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CAPÍTULO 1
1800

C
uando el sacerdote británico Robert Walsh llegó a la capital bra-
sileña de Río de Janeiro en 1828, le impactó el tamaño de la
población negra de la ciudad y su asombrosa diversidad de con-
diciones. Paseando por el área de los muelles, se percató primeramente
de los mozos de carga y estibadores esclavos, medio desnudos y exhaus-
tos, «yaciendo en el mismo suelo entre suciedad y vísceras de animales,
enrollados sobre sí mismos como perros… mostrando un estado y una
situación tan inhumana que no sólo lo parecían, sino que realmente
estaban muy por debajo de los animales inferiores de su alrededor»1.
Sus sentimientos iniciales de horror y disgusto pronto fueron desplaza-
dos por admiración por una unidad de varios cientos de hombres de la
milicia desfilando: «Eran sólo un regimiento de la milicia, aunque esta-
ban tan bien formados y disciplinados como uno de nuestros regimien-
tos de línea… Limpios y ordenados en su persona, bien dispuestos en su
disciplina, expertos en sus ejercicios»; estos soldados negros eran en
todos los aspectos iguales a los regulares británicos, concluía Walsh.
Continuando su marcha por la ciudad, a continuación se encontró
con

hombres y mujeres negros cargando artículos variados para la venta; algu-


nos en canastas, otros en tablas y cajas que llevan sobre sus cabezas…
Estaban todos ellos muy ordenados y limpios en sus personas y había un

1. Ésta y las siguientes citas son de Conrad, Children of God’s Fire, 216-220.
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decoro y un sentido del respeto que los envolvía que era superior al de los
blancos de la misma clase y oficio. Todos sus artículos eran buenos dentro
de su clase y pulcramente ordenados, y los vendían con sencillez y con-
fianza, ni buscando aprovecharse de otros ni sospechando que alguien se
lo llevaría indebidamente. Compré algo de confitería a una de las hembras
y me sorprendió la modestia y el decoro de sus modales; era una madre
joven, y tenía con ella un niño pulcramente vestido, del cual parecía muy
orgullosa.

Por último, esa tarde, Walsh fue testigo de cómo un sacerdote cató-
lico negro, «un hombre grande e imponente, cuya tez negro azabache
producía un intenso y chocante contraste con sus blancas vestiduras»,
oficiaba un servicio de funeral en una de las iglesias de la ciudad.

Figura 1.1. Vendedores ambulantes, Río de Janeiro, 1884. Crédito:


Photographs and Prints Division, Schomburg Center for Research in Black
Culture, The New York Public Library, Astor, Lenox and
Tilden Foundations.

En el espacio de un solo día, el reverendo Walsh había recibido una


lección fecunda que mostraba las complejidades de Afro-Latinoamé-
rica. Había visto esclavos trabajando en los estratos más bajos de la
economía urbana, esclavos y negros libres trabajando como vendedo-
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res ambulantes independientes, hombres negros libres a los que se les


habían encomendado armas y vestían el uniforme del rey, y un hom-
bre negro oficiando como sacerdote católico. «No había estado sino
unas pocas horas en tierra por primera vez, y vi al negro africano en
cuatro facetas sociales diferentes; y me pareció que en cada una su
carácter dependía del estado en el que se le colocaba y de la estimación
en la que era tenido».
La sociedad colonial había intentado situar al «negro africano» en
un solo estado, el de esclavo como bien mueble, pero entre 1500 y
1800 el desarrollo de las economías y las sociedades coloniales y las
acciones e iniciativas de los esclavos y los negros libres alteraron ese
proyecto original. A medida que las economías coloniales crecían y se
diversificaban, a los esclavos se les asignaba una variedad de tareas
destacable, cada una de las cuales ofrecía diferentes combinaciones de
oportunidades para inclinar la balanza a su favor ante los amos. Los
esclavos se aferraron repetidamente a esas oportunidades para mejorar
su situación. Las consiguientes negociaciones entre amos y esclavos
revelan no solamente las tácticas y estrategias que los esclavos usaron,
sino también las cuestiones más inmediatas para ellos: el control sobre
sus cuerpos, su tiempo y sus familias, y el acceso a bienes materiales
(especialmente tierra y alimento) y espirituales (religión, música y
danza). Estas tácticas y objetivos definieron los elementos centrales de
la vida y la cultura esclava, y su legado ejerció una profunda influencia
en la vida y la cultura afro-latinoamericana en los siglos XIX y XX.
Las negociaciones entre esclavos y amos también produjeron
poblaciones negras y mulatas que en su mayoría eran libres hacia
1800. Emancipados de las limitaciones directas de la esclavitud, negros
y mulatos libres avanzaron en la creación de instituciones sociales y
culturales —hermandades religiosas católicas, congregaciones religio-
sas africanas, milicias coloniales, gremios de artesanos, familias exten-
sas y nucleares— alrededor de las cuales se organizaba la vida afro-
latinoamericana. Algunos incluso consiguieron abrirse camino en
profesiones y esferas sociales que se les suponían vetadas bajo las leyes
coloniales.
Nada de esto había sido previsto en el siglo XVI, cuando los arqui-
tectos de los imperios español y portugués empezaron a llevar escla-
vos al nuevo mundo. Para comprender cómo sucedió, es necesario
examinar en primer lugar las condiciones en las que se desarrolló la
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esclavitud en la América Latina colonial y, posteriormente, las dife-


rentes maneras en que los esclavos respondieron a esas condiciones.
Después, este capítulo concluye con una exploración sobre la situa-
ción de la mayoría de afro-latinoamericanos que hacia 1800 vivían en
libertad.

LA E C O N O M Í A P O L Í T I C A D E L A E S C L AV I T U D

Los africanos no escogieron venir al Nuevo Mundo. Esta decisión


se tomó por ellos, primeramente por los gobernantes y comerciantes
africanos que los esclavizaron, compraron y vendieron; después por
los comerciantes y armadores europeos y americanos que los llevaron
al Nuevo Mundo; y finalmente por los esclavistas que los compraron.
Ningún africano hubiera escogido jamás la destinación a la que se
enviaba a la mayoría de ellos: las plantaciones de azúcar, café, tabaco,
cacao y algodón de las costas del Caribe, el Atlántico y el Pacífico.
Individuos africanos y afroespañoles habían acompañado a los pri-
meros exploradores hispanos al Caribe en la década de 1490 e inicios
de la de 1500. Su cifra se incrementó ostensiblemente en las décadas de
1510 y 1520, cuando empresarios españoles e italianos establecieron
las primeras plantaciones de azúcar del Nuevo Mundo en la isla de La
Hispaniola (hoy Haití y la República Dominicana). A medida que los
españoles se desplazaron a México, Nueva Granada (Colombia),
Venezuela y Perú en los años 1520 y 1530, llevaron también con ellos
azúcar y africanos2.
Pero hacia 1600 los centros más importantes de agricultura de
plantación latinoamericana no se encontraban en la América españo-
la, sino en Brasil. Durante el siglo XV los comerciantes y plantadores
portugueses e italianos habían desarrollado una importante industria
del azúcar en las islas atlánticas de la costa africana —Madeira, Cabo
Verde, Santo Tomé— usando mano de obra esclava importada del
África continental. En 1520 y 1530 empezaron a transplantar esta for-
ma de agricultura al Brasil; en 1600 las regiones costeras de Bahía y

2. Sobre la llegada de esclavos africanos a la América española, ver Deive, Esclavi-


tud del negro; Beltrán, Población negra; Palmer, Slaves of the White God; Bowser, Afri-
can Slave; Acosta Saignes, Vida de los esclavos.
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Pernambuco generaban cerca de la mitad de la producción mundial de


azúcar3.
Los plantadores brasileños inicialmente emplearon a los trabajado-
res indios como mano de obra para las plantaciones. Pero los indios
del Brasil pronto padecieron el mismo holocausto que había tenido
lugar en las Antillas. Entre 1500 y 1550, las poblaciones indígenas de
La Hispaniola, Cuba, Jamaica y Puerto Rico fueron aniquiladas por la
esclavización, la excesiva demanda de trabajo y las nuevas enfermeda-
des europeas, para las que los indígenas no tenían defensas biológicas
—este último, el elemento más destructivo de todos—. En Brasil, un
tercio de los indígenas que vivían en las plantaciones jesuíticas de las
zonas azucareras murieron de viruela y sarampión durante la década
de 1560. Epidemias de estas y otras enfermedades se sucedieron
durante el resto del siglo; los indígenas que sobrevivieron huyeron tie-
rra adentro4.
En las décadas de 1560 y 1570 los portugueses empezaron a impor-
tar africanos para reemplazar a los indígenas. Hacia 1600 la fuerza de
trabajo en las plantaciones brasileñas era abrumadoramente africana,
y a medida que la industria azucarera creció y se expandió también lo
hizo el número de esclavos. Cerca de medio millón de africanos llegó
a la colonia portuguesa durante el siglo XVII, diez veces la cantidad de
la centuria anterior, y luego llegarían otros 1,7 millones durante el
XVIII. Para 1800 Brasil había recibido un total de dos millones y medio
de africanos, en contraste con el millón escaso llevado a la América
hispánica en su conjunto5.
La demanda de trabajo esclavo se intensificó en Brasil en el siglo
XVIII por causa de la minería. Durante el XVI y el XVII, los mayores cen-
tros mineros de América Latina habían sido las minas de plata de
México, Bolivia y Perú, donde los africanos no constituían la fuente
principal de mano de obra. En el Caribe y Centroamérica, en cambio,
el descubrimiento de depósitos de oro pequeños pero apreciables, la

3. Schwartz, Sugar Plantations, 3-72; Blackburn, Making of New World Slavery,


95-125, 166-177.
4. Cook, Born to Die, 148-154; Hemming, Red Gold, 139-146, 174, 215-216, 243,
245 y pássim.
5. Klein, Atlantic Slave Trade, 210-211. Sobre el tráfico esclavo hacia Brasil, ver
Klein, Middle Passage, 23-94; Conrad, World of Sorrow; Miller, Way of Death; Alen-
castro, Trato dos viventes.
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escasez de trabajadores indios y la familiaridad de muchos esclavos del


África occidental con las técnicas de minería aurífera llevaron al uso de
esclavos como mineros de oro en La Hispaniola, Cuba, Centroaméri-
ca, Colombia y Venezuela durante el siglo XVI.
Estas minas tempranas en la América española quedaron empe-
queñecidas por los mayores hallazgos de oro de las regiones interiores
brasileñas de Minas Gerais y Goiás entre 1690 y los primeros años de
1700. Durante el siglo XVIII Brasil fue el más importante productor
mundial de oro, extraído de las minas por una fuerza de trabajo mayo-
ritariamente africana y afrobrasileña. En 1800, la población de escla-
vos y negros libres de Minas Gerais era la mayor de todo Brasil6. La
fiebre del oro que se produjo también en la región costeña del Pacífi-
co colombiano empleó más intensamente todavía la mano de obra
esclava africana, importada a través del puerto caribeño de Cartagena
de Indias. Las condiciones de humedad y calor intenso del bosque tro-
pical hicieron la región intolerable para los trabajadores europeos e
indígenas serranos. Los propietarios mineros, en consecuencia, com-
praron cuadrillas de esclavos, a menudo comandadas por capataces
negros o mulatos7.
La mayoría de los africanos fueron traídos al Nuevo Mundo para
producir metales preciosos o productos agrícolas de plantación. Este
hecho se correspondía con la estructura de las economías coloniales,
basadas en la producción de materias primas para exportar a Europa.
A medida que estas economías se desarrollaron y maduraron, no obs-
tante, generaron actividades productivas variadas en casi todas las cua-
les participaron los esclavos, a menudo junto a trabajadores libres. Las
materias primas tenían poco valor, por ejemplo, sin transportes que las
llevaran a su destino final. Los esclavos trabajaron como arrieros en el
campo y como mozos de carga y estibadores en las ciudades, trans-
portando personas y bienes por las calles, cargando y descargando
mercancías de las naves en el puerto. Trabajaron también en el agua,
como marineros o pescadores en barcos de cabotaje en Brasil, o como
«bogas» (remeros) en Colombia, transportando pasajeros y carga por
el río Magdalena, usando grandes canoas8.

6. Russell-Wood, «Gold Cycle»; Alden, «Late Colonial Brazil», 290.


7. Sharp, Slavery on the Spanish Frontier.
8. Sobre los trabajadores esclavos en el sector del transporte, ver Conrad, Children of
God’s Fire, 121-126; Karasch, Slave Life, 188-194; Peñas Galindo, Bogas de Mompox.
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En el ámbito urbano los esclavos tuvieron ocupaciones sumamen-


te variadas, desde las más degradantes y no-especializadas hasta las de
más alta calificación9. Eran predominantes en cualquier tarea que
requiriera grandes grupos de trabajadores reunidos en un solo lugar,
como la construcción y la manufactura. Los establecimientos de pro-
cesamiento alimenticio, como las panaderías o las plantas de salado y
secado de carne del Sur de Brasil y Argentina, hicieron abundante uso
del trabajo esclavo. Tanto es así, que en Lima y otras ciudades los
esclavos convictos por crimen eran condenados a trabajar en las pana-
derías. Los esclavos trabajaron en pequeñas fábricas de peines, mue-
bles y sombreros en Buenos Aires, y en astilleros, fundiciones y
vidrierías en Río de Janeiro. También trabajaron en talleres de artesa-
nos produciendo zapatos, ropa, trabajos en metal, productos de cuero
y otros objetos. Aunque la mayoría trabajó como aprendiz u oficial,
parte de ellos llegaron al nivel de maestro artesano, una cantidad sufi-
ciente como para constituir una presencia visible en las actividades
especializadas.
Además de la construcción y la manufactura, los esclavos trabaja-
ron en dos sectores más del trabajo urbano. El primero fue el servicio
doméstico. Aunque no hay disponibles cifras fiables, los sirvientes
esclavos probablemente sobrepasaron en número a los sirvientes
libres en los puertos mayores, como Bahía, Río de Janeiro, Buenos
Aires y La Habana, y eran comunes incluso en ciudades alejadas del
comercio esclavista, como La Paz y Quito. Los esclavos hicieron
todo tipo de trabajo doméstico, desde cocinar, limpiar y hacer la
compra a las funciones más íntimas de niñera para los bebés de los
amos y, en algunos casos, prestación de servicios sexuales a los amos
y a sus hijos adolescentes10. Una segunda área importante de trabajo
esclavo urbano fue la venta ambulante. Los esclavos vendían nume-
rosos artículos, especialmente comida, dulces, bebidas y otros refri-

9. Sobre los esclavos en la economía urbana, ver Algranti, Feitor ausente, 65-95;
Andrade, Mão de obra; Andrews, Afro-Argentines, 29-41; Bowser, African Slave, 100-
108, 125-146; Duharte Jiménez, Negro en la sociedad colonial, 11-30; Hünefeldt,
Paying the Price, 97-128; Karasch, Slave Life, 185-213; Reis, Slave Rebellion, 160-174;
Silva, Negro na rua.
10. Acerca de los sirvientes domésticos esclavos, además de las fuentes de la nota
anterior, ver Lauderdale Graham, House and Street.
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gerios, a menudo hechos por ellos mismos o por miembros de sus


familias. Hombres, mujeres y niños participaban en el comercio
callejero; sus reclamos comerciales a viva voz fueron un rasgo carac-
terístico del ámbito urbano.
Finalmente, además del trabajo en la agricultura de plantación, la
minería y las ocupaciones urbanas, los esclavos también trabajaron en
otros tipos de agricultura, cultivando productos agrícolas para el con-
sumo local. Algunos esclavos trabajaron como vaqueros en estancias
ganaderas en Argentina, Uruguay, el Brasil meridional, las tierras inte-
riores del nordeste brasileño, los llanos de Venezuela y Santo Domin-
go (República Dominicana en el presente). A medida que la produc-
ción aurífera declinó en Minas Gerais en la segunda mitad del siglo
XVIII, la economía local se orientó de manera creciente hacia la pro-
ducción de productos lácteos, ganado, verduras y hortalizas para la
venta en pueblos y municipios locales y en la capital colonial, Río de
Janeiro. Las haciendas del exterior de Lima producían azúcar para
exportar a los mercados azucareros de Chile y Ecuador, pero también
productos alimenticios para la capital y los centros mineros. En todas
estas economías agrarias los esclavos constituían una gran parte de la
fuerza de trabajo, en algunos casos la mayoría11.

11. Sobre los esclavos en la agricultura, aunque no de plantación, ver Hünefeldt,


Paying the Price, 37-52; Martins Filho y Martins, «Slavery in a Nonexport Economy»;
Maestri Filho, Escravo no Rio Grande do Sul; Deive, Esclavitud del negro, 341-350.
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Figura 1.2. Mujeres trabajadoras, Salvador, ca. 1880. La mujer de la


izquierda hacía dulces y los vendía en la calle; la mujer de la derecha era
probablemente una sirvienta. Sus collares y pulseras eran muy valorados
como ornamentos personales; la sombrilla de la vendedora ambulante era
tanto un símbolo de gentileza como una protección del sol. Crédito: Latin
American Library, Tulane University.

En resumen, las sociedades y las economías de América Latina


dependían enormemente del trabajo esclavo africano. No obstante, el
nivel de dependencia variaba en gran parte en relación a la época y la
región de la que hablemos. Esta variación se explicaba por dos facto-
res: el grado en el que las economías locales estaban integradas en la
economía internacional de exportación, y la disponibilidad (o escasez)
de mano de obra indígena. En las regiones que no participaban inten-
samente en el comercio de exportación con Europa y que tenían
poblaciones indígenas suficientes para satisfacer las demandas locales
de trabajo, como Chile, Centroamérica y Paraguay, había poca
demanda de esclavos africanos12.

