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NI‹ŒMı GANJAVI

LAS SIETE
PRINCESAS
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Nizami Ganjavi
LAS SIETE PRINCESAS

colección ALQUITARA

Centro Estatal de Traducción de Azerbaiyán

Primera edición, 2000


Segunda edición, 2021, con la colaboración de:
© Azerbaijan State Translation Centre
74 Topchubashov Street, Nasimi
District, Baku, AZ 1014, Azerbaijan

Versión original en italiano “Le sette principesse” de A.


Bausani Traducción al castellano de Carmen Linares
Director y redactor de la colección: Pablo Beneito
Prefacio: Profesor Rustam Aliyev
Traducción del prefacio: Francisco Capilla Martín
© Mandala Ediciones, 2021
www.mandalaediciones.com
Diseño gráfico: mo
Maquetación: reiko
Pinturas de portada e interior: Layla Nowras
Diseño de portada: Rena Aslanli
Imprenta: Tórculo
ISBN: 978-84-18672-47-7
Depósito Legal: M-36510-2000
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ÍNDICE

pág. 4 Prefacio
9 Las siete princesas

L A S S I E T E P R I N C E S A S
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Prefacio

Las obras del gran poeta azerbaiyano Nizami Ganjavi ocupan un lugar
de honor dentro de la serie de perlas más brillantes del tesoro de la
literatura mundial, constituyendo algunos de los monumentos eternos
erigidos por la humanidad. Los pueblos del Cercano y Medio Oriente,
incluso durante la vida del poeta, ya supieron valorar la importancia
global y humana de la obra de Nizami. Debido a que cambió la
dirección del pensamiento artístico y supo crear magníficos
ejemplos de ficción. El legado de Nizami en la antigüedad era popular
no solo en Azerbaiyán, sino también en Asia Central y Occidental,
Transcaucasia, llegando incluso a la península del Indostán e Irán, y
hoy en día en todo el mundo.
Nizami nació y vivió en Ganja (Ganyá), la capital de la antigua región
de Arrán. En el año 1070 el famoso historiador y viajero árabe Ibn
Azrag escribió sobre ella: “Ganja es la gran capital de los turcos
(azerbaiyanos)”.
Como resultado de los estudios realizados en su momento sobre las
obras de Nizami, se determinó claramente la nacionalidad del poeta.
Quedó establecido que es un turco azerbaiyano que vivió en Ganja. La
pertenencia del poeta a los turcos de Ganja se explica por el hecho de
que las palabras turcas utilizadas en “Hamsá” (“Khamsá”) están
presentes en el dialecto azerbaiyano (por ejemplo, “muncuq” (aljófar)
se utilizó en lugar de “buncuq”, etc.).
En esa época, Nizami, al igual que sus otros contemporáneos,
escribió en persa con el objetivo de difundir sus obras en un
espacio geográfico más amplio. Sin duda, toda la obra de Nizami
forma parte del fondo de oro de la literatura en persa, que se ha
creado orgánicamente en el territorio de Irán, Azerbaiyán, Asia
Central, Afganistán, India, etc. Pero junto con esto, todos los intentos
de atribuir al poeta al pueblo persa o tayiko deben ser rechazados.
Nizami, como se puede ver en su apodo (Ganjavi), es
inequívocamente un poeta azerbaiyano, cuya alma se ha alimentado
de la tierra de Azerbaiyán, el espíritu nacional y moral del antiguo
pueblo azerbaiyano. Asimismo, el poeta mismo señaló repetidamente
en sus obras que era turco (azerbaiyano). Por ejemplo, en el
poema Las siete princesas, escribió quejándose de sus
contemporáneos:
Tarkiyamra dar in Habaş naxarand
Ladzaram dughbaye khash naxorand.
(traducción literal)
Mi turquismo no es apreciado entre estos hoscos,
Probablemente no conocen el sabor de dovgha (plato nacional turco).
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Según el poeta, si el gobernante turco es injusto, viola la ley, entonces no


es turco, sino que únicamente se autodenomina a sí mismo turco.
Por otro lado, la mujer azerbaiyana-turca ocupa un lugar especial en el
léxico de la obra de Nizami. Para el poeta, la mujer turca es un
símbolo de refinamiento, extraordinaria belleza divina y también de
una elegancia incomparable. Pero el poeta no está fascinado por esa
belleza extraordinaria, sino principalmente por el hecho de que la
mujer turca tiene un amor incomparable por la libertad, y un gran
afecto y lealtad a la familia y a su patria.
El apego del poeta a su lengua materna, − es claro mediante el uso de
palabras azerbaiyanas como “alaçıq” (carpa; tienda), “uşaq” (niño),
“yataq” (lecho), etc. que a menudo se encuentran en sus obras.
El cuarto poema de Nizami, “Las siete princesas”, difiere completamente
de las obras anteriores principalmente por su estructura. Hay dos
partes principales en la obra. La primera parte está relacionada con la
historia de uno de los gobernantes preislámicos de Irán, Bahram Gur
Shah, hijo del tirano Yazdgerd. Según Nizami, Bahram trae allí a siete
bellas de los siete climas del mundo. Este hecho concuerda con que
según las ideas comunes en el este durante la Edad Media, la parte
poblada del mundo se dividía en siete zonas climáticas. La segunda
parte de la obra consta de siete narraciones que cuentan siete bellas
por turno en un palacio de siete cúpulas que fue construido
específicamente para Bahram. Se sabe que la campana de cada cúpula
corresponde a los siete planetas que patrocinan los siete climas de la
Tierra.
Hablando de la historia del reinado de Bahram, el poeta desarrollaba
sus puntos de vista esclarecedores sobre el gobernante ideal que
disfrutaba del trono en beneficio del pueblo. Bahram como un
shah, cumplía solo parcialmente los requisitos presentados por Nizami.
Bahram no tenía pocos atributos y aptitudes necesarios para ser un
shah sabio y justo. Al llegar al poder, prometió que gobernaría con
justicia el país. De hecho, su país se convirtió en un paraíso: todos
vivían en paz y prosperidad, por ejemplo, una repentina sequía hizo que
Bahram abriera las puertas de las arcas del estado y ordenara
proporcionar a la población los bienes necesarios. Solo una persona
murió en cuatro años. Hablando de esto, el poeta señaló: “Si este
suceso ocurriera en estos días, lo más probable es que solo una
persona sobreviviría”.
No menos importantes son las siete historias agregadas a la obra.
Aquí el poeta permaneció fiel a su enseñanza sobre el amor
sublime y eterno, mostrando la naturaleza destructiva de las
pasiones carnales y egoístas, para ello describió hábilmente sus
pensamientos mediante una serie de historias narradas por las
princesas al propio Bahram Shah.
En conclusión, la presente obra “Las siete princesas” es una obra
mística. Los elementos fantásticos juegan un papel central en ella,
y las historias incluidas en la obra mencionan muchos personajes
míticos y fascinantes (brujas, divas, hombres lobo, etc.), esto no
es una pura coincidencia. A pesar del espíritu onírico de esas
historias, Nizami, al crearlas, también actuaba como un educador
insuperable de los sentidos humanos, un maestro que utilizaba
hábilmente todas las técnicas de influencia artística en el lector.

Profesor Rustam Aliyev


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Las siete princesas


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A A A A A A A A

En el nombre de Dios clemente y misericordioso


¡Oh Tú, de quien el mundo ha encontrado su ser, porque ningún
ser fue antes que Tú! ¡En Tu acto iniciador reside el principio de
todas las cosas; en tu acto finalizador reside de todas las cosas el
fin! ¡Oh Tú, que has alzado el firmamento excelso, iluminador de
estrellas, recolector de muchedumbres, creador de los almacenes
de la generosidad, iniciador novísimo y plasmador de la existen-
cia, por Ti se articulan en armonía todos los actos! ¡Oh Tú, que
eres todo y a todos has creado! Tú eres, y no existe parangón ni
símil tuyo: los sabios sólo te conciben así. ¡Oh, donador de luz a
los videntes, no en la forma, sino en el ornamento que Tú a la
forma confieres! Todos los seres existen en virtud de la Vida: Tú
estás vivo y la vida procede de Ti. ¡Oh Tú, que has creado el
mundo de la nada, tañedor y, al mismo tiempo, donador de
melodías; Tu nombre, que es el principio de todos los nombres,
es el primer principio y el último fin: primero entre los primeros
al comienzo de la cuenta, último de los últimos al final de todo.
¡En virtud de Ti es perfecto el ser de todos los seres, y el retor-
no de todos ellos será a Ti! La vía que conduce a Tu corte está
obstruida para la Imaginación; el polvo de la destrucción no se
deposita nunca a Tu puerta. Tú no has nacido; todos los demás
fueron engendrados. Tú eres Dios; los demás son viento. Con un
solo pensamiento muestras la vía, con un solo punto sutil resuel-
ves las cosas, mas la puerta se cierra, cerrojo tras cerrojo, para
aquel cuya mente no está familiarizada con la prosternación.
Tú concedes a la aurora el poder de iluminar la noche, das
el pájaro al día y al pájaro su alimento cotidiano. Tú has
confiado a la luna y al sol dos toldos blancos y
negros; día y noche son viandantes de tu senda,
esclavos de lóbulos horadados en Tu corte.
Ningún bien o mal se hace sin Tu orden,

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nadie actúa por deliberación propia. Tú has


encendido dentro del cerebro del hombre un
intelecto más luminoso que la lámpara, mas a
despecho de la profunda agudeza que el hombre
posee, aunque esté en su lugar, está fuera de sí por Tu
causa. Puesto que, en el camino que lleva a Ti, el intelecto
vuelve hacia atrás, ¿cómo podría emprenderlo la Imaginación?
Si del alma, que se convierte en sustancia y habita nuestro cuer-
po, nadie conoce el lugar, ¿cómo podría acceder a Ti la Imagina-
ción extraviada, si Tú no eres sustancia ni te hallas en lugar algu-
no? Tú muestras la vía, y nadie Te la muestra a Ti. Estás en todas
partes, pero no conoces espacio. ¡Nosotros, que somos una parte
de los siete cielos1, contigo estamos fuera de ellos, fuera! ¡Ni el
Intelecto Universal2, que deriva de Ti, osa mirarte por temor!
¡Oh Tú, cuya gracia necesitamos desde que alumbra el día hasta
la oscuridad de la noche, en todos los sentidos eres Aquel que
muda nuestro estado, porque nadie sino Tú puede mudarnos!
Nada ocurre, para bien o para mal, ni existe la esencia de nadie
hasta que Tú lo quieres. Tú das y Tú aportas, de la arcilla y de la
piedra, el fuego del rubí y el rubí del fuego. El mundo, y el cielo
que viaja en torno a él, montan guardia a Tu puerta. Los dos son
pintores de Tu cortina3; todos son nada; lo que se hace, Tú lo
haces. ¿Cómo podrían venir el mal y el bien del astro, si él mismo
es vencido por el mal y por el bien? Si las estrellas concedieran la
felicidad, Kei-Qobœd4 habría nacido de un astrólogo. ¿Quién
entre los astrólogos puede alcanzar un tesoro con sus cálculos?
Pero Tú das, sin intermediario alguno, arcas de gemas a quien no
sabe distinguir siete estrellas de cinco. Todas las sutilezas de los
astros, junto con las ciencias ocultas, una a una he estudiado, y
he buscado en cada carta su secreto; pero, cuando te encontré a
Ti, borré todas mis cartas. Vi que la dirección de todo era Dios
y como Dios sobre todas las cosas Te encontré. ¡Oh Tú, que
haces vivir a los que tienen alma, y a todos provees del pan de Tu
horno, hónrame acercándome a Tu umbral y libérame de la nece-
sidad de recurrir a las criaturas! Dame mi pan sin la mediación
de nadie, ¡oh proveedor de todos los seres animados! Puesto que
en mi juventud nunca me aparté de Ti, y para ir a casa de los
demás no partí de Tu casa, Tú has mandado a todos a mi puer-
ta; yo no los he pedido, Tú los has dado. Guárdame de lo pavo-
roso, ahora que he envejecido en Tu corte. Pero, ¿qué digo? Son
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éstas palabras erradas. ¡Si Tú eres mío, todo el mundo es mío! Tú


puedes salvarme, a mí, atormentado y descompuesto por los
negocios del mundo; sálvame entonces. ¿A quién dirigiré mis
lamentos, si sólo Tú eres el Socorredor? ¡Acéptame, pues, como
siervo! Aunque son muchos los secretos escondidos, a Ti no se te
esconde el secreto de nadie. Acoge ese deseo que no se te cela
porque bien sabes lo que quiero. Pero aunque no obtenga de Ti
lo que anhelo, conoces que el amor que te profeso es desintere-
sado. Mas será mejor que busque en Ti mi meta, que sólo hable
contigo. Si revelo a la gente mi secreto me convierto en un mise-
rable, pero soy noble y honrado cuando te lo digo a Ti. NiΩœm|
ha sido criado bajo tu protección, no lo arrojes de Tu puerta a la
puerta de otros. En virtud de Tu divinidad, honra su voluntad
con la corona de la discreción5, porque mientras te exponga sus
necesidades, aunque sea pobre, será en realidad un coronado.

NOTAS
1
La tradición cosmográfica musulmana –conforme a la concepción tolemaica–
cuenta nueve cielos, representados como esferas concéntricas de sustancia
transparente, «cada una dentro de la otra como las capas de una cebolla»,
según palabras de un célebre tratado: las esferas planetarias son siete, de ellas,
la octava corresponde a las estrellas fijas; la novena y más externa es la que
arrastra en su movimiento a las restantes. La interpretación «física» de los cie-
los tolemaicos debida a la ciencia islámica, coherente con su propio plantea-
miento realista-experimental, constituía una reacción contra la tradición cien-
tífica griega, que los había considerado puras formas geométricas, es decir,
abstractas.
2
Según la teoría filosófica de Avicena –de origen neoplatónico–, el Intelecto
Universal es la primera Emanación, la inmediatamente posterior al Uno.
3
El término persa parda significa tanto «cortina» como «tela» (para pintar); de
ahí el juego de palabras, que no puede reflejarse en español, entre «pintor» y
«cortina». El concepto que se quiere expresar es que, en realidad, todo acto
humano no es otra cosa que la ejecución del diseño divino.
4
La primera parte del nombre, Kei, del antiguo persa kavi, es un antiquísimo
título real, que luego sirvió para indicar una de las estirpes más antiguas de
los reyes iranios. Kei-Qobœd es un famoso keiánida, símbolo, por lo
común, de potencia y de suerte real.
5
NiΩœm|, dirigiéndose a Dios como a un confidente íntimo, le
ruega que acoja la confesión de su deseo secreto «con dis-
creción».

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Loas a Muhammad,
Señor de los enviados de Dios
El punto de la circunferencia del compás primigenio, el
sello del final de la creación, el nuevo fruto del jardín de
los siete cielos antiguos, la perla real del intelecto, la corona de
la palabra, ¿quién es (todo ello) sino el Señor de la intención divi-
namente confirmada, A™mad 1, el Enviado, el apóstol de Dios? Rey
de los profetas, por la espada y por la corona: su espada es la Ley;
su corona, la Ascensión2. Humilde, pero mérito esencial de los ele-
mentos, luz para el Divino Tapiz, sombra para el Trono, aquel que
tañe las cinco fanfarrias reales3 de la Ley Santa, aquel que implan-
ta los cuatro fundamentos del reino de la tierra4. Todos los seres
son barro y él es la meta del ser. Él es el loado (Mu™ammad) y su
profecía es loable. De la primera arcilla con que se amasó a Adán5,
él fue la parte pura; el resto de los hombres fue la hez; y del últi-
mo ciclo que movió el firmamento, él recitó la invocación final
para sellarlo. El orden y la prohibición dependen, en verdad, de él:
lo que él prohíbe es malo, lo que ordena es bueno. A él, que de la
pobreza hacía honra6 y no tormento, ¿qué le importan los tesoros?
Para él, por cuya obra se oscureció el blanco día7, ¿qué importan-
cia tienen el sol y la sombra? Él fue el divino Vicario del reino, el
destructor de las realezas humanas: abatió a los soberbios, mas dio
la mano al caído; trató bien a los buenos; obligó y venció a los
opresores; por una parte, la espada de sangrienta violencia, por
otra, la misericordia como bálsamo. Su bálsamo fue caricia para el
angustiado; su espada, golpe destructor para los corazones de pie-
dra. Aquellos que ensillaron los caballos para combatir contra él,
y a la cintura se ciñeron un cuero de odio, he aquí que todos gol-
pean el cuero sobre su tambor después de tantos años. Aunque el
Señor lo eligió entre todas las criaturas y creó los cielos por amor
a él8, su ojo, que es sello de divinas visiones, posee vergeles que no
pertenecen a este jardín material. Los que sostienen los anillos del
firmamento vestido de negro son esclavos9 con anillos en las ore-
jas a su servicio. Él escoge los Cuatro Amigos10 electos, en el ori-
gen y en la ramas, que son las cuatro paredes del arca de la Ley. De
la bendición derivó la luz de sus ojos: ¡recaigan las bendiciones
sobre su naturaleza! Cuando su aliento esparcía almizcle por el aire,
hacía caer dátiles frescos de la palmera seca. Con una alma seme-
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jante, cuyo aliento es siempre ayuda, de la tierra al cielo es todo un


gran cuerpo, que de aquella alma extrae la vida: son todos un
Trono y él es su Salomón. Su poder milagroso es dátil fresco para
la seca espina, y Su dátil es espina para el enemigo; ésta es la mara-
villa. La tijera de su dedo ha hendido en su mano la manzana de
la luna; espantó así, con el tajo, la manzana, pero arrebató la cata-
rata de las estrellas11. El creador lo ha elogiado, pues éste es el Ele-
gido, aquél el Elector: ¡desciendan plegarias mayores que el ámbi-
to de la esfera azul sobre el elector y el elegido!

NOTAS
1
A™mad, en árabe, literalmente «el loadísimo», es sinónimo de Mu™ammad
(part. pas. «el muy loado»), nombre del profeta del Islam.
2
«Ascensión», mi¤rœ¥ en árabe y persa, es la legendaria subida a los cielos de
Muhammad, basada en un sutil pretexto del Corán, pero muy desarrollada
por la tradición posterior.
3
«Las cinco fanfarrias reales» se refieren a la nawba, una especie de fanfarria real
que se tocaba ante el palacio de los soberanos cinco veces al día, o en ocasio-
nes muy especiales, a determinadas horas. Es signo de majestad y potencia. El
número aparece vinculado a los cinco preceptos fundamentales de la ley islá-
mica, esto es, profesión de fe, oración, ayuno, peregrinación y limosna ritual.
4
Muhammad no aparece aquí como figura histórica profética, sino como Luz
Muhammadí, Logos eterno. Los «cuatro fundamentos» corresponden a los
cuatro elementos.
5
En la tradición gnóstica irano-islámica, Adán no es tanto el primero de los
hombres como el primero de los profetas y símbolo del hombre cósmico. Aun-
que hecho de arcilla –según el Corán, II, 30 y ss.–, los ángeles se prosternan ante
él. El «resto de la arcilla de Adán» es un concepto que se encuentra en muchos
autores místicos.
6
Se refiere al conocido hadiz (tradición atribuida al Profeta Muhammad): «Mi
honra es la pobreza».
7
Alusión evidente al milagro de un eclipse atribuido a Muhammad por las
tradiciones.
8
«Creó los cielos por amor a él». Referencia a otro conocido ™ad|∑ quds| (es
decir, una tradición que refiere palabras directas de Dios): «De no ser
por Ti [oh Muhammad] no habríamos creado el universo».
9
Puesto que en este lenguaje «los anillos del firmamento» son los
cielos y «el que lleva un anillo en la oreja» es el esclavo, debe
entenderse lo siguiente: los cielos (nocturnos) no son más
que esclavos al servicio del Profeta Muhammad.

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10
«Los cuatro amigos» son los cuatro primeros cali-
fas Ab≠ Bakr, ‘Umar, ¤U∑mœn y ‘Al|. Los shiíes con-
sideran usurpadores a los tres primeros, y reconocen sólo
a ‘Al| y sus descendientes. El pasaje demuestra la afiliación
sunní de NiΩœm|.
11
La tradición atribuye como milagro a Muhammad la quiebra de la
luna. El pretexto se encuentra en un misterioso versículo coránico (LIV,
1): «Se ha quebrado la luna; la Hora está cerca», probablemente una alusión
escatológica. La luna recibe el nombre de «catarata de las estrellas» por su luz
blanquecina que apaga la mirada de los astros. Al quebrar la luna, Muhammad
«arrebata la catarata de las estrellas».

La ascensión del Profeta


Puesto que su corona no cabía en el mundo, la Ascensión1 llevó su
asiento hasta el trono de Dios. Para su exaltación desde el pelda-
ño bajo, Gabriel2 vino guiando con la mano a Burœq3, y le dijo:
«Pon sobre el viento tu pie de tierra, para que en tierra se con-
vierta el firmamento. En la vigilia nocturna de los íntimos aloja-
mientos eres esta noche guardián de la pureza; tuya es la velocidad
de rayo de este Burœq, cabálgalo porque esta noche te correspon-
de la guardia en el palacio de Dios. Al igual que te he traído la fle-
cha de guardia, te traigo también a Burœq como cabalgadura. Guía
tu montura sobre el firmamento porque tú eres la Luna, hazla
correr sobre los astros, porque tú eres el Rey; arrebata las seis
direcciones de las siete raíces4, traspasa los nueve cielos con los
cuatro clavos5. ¡Haz pasar el corcel más allá de la plataforma del
firmamento y coge a lazo la cabeza de los ángeles! Aquellos que
derraman el perfume de la noche están a tu servicio; los ángeles te
esperan vestidos de verde; las delicadas bellezas del Egipto de este
compás se han enamorado de ti, como José. Surge, pues, para que
puedan verte, y se corten, con las naranjas, las manos6; y en el
cielo, bajo tus pasos, forma una cabellera nueva con el rizo de tu
sombra. Haz que florezcan como lámparas los nocturnos vian-
dantes; muestra fresco tu rostro, como el brote de un jardín. La
noche es tu noche, el tiempo es la hora de la plegaria: obtendrás
lo que quieres. Renueva el tapiz de los ángeles, planta las tiendas
al pie del Trono divino; toma la corona, porque te has convertido
en Rey; ve más allá que todos, porque te has convertido en el jefe.
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Yérguete soberbio por encima de todos; aprópiate con una amplia


carrera de los dos mundos; vacía tu camino de polvo; parte hacia
la Corte de la Eternidad, para que, como don que se concede al
mensajero a tu llegada, tu estandarte se agite sobre los dos mun-
dos». Cuando Muhammad, en secreto, escuchó de Gabriel este
mensaje que acariciaba el espíritu, dio perfección al intelecto y a la
oreja anillo de servidumbre: aquél era el siervo de confianza de
Dios en la revelación; éste, el siervo fiel del intelecto, en palabras
y pruebas. Dos tesoreros7 confiados a la guardia de un solo depó-
sito sagrado: éste, lejos de los demonios; aquél, de los hombres
demoníacos; uno hizo llegar la cláusula del mensaje, el otro escu-
chó el secreto del sagrado discurso. En la noche oscura, aquella
lámpara resplandeciente acogió el sello del diseño del amado; no
apartó el cuello del collar de aquel lazo: ¡un collar de oro sólo así
puede encontrarse! Como el rayo, se sentó sobre Burœq, sostenien-
do el corcel entre las piernas y la fusta en la mano y, cuando hubo
puesto pie en el corcel, la perdiz que camina majestuosamente en
las alturas saltó rápida; batió las alas de pavo real de los cascos, con
la luna arriba, como la montura de Kei-Kœ≠s8, y voló con una
carrera tan rápida que dejó atrás las cuatro águilas de los elemen-
tos. Todo lo que veía pasaba bajo sus pasos; la noche recibía las
coces y la luna tiraba de las riendas. Has visto cómo camina la fan-
tasía, cómo el rayo desenfunda rápido la espada. Pues la velocidad
a que viaja el intelecto por el mundo, el movimiento del espíritu
en un ser joven son gestos propios de una cojera comparados con
su viaje, son estrechos comparados con la vastedad de sus pasos.
Su carrera sobrepasó la del polo, el del norte o el del sur, y a la
escuadra de aquel papel rayado9 mostraba ora Arturo ora La Espi-
ga. Cuando Muhammad, con la danza de las patas de Burœq, hubo
recorrido todas las páginas de aquel cuaderno, tomó la vía de la
puerta del mundo, se alejó de la vuelta del firmamento, esculpió
en las moradas del cielo una vía real hacia las alas de los ángeles;
reverdeció el rostro de la luna, en su inmensa cinta, con su imagen;
sobre Mercurio10, con la argéntea operación de su mano, impri-
mió un color de horno plúmbeo; con el claro de luna tejió
un velo blanco para Venus, mientras que el polvo de su
vía, en el asalto al firmamento11, depositó una corona
de oro sobre la cabeza del Sol, y, aunque vestía de
verde como el Califa de Siria, puso un vestido
rojo sobre Marte; vio a Júpiter atormentado

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de los pies a la cabeza por la jaqueca y se


puso a derramar sándalo, y cuando la corona
de Saturno besó su pie, envolvió su estandarte en
negrura de ámbar. Viajaba como el viento del alba
sobre un corcel semejante a un genio desencadenado12,
cuando he aquí que su compañero rebajó la acometida.
Burœq aminoró el paso y lo condujo hasta una etapa que
Gabriel no tenía permiso para traspasar. Pero, más allá que las alas
de Gabriel y de Miguel, voló sobre la espalda de Isrœf|l13, para
luego partir incluso de aquel trono, dejando allí donde se encon-
traban el rumor de las alas de los ángeles y el Loto Supremo, aban-
donar a medio camino a los compañeros y tomar la vía del mar de
la inconsciencia. Gota a gota, rebasó aquel mar; paso a paso, reco-
rrió todo lo que había y, cuando llegó a los pies del Trono, con el
cordón del Deseo construyó una escala: sacó fuera la cabeza del
Trono de Luz en el Lugar del supremo peligro del misterio de
Dios y, puesto que su confusión aceptó aquel peligro, vino la
Misericordia y lo tomó por las riendas. Fue en aquel momento,
cuando (en) su (proximidad) «a una distancia de dos arcos» (qœb
qawsayn) sobrepasó la cercanía (danœ) con el «o más cerca» (aw
adnà)14. Cuando hubo arrancado mil velos de luz, su ojo captó la
Luz sin velo. Fue atraído un paso más allá de su ser, hasta el punto
de serle concedido ver a Dios. Y vio a su Adorado en toda Su rea-
lidad y se limpió la vista de cualquier cosa ajena: aún no había fija-
do los ojos en ninguna dirección, cuando oyó un saludo a derecha
e izquierda. El arriba y el abajo, el delante y el detrás, la izquierda
y la derecha se convirtieron en una sola dirección y desaparecieron
las tres dimensiones15. ¿Cómo estimularían las seis direcciones las
llamas? Desapareció el mundo y desapareció la dirección, porque
el Sin Dirección ninguna relación guarda con el espacio, por eso
carece de espacio aquel compás. Hasta que la vista no ocultó el
espacio, el corazón no se libró de la turbación; sólo será posible
ver sin direcciones cuando la dirección espacial se esconda a la
vista. Del Profeta no había allí más que el aliento; allí todo era
Dios y no había otra cosa. ¿Cómo podría medir la dirección el
conjunto del Todo? ¿Cómo se insertaría la dirección en el ámbito
total?16 Cuando el Profeta vio a Dios sin espacio, oyó las palabras
sin labios ni boca. Bebió una bebida especial, obtuvo especial ves-
timenta de honor y encontró la vía del culto puro por la proximi-
dad al Señor. Su cáliz fue la Fortuna; su copero, la Gnosis; ningu-
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na otra cosa le falto de lo Eterno. Descendió de la culminación de


aquella órbita con la gracia de cien mil plegarias, y todo lo que
portó lo intercambió con los amigos y lo consagró al bien de los
pecadores. ¡Oh NiΩœm|! ¿Hasta cuándo adorarás el mundo? ¡Ven
a lo alto! ¿Cuánto más va a durar esta abyección? Esfuérzate por
ganar el Reino Eterno, que encontrarás en la Religión de Muham-
mad. ¡Si la fe ayuda al intelecto, reconoce la salvación en la luz de
la Ley!

NOTAS
1
Véase la nota 2 de la pág. 31. Al comienzo de casi todos sus poemas, NiΩœm|,
como ya hicieran algunos de sus predecesores, menciona y describe la Ascen-
sión profética, que quiere ser el símbolo de la unión del corazón del Profeta
(Hombre Perfecto) con el mundo angélico, pero, al mismo tiempo, sirve de
introducción al mundo fabuloso que seguirá, como un distanciamiento inicial
del tiempo y del espacio comunes. En efecto, el profeta, según la tradición,
realizó en un segundo su larguísimo viaje entre paraísos e infiernos: el jarro
que había volcado involuntariamente a su partida aún no había vertido toda
el agua a su vuelta.
2
Dios creó a los ángeles a partir de su luz pura, dice el Corán, y ellos son sus
servidores y mensajeros. En esencia, esta representación no se aparta de la tra-
dición judeocristiana. Muhammad no tuvo una percepción neta de la figura
angélica que le comunicaba la Revelación divina hasta después de las prime-
ras visiones. La tradición identifica la figura con Gabriel, que ocupa un rango
muy elevado en la angelología islámica.
3
Burœq es la legendaria cabalgadura-ángel –representada en las miniaturas con
alas, rostro humano y cola de pavo real– sobre la que Muhammad realizó su
ascensión al cielo, pero que, como el Virgilio de Dante, llegó sólo hasta un
determinado punto del viaje (véase más adelante). Burœq, de la misma raíz que
el árabe barq, «rayo», se presta, por su velocidad sobrenatural, a fáciles juegos
de palabras y conceptos.
4
«Las seis direcciones» son los extremos de cada una de las tres dimensiones
del espacio según la geometría de la época, esto es, arriba, abajo, delante,
detrás, derecha, izquierda; mientras que las «siete raíces» son los siete influ-
jos planetarios (también llamados «siete padres celestes»). El sentido total de
la metáfora podría ser: en tu vertiginosa subida, oh Muhammad, supera los
cielos planetarios e invierte la relación entre realidad (espacialidad)
terrestre e influjos celestiales.
5
«Los cuatro clavos» indican varios objetos (incluso una mesa de
tortura) o también un conjunto de cuatro estacas que sostie-
nen la cuerda de los saltimbanquis; concepto que juega
aquí, probablemente, con los cuatro cascos de Burœq, la
veloz cabalgadura.

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26

6
Alude al episodio narrado en la azora de José
(Corán, XII), donde se cuenta cómo la esposa de Puti-
far, para demostrar a las mujeres de Egipto las razones de
su culpable locura de amor por la arrebatadora belleza del
joven, que ellas le reprochaban, organizó un banquete y le hizo
entrar en la sala, sin previo aviso. A su vista, las egipcias se ofusca-
ron de tal modo que, junto con las naranjas que estaban comiendo, se
cortaron también en las manos.
7
Los «dos tesoreros de confianza» son el intelecto y el oído.
8
Otro mítico rey keiánida (véase nota 4, pág. 29), que, según la leyenda, fue
arrebatado hasta el cielo en una litera (una montura) milagrosa. Puesto que el
lenguaje poético tradicional de los persas conoce también la expresión «lite-
ra» o «cuna» de la Luna, resulta evidente la conexión metafórica.
9
En su carrera vertiginosa, el corcel del Profeta atraviesa las regiones celestes
–representadas aquí como un mapa «rayado» de las líneas imaginarias de los
paralelos y los meridianos, sobre el que se puede seguir con una escuadra el
recorrido–, ora en una dirección, ora en otra. La elección de Arturo y La
Espiga para designar dos direcciones distintas puede deberse sólo a la homo-
nimia de las dos constelaciones en árabe y en persa, Simœk (también «peces»);
se distinguen La Espiga como simœk-i a¤zal («destacada, separada»), es decir,
Espiga de la Virgen, y Arturo como simœk-i rœmi™ (del «lancero»).
10
Cada planeta y cada cielo contaba, en la tradición astrológica, con su corres-
pondiente color, su piedra preciosa, etc. Se dan aquí los colores de las plan-
tas que corresponden a la estructura de todo este poema, aunque no corres-
ponden por completo a los de otras tradiciones. La alusión al Califa de Siria
simboliza los califas omeyas con sede en Damasco, cuyo color, como el del
Profeta, era el verde. El sándalo, color de Júpiter, se consideraba un medica-
mento útil contra la jaqueca.
11
Es el polvo que se imagina levantó el corcel del Profeta en su carrera al asal-
to de los cielos.
12
Sobre la iconografía de Burœq, véase nota 3, pág. 35.
13
Muhammad se acercó todo lo que resulta posible a la esencia inaccesible de
Dios. Isrœf|l, uno de los ángeles más importantes del paraíso islámico, será el
encargado de despertar a los muertos con su añafil el día del Juicio. El «Loto
Supremo» o «Loto del Término» es un misterioso árbol al que se alude en
el Corán (LIII, 14) a propósito de una visión de Muhammad que la tradi-
ción vincula a su Ascensión. Según esto, es un árbol que indica el término
máximo al que puede acercarse a Dios un hombre. Se encuentra recubierto
de ángeles, de ahí que el profeta sintiera el rumor de sus alas.
14
Palabras alusivas del Corán, en el original árabe, que indican emblemática-
mente la máxima proximidad a Dios que alcanzó el Profeta en su Ascensión.
Al describir la visión de Dios, dice el Corán (LIII, 8-10): «Luego, se acer-
có (danœ) [«el muy poderoso»], y quedó suspendido en el aire, estaba
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[Muhammad] a dos medidas de arco (qœb qawsayn) o más cerca (aw adnà), y
reveló a su siervo lo que reveló». [Véase J. Cortés, El Corán, Herder, Barce-
lona, 1986. Nota del editor.]
15
Según la filosofía natural aristotélica, generalmente aceptada por la cultura
islámica, las seis direcciones son, en realidad, los extremos de cada una de las
tres dimensiones, es decir, alto y bajo, derecha e izquierda, detrás y delante
(cf. nota 4, pág. 35).
16
Contraste entre la no-espacialidad divina y la espacialidad terrena: en la tota-
lidad-«circularidad» divina una dirección determinada carecería de sentido.
¿Cómo podría, pues, la dirección, concepto espacial, entrar en la no-espacia-
lidad divina? (Sobre las «seis direcciones», cf. supra nota 4, pág. 35).

Causa de la composición del libro


A una seña secreta de la corte de fasto salomónico, levanté las
plumas para tomar parte en la corte de Salomón1. Así me dijo el
mensajero que traía la orden: «Baja de la noche de la fiesta un
cuarto de luna, tan sutil que nadie pueda entreverla a través del
velo de las tinieblas; y, para que tu juego de fantasía prenda a los
magos en la magia de tu arte, arroja un poco de pimienta al
fuego, murmura conjuros sobre la llama ardiente y derrite a ese
calor la antigua cera seca, para que se te enternezcan los corazo-
nes. Haz que tu cuna salte de este puente estrecho2: ¿hasta cuán-
do danzarás alrededor sobre un asno cojo? Derrama el perfume
de tu pluma para que la brisa del alba adquiera aromas olorosos.
Di al viento que dance sobre el ámbar y que deposite el almizcle
sobre la seda de la verdura. Ahora, trabaja, porque es el tiempo
de trabajar: el tesoro del rey está en tu contar las páginas; tu tra-
bajo conduce al tesoro, porque quien se afana obtiene tesoros, y
hasta que la viña no llora lágrimas de sangre no consigue apor-
tar la dulce sonrisa. Nadie ha visto jamás una médula sin hueso:
¿existe la miel sin la abeja punzante? ¿Hasta cuándo has de ser
una nube sin agua? Está el horno caliente, ¡cuece, pues, el
pan! ¡Alza el telón y muestra tu habilidad, descubre el ros-
tro de las vírgenes cubiertas!3». Cuando el mensajero
real me hubo hecho esta petición, vino a mí la ale-
gría y desapareció el dolor. En los libros fina-
mente compuestos busqué lo que pudiera

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28

hacer las delicias del corazón: vi que las


historias de los reyes estaban ya recogidas en
un solo libro y que un hábil pensador había lle-
gado antes para recogerlas en elegantes versos4. Sin
embargo, de aquellos fragmentos de rubí, quedaba aún
un poco de polvo, cuyas partículas todos habían aprove-
chado, pero yo, como un joyero, de aquellas brozas construí
un tesoro semejante, para que los grandes, cuando valoren críti-
camente las distintas obras, entre todas esas monedas elijan ésta.
Lo que él había dicho a medias, yo lo dije; ensarté la perla a
medio ensartar, pero dejé como estaba lo que era justo y perfec-
to. Así pues, me esforcé, creando un orden semejante, en produ-
cir un ornamento de monedas originales; busqué en los libros
escondidos, que se hallaban esparcidos por el mundo, textos ára-
bes y persas, y toda perla arrojada a un tesoro subterráneo que
encontré en las tintas de Bujœr| y de ‡abar|5 y en los más varia-
dos manuscritos y todas las páginas que llegaron a mis manos
encuaderné, y de todas las cosas que ennegrecieron mi pluma,
elegí y uní las mejores y las compuse en verso, de modo que pro-
dujeran agrado y no hicieran reír a los sabios; y adorné este libro
semejante al Zand 6 de los Magos con Siete Esposas, para que si
alguna vez las Siete Esposas del firmamento7 miraban a las mías,
una a una las favorecieran con su ayuda, en virtud de su concor-
de operación y de su paralelo ornamento. Al fin, las siete líneas
se reunieron concordes y nació un punto que predice felices
resultados para las obras. Aunque el pintor pinte diez imágenes,
debe estar atento siempre a un único hilo, pues si de él se aparta
un pelo, equivocará las restantes disposiciones. Ahora bien, pues-
to que hasta ahora nadie se ha mantenido recto en esa línea de
narración, la justicia está de nuestra parte, no ha huido de noso-
tros; y, puesto que soy un pintor que mide la línea justa, mi pen-
samiento no se desvía del hilo de la historia, un hilo que es único;
por tanto, temo sus peligros, especialmente por haber ensartado
perlas sin medida. Antes de encontrar un agua que se pueda
beber, hay que bañarse en mil aguas. Cuando se derramó el agua,
nacieron los hombres8, pero mucha fue la que se perdió. Yo, que
de esa agua, como la concha, hago perlas, ¡merezco, al fin, un
poco de agua y de forraje! Si son éstas, palabras más dulces que
un bocado de miel, ¿por qué no me presta oído el generoso? Pero,
¿a qué confundirse con palabras y generosos? ¡Todo depende de
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la suerte y yo no soy nadie! La avaricia de Ma™m≠d y la genero-


sidad de Firdaws|9 están entre ellos como las suertes de un des-
graciado nacido bajo el signo de Escorpio y de un afortunado
del signo de Sagitario. ¿Qué digo, pues? ¿Qué son estas palabras
mías? Mi agua viene de una Nube; mis perlas de un Edén. Si la
concha recibe la generosidad de la nube, ésta conseguirá, a cam-
bio, la fidelidad de la concha, porque lo que la nube esparce por
el aire, la concha lo transforma en perlas reales. No soy un
Gabriel, pero un genio10 me empuja a mover la pluma de este
modo sobre la página; así pues, por esta magia aprendida de un
genio, procura tú11 un nuevo vestido, porque la estación es Pri-
mavera. Y escóndela tan bien de los demonios que sólo la vea
Salomón. Búscame12 en ella, porque es mi meollo, ¿qué soy yo,
sino un pedazo de piel sobrante? Soy simple cera, privada del
signo del sello, vacía de abejas y de miel; así, ¿cómo me sellará
Salomón con el dibujo de su anillo? Sea rojo o negro mi rostro,
su pintor será siempre el secretario del Soberano. Mi cometido
no es fundir en la zeca de la poesía oro de pocos quilates, sino
oro purísimo; si alguien alcanza a comprender mi ámbar, basta
para mi seda el valor de mi almizcle13. Los poetas sutiles, una vez
cantados sus versos, se adormecerán por el cansancio, pero noso-
tros hemos construido las tumbas a los desaparecidos y hemos
desanudado los zapatos a los inteligentes de nuestro villorrio. De
los estilos que fueron antes de nosotros, ninguno ha obtenido un
fruto tan nuevo, pues, aunque la forma tenga algún defecto, del
arte retórico tenemos un perfecto dominio: hemos bebido piel
sin médula como agua14 y, en respuesta, damos médula pura, sin
pieles inútiles; mas, a pesar de la originalidad de nuestro arte, no
nos apartamos de la antigua forma. Esta colección de perlas no
se propone más resultado que el que se obtendría de medir el
viento con una copa; ¿por qué, pues, yo, joyero de la palabra, no
pude sopesar a cambio gemas y tesoros? He abierto muchos teso-
ros escondidos, pero no encontré la llave para llegar al oro puro;
pese a las dulces inspiraciones que descienden sobre mí todas
las mañanas, no hago otra cosa que repetir: «¡Dios me per-
done!15». Mas, aun así, oh NiΩœm|, tu aliento es tu
Mesías, y tu sabiduría tu árbol de María16, y si has
tenido la suerte de mover el árbol y que cayeran
los dátiles, ¡que te hagan buen provecho, por-
que has hallado una auténtica fortuna!

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30

NOTAS
1
Salomón, uno de los profetas más importantes del
Islam, es también símbolo de la realeza sagrada, con su
trono maravilloso portado por los genios, y forma parte de
incontables metáforas de la realeza. Aquí la «seña secreta» es la
orden del soberano Körp Arslan, príncipe de Marœga.
2
Literalmente en el texto. El sentido de la metáfora podría ser una invita-
ción a salir de las miserias de lo cotidiano para entrar en una dimensión dis-
tinta, la de la Poesía.
3
Las «vírgenes ocultas» parecen ser aquí las palabras poéticas, los versos.
4
Se trata de Firdaws|, uno de los mayores poetas persas (s. X-XI), el autor de
la extensa epopeya El libro de los Reyes, de la que existe una traducción comple-
ta en versos italianos de Italo Pizzi (Il libro dei Re, Turín 1886-1888, en 8
vols.). Es una de las fuentes principales de nuestro poema, porque también allí
se narran, en un estilo muy distinto al de NiΩœm| y de modo más sucinto,
algunos episodios de la vida del rey Bahrœm G≠r.
5
Bujœr| es uno de los más famosos tradicionistas musulmanes (siglo IX).
‡abar| es uno de los mayores historiadores de la lengua árabe (aunque de ori-
gen iranio, s. IX-X), que en sus riquísimos Anales trata profusamente, recu-
rriendo a fuentes muy diversas, la historia de la Persia preislámica. No obs-
tante, el pasaje podría traducirse también «en la zona de Bujœra y de
‡abaristœn» como propone Ritter (en ORIENS 15, 1962, pág. 237). Las
fuentes de NiΩœm| serían, pues, más numerosas y menos precisas.
6
Zand es el nombre tradicional, en neopersa, del libro sagrado de los zoroás-
tricos (Zand-Avesta, más propiamente Avesta, donde Zand significa «comenta-
rio»). El término, en la poesía clásica persa, interviene en metáforas que alu-
den a belleza, fuego, magos y otros muchos conceptos.
7
NiΩœm| dice que ha adornado su poema –palabra poética y por tanto mági-
ca, semejante, en la representación islámica, a las palabras del Avesta que, según
el antiguo uso, susurraban los sacerdotes zoroástricos –con las imágenes de
siete princesas (las Siete Esposas), para que los siete planetas (las Siete Espo-
sas del firmamento) puedan, uno a uno, derramar sobre ellas –y sobre el pro-
pio poema– sus benéficos influjos.
8
La idea del agua como fuente original de vida es muy antigua y se encuentra en
numerosas mitologías. En este contexto, la comparación más inmediata es natural-
mente el propio texto coránico: «Y Él es quien ha creado al hombre del agua, extra-
yendo de ella descendencia masculina y femenina...» (Cor. XXV, 54); «¿No ven los
impíos que... del agua hemos hecho germinar todo lo que vive?» (Cor. XXI, 30).
9
Se alude al famoso episodio (evidentemente conocido en la época de NiΩœm| y
que la mayoría de los estudiosos consideran apócrifo) del impago, por parte del
patrón de Firdaws|, rey Ma™m≠d de Gazna, del precio prometido por El libro de
los Reyes; y al desdeñoso rechazo por parte de Firdaws| de una cantidad menor que
se le ofreció y que él repartió generosamente entre un bañero y un cervecero.
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10
La poesía (≤i¤r), en el lenguaje y la mentalidad árabe del antiguo Islam, impli-
caba una idea de inspiración sobrenatural –el poeta se consideraba inspirado
por los genios, los ¥inn–, con una eficacia análoga a la de la fórmula mágica.
Como atestigua el Corán, Muhammad fue acusado al comienzo de su predi-
cación de ser únicamente un poeta. NiΩœm|, que reivindica con estas palabras
su inspiración poética, afirma que no le inspira el ángel Gabriel, como a
Muhammad, sino un genio. Las palabras de NiΩœm| reflejan perfectamente
las del Corán LXIX, 40-41: «Ésta es palabra de un mensajero nobilísimo, no
palabra de poeta... Es la revelación del Señor de la Creación».
11
Aquí el «tú» se refiere al propio NiΩœm| (cf. el final de la invocación: «Aun
así, oh NiΩœm|, tu aliento es tu Mesías...»).
12
Aquí el «tú» parece referirse al lector; o mejor, es el propio NiΩœm| quien se
enfrenta a sí mismo como poeta, en una especie de desdoblamiento.
13
El almizcle, muy apreciado por su perfume, se vendía a menudo envuelto en
seda. En este nexo entre seda y almizcle se basa la metáfora con que NiΩœm|
quiere decir: aunque no reciba recompensa por mi obra, me bastará con el
valor intrínseco de mi poesía.
14
«Piel sin médula» es lo externo de la retórica, por contraposición a la
«médula sin pieles inútiles» que es la sustancia poética pura: NiΩœm| ha con-
seguido proponer un fruto poético nuevo, tras haberse acogido únicamente
a la retórica tradicional.
15
Esta obra poética (colección de perlas) ha sido vana (como lo es querer
medir el viento con una copa), no ha obtenido ninguna recompensa. El poeta
–joyero de la palabra– lamenta no haber podido obtener oro a cambio de sus
perlas (palabras poéticas); pero no debe excluirse de la metáfora el doble sig-
nificado de «oro puro»: tesoros terrenos y también «sabiduría», como si
NiΩœm| concluyera su discurso con una declaración de humildad, con la per-
cepción de lo inadecuado del nivel que ha alcanzado.
16
El Jesús coránico aparece también como un sanador, un taumaturgo que reali-
zaba milagros con su aliento creador y sanador (cf. Corán V, 110 y passim). El
Corán (XIX, 23 y ss.) habla también de una palmera que dio milagrosos fru-
tos a María, exiliada por las sospechas que su embarazo había suscitado entre
los suyos. «Árbol de María» está, pues, por «árbol fecundo y milagroso».

Invocación al Rey
Ay, corazón, ¿hasta cuándo estas fantasías? ¡Mejor sería
la renuncia! El propósito de esta primera vuelta del
compás es crear cuatro capítulos más hermosos
que la primavera. El primero honra a Dios,

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32

originador de la creación, por Su gracia; el


segundo invoca al Profeta, por quien esta anti-
gua moneda1 ha adquirido un nuevo valor; el ter-
cero es un augurio para el Soberano del mundo,
augurio que hace brotar perlas de la boca; el último
capítulo contendrá sabios consejos para el Rey del triunfo
y la victoria, cuyo imperio de los siete continentes proporcio-
na un tributo de gloria. Argumento del reino por fuerza y pujan-
za, Signo divino entre los señores del mundo, Soberano dispensa-
dor de coronas, donador de tronos y, desde el alto trono y corona,
dispensador de tesoros. Columna del reino, Sublimidad de la reli-
gión (¤Alœ’al-d|n), custodio y protector del Templo y de la Tierra,
Rey Körp-Arslan2, conquistador de países, mejor que Alp Arslan
en la corona y en el trono, donde se confirma y se consolida la
estirpe de Aqsonqor, y el padre y el abuelo encuentran perfección
en él. Un Mahd|3 que es el sol de esta cuna, cuyo reino sella el
último ciclo del mundo, un Rustam que, por haber cabalgado
hasta el cielo su Raj≤, es al mismo tiempo grande y dispensador
de grandeza; alto como el cielo, generoso como la nube, león por
el cuerpo y por el nombre. Cuando se echó la llave a la cerradura
del Ser, el mundo se produjo de una Perla4, pero ¡él es un mundo
y sus manos vierten a cada instante miles y miles de perlas! La
página del firmamento es sólo un folio de su biografía; el venero
del mar, una gota de su munificencia; tierra y mar se encuentran
a sus órdenes; tanto los de tierra adentro como los marinos can-
tan en su honor. Él es el altivo, de trono tan excelso que su altu-
ra sobrecoge de temor el pecho: par en nobleza al Ángel; en altu-
ra, hermano del Firmamento. El rayo de su espada abrasa los velos
en el cuerpo de los enemigos ocultos5 y la Victoria apoya la cabe-
za en el polvo de sus pies, mientras que la sedición se ahoga en el
agua purísima del acero de su espada.

NOTAS
1
Gracias a la nueva Revelación del Profeta Muhammad, el mundo (esta anti-
gua moneda) ha adquirido un nuevo valor.
2
Alp Arslan fue uno de los soberanos más famosos de la dinastía (de origen
turco) de los seleyúcidas, que dominó el Irán durante el siglo XI. Alp signi-
fica «héroe» en turco, y arslan, «león». El segundo elemento del nombre, que
permite al poeta un juego de palabras, es común al de su protector Körp-
Arslan. Éste, también llamado ¤Alœ’al-D|n, fue rey de la dinastía de los atabeg
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de Azerbayán, con centro en Marœga, a quien NiΩœm| dedicó, como sabemos,


su poema. Su dinastía nació de la fragmentación del gran imperio seléucida
en varios principados menores y tuvo sólo importancia local. Su fundador
fue Aqsonqor.
3
Según la doctrina escatológica islámica, el Mahd| es el personaje que vendrá
en el fin del mundo a traer justicia y a convertir a todos los hombres a la ver-
dadera religión. De ahí su vinculación al «último ciclo del mundo» y su
hiperbólico parangón con el protector de NiΩœm|. Rustam fue uno de los
héroes más famosos de la antigua epopeya irania; a un tiempo, el Aquiles y
el Hércules persa, dotado de una fuerza maravillosa, que realizó gran parte
de sus empresas a lomos del corcel Raj≤, término que luego significó «corcel»
por antonomasia.
4
La palabra árabe-persa ¥awhar, además de «perla, gema», significa también
«sustancia». Se alude aquí a la concepción de origen gnóstico –que aparece
con profusión en la lírica persa tradicional–, según la cual el mundo se origi-
nó a partir de la perla (sustancia) primordial. La perla que, como ya hemos
tenido oportunidad de ver, simboliza la palabra, nos remite también al divi-
no verbo creador que ha situado al ser en el mundo.
5
El texto dice literalmente «los enemigos cosedores de velos».

Elogio de la palabra. Versos sapienciales


La Palabra1 es al mismo tiempo lo nuevo y lo viejo; mucho podría
decirse de esto. La madre del Fiat creador nunca engendró, desde
el principio de la creación, hijo más hermoso que la Palabra. La
palabra, inmaculada como el espíritu, es también la tesorera del
cofre del mundo invisible; conoce historias nunca oídas y lee libros
nunca escritos. Fíjate bien y verás que de todo lo creado por Dios
nada permanece estable como la Palabra. La Palabra es lo que
queda de los hijos de los hombres: el recuerdo; lo demás es sólo
viento. Esfuérzate por conocer qué es aquello que, en toda la cre-
ación, entre los vegetales, los minerales y los seres animados dota-
dos de intelecto, vive eternamente. Quien se conozca a sí mismo
en su verdadero ser recibirá la honra de la vida eterna; efíme-
ro será quien no consiga leer su propio diseño, porque el
que lo ha leído vive para siempre. Cuando te hayas
conocido de verdad a ti mismo no pasarás, aunque
desaparezcas, pero los que viven ignorantes del
ser entran por esta puerta y salen por aquélla.

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34

No hay polvo en la ventana, ni humo en la


puerta, mas ¿para qué sirve si nadie mira hacia
el sol?2 Cada uno está contento con su propio
corazón, nadie construye su propia arcilla, todos
están dispuestos a buscar ingeniosos pretextos, nadie
reconoce que su d≠g 3 es ácido. Los hombres maduros, con
suficiente experiencia, no se golpean la cabeza contra un muro
sordo: eso sólo sucede cuando escasea el capital del espíritu, pues
aquellos que tienen abundancia de capital ven lejos. Si el rico de
capital es hombre avisado, se necesitará un policía, porque hay sin
duda un ladrón en el camino. El mercader chino, cuando carga el
almizcle, lo proteje de la proximidad del asa fétida4. El ala de la
abubilla bajo el ala del águila supera en velocidad a todas las aves.
Los hombres famosos no se ven libres de desgracias. Sólo los
mediocres están exentos de peligro. El pájaro inteligente, buscan-
do comida, cae con las dos patas en la red. Allí donde exista un
hambriento como la tierra, ésta lo acogerá en su vientre; así, con
todo este comer, traer y llevar, no falta, a fin de cuentas, un grano
de cebada de este almacén, porque lo que tú, grano a grano, reco-
ges, uno a uno repones. Si, como la candela, tienes necesidad de
una corona de oro, tu llanto habrá de ser mayor que tu risa. Esa
sustancia regocijante, amasada de rubíes y perlas, está elaborada de
poca risa y muchas lágrimas5. Todo hombre posee una ayuda secre-
ta, un amigo y un amante; de la Razón6 viene la ayuda, si posees
la razón, lo tienes todo, mas aquel que no sabe hacerla funcionar
como es debido tendrá forma de hombre, pero sustancia de demo-
nio. Los ángeles que tienen nombre de hombre son inteligentes y
la inteligencia es cosa maravillosa. Lo que debía ser, era ya antes
del tiempo, y nuestro esfuerzo de hoy no sirve para nada; sin
embargo, debes trabajar, porque, en el fondo, es mejor trabajar e ir
al infierno que ser perezoso e ir al paraíso. Aquel que sólo está vin-
culado a sus cosas y no es bueno contigo, pésima cosa es, porque
se familiariza con los malvados y piensa mal de los otros. Cuando
la voluntad aparece unida a los buenos pensamientos, el benéfico
crea bien. Vive de forma que si te llega una espina, no hayas de
exponerte a los reproches de los enemigos, para que no digan:
«¡Sus desgracias han llegado al límite!», y para que otros no rían:
«¡Es su merecida recompensa!». Aunque nadie te eche una mano,
que al menos no te aplaste con el pie; mejor es que recuerden tu
misericordia y no se alegren de tu dolor. No comas delante de los
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hambrientos y, si lo haces, invítalos a tu mesa; no peses el oro


delante del pobre para que no se te adhiera como el dragón al teso-
ro. Aunque el viento sea de primavera, mejor no encender delante
de él la lámpara. El hombre no está hecho para ir tras el forraje,
sino para la inteligencia y la conciencia; más vale un perro que el
hombre que, como el asno, tiene siempre los ojos vueltos al forra-
je. Esfuérzate por ser útil para los hombres, por adornar el mundo
con tu buena índole. Más vale que, como la rosa, exhales un sudor
dulce que todo lo perfume dulcemente. ¿No has oído lo que dice
el sabio? «El que yace dulcemente tiene dulces sueños». Aquel que
nació con índole maligna, la conservará en el momento de la muer-
te, mientras que el que nace con un carácter hermoso, incluso en
la muerte conservará la belleza. No seas demasiado duro o severo,
porque la burda tierra ha criado para después matarlos muchos
como tú. ¿Para qué sirve embellecer la tierra? El que trabaja la tie-
rra es tan vil como ella, y si alguno te objeta: «La sabiduría pura
surge del Hombre y éste surge de la tierra», respóndele: «El agua
de rosas viene de la rosa y ésta de la espina; el néctar se encuentra
en la piedra muhra y ésta se encuentra en la serpiente7». Lucha con
el mundo para que no tengas que estafar, ni instalar las tiendas en
las fauces del dragón: no hay que buscar la amistad del dragón,
porque él devora a los hombres. ¿Podría el perro, aunque vistiera
de andrajos como un monje, olvidar su índole canina? Los amigos
que se entregan a la hipocresía acaban por estar de acuerdo con los
enemigos; como moscas sobre lo negro insinúan lo blanco, ambos
se tiñen de colores opuestos. Más vale que permanezcas lejos de
esos bandidos, que te desembaraces de esa alforja8. En estos tiem-
pos, en que la gente de religión es de baja estofa, los Josés son
lobos, y los ascetas, beodos, sólo se puede salvar la vida por dos
medios, ¡haciendo el mal o aprobándolo! Mas no quiera Dios que
sus siervos se pongan tales grilletes en los pies, ni que aticen el
fuego del infierno o busquen la pez y arrojen el talco9. ¡Adelante,
aplastemos con el pie la rebelión contra Dios y tornemos a la anti-
gua obediencia! ¿Hasta cuándo este deseo de una pepita de oro?
¿Hasta cuándo este afán y esta avaricia? Observa que el vien-
to despoja de sus vestidos al tulipán por una o dos mone-
das falsas y sucias de sangre, mientras que, puesto que
el hisopo no posee dracmas ni denarios, nada
puede hacer sobre su efigie del viento10. No ten-
gas un tesoro sobre la cabeza como la nube

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blanca, por el contrario, pon sobre él los


pies, como el sol, para que la tierra que se
humedece con el agua de la nube, se transforme en
oro con tu humilde beso. ¡Sacude al sol tu bolsa de
oro, pon piedras sobre los rubíes coloreados de sol!11
Malo es que se le iluminen los ojos con el oro, porque lo
que ilumina los ojos del mundo es el Intelecto. «Oro» (zar,
escrito z-r) se escribe con dos letras, generalmente separadas12,
¿hasta cuándo te enorgullecerás de una cosa dispersa? No te llenes
de oro el corazón, como la tierra, para que, como el oro, no que-
des inconexo y disperso. A cada imagen que tiene el cuerpo de
color de oro, se le pinta de azul la camisa; la balanza que se ocupa
del oro acaba lapidada por mil piedrecillas13. El oro, cuando sirve
para comer, aporta placer, pero, cuando se deposita, es causa de
temores y padecimientos. Considera cuánta estupidez: el amigo
declara la guerra al amigo por un mineral.

Pues así se comportan las gemas y la plata, ¿por qué temes dejar-
las? ¿A qué tanta preocupación por ese ladrón; a cuento de qué
extraer el sol con un jarro? Las voces de todos llegan desde el ves-
tíbulo: un día vendrá de allí también la nuestra. Como yo mismo,
otros han narrado ya esta historia, y en esta narración han aca-
bado por dormirse; tendré, pues, que comprender lo que debe
hacerse si, como a los otros, no me vence el sueño. El viandante
debe proveerse para el viaje y alejarse rápidamente de los puntos
peligrosos. Yo voy y mi asno no me sigue. No puedo creer que
yo mismo debo irme, y sólo tendré noticia de mi marcha cuan-
do mi nido esté fuera de la puerta14. Mas, ¿hasta cuándo hablará
la ignorancia?, ¿hasta cuándo adornar perlas con los ojos cerra-
dos? Desaparece, pues, de la vista, hazte confidente del Arcano y
calla, para que sepas que todo lo que conoces es errado o está
expresado con error.

Fíjate bien: ¿qué cosas de las que ahora tienes tenías antes, cuan-
do llegaste al mundo? De esta angostura del mundo te llevarás
sólo lo que trajiste el primer día. ¿Cómo se puede danzar con el
cielo llevando al cuello la onerosa deuda de los mares y los mon-
tes? Esfuérzate, pues, en devolver tu deuda, hasta que quedes tú
solo y un cuadrúpedo sin carga, y cuando ya no tengas siquiera
un grano del peso del mundo, ve por el mundo adonde se te
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antoje. Tú mismo habrás de tirar tu equipaje, antes de que tiren


tu corona del trono. Vendrá el día en el que cien retoños puros
serán arrojados a la tierra por el polvo de la envidia, pero yo que,
como la rosa, he arrojado las armas, me he liberado también de
la espina de la endivia, con la esperanza de que sobre el fuego de
ésta vierta talco la pobre vestimenta de mi cuerpo. Sólo así se
puede recorrer la senda en este lugar de terror, hasta la muerte; y
cuando haya superado este viejo puesto de la etapa, haga el cielo
lo que quiera. ¡Oh NiΩœm|!, ¿hasta cuándo estarás atado así?
Álzate y eleva tu canto, deposita el alma tuya en la corte del
Único, para que puedas encontrar la felicidad eterna.

NOTAS
1
Muchos de los poemas niΩœmianos comienzan con el elogio de la Palabra,
Verbo creador, Logos, y en el contexto ambién «poesía»: a menudo sujan (pala-
bra) tiene el sentido más restringido de «arte de la palabra» o «palabra emple-
ada artísticamente» o mejor «poesía sapiencial». Cf. nota 6, pág. 240. Con
este «elogio de la Palabra» se abre un paréntesis de máximas sapienciales, que
no presentan una continuidad narrativa: algunas de las proposiciones básicas
se enuncian y se ilustran a través de una serie de subproposiciones expresadas
en metáforas. No obstante y pese a la aparente discontinuidad, todo remite
siempre a una idea central: la constante búsqueda del Conocimiento, el apar-
tamiento de los bienes terrenales, la lucha con el mundo, como única senda
para alcanzar la felicidad eterna.
2
NiΩœm| quiere decir: la posibilidad de alcanzar el Conocimiento («ver el
Sol») existe; no hay obstáculos objetivos («polvo y humo») que lo impidan;
pero quien no busca el conocimiento, no percibe siquiera los caminos que
tiene a su disposición para alcanzarlo.
3
El d≠g es un yogur mezclado con agua o «leche batida», como he dicho en oca-
siones. Se trata de una bebida refrescante que aún se consume mucho en Per-
sia. El proverbio «Nadie reconoce que su d≠g es ácido» significa: «Nadie está
dispuesto a encontrar defectos en sus cosas».
4
El mercader chino protege el precioso perfume del almizcle de la proximidad
del asa fétida, una resina de olor pútrido.
5
En efecto, el que se lanza a la búsqueda del Conocimiento se expone a
múltiples peligros y sufrimientos, pero todo lo que se paga se recu-
pera; por tanto, siempre se restablece el equilibrio; el hambriento
extrae la comida de la tierra, pero ésta acabará por nutrirse de
él. Ese bien precioso que representa la felicidad (la «sustan-
cia regocijante amasada de rubíes y perlas») se obtiene
sólo con el sufrimiento: para que el cirio resplandezca,
ha de arder y fundirse.

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6
«Razón» traduce aquí el término iranio antiguo
jerad, que implica una razón trascendente o un intelec-
to cósmico y, en el hombre, es «sabiduría» o sapientia más
que «ciencia» intelectual.
7
Muhra, literalmente «guijarro», «bolita» o «piedrecilla», es tam-
bién el nombre que recibe una piedra que supuestamente se encon-
traba en la cabeza de las serpientes y que era un antídoto muy potente
contra el veneno. A menudo, recibe también el nombre de ≤œhmuhra o
«muhra real». A quien objeta que la tierra no puede considerarse vil porque de
tierra está hecho el hombre y de él surge la sabiduría, se responde que ciertas
cosas esconden sus contrarios (la espina de la rosa, el contraveneno de la ser-
piente). La primera ilustración de esta máxima aparecerá justo al comienzo de
la historia de Bahrœm, hijo de Yazdegerd: «Unas veces, de la joya nace la pie-
dra; otras, de una piedra falsa surge un rubí», dirá NiΩœm|, «la relación entre
Yazdegerd y Bahrœm era exactamente la de la piedra y la joya».
8
«Más vale que te desembaraces de esa alforja» significa que te conviene cor-
tar los vínculos con ellos. En persa, alforja se expresa con el término ∞arband,
que significa literalmente «cuatro lazos».
9
El talco es un mineral que, según la tradición, impide que el fuego ataque
cualquier objeto que se haya frotado con él. Así pues, resulta claro el signifi-
cado de «busquen la pez y arrojen el talco».
10
El viento se lleva todos los pétalos del tulipán (le roba los vestidos), atra-
ído por su color rojo y amarillo (que le hacen semejante a monedas ensan-
grentadas), mientras que nunca daña al hisopo, pequeña planta aromática
sin flores.
11
El sentido completo de la frase es una invitación a no aspirar a los bienes
terrenales, para no dejarse dominar por ellos; de ahí que no se deba hacer
como la nube blanca que tiene al sol (el tesoro) por encima, sino hacer como
el sol, que estando sobre la nube, después de que ésta se haya transformado
en lluvia y haya bañado la tierra, la hace fructificar (la transforma en oro).
12
Entre las letras del alfabeto árabe, adoptado por los persas, se distinguen
«letras separadas», es decir, las que no se unen en la grafía a la siguiente,
y «conexas». Tanto la z como la r, que forman el nombre zar, «oro», son
letras separadas.
13
El oro es portador de males: toda imagen de oro se convierte en imagen luc-
tuosa (el azul es el color de luto en la tradición persa). Las monedas de oro
arrojadas a una balanza son como pequeñas piedras que la lapidan.
14
El sentido completo es el siguiente: toda nuestra vida es un recorrido hacia
la muerte, pero nuestro instinto, nuestra naturaleza física (el asno) se niega a
tomar conciencia de esa realidad, de forma que sólo percibe la muerte cuan-
do ya ha llegado.
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Consejos a su hijo
Cuando los escolares de la escuela del Fiat creador1 aprendieron
los primeros rudimentos de la Palabra, decretaron que la Ciencia
es tesorera de la Acción y resolvieron las dificultades de lo crea-
do. Todos se abrieron camino hacia una yacija y, cuando llegó el
momento del sueño, se durmieron. Atento, hijo mío; yo te digo:
vigila tú, porque yo estoy ya dormido. Puesto que posees la flor
del jardín divino2, posees el sello del nombre de Muhammad y,
afortunadamente, te has transformado como él: golpea pues el
tambor de Ma™m≠d3. Imprime tu acuñación del dibujo de la
buena fama, para que por excelsa altura puedas llegar hasta el alto
firmamento, y yo, que estaré prisionero allá arriba4, pueda enor-
gullecerme de tu altura. Busca una compañía que, por su buena
fama, te conduzca a buen fin; un compañero que huela a almiz-
cle, que no sea estúpido o charlatán. El defecto de una sola de
esas malas compañías arroja el descrédito sobre cien personas;
cuando cae una presa inmadura, otras cien caen en la red; para
que un necesitado trague oro se han desgarrado a veces cientos
de vientres en la senda del peregrinaje. ¡No duermas como los
viejos en semejante senda; mantente lejos de los viles aprovecha-
dos! Para que no te seduzcan como a una mujer en este palacio
invertido5, puesto que eres hombre, no mires la danza del corcel,
que es hábil viandante, mira, por el contrario, el camino, mira su
dificultad. Aunque sobre esa senda vueles como un halcón blan-
co, mantén siempre la mirada en la vía como hace el sol, porque
esta senda es camino de presas, y el cielo está allá arriba, prepa-
rado con el arco y las flechas. Aunque tu espada sea un hierro
precioso, el camino es piedra, y piedra es el imán6. Carga tu
cabalgadura de forma que no se rezague en esta árida montaña.
¡Cuántos nudos son claves secretas, cuántas durezas los caminos
fáciles esconden! ¡Cuántos sueños que parecen temibles, se reve-
lan alegres con la interpretación! Aunque las flechas del dolor
traspasen el corazón, la coraza de la paciencia sirve para esa
jornada. Mantén firme el pacto con Dios y no ocupes tu
corazón con otros vínculos. Si no rompes ese pacto, te
aseguro que serás salvo de este mundo y de aquel.
No dejes caer del collar la perla buena y huye de
las viles. Nunca es fiel aquel que tiene la mala
perla en el ánimo; el principio malvado

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nunca se equivoca en equivocarse. Puesto


que el escorpión7 es malvado por naturaleza,
dejarlo vivir es vicio, matarlo es virtud. Aprende,
pues, la virtud, ya que por su gracia podrás abrir y
cerrar las puertas. El que no se avergüenza de aprender
saca perlas del agua y rubíes de las piedras, pero el que no
goza de la suerte de la sabiduría, se avergüenza de aprenderla.
¡Cuántos jóvenes de naturaleza aguda pero oído perezoso, por
pereza se convirtieron en vendedores de terracota! Y, por el con-
trario, ¡cuántos tontos se convirtieron en Cadíes8 Supremos de
los siete continentes, gracias al aprendizaje! Los animales medio
comidos por los perros de caza sólo son lícitos en virtud de la
enseñanza de la ciencia; ahora bien, si el perro9, en virtud de la
ciencia, se hace puro, es muy posible que el hombre se haga ángel.
Conócete a ti mismo, como Ji∂r10, para que llegues a degustar el
Agua de la Vida, que no es la que beben los animales, sino alma
esposada con el intelecto e intelecto unido con el alma. El inte-
lecto unido con el alma es don de Dios, el alma unida al intelec-
to vive eternamente. El resultado de ambos es sólo Uno. Si tú
posees los dos, no habrá duda de ello, pero hasta que no se unan
en el Uno no digas a nadie: «¡Tú no eres nada!». Sólo cuando
encuentres ese Uno podrás despreocuparte de los dos y colocar
el pie en la cabeza de los dos mundos. Deja aparte el tres, que es
débil apoyo, y supera también el dos, que es maniqueísmo. Afé-
rrate sólo al cabo de un hilo, como los héroes, deja el dos y une
en uno el tres; hasta que no te libres de la Trinidad no llevarás
hasta el cielo la esfera victoriosa de la Unidad11. Cuando te hayas
librado de esos dos, ¡no cuentes historias! Puesto que ha encon-
trado la Unidad, ¡no busques pretextos! Mientras seas joven y
estés sano encontrarás todo lo que deseas, pero, ¿dónde se
encuentra el remedio cuando comienza a curvarse el esbelto
ciprés? Tú, que ahora posees la frescura del mundo, viaja por la
senda justa mientras puedas hacerlo: disponte, como una rosa, a
recorrer la senda de la religión para que, al final, te conviertas en
un ciprés alto12. Yo que ya he perdido la frescura, como el sauce,
ahora que mi tulipán amarillea y encanece mi alhelí, no puedo ya,
por debilidad, ceñirme el cinturón o ponerme el turbante en la
cabeza13. El tiempo, que ha hecho presa en mí, me ha reducido a
esto, porque ésa es su costumbre. Aunque aún no he caído, ya
tengo las alas rotas, ¿cuál será mi estado cuando haya caído de
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verdad? ¿En qué se convertirá el joven pustuloso, de feo rostro,


cuando contraiga incluso la viruela? Aunque mi propia índole
está en peligro por la sombra de los envidiosos, me arropa la
belleza de la virtud. ¡Oh remedio de mi corazón! Mantén aleja-
do mi polvo de las cortes ante las que se besa la tierra. ¿Hasta
cuándo las tinieblas? Dame luz y dame remedio cuando esté que-
brado14. Haz fácil aquello que atemoriza mi ánimo, porque para
Ti es cosa fácil. Mi cuello ha estado siempre libre de cuerdas, no
me atormentes nunca bajo el peso de los viles. Siempre he esta-
do contento con mis pobres cosas, príncipe, como una concha,
en su casa. Más vale que la independencia continúe siendo mi
amiga, ¿por qué debería preocuparme de servir? El león ha con-
seguido orgullo y grandeza porque ha liberado su cuello de ser-
vir a otros. Mejor es dar a los demás un trozo de pan de tu mesa
que comer manjares de la mesa de los viles.

