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"Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno

por uno para tomar el jugo


de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba todo. era, pues, una abeja haragana. todas las
mañanas, apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se
peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. zumbaba muerta de gusto
de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban
trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de su hermana haragana. En la puerta de la colmena
hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser
muy viejas, con gran experiencia en la vida (...).
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar..."
La abeja haragana. Horacio Quiroga

“Las verjas relucían delante: aún abiertas. De vuelta al mundo otra vez. Basta de este sitio. A cada vez te acerca un poco más. La
última vez que estuve aquí fue en el entierro de la señora Sinico. El pobre papá también. Amor que mata. E incluso escarbando
la tierra de noche con una linterna como en aquel caso que leí para conseguir hembras recién sepultadas o incluso podridas con
llagas abiertas por la tumba. Verás mi fantasma después de la muerte. Mi fantasma te perseguirá después de la muerte. Hay
otro mundo después de la muerte llamado infierno. No me gusta el otro mundo escribió ella. Ni a mí. Mucho que ver y oír y
tocar todavía. Sentir seres vivos calientes cerca de uno. Dejadles dormir en sus lechos gusanientos. No me van a pescar de esta
hecha. Camas calientes: vida caliente llena de sangre. Martin Cunningham salió de un sendero lateral. Abogado, me parece.
Conozco esa cara. Menton, John Henry, abogado, procurador para declaraciones juradas y atestados. Dignam solía estar en su
despacho. Con Mat Dillon hace mucho. El alegre Mat. Las noches de convite. Aves fiambres, cigarros, los vasos Tántalo. Corazón
de oro realmente. Sí, Menton. Se puso furioso aquella noche en la bolera porque le metí mi bola por en medio. Pura chiripa mía:
el desnivel. Por qué le entró una antipatía tan arraiga da contra mí. Odio a primera vista. Molly y Floey Dillon del brazo bajo el
árbol de lilas, riendo. Ese tipo siempre así, mortificado si hay mujeres delante.”

Ulises. James Joyce


“Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija
de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir. Entonces yo dormía a su lado, en un lugarcito que ella me hacía
debajo de sus brazos.
Creo sentir todavía el golpe pausado de su respiración; las palpitaciones y suspiros con que ella arrullaba mi sueño. Creo sentir la
pena de su muerte (…) Pero esto es falso.
Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la
cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta”.
Pedro Páramo. Juan Rulfo

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“Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela
para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían
irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quien sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo.
Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras
otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: “Que Dios las ampare a las dos”.
Juan Rulfo

“El sol se estaba poniendo. Para darse más confianza el viejo recordó aquella vez, cuando, en la taberna de Casablanca, había
pulseado con el gran negro de Cienfuegos que era el hombre más fuerte de los muelles. Habían estado un día y una noche con
sus codos sobre una raya de tiza en la mesa, y los antebrazos verticales, y las manos agarradas. Cada uno trataba de bajar la
mano del otro hasta la mesa.”

El viejo y el mar. Ernest Hemingway


“Todos saben que maté a María Iribarne Hunter. Pero nadie sabe cómo la conocí, qué relaciones hubo exactamente entre
nosotros y cómo fui haciéndome a la idea de matarla. Trataré de relatar todo imparcialmente porque, aunque sufrí mucho por
su culpa, no tengo la necia pretensión de ser perfecto.
En el Salón de Primavera de 1946 presenté un cuadro llamado Maternidad. Era por el estilo de muchos otros anteriores: como
dicen los críticos en su insoportable dialecto, era sólido, estaba bien arquitecturado. Tenía, en fin, los atributos que esos
charlatanes encontraban siempre en mis telas, incluyendo "cierta cosa profundamente intelectual". Pero arriba, a la izquierda, a
través de una ventanita, se veía una escena pequeña y remota: una playa solitaria y una mujer que miraba el mar. Era una mujer
que miraba como esperando algo, quizá algún llamado apagado y distante. La escena sugería, en mi opinión, una soledad
ansiosa y absoluta.
Nadie se fijó en esta escena; pasaban la mirada por encima, como por algo secundario, probablemente decorativo. Con
excepción de una sola persona, nadie pareció comprender que esa escena constituía algo esencial. Fue el día de la inauguración.
Una muchacha desconocida estuvo mucho tiempo delante de mi cuadro sin dar importancia, en apariencia, a la gran mujer en
primer plano, la mujer que miraba jugar al niño. En cambio, miró fijamente la escena de la ventana y mientras lo hacía tuve la
seguridad de que estaba aislada del mundo entero; no vio ni oyó a la gente que pasaba o se detenía frente a mi tela.
La observé todo el tiempo con ansiedad. (…)”B

