre dicen algo sobre nosotros y nuestros intereses.
Sin valorar al otro ni sus afirmaciones, en la escucha de lo que él dice debemos abrirnos
al Inaudible y, a despecho de todos los intentos de comprender, debemos volvernos hacia
el Incomprensible. Eso no significa relativizar la verdad. Solo relativizamos nuestras afir
maciones sobre la verdad. La verdad de Dios permanece eterna. Pero nosotros los
humanos nunca poseemos la verdad. Lo único que podemos hacer es aproximarnos a ella
sincera, abierta y humildemente.

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YA he citado un par de veces el apotegma de Jesús: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32).
En el Evangelio de Juan, este dicho significa que la verdad que nos es revelada en Jesús
nos libera de las cadenas del pecado. La verdad nos libera de vivir en el engaño y la
mentira. La verdad nos hace libres porque disipa las ilusiones con las que nos auto-
engañamos. La verdad nos da coraje para confrontarnos con la realidad, para abrir los
ojos y contemplar todo lo que existe. La libertad está relacionada con la apertura y con el
ver. Ya no estamos ciegos. Dejamos de cerrar los ojos a la realidad del mundo y a la
realidad de nuestra alma. La verdad nos confiere valentía para mirarnos a nosotros
mismos tal como somos. Eso libera. Ya no tengo necesidad de enlucir mi fachada y
esconderme detrás de ella. Puedo mostrarme tal cual soy. Pues mi verdad es aceptada
por Dios sin reservas.

En la Primera Carta de Juan se extiende el efecto de la verdad de la liberación al


apaciguamiento: «Así [a saber, en el amor fraternal] conoceremos que procedemos de la
verdad y ante Él tendremos la conciencia tranquila. Pues, aunque la conciencia nos
acuse, Dios es más grande que nuestra conciencia y lo sabe todo» (1 Jn 3,19-20). En el
amor conocemos que procedemos de la verdad, esto es, que pertenecemos a Dios, quien
es amor por naturaleza y está en nosotros y nosotros en Él. Mas con bastante frecuencia
sentimos que carecemos de amor, que estamos llenos de intrigas y resentimientos frente
al hermano o la hermana. Entonces nos condenamos a nosotros mismos. Desbordamos
de sentimientos de culpa. Pero Dios es mayor que nuestro corazón. Él lo sabe todo.
Conoce la verdad entera. No obstante, la verdad de Dios no es una verdad que nos
condena, sino una verdad que nos acoge. Dios, que se asoma a todos los abismos de mi
alma, penetrándolos con su amor, me posibilita el sosiego interior. Siendo así que Dios no
me juzga, aunque lo sabe todo sobre mí, no necesito condenarme a mí mismo. Eso me
otorga verdadero sosiego interior. Pues los sentimientos de culpa son una frecuente causa
de inquietud interior. Quien es asaltado por sentimientos de culpa huye de sí.

También Pedro experimenta al final del Evangelio de Juan el efecto sosegador del
conocimiento que Dios o Jesús tienen de la verdad de cada uno de nosotros. Jesús le
pregunta tres veces si lo quiere. Con esta triple pregunta, Jesús le recuerda a Pedro su
triple traición. Pedro se entristece cuando piensa en su culpa. No obstante, entonces
pronuncia la frase liberadora y tranquilizadora: «Señor, tú lo sabes (oídas) todo, tú sabes
(ginóskeis) que te quiero» (Jn 21,17). Jesús lo sabe todo, lo ve todo. Pero él mira
también con mayor profundidad. Y en el hondón de Pedro reconoce su anhelo de amor.
Así, Dios ve todo lo que hay en nosotros. No podemos engañarle. Mas Él sabe también

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que en cada uno de nosotros late un profundo anhelo de amar. Y en nuestro anhelo de
amor hay ya amor. Saber que Dios conoce nuestra verdad nos libera de todos nuestros
auto-reproches, posibilitándonos así el sosiego interior.

La Biblia no dice expresamente que la verdad nos sane. La mejor manera de


entender el dicho de Jesús en su oración sacerdotal en el Evangelio de Juan es como
súplica de sanación a través de la verdad. Jesús pide al Padre por sus discípulos:
«Conságralos en la verdad» (Jn 17,17). Él mismo se consagra por sus discípu los, «para
que [también ellos] queden consagrados en la verdad» (Jn 17,19). Para los griegos,
«consagrar» significa «sustraer al ámbito de influencia del mundo». Conforme a su
mentalidad, solo lo consagrado es capaz de sanar. Los términos alemanes heilig,
«sagrado, santo», y heil también están vinculados. Heil significa «sano, intacto,
salvado». Jesús pide al Padre que saque a los discípulos del ámbito de influencia del
mundo y les permita habitar en su verdad. Eso es salutífero para los discípulos. Porque
de ese modo son sustraídos a las influencias negativas del mundo. En el espacio de la
verdad divina arriban a su propia verdad, en la que vivirán sanos e íntegros.