12. Mellafe, Introducción; Sater, «Black Experience»; Lovell y Lutz, Demography


and Empire, 12-17; Bulgarelli y Alfaro, Esclavitud negra; Pla, Hermano negro.
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Durante la mayor parte del período colonial, las islas caribeñas de


Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico fueron similarmente periféricas
al comercio de exportación hacia Europa. Pero después de la aniquila-
ción de sus poblaciones indígenas a principios del siglo XVI, estas islas
no tenían mano de obra suficiente para satisfacer siquiera sus limitadas
demandas de trabajo. En consecuencia, tanto Cuba como Santo
Domingo importaron cantidades de africanos que eran relativamente
bajas, pero mayores que las que se llevaron a Centroamérica o Chile:
unos 50.000 llegaron a Cuba en los 250 años anteriores a 1760, y qui-
zá la mitad de esa cifra a Santo Domingo13.
En México, conforme la población indígena cayó de entre 10 y 12
millones a menos de 1 millón durante la primera centuria de coloniza-
ción (1520-1620), los propietarios de esclavos importaron una cantidad
estimada de 86.000 africanos. Después, durante el siglo XVIII —mien-
tras la población indígena empezaba a recuperarse, llegando a unos 3
millones hacia 1800— las importaciones de esclavos cayeron a menos
de 20.000, a pesar del rápido crecimiento económico y la demanda cre-
ciente de trabajadores14.
Las colonias orientadas a la exportación en las que los indígenas (y
en el siglo XVIII, los mestizos euro-indígenas) formaban el grueso de la
fuerza de trabajo —México, Perú, Colombia, Ecuador, Argentina—
tendieron a mantener a sus poblaciones esclavas concentradas en sub-
regiones asociadas a formas específicas de trabajo: el cultivo de azúcar,
como en las costas caribeñas de México y Colombia, la costa pacífica
de Perú o partes del interior de Colombia y Argentina; la esclavitud
urbana, cuyos centros más importantes se hallaban en ciudades coste-
ñas como Buenos Aires, Cartagena de Indias, Lima y Montevideo,
aunque fue significativa incluso en ciudades serranas como Potosí
(Bolivia) y Quito; y la minería aurífera15.
Los centros más importantes de esclavos eran las colonias que
estaban orientadas a la exportación y no tenían suficiente mano de

13. Perez, Cuba, 60; Curtin, Atlantic Slave Trade, 35, 46.
14. Palmer, Slaves of the White God, 26-28; Curtin, Atlantic Slave Trade, 27.
15. Sobre la esclavitud en estas áreas, ver Andrews, Afro-Argentines, 23-58;
Carroll, Blacks in Colonial Veracruz; Romero, «Papel de los descendientes»; Tardieu,
Negro en el Cusco; Crespo, Esclavos negros; Isola, Esclavitud en el Uruguay; Jaramillo
Uribe, Ensayos, 5-87; Colmenares, Popayán.
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obra indígena para satisfacer la demanda local. Éste era el caso de Bra-
sil desde finales del siglo XVI hasta el fin del período colonial. También
se aplica a Venezuela, que a principios del XVII empezó a exportar
cacao a México y Europa. Y en la segunda mitad del XVIII estas condi-
ciones se dieron en Cuba y Puerto Rico, las cuales, hacia 1800, pasa-
ron de ser zonas de limitada baja actividad económica a ser exporta-
dores importantes de azúcar. Estos centros altamente desarrollados de
producción exportadora basada en la plantación se convirtieron en los
mayores importadores de esclavos africanos, y devinieron así el cora-
zón de Afro-Latinoamérica.
Plantadores y propietarios importaron esclavos en altas cifras, tan-
to por la ausencia de fuentes alternativas de mano de obra como por la
permanente incapacidad por parte de la población esclava para repro-
ducirse. Para que pueda mantenerse a un nivel estable, el número de
nacimientos anuales de una población debe ser igual al número de
muertes por año. Para crecer, los nacimientos de dicha población
deben exceder a las defunciones. Pero año tras año, en plantaciones,
campamentos mineros, pueblos y ciudades de la América portuguesa
y española, el número de muertes de esclavos excedió al número de
nacimientos, a veces por estrechos márgenes, en otras ocasiones por
márgenes amplios. Éste era especialmente el caso de las zonas de plan-
tación, donde las duras y a menudo brutales condiciones de vida gol-
pearon con particular dureza a los recién nacidos y a los niños peque-
ños, llevando a muchos propietarios a concluir que invertir recursos
en criar un niño esclavo hasta que alcanzara su adolescencia era sim-
plemente malgastar el dinero. El senador brasileño Cristiano Ottoni
afirmaba en 1871 que sólo el 25-30% de los niños esclavos criados en
zonas rurales sobrevivían a la edad de ocho años, y que las condicio-
nes habían sido incluso peores en la primera mitad del siglo. Esto sue-
na a exageración, pero hemos de tomar en cuenta que la mortalidad
infantil durante el siglo XIX para todos los niños varones en Brasil,
incluyendo a hijos de esclavos, de libertos y de blancos, fue de un ter-
cio durante el primer año de vida, y de casi el 50% en los primeros cin-
co años de vida. Los infantes libres murieron en unas tasas menores
que esas cifras; los niños esclavos en porcentajes mayores16.

16. Conrad, Children of God’s Fire, 100; Klein, African Slavery, 160; Kiple,
«Nutritional Link».
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La tasa de reemplazo de la población esclava se agravaba además


por el desequilibrio sexual entre africanos importados al Nuevo Mun-
do. Como promedio, solamente un tercio de los esclavos llevados a
América eran mujeres17. A resultas de ello, la mano de obra de las
plantaciones era predominantemente masculina, igual que la pobla-
ción esclava en casi todos los pueblos y ciudades18. Aun cuando las
mujeres esclavas alumbraron tres o cuatro niños durante su vida, sus
números —de mujeres y de niños— fueron insuficientes para sostener
a la población esclava total19.
Los esclavos entraron así en un círculo vicioso demográfico. Sólo
cuando las poblaciones esclavas del Nuevo Mundo hubieron nacido
mayoritariamente en América y estuvieron equilibradas en la propor-
ción de sexos, pudieron empezar a reproducirse y crecer por su pro-
pio impulso. Esa transición podía darse solamente en períodos de ten-
dencia a la baja de la actividad económica, cuando los propietarios
tenían pocos incentivos para comprar e importar más esclavos20. En
períodos expansivos, por el contrario, los propietarios tenían que
importar grandes cantidades de africanos simplemente para mantener
su mano de obra a un nivel constante, y aun mayores cantidades de
ellos si querían incrementar la fuerza de trabajo. Pero introducir más
africanos reforzaba el desequilibrio de sexos de la población esclava,
lo cual reducía su capacidad de reproducirse a sí misma, lo que a su vez
incrementaba la necesidad de mayores importaciones de África y
reducía aún más la capacidad de la población para autorreproducirse;
y así seguía y seguía este macabro círculo de sufrimiento, derroche y
destrucción.

17. Klein, African Slavery, 147; Eltis, Economic Growth, 255-259. De 180.000 africa-
nos que llegaron a La Habana entre 1790 y 1820, 130.000 eran hombres. Klein, Middle
Passage, 223. De 3.270 africanos capturados en navíos negreros durante la década de 1830
y llevados a Río de Janeiro, 2.384 eran hombres. Y de 52.000 esclavos nacidos en el
extranjero que vivían en la ciudad en 1849, 34.000 eran hombres. Karasch, Slave Life, 34.
18. Andrews, Afro-Argentines, 50; Bergad, Cuban Rural Society, 69; Schwartz,
Sugar Plantations, 346-349; Karasch, Slave Life, 65-66.
19. Klein, Atlantic Slave Trade, 166-168.
20. Ver por ejemplo el caso de Minas Gerais, en donde el fin de la fiebre del oro a
finales del XVIII, y la simultánea recuperación del cultivo de azúcar en la costa, reduje-
ron mucho la importación de esclavos africanos. Hacia 1800, la población esclava de
Minas era mayoritariamente criolla (nacida en América) y tenía tasas positivas de creci-
miento natural. Bergad, Slavery and the Demographic, 123-144.
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El punto de inicio de nuestra historia, 1800, era justamente un


momento de expansión económica e importación intensa de africanos.
En el transcurso del siglo XVIII, España y Portugal habían aplicado una
serie de políticas económicas y administrativas nuevas en las colonias.
Conocidas como Reformas Borbónicas en la América española y
Reformas Pombalinas en Brasil, su objetivo era la estimulación del
crecimiento económico y el incremento de la recaudación fiscal. Dado
que el crecimiento se basaba en buena medida en la producción azuca-
rera y otros rubros para la exportación a Europa, los administradores
españoles y portugueses prestaron particular atención a la promoción
de la agricultura de plantación en las colonias. Durante las décadas de
1730 y 1740, España creó compañías estatales monopolistas para des-
arrollar el comercio trasatlántico con Cuba y Venezuela. Portugal dio
los mismos pasos en la década de 1750 con compañías dirigidas a pro-
mover el comercio con Pernambuco, donde la producción de azúcar
había caído durante la primera mitad del siglo, y con la región algodo-
nera de Maranhão. En los años sesenta y los setenta del mismo siglo,
ambas naciones adoptaron una política de «libre comercio» limitado,
eliminando gradualmente las restricciones al comercio entre los puer-
tos coloniales y la metrópoli. En 1789, España dio el paso todavía más
radical de abolir todas las restricciones al tráfico de esclavos en sus
colonias e instituir una liberalización genuina del comercio; naves con
pabellón de cualquier nación podían ahora introducir esclavos en los
puertos españoles.
El impacto de estas políticas en las zonas de plantación se intensi-
ficó por los acontecimientos en el Caribe, el nuevo centro de la pro-
ducción azucarera mundial. En un proceso iniciado a finales del siglo
XVII, las islas británicas de Barbados y Jamaica, y luego la colonia fran-
cesa de Saint Domingue, habían desplazado a Brasil como los mayo-
res productores de azúcar en las Américas. Desde 1776 hasta el fin de
siglo, sin embargo, las exportaciones azucareras caribeñas se inte-
rrumpían periódicamente por las guerras entre Francia e Inglaterra,
creando oportunidades para que Brasil y las colonias españolas expan-
dieran su producción. Estas oportunidades se incrementaron en la
década de 1790, cuando los esclavos de Saint Domingue se alzaron en
una revolución que en 1804 abolió la esclavitud —la primera nación
del Nuevo Mundo en hacerlo— y creó la república independiente de
Haití. Al acabar con la esclavitud, la revolución también puso fin a la
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economía de plantación más rica del mundo. En 1791 Saint Domingue


exportó más de 80.000 toneladas de azúcar; en 1804, unas 24.000; en
1818, menos de mil, y en 1825, sólo una21.
La guerra y la revolución en el Caribe dejaron libre el camino para
los plantadores de Brasil, Cuba, Puerto Rico y otras colonias. La pro-
ducción azucarera en el Nordeste brasileño, que había caído en la pri-
mera mitad del siglo XVIII, se recobró y continuó su expansión duran-
te la segunda mitad del siglo. En 1759 había en Bahía 166 ingenios
azucareros en producción; en 1798, la cantidad se había más que
doblado, hasta llegar a 400, para poco después alcanzar los 500 inge-
nios. El crecimiento fue aún más rápido en las zonas azucareras más
recientes de Río de Janeiro, en donde existían más de 600 ingenios en
1800, y de Cuba, en donde operaban más de 500 ingenios a inicios de
la década de 179022.
Más plantaciones significaban más esclavos, así que las importacio-
nes de africanos experimentaron su incremento correspondiente.
Entre 1750 y 1780, unos 16.000 o 17.000 africanos por año habían lle-
gado a Brasil. Este número se incrementó a 18.000 por año en la déca-
da de 1780, después a 23.000 anuales en la de 1790 y a 24.000 africanos
por año en los primeros años de 180023. Las tasas de incremento fue-
ron aún más pronunciadas en Cuba. Hasta 1760 la isla había recibido
importaciones anuales medias de menos de 1.000 esclavos por año.
Entre 1764 y 1790, esa cantidad subió a más del doble, a 2.000 esclavos
por año; y entre 1790 y 1810, momento en el que las autoridades espa-
ñolas habían abierto el tráfico de esclavos a los extranjeros, más de
7.000 africanos llegaban cada año24.
Otras partes de la América hispánica también experimentaron
incrementos pronunciados en el número de esclavos importados, aun-
que en términos absolutos se hallaban muy por debajo de Brasil y
Cuba. Las importaciones de esclavos en Venezuela aumentaron de
cerca de 600 por año durante la primera mitad del siglo a 1.000 por año

21. La producción de algodón cayó de unas 3.000 toneladas en 1791 a menos de 200
en 1818; el café, de 34.000 toneladas en 1791 a 10,000 en 1818. Leyburn, Haitian Peo-
ple, 320.
22. Schwartz, Sugar Plantations, 422-23; Alden, «Colonial Brazil», 312-314; Perez,
Cuba, 78-79; Moreno Fraginals, Ingenio, 39-102.
23. Klein, Atlantic Slave Trade, 211.
24. Perez, Cuba, 60; Eltis, Economic Growth, 247; Klein, Middle Passage, 209-27.
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1800 43

entre 1774 y 1807. Unos 15.000 africanos llegaron a Puerto Rico


durante el mismo período, el triple que durante los dos siglos y medio
anteriores. No hay cifras fiables disponibles para el número de escla-
vos que llegaron a Argentina y Uruguay, pero de 124 barcos esclavis-
tas registrados que atracaron en Montevideo o en Buenos Aires entre
1742 y 1806, un total de 109 lo hicieron después de 179025. Las únicas
regiones de la América hispánica que no recibieron cantidades signifi-
cativas de esclavos durante este período fueron aquellas en las que la
esclavitud africana nunca arraigó (Centroamérica, Chile, Bolivia) o en
donde ésta estaba en declive y fue desplazada por otras formas de tra-
bajo (México y Santo Domingo).
En 1800 estaban llegando a la América española y Brasil más afri-
canos que nunca. Eran predominantemente hombres adultos, y relati-
vamente jóvenes. Como durante el siglo XVII, provenían principal-
mente del Congo, Angola y la costa Atlántica del África occidental.
Cuando la demanda de esclavos se intensificó, los comerciantes de la
costa extendieron sus redes comerciales más hacia el interior del con-
tinente. En el Congo y Angola, las rutas comerciales se expandieron
500 o 600 kilómetros hacia el interior del continente, un viaje de varios
meses. En el África occidental las fuentes de abastecimiento siguieron
cercanas a la costa. Sin embargo, incluso aquí los comerciantes de
esclavos hicieron avanzar sus redes hacia el norte en busca de nuevos
cautivos. Los comerciantes de las ciudades comerciales a lo largo del
golfo de Biafra, en la costa de la actual Nigeria, doblaron la cantidad
de esclavos importados entre 1710 y 1750, para doblarla de nuevo
hacia 1780, cuando mandaban más de 20.000 esclavos por año a Amé-
rica26. En Mozambique, una región que antes de 1800 no había parti-
cipado en el tráfico de esclavos atlántico, comerciantes africanos y
portugueses adquirieron gran cantidad de cautivos, tanto de la costa
como de tierra adentro, para embarcarlos hacia el Nuevo Mundo27.

25. Curtin, Atlantic Slave Trade, 27-28, 33-34; Studer, Trata de negros, tabla 15.
26. Viáfara era un apellido común entre los esclavos en el valle del Cauca, en
Colombia, en la época de la abolición (1852). Hoy todavía se encuentra entre los cam-
pesinos negros de la región. Mina, Esclavitud y libertad, 52-54; Friedemann y Arocha,
De sol a sol, 221.
27. Curtin, Atlantic Slave Trade, 220-230; Manning, Slavery and African Life, 60-
86; Miller, Way of Death, 140-153, 207-244; Klein, Atlantic Slave Trade, 208-209.
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44 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

El creciente alcance regional del tráfico de esclavos africano gene-


ró una gran diversidad entre los africanos que llegaban a América.
Aunque había ciertas tendencias de concentración de los esclavos de
determinadas regiones africanas en algunas zonas de las colonias, en
ningún lugar del Nuevo Mundo las poblaciones locales de africanos
fueron étnicamente homogéneas. En Río de Janeiro, directamente
conectada por las rutas del comercio trasatlántico al Congo y Angola,
y probablemente la mayor concentración urbana de esclavos de habla
bantú de toda América, una proporción considerable —aproximada-
mente un cuarto— de los africanos de la ciudad eran de Mozambique,
y otro 5 o 7% era del África occidental. La capital bahiana de Salvador,
ligada comercialmente al África occidental durante mucho tiempo,
albergaba el porcentaje opuesto: tres cuartos de africanos occidentales
y un cuarto de congoleños y angoleños28. Buenos Aires, geográfica-
mente más cercana a Angola, registró no obstante llegadas de 4.800
esclavos de Mozambique, 4.000 de África occidental y 2.700 del Con-
go y Angola entre 1790 y 1806; el censo municipal de 1827 señalaba
que vivían allí el doble de africanos occidentales que de congoleños y
angoleños29. Las importaciones de esclavos en Cuba estaban particu-
larmente mezcladas: 45% de África occidental, 31% de África orien-
tal y 24% del Congo y Angola30.
Las preferencias de los propietarios de esclavos desempeñaron un
papel secundario en determinar la distribución de los grupos étnicos
africanos en el hemisferio. En su mayor parte, coinciden los historia-
dores, los compradores del Nuevo Mundo debían escoger entre lo que
el mercado les deparaba, y la disponibilidad del mercado de esclavos
estaba determinada en último extremo por las decisiones de los gober-
nantes y mercaderes africanos sobre si vender o no esclavos, y en qué
cantidad31.

28. Karasch, Slave Life, 13-15; Reis, Slave Rebellion, 148.


29. Andrews, Afro-Argentines, 27. El censo de Montevideo de 1812-1813, en con-
traste, registraba el doble de congoleños y angoleños que de africanos occidentales.
Montaño, Umkhonto, 61-64.
30. Curtin, Atlantic Slave Trade, 247; ver también Bergad et al., Cuban Slave Mar-
ket, 72-75. Sobre la distribución geográfica de los grupos étnicos africanos en las Amé-
ricas, ver Hall, Slavery and African Ethnicities.
31. Klein, Atlantic Slave Trade, 162, 163; Manning, Slavery and African Life, 86-
109; Eltis, Economic Growth, 73-77, 164-184.
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1800 45

Los efectos de estas decisiones eran catastróficos, tanto para los


individuos capturados como para las sociedades de las que ellos venían.
Lo que hizo el tráfico de esclavos posible en África fue una combina-
ción de fuertes incentivos económicos y la ausencia de cualquier senti-
miento de identidad compartida entre conquistador y víctima. En la
mayoría de los casos, los africanos no vendían gente a la que conside-
raran parientes o compatriotas, vendían personas a las que veían no
como «hermanos» sino como «otros» —miembros de otras aldeas,
otros grupos étnicos, otras naciones— a los que, en muchos casos, ellos
habían conquistado y hecho prisioneros precisamente para venderlos
como esclavos. Los europeos quizá pensaran que los africanos com-
partían una identidad racial común a todos ellos, pero la mayoría de los
africanos no conoció esa identidad hasta que llegaron al Nuevo Mun-
do y se les informó de que todos eran «negros»32.
Incluso en el Nuevo Mundo la etnicidad africana siguió siendo un
determinante fundamental de las identidades de los esclavos y una
fuente de diferencias, división y conflicto ocasional entre la población
esclava. Los propietarios de esclavos y los administradores coloniales
procuraron mantener esas divisiones, pues vieron en ellas una defensa
contra la resistencia esclava unificada. El conde de Arcos, gobernador
de Bahía durante la década de 1810, defendió su política de permitir a
los esclavos africanos celebrar danzas públicas en las calles argumen-
tando que tales danzas reforzaban las divisiones nacionales entre los
esclavos, y constituían «la mejor garantía de seguridad para las gran-
des ciudades del Brasil, pues si alguna vez las diferentes naciones del
África olvidaran totalmente la rabia con que la naturaleza las separó, y
si los Dahomey se volvieran hermanos de los Yoruba, los Ewe de los
Hausa, los Tapa de los Ashanti y así sucesivamente: grandísimo e
inevitable será el peligro que desde entonces oscurecerá y asolará el
Brasil»33. Su idea se confirmó algunos años después, cuando una
revuelta esclava yoruba en 1835 fracasó en buena medida por el recha-
zo de los esclavos congo, angola y criollos (nacidos en Brasil) a tomar

32. Eltis, Rise of African Slavery, 150, 224-26.


33. Moura, Rebeliões de senzala, 17. En Perú en el siglo XVII, el virrey Montescla-
ros siguió una política similar y garantizó el permiso para los bailes de esclavos con dos
condiciones: que fueran celebrados bajo supervisión oficial en lugares públicos y que
«la separación de las naciones» se mantuviera. Lazo García y Tord Nicolini, Del negro
señorial, 43.
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46 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

parte en ella. Incluso los africanos occidentales que no eran yoruba se


abstuvieron de participar, considerando la revuelta, en palabras de un
esclavo hausa interrogado después de los hechos, como «un disturbio
Nagô [yoruba]», en el que no quería tomar parte34.
No obstante, por cada caso en el que miembros de diferentes gru-
pos étnicos africanos se negaron a participar unidos, hubo muchos
otros casos en los que sí lo hicieron. Aunque los hausa y los yoruba
fallaron en aliarse en la revuelta de 1835 en Bahía, en realidad ya lo
habían hecho en anteriores ocasiones en 1809 y 1814, y habían sufrido
violentas represalias por parte de las autoridades —probablemente
una razón para la cautela hausa en 1835—. La cooperación multiétni-
ca podía desarrollarse, y de hecho lo hizo, como consecuencia del
estatus de propiedad humana sometida a explotación, compartido por
los esclavos. Como el conde de Arcos decía a continuación en su
argumento a favor de las danzas en la calle, las divisiones étnicas entre
los africanos «se van apagando poco a poco por su miseria en
común… Pues ¿quién puede dudar de que la desgracia hace confrater-
nizar a los desgraciados?». Y a medida que la desgracia creó herman-
dad, también creó las formas de resistencia y respuesta colectiva naci-
das de ella.