Mas, ahora que la mañana ha desenvainado su puñal agudo,


¿hasta cuando dormirás, NiΩœm|? ¡Levántate! ¡Comienza a exca-
var la mina, no te atormentes con tu cansancio, abre a los hom-
bres del mundo la puerta del Tesoro!

NOTAS
1
Los filósofos y teólogos (estudiosos del problema de los orígenes del univer-
so, de cómo llegó a ser el mundo) establecieron que la acción sin conoci-
miento carece de valor (o, en un sentido más estrictamente filosófico, que el
Acto creador es un acto de Conocimiento); pero, aunque creyeron haber
resuelto así los secretos del universo, ellos también murieron. El sarcasmo de
NiΩœm| frente a la ciencia oficial se trasluce en su definición de los sabios
como gu≤picidegœn, «escolares» (literalmente, «que se cogen por las orejas»).
2
NiΩœm| pide a Dios que se manifiesten al menos algunas de las cualidades
de Muhammad en su hijo, que ya tiene este mismo nombre de buen augu-
rio («el Loadísimo»).
3
Ma™m≠d, en árabe, literalmente, «loado» o «loable», es uno de los apelati-
vos del profeta Muhammad, pero era también el nombre del rey Ma™m≠d
de Ghazna, patrón de Firdaws| y famoso soberano. «El tambor de
Ma™m≠d» indica, pues, renombre, y se refiere al tambor de guerra
de ese rey.
4
NiΩœm| expresa la esperanza de que, cuando ya esté muerto y
no pueda volver a esta tierra (se encuentre prisionero allá
arriba), pueda al menos sentirse orgulloso de la altura
que ha alcanzado su hijo.

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5
Este «palacio invertido» es metáfora que designa el
mundo terrenal, lugar en el que el sentido de las cosas
se ve con una óptica invertida respecto a la verdadera.
6
Aunque tú seas ya un ser de gran valor, quiere decir NiΩœm|,
siempre estarás sometido a la atracción de las tentaciones del mundo.
7
En el reino animal, el escorpión es, como los reptiles, el representante
típico de lo «negativo» (cosa, por otra parte, nada específica de la cultu-
ra islámica). Se remite a fórmulas que el propio Profeta habría pronunciado
para pedir protección a Dios contra una serie de males, entre los que se
encuentran «el mal de la serpiente y del escorpión».
8
Cadí (ár. qœ∂|) es el juez musulmán, encargado de aplicar la Ley religiosa.
9
Puesto que el perro es, según la ley islámica, animal impuro, pero las presas de
la caza son, por lo general, puras, los juristas musulmanes han discutido la pure-
za ritual de los animales que, una vez cazados, llevan a sus amos los perros ama-
estrados para la caza, después de haberlos mordido y devorado en parte. Aquí,
el razonamiento de NiΩœm| resulta curioso y alambicado: puesto que los perros
«no amaestrados» son «impuros», si se declara puro lo que los perros amaes-
trados han devorado en parte (de hecho, los expertos se decidían, por lo gene-
ral, a favor de la licitud de los animales así obtenidos por el cazador), con mayor
razón el amaestramiento de la ciencia podrá convertir en ángel al hombre.
10
Su nombre, Ji∂r o Ja∂ir, significa en árabe «verde». Esta enigmática figura,
que viste de ese color y produce el nacimiento de yerba allí donde pisa, apa-
rece a menudo en la fabulística y las leyendas musulmanas. Fue capaz de lle-
gar hasta el Agua de la Vida, que se encuentra en el País de las Tinieblas, y
beber de ella: por tanto, es inmortal y custodio de esa agua. Aunque no se le
nombra explícitamente, aparece en el Corán (XVIII) como guía del profeta
Moisés. En los cuentos musulmanes es protector de los desamparados.
11
Se trata de una crítica implícita a la idea cristiana de la Trinidad, conocida
por NiΩœm|, (aparte de las alusiones que aparecen en el Corán, en Azerbai-
yán había muchos cristianos armenios), y que para él equivalía a triteísmo.
12
El ciprés es uno de los motivos más recurrentes y centrales en la poesía persa
clásica. Árbol sagrado del Irán (la leyenda habla de un ciprés plantado por
Zaratrusta, que en la interpretación islámica se convirtió en un elemento
fundamental de la religión zoroástrica), en este lenguaje poético es, en pri-
mer lugar, símbolo del Amigo, imagen que remite a su figura recta, noble y
erguida; puede emplearse también como metáfora de soberbia y rebeldía. Se
lo encuentra también naturalmente vinculado a imágenes de agua corriente
y, desde el punto de vista iconográfico, puede ser el Árbol a cuyo pie brota
el Agua de la Vida.
13
«Ceñirse el cinturón y ponerse el turbante en la cabeza» tiene el significado
genérico de disponerse a emprender algo.
14
NiΩœm|, en un giro súbito, abandona el discurso dirigido al hijo para invocar
la iluminación divina.
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Inicio del cuento y nacimiento de Bahrœm


El joyero del tesoro del Misterio descubre así el cofre de las per-
las: el cielo posee una balanza con dos platillos, en el uno hay
una piedra, en el otro, una joya; de su balanza, recibe este mundo
bicolor ora una joya, ora una piedra1. Las espaldas de los reyes
están sometidas al mismo influjo: el hijo que nace, puede tener
de la joya o de la piedra. Unas veces, de la joya nace la piedra;
otras, de una piedra falsa surge un rubí. La relación entre Yazde-
gerd y Bahrœm2 era exactamente la de la piedra y la joya y, lo que
aún maravilla más es que, donde uno golpeaba, el otro aplacaba;
piedra contra rubí, espina contra dátil fresco; aquel que del uno
había sufrido la persecución, en el otro encontraba la medicina.
El primer día, cuando el alba victoriosa de Bahrœm arrebató su
negrura infamante a la noche, los astrólogos, alquimistas del
cielo, sabios de sol y de luna, buscaron en las balanzas pesadoras
de cielos plata de pocos quilates, pero encontraron oro purísimo:
del mar había surgido una perla; de la piedra, una joya. Hallaron
también un horóscopo victorioso en grandeza y potencia: su
ascendente era Piscis, y en él se encontraba Júpiter, acompañado
de Venus, como el rubí con el jacinto; la Luna se encontraba en
Tauro; Mercurio, en Géminis; Marte estaba en su culminación en
Leo; y Saturno, desde la constelación de Acuario, anunciaba que
acabaría con los enemigos; la Cola del Dragón se hallaba frente
a Saturno; y, en Aries, el Sol. En definitiva, todos los astros tes-
timoniaban, como Júpiter, su felicidad3.

Cuando nació Bahrœm, con el horóscopo que he dicho, su padre


Yazdegerd, el de mente cruel, maduró y comprendió su suerte; es
decir, reconoció que todo lo que él maduraba era acerbo y que la
semilla de la injusticia acaba siempre mal. Puesto que todos los
hijos que había tenido antes, durante más de veinte años, habían
muerto, los astrólogos decidieron que enviara a su nuevo retoño
de hermoso rostro desde Persia hasta el país de los árabes, para
que allí fuera educado y pudiera hallar fortuna, porque al
que encuentra nobleza en un lugar, ese lugar le da suer-
te, aunque diga el proverbio: «Las regiones toman la
fama de los Reyes». Así pues, el padre se separó
de él por amor, para que pudiera vivir y, como

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a Suhayl4, cuando hubo partido de su país,


le dio asiento en el país del Yemen. Ordenó que
llamaran a Nu¤mœn5 y confió al jardín el tulipán
rojo6, para que, esparciéndolo Nu¤mœn de flores,
aquel pétalo de tulipán se hiciera, como el nombre de
Nu¤mœn, afortunado y bermejo, y para que Nu¤mœn le
cosiera las ropas reales y le enseñara la doctrina imperial.

Nu¤mœn se lo llevó del palacio del rey e hizo de su seno un palan-


quín real para la luna7. Tenía una fuente más famosa que el mar y
más valiosa para él que sus propios ojos, así que, pasados cuatro
años, el onagro vagabundo se había convertido en un valiente león.
Entonces, el rey Nu¤mœn dijo a su hijo: «Hijo mío, estoy preocu-
pado, porque aquí el aire y la tierra son áridos, y este príncipe, tier-
no y delicado; debemos encontrar un lugar donde criarlo, un lugar
que se alce alto hasta el cielo, para que en aquellas alturas desplie-
gue las alas y se nutra del aliento fresco del viento; para que habi-
te en un aire sutil y allí duerma y encuentre un reposo restaurador,
de modo que la perla de su índole se mantenga pura de los vapo-
res de la tierra y de la aridez del polvo». Entonces, MunΩir8, junto
con su padre, se empeñó en la búsqueda de un lugar semejante,
amplio y alto, defendido del calor, del ardor y del daño.

NOTAS
1
La metáfora juega con la semejanza perla-gema-palabra (poética). El joyero
podría ser el propio poeta, o mejor, el genio (o la musa) que lo inspira. Com-
párese con la metáfora que empleará NiΩœm| en la clausura del poema, cuan-
do se autodefina: «orfebre ensartador de este collar de perlas». (Cf. pág. 229).
2
Yazdegerd es el rey sasánida Yazdegerd I (m. 421), padre de Bahrœm. Los his-
toriadores de la tradición sasánida irania lo execran unánimemente, calificán-
dolo de «pecador», y NiΩœm| se acoge a esa tradición. Por el contrario, las
fuentes cristianas aparecen llenas de elogios, por el apoyo que prestó a los cris-
tianos del Imperio iranio. NiΩœm| expresa aquí la idea, más musulmana que
irania tradicional, de que, frente al destino divino, no siempre importan la
raza o la estirpe. De un mal rey nació, pues, un príncipe bueno, Bahrœm. No
ha de olvidarse que Las siete princesas es también un libro sapiencial de consejos
a un rey, es decir, un «Espejo de Príncipes».
3
Se trata del afortunado horóscopo de Bahrœm, que muestra su nacimiento
en primavera (con el Sol en Aries), por la mañana (como indica el ascen-
dente en Piscis). Saturno está en Acuario y, como decían los antiguos
astrólogos, en Alegría. No obstante, aunque NiΩœm| conocía la astrología
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tradicional, se trata de un horóscopo poético y ficticio. En efecto, con el


sol en Aries no es posible que Mercurio se encuentre en su lugar ideal, es
decir, en Géminis. La traducción «Marte estaba en su culminación en Leo»
debería entenderse como «el apogeo (auj) de Marte estaba en Leo», lo que,
con cálculos tolemaicos, resulta cierto para la época, aunque dice poco de
un horóscopo personal; el perigeo de Marte se encontraría, pues, en el
Cielo Medio, hacia el final de Capricornio, lugar de «exaltación» de
Marte. La Cola del Dragón, es decir, el nodo descendente de la Luna,
maléfico para la astrología tradicional, se hallaba en oposición a otro pla-
neta maléfico, Saturno, neutralizando en parte su efecto. En definitiva, es
un horóscopo real, marcial y muy favorable a Bahrœm.
4
Suhayl es el nombre de una conocida estrella de gran tamaño, Canopo, visible
en latitudes más meridionales que la nuestra. Según la tradición, brillaba de
modo particularmente límpido sobre el Yemen y su influjo daba al cuero un
color rojo y un perfume delicado.
5
Nu¤mœn era rey de la dinastía lajmí de ›|ra, en Arabia, junto al limes con
el territorio iranio, que construyó el fabuloso palacio de Jawarnaq (véase
más adelante); fue vasallo del Irán y protector de Bahrœm. Nu¤mœn,
MunΩir y su hijo Nu¤mœn, homónimo del abuelo, son todos personajes
históricos, como Bahrœm, pero su reino de ›|ra, en los límites del desier-
to árabe con el Imperio persa, nada tenía que ver con el Yemen, como quie-
re NiΩœm|, que probablemente entiende por Yemen la Arabia en general.
Nu¤mœn significa en árabe «afortunado».
6
El tulipán rojo es Bahrœm.
7
A poca distancia se alude a Bahrœm con dos metáforas completamente dis-
tintas: aquí la luna y, poco más adelante, el onagro. Una se refiere a su belle-
za; otra, a su fuerza.
8
MunΩir, como hemos dicho, era hijo del rey de ›|ra, Nu¤mœn, y padre del
segundo Nu¤mœn.

Simnœr y la construcción del castillo de Jawarnaq


Pero no existía en aquel país semejante fortaleza, y si existía no
se adaptaba al cometido. Buscaron, pues, hábiles maestros,
mas, después de examinar cuidadosamente los trabajadores
y los talleres, ninguno de los aspirantes dio resultados
satisfactorios. Al fin, llegó hasta Nu¤mœn una buena
noticia: «Existe un artesano digno de ti», decían,
«que es famoso arquitecto en el país de R≠m,
tan hábil que maneja la piedra como la cera,

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diestro, ágil, delicado en su trabajo, un des-


cendiente de Sœm, que se llama Simnœr1. Su
habilidad superior ha conquistado el mundo, y
todos los ojos admiran sus creaciones: ha construi-
do palacios en Egipto y en Siria, todos perfectos en su
diseño. Los del país de R≠m son siervos de su arte; los de
China, recogen como reliquias las astillas que deja caer su
hacha. Aunque se le conoce como arquitecto, es también maes-
tro de mil pintores, observador atento de los astros y conocedor
de las alturas celestes; con su mirada, desde la cola de la araña del
astrolabio, ha tejido mucilaginosas telas en los cielos2. Agudo
como Apolonio el griego3, sabe tanto elaborar cartas astrales
como disolver talismanes; tiene conocimiento de los seres ocul-
tos del firmamento4, de los asaltos nocturnos de la luna y de las
venganzas del sol. Bien podrá hacerte esta obra, porque sólo él es
capaz de tejer una tela semejante; sabrá erigir un arco de tierra
tan hermoso que arrebatará al cielo, como lucernas, las estrellas».

Cuando, a lo largo de su búsqueda, el corazón de Nu¤mœn se enar-


deció con el fuego de Simnœr, ordenó que fueran a su tierra para
invitarlo, seduciéndolo con promesas de dinero. Con la llegada de
Simnœr, se multiplicó el deseo de Nu¤mœn de ver realizada la obra:
le explicó lo que esperaba de él y dispuso todo para el trabajo. Se
construyó el aparato necesario para erigir el palacio y la mano de
los operarios comenzó a moldear el metal. Trabajó durante cinco
años, al final de los cuales, con sus manos de dedos de oro, creó
un castillo de plata a partir de la piedra y el barro, un palacio que
alzaba sus torres hasta la luna, un centro de adoración para blan-
cos y negros, una fábrica adornada como la obra del orfebre, del
color del fuego y del diseño de Simnœr, que suplantaba graciosa-
mente al firmamento mientras los nueve cielos volaban a su alre-
dedor, un polo para el sur y para el norte, una galería llena de
miles de imágenes. Su vista sustituía al reposo para el fatigado;
para el sediento, su diseño sustituía al agua; cuando el sol refleja-
ba en él su luz, las huríes5 se cubrían los ojos con el velo. Dentro,
era agradable como el paraíso; fuera, adornado como la esfera
celeste; el tejado, pulido con cola y leche, se convirtió en un espe-
jo que reflejaba las imágenes y que, a lo largo del día, por la prisa
de los cielos y la lentitud de la tierra, adoptaba tres colores, como
las jóvenes esposas, azul, blanco y amarillo: al alba, por el reflejo
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del cielo vestido de azul, llevaba, como el aire, un ropaje azulado,


pero, cuando el sol emergía de los pliegues del horizonte, se le
amarilleaba el rostro, como el del propio sol, y cuando la nube
ocultaba al astro del día, por su naturaleza sutil se hacía blanco
como la nube, mientras que, vestido de velo monocromo con el
aire, aparecía blanco de día y negro de noche.

Cuando Simnœr hubo acabado la obra, aún más hermosa de lo


que de él se había deseado, su fama sobrepasó el cielo, y su Jawar-
naq6 añadió lustre al sol. Nu¤mœn le comunicó la buena noticia de
enormes bienes, de los cuales él ni la mitad habría esperado:
camellos cargados de oro, perlas preciosas y almizcle en ingentes
cantidades para que se encontrara dispuesto a servirle otras veces,
ya que ni se mantiene la leña lejos del fuego, quedará crudo el
asado, y la mano donadora, que es desgracia para el dinero, es el
chambelán del palacio de la generosidad. Cuando el arquitecto vio
el favor real y oyó las promesas que le permitían esperar mucho
más, dijo: «Si, antes de haber comenzado la obra, hubiera sabido
lo que el rey me promete ahora, habría trazado un diseño aún
mejor para esta fábrica de delicada factura y me habría esforzado
aún más para que el rey me diera mayores tesoros; ¡habría cons-
truido un palacio que, mientras existiera, habría superado en glo-
ria a la luz del día!». Preguntó Nu¤mœn: «¿Si recibieras una recom-
pensa mayor, serías capaz de construir algo superior a esto?».
Respondió: «Si tuvieras necesidad de ello, haría una cosa tal que,
a su lado, ésta no sería nada. Ésta tiene tres colores, aquella ten-
dría cien; ésta es de piedra, aquella sería de rubí. Ésta muestra un
perfil hecho de una sola cúpula, aquella tendría siete cúpulas
como la esfera del cielo». Oyendo estas palabras, se le encendió a
Nu¤mœn el semblante y en su interior ardió todo sentimiento de
humanidad y de gracia, porque el rey es el fuego de cuya luz sólo
se salva el que lo ve de lejos, y ese fuego es como el rosal que cuan-
do da flores, de frente son rosas, por detrás, espinas. El rey es
como la vid, no se enrosca a quien se mantiene alejado, pero a
quien se le enrosca con afecto, le arranca brutalmente raíces
y frutos. Díjose, entonces, Nu¤mœn: «Aunque lo entre-
tenga por el oro o por la fuerza, construirá algo más
hermoso en otro lugar», así que ordenó a sus fun-
cionarios que lo arrojaran enseguida desde el
Castillo. ¡Observa cómo la tierra cruel aba-

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tió al operario desde el pináculo de su obra!


¡Tantos años para elevar un castillo alto, de
donde el tiempo habría de arrojarlo! Encendió un
fuego y él mismo cayó en el humo; mucho tardó en
subir al tejado, pero necesitó poco para caer. Ignorante
estaba de su caída quien elevó su palacio a cien codos, por-
que de haber tenido noticia de su tumba, no habría superado
los tres codos en un palmo. Más vale alzar el trono a una altura
desde la que no te estrelles si has de caer. La fama de Nu¤mœn, por
aquel palacio excelso, llegó hasta la luna, la tierra lo llamó mago
supremo, y el pueblo lo aclamó «Señor de Jawarnaq».

NOTAS
1
Simnœr es el famoso arquitecto «griego», es decir, de R≠m, que geográfica-
mente indica, en la cultura islámica tradicional, la zona que constituyó en
otros tiempos el último baluarte del Impero romano de Oriente, es decir,
Anatolia y a veces la propia ciudad de Constantinopla. De este modo, R≠m|
más que «romano» significa «griego» y «bizantino». Simnœr construyó el
palacio de Jawarnaq. Sólo en NiΩœm| es descendiente de Sœm, esto es, de estir-
pe irania (si por Sœm se entiende el antiguo héroe del Libro de los Reyes de Fir-
daws|). Pero, probablemente, Sœm se introduce aquí sólo por un juego verbal
con Simnœr. Las fuentes árabes ofrecen el nombre de Sinimmœr.
2
«La araña del astrolabio» es aquella parte que comúnmente se llama «red».
La «red» se conocía como aranea en los textos latinos y como ¤ankab≠t (araña)
en árabe: aquí funciona únicamente en el juego de palabras. Era prácticamen-
te una carta somera del cielo. Sobre los astrolabios clásicos y su construcción,
véase H. Michel, Traité de l’astrolabe, París, 1947 (reed. 1976).
3
«Apolonio el Griego» es el conocido taumaturgo y mago Apolonio de Tiana,
el neopitagórico del siglo I, famoso también en la tradición islámica, que lo
llama Bœl|nus o Bœl|nœs.
4
Los «seres ocultos del firmamento» son las almas planetarias; de hecho, se
creía que los astros eran seres animados, de los que sólo se veían los cuerpos.
5
Las huríes (cuyo nombre árabe significa «muchachas de ojos vívidamente
negros») son las doncellas siempre vírgenes del paraíso musulmán.
6
Jawarnaq es el nombre del famoso castillo construido por Simnœr o Sinimmœr.
‡abar|, como hemos mencionado, una de las fuentes de NiΩœm|, también atri-
buye en sus Anales la construcción del famoso castillo al lajmí de ›|ra,
Nu¤mœn, vasallo de Yazdegerd, padre de Bahrœm. No obstante, parece ser más
antiguo. El nombre tiene apariencia irania (propiamente jawarnaq, ya que
jawarnaq es la forma arabizada) y probablemente se relaciona con una raíz que
significa «sol», «luminosidad».
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Descripción de Jawarnaq y desaparición de Nu¤mœn


Cuando el Jawarnaq, para gloria de Bahrœm, se convirtió en un
jardín tan hermoso que el cielo lo llamó centro de adoración de
la tierra y la creación lo aclamó como Templo de China, la noti-
cia de su construcción atrajo a cien mil hombres deseosos de
contemplarlo. Todos lanzaban exclamaciones de admiración y
barrían el umbral con sus ropas. En torno al palacio de Jawarnaq
fluían como el agua los versos; cuando aquel Suhayl1 del firma-
mento lució sobre el Yemen, vio nueve lunas y nueves soles que
lo adoraban. Era un Aden2 por el goteo de perlas, un Yemen por
las luces de Suhayl; y el Yemen, por su glorioso diseño, era famo-
so en el mundo entero como el jardín de Iram. Adornó el mundo
como la constelación de Aries, con mayor razón, puesto que
Bahrœm lo había elegido por morada. Cuando Bahrœm subió a la
terraza, Venus le ofreció la copa para su contento; vio un palacio
redondo como el firmamento, que tenía dentro el sol y fuera la
luna, el sol dentro por los manifiestos esplendores, la luna fuera
como lámpara para los viandantes; en su cumbre nunca dejaba de
soplar el viento, pero era un viento muy distinto al del otoño. Al
bajar la mirada hacia las cuatro esquinas del palacio, percibió una
extensión tan amplia como el paraíso; de una parte, agua del
Eúfrates, limpia y fluida como el agua de la vida; de otra, un
árbol sagrado como un trono, y un pueblo amasado de aceite y
de leche, con el desierto delante, el prado detrás y el viento que
soplaba desde las entrañas del prado. Junto a él, Nu¤mœn se sen-
taba también a contemplar el espectáculo desde aquella terraza
real, y en torno al palacio del paraíso veía el rojo de los tulipa-
nes y el verde de los prados, y todo el desierto era una alfombra
de ≥u≤tar3, habitación de faisanes y de perdices montanas. Dijo:
«¿Puede haber algo más hermoso? ¡Cómo no ser feliz en un lugar
como éste!» En ese momento, se sentaba a su lado uno de sus
ministros, hombre justo y adorador de Cristo, que dijo: «Cono-
cer de verdad a Dios es mejor que todo lo que existe en tu
país; si tuvieras noticia de esa ciencia divina, alejarías tu
corazón de estos perfumes y colores externos». Y aque-
lla cálida chispa ablandó el corazón duro de
Nu¤mœn; desde que el cielo levantó sus siete cas-
tillos, no se vio actuar una catapulta semejan-

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te, porque, al descender del palacio,


Nu¤mœn corrió al desierto como un león y
renunció a sus tesoros y a su reino; ¡no se adap-
tan bien las cosas de Dios a las cosas del Mundo!
Hizo el equipaje y dejó su gloria real; como un espejis-
mo, desapareció de la vista de los hombres y nadie lo vio
más en su palacio: en efecto, fue el Kei-Jusr≠4 de su época.
Por mucho que corriera MunΩir, ninguna respuesta dio la voz
invisible de su real fortuna. Mucho se dolió y muy apropiado era
el dolor, porque su casa se ennegreció con aquel triste humo.
Conservó el luto durante el periodo debido, pasando muchos
días sumido en el dolor; luego, puesto que no podía eludir el
trono y la corona, se ocupó de ellos una vez más. Acabó con la
tiranía, restableció la justicia, puso en orden el reino y recibió del
rey del Irán favores y honras por sus dotes de caudillo.

Quiso a Bahrœm como a su propia vida, más aún de lo que le


había querido su padre. Tenía MunΩir un buen hijo, de nombre
Nu¤mœn, hermano de leche de Bahrœm, que, como coetáneo y
amigo, nunca se apartaba de él. Estudiaban en la misma pizarra,
derramaban perlas en el mismo banquete; ni un solo día se sepa-
raban, así como el sol no se separa jamás de la luz. El príncipe fue
educado e instruido en aquel castillo excelso durante varios años;
no abrigaba otro deseo que el de instruirse y su intelecto le servía
de guía a la ciencia. Un maestro mago le enseñó el árabe, el persa
y el griego. MunΩir, rey hábil y benévolo, era también muy docto
en cosmografía: los siete planetas y las doce constelaciones le des-
cubrían sus tesoros un cofre tras otro, y él, operando con líneas
geométricas como el Almagesto5, resolvía millares de problemas.
Observaba la esfera azulada, cuyos caminos había recorrido minu-
ciosamente para extraer noticias de sus penetrales más profundos.
Cuando vio al príncipe lleno de buena voluntad y de intelecto,
ávido de saber y capaz de descubrir los misterios, puso ante él con
amor su tabla y su estilo, y allí mismo le enseñó los secretos del
firmamento. Todo ánimo conocedor de esos misterios se hace
celeste, aunque antes fuera terrenal. Hilvanó las cosas, una a una,
hasta convertirlas en un Todo orgánico, y se las enseñó a Bahrœm,
quien tan bien las aprendió que llegó a poseer un conocimiento
pleno del principio de cada una de las ciencias: en los cálculos con
las tablas de astros y el astrolabio arrancaba el velo del rostro de
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lo Invisible y, cada vez que tomaba el estilo y la tabla, deshacía los


nudos de los problemas de la bóveda celeste. Cuando se hizo
sabio en las artes teóricas, pasó a conocer el arte de las armas. En
las armas, en la equitación y en la carrera arrebató la pelota de
polo al cielo jugador6; tan grande llegó a ser que arrancaba las
garras al león y estrangulaba a los lobos. La espada del alba, a
causa de su lanza, arrojó el escudo sobre su cabalgadura7. Ensar-
taba las piedras más duras con sus flechas usando de la delicade-
za con que se cosen el brocado o la seda. Cuando lanzaba un
dardo a la diana, acertaba doblemente. Si golpeaba con la espada
el yelmo de la piedra, éste se hacía agua, sí, pero del color del
fuego, y si se interponía ante su jabalina un grano de mijo, lo atra-
vesaba con la punta como si fuera un anillo. En el teatro del tiro
al blanco, su flecha jugaba con un cabello; todo lo acertaba, aun-
que estuviera lejos, fuera luz o sombra, y aún acertaba el golpe
contra lo que no veía en el lanzamiento, porque lo ayudaba su real
fortuna. Todos los cazadores que guardaban el recinto del rebaño
lo ensalzaban como un león: ora atacaba a los tigres, ora compe-
tía en la lucha con los leones. Allí donde se hablara en el Yemen,
su Estrella Propicia se encomiaba.

NOTAS
1
Cf. nota 4, pág 55.
2
Aden. Del mar de Adén procedían perlas espléndidas. El nombre de la
famosa ciudad es idéntico en árabe al nombre del Edén bíblico, de ahí el
juego de palabras. El jardín de Iram es un lugar mítico que la leyenda sudá-
rabica, difundida por todo el mundo islámico, localiza en el Yemen, cons-
truido a imagen del paraíso por el tirano ≥addœd, y desaparecido después
de una destrucción en la que intervino lo maravilloso. Es símbolo de jar-
dín de las delicias, paraíso, etc.
3
≥u≤tar es una ciudad de la Susiana, famosa por sus telas. Eran proverbiales la
riqueza y la prosperidad de su provincia.
4
Kei-Jusr≠ es un famoso rey keiánida, que en cierto momento de su vida desa-
pareció de la vista de sus súbditos en una alta montaña. Aquí se explota
este episodio de su leyenda (espléndidamente narrado en el Libro de los
Reyes de Firdaws|) para compararlo con Nu¤mœn, que también desa-
pareció al retirarse del reino.
5
Título tradicional del gran tratado astronómico-matemático
de Tolomeo (la Megále syntaxis, de donde el árabe al-Ma¥|st|,
que pasó luego al latín medieval como Almagestum).

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6
En las armas, en la equitación, en la carrera,
Bahrœm ganaba en destreza incluso al cielo. El juego
del polo, de origen iranio, constituye un tema central de
numerosas metáforas de la poesía tradicional persa; aquí se
inserta también el nexo cielo (astrológico)-juego, ya que el cielo,
como dispensador no siempre justo de la fortuna es un «jugador».
7
Su lanza superaba la potencia del rayo refulgente del alba: ulterior hipér-
bole para describir las inmensas capacidades de Bahrœm.

Bahrœm sale de caza y marca a fuego a los onagros


Después de que el Suhayl de la belleza de Bahrœm liberara de toda
crueldad el cuero del Yemen, el rostro de Monzer obtuvo, por su
gracia y su alegría, lo que de Suhayl había obtenido el cuero1.
Gracias a su virtud, fue Nu¤mœn afectuoso hermano y MunΩir fue
padre; mas ¿qué digo?, no padre y hermano, sino que en todo le
sirvieron como esclavo y paje; uno como rival en el aprendizaje de
las ciencias; el otro, como compañero en los banquetes de la corte;
uno le apoyaba con la ciencia, el otro le daba la alegría de la equi-
tación. Tal llegó a ser su habilidad en ese arte que su nombre saltó
desde la tierra hasta el cielo. Sus ocupaciones nos eran otras que
cazar y beber, y de nada más se ocupaba; en la caza, moría por los
onagros (g≠r): ¿cómo puede un muerto evitar la tumba (g≠r)? Cada
vez que su flecha partía del arco, hallaba una tierna tumba en el
ojo de un onagro. Tenía un caballo castaño, ágil, rápido como el
viento, elegante en el galope, preciso en el paso, devorador de
caminos, que cuando corría arrebataba la esfera al sol y el disco a
la luna; se había adaptado al ritmo del firmamento y había dado
al viento una etapa de ventaja. Su cola había enrollado cien ser-
pientes, y su casco excavaba la tumba de cientos de onagros.
Cuando salía a cazar, el Rey montaba siempre aquel caballo, no
quería ni oír hablar de otras cabalgaduras. Cuando ensillaba el
caballo castaño de los casos de onagro, el onagro exclamaba
«¡Bravo!» a su paso majestuoso. En la carrera, dejaba atrás a todos
los cuadrúpedos y ensartaba con los cascos las ancas de los ona-
gros. A veces, cuando cansado de la tarea su caballero león le
ponía la silla, la reserva de caza se transformaba por obra suya
–diseño tras diseño– en una galería de pinturas. Más pesado que
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la piedra, partía los riñones a onagros y antas, y la superficie de la


tierra bajo los cascos del animal era una tumba, a causa de las
numerosas manadas de onagros. Cuando el rey lanzaba el lazo,
montado sobre aquel caballo volador de colinas, de cuya rápida
carrera ni siquiera el firmamento apreciaba el polvo, capturaba
onagros vivos a millares. La mayor parte de los onagros caían pre-
sas de su brazo o del lazo, y de los cientos que con uno u otro
abatía, no mataba a ninguno que tuviera menos de cuatro años,
porque consideraba ilícita la sangre de los onagros más jóvenes.
Marcaba a fuego su nombre en los muslos de los animales, antes
de confiarles el señorío del desierto: si alguna vez, uno entre mil,
capturaba vivo uno de aquellos onagros marcados, jamás le cau-
saba mal alguno, sino que, al percibir la señal soberana, posaba en
ella los labios y le liberaba las pezuñas del cepo. En cuanto a
nosotros, que estamos marcados con el nombre del Soberano, será
mejor que guiemos suavemente el corcel: sobre los montes y las
llanuras es tal este príncipe (g≠rjœn) que el onagro que haya reci-
bido la marca a fuego libre está del fuego del dolor. ¡Pero en esta
tumba (g≠rjœne) hasta la más humilde de las hormigas lleva la
marca a fuego de una mano poderosa!

NOTAS
1
Véase nota 4, pág. 55.

Bahrœm mata un león y un onagro de un solo golpe


Un día, en las extensiones de caza del Yemen, junto a los valero-
sos caballeros de aquellas regiones, el rey, que ya se llamaba
Bahrœm G≠r, superó en bravura la esfera celeste y el Bahrœm de
los cielos1. Respirando agitadamente por el placer de la caza,
MunΩir iba delante de él y Nu¤mœn detrás, ambos estupefactos
ante el esplendor de su hermosa figura, bellísima de los pies
a la cabeza. He aquí que, de pronto, se levantó una nube
de polvo, tan grande que el cielo parecía haberse
unido a la tierra. El joven príncipe espoleó su cor-
cel y corrió hacia el polvo como el agua de un
torrente. Vio un león que, desenfundando

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sus garras, se había lanzado sobre la grupa


y el cuello de un onagro, para derribarlo a tie-
rra con su peso. El rey embrazó el arco y se situó
al acecho: buscó una flecha en el carcaj, la montó y
tensó la cuerda de forma perfecta. La punta de la flecha
se clavó en los lomos del león y del onagro, los traspasó y
rebotó de la espalda del uno y del otro para clavarse en tierra
hasta la muesca: ¿qué valen el escudo y la coraza frente a una fle-
cha semejante? León y onagro cayeron sin vida, mientras la fle-
cha penetraba en el corazón de la tierra, hasta la aleta. Tras aquel
lanzamiento, el príncipe permaneció firme, con el arco en la
mano. Los árabes que vieron el golpe admiraron su realeza ira-
nia. Todos los que presenciaron aquel acierto cubrieron de besos
su mano. Desde entonces, le llamaron el Fuerte como un León y
lo aclamaron rey Bahrœm de los Onagros. De vuelta a la ciudad,
la historia del león y el onagro se extendió con rapidez, y MunΩir
ordenó a sus ministros que los artistas tomaran el compás para
erigir en el Jawarnaq las figuras del onagro debajo del león, del
rey traspasando las dos presas y de la flecha clavada en tierra
hasta la muesca. Cuando el dibujante hubo diseñado la imagen,
todos la creían animada y decían: «¡Que el creador del mundo
bendiga la mano del Príncipe Potente!».

NOTAS
1
«El Bahrœm de los cielos» es Marte. El nombre árabe de Marte, que aparece
a menudo en el poema, es Mirr|j, el iranio es Bahrœm.

Bahrœm G≠r mata al dragón y conquista el tesoro


Un día, desde su jardín paradisíaco, lanzó Bahrœm su nave sobre
el vino, y, después de haber bebido en abundancia, partió ebrio
hacia el campo, y, con el arco dispuesto para la caza, excavó más
de una tumba para los onagros. Tantos fueron los que mató que
el campo se llenó por fuerza de huesos de tumba (g≠r). Final-
mente, apareció una hembra de onagro, cuyo aspecto trastornaba
al mundo. Era la imagen de un fantasma del espíritu, de rostro
fresco, frente espaciosa, lomo tan liso como un lingote de oro, el
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vientre untado de leche y azúcar y un pelamen almizcleño que la


cubría de la cabeza a la cola; unos lunarcillos graciosos le salpica-
ban desde las nalgas hasta las pezuñas, y, en lugar de gualdrapa, se
adornaba de un velo del color de las flores del granado. Su forma
excedía a la de todas sus compañeras, y sus ancas, a las restantes
partes de su cuerpo; era un fuego que había hecho amistad con el
heno, un rostro de rosa bajo los harapos de un derviche1, cuya
pezuña podía compararse a la flecha de los victoriosos; la oreja era
un puñal erecto como un diamante, un pecho libre del peso del
lomo, un cuello seguro del enganche de la oreja; la piel de su
dorso, de negrísimo cuero, había plantado un arco de silla entre
dos vías; el pliegue de su piel, por la negrura del cuero, había
obtenido lo que la plata de la negrura obtiene; los flancos gra-
sientos, el cuello lleno de sangre, aquéllos como granos de arroz
hechos de perlas, éste, de rubíes; sobre su cuerpo se dibujaba una
seda roja, la sangre se transparentaba en las venas del cuello, y
éstas jugaban bajo la piel como un negro que hace trampas con el
cuero2. Las ancas eran confidentes armoniosas de la cola y el cue-
llo jugaba con las pezuñas. Apenas vio a Bahrœm, el onagro se
apartó con un fuerte brinco y Bahrœm G≠r se lanzó tras ella a la
carrera; el onagro era joven y buen corredor, pero el cazador que
le iba a la zaga era como el león que ataca. Desde el comienzo del
día hasta el anochecer, corrió el onagro seguido del cazador. El
Príncipe no desviaba su corcel de aquel onagro (g≠r), pues, en
efecto, ¿cómo se puede huír de la tumba? (g≠r). El onagro (g≠r)
delante y el Príncipe (gurjœn) detrás: el onagro y Bahrœm G≠r, y
sólo ellos. Llegó de este modo a una caverna lejana, que nunca
había hollado el pie del hombre y, cuando el cazador daba alcan-
ce a la presa, vio un dragón dormido a la puerta de la caverna. Era
como una montaña de pez enroscada, dispuesta al ataque. Pero el
Príncipe, nada más encontrar en su camino aquel monstruo, se
transformó él mismo en dragón. El temor a la tumba le arrebató
el gusto por el onagro. Se puso las manos en los flancos y se detu-
vo, pasmado al ver aquella presa y meditando sobre la miste-
riosa causa que lo había conducido hasta allí. Teniendo por
seguro que el dolorido onagro había padecido alguna
injusticia de aquel dragón y que llamaba al Príncipe
justiciero para que le librara del tirano, se dijo: «Si
tomo como pretexto que éste es dragón y no
hormiga, de esta traición a la justicia me

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avergonzaré hasta la tumba. Debo hacer jus-


ticia al onagro y darle lo debido, aunque me
cueste la vida; ¡sea lo que ha de ser!». Entre los
dardos dobles de chopo, buscó una flecha horcada de
amplia apertura, la montó en el arco de madera blanca y
se puso al acecho del dragón negro. Éste abrió sus ojos
inmensos en el momento en que del puño del Príncipe partía
la flecha horcada. Las dos puntas se clavaron en los ojos del
monstruo cerrando el paso a la vista: las puntas afiladas de la
blanca flecha real traspasaron los ojos del dragón negro. Una vez
restringido el campo de acción del monstruo, el Príncipe saltó
sobre él como una potente ballena y, valeroso, le acertó en la gar-
ganta con su hacha de guerra, como el león que clava las garras en
el cuerpo del onagro, y el hacha de ocho empuñaduras y seis
tallos3 despedazó la garganta y el cuello del dragón. Un gritó
feroz se elevó desde el animal, que cayó a tierra como el tronco
del árbol talado. Pero el Príncipe no se amilanó ante tanta tortu-
ra y terror, ¿puede la nube temer las gargantas de un monte? Cortó
con la espada la cabeza del demonio, porque conviene matar al
enemigo y cortarle la cabeza. Después, lo abrió de la boca a la cola
y encontró en su vientre a la cría del onagro; tuvo entonces por
cierto que el onagro, lleno de odio, lo había reclamado para la
venganza. Así pues, curvó la espalda ante el Señor, para darle gra-
cias por haber matado al dragón, en vez de morir entre sus garras,
y se alzó para tomar el corcel y salir a la carrera en busca del ona-
gro. Pero éste, como viera su indecisión, vino de lejos y se intro-
dujo en el antro. El Príncipe, para cazarlo, entró lleno de ímpetu
en las angosturas de la cueva y, tras avanzar con mil fatigas, encon-
tró un tesoro y brilló tanto como él. Los Reyes antiguos habían
depositado aquellos botines con el rostro celado, como las hadas,
a los ojos de los hombres. Cuando el onagro hubo conducido al
Príncipe hasta ellos, salió de la tumba y desapareció. El rey encon-
tró la llave del cerrojo de los cofres y liberó el tesoro del dragón.
Salió de las angosturas de la caverna y buscó el camino y a quien
lo guiase por él. Como había transcurrido un largo tiempo, los
elegidos del ejército buscaban ya al Príncipe. Al llegar hasta él, le
rodearon, fila a fila. El Principe ordenó entonces a sus siervos más
fuertes y valerosos que entraran en la cámara del tesoro y carga-
ran las riquezas. Trescientos jóvenes camellos bactrianos4 partie-
ron bajo el peso de la carga. ¡Cuando el rey se ocupa de rendir jus-
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ticia incluso a los onagros y aprisiona a los dragones en la tumba,


recibe, como recompensa, salvación y tesoros! De vuelta al casti-
llo de Jawarnaq, dispuso del tesoro con placer y contento: diez
cargas de camello envió al rey su padre, otras diez regaló a MunΩir
y a su hijo, junto con otros vasos raros y preciosos, y el resto lo
gastó sin temor, sin preocuparse de inspectores o administrado-
res, y tantos tesoros abrió de aquella guisa que, aunque los pagó
caros, los entregó a vil precio5. MunΩir ordenó que viniera un pin-
tor y crease una nueva pintura. Vino, tomó el cálamo y dibujó la
escena del rey y el dragón, de modo tal que los actos de Bahrœm
quedaron plasmados en el Jawarnaq por el hábil artista.

NOTAS
1
El aspecto excepcional del onagro que se aparece a Bahrœm es comparado por
NiΩœm| al carácter excepcional de un fuego que coexiste con el heno o de una
extraordinaria muchacha que se muestra bajo los harapos de un derviche.
2
Alusión a duvœlbœzi, juego de azar con correas de cuero que practicaban a veces
los negros en las ferias, es decir, juego tramposo por antonomasia. Aquí entra
en la metáfora del «cuero» del onagro.
3
El hacha de ocho empuñaduras y seis tallos era una especie de hacha de gue-
rra y caza que se sostenía en la silla del caballo; según otros, una especie de
lanza con varias puntas.
4
La Bactria o Bactriana es una región asiática que corresponde en parte al
actual Afganistán.
5
Entregó a cambio de nada los tesoros que había conquistado a tan alto precio.

El rey Bahrœm descubre las siete efigies en el Jawarnaq


Un día que el Príncipe había vuelto de los campos y recorría alegre
el Jawarnaq, descubrió un estancia cerrada, cuyo guardián se había
salvado de todas sus inspecciones. Ni el Príncipe ni sus cortesa-
nos o tesoreros habían puesto jamás el pie en aquella habita-
ción. Preguntó: «¿Por qué permanece clausurada con cerro-
jos esta estancia? ¿Dónde está el guardián y dónde la
llave?». Vino el guardián, le entregó la llave y ¿qué vio
el Príncipe al abrir la cerradura?, una morada
como un cofre de tesoros, que convertía al ojo

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que la miraba en pesador de perlas, más her-


mosa que cien galerías chinas, con dibujos esco-
gidísimos; el trabajo más fino y sutil que pudiera
existir se hallaba plasmado en los muros de aquel
pabellón. Había siete efigies espléndidamente pintadas,
cada una de ellas relacionada con un continente 1 del mundo.
Allí estaban la hija del rajá de la India, llamada F≠rak, imagen
más hermosa que la luna llena; la hija de Jœqœn, llamada Yagmœnœz,
tentación de las muñecas de la China y de Terœz; la hija del rey de
Jœrazm, Nœzpar|, de andar tan majestuoso como el de la perdiz
montana; la hija del rey de los eslavos, Nasr|nn≠sh, una turca de
brocado de seda chino, vestida de rojas telas griegas, que era hija del
rey de Occidente; Œzary≠n, un sol que, como la luna, aumentaba a
diario; la hija del César 2 bendecido, augusta (humœy≠n), también lla-
mada Humœy; y la hija del rey de Persia, de la estirpe de Kei-Kœ≠s,
de nombre Dorsat|, bella como un pavo real. Tales figuras fueron
pintadas por una sola mano dentro de un amplio círculo; cada una
iluminaba con mil bellezas la sustancia de la luz de la vista. Y en
medio de aquel círculo, el pintor había plasmado una forma delica-
da que, comparada con las restantes, era como el hueso respecto a
la corteza. Se trataba de un joven adolescente con perlas esparcidas
en el talle y un tenue bozo perfumado en su rostro de luna, ergui-
do como el ciprés, con la cabeza orgullosa, todo él de plata3 desde
la corona hasta el cinturón, al que las bellezas observaban, enamo-
radas de él; él sonreía a aquellas muñecas y ellas lo servían y lo ado-
raban. En la cabeza, el escribano de la efigie había escrito un nom-
bre: ¡Bahrœm G≠r! añadiendo que el destino de los siete planetas
había decidido que este potente soberano, al momento de manifes-
tarse, tomaría en su brazo como perlas únicas a las siete princesas
de los siete continentes. «Nosotros», se decía, «no sembramos por
voluntad nuestra esta semilla, sino que desplegamos lo que mues-
tran lo astros; hablamos para que se manifieste el pensamiento pero,
aunque el decir venga de nosotros, el actuar viene de Dios».

Cuando el Rey Bahrœm leyó la leyenda, quedó asombrado de la


magia del cielo, y el amor de aquellas graciosas muchachas se ins-
taló en todos los rincones de su corazón. ¡Potras en celo y semen-
tal coceante, un joven macho de león y siete jóvenes esposas!
¿Podría no excitar la vehemencia del deseo? ¿Podría el corazón no
pedir ayuda al apetito? Aunque el dibujo lo asaltó como un ban-
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dido, su alegría, de una que era, fue ciento, porque aquella leyenda
le había reafirmado en la vida y otorgado esperanza a sus deseos,
ya que todo lo que hace surgir la esperanza surte efecto en los
hombres. Cuando el rey salió de la estancia, cerró con llave y la
confió al guardián, diciéndole: «Si alguna vez tengo noticia de que
alguien ha abierto siquiera un instante el cerrojo de esta puerta,
derramaré su sangre y le colgaré la cabeza cortada al cuello».
Nadie en la corte, ni hombre ni mujer, osó jamás dirigir la mirada
a aquella estancia. En ciertas ocasiones, cuando el príncipe se
embriagaba, se dirigía hasta la puerta con la llave en mano, la abría
y entraba en el paraíso a contemplar las imágenes con forma de hurí
y, como el sediento frente al agua, se adormecía lleno de deseo.

NOTAS
1
Se ofrecen aquí por primera y única vez los nombres de las siete princesas.
Nótese que la China y los Turcos se confunden en general, como en otras par-
tes del poema: el emperador chino es el Gran Jœn (Jœqœn). El Jœrizm o Chorez-
mia es la región situada al sureste del lago Aral, en el Asia Central, que en la
época de NiΩœm|, y hasta la invasión de los mongoles en el siglo XIII, consti-
tuyó el centro de uno de los estados musulmanes más ricos y poderosos. En
cuanto a los eslavos y los rusos, el mundo islámico de NiΩœm| poseía un cono-
cimiento muy vago de los segundos, que el propio poeta considera contempo-
ráneos de Alejandro Magno en el Iskandarnœma. Los esclavos y esclavas rusos o
eslavos se apreciaban mucho por la blancura de su tez y el cabello rubio. Eran,
en realidad, los «esclavos» por excelencia. Aunque aparezca aquí con otro nom-
bre, la princesa eslava es nuestra Turandot (nombre de origen iranio: T≠rœn-dujt,
«hija del T≠rœn», turánica, es decir, turca, no irania). En la cultura media del
tiempo de NiΩœm| existía una confusión notable entre ruso, turánico, turco,
chino y mongol, aumentada por el hecho de que en el lenguaje poético tradi-
cional de la época, «turco» y «turca» significaban también muchacho y mucha-
cha hermosos (especialmente apreciados eran los rostros «redondos como la
luna» de las bellezas turcas y chinas, «las muñecas chinas y de Terœz»; este últi-
mo era el nombre de una ciudad del Asia Central, en la frontera con China,
famosa tanto por la belleza de sus habitantes como por su almizcle delicado).
En la geografía islámica tradicional encontramos tanto la concepción hele-
nístico-tolemaica, según la cual la tierra habitada se dividía en siete franjas cli-
máticas paralelas entre sí (árabe-persa iql|m, transcripción del griego klima),
como la irania antigua, que dividía la tierra habitada en siete continen-
tes (ki≤war), dispuestos concéntricamente, de los cuales el central era
Irán. Naturalmente, en ninguna de estos casos se identifican los
siete continentes con los nuestros, y su extensión, ubicación y
numeración respectiva varían según los autores. En NiΩœm|,
ambos términos, iql|m y ki≤war, se utilizan indiferente-
mente, no en un sentido técnico específico.

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2
El César es el emperador de Bizancio; en tanto que
el «rey de Occidente» constituye una referencia impre-
cisa a Roma y al Imperio romano de Occidente.
3
La «plata» se refiere a la blancura del cutis (cf. pág. 94, donde
se describe una muchacha de miembros argénteos).

Informan a Bahrœm de la muerte de su padre


Cuando los mensajeros llevaron noticias de Bahrœm G≠r a su
padre, diciéndole que ya tenía garras capaces de matar leones; que
él mismo se había transformado en un joven león y un viejo lobo;
que el león, luchando con él, era sólo un miserable perro; que des-
truía incluso dragones; que aprisionaba a los monstruos en el sim-
ple arco del lazo; que aplastaba las montañas bajo los cascos de su
corcel; que su diamante hacía seda del hierro y su hierro hacía fer-
mentar la piedra1, el padre dedujo del fuego de aquella juventud la
muerte de su propia vida y se preocupó por aquel león de hechos
fogosos, como los leones se asustan de las llamas; lo alejó de la
escena de su mirada, aunque la mirada es imperfecta sin la luz.

En tanto, Bahrœm cazaba noche y día, ora vagando con el viento,


ora bebiendo el límpido vino, corriendo siempre tras las presas y
el rojo néctar, brillante en el Yemen como Suhayl2. El rey del
Yemen, por el gran afecto que le profesaba, había ordenado a
todos que le obedecieran como a los decretos de la esfera celes-
te y, por su sabiduría y competencia, lo había hecho soberano en
su propio país, entregándole toda clase de perlas y lamas. Ni la
vida le habría negado si él se la hubiera pedido. Tenía todo lo que
deseaba, joyas y tesoros, sin sombra de preocupación o de pena;
en resumen, tanta facilidad había encontrado Bahrœm en su exi-
lio que no se acordaba del país de su padre.

Pasados muchos días, la esfera del firmamento cambió de juego.


Yazdegerd se sació del trono, ascendió más alto y descendió bajo
tierra: el trono y la corona que había heredado de sus padres
actuaron con él como lo habían hecho con los otros3. Al quedar
vacío, ciudadanos y soldados se reunieron en consejo y decidieron
no permitir que reinara uno de su estirpe, para no servir a una ser-
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piente o a un dragón. Aunque Bahrœm poseyera elevadas virtudes,


fuerza, sabiduría y agudeza con la espada, nadie reparaba en ello
a causa de los delitos de su padre. Todos decían: «No nos dirija-
mos a él, ni le informemos de la muerte del padre, porque ese
beduino educado por los árabes no sabría gobernar el reino de
Persia. Él otorga su apoyo y sus tesoros a los árabes mientras se
atormenta a los hijos de Persia». Nadie lo quería en el trono, pero
lo quiso Dios y fue coronado rey. Eligieron a un viejo sabio, a
quien dieron el título de «Juez del País», pues, aunque no era de
estirpe real, tenía índole y sustancia de soberano; le impusieron la
corona y le entregaron el cinturón de las siete joyas4.

Cuando Bahrœm G≠r tuvo noticia de que el cielo, cumplido todo


un giro, había comenzado un nuevo ciclo contrario al pasado;
que su padre había abandonado trono y corona y que nadie había
ascendido al trono, ni se había colocado la corona en la cabeza;
y que estaba por medio un extraño creando un nuevo tumulto en
el mundo, obedeció primero las reglas del luto, dibujando imá-
genes de turquesa en el ágata5, pero luego decidió arrojarse como
un león contra sus adversarios, alargar la espada contra lo ene-
migos y abrir de par en par la puerta a la batalla y la venganza.
Sin embargo, pensó: «¿Por qué actuar como una bestia salvaje?
Valdrá más comportarse primero con sabiduría. Si los persas han
errado desterrando de su corazón la reverencia que me deben, no
quiero hacer caso de su corazón endurecido, sino actuar dulce-
mente, porque la dulzura es la clave. Pese a su índole canina, son
mis presas, las ovejas de mis pastos; aunque reposen en su lana,
todos duermen en mi campo de algodón; mejor será que sean
crueles y desleales y que al final se avergüencen en mi presencia.
De la traición procede la vergüenza del hombre, y de ésta el llan-
to y la contricción, pero otras humillaciones serían injustas. Si,
por su escasa sabiduría se pierden, yo los haré de nuevo fieles a
su Soberano, actuando con sabiduría, porque el cazador impa-
ciente por herir a la presa lanza la flecha lejos del blanco».

NOTAS
1
La fuerza del tajo de la espada de Bahrœm era tal que ablan-
daba el hierro y licuaba la piedra.
2
Cf. nota 4, pág. 55.

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3
El trono y la corona no surtieron en él un efecto
distinto al que produjeron en otros, es decir, no pudie-
ron impedir que muriera cuando llegó su hora.
4
«Las siete joyas» son los símbolos de la realeza en el «cintu-
rón de las siete joyas», que se imponía a los reyes iranios.
5
En Persia, el color turquesa simbolizaba el luto. La frase quiere decir:
antes se atuvo a las normas del luto, revistiendo su cuerpo (sonrosado,
del color del ágata) de ropas turquesas. El mundo islámico suele considerar
el azul como un color negativo y de malos augurios; así, se dice en el Corán
–por otro lado, de forma enigmática– que los malvados resurgirán «con los
ojos coloreados de azul» (Cor. XX, 102).

Expedición de Bahrœm contra la tierra de Irán


¡Detente, oh mago elocuente1, ¿por qué repites palabras pasadas?
¡Alienta como la rosa desde tu propio paladar; basta tu placer
para perfumar tu boca! He firmado un pacto con Aquel cuyos
pactos son firmes y justos, para que lo que ha cantado otro poeta2
(nosotros bebemos ahora contentos, mientras él ya duerme) no
vuelva a pensarlo yo como obra mía. Estaría mal, y yo no hago el
mal; hasta donde sea posible, como el viento de primavera, no vol-
veré a coser ropas antiguas. Pero sólo es una la vía del tesoro, y si
dos son las flechas, uno solo es el blanco, y aunque, al ensartar
perlas poéticas, no sea mi costumbre repetir lo ya dicho, no exis-
te aquí escapatoria de la repetición; mas yo sabré extraer de la tela
burda una seda finísima. Dos recamadores han sabido renovar
monedas antiguas con la alquimia de la palabra; uno hizo plata
selecta del bronce; otro, oro genuino de la plata. Si has visto algu-
na vez transformarse el cobre en plata en la balanza alquímica, no
te asombres de que ahora la plata se convierta en oro.

Así pues, el anudador de esta excelsa cerviz3 ha ensartado el collar


de esta manera: cuando Bahrœm G≠r conoció que un extraño
había robado la corona del Irán, abrió la puerta a la venganza y se
ciñó el cinturón para recuperarla. Lo ayudaron Nu¤mœn y MunΩir
con tesoros que no pueden describirse y con más perlas de las que
pueden ensartarse. Reunió un inmenso ejército y, lleno de un odio
renovado, se dispuso a la venganza. Desde Yemen hasta Adén se le
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unieron más de cien mil caballeros, todos vestidos de acero, tritu-


radores de hierro, feroces encadenadores de demonios, conquista-
dores de fortalezas; cada uno de ellos, un león en la batalla, domi-
nador de un continente con la espada. Cuando el cortejo imperial
emprendió el camino, sus pisadas salpicaron hasta el fondo del
océano y el polvo llegó a la luna. El ruido de las trompas y los
címbalos de bronce conmovía las entrañas, mientras que los bron-
cíneos tambores retumbabam y los montes y las llanuras –tal era
el ruido y el tumulto– hacían hervir los rincones del firmamento:
era un ejército inmenso, más numeroso que los enjambres de hor-
migas y langostas, ardiente de odio como una llama del infierno.
Así se dirigieron desde el Yemen hasta la sede de la corona para
reforzar el trono del Rey.

NOTAS
1
NiΩœm| se dirige a sí mismo como poeta, es decir, mago de la palabra, con una
invitación a no recorrer caminos trillados, a inventar nuevas historias y versos
originales.
2
El otro poeta que cantó el mismo argumento parece una alusión a Firdaws|
(véase Introducción y nota 4, pág. 40).
3
El que anudó collares al cuello real (de Bahrœm), es decir, quien narró sus
hazañas, podría ser el poeta Firdaws| o un historiador como Tabar|.

Misiva de los persas al Rey Bahrœm


Aquel que arrebató el trono imperial supo que otro dragón
había abierto la boca, que al cielo le habían entrado ganas de
tierra y que desde el Yemen volvía a despuntar Suhayl. El león
macho había sacado las garras para arrojar al enemigo en la
tumba como un onagro, rescatar el trono y sentarse en él, tomar
la corona y barrer el polvo de la sedición. Todos los nobles y
los møbad 1 del ejército se encaminaron a la corte para reu-
nirse en consejo, y allí decidieron renunciar a la rebe-
lión. Escribieron lo que les aconsejaba la razón y con
ello sembraron una semilla no descascarillada2.
Después de escribir la carta, la envolvieron en
un legajo y se prepararon para la partida.

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Cuando llegaron y descendieron de las


cabalgaduras, el mundo saludaba ya al nuevo
rey. Los chambelanes se ocuparon de ellos con
premura y les fue concedida la audiencia que soli-
citaron. El Rey Bahrœm les ordenó acercarse, y ellos,
con mil temores, se arrodillaron y dieron gracias al sobe-
rano. Luego, el que aventajaba a todos en sabiduría besó la
carta y la entregó. El secretario de la corte rompió el sello y
leyó la misiva al soberano conquistador de continentes. El prin-
cipio de la carta era el nombre de Dios, guía, por su gracia, de
los errantes, creador de lo alto y lo bajo, gracias a quien el no-
ser ha encontrado el ser. Desde el hombre hasta los animales,
desde el alto firmamento hasta los pesados montes, Él ha dise-
ñado con su potencia la existencia de todo lo que vive en la
galería de pinturas de la gracia. No hay en el deseo de ninguna
conexión un Dios fuera de Él3. La creación tiene los nudos
sueltos para Él y la alabanza es el sello de todo lo que Él ha
fundado. Él posee el tiempo y la tierra, uno y otra igualmente
seguidores de sus órdenes. Tras haber cantado las alabanzas al
excelso Creador, el escritor de alabanzas saludaba al Rey, hijo
de Rey, de esta manera: «¡Oh tú, que has elevado la cabeza hasta
la esfera azulada, tú, el de la gloria real y la estirpe regia, que has
hecho justicia al valor y a la humanidad, yo, que me llamo Kisra
(Cosroe), ¿cómo podría destruirme (kasr) por la enemistad de
un joven inmaduro? Soy hábil y experto, grato a los ojos del
mundo, y la fortuna me quiere bien por estas virtudes, ¿quién
puede acercarse al trono sin virtud? El trono y la corona me han
dotado de excelsa altivez, ¿cómo podría ser miserable un altivo?
Pero aunque soy señor de la tierra y caudillo de hombres y
genios, no me satisface mi realeza, porque es miel untada de
veneno. Poseía suficiente poder y potencia para hacer que mi
estrella permaneciera joven y propicia, y mejor habría sido que
me hubiera dado por contento, porque los puestos demasiado
elevados no están exentos de peligros. Pero los persas, con fuer-
za y con gracia, me ablandaron con su cálido afecto, conven-
ciéndome para que fuera rey y me erigiera soberbio de trono y
corona: yo custodio el país para que no caiga en la destrucción;
custodia es, no reino. Las fábulas recogen un dicho muy acerta-
do: aquel que desea el mundo es enemigo de sus propios dese-
os. Pero tú nada sabes de todo esto, porque tú reinas sobre un
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mundo distinto; prefieres un asado de onagro a los miles de


tormentos imperiales; un trago de vino al acariciador sonido
del laúd es mejor para ti que todo lo que cubre la bóveda celes-
te. No haces más que beber y cazar. No te devanas los sesos con
las preocupaciones del mundo. ¿Quieres, de verdad, poseerlo?
Ya lo posees suficientemente, puesto que no has de preocupar-
te de gobernar a nadie. Las noche para la bebida, las excursio-
nes nocturnas a la caza; feliz, ora por la comida, ora por el
sueño. No eres como yo, que noche y día soy ajeno a las alegrí-
as, siempre preocupado y dolorido por los asuntos del pueblo.
Unas veces me preocupa la angustia de los amigos; otras, los
enemigos; y ahora sólo me faltaba tener que luchar por la coro-
na contra semejante rey. ¡Feliz tú y tu vida despreocupada, ale-
jada de tales tormentos! ¡Ojalá tus ocupaciones fueran las mías!
Así podría dedicarme aunque fuera un momento al juego y al
placer, y recrear mi alma con el vino y el laúd. No quiero decir
que no tengas que ver con la realeza; conoces la religión y el
gobierno, eres el heredero legítimo del reino, pero la sombra del
parasol real te fue alejada de la cabeza a causa del comporta-
miento inmaduro de tu padre, cuya actuación despertó en sus
súbditos protestas y oposición y, atónitos por sus delitos, lo lla-
maron el “pecador”. Con tanta violencia derramó la sangre que
ya nadie elogia su estirpe, ni quiere sembrar en aquella tierra.
Puesto que nadie te quiere como rey, más te valdrá volver atrás
en este punto pues, si te mueves, encontrarás hierro candente; si
avanzas, chocarás contra el hierro frío. Yo mismo dispenso
mucho oro de los tesoros escondidos cuando hace falta; gastar-
lo para ti, para cualquier cosa que desees, será cosa útil».

NOTAS
1
El Møbad, etimológicamente «jefe de los magos», era una especie de obispo
zoroástrico. El jefe supremo de los sacerdotes era el møbadan-møbad, «møbad de
los møbad», título paralelo al de ≤œhœn-≤œh, «rey de reyes».
2
Al escribir la misiva al legítimo soberano Bahrœm, los nobles y jefes del
ejército persa tomaron una decisión que iba a dar sus frutos (arroja-
ron semillas enteras y, por tanto, fructificaron).
3
Así, literalmente en el texto. El significado puede ser que,
aunque se busquen conexiones causales entre las cosas,
no se puede llegar a ninguna Causa Primera (otro
Dios) fuera de Él.

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Respuesta del Rey Bahrœm G≠r


a los persas
Cuando el secretario acabó de leer la carta, Bahrœm lla-
meaba como el fuego, pero luego, como saben hacer los
sabios, se avino, pese a su fuerza, a soportar la injuria, y en vez
de manifestar enseguida su ardor, reflexionó con madurez y dio
esta respuesta: «He escuchado la lectura de lo escrito en esa carta.
Aunque el escritor no sea hábil, sus consejos son acertados; aprue-
bo lo que dice con intención elevada, porque merece aprobación;
yo, que considero igual el polvo que la plata, no inclino la cabeza
ante los siete continentes, pero es injusto que un reino heredado
de los padres esté en manos de otro. Si mi padre pretendía ser un
dios, yo soy, por el contrario, amigo de Dios y estoy educado en
la sabiduría. Existe una gran diferencia de sustancia y de forma
entre el “amigo de Dios” y el “pretendiente a la divinidad”. No
tengo la culpa de los pecados que no he cometido, y soy ajeno a
la criminalidad de mi padre. Yo soy una cosa, mi padre, otra; si la
matriz fue piedra, yo soy joya. La mañana reluciente procede de la
noche; el rubí purísimo, de la piedra. No se me puede juzgar
basándose en mi padre, de quien Dios os ha librado; si hizo mal,
se ha adormecido en el bien y no conviene hablar mal de los muer-
tos. Cuando la razón se toma como guía, el mal del que mal dice
recae sobre quien el mal oye. El que tiene una índole malvada
habla mal, pero quien le escucha es aún peor. Dejad estar los deli-
tos de mi padre y absolvedme de lo que no conozco. En cuanto a
mí, si el mal de ojo no me cierra el camino, pido perdón por los
pecados pasados. Si hasta ahora dormía como un ignorante, pro-
meto en este mismo instante abandonar el sueño. Aquel afortuna-
do que tiene de su parte a la suerte duerme hasta que llega el tiem-
po de la acción, más aún, es mejor que su ojo no luche contra el
sueño; duerma, pues, pero despierte en el momento justo. Aunque
mi sueño haya sido profundo, la Fortuna no ha abandonado mi
cabeza: mi suerte, siempre alerta, me ayuda a despertar del sueño
profundo. De ahora en adelante, me dedicaré sólo al bien y vacia-
ré de vanidad mi corazón; nunca más cometeré actos inconscien-
tes o egoístas; ¿podría hacerlo, ahora que he madurado? Prestaré
atención a los consejos prudentes y seguiré siempre lo mejor. Per-
donaré los errores, no desearé los bienes ajenos, ni atentaré contra
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otras vidas. No recuerdo los pecados pasados, sólo estoy conten-


to de los actos presentes; haré con vosotros lo que haya de hacer-
se y tomaré de vosotros sólo lo que haya que tomar. No atentaré
contra el tesoro de nadie, sino que gastaré sólo el dinero de los
enemigos. Nunca alejaré de mi corte al bienintencionado. Deste-
rraré sólo a los malvados, a los que abrigan intenciones perversas;
sólo miraré a los buenos, no aprenderé el mal de los maestros del
mal. Alejaré de las sentencias el favoritismo. Haré sólo lo que me
sugiera el respeto de Dios, y las mujeres, los hijos y las propieda-
des de todos estarán más seguras conmigo que el rebaño con el
pastor. A nadie arrebataré el pan por la fuerza, más aún, añadiré
pan al pan. El demonio del deseo no conseguirá desviarme y con-
sideraré pecaminoso todo apetito desmedido. No mostraré a nin-
gún ojo las cosas que no agradan al Creador».