El túnel. Ernesto Sábato


“Mi madre no sabía leer ni escribir; mi padre sí, y tan orgulloso estaba de ello que se lo echaba en cara cada lunes y cada martes
y, con frecuencia y aunque no viniera a cuento, solía llamarla ignorante, ofensa gravísima para mi madre, que se ponía como un
basilisco. Algunas tardes venía mi padre para casa con un papel en la mano y, quisiéramos que no, nos sentaba a los dos en la
cocina y nos leía las noticias; venían después los comentarios y en ese momento yo me echaba a temblar porque estos
comentarios eran siempre el principio de alguna bronca. Mi madre, por ofenderlo, le decía que el papel no decía nada de lo que
leía y que todo lo que decía se lo sacaba mi padre de la cabeza, y a éste, el oírla esa opinión le sacaba de quicio; gritaba como si
estuviera loco, la llamaba ignorante y bruja y acababa siempre diciendo a grandes voces que si él supiera decir esas cosas de los
papeles a buena hora se le hubiera ocurrido casarse con ella.”

La familia de Pascual Duarte. Camilo José Cela

“Y por la noche, al acostarme, termino mis rezos con las palabras: “Gracias, Dios mío, por todo lo que es bueno, amable y
hermoso”, y mi corazón se regocija. Lo bueno es la seguridad de nuestro escondite, mi buna salud y todo mi ser.”
El diario de Ana Frank. Ana Frank

“Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos
aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy
ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al colegio Champagnat.”
Los cachorros. Mario Vargas Llosa
“—Sus dientes les sonaban, madre —dijo Bonifacia—, les hablé pagano para quitarles el miedo. Tú hubieras visto qué parecían.
—¿Por qué nunca nos dijiste que hablabas aguaruna, Bonifacia? —dijo la superiora. —¿No ves cómo de todo las madres dicen ya
te salió el salvaje? —dijo Bonifacia—. ¿No ves cómo dicen ya estás comiendo con las manos, pagana? Me daba vergüenza,
madre. Las trae de la mano desde la despensa y, en el umbral de su angosta habitación, les indica que esperen. Ellas se juntan,
se hacen un ovillo contra la pared. Bonifacia entra, enciende el mechero, abre el baúl, lo registra, saca el viejo manojo de llaves y
sale. Vuelve a coger a las chiquillas de la mano.
—¿Cierto que al pagano lo subieron a la capirona? —dijo Bonifacia—. ¿Que le cortaron el pelo y se quedó con la cabeza blanca?
—Pareces loca —dijo la madre Angélica—, de repente sales con cada cosa.
Pero ella sabía, mamita: lo trajeron los soldados en un bote, lo amarraron al árbol de la bandera, las pupilas se subían al techo
de la residencia para mirar y la madre Angélica les daba azotes. ¿Seguían con esa historia las bandidas? ¿Cuándo se la contaron a
Bonifacia? —Me la contó un pajarito amarillo que se entró volando —dijo Bonifacia—. ¿De veras le cortaron su pelo? ¿Como a
las paganitas la madre Griselda? —Se lo cortaron los soldados, tonta —dijo la madre Angélica—. No se puede comparar. La
madre Griselda se los corta a las niñas para que ya no les pique. A él fue en castigo. —¿Y qué había hecho el pagano, mamita? —
dijo Bonifacia. —Maldades, cosas feas —dijo la madre Angélica—. Había pecado.”

La casa verde. Mario Vargas llosa. Pág. 34

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