ACCIONES Y R E A C C I O N E S E S C L AVA S

El 19 de marzo de 1801 los 1.065 residentes de Santiago del Prado,


una aldea de la provincia cubana de Oriente, se reunieron en la plaza
del pueblo para recibir su libertad. Por decreto real, el rey Carlos IV
no sólo los liberaba de la esclavitud, sino que también les concedió la
propiedad colectiva de las tierras que rodeaban el municipio. Aunque
el decreto retrataba ambas concesiones como un regalo del monarca a
sus súbditos, éstas eran en realidad el resultado de un siglo y medio de
lucha y perseverancia por parte de los esclavos del lugar35.

34. Reis, Slave Rebellion, 147, y 139-159. Ver también el caso de la rebelión (infruc-
tuosa) de 1795 en Coro, Venezuela, que se originó entre los negros loango (congo) de
la ciudad. Brito Figueroa, Problema tierra y esclavos, 225-30; Veracoechea, Documen-
tos, 312.
35. Franco, Minas de Santiago; Díaz, The Virgin, the King.
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1800 47

Estos esclavos ya habían conquistado una especie de libertad de


facto a mediados del siglo XVII, cuando la mina de cobre en la que se
asentaba la economía del municipio cayó en bancarrota. Nunca libe-
rados formalmente, pero en la práctica abandonados por los dueños
de las minas, los «cobreros» crearon una comunidad rural basada en la
agricultura de subsistencia, la minería de aluvión y la caza. En 1670 las
minas y el municipio fueron expropiados por la Corona de España, y
los habitantes se convirtieron en «esclavos reales», propiedad directa
del rey. Cuando bastantes años después los funcionarios ordenaron a
los habitantes varones trasladarse a La Habana para servir como tra-
bajadores de la construcción en las fortificaciones de la ciudad, los
hombres rehusaron ir. Tal y como lo expusieron en una petición de
1677, todos «somos casados y tenemos mas familias que siempre
hemos sustentado quieta y pacíficamente», las cuales quedarían des-
protegidas y sin medios para subsistir36. Huyeron hacia los bosques
cercanos, y rechazaron volver hasta que las autoridades reales accedie-
ran a un sistema de reclutamiento de trabajo rotativo en el que cuadri-
llas de esclavos trabajarían para la Corona dos semanas de cada ocho,
y nunca en proyectos de construcción de fuera de la región.
Este acuerdo no acabó con el conflicto entre la Corona y sus escla-
vos. Las fricciones continuaron durante el siglo XVIII, tanto sobre los
términos del sistema de trabajo rotativo como sobre los derechos
sobre las tierras de cultivo que rodeaban el municipio. Al combatir
contra lo que ellos consideraban acciones erróneas ejecutadas por fun-
cionarios reales mal informados, los esclavos continuaron declarándo-
se en huelga, huyendo y haciendo uso de los tribunales, enviando
representantes a La Habana, a la isla vecina de Santo Domingo e inclu-
so a España, a defender su caso. Cansada finalmente de este caso, en
1780 la Corona decidió devolver la propiedad de la mina y sus escla-
vos a los herederos del propietario original. Éstos, en lugar de intentar
reabrir las minas, resolvieron vender los esclavos, lo cual desató una
huida masiva de la población y una rebelión armada.
En 1784 los aldeanos enviaron a España a uno de sus miembros,
Gregorio Cosme Osorio, para presentar sus reclamaciones al rey. No
fue hasta 1795 cuando Osorio pudo informar de que lo había hecho.
Sin embargo, después de sopesar la petición de los esclavos y los infor-

36. Díaz, The Virgin, the King, 339.


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48 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

mes de la curia y los funcionarios locales, y teniendo en cuenta los


peligros de la revolución esclava de Haití (1791-1804), que podía
extenderse al oriente de Cuba, Carlos y sus consejeros decidieron
tomar la decisión extraordinaria de conceder a los aldeanos su libertad
y el título de las tierras que habían trabajado durante el siglo y medio
anterior.
Tanto el inicio como el final de esta historia hacen que sea un caso
muy inusual. La libertad informal conquistada desde temprano por
los esclavos, y la libertad (y la tierra) formal que finalmente les fue
concedida por la Corona, son difícilmente comunes en la esclavitud
latinoamericana. Pero en su lucha para alcanzar esos resultados
extraordinarios, los cobreros actuaron de manera muy parecida a
como lo hicieron los esclavos del resto de la América portuguesa y
española. Tanto sus metas (autonomía respecto a sus propietarios,
condiciones de vida y trabajo aceptables para ellos y sus familias, y en
último extremo, libertad y tierra) como sus tácticas (regateo y nego-
ciación, huelgas, apelación a autoridades superiores, huida y rebelión)
fueron adoptadas por los esclavos en toda América Latina. Esas tácti-
cas no sólo alteraron los términos de la esclavitud como institución,
sino que también prepararon el escenario para la participación esclava
en las luchas por la independencia a partir de 1810 y 1820, y para la
abolición final de la esclavitud.
Dadas las condiciones en las que vivieron y trabajaron, la acción
colectiva por parte de los esclavos no debería sorprendernos. Junto a
las minas de plata de México y Perú, las plantaciones azucareras fue-
ron los primeros emplazamientos verdaderamente industriales en
América Latina: empresas de capital intensivo que empleaban grandes
cantidades de mano de obra en una compleja serie de actividades pro-
ductivas interdependientes y altamente integradas. En 1816, casi la
mitad de los esclavos de las zonas de plantación azucarera de Bahía
vivían en plantaciones que empleaban entre 60 y 100 esclavos, y otro
cuarto de ellos vivía en plantaciones que empleaban 100 o más. La
media de esclavos por explotación agrícola era de 65. En las zonas azu-
careras más nuevas de los alrededores de Río de Janeiro las plantacio-
nes eran más pequeñas, pero incluso allí la media de esclavos por plan-
tación era de 50, y algunas emplearon hasta 200. En la provincia de
Matanzas, en Cuba, que como Río de Janeiro estaba experimentando
los inicios del cultivo azucarero a gran escala, la cifra media de escla-
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1800 49

vos por plantación en 1820 era de 69; 14 años más tarde, en toda Cuba
occidental y central la mayoría de los esclavos de las plantaciones vivía
en propiedades que empleaban 100 o más esclavos. Incluso en centros
secundarios de cultivo de azúcar, que producían principalmente para
el consumo local, la fuerza de trabajo esclava no era pequeña. En la
periferia rural de Lima, la media de esclavos por propiedad en 1813 era
de 5637.
Las condiciones de vida y de trabajo en las plantaciones variaron
según los diferentes lugares y épocas. Tendían a ser algo menos duras
en las zonas secundarias de plantación o durante períodos de contrac-
ción económica, cuando los propietarios tenían menos incentivos para
exprimir a sus esclavos hasta obtener la máxima productividad. Sin
embargo, en ningún lugar las condiciones eran buenas, y en las zonas
principales de producción de azúcar —la costa brasileña, o Cuba des-
pués de 1800— y durante períodos de expansión económica, las con-
diciones fueron infernales. La subalimentación, la malnutrición y la
sobreexplotación provocaron altos niveles de enfermedades y acci-
dentes laborales. Éstos se dieron especialmente durante el período de
la cosecha, cuando las jornadas de 16, 18 y hasta 20 horas no eran
infrecuentes. «El trabajo es grande, y muchos mueren», apreciaba
lacónicamente un observador de la industria azucarera bahiana a prin-
cipios del siglo XVII. Unos 100 años después, el sacerdote jesuita João
Antônio Andreoni describió las zonas de plantación de Bahía como
un «infierno para negros»; y a finales del XVIII, aun otro observador de
la industria expresaba su disgusto por «el cruel, bárbaro y grotesco
modo en que la mayoría de los amos trata a sus desgraciados escla-
vos»38.

37. Sobre el carácter industrial de la producción azucarera, ver Schwartz, Sugar


Plantations, 98-159; Moreno Fraginals, Ingenio, Vol. 1, 167-255; Blackburn, Making of
New World Slavery, 332-344. Estadísticas de Schwartz, Sugar Plantations, 449-450;
Klein, African Slavery, 117; Bergad, Cuban Rural Society, 43; García Rodríguez, Escla-
vitud desde la esclavitud, 21; Hünefeldt, Paying the Price, 41-44. Klein menciona 30
esclavos por plantación en las áreas de Venezuela en que se cultivaba cacao. Klein, Afri-
can Slavery, 86.
38. Citas de Schwartz, Sugar Plantations, 364; Conrad, Children of God’s Fire, 56,
61, 62; ver también 53-100 pássim. Sobre las condiciones brutales en la industria azuca-
rera cubana, ver Moreno Fraginals, Ingenio, Vol. 2, 5-90; Bergad, Cuban Rural Society,
228-39; Castellanos y Castellanos, Negro en Cuba, 130-150.
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50 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

Figura 1.3. Esclavos secando los granos del café, São Paulo, 1882.
Crédito: Photographs and Prints Division, Schomburg Center for
Research in Black Culture, The New York Public Library, Astor,
Lenox and Tilden Foundations.

Las condiciones eran algo mejores, si bien todavía difíciles, en las


minas de oro. La exposición prolongada al agua fría en las minas de
aluvión en Minas Gerais producía enfermedades e invalidez entre los
esclavos, los mismos efectos que producía el agreste entorno natural y
la escasez de comida en los bosques tropicales del Pacífico colombia-
no39. Del mismo modo que en las plantaciones, los esclavos trabajaban
colectivamente en los campos de oro. En la región del Chocó, en
Colombia, el 90% de los esclavos mineros trabajaba en cuadrillas de
30 o más hombres. Las cuadrillas de entre 100 y 150 no eran raras, y

39. Russell-Wood, «Gold Cycle», 224; Sharp, Slavery on the Spanish Frontier, 132-
136. Aun hoy, los descendientes de los esclavos del Chocó están «permanentemente
asediados por fuerzas mortales debilitantes, que les causan úlceras supurantes, expec-
toraciones infectadas, heces de aspecto maligno y dolores. Un ciclo de vida restringido
y una madurez tardía son una parte constituyente de la condición humana» (Whitten,
Black Frontiersmen, 28).
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1800 51

algunos propietarios crearon cuerpos de entre 300 y 500 esclavos para


trabajar en sus propiedades40. Las cuadrillas de trabajo eran más
pequeñas en Minas Gerais, y algunos esclavos trabajaron solos, vagan-
do por la región en busca de pequeños depósitos sin dueño que los
reclamara. La mayoría, no obstante, trabajó en grupos, bien en minas
de profundidad o en minas de aluvión41.
La cuadrilla de trabajo era menos importante en la esclavitud urba-
na, pero los negocios que requerían grandes cantidades de trabajadores
a menudo recurrieron a los esclavos, especialmente durante el período
de incremento de las importaciones de esclavos, en los últimos años del
siglo XVIII. Habitualmente, como en una fábrica de ladrillos de Lima
que empleaba a 400 esclavos, o en una factoría de peines en Buenos
Aires en la que trabajaban 100 de ellos, estas cuadrillas eran compradas
por los propietarios42. Sin embargo, en algunos sectores de la economía
los esclavos individuales que fueron enviados a las calles para ganar su
propio sustento tomaron la iniciativa de organizarse en cuadrillas. Los
mozos de carga esclavos de las ciudades brasileñas, por ejemplo, crea-
ron un sistema de cantos (esquinas), en el que grupos de mozos lidera-
dos por un «capitán» electo intentaron monopolizar el comercio de
carga y descarga en sus propios vecindarios 43. Incluso esclavos que no
trabajaban en grupos mayores, como los sirvientes domésticos o los
vendedores ambulantes, se mantenían en contacto regular entre ellos y
se pasaban información a medida que circulaban por las calles y los
mercados de la ciudad.
Los emplazamientos protoindustriales, en los que muchos escla-
vos trabajaron, propiciaron un proceso de negociación y regateo entre
amos y esclavos que era en muchos aspectos análogo a la negociación

40. Sharp, Slavery on the Spanish Frontier, 122, 174-177; Zuluaga Ramírez, «Cua-
drillas mineras», 61-64.
41. Russell-Wood, Black Man, 104-127. Sobre el uso industrial del trabajo esclavo
en las minas británicas del siglo XIX en Minas Gerais, ver Libby, Trabalho escravo.
42. Romero, «Papel de los descendientes», 69; Andrews, Afro-Argentines, 37-38.
43. Karasch, Slave Life, 189-190; Conrad, Children of God’s Fire, 122; Reis, Slave
Rebellion, 164-165. El reverendo Walsh, citado al principio de este capítulo, menciona-
ba las evidencias de este sistema de cuadrillas en Río de Janeiro, pero no comprendió su
importancia. Los mozos de carga de las calles «desfilaban en línea, cargando pesados
bultos sobre sus cabezas, musitando una cadencia sombría e inarticulada a medida que
avanzaban» (Conrad, Children of God’s Fire, 237).
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52 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

colectiva entre los trabajadores industriales y los empresarios44. Habi-


tualmente estas negociaciones eran informales, sutiles y, en buena
medida, implícitas; sin embargo, en ocasiones salían a la superficie en
forma de discusiones explícitas y abiertas entre amos y esclavos. En
Bahía, por ejemplo, el carácter altamente integrado y mecanizado de la
producción de azúcar dio a los esclavos la posibilidad de entorpecer la
producción (con demoras en la producción o sabotaje) y de facilitarla
(por el manejo de habilidades asociadas con la producción del azúcar
y su aplicación al trabajo duro y concienzudo). Los esclavos usaron
ambas tácticas para extraer una variedad de concesiones de sus pro-
pietarios: raciones extra de comida, acceso a la tierra (en forma de
conucos, o parcelas de autoconsumo), tiempo libre ocasional, promo-
ción a puestos de mayor calificación, pagos en metálico e incluso, en
casos aislados, promesas de libertad45.
Aunque estas negociaciones normalmente tuvieron lugar entre
amos y esclavos individuales, ocasionalmente pasaron a ser algo pare-
cido a la negociación colectiva, y produjeron algunas de las primeras
huelgas de la historia latinoamericana. Las interrupciones del trabajo
por parte de los cobreros en los siglos XVII y XVIII se incluyen en esta
categoría. De manera similar, la huelga de los mozos de carga esclavos
y libertos de 1857 en Salvador de Bahía fue la primera movilización
laboral de ese tipo en la historia de la ciudad. A los esclavos de una
hacienda cercana a Ibarra, Ecuador, probablemente nunca se les
hubiera ocurrido llamar a sus acciones una huelga. Pero cuando infor-
maron a los funcionarios reales a finales de la década de 1780 de que no
estaban dispuestos a trabajar «ni poner los pies en la hacienda» hasta
que el nuevo propietario, que les había impuesto mayores demandas
de trabajo, fuera sustituido, esas tácticas efectivamente constituyeron
un paro laboral46.
Ni las leyes coloniales ni las prácticas tradicionales reconocían el
derecho de los esclavos a la huelga o la negociación colectiva. Para la
mayoría de los propietarios de esclavos, negociar individualmente con

44. Ver por ejemplo Turner, From Chattel Slaves; Reis y Silva, Negociação e confli-
to, esp. 7-21; Díaz, The Virgin, the King, 15-16, 228.
45. Schwartz, Sugar Plantations, 152-159; ver también Hünefeldt, Paying the Price,
167-179; Gomes, Histórias de quilombolas, 358-370.
46. Córdova, Clase trabajadora, 29; Reis, «Revolution of the Ganhadores»; Luce-
na Salmoral, Sangre sobre piel, 76.
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1800 53

esclavos era apenas tolerable. Las interrupciones colectivas del traba-


jo por parte de los esclavos eran completamente inaceptables, y desde
la perspectiva del propietario, equivalían a la rebelión. Aun así, la
mayoría de estas acciones se dirigían no a abolir o a escapar de la escla-
vitud, sino a hacer respetar los términos y las condiciones compartidas
de la esclavitud que ellos pensaban que habían sido violadas. La mayo-
ría de estas violaciones contractuales caían dentro de la categoría de
abuso y maltrato, habitualmente por parte de los capataces. Fue esto
lo que motivó que 20 esclavos de la hacienda Quebrada en Cañete,
Perú, fueran a Lima en 1809 y demandaran que los funcionarios reales
apartaran del cargo a su violento capataz. Igualmente, un grupo de 23
esclavos en Guayama, Puerto Rico, dejó sus herramientas y salió hacia
la ciudad para presentar quejas ante el corregidor47.
En alguna ocasión grupos de esclavos fueron un poco más allá para
intentar renegociar las condiciones de su cautiverio. Dos ejemplos de
ello tuvieron lugar en una hacienda cerca de Mompox, Colombia, en
1803, y en la plantación de Santana, en el sur de Bahía, en 1789. En
ambos casos, los esclavos rechazaron volver al trabajo hasta que sus
dueños hubieran respondido a una lista de peticiones que ellos mis-
mos habían preparado y entregado. Es instructivo comparar las dos
listas, porque presentan cuestiones centrales y recurrentes en las nego-
ciaciones entre amos y esclavos48. Encabezando ambas listas de reivin-
dicaciones estaba la cuestión del tiempo fuera del trabajo. Ambos gru-
pos pedían dos días libres a la semana «para nuestros propias labores»,
como decían los huelguistas de Mompox. Ese trabajo se realizaba para
ganar dinero para uso propio: los esclavos de Mompox también pedí-
an permiso para ir a los mercados locales a vender maíz que ellos mis-
mos habían cultivado, mientras que los esclavos de Santana pedían
«un barco grande para que cuando vayamos a Bahía podamos cargar
en él nuestra mercancía y no tener que pagar flete». Esa mercancía
incluía probablemente el arroz que los esclavos pedían poder plantar
«donde queramos, en cualquier pantano, sin que para ello pidamos
permiso».

