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Un drama verdadero

[Cuento - Texto completo.]

Guy de Maupassant

«Lo verdadero puede a veces no ser verosímil»


Boileau, Art poétique, III, 48

Decía yo el otro día, en este lugar, que la escuela literaria de ayer se servía, para sus
novelas, de las aventuras o de las verdades excepcionales encontradas en la existencia;
mientras que la escuela actual, al no preocuparse sino por la verosimilitud, establece una
especie de media de los acontecimientos ordinarios.
Y hete aquí que me comunican toda una historia, ocurrida, al parecer, y que se diría
inventada por algún novelista popular o algún dramaturgo delirante.
Es, en cualquier caso, pasmosa, bien urdida y muy interesante en su extrañeza.
En una propiedad rural, mitad granja y mitad quinta, vivía una familia que tenía una hija a
la que cortejaban dos jóvenes, hermanos.
Éstos pertenecían a una antigua y excelente casa, y vivían juntos en una propiedad vecina.
El preferido fue el mayor. Y el pequeño, a quien un amor tumultuoso le trastornaba el
corazón, se tornó sombrío, soñador, errabundo. Salía durante días enteros o bien se
encerraba en su habitación, y leía o meditaba.
Cuanto más se acercaba la hora de la boda, más receloso se volvía.
Aproximadamente una semana antes de la fecha fijada, el novio, que regresaba una noche
de su cotidiana visita a la joven, recibió un disparo a quemarropa, en un rincón del bosque.
Unos campesinos, que lo encontraron al nacer el día, llevaron el cuerpo a su hogar. Su
hermano se sumió en una fogosa desesperación que duró dos años. Se creyó incluso que se
metería a cura o que se mataría.
Al cabo de esos dos años de desesperación, se casó con la novia de su hermano.
Entretanto no se había podido encontrar al homicida. No existía el menor rastro seguro; y el
único objeto revelador era un trozo de papel casi quemado, negro de pólvora, que había
servido de taco al fusil del asesino. En aquel jirón de papel estaban impresos unos versos, el
final de una canción, sin duda, pero no se pudo descubrir el libro del que había sido
arrancada aquella página.
Se sospechó que el asesino era un cazador furtivo de mala nota. Fue perseguido,
encarcelado, interrogado, hostigado; pero no confesó, y fue absuelto, por falta de pruebas.
Tal es la exposición de este drama. Uno creería estar leyendo una horrible novela de
aventuras. No falta nada: el amor de los dos hermanos, los celos de uno, la muerte del
preferido, el crimen en un rincón del bosque, la justicia despistada, el acusado absuelto, y
un leve hilo en manos de los jueces, el trozo de papel negro de pólvora.
Y, ahora, transcurren veinte años. El hermano menor, casado, es feliz, rico y considerado:
tiene tres hijas. Una de ellas va a casarse a su vez. Se desposa con el hijo de un viejo
magistrado, uno de los que formaron el tribunal antaño, cuando el asesinato del hermano
mayor.
Y he aquí que se celebra la boda, una gran boda rural, una juerga. Los dos padres se
estrechan las manos, los jóvenes son felices. Cenan en la larga sala de la quinta; beben,
bromean, ríen, y, llegados a los postres, alguien propone cantar canciones, como se hacía en
los viejos tiempos. La idea agrada, y cada cual canta. Al llegarle su turno, el padre de la
desposada busca en su memoria antiguas coplas que tarareaba en tiempos, y poco a poco las
encuentra.
Hacen reír, se aplauden; él prosigue, entona la última; después, cuando ha acabado, su
vecino el magistrado le pregunta: «¿De dónde diablos ha sacado usted esa canción?
Conozco los últimos versos. E incluso me parece que están relacionados con alguna grave
circunstancia de mi vida, pero no lo sé exactamente; estoy perdiendo la memoria.»
Y al día siguiente, los recién casados salen de viaje de bodas.
Sin embargo, la obsesión de los recuerdos imprecisos, ese prurito constante de recordar una
cosa que se le escapa sin cesar, acosaba al padre del joven. Tarareaba sin descanso el
estribillo que había cantado su amigo, y seguía sin recordar de dónde le venían aquellos
versos que, sin embargo, tenía grabados desde hacía mucho tiempo en la cabeza, como si
hubiera sentido un serio interés por no olvidarlos.
Transcurren dos años más. Y he aquí que un día, hojeando unos viejos papeles, encuentra,
copiadas por él, aquellas rimas que tanto ha buscado.
Eran los versos que habían quedado legibles en el taco del fusil de que se habían servido
antaño para el asesinato.
Entonces vuelve a iniciar él solo la investigación. Interroga con astucia, registra los
muebles de su amigo, tanto y tan bien que encuentra el libro cuya página había sido
arrancada.
El drama se desarrolla ahora en ese corazón de padre. Su hijo es el yerno de aquel de quien
sospecha tan violentamente; pero, si el sospechoso es culpable, ¡ha matado a su hermano
para robarle la novia! ¿Hay crimen más monstruoso?
El magistrado triunfa sobre el padre. El proceso vuelve a abrirse. El verdadero asesino es,
en efecto, el hermano. Lo condenan.
***
He aquí los hechos que me señalan. Afirman que son ciertos. ¿Podríamos utilizarlos en un
libro sin dar la impresión de imitar servilmente a De Montépin y Du Boisgobey?
Así pues, tanto en la literatura como en la vida, el axioma: «No todas las verdades se
pueden decir» me parece perfectamente aplicable.
Insisto sobre este ejemplo, que me parece impresionante. Una novela compuesta con un
dato semejante despertaría la incredulidad de todos los lectores, y escandalizaría a todos los
verdaderos artistas.
FIN