Cuando el rey, con estas palabras, hubo manifestado sus rectas


intenciones, el más anciano de los møbad se alzó entre ellos y dijo:
«Por la gracia divina, eres sabio y donador de sabiduría para noso-
tros, y todo lo que has dicho, intenciones de buena sustancia, lo ha
escrito la sabiduría en el engaste del corazón. Mereces ser el jefe,
porque eres el príncipe de todos. Conviene, pues, que seas el pastor
de este rebaño. ¡Reinar se adapta a tu naturaleza, la corona está con
nosotros, pero en tu cabeza! ¿Quién sino tú puede proclamar el
Zand de Gushtœsp?1 ¿Quién si no tú mantiene viva la estirpe de los
Kei? Aún se manifiesta en ti el linaje de Bahman y de Darío, tú eres
el nuevo fruto de Siyœmak, recuerdo de Ardash|r, hijo de Bœbak, y
tu estirpe, con trono y corona, se remonta, de un rey a otro, hasta
Gay≠mars. El reino te pertenece por derecho; eres el único Prínci-
pe legítimo en el mundo, y todos los møbad, viejos o jóvenes, son
unánimes en esto. Pero nosotros somos siervos y vinculados por un
pacto y un juramento; con aquel que se sienta ahora en el trono
sellamos un firme pacto por el que nos comprometimos a no pri-
var su cabeza de la corona y a no dirigirnos a otros. Ahora necesi-
tamos un argumento sólido para disolver aquel juramento sin
cometer un acto vergonzoso según la religión y sin quebrar el
juramento dolorosamente». Cuando el Rey Bahrœm oyó la
respuesta, la rebatió dignamente con estas palabras:
«No debéis buscar excusas, porque el sabio no debe
transgredir los pactos; aquel adversario que es
vuestro soberano, comparado conmigo, es

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ahora un infante, aunque sea vuestro ancia-


no. Le arrebataré de la cabeza la corona, sin
siquiera rozarle un cabello, aunque mi realeza no
dependa ni de mis excusas ni de mi gentileza. Soy Rey,
hijo de reyes hasta Jamsh|d 2, y el reino es mi herencia, sea
negro o blanco; corona y trono son los instrumentos, no la
esencia de la realeza, y el instrumento puede ser o no ser, por-
que todos los que fueron coronados y se sentaron en el trono tuvie-
ron como auténtico trono la tierra y como corona el cielo. Ni el
Trono de Jamsh|d ni la Corona de Fereid≠n3 duraron eternamente
hasta ahora: sólo quien poseía una auténtica sustancia regia fue
excelso y se construyó a sí mismo el trono y la corona. ¡Yo, que
ahora carezco de ambas cosas, conozco la vía: tengo la espada y con
ella las conquistaré! El defraudador que ha tomado mi puesto es
como la araña que teje la red a la entrada de la cueva: vendrá el dra-
gón a la puerta del antro y pedirá acceso a la araña. ¿Cómo puede
ser la hormiga de la misma raza que el ángel Gabriel?, ¿cómo puede
competir el mosquito con el elefante? El onagro sólo entona can-
ciones de valor cuando no resuena el cuerno de guerra del león; y
estos centenares de lámparas, ¿qué pueden hacer cuando brilla el
sol, especialmente si se encuentra en Aries? Yo vivo con dificultad
en casa de otro, mientras mi casa permanece en manos de quien la
ha robado: ¡mi adversario come miel y azúcar, mientras yo me
como el hígado y el corazón! ¡Espada y puñal son mejor que
comerse el hígado, puñal en el vientre, espada sobre el cuello! Todo
el reino de Persia es mi tesoro heredado, sin embargo, tengo entre
los árabes mi familia: MunΩir me envía una mesa, Nu¤mœn me
sacrifica la vida. Soy como un joven león conquistador de países,
¿cómo puede corresponder mi puesto a un viejo zorro? ¿Cómo
puede recaudar los tributos mi adversario, si yo estoy vivo? ¿A quién
sino al hijo de Kei se pagan los impuestos? El puesto de los keiáni-
das sólo a los keiánidas corresponde, ¡no lo tome nunca otro! Yo
soy el rey y los otros son mis servidores; yo estoy lleno, ellos están
vacíos. Hace falta un rey que reúna ejércitos, ¿qué polvo podría
levantar un viejo caballero? El vino que deja el viejo de los Magos
sólo debe darse al hijo joven de los Magos4. Bien sabéis que lo que
digo responde a recta conducta y que busco la rectitud, mas por fir-
mar un buen pacto, no por soberanía autoritaria, actuaré según
vuestra intención, porque la mía es contentaros. En cuanto a vues-
tra argumentación para deshacer el intrincado nudo, he aquí la mía:
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entre dos leones, vencerá el más valiente. Al alba, conduzca el guar-


dián hasta el campo dos leones rugientes y salvajes, en ayunas, con
las garras afiladas, rabiosos, con las bocas humeantes de un aliento
ardiente; y reúnanse las filas del ejército en torno; tómese la coro-
na real de la cabeza y colóquese entre los fieros leones, y aclame el
pueblo como rey a quien sepa arrebatársela». Después de pronun-
ciar con cortesía y elegancia estas palabras que fascinaban el cora-
zón y acariciaban la mente, Bahrœm imprimió su sello a la carta y
la hizo de dominio público.

NOTAS
1
Gushtœsp fue el primer rey iranio, no bien identificado, que se convirtió,
según la leyenda, a la religión de Zaratustra. «El Zand de Gushtœsp» no es otra
cosa que el Zand o libro sagrado de Zoroastro (véase nota 6, pág. 40). Para
«la estirpe de los Kei» véase nota 4, pág. 29. Bahman es el nombre de un rey
de la epopeya irania antigua, identificado en las formas tardías de la propia
épica con Artajerjes Longimano. Darío es el célebre rey aqueménida, pero en
la tradición irania postislámica se han fundido en uno varios personajes con
el mismo nombre. También Siyœmak es uno de los míticos príncipes y héroes
del Libro de los Reyes de Firdaws|; mientras que con Ardash|r, hijo de Bœpak, nos
acercamos más al tiempo de Bahrœm, pues se trata del fundador histórico de
la dinastía sasánida, a la que pertenecía Bahrœm, y murió el 241 d.C.
Gay≠mars es el primer hombre, o mejor, el primer rey, una especie de Adán
de la tradición irania preislámica.
2
◊am≤|d es uno de los más famosos entre los antiguos reyes míticos del Irán,
probable símbolo solar y emblema de la realeza sacra. Entre sus atributos rea-
les más conocidos se encuentran el trono de los siete cojines, la copa en la que
veía todo el mundo, etc.
3
También Fereid≠n es un mítico rey de la epopeya irania antigua, que resta-
bleció la dinastía legítima matando al tirano-dragón Dahœk o Zahhœk, usurpa-
dor del trono de ◊am≤|d. Las palabras que siguen son un eco (típico de la
moralización islámica de las antiguas leyendas) de lo que dice Firdaws|, según
el cual Fereid≠n no era un ángel bueno y santo por naturaleza, sino que con-
quistó la gloria y la fama por su esfuerzo y generosidad.
4
Al reivindicar sus derechos de heredero legítimo al trono de Persia, Bahrœm se
expresa aquí con un metáfora vinculada a una imagen clásica de la lírica: el
vino de los Magos. El vino aparece ya relacionado de dos formas con el
mazdeísmo y el cristianismo en la literatura neopersa: la mística, del
«vino del Paraíso», y la libertina, del vino bebido a escondidas en
los conventos. La fusión de ambas temáticas se produjo en la
lírica persa tradicional, debido en parte al influjo de ciertas
corrientes sufíes (místico-esotéricas). El uso del vino,
prohibido legalmente en el Islam, se relaciona con la

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religión de los Magos (la de la representación islá-


mica) bajo la cifra literario-esotérica de la descreencia
(kufr), que se transforma en símbolo de profundización de
la experiencia religiosa, más allá de la adhesión a la letra de la
Ley. «El viejo de los Magos» representa así al iniciador místico o
maestro espiritual, mientras que el «joven mago» es el iniciado. En
este pasaje se trata, no obstante, de un tópico sin alusiones de carácter
esotérico.

Llegada de Bahrœm a Irán


Los fautores del rey, cuando oyeron aquellas palabras y compro-
baron el afecto del soberano, tornaron a sus casas con la imagen
del nuevo monarca ante los ojos, enamorados de su gloria real.
Todos decían: «Bahrœm es el verdadero rey, porque es monarca
en la sustancia y en el nombre. No podemos oponernos a él y
ensuciar el sol de polvo. El caballero capaz de cazar un dragón
con flechas es un fiero león, y cuando un fiero león enseña sus
garras nadie puede resistírsele. Tomará trono y corona por la
fuerza y arrastrará a los príncipes a los pies de su cabalgadura.
Más valdrá no experimentar el calor que hay en él, no encender
el fuego que ahora está apagado. En cuanto al león y su capaci-
dad para arrebatar la corona con sus garras, ciertamente no tiene
necesidad de tal desafío, pero este argumento nos enseñará la
diferencia que existe entre un león y un zorro». Y todos se diri-
gieron a la corte repitiendo el desafío entre uno y otro rey. Leye-
ron la carta y narraron los hechos, sin añadir palabra a lo oído.
El viejo experto del trono y adorador de la corona, se quitó la
diadema y tomó asiento al pie del trono, diciendo: «Ya me fati-
gan trono y corona, si por ellos debo sacrificar la vida a los leo-
nes. ¡Mejor será descender vivo del trono que morir entre dos fie-
ras! ¿Qué hombre inteligente comería un bocado si tuviera que
arrancárselo al león de la boca? El heredero del reino, con la
espada y la copa, no puede ser otro que Bahrœm. Ya no deseo este
encargo; ya no soy rey, sino fiel adorador de un rey». Los nobles
redactaron entonces una respuesta que decía: «¡Oh cabeza de
reyes y corona de las cabezas, la condición que establecimos al
elegirte soberano fue precisamente tu sabiduría! Puesto que
ascendiste al trono por voluntad nuestra, por ella abandonarás
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las insignias reales; mas Bahrœm ha desafiado a los leones (desa-


fío en verdad valiente, ya que no es un juego arrebatar la corona
a un león; ¡veremos que sorpresa nos trae la noche oscura!) y
aceptamos su desafío, los ataremos para colocarlos ante la coro-
na; si Bahrœm tiembla, tuyo será el trono de marfil, y si muere,
tuya será la corona, pero si vence te la arrebatará y recaudará tri-
butos del país; merecerá, entonces, el trono y la aclamación, pero
será difícil que ocurra». En resumen, se decidió no eludir el desa-
fío y que, al día siguiente, el rey entrase en lucha con los leones.

El Rey Bahrœm toma la corona entre dos leones


Al día siguiente, cuando la aurora de áurea corona depositó sobre
el mundo su sello de oro y su trono de marfil, los nobles y los
valientes, de mente y mano poderosas, cabalgaron desde el Irán y
la Arabia hasta los leones de la batalla; y los guardianes de las bes-
tias soltaron dos leones devoradores de hombres, para preparar a
Bahrœm G≠r la fosa (g≠r). Uno de los guardianes más valientes
colocó la corona entre las bestias; y la diadema de oro entre los
negros leones era una perla de la luna en la boca de dos dragones,
una luna liberada de las nubes por el estrépito de la bandeja, pero
no de la bandeja vacía, sino de la bandeja con la espada1. Los dos
leones rabiosos de odio golpeaban la tierra con la cola como dos
dragones que dijeran: «¿Quién podrá arrebatarnos esta áurea dia-
dema, quién será capaz de saquear a los dragones y a los leones?»,
ignorantes de la existencia de aquel del corazón de hierro, vence-
dor de bestias y cazador de monstruos. Nadie osaba acercarse a
aquellos animales inhumanos a menos de dos tiros de flecha. Se
proclamó que Bahrœm, el de corazón de león, se aproximara pri-
mero a los leones: si les arrancaba la corona, ésta sería suya, y suyos
el cáliz de oro y el trono de marfil, de otro modo, renunciaría al
trono y regresaría a su país. El Rey Bahrœm no se arredró ante
lo establecido y desde un lado del campo corrió hacia las
fieras. En toda aquella extensión no había colina en la
que él no hubiera matado leones; allí había arrancado
la cabeza a cientos de ellos, aunque sólo contaba
veintidós años. ¿Cómo habrían podido humi-

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llar los leones a quien había humillado a


cientos de leones? Se sujetó a la cintura el borde
del vestido y se lanzó a sus fauces como el viento
del este; elevó un grito altísimo contra las bestias
rugientes y les arrancó la corona. Ellos se abalanzaron
como potentes guerreros con el puñal en la mano y la espa-
da entre los dientes para despedazar la cabeza del soberano con
sus garras y aferrar al conquistador del mundo. Entonces, el rey
decidió castigarlos y, pisándoles la cabeza, les arrancó las garras, les
rompió los dientes y salvó cabeza y corona de las bestias. Púsose
la diadema en la cabeza y se sentó en el trono, pues la Fortuna sirve
de este modo a veces a sus amigos. Al conquistar la corona de entre
las fieras, derribó a los viles zorros del trono.

NOTAS
1
Parece que los dos dragones hacen referencia aquí a una antigua idea irania,
según la cual los eclipses del luna se debían a que ésta era devorada por un
dragón. Para alejarlo se hacía ruido con bandejas. Este utensilio, unido a la
espada, era el símbolo de las ejecuciones capitales (decapitación). Los dos
nodos lunares, ascendente y descendente, intersecciones de la órbita lunar con
la eclíptica, recibían en la tradición astrológica islámica los nombres de «cabe-
za» y «cola» del dragón (véase nota 3, pág. 54).

Bahrœm sucede en el trono a su padre


El ascendente afortunado y su realeza se regocijaron de sus buenas
intenciones, pero ya antes el astrólogo observador de los astros
había montado guardia en las estrellas por su trono. Era un Leo
que había creado un ascendente afortunado y firmísimo, un Sol en
su culminación, en conjunción con Mercurio, y Venus estaba en
Tauro y Júpiter en Sagitario, constelaciones que, gracias a estos dos
habitantes, se habían transformado en jardín del paraíso. La Luna
en el décimo signo y Marte en el sexto convocaron asamblea, con
la espada y el cáliz. Saturno, tomando la Libra, pesaba tesoros
desde la tierra al cielo de Saturno1. Cuando el rey ascendió al trono
con este horóscopo bendecido de hermosas virtudes, la barca de su
fortuna se llenó como un océano de rubíes y perlas, y los tesoreros
otorgaron tesoros sobre tesoros incontables. Aquel que había ocu-
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pado antes el trono real por designación de los ciudadanos y el


ejército, cuando vio el fasto de Bahrœm y la corona y el trono ya
famosos por él, primero entre grandes y pequeños, lo proclamó
«rey de los horizontes y emperador del mundo». Los møbad lo acla-
maron a gritos «rey del mundo», los príncipes lo denominaron
«soberano», y cada cual según su rango, a gritos o en su fuero
interno, le ensalzaba. Y como el rey se transformara en cumbre del
universo, su gloria sobrepasó el cielo. Pronunció el discurso de su
justicia, vertiendo húmedas perlas del fresco rubí2, y dijo: «Dios
me ha dado la corona, ¡ojalá me sea grato este don divino! Canto
las alabanzas de agradecimiento al Señor, porque es digno de ala-
banza. No vuelvo la espalda a Su gracia, sino que por ella le estoy
reconocido, ¿por qué no debería hacerlo? Considero obra de Dios,
no de la espada, el haber arrancado la corona a los leones. Ahora
que he llegado a la corona y al excelso trono, quiero realizar obras
que agraden al Eterno. Si Dios me lo concede, me comportaré de
forma que nadie se atormente por mí; y vosotros, cortesanos míos,
sed rectos, como lo es mi camino, no torzáis más el rostro y bus-
cad la salvación en la rectitud. Si no prestáis oídos a lo que es justo,
¡cuántos oídos saltarán! Cuando haya reposado unos días, abriré
las puertas a la equidad y la justicia, pues es mi deber compensar
la justicia con justicia y la injusticia con injusticia. Elevo plegarias,
más numerosas que las formas del firmamento, sobre los que ya
duermen en el polvo; para los vivos, guardo seguridad y recom-
pensa, más allá de la medida de lo blanco y de lo negro3. Que mis
actos sean la misericordia y la justicia, y sea maldito quien no se
contente con ello.» Manifestada así la justicia del rey, todos los
oyentes se inclinaron agradecidos. El rey permaneció aún un
momento sentado en el trono, antes de retirarse a sus estancias pri-
vadas. Actuaba con equidad y ordenaba con justicia. El pueblo
estaba satisfecho y Dios lo aprobaba. Formó un consejo con los
grandes y firmemente se apoyo en los firmes.

NOTAS
1
Se trata de otro horóscopo (véase nota 3, pág. 54), esta vez el de la
subida de Bahrœm al trono. Aunque también en esta ocasión es fic-
ticio, de las indicaciones astrológicas que proporciona el poeta
cabe deducir que, mientras el nacimiento de Bahrœm se
había producido durante la primera mañana del equi-
noccio de primavera, su fausta ascensión al trono ocu-

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rrió a mediodía del solsticio de verano. El sexto


signo a partir de Aries es Escorpión, donde se encuen-
tra Marte, como se decía, en Alegría (debilitando así su
influjo generalmente maléfico). La Luna en el décimo signo
(Capricornio) está, por el contrario, en el «exilio», lo que puede
ser una alusión al paréntesis infausto e insincero del reino de Bahrœm
(véase más adelante).
2
Ejemplo típico de aplicación de la doble semejanza perla-palabra, rubí-
labio, para designar el acto de «proferir palabras».
3
Entiéndase que los vivos recibirán recompensas inconmensurables.

Bahrœm reina con justicia


Cuando Bahrœm G≠r se estableció en el reino con fasto augusto, se
ciñó el cinturón de las siete joyas1 y tomó asiento en el trono de
los siete peldaños, llevando al pecho una tela china como el pecho
bicolor del halcón, y un brocado de R≠m como seda de Terœz 2, ya
que su bondad había hecho tributarios tanto a R≠m como a la
China. Colocó cuatro cojines en su trono, como Jamsh|d, y lanzó
al Sol el toque de sus cinco fanfarrias3. Trajo al mundo el empleo
de la justicia y volvió a eregir la cabeza de la equidad hasta el cielo.
Dio ayuda y amistad a los justos y fue tirano con los tiranos. Su
corte fue la llave para la cerradura del dolor pues, cuando aparecía,
traía consigo el júbilo. Las obras del mundo encontraron una
nueva armonía y se abrió de nuevo el aire a la respiración. Parió la
vaca estéril, rebrotó el agua abundante en los arroyos, las frutas se
hincharon en los árboles y el cuño tomó forma clara en los drac-
mas4. A él se confió rectamente el hacerse y deshacerse del mundo
y desapareció la doblez del país. Los hijos de los reyes de otros
lugares se glorificaron con su honor augusto. Los funcionarios, por
la abundancia de los frutos del país, aportaron camellos cargados
de tesoros a la corte, y quienes guardaban las fortalezas trajeron sus
tesoros y entregaron la llave de los castillos. Todos comenzaron un
nuevo calendario de obras, dejando en prenda la vida por garantía.
Cuando comenzó a ocuparse de los asuntos del reino, trató con
benevolencia a todos, según su rango; confirió nueva armonía a las
vidas humilladas; devolvió a los exiliados la patria; vengó al corde-
ro de las ofensas del lobo e hizo amigos al halcón y la paloma.
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Acabó con la embriaguez de la sedición, cortó la mano a quien la


alargó para robar, quebró a los enemigos del trono y tendió la
mano a los amigos. Su gobierno fue humano, porque la humani-
dad es superior a la crueldad y, aunque castigaba a los adversarios,
de cada diez perdonaba a uno pues, para educar al hombre, es
mejor matar que torturar. Viendo que este mundo de tierra sólo
aporta polvo de dolor, blandió la alegría y regocijó su vida de pla-
cer; reconociendo que el reino del mundo carece de un apoyo sóli-
do, se apoyó en el reino del amor. Dedicó un día de la semana a
los asuntos del gobierno, y los restantes, al amor. ¿Quién, por otra
parte, carece por completo de amor? El que no tiene amor, tam-
poco tiene vida. Así pues, el cuño del amor se convirtió en su sus-
tancia, y los amantes, en sus íntimos amigos: se ocupaba de los
negocios del cielo mientras tenía a sus órdenes a toda la tierra, y en
el mundo vivía con alegría, rindiendo justicia al placer. Los teso-
ros, saqueados con la espada y la fusta, llegaban hasta su corte, y si
el reino prosperaba por su gracia, él lo extendía hasta el sol. Los
hombres, orgullosos de gracias y riquezas, confiaban en la abun-
dacia de la recolección, olvidados de dar gracias a Dios, descar-
tando la piedad de los corazones. Pero cuando las criaturas no
agradecen a Dios Sus beneficios, la abundancia se transforma en
estrechez, y el pan cotidiano, en piedra y en hierro.

NOTAS
1
El estudio del número siete (suma del tres, el «Primer Impar», y del cua-
tro, número mandálico, símbolo de totalidad y perfección acabada), de su
sacralidad y de sus valores simbólicos en la tradición iranio-islámica (como
en muchas otras) es de tal complejidad que carece de sentido explicarlo en
una nota. Al uso del siete en el poema de NiΩœm| se ha dedicado una obra
completa (cuyo autor es M. Mo’|n). Nos limitaremos, pues, a recordar
algunas formulaciones típicamente niΩœmianas en las que aparece: las siete
cúpulas, que son también los siete cielos, y las siete esposas que, además de las
siete princesas-efigies, son también los siete planetas; las siete joyas, símbo-
lo de la realeza en el «cinturón de las siete joyas» de los reyes iranios; los
siete escalones del trono, que son también símbolo regio. Están, además, las
siete raíces (es decir, los influjos planetarios o «padres celestes»), las siete
ebulliciones o destilaciones alquímicas (según otros, mezcla de siete
cuerpos en el horno alquímico), los siete climas (o continentes),
las siete cosas de la elegancia (cf. nota 6, pág. 96), las siete líneas
(término técnico de la geomancia); cosas, todas ellas, que
se prestan a juegos conceptuales de gran sutileza y
variación por parte de NiΩœm|.

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2
Terœz no se refiere aquí a la ciudad mencionada en
la nota 1, pág. 94. «Seda de Terœz» significa «seda
apreciada, digna de soberanos». En cuanto a R≠m, cf. nota
1, pág. 58.
3
Se trata de imágenes que ya conocemos (véase nota 3, pág. 31, y
nota 2, pág. 79).
4
En este cuadro, que pinta el «orden» instaurado por el legítimo sobera-
no al acceder al trono, se pasa del plano natural al social, prácticamente sin
solución de continuidad: los animales que antes eran estériles vuelven a parir,
las aguas corren en abundancia, los árboles se cargan de frutos y el acuña-
miento vuelve a ser regular, es decir, la impronta del cuño en las monedas apa-
rece bien definida.

Llegada de la escasez y piedad de Bahrœm


por sus súbditos
Durante un año no crecieron las semillas en las ramas, escaseó
el grano en las amplias extensiones del mundo y hubo tal esca-
sez de alimento que los hombres comieron hierba como las bes-
tias. La escasez sobrecogió el corazón de un mundo en el que
no se encontraba pan. Informaron a Bahrœm de que la escasez
hacía estragos y de que los hombres, como lobos feroces, devo-
raban unas veces carroña y otras a sus semejantes. Cuando el rey
vio la carestía del trigo, en un gesto de gran generosidad, abrió
de par en par las puertas de sus almacenes y envió misivas a
todas las ciudades que aún poseyeran reservas, ordenando que
los tesoreros se reunieran para abrir los graneros cerrados e
hicieran pagar su valor a los ricos, que dieran a los pobres el
trigo gratis y los consolaran, y que lo restante se pusiera, de ser
necesario, a disposición de los pájaros, para que nadie en el
reino muriera de hambre. Cualquiera podía tomar de los grane-
ros el trigo que el rey poseía en la corte, en tanto que, de los
confines de los territorios extranjeros llegaban camellos carga-
dos de grano nuevo. Se esforzaba el rey en distribuir los tesoros
y salvar las vidas, para lo cual adscribió el pan cotidiano de su
pueblo a su tesoro durante los cuatro años que faltó la recolec-
ción; así, todos excepto uno salvaron la vida a pesar de la esca-
sez. Pero la muerte de aquel hombre desesperado entristeció al
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rey y le sobrecogió el corazón como el agua que se convierte en


hielo. Dirigiéndose a Dios en aquella aflicción, le pidió perdón
por sus culpas con estas palabras: «Oh Tú que das el pan coti-
diano a todos los animales, Tu don no es como el de otros: con
un acto poderoso de Tu divinidad haces de lo mucho poco y de
lo poco mucho, mientras que yo, por más que me esfuerce, sólo
puedo saciar a una gacela del desierto. Tú eres Aquel que haces
felices a Tus criaturas proporcionándoles el pan cotidiano, pero
yo, si por la escasez muere un animal, no tengo la culpa, porque
ni siquiera conocía su existencia, y la conozco ahora, cuando ha
muerto y ya es inútil conocerla».

Después de humillarse de este modo ante Dios, oyó el rey en su


fuero interno una voz secreta que murmuraba: «En virtud de tus
buenas intenciones, Dios ha alejado la languidez de tu reino;
puesto que en cuatro años no has permitido que muera nadie de
hambre, se te conceden otros cuatro en los que la muerte se ale-
jará de tu país». Y yo he oído decir que nadie murió en su reino,
ni grande ni pequeño, en cuatro años. ¡Feliz el rey cuya gentileza
aleja la muerte de sus súbditos! Todos los que venían al mundo,
vivían; eran entradas sin salida, ¿puede pedirse algo más? La
población se hizo tan densa, que ni montes ni llanuras carecían
de casas y edificios; he oído decir que de Isfahœn a Ray1 se exten-
día un tejido de casas, como un cañizo, tal que, de haberlo que-
rido, incluso un ciego habría podido trasladarse desde Ray hasta
Isfahœn caminando sobre los tejados y, si no fuera cierto, no se
me reproche a mí, sino a quien lo transmitió. La gracia de Dios
era tan abundante que el alimento superaba a los consumidores.
Los hombres vivían seguros en los montes y los valles, dedicados
en tropel a la alegría y el regocijo: hileras de cítaras, de rabeles2
y de laudes tan largas como dos parasangas3, jofainas llenas de vino
junto a los arroyos, reuniones alegres en todos los barrios. Todos
compraban vino y vendían las espadas, se arrancaban las corazas
de hierro y se confeccionaban brocados de oro. El pueblo
depuso las armas y olvidó las espadas y las flechas. Los que
poseían medios para divertirse, se regocijaban, y quien
no los tenía, los recibía del rey: él estaba contento de
la Fortuna y el mundo se congratulaba con él.
Asignó a cada uno un trabajo, pagándole con
generosidad para mantenerlo satisfecho, y

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ordenó que se dividiera el día en dos par-


tes, una para trabajar y otra para beber vino.
Exoneró a todos de pagar tributos durante siete
años, arrancando así las raíces de setenta penurias, y
reunió seis mil maestros cantores de las provincias,
juglares, bailarines y cómicos, distribuyéndolos por todas
las regiones para que alegraran al pueblo y se alegraran ellos
allí donde se establecieran. Fue una era gobernada por Venus4,
que tuvo como ascendente la constelación de Tauro, ¿cómo
podría ser triste una época así?

NOTAS
1
Isfahœn y Ray son dos importantes ciudades persas. La primera aún existe y
prospera; de la segunda sólo quedan sus ruinas al sur de la actual Teherán.
2
El rabel (árabe y persa rabœb) era un instrumento de arco, originalmente de dos
cuerdas, semejante a una guitarra, pero con el plano armónico de pergamino.
3
Un farsang o «parasanga» (también farsaj) equivalía a tres millas.
4
El ascendente es un término técnico de la astrología, que designa el signo
zodiacal que se eleva por el horizonte en el momento y lugar del nacimiento.

Aventura de Bahrœm con su doncella


Un día, el rey deseó salir de caza a las bajas llanuras y los altos
montes. Se dirigió al campo en su corcel castaño de los cascos de
onagro para espantar con sus gritos de caza a los asnos salvajes.
Júpiter encuentra un puesto de honor en Sagitario1, pero él arro-
jaba sus saetas hasta Júpiter. Espoleado por unos caballeros que
habían extraviado su camino en el desierto, pasó junto al sobera-
no, que se hallaba al acecho sobre su corcel coceante, una mana-
da de onagros. Con la mano esparcía perlas por la cuerda del
arco, cargándolo y descargándolo de flechas; el hierro afilado de
las flechas una veces arrojaba fuego y otras, presas, porque donde
hay anca de onagro y vino genuino, se necesita fuego para el
asado. Quizás el dardo del rey, que derramaba la sangre de los
onagros, encendía por esa razón el fuego, aunque la ternura de
su aliento, aun en la herida, hacía revivir a los que mataba.
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Llevaba el rey como compañera una doncella hermosa como la


luna, ágil y hábil, llamada Fitna (Tentación) y llena de mil tenta-
ciones, tentación del rey y tentada por él, que tenía el rostro fres-
co como la primavera del paraíso y caminaba como el viento lige-
ro en un campo sembrado, miel con mantequilla, lisa y dulce
como una bandeja de pœl≠da 2. Aparte de su belleza, era también
hábil cantante, tañedora y danzarina. Cuando arrancaba lágrimas
del laúd, descendían los pájaros de las alturas. Durante las parti-
das de caza y los banquetes, el rey le pedía que cantara y danza-
ra; ella tenía por instrumento el laúd; él, el dardo; uno tocado
con la mano, el otro, con las presas. He aquí que salió del desier-
to un onagro. El rey espoleó su corcel y se aproximó al fiero ani-
mal. Como un león, aferró el arco, enfiló la flecha, la lanzó, y el
dardo se clavó en las nalgas del onagro, que mordió el polvo al
morir. En un momento de aquella caza maravillosa, mató
muchos más y capturó otros tantos. Pero la muchacha, huraña y
seductora, ni siquiera lanzó un «¡bravo!» al monarca. El rey aún
esperó un tiempo, hasta que se acercó corriendo a lo lejos un
onagro, y dijo: «¡Oh doncella de sutil mirada de tártara!, no pare-
cen asombrarte mis presas, aunque, estando más allá de toda des-
cripción, ¿cómo podrían entrar en tu ojo estrecho?3 Aquí se acer-
ca un onagro, ¡dime tú misma cómo debo atarcarlo y en qué
punto acertar, de la cabeza a los cascos!». La muchacha de los
dulces labios, con la índole que le era propia (era mujer y las
mujeres hablan poco), respondió: «Tendrás que iluminar el ros-
tro y coser al mismo tiempo, atravesándolos, la cabeza y los cas-
cos del onagro». El rey, en vista de una petición tan tortuosa,
encontró la solución a sus malas intenciones: rápido como el
rayo, tomó una ballesta donde insertó una bola de arcilla que
lanzó a la oreja de la presa, la cual, irritada en extremo al sentir
la bola en su cabeza, se llevó el casco a la oreja para librarse del
molesto apéndice. En ese preciso momento, el dardo del rey,
rápido como la centella que ilumina el mundo, golpeó a la vez la
oreja y el casco del animal. Dijo, entonces, el rey a la mucha-
cha china: «Ahí lo tienes, ¿qué dices ahora?». Respondió la
doncella: «Vuestra Majestad ha practicado mucho este
ejercicio, y un ejercicio que se practica a menudo
nunca es difícil, porque lo que el hombre aprende,
aunque presente dificultad, es realizable: el
penetrar de la flecha de Vuestra Majestad en

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el casco del onagro fue el efecto de un


hábito constante, no de una fuerza especial».
Grande fue la irritación del rey ante la respuesta,
pues el hacha cortante había acertado en el árbol.
Perdió todo el afecto de su corazón por aquella mucha-
cha graciosa y manifestó un abierto odio. Cuando los reyes
se tornan vengativos, aunque sean felices, derraman sangre.
¿Por qué gacelas no ensillarían el caballo? ¿Qué perros no despe-
llejarían para hacerse abrigos? Díjose entonces: «Si la perdono,
será causa de litigios; si la mato, será aún peor, porque matar
mujeres no es tarea de leones machos, ya que la mujer no perte-
nece a la raza del combatiente». Había un alto oficial de noble
estirpe, fiero como un león y terrible como un lobo. El rey lo
llamó en secreto y le dijo: «Ve y despacha rápido el asunto de
esta muchacha, que es la Tentación de mi corte soberana, y aca-
bar con las Tentaciones es cosa que aprueba la razón». Aquel ofi-
cial justo llevó primero a su casa a la muchacha del rostro de
hada, pero cuando estaba a punto de matarla cortándole la cabe-
za como a un cirio, la fascinadora le dijo, con lágrimas en los
ojos: «¡No cumplas esta tarea inaceptable! ¡Si no eres enemigo de
ti mismo, no derrames sobre tu cabeza mi sangre inocente! Soy
la confidente íntima del soberano porque me ha escogido entre
todas sus doncellas, hasta el punto de que en ninguna otra con-
fía en los banquetes y las partidas de caza. Por culpa de mi des-
caro, un demonio me ha jugado una mala pasada, y el rey ha
ordenado mi castigo en un acceso de rabia. No te precipites al
matarme. Espera algunos días y di al rey que me has matado: si
él se muestra contento, mátame entonces y mi sangre te será líci-
ta, pero si se entristece con mi muerte, estarás seguro y salvo de
cuerpo y alma. Quedarás a salvo de la responsabilidad y yo me
salvaré de la muerte; un noble ciprés no cae en el polvo. Aunque
yo no sea nadie, día vendrá en que te recompensaré por lo que
has hecho». Dicho esto, se quitó el collar y puso delante de él
siete rubíes, cada uno de los cuales valía los tributos de un con-
tinente y los ingresos del Omán4 representaban la mitad de su
precio. Ante ellos, el oficial renunció a derramar la sangre de
aquel ídolo, diciendo: «Cuídate de estar quieta y de no nombrar
a nadie el nombre del rey. Si te preguntan, responde que eres sir-
vienta de esta casa; trabaja y di que de ese trabajo te encargas. Yo
pensaré en lo necesario, si el destino quiere serte amigo». Así
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pues, establecieron un pacto, que juraron según aquellas condi-


ciones: él se salvó de una acción injusta y ella de todo daño. A la
semana siguiente, cuando fue recibido por el rey, éste le pidió
noticias de la luna y él respondió: «He abandonado la luna al
dragón, la he matado y he pagado con lágrimas su sangre».
Cuando al rey se le llenaron los ojos de lágrimas, el corazón del
oficial se reafirmó. Poseía una próspera villa, alejada de las mira-
das de los hombres, con un castillo elevado hasta las cumbres del
cielo, batido por las olas del océano del firmamento, y de uno de
los pabellones de aquel hermoso panorama, con una altura de
sesenta escalones, había hecho una estancia donde habitaba la
muchacha: a las personas caras se proporciona un lugar precioso.
Ocurrió que, en aquellos dos días, una vaca había dado a luz un
gracioso ternero, y la muchacha del rostro luminoso de hada se
echaba el ternero a la espalda, y con el pie firme bajo el peso, lo
llevaba al palacio todos los días. El sol, es cierto, transporta a
Aries en primavera, pero ¿quién ha visto jamás que la luna lleve
un ternero? ¡Si conoces a alguien, tráelo a mi presencia! Así pues,
todos los días aquella gacela del cuerpo de plata transportaba el
ternero desde el piso bajo hasta la terraza. Ni un solo día inte-
rrumpió la tarea, que hizo su efecto porque nunca fue interrum-
pida. Así fue que, cuando el ternero se convirtió en una vaca de
seis años, aquel ídolo de los miembros rosados continuó trans-
portándolo hasta el tejado sin sentir malestar alguno por la carga,
porque ya se había acostumbrado al ejercicio, y a cada aumento
de peso de la vaca correspondía un aumento de la fuerza de la
doncella. Un día, la hermosa de los ojos sutiles y el corazón
angustiado se sentaba sola junto al oficial; de su oreja enyojada,
la doncella semejante a un ángel tomó cuatro piedras preciosas y
dijo: «Ve, vende estas joyas y tráeme el dinero sin que nadie te
vea; compra con él ovejas, aromas, agua de rosas y todos los
cirios, los dulces y el vino que hacen falta para preparar un ban-
quete hermoso como un jardín de ángeles, con asados, vino, dul-
ces y perfumes. Cuando el rey venga a cazar por esta zona haz
como la Victoria5, no apartes tus manos de su estribo,
implórale, insiste con toda el alma, reteniendo la brida.
La índole del Rey Bahrœm es buena; su carácter,
noble y delicado, y al ver que insistes con humil-
dad se decidirá a honrarte con su presencia; así,
ofreceremos a ese personaje que tiene por

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trono las estrellas dulces licores y leche y, si


todo va bien, mi posición y la tuya serán por
él exaltadas». El oficial rechazó los rubíes de la
muchacha, porque Dios le había dado mil veces más.
Fue, y con sus tesoros escondidos, preparó, una a una,
las cosas necesarias para el banquete: alimentos reales purí-
simos, pollos, pescados, ovejas, corderos, finos perfumes para
el adorno de la reunión, azúcar y dulces como conviene a un
recibimiento real, y todo lo dispuso con cuidado, a la espera de
que Bahrœm llegase a la reserva de caza.

NOTAS
1
Sagitario es el domicilio diurno de Júpiter, donde se encuentra, como se dice
tradicionalmente, «en Alegría».
2
El pœl≠da es una especie de sorbete, entre la bebida y el helado, hecho de agua,
una especie de harina, almendras, miel y otros ingredientes, muy dulce y
refrescante, aún muy popular en Persia.
3
«Ojo estrecho» significa también en persa «ojo ávido» o avaro, y se atribuye
simbólicamente a los turcos o los tártaros (la hermosa muchacha, símbolica-
mente turca, tiene el ojo estrecho, ávido, etc.)
4
Omán es la conocida región del Golfo Pérsico que indica, en la poesía tradi-
cional de Persia, «región rica en perlas». Así pues, «los ingresos de Omán»
equivalen a grandes riquezas.
5
Fitna recomienda al oficial que no se aparte nunca del rey, como hace la vic-
toria, que nunca se aleja del estribo de su corcel.

Bahrœm es recibido por el oficial después de la caza


Un día, el rey Bahrœm descendió del trono y salió a cazar al desier-
to, pero en vez de partir a capturar presas vio cómo la presa lo cap-
turó a él. Al pasar por el pueblo donde el oficial había construido
su alto pabellón, observó un hermoso y placentero lugar de repo-
so, que acumulaba espesuras y sombras, y preguntó: «¿De quién es
este lugar y dónde se halla el dueño de tal finca?». El oficial, que
prestaba servicio en el séquito del rey, cuando oyó del soberano
tales palabras, se arrodilló y, besando la tierra, dijo: «¡Oh sobera-
no protector de los siervos, éste tu esclavo es quien posee el pue-
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blo, que es de Vuestra Majestad, cuya belleza procede de los res-


tos de los sorbos de tu vino! Si a Vuestra Majestad le agrada este
lugar, ensalzará a este humilde esclavo. Sin ceremonias, como es su
costumbre y fausta usanza, entre Vuestra Majestad por la angosta
puerta y este oficial estará por encima del mundo. Por gracia de
Vuestra Majestad, poseo aquí un castillo que eleva la cabeza hasta
la luna, todo él circundado de numerosos jardines; el Paraíso es su
paje; el Jardín de Ri∂wœn1, su aprendiz. Si el Soberano se dignara
beber el vino en este recinto, la estrella besaría la tierra a su puer-
ta. El polvo del rey perfumaría de ámbar el palacio; mis abejas
darían miel y mis vacas, leche». Cuando el rey vio la ingeniosa
insistencia de sus palabras, dijo: «Estoy a tu disposición: prepára-
lo todo para mi vuelta de la caza». El oficial besó la tierra y fue a
limpiar el óxido el espejo, adornó la terraza de tapices como un
paraíso y dispuso los ornamentos necesarios. Cuando el Soberano
volvió de cazar, el halcón de oro de su parasol real alcanzó la luna;
el anfitrión extendió bajo la cabalgadura reales tapices escogidos,
telas de R≠m, rarezas de la China y delicados brocados, uno sobre
otro, cuyo esplendor alegraba el corazón y el cerebro, y sobre aque-
llos tapices esparció numerosas perlas. El rey subió a la terraza de
los sesenta peldaños y contempló un pabellón único por su verti-
ginosa altura, que rivalizaba con el diseño del Jawarnaq, capaz de
hacerse una alfombra con la bóveda celeste. Llegó el anfitrión y
preparó todo lo debido, inciensos, comida y bebida. Cuando el rey
hubo agradecido los sabrosos alimentos, hizo que corriera el vino,
dando comienzo a una alegre reunión: después de beber dos o tres
copas de néctar, comenzó a destilar sudor de la rosa de su frente.
Dijo, entonces: «¡Oh anfitrión del castillo dorado, hermoso es el
palacio y abundante el banquete, pero dime, ¿ahora que pasas de
los sesenta años, cómo puedes subir y bajar sin fatiga este castillo
de sesenta peldaños, para llegar a cuya cima el cielo debe emplear
el lazo de la caza?» El anfitrión respondió: «¡Viva el rey eterna-
mente y tenga por vino el Kawzar 2 y por coperas a las huríes! No es
tan extraño que yo, que soy hombre, me fatigue al subir los esca-
lones, lo asombroso es que una muchacha hermosa como la
luna, tierna y delicada como la seda y el regio armiño,
transporte sobre sus hombros, para darle el forraje, un
toro tan pesado como un monte, y que de un solo
respiro suba sin detenerse los sesenta peldaños.
Y más que toro, diría elefante ¡incapaz de

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acarrear su propia grasa una sola milla! En


verdad que si pocos por esta parte serían capa-
ces de levantarlo del suelo un momento, tanto
más maravilloso es que una mujer consiga subirlo por
los sesenta escalones del castillo». Mientras el oficial
narraba esta historia, el rey se mordía los dedos de estupor,
diciéndose: «¿Cómo puede ser tal cosa? Si cierta, será, sin duda,
mágica. No podré creerlo si no lo veo con mis propios ojos».
Pidió, entonces, al oficial que le probara con hechos su pretensión.
Al oírlo, el anfitrión bajó a narrar a la transportadora del toro la
historia del león. La muchacha de los miembros de plata había cal-
culado bien el tiempo, preparándose con antelación: vistió precio-
sos ornamentos chinos, dio a la rosa el ebrio ensueño del narciso,
derramó almizcle sobre la luna3, imprimió de magia su mirada con
el colirio fascinador, esparció elegancias hasta el reproche, coloreó
el ciprés de argavœn4 y dio estatura de caña al tulipán. Había ador-
nado de perlas el argénteo ciprés, anudado a la luna el collar de las
Pléyades, partido por medio, como la manzana de los amantes, el
collar de rubíes con una perla única, poniéndose en la cabeza una
diadema de ámbar y alargando el collar desde el tierno cuello hasta
los lóbulos de las orejas: porque un rey cuyo trono está hecho de
marfil, ha de tener trono y corona. El negro de la trenza y el hindú
del lunar se erguían en batalla desde las dos partes del rostro; el
coral negro del lunar sobre el ágata del labio era un sello negro
sobre los dátiles, y su cabeza, por los granos diseminados de lim-
pidísimas perlas, había extendido un velo de estrellas sobre la luna,
de modo que la esencia de su oreja atestada de perlas avivaba el
mercado de sus amantes5. Había envuelto la luna en un velo de
alcanfor como una rosa roja sobre los jazmines, y como la luna de
dos semanas había preparado las siete cosas que requiere la ele-
gancia6. Se dirigió, entonces, como el disco lleno de la luna, hacia
el toro (la luna adquiere valor en la constelación de Tauro) e, incli-
nando la cabeza, lo cargó sobre sus hombros: ¡contempla la pre-
ciosa sustancia que adquirió el animal! Luego, corrió a la terraza,
un peldaño tras otro, hasta los pies del trono de Bahrœm, donde se
detuvo, erguida, con el toro al cuello. El león7, al ver el toro, bajó
de un brinco del trono, lleno de estupor: la ventaja era suya, pero
no comprendió cuál era. La hermosa muchacha depositó entonces
el toro y se dirigió con cautivadoras palabras al león: «Esto que yo
sola, por mi fuerza, te traigo como regalo, ¿habrá alguien en el
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mundo que por la fuerza del brazo o de la mente pueda bajar de


la terraza a la primera planta?» Dijo el rey: «No depende de tu
fuerza, sino de lo mucho que te has ejercitado. Poco a poco, a tra-
vés de los años, te habituaste al constante ejercicio, de modo que
ahora, sin esfuerzo, eres capaz de pesar el toro en tu balanza». La
hermosa del cuerpo argénteo se postró ante el rey y, con una invo-
cación perfecta en su género, dijo: «Vuestra Majestad ha contraí-
do una gran deuda: el toro es ejercicio, el onagro no lo es. Si yo,
que soy capaz de subir el toro hasta la terraza, adquiero fama gra-
cias al ejercicio, ¿por qué no se podía nombrar el ejercicio cuando
mataste aquel pequeño onagro?». El rey reconoció el reproche de
su Turca, hizo un acto de sumisión y se lanzó hacia ella para levan-
tar el velo de su rostro y fue al verla cuando llovió perlas de lágri-
mas sobre la luna; la abrazó, le pidió perdón y también aquella
rosa vertió agua de rosas sobre el narciso. Vació la estancia de bue-
nos y malos para hablar con la bella del rostro de hada: «Si esta
casa», dijo, «te ha sido prisión, te pido mil excusas. Si encendí un
fuego con mi egoísmo, yo mismo me quemé en él, pero tú conser-
vas la vida». Cuando el lugar quedó vacío de perturbadores (fitna-
gar), sentó ante él a Fitna, la cual dijo: «Oh Soberano, domador de
rebeliones (fitna-ni-≤œn), que separándome de ti me has matado y
me resucitas al reconocerme, ningún dolor me queda por ti, por-
que el dolor ha erradicado la montaña. Por el amor que te profe-
saba, la vida, clemente, quiso abandonarme: cuando Vuestra
Majestad, en la caza, cosió el casco del onagro a su oreja, no sólo
la tierra, sino el mismo cielo besó su mano al tensar el arco. Si yo
me aparté de aquel reconocimiento universal, lo hice para alejar el
mal de ojo de Vuestra Majestad, porque en cualquier cosa que
apruebe el ojo, el mal de ojo puede hacer estragos8. ¡Pero se me
olvidó la posibilidad de que el dragón del destino derramase sobre
el amor una sospecha de odio!» Estas palabras impresionaron
tanto al rey que desde el corazón le llegaron hasta el centro del
alma. «A fe que has dicho la verdad», dijo, «y son muchos los tes-
timonios de tu fidelidad: ¡tal clase de amor al principio y tales
excusas al final! Pero esta joya se habría transformado en pie-
dra9, si no hubiera mediado la prudencia del oficial». Lo
llamó, pues, para honrarlo, le apoyó la mano sobre el
hombro como collar de honor, le entregó regalos
preciosos, y por una perla que le había preserva-
do, le devolvió mil, y entre otras cosas pre-

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ciosas le concedió el feudo de Ray10. Luego,


partió contento y contentador hacia la ciudad,
diseminando azúcar en su banquete, convocó a los
møbad y se unió en legítimo matrimonio con la
muchacha hermosa como la luna para solazarse con ella
en placeres y delicias. Así pasaron largos días.

NOTAS
1
Ri∂wœn es el nombre del ángel custodio de uno de los jardines paradisíacos
más hermosos y se aplica también al propio jardín.
2
Kawzar es el nombre de uno de los ríos, de agua dulcísima y fresca, del Para-
íso islámico.
3
Sobre el color sonrosado del rostro, enmarcado en los negros cabellos (almiz-
cle) de la joven, los ojos habían adquirido la expresión embriagada del narci-
so (flor comparada por la lírica persa a los ojos soñolientos y enrojecidos por
la embriaguez, que se consideraban particularmente seductores).
4
El argavœn es un árbol de flores de color rojo oscuro –«árbol de Judas» en
español– muy apreciado por los poetas persas clásicos, que lo mencionan con
frecuencia. «Coloreó el ciprés de arghavœn» significa que se tiñó el cuerpo de
henna. Menos claro es el significado de «dio estatura de caña al tulipán», qui-
zás, adoptó un porte regiamente erguido. La muchacha se adornaba el rostro,
además, con un espléndido collar (las Pléyades), de modo que el collar de
rubíes quedaba interrumpido a la mitad por una única perla (su rostro).
5
De nuevo, el juego de palabras basado en el doble significado del término
¥awhar, «gema» y, al mismo tiempo, «esencia, sustancia»; significa que su oreja
adornada de gemas excitaba a los amantes.
6
«Las siete cosas que requiere la elegancia» son: la henna (raíz de la que se extrae
un tinte rojo que se emplea en el cuerpo), el índigo, el carmín, los polvos, el
colirio, el talco y el perfume de almizcle.
7
El león, naturalmente Bahrœm.
8
El mal de ojo, muy temido por los persas, al menos en la época clásica, se
encuentra en numerosas metáforas niΩœmianas. No conviene ensalzar dema-
siado, si no es con fórmulas deprecatorias especiales, a quien es hermoso o
hábil, por eso no ensalza Fitna el golpe magistral de Bahrœm. Contra el mal
de ojo existen muchos remedios, en especial los sahumerios con pimienta,
ruda, etc.
9
De no haber mediado la prudencia del oficial, el precioso amor de Fitna por
Bahrœm no habría encontrado modo de manifestarse.
10
Sobre Ray véase la nota 1, pág. 88.
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Campaña del Jœqœn de China y victoria de Bahrœm


Puesto que el nombre de Bahrœm se convirtió en símbolo de
potencia imperial desde las profundidades de los océanos hasta
el cielo de la luna, se reforzó el corazón de los nobles y se reavi-
vó la fama de los famosos, mientras que los malvados morían en
sus rincones, hundiendo la cabeza en las negras aguas. Había un
viejo noble, llamado Nars|, cuyos títulos eran equivalentes a los
del hermano del rey; de fuerte voluntad y pensamiento cabal,
conocía a la perfección cómo actuar. Descendía del rey Darío, no
de forma escondida, sino bien manifiesta. El rey no se alejaba de
él ni un solo instante porque le servía de ministro y compañero.
Tenía tres hijos, cada uno de los cuales era en sí mismo un
mundo de virtud. Al mayor, el padre lo había llamado Zarœvand,
y el rey, que lo estimaba mucho, lo nombró su møbad supremo.
Gozaba de experiencia y pensamiento práctico, y su ascetismo no
conocía igual. El segundo era inspector del tesoro del reino,
recaudador de los tributos y las tasas, y el rey, por la rectitud de
su pluma, había impuesto su autoridad en toda Persia. El tercer
hijo de Nars| era el representante privado del rey para los asun-
tos relacionados con los ciudadanos y el ejército. Aquellos inten-
dentes a quienes el monarca había confiado los asuntos de Esta-
do trabajaban con probidad y experiencia; mientras él pasaba la
noche en banquetes iluminados por el vino, sus intendentes pasa-
ban el día trabajando. El rey, como la rueda del molino, giraba
sobre sí mismo, gastando con premura todo lo obtenido. Difun-
diéronse estos hechos por todo el mundo y las hachas se afilaron
para el tajo, porque todos decían: «Bahrœm se ha embriagado: ha
cambiado la religión por el dinero y la espada por la copa. No
hace otra cosa que nadar en vino con sus cortesanos, bebe vino
(bœda) y gana viento (bœd)». Así pues, todos sintieron ganas de
apoderarse de su reino. El Gran Jœn de China partió de su país
para ocupar la morada del rey de la tierra, con un séquito de dra-
gones jadeantes y trescientos mil arqueros fortísimos. Pasó el
Oxus1 y llegó hasta el Jorasán, donde provocó una enorme
agitación. Al conocer el rey aquella invasión de bárba-
ros, no se fió de sus soldados, porque los veía dedi-
cados a los placeres y deshabituados a los usos de
la guerra, y los jefes del ejército ya no estaban

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de acuerdo con él, ni le eran fieles. Todos


ellos enviaron un mensajero con legajos secre-
tos para el Jœn, traicionando a su señor natural,
con el objetivo de salvar sus bienes personales. Decí-
an: «Ven, pues somos tus siervos obsequiosos y polvo
de tu camino. Tú, que eres el rey del mundo, ven entre
nosotros, porque Bahrœm no está capacitado para reinar; si lo
deseas, lo mataremos con la espada, o lo haremos prisionero para
entregártelo». Un escribano, que sabía descifrar las cartas, infor-
mó al rey que, disgustado con los persas, dejó el reino a sus vica-
rios y se alejó para esconderse: con tales armas no se puede com-
batir. Se extendió por el mundo la voz de que el Soberano había
vuelto el rostro al ejército y al reino, de que, incapaz de resistir-
se al Jœn y a su ejército, había huido derrotado. Cuando llegó
hasta el Gran Jœn este mensaje y saludo: «El rey ha descendido
de su trono, la fortuna te favorece con la diadema y el cinturón.
Avanza, no dejes ni trono ni corona», y hubo escuchado la noti-
cia de que Bahrœm había desaparecido del mundo, dejó la espa-
da y la lucha y, ya sin preocupaciones, se entregó al vino y al laúd.
Con la despreocupación, bebía vino y hacía cosas que no deben
hacerse: todo lo que había despreciado en su enemigo, comenzó
a practicarlo él mismo, causando la risa de su adversario. Porque
el rey Bahrœm se afanaba día y noche y sus mensajeros partían
solícitos a reunir información sobre el comandante chino. El
mensajero lo informó con toda precisión: «El Gran Jœn ya está
tranquilo, se siente a salvo de Vuestra Majestad». Al rey, la noti-
cia le pareció de excelente augurio. De todo su ejército única-
mente quedaban, en el momento de la decisión, trescientos caba-
lleros, pero eran todos muy expertos en la guerra: dragones en la
tierra, ballenas en el mar, todos distintos pero, como los cien gra-
nos de una granada, en una sola casa. El rey engañó al adversa-
rio, jugando con la sorpresa: el enemigo quería fuego, él le dio
humo; lo atrajo pronto con una estratagema; embelleció las fle-
chas sobre su diana porque conocía bien su historia. En resumen,
atacó por sorpresa una noche, levantando una polvareda que
sobrepasó los siete cielos. Ocurrió en una noche tan negra que
con negra perfidia tendía trampas tenebrosas al ojo; una noche
que había arrebatado la lámpara y en la que montes y valles eran
negros como ala de cuervo. Se habría dicho que cien mil negros
borrachos corrían por todas partes con la espada en la mano y
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que los hombres, por terror de aquellos negros, abrían los ojos
sin ver nada. El firmamento de límpido corazón, de vestido
negro de seda, como un cántaro de oro se había cubierto de
negra pez la cabeza. Fue en tan amarga noche de ámbar cuando
Bahrœm (=Marte) inició su guerra marcial. Aflojó la brida hacia
los valerosos chinos, atacando ora con la espada, ora con las lan-
zas: allí donde se clavaba su flecha, el golpe se vaciaba de toda
fuerza: su dardo de chopo que perforaba las rocas adormecía el
ojo, atento a la defensa, del enemigo: se veían heridas sin flechas
y flechas sin herida, y todos decían: «¿Qué nueva acción es ésta,
en que la flecha no tiene herida y la herida no tiene flecha?». Se
llegó al punto de que nadie podía acercarse a él a menos de un
parasanga de distancia, y él se movía por todas partes como una
nube, haciendo de los montes valles y de los valles montañas.
Mató a tantos de aquel ejército con sus flechas que la tierra se
ablandó con la sangre como la levadura. Apenas sus dardos se
clavaban en el cuerpo de alguno, el alma del herido abandonaba
el cuerpo. Al alba, cuando el sol desenvainó la espada, apareció
en el firmamento una bandeja de sangre (¿cómo podría existir
espada sin sangre ni bandeja? Donde hay espada y bandeja, allí
hay sangre)2. Tanta fue la que derramaron los muertos que corrí-
an los torrentes arrastrando cabezas; y tantos eran los cuerpos
que la espada dejaba en tierra que la bilis vomitaba veneno y
humor amarillo. La lanza se había apostado la lengua con la
espada que habría abatido al dragón en un santiamén, y la flecha
era como una serpiente que salta en la batalla (mala cosa es que
salte la serpiente). Cuando el Rey Bahrœm, en medio de las filas
de combatientes, con la punta de sus dardos, sutiles cual cabello
y capaces de partir un cabello, golpeaba con la espada la cabeza
de un caballero, como un pepino lo partía hasta la cintura. Con
dardos de tal suerte y con tales espadas, el enemigo quedó ate-
rrorizado y todos, en la huida, entrechocaban las espadas
corriendo de un lado para otro, y cuanto más duro y severo se
hacía el hierro del rey, tanto más suave y sumiso se volvía el
ejército de los Turcos. Cuando el soberano reconoció el
signo de la victoria, volteó más las lanzas y lanzó nuevas
flechas, dispersándolos con el ruido de la espada (se
habría dicho que era el viento, y sus enemigos, las
nubes) y dijo a sus soldados con voz victorio-
sa: «¡Feliz suerte y buen botín! ¡Seguid

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luchando, hagamos aún un esfuerzo supre-


mo por desbaratar el centro del ejército ene-
migo!». Todos se lanzaron al asalto, hombro con
hombro. Cada uno montaba un león y llevaba un
dragón en el puño. El ala derecha desapareció, huyó la
izquierda y la vanguardia se precipitó desordenadamente
hasta la retaguardia. Fuerte se hizo la mano del rey en la vic-
toria3 derrotando tanto al centro de la armada enemiga como a
sus comandantes. Un ejército más numeroso que la arena y el
polvo quedó destruido bajo los golpes. La potencia de las garras
de los negros leones destruyó el cerebro de los impotentes. La
flecha fue como el dragón B|varasp4; por ella, el caballero se
encontró bajo el caballo (asp), y los afilados puñales hicieron lle-
gar el polvo de la huida del ejército turco hasta el Oxus. El rey
tomó en botín tantas joyas y tesoros que el tesorero se fatigaba
contándolos. Al volver vencedor de aquellos parajes, comenzó a
ocuparse de los súbditos. Victorioso, se sentó sobre el trono e
hizo resplandecer una nueva primavera en el mundo. Los que
pasaban ante él, le dirigían alabanzas dignas de su victoria, y el
cantor de los himnos pahlávicos5 de la sabiduría persa, entonó
pahlávicos cantos al son del laúd, mientras los poetas árabes reci-
taban versos como perlas purísimas, acompañándose de los rabe-
les. El rey, conocedor de la ciencia y docto en poesía, les entregó
abundantes dones y, de aquel tesoro y abundante botín, consagró
mil cargas de camello al Templo del Fuego6, arrojando perlas al
regazo de los vestidos y oro en las mitras de los møbad de los
sagrados pireos, y tanto fue el oro que donó de sus tesoros que
no quedó un solo pobre en el mundo.

NOTAS
1
El río Oxus –el moderno Amu Daria– señaló durante siglos el confín orien-
tal del mundo iranio.
2
Como se ha dicho en la nota 1, pág. 82, la bandeja y la espada simbolizan las
ejecuciones capitales.
3
El rey sostenía firmemente la victoria en su puño.
4
B|varasp es epíteto del tirano-dragón Dahœk o Zahhœk, enemigo de ◊am≤|d
(véase notas 2 y 3, pág. 79). En la leyenda y la épica irania preislámica. Sig-
nifica «el de los diez mil caballos» y facilita el juego de palabras con asp (caba-
llo), como en este pasaje.
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5
Los himnos pahlávicos, cantos probablemente libres en la métrica, se contra-
ponen aquí a la «poesía métrica» (≤i¤r) de los árabes. El término pahlav| toma
en neopersa el significado de «antiguo iranio», preislámico.
6
El culto al fuego constituía una parte esencial del culto de la religión de Zoro-
astro, como elemento de gran poder purificador que debía preservarse de todo
contacto con lo impuro. Los pireos eran templos donde ardía en una sala
habilitada al efecto un fuego perenne. Originalmente, los altares del fuego
estaban situados al aire libre, como se ve en los vestigios que han quedado en
el altiplano de Irán.

El Rey Bahrœm reprende a los jefes de su ejército


Un día de afortunado horóscopo, el rey Bahrœm G≠r se sentó en
el trono: allí donde hay un soberano, hay un donador de corona
y un regidor de corona. Todos, bajo los peldaños del trono1 del
Rey, se dispusieron en fila como las estrellas frente a la luna.
Dijo, pues, el monarca con la lengua afilada como una espada:
«¡Oh príncipes y valerosos generales! El ejército es necesario en
la guerra y en la paz, de no ser así ¿qué diferencia habría entre el
hombre y la piedra? ¿Quién de vosotros ha realizado en alguna
batalla las gestas valerosas que convienen a un hombre? Yo, que
os elegí entre todo el mundo, ¿en qué formación guerrera os he
visto realizar alguna vez actos de coraje y valentía? En el momen-
to del peligro, ¿qué adversario habéis golpeado con la espada? ¿A
quién de vosotros he visto que haya avanzado un pie para atar un
enemigo o desatar un país? Éste presume de ser de una índole
semejante a la de ıra¥2, aquél pretende tener las virtudes de
Arash, uno se acoge a G|v, otro a Rustam, otro aun se denomi-
na León, otro Tigre, pero a ninguno he visto obrar o batallar
cuando hubo necesidad de ello. Os pareció mejor decir a escon-
didas: “¡Ay de mí, nuestro Rey se ha adormecido! ¡Bebe vino sin
pensar en nadie y nadie puede estar satisfecho de ese rey!” Sí,
bebo vino, ¿por qué no habría de hacerlo? Embriagándome
me evito las penas del mundo. Aunque beba todo un jarro
de vino de las manos de las huríes, mi espada no está
lejos del río de sangre; como el rayo cuando la nube
derrama la lluvia, el vino en una mano y la espa-
da en otra, bebo vino, sí, y preparo alegres

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banquetes, pero también sé mandar con la


espada. Mi sueño es como el de las liebres, que
perciben al enemigo aunque aparenten dormir.
Mi risa y mi embriaguez son, en esencia, risa de león
y embriaguez de elefante. El león derrama sangre cuan-
do ríe y, ¿quién no huiría del elefante ebrio? Sólo los necios
caen inconscientes cuando se embriagan, pero los despiertos,
en el vino, son otra cosa. El que no tiene una mente abyecta
puede beber sin embriagarse. Cuando marcho en busca del vino,
me pongo bajo los pies la corona de César: cuando agudizo mi
espíritu con el vino, lo vierto sobre la cabeza del adversario
hecho tierra. ¿Qué es lo que cree aquel que me augura el bien?
¿Cree, quizás, que los astros del firmamento están inactivos?
Aunque yo duermo un momento mi embriaguez, mi Fortuna
permanece vigilante. Ved cómo he quitado el sueño al Gran Jœn
con aquellos mis sueños de ebrio. Con el único paso errado de
mi vida, ¡ved cuántos tesoros he saqueado al Hindú3! Miserable
es el perro que, en su impotencia, no consigue dormir bien y
guardarse, pues, aunque el dragón duerma en la caverna, no por
eso admite al león a su puerta4».

Cuando el rey terminó de contar esta historia suya, el rostro de


los nobles floreció como una rosa, y todos dieron humilde res-
puesta al soberano, con la cabeza inclinada: «Lo que Vuestra
Majestad ha dicho a sus siervos es el ornamento mismo de los
sabios. Todos consideramos tus palabras talismán protector del
alma y del cuerpo, anillo de nuestra oreja de siervos. Es Dios
quien ha puesto la corona en la cabeza del Soberano; viento y
sólo viento, el esfuerzo de los súbditos. Muchos príncipes augus-
tos rivalizaron con el rey, pero nadie como él fue coronado: ellos
desaparecieron sin ser jefes. Pero lo que nosotros, tus siervos, te
hemos visto hacer, Majestad, nadie lo ha visto nunca, ni entre los
negros ni entre los blancos. Has aprisionado demonios, quema-
do dragones, matado elefantes, ensartado rinocerontes. Dejemos
aparte el león, que es mera presa de caza, y los animales salvajes,
que son todos blancos de tu flecha: en el momento de la caza
sólo tu sabes abrazar el cuello del onagro; ora haces blanco del
lunar de una pantera, ora arrancas de un golpe un diente de la
boca de la ballena; dibujas arrugas (ch|n) de terror en las cejas de
los Indios (hind), ora con una espada india (hind|) desbaratas la
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armada de la China (ch|n); ora recibes tributos del Emperador


Celeste, ora impones tasas al César de Bizancio. Aunque haya
habido muchos cazadores de leones, capaces de arrancar por la
boca el cerebro a los tigres, auténtico león es aquel que –como
hiciste tú– es capaz de sojuzgar con trescientos hombres a tres-
cientos mil enemigos. La historia de los reyes antiguos es mani-
fiesta, en amor o en odio, y si conquistaron la fama fue con ejér-
citos enteros y en diferentes tiempos, pero lo que en semejante
batalla y con tan pocos hombres supiste hacer, nunca lo hará
otro. Cuando se haga la cuenta de los reyes, serás calculado por
mil. Cada uno de ellos tiene una sola característica, pero tu solo
eres el mundo entero. Cuando asestas en una cabeza un fuerte
golpe con la maza, la partes en dos batientes, como la puerta del
pabellón, y si tu flecha vuela contra durísima piedra, la desme-
nuza como la arena; a quien ose oponerse a ti, le deshace los hue-
sos, reduciéndolos a médula, y la cabeza que se atreve a salir con-
tra tu espada, despide ya olor a sangre. Tu embriaguez es signo
de sobriedad: tu sueño no es sueño, sino vigilia; cuando te entre-
gas al vino, eres tú quien bebe, pero quien se embriaga es tu ene-
migo. Eres de todos, buenos o malos, el más sabio, el más poten-
te; eres el único experto del mundo y no necesitas la experiencia
de nadie. Mientras la tierra permanezca bajo el cielo y domines
tu imperio hasta el firmamento, estará la tierra al abrigo de tu
sombra y el firmamento a los pies de tu trono». Cuando los fun-
cionarios del rey hubieron dicho estas palabras, ensartando el
ámbar delante del rubí5, el rey Nu¤mœn se levantó entre ellos y
adornó también con sus himnos de alabanza la asamblea real: «El
trono del rey, aunque se encuentre en los abismos marinos, lle-
gará hasta el cielo de la luna. ¿Quién es el hombre que puede juz-
gar si la corona está derecha o torcida sobre la cabeza del rey?
Pues es Dios quien ha colocado la diadema sobre tu cabeza,
pueda tu corona obtener siempre verde prosperidad de ella.
Nosotros, siervos de tu corte, somos príncipes en virtud de la
sombra de tu corona. A ti debemos lo que somos. Tú tienes
sobre nosotros el poder, para bien y para mal. Los árabes y
los persas que te sirven, dispuestos están al sacrificio si
así lo ordenas. Desde hace tiempo me aplico a servir
en la corte del rey. Como me convertí en un alto
dignatario de su corte, obtuve de él las provi-
siones para el viaje. Si ahora quisiera acu-

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sarme porque, con su permiso, vuelvo a mi


país, reposaré por poco tiempo de las fatigas
del viaje y, cuando me llegue la orden regia, vol-
veré. Pero aunque ahora no corra al servicio del rey,
¡nunca apartaré mi cabeza del lugar de adoración de su
presencia!». El rey ordenó, entonces, que la mano del teso-
rero pesara perlas y tesoros, y le llevase dones imperiales,
egipcios, magrebíes y del Omán. Los portadores pusieron manos
a la obra, añadiendo carga sobre carga: oro a quintales, almizcle
oloroso sin medida, hileras e hileras de pajes y doncellas y excel-
sas copas preciosas, tan numerosas que no podían contarse, y
corceles árabes criados en Persia, todos surcadores de mares,
corredores de montes, espadas indias y corazas davídicas: había
guiado la nave de la generosidad hasta el monte ׭d|6. Perlas y
rubíes, cuyo valor superaba todo lo conocido por joyeros y eva-
luadores de perlas, y una corona encrustada de brillantes de su
cabeza aún le dio, con un manto más precioso que los ingresos
de la entera provincia de ≥u≤tar7, de tal forma que su don gene-
roso le iluminó el rostro con una sonrisa, y le entregó todas las
tierras que hay entre el Yemen y Adén. Partió Nu¤mœn de la corte
del rey con tanta gracia de Dios como Venus cuando se aparta
del abrazo de la Luna, y el rey volvió a ocuparse en placeres y jue-
gos, porque ya estaba fatigado de luchas y batallas. Organizó,
como se debía, el trabajo de cada uno, y luego se dispuso a ocu-
parse de sus asuntos.

NOTAS
1
Según los testimonios iconográficos que se han conservado, un trono sasáni-
da no era tanto un sitial como una especie de lecho suntuosamente cubierto
de cojines, sostenido por dos patas sencillas o con formas de animales (pája-
ros, leones, etc.). La expresión «bajo los peldaños del trono» se refiere pro-
bablemente a la plataforma con escalones donde se imaginaba colocado el
trono.
2
ıra¥ es, en el Libro de los Reyes de Firdaws|, el nombre del hijo más joven de
Fereid≠n (véase nota3, pág. 79) contra el que se conjuraron los hermanos
para arrebatarle el trono. Tanto si es él como si se trata de Œrash, G|v y Rus-
tam (véase nota 3, pág. 43), todos ellos simbolizan el valor heroico en la gue-
rra.
3
«Hindú», además de su sentido evidente, significa «negro» en la poesía persa
tradicional (por eso se aplica al lunar y a los cabellos de la hermosa mucha-
cha o muchacho) y también «esclavo». El hindú es, además, el pagano por
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antonomasia, de ahí que entre en metáforas en las que aparece el fuego, como
su adorador, y puede asociarse a nombres de otros países. Aquí, el juego entre
«paso errado» y «tesoro del hindú» puede parecer extraño al que no sabe que
«error» en persa es jatœ, que también significa «el Catai», es decir, también un
nombre geográfico. Por otro lado, «Hindú» es sinónimo de «ladrón» y, por
ejemplo en la pág. 106, se cita un conocido proverbio a este propósito.
4
Aquel que no consigue dormir y vigilar al mismo tiempo es hombre de esca-
sa valía. Pero, aunque Bahrœm pudiera hacer las dos cosas, no se podía con-
sentir que el Jœqœn de China se aproximara tanto a él.
5
Variante de la habitual asociación metafórica rubí-perla (labio-palabra), para
describir el hecho de proferir un discurso.
6
◊≠d| es el nombre del monte sobre el que, según el Corán (IX, 45), se posó al
acabar el Diluvio el Arca de Noé. Se juega con la palabra árabe-persa ¥≠d,
«generosidad».
7
Sobre ≥u≤tar véase nota 3, pág. 61.