47. Hünefeldt, Paying the Price, 60-61; Nistal-Moret, Esclavos prófugos, 187-189;
para otros casos, ver Nistal-Moret, Esclavos prófugos, 183-187; Andrade González,
«Aprecio económico», 214-216; García Rodríguez, Esclavitud desde la esclavitud, 125-
130; Díaz, The Virgin, the King, 285-313, 317; Helg, «Fragmented Majority», 169.
48. Schwartz, «Resistance and Accommodation»; Tovar Pinzón, De una chispa, 22.
02-primero 28/2/07 17:24 Página 54

54 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

Los productos cultivados por los esclavos para uso propio eran un
caballo de batalla frecuente entre amos y esclavos, y un ejemplo para-
digmático de las ambigüedades de sus relaciones. Muchos amos pro-
veyeron conucos para sus esclavos, en los que ellos cultivaban frutas y
verduras para el consumo propio y para la venta, bien al propietario,
bien a mercados cercanos. Los esclavos se beneficiaban así de dietas
más nutritivas y variadas, además de la oportunidad de ganar dinero;
los propietarios se beneficiaban al reducir los costos de alimentación
(que eran en este caso parcialmente cubiertos por los esclavos) y tam-
bién a través de lo que muchos percibían como un el efecto pacificador
del conuco sobre el esclavo. «Los esclavos que tienen [parcelas para el
auto-cultivo] ni huyen ni causan problemas», comentaban numerosos
plantadores de la provincia de Río de Janeiro. Sus parcelas de auto-
consumo «les distraen un poco de la esclavitud, y les hacen creer ilu-
samente que tienen un limitado derecho de propiedad»49. Este «dere-
cho» puede haber sido ilusorio, pero los esclavos reclamaron los
conucos como suyos y discutieron constantemente con los amos acer-
ca de la cantidad de tiempo que se les permitía trabajar en ellos. Estas
disputas sobre los conucos anticiparon las disputas de tierras que se
desencadenarían en las zonas de plantación de Afro-Latinoamérica
después de la Independencia50.
Después de su demanda inicial de tiempo libre, los esclavos de
Santana pasaron a hablar de las horas y condiciones de trabajo. Pro-
ponían fijar cuotas máximas de trabajo para la siembra y la cosecha,
cantidades mínimas de trabajadores para algunas tareas concretas («la
madera que es serrada con una sierra de mano debe hacerse con tres
hombres, y uno encima»; «en las mazas [rodillos de molienda] tiene
que haber cuatro mujeres para alimentarlas de caña»), y mencionaban
trabajos que no harían más («no nos obligarán más a pescar en las dár-
senas de marea, ni a pescar marisco»; «iremos a trabajar al cañaveral
de Jabirú esta vez y después ha de quedar para pasto, pues no pode-
mos cortar caña en un manglar»). También pedían el despido de los

49. Conrad, Children of God’s Fire, 78; Reis, «Escravos e coiteiros», 364; ver tam-
bién Gomes, Histórias de quilombolas, 382.
50. Sobre las parcelas de autoconsumo, ver Cardoso, Escravo ou camponês?;
Barickman, «A Bit of Land»; Schwartz, Slaves, Peasants, and Rebels, 45-55; Tovar Pin-
zón, De una chispa, 40-47.
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1800 55

capataces de la propiedad, y el derecho a aprobar a los nuevos que se


contrataran en su lugar.
Los esclavos de Mompox, en cambio, no tenían nada que decir en
la cuestión del trabajo. Sus demandas se centraban en necesidades
materiales: una nueva dotación de ropa para cada esclavo, atención
médica y medicinas y, lo más importante de todo, comida. La más
básica de las necesidades humanas era la más reiteradamente negada en
las plantaciones. En Bahía, «hay una evidencia consistente desde el
inicio de la economía del azúcar hasta el fin del período colonial de
que los esclavos no recibían las raciones adecuadas». Incluso cuando el
total de comida era adecuado en cantidad, las deficiencias en vitaminas
y minerales reducían su valor nutricional. En consecuencia, un estu-
diante de medicina que estudiaba las enfermedades de los esclavos de
plantación en Río de Janeiro informaba que «hay plantaciones donde
los esclavos están como adormecidos por el hambre, para que su apa-
riencia provoque pena en nosotros»51.
La alimentación emerge como un tema central en una de los esca-
sos relatos en primera persona legados por un esclavo latinoamerica-
no, la autobiografía del afrocubano Juan Francisco Manzano (1797-
1854). La comida «era para mí la más sagrada y precisa atención» que
un ser humano podía brindar a otro. Aun teniendo la posición relati-
vamente privilegiada de esclavo doméstico, para Manzano fue imposi-
ble conseguir suficiente sustento: «Siempre flaco, débil y extenuado…
Siempre hambriento, me comiese cuanto hallaba… Comía a dos carri-
llos y me tragaba la comida casi entera, de lo que me resultaban fre-
cuentes indigestiones». Había aprendido a comer así cuando hurtaba
las sobras de sus amos. «Tuve que darme maña para engullírmelo todo
antes de que se quitara la mesa, ya que en cuanto se paraban había yo
de salir tras ellos» y abandonar el comedor»52.
En estas condiciones, no es nada sorprendente que la comida fuera
el objeto de robo más frecuente por parte de los esclavos, o que los
huelguistas de Mompox hicieran de la provisión de alimento una de
sus principales demandas. Inicialmente solicitaron a su amo una
ración diaria de bananas; cuando accedió a su petición, ellos añadieron
rápidamente raciones regulares de pan y carne.

51. Schwartz, Sugar Plantations, 137; Conrad, Children of God’s Fire, 92-93.
52. Manzano, Autobiography, 59, 61, 101.
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56 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

Finalmente, los esclavos de Mompox pedían que su propietario les


proporcionara el derecho a recibir bautizos y celebrar ritos funerarios
católicos. Posiblemente fuera éste otro intento de conseguir tiempo
fuera del trabajo. La presencia de un cura en la hacienda también les
habría proporcionado una autoridad externa para mediar entre los
esclavos y su amo, y un posible garante de los acuerdos alcanzados
entre ellos. Sin embargo, es igualmente posible que la petición de los
esclavos de tener servicios religiosos reflejara una adhesión real al
catolicismo y los beneficios espirituales que éste ofrecía. Esta adhe-
sión era visible en toda Afro-Latinoamérica. En Puerto Rico, esclavos
africanos al borde de la muerte insistieron en recibir el bautizo católi-
co y la extrema unción. Cuando los amos no proporcionaban estos
ritos, «son los propios esclavos los que están bautizando a sus compa-
ñeros en agonía»53. Incluso después de escapar del cautiverio y haber
huido a las montañas y los bosques para formar campamentos de fugi-
tivos, los esclavos continuaron adorando a los santos católicos, yendo
en busca de sacerdotes y llevándolos a sus poblaciones para oficiar ser-
vicios, practicar matrimonios y administrar los sacramentos54. Al
pedir los servicios religiosos, los esclavos de Mompox seguían la mis-
ma pauta de comportamiento que sus colegas huidos.
La aceptación del cristianismo por parte de los esclavos no signifi-
caba necesariamente el abandono de las religiones africanas. Mientras
que el catolicismo ibérico demandaba una ortodoxia rígida, el mono-
polio absoluto de los bienes y rituales, y el rechazo total de otras reli-
giones, las religiones africanas (excepto el islam) no requerían tal
exclusividad. Al contrario, la mayoría de las sectas africanas habían
evolucionado y se habían desarrollado con los siglos en un proceso de
intercambio de bienes y rituales entre ellas, habitualmente como
resultado de contacto comercial y conquista militar55. Este proceso de
expansión continuó en el Nuevo Mundo, a medida que los esclavos
añadieron santos y divinidades cristianas a los panteones africanos, e
incluso les otorgaron atribuciones de los dioses africanos. En Brasil,
por ejemplo, los esclavos yoruba del África occidental vieron en Jesús

53. Picó, Al filo del poder, 25; ver también 99, 100.
54. Gutiérrez Azopardo, Historia del negro, 32-34, 48; Zuluaga Ramírez, Guerrilla
y sociedad, 35-36, 41-42; Reis, «Quilombos e revoltas», 19; Veracoechea, Documentos,
80;. Metcalf, «Millenarian Slaves?», 1547.
55. Thornton, Africa and Africans, 235-271.
02-primero 28/2/07 17:24 Página 57

1800 57

cualidades similares a las de Oxalá —orisha (corporización) del sol y


del cielo— y reverenciaron ambas figuras como poderosos señores de
los cielos. También vincularon a la Virgen María con Yemayá y Ochún
(orishas del mar y el agua dulce, respectivamente), al Demonio con
Echú (el señor de los cruces de caminos, la elección y la incertidum-
bre), y a otros santos con otras deidades yorubas56.
Al unir dioses y santos cristianos y africanos, los esclavos modifi-
caron y reformularon profundamente ambas tradiciones religiosas.
Transformaron aún más el cristianismo insistiendo en que el acceso a
sus dioses no sólo estuviera mediado por los sacerdotes y los rituales
católicos, sino también por sacerdotes y rituales de origen africano. El
poder espiritual de los sacramentos católicos era altamente valorado y
apreciado, pero igualmente poderoso era el sacramento africano del
trance y la posesión, a través del cual los dioses entran en los cuerpos
de sus devotos para «montarlos»57.
El rito de la posesión espiritual estaba a su vez relacionado con la
demanda final de los esclavos de Santana, de que pudieran «jugar, dis-
traerse y cantar sin que ello se nos impida y sin tener que pedir permi-
so». Con esto los esclavos de Santana articulaban una de las aspiracio-
nes más básicas de la vida y la cultura esclava: el deseo no sólo de
descansar del duro trabajo, sino de «re-crearse» a través de la música,
la canción y la danza de origen africano. La música y la danza eran
curativas a casi todos los niveles, un bálsamo para el cuerpo y para la
mente. Los gráciles movimientos del baile, movimientos destinados al
placer y el disfrute, eran la antítesis y la negación directa del dolor y el
cansancio extremo del pesado trabajo forzoso. Y cuando se practica-
ban colectivamente, como habitualmente se hacía, la música y la dan-
za de origen africano alejaban el degradado estatus social de esclavo, al
menos momentáneamente, además de crear un sentido de humanidad
personal y colectiva alternativo y profundamente curativo58.

56. Bastide, African Religions, 240-284. Sobre los orishas yoruba, ver Thompson,
Flash of the Spirit, 1-97; Siqueira, Orixás.
57. La posesión espiritual «es una relación de intercambio, de mutualidad, de res-
ponsabilidad compartida, y sobre todo, de acompañamiento… La posesión es particu-
larmente significativa, porque la ocupación del cuerpo negro por un ser divino es un
rechazo contundente de la subalternidad» (Harding, Refuge in Thunder, 154, 156).
58. Harding, Refuge in Thunder, 132-135, 53.
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58 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

En la celebración de la Navidad de 1827 en Montevideo, a un via-


jero francés le impactó cómo en un baile en los extramuros de la ciu-
dad «más de cien negros parecían haber conquistado por un momen-
to su nacionalidad, en el seno de esa patria imaginaria, cuyo recuerdo
solo… les hacían olvidar, en un solo día de placer, las privaciones y los
dolores de largos años de esclavitud». Un viajero británico dejó una
vívida descripción de un acontecimiento similar en Río de Janeiro en
1808. «Los grupos de las diversas naciones africanas se abrían paso…
Ahí estaban los nativos de Mozambique y Quilumana, de Cabinda,
Luanda, Benguela y Angola». El canto y el baile se intensificaron en el
transcurso de la tarde, «no sabía si la energía de los músicos o la de los
bailarines era más de admirar». Los presentes, vencidos por el ritmo,
«con un grito o una canción… corrían a unirse al baile. Los músicos
tocaban una música más ruidosa y discordante; los danzantes se reani-
maban;… los gritos de aprobación y las palmas redoblaban; todos los
que miraban participaban». Pocas dudas pueden quedar de que, como
el Cabildo de la ciudad de Buenos Aires notaba amargamente en 1788,
los esclavos «no piensan en otra cosa, sino en la hora de ir a bailar»59.
El ritmo era fundamental para producir estos efectos curativos y
revitalizantes. Uno de los mensajes centrales de la música de origen
africano es que el ritmo nos eleva de la lucha del día a día al transfor-
mar la conciencia, transformar el tiempo e intensificar nuestra expe-
riencia del momento60. Esa alteración de la conciencia es por comple-
to intencional: en África y su diáspora en el Nuevo Mundo, el ritmo y
la música eran una parte esencial en la observancia de los ritos religio-
sos, en especial al crear las condiciones emocionales y espirituales para
que se manifestaran los dioses al poseer y «montar» a sus adoradores.
Tocar el tambor y bailar eran elementos fundamentales del ritual reli-
gioso de origen africano, y a medida que los afrodescendientes adop-
taron el cristianismo y lo amoldaron a sus costumbres, el toque final
que le dieron al catolicismo ibérico fue insuflarle el poder de los tam-
bores africanos. A través de la América española y portuguesa los

59. Citas de Pereda Valdés, Negro en el Uruguay, 98; Karasch, Slave Life, 242;
Andrews, Afro-Argentines, 158. Sobre los esfuerzos de los esclavos para celebrar bailes
públicos, ver también Nistal-Moret, Esclavos prófugos, 15, 35; Montaño, Umkhonto,
211-224.
60. Harding, Refuge in Thunder, 132-135; Thompson, Flash of the Spirit, xiii; Rose,
Black Noise, 64-80.
02-primero 28/2/07 17:24 Página 59

1800 59

domingos, las fiestas de santos y las festividades religiosas en general


devinieron oportunidades para la música y el baile africano. Algunos
propietarios de esclavos, curas y funcionarios permitieron que se cele-
braran estos eventos sin demasiado control, ya que vieron en ellos no
sólo una concesión necesaria para el bienestar espiritual de los escla-
vos, sino un medio útil para mantener dividido en diferentes grupos
étnicos africanos a un grupo social potencialmente peligroso. Aun así,
la mayoría de las autoridades se sentían profundamente inquietas, tan-
to por lo ajeno y lo extraño de la música y la danza africanas como por
los peligros que percibían en esas grandes reuniones de esclavos y
negros libres. Como dijo un observador bahiano en la década de 1790,
«no parece ser muy acertado en política el permitir que por las calles y
plazas de la ciudad multitudes de negros de uno y otro sexo hagan sus
bailes bárbaros al ritmo de muchos y horrorosos tambores, danzando
lascivamente y cantando canciones paganas, hablando lenguas extra-
ñas y haciendo alaridos tan horrendos y disonantes que causan miedo
y confusión»61. El Cabildo de Buenos Aires expresaba similares rece-
los al respecto:

lo que en estos mismos bailes hacen los Negros, como ya se ha observado,


que ha sido el hacer recibir los Ritos de Gentilidad, en que nacieron con
ciertas ceremonias, y declamaciones que hacen en su Idioma… podiéndose
con verdad decir que en estos bailes olvidan los sentimientos de la Sta. Reli-
gión Católica, que profesaron renuevan los ritos de la gentilidad, se pervier-
ten las buenas costumbres, que les han enseñado sus Amos no aprenden
sino vicios… y que con ellos esté la República muy mal servida62.

Cuando se añadió al resto de condiciones presentadas por los huel-


guistas de Santana, esta demanda final de que se les permitiera a los
esclavos cantar y danzar cuando ellos lo desearan puso un brusco final
a las negociaciones. Mientras que el dueño de la hacienda de Mompox
aceptó la mayoría de las reivindicaciones propuestas por sus esclavos,
el propietario de la plantación de Santana mandó llamar a la milicia
para aplastar el levantamiento esclavo y meterlos a todos en la cárcel.

61. Reis, Slave Rebellion, 41.


62. Andrews, Afro-Argentines, 162.
02-primero 28/2/07 17:24 Página 60

60 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

Figura 1.4. Percusionistas africanos, Río de Janeiro, 1868. Crédito:


Photographs and Prints Division, Schomburg Center for Research in Black
Culture, The New York Public Library, Astor,
Lenox and Tilden Foundations.
02-primero 28/2/07 17:24 Página 61

1800 61

A pesar de que obtuvieron diferentes resultados, en ambos casos


los esclavos huelguistas plantearon una serie de cuestiones fundamen-
tales sobre las que amos y esclavos negociaron a finales del período
colonial: control sobre el tiempo, sobre la tierra, sobre la comida,
sobre las condiciones de trabajo, sobre la religión y sobre la cultura.
Sin embargo, en ninguno de los dos casos los esclavos plantearon un
último tema que emergió constantemente es las disputas entre escla-
vos y amos: las relaciones familiares de los esclavos con sus esposas,
hijos y otros parientes.
Las leyes españolas y portuguesas garantizaban el derecho de los
esclavos a casarse y formar familias. Es más, este derecho estaba con-
firmado por las enseñanzas católicas acerca del sacramento del matri-
monio y el pecado de las relaciones extramaritales. Aunque lo cierto es
que si algún efecto tuvieron las leyes que prohibían a los amos el rom-
per las parejas y las familias esclavas vendiéndolas separadas, fue el de
convertir la indiferencia de muchos propietarios hacia el tema del
matrimonio esclavo en oposición rotunda. La obstrucción al matri-
monio y a la formación de la familia esclava se veía además acentuada
por el persistente desequilibrio de género entre los esclavos, lo que
condenó a muchos hombres africanos a una vida sin mujeres.
Por todas estas razones, los primeros historiadores de la esclavi-
tud latinoamericana asumieron en su mayoría que el matrimonio y la
familia eran fenómenos relativamente raros entre los esclavos. Éste
era especialmente el caso de las grandes plantaciones, pensaban
dichos historiadores, donde los esclavos vivían en condiciones de
«deprimente promiscuidad», en palabras de un observador. Reciente-
mente, sin embargo, los historiadores han coincidido en señalar que
al centralizar bajo un propietario cantidades relativamente grandes
(aunque desiguales) de hombres y mujeres, las plantaciones brinda-
ron mayores oportunidades para la formación familiar que las ciuda-
des, en donde la mayoría de los propietarios poseía esclavos en canti-
dades mucho menores. En Venezuela, a finales del período colonial,
las tasas de matrimonio entre esclavos rurales eran el doble de altas
que entre esclavos urbanos, eran casi las mismas que entre negros y
mulatos libres y estaban sólo ligeramente por debajo de la de los
blancos del ámbito rural. Quizá como resultado de ello, la propor-
ción hijos/mujer (cantidad media de niños por mujer en edad fértil)
02-primero 28/2/07 17:24 Página 62

62 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

era más de un 50% superior entre los esclavos del campo que entre
los de la ciudad63.
El número de matrimonios era aún más alto entre los esclavos de
las haciendas de las afueras de Lima, donde el 60% de los esclavos
adultos estaban casados en 179064. Es difícil obtener cifras totales para
Brasil, pero las investigaciones hechas en plantaciones individuales
sugieren que cuanto mayor era la fuerza de trabajo, más aumentaba la
incidencia del matrimonio esclavo. En 1801, en el distrito de Lorena,
provincia de São Paulo, el 18% de los esclavos de pequeña plantación
(granjas en las que había de 1 a 4 esclavos) estaban casados, cifra que
ascendía al 40% en las granjas con 10 o más esclavos. De los 186 escla-
vos que había en la plantación de Santana, Bahía, en 1752, al menos el
80% vivía en unidades familiares formadas por una pareja de hombre
y mujer, y otro 13% vivía en unidades familiares monoparentales.
Estudiando los registros de familias esclavas en las plantaciones de Río
de Janeiro, «sorprende el nivel de autonomía y estabilidad familiar que
[los esclavos] alcanzaron, extremadamente próximo al de los hombres
libres con los que convivían»65.
Como ocurrió en las grandes plantaciones, los campamentos mine-
ros reunieron a hombres y mujeres, muchos de los cuales formaron
familias. Como hemos visto, los mineros de cobre de Santiago del Pra-
do se describían a sí mismos «todos... casados y [con] familias que
siempre hemos sustentado». De los esclavos que trabajaban en las
minas de oro de la región del Chocó, en Colombia, un tercio estaban
casados en 1782, y muchos de los que no lo estaban eran niños que
vivían con sus padres. Como pasaba en las plantaciones, a mayor fuer-
za de trabajo, mayor índice de matrimonios. De los 550 esclavos que
pertenecían a un propietario minero, dos tercios de los adultos estaban
casados, y casi todos los esclavos (el 93%) vivían en unidades familia-

63. El 42% de los esclavos rurales estaban casados, en comparación al 21% de los
esclavos urbanos, el 42% de negros y mulatos libres del campo y el 46% de blancos que
vivían en el ámbito rural. Lombardi, People and Places, 135-137.
64. Hünefeldt, Paying the Price, 45-46.
65. Costa et al., «Familia escrava», 254; Schwartz, Sugar Plantations, 396; Castro,
Das cores do silêncio, 75.Ver también otros artículos en Estudos Econômicos 17, 2
(1987); Slenes, Na senzala uma flor; Graham, «Slave Families»; Florentino y Góes, Paz
das senzalas; Lauderdale Graham, Caetana Says No.
02-primero 28/2/07 17:24 Página 63

1800 63

res, la mayoría de las cuales estaban formadas por parejas, y buena


parte de ellas incluía tres generaciones (abuelos, padres e hijos)66.
En su visita a Cuba a principios del siglo XIX, el naturalista alemán
Alexander von Humboldt reparaba no sólo en la existencia de unida-
des familiares entre los esclavos de las plantaciones, sino en los inmen-
sos beneficios sociales y psicológicos que aportaba el formar parte de
una familia: «el esclavo de ingenio azucarero que tiene esposa, que
vive en una casa aparte, aquél que con el afecto que caracteriza a la
mayoría de los africanos encuentra después de la jornada de trabajo a
alguien que cuide de él, en medio de esta familia de indigentes, tiene un
destino que no se puede comparar al de un esclavo aislado y perdido
en la multitud»67. Estos beneficios aparecen claramente en la autobio-
grafía de Juan Francisco Manzano, para quien su madre y sus herma-
nos eran el centro del mundo: «La amaba tanto que siempre pedía a
Dios me quitase primero la vida a mí que a ella. No me creía yo con
bastante fuerza para sobrevivirla». Cuando lo castigaban, su familia
iba a visitarlo y le llevaba comida o le brindaba conversación a través
de la puerta de su celda. En esas visitas su madre llamaba «de la sepul-
tura a su marido, pues cuando esto ya padre había muerto». En años
posteriores, en una de las contadas ocasiones en que la familia se reu-
nía, «Los tres abrazados de pie formábamos un grupo. Mis tres her-
manos más chicos nos rodeaban abrazándonos por los muslos. Mi
madre lloraba y nos tenía estrechados contra su pecho. Daba gracias a
Dios porque le concedía la gracia de volver a vernos»68.
Además de proporcionar apoyo emocional, las familias generaban
importantes beneficios económicos. En un momento dado, la madre
de Manzano le informó que había reunido suficiente dinero como
para comprar su libertad: «Juan, aquí llevo el dinero de tu libertad. Ya
tú ves que tu padre se ha muerto y tú vas a ser ahora el padre de tus
hermanos». Ésta era una estrategia frecuente entre las familias escla-
vas, que unían sus recursos para comprar la libertad de los miembros
de la familia uno por uno69. Los ahorros de la madre de Manzano, de

