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Fabiana Margolis

El secreto de Dalila
Ilustrado por Hebe Gardes

Se llamaba Dalila.
Llegó por primera vez al colegio un miércoles, un frío día de fines de
mayo. Como las clases ya habían empezado, la directora fue con ella hasta el
aula, para presentarla a sus compañeros.
“Dalila se quedará sólo unos meses con nosotros”, explicó con esa voz
almidonada y almibarada, la misma que acostumbraba usar en los discursos
de las fiestas patrias. Después de carraspear, contó que debido al trabajo de
sus padres, Dalila se veía obligada a viajar mucho. “Seguramente”, agregó,
“ella tendrá muchas cosas interesantes para compartir con nosotros”.
Todos se quedaron callados, como si Dalila en vez de llegar ya se estu-
viera yendo y su ausencia se volviera asfixiante. Dalila parecía hechizar a
todos con su presencia, con su mirada aterciopelada, con su especial manera
de sonreír.
Texto © 2010 Fabiana Margolis. Imagen © 2010 Hebe Gardes. Permitida la reproducción no comercial, para
uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los
autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:
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Fabiana Margolis - El secreto de Dalila
A Maxi también.
Se quedó mirándola embobado, incluso mucho tiempo después de
que ella se sentara y empezara a copiar lo que en ese momento dictaba la
profesora de música, seguramente una explicación sobre las corcheas y las
semicorcheas. O algo así.
Maxi trató de imaginar qué fantástica profesión obligaría a sus padres
a viajar tanto.
¿Serían artistas? Tal vez magos. O, por qué no, integrantes de un circo
ambulante.

II

Los días que siguieron, Maxi no pudo dejar de admirarla de lejos.


Dalila no sólo era hermosa: era perfecta, y él no sabía cómo hacer
para acercarse. Tenía y no tenía ganas, como si el hecho de estar muy cerca
de ella rompiera el hechizo que lo hacía maravillarse cuando la observaba de
lejos, en silencio. Todos los chicos querían tener su oportunidad de invitarla
a salir antes de que Dalila se marchara para siempre del colegio. Despertaba
una fascinación de la que era imposible apartarse.
A veces un año es muy poco tiempo, pensaba con tristeza Maxi, a
quien los meses escolares siempre le habían resultado interminables.
Sin embargo, la oportunidad para acercarse se le presentó un tiempo
después, de la manera menos pensada: la profesora de música los invitó a
los dos a participar en uno de los actos de la escuela. Dalila tenía una voz
hermosa y Maxi tocaba bastante bien la guitarra.
En otro momento, Maxi se hubiera negado, inventando cualquier
excusa, porque los actos y él eran absolutamente incompatibles.
— Claro —dijo esa vez, y aquella misma tarde comenzó a ensayar.

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Fabiana Margolis - El secreto de Dalila
III

Algunos días, sobre todo cuando ya faltaba poco para el acto, los saca-
ban de las clases para que pudieran ensayar juntos. Maxi no tenía ni idea
de lo que tocaba y ni siquiera sabía qué decía la letra de la canción: sólo la
escuchaba cantar, y con eso le alcanzaba.
Unos días antes del acto, Dalila lo invitó a su casa para terminar de
ensayar la parte más difícil, en la que los dos cantaban a dúo. Fue ahí cuando
Maxi descubrió que nadie en su familia sabía hacer trucos de magia, ni tam-
poco formaban parte de ningún circo ambulante. Su papá era un distin-
guido diplomático, y por eso vivían viajando de una ciudad a otra.
— El viaje se adelantó —le contó esa tarde Dalila, entornando sus
ojos verdes– Esta vez, nos vamos a París.
Pero su voz no sonaba muy entusiasmada.
— No voy a estar para el acto —agregó ella, entristecida.
Sin embargo, en lo que menos pensaba Maxi era en el acto de la escuela.
Sólo podía pensar en que los días se habían pasado demasiado rápido.
Entonces, cuando comprendió que ésa iba a ser su última oportuni-
dad, fue cuando se animó a confesarle que la quería. Mucho, tal vez dema-
siado.
Ella lo miró sin decir nada. Ahí mismo agarró unas tijeras que estaban
sobre la mesa y empezó a cortarse el cabello con furia, tirando los mechones
dorados al suelo, hasta formar una cascada clara a sus pies.
Maxi se quedó mudo, boquiabierto, sin saber qué hacer.
— Ya está —dijo ella. Y, encogiéndose de hombros, agregó—. Vuelve
a crecer enseguida.
Al día siguiente, que era el último para ella, Dalila apareció con una
melena cortita y despeinada; casi parecía un varón si uno la miraba de
atrás.
Era cierto.
Su encanto pareció desaparecer, esfumarse de a poco como las hojas
de los árboles en invierno. De pronto, cuando uno quiere acordarse y mira

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para arriba ya no están, y sólo quedan las ramas desnudas.
Dalila había dejado de despertar en los demás aquella fascinación
inexplicable. Ya no cautivaba con su mirada ni provocaba en los chicos esos
enormes deseos de acercarse para hablarle.
Era como si el hechizo se hubiera quebrado.
Ese mismo día se despidieron.
Dalila se marchó tranquila, con su melena cortita ondeando al viento,
segura de que nadie la extrañaría.
Sin embargo, Maxi nunca pudo olvidarla del todo. Se deshizo de
muchas cosas cuando terminaron las clases, pero no de ese mechón de cabe-
llo rubio, de una belleza extraña y poderosa, que todavía guarda en el bolsi-
llo de su guardapolvo.

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