También podemos entender de otro modo el efecto sanador de la verdad. El efecto


liberador y sosegador de la verdad es siempre asimismo saludable. Pues la enfermedad
consiste a menudo en un dilema. Nos encontramos escindidos entre nuestro anhelo de
salud y fuerza y nuestra experiencia fáctica de enfermedad y debilidad. Algunas
enfermedades nos revelan nuestra propia verdad, de la que, de lo contrario, no nos
percataríamos. Mientras nos resistamos a nuestra verdad interior, seguiremos estando
enfermos. La enfermedad es como una advertencia, que continúa resonando hasta que la
escuchamos y aceptamos. En la medida en que nos con frontemos con nuestra propia
verdad, sanaremos en el hondón de nuestra alma. Esto no significa que nuestra
enfermedad corporal vaya a desaparecer de inmediato. Pero también en ella algo se
transforma. Dejamos de luchar contra nuestra enfermedad y contra nuestro propio yo.
Devenimos conformes con nosotros mismos. En medio de la enfermedad encontramos
sosiego y claridad interior.

Sería nefasto absolutizar el vínculo entre enfermedad y verdad. Bajo ningún


concepto cabe afirmar: quien está enfermo vive contra su propia verdad. Con una
afirmación semejante, estaríamos achacando a todo enfermo la culpa de su enfermedad.
Hay enfermedades que nos sobrevienen sin más. No sabemos de dónde proceden. No
sabemos qué es lo que quieren decirnos. En tal caso, no se trata de preguntarle a la
enfermedad si estoy reprimiendo mi verdad. La enfermedad es más bien una parte de mi
verdad. Y el reto consiste en aceptarme a mí mismo con mi enfermedad, con mi
limitación corporal y anímica. La afirmación de que la enfermedad apunta a una
mendacidad significaría que la persona, en realidad, no debería estar enferma. Si viviera
en la verdad, se mantendría siempre sana. Sin embargo, eso contradice la realidad y la

57
verdad del ser humano. El hombre es limitado, es mortal y frágil. La enfermedad forma
parte esencial de él, al igual que la salud. La verdad sana, pero no en el sentido de que
elimine la enfermedad, sino en tanto en cuanto la transforma. La enfermedad se
convierte en una parte de mí que acepto delante de Dios. Entonces, la enfermedad no me
controla. Antes bien, me abre a Dios. Y a la profundidad de mi alma. También me brinda
acceso a mi yo verdadero.

Pero el efecto sanador de la verdad tiene aún otro significado. Cuanto mayor es la
veracidad con la que vivo, tanto más puedo confiar en que vivo en consonancia con mi
alma y mi cuerpo. La veracidad no me protege de toda enfermedad. Así y todo, es
salutífera. Me preserva de enfermedades que tienen su origen en la represión de la
verdad.

Una mujer me contó sus múltiples alergias. Tenía una relación de fines de semana
con un novio. Nunca hablaba del hecho de que en esa relación había algo que no
encajaba. No obstante, por medio de la experiencia de otro amor se percató de que
semejante relación de fines de semana no era armoniosa. Se sentía utilizada por su novio.
Este no quería una relación estable porque tenía miedo de la cercanía. Pero los fines de
semana se sentía solo y necesitaba a la novia. Cuando esta, a causa de la amistad con
otro hombre, cortó la relación de fines de semana, desaparecieron de golpe algunas de las
alergias. No es lícito generalizar una experiencia así. No puedo afirmar: toda alergia
manifiesta que no vivo en consonancia conmigo mismo. Con semejante frase estaría
interpretando psicológicamente todas las alergias y suscitando sentimientos de culpa en
cualquiera que las padezca. Las alergias tienen muchas causas: la contaminación del
medioambiente, la higiene a menudo excesiva, una elevada proclividad, etc. Aun viviendo
en consonancia con mi verdad puedo padecer alguna alergia. Sin embargo, la experiencia
de esta mujer demuestra que si tengo el coraje de ser consecuente con mi verdad,
algunas alergias pueden desaparecer y algunas enfermedades curarse.

Pero el efecto sanador de la verdad no debe ser visto solo desde la perspectiva de la
prevención y curación de enfermedades. La verdad me hace bien. Me cura mi
desgarradura interior. Me hace íntegro. Quien necesita ocultar su verdad invierte mucha
energía en ello. Debe esconderse de continuo detrás de su fachada y, aun así, vive con el
miedo de que los demás puedan ver lo que esta esconde. Una y otra vez somos testigos
de cómo las personas pueden reprimir su verdad por un tiempo. Pero, antes o después,
se vienen abajo por el peso del dilema. Un hombre que tenía una querida logró
ocultárselo durante años a su esposa y a la opinión pú blica. Pero al final su cuerpo y su
alma se rebelaron. Sufrió ataques de pánico y depresiones. No tuvo más remedio que
confrontarse con su verdad. Una mujer simuló durante años ser víctima de una leucemia
porque creía que con ello tendría el afecto de las personas importantes en su vida. En el
primer año, su estrategia funcionó muy bien. Todos se preocupaban de ella y se dirigían