El Rey Bahrœm pide la mano de las princesas


de los siete continentes
Tranquilo se dispuso el rey a divertirse según sus gustos, con el pie
sobre el enemigo y la copa de vino en la mano, cuando recordó el
relato de aquel maestro (un recuerdo que le asaltaba con frecuencia)
y el pabellón de las siete efigies o galería de los siete continentes. El
amor por aquellas muchachas de la sustancia de las huríes sembró en
su corazón la semilla de la dulzura, y sólo entonces cesaron en su
horno las siete ebulliciones1. La primera de las jóvenes era de estir-
pe keiánida2, pero el padre había muerto; así pues, pidió su mano
con mil tesoros y obtuvo una perla de su misma estirpe. Luego
envió un mensajero al Gran Jœn, con una misiva en parte afectuosa
y en parte amenazante, solicitándole a su hija con trono y corona,
además de un tributo de siete años. El Gran Jœn le entregó la hija,
el tributo, varias sumas de dinero y tesoros de perlas. Bahrœm
atacó entonces R≠m3, arrojando fuego en aquellas tierras, y el
César, espantado, sin decir palabra, le concedió a su hija y
pidió excusas. Luego envió un emisario al Rey de Occi-
dente, con oro del Magreb, trono y corona, y obtu-
vo también a la hija de aquél, ¡observa cuán hábil
fue su actuación! Una vez conquistado el

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esbelto ciprés de aquel jardín, se dirigió a la


India, y haciendo gala de ingenio y voluntad,
pidió la mano de la hija del Rajá y satisfizo su
deseo. Partió de nuevo el mensajero, esta vez hacia
Jœrizm4, donde solicitó para su rey a la hermosa joven
digna de la corte real, y se enviaron otras misivas a los esla-
vos pidiendo como esposa a la muchacha del rostro gracioso
como gota de agua purísima. Cuando hubo tomado de los señores
de los siete continentes siete hermosas muñecas como perlas únicas,
se entregó al gozo y pagó el tributo debido al placer y a la juventud.

NOTAS
1
Sólo así pudo aplacarse el deseo de Bahrœm por las siete muchachas. La metá-
fora de las «siete ebulliciones» se refiere a la terminología alquímica; se trata-
ría de las siete destilaciones o, según otros, de la mezcla de los siete cuerpos
en el horno alquímico.
2
Cf. nota 4, pág. 29.
3
Sobre R≠m, cf. nota 1, pág. 58.
4
Cf. nota 1, pág. 69.

Descripción de la asamblea de Bahrœm


durante el invierno y construcción de los siete pabellones
Un día con luz de luminosa victoria descubrió la frente el cielo,
alegre, claro, refulgente: ¡feliz aquel día, cuyo recuerdo perma-
nezca para siempre! El rey reunió una asamblea de sabios, her-
mosa como el semblante de un galán, aunque aquél no era día de
jardín por ser el primero del invierno. Extintas estaban las can-
delas y los cirios de los jardines1 y saqueado todo el aparato del
jardinero: la corneja había robado el canto a los ruiseñores, intro-
duciendo en el jardín un grito ladronesco, porque es de la pro-
genie del hindú2 y el robo no es cosa extraña entre los hindúes.
El frío viento nocturno había dibujado en el agua anillos de
cadenas, y el ímpetu del frío, que robaba el ardor al fuego, había
hecho espada del agua y agua de la espada3. El torbellino de la
nevisca, con una cuchilla afilada de aguas en la mano, traspasaba
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los ojos y cerraba las fuentes. Aún hirviendo al fuego, la leche se


transformaba en queso, y la sangre del cuerpo se convertía en un
Zamhar|r4; los montes aparecían vestidos de armiño; la tierra, de
plumas de pelícano; y el firmamento se había puesto un manto
de piel blanca. Las fieras tendían trampas a los animales y, arran-
cándoles la piel, se hacían abrigos. Los vegetales escondían la
cabeza bajo la tierra y las plantas se entregaban al retiro espiri-
tual, mientras que la alquimia del mundo bicolor escondía el rubí
del fuego en el corazón de la piedra5. La rosa, sabiamente, se
introdujo en el horno y se esparció la cabeza del polvo de la sabi-
duría. El móvil mercurio del vidrio del agua, lastra sobre lastra,
se convirtió en plata purísima. En aquella estación, el cuartel de
invierno del rey había preservado la índole de las cuatro estacio-
nes: los perfumes que regalaban el olfato atemperaban el viento
provocador de nieves, y la fruta y los vinos dulcísimos daban
sueño al cerebro y vigilia al corazón. Alrededor del fuego de áloe
y sándalo, las lenguas de humo parecían esclavos indios arrodi-
llados, y el fuego se sumaba a la alegría, mina de rojo azufre
zoroástrico6, sangre coagulada por la ebullición, seda empapada
de sangre, avellana teñida de azufaifo, cuya plata viva se había
transformado en cinabrio triturado, manzana roja a la que se le
hubiera extraído el corazón para rellenarla de semilla de granado,
ámbar teñido de pez, sol velado de almizcle. Las tinieblas, por el
parpadeo de la luz, eran rubíes que despuntaban de la negra tren-
za de una hurí, un Turco cuya genealogía se remontaba a los Grie-
gos, llamado «Consolación de los Hindúes». Antorcha de Jonás,
lámpara de Moisés, banquete de Jesús, jardín de Abraham7; y los
carbones de color almizclado eran, en torno al fuego, como
negros en torno a un espejo, aquéllos del color del coral negro,
éste del color del ágata roja: era una mina de rubíes en el país de
las tinieblas. Su sustancia nutría los ojos, rojo y amarillo alhelí
como una joya. Era una joven novia, adornada de chispas, con un
carbón sobre el pecho como collar de ámbar; una alcoba y una
lamparilla ornados de oro, alcoba de madera de áloe, lámpara
del color del granado. El amarillo de la llama, entre los
vapores de las hierbas, era tesoro áureo bajo un dragón
negro; tenía un aspecto paradisíaco e infernal: infier-
no por el calor; por la luz, paraíso; infierno para
la gente de la caravana del templo idolátrico;
jardín de los viandantes del paraíso; y sobre

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él se oía el murmullo del Zand zoroástrico,


y el Mago, como la falena, revoloteaba entor-
no a la llama; al agua helada había derretido los
poros, ¡ay de mí!, ¿por qué se ha llamado «fuego»8 ?
Y sobre aquel fuego batía las alas, danzando, un pichón
agreste, y alrededor de aquel nicho revestido de seda dan-
zaban de la mano perdices y faisanes. La estancia era más
agradable que la sombra del ciprés, el vino más rojo que la san-
gre del faisán, y el cielo del color del pichón arrojaba pichones
desde el aire, y desde los pichones, sangre. El vino de la copa sus-
tanciada de cristal era como fuego húmedo en agua seca; las jóve-
nes de ojos de onagro bebían vino y asaban al fuego ancas de
onagro, y el Rey Bahrœm G≠r bebía con sus amigos en gloria
imperial. Vino, dulces, bailes, amores, consuelos y goces; el néc-
tar de color de rosa reía, como la rosa, azucarado y madurado
por el fuego vital. Los cerebros se caldeaban con la música, el
calor ablandaba los corazones como la cera, y cada personaje
noble hablaba según sus capacidades y nobleza.

Las palabras se encadenaron a las palabras en una larga serie, hasta


que uno de los interlocutores dijo así: «Esta condición que posee
el cielo del rey, y este minuto que preserva, nadie lo vio jamás,
manifiesto o escondido, en ningún otro monarca de la tierra. Por
la victoriosa gloria de su cabeza y en virtud de su beneficioso influ-
jo, nada nos falta; disfrutamos de salud y seguridad; para el ene-
migo hay estrecheces, para nosotros, abundancia; salud, seguridad
y abundancia son la sustancia de las cosas, lo demás es sólo pala-
bra hueca. Cuando el cuerpo se conforta y el estómago está lleno,
no nos preocupan los tesoros del mundo: nosotros, con un rey
como tú, lo tenemos todo teniéndote a ti. Quiera el cielo que
encontremos un remedio para mantener alejado el mal de ojo, para
que la voluntad de los astros y el paso del firmamento nos mues-
tre el semblante siempre dispuesto a esta alegría y no se desvíe
nunca el ascendente de la felicidad, ni desaparezca el placer de los
que son felices, de modo que todo el año viva el rey contento y el
viento no interrumpa la recolección del placer; el ánimo real ha de
estar alegre, mientras que el nuestro sólo es digno de sacrificarse
por él». Todos aprobaron las palabras del orador con el corazón,
porque habían alejado en un momento (dam) del palacio el frío de
la nevisca (dama) y alegrado a los presentes.
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Había entre ellos un noble de modales principescos y estirpe pode-


rosa, llamado Sh|da, luminoso como el sol (sh|d), ornamentador de
negros y blancos, maestro de pintura, hábil y famoso geómetra.
Todas las ciencias naturales, geométricas y astrológicas eran en sus
manos un sello de cera. Era finísimo arquitecto, plasmador de figu-
ras ornamentales que, cuando en sus delicados trabajos tomaba el
pincel y el hacha, robaba el alma a Mani y el corazón a Farhœd9.
En verdad, había sido alumno de la sabiduría, y su primer maestro
fue Simnœr, con quien colaboró en obras delicadas durante la cons-
trucción del Jawarnaq. Al ver el regocijo del rey en aquella alegre
asamblea, la dulzura de la lengua y el fuego del corazón, besó la
tierra postrado ante el soberano, y luego tomó asiento y dijo: «Si
el rey me lo ordena, mantendré alejado de su corte el mal de ojo,
porque soy medidor de cielos y conocedor de astros, estoy infor-
mado de las operaciones de las estrellas. y diríais que me han sido
revelado por Dios las artes de la pintura y la arquitectura: con mis
cálculos del excelso firmamento lograré que ningún mal llegue
hasta el Soberano y que, mientras él permanezca en la galería de
pinturas de la Tierra, no sienta ningún temor por las estrellas del
Cielo, sino que habite en los rincones protegidos del alma y, en la
tierra, tenga dominio sobre el cielo. Construiré siete cúpulas sobre
siete castillos, cada una de un color, más hermosas que el color de
cien templos de ídolos. El rey posee siete dulces ídolos, cada uno
de ellos designado por un continente; ahora bien, cada continente
puede asimilarse a un planeta determinado, y no cabe duda de que
cada día de la semana se encuentra bajo el influjo de un planeta;
así el rey, en esos días de luminoso banquete, disfrutará a su placer
en un pabellón, vistiendo cada día el color correspondiente a la
cúpula y bebiendo vino en alegría con la bella de cada castillo. Si
el Rey estuviera de acuerdo, se ennoblecerá a sí mismo y experi-
mentará un goce pleno mientras viva». El rey respondió: «Sí, acep-
temos construir de oro la morada y de hierro la puerta pero, si a
fin de cuentas habrá que morir, ¿a qué todas estas fatigas? En cuan-
to a las cúpulas que deseas construir y las casas que quieres
decorar, todas son moradas de placer y pasiones huecas pero,
¿dónde está la morada del creador de las moradas? Aun-
que en todas ellas eleve himnos (œfar|n), ¿dónde hallaré
al Creador (œfar|nanda)?» Y añadió: «Pero me equi-
voco, ¿por qué hablo de un espacio para el Cre-
ador del espacio? Aquel que ni siquiera en el

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alma puede verse, podrá ser adorado en


cualquier parte». Así dijo el rey y después calló:
de aquella pasión le bullía la mente, porque en la
obra de Simnœr había visto en acto las siete efigies, y
los rostros de hada de los siete continentes tenía en su
cofre como perlas únicas. Aquellas palabras surtieron efecto
sobre el Soberano del Mundo, que estaba informado de los cál-
culos secretos. Se tomó varios días para responder. Luego, el
monarca domador de fieras rabiosas llamó a Sh|da y le ordenó
hacer lo aprobado, disponiendo todos los particulares. Amasó un
tesoro y le entregó los materiales necesarios para que trabajase en
cuanto pudiese. Sh|da, un día de horóscopo fausto, echó los pri-
meros cimientos del pabellón, y para la obra de pintura, el astró-
logo conocer de horóscopos eligió un día partícipe de la eternidad
propia de Bahrœm10. De este modo, construyó en dos años un
paraíso que nadie habría podido distinguir del auténtico. Cuando
el arquitecto hubo elevado las siete cúpulas preciosas con supremo
arte, mantuvo de cada una de ellas, según su naturaleza y finalidad,
la prístina condición. Llegó el rey, vio siete cielos que en un solo
lugar se daban con afecto la mano y comprendió que en todo el
mundo se había convertido en leyenda lo que Nu¤mœn había hecho
con Simnœr y que muchos sabios rechazaban el asesinato de aquel
artista creador; entonces, para que Sh|da estuviera contento de
Bahrœm, le entregó en feudo toda la tierra de Œmol11, diciendo: «Si
Nu¤mœn se equivocó infligiendo aquel castigo a un amigo, mi jus-
ticia pedirá perdón por su injusticia, porque aquello no fue por
avaricia y esto no es por generosidad. Así actúa a veces el mundo:
a uno da males, a otro, ventajas; uno muere abrasado por la sed;
otro, ahogado en el agua, y todos se asombran de su destino y no
conocen más remedio que el silencio».

NOTAS
1
Las candelas y los cirios del jardín podrían ser las flores con sus espléndidos
colores, pero también las luces que se encendían en los jardines durante las
fiestas de primavera y verano.
2
Sobre «hindú» y los juegos de palabras asociados véase la nota 3, pág. 104.
3
El rigor del invierno transformaba los rayos (espada) del sol en lluvia (agua)
y la lluvia en tempestad («rayo» puede significar también el término persa tig
«espada»).
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4
Zamhar|r es el nombre de un periodo de intenso frío, de un viento gélido y de
la esfera del aire intermedio entre el nas|m, próximo a la tierra y templado, y
la bóveda superior, muy caliente. Por el contrario, el zamhar|r es muy frío.
5
NiΩœm| representa aquí el paso a la estación invernal como una especie de trans-
formación alquímica a la inversa, en la que el oro se muda en piedra: el fulgor de la
vegetación florida se había transformado en un escenario pétreo, en blanco y negro.
6
La metáfora se basa en la fácil asociación zoroastras-fuego, este último «tra-
ducido» aquí en «azufre», mineral ígneo por excelencia.
7
En este pasaje de virtuosismo, admirable descripción del fuego, NiΩœm| se sirve
de todos los artificios de la retórica clásica persa. La belleza del fuego que relu-
ce en la oscuridad se expresa primero con una imagen relativamente sencilla, la
del rubí que despunta en la trenza negra, luego con una imagen mucho más com-
pleja, en la que emplea una serie de correspondencias étnicas, coloristas y ono-
másticas. Simplificando todo lo posible, se podría decir que Turco está por «her-
moso»; Griego, por «rubio-rojo»; hindú, por «negro». NiΩœm| expresa los
vínculos entre tales elementos mediante la terminología del nombre de persona
árabe-islámico: «genealogía» y «título» indican técnicamente el patronímico
(nasab) y el epíteto honorífico (laqab). En resumen, se trata de «un negro hermo-
sísimo con el cabello cobrizo». Recordemos, por otra parte, que Jonás está rela-
cionado con el fuego, pues, según la leyenda, cuando se encontraba en el vientre
de la ballena contempló los abismos marinos con una antorcha. Moisés y el fuego
se asocian mediante la Zarza Ardiente. En cuando al «banquete de Jesús», alude
quizás a las llamas del Espíritu Santo (NiΩœm| pudo ver en los ambientes cris-
tianos de Azarbaiyán alguna representación primitiva del Pentecostés). En lo rela-
tivo a Abraham, se asocia directamente con el fuego en el propio Corán (XXI,
69), donde se cuenta que los idólatras lo arrojaron a las llamas, aunque él refres-
có el fuego milagrosamente, por lo cual, se asocia aquí a un jardín.
8
En una representación del fuego no podría faltar el elemento Zoroastro-Ado-
radores del fuego, que no se introduce tanto para simbolizar el color o el
calor, como el «sonido de la llama», comparado con el murmullo del ritual
zoroástrico en la recitación de las plegarias y los textos sagrados. El «mur-
mullo» es un topos frecuente del conjunto de imágenes tradicionales. Sobre
Zand véanse nota 6, pág. 40 y nota 1, pág. 79.
9
Mani, el conocido heresiarca, se menciona frecuentemente en la poesía clásica persa
como hábil pintor. Farhœd, el picapedrero, es el infeliz rival del rey Jusr≠ en el amor
por la bella ≥|r|n, cuyas aventuras cantó NiΩœm| en un poema. Intentó quebrar el
monte B|sot≠n con el hacha por amor a ≥|r|n, pero no lo consiguió y murió deses-
perado. Es un símbolo frecuente en esta poesía de amor infeliz. Su hacha apa-
rece en metáforas e imágenes. Simboliza también al hábil arquitecto.
10
Bahrœm, es decir, Marte.
11
Œmol es el nombre de una ciudad persa, famosa en otro
tiempo, que ahora tiene sólo una importancia relativa y
está situada en la fértil región de Tabaristán (franja sur
del Mar Caspio).

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Descripción de las siete cúpulas


y de cómo el Rey Bahrœm
se deleitaba en ellas
Cuando Bahrœm, de la corona de Kei-Qobœd, hubo
alzado hasta la luna la diadema de Kei-Jusr≠, creó un
B|sot≠n tal del corazón del cálamo, que el B|sot≠n de Farhœd
huyó humillado1. En un B|sot≠n semejante, elevó sobre las
siete pilastras siete cúpulas hasta el firmamento. Dirigiose al
castillo que tocaba el cielo y vio un edificio tan alto como la
esfera estrellada, y en él siete cúpulas construidas según la
índole de los siete planetas. El astrólogo había adaptado el
color de cada una de ellas a la sustancia de una estrella. Así
pues, la cúpula correspondiente a Saturno desaparecía en el
negro como almizcle; la de la sustancia de Júpiter se adornaba
del color del sándalo2; la diseñada según Marte abrazaba una
sustancia roja; la que sabía de Sol estaba amarilla de collares
de oro; la deseosa de los ornamentos de Venus tenía, como
Venus, el semblante blanco; la que se nutría de Mercurio era
victoriosamente color turquesa; y aquella a cuya cumbre corría
la Luna verdeaba de alegría con la aparición del rey. De este
modo, Sh|da había elevado siete cúpulas de la índole de los
siete planetas, en las cuales estaban representados los siete
continentes. Cada una tenía en su cuna a las hijas de los siete
reyes, y desde la cima de la casa hasta el pavimento todo era
del color de su cúpula. El rey de alegre fortuna se trasladaba
cada día a un pabellón distinto: el sábado al pabellón del géne-
ro del sábado, y los restantes días al pabellón que mejor se
adaptaba a cada uno. Y cuando, con la fuerza de su índole
nobilísima, convocaba una alegre asamblea en cada casa, allí
libaba copas de vino y vestía del color de la morada. La seño-
ra de la casa se sentaba ante él en toda su belleza y, para robar
el corazón del Soberano y darle a degustar sus dulzuras, con-
taba cuentos que despertaban el amor y avivaban el deseo de
los que sienten cálidas pasiones. Mas, aun erigiendo aquel cas-
tillo, no se salvó Bahrœm de la muerte. ¡Ay, NiΩœm|, huye del
rosal cuya rosa se transforma en la espina más punzante de
todas! ¡Mira en qué se convirtió Bahrœm al final de esta estan-
cia de pocos días, a pesar del poder de su reino!
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NOTAS
1
B|sot≠n es el nombre neopersa más común de la localidad montañosa de
Behist≠n (Bagastœna en persa antiguo, esto es, «morada de los dioses», donde, no
lejos de Kirmœn≤œh, se encuentran las inscripciones monumentales de Darío
I. B|sot≠n significa en persa «sin columnas», es decir, monte que se eleva mila-
grosamente sin apoyos, y es el símbolo de monte excelso, dureza de la piedra,
palacio sublime, etc. Se asocia a la leyenda de Farhœd y ≥|r|n (véase nota 9,
pág. 111) porque Farhœd, para complacer a la amada, abrió una vía con el
hacha. La frase: «creó un B|sot≠n del corazón del cálamo» significa proba-
blemente que Bahrœm proyectó y diseñó (produjo con la pluma) una arqui-
tectura excelsa.
2
El color del sándalo –madera de aroma exquisito– es una tonalidad del
marrón.

Bahrœm reside el sábado en el pabellón negro,


donde escucha la historia de la princesa
del primer continente (India)
Como Bahrœm se transformó en adorador de la alegría y fijó la
vista en el diseño de las Siete Efigies, el sábado, desde el conven-
to de Shammœs, plantó las tiendas en la negrura abasí1. Se diri-
gió al pabellón de la cúpula de color de almizcle para saludar a
la princesa india, entreteniéndose hasta la noche en juegos y pla-
ceres, quemando áloe y preparando perfumes. Cuando la noche,
a imitación de los vestidos del Rey, arrojó el negro almizcle sobre
la blanca seda, pidió el Rey a aquella primavera del Kashm|r 2 un
perfume digno de la embriaguez nocturna, es decir, le rogó que
extrajera el azúcar del cofre de las perlas3 y dijera algunas pala-
bras femeninas, una de aquellas fábulas que humedecen el labio
y hacen al ebrio desear el sueño. La gacela de los ojos de turca,
hija de hindú, deshizo el nudo de la bolsa del almizcle4 y comen-
zó a narrar: «¡Ojalá que los tonos de las regias fanfarrias sobre-
pasen los cuatro elementos del cielo sublunar! ¡Ojalá viva el
rey mientras el mundo es contingente y se inclinen todas
las cabezas ante su umbral! ¡Que su regia Fortuna no
dude en satisfacer todos sus deseos!» Al acabar la
invocación, se postró ante él y vertió de su azú-
car una persuasiva medicina de áloe5.

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104

Manteniendo la mirada pudorosa en tierra,


contó una fábula como nadie la había contado
ni oído antes. Durante mi infancia, oí decir a mis
padres, sutiles orfebres y hábiles pensadores, que
hubo una vez una señora de entre las princesas del cas-
tillo del paraíso, pura, santa y de sutil naturaleza, que venía
todos los meses a nuestro palacio, vestida siempre de seda
negra. Con frecuencia le preguntaban qué temor la obligaba a ser
un lingote de plata envuelto en negro. «Más valdrá», decían, «que
nos favorezcas con tu narración, para hacer blanca acción contra
ese negro, y nos digas, con benevolencia, qué simboliza esa negru-
ra». La mujer, viendo que no le quedaba otro remedio que con-
tar la verdad, dijo: «Puesto que no deseáis que queden sin con-
tarse las razones de esta seda negra, yo os las revelaré para que me
creáis. Fui la doncella de cierto Rey, del cual me siento satisfecha,
aunque ya ha muerto: era un rey grande y potente, que había
defendido a la oveja del lobo. Tanto había sufrido y luchado que,
para protestar contra la injusticia, se vistió de negro, y el cielo,
por su lamentable horóscopo, le llamó “el rey de los que visten
de negro”. Al principio, poseía muchos ornamentos, de maravi-
llosos colores rojos y amarillos. Era hospitalario como la rosa del
jardín y sonreía como el capullo de la flor roja. Disponía de un
palacio para los huéspedes, que se erguía desde la tierra hasta las
Pléyades, con la mesa siempre preparada, tapices extendidos y
servidores educados con gracia, de forma que todo el que llega-
ba era acogido y hospedado por él. Cuando había dispuesto la
mesa y ofrecido los alimentos según el grado del huésped, el rey
se interesaba por su historia, pidiéndole noticias de su país y de
sus viajes, y escuchando atentamente la narración de las maravi-
llas que había visto el viajero. Así pasó toda su vida, sin mudar de
usanza. Pero una vez el rey desapareció durante algún tiempo,
escondiendo la cabeza de nosotros como el S|murg6 y, pasados los
días, nadie supo dar noticias de él, como si del Fénix se tratara,
hasta que un buen día, de repente, como quiere la Fortuna, el
coronado subió de nuevo al trono, pero vestido de pies a cabeza,
traje, sombrero y camisa, de negro. Así, mientras poseyó el
mundo, actuó con agudo intelecto y, sin desgracia aparente, se
vistió de negro, viviendo en las tinieblas como el Agua de la
Vida7, aunque nadie osó preguntarle la causa. Una noche en que
yo, con acento amoroso, adoraba aquel Templo, puso el pie a mi
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lado con afecto y, lamentándose de las estrellas del firmamento,


me dijo: “¡Contempla con qué crueldad me asalta el cielo y qué
juego ha jugado a un Soberano como yo! Me ha arrojado de los
hermosos jardines de Iram8 para sumirme en la negra tinta de la
leyenda, y nadie me ha preguntado el origen de este color, ni por
qué he depositado esta negrura sobre mi plata”. Sopesé las pala-
bras del rey y, rozando su pie con mi rostro, dije: “¡Oh apoyo de
los tristes! ¡Tú, el mejor de los soberanos! ¿Quién sobre la tierra
tendría la fuerza de ofender al cielo con el hacha? Esta historia
secreta, sólo tú la conoces y sólo tú puedes contarla”. Cuando mi
dueño comprendió que yo era una confidente discreta, ensartó el
rubí y abrió la bolsa del almizcle9 diciendo: “Como bien sabes,
yo acostumbraba a practicar la hospitalidad en mi reino y pedía
a todos, buenos o malos, que me narraran sus aventuras. Un día
llegó un extranjero con el calzado, el turbante y el vestido de
color negro. Como en otros casos, ordené que le sirvieran provi-
siones, lo llamé ante mí y añadí dones a su magnificencia antes de
decirle: ‘¡Oh tú, cuya carta nunca leí, ¿por qué vistes de negro?’.
Respondió: ‘¡Desiste, no preguntes eso, porque nadie ha dado
nunca noticia del S|murg!’ Pero yo insistí: ‘Vamos, dímelo sin recu-
rrir a pretextos, infórmame del viaje y de la pez’. A lo que él res-
pondió: ‘Tendrás que perdonarme, porque se trata de un deseo
imposible de satisfacer con palabras. De este negro sólo tiene
conocimiento quien lo posee y nadie más’ Continué haciéndole
preguntas, pero yo era iraquí y él del Jorasán10 y ni las súplicas
hacían mella en él, ni descubría el rostro de aquel misterio. Cuan-
do mis insistentes preguntas hubieron pasado el límite, se aver-
gonzó de mi desesperación y dijo: ‘Existe una ciudad en el país
de China, adornada como el jardín del paraíso, llamada la ciudad
de los que sufren de estupor, la casa de luto de los que visten de
negro. Sus habitantes son como espléndidas lunas pero, como
ella, se cubren de un velo negro. A quien bebe el vino de esa ciu-
dad, el lugar lo viste de negro, y esto, que está en el destino de
aquel luto, es historia maravillosa, aunque no narrada; ahora,
aunque me cortes la cabeza, no diré más’. Dicho esto, cargó
su equipaje sobre el asno cerrando la puerta a mi deseo
y, cuando mi cabeza se adormeció con aquella histo-
ria, el narrador se alejó de mi seno. Partió el cuen-
tista, desapareció el cuento y yo temí volverme
loco. Hablé a todos de aquella historia y

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moví todos los peones, pero él les había


cerrado el paso para transformarse en Reinas,
de tal modo que no pude capturar con el lazo
aquella Roca11. Traté de engañar a mi mente con la
paciencia para que pudiera soportarlo, pero el corazón
no me daba tregua. Pregunté en secreto o abiertamente a
muchos, pero nadie pudo darme una noticia cierta. Al fin
abandoné el reino, puse en el trono a uno de mis parientes, tomé
ropa, joyas y dinero suficiente para evitarme las preocupaciones,
pregunté el nombre del lugar, llegué allí y vi lo que deseaba ver.
Se trataba de una ciudad adornada como el jardín de Iram, cuyos
habitantes estaban marcados con el color del almizcle: sus rostros
eran blancos como la leche, pero todos se cubrían de ropas negras
como la pez. Deposité mi carga en un caravasar, donde coloqué
cajas sobre cajas de vestidos. Durante un año traté de informar-
me de la situación de la ciudad, pero nadie quiso explicármela.
Mientras indagaba por todas partes, conocí a un hombre honra-
do, un carnicero de rostro gentil y bien compuesto que nunca
hablaba mal de nadie. Viendo su bondad y buenas intenciones,
intenté trabar conocimiento y, una vez que me vinculó a él una
afectuosa compañía, me dispuse a honrarlo como soberano: le
entregué monedas nuevas y dones sin cuento, cuyo valor aumen-
taba a diario, para revestir el hierro con el oro12. Poco a poco lo
hice mi presa, ora con un brocado, ora con un rostro de brocado.
El carnicero, ante aquella lluvia de oro, cayó presa de mí como el
buey en el matadero, pues le entregué tantos tesoros que apenas
podía transportarlos. Un día me condujo a su casa, donde me
ofreció un banquete más abundante de lo acostumbrado. Prime-
ro dispuso la mesa y me trajo alimentos, con un espléndido ser-
vicio: sobre aquella mesa había de todo, salvo lo que el invitado
deseada. Después de solazarnos con toda clase de gollerías y
hablar de esto y de aquello, mi anfitrión puso ante mí innumera-
bles regalos y, reuniendo lo que yo le había dado, me lo trajo,
pidió perdón y se sentó, diciendo: ‘Ningún joyero pesó jamás una
tal medida de joyas y tesoros. ¿Por qué me das todo esto a mí, que
me contentaba con poco? ¿Cómo podría yo recompensar tu gene-
rosidad soberana? Ordena lo que quieras, estoy dispuesto a la
obediencia. Sólo tengo una vida, pero si tuviera mil serían de
poco valor para la balanza de tu gracia’. Entonces respondí:
‘Amigo, ¿qué significa esta humillación propia de un esclavo? Sé
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más maduro, ¿a qué viene tanta acritud? ¿Qué peso tienen estas
miserables cosas en la balanza del hombre civilizado?’ Luego hice
una seña a mis esclavos para que corrieran a mi casa y tomaran de
mis tesoros privados monedas de purísimo cuño, y de aquellos
preciosos dineros le di incluso más que antes. Aquel hombre, que
no había comprendido mi disimulo, se avergonzó de mis halagos
diciendo: ‘Era tu deudor, no sabía cómo pagar la deuda, y tú me
das aún más tesoros. Ahora me avergüenzo y no sé cómo reme-
diarlo. Yo había colocado ante ti lo que me diste, no para repro-
chártelo, sino porque semejante tesoro no debe separarse de algún
tormento o fatiga para obtenerlo. Ahora, cuando añades tesoro al
tesoro, yo me avergüenzo y tú estás satisfecho. Si hay algo que
quieras pedirme, hazlo, y si no recoge todo lo que me has dado’.
De este modo, una vez asegurada la confianza en su ayuda y amis-
tad, le hablé de mi historia, de mi condición de rey, de mi país,
de por qué había llegado hasta allí, abandonando el reino, para
saber qué privaba de alegría a los habitantes de su ciudad. ‘Si no
han padecido una desgracia’, pregunté, ‘¿por qué se oponen al
color?, ¿por qué visten todos de negro?’ Cuando el carnicero oyó
estas palabras se transformó en una oveja que huye espantada del
lobo. Antes de hablar, permaneció un tiempo como horrorizado,
con la mirada baja por la vergüenza: ‘Me has preguntado lo que
no debías, pero te responderé con la verdad’. Cuando la noche
hubo esparcido el ámbar sobre el alcanfor13 y los hombres se ale-
jaron de nuestra vista, me dijo: ‘Es tiempo de que veas lo que
deseas ver’. Dicho esto salió de casa y yo lo seguí. Él iba delante,
yo, como extranjero, detrás, y no había con nosotros otra criatu-
ra. Como un hada, me sacó del mundo de los hombres, condu-
ciéndome hasta un desierto. Al llegar a aquella morada de deso-
lación, cubiertos de un espeso velo como las hadas, vi un cesto
atado a una cuerda. Él me llevó más adelante y dijo: ‘Siéntate un
momento dentro de este cesto y mira el cielo y la tierra, para que
conozcas la razón de que los silenciosos vistan de luto. Sólo esta
cesta te mostrará el bien y el mal que ignoras’. Asegurándome
de que no existía ningún peligro, me senté un momento en
la cesta, pero apenas me había acomodado, la cesta se
convirtió en un pájaro que echó a volar por el aire, y
con un talismán giratorio me elevó hacia las rue-
das del firmamento: él arrebatado mediante
cuerdas por fuerza alquímica, yo, mísero de

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108

mí, como un saltimbanqui sobre la cuerda.


Entonces la dura soga se enrolló como cera a
mi débil cuello. La cuerda no se soltaba y yo,
como un prisionero atormentado por la mala suerte,
agonizaba, estrangulándome, y el asno de mi Fortuna
huía llevándome detrás con la cuerda al cuello. Aunque la
soga me atormentaba el cuerpo, mi vida estaba atada a ella por
un hilo. Apareció un palo altísimo, erguido hasta la luna, de
forma que al mirarlo se caía el sombrero. Cuando la cesta llegó a
lo más alto, mi cuerda se enredó en el palo, y ello me fue útil, por-
que me desaté y comencé a lamentarme a gritos, aunque no sir-
vió de nada. Miré arriba y abajo en torno a mí y vi el cielo, el cual
había recitado sobre mi cabeza un encantamiento, de modo que
yo mismo como el cielo me encontraba suspendido. Pero el
espanto me había bajado el alma hasta el ombligo, y mi mirada
aterrorizada era incapaz de actuar. No me atrevía a mirar hacia
arriba, y ¿quién habría reunido valor para mirar hacia abajo?
Cerré los ojos lleno de horror, resignándome a una total impo-
tencia, arrepentido de mi historia, nostálgico de mi casa y de los
míos. Pero aquel arrepentimiento no me servía para nada: sólo
quedaba temer a Dios y reconocer su poder. Después de haber
pasado un tiempo en aquel palo altísimo, vino a posarse un pája-
ro, grueso como una montaña, que aumentó mi preocupación:
era tan grande, de la cabeza a los pies, que el palo parecía inca-
paz de sostenerlo. Sus plumas tenían el grosor de las ramas de un
árbol y sus garras parecían los peldaños de un trono; el pico era
una columna, un monte B|sot≠n con una caverna en el centro.
Cada vez que hacia un movimiento para rascarse, las plumas llo-
vían conchas repletas de perlas, y cada pluma que barría el polvo
vertía por tierra almizcle fragante. Se durmió sobre mí, y yo
quedé debajo como un ahogado en el agua. Así pues, me dije: ‘Si
me aferro a las garras del pájaro, me llevará de aquí creyéndome
su presa; si me quedo, éste es un lugar muy peligroso; tengo el
desastre debajo y la desgracia encima. La deslealtad del destino
ha caído sobre mí, cruelmente, como un soplo helado. ¿Qué pre-
tende atormentándome de este modo?, ¿qué busca destruyendo
mis fuerzas? Todo me lo ha arrebatado, entregándome a la muer-
te. Más valdrá aferrarse las garras del pájaro para salvarse de este
peligro’. Cuando llegó el momento del canto del gallo y los pája-
ros y las bestias salvajes se desperezaron del sueño, también el
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corazón del pájaro se caldeó, de modo que el ave batió las alas y
alzó rápido el vuelo, y yo, confiando sólo en Dios, levanté las
manos y me prendí de las garras de aquel poderoso ser alado. El
pájaro encogió las garras, abrió las alas y me arrebató a mí, terres-
tre, hasta la culminación del firmamento. Viajé desde la mañana
hasta el mediodía, como aterrorizado viajero, y cuando el ardor
del sol aumentó, vi girar sobre mi cabeza la esfera celeste. El pája-
ro se acercó a la sombra y poco a poco fue descendiendo hasta
llegar a la altura de una lanza de la tierra. Sobre el suelo había una
verdura semejante a la seda, con un perfume balsámico de ámbar.
Con cien invocaciones de agradecimiento al pájaro, me solté de
sus garras y caí como un rayo, con el corazón cálido de esperan-
za, sobre hierbas tiernas y flores delicadas. Permanecí una hora en
el suelo, con el corazón lleno de malos augurios, hasta que me
repuse de la fatiga y agradecí a Dios la mejora. Abrí los ojos,
como solía, para examinar el lugar. Vi un jardín cuya tierra pare-
cía el cielo, no tocado por el polvo del hombre, lleno de cientos
de miles de capullos florecidos, hierbas despiertas y aguas dur-
mientes. Cada flor tenía un color distinto y su perfume se pro-
pagaba a millas de distancia: la trenza del jacinto había prendido
en los anillos de su lazo el bucle del clavel; el jazmín mordía el
labio a la rosa; y el prado, la lengua del argavœn14. El polvo era
alcanfor; la tierra, ámbar; la arena, oro; y las piedras, joyas. Corrí-
an fuentes de agua de rosas y, en medio, ágatas y perlas límpidas,
y en la fuente, de la que aquel castillo de turquesas mendigaba
agua y colores15, nadaban los peces como dracmas de plata en el
mercurio. Estaba circundado de montañas esmeraldinas, con bos-
ques de cipreses, de sϴ 16 y de chopos, y todas las piedras eran
rubíes, cuyos reflejos coloreaban de rojo los blancos chopos. Por
todas partes se veían el sándalo y el áloe, y el viento se perfuma-
ba del primero y quemaba el segundo. Las huríes habían penetra-
do su sustancia trayéndole tributos de los jardines del paraíso.
Iram17 le había dado el nombre de ‘Reposo del Corazón’, y el
cielo lo había llamado ‘Firmamento Azul’. Cuando vislumbré
aquel lugar, me alegré como el que encuentra un tesoro y,
pasmado por su belleza, exclamé: ‘¡Loado sea Dios!’
Paseé arriba y abajo por aquellos lugares contemplan-
do jardines que acariciaban la vista y comiendo de
su fruta exquisita, mientras agradecía a Dios
tantas mercedes. Por fin, lleno de contento,

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me senté bajo un ciprés majestuoso, del que


hice mi morada hasta la noche. Aunque tenía
miles de cosas que hacer no me marché. Comía a
ratos y a ratos dormía, siempre dando gracias al
Señor. Cuando la noche trajo un ornamento distinto,
descartando el carmesí y recogiendo el antimonio18, sopló
un viento que barría el polvo, más placentero que la brisa pri-
maveral, y llegó una nube como de abril a esparcir perlas por la
verdura. Una vez que el camino quedó barrido y húmedo, todas
las vías se hicieron pagodas a causa de los muchos ídolos. A lo
lejos, vi cientos de miles de luces que me despojaron de la quie-
tud y la paciencia: un mundo lleno de imágenes luminosas, que
exhalaba gracia como el vino balsámico, cuyas imágenes eran
como la primavera fresca, con las manos pintadas por figuras de
henna19, con los labios tan rojos como las amapolas del prado,
cuyo rubí era el precio de la sangre del J≠zistœn.20 Con las manos
y los brazos llenos de colgantes de oro y el cuello y las orejas
repletos de perlas frescas, portaban cirios reales sin humo, rode-
ados de falenas. Aquellas huríes de paraíso se aproximaban, gra-
ciosas y tiernas con mil encantos, transportando en la cabeza
tapices y escabeles, como los de los jardines del cielo. Deposita-
ron los tapices, apoyaron sobre ellos los escabeles y violentamen-
te robaron, como bandidos, mi paciencia. Transcurrido un tiem-
po, no largo sino breve, se habría dicho que la luna descendía del
firmamento. Apareció un sol a lo lejos que hizo desaparecer el
cielo en su luz, un sol circundado por cien mil estrellas matuti-
nas, como huríes y hadas. Era un ciprés, y aquellas doncellas su
prado; era rosa roja, y aquellos ídolos su jazmín. Cada uno de
aquellos hermosos fragmentos de azúcar sostenía en la mano un
cirio; porque la cera y el azúcar están bien juntos. Así, el jardín se
llenó todo de esbeltos cipreses; de luciérnagas con una lámpara
en la mano. Vino la señora de la augusta gloria, y como las recién
desposadas se sentó en el trono. El mundo entero permanecía
inmóvil, a derecha e izquierda, pero, cuando ella tomó asiento,
apareció la Resurrección21. Tras permanecer un rato sentada, se
quitó el velo del rostro y los zapatos de los pies, como un rey que
sale de su pabellón, con el ejército de los griegos y de los negros
delante y detrás; y sus rubios griegos y sus negros oscuros22,
como un alba bicolor, derrotaban a la tristeza y adornaban los
convites. Una turca de ojos sutiles, pero ajena a la avaricia, ciprés
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de luz frente a los cipreses de tierra. Permaneció un momento


con la cabeza inclinada como una flor, echando fuego en el
mundo, luego levantó la cabeza y dijo a una confidente que tenía
a su lado: ‘Me parece que hay aquí un no iniciado, adorador del
polvo. Levántate, gira en torno a este compás y tráeme lo que
encuentres’. Esta hija de hada se levantó rápidamente y, como
hada, voló a derecha e izquierda. Cuando me vio, se detuvo asom-
brada, dándome la mano, como para protegerme, y diciéndome:
‘Levántate y corramos rápido como el humo, porque así lo ha
ordenado la Señora de las Señoras’. Yo nada añadí a sus palabras,
porque deseaba precisamente aquello, y emprendido el vuelo,
como corneja junto a un pavo real, me dirigí al lugar en que se
mostraba la Esposa. Rápidamente me acerqué a besar, yo que era
polvo, el polvo de ella. Me dijo: ‘¡Levántate, pues no es ese tu
puesto, ni eres tú merecedor del rango de siervo! A una compa-
ñera hospitalaria como yo mejor le va la médula que la corteza23
como lugar del huésped, porque tú eres gracioso y amable y edu-
cado en artes delicadas. Ven aquí, sobre el trono, y siéntate a mi
lado, ¡la Luna y las Pléyades están bien juntas!’ Respondí: ‘¡Oh,
señora de angelical naturaleza, no hables así a este siervo! El trono
de Bilq|s24 no es lugar para los ogros, ¡sólo Salomón es hombre
digno de aquel trono! Dijo: ‘No busques pretextos, ni cuentes
historias a quien recita encantamientos. Todo aquí es tuyo y tú
serás el señor con tal de que hagas lo que yo hago, para que sepas
mi secreto y participes de mi gracia’. Respondí: ‘Sólo tu sombra
es digna compañera tuya. Mi corona es el peldaño de tu trono’.
Pero ella me suplicó por su alma que me sentara un momento a
su lado. ‘Tú eres mi huésped’, me decía, ‘¡oh hombre noble!, y el
huésped ha de ser honrado’. Como vi que no tenía más remedio
que servirla, me puse en pie como hacen los siervos. Una donce-
lla me tomó dulcemente por la mano, me sentó en el trono y se
retiró. Acomodado en el alto sitial, vi la luna y la tomé a lazo; y
aquel hermoso ídolo me dijo muchas gentilezas con dulce len-
guaje. Luego ordenó que me trajeran mesa y alimentos tales
que no pueden describirse, y las tesoreras del paraíso pre-
pararon la mesa con sabrosos alimentos de ámbar. La
mesa era de turquesa, la vajilla de rubíes, fortuna para
los ojos y alimento para el alma. Todo lo que el
pensamiento era capaz de imaginar, lo disponía
rápidamente el cocinero. Cuando quedé

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ahito de platos calientes y bebidas frescas,


vino el juglar y partió el copero, dando pretex-
to completo a la alegría: cada virgen perla ensar-
tó una perla, cada fresca joven cantó una canción.
Luego el baile abrió la plaza y cerró los círculos, y vinie-
ron las alas a los pies y el galope a las manos25. En aquel
lugar plantaron cirios, y ellas mismas permanecieron, como
cirios, en pie. Cuando acabaron a danzar, dieron mano al vino, y
con la cálida premura del copero en llenar las copas cayó el velo
de la vergüenza. Yo, por la fuerza de la pasión y la excusa del vino,
hice cosas que sólo hacen los ebrios, pero la muchacha de los
labios azucarados con intimidad afectuosa no se opuso al juego.
Cuando comprendí que su amor hacia mí era bien intencionado,
caí, como la trenza, a sus pies, besé la mano de mi amiga, y cuan-
to más decía ella ‘¡Basta!’ más la besaba yo. El pájaro de la espe-
ranza se había posado en la rama y nuestra conversación era
amplia y libre. Yo jugaba al amor con besos y sorbos de vino, con
un corazón y mil almas. Le pregunté: ‘Dime que deseas. Eres sin
duda una mujer famosa, ¿cómo te llamas? Respondió: ‘Soy una
Turca de hermosas formas y me llamo Nœzn|n Turknœz’. Yo le
dije: ‘¡Nuestros nombres están emparentados por familiaridad y
comunión ritual! Es extraño que te llames Turknœz, porque mi
nombre es Turktœz. Levántate, pues, y lancémonos al asalto como
Turcos, tirando al fuego al hindú26. Alimentemos el ánimo con el
vino de los Magos y hagamos de dulces y néctares el alimento
augural del amor, y puesto que hay aquí vino y dulces, pongamos
éstos sobre la mesa mientras sostenemos aquél en la mano’. Des-
cubrí en el signo de sus ojos la autorización a prescindir de la dis-
tancia, pues el juego de sus miradas parecía decir: ‘¡Este es el
momento de jugar al amor, ven, que la fortuna te asiste!’ Sus pes-
tañas todas se abandonaban y parecían decirme: ‘Hermoso es el
momento, róbale los besos, porque la amiga está dispuesta a la
caricia’. Después de darme acceso al tesoro de los besos, le pedí
uno y me entregó mil. A cada momento me encendía, como el
ebrio; tenía a mi amiga entre las manos y de la mano había desa-
parecido el control, porque me hervía la sangre en el pecho. Pero
el grito de la sangre llegó al oído de aquella luna, que me dijo:
‘Por esta noche conténtate con los besos, no pidas imposibles,
porque lo que pase de ahí no te es lícito, ¡el amigo debe ser leal!
Mientras puedas dominarte, deshazme las trenzas, muerde y besa,
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pero cuando ya no puedas embridar la pasión, ordena que yo libe-


re de mí, entre estas doncellas, todas hermosas como la luna,
como un alba para una noche de amor, la que te parezca más bella
y más deseable, y yo la pondré durante algún tiempo a tus órde-
nes, para que se entregue a tu servicio y te lleve a la estancia
donde hará contigo el amor y será para ti esposa y doncella al
mismo tiempo, calmando así tu fuego, al tiempo que deja un
poco de agua para mi pozo27. Si otra noche quieres otra esposa,
te la daré: tú serás el rey de tu deseo. Todas las noches te regala-
ré una de estas perlas, y si quieres otras, otras te daré’. Dicho esto
y hecha la promesa, me trató con afecto y con gracia, examinó a
sus doncellas y cuando encontró una digna del amor la llamó
para que fuera conmigo, y me dijo: ‘Ve y haz lo que deseas’. La
luna regalada me tomó entonces por la mano mientras yo miraba
asombrado el rostro de luna de la otra: por elegancia, fascinación
y belleza era una amiga realmente merecedora de caricias. Ella iba
delante y yo la seguía, esclavo de su trenza, hindú28 de su lunar,
hasta que llegamos a un estrecho pabellón en el que no entró
antes de que yo lo hiciera. Cuando hubimos rodeado aquella
estrecha morada, adaptados el uno a la otra como el bajo al
agudo, vi, colocado sobre altos tapices, un lecho de seca y broca-
do. Los cirios sobre los tapices iluminaban la estancia creando
rubíes de llamas y quemando perfumes de ámbar. Nos arrojamos
muy juntos sobre los cojines del lecho y yo encontré una cosecha
como rosa en el sauce, delicada, tierna, cálida, roja y blanca y, a
su puerta, una concha sellada, y de su perla quité el sello. Hasta
que se hizo de día permaneció abrazada a mí, y mi lecho parecía
lleno de almizcle y alcanfor. Al llegar la mañana, ella se levantó,
como mi Fortuna, para preparar, una a una, las cosas que requie-
re el baño. Me bañó en una tina roja de joyas y amarilla de oro:
me lavé con agua de rosas y despunté después como la rosa en el
cinturón y el sombrero. Salí de aquel tesoro cuando aún brillaba
alguna estrella solitaria en el cielo. Me arrodillé en un lugar soli-
tario y ofrecí a Dios mis plegarias durante un breve tiempo.
Las esposas y las muñecas del palacio habían desaparecido,
dejando el lugar vacío. Sólo yo quedaba en aquel verdor,
como una rosa amarilla, en el borde del prado y de la
fuente fría. Con el efecto del vino aún en la cabe-
za, la posé sobre flores secas, húmedo aún el
cabello, y dormí desde el alba hasta la noche:

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despierta estaba la fortuna, y su dueño dor-


mía tranquilamente. Cuando la gacela de la
noche comenzó a esparcir almizcle y el firma-
mento se transformó en la concha que tritura negro
perfume, me levanté del palanquín del sueño y me senté,
como la hierba, a la orilla del agua. Volvieron el viento y la
nube de la noche anterior, ésta para derramar perlas, aquél
para difundir perfumes; el viento barría y la nube vertía, ésta
sembraba jazmines, aquél plantaba alhelíes. Cuando el prado olía
ya completamente a ámbar y el agua de rosas comenzó a exten-
derse de un arroyo a otro29, regresaron las muñecas trayendo deli-
cias, y de nuevo el cielo se hizo titiritero30. Trajeron un trono
hecho de tablas de oro y una colcha, para él, pespunteada de per-
las. Elevaron el alto sitial y lo revistieron de tapices de seda. Pre-
pararon un banquete principesco, cuyos ornamentos eran todos
de luces. De todas partes se elevó un tumulto de gritos, porque
la muchedumbre de hermosas llegaba a derecha e izquierda, y en
medio de ellas, la esposa ladrona de corazones, la que roba la
paciencia a los amantes, se sentó en el trono y lo coloreó de pri-
mavera. Volvió a ordenar que me buscaran y borraran mi nombre
de la tabla de los ausentes. Cuando llegué me invitaron a subir al
trono, donde me hicieron tomar asiento según su costumbre, y
con la misma forma y aparato del día anterior, prepararon las
mesas cubiertas de alimentos y de todas las delicias que se adap-
tasen a los tapices y aportasen a quien las degustaba color de ale-
gría, tal como debe hacerse; y, cuando todos acabamos de comer,
llegó el vino, se acordaron los laúdes y comenzaron a acariciarse
las arpas. La oferta de los coperos y los cálices del dulce néctar
caldearon el mercado del amor. Comenzó entonces la alegría de
la embriaguez y el vino daba la mano al amor. Mi Turca, que se
mostraba más piadosa, trató gentilmente a su hindú. Me acarició
con mayor afecto que antes. Me favoreció con toda su gracia, y
con una seña de los ojos a las amigas mandó que se alejaran todas
las sirvientas. Al quedarme solo con una amiga tan delicada, el
fuego de la pasión ascendió del corazón al cerebro. Como su
trenza, puse la mano en su cintura y, a la manera de los amantes,
la atraje hacia mi pecho. Me dijo: ‘¡Cuidado, no es momento para
turbarte, ni ésta la noche para romper la tregua! Si te conformas
con azúcar y confituras, muerde y besa cuanto quieras: ¡el que
transige con alegría vive siempre rico, pero el que cede demasia-
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do pronto a los deseos acaba en la pobreza!’ Le dije: ‘Por amor de


Dios, encuentra un remedio, porque el agua ya me llega por enci-
ma de la cabeza y las espinas por encima de los pies. Tu trenza
negra es una cadena, y yo uno de los locos encadenados a ella.
Encadéname, te digo, para que, como los encadenados, no me
retuerza de locura. Se acaba la noche, despunta el alba y nada
hemos concluido: si quieres matarme no te niego mi vida, aquí
está la cabeza, allí la espada. ¿A qué viene, pues, tanta soberbia?
¡No ríe la rosa hasta que no llora lluvia el viento! Eres un arroyo
y yo deseo tu agua. Estás empolvada y yo soy el agua que puede
limpiarte. ¡Dale agua al sediento que se ahoga por tu amor, por-
que el agua está en tu poder! Si no me la das, moriré (ojalá vivas
tú eternamente y mi agua pueda convertirse en polvo a tus pies),
porque es posible que el agua se lleve un poco de polvo, y uno
que busca agua muera ahogado en el río. Pero tú no licúes, por
sed, una gota como yo. Haz la gracia de dar la gota al sediento.
Imagina que ha caído un dátil en la leche, que una aguja ha pene-
trado en la seda. Si no tengo que hacer otra cosa que ir y arrojar
polvo a los ojos del deseo, imaginaré que se ha posado un pájaro
y que después ha echado a volar, ni el asno se ha caído ni se ha
roto la alforja’31. Me respondió: ‘Estate contento esta noche, deja
en el fuego la herradura del casco de tu corcel32, pues, si por una
noche renuncias a la idea, obtendrás una luz de cirio eterno. No
vendas por una gota una fuente entera. Todo esto es amargo, pero
aquello será dulce. Cierra la puerta en la cara a un solo deseo,
para regocijarte un año entero. Toma mis besos y deshazme las
trenzas, pero luego ve a jugar al nard 33 con las doncellas. ¡Tienes
un jardín, deja en paz las cornejas34, tienes un pájaro, no busques
leche de pájaro! Tienes deseo en el corazón y medios para satis-
facerlo, ¿por qué echas mano de la traición? Espera esta noche, y
no quieras más, haz como hiciste anoche, porque yo, si descien-
do de este trono, iré contigo. Iré, aunque sea tarde. Las flores de
un prado común pueden pisotearse, pero el prado de los claveles
es otra cosa: ¡toma ahora un pez del arroyo, más tarde tomarás
la luna!’ Cuando la vi insistir de aquella forma, me contuve
y, en íntimo coloquio con ella, me conformé con besos
azucarados, añadiendo el ayuno de hoy al de los días
anteriores. Pero luego me asaltaron nuevos ardores
de fiebre, y los besos y el vino renovaron el
deseo. Cuando mi deliciosa Turca sintió her-

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vir el fuego de mis entrañas, ordenó a una


de las muñecas que viniera a apagarlo. Era una
amiga que cualquier corazón habría deseado, por-
que el corazón desea lo que es armonioso. También
aquella noche me fui con ella, como de costumbre, aun-
que aquella noche el deseo era más fuerte: hasta el alba
comí confituras y dancé abrazado a un hada. Cuando el alba
blanqueó los vestidos, la noche hizo añicos la vasija como el tin-
torero y todos los colores que fascinaban la vista desaparecieron
de los adornados tapices. Me encontré sentado bajo un ciprés, sin
compañía y sin amigas, deseando el anochecer para beber de
nuevo el vino con los ídolos de China y Terœz35, arrollarme a la
cintura la trenza de la hermosa Turca y recibir en el corazón las
deliciosas caricias, ora libando en una copa con una muchacha de
labios de azúcar, ora obteniendo mi placer con un rostro de rosa.
Al caer la tarde, llegaba el objeto de mi deseo y mi trono se ele-
vaba hasta las Pléyades. Así, durante varias noches, con vino y con
laúd, un placer siguió a otro: al comenzar la noche contemplaba
teatros de luces, al finalizar la oscuridad me acompañaba en el
nido una hurí. El día lo pasaba en el jardín, donde la tierra era
almizcle y la morada tenía ladrillos de oro. En definitiva, yo era
el rey del país de la Alegría, el día con el sol, la noche con la luna.
No existía deseo que no viera satisfecho, pero fue mi mala suerte
la que así me redujo, porque no agradecí lo bastante a Dios tan-
tas mercedes, aunque mi deuda era incalculable. Quise demasia-
do y acabé por borrar de mis cartas el nombre de la alegría.

Hacía treinta noches que aquella luna retrasaba de un día para


otro su promesa. La trigésima noche ennegreció el mundo a las
estrellas y el rizo ambarino del palacio del firmamento tomó
afectuosamente por el cabello a la luna36. El viento y la nube que
venían siempre renovaron también esta vez su fresco rostro, y de
nuevo el tumulto conmovió al mundo y cayó del cielo la invita-
ción a adornarse. Llegaron las doncellas con manzanas en la
mano y granadas en el pecho, plantaron el trono, se situaron en
círculo y abrieron las gargantas al canto. Luego vino aquella luna
semejante al sol, con la negra trenza de almizcle esparcida por el
pecho, con candelas detrás y delante de ella, (más vale olvidar el
detrás, porque las candelas relucientes iban delante37) y con miles
y miles de adornos y de dulces movimientos volvió a sentarse a
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su alegre banquete. Los juglares entonaron sus melodías y las


doncellas se sentaron a reposar, mientras los coperos preparaban
el néctar color de argavœn38 al sonido de los laúdes. Entonces, la
reina de las muchachas de los labios azucarados ordenó: ‘¡Traed
inmediatamente a mi compañero!’ y las bellas acariciadoras me
llevaron hasta ella para entregarme a mi dueña. Al verme, se
levantó toda gentil y me hizo un lugar a su derecha: la serví, me
senté contento y recordé el deseo pasado. Como todos los días,
dispusieron las mesas ornamentadas de alimentos tan raros que
no es posible describirlos, y al acabar la comida llegó el vino a
iluminar con sus destellos la asamblea, y de la mano de los cope-
ros, generosa como el mar, vertieron perlas las bocas de las con-
chas. El vino comenzó a correr a mares, más dulce que el almí-
bar de Nahœvand39, y yo de nuevo me encontré ebrio y loco, con
su trenza en la mano, como una cuerda, y de nuevo mis demo-
nios se desataron de la cuerda y me ataron por mi locura a la
cadena. Me convertí, pues, en juguetona araña de su cabellera:
aquella tarde aprendí a saltar sobre los hilos. Estaba frenético
como el asno que ve la cebada o el epiléptico que mira la luna
nueva40. Temblando como un ladrón sediento del tesoro, puse la
mano en su cintura, pasé la palma por purísima plata; ella se
endurecía, yo me ablandaba. Cuando lo vio, la bella del rostro de
luna depositó sobre mi mano la suya afectuosamente y, aquella
causa de tumulto entre las huríes, la besó para alejarla de su teso-
ro, diciendo: ‘No alargues la mano hacia el tesoro cubierto, por-
que la mano demasiado larga no alcanza la meta. No se puede
quitar el sello a la mina que está bien cerrada. Ten paciencia, que
tuya es la palma fructífera, no te apresures a coger el dátil. ¡Bebe
vino, luego vendrá el asado, y al final el sol llegará a la luna!’ Le
dije: ‘¡Oh, sol de mi jardín, mi fuente de luz y mi ojo luciente! La
aurora de tu rostro despunta como la rosa del jardín, ¿sería posi-
ble no morir ante ti como la lámpara? Primero muestras al
sediento el agua azucarada, y luego dices: ‘¡Aprieta los labios y no
bebas!’ Cuando se me mostró tu rostro, mi mente enloqueció
porque había visto un hada. Cuando adornaste de lunado
pendiente la oreja, volviste a introducir en el fuego el
hierro de mi casco. ¿Cómo luchar contra el nocturno
asalto de la luna? ¿Cómo cubrir el sol con un
átomo? ¿Cómo refrenarme si estás en mis
manos? Nada me preocupa mientras perma-

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nezcas conmigo, ¿pero hasta cuándo he de


morderme los labios y chuparme los dientes?
Encuentra un remedio, porque me vence la
angustia, para que al menos esta noche de término a
mis deseos. Mi Fortuna obra en virtud de tu ayuda. Es
la amistad de la Fortuna lo que nos hace felices. Tú dices:
‘No te entristezcas, que soy tu amiga; tú haz, que yo te ayudo
en tus actos’, ¿pero a quién han tocado jamás actos tan difíciles
como éstos? Libérame, ¡más no resisto! ¡Oh robacorazones! Aun-
que tienes caderas de gacela, ¿hasta cuándo quieres darme un
sueño engañador de liebre?41 Temo que este lobo viejo y astuto
como un zorro juegue al zorro y al lobo, que corra tras de mí
como un león y me derribe como una pantera42. Mucho he dese-
ado de ti: deja que obtenga de ti mi deseo, porque si cierras esta
noche la puerta a mi anhelo, todo lo quemaré con mi ansiedad.
Hazme ese favor, que favorecer al huésped es deber de los coro-
nados y los sultanes’. Como ya no me quedaba paciencia, me
dijo: ‘¡Sí, lo haré, espera! Seré graciosa contigo, aunque me cues-
te la vida. Si tú eres de Jalluj, yo soy tu esclava abisinia43. ¡Dar la
vida a un huésped como tú es bien poca cosa! Pero el deseo que
tú dices, el que buscas deprisa y encuentras tarde, no podrás
satisfacerlo conmigo mientras no crezca un paraíso de una espi-
ga o exhale perfume de áloe el sauce. Toma de mí todo lo que
quieras salvo eso, porque es deseo inmaduro. Mis mejillas son
tuyas, tuyos el labio y el pecho; excepto una Perla, el resto del
tesoro te pertenece. Y si lo haces así, tendrás aún mil noches
como ésta. Cuando el vino te haya caldeado los sentidos, te ente-
graré una copera como la luna llena, para que obtengas allí tu
placer y dejes en paz el regazo de mi vestido’. Cuando compren-
dí el engaño que encerraban sus palabras, las escuché, sí, pero no
las oí; aunque, por vergüenza, hacía esfuerzos para calmarme, mi
hierro era agudo y cálido el fuego, y mi Fortuna me decía desde
lejos: ‘¡Estúpido! ¡No hay ciudad más allá de ‘Abbœdœn!44 Y yo
exaltado por exceso de ánimo, de lo mucho caí en lo poco, y dije:
‘¡Oh tú, que me has tratado con tanta dureza y de golpe has arre-
batado mi sosiego! Cien mil hombres han muerto en este dolor,
sin encontrar la entrada al tesoro pero, ¿cómo podría contener-
me yo que en el tesoro tengo ya un pie, aunque viera los tor-
mentos? No es posible que deje huir tu trenza mientras me quede
un soplo de vida. Enciende, pues, mi cirio sobre este sitial, o clá-
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vame, como el sitial, con cuatro clavos45. Levántate a danzar la


danza del amor sobre esta alfombra o lleva la alfombra y la arena
para la ejecución y córtame la cabeza. ¿Cómo renunciar a ti si
eres mi corazón y mi alma, mi intelecto y mi vista? Lo que yo
quiero de ti, robacorazones, lo consideraría gratuito aunque lo
pagase con la vida, ¿quién dejaría de adquirir gratis un tesoro,
quién no compraría un objeto de deseo semejante con la propia
vida? Tienes de miel los labios y de rosa la mejilla, pero la miel
sin abeja es tan absurda como la rosa sin espina, ¿y dónde está el
que no comería miel de rosas? Si existe, ¡ojalá no coma nunca
más! Yo ardo esta noche como un cirio, pero el ardor por ti me
mantiene vivo como la lámpara, porque como ella vivo quemán-
dome y muero llagado. Si el sol no girase ardiente, la poquedad
del día traería pobreza al mundo. No es éste un deseo que pueda
obtener de ti, sino un sueño que me cuento a mí mismo. Mi
mente está adormecida –no tengo dudas–, adormecida y muer-
ta, porque lo uno es lo otro46. Si mis ojos no hubieran visto tu
rostro, ¿dónde habría visto estos sueños? Si estás decidida a
derramar mi sangre, hazlo ahora, porque cada vez arde más
deprisa’. Tanto hirvió la sangre y se abrasó el cerebro que me
lancé al asalto de aquel tierno retoño y, poniendo la mano en la
puerta del tesoro, me dispuse a incrustar el rubí en el ágata47. Ella
pedía dilación, paciencia antes de tocar aquella provisión de dul-
ces alimentos, pero yo no la oía. Finalmente juró: ‘¡El tesoro será
tuyo, espera aún esta noche y mañana encontrarás satisfacción!
Deseoso de mí que ilumino el mundo, has pasado noche tras
noche y día tras día; adáptate hoy a la esperanza del tesoro y
mañana por la noche lo obtendrás. No es vano esperar una noche
más; ya no te pido un año, sino un crepúsculo’. Ella hablaba y yo,
como puñal agudo, me aferraba a ciegas a su cintura, porque el
deseo de salvarse que ella manifestaba aumentaba cien veces mi
excitación, hasta que ágilmente conseguí deshacer el apretado
nudo del vestido. Al ver mi impaciencia e ímpetu violento dijo:
‘Cierra un instante los ojos, para que yo pueda abrir la puerta
al tesoro azucarado. Cuando la haya abierto en donde tú
quieres, abrázame y ábrelos de par en par’. Convencido
por la dulzura del pretexto, cerré los ojos sobre su
tesoro, hasta que, después de un breve tiempo, oí
que decía: ‘¡Abre los ojos!’ Yo los abrí, esperan-
zado de mi presa, e hice el gesto de estrechar

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contra el pecho a la esposa pero, cuando


miré hacia ella, me vi solo, en el cesto: a mi
alrededor no había nadie, ni hombre ni mujer, y
no tenía más compañero que el frío de mi aliento.
Era como una sombra alejada del brillo de la luz, ¡un
Turktœz alejado de Turknœz! Me encontraba aún en aquel
estado de terror, cuando bajo la pilastra sentí un movimiento
que turbó la quietud del cesto. Vino aquel amigo mío y desató la
cuerda del alto palo y, cuando mi Fortuna estuvo saciada de pre-
textos, descendió el cesto de la columna. El que antes había
huido de mí, me abrazó excusándose y dijo: ‘Aunque te lo hubie-
ra repetido cien años, no habrías creído la verdad de las cosas. Tú
mismo has visto lo que estaba escondido, ¿a quién podría con-
tarse semejante historia? También yo me abrasé en aquel ardor, y
me vestí de negro para protestar contra el destino’. Respondí:
‘Oh tú, que como yo has sido injustamente tratado, tu idea
encuentra mi aprobación; también a mí, como ofendido, me con-
viene vestir de negro. ¡Ve y tráeme seda de ese color!’ Y así, fue y
me trajo tinieblas nocturnas. Yo me vestí aquella tela negra y me
dispuse a partir esa misma noche. Regresé a mi ciudad, con el
corazón angustiado, todo vestido de negro; yo, el Rey de los que
Visten de Negro, como nube negra derramo mis lágrimas por-
que, habiendo tenido en la mano semejante objeto maduro, mi
deseo inmaduro me alejó de él».

Cuando mi señor terminó de contar aquel secreto escondido, yo,


su esclava comprada, elegí lo que él ya había elegido, y por el
Agua de la Vida, junto con Alejandro, entré en la negrura de las
tinieblas48. Por otra parte, la luna se glorifica en el negro como
el sultán bajo el parasol de ese color. No existe nada mejor que
el negro: la blanca espina del pescado no vale lo que su negra
espalda. De la juventud procede el negro de los cabellos, y el
negro confiere juventud al rostro. Por el negro de la pupila per-
cibe el mundo el ojo, y nada puede ensuciar lo negro. Si la seda
de la noche no fuese negra, ¿merecería servir de lecho a la luna?
Siete colores existen bajo los siete cielos, pero no hay color más
que el negro».

Cuando la princesa india acabó de contar aquella historia a Bahrœm,


el rey alabó sus palabras, la abrazó y se durmió satisfecho.
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NOTAS
1
≥ammœs es propiamente una palabra de origen sirio, que significa «diácono» cris-
tiano. Pero existe también una leyenda que atribuye un ≥ammœs, no mejor
identificado, al nombre propio del iniciador del culto al fuego. No se olvide
que la poesía tradicional asocia conscientemente los monasterios (cristianos),
los pireos zoroástricos, los monjes, los magos, etc. (cf. la nota 4, pág. 79).
Aquí se trata de una metáfora evidente de la claridad abrasadora del día. Los
abasíes son la conocida dinastía de califas que gobernó el mundo musulmán
desde el 750 hasta 1258. Su color dinástico era el negro. El paso «del con-
vento de ≥ammœs a la negrura abasí» es un signo evidente del final del día.
2
El Kashm|r es la conocida región de la India septentrional, famosa también
en Persia por sus jardines y su belleza. Kashm|r y Primavera son aquí palabras-
conceptos que aparecen asociadas, porque «primavera» es bahœr en persa, tér-
mino que puede indicar también (y en ese sentido último deriva del sánscrito
vihœra) un famoso templo budista (y, en general, idólatra) indio o chino.
3
Cf. aquí nota 5.
4
Cf. nota 9 infra.
5
La expresión «vertió de su azúcar una persuasiva medicina de áloe» significa
sencillamente «comenzó a hablar». El «azúcar» son los dientes blancos y los
labios azucarados. El «áloe» indica perfume y tiene también, como la fábula que
narra la princesa, valor medicinal, etc. NiΩœm| emplea en cada cuento una metá-
fora distinta para indicar el acto de hablar de la princesa correspondiente.
6
El S|murg es un pájaro mítico de la tradición irania (el nombre Sa÷na merega apa-
rece también en el Avesta), que corresponde más o menos al Fénix de nuestra
tradición. En muchos poemas místicos simboliza la inaccesibilidad divina.
7
La legendaria fuente del Agua de la Vida, donde se gana al beber la vida
eterna, se encuentra en el país de las tinieblas, custodiada por Ji∂r (véase
nota 10, pág. 52).
8
Sobre Iram, véase nota 2, pág. 61.
9
Otra metáfora para significar «comenzó a hablar». La bolsa de almizcle sig-
nifica perfume (aquí, aliento perfumado); los rubíes son los labios. Nótese
que todo esto forma parte de un juego de colores, porque el rubí es rojo y el
almizcle, negro (el color del cuento).
10
Aquí la alusión a Iraq y a Jorasán (dos países bastante alejados, el primero al
oeste y el segundo al noroeste del altiplano iranio) indica incomprensión,
alejamiento mutuo, dejar sin respuestas las súplicas y las insistencias, etc.
11
Un ejemplo de las frecuentes metáforas basadas en el ajedrez. La
Roca es la Torre. Se alude a la regla por la cual un peón se trans-
forma en Reina cuando llega a la última casilla del tablero.
12
El rey cubría de oro al carnicero (hierro) oscuro y pobre.

