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“Ese día de abril era agradable y despejado, y el pobre Dencombe, feliz con la
presunción de haber recuperado la energía, se encontraba de pie en el jardín
del hotel, comparando, con una deliberación en la que sin embargo aún
flotaba cierta languidez, los atractivos de las caminatas más cómodas. Le
gustaba la sensación del sur en tanto pudiera experimentarla en el norte, le
gustaban los acantilados de arena y los pinos arracimados, le gustaba incluso
el mar incoloro. “Bournemouth, centro de salud” le había sonado como
simple propaganda, pero se sentía ahora agradecido con las comodidades
ordinarias. El amigable cartero rural, al pasar por el jardín, le acababa de
entregar un paquete pequeño que decidió llevar consigo, abandonando el
hotel hacia la derecha y avanzando con paso lento hacia una banca que
conocía, un nicho seguro en el acantilado. El nicho miraba hacia el sur, hacia
las teñidas paredes de la isla, y por detrás quedaba protegido por el declive
ondulado de la pendiente. Estaba ya bastante agotado cuando llegó y por un
momento se sintió decepcionado; se sentía mejor, por supuesto, pero,
después de todo, ¿mejor que qué? Nunca volvería a ser, como en uno o dos
grandes momentos del pasado, mejor de lo que era…”