Pobres gentes
[Cuento - Texto completo.]

León Tolstoi

En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando
una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa… La noche
es fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente
es templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido; la estufa
sigue encendida todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una
cortina blanca, duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido
de Juana ha salido por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el
rugido de las olas y el aullar del viento, y tiene miedo.
Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once… Juana se sume
en reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad.
Ella trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega para
comer. Los niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano,
corren descalzos; no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a
Dios de que no les falte el de centeno. La base de su alimentación es el pescado. “Gracias a
Dios, los niños están sanos. No puedo quejarme”, piensa Juana; y vuelve a prestar atención
a la tempestad. “¿Dónde estará ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él”, dice,
persignándose.
Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la
cabeza, enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo,
si hay luz en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le
arranca el pañuelo y lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda
que la víspera había querido visitar a la vecina enferma. “No tiene quien la cuide”, piensa,
mientras llama a la puerta. Escucha… Nadie contesta.
“A lo mejor le ha pasado algo”, piensa Juana; y empuja la puerta, que se abre de par en par.
Juana entra.
En la choza reinan el frío y la humedad. Juana alza la linterna para ver dónde está la
enferma. Lo primero que aparece ante su vista es la cama, que está frente a la puerta. La
vecina yace boca arriba, con la inmovilidad de los muertos. Juana acerca la linterna. Sí, es
ella. Tiene la cabeza echada hacia atrás; su rostro lívido muestra la inmovilidad de la
muerte. Su pálida mano, sin vida, como si la hubiese extendido para buscar algo, se ha
resbalado del colchón de paja, y cuelga en el vacío. Un poco más lejos, al lado de la
difunta, dos niños, de caras regordetas y rubios cabellos rizados, duermen en una camita
acurrucados y cubiertos con un vestido viejo.
Se ve que la madre, al morir, les ha envuelto las piernecitas en su mantón y les ha echado
por encima su vestido. La respiración de los niños es tranquila, uniforme; duermen con un
sueño dulce y profundo.
Juana coge la cuna con los niños; y, cubriéndolos con su mantón, se los lleva a su casa. El
corazón le late con violencia; ni ella misma sabe por qué hace esto; lo único que le consta
es que no puede proceder de otra manera.
Una vez en su choza, instala a los niños dormidos en la cama, junto a los suyos; y echa la
cortina. Está pálida e inquieta. Es como si le remordiera la conciencia. “¿Qué me dirá?
Como si le dieran pocos desvelos nuestros cinco niños… ¿Es él? No, no… ¿Para qué los
habré cogido? Me pegará. Me lo tengo merecido… Ahí viene… ¡No! Menos mal…”
La puerta chirría, como si alguien entrase. Juana se estremece y se pone en pie.
“No. No es nadie. ¡Señor! ¿Por qué habré hecho eso? ¿Cómo lo voy a mirar a la cara
ahora?” Y Juana permanece largo rato sentada junto a la cama, sumida en reflexiones.
La lluvia ha cesado; el cielo se ha despejado; pero el viento sigue azotando y el mar ruge, lo
mismo que antes.
De pronto, la puerta se abre de par en par. Irrumpe en la choza una ráfaga de frío aire
marino; y un hombre, alto y moreno, entra, arrastrando tras de sí unas redes rotas,
empapadas de agua.
-¡Ya estoy aquí, Juana! -exclama.
-¡Ah! ¿Eres tú? -replica la mujer; y se interrumpe, sin atreverse a levantar la vista.
-¡Vaya nochecita!
-Es verdad. ¡Qué tiempo tan espantoso! ¿Qué tal se te ha dado la pesca?
-Es horrible, no he pescado nada. Lo único que he sacado en limpio ha sido destrozar las
redes. Esto es horrible, horrible… No puedes imaginarte el tiempo que ha hecho. No
recuerdo una noche igual en toda mi vida. No hablemos de pescar; doy gracias a Dios por
haber podido volver a casa. Y tú, ¿qué has hecho sin mí?
Después de decir esto, el pescador arrastra la redes tras de sí por la habitación; y se sienta
junto a la estufa.
-¿Yo? -exclama Juana, palideciendo-. Pues nada de particular. Ha hecho un viento tan
fuerte que me daba miedo. Estaba preocupada por ti.
-Sí, sí -masculla el hombre-. Hace un tiempo de mil demonios, pero… ¿qué podemos
hacer?
Ambos guardan silencio.
-¿Sabes que nuestra vecina Simona ha muerto?
-¿Qué me dices?
-No sé cuándo; me figuro que ayer. Su muerte ha debido ser triste. Seguramente se le
desgarraba el corazón al ver a sus hijos. Tiene dos niños muy pequeños… Uno ni siquiera
sabe hablar y el otro empieza a andar a gatas…
Juana calla. El pescador frunce el ceño; su rostro adquiere una expresión seria y
preocupada.
-¡Vaya situación! -exclama, rascándose la nuca-. Pero, ¡qué le hemos de hacer! No tenemos
más remedio que traerlos aquí. Porque si no, ¿qué van a hacer solos con la difunta? Ya
saldremos adelante como sea. Anda, corre a traerlos.
Juana no se mueve.
-¿Qué te pasa? ¿No quieres? ¿Qué te pasa, Juana?
-Están aquí ya -replica la mujer descorriendo la cortina.
FIN