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122

13
En esta metáfora el ámbar es sinónimo de oscuri-
dad, en contraste con la blancura del alcanfor. La frase
significa «cuando la noche hubo recubierto con su oscu-
ridad la luz del día».
14
El argavœn es, como se ha dicho, el «árbol de Judas», de flores
rojas (cf. nota 4, pág. 96).
15
Parece que con «castillo de turquesas» NiΩœm| quiere aludir al propio
jardín, representado como una especie de edificio hecho de materiales pre-
ciosos. La turquesa podría aludir, por su duplicidad azul-verde, a la vegeta-
ción y a la naturaleza «celeste» del lugar.
16
El sœ¥ es el árbol de la teca, madera muy dura y apreciada.
17
Cf. nota 2, pág. 61.
18
El antinomio es gris oscuro.
19
Tintura roja para los cabellos y los labios (cf. nota 6, pág. 96).
20
El J≠zistœn es la zona llana del Irán actual, en la frontera con Iraq, conocida por
sus abundantes plantaciones de caña de azúcar, de ahí su relación con lo dulce
en los juegos de palabras. Aquí parece indicar la dulzura de los labios (rubí).
21
Resurrección, en persa y en árabe qiyœma, es el levantamiento de los muertos en
carne y hueso el Día del Juicio. La etimología de la palabra se presta a jue-
gos que nos pueden parecer ridículos o irreverentes, como es el caso en que
una magnífica muchacha produce una Resurrección con su forma de sentar-
se. En el lenguaje común significa también «tumulto», a causa del trastorno
general que se producirá el Día del Juicio.
22
La imagen de los griegos rubios y los negros oscuros alude probablemente al
contraste, en el cuerpo de la muchacha, entre el blanco rosado de la piel y el
negro de los lunares y los cabellos.
23
En este caso, «médula» y «corteza» se corresponden con «blando» y «duro»
(y, al mismo tiempo, «precioso» y «vil»). En efecto, el rey se inclina a los pies
de la joven, y la princesa lo invita a sentarse en el trono junto a ella porque
el huésped no merece el duro suelo, sino un lugar suave y precioso.
24
Bilq|s es el nombre que atribuye la tradición musulmana a la famosa «reina de
Saba», según esa misma tradición mujer de Salomón, símbolo de riqueza,
realeza femenina, etc.
25
Se abrió el baile: los pies volaban y las manos daban palmas.
26
Juego de palabras basado en la equivalencia, para este lenguaje, entre hindú y
«pagano, idólatra» y «adorador del fuego».
27
Metáfora sexual basada en la oposición agua-pozo/fuego: la doncella, cal-
mando con el «agua de su pozo» el fuego del deseo del rey, consigue que se
conserve un poco de agua en el «pozo» de la princesa (es decir, la princesa
no tendrá que entregarse completamente a él).
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28
Esto es, esclavo. Cf. nota 3, pág. 104.
29
Cf. la descripción del jardín en pág. 119.
30
A menudo se habla del cielo como titiritero, en alusión al poder arbitrario
del destino. En este caso, además de la imagen del «titiritero» se juega con la
«muñeca», es decir, la hermosa joven, que significa también «títere».
31
La frase no es clara. Puede que el rey quiera decir: entrégate a mí al menos
una vez e imagínatelo: será como un dátil que cae en la leche, como una aguja
que penetra en la seda. Si luego tengo que irme y aguantar mis deseos, trata-
ré de imaginar que no ha ocurrido nada.
32
Poner sobre al fuego la herradura de un caballo era un procedimiento mági-
co para retener a la persona amada.
33
El nard, junto con el ajedrez, es uno de los juegos más populares del Irán tra-
dicional, semejante a nuestro chaquete o juego de las tablas reales. Los nom-
bre técnicos de los movimientos del nard aparecen a menudo en las metáfo-
ras de la poesía tradicional persa. Puede representar, como en este caso, el
juego amoroso.
34
La muchacha turca invita al rey a no estropear con las «cornejas» las
cosas bellas que ya tiene («el jardín») y a no pedir imposibles («leche
de pájaro»).
35
Sobre T÷raz véase nota 1, pág. 69.
36
El «rizo» alude a la esfericidad del cielo; el color ambarino, como en otras
ocasiones, es sinónimo de oscuridad: la luna comenzó a brillar en la oscuri-
dad de la cúpula celeste.
37
Tras ella resplandecían las candelas que portaban las jóvenes de su séquito;
delante resplandecían sus ojos.
38
Cf. nota 14, pág. 132.
39
Nahœvand es una ciudad de la Persia occidental, cerca del Iraq. «El almíbar de
Nahœvand» era una bebida dulce muy apreciada.
40
Tradicionalmente, y no sólo en el ámbito islámico, se creía que la epilepsia,
enfermedad que se manifiesta intermitentemente con ataques periódicos,
estaba relacionada con las fases de la luna.
41
«Sueño de liebre» es símbolo de sueño engañoso, de treta. NiΩœm| aprovecha
la imagen para el juego «gacela»-«liebre».
42
El viejo lobo es probablemente el deseo, cuyo asalto teme el rey.
43
Jalluj (Khallokh) es el nombre de una ciudad del Turquestán, famo-
sa por sus perfumes y por la belleza de sus muchachas. Se emplea
en la poesía tradicional dentro de contextos muy variados
para jugar con otros nombres geográficos, en este caso
Abisinia, país por excelencia de los esclavos negros.

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124

44
‘Abbœdœn (no se debe confundir con Œbœdœn, en
Irán) es el nombre de una isla del Tigris, en Mesopo-
tamia (Iraq). El proverbio árabe: «No hay pueblos (habi-
tados y con agua) más allá de ‘Abbœdœn» significa que es
mejor aprovechar la ocasión para proveerse de agua antes de rea-
lizar la peligrosa travesía del desierto, o también que no hay color
más allá del negro, es decir, que nada peor puede ocurrir.
45
En este caso, los «cuatro clavos» indican una mesa de tortura. Sobre otros
sentidos véase la nota 5, pág. 35.
46
El rey ha perdido ya toda experanza de satisfacer su deseo, que ya es sólo un
sueño, porque la razón se ha adormecido (ha perdido la facultad de la vigilia).
47
«Incrustar el rubí en el ágata» es una metáfora transparente para el coito.
48
Sobre el Agua de la Vida véase la nota 7, pág. 131. El Alejandro Magno de
la leyenda visitó el País de las Tinieblas, pero no consiguió encontrar el Agua
de la Vida.

Bahrœm reside el domingo en el pabellón amarillo,


donde escucha la historia de la hija
del César de Bizancio
Cuando el collar del monte y el manto del valle se llenaron del
oro vertido por la balanza del Alba, el día del domingo, aquella
Lámpara del mundo1 se cubrió de oro como un sol escondido;
como ◊am≤|d2, tomó la copa de oro; como el sol, se colocó en
la cabeza la áurea corona; como rosa amarilla, tiernamente engas-
tó ámbar en anillo color azafrán y, esparciendo oro, se dirigió al
pabellón amarillo, a multiplicar por ciento sus alegrías y a asen-
tar las bases de su júbilo con el regocijo del vino y la melodía del
canto. Cuando llegó la noche (no tanto la noche como el tálamo
de las caricias, el velo de los amantes que se quedan a solas), dijo
el Rey a aquel Cirio derramador de azúcar3 que añadiese el rubí
a las confituras4 y quiso que, con dulce canto, hiciera resonar su
voz en la cúpula. Puesto que no había escapatoria ante la orden
soberana y no habrían agradado las suaves excusas, dijo la espo-
sa bizantina de chinesca gracia: «¡Oh Señor de R≠m, de la China
y de Terœz! Tú eres el que mantiene viva el alma de los reyes, oh
potente y victorioso soberano de todos los soberanos. Aquel que
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se ocupe de algo que no sea servirte, está haciendo de su cabeza


camino para los pies». Al acabar la invocación, convirtió su alien-
to en incenso para el turíbulo, diciendo:

Una de las ciudades de Irœq tuvo en cierta ocasión un rey, único


entre los soberanos: un sol que iluminaba el mundo, hermoso
como la primavera del Naur≠z 5. Aunque le adornaban todas las
virtudes útiles y existentes, tenía el corazón ahito y apartado del
mundo, pues había leído en los horóscopos que las mujeres le
serían enemigas. Para eludir el peligro no quería nada con ellas,
con el fin de evitar que le dieran preocupaciones o le causaran
desgracias. Así pues, se adaptó durante mucho tiempo al celiba-
to y la soledad. Pero, al fin, de grado o por fuerza, no hubo otro
remedio que encontrar una amiga digna de él. Compró varias
esclavas muy hermosas, pero sus servicios no le parecieron con-
venientes: a la semana, día más día menos, todas sobrepasaban
sus limitaciones cometiendo impertinencias, jactándose de ser
grandes señoras y pretendiendo los tesoros de Creso. Y es que
había en el palacio una vieja jorobada, necia embaucadora de
necias, que cada vez que el rey compraba una esclava, creyendo
útil su vaniloquio, llamaba con halagos princesa de R≠m y belle-
za de Terœz a la muchacha recién comprada, y ésta, henchida de
orgullo, dejaba de cumplir bien su servicio. ¡Cuántos necios adu-
lan vanamente a los esclavos, despertando su soberbia y llaman-
do «esposa de David» a esta y «Ayœz de Mahm≠d»6 a aquel,
hasta que se convierten en un ariete destructor cubierto de orna-
mentos, destructor de casa y embaucador de familias! Nada
pudieron los esfuerzos del rey por encontrar una doncella que
supiera mantenerse en su puesto: a todas les cosió vestidos de
afecto, pero cuando conocía su deslealtad, volvía a venderlas, y
tantas veces las alejó de sí que se le conoció como «el rey ven-
dedor de doncellas». Todos hacían suposiciones, pero nadie
conocía la parte interna del cuento. El rey se afligió por aquella
larga búsqueda infructuosa: ni se apresuraba a buscar esposa
por culpa del mal horóscopo, ni encontraba una esclava
como es debido. Renunció entonces a indagar entre las
mujeres de ínfimo rango y quiso encontrar una her-
mosa honesta. Un día, finalmente, el rey compra-
dor de esclavas oyó hablar de un vendedor pro-
cedente de la galería de efigies de la China,

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126

dueño de mil hermosas de ojos de hurí, que


poseía muchas esclavas intactas, tanto de
Jalluj7 como del Catai, cada una de las cuales ilu-
minaba con su rostro el mundo, y era amorosa y
ardiente de amor para los amigos. Entre todas ellas,
había una doncella como un hada que había robado la luz
a la estrella de la mañana, una esclava con la oreja horadada
como perla nunca ensartada, digna, para su vendedor, de ser
pagada con la vida. El labio era como coral, aunque unido con
perlas, de respuesta amarga pero sonrisa dulce, y cuando vertía
el azúcar de la risa, la tierra olía a miel durante años. «Aunque
me dedico desde hace tiempo a este oficio», decía el mercader,
«me asombran ese rostro, esos rizos, ese lunar... ¡no dudo de que
os ha de gustar esa belleza que roba los corazones cuando la
veáis!». El rey ordenó que trajera a la esclava ante él, conocedor
de doncellas. Fue a por ella, y el rey, después de examinarla, dis-
cutió mucho tiempo con el tratante; aunque todas eran una luna
por la belleza del rostro, aquella de la que había hablado el tra-
tante era una reina, tan placentera a la vista que superaba lo des-
crito. El monarca preguntó al vendedor: «Dime, ¿cuál es la natu-
raleza de esta muchacha? Si me gusta, te daré lo que me pidas».
El mercader chino abrió la boca para decir: «Ésta dispensa dul-
zura a quien ya tiene miel en los labios: en belleza y en gracia,
como ves, nada le falta. Sólo hay un aspecto negativo en su
carácter, un único defecto: que no ama a quien pretende poseer-
la. Todos los que me la compran con mil delicias, me la devuel-
ven a la mañana siguiente, porque en el momento en que quie-
ren tomarla ella pone en peligro la vida de quien la abraza y, si
aquél insiste, ella intenta enseguida matarse. En definitiva, la
muchacha tiene un carácter difícil, pero he oído que a ti te ocu-
rre lo mismo. Pues ambos sois como sois, déjala ir, porque
nunca podrías adaptarte. Imagina que ya me la has comprado y
que, como a las demás, me la has devuelto. Es mejor que te abs-
tengas de comprarla y examines a las otras, que son dignas de ti,
y a aquella que más te satisfaga la mandaré enseguida gratuita-
mente al harem». Por mucho que examinó el rey a las restantes
hadas, no sintió deseo de ninguna. Ningún diseño de amor le
nació en el corazón, salvo para el rostro de hada de la primera
doncella. Desconcertado, no sabía qué hacer, no sabía cómo
jugar al nard 8 con una inexperta. Por un lado, no se cansaba de
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contemplarla. Por otro, a causa de su defecto, no se animaba a


adquirirla. Al final, ofuscado por la pasión, arrojó polvo a los
ojos del dominio de sí mismo: echó plata a los pies de aquella
hermosa de las piernas de plata, y con plata compró una cúpula
de plata. Cerró sobre ella la puerta de un deseo, mató una ser-
piente y se libró de un dragón9, mientras que la joven de rostro
de hada, bajo la cortina del Rey, vigilaba el trabajo de las estan-
cias privadas. Era como un gracioso capullo cerrado entre las
hojas, aparentemente litigante, íntimamente amiga y, salvo la
puerta del lecho, que mantenía cerrada, no se negaba a realizar
ningún servicio, además de cumplir con diligencia todas las tare-
as relacionadas con el gobierno de la casa y la vigilancia del pala-
cio. Aunque el rey la elevaba de rango, como ciprés, ella perma-
necía humildemente a sus pies como la sombra. También esta vez
se acercó la vieja embaucadora, con la intención de plegar el
joven cálamo, pero tantos gritos alzó ella contra la vieja necia
que quería hacerla pasar por algo más que una esclava, que el rey,
al ver cómo se defendía, cambió su parecer sobre la doncella.
Echó de casa a la vieja (mira qué brujería le hizo a la bruja), y la
muchacha se hizo tan cara a sus ojos que, por amor, él se con-
virtió en siervo de la esclava. Aunque estaba engañado en sus
esperanzas por la Turca, se contenía, hasta que una noche se pre-
sentó una ocasión tal que un solo fuego cayó sobre los dos ami-
gos. El pie del rey se insinuaba entre la seda y el brocado al lado
de aquella ladrona de corazones: el castillo de ella estaba asedia-
do por el agua, y el fuego del ariete de él comenzaba la amena-
za10. Cuando el rey sintió aquel ardor, dijo a la rosa creadora de
agua de rosas: «¡Oh mi dulce dátil maduro, mirada de vida y vida
de mi mirada! El ciprés es una hierba miserable comparado con
tu cuerpo, y la bandeja de la luna es una vasija cuando estás
delante. Sólo deseo una cosa de ti, que me respondas con fran-
queza a una pregunta. Si tu respuesta es recta y sincera yo actua-
ré contigo con la rectitud que caracteriza a tu esbelta figura».
Luego, hablando a aquella fascinadora de corazones, vertió
azúcar de esta manera sobre la fresca rosa: «Cuando, como
Venus en la séxtuple posición de los astros11, se unieron
Bilq|s y Salomón, tuvieron un hijo que nació con las
piernas y los brazos desunidos. Dijo Bilq|s: “¡Oh
enviado de Dios! Tú y yo somos personas
sanas, ¿por qué es tan distinto nuestro hijo?

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¿Por qué tiene los brazos y las piernas tan


enfermos? Debemos encontrar una medicina
para su mal y curarlo. Así, cuando Gabriel te trai-
ga los mensajes divinos, cuéntale la historia para
que, cuando se aleje de tu presencia, busque el remedio
secreto en la Tabla Bien Custodiada12 y te muestre a ti, ¡oh
mi única esperanza!, el remedio para que nuestro niño pueda
enderezarse y recuperar la salud.” Salomón, contento con aque-
llas palabras, esperó unos días, y cuando Gabriel vino a hablar-
le, le manifestó el deseo de su corazón. Gabriel partió y trajo a
Salomón el saludo del Creador de la lívida esfera del cielo13:
“Dos cosas sirven de remedio a este mal, y son las dos más que-
ridas para el mundo: cuando se una a ti tu compañera, ambos
debéis decir la verdad pura, pues has de saber que este decir la
verdad es lo único que podrá alejar la enfermedad del niño.”
Bilq|s se alegró de aquellas palabras porque ya veía la prosperi-
dad de su progenie, y dijo a Salomón: “¡Pregúntame lo que quie-
ras, para que yo te responda la verdad según el pacto que hemos
establecido con Dios!” Le preguntó, entonces, aquella Lámpara
de la Creación: “¡Oh tú, cuya belleza es la meta de la vista, ¿has
deseado libidinosamente a un hombre distinto a mí en este
mundo?” Respondió Bilq|s: “¡Lejos de ti el mal de ojo, porque
eres más luminoso que la Fuente de la Luz! Aparte de tu juven-
tud y tu belleza, a todos ganas en dignidad y honor. Tu natura-
leza es buena, bello el rostro, acariciadores los actos, y tu ban-
quete es jardín paradisíaco del que eres el Ri∂wœn14. ¡Tu reino
son todas las cosas manifiestas o escondidas, el sello de tu pro-
fecía es talismán para el mundo! Sin embargo, con toda tu juven-
tud y tu belleza, tu potencia y tu reino, cuando veo un joven her-
moso no estoy exenta de malos deseos”. He aquí que el niño sin
brazos, cuando oyó el secreto, alargó la mano hacia ella, dicien-
do: “Mamá, mira mis manos sanadas, como la flor soy salvo por
las manos de otros”. Aquel hada, al mirar hacia el retoño de
genios y ver sus brazos de nuevo derechos y sanos, exclamó:
“¡Oh caudillo de demonios y de hadas, bello como la virtud y
virtuoso como la sabiduría, revela ahora tú algo al niño, para que
obtenga de mí las manos y de ti los pies! Si no te ofendes, te pre-
guntaré esto: aunque posees tantos tesoros, ¿no te asalta alguna
vez el deseo de las posesiones de otros?”. Respondió el profeta
adorador de Dios: “Lo que nadie posee, lo poseo yo: reino,
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riqueza, tesoros, poder; desde la Luna hasta los abismos, todo es


mío; sin embargo, a pesar de mi potencia, cuando alguien viene
a presentarme sus respetos, miro a escondidas la mano para ver
qué regalo trae de su viaje”. Apenas había acabado la historia,
cuando el niño enderezó las piernas y saltó al suelo diciendo:
“Mis pies caminan, tu buena intención me ha devuelto la belle-
za”. Puesto que decir la verdad en la corte de Dios sanó la des-
gracia de las manos y la enfermedad de los pies, más valdrá que
también nosotros actuemos con rectitud y lancemos la flecha
hacia el blanco de la autenticidad. Dime tú, pues, única entre las
amigas, cuál es el motivo de la frialdad de tu amor. Yo te miraré
de lejos, retorciéndome las entrañas, pero dime, ¿con esa belleza
y ese semblante de hada, qué te hace tan difícil para el amor?»
Entonces, el ciprés erguido y gracioso junto a la fuente de agua
no encontró mejor respuesta que la verdad y dijo: «Tiene nues-
tra vil estirpe una cualidad bien experimentada, y ello es que si
una mujer de nuestra raza se entrega a un hombre, cuando le
llega el tiempo de parir, lo hace y muere y, puesto que es así, ¿por
qué habría de entregarme yo? No hay que sacrificar la vida por
un deseo, ni se puede gustar la miel de todas las plantas. Amo
demasiado mi vida para sacrificarla a lo que representa un peli-
gro contra ella. Por eso, porque amo la vida más que al amante,
te revelo mi secreto, y ahora que ha caído el mantel de mi mesa,
puedes abandonarme o venderme, pero como, lejos de escon-
derte mi corazón, te he contado la verdad de mi situación, tengo
la esperanza de que el Soberano del mundo quiera revelarme su
secreto: ¿por qué te cansas tan pronto de doncellas tan hermo-
sas como el sol? ¿Por qué no entregas tu corazón a ninguna fas-
cinadora, ni pasas siquiera un mes con ella? ¿Por qué las acaricias
como lámparas y luego las decapitas como candelas? ¿Por qué las
elevas hasta el cielo con caricias y riquezas y luego las tiras por
tierra?». El rey respondió: «Lo hago porque ninguna se com-
porta amorosamente conmigo. Todas cayeron presas de sus inte-
reses. Se presentaron buenas y se revelaron malas. En cuanto
habitúan el corazón a las comodidades, abandonan los
esfuerzos por servirme. Todos tenemos las piernas a
nuestra medida y no todos los estómagos digieren el
pan blanco: a veces se necesita un vientre duro
como la piedra para que su rueda de moler
pueda digerirlo. Cuando la mujer ve un

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hombre de rostro amistoso, le mira ense-


guida a él y se mira a sí misma. Nunca te fíes
de una mujer, porque es paja que el viento lleva y
trae por los caminos. Cuando la mujer ve oro, hace
como la balanza del orfebre, por un grano se pliega a
una pequeñez. La granada, llena de granos rojos, es rubí
cuando está madura y perla cuando no lo está, pero la mujer
es como la uva y el niño inocente; ácida, es verde y hermosa;
madura, se envilece. Las hembras en casa se llaman calabazas: las
ácidas están maduras por el uso, las maduras son ácidas e inúti-
les15. La defensa de la mujer es la belleza del marido, porque la
noche es hermosa cuando recibe en sí a la luna. Entre mis don-
cellas no vi otra cosa que deseo de adornarse a sí mismas, mien-
tras que en ti, a medida que pasaba el tiempo, he visto aumentar
el deseo de servirme. Por eso, aunque no satisfaga mis deseos
contigo, ya no puedo vivir sin ti un solo momento». El rey le
expuso muchos de estos puntos maravillosos, sin ningún efecto,
porque la descarada no renunció a su pretexto y la flecha no
penetró en la fuente de la diana. Así pues, el rey, bajo el peso de
la tristeza, escalaba aquella colina rocosa y, mientras el tiempo
corría veloz, se adaptaba al suplicio de Tántalo. La vieja despe-
dida del palacio por aquel augusto ídolo, supo de la paciencia
del rey, que no lograba encontrar la vía para satisfacer su deseo,
y vio que la mujer recién llegada le hacía impotente y debilitaba
a aquel hombre robusto. Díjose entonces: «Ha llegado el tiem-
po de que el hada experimente la danza de los ogros16. Haré una
brecha en la cuna del sol y destruiré el castillo de la luna, para
que ningún arquero toque nunca más la espalda arqueada de la
vieja». Consiguió con mágicas artes una audiencia privada del
rey e hizo la magia que debía, y para castigar a la bella resplan-
deciente recitó al rey la fórmula aprendida de las viejas: «Si quie-
res domesticar en poco tiempo a la yegua reacia bajo tu silla, ve
y, delante de ella, coloca la silla dos o tres veces a una yegua ya
domesticada, acariciándola con deleite, porque los mercaderes
que doman potros consiguen poner así las bridas a los que aún
no están domados». Bien se adaptaba aquel engaño al rey. Esta-
ba hecho a su medida el ladrillo de aquella forma. Así que com-
pró una muchacha tierna y descarada de labios azucarados, des-
vergonzada y coqueta, bien adiestrada por el criador de esclavos
por ser de naturaleza despierta para el aprendizaje.
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Aquélla danzó con el rey cien danzas en el juego del amor, ágil y
afectuosa. El rey se adaptaba de mala gana y jugaba con ella los
lances, disimulando. Cuando le llegaba el momento de jugar al
amor, metía la mano en una; cuando la necesidad física lo apre-
miaba, utilizaba a la otra. Acariciaba a la una, y con la otra se iba
al lecho; allí se mordía el hígado, aquí ensartaba la perla. Ahora
bien, por celos de verla dormir con el rey, la otra perla intocada
quiso ser perla ensartada, mas aunque los celos que le inspiraba
el rey ofuscasen su rostro de luna con el polvo de la envidia, no
descuidaba su servicio diligente, ni se apartaba un punto de sus
usos. Sospechó que en el origen de este viento de tormenta se
hallase el horno17 de la vieja, pero permaneció tranquila y
paciente, aunque la paciencia sirva poco en materia de amor. Por
fin, una noche que la hermosa del semblante augusto se encon-
tró a solas con el rey, vio la ocasión de decirle afectuosamente:
«¡Oh soberano de naturaleza angelical, juez del reino en materia
de religión y justicia, puesto que eres recto en el decir y en el ver,
trátame también a mí con rectitud! Aunque todo día que des-
punta tiene al principio un alba y al final una noche, tú –ojalá tu
día no tenga fin y tu noche sea siempre tiempo de unión con la
amada–, despues de haberme dado miel, como alba, ¿por qué,
como noche, eres vendedor de vinagre para mí? Admito que te
hayas cansado de no gozarme pero, ¿por qué me arrojas como
presa al león? ¡Tú me consumes con tormentos, poniéndome
siempre un dragón delante de los ojos! ¿Por qué te vales de una
serpiente para matarme? Si quieres hacerlo, hazlo al menos con
tu espada. ¿Quién te ha guiado por esta vía? ¿Quién te ha indu-
cido a este juego? Infórmame, porque no tengo noticia, para que
no vuele de aquí, porque mis alas ya están habituadas al vuelo.
¡Juro por Dios y por tu vida que si me abres este cerrojo, arroja-
ré la llave del tesoro de mi perla y me avendré al placer del Rey!».
El rey, que aún era esclavo de ella, al ver la seriedad de su jura-
mento, no escondió la verdad a aquella luna gentil, y le confesó
lo que debía y lo que no debía: «El deseo de ti me quemaba,
había encendido en mí un fuego abrasador. Con la pacien-
cia, mi pasión se hacía cada vez más intensa, despojan-
do de fuerza mi cuerpo, hasta que la vieja reconoció
la medicina y, como vieja, me curó con ella, Me
recetó una poción engañosa que, aunque no se
bebe, hace efecto. Atizar el fuego a tu calor

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fue dura cosa por tu ternura, pero el agua


sólo se calienta con el fuego y el hierro bajo el
fuego se ablanda. Por otra parte, puesto que te
deseo, mi mejor medicina es tu pasión. Tenía en el
corazón tu fuego y en medio estaba la vieja haciendo
humo, pero ahora que, como un cirio, has sido recta con-
migo, el humo de la fumigadora ha desaparecido. Ahora que
mi sol está jubiloso en el signo primaveral de Aries, ¿cómo acor-
darme del “Frío de la Vieja”18». Como estas palabras dijo
muchas otras que acariciaban el ánimo y que la tierna muchacha
escuchaba regocijada. Al ver tan cambiada a la Turca de índole
salvaje, el rey acercó a ella su ciprés oloroso de lirios: un ruiseñor
se posó sobre el capullo, éste se abrió y se embriagó el ruiseñor.
Un papagallo vio una mesa repleta de azúcar y, sin la molestia de
las moscas, sacudió el azúcar. Tiró el pez al estanque y el dátil a
la leche. El rey, desnudada de los velos de seda aquella imagen
china, abrió la cerradura de oro al cofre de los dulces. Vio un
tesoro, encontró oro y lo puso amarillo de áureos ornamentos19.
Del amarillo procede el júbilo, del amarillo procede el dulce
sabor de los dulces de azafrán: no te ocupes del amarillo del aza-
frán, contempla mejor la risa de quien el azafrán ha comido. La
luz de los cirios brilla desde un velo amarillo y la vaca de Moi-
sés20 tuvo valor por ser amarilla. El oro, que es amarillo, produ-
ce placer y la tierra amarilla es apreciada.

Cuando el rey acabó de escuchar esta historia, la apretó contra su


cuerpo y se durmió contento con ella.

NOTAS
1
La «Lámpara del mundo» es, naturalmente, Bahrœm.
2
Sobre ◊am≤|d véase nota 2, pág. 79. Aquí la metáfora sobre ◊am≤|d y su copa
de oro (◊am≤|d es, además, un símbolo solar evidente) se refieren al rey como
fausta fuerza solar.
3
La esposa bizantina.
4
Bahrœm quiso que la princesa hiciera oír su voz: quiso que a la belleza de sus
labios (rubí) se uniera la dulzura de la voz (confituras).
5
El Naur≠z es el fin de año de la tradición persa, pre- y postislámica, que cae
en el equinoccio de primavera, el 21 de marzo. El término (literalmente, «día
nuevo») significa también «primavera», con sus evidentes implicaciones.
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6
Ayœz era el paje favorito del rey Mahm≠d de Gazna, el patrón de Firdaws|, y
símbolo para la literatura persa de «bellísimo esclavo», objeto de amor, etc.
7
Sobre Jalluj véase nota 43, pág. 133. «Efigies de la China» es otra metáfora
que indica también belleza.
8
Sobre el nard véase nota 33, pág. 133.
9
Bahrœm compra la esclava poniendo una piedra sobre el deseo que tenía de ella.
10
Dos imágenes opuestas, el agua y el fuego, que NiΩœm| emplea para repre-
sentar el ímpetu con que el deseo del rey asedia a la esclava, como una for-
taleza, ella se encuentra al mismo tiempo circundada por el agua y asaltada
por un fogoso ariete.
11
La «Séxtuple posición de los astros» indica el sextil, posición astrológica
favorable, en la que dos astros distan 60º de longitud eclíptica. Sobre Bilq|s
y Salomón véase nota 24, pág. 132.
12
«La Tabla Bien Custodiada» es un concepto de la teología islámica: el pro-
totipo celeste de los libros sagrados, donde se contienen todos los secretos y
los destinos de los hombres.
13
Se dice que el cielo está “lívido” en alusión a su color azulado, pero el
empleo del término parece tener también una connotación negativa relacio-
nada con la representación del cielo-destino.
14
Ri∂wœn es el nombre de un ángel custodio de uno de los jardines paradisíacos más
hermosos, que suele aplicarse al propio jardín del Paraíso. Véase nota 1, pág. 96.
15
A las mujeres se les llama vulgarmente calabazas porque, como ellas, se
encuentran listas para usar cuando aún están ácidas, pero no valen nada cuan-
do están maduras.
16
Se ha traducido como «ogro» la palabra div «demonios». Tanto el término
como la imagen se emplean junto a parí, «hada», para indicar lo monstruoso
frente a lo maravilloso.
17
La esclava sospecha que en los maleficios de la vieja se encuentra el origen
del cambio en el comportamiento del rey.
18
«Frío de la Vieja» (en árabe bard al-¤a¥≠z) es el nombre de cinco días especial-
mente fríos (siete, según otros) del periodo invernal (o de otros periodos del
año, según una opinión distinta). Se ha mantenido la traducción literal para dar
una idea del juego de palabras, aunque en traducción resulte algo extravagante.
19
Al unirse por fin a la mujer amada, logra el tesoro que tanto había ambi-
cionado y exalta aún más su áureo esplendor.
20
Alusión a la vaca mencionada en la segunda azora del Corán. Se
trata de una vaca amarilla que Moisés ordena sacrificar a su
pueblo (Cor. II, 67 y ss.). Cf. Números, XIX, 2 y ss., donde
se narra el episodio, aunque allí se habla de una vaca roja.

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Bahrœm reside el lunes en el pabellón


verde, donde escucha la historia de la hija
del rey del tercer continente (Jœrizm)
Cuando llegó el lunes, el Rey elevó el parasol verde1 hasta
la Luna. Bahrœm brillaba como verde lámpara, verde sobre
verde, como ángel en el jardín. Se trasladó al pabellón verde
dedicando su corazón a la alegría y el placer, y cuando el jardín
de las estrellas esparció hojas de primavera sobre aquella verdura
esmeraldina, pidió al dulce ciprés verde que abriese, llena de azú-
car, la boca. El hada, después de inclinarse, abrió a Salomón2 la
cortina del misterio, y dijo: «¡Oh tú, cuya vida nos alegra la vida,
quieran todas las demás sacrificarse a la tuya! Sede de próspera
potencia es tu pabellón, trono y corona son el umbral de tu
corte: tu cabeza da lustre a la corona y el trono tiene la dignidad
de tu puerta. Tu perla es corona del collar del Reino. ¡El mundo
entero necesita tu corte!»

Hecha la invocación al trono excelso, levantó el velo de rubí a la


fuente del azúcar 3, y dijo:

Hubo una vez en R≠m un hombre noble, hermoso y gentil como


miel en la cera, al que no faltaba una sola de las virtudes que
deben acompañar a un hombre, sobre todas ellas, la bondad.
Además de bello y sabio era inclinado a la pureza, por lo que la
gente, que sentía por el gran estima, lo llamaba Bi≤r el Casto. Un
buen día que daba un paseo placentero por un camino sin subi-
das ni bajadas, le asaltó el Amor por aquella vía, donde la seduc-
ción jugó una mala pasada al intelecto. Vio una hermosa mucha-
cha vestida de ropas toscas, como la luna llena en una nube
negra. Pasaba por la calle sin prestar atención a Bi≤r, cuando una
ráfaga de viento arrancó el velo a la luna: el viento sirvió de guía
a la seducción, y la luna apareció tras la oscura nube. Bi≤r dismi-
nuyó el paso al verla y una flecha infalible lo clavó al suelo. Las
miradas ebrias de aquella figura habrían roto no uno, sino cien
mil propósitos de castidad como el de Bi≤r. Era un ramo de rosas
de la estatura de un ciprés, con el rostro terso, como lavado con
sangre de faisán. La magia de sus ojos soñolientos habría quita-
do el sueño a más de mil amantes. El labio era pétalo de rosa
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húmedo de rocío y untado de azúcar. El ojo era narciso adorme-


cido, en cuyo sueño se esconde la seducción; y el reflejo del ros-
tro brillaba bajo la trenza como las barbas bajo las alas del águi-
la. Tenía un lunar más perfumado que la trenza y un ojo más
lleno de gracia que el lunar. Ningún corazón habría podido resis-
tirse a aquella trenza y aquel lunar fascinador de miradas. Bi≤r
soltó, sin quererlo, un grito, como un niño cuando se muerde los
labios. Lo oyó la luna que caminaba a escondidas, se encogió,
cerró el velo y apresuró el paso, cargando con la culpa de aquel
homicidio. Cuando Bi≤r abrió los ojos, despertando de su sueño,
vio que la destructora de la casa había desaparecido dejando la
casa destruida. Díjose, entonces: «No es justo que la siga, pero si
espero... ¿dónde hallaré la paciencia? Sin embargo, no queda otro
remedio que esperar, porque actuar de otro modo sería vergon-
zoso. Pero ¿qué haré si un deseo libidinoso ha desviado mi cami-
no? Soy hombre a fin de cuentas y no moriré de dolor. Renun-
ciar a la pasión es signo religioso, la condición de la auténtica
castidad. Mejor será que abandone este lugar y me dirija a Jeru-
salén4, para que Dios, que conoce el bien y el mal, me ayude a
resolver el problema». Abandonó, pues, aquel lugar y se preparó
para partir en peregrinaje a Jerusalén, refugiándose, lleno de
temor, en su Dios, resignado a Su voluntad, orando para que lo
guardara de los demonios y no le dejara caer en la tentación.
Cuando se hubo postrado muchas veces en aquella tierra, partió
del puro santuario. Durante el viaje encontró un compañero5,
como la espina que se clava en el pie al viandante: se trataba de
un pedante capcioso, capaz de hallar mil sofismas en una sola
frase. Charlando con él de esto y de aquello, Bi≤r se veía atrapa-
do en sus pedanterías: «Esto se hace así y aquello debe hacerse
de tal manera, no hay que hablar sin ton ni son». Bi≤r callaba
intentando librarse del charlatán, pero éste le preguntó: «Dime
cómo te llamas para que pueda dirigirme a ti por tu nombre». Él
respondió: «Bi≤r era el nombre de tu siervo, a no ser que desees
cambiármelo». Dijo el otro: «Tú eres Bi≤r, ¡oh, vergüenza de
los hombres! y yo soy Mal|jœ, doctor del género humano.
Gracias a mi intelecto discierno todo lo que existe en el
cielo y en la tierra, lo que hay en la mente y en la
voluntad de los hombres, y estoy informado de lo
lícito y de lo ilícito. Yo solo valgo por doce: soy
perfectamente docto en doce artes, en mon-

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tes, mares, desiertos, bosques y ríos.


Conozco con precisión el origen de todo lo
que existe bajo la bóveda celeste. Sé de dónde
nace esto y de dónde procede aquello. Y tengo tam-
bién información del firmamento y de lo que contiene,
sin que mi mano lo haya tocado nunca. Allí donde ocurra
algo importante, yo lo capto con una sola mirada: si muere un
rey, lo sé cincuenta años antes, y predigo la más pequeña dismi-
nución o aumento de un grano con un año de anticipación.
Conozco de tal modo el pulso y la orina que puedo librar al
cuerpo del desastre de la fiebre. Cuando arrojo una herradura de
caballo al fuego6 con una fórmula mágica, transformo en rubí la
sustancia del ámbar: la piedra, gracias a mi elixir, se convierte en
perla, y en mi mano el polvo se hace oro. Cuando exhalo de mi
boca viento de magia, transformo la cuerda variopinta en ser-
piente bicolor, y sé abrir los talismanes de todas las minas de los
tesoros que Dios ha creado. De cualquier cosa que se me pre-
gunte, relativa al cielo o a la tierra, doy información, pues no
existe un maestro como yo en ningún instituto científico». Oyen-
do tanta vanidad, Bi≤r quedó asombrado de su insensatez. Mien-
tras tanto, despuntaba por el monte una nube negra, y Mal|jœ
dijo al verla: «¿Por qué unas nubes son negras como la pez y
otras blancas como la leche?» Respondió Bi≤r: «Bien sabes que es
la voluntad de Dios lo que las hace así». Dijo el otro: «No me
digas, eso es sólo un pretexto, hay que dar con la flecha en el
blanco. La nube negra es humo quemado, como sabe el intelec-
to, mientras que la nube color de leche y perla tiene en su tem-
perie una humedad ácida». Sopló el viento desde algún lugar
impreciso, y ved lo que dijo el necio: «Dime, ¿qué es el viento
que se mueve? No hay que vivir en el estupor como los asnos y
las vacas». Bi≤r respondió: «También eso depende de Dios, por-
que nada es ajeno a Su voluntad». Dijo el otro: «Acércate a la
filosofía y no hablarás como una vieja ignorante. El origen del
viento es el aire ciertamente, removido por el vapor de la tierra».
Luego, viendo un monte alto, añadió: «¿Por qué es este monte
más excelso que los restantes?». Respondió Bi≤r: «Por disposi-
ción divina un monte es alto y otro bajo». Dijo: «De nuevo elu-
des mis argumentos. ¿Hasta cuándo piensas dibujar imágenes
con la pluma? Cuando la nube trae espantosos torrentes, la inun-
dación allana los montes, pero aquel que alza sus crestas a lo alto
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es el que se encuentra más lejos del paso de los torrentes».


Entonces Bi≤r, hirviendo de rabia, elevó un grito y dijo: «¡No
luches contra la voluntad de Dios! No se trata de que yo ignore
los secretos de las cosas, por el contrario, conozco mejor que tú
todas las ciencias, pero no conviene decirnos a nosotros mismos
las causas, ni barrer la calle con nuestro pensamiento personal.
Nosotros, que no sabemos traspasar la cortina del misterio,
hablamos de los diseños que están fuera de la cortina. No es
auténtica ciencia avanzar por caminos llenos de error. No es cosa
digna de confianza proclamar errores, pues temo que cuando se
corra la cortina aguardará triste suerte al que los haya proclama-
do. ¡No conviene que nadie alargue la mano con demasiado des-
caro hacia el árbol de las ramas excelsas!» Pero la fórmula de Bi≤r
no desvió al demonio de su impertinente necedad. Así pues, con-
tinuaron juntos varios días, sin que aquél dejara de expresar sus
necedades. En el calor del desierto sin agua, el cerebro les ardía
por la falta de sueño: caminaban con llanto y lamentos hasta que,
al salir de aquella tierra hirviente, llegaron a un árbol frondoso
de excelsas ramas, verde, puro, alto y ancho, bajo el cual había
una vegetación de seda verde que regocijaba la mirada, y en la tie-
rra, un enorme cántaro de barro lleno de un agua limpia y her-
mosa. Cuando el necio vio el agua limpia como albahaca húme-
da dentro del cántaro, dijo a Bi≤r: «Oh noble compañero, dime
una vez más, ¿por qué está este cántaro de barro con la boca
abierta escondido hasta el borde bajo la tierra? ¿Desde dónde
llega el agua de este cántaro, si no se ve en torno ladera de mon-
taña alguna, sino sólo desierto?». Contestó Bi≤r: «Lo habrá
hecho alguien para obtener el favor divino, como otros muchos,
y quizás lo ha enterrado por temor a que se rompa si alguien pre-
tende robarlo». Dijo el necio: «Si me respondes de ese modo, te
diré enseguida que todo lo que dices y has dicho es erróneo. Ver-
dad es que habrá quien trasporte a la espalda agua para otros en
todo momento, especialmente en un valle ardiente como éste, en
el que no puede encontrarse agua en modo alguno, pero esta
es la patria de los que tienden las redes, cazadores y busca-
dores de pájaros: el agua de este cántaro que han hundi-
do en el suelo sirve de trampa para las presas, de tal
forma que cuando los carneros, los alces, las gace-
las y los onagros del desierto toman alimentos
salobres, sienten sed y se acercan al pozo, y

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es entonces cuando el cazador, que les ha


cortado el camino y acecha con el arco, abate
a la presa que bebe y la asa después de herida.
Aprende a deshacer los nudos de este modo, para
que te alaben los que te oigan». Dijo Bi≤r: «Oh revela-
dor de los secretos del mundo, cada uno tiene su opinión
escondida. Todos opinamos sobre los demás basándonos en
lo que llevamos dentro. ¡No pienses nunca mal, porque el que
mal piensa, mal actúa!» Dispusieron la mesa junto al agua,
comieron y bebieron: era aquel agua que los sedientos habían
encontrado, reluciente, deliciosa, limpia y fresca, y Mal|jœ gritó a
Bi≤r con grandes voces: «Álzate y siéntate más allá, para que yo
entre en el agua y me quite el polvo del cuerpo, porque tanto
sudor salobre y tormentoso me ha cubierto de suciedad de la
cabeza a los pies. Quiero lavarme para continuar el viaje puro y
limpio; luego romperé con una piedra el cántaro para salvar a la
caza del daño». Dijo Bi≤r: «¡Grandísimo necio, no se ocurra
meterte en ese cántaro! Si de él has bebido el agua con gusto,
¿por qué quieres echar ahora la suciedad del cuerpo? El que bebe
agua deliciosa no escupe dentro el agua de la boca. No conviene
verter vinagre en el espejo o ensuciar de hez el licor puro. De ese
modo, si llega otro sediento podrá también deleitarse con esta
dulzura». Pero el malvado, en vez de escuchar sus palabras, mani-
festó a las claras su índole siniestra. Se quitó las ropas, hizo con
ellas un hatillo y saltó al cántaro. Mas he aquí que, al entrar,
comprendió que en vez de cántaro se trataba de un pozo muy
profundo, y de nada le sirvió la inteligencia contra el destino.
Aunque se afanó por salvar la vida, no encontró la salvación. Se
debatió, tragando agua, y acabó hundiéndose. Bi≤r, sentado fuera,
se desesperaba, y por culpa del agua derramaba lágrimas de los
ojos, diciendo: «Una vez más este necio malvado me ha cerrado
la vía de la salvación. Temo que este puerco soez haya ensuciado
el agua limpia. Ahora su suciedad enturbia el agua, y luego quie-
re romper el cántaro con una piedra. Un pensamiento tan mal-
vado sólo puede venir de los malos, nunca de los hombres puros
y sabios. ¡Que nunca nadie encuentre un tal compañero! ¡Gente
tan abyecta, mejor está ahogada!» Tras decir esto, vio que el necio
no subía a la superficie. Pasó el tiempo y Bi≤r se acercó al cánta-
ro para buscar al compañero, porque ignoraba su suerte. Vio
entonces al ahogado sin vida, con la cabeza como un cántaro
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apoyado en el borde del cántaro. Asombrado, se preguntó qué


habría ocurrido. Arrancó una rama del árbol, de la longitud de
una lanza y, después de limpiarlo con la mano y las uñas, lo
introdujo en el cántaro, como hacen los marineros para sondear,
con la intención de medir la profundidad del agua. Mas, en vez
de cántaro, encontró que era un pozo profundo, magníficamen-
te construido de ladrillos, al que habían colocado la mitad de un
ánfora en la boca para evitar que los animales salvajes se intro-
dujeran a nadar dentro. Bi≤r sacó enseguida al ahogado: del pozo
del agua lo trasladó al pozo de tierra, y cuando lo hubo recu-
bierto de polvo y piedras, se sentó a la cabecera de la tumba,
diciendo, con el corazón angustiado: «¿Dónde están ahora tu
inteligencia y tu astucia? ¿Dónde tu lezna para deshacer los
nudos? ¿Dónde tus pretensiones de encontrar siempre el remedio
con fieras, demonios, hombres y genios, y tu capacidad para afe-
rrar con el lazo los misterios escondidos por los siete cielos?
¿Dónde ha ido tu pretensión de poseer las doce artes7 y tu viril
coraje, oh tú, que ya no eres ni hombre ni mujer? ¿Dónde tu pre-
tensión de atrapar con rápido pensamiento el futuro? ¿Cómo no
ha presentido tu larga visión el pozo al acercarte? ¡Y las discu-
siones que tuvimos sobre el agua! Aunque no careciera de lógica
nuestro tratamiento, no supimos cuál era en realidad el origen de
la cosa. Por mucho que conjeturáramos sobre el agua del cánta-
ro, haciendo fuego del cántaro nuestro, el diseño de esa obra era
distinto, tan lejano a mis cálculos como a los tuyos. Cuando el
destino anuda un hilo, nadie encuentra el cabo. Todo lo que
nosotros dijimos, fue dicho partiendo de pensamientos errados,
pero tú, como consecuencia de aquello, te has ahogado, mientras
yo me salvo, porque tú no eras grato a Dios, y yo sí. Tú, que
explicabas el cántaro como una trampa para bestias, has sido
atrapado en él, como una bestia. Yo lo creí hecho para una fina-
lidad buena y esa bondad me ha salvado la vida». Dicho esto, se
levantó y fue a buscar por todas partes el equipaje del otro, reco-
gió aquí y allá sus ropas, su túnica egipcia y su turbante de
muselina pero, al quitar el sello de los pliegues del turban-
te, cayó una bolsa llena de miles de monedas de un
extraordinario oro egipcio, de las que se acuñaban
antaño. Volvió a poner el sello, alejando cualquier
deseo de ello, y dijo: «Es justo que recoja sus
vestidos, su oro, sus ornamentos y su tur-

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bante y los conserve para entregárselos a


sus familiares. Preguntaré dónde se halla su
casa y todo lo enviaré a sus íntimos. Puesto que
antes no pude ayudarle, no violentaré este depósito
fiduciario, porque si hiciera lo que él ha hecho, obten-
dría lo que él ha obtenido». Continuó, pues, el camino
hasta su ciudad, encontró de nuevo a sus amigos y parientes
y, tras descansar uno o dos días, y reponerse con el alimento, el
sueño y la alegría, mostró a todos el turbante para saber quién
habría podido ser el dueño. Un hombre noble que lo reconoció,
habló de esta manera: «Tendrás que recorrer un largo camino
hasta la séptima casa que es un alto palacio principesco. Llama a
la puerta, que es la de su patio, y ten por seguro que aquella es
su morada». Bi≤r tomó las ropas, el turbante y el oro, y se enca-
minó a la casa indicada. A su llamada acudió una muchacha gra-
ciosa de labios azucarados, abrió la puerta del alto pórtico y dijo:
«Muéstrame tu oficio y tu necesidad, para que yo pueda decidir
lo que ha de hacerse». Bi≤r respondió: «Quiero saber dónde está
la dueña de la casa, porque tengo algo que entregarle. Si se me
permite entrar, explicaré el destino de Mal|jœ, el conocedor del
cielo». La mujer le dejó entrar, le hizo sentarse en la alfombra y,
cubriéndose el rostro con el velo, dijo: «Dime la verdad». Bi≤r
contó toda la historia a la hermosa de rostro de luna y cuerpo de
plata, le explicó cómo se convirtieron en compañeros, de su habi-
lidad para hablar, de sus disputas de ebrios, de su pretensión de
conocerlo todo, de aquellas sospechas que suscitaban en él lo que
veía y que ensuciaban de fealdad lo bello, de su excavar pozos
para luego introducirse en ellos, de su mostrarse océano tempes-
tuoso para acabar ahogándose en el agua. Cuando hubo contado
todo lo visto y oído de aquel compañero desleal, añadió: «Él se
ha ahogado, ¡ojalá vivas tú siempre! Su lugar es ya la tierra, ¡ojalá
sea la casa el lugar tuyo! Ya he entregado el cadáver, bien lavado
por el agua, al tesoro de la tierra, y todas sus ropas he atado jun-
tas, tal como las traigo en mi mano». Depositó los vestidos y el
oro, manifestando así su rectitud. La mujer, que era fina y exper-
ta, leyó la carta palabra por palabra. Algo se turbó con el dis-
curso, vertiendo alguna lágrima de los ojos, pero luego, repuesta
de la turbación, dijo: «¡Oh tú el de nobles intenciones, eres en
verdad un buen hombre entre los siervos de Dios! ¡Loada sea tu
honradez, tu finura y tu franqueza! ¿Quién, como tú, se habría
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mostrado tan generoso con los desgraciados? La bondad no es la


de aquel que quita la miel a las abejas. Hombre bueno es quien
actúa sin que le haga mella el engaño del dinero. Mal|jœ se fue,
entregó su cuerpo a la tierra y el alma se la llevó al lugar que
merecía. Has dicho que era de los que disfrutan creando proble-
mas y es mil veces cierto. Sólo cometía injusticias, deslealtades y
actos crueles y atormentó a los hombres y a las mujeres. ¡Bien
merecido tiene lo que le ha pasado! En la religión, era un judío
vengativo, una serpiente mágica, una dragón de la sinagoga. Hace
años que vivo atormentada por él, de quien nada he recibido sino
mal. Me recosté en su tierno cojín, porque me había mentido
mucho. Por su viento, arrojé el escudo como una nube, pero él
me salió en contra con la espada, como un rayo. Ahora que Dios
me ha liberado, desaparece de mi casa el desorden del dolor. En
definitiva, bueno o malo, ha desaparecido, y no hay que hablar
mal de los muertos. Él ha alejado el pie de mí, y mi vida ha cam-
biado. Ahora serás tú quien se ocupe de mí, porque eres el mari-
do que yo elegiría. Tengo sustancia, posesiones, honradez y belle-
za, ¿dónde podrías encontrar una consorte más digna? Ordena,
pues, las cosas entre nosotros con un santo matrimonio querido
por Dios. Tú me gustas como marido, porque he conocido tu
generosidad. Si sientes algún afecto por mí, permíteme que te
sirva. Ya te he dicho cómo están las cosas: soy rica; en cuanto a
mi belleza, puedes verla». Y dicho esto se quitó el velo del ros-
tro, levantando el árido sello a la gema fresca y sonrosada. Cuan-
do Bi≤r vio su belleza y su gracia, la seducción de su mirada y la
magia de su lunar, comprendió que se trataba del rostro de hada
que aquel primer día le había parecido tan luminoso. Lanzando
un grito, cayó sin sentido, ya esclavo de la hermosa de orejas lle-
nas de aros. La bella se apresuró a hacerle aspirar perfumes para
devolverle la vida. Cuando el desmayado volvió en sí, dijo, con la
cara enrojecida de vergüenza: «No creas que he enloquecido por-
que me sienta fascinado por el amor de un hada. Sólo enloquece
el que ve a los demonios, yo te he visto a ti, hada de la proge-
nie de las hadas. El que ves no es un amor de ahora, pues
hace mucho tiempo que ardo por ti. Aquel día, en aquel
callejón, el viento te arrancó el velo y, al verte, me
sentí embriagado, sin haber bebido vino, de la
unión contigo. Me abrasé en secreto, sufriendo
por ti, porque tu amor me robó el alma.

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Nunca te alejabas de mi mente, aunque a


nadie comuniqué mi secreto, hasta que no
resistí más y partí para refugiarme en la gracia y
la misericordia de Dios, que ahora me entrega lo que
me condujo hasta Él. Puesto que, al contrario que los
inmersos en las pasiones, no deseé la belleza prohibida que
otros poseen, me ha dado bienes y belleza no en modo ilíci-
to, sino lícito». Cuando la mujer vio aquella pasión, su deseo de
él se hizo diez veces más intenso. Bi≤r, acariciado de este modo
por aquel rostro de hurí, salió a prepararlo todo y se unió con ella
en legítimo matrimonio. Encontró el bien y dio gracias a Dios.
Disfrutó su placer con aquella hermosa de rostro de hada, reci-
tando encantamientos contra el mal de ojo. Liberó a la princesa
del judío y alejó la luna del eclipse. Borró de su seda el signo
amarillo e hizo despuntar una hoja de azucena de su alholva8, y
puesto que la vio semejante a los habitantes del paraíso, le cosió
un vestido verde como de hurí. Es mejor el vestido verde que el
signo amarillo; el verdor es digno del ciprés; el color verde es
signo de la bondad del campo sembrado; y el verde es el orna-
mento de los ángeles. Cuando al alma encuentra el frescor de lo
verde en las cosas, el ojo se ilumina también al verdor; los vege-
tales tienden al verde y todo lo que florece adopta ese color.

Cuando la hermosa ornamentadora de banquetes acabó su his-


toria, el rey le hizo un lugar en su regazo.

NOTAS
1
Para la tradición del mundo islámico el verde es el color del Profeta, lo que
le confiere un rango especialmente elevado. En el ámbito astrológico se le
relaciona con la Luna. Es el color de la prosperidad (vegetación, agua) y
del vestido de los puros del Paraíso y el significado del nombre del miste-
rioso Ji∂r (véase nota 10, pág. 52). Por todas estas valencias simbólicas, se
puede decir que es «verde» de un rostro «alegre, feliz y próspero». En el
léxico de la lírica persa, el verdor del rostro es también la pelusa sutil de
las mejillas de los jóvenes.
2
Aquí, naturalmente, Bahrœm.
3
Enésima metáfora alusiva al acto de hablar: la princesa entreabre los labios
(levanta el velo de rubíes) y comienza a hablar (el azúcar en este caso es la
dulzura de la voz).
4
A Jerusalén, porque, recuérdese, estamos en un país cristiano (R≠m).
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5
El cuento del viaje con el mal compañero tuvo una enorme difusión, espe-
cialmente en los ambientes místicos y en el entorno de los aj|. En la ver-
sión narrada del poeta turco Gülsehri (siglos XIII-XIV), el nombre del
compañero es Yaml|jœ. Yaml|jœ/Mal|jœ es el «racionalista» que indaga las
ciencias naturales, al que NiΩœm| opone la fe sencilla en el Dios único del
monoteísmo islámico.
6
En este pasaje, arrojar una herradura de caballo al fuego indica genéricamen-
te un procedimiento mágico, en tanto que en la pág. 133, nota 32, se emplea
la metáfora en un sentido más específico.
7
La expresión, sólo aparentemente específica (por exigencias estilísticas), no
parece tener otro significado que el genérico que indica el contexto, es decir,
«todo el conocimiento».
8
El signo amarillo es un trozo de tela que los judíos debían llevar como distinti-
vo de su condición de πimmíes (el de los cristianos solía ser azul), es decir, de no
musulmanes residentes en territorio islámico, a quienes se proporcionaba «pro-
tección» a cambio de su sometimiento a la autoridad islámica en determinadas
condiciones. «Borró de su seda el signo amarillo» repite con otra fórmula lo que
ya se ha dicho: «liberó a la princesa del judío». La felicidad transfiguró a la prin-
cesa (de alholva –sencilla planta aromática de pequeñas flores amarillas– pasó a
ser azucena).

Bahrœm reside el martes en el pabellón rojo,


donde escucha la historia de la hija del rey
del cuarto continente (Eslavonia)
Era un día de diciembre, breve como una noche de principios de
verano, mejor que los restantes días porque era martes, corazón
de la semana y día de color marcial, consagrado al planeta Marte.
El rey Bahrœm, semejante al uno y al otro, preparó un atavío de
rojo sobre rojo y se dirigió por la mañana temprano al pabellón
de ese color. La princesa eslava de rojos cabellos, fuego por el
color, agua por la amabilidad, se dispuso a reverenciarlo: ¡her-
mosa es la Luna que adora al Sol! Cuando la noche elevó hasta
lo alto su estandarte y desgarró el velo a la ventana del Sol,
el rey pidió a la roja manzana bañada en miel una ale-
gre historia. La bella, en vez de negarse a su deseo,
comenzó a esparcir perlas de su boca purpúrea,
diciendo: «¡Oh tú, a cuya corte sirve de
umbral la bóveda celeste y a cuyo pabellón

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sirve de luna el disco solar, superior a todas


las perlas que pueden horadarse, mejor que
todas las loas que pueden proferirse! ¡Nadie con-
sigue acercarse a tu círculo, y ciego será el que no
consiga verte!» Cuando acabó esta invocación, juntó a
la mina de los rubíes las gemas de la mina1, y dijo:

Había una vez en el país de Rusia2 una ciudad tan bella como una
esposa. Un rey edificador había criado allí, rodeándola de delicias,
a su hija, seductora de corazones, de mirada encantadora, de meji-
llas sonrosadas y alta como un ciprés. La belleza de sus mejillas era
más atractiva que la luna y la dulzura de sus labios más suave que
el azúcar, capaz de arrancar el vigor vital de Júpiter y de hacer
sucumbir el azúcar y el cirio: el azúcar, por envidia de su boca
pequeña y dulce, se mermaba más que el círculo del talle de la
joven3; el almizcle se atormentaba a causa de los rizos de su cabe-
llera; y la rosa se transformaba en espina por el olor de la albaha-
ca de su jardín. El rostro superaba en frescura el frescor de la pri-
mavera y su color era más bello que la más bella pintura. La
languidez del narciso se embriagaba por ella y la gracia de la rosa
silvestre se hacía su esclava. La estatura era grácil como un ciprés
del jardín; el rostro resplandecía como el cirio ardiente4 y el can-
delabro; el agua de rosas era la humilde tierra de sus servidores; y
la rosa, la sierva de sus súbditos. Pero además de la belleza y la dul-
zura de la sonrisa, se adornaba de sabiduría, pues había adquirido
numerosos conocimientos, redactado obras sobre todas las ramas
de la ciencia y leído todos los libros de encantamientos del mundo,
sobre los hechizos y las cosas ocultas. Sobre el rostro inclinado lle-
vaba el velo de las trenzas y rechazaba las leyes maritales: ¿qué com-
pañero podría encontrar la sin par entre los suyos?

Cuando se difundió por el mundo la fama de que hasta el para-


íso de Ri∂wœn5 había descendido una hurí, que a la luna y al sol
les había nacido un retoño y que Venus había dado la leche de
Mercurio, se encendió el deseo de muchos y de todas partes lle-
garon tiernas súplicas. Uno se presentaba con su potencia, el otro
con el oro, y había quien revestía la una del otro. El padre, ante
las peticiones de los ilustres pretendientes, por los que no veía en
la belleza agrado alguno, se encontró en un apuro, sin saber
cómo arreglárselas para presentar cara a cien adversarios. Cuan-
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do la hermosa solitaria vio avanzar las pretensiones de los aspi-


rantes, buscó en aquel país una montaña alta, tan alejada de cual-
quier mal como la bóveda celeste, y se hizo construir una roca tal
que se habría creído que un monte despuntaba sobre la cima del
monte. Pidió licencia y rogó al padre que preparese lo necesario
para el viaje. El amoroso padre, aunque dolido por la separación,
le concedió el permiso para que, alejada aquella miel de su casa,
dejaran de penetrar por la puerta y el tejado los abejorros, pues
con el tesoro en la roca, el guardián perdería el temor a los ladro-
nes. La bella de la fortaleza, con gracia femenina, preparó el
recinto de su castillo. Partió y, como el tesoro, se estableció en la
roca. Cuando la joven del cuerpo de plata se encontró en aquel
lugar seguro, comenzaron a llamarla la «princesa del castillo».
Los ladrones del tesoro se vieron impotentes para penetrar en su
fortaleza, porque la férrea roca era como el castillo de R≠indez6,
y ella se encerraba dentro, como ninguna otra princesa soñó
hacer antes de la princesa eslava. Así se obstruyó el camino a los
bandidos, impidiendo el deseo de los potentes. Aquella sabia
mujer era rica en expedientes y rápida en consejos para cualquier
asunto: conocía la estructura de las estrellas de la rueda celeste y
sabía evaluar correctamente las distintas naturalezas7. Dominaba
los elementos y captaba los secretos espirituales; sabía qué uso
debe hacerse de los elementos secos y húmedos, cómo se calien-
ta el agua y se enfría el fuego, qué es lo que hace humanos a los
hombres y qué confieren los astros al humano consorcio. Todo
lo que conviene a la sabiduría y ayuda a la humanidad lo había
recogido en volumen aquella criatura, mujer en la forma, hombre
en el espíritu. Cuando decidió enclaustrarse en el castillo, se alejó
completamente del corazón de los hombres, para lo cual, con
ingeniosa finura, dispuso algunos talismanes en el camino que
conducía a la alta roca. La imagen de cada uno de ellos era de
hierro y de piedra, y todos sostenían en la mano una cuchilla, de
modo tal que quien pasara por aquel sendero de terror quedaba
partido en dos por un golpe de espada. Excepto uno, el guar-
dián del castillo, todo el que se aventurase por el camino
estaba deshauciado. Incluso el guardián, avisado de la
situación, no lo recorría sino paso a paso y circuns-
pecto, ya que de haberle fallado una pisada de
cada cien, le habría alcanzado el golpe de los
talismanes, separándole la cabeza del cuer-

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po, y la luna de su vida se habría escondi-


do entre la nubes. La puerta del castillo celes-
te estaba oculta, como la del propio cielo, de
modo que si un arquitecto lo recorriera durante un
mes, como la bóveda celeste, no encontraría la vía hasta
la puerta. La castellana de rostro de hada era la pintora del
laboratorio de pintura de la China, pues cuando disponía el
pincel para pintar, cuajaba el agua como una perla, y del pincel
negro como la cabellera de una hurí trazaba un dibujo luminoso
sobre la superficie oscura. Cuando se recluyó en la torre y ésta
obtuvo la felicidad de alojar a la luna, tomó el pincel y, de la
cabeza a los pies, pintó su propia imagen, escribiendo sobre la
sedosa imagen con graciosa caligrafía: «Todo el que me desee, a
esta roca que es mi sede, dirija el paso como mariposa a la vista
de la luz, y no se limite a proferir palabras en la lejanía. Sólo un
hombre auténtico encontrará audiencia en este castillo, pero nada
podrá hacer quien carezca de ánimo viril. Al que quiera empren-
der la caza, no le bastará un alma, sino mil. Habrá de dirigir por
esta vía su aspiración y cumplir cuatro condiciones: la primera
para el nudo nupcial es la buena fama y el valor del pretendien-
te. La segunda es que del camino sepa deshacer el encanto de los
talismanes. La tercera, una vez deshecho el anudado vínculo
encantado, consistirá en hallar dónde se encuentra la puerta del
castillo, para que a través de ella, y no por el tejado, se convierta
en mi esposo. Si quisiera cumplir la cuarta condición, tendrá que
recorrer el camino que conduce a la ciudad, para que yo misma,
llegada a la corte paterna, le plantee preguntas de sabiduría, y si
me contesta como conviene, lo querré como esposo, tal como
debe la lealtad. Desposaré al hombre de gran valor que realice
todo lo que aquí digo. En cuanto a los que no se adapten a estas
condiciones, su sangre no garantizada caerá sobre sus cabezas.
Aquel que tenga en cuenta el aviso, poseerá la alquimia de la feli-
cidad, pero el que no sepa penetrar mis palabras, aunque sea
grande, pronto se hará pequeño». Al acabar el folio, la princesa
lo arrojó ante una persona adecuada a la finalidad, diciendo:
«Levántate, toma este folio y quita de este plato el cubierto. Ve
a la puerta de la ciudad y colócalo en la parte más alta de un
lugar elevado, para que todo ciudadano o soldado que sienta
deseos de una esposa como yo, se avenga a estas condiciones y
sea señor de la roca o muera». Haciendo una reverencia, aquél
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tomó el folio y, vuelta tras vuelta, dejó atrás el camino. A la puer-


ta de la ciudad fijó la imagen de la hermosa, para que la con-
templaran los amantes y quien así lo deseara pudiera levantarse y
derramar su sangre con su propia mano. Cuando llegó la noticia
de la historia a los soberanos y las cabezas coronadas, vinieron
hombres de las más lejanas provincias por el deseo de experi-
mentar aquella historia extravagante. Llevados del ardor y la
juventud, todos ellos arrojaron al viento su vida, pues los que se
aventuraron por aquella vía quedaron reducidos a un mísero esta-
do por el golpe de espada de los talismanes. Ningún aspirante,
con industria o consejo, logró deshacer el encantamiento de la
roca. Incluso aquel que, por un momento, demostró algún inge-
nio, acabó por sucumbir, pues si pudo destruir algún talismán, se
mostró incapaz de deshacer otros, y por su insensatez y falta de
consejo quedó finalmente reducido a un estado ignominioso.
Después de fallar en el intento, pereció un cierto número de jóve-
nes: ninguno había encontrado la salida del camino cubierto de
cabezas truncadas. Cada cabeza cortada a un príncipe quedaba
expuesta a la puerta de la ciudad, hasta que fueron tantos los
decapitados violentamente que las calaveras obstruyeron la puer-
ta. Como bien sabe el viajero, cuando se recorre el mundo no se
ve otro ornamento en las ciudades que sus murallas, pero aque-
lla mejilla de hada, que competía con las huríes, había ornamen-
tado la suya no de murallas, sino de cabezas. ¡Cuántas testas
sucumbieron sin haber rozado siquiera la sombra de su puerta!