66. Sharp, Slavery on the Spanish Frontier, 124-125; Zuluaga, «Cuadrillas mineras»,
67-80.
67. Manzano, Autobiography, 5-6.
68. Manzano, Autobiography, 69-71, 79.
69. Para una serie de casos judiciales cubanos en los que los esclavos siguieron esta
estrategia, ver García Rodríguez, Esclavitud desde la esclavitud, 107-124.
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64 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

hecho, provenían en parte de un caballo que los abuelos de su hijo,


también esclavos, le habían dado cuando era joven. Tal y como su
madre daba a entender, de él se esperaba que, una vez libre y en con-
dición de cabeza de familia, asumiera la responsabilidad de rescatar a
sus hermanos de la esclavitud. Sin embargo, esta estrategia fracasó
cuando la madre de Manzano murió poco después y su dueña le con-
fiscó los ahorros. Manzano sólo pudo conservar un brazalete de oro
de su madre, que vendió para pagar las misas por su alma70.
Las familias esclavas eran menos comunes en las ciudades, donde la
mayoría de los propietarios de esclavos los poseía en grupos de cuatro
o menos. En consecuencia, en Salvador, la capital de Bahía, «los escla-
vos casi no tenían oportunidad de mantener relaciones amorosas,
[fueran] episódicas o duraderas». De los 186 esclavos arrestados en
relación al levantamiento de 1835 en esa ciudad, sólo 4 estaban regis-
trados como casados. Similares condiciones existían en Río de Janeiro,
donde la tasa de matrimonio entre los esclavos era una mera fracción
—un séptimo o menos— de la misma tasa entre la población libre. En
la década de 1840, los esclavos constituían solamente el 4% del total de
matrimonios por año de la ciudad, a pesar de representar el 40% del
conjunto de la población71.
Esta disparidad entre el porcentaje urbano y rural de matrimonios
esclavos y formación de unidades familiares quizá explique por qué
los esclavos de Mompox y Santana no incluyeron cuestiones familia-
res en sus listas de demandas: en comparación con sus pares urbanos,
ellos posiblemente estuvieran en una mejor situación al respecto. Para
los esclavos urbanos, los obstáculos a la hora de formar unidades
familiares eran colosales, forzándolos a recurrir a funcionarios y tri-
bunales para garantizar el cumplimiento de su derecho a casarse72.
Estos recursos eran, a su vez, parte de un esfuerzo global de los
esclavos para usar las leyes que regulaban la esclavitud como fuente de
poder y punto de apoyo en sus negociaciones con los amos. Deman-
das, peticiones y quejas dirigidas a los funcionarios reales eran una
forma más de resistencia y respuesta por parte de los esclavos, así

70. Manzano, Autobiography, 93, 115-121.


71. Reis, Slave Rebellion, 180; Karasch, Slave Life, 289.
72. Ver, por ejemplo, Cope, Limits of Racial Domination, 45-46; Hünefeldt, Paying
the Price, 167-179.
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1800 65

como un mecanismo para intentar forzar concesiones por parte de los


amos más abusivos y recalcitrantes. En la América española, las accio-
nes legales esclavas parecen haberse incrementado notablemente
durante las décadas finales del gobierno colonial, en respuesta a dos
series de leyes dirigidas a incrementar la protección de los derechos
esclavos: el Código Negro de 1784 y la Instrucción de 1789. Al redac-
tar estas leyes, el objetivo de la Corona era reducir los abusos de los
propietarios y el maltrato a los esclavos, y a través de ello anular algu-
nas causas de la creciente cantidad de fugas y rebeliones esclavas73.
Los propietarios de esclavos rechazaron con disgusto estas leyes,
que consideraban una interferencia injustificada de la Corona en sus
asuntos privados. Protestaron hasta tal punto que el Código Negro
nunca fue implementado. La Instrucción tuvo efectos legales sólo
durante cinco años, antes de ser finalmente revocada por una orden
real en 179474. Aunque la Corona anulara estas leyes, instó a los fun-
cionarios coloniales a tener presentes sus disposiciones cuando admi-
nistraran disputas entre esclavos y amos, y tanto durante como des-
pués del breve período en el que la Instrucción tuvo vigencia legal, los
esclavos hicieron reiterados esfuerzos por aprovechar las protecciones
legales que se les concedieron. Los funcionarios españoles en Luisia-
na, por ejemplo, «descubrieron rápidamente que los esclavos eran
audaces y con criterio propio, muy conscientes de sus derechos, y que
estaban siempre preparados para viajar a Nueva Orleans a quejarse si
sus derechos eran violados»75. En Puerto Rico, los esclavos

se querellaron… de la carencia de ropa, falta de alimento adecuado, exce-


so en los trabajos; denunciaron la imposición de trabajo en los días feria-

73. Malagón Barceló, Código Negro carolino; Lucena Salmoral, Sangre sobre piel,
23-47.
74. Para una muestra representativa de la opinión de los plantadores, en forma de
petición al rey de los cultivadores de caña cubanos, ver García Rodríguez, Esclavitud
desde la esclavitud, 69-89.
75. Hall, Africans in Colonial Louisiana, 305. Para Hall, el sistema judicial español,
que estuvo vigente en Luisiana desde 1766 hasta 1803, «era, en muchos sentidos, supe-
rior al anterior [tribunales franceses] y posterior [tribunales estadounidenses]. Hubo
una expansión significativa de los derechos de los esclavos, excepto en el área vital de la
protección de la familia esclava», en la que la ley francesa era superior (p. 304). Sobre
pleitos esclavos en la Florida española, ver Landers, Black Society, 138-144; sobre
Cuba, ver De la Fuente, «La esclavitud, la ley».
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66 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

dos y de guardar los castigos excesivos, los engaños perpetrados por los
propietarios, la usurpación de los derechos de coartación y compra de
libertad garantizados por ley. Fueron los primeros en exponer y denun-
ciar la explotación de la mujer esclava. Además, levantaron otros expe-
dientes sobre la falta de atención médica, la destrucción de la propiedad
del esclavo, la agresión verbal, la separación ‘familiar,’ las deudas no satis-
fechas por el propietario, y cuántas más razones76.

Una de las principales vías que los esclavos emplearon para escapar
del tratamiento abusivo fue aprovecharse de su derecho a cambiar de
propietario. Bajo jurisdicción hispánica, si los esclavos hallaban un
propietario potencial a quien preferían pertenecer y éste estaba dis-
puesto a pagar su precio en el mercado, se les daba el derecho de ser
adquiridos por ese comprador potencial. Los propietarios de esclavos
generalmente se opusieron a esta ley, ya que creaba un mecanismo por
el que los esclavos podían «escapar» de las manos de los amos más
duros para ir con otros menos abusivos. También lucharon para pre-
venir o retrasar estas transferencias de propiedad, habitualmente dis-
putando el valor monetario declarado del esclavo. Pero los esclavos
perseveraron en estos casos, viendo en ellos un medio para mejorar su
calidad de vida y sus condiciones de trabajo, y para evitar la ruptura de
matrimonios y familias77.
Pleitos de este tipo —y en general recursos legales de cualquier
tipo— eran mucho más comunes en las áreas urbanas que en el ámbi-
to rural. Los esclavos urbanos tenían mayor acceso a la información
acerca de sus derechos legales y a los funcionarios responsables de
hacerlos cumplir. Además, la mayoría de los propietarios de esclavos
urbanos eran individuos de recursos modestos, que poseían cantida-
des relativamente pequeñas de esclavos y que no tenían la influencia
sobre los funcionarios reales de la que gozaban los plantadores o los
dueños de minas. Así, en las disputas legales, los esclavos urbanos a
menudo se enfrentaban a sus amos desde una posición menos des-
aventajada que los rurales.

76. Nistal-Moret, Esclavos prófugos, 22-23. Para ejemplos detallados de estas que-
jas, ver Chaves, María Chiquinquirá Díaz; Demasi, «Familia y esclavitud».
77. Acerca de tales demandas, ver Hünefeldt, Paying the Price, 167-179; Lanuza,
Morenada, 75-81, 105; Cope, Limits of Racial Domination, 46.
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1800 67

Para los esclavos que trabajaban en plantaciones del campo o en


explotaciones mineras en las profundidades de la jungla colombiana,
el conocimiento del ordenamiento legal era mucho más difícil, igual
que el acceso a funcionarios reales. Ésta es la razón por la que los
esclavos del campo eran más propensos a actuar en grupo y con el
soporte de sus compañeros cuando presentaban sus peticiones. Los
propietarios tildaron estas acciones de rebelión e insubordinación,
aunque en realidad estos esclavos no se rebelaban contra la autoridad
oficial, ni intentaban escaparse o acabar con la esclavitud. En lugar de
eso, apelaban a esa misma autoridad para solicitar el cumplimiento
debido de las leyes que ésta había instituido. En todo caso, lo que bus-
caban era alinearse con el estado colonial y aprovechar su protección
de la misma manera que los propietarios lo hacían.
Sobra decir que el aparato estatal no siempre, ni tampoco frecuen-
temente, fue favorable a las demandas de los esclavos. En un caso de
1801 en Guayama, por ejemplo, el corregidor halló que las quejas por
maltrato de los esclavos eran infundadas, y ordenó doce latigazos para
cada uno de los hombres implicados, diez para las mujeres. No obs-
tante, antes de tomar su decisión investigó el caso en profundidad,
interrogando detalladamente a cada uno de los esclavos, enviando a un
doctor para examinarlos buscando la evidencia del maltrato, y final-
mente viajando a la plantación para verificar las condiciones sobre el
terreno. Claramente, la queja de los esclavos fue tomada en serio, y
mientras este funcionario falló en su contra, otros resultaron ser más
receptivos a las alegaciones de los esclavos. Los esclavos tomaron nota
de qué oficiales reales eran más propensos a recibirlos, y se dirigieron
a ellos reiteradamente78. Cultivaron su relación con los responsables
de investigar las quejas y los derechos de los esclavos, los «defensores
de esclavos». De hecho, a medida que esos abogados públicos fueron
reiteradamente testigos de los abusos y las injusticias de la esclavitud,
algunos de ellos empezaron incluso a cuestionarla públicamente como
institución79. Otros despertaron la ira de los propietarios esclavistas

78. Ver por ejemplo un caso de 1798 en Barbacoas (Colombia), en el que un grupo
de mineros esclavos que alegaban maltrato por parte de su propietario recurrió al
teniente de la zona, «porque ha atendido otras causas de esclavos». González, «Apre-
cio económico», 216.
79. Ver por ejemplo la declaración de 1807 de un defensor de esclavos de Colom-
bia, en donde afirmaba que la esclavitud va «contra razón de natura... una condición
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68 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

simplemente por ceñirse al pie de la letra a las disposiciones legales, lo


que llevó a los hacendados peruanos a denunciar uno a de estos defen-
sores como «el mayor enemigo de la agricultura y su más terrible obs-
táculo. El más ínfimo detalle de que cualquier esclavo le informa es
suficiente para dar crédito a juicios sobre su propietario notoriamente
injustos, y basta para desencadenar el desorden en el campo entre pro-
pietarios, esclavos y gentes libres»80.
Las leyes de esclavos, y los oficiales encargados de hacerlas cum-
plir, llegaron a ser poderosas armas para uso de los esclavos en sus
confrontaciones con los propietarios. Proporcionaron además un len-
guaje y una retórica a través de las cuales los esclavos podían afirmar
el concepto de derechos básicos inherentes a ellos en tanto que seres
humanos —aunque éste no fuera el propósito de tales leyes— y en
tanto que súbditos de la Corona. El gobernador de Popayán (Colom-
bia), informando a la Corona de lo que él consideró que eran las con-
secuencias negativas de la Instrucción de 1789, mencionaba ambos
aspectos: la protección legal que brindaba a los esclavos y la retórica
de los derechos. En 1792, informaba que los esclavos tratan a sus seño-
res «con cierta especie de desdén y les prestan una obediencia muy de
política, tomando ocasión para disputar a cada paso las ocasiones que
les corresponden hasta explicar con osadía sus genios allaneros, y
reducirse a una especie de libertinaje»81.
La ley española dejaba bien claro que ni los esclavos ni los negros
libres eran legalmente iguales a los blancos. Aun así, la subordinación
no significaba una ausencia completa de derechos, y los esclavos repe-
tidamente invocaron el concepto e incluso la terminología de los dere-
chos en sus peticiones a los funcionarios de la Corona. En sus peticio-
nes y casos legales, los cobreros de Santiago del Prado afirmaban «el
derecho a la subsistencia… el derecho a la preservación del matrimo-
nio y la familia… a los derechos políticos colectivos… derecho a la tie-
rra». En Puerto Rico, el esclavo yoruba Francisco Castaño justificó su
propuesta de venderse a un nuevo propietario cubano argumentando

violenta y odiosa que, en lugar de ampliarse y favorecerse, debe restringirse y angus-


tiarse». Lucena Salmoral, Sangre sobre piel, 77; ver también Meiklejohn, «Implementa-
tion of Slave Legislation»; Jaramillo Uribe, Ensayos, 35; Rama, Afro-uruguayos, 47-48;
Lavallé, «Aquella ignominiosa herida».
80. Hünefeldt, Paying the Price, 65.
81. Lucena Salmoral, Sangre sobre piel, 84-85.
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1800 69

que «en Puerto Rico el negro no tiene ningún derecho». En realidad,


los derechos de los esclavos eran violados con la misma frecuencia en
Cuba que en Puerto Rico, pero Castaño buscó justificar su venta a
otro propietario (un derecho garantizado a los esclavos bajo jurisdic-
ción española) en términos de cómo esto le daría acceso a prerrogati-
vas que la habían sido denegadas en Puerto Rico. Otra esclava porto-
rriqueña, María Balbina, usó el mismo lenguaje cuando solicitó a las
autoridades que no permitieran a su dueño venderla separada de sus
hijos (de nuevo, un derecho que le concedía el ordenamiento jurídico
español). Ella había presentado la queja para «hacer valer mis dere-
chos»82.
Dado que las leyes portuguesas que regulaban la esclavitud com-
partían los mismos precedentes romanos que las leyes hispánicas, en
Brasil los esclavos disfrutaban en teoría de los mismos derechos que
en la América española. Un decreto real de 1710 encargaba a la fiscalía
de la colonia la función de actuar en casos y querellas presentados por
esclavos, pero como un delegado enviado a la Asamblea Constituyen-
te de 1823 comentaba cien años después, la orden había quedado sin
efecto porque «no le interesaba a nadie sino a esos miserables»83.
Como consecuencia de ello, el viajero inglés Henry Koster observaba
en 1816 que era «casi imposible para un esclavo el ser escuchado» en
instancias oficiales. El historiador João Reis coincide en que durante el
período colonial, «los esclavos tuvieron poco o ningún acceso a las
leyes del Estado»84.
Fue solamente después de la independencia cuando las solicitudes
de los esclavos brasileños a la justicia real empezaron a provocar una
respuesta oficial significativa85. Incluso en esa época (en la que la escla-

82. Díaz, The Virgin, the King, 317-119; Nistal-Moret, Esclavos prófugos, 74-75,
201-203.Ver también las referencias de Juan Francisco Manzano a «el derecho natural
que todo esclavo tiene a su rescate», esto es, a comprar su propia libertad. Manzano,
Autobiography, 20. Para una discusión en profundidad de los derechos de los esclavos
bajo la ley española, ver Petit Muñoz et al., Condición jurídica, 181-269.
83. Rodrigues, «Liberdade, humanidade», 160.
84. Algranti, Feitor ausente, 112; Reis, «Quilombos e revoltas», 35.
85. De 380 peticiones halladas por Keila Grinberg en los archivos nacionales de
Brasil, casi todas datan del período posterior a 1831, y la gran mayoría de la segunda
mitad del siglo. Grinberg, Liberata, 22, 109.También sobre peticiones de esclavos, ver
Grinberg, «Freedom Suits»; Lauderdale Graham, Caetana Says No; Chalhoub, Visões
da liberdade.
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70 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

vitud estaba siendo abolida en casi toda la América española), el cor-


pus legal brasileño que regulaba la esclavitud era menos progresista
que las leyes coloniales españolas. Por ejemplo, mientras que la ley
española garantizaba el derecho de un esclavo a comprar su libertad, la
portuguesa y luego brasileña (después de la independencia, en 1822)
no reconocía tal derecho. Aunque la práctica de los esclavos compran-
do su libertad existió en Brasil —de hecho, la mayoría de las manumi-
siones (liberaciones individuales) eran compradas, y no concesiones
gratuitas—,a diferencia de la América española, estas liberaciones
podían tener lugar únicamente con el consentimiento del propietario.
Tal y como el Consejo de Estado afirmó en 1854, «no tenemos ningu-
na disposición legal de acuerdo a la cual el amo pueda ser obligado a
liberar a su esclavo». Otro caso de 1884, cuatro años antes de la aboli-
ción final de la esclavitud, fue incluso más allá, y concluyó que «priva-
dos de derechos civiles, los esclavos no tienen derecho a la propiedad,
a la libertad, al honor o a la reputación. Sus derechos se reducen a la
preservación y el mantenimiento de sus cuerpos», derechos que exis-
tían en beneficio del esclavo tanto como en el del amo86.
En consecuencia, la ley y la práctica portuguesas dieron como
resultado negociaciones entre amos y esclavos en las que los oficiales
coloniales intervinieron muy poco. Lo hicieron principalmente en
momentos de crisis, en los que las negociaciones se habían roto por
completo y los esclavos o bien habían huido o bien se habían alzado
contra sus propietarios. Tanto en la América española como en la por-
tuguesa, estos actos de rebelión constituyeron otra forma más de resis-
tencia y respuesta esclava. Aunque los alzamientos esclavos ocurrieron
durante todo el período colonial, tendieron a ser más frecuentes al ini-
cio de ese período (cuando el control europeo sobre esas nuevas socie-
dades en proceso de construcción era particularmente débil) y al final
de él (a finales del siglo XVIII e inicios del XIX). Los esclavos africanos
apenas habían empezado a trabajar en las plantaciones azucareras de
Santo Domingo cuando, en 1522, se rebelaron por primera vez. La
rebelión fue reprimida en algunos días, pero un puñado de supervi-
vientes y otros fugitivos huyeron a los bosques para unirse al líder indí-
gena Enriquillo, que se había alzado contra los españoles en 1519 y sos-
tuvo una lucha de guerrillas hasta principios de la década de 1530. La