Vanka
[Cuento - Texto completo.]

Anton Chejov

Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en
casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.
Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la
misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma
enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.
Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada en la que se pintaba el temor de ser
sorprendido, miró el icono oscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.
El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.
«Querido abuelo Constantino Makarich -escribió-: Soy yo quien te escribe. Te felicito con
motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni
mamá; sólo te tengo a ti…
Vanka miró a la oscura ventana, en cuyos cristales se reflejaba la bujía, y se imaginó a su
abuelo Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia nocturno en casa de los
señores Chivarev. Era un viejecito enjuto y vivo, siempre risueño y con ojos de bebedor.
Tenía sesenta y cinco años. Durante el día dormía en la cocina o bromeaba con los
cocineros, y por la noche se paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de la finca, y
golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo una pequeña plancha cuadrada, para dar fe de
que no dormía y atemorizar a los ladrones. Lo acompañaban dos perros: Canelo y
Serpiente. Este último se merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre
parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el mundo con ojos acariciadores,
no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba, bajo aquella máscara de cariño, una
perfidia jesuítica.
Le gustaba acercarse a la gente con suavidad, sin ser notado, y morderla en las pantorrillas.
Con frecuencia robaba pollos de casa de los campesinos. Le pegaban grandes palizas; dos
veces había estado a punto de morir ahorcado; pero siempre salía con vida de los más
apurados trances y resucitaba cuando lo tenían ya por muerto.
En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría, de fijo, a la puerta, y mirando las ventanas
iluminadas de la iglesia, embromaría a los cocineros y a las criadas, frotándose las manos
para calentarse. Riendo con risita senil les daría vaya a las mujeres.
-¿Quiere usted un polvito? -les preguntaría, acercándoles la tabaquera a la nariz.
Las mujeres estornudarían. El viejo, regocijadísimo, prorrumpiría en carcajadas y se
apretaría con ambas manos los ijares.
Luego les ofrecería un polvito a los perros. El Canelo estornudaría, sacudiría la cabeza, y,
con el gesto huraño de un señor ofendido en su dignidad, se marcharía. El Serpiente,
hipócrita, ocultando siempre sus verdaderos sentimientos, no estornudaría y menearía el
rabo.
El tiempo sería soberbio. Habría una gran calma en la atmósfera, límpida y fresca. A pesar
de la oscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados blancos, el humo de las
chimeneas, los árboles plateados por la escarcha, los montones de nieve. En el cielo, miles
de estrellas parecerían hacerle alegres guiños a la Tierra. La Vía Láctea se distinguiría muy
bien, como si, con motivo de la fiesta, la hubieran lavado y frotado con nieve…
Vanka, imaginándose todo esto, suspiraba.
Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo:
«Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por
haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó destripar una
sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra
cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los otros aprendices, como son mayores que
yo, me mortifican, me mandan por vodka a la taberna y me hacen robarle pepinos a la
maestra, que, cuando se entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la
mañana me dan un mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar, otro
mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el portal y
paso mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me deja dormir con sus
gritos… Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida. Te saludo
con mucho respeto y te prometo pedirle siempre a Dios por ti. Si no me sacas de aquí me
moriré.»
Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con el puño y no pudo reprimir un sollozo.
«Te seré todo lo útil que pueda -continuó momentos después-. Rogaré por ti, y si no estás