Sin embargo, había entre los príncipes hijos de rey un joven bien
nacido y gracioso, animoso, hábil, gallardo y bello, cuya espada
depredaba leones y onagros. Un día que salió de su ciudad a cazar,
para mantenerse en flor como nueva primavera, vio sobre la puer-
ta de la ciudad una suave figuración, circundada de infinitos obje-
tos dolorosos, una imagen dibujada sobre una negra tela de seda,
seductora y fascinante, figura que con su belleza y ornamento le
robó enseguida la paz del corazón. Elogió el pincel de cuya
punta surgiera la figura, pero alrededor de aquella imagen,
ornamento del mundo, colgaban cien cabezas. Díjose
entonces el príncipe: «¿Cómo huir de esta gema peli-
grosa, si no existe modo de salvarse? Si alejo la
mano de esa imagen del deseo, rompo la tran-
quilidad de mi ánimo; si mi corazón no se

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libera de ese deseo, morirá por él y nunca se


apartará de mi cabeza. Aunque en la tela apa-
rezca una hermosa figura, la serpiente guarda el
tesoro y las espinas se interponen entre los dátiles.
Estas cabezas han sido cortadas sin llegar a ninguna
conclusión. ¿A qué exponer la mía? ¿Para que un ser terres-
tre vuelva a confundirse con la tierra? ¡Si no me aparto de esta
hilera, mi cabeza acabará por formar parte de ella! Aunque tenga
el valor de traspasarme el alma, ¿cómo podré decir adiós al alma
mía?» Y díjose también: «Las hadas han formado esta tela para
aquel que quiera agenciársela. Del encanto de semejante hada
nadie se libra sin artes mágicas. Hasta que no logre fascinarla no
puedo emprender a la ligera la empresa. Necesito un gran expe-
diente para que mi oveja no caiga en las fauces del lobo. No he de
ser avaro en los esfuerzos, para que no sufra la urdimbre de la
aventura. No tendré, pues, pensamientos mezquinos en mi proce-
der, para que no caiga sobre mí un grave daño. ¡Tañiré mi instru-
mento al aire del mundo, puntearé blandamente la cuerda y la gol-
pearé con energía! Mi corazón está aún más ebrio que mi mente.
¡Mi ánimo hierve más que mi corazón! ¿Cómo podré ser feliz con
este corazón y qué pensamiento recabaré de una mente así?»
Diciéndose esto, pasó algún tiempo angustiado, y desde lo más
íntimo exhaló un suspiro. Con lágrimas en los ojos se alejó de
aquella visión, porque vislumbraba el tapiz de la ejecución con la
espada y la cabeza truncada sobre la jofaina. Escondió su pasión
sin comunicar a nadie sus pensamientos. Todas las mañanas, con
inmenso deseo, dirigía sus pasos hasta la puerta de la ciudad y
contemplaba la imagen novedosa, tumba de Farhœd y palacio de
≥|r|n8. Probó aquel nudo con cien mil claves, pero no sacó ningún
cabo de la madeja: vio un hilo con cien mil cabos, pero del cabo
del hilo nadie tenía noticia. Pese a todos sus afanes no conseguía
deshacer el nudo del hilo de su vida. Buscó por todas partes una
estratagema que aflojara el firme vínculo. Hizo de aquella empre-
sa una coraza para su pecho y buscó mil remedios hasta que tuvo
noticia de un sabio, fascinador de demonios, emparentado con los
ángeles, que había embridado numerosos corceles indómitos y
conocía todas las ciencias. Todos los campeones que se midieron
con él resultaron derrotados, toda puerta cerrada se abría de par
en par por su mano. Cuando el joven tuvo noticia, por los hom-
bres expertos del mundo, de aquel mundo de sabiduría, se dirigió
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ante aquel S|murg de majestad solar9 como un pájaro que vuela de


un monte a otro. Lo encontró luminoso como un prado florido.
¿Dónde? En la gruta más miserable que cabe imaginar. Como un
lirio, puso la mano en obsequio en la cincha de su silla10 y se dis-
puso, como la rosa, a servirlo. Con fortuna y felicidad se preparó
a aprender de aquel hombre sabio como Ji∂r11. Cuando hubo con-
seguido lo suficiente de la fuente de la ciencia, descubrió su secre-
to sobre la mujer del rostro de hada, el alto castillo, el daño que
había acontecido a los hombres, los talismanes que ella había
colocado en el camino y su forma de abatir miles de cabezas. Todo
refirió al anciano sabio, sin ocultar palabra. El sabio, basándose en
cálculos ocultos, le reveló lo conveniente y, cuando hubo conoci-
do la estratagema que buscaba, volvió el príncipe sobre sus pasos
con mil agradecimientos. Después de descansar algunos días,
meditó en su fuero interno sobre la empresa. Se procuró el equi-
paje necesario para aquel angosto paso, buscó un medio espiritual
que desde aquel distrito lo elevase hasta el cielo y, como le sugirió
el intelecto, preparó el remedio para cada talismán. Ante todo,
pidió la ayuda de consejeros perspicaces para aquella indagación y
se hizo un vestido rojo, porque aquella era una causa de sangre,
una protesta por la iniquidad del destino: arribado a un mar de
sangre, de sangre se tiñó las ropas y el ojo. Apartó su propio deseo
y elevó desde el mundo un grito denunciador de la infamia,
diciendo: «¡No me quejo por mí, sino que vengo a exigir vengan-
za de las cien mil cabezas! Desharé este cerco de cabezas o dejaré
en él la mía propia!» Cuando empapó de sangre el vestido para
aquella empresa, tomó la espada y plantó fuera la tienda. Todos
los que conocían la circunstancia, es decir, que aquel corazón de
león venía a cumplir venganza, hicieron votos eficaces por su
triunfo, y los votos del pueblo y su lúcido criterio formaron sobre
su cuerpo una coraza de acero. Entonces, como el que pide venia,
solicitó licencia al rey de la ciudad y se dirigió al castillo, inician-
do los pasos necesarios para la aventura. Al llegar cerca de los
talismanes, practicó un agujero y sopló dentro una fórmula
mágica, de modo que descubrió la insidia de cada uno de
ellos y deshizo el lazo que los mantenía en pie. Derribó
por tierra desde su basamento circular todos y cada
uno de los talismanes que encontró en el camino.
Situó la espada en la cima del monte, llegó al
pie del castillo y se colocó un tambor en el

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cinturón, cuyo eco indagó alrededor de las


murallas. Allí donde sonara lleno era el lugar
excavado, de forma que cuando el eco reveló el
vano, dentro del vano apareció la puerta. Al conocer
lo ocurrido, la luna de aquel palacio, envió un mensaje-
ro al príncipe, que dijo: «¡Oh tú, que cierras las brechas y
abres las vías, a quien la fortuna guía hasta el objeto de su
deseo, puesto que has deshecho por primera vez los talismanes y
has encontrado rectamente la puerta del tesoro, encamínate a la
ciudad como el agua de un torrente, y espera dos días si es posi-
ble, hasta que yo vaya allí junto a mi padre y te ponga a prueba
sabiamente. Te preguntaré cuatro cosas ocultas, y si sabes darme
la oculta respuesta, mi amistad será tuya y, sin más pretextos, se
hará lo conveniente para estrechar el lazo nupcial». El héroe, al ver
su fortuna, se dio la vuelta y emprendió el camino. Al llegar al alto
castillo de la ciudad, retiró la tela pintada de la puerta, la plegó y
se la confió a un sirviente. Así vivió la alabanza y desapareció el
daño. Todas las cabezas que había sobre la puerta descolgó de las
cuerdas y las entregó, con loable piedad, para que las sepultaran
con sus cuerpos. Se dirigió a su casa entre saludos, llamó a un
músico y entonó un canto de victoria. Los entusiasmados ciuda-
danos arrojaban monedas sobre su cabeza e imágenes adornadas a
su azotea y a su puerta. Todos juraron que si el rey se negaba al
parentesco, le derrocarían para hacer del príncipe su monarca,
puesto que –decían– mientras el rey truncaba nuestras cabezas
cruelmente, éste las salva con su acto heroico. Por otro lado, la
muchacha del rostro engalanado se sentía contenta por el deseo de
un tal esposo. Cuando la noche deslió un unguento de negro
almizcle sobre la litera de la luna, la princesa se sentó alegremen-
te en un palanquín, teniendo a la luna por conductora del corte-
jo, y desde la garganta del monte vino al palacio, que adquirió la
belleza de una flor con su presencia. También el padre floreció
como una rosa al verla, y la hija no le ocultó la situación. Le contó
todo lo que de bueno y de malo le había sucedido, le habló de los
caballeros que por ella se habían apeado, que habían excavado una
fosa y caído dentro; de los valientes que celebraron su nombre
mas, incapaces de conquistarla, perecieron ante ella, hasta que
aquel hijo de rey, inesperadamente enamorado había llegado
estampando las huellas con la firmeza de un monte y había des-
truido uno a uno los talismanes, para alcanzar sobre la roca su
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felicidad, sin desviarse del pacto establecido. Puesto que se había


adaptado a tres de las cuatro condiciones, esperaba ahora ver
cómo resolvía la cuarta. Preguntó el rey: «¿En qué consiste la cuar-
ta condición? ¡La gente de bien pone una, no veinte condiciones!»
La hermosa respondió: «Cuatro cuestiones arduas le preguntaré
bajo la guía de la suerte. Si por él se resuelven mis preguntas, la
corona será colocada en su cabeza, pero si su cabalgadura se detie-
ne en esta vía, deberá plantar las tiendas donde él sabe. Es necesa-
rio que mañana por la mañana se siente el rey en su trono y lo
invite gentilmente; mientras, yo me esconderé tras un velo y le haré
preguntas desde mi escondite, para que pueda contestarme tran-
quilo». Dijo el rey: «Bien está, lo haremos así: todo lo que tú has
hecho, está hecho por nosotros mismos». Nada más añadieron; se
dirigieron al gineceo y se entregaron al reposo nocturno. Por la
mañana, cuando la bóveda azul del cielo se cerró majestuosa en
torno al rubí del sol, el rey, siguiendo la norma de los antiguos
soberanos, preparó la audiencia, mientras la fortuna se preparaba
a servirlo. Convocó en asamblea a los grandes del reino, los vera-
ces y rectos dignatarios, invitó gentilmente al príncipe y esparció
gemas sobre su cabeza. Colocaron en medio del palacio una mesa
áurea, pues el aula regia quedó pequeña para el copioso aparato.
Tantas eran las cosas deseables que aquella no era mesa, sino arca
de deseos. De los alimentos que había a derecha e izquierda todos
comieron cuanto les vino en gana. Después de haber comido en
su justa medida y recompuesta la naturaleza humana con el ali-
mento, el rey ordenó que, en audiencia privada, se probase el oro
puro sobre las piedras del parangón. Entró y ocupó su puesto,
ofreciendo un asiento al huésped a su lado. Se sentó frente a su
hija, para conocer su juego con el novio. Aquella que había cono-
cido los juegos por las muñecas de Terœz12, abrió de este modo el
juego desde su escondite: desenganchó de los lóbulos de sus ore-
jas dos pequeñas perlas y las entregó a la tesorera diciendo:
«Entrégalas solícitamente a nuestro huésped y tráeme la respues-
ta». La mensajera corrió ante el huésped y le mostró lo que lle-
vaba. El joven sopesó las dos pequeñas perlas y valoró su
volumen exacto; luego depositó junto a ellas otras tres
idénticas y se las entregó a la mensajera para que las
llevara a la belleza famosa. La del corazón de pie-
dra vio las perlas, alzó la balanza y las pesó.
Después de examinarlas detalladamente, las

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fragmentó en polvo con la misma piedra


con que las había pesado, lo esparció sobre un
puñado de azúcar y lo mezcló todo. Volvió a
entregárselo a la mensajera para que lo llevara hasta el
huésped, y éste nuevamente comprendió la sutileza.
Pidió a la doncella una copa de leche, vertió dentro lo que
le habían enviado y dijo: «¡Toma!». La doncella fue a la seño-
ra y le presentó el regalo. Ella bebió la leche y con lo restante
formó una levadura, lo elevó a la balanza con el peso de la prime-
ra vez y ésta no indicó ni un cabello de menos. Enseguida se quitó
un anillo del dedo y lo entregó a la mensajera. El sabio príncipe
lo tomó de la mano de la doncella y se lo puso en el dedo con
cariño. Entregó, a su vez, una perla refulgente, lámpara nocturna
de diurno esplendor. La paradisíaca doncella volvió para consig-
nar la Perla sin par a la Gema sin igual. La Princesa, poniéndose
la perla en la palma de la mano, deshizo el collar de las suyas y
encontró una compañera, iluminadora de la noche, de la misma
especie que la otra. Las ensartó en un mismo hilo, y una y otra
parecieron una misma cosa. La doncella entregó aquella Perla al
Mar, o mejor, las Pléyades al Sol. El sabio, observándolas atenta-
mente, no pudo distinguir a las dos compañeras del collar: excep-
to la duplicidad de aquellas dos gemas de agua espléndida, ningu-
na diferencia se apreciaba ni en el agua ni en la nitidez. Pidió
entonces a los pajes una perla azulina, como segunda a la que no
pudiera compararse una tercera, la puso junto a las otras dos y
mando devolver el collar a quien lo había entregado. Su hermosa,
viendo la perlita con las perlas, puso el sello en el labio y rio ale-
gremente. Con sabiduría, tomó la perlita y las perlas, reteniendo
aquélla en la mano y poniéndose éstas en las orejas. Finalmente,
dijo al padre: «Levántate y pon manos a la obra, porque ya he
jugado bastante con mi suerte. Pero observa que me ha sido amiga
hasta tal punto que he podido elegir un amigo como él. He
encontrado un compañero que no tiene parangón ni en su región
ni en su tierra. Nosotros, que fuimos sabios y amigos de la sabi-
duría, reconocemos saber menos que él». El padre, encantado con
aquella alegre historia, dijo a su Hada: «¡Oh angelical criatura!
Todo lo que he visto, preguntas y respuestas, se ha desarrollado
tras un velo, ahora debes aclararme los discursos ocultos que aquí
se han desarrollado». Aquella que se crió entre mil suavidades des-
corrió el velo del símbolo de su secreto y dijo: «Como primer
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consejo me quité del lóbulo las gemas, queriendo decir que, a


guisa de aquellas dos perlas resplandecientes, la vida dura apenas
dos días. Él añadió a las dos otras tres, queriendo decir que aun-
que fuesen cinco, siempre pasa con excesiva premura. Añadiendo
el azúcar a las perlas y mezclándolo todo, yo manifesté que esta
vida llena de placer está con él mezclada como las perlas y el azú-
car, de modo que, con encantamientos o artes de alquimia, ¿quién
podrá separar estos dos elementos? Él, que vertió en aquella mez-
cla la leche, de modo que una permaneció y la otra se deshizo,
quiso decir que el azúcar mezclada con las perlas desaparece con
una gota de leche. Yo, al beber la leche de su copa, me situé fren-
te a él como un lactante y, al enviarle un anillo, mostré mi con-
sentimiento a la boda. Al darme aquella perla oculta él me dijo:
como esta perla, tampoco yo tengo igual como compañero. Al
ensartar una gema igual a la suya, yo declaré ser ya su compañera.
Él, al buscar y no encontrar en el mundo una tercera perla para
unirla a las dos, tomó una perlita azul y la unió a ella contra el mal
de ojo, y yo, que me adorné con la perlita, acogí el sello del agra-
decimiento de Él. La perla de su amor sobre mi pecho es el sello
del tesoro sobre mi arca: por cinco veces, desde los cinco secretos
ocultos, hice sonar para él la fanfarria real». El Rey, al ver doma-
do el corcel indómito y desaparecida su crudeza bajo el crudo láti-
go, dispuso de todo lo necesario según el uso nupcial. Se sentó a
esparcir azúcar a la fiesta de las bodas y unió a Venus con Cano-
po13. Preparó un convite espléndido como el tapiz del paraíso,
perfumando de áloe y almizcle el lugar del banquete; aprestó el
ornamento de la fiesta nupcial, unió al Ciprés con la Rosa14 y se
retiró. Dejó juntos a los dos jóvenes activos, quitando del medio
el peso de su vejez. Cuando el excavador de gemas llegó a la mina
del alma, encontró consuelo al tormento de amor que la excavaba.
Le besó ora los labios, ora las mejillas; le mordió ora las granadas,
ora los maduros dátiles15. Al final, triunfó el Diamante sobre la
Perla y el Halcón se posó en el pecho del Faisán16. Él vio la perla
en su mano y el amor en los dos lánguidos narcisos de los ojos
de ella. Vivió con la princesa en delicia y felicidad, haciendo
tan rojo su vestido como su mejilla. Puesto que el primer
día, por la blanca pureza de la causa había tomado el
rojo como color de auspicio que le salvó del negro,
utilizó el rojo como continuo ornamento, y
puesto que por ese color había conquistado

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el título de rey, le llamaron el «rey de los


vestidos rojos». El rojo es el ornamento de
moda, y éste es el orgullo de la gema roja. El oro,
denominado «azúfre rojo», tiene como despojo más
bello el color rojo; la sangre, que contiene el tempera-
mento del alma, es roja porque lleva en sí la gentileza de
aquélla. Cuando busques la virtud en alguien, has de saber que
el color rojo del rostro es el principio de la virtud. La rosa no es
la reina del jardín si no hay en ella un signo rojo.

Al acabar tan amable historia, el Viento tenía la cabeza llena de


amor por la Rosa; el rostro del Rey Bahrœm enrojeció frente a la
esparcedora de rosas como el vino generoso perfumado de alba-
haca17. Alargó la mano hacia la rosa, la estrechó contra su pecho
y se durmió feliz.

NOTAS
1
De nuevo una metáfora del habla: la princesa hace que salgan de su boca (la
mina de los rubíes) estas palabras (gemas).
2
Sobre Rusia véase la nota 1, pág. 69. Se trata del cuento que llegará a Occi-
dente por distintos cauces, con el evidente nombre oriental de Turandot.
3
En las descripciones persas clásicas de la belleza femenina, la boca es siempre
de pequeño tamaño, y se compara con el punto y otros objetos mínimos,
incluso (como en la pág. 222) con la nada. Lo mismo vale para el talle, que
debía ser también microscópico, como en este caso.
4
La imagen del cirio protagoniza numerosas metáforas de la poesía persa: es el
amante que arde y se consume con el fuego del amor, pero la llama puede sim-
bolizar también al amado, en torno al cual el amante gira hipnotizado como
una polilla. El cirio puede expresar, como el ciprés, la estatura, incluso moral,
en el sentido de rectitud interior; por otro lado, el cirio es imagen de sufri-
miento, porque «llora» (las gotas de la cera que se derrite). Aquí, con un símil
excepcionalmente «dirigido» por NiΩœm|, el fulgor del rostro de la princesa
se compara con el del cirio ardiente.
5
Sobre Ri∂wœn véase nota 1, pág. 96.
6
El nombre de R≠indez está tomado también de la epopeya irania antigua. Se
trata de una fortaleza (el nombre significa «fortaleza de bronce») situada en
el Turan (la zona de los no arios, de los enemigos del Irán), donde el rey
Arjœsp había hecho prisioneras a las hijas del iranio Goshtœsp, liberadas más
tarde por su hermano, el héroe Esfandiyœr. Es emblema de castillo potente y
rico, pero históricamente fue también un castillo del Azerbaiyán, residencia
de Körp Arslan, a quien dedica NiΩœm| su poema.
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7
Las cuatro naturalezas o cualidades son: frío, caliente, seco y húmedo.
8
Sobre Farhœd y ≥|r|n véase nota 9, pág. 111.
9
Sobre el S|murg véase nota 6, pág. 131.
10
Expresión poco clara.
11
Sobre Ji∂r véase nota 10, pág. 52.
12
Sobre Terœz véase nota 1, pág. 69.
13
Sobre Suhayl/Canopo véase nota 4, pág. 55. Aquí simboliza potencia y realeza.
14
Los dos jóvenes.
15
«Granadas» y «dátiles» no son otra cosa que las mejillas y los labios que
acaba de nombrar.
16
Se llama «faisán» a la mujer, por ser la presa favorita del halcón cazador.
17
La idea de la albahaca como fragancia especialmente deliciosa, en este caso
para el vino, se encuentra ya en el Corán, donde ray™œn, «albahaca», se con-
sidera uno de los perfumes del Paraíso.

Bahrœm reside el miércoles en el pabellón turquesa,


donde escucha la historia de la hija del rey
del quinto continente (Occidente)
El miércoles, cuando por el capullo del sol se transformó en tur-
quesa la negrura del firmamento, el Rey se vistió, porque ilumi-
naba el mundo, el vestido turquesa (p|r≠za), símbolo de victoria
(p|r≠z|), y graciosamente se dirigió a la cúpula de ese color. Breve
era el día y larga la historia; así pues, apenas la trenza de la noche
hubo tendido su velo almizclado, el rey, libre de las miradas
indiscretas de los chambelanes, pidió a la princesa narradora que
cumpliera su rito femenino y, para facilitar su juego de amor, le
contase una cuento que endulzara su ánimo. Abrió entonces el
alto ciprés el capullo de la rosa y, añadiendo al pétalo azúcar
confitado, dijo: «¡Oh tú, a quien obedece la esfera celeste
y canta elogios el astro feliz! ¡Yo y otras mil esclavas
tuyas, mejores que yo misma, valemos algo sólo
porque besamos el polvo ante ti! Frente a la
fuente de la miel no debería abrir la puerta de

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su tienda el vendedor de vinagre, pero tam-


poco puedo desoír la orden soberana, de
modo que hablaré si el rey está dispuesto a sopor-
tar el fastidio de mis palabras».

Había una vez en El Cairo un hombre llamado Mœhœn,


cuyo aspecto superaba en hermosura a la luna llena: era el José
de los egipcios en belleza y tenía por siervos a mil turcos. Un
grupo de amigos de su misma edad, que disfrutaban con su ros-
tro, se dedicaron a deleitarse con cantos bajo el firmamento azul
durante varios días, y cada uno de ellos dispuso un recibimiento
en casas y jardines para aquella lámpara gloriosa. Un día llegó un
rico noble de no poca importancia para invitarlo a su jardín. Si el
verjel era dulce y delicado, cien veces más lo fueron los amigos. Se
solazaron allí hasta la noche, ora bebiendo vino, ora comiendo
fruta, cada instante con una nueva alegría, cada momento con un
nuevo sabor. Cuando la noche elevó su estandarte de almizcle y
manchó de pez la plata, se amplió el placer en aquel jardín, con la
copa de vino en la mano y la melodía en el canto. En aquella rosa-
leda empeñaron el corazón y renovaron el júbilo y el placer. El
claro de luna que iluminaba el cielo convertía la noche en un día
resplandeciente. Cuando el vino caldeó su mente, Mœhœn vio el
claro de luna y como un ebrio recorrió todos los rincones del jar-
dín hasta llegar a un bosquecillo de palmeras, más allá del prado,
donde vio a un hombre que avanzaba hacia él. Lo informó de su
presencia y, al reconocerlo, Mœhœn vio que era un compañero y
socio comercial. Le preguntó: «¿Cómo vienes a estas horas, sin
compañía ni siervos o esclavos?» Respondió aquél: «He llegado
esta noche de lejos, pero no podía esperar a verte porque, gracias
a Dios, he conseguido unas ganancias sin límite, pero al acercar-
me a la ciudad era demasiado tarde, las puertas estaban cerradas y
no pude ir a casa. Al enterarme de que estabas aquí como invita-
do he venido, porque volver juntos será más fácil y tú deberías
venir a la ciudad, ya que, como dice el proverbio, nadie asegura
mejor la hacienda que su propio amo y, de ese modo, será posible
esconder la mitad de la ganancia a los aduaneros de la noche tene-
brosa». El corazón de Mœhœn, alegre ante la perspectiva de la
riqueza, siguió al compañero, y abrieron a escondidas la puerta del
jardín, sin que nadie los viera ni pudiera decirles nada. Caminaron
ambos como el viento, hasta que hubieron pasado una o dos vigi-
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lias nocturnas: el socio viajero iba delante y él lo seguía como el


polvo. Pero cuando dejaron atrás la casa y la flecha del pensa-
miento dio en el blanco, dijo Mœhœn: «Desde mi casa hasta la ori-
lla del Nilo no hay más de una milla de distancia, así que hemos
caminado al menos cuatro parasangas de más y nos hemos des-
viado de la circunferencia adecuada». Y añadió: «Quizás haya
visto mal o se deba a mi embriaguez, porque mi guía conoce el
camino y es persona avisada». Así andaron de acá para allá, el de
iba detrás despacio, el de delante más ligero, llamando al de detrás
cuando se rezagaba, de modo que uno y otro dieron no pocas
vueltas hasta que cantó el gallo. Cuando batió las alas el pájaro del
alba, se vació de fantasías el cerebro de la noche y la mirada de los
hombres inclinados a los sueños se salvó del engaño vano de las
imágenes. El compañero de Mœhœn había desaparecido y Mœhœn
se encontraba perdido y desesperado. Con el cerebro traspasado
por la embriaguez y el cansancio, se durmió. Derramó lágrimas
como la vela a medio consumir y quedó allí dormido hasta el
mediodía. Cuando el calor del sol le calentó la cabeza más aún
que el fuego calentaba su corazón, abrió los ojos y buscó el cami-
no a su alrededor. Quiso hallar el jardín de rosas y no vio rosa en
el jardín, sino un corazón lleno de mil llagas. Vio que el lugar
donde se encontraba estaba plagado de cavernas, donde las ser-
pientes eran peores que dragones. Así que, aunque ya no tenía
fuerza en los pies, predominó en él la voluntad de irse: caminó sin
fuerzas, anduvo sin guía y tuvo miedo incluso de su sombra hasta
que vino la noche a colocar su trípode. Y cuando ésta extendió su
entramado negro y el tiempo quedó liberado de su actuar blanco
y honrado, cayó, fuera de sí, en la entrada de una caverna, donde
cada brizna de hierba se le antojaba una serpiente. Aún se hallaba
medio desmayado en aquella morada de ogros, cuando le llegó al
oído una voz humana. Abrió los ojos y vio a dos personas, un
hombre y una mujer, cada uno de los cuales llevaba un peso a la
espalda que le obligaba a caminar lentamente. Al verlo en su cami-
no, el hombre avisó a la mujer para que se detuviera y avanzó,
gritando: «Oye, ¿quién eres tú? ¿De quién te acompañas
como viento?» Respondió: «Soy un desgraciado foraste-
ro y me llamo Mœhœn K≠≤yœr». Dijo: «¿Cómo has lle-
gado hasta este lugar desolado, sin ninguna habita-
ción, a esta tierra de ogros donde los propios
leones gimen de terror?» Respondió: «¡Buen

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hombre, por amor de Dios, haz lo que te


ordena tu humanidad, porque no he llegado
hasta aquí por culpa mía! Olvídate de los ogros,
que yo soy humano. Ayer gozaba de delicias y como-
didades; era huésped sobre los tapices del jardín de
Iram1, cuando llegó un hombre que dijo ser mi compañero
y socio, me sacó de aquel paraíso para arrojarme a esta desola-
ción y desapareció al anunciarse el día. Así que aquel amigo igno-
rante de los deberes que impone la amistad o estaba equivocado o
ha querido engañarme. Al menos tú actúa humanamente conmi-
go y, por amor de Dios, muéstrame el camino que he perdido».
entonces el hombre: «Hermoso joven, te has salvado por un pelo
de un gran luto, porque el que tú llamas hombre era un ogro,
conocido como el “Horror de los desiertos”, y cuando se te mani-
festaba como compañero de negocios, sólo buscaba tu perdición.
Ya ha hecho perder el norte a cien como tú, y todos perecieron en
una colina pedregosa. Esta mujer y yo seremos tus amigos y te cus-
todiaremos esta noche; ten valor y camina entre nosotros, paso a
paso». Así pues, Mœhœn se encaminó entre los dos guías, reco-
rriendo con ellos millas y millas. Hasta el alba no dijeron palabra,
ni hicieron otra cosa que caminar uno junto a otro. Cuando el
canto del gallo dejó oír su tambor y el alba ató su áureo atabal a
la camella2, aquellos dos se transformaron en prisión sin llave y
desaparecieron por la puerta del pueblo. Mœhœn, desesperado de
nuevo, se detuvo abatido por el cansancio, y cuando el día brilló
plenamente y la tierra, alumbrándose de rojo, dio testimonio del
asesinato de la noche, entró Mœhœn por una estrecha garganta
donde sólo vio montes y cuevas de tigres. Ya no le quedaban fuer-
zas, porque el único alimento que había recibido era dolor y llan-
to: púsose a coger raíces y semillas, que convirtió en su comida.
No se atrevió a dejar de caminar, ni abandonó el camino, aunque
ya no había tal cosa. Así, anduvo de monte en monte hasta la
noche, entristecido con el mundo y la vida. Cuando el mundo
blanco se hizo negro, el fatigado caminante se introdujo en una
hendidura y durmió algo, escondiendo el rostro a los viandantes.
Al poco, oyó el sonido de los cascos de un caballo, salió al cami-
no y vio aproximarse a un caballero que, espoleando su cabalga-
dura, sostenía otro corcel por la brida. Al acercarse a Mœhœn,
observó la figura que se agazapaba entre las piedras, y tirando lige-
ramente de las bridas de su caballo, dijo: «¡Oh caminante hipó-
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crita!, ¿quién eres y que vienes a hacer aquí? ¡Infórmame de tu


secreto o te cortaré inmediatamente la cabeza!» Mœhœn, temblan-
do de pavor arrojó, como un campesino, semilla de palabras per-
suasivas, y dijo: «¡Oh caminante de hermosa andadura, oye bien lo
que me ha sucedido!» Luego, mientras aquél escuchaba, le contó
todo lo que sabía, manifiesto o escondido. Cuando el caballero
oyó la historia, se mordió la mano estupefacto y dijo: «Bien pue-
des exclamar que Dios nos libre, porque te has salvado de morir a
manos de dos grandes monstruos. Se trata de dos ogros engaña-
dores, hombre y mujer, que desvían a los hombres del camino
recto, los arrojan a un pozo, derraman su sangre y escapan con el
canto del gallo. Le hembra se llama H|lœn; el macho, G|lœ 3; y no
ocasionan más que males y desgracias; agradece a Dios que te haya
salvado de la muerte a sus manos, y ahora, si eres un hombre,
monta a caballo, toma las riendas y no hables ni para bien ni para
mal. Guía el veloz corcel tras el mío e invoca a Dios en tu cora-
zón». Mœhœn, aturdido e impotente, desde la entrada de aquella
caverna montó en el corcel volador y cabalgó tras el otro a tal
velocidad que aventajaba al viento. Después de recorrer un buen
trecho, pasado el peligro de las montañas, apareció tras el declive
de un monte bajo una campiña llana, tan lisa como la palma de la
mano. De todas partes llegaban melodías de laúd, melífluas notas
de arpa y tonos de canto. Por una parte llamaban: «¡Ven hacia
nosotros!» Por otra, gritaban: «¡Bebe y buen provecho te haga la
copa!» Aquella llanura no estaba llena de flores y vegetación, sino
de ogros y de gritos. Montes y valles aparecían infestados de
demonios, el monte huía en el llano y el llano en el monte, y milla-
res de demonios sentados uno junto a otro elevaban gritos desde
montes y valles, y levantaban remolinos de polvo como trombas
de aire, largos y negros como gusanos; hasta el punto de que, a
derecha e izquierda, se elevaba hasta el cielo un enorme clamor.
Danzas y palmas formaban tal estrépito que enloquecían las men-
tes, en un tumulto que aumentaba a cada instante. Pasado algún
tiempo, aparecieron a lo lejos mil antorchas de luz y, de pron-
to, se vieron numerosas personas con figuras altas y horren-
das, cabezas de carnero con prominentes labios de
negros, todos con mantos oscuros y cabellos como la
pez, todos con trompas y cuernos como una reu-
nión de toros y elefantes, y todos con un
horrendo fuego en la mano como furiosos

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guardianes del infierno que arrojaban de su


garganta lenguas de fuego, entonaban versos y
gritaban amenazas. Haciendo sonar las campanas
que traían en torno al cuello, lanzaron el mundo
entero en loca danza, de modo que el caballo de Mœhœn
comenzó a bailar como el que anda con graciosos movi-
mientos. Mœhœn miró entonces su corcel para saber por qué le
habían salido alas en las patas, pero lo que vio debajo fue un
monstruo horroroso, un dragón con cuatro pezuñas y dos alas y,
lo que era aún más maravilloso, siete cabezas (no debe asombrar-
nos que el cielo, que nos envuelve como un cinturón, sea un dra-
gón de siete cabezas), y él, sobre el dragón infernal, se mantenía
aferrado con los pies al cuello, mientras que el cruel demonio
embaucador le hacía a cada momento un nuevo juego: batía las
pezuñas con mil brincos, retorciéndose como una cuerda, mien-
tras él, allá arriba, era como un husillo que transporta el torrente
desde la montaña al valle. El monstruo lo sacudía de un lado para
otro, fatigándolo y machacándolo; lo obligaba a correr rápido
como un borracho, arrojándolo hacia arriba y hacia abajo: unas
veces lo lanzaba como si fuera una pelota; otras lo llevaba con los
pies por alto hasta el firmamento. Hasta que llegó el alba y cantó
el gallo, le jugó mil trastadas como éstas. Cuando la aurora des-
puntó desde la roja boca leonina del horizonte, el monstruó lo
arrojó de su cuello y se marchó, y con él desapareció del mundo
el clamor y el tumulto y dejaron de bullir las negras cacerolas.
Cuando el caballero del demonio cayó del demonio, salió fuera de
sí como quien un demonio ha visto, y quedó desmayado en aquel
camino, fatigado, más aún, muerto, de modo que hasta que el sol
no volvió a calentarse no tuvo más noticia ni de sí ni del mundo.
Una vez que el calor le llegó al cerebro, la conciencia volvió al
cuerpo del inconsciente: se frotó los ojos, se puso en pie y obser-
vó durante algún tiempo a un lado y a otro. Vio que le rodeaba un
desierto infinito, de arenas de colores que se extendían en hileras
rojas como la sangre y calientes como el infierno. Siempre que se
abate la espada sobre la cabeza del condenado, se vierte arena y se
extiende la alfombra de la ejecución, así, aquel desierto había ele-
vado la enseña de sangre y dispuesto la alfombra del carnicero. El
hombre, puesto a prueba por los sufrimientos de la noche ante-
rior, esperó a que se recuperara su cuerpo y su espíritu y huyó de
las trampas de aquellas fieras. Encontró un camino hacia el pue-
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blo de los doloridos y corrió como el humo, aterrorizado por la


atmósfera envenenada. Iba tan rápido que habría aventajado en la
carrera a una flecha lanzada al máximo de su velocidad, de modo
que, cuando la tarde adoptaba ya el negro de la noche, había atra-
vesado todo el desierto. Descubrió entonces una tierra verde,
donde corría el agua, y su envejecido corazón rejuveneció como su
Suerte. Bebió de aquella agua, se lavó con ella y buscó un lugar
para dormir, diciendo: «Más valdrá que repose de noche, porque
a esas horas se me turba el pensamiento. Mi propio temperamen-
to melancólico, la sequedad del aire y la soledad del camino for-
marán imágenes horrendas. Es un juego de imágenes lo que me
destruye la mente. Esta noche trataré de dormir tranquilo para no
ver esos fantasmas engañosos». Cuando se apartó para buscar un
lugar saludable, descubrió un valle amplio en el que habían exca-
vado una fosa profunda, donde se abría la boca de un pozo con
miles de escalones, habitado únicamente por la sombra. Como
José, entró en el pozo4, porque los pies eran cuerdas que ya no le
respondían, y llegó al fondo como el pájaro llega a su nido. Escon-
dido en aquel refugio profundo se sintió a salvo de los peligros y,
apoyando la cabeza en el suelo, durmió durante algún tiempo.
Luego, al despertarse del sueño, se puso a preparar como pudo
una cama. En tanto, miraba alrededor del pozo, dibujando con los
ojos imágenes de seda negrísima, cuando vio una luz blanca y
redonda como una dracma, como un jazmín en la negra sombra
de un sauce. Miró todo alrededor de la luz para descubrir su ori-
gen y percibió que la alta esfera del destino había abierto un agu-
jero a través del cual pasaba el claro de luna. Cuando comprendió
que aquel haz luminoso procedía de la luna y que la luna estaba
lejos de allí, excavó el agujero con las manos y las uñas, y con
mucho esfuerzo amplió su estrechez, hasta el punto de que pudo
introducir la cabeza y el cuello. Al sacar la cabeza por el agujero,
descubrió un jardín y un rosal, un lugar delicado y luminoso.
Excavó la apertura de nuevo, hasta que con esfuerzo y habilidad
logró salir entero. Vio un jardín, ¡qué digo!, un paraíso mejor
que el de Iram, tanto en sustancia como en naturaleza, un
verjel con cien imágenes, bojes y cipreses innumerables, y
árboles frutales tan cargados que se inclinaban hasta el
suelo. Las frutas, innumerables, eran frescas como
el alma y el alma refrescaban. Manzanas como
copas de rubí colmadas de néctar; granadas

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como cofres de gemas; membrillos como


bolas rellenas de almizcle; y pistachos que mos-
traban una sonrisa húmeda en los resecos labios.
El color de los melocotones, en las cintas de las
ramas, mostraba abundancia de joyas rojas y amarillas.
El plátano, con el «bocado del califa»5, daba en secreto tres
besos por cada mordisco al dátil. La pera, riente de sonrisa
azucarada, se engalanaba de collares de uvas. la miel del higo y la
médula de la almendra hacían del paladar del jardín un plato de
pœl≠da6. La vid, con el sombrero inclinado sobre la cabeza, veía
negros y blancos a sus órdenes. La uva y la granada color de fuego
eran como gránulos de sangre en una herida y la rama del naran-
jo y las hojas del fresco pomelo habían plantado en todas las
esquinas figuras florales. El jardín parecía, en definitiva, un mago
prestidigitador, cuyas cajas de colores eran los melones. Al verse
en tal paraíso, el corazón de Mœhœn se liberó del infierno de la
noche anterior. Comió abundantemente de aquella fruta dulcísi-
ma y, saboreando aquel dulce de miel, el chasquido de sus labios
llegaba al oído. Se encontraba aún estupefacto entre las frutas, de
las que unas comía y otras dejaba caer, cuando, de repente, se elevó
un grito desde una esquina del jardín: «¡Al ladrón, al ladrón,
cerradle el paso!» y apareció un viejo cegado de ira y odio, con un
bastón al hombro, que dijo: «¿Quién eres tú, demonio y ladrón de
fruta? ¿Qué vienes a hacer de noche en este jardín? Hace muchos
años que no he soportado aquí asaltos nocturnos de ladrones,
¿quién eres?, ¿cómo te llamas?, ¿de dónde vienes?» Cuando Mœhœn
oyó aquellas palabras, el pobre quedó medio muerto de miedo, y
dijo: «Soy un extranjero que se encuentra muy lejos de casa, en
lugar desconocido. Trata amistosamente a los extranjeros que
sufren, para que el cielo pueda llamarte consolador de peregri-
nos». Al oír las excusas, el anciano mostró deseos de tratarlo gen-
tilmente, bajó enseguida el bastón, le permitió acomodarse, se
sentó a su lado y dijo: «Cuéntame tus aventuras. ¿Por qué has
sufrido? ¿Qué cosas te acaecieron? ¿Qué injusticias han cometido
contigo los necios, qué maldades los malvados?» Al ver que el
viejo le hablaba con ternura e intentaba consolarlo, Mœhœn le
contó sus aventuras y desgracias, su caída de un tormento a otro,
los renovados desastres que lo afligían todas las noches y su deses-
peración, su hacerse ora blanco ora negro hasta encontrar aquel
pozo y la fausta lámpara que lo condujera desde las tinieblas al jar-
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dín. En resumen, le narró punto por punto su historia, descu-


briéndole todos los secretos. Oyendo tales palabras, dijo el ancia-
no, asombrado de tanta maravilla: «Debemos dar gracias a Dios
por haberte salvado de miedos y tormentos». Cuando Mœhœn,
que era harto amable y amistoso, comprendió la deuda que había
contraído con el viejo, le preguntó a su vez: «¿Qué tierra es aquel
lugar infausto y a qué país pertenece? Me refiero al lugar donde
ayer noche me atacó el desastroso tumulto, sin que criatura algu-
na escuchara mis gritos. Los humos de mi cerebro crearon un
fuego tal que aquel desorden me pareció surgido de una chispa; vi
un demonio y salí fuera de mí, porque así enloquece quien ve
demonios: se me presentaron mil casas de demonios, todas habi-
tadas por cien mil ogros y bestias; uno me tiraba, otro me daba
golpes, otros me arrojaban, monstruos y fieras, añadiendo una
maldad a otra. Llave de las tinieblas es la luz. Hay que descubrir
el blanco en el negro, pero yo vi tanto negro sobre negro que lle-
gué a temer hasta el negro de mis pupilas. Me vi turbado e impo-
tente, con la boca reseca y los ojos húmedos: ora me lamentaba de
mis ojos, ora me frotaba los ojos con la mano. Eché luego a andar
y me abrí camino, pronunciando jaculatorias e invocando el nom-
bre de Dios, hasta que Él me salvó de los tormentos y mi tiniebla
se transformó en Agua de Vida cuando encontré un jardín más
bello que Iram y un jardinero más gracioso que el propio jardín.
Dime, pues, de dónde procede el terror de ayer, y de dónde la sal-
vación y la alegría de hoy». Dijo el anciano: «¡Oh tú que, salvado
de la cadena del dolor, llegas al santuario de la salvación, has de
saber que el desierto que circunda esta región es patria árida y
terrible de demonios, y sus habitantes, semejantes a negros, son
ogros devoradores de hombres, a los que engañan con el objeto de
destruirlos. Cantan derecho y juegan torcido, y si te toman de la
mano es para tirarte al pozo. Su gentileza conduce al odio, por-
que tal es la costumbre demoníaca. El hombre engañoso es él
mismo como los demonios de esas fosas, y estos demonios en el
mundo son tales que, siendo necios, se ríen de los necios: ora
visten una mentira disfrazada de verdad, ora vierten veneno
en la miel. En la imagen mentirosa hay impotencia, por-
que sólo la eternidad es garantía de lo verdadero. La
permanencia es la clave de la verdad, por eso pro-
ceden de la magia los falsos milagros. Tu natu-
raleza original era simple, por eso se intro-

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dujo en tu cabeza esa fantasía, ya que los


seres turbios juegan tales juegos sólo a los sim-
ples. Es tu miedo lo que te ha asaltado jugando
fantasmagóricamente con tu imaginación, y el asalto
que te han hecho por la fuerza derivó del terror de haber
perdido el camino, porque si hubieras mantenido firme el
corazón no habrías visto fantasmas en tu mente. Pero, puesto
que has salvado la vida de aquella morada de ogros, ¿hasta cuán-
do beberás vino limpio de heces? Haz cuenta que tu madre te ha
engendrado de nuevo esta noche y que Dios te ha traído hasta
nosotros desde este mundo. Este jardín precioso, color de cielo,
que has conquistado con sangre de tu corazón, es posesión mía,
cosa que nadie objeta, pues no hay flor que no lo proclame. Hay
en él frutas cultivadas con amor. Los árboles frutales como jardi-
nes enteros es lo único que saco de ello, pero aun cuando es poco,
podrían hacer prosperar a una ciudad entera. Tengo, además, un
palacio y un almacén, oro a quintales y gemas a montones. Pero,
teniendo tanto, me falta un hijo al que vincular mi corazón. Cuan-
do te he visto tan virtuoso he ligado mi corazón a ti, como a un
hijo, y si aceptas, ¡oh tú de quien me declaro siervo!, pondré todo
esto a tu nombre para que entres en el fresco jardín, comas de sus
frutos y te solaces. Luego, si tienes intención, buscaré para ti una
esposa que arrebate los corazones, pondré en vosotros mi corazón
y seré feliz, y os daré graciosamente todo lo que queráis. Si obe-
deces esta orden, dame la mano para sellar el pacto». Respondió
Mœhœn: «¿Por qué hablas así? ¿Es acaso el espino digno de un
ciprés? Puesto que me aceptas como hijo, soy ya tu siervo y tú eres
mi amo. ¡Bendito tú, que me has hecho feliz, por quien mi casa ha
vuelto a ser próspera una vez más!» Lleno de alegría, le besó las
manos y luego le dio la suya. El viejo se la estrechó con fuerza,
sellando con él un pacto solemne. Luego le pidió que se levanta-
ra, y cuando el huésped lo hizo, de la izquierda donde se encon-
traba lo trasladó a la derecha y le mostró un patio elevado, todo
cubierto de alfombras de seda; una terraza que llegaba al cielo, de
altas arcadas, muros de mármol y espléndidas estancias como de
plata virgen; un vestíbulo amplio y un ápice estrecho por la enor-
me cantidad de ramas de cipreses, sauces y chopos. De la jamba
de la puerta colgaba una cortina cuyos pliegues besaba el cielo.
Ante aquella terraza digna de un palacio imperial, crecía un árbol
de sándalo alto y ancho, adornado de tantas ramas que aquel
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ornamento le obligaba a curvarlas hasta el suelo; en él habían


construido un sitial elegante, un asiento de sólidas tablas, sobre el
que habían extendido perfumadas y suaves alfombras como hojas
de árbol. Dijo el anciano: «Acércate a aquel árbol y, si sientes
necesidad de bebida o alimento, encontrarás una mesa bajo la cual
hay un ánfora llena de pan blanco y de agua azul; mientras, iré a
prepararlo todo para ti y te embelleceré la casa, pero no has de
moverte hasta que yo vuelva, ni descender del sitial. No atiendas
a nadie, ni permitas que te engañe por mucha que sea su gentile-
za. Cuando vuelva, cerciórate de que soy yo antes de que me acer-
que, porque, puesto que entre tú y yo, según el pacto que hemos
establecido, se ha creado una amistad como la de la leche y la miel,
y ahora el jardín y la casa son tuyos y mi nido es tu nido, esta
noche debes cuidarte del mal de ojo, hasta que otras noches pue-
das descansar tranquilo». Luego de haberle dado estos consejos,
el viejo, junto a los consejos, le ofreció juramento. Había una esca-
lera de cuero para subir al sitial. Dijo el anciano: «Sube y pisa ese
cuero, esta noche serán de cuero tus pies7. Luego recoge esa larga
escala para que nadie pueda tenderte alguna trampa. Esta noche
hazte de ese cuero un cinturón de serpiente y mañana podrás jugar
con el tesoro, pues, aunque nuestro dulce haya venido de noche,
su azafrán regocijante ha de verse de día. Si la pera de la noche te
estrangula, la aurora llegará con una granada risueña en la mano8».
Dicho esto, el viejo se dirigió al palacio para preparar la comida
del huésped, mientras Mœhœn se subía al árbol alto y recogía el
cuero del lazo. Se sentó en el alto sitial y todas las cosas altas que-
daron bajas a sus pies. Se retiró en una habitación semejante, ves-
tida de perfume de ámbar como viento tramontano. Abrió la mesa
y comió un poco de hogaza blanca y dulces amarillos. Bebió de
aquel fresco jarro limpísima agua, criada por el viento del norte.
Cuando en aquel trono de bizantinos ornamentos hubo descan-
sado sobre alfombras chinas, la rama del sándalo perfumado de
alcanfor le alejó del corazón el dolor de la melancolía. Se recostó
y miró en torno al jardín, cuando, he aquí que a lo lejos brilla-
ron numerosos cirios, cada uno de ellos en la mano de una
recién casada, y el rey del nuevo trono se transformó en
su adorador. Se acercaron por el camino diecisiete
princesas que habían robado a la luna sus diecisie-
te cualidades9, cada una adornada de forma
diversa, envolviendo la rosa y el azúcar10 con

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un velo distinto. Cuando llegaron a la terra-


za del jardín con los cirios en la mano, ellas
mismas lámparas, prepararon un banquete impe-
rial extendiendo por el suelo ricos tapices, y mientras
el rostro del tapiz se hacía cirio sobre cirio11, se creaba
dulzura y alegría, rostro sobre rostro. La muchacha de meji-
llas de hada que iba en cabeza, gema central de aquel collar de
perlas, fue a sentarse sobre un trono especial y mandó que las res-
tantes se dispusieran a su lado. Luego, comenzaron a cantar como
pájaros, atrayendo a los pájaros del aire, y su voz era tan fascinan-
te que no sólo a Mœhœn, sino a la luna, habrían robado la tran-
quilidad. Los pies danzaban rápidos como plectros que tocan las
cuerdas y daban palmas para saquear las casas12. Más tarde llegó
el viento a narrar otras historias y descubrir redondos senos de
naranja. La noche negra de melancolía destilaba azúcar y el sán-
dalo se mezclaba con el naranjo, mientras que en la pasión por
aquellas naranjas ebrias, Mœhœn quedaba lejos, frotándose la cabe-
za con el sándalo. Pensó en cien formas de encontrar remedio
para, bajando del árbol, entrar en el paraíso con aquellas huríes sin
necesidad de resurrección13, pero le vinieron a la memoria las
palabras del viejo y amarró a los epilépticos de su naturaleza
impulsiva, mientras que las hermosas continuaban el juego como
hábiles prestidigitadoras. Después de divertirse algún tiempo, dis-
pusieron la mesa y comenzaron a comer: la mesa estaba llena de
rubíes y perlas, alimentos que no habían visto ni el fuego ni el
agua, perfumados de almizcle y de áloe; de caldos preparados con
azafrán y azúcar; jugos de granada más exquisitos que el caldo;
lechal húngaro; pescado fresco; pollos cebados; hogazas blancas
como el alcanfor, tiernas y delicadas como las espaldas y los
pechos de las huríes; una bandeja de ™alvœ14 confitada, más de lo
que puede describirse; y turrón de mil especies distintas, elabora-
do en aceite y perfume. Cuando hubieron dispuesto aquella mesa
(aunque más que mesa era un mundo) la reina de las hermosas
dijo dulcemente: «Aquella de entre nosotras que esté sola, pronto
encontrará un compañero. Siento el olor de áloe del sándalo vir-
gen, vayamos hacia ese áloe que se halla en el sándalo. Un perfu-
mado de áloe está, cubierto de áloe, sobre el sándalo, inmerso en
el sándalo y vestido de él. Nuestro laúd perfeccionó con su sán-
dalo la noche negra como áloe y el sándalo amarillo. El perfume
ha llegado hasta nuestra nariz: por otra parte, bien se llevan lo
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dulce y lo perfumado. Me parece que allí arriba, en el árbol, se


encuentra un amigo que se abrasa de pasión por nosotras. Dile
que baje, que sea amable y juegue con nuestras imágenes de fan-
tasía. Y si no quiere, añade: “La mesa está lista, pero el amor de
aquella graciosa es superior a todo lo demás, porque no quiero
poner la mano en la mesa antes de que venga el huésped; ven, pues,
y goza la unión con ella. La mesa está puesta, no quieras hacerla
esperar”». Se dirigió la hermosa hada hacia la rama del sándalo,
con boca pequeña y súplicas grandes, y gorjeando como un ruise-
ñor lo bajó del árbol como si se tratara de una flor. Él siguió rápi-
damente a la mediadora, ya que él mismo no buscaba otra cosa en
ese momento que una intermediaria, y la juventud de su cabeza le
impedía recordar las palabras del viejo. ¿Cómo puede acordarse de
los consejos de un viejo el joven cuya naturaleza hierve? Puesto
que el amor había apartado la vergüenza, Mœhœn se hizo huésped
de la luna (mœh)15. La luna, viendo el rostro de Mœhœn, se arrodi-
lló ante él, como se hace ante los tronos de los reyes, y lo acomo-
dó sobre el tapiz privado, junto a sí; ella destiló azúcar, y él, arro-
pe. Fue su compañera en la comida, porque es costumbre de los
anfitriones, y con afecto y amor le ofreció a cada instante un boca-
do especial. Al acabar de comer, la copa de rubí se convirtió en
alimento del alma, y cuando hubieron bebido varias copas de vino,
perdida por completo la vergüenza y rasgado por la embriaguez el
velo del pudor, aumentó el fuego de Mœhœn por aquella luna.
Mientras la apretaba en un abrazo, ella volvía púdicamente la
cabeza. Estrechó contra su pecho a la muñeca china, a la rosa de
cien pétalos, al ciprés de plata, y posó los labios sobre la fuente de
néctar, sello de rubí puso sobre el ágata16. Pero cuando dirigió una
mirada gentil de amor a aquella luz de los ojos, a aquella fuente
de azúcar, vio un monstruo de los pies a la cabeza, creado por las
iras de Dios. Un búfalo con colmillos de jabalí; un dragón nunca
visto, más aún, un Ahriman17, todo él boca del cielo a la tierra,
con una joroba en la espalda de la que Dios nos libre, que era un
arco tragado a duras penas; una joroba con el hocico de un can-
grejo y un hedor que llegaba a mil parasangas; con una nariz
como el horno para cocer ladrillos y una boca como el
caldero de los tintoreros. Abriendo los labios como el
paladar de una ballena, estrechaba contra su pecho
al huésped y le besaba el rostro y la cabeza,
diciendo: «¡Oh tú, cuya cabeza ha caído en

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mi poder! ¡Oh tú, cuyo pecho desgarran mis


dientes! Has alargado hacia mí la mano e inclu-
so los dientes para besarme en los labios y en el
gracioso hoyito de la barbilla, mira ahora una mano
y unos dientes como espadas y lanzas; así, no como los
tuyos, han de ser los dientes y las manos. Los labios son los
mismos, ¡pídeme besos! Las mejillas son las mismas, ¡no cie-
rres los ojos! ¡No tomes vino de las manos de un copero que te
engaña y te da vinagre! ¡No alquiles una casa en el barrio donde
se esconde, como un ladrón, el policía! ¡Ay, desgraciado, es justo
que yo haga lo que debo, porque si no me comporto como es
digno de ti, sería como la que has visto antes!18» De esta forma, a
cada instante le procuraba un nuevo tormento y le infligía violen-
cias de fuego. Cuando el pobre y desesperado Mœhœn vio una luna
transformarse en dragón, una muchacha de piernas de plata trans-
formarse en bestia de pezuñas de jabalí, y una hermosa de ojos de
vaca mudarse en monstruo con rabo de toro, bajo aquel dragón
negro como la pez, comenzó a hacer aguas por debajo (entiénda-
se el sentido) y elevó un grito como un niño que resquebraja el
seno materno o una madre que acaba de parir, mientras que aquel
jabalí negro como el Demonio Blanco19 prendía fuego en el sauce
con los besos20. Así continuó hasta que despuntó la aurora y se
oyó el canto del pájaro de la mañana, se levantó del mundo el
telón de las tinieblas y desaparecieron los fantasmas, todos ellos
viles terrones con apariencia de gemas que desaparecieron sin
dejar rastro. Sólo quedó Mœhœn, tirado en tierra a la puerta del
palacio, hasta que se hizo completamente de día. Una vez recupe-
rados los sentidos, gracias al aroma del día luminoso, abrió los
ojos y vio un lugar horrendo, un infierno ardiente en lugar del
paraíso. Habían desaparecido las ricas visiones. Sólo quedaba fro-
tarse los ojos, porque estaban llenos del polvo de la fantasía. Se
asombró de que el edificio, que en origen era fantástico, no hubie-
ra durado más que un abrir y cerrar de ojos, y vio que el jardín era
un zarzal y la mesa una nada llena de vanos vapores; cipreses y
bojes no eran sino espinas y zarzas; las frutas, hormigas; las ramas,
fructíferas serpientes; las pechugas de pollo y las costillas de cor-
dero era carroña muerta diez años atrás; las flautas, los laudes y
los rabeles de los músicos, huesos de onagro y otros animales; los
velos incrustados de gemas, pelos sucios de excrementos; las pis-
cinas limpias como las lágrimas, pozos de agua pútrida y estanca-
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da; y las sobras de la comida y lo que quedaba del vino de las


copas bien sabe Dios que nada tenían que ver con alimentos
sabrosos, sino que eran pus inmundo procedente de heridas; y lo
que parecía albahaca y aroma era sólo la escurridura de una senti-
na. De nuevo quedó asombrado Mœhœn, incapaz de recitar jacula-
torias, carente hasta de fuerza para emprender camino o de cora-
je para quedarse a esperar, diciendo para sus adentros: «¡Qué
extraño es todo! ¿Qué compás o qué conexión hay entre estas
cosas? ¡Ayer veo un jardín florido, hoy un lugar de tormentos!
¿Qué será este parecer rosa y resultar espina? ¿Cuál era, pues, el
fruto del jardín del tiempo?» No sabía que en todo lo que tene-
mos hay un dragón escondido bajo el velo de la luna21. ¿Sabes
acaso con quién galantearán los necios cuando por fin se levante
el velo? Estas figuras bizantinas y chinas se han convertido, como
ves, en un horror negro; sólo piel estirada sobre sangre sucia, per-
fume por fuera y sentina por dentro. Si aquella piel se quitan con
el baño, nadie querría la inmundicia. ¡Ay, cuántos perspicaces
compraron «piedras de sierpes»22, creyendo que era piedra, pero
encontraron sierpes en el cesto! ¡Y cuántos necios en esa árida
bolsa encontraron un nudo de madera de áloe, en vez de húmedo
almizcle! Cuando Mœhœn quedó a salvo del martirio de los mal-
vados, tal como yo me he salvado de la historia de Mœhœn, for-
muló una firme intención de hacer bien, se arrepintió e hizo
votos: refugió en Dios su corazón puro, mientras caminaba y le
llovían lágrimas de sangre por las mejillas. De este modo llegó
hasta un agua reluciente, se lavó, bajó el rostro a tierra, se arrodi-
lló, barrió húmildemente el polvo con la cara, implorando así al
amigo de los desesperados: «¡Oh Tú, que abres y deshaces23, des-
haz mis dificultades! ¡Oh Tú, que muestras la vía, guía mi cami-
no! Tú solo puedes deshacer este difícil nudo y mostrarme el
camino. Carezco de guía en mi soledad, pero ¿a quién no mues-
tras Tú la vía?» Durante algún tiempo se lamentó de esta manera
ante su Dios, barriendo con el rostro el polvo de su oratorio, y
cuando alzó la cabeza del pecho vio a un hombre de aspecto
semejante al suyo. Todo él vestía de verde como la estación
de abril, y tenía el rostro rojo como el alba luminosa.
Mœhœn preguntó: «¿Quién eres, señor? ¡Preciosa perla
es en verdad tu naturaleza!» Respondió aquel: «Soy
Ji∂r 24, oh devoto adorador de Dios, y vengo a
socorrerte. Tu buena intención te ha servido

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de guía y te conducirá de nuevo a casa.


Levántate y dame la mano, cierra los ojos y
vuelve a abrirlos». Cuando Mœhœn oyó el saludo
de Ji∂r estaba sediento y halló el Agua de la Vida:
puso enseguida su mano en la del otro, cerró los ojos y
volvió a abrirlos enseguida, y he aquí que se encontró en el
mismo lugar seguro en que estaba cuando el demonio lo des-
vió la primera vez de su camino. Abrió la puerta del jardín y a
toda prisa regresó a El Cairo desde aquella tierra desolada. Vio
que todos sus amigos guardaban silencio, vestidos de azul por el
luto, y les contó de cabo a rabo lo sucedido, comprendiendo que
llevaban luto por él, porque estaban acostumbrados a su compa-
ñía25. Los lavó, pero el fuerte color azul no se iba de la piedra, ni
desaparecía: entonces, trató de ponerse en sintonía con ellos, se
hizo un vestido azul y se lo puso. Así, el color azul se implantó en
él y, como el firmamento, tomó el color del destino. La bóveda
celeste, cuando quiso vestirse, no encontró mejor seda que el color
azul. Por eso el sol se transforma en pan de la mesa de quien lleva
el color del cielo. La flor azul que así obra, se convierte en pan de
la mesa del disco amarillo del sol, y allí donde el sol gire, se vuel-
ve siempre a mirarlo. Por eso los indios llaman «adoradoras del
sol» a todas las flores azules26.

Cuando aquella luna de hermoso rostro terminó de narrar la his-


toria, el rey la estrechó lleno de amor contra su pecho.

NOTAS
1
Sobre Eram, véase nota 2, pág. 61.
2
Imagen poco clara, que probablemente se pueda interpretar del siguiente
modo: cuando el alba ató el disco áureo (el áureo tambor o atabal) del sol a
la joroba de la montaña.
3
H|lœn y G|lœ, los nombres de los ogros, presentan una etimología árabe bas-
tante transparente: el primero está asociado a la raíz h-w-l «terror», el segun-
do está emparentado con G|lœ, el ogro hembra del desierto de Arabia.
4
Alusión a la historia de José, a quien sus hermanos arrojaron al pozo para
librarse de él. La historia bíblica de José forma el argumento de una azora corá-
nica que lleva su nombre (cf. nota 6, pág. 36).
5
«Bocado del califa» es el nombre de un dulce, pero aquí parece referirse a una
fruta que actualmente no podemos identificar.
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6
Sobre el pœl≠da veáse nota 2, pág. 92.
7
Dovœlpœ, «pies de cuero», es el hombre de un pueblo fabuloso mencionado en
leyendas indias y persas. Sus miembros tenían las piernas flexibles como corre-
as de cuero que se agarraban al cuello de los viajeros, tras despertar su piedad,
para que lo transportaran en la espalda, de donde nunca volvía a bajarse. Se
emplea aquí como juego de palabras con los peldaños de cuero de la escala de
Mœhœn, para indicar que éste debía pegarse al árbol y no soltarse de él.
8
La imagen se fundamenta en el contraste de la forma de la pera y la grana-
da, la primera caracterizada por una redondez que luego se estrecha como un
cuello; la otra, rellena de semillas perláceas, similar a una boca sonriente. El
sentido completo es que a las dificultades de la noche seguirá el alba son-
riente y consoladora.
9
Con la expresión «las diecisiete cualidades de la Luna» se refiere probable-
mente a virtudes lunares de carácter astrológico.
10
La boca.
11
«El rostro del tapiz se hacía cirio sobre cirio» porque sobre él, espléndido de
ricos colores y, por tanto, luminoso como un cirio, se encontraron las dieci-
siete princesas, refulgentes de belleza («con los cirios en la mano, ellas mis-
mas lámparas» acababa de decir NiΩœm|).
12
Danzando y dando palmas las princesas atraían a las gentes fuera de las casas,
que se quedaban vacías («saqueadas» de sus habitantes).
13
Cf. nota 21, pág. 132.
14
›alvœ es el dulce por excelencia del mundo islámico, con distintas variantes
en cada lugar, pero elaborado siempre a base de sésamo y melaza.
15
Naturalmente, la primera de las diecisiete princesas.
16
El «rubí» está, como siempre, por «labios», en este caso los de Bahrœm, en
tanto que el «ágata», de color más delicado, representa los de la muchacha,
es decir, Mœhœn la besó.
17
Ahriman en la región mazdea (zoroástrica) era el nombre del archidemonio, el
malvado opositor del Dios bueno Ahura Mazda (Øhrmazd).
18
Se trata de una descripción de la fealdad de la pasión violenta. El ser monstruoso
le dice a Mœhœn: «Soy así contigo porque no mereces otra cosa, ya que has
demostrado haber caído presa de la violencia de la pasión. No puedo ser conti-
go como aquella muchacha hermosa y pura que se te apareció al principio».
19
El Demonio Blanco es para la epopeya irania, que encontró su codi-
ficación en el célebre Libro de los Reyes de Firdaws|, uno de los seres
demoníacos más peligrosos y potentes, que moriría a manos de
Rustam, el gran héroe.
20
El ser monstruoso quemaba las carnes de Mœhœn con
sus besos.

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21
Juego de palabras vinculado al hecho de que en
persa se llaman «dragones» los dos nodos de la órbita
lunar, es decir, los puntos en que se cruza con la eclípti-
ca. La luna sólo puede eclipsarse cuando se encuentra en uno
de los dos nodos, de ahí el nombre, porque se creía que duran-
te el eclipse se la comía un dragón. Naturalmente, la imagen se uti-
liza aquí con un significado sin referencia al fenómeno, para decir que
bajo el velo de la belleza exterior se esconde a menudo la fealdad.
22
«Piedras de sierpes». Véase nota 7, pág. 48. Hemos traducido aquí muhra
como «piedra de sierpe» para mantener el juego de palabras.
23
En el momento del peligro y de la desesperación, Mœhœn invoca a Dios,
supremo liberador de las dificultades, invocación asociada con los atributos
de omnisciencia y omnipotencia de Dios. «¡Oh Tú que abres todas las puer-
tas!» es una de las jaculatorias musulmanas relativas a Dios más frecuentes.
24
Sobre Ji∂r véase nota 10, pág. 52. Ji∂r aparece aquí en su función de protec-
tor de los desvalidos, a los que se aparece súbita y misteriosamente. Su cone-
xión con el Agua de la Vida es, pues, natural.
25
Recordemos que el azul es un color de mal augurio para la cultura islámica.
En Persia se utilizaba como color de luto.
26
«Adoradoras del sol» es el nombre que, según NiΩœm|, los indios daban a las
flores azules, en tanto que en el persa de Irán el nombre œftœb-parast se aplica
sólo al girasol, que vuelve su corola al astro como los adoradores vuelven el
rostro hacia el objeto de su adoración. La alusión al «pan en la mesa del disco
amarillo del sol» pocas líneas antes se refiere a los pistilos que forman una
mancha amarilla y redonda en el centro de la corola.