86. Conrad, Children of God’s Fire, 272, 281.


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ciudad colombiana de Santa Marta fue destruida completamente por


una revuelta esclava en 1530, y atacada de nuevo en 1550; La Habana
fue saqueada y sometida al pillaje por los esclavos en 1538, después de
un ataque de corsarios franceses a la ciudad. Un levantamiento de
esclavos en la Ciudad de México fue evitado por muy poco en 1537, y
en 1546 y 1570 estallaron revueltas rurales significativas. Esclavos que
trabajaban en las minas de oro en Cuba, Honduras, Colombia y Vene-
zuela se rebelaron repetidamente entre 1533 y 1552; en 1598 unos 4.000
esclavos destruyeron las explotaciones mineras cerca de Zaragoza, en
Colombia, y no fueron sometidos hasta el año siguiente87.
La consolidación gradual del dominio hispánico y portugués redu-
jo la frecuencia de estas rebeliones durante el siglo XVII, pero varios
factores llevaron a su resurgimiento en el XVIII y XIX. Un factor fue el
aumento del malestar político entre la población libre, causado por la
política económica borbónica y pombalina. Ésta aumentó la carga tri-
butaria sobre las economías coloniales. Las turbulencias entre la
población libre también expandieron las oportunidades para la rebe-
lión esclava. En Venezuela, los rebeldes que se oponían a las políticas
fiscales y comerciales españolas reclutaron participantes esclavos para
sus alzamientos de 1732 y 1749. Durante la segunda rebelión, los
esclavos de las plantaciones del valle de Tuy, cerca de Caracas, conspi-
raron por su cuenta. Para tranquilidad de los funcionarios locales,
quienes temían que la población indígena se les hubiese unido, la
conspiración fue descubierta varias semanas antes del golpe que habí-
an planeado dar. La rebelión Comunera en Colombia (1781), contra el
sistema de impuestos, desencadenó también alzamientos esclavos a lo
largo del río Magdalena y en el valle del Cauca88.
Los procesos políticos internacionales en Europa y el Caribe tam-
bién estimularon las rebeliones esclavas en América Latina. Cuando los
revolucionarios en Francia y en Saint Domingue decretaron la igualdad
racial de los negros libres y los blancos (1791) y después la abolición de
la esclavitud (1793-1794), los esclavos y los negros libres de Latinoamé-
rica tomaron nota inmediatamente. Entre 1795 y 1799, una oleada de
revueltas esclavas tuvo lugar en las plantaciones azucareras de Cuba

87. Guillot, Negros rebeldes; Rout, African Experience, 104-122.


88. Brito Figueroa, Problema tierra y esclavos, 209-215; Veracoechea, Documentos,
352-353; ver también Kapsoli, Sublevaciones de esclavos.
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72 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

(ésta era una de las razones para las concesiones de la Corona a los
cobreros en 1800). Los esclavos rebeldes de la ciudad de Coro, Vene-
zuela, pidieron públicamente en 1795 la «Ley de los Franceses» y la
abolición de la esclavitud; conjuras similares entre los esclavos de Lui-
siana (1795) y el puerto colombiano de Cartagena (1799) fueron descu-
biertas y desbaratadas por las autoridades poco antes de que pudieran
fructificar89. Conspiraciones revolucionarias en las que participaron
blancos y negros libres fueron frustradas en Buenos Aires (1795), Cara-
cas (1797) y Bahía (1798). No hubo participación esclava significativa en
estos últimos tres incidentes, pero teniendo en cuenta que los objetivos
de los conspiradores incluían la abolición de la esclavitud, si las conspi-
raciones se hubieran materializado sin duda habrían prendido también
la mecha de las sublevaciones esclavas en esas ciudades.
Probablemente, la causa más importante del incremento de suble-
vaciones esclavas estaba en el número creciente de hombres jóvenes
africanos que llegaban a la región. Muchos de estos jóvenes eran vete-
ranos de guerras africanas desencadenadas por el comercio de escla-
vos, y llegaron al Nuevo Mundo con una volátil mezcla de experien-
cia militar e inmensa ira y descontento por su situación. El resultado
fue un incremento agudo en la propensión a la rebelión y en la huida a
comunidades de esclavos fugitivos (quilombos o mocambos en Brasil,
palenques o cumbes en la América española)90. Estos asentamientos
habían aparecido por primera vez en la América hispana en los albo-
res del período colonial. Guerras de guerrillas prolongadas se sucedie-
ron entre fuerzas españolas y cimarrones (la palabra empleada para
designar al ganado que había escapado de sus propietarios y vagaba
«salvaje» se aplicaba también a los esclavos) en Santo Domingo duran-
te los decenios de 1530 y 1540, en Venezuela, Panamá y Ecuador
durante la década de 1550, y en Colombia y México a principios de
1600. Aunque la mayoría de los asentamientos de fugitivos fueron

89. Franco, Conspiración de Aponte, 11-12; Arcaya U., Insurrección de los negros;
Veracoechea, Documentos, 305-318, 323-328; Hall, Africans in Colonial Louisiana,
343-374; Geggus, «Slave Resistance».
90. Sobre comunidades de esclavos huidos ver Price, Maroon Societies; Gomes,
Histórias de quilombolas; Reis y Gomes, Liberdade por um fio; Acosta Saignes, Vida de
los esclavos, 178-210; Lazo García y Tord Nicolini, Del negro señorial; Friedemann, Ma
ngombe; Borrego Plá, Palenques de negros; La Rosa Corzo, Cimarrones de Cuba y
Palenques del oriente.
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1800 73

finalmente derrotados y destruidos, algunos de ellos —San Basilio en


Colombia, Nirguá en Venezuela, San Lorenzo y Cuijla en México, los
de la región ecuatoriana de Esmeraldas— consiguieron resistir a las
fuerzas españolas y negociar tratados de paz que les garantizaban la
concesión del estatuto legal de municipio91.
Los fugitivos constituían un desafío todavía mayor a las autorida-
des reales en Brasil. Ya en una fecha tan temprana como 1597 un
observador portugués en Bahía observaba que «los peores enemigos
de los colonos son los Negros de Guinea insurgentes, quienes viven en
las montañas y bajan de ellas para llevar a cabo sus incursiones». En
1602, aquellos que se habían evadido de las plantaciones azucareras de
Bahía y Pernambuco se unieron para formar el famoso quilombo de
Palmares, una federación de aldeas en las montañas de Alagoas. Para
mediados de siglo, estas aldeas albergaban entre 10.000 y 15.000 habi-
tantes. En las décadas de 1670 y 1680 los portugueses enviaron una
serie de expediciones militares contra ellos, pero todas fracasaron. No
fue hasta el decenio de 1690, casi un siglo después de su fundación,
cuando las aldeas fueron finalmente invadidas y sus habitantes captu-
rados de nuevo. En todo Brasil se reconoció unánimemente la derrota
de Palmares como el acontecimiento histórico que era. Mientras los
propietarios de esclavos lo celebraban con desfiles, misas y otras cele-
braciones públicas, los esclavos y sus descendientes preservaron la
memoria del quilombo y su último y heroico monarca, Zumbí, a tra-
vés de leyendas, canciones y festivales comunitarios. Aun así, la des-
trucción de Palmares no significó su final. Como pasaba casi siempre
con las comunidades de esclavos fugados, pequeños grupos de super-
vivientes consiguieron escapar de las fuerzas portuguesas y establecer
nuevos campamentos cerca de los lugares de las aldeas palmarinas.
Otros tomaron rumbo norte para crear nuevos asentamientos en
Paraíba que sobrevivieron hasta la década de 173092.

91. Guillot, Negros rebeldes; Rout, African Experience, 104-117; Zuluaga Ramírez,
Guerrilla y sociedad; Rueda Novoa, Zambaje y autonomía; Carroll, «Mandinga». Véa-
se también el caso de Curiepe, un asentamiento de negros libres en el valle de Tuy en
Venezuela que en el transcurso del siglo XVIII se convirtió en un centro de actividad
cimarrona. Ferry, Colonial Elite, 108-120.
92 Cita de Bastide, African Religions, 90. Sobre Palmares, ver Carneiro, Quilombo
dos Palmares; Freitas, Palmares; Reis y Gomes, Liberdade por um fio, 26-109; Ander-
son, «Quilombo of Palmares».
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74 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

Durante el siglo XVIII el centro de la economía, y con él el de la


esclavitud brasileña, se desplazó de las zonas azucareras del Nordeste
hacia la región de minería aurífera de Minas Gerais. A medida que los
esclavos llegaron en masa a las zonas mineras, los quilombos prolife-
raron hasta tal punto que los propietarios de esclavos locales empeza-
ron a temer que los evadidos formaran un nuevo Palmares. Sin embar-
go, ninguno de los quilombos de la región alcanzó su tamaño o su
longevidad; el mayor, el quilombo de Ambrósio, albergó entre 6.000 y
10.000 personas, y fue destruido en 1746. Pero al tiempo que se elimi-
naban los quilombos, otros brotaban para reemplazarlos. Documen-
tos de la Corona mencionan 160 asentamientos de prófugos en Minas
durante ese siglo. Sin duda debieron haber existido centenares de ellos
que nunca fueron recogidos en los registros oficiales93.
Como en toda América Latina, en Minas la mayoría de los asenta-
mientos de huidos eran pequeños y de corta duración. Cualquiera que
adquiriera proporciones significativas y se estabilizara atraía pronto la
atención de las autoridades locales. Éste fue el caso, por ejemplo, de
Buraco de Tatú (Agujero de Armadillo), un quilombo fundado en
1743 en las afueras de la ciudad de Salvador de Bahía. Cuando el asen-
tamiento alcanzó las 32 casas, 65 adultos y un número no registrado de
niños, las autoridades reales empezaron a preocuparse por los ataques
a los granjeros locales y a los viajeros (muchos de ellos, negros libres).
En 1763 el gobernador ordenó su destrucción. El palenque peruano
de Huachipa sufrió un similar destino en 1713, después de que sus
miembros se volvieran demasiado osados en sus ataques a las hacien-
das locales. Cuando el palenque fue finalmente apresado, las fuerzas
españolas encontraron las pieles de casi doscientas cabezas de ganado
robadas de ganaderos locales, cuya carne había sido usada por los
palenqueros para comprar comida, alcohol y otros bienes94.
Aun así, las fuerzas reales no eran omniscientes, y en cuanto los
campamentos de evadidos eran destruidos en un lugar se multiplica-
ban en otros, cual cabezas de la Hidra, en palabras de un oficial brasi-
leño95. Así sucedió todavía con más frecuencia a finales del siglo XVIII

93. Guimarães, Negação da ordem; Reis and Gomes, Liberdade por um fio, 139-
192.
94. Schwartz, Slaves, Peasants, 112-118; Lazo García y Tord Nicolini, Del negro
señorial, 23-24.
95. Gomes, Histórias de quilombolas, 43.
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1800 75

y principios del XIX, cuando cientos de miles de africanos fueron


introducidos en la América española y Brasil. El historiador Jaime
Jaramillo Uribe describe un verdadero «movimiento de palenques» en
Colombia en las décadas de 1770 y 178096. El gobernador de Venezue-
la informaba en 1785 que los africanos recién llegados estaban esca-
pando desde la costa hacia monte adentro en cantidades mayores que
hasta entonces. Allí se unían a comunidades cimarronas que lanzaban
ataques periódicos a los municipios y las plantaciones de la zona.
Estos ataques alcanzaron un punto álgido en intensidad a principios
del decenio de 1770, y volverían a hacerlo en el de 1790. Las fuerzas
españolas contraatacaron con una campaña anti-palenque en 1794-
1795, en la que capturaron unos 500 fugitivos, muchos de los cuales
habían estado en libertad durante períodos de dos años o más97. En
1796 las autoridades de Cuba trazaron un plan para combatir fugitivos
y palenques que siguió en vigor hasta la década de 1840. Recomenda-
ba patrullar de forma sistemática el campo y la contratación de caza-
dores de esclavos profesionales (rancheadores) para que rastrearan a
los fugitivos a través de los bosques y los montes con la esperanza de
encontrar sus campamentos98. En Brasil, la monarquía reaccionó en
1799 a la creciente incidencia de huidas de esclavos ordenando un asal-
to a los quilombos a escala de toda la colonia, para que «asaltándolos
repentinamente se extingan tales agrupamientos, y de ellos no quede el
menor rastro»99.
Conforme la esclavitud latinoamericana aumentó de tamaño a
finales del siglo XVIII, también lo hizo el alcance y la intensidad de la
resistencia de los esclavos. Esta resistencia tomó varias formas: la
negociación individual y colectiva con los amos, las peticiones a auto-
ridades y cortes de justicia reales, y la rebelión, la violencia y la huida.
Todavía en 1800 no era evidente para ninguno de los participantes en
estos acontecimientos que tal resistencia hubiera desgastado el régi-
men esclavista o la economía de plantación en lo más mínimo. Pero en

96. Jaramillo Uribe, Ensayos, 64-70; para una perspectiva alternativa, ver McFarla-
ne, «Cimarrones and Palenques».
97. Brito Figueroa, Problema tierra y esclavos, 215-219, 238-242; Acosta Saignes,
Vida de los esclavos, 190-195; Blanco Sojo, Miguel Guacamaya, 36-42; Guerra, Escla-
vos negros.
98. Castellanos y Castellanos, Negro en Cuba, 200-211.
99. Reis, «Escravos e coiteiros», 333.
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76 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

realidad lo había hecho, tal y como los eventos acaecidos a partir de


1810 pondrían de manifiesto. Los esclavos habían demostrado repeti-
damente su capacidad para sacar partido de cualquier apertura u opor-
tunidad creada por los conflictos entre fuerzas políticas en pugna. En
consecuencia, cuando los administradores reales y las elites criollas
afrontaron las crisis política y militar en la década de 1810, resultó
imposible para ellos ignorar a la población esclava y sus demandas.

L I B E RTA D

Aparte de debilitar la institución esclava desde dentro, la resisten-


cia había transformado la esclavitud y la sociedad colonial de otro
modo: creando poblaciones libres de negros y mulatos que hacia 1800
superaban en número a los esclavos en la mayoría de Afro-Latinoa-
mérica. Mientras que negros y mulatos libres constituían el 5% o
menos de la población en las colonias inglesas y francesas100, en Brasil
y gran parte de la América hispánica éstos constituían entre el 20 y el
30% de la población o más (tabla 1.1). En Panamá eran la mayoría de
la población, en Venezuela casi igualaban esa proporción, y en Puerto
Rico eran el 40%. Sólo en Brasil y Cuba, los dos centros principales de
la agricultura de plantación en América Latina durante este período, la
población esclava era mayor que la de negros y mulatos libres. Éste no
era el resultado de mayores índices de crecimiento poblacional entre
los esclavos, sino de las importaciones masivas de africanos a esas dos
colonias. Estas importaciones disminuyeron aún más las ya de por sí
bajas tasas de reproducción de la población esclava. Los negros y
mulatos libres, en cambio, eran «probablemente el elemento racial que
más rápido crecía» en Brasil101.

100. En Estados Unidos, los negros y mulatos libres constituían el 2% de la pobla-


ción nacional en 1800, y el 11% de la población negra; en Saint Domingue (en 1789, jus-
to antes de la revolución), el 5% de la población total y el 6% de la población negra; en
Jamaica (en 1800) el 3%, tanto de la población total como de la población esclava. Ber-
lin, Slaves Without Masters, 47, 398; Cohen y Greene, Neither Slave nor Free, 188, 194.
101. Alden, «Late Colonial Brazil», 290-291.
02-primero 28/2/07 17:24 Página 77

1800 77

Tabla 1.1. Población (arriba, cantidad; abajo, porcentaje)


de Afro-Latinoamérica, ca. 1800.

Afrolatinoamericanos

País Libres Esclavos Subtotal Blancos Mestizos Indígenas Total

Brasil 587.000 718.000 1.305.000 576.000 61.000 1.942.000


30 37 67 30 3 100

México 625.000 10.000 635.000 1.107.000 704.000 3.676.000 6.122.000


10 >1 10 18 12 60 100

Venezuela 440.000 112.000 552.000 185.000 161.000 898.000


49 12 61 21 18 100

Cuba 114.000 212.000 326.000 274.000 600.000


19 35 54 46 100

Colombia 245.000 61.000 306.000 203.000 122.000 156.000 787.000


31 8 39 26 16 20 100

Puerto Rico 65.000 25.000 90.000 72.000 162.000


40 15 56 44 100

Perú 41.000 40.000 81.000 136.000 244.000 771.000 1.232.000


3 3 6 11 20 63 100

Argentina 69.000 70.000 6.000 42.000 187.000


37 37 3 23 100

Santo Domingo 38.000 30.000 68.000 35.000 103.000


37 29 66 34 100

Panamá 37.000 4.000 41.000 9.000 12.000 62.000


60 6 66 15 19 100

Ecuador 28.000 5.000 33.000 108.000 288.000 429.000


7 1 8 25 67 100

Chile 31.000 281.000 34.000 37.000 383.000


8 73 9 10 100

Paraguay 7.000 4.000 11.000 56.000 30.000 97.000


7 4 11 58 31 100

Costa Rica 9.000 5.000 30.000 11.000 55.000


16 9 55 20 100

Uruguay 7.000 23.000 30.000


24 76 100

Nota: Los totales para Brasil están incompletos; dos capitanías (Mato Grosso y
Pará) no recogieron información racial. Los datos para Ecuador muestran blan-
cos y mestizos juntos. Los de Colombia en cursiva indican estimaciones del
autor. Las celdas vacías indican que no hay información.Fuentes: Ver Apéndice.
02-primero 28/2/07 17:24 Página 78

78 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

Las poblaciones negras libres eran mayores en la América españo-


la y portuguesa que en la América inglesa o francesa, simplemente
porque los esclavos eran liberados a un ritmo mayor en América Lati-
na que en el resto del hemisferio [«Continente» significa América del
Sur, ¿no? «Hemisferio» incluye el Caribe y América del Norte]. A
primera vista, este ritmo no parece particularmente alto: entre 1,2 y
1,3% cada año (o sea, de cada 1.000 esclavos, 12 o 13 eran liberados
cada año) en las ciudades de Buenos Aires y Lima a principios del siglo
XIX, y sobre el 1% por año en Bahía para el período colonial en con-
junto102. Pero cuando esa tasa se presenta agregada para los 300 años
del período colonial y se le añaden los descendientes de esos hombres
y mujeres liberados, nacidos en libertad y no en cautiverio, ésta cons-
tituye la base para las mayores poblaciones negras libres del Nuevo
Mundo.
Las concesiones de libertad, aunque a menudo descritas por los
amos como regalos y actos de generosidad hacia sus esclavos, eran en
realidad producto —como tantas otras cosas en la vida esclava— de
negociaciones entre amos y esclavos103. La manumisión puede ser vis-
ta, de hecho, como la expresión última de esas negociaciones, ya que
era la mayor concesión que los esclavos podían arrancar de sus pro-
pietarios. Tal concesión raramente se hizo espontáneamente y por
propia voluntad del amo. Al contrario, casi todas las manumisiones
eran el resultado de prolongados esfuerzos de los esclavos para pre-
sionar y persuadir a sus propietarios de concederles la libertad; a
menudo una tarea que tomaba muchos años.
Ciertas categorías de esclavos tenían ventaja al afrontar estas nego-
ciaciones, y por ello conseguían su libertad más a menudo que otras.
Los esclavos urbanos obtenían la libertad en proporciones mayores
que los esclavos rurales; las mujeres, más a menudo que los hombres;
los criollos (nacidos en territorio americano), más que los africanos; y
los mulatos, en mayor medida que los negros.