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a ella llenos de afabilidad. Pero un buen día se dio cuenta de que estaba arruinando su
vida. Esta estaba construida sobre una mentira. La amistad íntima con un hombre le
posibilitó renunciar por fin a todo el edificio de mentiras. Fue algo liberador para ella. Por
supuesto, algunos de los amigos que se habían volcado con ella a causa de la supuesta
enfermedad se sintieron ofendidos. No obstante, la mayoría reaccionó con alegría y
alivio, pero también con estupor. Se preguntaron: ¿cómo debe sentirse una persona para
tener que invertir tanta energía en una mentira con objeto de conseguir cariño? ¿Tenía
esta mujer tan poca confianza en sí misma que solo por medio de una enfermedad se
consideraba interesante para los demás y digna de ser amada?

Vivir en la verdad y ser veraz nos ahorra mucha energía. Así, podemos dirigir
nuestra atención a la vida. Quien tiene que ocultar su verdad gasta energía en ello. Debe,
por así de cir, sostener una tapa encima de un volcán con objeto de que este no entre en
erupción. Esta energía le falta luego para la vida, para su trabajo y, en último término,
también para su salud. Pues quien gasta demasiada energía en reprimir la verdad deviene
vulnerable a las enfermedades. Así, la vida en la verdad es saludable para la persona. La
libera de la presión de tener que ocultarse a los demás y del miedo de ser descubierta y
puesta en evidencia. De este modo, podemos vivir la experiencia de que la verdad nos
libera, santifica y sana. Las palabras del Evangelio de Juan, al principio tan extrañas,
adquieren con ello relevancia existencial y terapéutica. Quien está en la verdad de Dios y
alcanza en ella su propia verdad vive en consonancia consigo mismo, y es auténtico y
libre respecto de las expectativas y juicios de los hombres. Entra en contacto con el
espacio sagrado que, dentro de él, se halla sustraído al mundo. Y en este espacio sagrado
se experimenta a sí mismo como sano e íntegro. Su núcleo más íntimo no está infectado
por la enfermedad ni por la mentira. Participa de la salvación de Jesucristo.

59
Los términos «verdad» y «veracidad» nos llevan a pensar en primer lugar en teorías
filosóficas y exigencias éticas. Pero ambos conceptos tienen que ver, en último término,
con la vida bien encaminada. El ser humano anhela verdad: no solo afirmaciones
verdaderas sobre Dios y sobre su propia naturaleza, sino también existir él mismo en la
verdad. Todo su afán se dirige a que se le revele tanto la verdad del ser como su propia
verdad. Intuye que la verdad lo libera de toda presión de tener que claudicar o de tener
que desempeñar de continuo un determinado papel en este mundo. La verdad lo conduce
a su yo verdadero.

La veracidad es una virtud. Pero es, sobre todo, una actitud hacia uno mismo. Es la
condición para encontrar un fundamento firme sobre el que poder edificar nuestro hogar
vital. La veracidad está vinculada con virtudes como la sinceridad, la apertura, la
integridad, la autenticidad, la fiabilidad y la fidelidad. Estas virtudes son condición
imprescindible para que nuestra vida sea plena. Pero también son caminos para que se
logre la convivencia humana, en la política, en la economía, en la relación entre médico y
paciente, en la relación entre varón y mujer, y entre padres e hijos. Cuando escribo sobre
virtudes, me gusta prescindir de todo tono moralizante. Lo que me interesa es más bien
la cuestión de cómo podemos vivir las personas de un modo que se corresponda con
nuestra verdadera esencia, así como la cuestión de cómo podemos relacionarnos unos
con otros de suerte que sea posible una vida en paz, libertad y respeto mutuo. Cada
virtud es un reto que debemos afrontar. Nos invita a recorrer un camino de ejercitación
para adquirir esa virtud. Pero, al mismo tiempo, la virtud es un regalo divino, una oferta
de Dios para crecer hacia la figura única y sin parangón que Él se ha hecho de cada uno
de nosotros, para llegar a ser plenamente nosotros mismos (autós) en medio de un
mundo que tantas expectativas tiene respecto de nosotros, a fin de difundir así a nuestro
alrededor un clima de verdad y veracidad, de autenticidad y libertad.

60
BOLLNOW, Otto Friedrich, Wesen und Wandel der Tugenden, Frankfurt a.M. 1958.

BULTMANN, Rudolf, Das Evangelium des Johannes, Gdttingen 1950.

GADAMER, Hans-Georg, Wahrheit und Methode, Tübingen 1965 [trad. esp.: Verdad y
método, Sígueme, Salamanca 200311].

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El refrán juega con el doble sentido del verbo verlassen, que significa tanto «fiarse de
alguien» (sich aufjemanden verlassen) como «abandonar, dejar». La misma raíz está
presente también en Verlcisslichkeit, «fiabilidad». El autor explota este juego de
palabras a lo largo de toda la sección [N. del Traductor]

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