Bahrœm reside el jueves en el pabellón color sándalo,


donde escucha la historia de la hija del rey
del sexto continente (China)
El jueves es día fausto, cuya fortuna está vinculada a Júpiter.
Cuando el aliento de la aurora comenzó a esparcir almizcle y el
polvo color de sándalo quemó perfumes de áloe, el rey, a imita-
ción del polvo, coloreó de sándalo1 los vestidos y la copa y,
saliendo del pabellón turquesa, entró en la cúpula de color de
sándalo. Bebió vino de la mano de la muñeca de la China y agua
del Kawzar 2 de la mano de las huríes. Hasta la tarde, bebió néctar
con alegría y del néctar bebido se alegró. Cuando la concha del
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océano negro como colirio hubo rellenado de perlas la boca de


la ballena3, el Rey pidió a la muchacha de ojos sutiles y modales
chinos4 que limpiase el polvo de su ánimo. La princesa china
alisó las arrugas de su frente y destiló un río de miel del dátil5
fresco, diciendo: «¡Oh tú, por quien viven los mundos y vive el
ánimo, el soberano más excelso de los soberanos! ¡Que tu vida
sea más extensa que los granos de arena del desierto, las piedras
de los montes y las gotas de agua del mar, porque la Fortuna te
es propicia! ¡Que puedas ser partícipe de la vida y la fortuna! ¡Oh
tú que donas luces como el sol; no rey, sino dispensador de rei-
nos!, yo me preocupo de esta lengua mía, inepta y balbuciente,
tanto más cuando debe esparcir vil tinta negra frente a los aro-
mas y los perfumes, pero si el rey desea alegrarse el alma y para
la risa quiere azafrán, abriré el cofré de mis balbuceos y aumen-
taré con la risa su alegría». Una vez realizada la invocación, aque-
lla luna adoradora del sol, besó la mano del rey y dijo así:

Hubo en cierta ocasión dos jóvenes que salieron de su ciudad


para dirigirse a otra, tras haber preparado cada uno un saco con
las provisiones para el viaje. Uno se llamaba Bien y otro Mal, y
sus actos se adecuaban a los nombres. Cuando llevaban dos o tres
días de camino, durante los cuales Bien comía las provisiones y
Mal guardaba las suyas (uno cosechaba mientras el otro sembra-
ba), llegaron juntos a un desierto hirviente de miasmas; una
región caliente como un horno fogoso, que habría podido derre-
tir el hierro como si fuera cera; una tierra caldeada que, por la ari-
dez de su suelo, transformaba el viento tramontano en sam≠m6.
Mal, que enseguida comprendió que aquella tierra desolada era
muy extensa y carecía de agua, llenó un odre a escondidas y con-
servó el agua en el saco como una perla, en tanto que Bien, tran-
quilo y seguro, pensaba que la encontrarían por el camino, igno-
rando que, si hubiera pozos, en ellos faltaría el agua. De este
modo emprendieron ambos la larga travesía del aquel desierto
tórrido y, a los siete días, el agua de Mal permanecía intacta,
mientras que la de Bien había desaparecido. Mal, que había
escondido a Bien el agua, nada dijo a su compañero, y
Bien, que se dio cuenta de que Mal conservaba mali-
ciosamente el agua en su botella y la bebía de vez
en cuando a escondidas como si fuera vino bal-
sámico, aunque se abrasaba con los tormen-

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tos de la sed, se cosía los labios con los


dientes para no pedirla. Sediento, contempla-
ba el agua del otro y se roía con el hígado el agua
de los dientes7, hasta que le se secaron las entrañas y
fue incapaz de mantener los ojos abiertos. Llevaba con-
sigo dos rubíes, de color de fuego y agua purísima, aunque
agua de piedra, al tiempo que destilaba agua de dos rubíes
escondidos8, pero agua de lágrimas, de la que no puede beberse.
En un determinado momento, descubrió los dos rubíes de agua
pura y los puso ante la árida arena que poseía el agua9, diciendo:
«¡Ayúdame, apaga mi fuego con un poco de agua porque me
muero de sed; dame generosamente un sorbo de ese líquido lim-
pio como la miel o véndemelo al menos!» Mal, ¡quiera Dios cas-
tigarle con su ira!, manifestando a las claras su nombre, respon-
dió: «No quieras romper piedras para hallar la fuente.
Tranquilízate porque yo no pienso caer en tu engaño. Me ofreces
gemas en el desierto para reclamármelas cuando lleguemos a un
lugar habitado: no soy hombre que se deje embaucar de esa
forma, porque yo mismo tengo más capacidad de engañar que un
demonio. No llegará el momento en que te ofrezca remedio o en
que tus bolitas10 superen mi caja de engaños, de los que ya he rea-
lizado cien mil, así que no quieras jugar conmigo. No dejaré que
bebas mi agua para que después, cuando lleguemos a una ciudad,
me robes el honor, ¿por qué habría de tomar unas gemas que
luego me reclamarás? Yo deseo una gema que nunca puedas qui-
tarme». Respondió Bien: «¡Dime, entonces, cuál es la gema que
puedo depositar en la mano del buscador de gemas!» Dijo Mal:
«Son las dos joyas de tus ojos, cada uno de ellos más precioso que
el otro; véndeme tus ojos a cambio del agua o aparta tu rostro de
este abrevadero». Dijo Bien: «¿No te da vergüenza pedirme
ardiente fuego a cambio de agua fresca delante de Dios? Aunque
admito que la fuente del agua es dulce, arrancarme los ojos sería
cosa horrenda. ¿De qué me servirían cien fuentes o incluso más
cuando me ve viera privado de los ojos? ¿Cómo es posible entre-
gar los ojos a cambio de una fuente de néctar? ¡Véndeme el agua
por dinero! Coge mis rubíes y todo lo que tengo, y yo te lo dona-
ré por escrito. Te juro por el Señor del Mundo que aceptaré sin
reservas tus condiciones. ¡Oh hombre honrado, déjame los ojos,
no quieras cambiar el agua fría por una fría traición!» Respondió
Mal: «Eso no son más que historias, pretextos de sediento». Bien,
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asombrado y deshecho, derramaba agua de los ojos sobre el agua


de la fuente y, comprendiendo que iba a morir de sed y que
podría salvarse con sólo pasar de esta parte y no de aquella, enga-
ñó a su caliente corazón con el agua fresca, ¿cómo podría el
sediento resistirse a ello? Dijo, pues: «¡Vamos, toma la espada y
el puñal y da un sorbo de agua al sediento; arráncame los ojos
abrasados y apaga mi fuego con el agua dulce!» Se engañaba cre-
yendo que de aquella forma encontraría la esperanza después del
temor. Mal abrió el cuchillo y corrió como el viento hacia aquel
polvo sediento, golpeó con la cuchilla la lámpara de sus ojos, sin
escrúpulos de apagar aquella luz, y coloreó de rojo un narciso,
extrayendo una perla de la corona, y, después de haber destruido
los ojos del sediento, emprendió nuevamente el camino sin darle
agua, con su equipaje y las gemas, dejando al pobre ciego a falta
de todo. Bien, mientras Mal se alejaba, perdida la conciencia del
bien y del mal, se revolcó en el polvo ensangrentado. ¡Menos mal
que no tenía ojos para verse, porque de su estado hasta un muer-
to habría sentido pavor! Había en aquella zona un pastor curdo
muy rico, cuya grey se hallaba protegida del lobo, que poseía
muchos hermosos cuadrúpedos como ningún otro, y siete u ocho
tiendas de parientes pobres, puesto que sólo él era rico. Aquel
habitante curdo de los desiertos, viajero de montañas, que vaga-
ba por el desierto como las fieras, se encontraba en la llanura en
busca de hierba, y de valle en valle llevaba su rebaño a pastar.
Donde encontraba agua y hierba se detenía durante dos semanas,
para luego trasladarse a otro lugar cuando el rebaño había pasta-
do. Quiso el destino que, en aquellos dos días, aquel valiente
abriera sus garras como un león por la misma zona. Tenía el
curdo una hija hermosísima, una muñeca de ojos de turca y lunar
hindú, un ciprés que había abrevado en el agua de sus vísceras,
una tierna niña criada entre cuidados. Aquella luna circundada de
un halo, de caminar dulce, llegó hasta allí, como un pez, en busca
de agua, porque había una fuente que manaba en la zona. La
joven había llenado un ánfora de la fuente para llevarla escon-
dida a casa, cuando, de repente, oyó un lamento lejano que
procedía del pobre herido. Siguiendo los gemidos,
encontró al joven tirado en el polvo ensangrentado.
Atormentado por el dolor, se debatía con manos y
pies, invocando débilmente a Dios. La dulce
niña, dejando a un lado toda coquetería,

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corrió hacia el herido y dijo: «¿Quién pue-


des ser, pobre desgraciado, sucio de polvo y de
sangre? ¿Quién es el responsable de tales estragos?
¿Quién te ha tradicionado de este modo?» Bien res-
pondió: «¡Oh ángel del cielo, ya seas ángel o hija de
hada, soy víctima de un extraño juego del destino, de una
larga historia. Si no llevas agua, vuelve sobre tus pasos, porque
estoy muerto, pero si te queda una gota estaré salvado!» La cope-
ra de labios azucarados le entregó entonces la llave de la salva-
ción, un agua ligera como el Agua de la Vida. El sediento, de vís-
ceras ardientes, bebió todo lo que pudo de la bebida fresca y su
alma agostada revivió. Se alegró la lámpara de sus ojos, y los ojos
que le habían arrancado volvieron a su lugar nombrando el nom-
bre de Dios pues, aunque el blanco del ojo había recibido una
ofensa, la púpila estaba aún en el globo ocular. Vio la joven que
las piernas del hombre no podían sostenerle, le aplicó un bálsa-
mo en los ojos, se los vendó y humanamente lo tomó de la mano.
Él, con gran esfuerzo, consiguió levantarse, y ella se convirtió en
su lazarillo para conducirlo por el camino adecuado. Hasta el
lugar donde se levantaba el campamento fue el ciego su compa-
ñero. Al llegar, confió la mano del joven a un sirviente de su casa,
diciéndole: «Condúcelo con cuidado para que no sufra y llévalo
con calma hasta la puerta de nuestra tienda». Luego, ella misma
corrió hasta donde se hallaba su madre y le contó la aventura que
había vivido. Dijo la madre: «¿Por qué lo has dejado, en vez de
venir aquí y traerlo contigo? Quizás podríamos encontrar modo
de que se sintiera más cómodo». Respondió: «Lo he traído y, si
sobrevive, espero que llegue dentro de poco». El servidor que lo
había llevado a casa, condujo al enfermo hasta un lecho. Dispu-
sieron un lugar para él y prepararon la mesa, donde sirvieron sopa
y asado, y el joven abrasado por la pena, con un suspiro triste,
comió un poco antes de derrumbarse por el dolor. El curdo,
cuando llegó por la noche para romper con la cena el largo ayuno,
vio algo que no era habitual y que le revolvió el estómago aún
más, es decir, un hombre sin sentido, enfermo y tumbado en el
suelo, como si hubiera muerto a causa de graves heridas. Pregun-
tó: «¿De dónde viene este desgraciado? ¿Por qué está tan enfermo
y tan débil?». Nadie conocía con precisión el origen de la aven-
tura. Le contaron que le habían cegado, horadándole con un dia-
mante la cuenca de los ojos. Cuando el curdo vio al ciego afligi-
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do por la privación de la vista, dijo: «Hay que tomar unas hojas


de aquel árbol alto, pisarlas, extraer su jugo y aplicárselas en los
ojos para que se calme su ardor. Con ese bálsamo volverían las
pupilas a tener luz aunque estén gravemente heridas, pues el jugo
de esas dos hojas le curará». Luego mostró dónde estaba el árbol
y dijo: «De la fuente que utilizamos como abrevadero creció un
antiguo árbol bellísimo, cuyo perfume deleita el olfato. Del tron-
co se abren dos ramas, procedentes de la raíz, muy distantes una
de otra: la hoja de una de ellas es como el vestido de seda de una
hurí y devuelve la luz a los ojos cegados; la de la otra es como el
agua de la vida y salva del mal caduco a los epilépticos». Cuando
la hija del curdo oyó estas palabras, depositó sus esperanzas en
aquella medicina e insistió para que su padre dispusiera el reme-
dio para el desgraciado. En vista de las ardientes súplicas, el curdo
emprendió el camino que conducía hasta el árbol, arrancó un
puñado de hojas, fármaco para los enfermos contra la muerte, y
se lo entregó a la hija. Ésta las piso para extraer el jugo, lo puri-
ficó para librarlo de toda impureza y lo aplicó a los ojos del
sufriente. Vendó luego medicina y ojos, y durante algún tiempo
el enfermo permaneció sentado y atormentado por el dolor, aun-
que esperanzado por la suerte propicia, depositó de nuevo la
cabeza sobre los cojines del lecho. Permaneció cinco días con la
cabeza vendada y el emplasto aplicado a los ojos, hasta que al
quinto le quitaron la venda y la medicina y he aquí que los ojos
perdidos volvían a estar sanos, exactamente en su lugar primitivo,
y el ciego los abrió como dos narcisos florecidos al amanecer.
Bien, al ver el bien que recibía, agradeció que le hubieran librado
del mal de ojo como a la vaca que hace girar el molino11. Las
mujeres de la casa se salvaron de la tristeza, abriendo el corazón
a la alegría y cerrando el velo sobre el rostro. Tanto había pena-
do por él la hija del curdo que se había convertido en su amiga.
Cuando el alto ciprés12 abrió los dos narcisos y descorrió el velo
que cubría el cofre de las perlas, más se enamoró la hija de las
hadas de la belleza del noble joven. Bien se sintió inclinado a
amarla por el amor de ella y el gran beneficio que había reci-
bido. Aunque no había visto su rostro descubierto, apre-
ció sus gestos al levantarse y caminar, las dulces pala-
bras que de ella había oído y la delicadeza de sus
manos. Así pues, acabó por ligar su corazón al
de ella, mientras que la robacorazones ataba

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el suyo al de él, en un hermoso vínculo. En


tanto, Bien se puso al servicio del curdo y con
gestos medidos e inteligentes gobernó los came-
llos y cuidó de los rebaños, alejando las manadas de
los desastres del lobo y custodiando a todos los anima-
les, grandes o pequeños. El nómada curdo, habitante de los
desiertos, comprendió la comodidad que le reportaban sus
servicios, lo acogió como amigo querido y lo hizo intendente y
jefe de su casa y de todas sus cosas. Cuando Bien se estableció en
aquella morada como un íntimo, comenzaron a preguntarle sobre
su historia, para conocer por qué le habían arrancado los ojos,
cometiendo con él tamaño desafuero. Bien no escondió la histo-
ria de Mal, sino que contó todo, bueno o malo, lo que había ocu-
rrido: la historia de las gemas, de la compra del agua para librar-
se del ardor de la sed, y aquel que le había arrancado las perlas de
los ojos, dañando también las otras gemas, porque si extrajo las
unas, robó las otras, abandonándolo, además, a la sed, sin darle
agua. Al oír la historia de Bien, el curdo arrastró la cara por el
suelo como un monje cristiano, agradeciendo a Dios que un vien-
to tan cruel de muerte inmadura no hubiera dañado a aquel reto-
ño florecido. Cuando todos los demás oyeron también las aflic-
ciones que el turbio demonio había ocasionado al ángel, Bien se
hizo más famoso que su nombre y fue para ellos más querido que
su propia alma. Le mostraron todo el afecto debido y él nunca les
negó sus delicados servicios. La joven velada lo adoraba, le daba
agua y recibía fuego, y Bien, que acabó por enamorarse, perdía
por ella la vida que por ella había recuperado. Mientras servía con
las vacas, las ovejas y las camellas, no podía quitarse de la mente
a la queridísima gema. Díjose entonces: «Es imposible que esta
arrebatadora de corazones se una a un pobre como yo, porque
una joven hermosa y rica sólo podría conquistarse con tesoros y
riquezas, ¿cómo puedo yo, que como su pan como un mendigo,
atreverme a pensar en ese parentesco? ¡Más valdrá que supere esta
delicada situación, yéndome de aquí!» Pasó una semana, y una
tarde volvió del desierto con el corazón lleno de pena pensando
en la joven, como un mendigo sentado junto a un tesoro, como
un sediento frente al agua limpia, con una sed peor que la que
había experimentado la primera vez. Y aquella tarde, de la brecha
que llevaba en el corazón hizo germinar su tierra con el agua de
los ojos, diciendo al curdo: «¡Hombre generoso con los pobres,
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demasiado bien has tratado al extranjero! Te debo la luz de mis


ojos; vida y corazón me has dado. Puesto que me he alimentado
de las delicias de tu mesa y he comido dulces manjares en ella, la
llaga que te debo es más alta que mi frente13 y todos mis himnos
de alabanza no pueden agradecértelo como es debido! Si me exa-
minaras por dentro y por fuera, no olerías otro olor que el de tu
comida. Pero ya no puedo seguir siendo tu huésped, no puedo
seguir pasándome la sal por las vísceras, mi reconocimiento no
alcanza el límite de la cantidad de cosas que he comido en tu casa
y sólo pido a Dios que me ayude con Su gracia a saldar mi deuda.
Aunque me duele alejarme de ti, te ruego que me despidas de tu
servicio, porque ya hace mucho que falto de mi país, de mi tra-
bajo habitual y de mis actividades, y he decidido partir mañana
al alba; pero aunque me separe de ti exteriormente, mi alma
nunca se cansará del polvo de tu umbral. Me atrevo a esperar de
una fuente de luz como tú que, pese a la distancia, no alejes de
mí el corazón, sino que hagas volar hacia mí tu afecto y me decla-
res lícito lo que de ti he tomado!» Cuando acabó de hablar, sus
palabras habían prendido fuego a las tiendas del curdo, y los llan-
tos se elevaron por doquier, gritos y lamentos que crecían por
todas partes. Lloraba el curdo y lloraba aún más la hija. Los cere-
bros estaban enardecidos y los ojos húmedos. Después del llanto,
con la cabeza baja, se habría dicho que todos estuvieran hechos
de un agua súbitamente congelada. Luego, el pastor de luminosa
índole, levantó el rostro y, alejándose de sus domésticos, dijo a
Bien: «¡Oh joven inteligente, agudo, bueno, gentil y silencioso!
Supongamos que vas a tu país y recibes otra espina de algún otro
mal compañero. Aquí encontraste éxito, afectos y riquezas, pue-
des hacer lo que quieras, bueno o malo. Los buenos no ceden las
bridas a los malvados, no cambian amigos por enemigos. Yo no
poseo más que una querida hija y muchas otras cosas, y estaría
mal que no dijese bien de una hija tan amorosa y gentil. El almiz-
cle está escondido dentro de la glándula del almizcle, pero el per-
fume de ella se manifiesta a las claras en el mundo. Si nos quie-
res un poco a mí y a mi hija, te apreciaremos más que a la
vida: yo te concedo como esposa a esta joven y te doy
todo lo que poseo, ovejas y camellos, para que tengas
un gran capital, así viviré entre vosotros, rico y
amado, hasta que llegue el momento de mi par-
tida del mundo!» Bien, al ver el gran afecto

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del curdo, se arrodilló, como debía, ante él.


Después de hablar así, llenos de alegría, de
amor y de afecto se fueron a dormir. Cuando el
alba, como Aarón vigilante14, se ciñó el talle, el pája-
ro de la mañana cantó como campanillas de oro y, cir-
cundado de su fausta y augusta fortuna, el sultán de orien-
te se sentó en el trono, el curdo se levantó contento del lecho
y fue a prepararlo todo para las bodas y para entregar su hija a
Bien en un matrimonio legítimo, que es la semilla fructífera de
hijos. Entregó a Venus en manos de Mercurio15, y el que moría
de sed encontró el agua de la vida y la luz del sol brilló sobre el
retoño. La copera de los labios azucarados abrevó al sediento con
una bebida más dulce que el agua del Kawzar 16 y, si al principio
le había dado agua de la fuente, al final le dio el Agua de la Vida.
Vivieron juntos sin que nada necesario les faltara, recordando su
primer encuentro y gozando de lo que tenían, porque el curdo
entregó a sus preciosos hijos todas las cosas preciosas que pose-
ía, hasta el punto de que pertenencias, riquezas y rebaños pasa-
ron a ser propiedad de Bien. Una vez que partieron de aquel
prado de árboles y aguas hacia el desierto, Bien tomó del árbol
perfumado de sándalo donde había buscado su amada la medici-
na varias hojas grandes, y no de una sola rama, sino de las colum-
nas de las dos, una de las cuales constituía la perfecta curación de
la epilepsia, y otra que se llamaba «remedio para los ojos». Llenó
con ellas dos sacos y las colocó encima del camello. No dijo nada
a nadie, sino que escondió la medicina de todos los ojos; llegaron
así hasta la ciudad, donde se encontraba enferma de epilepsia la
hija del rey, circunstancia que hacía sufrir a todos, ya que ningún
remedio probado había sido capaz de sanarla. Acudieron médi-
cos de todas clases, llenos de sabiduría y de fama (≤ahr) a la ciu-
dad (≤ahr) para encontrar el remedio que alejara el ataque del
demonio contra aquella hada. El rey había prometido que el pri-
mero que consiguiera curar a la princesa la obtendría libremente
por esposa, convirtiéndose en su yerno, pero que quien habiendo
contemplado su belleza no pudiera sanarla moriría por la espada,
con la cabeza separada del cuerpo. El rey había matado ya varios
médicos, sin que la enferma se hubiera recuperado. Fueron mil
los doctores decapitados, tanto de aquel país como del extranje-
ro. El hecho llegó a oídos de todos en aquella región, pero el
deseo de riqueza los empujaba a poner en juego la vida y correr
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tras su muerte. Bien, que había oído todo de aquella gente y sabía
que contaba con el remedio, mandó que informaran al rey de que
él estaba en condiciones de apartar la espina de su camino. «Ale-
jaré tu aflicción», decía, «por la gracia de Dios, y me avendré a
tus condiciones, sin recompensa, si tú me lo permites, porque
este servidor tiene un carácter ajeno a la avidez y te ofrece la
medicina por amor a Dios, para que Él, en el momento de mi
éxito, me conceda los medios para alcanzar la meta». Recibido el
mensaje, el rey lo admitió al besamanos. Llegó Bien e hizo la
debida reverencia ante el soberano, que le preguntó: «Hombre
honrado, ¿cómo te llamas?» Respondió: «Me llamo Bien y mi
astro me ha sido propicio». El rey, al percibir en aquel hombre
un buen augurio, respondió: «¡Oh benéfico ordenador de reme-
dios, ojalá acabe esta obra con bien como manifiesta tu nombre!»
Luego lo confió a un guardián del harem, que lo condujo hasta
las habitaciones privadas de la princesa. Bien vio entonces un ros-
tro hermoso como el sol, un ciprés que el viento de la epilepsia
había reducido a sauce, una joven de bellos ojos de vaca desespe-
rada como un león, que no encontraba reposo de noche ni dor-
mía de día. Bien traía consigo una parte de las hojas del árbol
fausto, envueltas en un nudo. Las maceró y preparó con ellas una
bebida fresca y dulce que ablandaba a quien la bebía. Cuando se
la dio a la princesa, desapareció el polvo que le ofuscaba la mente
y quedó libre de su tumultuosa melancolía pues, nada más beber-
la, se adormeció. Al ver que aquella primavera florida se había
adormecido, Bien salió del palacio de color turquesa y se dirigió
a su casa. El rostro de hada permaneció dormido tres días, sin
decir nada al padre sobre sus condiciones, hasta que el tercero se
despertó y comió todas las cosas adecuadas a su estado. Cuando
el rey se enteró de la alegre noticia, sin siquiera calzarse, corrió al
palacio, donde encontró a su hija vuelta en sí y sentada en el
trono en medio del salón. Con el rostro en tierra, preguntó a la
joven: «¡Oh tú que no has encontrado ningún compañero, salvo
la razón que acabas de recuperar, ¿cómo está tu enfermedad y
tu tormento? ¡Aléjese de ti la tentación!» La hija, vergonzo-
sa de los honores que le hacía el rey, le dio las gracias de
acuerdo con las reglas, y él salió del palacio con
menor pena y mayor alegría. Luego, la joven orde-
nó a una de sus doncellas que llevara al rey glo-
rioso este mensaje: «He sabido que en los

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registros de la diligencia, los reyes deben


dar fe de sus pactos, de modo que si cuando
estaba en juego la espada cortadora de cabezas el
rey hizo honor a su pacto, deberá hacerlo ahora tam-
bién con una cabeza que es digna de la corona, para que
el pacto que se cumplió con la espada, no se rompa cuan-
do está en juego la corona. Cien cabezas fueron abatidas por
la espada cortante, dígase ahora a aquella única cabeza que se
yerga coronada. Aquel que ha encontrado la medicina y la llave
de este nudo intrincado no debe ser abandonado, porque sólo él
en todo el mundo puede ser mi compañero. Hagamos frente a
nuestra responsabilidad y no renunciemos al pacto». También el
rey tenía la firme intención de mantenerse fiel a lo prometido.
Buscaron a Bien para llevarlo ante la presencia real y lo encontra-
ron por el camino. Lo trataron como a una perla y lo condujeron
enseguida ante el monarca que dijo: «¡Oh noble entre los nobles
del mundo! ¿por qué escondes el rostro a la fortuna?» Le entregó
un vestido de honor, que él mismo había llevado y que valía más
que todo un reino, y otros muchos ornamentos, un cinturón de
oro y un fajín de perlas. Luego levantaron tiendas alrededor de la
ciudad y del palacio y los ciudadanos adornaron la ciudad de fes-
tejos. Vino la princesa, y desde el ángulo de las arcadas de la terra-
za contempló a su esposo, bello como la luna llena, ágil, derecho
como un ciprés, de hermoso rostro y cabellos negros y joven
pelusa perfumada. Así, con la satisfacción de la muchacha y la
aprobación del padre, Bien desposó a la joven para humillación
de Mal. El sultán abrió la puerta del arca del tesoro y rompió el
firme sello. Luego vivió en el placer con ella, leyendo líneas de
alegría y regocijo. Pero tenía el rey un ministro lleno de honores,
de buena ayuda para el pueblo, que también contaba con una hija,
bella y fascinante, con el rostro como la sangre de la corneja sobre
la nieve, a la que había golpeado la desgracia de la viruela despo-
jando a aquella luna de la vista. Con el permiso del rey, el minis-
tro solicitó a Bien que devolviera la luz a los ojos de su luna. La
medicina sanó a la muchacha y, por el mismo pacto que antes
había hecho el rey, también con ella se desposó. ¡Observa cuántas
perlas ensartó una sola! Bien, por la alegría de aquellas tres espo-
sas obtuvo la corona de Jusr≠ y el trono de Kœ≠s17. Una vez se
entretenía con la hija del ministro, obteniendo satisfacción a
todos sus deseos; otras se iluminaba con los ojos de la hija del rey,
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porque ésta era como el sol y aquélla como la luna; otras aún se
solazaba con la hija del curdo, jugando al nard 18 con tres adversa-
rias y siempre ganando la partida, hasta el punto de que la bene-
volencia de la Fortuna lo condujo hasta el reino y el trono. Le
confiaron el reino del país y allí se estableció como soberano. Un
día que, por casualidad, salió al jardín para divertirse con una fas-
cinadora de corazones, vio a Mal, aquel que había sido su com-
pañero de viaje, para quien el maligno secreto del corazón se
había convertido ahora en condena a muerte, que estaba tratan-
do un negocio con un judío. Cuando Bien lo reconoció, dijo:
«Cuando haya terminado, traedme al jardín a ese individuo».
Luego se dirigió al jardín, donde se sentó alegremente con la
joven, mientras el curdo se mantenía a la espera con la espada en
la mano. Cuando llegó Mal, con la frente alegre, sin ningún
temor de Bien, besó el suelo que tenía delante. Bien le preguntó:
«Dime cómo te llamas, ¡oh tú, cuya cabeza está a punto de llorar
por su suerte!» Respondió Mal: «Me llamo Muba≤≤ir Safar|19, y
en todo el mundo soy modelo de virtud». Dijo Bien: «¡Di tu ver-
dadero nombre y lava con sangre tu rostro!» Pero Mal insistió:
«No tengo otro nombre que el que he dicho, ya me trates por las
buenas o por las malas». Pero Bien dijo: «¡Oh miserable bellaco,
mereces que te maten impunemente! Eres el peor de los hombres,
también te llamas Mal y tu conducta es aún peor que tu nombre.
¿No eres aquel que con mil tormentos arrancó los ojos al sedien-
to que te pedía agua? Y, lo que es aún peor, aquel que le robó la
vista en el horno ardiente sin darle siquiera agua. ¿No robaste
tanto las gemas de sus ojos como las de su cinturón, abrasándo-
le con ello el corazón? Yo soy el sediento al que robaste, pero
ahora mi suerte vive y la tuya ha muerto. Querías matarme, pero
Dios no me ha matado. Feliz aquel que encuentra ayuda en Dios.
Y, como Dios me ayudó, la Fortuna me ha dado trono, corona y
reino. ¡Ay de tu alma! porque eres de naturaleza malvada; robas-
te una vida, pero ahora no podrás salvar la tuya». Mal, al ver el
rostro de Bien, lo reconoció y se arrojó al suelo, diciendo:
«¡Gracia! Aunque hice el mal, no mires el mal cometido,
sino el hecho de que el cielo de rápida carrera me ha
dado el nombre de Mal, mientras que a ti te llamó
Bien; si antes hice lo que indica exactamente el
nombre de alguien como yo, actúa tú en este
grave momento como indica el nombre del

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ser glorioso que eres tú». Bien, al reflexio-


nar en aquella coincidencia, le perdonó la vida,
y Mal, a salvo de la espada, se fue saltando de ale-
gría, pero el curdo cruel lo siguió, le dio con la espa-
da y le separó la cabeza del cuerpo, diciendo: «¡Aunque
Bien sea benévolo, tú eres Mal, y sólo mal mereces!» Luego
lo registró y encontró dos gemas en su cinturón, que llevó a
Bien, diciendo: «La gema vuelve a la gema». Bien le besó y le dio
las piedras, gratificando su nobleza con perlas, y se llevó la mano
a los ojos diciendo: «¡Gracias a ti tengo estas dos perlas empare-
jadas». Así pues, entregó las dos gemas a aquel que había devuel-
to la luz a las suyas. Bien tuvo éxito en todo lo que emprendía y
el pueblo se benefició de ello, y puesto que la Fortuna le conce-
dió el trono, convirtió el hierro en plata y el fieltro en seda, por-
que cuando la Fortuna guía al hombre, la espina se hace dátil y la
piedra se convierte en oro. Bien reafirmó la justicia y apoyó el
reino firmemente en sí mismo. Las hojas que había cogido de los
árboles trajeron la curación de las crueles enfermedades, y para
alejar todo mal, se dirigía de vez en cuando al árbol, desmontaba
del caballo, saludaba y bendecía la tierra. Por afecto al árbol per-
fumado de sándalo, sólo vestía de color de sándalo y sólo adqui-
ría sándalo. El sándalo confiere paz al espíritu, porque su olor
recuerda el olor del alma: si se macera cura la migraña, aleja la fie-
bre del corazón y el calor del hígado20. ¿Por qué asombrarse de
que tenga el color del polvo? ¡Por eso tiene la tierra color de sán-
dalo!

Cuando la hermosa china acabó de narrar con lengua titubeante


esta oportuna historia, el rey le hizo un lugar en su alma, y con
ello la escondió en lugar seguro del mal de ojo.

NOTAS
1
Cf. nota 2, pág. 113.
2
Sobre el Kawzar véase nota 2, pág. 96.
3
Alusión al cielo nocturno, donde comienzan a manifestarse las estrellas
(=perlas).
4
Los chinos de la representación islámica eran especialmente hábiles y refina-
dos, por eso los «modales chinos» indican refinamiento.
5
Del labio.
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6
El sam≠m es un viento cálido y pestilente, cuyo nombre árabe significa «enve-
nedado». Aquí se contrapone a la tramontana, viento que, en la poesía clási-
ca árabe y persa carece de las desagradables connotaciones que tiene en la
nuestra, ya que, por el contrario, es un viento agradable.
7
A Bien no le quedaba más que tragar saliva (en persa œb-i dandœn «agua de los
dientes») y comerse el hígado.
8
Evidentemente, los ojos.
9
La «arena» es Mal.
10
La alusión a las bolitas y la caja se refiere a lo que nosotros llamaríamos «juegos
de dados».
11
Se vendaba a las vacas que hacían girar la rueda del molino para que no se
les entropeara la vista.
12
Es Bien, que abre los ojos.
13
Bien quiere decir que ha sido tanta la generosidad del curdo que por
mucho que orara de rodillas nunca podría compensar a su benefactor. La
«llaga» es el gesto que aparece en la frente a causa de las múltiples incli-
naciones en la oración.
14
Aarón, tanto en el Corán como en la Biblia, es el hermano de Moisés y su
intermediario ante el pueblo en su ausencia. En la tradición persa, Aarón es
el «vigilante» (del pueblo de Dios). Para comprender la metáfora conviene
recordar que los «vigilantes» de los palacios reales llevaban en la cintura unas
campanillas o sonajas para evitar dormirse.
15
Venus y Mercurio son los planetas inmediatamente contiguos en relación
con su distancia respecto a la tierra.
16
Cf. nota 2, pág. 96.
17
Sobre Jusr≠ y Kœ≠s, véanse nota 4, pág. 29 y nota 8, pág. 36, respectiva-
mente.
18
Juego del chaquete o tablas reales; cf. nota 33, pág. 133.
19
Muba≤≤ir Safar| significa «Anunciador» o «Predicador itinerante». Se alude
quizás a ciertos vagabundos místicos bastante frecuentes en el mundo islá-
mico de entonces. Veáse nota 1, pág. 227.
20
El sándalo, que por su color –una variante del marrón– se asocia a la tierra,
también está vinculado a la China, donde se utilizaba mucho por su apre-
ciado aroma. No es casualidad que represente el color dominante en
la historia que narra la princesa china.

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Bahrœm reside el viernes


en el pabellón blanco,
donde escucha la historia de la princesa
del séptimo continente (Irán)
El viernes, cuando el sauce arqueado1 blanqueó de sol la casa, el
Rey, con blancos ornamentos, se dirigió majestuosamente al pabe-
llón blanco, mientras Venus, situada en la quinta constelación, ento-
naba el quíntuple himno2 real para saludarlo. Hasta que las van-
guardias de los negros comenzaron el asalto al Jotan, el rey dio
amplio espacio a la alegría, y cuando la noche iluminó con el coli-
rio negro nacido en el cielo los ojos de la luna y de las estrellas,
pidió a la apasionada acariciadora del alma, a la vigilante nocturna
nacida de la aurora, que hiciera resonar el órgano en los ecos de su
cúpula. Después de que la seductora de corazones cantara las ala-
banzas de la corona y del excelso trono e hiciera las invocaciones
que aumentan la fortuna y son dignas de reyes, dijo:

Puesto que el Rey, para alegrarse, me pide algo que convenga a mi


naturaleza delicada, contaré una historia que me contó mi madre,
que era mujer honesta, pues aunque suele decirse «la vieja es un
lobo», aquella era un ángel. Díjome mi madre: «En cierta ocasión,
me invitó una conocida de mi edad, cuya casa quiera Dios que
prospere. Había preparado una mesa espléndida, ¡qué digo!, más
que espléndida, fuera de todo límite, donde se veían corderos,
pollos, caldo del Iraq, hogazas, dulces, pasteles y varias clases de
halva3 sin nombre, algunos hechos de pistacho, otros, de almendra,
además de frutas delicadas y deliciosas, uvas de Ray y miel de
Isfahœn, por no hablar de las granadas, dulce alimento de los
ebrios, pues la casa entera se encontraba repleta de semillas de
granado. Cuando hubimos comido con mesura de aquellos ali-
mentos, comenzamos a servirnos vino y, unas a otras, nos abra-
zamos entre risas, las narradoras de fábulas. Cada una contó su
aventura, unas hablaban de célibes y otras de emparejados, hasta
que le tocó el turno a una muchacha de seno argénteo, miel en la
leche y leche en el azúcar; una fascinadora que, cuando hablaba,
adormecía a los pájaros y los peces con el sonido de sus dulces
palabras. Quitó el tapón de rubíes a la fuente de miel4 y comen-
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zó un canto de amor, diciendo así: “Hubo una vez un joven de


dulce charla, tan refinado que era como una plantación de cañas
de azúcar; era un Jesús en sabiduría y un José en belleza, docto en
la ciencia y competente en la práctica, aunque su virtud más des-
tacada era la castidad. Poseía un jardín hecho como el de Iram5,
alrededor del cual, como en torno a un santuario, giraban en cír-
culo otros jardines. La tierra de aquel lugar perfumaba de tal
modo que parecía amasada de ámbar, y sus frutas eran las del
paraíso. Todo estaba lleno de corazones, como el núcleo de la gra-
nada; todo era de rosas, sin el intermediario de la espina, porque
las espinas punzantes de aquel jardín servían para cegar los ojos
malignos de quien lo contemplara con envidia. Bajo los jóvenes
cipreses corrían ríos de agua con las riberas cubiertas de hierbeci-
llas. Los pájaros, que eran numerosos, elevaban sus cantos como
un órgano invisible suspendido en el aire; y los cipreses, aunque
hundían los pies en el fango, encantaban con su murmullo a todo
el que tuviera corazón. La línea de su compás había elevado cua-
tro esferas en cada uno de los cuatro muros6 y en aquellos pala-
cios que llegaban hasta la luna no penetraba el mal de ojo. En
definitiva, el corazón de los ricos se llenaba del deseo de aquel jar-
dín. El joven iba todas las semanas a contemplarlo para descan-
sar: acomodaba los cipreses, plantaba jazmines, trituraba almizcle,
desleía ámbar, renovaba la copa del narciso7 y daba a la verdura el
mensaje de las violetas. Paseaba durante algún tiempo por el jar-
dín y luego lo abandonaba. Un día que quiso entrar, en el
momento de la oración del mediodía, encontró la puerta cerrada
como una piedra y al jardinero dormido por la suavidad del laúd.
El jardín se hallaba trastornado por una voz dulcísima, pues todas
las cosas que ablandan el alma daban alma a aquella voz. Bailaban
los árboles, las frutas sentían que les robaba el corazón y las hojas
morían de placer. Cuando el dueño del jardín oyó aquella voz
amorosa se rasgó las vestiduras, puesto que no tenía una copa a
mano8. Carecía tanto de paciencia para esperar como de llave para
abrir. Llamó durante mucho tiempo, pero nadie le respondió:
el ciprés danzaba y la rosa dormía. Se puso a dar vueltas al
recinto, pero no encontró modo de entrar por parte algu-
na y, al no hallar audiencia a su puerta, rompió la base
de su muro. Entró a contemplar el espectáculo y, a
la manera de los sufíes 9, alzar el pie para el baile,
de forma que pudiera escuchar el canto con

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la excusa de su habitual visita, para saber


quién provocaba el desorden y qué les sucedía
al jardín y al jardinero. De las muchas rosas que
iluminaban aquel día el jardín, dos muchachas con el
seno de jazmín y las piernas de plata montaban guardia
a la puerta, para que ninguna mirada extraña penetrase
hasta sus formas de hurí, bellas como la luna. Pero al ver al
dueño entrar por un agujero practicado en el muro, las doncellas
lo consideraron indiscreto y, creyéndolo un ladrón, lo hirieron y
lo ataron. Él soportaba las humillaciones para que no le acusaran
de haber pecado10. Después de atormentarlo con golpes y hara-
ñazos, le regañaron con dureza: “¡Oh tú, de cuya llaga11 está el jar-
dín descontento, lástima que no se halle aquí el guardián, porque
cuando el ladrón entra en jardín ajeno, lo menos que puede hacer
el guardián es golpearlo, por eso te hemos atizado un poco, atán-
dote manos y pies para que te abstengas de ir más allá de este cír-
culo traspasando otros muros”. El hombre respondió: “El jardín
es mío y estas llagas caen sobre mí de mi llaga. ¿Por qué habría de
entrar por un agujero como hace el zorro, teniendo una puerta
amplia como la boca de un león? Poco durarán las posesiones al
que penetra en ellas de tal modo”. Cuando las doncellas vieron su
aspecto y le pidieron que describiera el jardín, descubrieron que
decía la verdad, y en ese momento la gentileza sustituyó a la jus-
ticia. Al reconocerlo como dueño, ambas sintieron por él un vivo
afecto, porque era joven, bello e ingenioso, y cuando las mujeres
ven esas cosas, estamos perdidos. Consideraron justo hacer las
paces con él, porque les pareció de gentil naturaleza. Le libraron
pies y manos de las ataduras y se los besaron, pidiendo mil per-
dones y poniéndose a su servicio. Luego, con la excusa de trans-
formar al adversario en amigo y de tapar la brecha del muro, tra-
jeron zarzas y cerraron el agujero para impedir el asalto nocturno
de los bandidos. Hecho esto, se sentaron amablemente ante el
dueño y le narraron largas historias, diciendo: “En este jardín her-
moso como una primavera florida (¡que ojalá disfrute su dueño!),
se celebra hoy una reunión de todas las fascinadoras de corazones
bellas y amorosas, de rostro de luna. Todas las hermosas de la ciu-
dad, cuya belleza capta el ojo, se citan en este jardín, cera sin
humo, imágenes con llagas. Ahora, para resarcirte de nuestros
actos, pues hemos ensuciado de polvo el agua que bebemos, ven
con nosotras y disfruta con la que quieras. Escóndete en un rin-
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cón y observa alegremente esa lluvia de rosas, que nosotras te tra-


eremos aquí al ídolo que te plazca, cualquiera en el que deposites
el corazón y el afecto, para que ponga la cabeza sobre tu umbral”.
Cuando el dueño oyó aquellas palabras, se despertó en él el deseo
adormecido, pues aunque su naturaleza fuera casta, no era del
todo ajena a la pasión. Su virilidad engañó a su humanidad: era
hombre y no pudo resistirse a las palabras de las mujeres. Fuese
con aquellas jóvenes del seno de jacinto y piernas de plata, lleno
de esperanza, hasta que el camino le condujo a un lugar que le
agradó. Ante aquella perla del palacio del paraíso12, había una
estancia fabricada de ladrillos, en la que entró y cerró la puerta,
mientras sus guías se alejaban de él. Vio en el centro de la estan-
cia un agujero, por el que penetraba un rayo de luz, y a través de
él una estrecha fuente de amplia agua, y muchachas de piernas de
plata y senos de granada, que lanzaban rosas a todas partes. Todas
ellas eran luz para la lámpara de los ojos, más dulces que la fruta
madura, y todas esparcían azúcar a su modo, fascinadoras, sobre
el banquete nupcial del novio. Había en el jardín un prado, junto
a un grupo de cipreses, donde se encontraba una piscina de már-
mol, sierva de la paradisíaca piscina del Kawzar13, con un agua más
limpia que las lágrimas, en la que nadaban libres los peces y en
cuyo entorno crecían lirios, jazmines y narcisos. Llegaron los ído-
los velados y vieron la piscina, y dentro de ella lunas14 y peces.
Como el calor las molestaba, el agua les pareció un sol reluciente.
Con ademanes coquetos se dirigieron a la piscina deshaciendo los
nudos de sus vestidos; se quitaron las camisas y, desnudas, entra-
ron en el agua como las perlas. Batían el agua con la plata del cue-
llo, escondiendo la plata en el seno negro del agua: peces y lunas
nadaban y el mundo entero se alteraba, desde la Luna hasta Pis-
cis15. Cuando la luna derrama sus dracmas de plata en el agua,
huyen todos los peces, pero estas lunas eran tan fascinantes que
consiguieron erguir el pez al dueño del jardín. Unas entretejían
corros dentro del agua, poniendo en ridículo al jazmín16; otras se
estrechaban pecho con pecho, estableciendo competiciones
entre las naranjas y las granadas; una espantaba a la otra
jugando a las serpientes y gritando: ¡la serpiente!, mien-
tras se deshacía la trenza. Todas eran un B|sot≠n exci-
tador de columnas17, capaces de matar a Farhœd
con el hacha afilada, y el torrente de leche del
Castillo de ≥|r|n desaguaba en aquella dulce

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piscina. El espectáculo comenzaba a agotar


la paciencia del dueño mas, ¿qué podía hacer?
No disponía de ayuda o de fuerza. Era como el
sediento que no puede alcanzar el agua, o como el
epiléptico que ve salir la luna nueva y unas veces da sal-
tos y otras se deja abatir. Contemplaba a todas las bellezas
esbeltas como cipreses, pero no era esbeltez lo que veía, sino
el día del Juicio, mientras sentía el lamento de su sangre, que de
una vena a otra comenzaba a hervir por todos los miembros.
Estaba firme como un ladrón al acecho y lo que tú sabes estaba
como imaginas. Habría querido tener el valor de saltar en medio
de ellas, para introducir su pájaro por la abertura, su serpiente por
el agujero, pero la serpiente no tuvo tanto valor. ¿Por qué? Porque
el agujero era demasiado estrecho. Cuando las hermosas de lím-
pido rostro acabaron de lavar el rostro a la rosa, crecieron como
jazmines en las sedas, se vistieron con los colores celestes, lamen-
tándose de la luna del cielo18. Había entre ellas una muñeca tañe-
dora de arpa, ante cuyo cutis sonrosado todas parecían negras. La
media luna de su mentón era un sol; dátil nunca mordido por
nadie era su labio; sus miradas lanzaban flechas más punzantes
que las del arco y su risa era más dulce que el azúcar. A la vista de
su fecundo ciprés, la granada había caído avergonzada en el agua,
y dulce agua había colmado sus granadas19. Había robado con
engaños mil corazones, porque los que la veían morían ante ella.
Cuando ponía la mano en las cuerdas del arpa, se despertaba el
amor y se embriagaba la mente. El dueño se vio tentado a lo lejos
por la misma seducción que tienta a los hindúes con el fuego20 y,
aunque todas tenían la belleza de la luna, ella era la reina entre
todas. Al cabo de un tiempo, aquellas dos doncellas de los ojos
de gacela, que llevaban fuego de rayo en la lana21 y eran las caza-
dores de gacelas de aquel Jotan22, las que mostraban las cervatillas
a las panteras de caza23, llegaron hasta él llenas de dulzura, aun-
que como soberbias reinas bajo el velo y, al verle en su escondite,
le preguntaron en secreto: “¿Sobre qué hurí, entre todas esas
muñecas paradisíacas, se ha posado tu preferencia?” El dueño des-
cribió su imagen preferida a las dos pintoras y éstas, nada más
acabar, se levantaron de tal modo que se habría dicho que eran
gacelas, o mejor, leones embriagados, y le trajeron a la hija de las
hadas con astucias y estratagemas, acompañada por la melodía del
arpa, de modo que nadie sospechase nada y, si lo sospechaba, no
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se salvara de las dos policías. Cuando introdujeron a la maravilla


en la estancia, en un cerrar de ojos volvieron a cerrar la puerta,
mientras que el dueño ignoraba que el asunto se resolvía tan a su
favor, porque la amiga era dócil y la cuestión fácil. Las dos fasci-
nadoras habían contado al ídolo arpista que se había prestado a
darle placer, la historia del dueño blando con las doncellas, y la
graciosa imagen de hada se enamoró de él antes de verlo. Pero, al
conocerlo, comprobó que era más hermoso de lo que le habían
dicho, pues su hierro era plata, y su plata, oro. El dueño, impa-
ciente de amor, comenzó este diálogo picante con la joven esbel-
ta como el ciprés. Dijo él: “¿Tu nombre?” Respondió ella: “¡Luz!”
Dijo: “El mal de ojo te esté...” Respondió: “Distante.” Dijo: “¿En
qué tono tocas?” Respondió: “¡Acorde!” Dijo: “¿Y tu estilo?”
Respondió: “¡Caricias!” Dijo: “¿Me das un beso?” Respondió:
“¡Sesenta!” Dijo: “¿Es éste el momento?” Respondió: “Sí, lo es.”
Dijo: “¿Te me entregas?” Respondió: “Ahora mismo.” Dijo:
“¡Ojalá te dé placer!” Respondió: “Ya me place.” El dueño, hir-
viendo de pasión hasta los huesos, abandonó el pudor y la gracia,
agarró por las trenzas a la hermosa y la estrechó contra su pecho,
y besos y mordiscos dio al azúcar24, de uno a diez, de diez a cien-
to. Los cálidos besos excitaron el corazón y el calor acució la
pasión. Quiso él gustar la miel de la fuente y quitar el sello al
Agua de la Vida. Cuando el negro león hubo alcanzado al onagro,
lo atrajo a la fuerza bajo sus garras. Pero era aquel un lugar muy
frágil, que, bajo el fuerte choque, se derrumbó ladrillo a ladrillo.
Era una estancia vieja y se deshizo, porque las cosas de los bue-
nos nunca acaban mal25. Tanto él como ella se salvaron por un
pelo, uno se fue para un lado, otra saltó hacia el otro, y para que
nadie los viese allí, ambos se alejaron de la construcción. El dueño
se refugió en un rincón a lamentarse y la joven doncella se fue a
sentar entre las otras con las cejas arrugadas como los afligidos.
Imaginando los dolores pasados, se situó junto al arpa y, al arran-
car las notas al instrumento, hizo enloquecer con sus lamentos a
los amantes. Decía: “¡Sea la melodía llorosa de mi arpa un salu-
do para los enfermos de amor! ¿Cuál es aquel amante que
está herido y enfermo, aunque sano? ¿Hasta cuándo man-
tendré en secreto el amor? ¡Estoy enamorada, enamo-
rada!, digo a gritos. La embriaguez y el amor me
han perdido, porque el enamorado ebrio no
tiene paciencia y, aunque caiga la abyección

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sobre el alma del amante, el arrepentimien-


to en amor es pecado. El amor nada tiene que
ver con el arrepentimiento. Ya que es imposible es
que estén juntos, mejor es que el amante se entregue
por completo: ¿qué temor tienen los amantes a las espa-
das y las flechas?” Cuando la arpista turca acabó de espar-
cir las perlas del rubí, cantando de ese modo su estado, las dos
perlas26 que habían tensado el hilo, encantadas por el placer de la
música, comprendieron que a aquellas dos lámparas había llega-
do algún viento frío del jardín. Buscaron al perdido José y, afe-
rrándose a sus vestidos como Zulayja 27, le preguntaron cómo habí-
an ido las cosas, a lo que él replicó con un cuento que arrancaba
lágrimas de los ojos. Ellas se turbaron por lo ocurrido y trataron
de remediarlo, diciendo: “Esta noche permaneceremos aquí. No
te abandonaremos para ocuparnos de otros. No dejaremos que
nadie vuelva a casa para ocuparse de sus asuntos, de modo que
puedas abrazar estrechamente a esa luna que te enamora. El día
reluciente es un hipócrita honrado, la noche negra es mejor con-
fidente para los secretos”. Dicho esto, volvieron a contar fábulas
con los otros ídolos. Cuando la noche hubo escondido las sába-
nas de Bartœs 28 bajo la piel de marta negra como la tinta, desapa-
reció la espada única del sol y la coraza nocturna se revestió de
mil puntos de luz, volvieron fielmente las hermosas para entre-
garle el ídolo: así llegó el ciprés sediento al arroyo y el sol se unió
al claro de luna. ¿Quién se habría resistido en un lugar tan solita-
rio y con una tal amiga? El ansia de satisfacer su placer hizo her-
vir la sangre del joven en las venas de todos sus miembros y, ¡Dios
me ayude! yo te diré lo que no debe decirse a nadie. Mientras esta-
ba por ensartar la perla con el rubí y acoplar el anillo con el arco,
un gato salvaje situado en una rama vio un pájaro que estaba cerca
de un agujero, saltó sobre él y cayó al suelo, yendo a dar precisa-
mente sobre los dos amantes abrazados. Brincaron ambos, espan-
tados, con el corazón palpitante y alas en los pies, y se alejaron
sin haber satisfecho su deseo, de modo que el guiso volvió a que-
dar crudo. La muchacha de los labios azucarados regresó con las
demás; a media noche, tomó el arpa y, pulsando las cuerdas con
el plectro, dijo: “Llegó el argavœn 29 y floreció la primavera. Tensó
el ciprés hasta lo alto su esbelta figura, y la rosa, sonriente, abrió
la caja de las confituras. Vino el ruiseñor a posarse en la rama y se
extendió el mercado de los placeres. Perfumó el jardinero las
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copas del jardín, y un rey, que entró a contemplarlo, vio una copa
de vino y la tomó en la mano, pero cayó una piedra y partió la
copa. ¡Oh tú, que saqueaste todo lo que tengo, sólo teniéndote a
ti seré feliz! Aunque me avergüenzo de lo que hago cuando estoy
contigo, la idea de estar sin ti no cabe en mi corazón”. Las confi-
dentes de sus melodías comprendieron el secreto y volvieron, tris-
tes, en busca del dueño. Éste, como los esclavos que roban el acei-
te, había alquilado una estancia en el camino30, es decir, se había
introducido a gatas en una estrecha fosa, bajo un boj, un ciprés,
un sauce y un chopo. Estupefacto con sus amargos fracasos, le
despuntaban flores de malva del lirio31. Aquellas se informaron de
lo que escondía y él lo contó punto por punto a sus confidentes.
Pero las mediadoras escondidas se habían impuesto como deber
sagrado que los amantes alcanzasen su meta. Volvieron sobre sus
pasos, abrieron el camino y enviaron el agua de rosas a la rosa.
Llegó entonces la cantante socorredora, con nuevo amor para el
amante. El dueño del jardín la tomó por la mano y la condujo a
un lugar que le pareció adecuado, donde las ramas de los árboles,
amontonando zarcillos, habían construido en lo alto un trono
sobre otro. Él corrió bajo aquel trono real y preparó un diván
muy cómodo, luego atrajo a la muchacha y la estrechó contra su
pecho como su propio corazón, se abrazó a ella lleno de júbilo y
el ciprés se unió en triple signo zodiacal a la rosa32. La luna des-
cendió hasta el seno del joven y las manos actuaron porque los
pies estaban cansados. El dado del joven estaba ya en la caja y
sobre el tapete se encontraban las apuestas, pero cuando estaba a
punto de conquistar el castillo y apagar el fuego con agua, una
rata de campo, viendo unas calabazas que colgaban de los altos
zarcillos, voló hacia allí como vuelan los pájaros hacia las cuerdas
y royó el rabo de las calabazas, que cayeron a tierra como tambo-
res cuyo estruendo se propagó millas y millas. Eran, cierto, tam-
bores, pero de los que anuncian la partida. El dueño del jardín
pensó que venía a combatirlo el prefecto de policía con su tam-
bor y el ejecutor de la justicia con las piedras para lapidarlo, y
huyó perdiendo los zapatos, mientras el ídolo, lleno de
temores, buscaba refugio entre las compañeras conoce-
doras del secreto. Al poco tiempo, arrancando todos
los velos del misterio, cantó con el arpa de este
modo: “Contaron una vez los amantes que un
enamorado fue a buscar a su enamorada,

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porque quería recoger el fruto de la unión


con ella. Lleno de deseo, intentó abrazarla apa-
sionadamente (bien está la rosa roja junto al
ciprés) para, pasando por el pecho y la barbilla de
ella, coger las manzanas y las granadas de su jardín, alar-
gar la mano hasta el cofre de la perla y abrir la tapa del arca
del tesoro, mezclar el azúcar con la conserva de rosas y derra-
mar la sangre de la amapola sobre la azufaifa33, cuando, de repen-
te, un gran tumulto desbarató el deseo: dejó a la mariposa palpi-
tando de dolor por la luz y al sediento alejado del Agua de la
Vida. ¡Oh tú, cuyos golpes han fracasado, da al menos un golpe
directo! Si me ofreces las notas erradas, no pasaré contigo más allá
del canto recto34. Cuando hubo acabado de cantar ese canto, bien
lo comprendieron las que participaban del secreto, y corrieron a
excusarse ante el dueño, al que encontraron tirado por el suelo,
lleno de vergüenza, asustado y tendido en el polvo. Con caricias
y consuelos le arrancaron de la abyección y le preguntaron cómo
habían ido las cosas. Él les narró lo que habría introducido un
aliento frío en el mismo infierno. Pero las consoladoras le aleja-
ron de los malos pensamientos con sus remedios, deshicieron los
nudos del corazón angustiado y consolaron con promesas al que
había perdido el corazón, diciendo: “Tendrás que ser más pru-
dente en este trance. ¿No eres amante?, pues continúa siéndolo, y
cuando vuelvas a actuar, busca un nido al que no pueda volar la
desgracia. Nosotras, por nuestra parte, vigilaremos de lejos para
custodiar el camino como guardianas”. Luego, las hábiles guías
fueron hacia el ciprés del rostro de rosa, y ella volvió a él, lo
encontró, lo consoló con caricias y arrancó aquel peso del cora-
zón del dueño, el cual, nada más verla, abandonó toda resistencia,
la tomó de las trenzas como los hebreos y buscó un lugar aparta-
do en el jardín. Había en un rincón alejado un masa de jazmines
cual bóveda de luz que recubría como un estandarte el muro, bos-
quecillo por arriba y caverna por abajo. Era el mejor refugio que
encontró el dueño, y en él quiso disponer un lugar adecuado.
Arrancó muchos jazmines y formó un cómodo lecho donde
extendió suavemente a la muchacha para descorrerle el velo del
seno. Libre de pudor, deshizo aún otro nudo que no puede con-
tarse y estrechó contra su pecho aquel ramo de rosas como el
hueso de la almendra en el azúcar35. Aún no había entrado el asta
en el frasquito del colirio, cuando la joroba del cielo comenzó un
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nuevo juego, pues al fondo de la gruta había dos zorras que se


acababan de asociar para ir de caza, pero un lobo las siguió con
la intención de alejar a la una de la otra, y las zorras, huyendo de
la ilícita hambre del lobo, que era para ellas una desgracia grande
y espantosa, corrieron con el lobo en los talones, atravesando a su
paso el lecho del dueño. De ese modo, las zorras delante y el lobo
detrás, pasaron por encima de la pareja que había ideado aquel
remedio para unirse. La tienda se precipitó sobre el joven, que lo
creyó un ejército y salió de estampida. Sin comprender lo estaba
ocurriendo, corría de acá para allá, sucio de polvo, con el corazón
lleno de temor y el hígado lleno de sangre, pensando cómo salir
del jardín. Así estaba cuando aparecieron ante él las dos mucha-
chas que le había ofrecido las manzanas y las granadas, y que
ahora aferraban por los vestidos a la enamorada, como una perla
entre dos ballenas36, gritándole: “Pero, ¿a qué se debe todo este
barullo? ¿Qué diabólica virtud hay en tu carácter? ¿Hasta cuándo
turbarás al joven? Has matado en él el amor con el odio. Nadie
jugaría así en la intimidad, ni siquiera con un extraño. ¿Cuántas
veces le has abandonado esta noche? ¿Cuántas magias y talisma-
nes le has hecho?” Ella intentaba excusarse con juramentos, pero
las otras no querían escuchar la verdadera historia de su boca.
Cuando el dueño llegó hasta el pabellón, vio un cirio entre las dos
hojas de una tijera37, que se avergonzaba de los reproches y de
soportar la herida de una y el golpe de otra, y dijo: “¡Tened pie-
dad! Quitadle las manos de encima, no atormentéis más a la
amiga atormentada. Su carácter está limpio de pecado, pues el
pecado procede de éste mi polvo. Los inteligentes y los hábiles del
mundo son todos siervos de los puros. La gracia eterna de Dios
había preservado mi conducta del pecado, y puesto que la Fortu-
na me había concedido la castidad, me encontraba a salvo de estos
actos malvados. El que no permite entrar a los demonios en sus
deseos es bueno y los buenos no hacen mal, pero el que entrega
su corazón a los actos ilícitos se transforma –¡lejos de mí!– en un
bastardo. Con una joven como esta, de rostro de hada, nadie
podría unirse en amores ilícitos, en especial quien es joven
también y viril amante, Pero nadie puede gozar de este
árbol de fruta sin que penetre en él el mal de ojo. Por
eso nos han contemplado aquí los ojos de cien
especies de bestias y de fieras para lanzar el mal
sobre nosotros. Ahora me arrepiento, inter-

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na y públicamente, y acepto de Dios, señor


del mundo, que si me concede vida y esta
depredadora acepta ser depredada, haré de ella mi
legítima esposa y la serviré aún mejor que antes.” Al
ver su comportamiento, las dos doncellas sintieron
temor de Dios, pusieron la cabeza en tierra ante él, cantan-
do alabazas de una fe tan pura, capaz de sembrar la semilla del
bien y de preservarse de la índole malvada. ¡Oh cuántos tormen-
tos lo parecen, aunque son, en realidad, paces! ¡Cuántos dolores
asaltan al hombre que, sin embargo, contienen un fármaco de
vida! Así pues, se fueron graciosamente todas las muñecas, pas-
madas de la actuación del titiritero celestial38, y cuanto asomó por
el monte la fuente de luz alejando el mal de ojo del horizonte del
mundo, y el alba, como la araña del astrolabio, tejió sobre las
columnas de la tierra su blanca tela, el dueño elevó insignias rea-
les, a salvo ya de aquellos lazos y de aquellas esclavitudes, aunque
su mente hervía aún como una olla a causa del fogoso juego de
amor de la noche pasada. Llegó a la ciudad donde, fiel a su pro-
mesa, pidió como esposa al objeto de su deseo, y depositó a la
luna de la noche anterior en la litera, desposándola con la dote
legítima, según el rito. Ensartó con el coral la perla no ensartada
y, cuando se despertó el pájaro del alba, se durmió el pez. Si bien
te fijas, desde la altísima Luna hasta el ínfimo Piscis39, verás que
todos tienen en común ese deseo de amor. Contempla, pues, su
suerte. Encontró agua limpia y bebió de forma lícita, porque
había hallado una fuente pura como el Sol y el jazmín y blanca
como la plata. En la blancura40 consiste la luz del día y con esa
blancura ilumina la luna el mundo. Todos los colores se pertur-
ban con la mezcla, salvo el blanco, que es inmaculado, y la reli-
gión nos manda que vistamos de blanco al dirigirnos a la plega-
ria”».

Cuando aquel seno de jazmín terminó de hablar, el Rey la aco-


gió en sus brazos.

Muchas noches como aquélla pasó el rey, de delicia en delicia,


trasladando su morada de una cúpula a otra, porque el cielo
constructor de cúpulas le había abierto de par en par las puertas
de las siete esferas del firmamento.
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NOTAS
1
El «sauce arqueado» es la bóveda celeste, tanto por la asociación formal de la
bóveda con las ramas dobladas como por el color verde/azul.
2
De nuevo la quíntuple fanfarria o nawba. Véase nota 3, pág. 31. El número
cinco alude aquí a que Venus se encontraba en la quinta constelación zodia-
cal, esto es, Leo, constelación real, adecuada al Rey. Las vanguardias de los
negros que asaltaron el Jotan (esta región simboliza el día y la blancura) es
una de las infinitas metáforas de NiΩœm| para expresar la caída de la noche.
3
«Caldo del Irœq» es una especialidad de aquel país. Sobre la ™alvœ véase nota
14, pág. 181.
4
Otra metáfora de «hablar».
5
Sobre Iram véase nota 2, pág. 61.
6
Cuatro pabellones abovedados daban a los cuatro lados del jardín.
7
El narciso, como ya se ha dicho (cf. nota 3, pág. 96), se repite en este sistema
de imágenes por su semejanza con el ojo, especialmente cuando éste está
entrecerrado por la embriaguez. La metáfora juega aquí con la vinculación
narciso-embriaguez, por eso se imagina que el joven, para cuidar del narciso
llena su copa (de vino).
8
Juego de palabras, imposible de traducir, entre los dos términos persas ¥œm
(copa) y ¥œma (vestido).
9
Los sufíes son los místicos del Islam, organizados en distintas cofradías (†ar|qa),
que a veces alcanzan el éxtasis acompañándose de música y danza.
10
El joven dueño del jardín, que era un hombre extremadamente casto, prefie-
re pasar por ladrón que manifestarse atrapado por el deseo.
11
Las doncellas, que toman al joven por un ladrón, le llaman «llaga del jardín».
En este contexto hay que entender las palabras de respuesta del joven, cuando
les dice: «Yo soy el dueño del jardín, y estas llagas (que vosotras me habéis pro-
curando al golpearme) proceden de haberme manifiestado como un ladrón».
12
De nuevo se recurre a la duplicidad del significado de ¥awhar «perla, gema»
y al mismo tiempo «esencia»; por eso la expresión no equivale en español a
«la perla del palacio», sino propiamente a «la quintaesencia de los palacios
del paraíso».
13
Sobre el Kawzar, cf. nota 2, pág. 96.
14
Más adelante, «peces y lunas» indicarán los peces y las muchachas que
nadan juntos en la piscina. Aquí «lunas» no puede referirse a ellas,
de modo que la imagen no se utiliza con la habitual referencia
al esplendor y, por tanto, a la belleza, sino sólo a la forma
redonda, para designar a las ninfas. El fundamento es el
juego de palabras –que sirve también para lo que viene
después– entre mah (luna) y mah| (pez).

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198

15
La expresión «de la Luna a Piscis» indica todo el
mundo sublunar, desde el Cielo de la Luna que lo
limita en lo alto hasta el mítico Piscis que sostiene la Tie-
rra, según la cosmografía tradicional. En el siguiente párra-
fo se emplea el término «peces» con un significado sexual que
no tiene «Piscis» en el persa hablado, aunque probablemente se
trata de una metáfora ocasional.
16
Los corros que formaban las muchachas al bailar eran tan bellos y com-
plicados que el jazmín, con sus mil entretejimientos, causaba risa a su lado.
Encontramos en la metáfora, como suele ocurrir con NiΩœm|, un elemento de
color: el blanco del jazmín, comparado implícitamente con el cutis candoro-
so de las danzarinas.
17
Aquí B|sot≠n (véase nota 1, pág. 113) parece la metáfora lasciva de una her-
mosa joven que «sin columnas» (b|sot≠n) hace que se levanten las columnas.
Sobre Farhœd y ≥|r|n véase nota 9, pág. 111. El «torrente de leche» se asocia
con el hacha de Farhœd quien, para complacer a su amada ≥|r|n, a la que gus-
taba mucho la leche fresca, excavó un pasadizo en la dura piedra del B|sot≠n
para conseguir que llegara hasta ella un torrente de leche.
18
Las jóvenes se lavan las mejillas (la rosa) y envuelven en seda sus cándidos
cuerpos (jazmines), vistiéndose con vestidos celestes. La frase «lamentándo-
se de la luna del cielo» significa que ellas, con su belleza, «criticaban» la de
la luna del cielo.
19
Continúa la cadena de hipérboles en la descripción de la belleza de la joven.
A la vista de su cuerpo sutil y armonioso (ciprés), y de sus senos (granadas)
turgentes como si estuvieran llenos de agua, la granada se avergonzó tanto
que cayó al agua.
20
Cf. nota 3, pág. 104.
21
Las doncellas, en su papel de mediadoras, encendieron en el príncipe el fuego
de la pasión, igual que el rayo quema cuando cae sobre la lana.
22
Cf. nota 2, pág. 207.
23
Las dos doncellas mediadoras mostraban al rey (pantera de caza) las hermo-
sas esclavas (cervatillas).
24
El azúcar, la miel, los dátiles y las confituras se encuentran entre las metáfo-
ras que utiliza a menudo NiΩœm| para indicar la boca femenina (junto a la
otra «serie» de imágenes asociadas no a la dulzura, sino al color de la boca:
rubí, ágata, perlas, etc.)
25
Dios, quiere decir NiΩœm|, protegió a los dos amantes evitando que come-
tieran un pecado.
26
Cuando de los labios (rubíes) de la arpista turca salieron aquellas palabras
(perlas) para cantar su infelicidad, las dos doncellas (dos perlas) compren-
dieron que les había ocurrido algo a los dos amantes (dos lámparas).
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27
Zulayja es el nombre que da la tradición musulmana a la mujer de Putifar,
asociada a la leyenda de José el Hebreo, véase nota 6, pág. 36.
28
Bartœs es el nombre de un país del Turquestán que producía preciosas pieles
blancas. Simboliza el día («las sábanas o las pieles de Bartœs») contrapuesto
a la negrura de la noche. Los «puntos de luz», más abajo, son las estrellas.
29
Sobre argavœn, cf. nota 4, pág. 96.
30
La referencia a los esclavos que «alquilan una estancia en el camino» no
está clara, aunque se comprende el sentido: el dueño se escondió en su
propia villa como un esclavo que roba el aceite y que busca un escondite
para sus tráficos ilícitos.
31
Destrozado por el resultado de las cosas con la mujer que deseaba ardiente-
mente, su aspecto había perdido el esplendor del lirio y se mostraba apaga-
do e insignificante como una flor de malva.
32
Para describir la fausta unión, NiΩœm| utiliza una metáfora astrológica rela-
tiva a una posición entre los dos planetas que los astrólogos consideran espe-
cialmente favorable, llamada «trígono», que tiene lugar cuando se encuentran
a una distancia de 120 grados en el zodíaco.
33
Aunque se trata con toda claridad de una alusión al acto sexual, no son cla-
ras las asociaciones de la metáfora.
34
La muchacha, desilusionada, promete que no volverá a abandonar el com-
portamiento casto.
35
El príncipe abrazó a la hermosa, que parecía un ramo de rosas, sumergién-
dose en su dulzura como un hueso de almendra introducido en el azúcar.
36
La asociación perla-ballena se basa en la pertenencia de ambas al mundo
marino y en la contraposición de lo positivo de la perla y lo negativo de la
ballena, que se consideraba un ser monstruoso y temible.
37
El cirio, como ya se ha dicho, aparece vinculado con frecuencia a imáge-
nes de sufrimiento, tanto porque llora (lágrimas de cera) al consumirse,
como porque se le decapita al cortar con las tijeras el pabilo. Las dos
hojas de las tijeras son, obviamente, las dos doncellas que la hieren con
ofensas y reproches.
38
El titiritero se refiere a menudo al cielo, en el sentido astrológico, no
como sinónimo de Dios. Los lamentos contra la arbitrariedad del Tiem-
po y el Destino –según la concepción irania– aparecen con frecuencia en
la poesía irania y no se consideran impíos, porque el Hado se tiene
por un concepto radicalmente distinto a la Predestinación volun-
taria y personal de Dios.
39
Sobre la Luna y Piscis véase nota 15, pág. 208.
40
El color blanco, considerado como el negro un color
elemental por la física tradicional, a diferencia del

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200

resto de los colores que se producen por mezcla,


representa en el Islam, como en otras muchas cultu-
ras, el símbolo de la pureza (por ejemplo, el vestido
sagrado de los peregrinos es blanco) y, en general, es color
de buen augurio. No obstante, muchos de los valores que
expresa en la cultura cristiana se asocian en el ámbito islámico al
verde (cf. nota 1, pág. 152).

Descripción de la primavera
Cuando, por la trina posición de Júpiter y Saturno, el rey de los
astros pasó de Piscis a Aries, la vegetación, semejante a Ji∂r, recu-
peró el frescor y encontró la fuente del Agua de la Vida1. Del
íntimo seno de cada arroyo surgió un río Nilo, y todos y cada
uno de los arroyos fluyeron con agua fresca del paraíso, como
Salsab|l 2. La tierra, vestida de blanco, trajo el almizcle, y el vien-
tecillo gentil se lo compró. El mundo se animó con la dulce tem-
peratura del aire primaveral, pues la brisa de la primavera, con
nuevo mercado, se dio en prenda a la albahaca3. La vegetación
asomó la cabeza desde el corazón de la tierra; quedó limpio de
óxido el espejo del sol; despuntó el rocío del seno del eter; la
tibieza lavó el cuerpo del hielo invernal; y la nieve cándida como
el alcanfor regaló, desde las gargantas de los montes, la majestad
de sus aguas a los ríos. La verdura lustró las gemas de la vista y
confirió verde frescura a la creación. El tierno narciso de ojo lán-
guido arrebató el sueño a todos los que tenían ojos. La brisa
matinal, con efluvios de almizcle, derramó el perfume sobre la
oscura violeta, y el ciprés, arrojando su sombra sobre la hierba
bœdbœna 4, peinó las rizadas copas del bosque. El lánguido ojo del
nenúfar, por el tormento del sueño, se sumergía en la fortaleza
del agua, como buscando refugio, y nuevos ramos floridos for-
maban gemas tan grandes como las hojas del tulipán. El lirio,
para coronar al narciso embriagado, depositaba en la palma de la
mano un lingote de oro. Desde las ramas tiernas, los melones de
la China, perfumados por la primavera, esparcían estrellas, aun-
que aún no había llegado el día del Juicio5. La alholva tenía lágri-
mas en los ojos, había comido azafrán y sonreía6. El escriba de la
revelación, de la rosa, con Agua de la Vida, había redactado un
nuevo texto de sangre sobre las anémonas7. La hoja de la rosa sil-
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vestre se dedicaba a preparar trofeos de gemas, y el tallo de la


azucena, a derramar colirio. La mejorana, enroscando sus rizos,
se los echaba como los deilamitas sobre los hombros8. Hojas y
hierbas se regocijaban juntas, las unas con las cizallas podadoras,
las otras, con la hoz. El jacinto, con fuertes estornudos, extendía
sus racimos almizclados sobre el clavel y la malva, que se había
repartido el reinado con el jazmín, le entregaba los derechos de
sucesión. El perfume del jengibre era tan penetrante que disolvía
el estoque del signo de Escorpión9. El capullo de la rosa coque-
teaba con el «ojo de búfalo», mientras el pájaro confabulaba al
oído del lirio. La rosa de perfume de alcanfor y olor de almizcle
era como el lóbulo de la amada ataviado de oro y plata. La flor
del sauce, del árbol leñoso, expandía unas veces el aroma del
alcanfor y otras el del almizcle. El argavœn10 y el jazmín levanta-
ban frente al sauce una bandera roja y blanca. A causa de los
daños de la flecha del viento otoñal, la rama se mordía las manos
en las hojas del sauce. La rosa se hallaba ornamentada en todo el
esplendor de su realeza; la tierra, al par del viento, hacía votos
por ella; el ruiseñor lanzaba su grito como un clavicordio toda la
noche, hasta el canto del gallo, y el ligero roce de la rosa en el
verde del prado sonaba cinco veces más que la fanfarria real11. En
la cima del ciprés, el sonido de las palomas era como la mando-
lina de las amables beldades; la voz aflautada de la tórtola, como
mágico lamento, quitaba la sonrisa al deseo de la perdiz monta-
na; y el trino del jilguero en los márgenes de la orilla escandía los
versículos del paraíso. El pájaro zandvœf 12 había traído de la noche
del paraíso el libro del Zand y recitaba algunos de sus pasajes; y
el ruiseñor, con sus agudas melodías, era sutil como la cuerda de
un laúd. En resumen, el jardín era una cuadro variado y los pája-
ros y los peces estaban llenos de una alegría vivaz.

NOTAS
1
El «rey de los astros (el Sol) pasó de Piscis a Aries» alude evidentemente a
la entrada de la Primavera. La «trina posición de Júpiter y Saturno» que
acompañaba el acontecimiento es lo que los astrólogos llaman «trígo-
no», configuración en la que un planeta dista 120 grados del otro
y que suele considerarse favorable. Aunque Saturno es un plane-
ta generalmente maléfico, cuando está en trígono con Júpiter,
benéfico en potencia, ve neutralizada su maldad, y la con-
figuración se hace positiva. Sobre Ji∂r y el Agua de la
Vida véase nota 10, pág. 52.