102. Johnson, «Manumission»; Hünefeldt, Paying the Price, 211; Schwartz, Sugar
Plantations, 332.
103. Sobre la manumisión, ver Bowser, African Slave, 272-301; Hanger, Bounded
Lives, 17-51; Hünefeldt, Paying the Price, 167-179; Johnson, «Manumission»; Karasch,
Slave Life, 335-369; Bergad et al., Cuban Slave Market, 122-142; Kiernan, «Manumis-
sion of Slaves»; Mattoso, Ser escravo, 176-198; Schwartz, «Manumission of Slaves»;
Nishida, «Manumission and Ethnicity»; Higgins, «Licentious Liberty», 145-174.
02-primero 28/2/07 17:24 Página 79

1800 79

Los esclavos urbanos tenían más probabilidades que los esclavos


rurales de obtener la libertad, ya que tenían mejor acceso a los sueldos
en metálico, los cuales podían usar para comprar su manumisión. Los
esclavos del campo no estaban exentos completamente de esas opor-
tunidades: podemos encontrar casos de esclavos rurales intentando
comprar su libertad con dinero ganado en la venta de productos agra-
rios o animales que ellos mismos criaban104. Pero en comparación con
sus contrapartes de las plantaciones, los esclavos de las urbes tenían
acceso a un mercado de trabajo mucho más activo y variado, en el que
los esclavos fueron regularmente contratados para trabajos a corto o
largo plazo. Muchos esclavos sobrevivieron alquilándose a sí mismos,
pagando a sus amos una tasa diaria establecida por ley y quedándose el
resto de sus ganancias para sí mismos. Incluso los esclavos que traba-
jaban sin paga, como los sirvientes domésticos, podían trabajar por
dinero los domingos y otras festividades. Por tanto, los esclavos de
pueblos y ciudades se hallaban en mejor posición para acumular los
ahorros en metálico necesarios para pagar su libertad. Además, por
causa de su mayor proximidad (en comparación con los esclavos de las
plantaciones) y de su mayor contacto con los propietarios, estaban
también mejor posicionados para conducir las negociaciones que
debían conducirlos a la libertad.
Las mujeres obtenían la libertad más a menudo que los hombres
por dos razones. La primera era las estrategias de manumisión segui-
das por las familias. Lo que determinaba si los niños nacían esclavos o
libres era el estatus legal de la madre, no el del padre. Comprar la liber-
tad para una chica o mujer, en consecuencia, garantizaba la libertad
para cualquier futura descendencia que ésta tuviera. Al negociar por la
libertad de los miembros de la familia, las familias esclavas mostraron
una preferencia marcada por la manumisión de las mujeres, especial-
mente cuando su libertad podía ser adquirida a precios algo más bajos
que en el caso de los hombres.
Una segunda razón para la mayor frecuencia de las manumisiones
de mujeres era la existencia de relaciones sexuales entre propietarios y
esclavas. Estas relaciones casi nunca aparecen como tales en los docu-
mentos de manumisión, pero a veces pueden leerse entre líneas. Oca-

104. Aguirre, Agentes, 191; Tovar Pinzón, De una chispa, 22; Veracoechea, Docu-
mentos, 276-277, 314-316.
02-primero 28/2/07 17:24 Página 80

80 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

sionalmente emergen abiertamente, como en el caso antes menciona-


do, en el que la esclava de Puerto Rico María Balbina intentó evitar
que su amo la vendiera y la alejara así de sus hijos. En su queja, Balbi-
na afirmaba que su propietario era el padre de los niños, y que antes de
cada nacimiento le había prometido a ella su liberación final. El pro-
pietario nunca cumplió su promesa, y buscaba ahora venderla a un
nuevo propietario, lo que la llevó finalmente a recurrir a las autorida-
des105. En un caso de 1811 contra su amo, que la había estado explo-
tando sexualmente desde los 14 años, la esclava de Lima María Isabel
Rioja explicaba que «fui forzada a ceder por dos razones: la primera
por el estatus del amo; la segunda porque… era cierto que cuanto
mayor el interés del amo, mejor el tratamiento nuestro, de las muje-
res»106. En estos dos casos la sumisión a la voluntad del amo no pro-
dujo la libertad, pero en otros sí lo hizo107.
Las relaciones sexuales entre esclavos y amos ayudan además a
comprender el mayor éxito de los mulatos en alcanzar la manumisión,
cuando se los compara a los esclavos negros. Los esclavos racialmente
mezclados eran en no pocas ocasiones los hijos de sus propietarios.
No podemos saber con certeza qué proporción de ellos era liberada,
pero seguro que era significativa108.
Incluso en los casos en los que no había relación de sangre entre
propietario y esclavo, los mulatos, casi todos nacidos en América, se
beneficiaron de las ventajas relativas que correspondían a los esclavos
criollos. Los esclavos nacidos en América aprendían desde que nacían
cómo funcionaba la sociedad colonial y mediante qué maniobras se
podía buscar la libertad. Hablando la lengua de sus amos, creciendo en
la cultura de sus amos y conociendo las leyes de sus amos, los esclavos
nacidos en América estaban mucho mejor equipados que los africanos
recién llegados —muchos de los cuales nunca aprendieron español o

105. Nistal-Moret, Esclavos prófugos, 201-203.


106. Hünefeldt, Paying the Price, 130.
107. «Las relaciones sexuales con los hombres blancos fueron una importante vía
para salir de la esclavitud para las mujeres esclavas y sus hijos… era una estrategia que
a menudo funcionó» (Hall, Africans in Colonial Louisiana, 274); ver también Higgins,
«Licentious Liberty», 152-154; Grinberg, Liberata, 15-28.
108. Ver por ejemplo Hanger, Bounded Lives, 35-38; Jaramillo Uribe, Ensayos, 50-
53; Hall, Africans in Colonial Louisiana, 274; Higgins, «Licentious Liberty», 159-162.
02-primero 28/2/07 17:24 Página 81

1800 81

portugués— para cultivar los lazos con sus propietarios y efectuar las
negociaciones necesarias para obtener la libertad.
Así, mientras los esclavos eran durante este período más a menudo
africanos que afro-latinoamericanos, más negros que mezclados
racialmente y más a menudo hombres que mujeres, la población libre
afrodescendiente era su opuesto: más americana que africana, más
racialmente mezclada que negra y con igual cantidad de hombres que
de mujeres. Mientras la población esclava sufría un descenso demo-
gráfico constante, las poblaciones de negros y mulatos libres se incre-
mentaban rápidamente. Esto se daba en parte por el mayor número de
mujeres entre la población libre, siendo escasas entre los esclavos,
aunque también se daba —y puede que en mayor medida— gracias a
la libertad, que daba a las madres y a las familias mayores oportunida-
des de sustentar a su descendencia. Era menos probable que las
madres negras libres afrontaran demandas de trabajo excesivas, y más
fácil para ellas usar redes familiares de apoyo o acceder a rentas en
dinero de lo que lo era para las madres esclavas. Por ello, los niños
negros libres tenían mejores probabilidades de sobrevivir al crucial
primer año de vida y llegar a la vida adulta que los niños esclavos.
Hacia 1800, por tanto, los negros y mulatos libres superaban en
número a los esclavos en toda Latinoamérica, excepto en Brasil y
Cuba. Las afirmaciones de relaciones raciales harmoniosas e igualita-
rias en Latinoamérica durante el siglo XX a menudo hallan los orígenes
de este igualitarismo en la preeminencia de negros y mulatos libres en
la sociedad colonial, así como en su mayor éxito (comparado con el de
sus contrapartes en las colonias francesas o británicas) en hallar vías de
ascenso social en esa época. Pero esto estaba lejos de las intenciones
originales de los arquitectos del Imperio Español y del Imperio Por-
tugués. Al contrario, los estados coloniales intentaron establecer por
ley una sociedad estratificada racialmente, que reservara para los blan-
cos todas las oportunidades de avance económico y social y que rele-
gara a los que no fueran blancos a un estatus social y legal inferior. De
hecho, existían precedentes de sistemas similares en las leyes españo-
las y portuguesas, leyes para gentes de «sangre impura» —árabes,
judíos, gitanos y africanos— en el Viejo Mundo. Durante el siglo XVII
este corpus de leyes raciales, el primero de su tipo en el Occidente
moderno, se extendió al Nuevo Mundo y fue sistematizado en el
Régimen de Castas, a cuyos dictados estuvieron sometidos negros y
02-primero 28/2/07 17:24 Página 82

82 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

mulatos libres, indios, mestizos, y otros grupos racialmente mezcla-


dos109.
Bajo las leyes del Régimen de Castas, sólo los blancos disfrutaron
del estatus pleno de súbditos reales. Los negros y mulatos libres
sufrieron numerosas restricciones e inhabilitaciones, tales como la
prohibición de vestir joyas o atuendos lujosos o acceder a ocupaciones
de carácter no manual, como el sacerdocio, la abogacía o la vida uni-
versitaria. En algunos lugares el acceso a las ocupaciones manuales
más prestigiosas, como la herrería en plata u oro, les estuvo también
restringido. Considerados amenazas potenciales para el orden públi-
co, se les prohibió llevar armas blancas o armas de fuego, y estaban
obligados a contar con un patrón blanco que respondiera por su situa-
ción legal y su buen comportamiento. Finalmente, la ley española los
hizo sujetos (como a los indios, y a diferencia de blancos y mestizos)
de un tributo personal que no era simplemente una carga financiera,
sino un signo inequívoco de su inferioridad racial y legal.
Las leyes de castas crearon un espacio social inferior y subordina-
do para mulatos y negros libres, y confinaron a estos grupos en él.
Junto a los límites en las oportunidades para el avance social ofrecidas
por las economías coloniales, las leyes fueron de hecho exitosas en
encapsular a la mayoría de los que no eran blancos dentro de los estra-
tos más bajos de la sociedad colonial. En las ciudades, los artesanos,
vendedores ambulantes, sirvientes y trabajadores negros y mulatos
libres continuaron desempeñando esos oficios después de ganar su
libertad. Otros «esclavos libres», como eran llamados en Brasil, opta-
ron por permanecer en el campo, labrando pequeñas propiedades en
áreas de frontera sin colonizar o trabajando como agregados en plan-
taciones y haciendas, o también como granjeros en pequeños terrenos
y haciendo trabajo asalariado ocasional en las grandes propiedades.
En los casos en que desempeñaron actividades manuales, la pobla-
ción negra y mulata libre compitió inevitablemente con los esclavos por
los mismos trabajos. Las consecuencias fueron salarios más bajos para
los trabajadores libres y una intensa asociación en la mentalidad colecti-
va de tres condiciones sociales profundamente degradantes: estatus

109. Sobre el Régimen de Castas, ver Rout, African Experience, 126-161; Russell-
Wood, Black Man, 50-82; Jaramillo Uribe, Ensayos, 163-233; Petit Muñoz et al., Con-
dición jurídica, 334-364.
02-primero 28/2/07 17:24 Página 83

1800 83

racial de no-blanco, condición legal cautiva y trabajo manual. En socie-


dades que sostuvieron que la condición de blanco y ajeno al trabajo
manual definía un estatus social alto, estas tres condiciones —negritud,
vinculación a la esclavitud y trabajo con las propias manos— represen-
taban la máxima degradación social. Estas imágenes y actitudes eran
además confirmadas por las leyes de castas, que afirmaban explícita-
mente la conexión entre la condición racial de no-blanco y el trabajo
manual. De esta manera, no había «nada más ignominioso que ser negro
o descender de uno de ellos», como notó un clérigo español en su des-
cripción de las relaciones raciales en Puerto Rico durante la década de
1780. Un oficial portugués en Brasil en la misma época coincidió con él:
negros y mulatos, observó, formaban «la clase más baja de gente en esta
tierra»110.
Sin embargo, al confinar a los grupos no-blancos en las «ocupacio-
nes viles», las leyes de castas tuvieron la consecuencia imprevista de
reservar para ellos algunas vías estrechas pero significativas de movili-
dad social. A pesar de la presencia de esclavos en los oficios manuales
cualificados, y de la correspondiente condición de bajo prestigio aso-
ciada a estos oficios, algunos artesanos bien dotados fueron capaces de
generar rentas suficientes como para mantener a sus familias, dejando
pequeños excedentes para invertir en préstamos, bienes raíces, expan-
sión de sus negocios (a menudo adquiriendo esclavos y entrenándolos
como artesanos), la educación de sus hijos y los matrimonios ventajo-
sos para los mismos, u otras actividades productivas. Como resultado,
«hacia el siglo dieciocho, y quizás antes, verdaderas dinastías de arte-
sanos libres de color se habían desarrollado en la América Hispánica y
Brasil»111.
La población libre negra y mulata también persiguió oportunida-
des en el comercio minorista, un área de la economía que, a diferencia
de la mayoría de las actividades mercantiles, admitía la iniciativa tanto
femenina como masculina. Mientras la mayoría de las mujeres negras

110. Kinsbruner, Not of Pure Blood, 19; Mota, Nordeste 1817, 105; para caracteri-
zaciones negativas similares de los racialmente mezclados pardos, ver Pellicer, Vivencia
del honor, 40-48.
111. Cita de Bowser, «Colonial Spanish America», 52. Sobre artesanos negros y
mulatos, ver Bowser, African Slave, 125-146; Deschamps Chapeaux, Negro en la eco-
nomía; Hanger, Bounded Places, 55-87; Harth-Terré y Márquez Abanto, «Artesano
negro»; Kinsbruner, Not of Pure Blood, 70-78, 131-136; Rosal, «Artesanos de color».
02-primero 28/2/07 17:24 Página 84

84 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

libres del ámbito urbano tenían empleos con bajos ingresos en el ser-
vicio doméstico o como lavanderas, muchas trabajaron como vende-
doras en las calles o pusieron puestos en los mercados urbanos, ven-
diendo alimentos elaborados, encajes, cintas, peines, cepillos y una
infinita serie de productos variados. Casi todas estas empresas se man-
tuvieron pequeñas, aunque ocasionalmente mujeres y hombres negros
con un inusual espíritu emprendedor y acceso a fuentes de capital
experimentaron los mismos niveles de éxito material que los maestros
artesanos, y expandieron sus negocios hasta llegar a formar tiendas,
restaurantes, tabernas y posadas. Este empresariado negro y mulato
no era muy numeroso, pero sumado al grupo más amplio de artesa-
nos, constituía una pequeña aunque visible elite dentro de la pobla-
ción negra y mulata112.
Excluidos por las leyes de castas de las instituciones sociales y cultu-
rales blancas, este grupo de no-blancos construyó sus propias institu-
ciones paralelas, empezando por las hermandades religiosas católicas o
cofradías. Quizá la forma más importante de organización comunitaria
en España y Portugal, las hermandades jugaron un papel igualmente
importante en la sociedad colonial. De acuerdo con los dictados del
Régimen de Castas, éstas eran organizaciones racialmente segregadas
(aunque se hicieron excepciones ocasionales con algunos miembros
blancos en hermandades negras). Su función primaria era generar recur-
sos para la construcción y el mantenimiento de iglesias, así como para la
organización de misas, festivales y otras actividades religiosas. La posi-
ción social y económica de los miembros de las cofradías se reflejaba en
el esplendor de estas festividades y en los edificios donde se celebraban,
por eso dichos miembros buscaban alcanzar el mayor grado posible de
ostentación. Al mismo tiempo, las cofradías patrocinaron actividades
filantrópicas variadas, como las cajas de socorro para muerte o invalidez
de los miembros y sus familias, y fondos de manumisión para comprar
la libertad de algunos esclavos113.

112. Sobre el empresariado negro libre, ver Cope, Limits of Racial Domination,
106-124; Deschamps Chapeaux, Negro en la economía; Hanger, Bounded Lives, 55-87;
Bowser, African Slave, 317-320; Russell-Wood, Black Man, 53-56; Kinsbruner, Petty
Capitalism, 123.
113. Mulvey, «Black Lay Brotherhoods»; Russell-Wood, Black Man, 128-160; Sca-
rano, Devoção e escravidão; Kiddy, Blacks of the Rosary; Andrews, Afro-Argentines,
138-142.
02-primero 28/2/07 17:24 Página 85

1800 85

Otro indicador de la alta sociedad dentro de la comunidad negra y


mulata libre era el servicio como oficial en la milicia colonial. Las gue-
rras anglo-francesas de finales del siglo XVIII, las invasiones británicas
de Cuba en 1762, Puerto Rico en 1797 y Argentina en 1806-1807 lle-
varon a España y Portugal a desarrollar sus guarniciones de la milicia
durante las décadas finales del siglo. Negros y mulatos se presentaron
voluntarios para el servicio en la milicia en proporciones mayores que
los blancos. En 1778, un decreto español confirmaba el derecho de los
grupos no-blancos a comprar puestos de oficial en la milicia hasta el
grado de capitán. Para 1800 miles de negros y mulatos libres estaban
sirviendo en la milicia española, de la que constituían entre el 35 y el
40% en México y Venezuela, y más del 50% en Colombia y Cuba114.
Los hombres de color se presentaron voluntarios para el servicio
en la milicia en parte por razones materiales, como el derecho a recibir
una pensión, la exención tributaria y el acceso a los tribunales milita-
res, que tendían a ser más indulgentes que los tribunales civiles con
soldados y oficiales acusados de haber cometido crímenes. Pero estos
beneficios eran probablemente menos importantes que la oportuni-
dad de vestir el uniforme del rey, y ser así parte del aparato estatal
colonial. Comparado con la burocracia civil, la Iglesia y las universi-
dades, todas ellas cerradas a los grupos no-blancos, el ejército era la
institución colonial más abierta a la iniciativa y el avance negro. Ade-
más, en sociedades con fuertes tradiciones conquistadoras y de servi-
cio militar, adquirir el rango de oficial era una de las expresiones más
tangibles de las metas alcanzadas por los afrodescendientes. El servi-
cio negro en la milicia también sentó un precedente que adquiriría una
enorme importancia en las guerras de independencia de la década de
1810 y en las guerras civiles subsiguientes, que convulsionaron a la
mayoría de la América hispánica durante la primera mitad del siglo
XIX. El servicio militar expresó así, de manera simultánea, el ascenso
de una clase negra y mulata libre y la pauta futura de la implicación
afro-latinoamericana en las luchas políticas del siglo XIX por la cons-
trucción del Estado nacional115.

114. Voelz, Slave and Soldier, 120-121.


115. El Cabildo de la ciudad de Caracas se opuso a la creación de nuevas milicias de
negros y mulatos libres hasta la década de 1790, basándose en que éstas podrían
«fomentar la soberbia de los Pardos dándoles organización, jefes y armas para facilitar-
02-primero 28/2/07 17:24 Página 86

86 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

Finalmente, una institución básica de la elite negra y mulata libre


fue la familia. Tanto en la América española como en Brasil, los grupos
blancos y negros libres se estructuraban sobre la base de la familia
extensa. Ningún miembro de la sociedad colonial podía esperar acce-
der a las capas medias o altas de la sociedad sin el soporte y la asisten-
cia de las redes familiares. Los lazos y las conexiones familiares eran
aún más necesarios para los miembros de un grupo pequeño y des-
aventajado, en pugna constante para ganarse un lugar en esa sociedad.
Cimentar una buena posición para la familia, algo que se alcanzaba
mediante la educación, un matrimonio ventajoso y una buena heren-
cia para los hijos propios, era incluso más importante que cimentar la
posición social y económica del individuo.
Los miembros de la elite negra y mulata tendían a casarse entre
ellos o con miembros de familias blancas de estatus más bajo. Esta
alternativa no ofrecía ventajas económicas, pero como hemos visto, la
movilidad social ascendente no dependía exclusivamente de la posi-
ción económica. Las barreras raciales a esta movilidad también habían
de ser vencidas, y «adelantando la raza» (una frase usada en Cuba y
otros países), casándose con blancos y produciendo descendientes de
color más claro, era una manera de hacerlo116.
Especialmente en la América española, las condiciones políticas y
económicas a finales del siglo XVIII favorecieron enormemente la
expansión y el avance de la clase media de afro-latinoamericanos. El
crecimiento económico estimulado por las reformas borbónicas abrió
mayores oportunidades para los artesanos y empresarios negros
libres, y las reformas políticas decretadas por los Borbones también
tendieron a favorecer el avance de los negros libres. El objetivo de
estas reformas era reducir el poder político de las elites criollas nativas,
quienes a pesar de que las leyes españolas lo prohibían, se habían
introducido en la administración colonial por medios legales (com-

les una revolución». Unos veinte años después, su predicción resultó ser cierta. Stoan,
Pablo Morillo, 18. Sobre milicias afro-latinoamericanas, ver Voelz, Slave and Soldier,
118-122; Deschamps Chapeaux, Batallones de pardos; Andrews, Afro-Argentines, 113-
138; Kuethe, «Status of the Free Pardo»; Hanger, Bounded Lives, 109-135; Vinson,
Bearing Arms; Kraay, Race, State, and Armed Forces.
116. Sobre estrategias de alianzas matrimoniales entre familias prósperas de color,
ver Martínez-Alier, Marriage, Class and Colour, 91-99; Deschamps Chapeaux, Bata-
llones de pardos, 56-59; Hanger, Bounded Lives, 89-108.
02-primero 28/2/07 17:24 Página 87

1800 87

prando cargos en la burocracia) e ilegales (a través de sobornos y ven-


ta de influencias). La política borbónica buscó eliminar la influencia
criolla en el gobierno colonial reduciendo el número de nacidos en
América que se designaban para posiciones oficiales, y actuando enér-
gicamente contra la corrupción. Estos esfuerzos fueron exitosos sólo
parcialmente, pero provocaron una fuerte reacción entre las elites
coloniales, quienes de manera creciente empezaron a ver a España
como su enemigo, más que como su protector117.
Al mismo tiempo que la Corona española buscaba limitar el poder
de los criollos, empezó cuidadosa y paulatinamente a reconocer y res-
ponder a las aspiraciones de las castas libres. Durante el siglo XVII y
principios del XVIII, la Corona en general había apoyado y había
hecho cumplir los esfuerzos de los artesanos y los comerciantes blan-
cos para mantener las barreras raciales en el comercio y los oficios118.
Durante la segunda mitad del siglo XVIII, sin embargo, empezó a cam-
biar de postura en estas cuestiones. En 1765 la Corona abolió las res-
tricciones raciales que habían excluido a los negros y mulatos libres de
tomar parte del comercio minorista en Panamá. En 1799 los funciona-
rios reales en Buenos Aires rechazaron los esfuerzos de los zapateros
españoles para establecer programas de entrenamiento para aprendi-
ces racialmente segregados, y para impedir que los afroargentinos sir-
vieran como oficiales en los gremios119. En 1795, la Monarquía insti-
tuyó el decreto de Gracias al Sacar, un conjunto de procedimientos
legales por el que los grupos no-blancos podían ser «perdonados» de
su estatus racial «impuro», solicitando o comprando de la Corona los
privilegios de la blancura. El decreto establecía un sistema de tasas por
el que los miembros de grupos no-blancos podían comprar una
renuncia legal a su estatus racial, consiguiendo así el acceso a oportu-
nidades profesionales y educativas hasta entonces reservadas en exclu-
siva para los blancos120.