contento conmigo puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo, guardaré el rebaño.
Abuelito: te ruego que me saques de aquí si no quieres que me muera. Yo escaparía y me
iría a la aldea contigo; pero no tengo botas, y hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando
sea mayor te mantendré con mi trabajo y no permitiré que nadie te ofenda. Y cuando te
mueras, le rogaré a Dios por el descanso de tu alma, como le ruego ahora por el alma de mi
madre.
«Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una
oveja. También hay perros, pero no son como los de la aldea: no muerden y casi no ladran.
He visto en una tienda una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso que se podrían
pescar con ella los peces más grandes. Se venden también en las tiendas escopetas de
primer orden, como la de tu señor. Deben costar muy caras, lo menos cien rublos cada una.
En las carnicerías venden perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde los cazan.
«Abuelito: cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una
nuez dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás. Pídesela a la señorita
Olga Ignatievna; dile que es para Vanka. Verás cómo te la da.»
Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, en
vísperas de la fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los señores, iba él
al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto! El frío le ponía rojas las mejillas; pero a
él no le importaba. El abuelo, antes de derribar el árbol escogido, encendía la pipa y decía
algunas chirigotas acerca de la nariz helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de
escarcha, parecían, en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía
descargar la mano del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve,
aparecía una liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de gran
agitación y, agachándose, gritaba:
-¡Cógela, cógela! ¡Ah, diablo!
Luego el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos lo trasladaban a la casa señorial. Allí, el
árbol era preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía mayor entusiasmo que
nadie en este trabajo. Vanka la quería mucho. Cuando aún vivía su madre y servía en casa
de los señores, Olga Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a contar
de uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el huérfano Vanka pasó a formar
parte de la servidumbre culinaria, con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a casa del
zapatero Alajin, para que aprendiese el oficio…
«¡Ven, abuelito, ven! -continuó escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho-. En
nombre de Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del pobrecito
huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me insulta. Y, además, siempre tengo
hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no hago más que llorar. Anteayer, el ama me
dio un pescozón tan fuerte que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es
vivir; los perros viven mejor que yo… Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y
a todos nuestros amigos de la aldea. Mi acordeón guárdalo bien y no se lo dejes a nadie. Sin
más, sabes que te quiere tu nieto
                                        VANKA CHUKOV
Ven en seguida, abuelito.»
Vanka plegó en cuatro dobleces la hoja de papel y la metió en un sobre que había comprado
el día anterior. Luego, meditó un poco y escribió en el sobre la siguiente dirección:
«En la aldea, a mi abuelo.»
Tras una nueva meditación, añadió:
«Constantino Makarich.»
Congratulándose de haber escrito la carta sin que nadie lo estorbase, se puso la gorra, y, sin
otro abrigo, corrió a la calle.
El dependiente de la carnicería, a quien aquella tarde le había preguntado, le había dicho
que las cartas debían echarse a los buzones, de donde las recogían para llevarlas en troika a
través del mundo entero.
Vanka echó su preciosa epístola en el buzón más próximo…
Una hora después dormía, mecido por dulces esperanzas.
Vio en sueños la cálida estufa aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las cocineras la
carta de Vanka. El perro Serpiente se paseaba en torno de la estufa y meneaba el rabo…
FIN

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