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202

2
Salsab|l es el nombre de una de las fuentes maravi-
llosas y fresquísimas del paraíso musulmán.
3
La albahaca hizo suya la brisa primaveral, impregnándola
de su perfume.
4
Bœdbœna es el nombre de una hierba difícil de indentificar, donde el
elemento bœd, que significa «aire», forma parte de la metáfora. Como
suele ocurrir con las descripciones nizamianas, tenemos aquí una serie de
etiologías fantásticas, de figuras retóricas, en las que la causa de las formas
de los objetos se atribuye fantásticamente a hechos extranaturales, aunque sin
llegar nunca al mito, porque los objetos conservan siempre su forma natural.
5
En las descripciones coránicas del Día del Juicio se habla de las estrellas
que caen. La hipérbole representa aquí la floración excepcional de los
melones de China.
6
La alholva es una planta aromática de flores pequeñas y generalmente ama-
rillas. Las «lágrimas en los ojos» indican probablemente el rocío deposita-
do. El azafrán se asocia al color amarillo de las flores y la alusión a la risa
procede de la idea –común a la medicina de la época– de que el azafrán
producía hilaridad.
7
Se trata de un ejemplo típico del empleo de una etiología fantástica (véase
nota 4) para asociar dos elementos de la escena. La proximidad entre la rosa
y la anémona suscita en la imaginación de NiΩœm| la idea de que la rosa ha
redactado un decreto de muerte –es decir, de sangre– para la anémona, que
por eso aparece ensangrentada, es decir, con pétalos rojos. En la expresión «el
escriba de la revelación de la rosa», ese «de la rosa» no es un genitivo, sino la
expresión de un nexo comparativo: la rosa, como el escriba de la Revelación
(término técnico para nombrar al escribano al que el Profeta dictaba la Reve-
lación divina), redactaba, etc.
8
Deilamita, el Deilam, región persa cercana al sur del Mar Caspio, montañosa y
de difícil acceso, fue lugar de rebeliones, herejías y revueltas durante varios
siglos, y sus habitantes eran considerados fieros y rebeldes; también se alude
a sus cabellos rizados.
9
El perfume del jengibre era tan intenso que hacía empalidecer el afilado pin-
chazo del escorpión.
10
El argavœn, de flores rojas, se ha nombrado ya como «árbol de Judas».
11
La rosa rozaba con su fulgor majestuoso el verde del prado. Así se podría tra-
ducir la imagen de su sonido «cinco veces el de la fanfarria», signo de poten-
cia y majestad (cf. nota 3, pág. 31).
12
El pájaro zandvœf, dado su nombre, juega inevitablemente con Zand y, por su
canto susurrado, con el susurro de las oraciones zoroástricas (véase nota 6,
pág. 40; nota 8, pág. 111).
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Bahrœm es informado del segundo ataque


del Gran Jœn de China y de la rebelión del ejército
En aquel día de primavera, el rey Bahrœm apareció para iluminar
realmente la sala de las audiencias y, a semejanza de sus siete
pabellones, elevó una cúpula más alta que el cielo. Llegó enton-
ces un mensajero rápido, con la mochila a la espalda, que bus-
caba la vía del pabellón de las siete cúpulas. Cuando entró en
aquel palacio paradisíaco, se le abrió el corazón como la puerta
del paraíso. Tras invocar largamente al Soberano y ponerse a sus
pies, dijo: «De nuevo hierve de ejércitos la tierra en aquella casa
de imágenes que es la China. El Hijo del Cielo ha roto el pacto
establecido con el Rey, desviándose de la lealtad por otro cami-
no. Los chinos no respetan los pactos, pues si por fuera son
miel, por dentro son veneno. Una tras otra, las oleadas de un
ejército con las espadas levantadas hasta la culminación del cielo
han llegado hasta el Oxus1, como una inundación que invade los
campos, en la que cada ballena es un mar2. Si el Rey no se hace
cargo de la situación, los chinos beberán nuestra sangre en las
bandejas». Cuando estuvo informado de aquel desorden, el Rey
vio en la desgracia una voluntad de salvación y, antes de que la
red lo envolviera hasta la cabeza, alejó el borde de su vestido del
vino y la mano de la copa. Estudió el modo de rechazar al ene-
migo con habilidad y sabiduría, y sólo encontró refugio en el
Tesoro y el Ejército, porque ambos son los auténticos instru-
mentos de la victoria. Pero halló el tesoro vacío y las armas y los
ejércitos dispersos. Se vio, pues, impotente como un león des-
dentado, de modo que el collar real le era cadena, y el reino, pri-
sión. Oyó decir que tenía un ministro, un hombre sin temor del
Señor, alejado de Dios, el cual, deseoso de gloria, se había dado
el nombre de Rœst-rou≤an, aunque no era ni luminoso ni recto3,
ya que su luminosidad y rectitud eran muy sutiles, porque la luz
era tiniebla y la rectitud, retorcimiento. Tenía engañado al rey
con su buen nombre, pero no gozaba de buena fama. Mien-
tras Nars| retuvo el cargo de ministro, éste estuvo domi-
nado por el temor de Dios, pero cuando Rœst-rou≤an
le arrebató el poder, se apagaron la verdad y la luz
y, como el rey estaba entregado al vino y al
amor, él se dedicó a la injusticia: creaba

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204

desórdenes y destruía el orden, ambiciona-


ba riquezas y acumulaba posesiones, engañan-
do con oro y ornamentos al Vicario del Rey4
mediante la piedra filosofal de las tentaciones,
diciéndole: «El pueblo se ha vuelto caprichoso, desca-
rado, maleducado y protervo. Si no nos enfrentamos a ello
con inteligencia y firmeza, el mal de ojo caerá sobre el reino.
Son seres malvados, de naturaleza maligna; son Josés, peores que
los perros y los lobos, y al lobo conviene tenerlo a buen recau-
do, ¿hasta cuándo, pues, este baile de zorros? Los seres de polvo,
nacidos de la tierra, son bestias con formas de hombre, y las bes-
tias no pueden sentir lealtad, pues sólo obedecen a la violencia
de la espada. Sin duda habrás estudiado, en las lecciones de los
doloridos, lo que tuvo que padecer Siyœvosh5 por culpa de esas
bestias. Sabrás cómo envilecieron la gloria de ◊am≤|d y cómo
colgaron de la horca la cabeza de Darío. Ellos se sacian cuando
las riquezas forman un depósito de agua, pero el agua apesta si
el depósito permanece lleno mucho tiempo. El agua que se
enturbia de tierra, por obra de la tierra puede volver a purificar-
se. El enemigo se mantiene sobrio cuando el Rey está embriaga-
do; el ladrón vigila cuando el policía duerme, y cuando un rey
olvida la severidad pierde el reino, mientras que demonios y ene-
migos huyen del que sabe usar de severos castigos. Ahora bien,
si los súbditos son descarados como demonios y los dejas libres,
se aprovecharán. Esfuérzate, pues, con tu dureza y no destruyas
la flor de tu señorío. No te dejes engañar por la familiaridad de
la gente. Estás solo con la espada y el intelecto, y eso ha de bas-
tarte. El Rey se había entregado al vino, depositando su espe-
ranza en nosotros, pero yo manejo la pluma y tú la espada, de ti
procede la fuerza, de mí el consejo; así pues, toma lo que te digo
que debes tomar. Castiga al pobre con sangre y al rico en sus
riquezas. Te es lícito atacar tanto a los malos como a los buenos,
quitando a los primeros la vida y a los segundos, el dinero. Para
que los súbditos te quieran tendrás que envilecerlos con bienes
y honores, porque el reino sólo se encuentra seguro cuando se
reduce a los súbditos con la vileza». El Vicario del Rey era tan
insensato que se convirtió en cómplice de su crueldad, hasta el
punto de humillar a los súbitos más allá de todo límite, pues ya
nadie valía nada para él. Se hundieron en la injusticia tirana:
robaban las cosas, rapiñaban las casas; en las ciudades y los pue-
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blos sólo se oían gritos de «¡atrapa y toma!», de forma que en


pocos años no quedó nadie en el reino con tierras o dinero, por-
que Rœst-rou≤an lo había robado casi todo con su corrupción,
limpiamente y a la luz del día. A nadie quedaba oro, gemas,
esclavos o doncellas, y el hombre más rico, precisamente por
tener más, no por tener menos, había caído en la necesidad. Los
que poseían casas, en vista de la injusticia y la crueldad de los
ladrones, dejaron sus casas a otros, y ciudadanos y soldados,
temiendo por su vida, se dispersaron por lo montes. Desapare-
cieron del país la industria y la agricultura, y nadie escribió
«total» bajo el registro de los impuestos. Tan arruinado estaba
el país que los ingresos del Rey disminuyeron y el tesoro quedó
vacío y, salvo el Ministro, que poseía casas y tesoros, nadie
sumaba otra cosa que penas y dolores. Cuando el rey comprobó
que no contaba ni con riquezas ni con soldados para preparar la
guerra, se angustió y reunió a sus informadores para investigar
la situación punto por punto; pero nadie, por temor al cruel
ministro, dijo de día lo que ocurría de noche, y todos inventa-
ron excusas y embustes, diciendo: «Éste se ha empobrecido,
aquél ha huido; no quedan en la tierra ni ganancias ni trigos, por
tanto no hay tesoro, ya que la pobreza y la ausencia de benefi-
cios ha dejado el reino vacío de contribuyentes; pero si el Rey se
muestra benévolo, regresarán y volverán al trabajo». Aunque los
argumentos no convencieron al rey, no quiso combatir inopor-
tunamente al león. Reflexionó sobre el mal que se cernía de la
cruel bóveda del firmamento, pero no encontró soluciones, ni
llevó adelante el esfuerzo de combatir el destino.

NOTAS
1
El Oxus fue durante siglos el límite oriental del mundo iranio, aunque la
Transoxiana se iranizó primero y se islamizó después. «Los enemigos están en
el Oxus» equivale a «están ya en el Irán». El nombre árabe y persa del río es
Jeihun; el moderno es Amu Daria.
2
Expresión poco clara. Puede que «ballena», en cuanto ser monstruoso y
temible, aluda al aspecto del guerrero chino en armas, significando que
cada uno de los guerreros tenía la potencia destructiva de un mar.
3
Rœst-rou≤an. No parece que la historia conozca a este minis-
tro malvado de Bahrœm, de nombre completamente
opuesto a su carácter, pues rœst significa «recto» y
rou≤an, «luminoso».

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4
Ciertamente no se refiere a una casa sasánida concre-
ta, sino a un cargo militar (dirigiéndose a él, el ministro
dice «yo manejo la pluma y tú la espada»).
5
Siyœvosh era un famoso príncipe keiánida, el aventurero hijo de
Kei-Kœ≠s (véase nota 8, pág. 36), que mandó matar injustamen-
te el turanio Afrœsiyœb, junto al cual había buscado refugio. Sobre
◊am≤|d véase notas 2 y 3, pág. 79. No está claro que pretende decir el
poeta con la horca (dœr) de Darío (Dœrœ). En cualquier caso, se trata de una
alusión evidente a la desgracia de un rey.

Bahrœm llega a la cabaña del viejo pastor


El rey tenía la costumbre de salir solo con su caballo a cazar cuan-
do algún triste acontecimiento lo angustiaba, porque la captura de
las presas lo alegraba y volvía contento a casa. Aquel día que el dolor
le había tomado por las bridas, sintió deseos de cazar y salió solo
para limpiar con la sangre de las presas la sangre de su corazón. Cazó
mucho, como deseaba, atando así las manos a la tristeza y los pies al
dolor y, cuando se cansó de matar tigres, leones y jabalíes, se dispu-
so a regresar. Como la carrera y el sofoco ofuscaban su mente con
la sed, recorrió aquella tierra, pero cuanto más buscaba el agua
menos la encontraba. De repente, vio un humo como un dragón
negro que alzara la cabeza para aferrar la luna, el cual, una onda tras
otras, se envolvía en volutas dispuesto a llegar hasta el cielo. Díjose
entonces: «Si el humo procede de un fuego, podré pedir agua a
quien lo ha encendido». Se dirigió, pues, hacia el humo y vio una
tienda alta y un rebaño de ovejas prácticamente asadas por el sol de
las pezuñas a las orejas, además de un perro atado a la rama de un
árbol, con las patas duras como piedras. El rey espoleó el caballo en
dirección a la tienda, donde encontró un viejo tan amable como la
aurora, que se levantó para servirlo nada más verle. Hospitalario
como la tierra, tomó por la brida al celeste corcel del soberano. Des-
pués de presentar las invocaciones de bienvenida, le ayudó a bajar del
caballo y colocó ante él todos los alimentos que tenía en casa, insis-
tiendo para que comiera con estas palabras: «Aunque no hay duda
de que esta mesa no es digna de un huésped como tú, esta región se
encuentra tan lejos de todo lugar habitado que eso me excusa de su
pobreza». El rey, al ver el pan del pastor, bebió un sorbo de agua y
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alargó el brazo, diciendo: «Comeré de tu pan sólo si me respondes


sinceramente a esta pregunta: ¿Por qué has atado a ese pobre perro?
¿Por qué, siendo el león de la casa, está atado como un lobo?» Res-
pondió el viejo: «¡Joven de hermoso rostro, yo te contaré punto por
punto lo sucedido! Ese perro fue el guardián del rebaño y a él había
confiado todos mis negocios. Contento de su compañía, yo creía en
su lealtad, porque todos los años mantenía lejos de mi grey la mano
del ladrón y la zarpa del lobo. Le había confiado la guarda de mi
casa y no le llamaba mi perro, sino mi pastor, porque noche y día
era mi brazo de hierro que destruía, con sus dientes y sus zarpas, a
mis enemigos. Cuando tenía que dejar el desierto para ir a la ciudad,
él custodiaba mi rebaño, y si tenía que quedarme más tiempo fuera,
él traía la grey a casa. Durante muchos años fue un perfecto guar-
dián, recto y honrado, hasta que un día conté el rebaño y vi que fal-
taban siete ovejas. Temí haber cometido un error en la cuenta, pero
al contarlas de nuevo una semana después, encontré que seguían fal-
tando, aunque no dije una palabra a nadie. Monté guardia con gran
atención, sin encontrar ningún culpable, y aunque permanecí alerta
de noche, no reconocí a nadie que robase. En cuanto al perro, era un
guardián mil veces más alerta que yo. Pero luego, cuando volví a con-
tarlas, faltaban las mismas que el primer día. Por la noche me encon-
traba inquieto por la disminución de mis ovejas, que comenzaban a
faltar de cinco en cinco y de diez en diez, derritiéndose como el
hielo al sol, hasta que el recaudador de impuesto me llevó las que
quedaban en pago de la zakœt 1, y yo, habitante del desierto, pasé de
poseer un rebaño a alquilarme como pastor. Aquel terrible dolor
había hecho tal mella en mí y surtido tal efecto en mis entrañas que
me sentía morir. Decíame: “Esta brecha procede del mal de ojo, pero
¿de qué animal o fiera será obra? ¿Quién se ha atrevido a hacerme
esto con un perro que vale lo que un león? Por fin, un buen día que
me había dormido a la orilla del agua, vi al despertarme una loba
que venía a lo lejos y comprobé que el can languedecía al verla. Ella
le llamó con su lengua canina, y él corrió a su encuentro con amor,
giró a su alrededor levantando una polvareda, moviendo unas
veces la cola y otras la verga, hasta que saltó al lomo de la loba
y satisfizo su deseo sin preocuparse de nada más. Volvió a
mí y se tendió en el suelo a descansar, con la boca sella-
da por la promesa del silencio. La loba, pagado el
precio, se acercó a buscar la contrapartida de la
corrupción, agarró una robusta oveja, la mejor

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del rebaño, que tenía llagados los pies por el


peso de la cola2, y se la comió en un santiamén.
Era claro que lo había hecho más veces. ¡El maldito
perro había entregado al lobo todo el rebaño para
saciar sus apetitos! Lo perdoné muchas veces, él pecaba y
yo lo dejaba correr, pero ahora, por su gran culpa, lo tengo
preso y sometido a torturas para que obedezca mis órdenes y he
decidido no desatar sus lazos hasta que muera. Nadie alabará jamás
a quienes no actúen así con los delincuentes». El rey Bahrœm tomó
buena cuenta en su fuero interno de la lección que le acababa de dar
aquel pastor elocuente, porque había comprendido que sus palabras
eran un símbolo. Comió algo y corrió a la ciudad, diciéndose: «¡Qué
coincidencia tan singular! He aprendido del pastor el arte de gober-
nar como rey porque, en el símbolo de mi humanidad, yo soy pas-
tor y mis súbditos son el rebaño. Puesto que todo ha ido mal, habrá
que pedir cuentas a mi fiduciario, a ese ministro de la vista aguda que
custodia mi grey, para que me explique qué es este desastre y cuál es
su origen». Al llegar a la ciudad, pidió a sus funcionarios el libro de
los arrestos y, nada más verlo, el día se le hizo negro como la noche,
porque halló en él un mundo de gentes explotadas y heridas, cuyos
nombres aparecían en aquellos papeles, donde se decía, además, en
las cuentas de las fiestas y los lutos, que las condenas a muerte pro-
cedían del rey y las intercesiones del ministro. De aquel modo, éste
había conseguido al mismo tiempo difamar al rey y ganar para sí
buena fama. El rey comprendió que era un tramposo, un ladrón de
casas deseoso de destruirle y que, como el ladrón que había entre-
gado el rebaño al lobo, se lamentaba con el pastor curdo, porque la
naturaleza canina es tal que los perros ladran cuando hieren a otros.
Consideró útil arrestarlo y destituirlo durante diez días, diciéndose:
«Si lo mantengo en el puesto, nadie se atreverá a apelar contra él,
pero si deshonro su casa, en la noche oscura se verá mejor la luz».

NOTAS
1
La zakœt es la llamada «limosna ritual», una especie de impuesto que consti-
tuye uno de los cinco preceptos fundamentales de la ley sagrada del Islam.
2
«Tener llagados los pies por el peso de la cola» significa que el animal tiene
una gran valor, porque la cola grasienta de un cierto tipo de cordero se con-
sidera un manjar refinado en Persia.
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El Rey Bahrœm pide cuentas de su conducta


al ministro
Al alba, cuando se iluminó el día y la noche oscura enrolló sus
alfombras, Bahrœm plantó su pabellón hasta la altura del cielo y con-
cedió audiencia a todas las criaturas. Llegaron de todas partes los
grandes del reino, disponiéndose en fila según su grado. Rœst-
rou≤an, que también había venido de su palacio, ocupó descarada-
mente el puesto de honor. El rey lo miró con ojos duros y airados
y le dijo, con gritos que le causaron un miedo de muerte: «Tú, por
cuya causa se ha arruinado mi reino y ha perdido belleza y colores,
has llenado tu tesoro de gemas, mientras dispersabas mis gemas y mi
tesoro. Has robado al ejército suministros y vituallas, despojándolo
de su fuerza. Has rapiñado las casas de mis siervos; has pisado la
sangre de muchos; y, a los súbditos, en vez de prestaciones e impues-
tos, les has pedido unas veces la bolsa y otras la vida. Has logrado
que olviden todo reconocimiento. ¿No se avergüenzas ante mí, oh
desvergonzado? En todas las religiones, es peor renegar del recono-
cimiento que de la fe, y reconocer la deuda de reconocimiento apor-
ta al que lo hace cada vez más bienes. Pero, ¿qué luz o justicia me
ha llegado de ti, Rœst-rou≤an? Por el contrario, la luz (ro≤an|) y la rec-
titud (rœst|) han desaparecido. Has causado tales daños al ejército y
al tesoro que no ha quedado en pie ninguno de los dos. Pensabas
quizás que mientras yo bebía y me entregaba, ignorante, al sueño,
podías aprovecharte de los ebrios y quebrantar a tus subordinados?
¡Que me vea obligado a comer tierra si el rey Bahrœm olvida la espa-
da mientras toma la copa! ¡Si yo me olvido de mí mismo cuando
bebo y me divierto, no me ignora la bóveda azul del cielo!» De tales
palabras hizo cien ruedas pesadas que puso al cuello del ministro y
ordenó que rápidamente arrojaran a aquel siniestro diablo del para-
íso al infierno. Hicieron un lazo con su turbante, lo ataron y le
pusieron cepos en los pies y cadenas en los brazos, porque un hom-
bre semejante no es un ministro (vaz|r), sino un peso (vizr). Cuan-
do aquel poderoso sintió la ira del soberano, el rey ordenó un
bando para anunciar por toda la ciudad que los injuriados
podían reclamar apelando a su majestad, que estaba dis-
puesto a hacerles justicia. Al oírlo, todos, caballeros y
soldados, se dirigieron a la corte para contar los
males de aquel malvado y ensartar el dragón

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con la serpiente1. Mientras tanto, el rey dijo


a los prisioneros que todo aquel que, desde su
corazón doliente y ensangrentado, manifestase su
inocencia en el delito del que se le acusaba, encontraría
en ello la llave de sus cepos 2. Llegaron los presos libera-
dos, que sumaban más de mil, y el rey escogió a siete de ellos
para que contaran su historia, preguntándoles: «¿Cuál es tu
culpa? ¿De dónde eres? ¿Quién es tu familia?»

NOTAS
1
Dragón y serpiente, imágenes casi coincidentes de maldad, traducen metafó-
ricamente la frase anterior: «hablar mal del malvado».
2
El rey garantizó a los presos que el que diera testimonio de un delito (come-
tido por el ministro, a causa del cual había ahora un inocente que estaba en
la cárcel) se vería liberado de los cepos.

Historia del primer ofendido


El primero de ellos dijo a Bahrœm: «¡Oh tú, cuyo enemigo se
encuentra a merced del enemigo! Rœst-rou≤an asesinó a mi herma-
no con crueles torturas y le quitó todo, bienes, caballos y sustan-
cias, vida y riquezas. Era tan joven y hermoso que todos sintieron
la ruina de su vida, pero el ministro consideró un delito mis quejas
y lamentos, diciendo: “Tu hermano era cómplice del enemigo y tú
eres como él.” Hizo una seña a un G≠r|1 brutal, que saqueó también
mi casa y me puso a la fuerza los grilletes en los pies, y convirtió su
palacio en mi tumba. Si a mi hermano le robó la vida entre tor-
mentos, a su hermano inmovilizó pies y manos. Hace un año que
vivo en prisión, pero ahora el rostro del rey es para mí el mejor de
los auspicios». Cuando el rey conoció el comportamiento del
ministro por las palabras de aquel ofendido, le restituyó lo robado,
añadiendo el precio de la sangre de su hermano. Lo liberó, lo trató
con amabilidad y lo envió de nuevo a sus ocupaciones.

NOTAS
1
Un G≠r| es un tosco habitante de la región de G≠r o Gør, en las inaccesibles
montañas del actual Afganistán.
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Historia del segundo ofendido


El segundo, tras una larga invocación besando la tierra ante el sobe-
rano clemente con sus siervos, dijo: «Yo poseía un jardín de una
vegetación emparentada con la luz; verde y extenso como las alfom-
bras del paraíso, con la ramas rebosantes de frutos, que era el recuer-
do de mi padre muerto y me regalaba la primavera en el otoño. Un
día, llegó hasta mi jardín (bœg), como una plaga de fuego, aquel pre-
varicador (bœg|). Le obsequié como huésped con frutas y vino, dán-
dole una acogida digna de su rango y poniendo ante él todo lo que
de grato había en el jardín y en la casa. Bebió, rió, durmió y descan-
só, consumiendo el vino que quiso y, después de pasear por aquí y
por allá, enloqueció de deseo por el jardín y dijo: “¡Véndeme tu jar-
dín para que yo ilumine tu lámpara!”. Respondí: “¿Cómo podría
vender un jardín que es mi propia vida y el recipiente de todo mi
amor? Cada cual lleva en sí una llaga de amor, yo, pobre de mí, llevo
este jardín. Pero considéralo tuyo siempre, y yo me consideraré tu
jardinero e incluso tu esclavo. Cuando sientas ganas, corre hacia aquí
y come fruta y bebe vino a la orilla del arroyo. Todo lo que proceda
de la cocina de un hombre como yo, te lo enviaré por mano de una
hermosa muchacha”. Respondió él: “¡No quieras convencerme con
pretextos, vende el jardín y márchate a otra parte!” Grandes fueron
las insistencias, los tumultos y los clamores, pero yo ni por la fuer-
za ni por el oro accedí a la venta. ¡Pobre de mí! Al final, lleno de odio
y resentimiento, me acusó de mentir para arrebatármelo a traición,
sirviéndose del delito que me atribuía. Y para que no pudiera lamen-
tarme ante Vuestra Majestad en la corte de justicia, me llevó a pri-
sión entre tormentos y oprobios, donde este vuestro siervo perma-
nece ya desde hace dos años». El rey le entregó un jardín y un campo
sembrado y casas y verjeles tan ricos como Bagdœd.

Historia del tercer ofendido


El tercer prisionero dijo al Rey: «¡Oh tú que logras todo
lo que intentas! Este tu siervo era un mercader de los
mares que ganaba con los viajes su pan cotidiano.
De vez en cuando salía a los océanos y obte-

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nía muchos beneficios. Como era experto y


muy hábil para reconocer las virtudes y los
defectos de las perlas marinas, conseguí varias no
menos relucientes, espléndidas y coloreadas que las
estrellas del alba. Vine a esta ciudad con gran ambición y
los ojos iluminados por aquel collar de perlas, con la inten-
ción de venderlas y comprar con su producto comida y vesti-
dos, pero cuando el ministro de Vuestra Majestad se enteró de la
existencia de mi collar de preciosísimas gemas, me llamó y lo com-
pró con cien mohínes pudibundos, de forma que yo le pedí un pre-
cio moderado, pero aun así, cuando llegó el momento de cobrar,
me puso toda clase de pretextos. Al final, le exigí el precio con ira
y dolor, pero él continuaba con sus absurdas excusas. Durante
muchos días me eludió y yo esperé, hasta que me llamó en secreto
y me introdujo en la prisión con los asesinos. Le bastó para acu-
sarme un solo pretexto, con el que me robó el valor de la joya y, en
vez del collar, que me había arrebatado de las manos, me ató
manos y pies con collares de grilletes: él me quitó la gema y yo, por
su culpa, quedé como piedra entre las torturas. El ministro se colo-
có la perla en el pliegue de la corona, y yo, como la concha, per-
manecí en el fondo del pozo. Allí languidezco entre grilletes desde
hace tres años, pero ahora estoy contento porque mis ojos han
visto el rostro de Vuestra Majestad». El rey, tomándolas del teso-
ro del malvado ministro, le devolvió sus perlas y añadió oro.

Historia del cuarto ofendido


Dijo el cuarto, con mil temores: «¡Oh tú, que eres digno de mil
agradecimientos! Yo soy un juglar enamorado, joven y extranjero,
que sabe tañer el laúd como el agua que mana. Tenía una enamo-
rada de nueva belleza, una china (ch|n|), una consoladora (dard-bar-
ch|n|), cuyo sol de amor había arrebatado la luz a la luna, pues el
día se apagaba ante ella como una noche. Ella había dado nombre
a la nada, llamándola “boca”1 y en la sonrisa había vertido miel,
llamándola “pinzas de azúcar”. Su belleza había saqueado abier-
tamente los jardines a la primavera. Yo la había comprado en mi
país a cambio de dinero y ella era la benefactora de mis ojos.
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Cuando tocaba las cuerdas del arpa que yo le enseñé a tañer fas-
cinaba los corazones y ablandaba los espíritus. Vivíamos juntos en
la misma casa, con una amistad tan cálida como la del cirio y la
falena: mi corazón vivía por ella como vive la noche en virtud de
la lámpara, y ella estaba contenta conmigo, como lo está la ver-
dura en el jardín, esbelta y resplandeciente como un cirio de luz,
pero Rœst-rou≤an me la quitó. Encendió el cirio en su palacio y
quemó en el fuego el corazón de la falena2, y cuando yo, desespe-
rado por su desaparición, fui a buscar la luz, me puso las cadenas
entre risas pues, decía, es conveniente encadenar a los locos deses-
perados. Él se llevó, entre delicias, a mi esposa, mientras yo que-
daba en prisión entre cien mil atormentados. Cuatro años hace
que me mantiene injustamente en esta abyección». El rey le entre-
gó enseguida a la muchacha, que no llegó con las manos vacías,
sino con un abundante añadido, y fue que dio una dote a la espo-
sa y le dejó libre de los grilletes con su beldad.

NOTAS
1
Véase nota 3, pág. 164.
2
El ministro robó la amada (el cirio) al juglar, y con ello le quemó el corazón
(el amante-juglar se compara a la falena que gira entorno a la llama; cf. nota
4, pág. 164).

Historia del quinto ofendido


Dijo el quinto al rey de las estrellas: «¡Oh tú, cuyo palacio es
compañero del cielo! Yo soy el jefe de la oficina del recaudador,
uno de los siervos obedientes de Vuestra Majestad. En mi ocu-
pación de adornar el país, el aro de mi oreja es signo de esclavi-
tud al Soberano. Dios, en virtud de la feliz Fortuna del Rey, me
había concedido gloria y riquezas, y yo, por la larga vida del
Rey de Oriente, amplié con muchas donaciones los hori-
zontes de la alegría. Era viático de las plegarias para vos
y hacía el bien en vuestro nombre. Las ciudades y las
villas estaban contentas gracias a mí y los sabios
me otorgaban su confianza. Con mi obra de
próspera iluminación del reino había dado a

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todos la seguridad del pan cotidiano: los


pobres tenían, por mí, abundancia de mone-
das; las viudas estaban saciadas, y los hijos de las
viudas eran puros. Quien quería oro, lo recibía de
mí; a quien caía, yo le daba mi mano; ningún dolorido
se afligía en los cepos del dolor, porque yo lo salvaba de
todo daño, y lo que recaudaba de las tasas de los campesinos,
lo gastaba en alimentar a los huéspedes. En resumen, ingresos y
gastos eran como debían, el pueblo estaba contento y Dios satis-
fecho de mí. Pero supo el ministro todo esto e hizo hervir la olla
de la injusticia. Cogiéndome de la muñeca, metió la mano en mis
riquezas y mi casa. Decía: “No es posible que hayas ganado líci-
tamente todas estas riquezas. Tú das más de lo que posees, o has
encendido el horno alquímico para hacer oro con la piedra filo-
sofal o has encontrado tesoros a quintales. ¡Dame, pues, la parte
que me debes o te arranco la cabeza!” Con aquel pretexto absur-
do me robó todas las pertenencias y acabó por atormentarme
mucho más: ya era vuestro siervo (banda), pero él me puso los gri-
lletes (band), y ya llevo cinco años en esta prisión, alejado de mi
familia, de mi casa y de mis hijos». El rey ordenó que se le resti-
tuyeran con gloria y pompa todas sus pertenencias.

Historia del sexto ofendido


Cuando llegó el turno al sexto prisionero, rompió el lánguido
sueño de su suerte e invocó victoria al rey, diciendo: «¡Oh tú que
nutres al pueblo con tu excelso carácter! Yo soy un soldado hijo
de curdos, de antepasados nobles. Milito en tu ejército, en el que
también mi padre fue soldado fiel de Vuestra Majestad, y como
ya había hecho antes mi padre, sirvo fielmente al Rey. Corro
siempre tras sus enemigos, con la vida y la espada en la palma de
la mano. El Rey, en su gracia, me había dado unas migajas de pan
de sus riquezas, y yo comía aquel pan a su salud, sirviendo en la
corte, pero de aquel pan se aprovechó el ministro cruel, y nadie
resiste mucho tiempo a la crueldad. Yo tenía familia, pero no
dinero. Carecía de otro bien que no fuera un pequeño campo, y
varias veces fui a lamentarme ante él, a pedirle que me ayudara,
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que se mostrase justo y benigno con mi familia o que, al menos,


como se hace con los parientes pobres, me diera una pequeña
pensión del tesoro. Pero él gritó: “¡Cállate! Arréglatelas con tus
flechas. El rey no tiene conflictos con nadie a quien deba espan-
tar o hacer la guerra. Ningún enemigo se aproxima a su corte y
no tiene necesidad de ejércitos o guerras. De modo que no hagas
el vago, ve a trabajar la tierra, porque estás sano y fuerte, y si no
ganas lo suficiente, vende el caballo, la silla y las armas.” Le res-
pondí: “¡Guárdate de esa naturaleza diabólica, mira mi impoten-
cia y teme a Dios! ¡No te ensañes con este desgraciado con tus
ofensas y rechazos! Tú pasas la noche en delicias y yo con la espa-
da ensangrentada en la mano: si tú trabajas en el reino con la
pluma, yo viajo con la espada. Tú mojas la pluma en la sangre de
los soldados, yo golpeo con la espada a los enemigos del rey. No
me quites, pues, lo que el rey me ha asignado o iré a quejarme
ante él.” Cuando oyó estas palabras, se encolerizó y el tiró el tin-
tero sin pluma, diciendo: “¿Eres tan necio que quieres asustarme
con el agua, como si yo fuera un puñado de arcilla? ¡Unas veces
buscas despertar mi piedad por tus miserias y otras me amenazas
con tus quejas al rey! ¡Soy yo quien ha puesto al rey en el trono,
y nada, blanco o negro, se hace aquí sin mi firma! La cabeza de
los reyes está bajo mis pies. Todos viven por mi gracia, porque si
no buscaran mi amistad, los buitres les comerían los sesos.”
Dicho esto me lanzó el tintero y me confiscó el caballo, mis cosas
y mis armas. Luego me entregó al carnicero de los asesinos y me
envió a prisión. Hace más de seis años que mi corazón está lleno
de tormentos y mi alma de sangre». El rey le gratificó con un
vestido de honor y nuevas armas. ¡Viva eternamente el rey cle-
mente con sus siervos! Y cuando hubo abierto de nuevo con su
gracia los labios a la sonrisa, le devolvió su feudo duplicado.

Historia del séptimo ofendido


Cuando llegó el séptimo prisionero, se adornó los
labios con los agradecimientos al rey, diciendo:
«Yo, que he renunciado al mundo, soy un asceta
errabundo y adorador de Dios. Mi mano es

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pobre, pero mi ojo es amplio como el


cirio, pues me quemo a mí mismo para ilumi-
nar a los demás. Vuelto por completo hacia el
otro mundo, renuncié a las ocupaciones mundanas.
No tomo parte ni en la comida ni en el sueño, vigilo
durante la noche y ayuno de continuo. No como de día,
porque carezco de pan y de agua. De noche no duermo, por-
que carezco de casa y de familia. Descanso en la plegaria y no
tengo más ocupación que la adoración a Dios. Intento compla-
cer a todo el que encuentro y ruego por todo aquel cuyo recuer-
do acude a mi mente. Una vez, el ministro envió un mensajero
a llamarme. Cuando llegué ante él, me hizo sentar lejos y me
dijo: “Abrigo terribles sospechas sobre ti y creo que debo casti-
garte.” Respondí: “Dime señor cuáles son esas sospechas, para
que pueda vivir como tú quieres.” Dijo: “Temo tus maldiciones
e invoco tu muerte a tu Dios, porque estoy convencido de que
el odio y tu naturaleza malvada te empujan a desearme la muer-
te y temo que a causa de tus oraciones nocturnas acierte la fle-
cha en el blanco. Por eso, antes de que caiga sobre mí alguna
odiosa chispa del fuego del odio, te ataré las manos para que no
puedas orar y, además, te ataré el cuello.” Así me arrastró hasta
los grilletes, sin mostrar temor de Dios o preocupación por mi
alma dolorida. Hace siete años que me arrojó al terror y me
clavó los pies con cepos de hierro, que me ató las manos y que
yo las levanto al cielo para maldecirlo. Él me puso la soga en las
manos para que no rezase, pero yo he impedido que sus manos
se alargaran por todo el reino. Él me ha encerrado con malas
artes en el castillo, pero yo, destruido el castillo, me elevo sobre
la azotea. Y ahora, puesto que Dios me ha liberado por la mise-
ricordia del rey, no hay pretextos que impidan mi alegría». El
rey abrazó al asceta, al león destruidor de impíos, al santo gue-
rrero, diciendo: «Rœst-rou≤an mintió en todo, salvo en una cosa:
en su temor de la oración. Pero no se puede impedir a nadie que
rece, ni condenar a un asceta como si fuera un bandido. Quien
ha obrado con tanta maldad, ya ha invocado el mal sobre sí
mismo, por eso su plegaria de mal ha acabado por arrancarle no
sólo el turbante, sino también la cabeza». ¡Todo lo que tenía el
ministro, húmedo o seco, –dijo el rey al asceta–, ¡tómalo!» El
asceta enrolló las alfombras regaladas, dio una vuelta sobre sí
mismo como una rueda y dijo: «¡Yo estoy libre de todas estas
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riquezas! ¡Dame algo de más valor, pues más valioso es lo que


yo te he dado!» Luego se puso a bailar sin acompañamiento de
música y partió con tal rapidez que nadie ha vuelto a verlo. Los
místicos errantes de aquella época eran así: desde la tierra toca-
ban el cielo con la cabeza.

Pero estos de ahora, aunque de la estirpe de los hombres, son


demonios con nombre humano1. ¡Antes de que veas el vino madu-
ro en la copa, tendrás que contemplar muchas uvas agrias! El gusto
ácido que tiene el agua del mar procede de las alcantarillas. ¡Madu-
ro es quien mantiene alejado el manto y el bolsillo de los ásperos!

NOTAS
1
Alusión a la proliferación de falsos místicos en su época.

Bahrœm mata al ministro tirano


Puesto que el polvo de la alfombra terrestre había ensuciado de
sombra polvorienta al sol, el dolor convirtió al rey, en esta terres-
tre casa de ladrillos, en una húmeda teja. Buscó la mejor forma
de librar a la rosa de la brutalidad de la espina y, mirando la
crueldad del mundo, intentó un remedio útil a la injusticia. Tanto
le preocupaban los actos de su ministro que se apretaba las sie-
nes con las manos. La vergüenza lo mantenía despierto hasta el
alba y la angustia no le daba descanso. Cuando la fuente del sol
hubo diseminado albahaca en esta ánfora de terracota, el rey,
como albahaca humedecida de lluvia, esparció flores sobre los
sedientos. Ordenó que dispusieran el trono de las audiencias
públicas y que plantasen una horca delante del pabellón real.
Luego abrió la audiencia pública y se sentó en el trono rodeado
del cuerpo de guardia con las espadas desenvainadas. Humilló
a los soberbios del reino y se sentó en lo alto de la camella
de la Justicia. Reunió una densa muchedumbre, erigió
una montaña de espectadores y mandó que trajeran
delante de todos al tirano que fue su ministro,
cubierto de cadenas de la cabeza a los pies; y,
sin temores, ordenó que lo colgaran de la

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horca hasta que murió en vergüenza como


los ladrones. Dijo el rey: «Todo aquel que alce
la cabeza con tamaña soberbia sufrirá un destino
semejante. Todo tirano que provoque tales distur-
bios será arrojado por los justos a la tumba, para que
no se diga que la Justicia carece de amigos. ¡El cielo y la
tierra se ocuparán de ello! ¡Todo el que siembre las raíces del
odio acabará con los pies y las manos en los grilletes!»

Después de aquel gran despliegue de justicia, narró la historia del


pastor, el perro y el lobo. Llamó al primero y le entregó dones rea-
les, dándole benevolencia y fortuna. Resolvió los problemas del
reino sin imponer a nadie la fuerza de su brazo, de forma que al
poco tiempo de tomar tales decisiones, su hierro se hizo oro; su
fuerza, tela de seda; y en torno a él se agruparon ejércitos y tesoros,
éstos amplios como el mar, aquéllos más fuertes que los montes.

El Gran Jœn de China presenta sus excusas


a Bahrœm
Cuando llegaron las noticias al Jœqan, éste se retiró porque no
quería perturbarlo. Envió un mensajero presentando sus excusas,
el cual no pronunció palabra que no hubiera aprobado el Jœn.
Dijo: «Ese hombre merecedor de muerte que ha matado el Rey
era una desgracia, un apoyo a la sedición. Nos había enviado
misivas, invitándonos con promesas engañosas, hasta que consi-
guió quitarnos, a Nosotros que somos simples, la paciencia.
Decía: “La mina está llena de oro y el camino libre. ¡Apresúrate
apenas leas estas carta! El rey, en su embriaguez, no se preocupa
de su honor, porque siempre tiene la copa en la mano. Yo por mi
parte te prometo amistad: aporta tú la espada y yo aportaré la
astucia”. Pero cuando supe las noticias de Vuestra Majestad, vi
que las cosas eran muy distintas. Tanto en la paz como en la gue-
rra, Vuestra Majestad hace lo que es debido. Siempre seré vues-
tro siervo del aro en las orejas: conmigo mismo, chino, con vos,
abisinio1. Por otra parte, mi hija es doncella de tu casa y mi coro-
na polvo de tu puerta». Y enrollando todo lo que aquel traidor
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afanoso de destrucción había escrito quejándose del rey, todos


aquellos rollos de pergamino arrojó a los pies del Soberano.
Cuando el rey leyó la carta del ministro, la ira hizo aguda su
mente como la pluma en la mano de un secretario. Dio gracias a
Dios por haberlo matado y actuó de inmediato con mayor fir-
meza. Cuando la efigie de la justicia, a los ojos del rey, enceló con
su belleza a blancos y negros2, el rey, fascinado por el espectácu-
lo, sacrificó las Siete Efigies3 a la belleza de aquella otra. Arran-
có las raíces de las restantes imágenes, vinculó sólo a ella su cora-
zón y sólo con ella estuvo contento.

NOTAS
1
Los «aros en las orejas» simbolizan la esclavitud. También «abisinio» es sinó-
nimo de esclavo.
2
La imagen de la Justicia se aparece a los ojos del rey con tal belleza que des-
pierta los celos de las restantes.
3
Las Siete Efigies son naturalmente las Siete Princesas.

El fin de Bahrœm y su desaparición en la caverna


El orfebre ensartador de este collar de perlas, que llenó de gemas
la oreja del mundo1, dijo: «Cuando los siete pabellones hubieron
proporcionado a Bahrœm un tal eco del vino y de la copa, su pen-
samiento, dentro del arca del cerebro, comprendió lo que era este
transitorio hospedaje de la vida y le amonestó2 de esta forma:
aléjate de este templo terrenal de ídolos para que la muerte se
aleje de ti. La mente del rey hervía, porque ya conocía bien las
fábulas y las ilusiones. Vio que este pabellón del mundo, que
recoge todos esos tapices3, envía al polvo a todos sus huéspedes.
Así pues, dejó al cielo los siete pabellones y tomó el camino de
una morada tal que la destrucción no pudiera envilecerla,
donde dormir ebrio hasta la Resurrección. El retoño de la
estirpe sacerdotal convocó siete møbad 4 y repartió entre
ellos los siete pabellones. Encendió un fuego sobre
cada uno de ellos, haciendo de todo un pireo5.
Cuando aquel Ciprés alcanzó los sesenta años
y brotaron los jazmines sobre las violetas6,

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se entregó con ánimo sincero a la adora-


ción de Dios y cesó el culto que se había dado
a sí mismo. Un día, abandonados ya la corona y
el trono, salió a cazar con sus fieles, y en tal partida
de caza, corrió a la caza de sí mismo. Los soldados de
la escolta se dispersaron por todas partes, matando ona-
gros y gacelas. Cada uno de ellos perseguía un onagro (g≠r)
del desierto, pero el rey buscaba la tumba (g≠r) de la soledad; la
buscaba como morada y abatía gacelas para lavar sus manchas.
No busques onagros y gacelas en este turbio mundo, porque su
gacela es una mancha y su onagro una tumba7. Finalmente, vino
un onagro8 a un lado de la llanura y se dirigió hacia el rey
Bahrœm G≠r, quien comprendió que la angelical criatura le mos-
traba el camino del cielo. Espoleó el corcel en dirección al ona-
gro y lanzó al galope el veloz corredor. Se apresuró tras la caza
por el desierto, adentrándose en lugares de ruina. Volaba su cor-
cel alado, al que apenas podían seguir uno o dos escuderos.
Había en aquel lugar ruinoso una caverna más grata que un pozo
de hielo en el estío. Era una vorágine profunda como un pozo, a
la que nadie tenía acceso. El osado onagro penetró en ella a la
carrera y detrás fue el rey como un león. El corcel introdujo al
caballero en el profundo antro, entregando a la caverna el regio
tesoro. El antro se convirtió en un chambelán custodio del velo
para el rey y Bahrœm aceptó el abrazo del Amigo de la Caverna9.
Los escuderos que se ocupaban de protegerlo, se apostaron a la
entrada de la cueva. No podían introducirse en el antro a rastras,
ni volver atrás con la caza. Con un suspiro se dispusieron a guar-
dar la entrada, esperando que se alzara por alguna parte la pol-
vareda de la escolta. Pasó mucho tiempo antes de que apareciera
por todos lados. Buscaban al rey y, al ver la caverna, vieron la
Perla engullida por la Serpiente. Los escuderos refirieron cuanto
se ignoraba sobre la situación del rey del mundo, es decir, cómo
se lanzó contra la presa e introdujo al corcel por la angosta gar-
ganta. No les gustaron aquellas palabras, ni creyeron en ellas. Por
el contrario, dijeron: “Es una fantasía insensata. Un aserto de
necios. En nombre de Dios, ¿cómo podría el Soberano gallardo
entrar por tales angosturas?” No sabían que el Elefante de aquel
jardín había partido para el Indostán10 al ver el signo. El destino
había colocado en un callejón al gallardo, ¿quién puede deshacer
los entresijos del destino? A una señal del lugarteniente del trono
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comenzaron a golpear duramente a los escuderos. Pero, he aquí


que con los gritos de los jóvenes doloridos, se levantó de la caver-
na, como el humo, una polvareda, y con ella un grito: “El rey está
en la caverna.” “¡Volveos y pensad en el rey!” Algunos de sus
familiares más hábiles entraron a buscarlo en la gruta, pero no
encontraban el fondo y ninguno volvía. Muchas fueron las ara-
ñas que buscaron, pero la Mosca no apareció. Lavaron de cien
formas el antro con sus lágrimas y cien veces tornaron a explo-
rarlo. Al no ver al rey en la caverna se apostaron a la entrada
como la serpiente custodia11, bañaron de lágrimas los ojos y
comunicaron la noticia a la madre del rey. Llegó ella con el cora-
zón abrasado por haber perdido a un hijo tan grande. No buscó
al rey como los otros cortesanos, porque ella lo hacía con el alma
y ellos con la mirada. Buscó la Rosa y encontró espinas. Cuanto
más buscaba al hijo, menos lo encontraba. Derramó montañas de
oro para que excavasen la tierra. Excavó una fosa, pero no encon-
tró el tesoro. No pudo atraer del fondo del pozo a su José. Tan-
tas excavaciones ordenó realizar la anciana, que aquella tierra per-
manece aún toda rota, y los expertos que la conocen la llaman
Caverna de Bahrœm G≠r. Excavaron durante cuarenta días.
¿Cuántos hay en el mundo que excaven hasta tal punto una fosa?
Ahondaron hasta la fuente de las aguas, pero ni siquiera en sue-
ños lograron ver el tesoro, porque es difícil buscar en la tierra a
quien tiene ya el cielo por morada. En tierra quedan la piel y los
huesos, pero lo que es celeste se halla en el cielo. Todos los cuer-
pos que hay bajo el cielo tienen por primera madre a la tierra y
por segunda a la madre de sangre. La madre de sangre los cría
tiernamente, hasta que la madre tierra se los arrebata. Aunque
también el rey Bahrœm tuvo dos madres, la de la tierra fue para
él más amorosa. Lo tomó de forma que nunca lo devolvió a
nadie, ni permitió recurso alguno para recuperarlo a quienes que-
rían recurrir a algún procedimiento para ello. La madre de san-
gre se consumió de dolor y de luto por la iniquidad de la madre
tierra, pero cuando ya le ardía el cerebro, le llegó al oído el
sonido de una voz invisible: “¡Oh tú que te afanas ignoran-
te como un animal irracional, tú que vas buscando la
leche de los Pájaros del Más Allá!12 Dios te confió un
depósito, que ahora, cuando ha llegado el momen-
to, recupera. No te mates como los ignorantes
por decir adiós a un depósito que es de otro.

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¡Vuelve sobre tus pasos, atiende a tus cosas


y desiste de tu dolor! Al oír este mensaje de la
voz invisible, la madre separó su corazón de
Bahrœm. Fuese, y aquel corazón que tenía absorto en
el vínculo con el hijo, lo ocupó en las cosas de su hijo.
Entregó a los herederos la corona y el trono. No está
muerto aquel que tiene herederos.

¡Oh tú, que has narrado la historia de Bahrœm G≠r, ¿buscas quizás
la tumba (g≠r) de Bahrœm? ¡Desiste! Bahrœm G≠r no está ya entre
nosotros e incluso su tumba ha desaparecido. En cuanto a lo que
ves, que él imprimió con violencia en su tiempo una marca con su
nombre en el cuerpo de los onagros, no te entretengas en mirar las
marcas de los animales, mira más bien el final, la tumba y su marca.
Aunque quebrara las pezuñas de mil onagros, no pudo escapar a la
destrucción de la tumba. La casa de este bajo mundo tiene dos
puertas para que uno salga y otro entre al mismo tiempo. ¡Oh tú
que mides tres codos de tierra de altura y uno de ancho, cuatro son
los alambiques en el taller del tintorero!13 Cada bocado que digiere
tu estómago, lo tiñe de su color uno de los humores. De la cabeza
a los pies, del cuello a las orejas, no eres más que una envoltura
tomada en préstamo, que se fundamenta en cuatro humores. ¿Por
qué permites que descanse tu corazón en esos colores prestados que
luego hay que devolver? Los desaparecidos, del rostro velado, se han
liberado de esos olores y colores. Hasta que llegue la Resurrección
final14, nada descubrirá la mejilla oculta. La vida es espanto; la
noche, peligro; el prefecto de policía duerme mientras el ladrón
campa por su región. Los míseros mortales estas ahitos de tierra.
Los súbditos humildes se hallan sometidos a un bajo señorío. Si al
menos tú perteneces a un señor elevado, ¿por qué te exprimes la
sangre bajo el poder de otros? ¿Pretendes conquistar el cielo? Pues
bien, eleva el pie y huye de la tierra. Ve y no mires atrás en modo
alguno, para que no vuelvas a caer del cielo. Las estrellas son tus
collares, ¿qué otra cosa son, sino medios para alcanzar tus fines?
Eres el campo libre para la angustia universal. Eres la obra maestra
de esta fantasía del mundo. Todos se modelan a semejanza de ti,
¿por qué te preocupas en hallar auspicios de todos? Eres la luz que
les da vida y estás lejos de lo que los atrae. Excepto la única línea
que fija el punto de tu existencia, las restantes letras proceden todas
de tu cuaderno15. Eres el ángel custodio de la Creación, el que
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conoce la existencia del Creador. Mira a la magnanimidad para no


ser malvado; observa a los brutos, para no ser uno de ellos. Lo
único que posees es la facultad de evaluar el bien y el mal, y sólo
aspiras al reino de la Sabiduría. Llama a la puerta donde no existe
penuria de pan o transfórmate en lo que nadie se ha transformado.
Has visto cómo él16 ha caído, negado para la luz, lejos del cielo y
de los ángeles. La tierra hace las veces de copero del cielo y los
hombres son huéspedes de los ángeles. Aparta la vista de este mer-
cado de afanes. ¿Hasta cuándo vas a inmiscuirte en la tierra, el vien-
to, el fuego y el agua? ¿Cómo no ha de resultar angosta para el cora-
zón y el ojo una alcoba con cuatro chimeneas?17 El mundo es una
vía con dos entradas, como el camino de los carteristas. Es un cuá-
druple vínculo como el que oprime a los bribones18. Antes de que
te expulsen del pueblo, carga los colchones sobre la vaca y el equi-
paje sobre el asno, y parte. Marcha con el alma, porque la forma
corpórea es lenta; lleva poco equipaje, porque el corcel es veloz.
Cuando el extinto se encuentra en mala situación, el alma anhela
reencontrarse con el cuerpo. Mas, para quien conoce el origen de
su alma, ésta puede vivir sin el cuerpo. No pienses, forjador de pre-
textos, que no existen más que este y aquel mundo19, pues has de
saber que grande es la longitud y la anchura del Ser, y que lo que
hay en el fondo de cada uno de nosotros es como una caverna20.
Existen criaturas lejanas a éstas, ignorantes de tinieblas y de luz.
Muchos son los seres creados, sin duda, pero sólo uno es el Crea-
dor. Un solo cálamo ha redactado desde el primer principio el
escrito de las siete tablas del destino humano21; pero aunque fueran
no siete, sino cuatrocientas, estarían bajo un único imperio y con-
trol. Desde el primer punto hasta la última circunferencia del com-
pás divino, nada tiene lugar por obra de Uno más Uno. No mires
las dualidades ni sus conjunciones: mira la Unidad única en su ori-
gen. Toda dualidad se ha originado en principio de la unidad, y la
unidad es lo que queda cuando la dualidad desaparece. Todo el que
viene a este efímero mundo tiene que marcharse al final. El plácido
y sabio rodar de la bóveda celeste tarda en tomar la vida, pero
rápido es el acto de arrebatarla. No es un juez que se cebe con
los débiles, pero a nadie olvida a la hora de hacer cuentas.
Aunque te afanes con cien mil intrigas hábiles, no
lograrás comer más que tu parte de vida. El cielo
tiene una jofaina helada, ¿hasta cuándo harás de
fanfarrón sobre el hielo?22 El que giró como

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una rueda por el mundo, tuvo finalmente


que dejarlo todo y pasar. Este bajo mundo mata
sin motivo, porque la rueda celeste arrebata, insen-
sible, con su movimiento circular. Liberándote de las
metas inferiores de este mundo, vuelve a gozar de tu pro-
pia vida, para que, cuando te la arrebate una espada o una
flecha asesina, no sientas el dolor. Antes de pasar de este mundo,
llévate el alma para salvarla de la muerte. Haz humilde la casa y exi-
guo el alimento para salvar tu alma del mundo. En dos cosas resi-
de la salvación del hombre: en dar mucho o en contentarse con
poco. El que pone el pie en la vía de la grandeza gana fama en una
de estas dos glorias. Ningún epulón ha obtenido un alto grado
espiritual, ningún avaro ha llegado alto. El látigo del policía, que
deja marca, está concebido para quienes codician hasta la limosna
de la leche batida23. ¿Existe en algún pueblo del mundo alguien tan
refinado que considere la bondad superior a cualquier precio? Son
muchos los altos y los humildes, pero este mundo no esta reserva-
do ni a los unos ni a los otros. ¿Cómo se puede poner el corazón
en un oficio que lleva en sus entrañas tu propia dimisión?24 Consi-
dera, vil todo edificio bajo la capa del cielo, porque es lábil tierra.
Huye de su red sin tardanza, porque tu púlpito es un patíbulo. ¡No
seas temerario! Es locura subir vivo a un patíbulo: basta con un
Jesús para subir vivo a la cruz 25. Si un ser terreno llegara a la más
alta esfera celeste, la tierra lo atraería a la tierra. Si alguien elevara
su corona hasta las estrellas y sometiera a tributo al mundo entero,
lo verías muerto una noche, con la cabeza reclinada después de
sufrir padecimientos. No existe arcilla terrena sin la teja de la irre-
flexión y el tesoro que ella guarda no carece de serpiente. ¿Has visto
alguna vez dátiles sin espinas? ¿Conoces amables gemas que no ten-
gan serpientes? La regla de todas las cosas buenas y malas que hay
en el mundo es el veneno en la miel y la miel en el veneno. ¿Quién
come un dulce y no sufre después un dolor? La dulzura y el dolor
del mundo se siguen y se encuentran juntos en un aliento y en la
cola de una mosca26. Dentro del velo de las tinieblas y la luz, la
humilde asna no está lejos del potrillo que llevó a Jesús. ¿Quién alzó
jamás un trono en el mundo que al final no arrebatara inexorable-
mente la tierra? ¡Señor, danos lo que procura bienestar, pero no nos
conduce al final al arrepentimiento! Abre a NiΩœm| la puerta de la
generosidad y hazle un lugar al abrigo de tu corte. Si le has dado
una buena fama en principio, ¡dale, al final, un buen fin!»
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NOTAS
1
Se trata del propio NiΩœm|, autor del poema (collar de perlas) o del «genio»
que lo ha inspirado.
2
Cuando Bahrœm recibió esas señales durante sus visitas a los siete pabellones,
donde se había entregado a grandes libaciones, su razón le advirtió de la tran-
sitoriedad de la vida terrena.
3
El pabellón del mundo está tapizado de imágenes de colores que son las ilu-
siones de los bienes terrenales.
4
Møbad es el jefe de los magos, una especie de «obispo» zoroástrico.
5
Un templo zoroástrico.
6
«Brotaron los jazmines sobre las violetas» significa que comenzó a encanecer.
Obviamente, el Ciprés es Bahrœm.
7
Juego de palabras basado en el doble significado del término persa g≠r, «onagro»,
«caverna, tumba». El sentido genérico de la máxima es que no han de buscarse
los bienes terrenales, porque el apego a ellos es a fin de cuentas muerte interior.
8
«Onagro», símbolo de fuerza y vigor (en particular, vigor sexual) es el epíteto que
atribuye la tradición a Bahrœm, de quien, por otra parte, subraya la predilección
por el onagro como presa, además de su misteriosa muerte en la caverna (g≠r).
9
El Amigo de la Caverna es un título que la tradición islámica suele dar a Ab≠
Bakr, el primer califa ortodoxo, siguiendo la leyenda según la cual Muham-
mad se escondió en una caverna durante la emigración a Medina, junto a su
fiel Ab≠ Bakr, para huir de la persecución de sus conciudadanos. Natural-
mente, la alusión permite a NiΩœm| varios juegos de palabras y conceptos.
10
El Hind≠stœn suele indicar en la poesía mística tradicional de Persia la «patria
primigenia», a la que el alma desea retornar, simbolizada por un elefante
indio «exiliado».
11
La asociación simbólica entre la serpiente-dragón, ser telúrico, y la caverna, el
mundo subterráneo, está presente, como es bien sabido, en muchas tradiciones.
12
La «leche de los Pájaros» es lo inexistente, lo imposible por excelencia.
13
Los «cuatro alambiques del tintorero» pueden simbolizar los cuatro elementos
que componen nuestro cuerpo, hecho de poca tierra («tres codos por uno»).
14
Hasta que llegue el Día de la Resurrección no habrá más que peligros e
incertidumbres. Sobre el problema del estado intermedio entre muerte y
Resurrección se produjeron numerosas discusiones en la teología islá-
mica (como en la cristiana).
15
Todo el periodo se centra en la idea de que el hombre es el
príncipe de la creación, por eso se contrapone la angustia
de las otras criaturas a la suya, con la razón y la ampli-
tud de sus potencias.

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226

16
«Él ha caído» se refiere a Bahrœm.
17
También las «cuatro chimeneas» pueden aludir a los cua-
tro elementos que forman este cosmos aparentemente gran-
de (en realidad, «una alcoba»).
18
La transitoriedad del mundo terrenal y su condición de vínculo, de
prisión para el ser humano, se expresan, respectivamente, con la metá-
fora del camino de doble entrada, como los que asolan los ladrones (antes
NiΩœm| había comparado este mundo a «una casa de dos puertas», véase
pág. 232), y de las cadenas que inmovilizan a los criminales, jugando en este
párrafo con el término cœrband, «mundo», que significa literalmente «cuatro
vínculos».
19
Este pasaje, muy discutido, posee un interés especial para la historia cultural
del Irán islámico, porque parece esbozar una teoría (relativamente rara en el
mundo tradicional) de la existencia de una pluralidad de universos: no sólo
éste, el de la tierra, y el del más allá como piensa el imaginario interlocutor de
NiΩœm|. Aunque se trata de una alusión a universos cualitativamente distintos
(donde habitan criaturas «ignorantes de tinieblas y de luces»), la afirmación
transgrede la unicidad del cosmos en esferas cerradas, propia de la concepción
tolemaica. (Véase el artículo de A. Bausani, “Nizœm| di Gangia e la pluralità
dei mondi,” en «RIV. DI STUDI ORIENTALI», XLVI, 1973, págs. 197-215).
20
«Lo que hay en el fondo de cada uno de nosotros es como una caverna». La
frase podría traducirse también e incluso mejor como «y, sin embargo, sólo
pensamos en esta caverna».
21
Las «siete tablas» son probablemente los Siete Cielos que influyen en el des-
tino humano.
22
Imagen de significado oscuro.
23
La «leche batida» es el d≠g, véase nota 3, pág. 47. El avaro incluso de leche
batida (dado su escaso precio) lo es en alto grado.
24
El mundo, los bienes terrenales, se comparan a un cargo que lleva en sí
mismo las condiciones de su dimisión, lo que equivale a decir: ¿cómo puedes
sentir apego por lo que lleva en sí el germen de tu destrucción?
25
Se pone en guardia al interlocutor imaginario de NiΩœm|: lo que le parece un
púlpito –un minbœr, la cátedra con escalones de la mezquita, desde donde se
pronuncia el sermón público– no es otra cosa que un patíbulo. Y subir al
patíbulo es la suprema ignominia. La idea de la aceptación voluntaria del
patíbulo y del valor redentor de la muerte de Cristo en la cruz ha sido siem-
pre inaceptable tanto para los musulmanes como para los mazdeos.
26
Continúa la ilustración de la sentencia inicial: «en este mundo el veneno es
miel y la miel veneno». El bien y el mal se encuentran unidos en todas par-
tes, incluso en la cosa más pequeña y menos palpable como el aliento o la
cola de una mosca.
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Invocación a la fortuna del Rey y clausura del libro


Puesto que reluciente ha salido de la prueba del cuño la moneda
de este nativo de Ganja, de bizantinas operaciones1, he imprimi-
do sobre ella el nombre de un soberano2 por cuya imagen
adquiere mi mano honor y lustre; un rey de manto chino y coro-
na de Bizancio, a quien la China paga tasas y Bizancio tributos,
que por su profundidad ha obtenido en todas las ciencias la faus-
ta fortuna de Jesús y el intelecto de Bujt|≤≠’ 3. El cielo se sostiene
sobre el beso de su tierra, la creación existe en virtud de su glo-
ria. De la tierra al éter todo son heces y espumas, pero él es puro,
porque se sustancia en el honor. Cuando dona dinero a sus men-
digos, el oro de Egipto supera a las arenas de Arabia. Su coraza
arrebata de la mano la lanza a la Aurora y su lanza deshace los
anillos de la coraza de la Luna4. Las seis direcciones son el férreo
entramado de su cota de malla y los siete cielos son el nudo de
su lazo. ¡Oh tú, en cuya generosidad espera NiΩœm|! ¡Tú, de
quien dependen las vueltas de la esfera del destino, que eres supe-
rior a todos y, como un ángel, te ciernes sobre ellos en el firma-
mento! Justo es que se te dedique este libro, ya que de ti proce-
de la fama. Ahora que su rubí ha sido engastado en su corona, lo
he vinculado a ti, por temor a que me lo roben, porque si resul-
ta grato a tu oído, alzará su cabeza orgulloso como tu trono. Te
he dado la fruta recogida en el jardín del corazón, tierna y dulce
como la miel en la leche: a los que miran las cosas externas, su
exterior les parece gracioso, pero los que miran dentro encuen-
tran sustancia nutricia. Posee un cofre lleno de perlas, que tiene
en la metáfora la llave: y en él relumbra el collar de perlas5 cuan-
do la llave deshace el nudo, porque todo lo que de bueno y de
malo contienen sus versos es símbolo, alusión y sabiduría6. He
revestido de larga túnica aquello que tenía el cuerpo vestido de
ropas cortas y he recortado con mi arte lo que era demasiado
largo, para presentártelo como don finísimo. ¡He aquí, pues, sus
huesos bien untados y su dulce sustancia! Para que pudieras
reparar en su belleza, lo he adornado de todas las virtudes
manifiestas: de ahí las distintas fascinadoras de corazo-
nes intocadas, vírgenes como el rostro del capullo
bajo la seda del pétalo. Un hemistiquio es de oro;
el otro, de gemas, vacío de pretensiones, lleno
de sentido, para que sepan todos que de mi

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228

mundo íntimo y maravilloso puedo decir


lo que quiero en dos palabras. En cuanto a los
amplios ornamentos que he colgado de las siete
casas de plata del Misterio7, su finalidad era que el
ojo encontrara reposo en su amplitud. Y si sobre los
amplios tapices he dado soberbia osadía al oído y al ojo,
han sido las hermosas de ojos sutiles de mi Espíritu quienes
han escondido el rostro ante la avidez de las miradas8. Todo el
que abra esta mina encontrará oro, pues quien encuentre su puer-
ta (dur) encontrará perlas (dor), y como soy pintor de cálamo
azucarado, que sacude los dátiles frescos de la palmera de este
santuario, la caña de mi pluma ha elevado el húmedo jacinto
desde el prado sembrado del Arte hasta Mercurio, y la Virgen
Espiga se ha apropiado de su jacinto, aunque diga el proverbio
que el narrador no ama a sus rivales9. Puesto que yo, desde el cas-
tillo de mi resignada pobreza, he colocado un tesoro ante el Rey,
el R≠|ndez me es deudor del pago de su lícito precio, pero no es
un deudor que, vacío y hambriento, sea fortaleza (dez) de bronce
(r≠|n) por falta de plata, porque el hierro poderoso de aquella
estrecha garganta ha volcado cien parasangas de rubíes y dia-
mantes; rubíes en las manos de los amigos y diamantes afilados
para los pies de los enemigos. Aquella no es Fortaleza, sino la
Caaba de los musulmanes, la Jerusalén de los peregrinos espiri-
tuales, el Clavo de Oro y el Centro de la Tierra, y se llama «Cas-
tillo de Bronce» sólo por su solidez10. Todos se allegan a obse-
quiarlo de una punta a otra de la tierra, incluso la coraza de
Zereh11 ha sido arrebatada por él. El Monte de la Misericordia no
es otra cosa que una puerta de ese santuario. Ab≠ Qubays es sólo
un arco de su bóveda12. ¡Sea eterna la línea de este compás a
causa de ese sol excelso que, del compás, mantiene el centro esta-
ble! Cuando los guerreros se encuentran en el castillo asediado,
suelen sujetar una carta a la paloma para que la lleve hasta el que
debe acudir en su socorro; yo, que en la prisión de mi ciudad13
he cerrado por todos lados la posibilidad de huir, he atado mi
carta al pájaro mensajero y, si éste es capaz de llevarla hasta el
Rey, seré libre. ¡Oh tú, de cuya puerta fue esclavo el firmamento,
tú, que estás oculto bajo las ropas de seda y eres ocultador de
pecados, puesto que tu Fortuna ha venido en mi ayuda, mira la
magia que mi genio ha creado!
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En el año quinientos noventa y tres14 acabé de componer este


escrito como los antiguos y famosos sabios, en el décimo cuar-
to día del mes del Ayuno15, pasadas las cuatro horas del día. ¡Sea
bendita esta composición mientras te sientes en tu excelso
trono! ¡Bebas tú el Agua de la Vida de sus versos y vivas eterna-
mente como Ji∂r por el Agua de la Vida!16 ¡Oh tú, a quien augu-
ro una vida eterna en el reino y su posesión durante una larga
vida en medio del júbilo! No te irrites conmigo y permite que
te hable de un punto sutil del que espero sepas perdonarme.
Aunque te alegres en tus variados festines, éste es el auténtico
festín; todo lo que se cuenta, perlas y tesoros, no es nada; ésta
la paz, lo demás es tormento. Tales cosas, aunque duren cien o
quinientos años, desaparecen –¡ojalá vivas largamente!–, mien-
tras que este tesoro, que ennoblece tu corte, dura siempre y
siempre te acompaña.

Estas palabras nutridas de sabiduría quiero cerrar invocando


sobre ti este augurio: ¡Ojalá seas afortunado allí donde te
encuentres y el firmamento te sirva de palafrenero! ¡Ojalá aumen-
te siempre tu Fortuna y esté tu final lleno de beatitud!

NOTAS
1
Juego de palabras entre Ganja, patria del poeta, en el actual Azerbaiyán, y
R≠m, que indica la zona geográfica de Anatolia y a veces la propia Constanti-
nopla, es decir, el imperio bizantino.
2
Se trata naturalmente del soberano Körp Arslœn. El «manto chino» y la
«corona de Bizancio» aluden a la extensión de su reino, que se extiende de
Oriente a Occidente.
3
Bujt|≤≠’ es el nombre de dos famosos médicos cristianos (nestorianos) de la
escuela médica de ¥undœ-≥œp≠r, en Mesopotamia, fundada en el siglo VI, época
sasánida, que también floreció en la época islámica, especialmente bajo los
primeros abasíes (siglos VIII-IX). El nombre, que significa «Jesús ha libera-
do» o «ha salvado», se convirtió en símbolo de «sabiduría», que juega aquí
con el nombre de Jesús.
4
El oro egipcio, como el del Magreb, se apreciaba de modo particular,
por eso se habla de él para elogiar la munificencia del soberano. Su
coraza es tan espléndida que se superpone al fulgor de los rayos
del sol naciente («arrebata de la mano la lanza a la Aurora»)
y su lanza se eleva tan alto que toca la Luna (la red de los
rayos lunares se compara con una cota de malla). Las
seis direcciones, es decir, los extremos de las tres

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dimensiones del espacio (cf. nota 4, pág. 35), se con-


vierten, en una cadena de hipérboles, en las líneas del
férreo entramado de la armadura real, mientras que la cir-
cularidad de las esferas celestes se parangona a un nudo de su
lazo.
5
Puesto que el poema de NiΩœm| es simbólico, para comprenderlo en
profundidad es necesario interpretarlo como una metáfora: sólo así se
mostrará plenamente a la luz su poesía («collar de perlas»).
6
Es una alusión transparente al valor no sólo estético, sino ante todo sapien-
cial, que confería NiΩœm| tanto al poema como a toda su obra.
7
Las «siete casas de plata del Misterio» pueden ser alusiones a los siete pabe-
llones «planetarios».
8
NiΩœm| sostiene que si ha descrito profusamente las bellezas del mundo sen-
sorial, lo ha hecho, en realidad, como pantalla entre el significado espiritual
de sus palabras poéticas y «la avidez de las miradas» externas.
9
Juego conceptual fundamentado en el hecho de que Mercurio es el patrón de
los escritores y los artistas y, por tanto, narrador él mismo, y porque su cons-
telación zodiacal de honor es la Virgen (Espiga), cuyo nombre persa es Sun-
bula, que juega con el término sunbul, «jacinto».
10
Al acabar el poema, NiΩœm| invoca, conforme a la tradición, la generosidad
del soberano a quien lo dedica. La petición de recompensa sólo puede pasar
por una serie de hipérboles relativas a la riqueza y munificencia del rey. En
primer lugar, llama R≠|ndez al palacio del príncipe, es decir, «castillo de bron-
ce» (o de «cobre»), nombre que para la tradición irania sugiere un castillo
potente, temible y misterioso (cf. nota 6, pág. 164). Indudablemente, se des-
compone después el término R≠|ndez, donde «r≠|n» (bronce, cobre) no está
para indicar un metal inferior a la plata, sino la idea de solidez. El lugar es,
además, fuente de riquezas sin cuento, de gemas y rubíes que son, en reali-
dad, riquezas espirituales. De hecho, la meta última del viaje espiritual es el
Oro y el Centro (Clavo de Oro).
11
Zereh es, en la epopeya irania antigua, el nombre de un pariente de Œfrœsiyœb,
que fue el causante de la muerte de Siyœvosh (véase nota 5, pág. 216). El
nombre resulta fonéticamente idéntico a zereh, «coraza».
12
«Monte de la Misericordia», en árabe ¥abal al-ra™ma, es uno de los lugares
sagrados de La Meca, ante el que se desarrolla una de las ceremonias culmi-
nantes de la peregrinación islámica. Aquí se aplica hiperbólicamente como
elogio de la corte del príncipe patrón de NiΩœm|, junto al de otros lugares
sagrados o famosos. Ab≠ Qubays es una montaña próxima a La Meca en el
territorio sagrado.
13
Las siete princesas es una obra de la edad madura de NiΩœm|. Puede que en esta
representación de su ciudad como «prisión» deba entenderse una alusión a
su propia vejez, que lo mantiene recluido en ella. Pero es más probable que
se trate sólo de un juego de imágenes, cuya idea central reside en la necesi-
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dad de que el mensaje del poeta llegue a su destino (sea recibido por el sobe-
rano y recompensado con generosidad), del mismo modo que el mensaje del
prisionero necesita llegar al exterior para que lo reciban sus salvadores.
14
El año 1197 después de Cristo.
15
El mes del Ayuno es el mes de Rama∂œn, noveno mes del calendario musul-
mán que, como se sabe, es un calendario lunar.
16
Sobre Ji∂r y el Agua de la Vida, véase nota 10, pág. 52.

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Nizami Ganjavi
LAS SIETE PRINCESAS
colección ALQUITARA

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