117. Sobre estas reformas y sus efectos, ver Brading, «Bourbon Spain»; Lynch, Spa-
nish American Revolutions, 1-24; Andrews, «Spanish American Independence».
118. Bowser, African Slave, 141-142; Bowser, «Colonial Spanish America», 39;
Cope, Limits of Racial Domination, 21-22; Castillero Calvo, Régimen de castas, 26;
Kinsbruner, Petty Capitalism, 82.
119. Castillero Calvo, Régimen de castas, 27; Johnson, «Artisans of Buenos Aires», 50-
145. Sobre conflictos raciales similares en Río de Janeiro, ver Algranti, Feitor ausente, 91-92.
120. Rodulfo Cortés, Régimen de «Las Gracias al Sacar»; Twinam, Public Lives;
Rout, African Experience, 156-159.
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88 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

Cada una de estas reformas y concesiones fue el producto de, y una


respuesta a, la presión desde abajo. Como la población esclava, pero
desde una posición económica mucho más fuerte, una clase media de
color en aumento y crecientemente segura de sí misma dirigió deman-
das, peticiones y recursos a la Corona y sus funcionarios, con la inten-
ción de vencer o al menos evitar las leyes raciales del Régimen de Cas-
tas121. En un momento en que la Corona se enfrentaba a enemigos y
oponentes tanto internos (las elites locales blancas) como externos
(Inglaterra y Francia), no podía permitirse el lujo de alienarse en apo-
yo de un grupo social en expansión, del cual obtenía apoyo militar y
político.
Un factor final que favoreció la ascensión de la clase media de color
fue la complejidad de las leyes raciales y la inmensa dificultad que
entrañaba el hacerlas cumplir. El mejor ejemplo de ello es México,
donde a finales del siglo XVIII las leyes de castas estaban «obsoletas
como mecanismo de definición del estatus», reemplazadas por catego-
rías basadas en la clase social, la riqueza y la propiedad122. Después de
muchas generaciones de mezcla racial, la ascendencia de la mayoría de
la gente era simplemente imposible de discernir. Los registros judicia-
les de Ciudad de México muestran a los testigos repetidamente en des-
acuerdo sobre el estatus racial de los individuos que eran juzgados. Un
fiscal del tribunal reparaba agriamente en 1770 en

la libertad con que a la plebe se le permite escoger la clase [racial] que ellos
prefieran… Muy a menudo se unen a una u otra según les convenga o les
venga de necesidad… Un Mulato, por ejemplo, cuyo color le ayuda en
algo a esconderse en otra casta, dice caprichosamente de sí mismo que es
indio, para disfrutar de los privilegios de los indios, y pagar así menos tri-
buto… o más frecuentemente, que es Español, Castizo o Mestizo, y
entonces no paga [tributo] ninguno123.

121. Además de los ejemplos referidos en la nota anterior, ver los numerosos casos
presentados en Rodulfo Cortés, Regimen de «Las Gracias al Sacar», Vol. 2, Documen-
tos anexos; King, «José Ponciano de Ayarza»; Twinam, «Pedro de Ayarza».
122. Cita de Chance, Race and Class, 194; ver también Valdes, «Decline of the
Sociedad de Castas»; Seed, «Social Dimensions of Race»; Anderson, «Race and Social
Stratification».
123. Cope, Limits of Racial Domination, 51-54; Mörner, Race Mixture, 69.
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1800 89

En los inicios del período colonial, las identidades de casta se basa-


ban en los tres grupos raciales asociados con sus diferentes continen-
tes de origen: indígenas del Nuevo Mundo, negros africanos y blancos
europeos. No obstante, ya en la primera generación colonial la mezcla
de razas creó tres nuevos grupos mezclados: mulatos afroeuropeos,
mestizos indoeuropeos y «zambos» afroindígenas. Con cada genera-
ción subsiguiente, la posibilidad y el hecho real de mezclas raciales
cada vez más complejas creció exponencialmente. Hacia el siglo XVIII,
los funcionarios españoles reconocían no menos de 16 combinaciones
de mezcla de razas entre africanos, europeos e indígenas. Algunos
compilaron listas todavía más precisas, de hasta 52 mezclas diferentes,
pero después de doce generaciones o más de mezcla racial, incluso
éstas representaban una fracción infinitesimal de todas las combina-
ciones posibles124.
Frente a esta creciente complejidad, las identidades raciales devi-
nieron cada vez más difíciles de definir con algún grado de exactitud.
La fácil corrupción de los párrocos que mantenían los registros ecle-
siásticos de bautizos, bodas y óbitos debilitó todavía más este sistema
clasificatorio, como explicitaba la Corona en un decreto de 1778 sobre
el matrimonio interracial. Los miembros de grupos no-blancos racial-
mente mezclados para «encubrir su defecto, procuraban… hacer
escribir sus partidas de bautismo en los libros de españoles y substraer
de ellos las notas de sus ascendientes por reprobados medios, justifi-
cando después con facilidad y testigos estar tenidos por blancos»125.
La evidencia de esta práctica aparece con claridad en los registros de
nacimiento, muerte y matrimonio de oficiales negros y mulatos de la
milicia de Buenos Aires, en donde las disparidades entre la identifica-
ción racial de un mismo individuo en diferentes documentos son muy
comunes. Estas disparidades también emergen en dos censos de arte-
sanos de color en la misma ciudad, uno confeccionado en 1792 y el
otro en 1796: de los individuos que aparecen en ambos documentos, el
número de ellos cuya categoría racial es diferente en ambos recuentos
es mayor que el de aquellos que aparecen igualmente designados126.

124. Rosenblat, Población indígena, Vol. 2, 173-178.


125. Martínez-Alier, Marriage, Class and Colour, 71.
126. Andrews, Afro-Argentines, 132-133; Johnson, «Artisans of Buenos Aires»,
121; ver también Martínez-Alier, Marriage, Class and Colour, 74.
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90 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

En su decreto de 1778, la Corona afirmaba que estas alteraciones


en el estatus racial eran una práctica perniciosa que «resultaban el des-
consuelo de los vasallos verdaderamente blancos que no podían impe-
dir el enlace de sus familias con las de aquellos, que teniendo mezcla
de mulatos aparentaban lo contrario». Pero reforzar la eficacia de las
etiquetas raciales, respondía un demandante cubano cuya condición
de blanco se había puesto en duda, perjudicaría a aquellos que habían
luchado para ascender en el escalafón social: «La misma naturaleza
enseña que al que empezó a salir del pantano con fundamento y felici-
dad, se le proteja y deje ir hasta que logre ponerse en seco y limpieza».
Así, en ausencia de cualquier medida de la Corona para combatir las
alteraciones de la identidad racial, los párrocos continuaron acomo-
dando a aquellos que tuvieran el dinero o la influencia social necesa-
rios para argumentar a favor de su condición de blancos. El arzobispo
de México informaba a la Corona en 1815 de que al introducir la
información racial en los registros, los curas «confían en el testimonio
de las partes. Ellos no piden pruebas ni disputan lo que se les dice»127.
La metáfora de las tierras bajas y pantanosas de la negritud, y las
tierras altas, secas y limpias de la blancura expresa elocuentemente los
sentimientos de «esos castas indefinidos, tan comunes y embarazosos,
que ni quieren mezclarse con los pardos a quien menosprecian ni son
aceptados por los blancos, quienes a su vez los desprecian»128. Como
el fiscal de la Corona en México había observado con exasperación, la
indeterminación de las identidades raciales creó abundantes oportuni-
dades para aquellos «embarazosos castas» que intentaban escapar de
su posición en la jerarquía racial colonial; ahora, además, la estrategia
económica y política de la Corona se había inclinado a su favor para
expandir esas oportunidades. Las promociones que la Corona conce-
dió a negros y mulatos en la milicia (1778), sus nuevos códigos escla-
vos (1784, 1789), y la dispensa de categorías raciales para algunos no-
blancos (1795) parecieron señalar en conjunto que la Corona española
buscaba neutralizar el poder criollo construyendo nuevas alianzas con
sectores previamente excluidos. Las elites blancas respondieron con

127. Martínez-Alier, Marriage, Class and Colour, 18, 71; Cope, Limits of Racial
Domination, 56; ver también King, «Colored Castes», 56.
128. Martínez-Alier, Marriage, Class and Colour, 18. Esta cita es de un funcionario
real en Cuba, con fecha desconocida.
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ira, sorpresa e incredulidad ante estos cambios. «Solo ellos [los veci-
nos y naturales de América] conocen desde que nacen o por el trans-
curso de muchos años de trato en ella, la inmensa distancia que separa
a los Blancos y Pardos», protestaba el Cabildo de Caracas en 1795: «la
distancia y superioridad de aquellos, la bajeza y subordinación de
estos». De implementarse el decreto de Gracias al Sacar», «sólo pue-
den esperarse movimientos escandalosos y subversivos del orden esta-
blecido por las sabias leyes que hasta ahora nos han regido»129.
Los negros y mulatos libres, huelga decirlo, tenían una opinión
diferente de estas leyes. Admitiendo que muchos miembros de los
grupos no-blancos sufrían los vicios y los defectos morales que los
criollos alegaban, el Gremio de Pardos de Caracas sencillamente giró
las tornas y atribuyó esos defectos a las propias leyes de castas, las cua-
les convertían a la gente libre de color en «una clase la más abatida, y
despreciada». El honor y la integridad no surgen en respuesta al mal-
trato, argumentaba el Gremio en una petición de 1797 al rey, sino en
respuesta a las recompensas, el estímulo y la posibilidad de progresar,
oportunidades que se les denegaban en virtud del Régimen de Castas.
«Póngase a los pardos en este estado, y se les verá obrar del mismo
modo, que los blancos, y desparecer enteramente las malas calidades,
que se le atribuyen: efecto natural de su abatimiento, y miseria»130.
Pero el progreso de los negros y mulatos libres era exactamente lo
que los criollos temían. Si a los pardos se les concedían los privilegios
reservados previamente para los blancos, protestó el Cabildo, «hormi-
guearán las clases de estudiantes Mulatos: pretenderán entrar en el
Seminario: remeterán y poseerán los oficios concejiles: servirán en las
oficinas públicas, y de Real Hacienda: tomarán conocimiento de
todos los negocios públicos, privados… Serán insufribles por su alta-
nería y a poco tiempo querrán dominar a los que en su principio han
sido sus señores»131.
Cuando el naturalista alemán Alexander von Humboldt viajó por
la América española en el primer decenio de 1800, halló la ideología y
la práctica de la supremacía blanca casi intacta: «en las colonias, el
color de la piel es la insignia real de la nobleza. En México como en

129. Brito Figueroa, Estructura social y demográfica, 77-78.


130. Pellicer, Vivencia del honor, 60.
131. Pellicer, Vivencia del honor, 28; Rodríguez, Pardos libres, 14.
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92 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

Perú, en Caracas como en la isla de Cuba… cualquier hombre blanco


es un caballero»132. Sin embargo, la movilidad ascendente en aumento
entre los grupos no-blancos estaba ensanchando los límites del Régi-
men de Castas y sometiendo a las leyes a una presión cada vez mayor.
Como reconocieron los cabildantes de Caracas, tratar a los pardos
como a los blancos era poner en cuestión el sentido mismo de la con-
dición de blanco y los privilegios raciales asociados a ella. Éste había
sido el efecto, pretendido o no, de la política económica y racial espa-
ñola en las décadas finales del siglo. La lucha por definir la condición
y el significado de ser blanco que se había articulado en esas décadas
continuaría a principios del siglo XIX, y se convertiría en una de las
cuestiones fundamentales de las guerras de independencia que estalla-
ron en ese siglo.
En Brasil, el crecimiento económico de finales del siglo XVIII tam-
bién generó mayores oportunidades para el avance negro, así como
algo de relajación en las leyes que restringían ese avance. Establecido
en Pernambuco en la década de 1810, el inglés Henry Koster contras-
taba el estatus de los afrobrasileños libres con «el estado de degrada-
ción de la gente de color en las colonias británicas… en Brasil, incluso
las insignificantes regulaciones que existen contra ellos son desobede-
cidas. Un mulato es ordenado sacerdote o nombrado magistrado, y
sus papeles afirman que él es un hombre blanco, aunque su apariencia
denote abiertamente lo contrario»133. Este acceso por parte de los
afrobrasileños libres a posiciones y cargos supuestamente vetados a
ellos por la ley tuvo lugar no por cambios visibles en la política del
Estado, como en la América española, sino por una práctica más dis-
creta e informal de incumplimiento de las leyes raciales existentes.
Tampoco se dio un avance de manera consistente en todo el Brasil. En
Minas Gerais, al fin del boom minero en 1770-1780 le siguió la partida
de muchos de los propietarios de esclavos e inmigrantes portugueses
que habían llegado en busca de fortuna. Esto dejó el camino libre para
que los negros y mulatos libres asumieran un desempeño más impor-
tante en el comercio y la agricultura local, e incluso para que accedie-
ran a empleos en los cabildos de las ciudades, o como funcionarios de
bajo nivel en otras administraciones. En el Nordeste y en Río de Janei-

132. Humboldt, Personal Narrative, 414-415.


133. Conrad, Children of God’s Fire, 211.
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1800 93

ro, en cambio, el renovado auge azucarero durante el mismo período


reforzó las clases plantadoras y mercantiles, quienes continuaron apli-
cando las leyes y actitudes raciales que les garantizaban su posición de
privilegio134.
En ausencia de políticas de Estado que favorecieran abiertamente
a los negros libres, los temores de las elites en Brasil siguieron centra-
dos en donde siempre habían estado: no en los negros libres en ascen-
so social, sino en las masas de esclavos y negros libres pobres, a quie-
nes veían como una amenaza constante para la estabilidad social y
política de la colonia. Confrontando esa amenaza, las elites veían a la
clase media de afrobrasileños como un aliado potencial y una fuente
de apoyo. Y de hecho, los negros y mulatos que ascendían socialmen-
te se identificaban mucho más estrechamente con los amos de la socie-
dad brasileña que con sus esclavos. Pero incluso (o especialmente)
para los afrobrasileños que progresaron económicamente, las exclu-
siones raciales del orden colonial eran una realidad lacerante, y se
convertirían en una cuestión central en las turbulencias políticas de las
décadas de 1810, 1820 y 1830.

***

En 1800 las sociedades de Afro-Latinoamérica tenían casi tres


siglos de existencia e historias inextricablemente entrelazadas con las
de los imperios de España y Portugal. Los constructores de estos
imperios proyectaron que los africanos desempeñaran un papel de
subordinación completa en la construcción de este Nuevo Mundo,
trabajando y muriendo como esclavos. Ése fue, de hecho, el destino
que tuvieron la mayoría de los africanos llevados al Nuevo Mundo.
Pero a la vez que cumplían ese papel, los africanos y sus descendientes
pusieron en marcha una cadena de consecuencias imprevistas, conse-
cuencias que hacia 1800 habían generado un mundo colonial muy
diferente del que habían imaginado sus fundadores.
En la mayor parte de la América española, y en gran parte de Bra-
sil, al final del período colonial la mayoría de la población afrodescen-
diente no era esclava, sino libre. La mayor parte de ellos habían naci-

134. Russell-Wood, Black Man, 67-82; Graham, «Free African Brazilians», 41-42.
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94 AFRO-LATINOAMÉRICA, 1800-2000

do libres. Otros, los que anteriormente fueron esclavos, habían adqui-


rido su libertad mediante una combinación de trabajo duro y negocia-
ción con sus propietarios. Este tira y afloja, a su vez, formaba parte de
un proceso mayor de negociación, no sólo acerca de la adquisición de
la libertad, sino también acerca de las condiciones en las que vivían y
trabajaban los esclavos. Los amos tenían casi todos los naipes de la
baraja en su poder, pero ocasionalmente los esclavos jugaron sus bazas
y consiguieron mejoras en su situación. Y al hacerlo así, definieron un
conjunto de temas para la negociación que seguirían formando el
núcleo de las cuestiones a dirimir entre trabajadores y patrones aun
después de la independencia, en el siglo XIX.
Mientras tanto, negros y mulatos libres intentaban ganar un lugar
para sí mismos en una sociedad colonial que negaba el proyecto origi-
nal de los colonizadores en casi todos los sentidos. En una contradic-
ción flagrante y viviente de las leyes raciales que prohibían el matri-
monio y la mezcla interracial, la mayoría de los afrodescendientes
tenían también sangre europea o indígena. Desafiadas las leyes que
prohibían la mezcla de razas, los negros y mulatos libres desafiaron
también las leyes que reservaban el ascenso social en exclusiva para los
blancos. Como hicieron sus antepasados esclavos, los afro-latinoame-
ricanos consiguieron, gracias a una combinación de negociación y tra-
bajo duro, abrirse camino en la clase media colonial e incluso llegar a
los escalones más bajos de la elite, supuestamente blanca.
Estos actos de resistencia y respuesta negra desgastaron las estruc-
turas raciales del colonialismo ibérico. El ejemplo más obvio de este
desgaste eran las leyes raciales del Régimen de Castas, que hacia 1800
se habían vuelto paulatinamente inaplicables. A primera vista, parece
que la resistencia esclava afectó menos a la esclavitud: a finales del
siglo XVIII y principios del XIX ésta se expandía a un ritmo incluso
mayor que antes, con cada vez mayores importaciones de esclavos lle-
gando a casi toda América Latina, y especialmente a Brasil y el Caribe
español. Pero como hemos visto, a finales del siglo XVIII los esclavos
habían desarrollado un amplio repertorio de tácticas para luchar con-
tra la esclavitud, así como una agenda de temas sobre los cuales pug-
naban con los amos. Estos temas seguirían definiendo el regateo polí-
tico entre la elite y los grupos subalternos en Afro-Latinoamérica
durante el transcurso del siglo XIX. En el ínterin, la expansión de fin de
siglo de la esclavitud intensificó las tensiones y las sobrecargas que
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caracterizaban a las estructuras de esta institución. A medida que las


huidas y las rebeliones se incrementaban en cantidad, los propietarios
y los gobiernos coloniales no dudaron en responder con la fuerza.
Cada alzamiento esclavo era reprimido, y la policía y las milicias de la
región intensificaron sus campañas contra quilombos y palenques.
Pero en las décadas de 1810 y 1820, cuando los gobiernos coloniales ya
no podían, o no querían, defender a los propietarios contra sus escla-
vos, el impacto acumulado de 300 años de resistencia esclava se senti-
ría con una gran intensidad.
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