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ARTE EN LA REGIÓN DE MURCIA

De la Reconquista a la Ilustración
Alumno: Jesús Sánchez Balaguer
RESUMEN CAPÍTULO VII.- El Siglo XVII y el primer Barroco

Exaltación de lo religioso
En 1563 falleció Quijano y finalizó también el Concilio de Trento. La reorganización de la Iglesia y
las disposiciones dadas en este concilio tuvieron en la diócesis como intérprete al obispo Sancho
Dávila y Toledo, el cual creó el Seminario de San Fulgencio, apoyó las tradiciones hagiográficas
locales, como la devoción a los Cuatro Santos de Cartagena y la veneración singular por las
reliquias y su constante preocupación por los asuntos diocesanos. Todo esto orientaría
definitivamente las artes hacia la exaltación de lo religioso y lo devocional. Ordenó los asuntos
eclesiásticos por medio de la Visita pastoral, inspirada por Trento. Este documento refleja el cambio
de mentalidad de la jerarquía eclesiástica que siguió al famoso sínodo, pues los prelados se
ocuparon de las artes como medio de comunicación social y cauce de transmisión de los misterios
de la religión y de la iglesia.
El mundo conventual fue definiendo la imagen de nuestras ciudades como palacios de la fe,
promovidos por eclesiásticos, por aristócratas deseosos de alcanzar la gloria eterna en algunos de
sus espacios y por reformadores dispuestos a difundir sus nuevos idearios al calor de la piedad
colectiva. Lo religioso estaba en todos los ámbitos de la vida, y así la iglesia consolidó su
protagonismo en la historia y el arte respondió a esas necesidades de mostrar su absoluta primacía.
Pintores como Pedro Orrente, Mateo Gilarte, Acevedo, Suárez y los Vila fueron fieles traductores de
esas inquietudes y modestos escultores fueron requeridos para dar forma a devociones personales o
colectivas. La jerarquía eclesiástica fomentó la difusión de experiencias personales vividas en el
silencio del convento o permitió el desarrollo escénico de la piedad en un marco episódico que
hundía sus raíces en el teatro medieval y en los grupos alegóricos del Corpus. Así, surgieron los
pasos e imágenes procesionales promovidos por asociaciones de fieles, algunos gremios, tutelados
por la jerarquía eclesiástica que cedía sus recintos para esas actividades.
Las artes durante el siglo XVII tuvieron un desigual desarrollo. La arquitectura aún dio ejemplos
como el trascoro de la catedral, el convento de Santa Clara la Real de Murcia, el de San José de
Caravaca o el santuario de la Vera Cruz, también de la misma ciudad. La pintura reunió a un grupo
de profesionales con centros en Murcia y Lorca. La Corona envió arquitectos e ingenieros para
paliar los efectos devastadores de las inundaciones del Segura y para levantar diques, muelles y
fortificaciones en la costa. La escultura murciana quedó relegada a ser un apéndice menor de
Granada, tierra de buenos maestros. Tras el incendio de la sacristía de la catedral de Murcia, el
escultor Gabriel Pérez de Mena, sobrinos del granadino Pedro de Mena y Medrano fue el encargado
de su reconstrucción.
La riada de San Calixto en 1651 hizo necesaria la reposición de muebles dañados y objetos
litúrgicos, así como la reparación de viejas fábricas dañadas. A su vez la Corona dio instrucciones
para modernizar la base naval de Cartagena. Todo esto dio lugar a un intenso desarrollo artístico.
El arquitecto carmelita fray Alberto de la Madre de Dios hizo las trazas del convento masculino de
su orden y las del templo de la Santa Cruz, ambos en Caravaca. Llegaron también expertos en
materia hidráulica como Melchor de Luzón o el arquitecto jesuita murciano Francisco Bautista, y un
buen número de ingenieros militares y profesionales en obras de defensa, para los proyectos de
Cartagena.
Arquitectura y espiritualidad
La catedral y el triunfo de la Inmaculada
Fray Antonio de Trejo Paniagua, general de la Orden franciscana y embajador de la monarquía ante
la Santa Sede diseñó el programa para la declaración oficial y dogmática del misterio de la
Inmaculada Concepción. Se escogió para ello el trascoro catedralicio. Poética alusión a la Virgen:
ianua coeli (puerta del cielo). La Inmaculada, procedente de un taller madrileño, de vibrante
colorido y engaste de pedrería, se situó en un lugar preferente. Junto a ella unos ángeles mancebos
para sugerir su celestial aparición. De una inicial devoción personal se convirtió en un poderoso
aliado para conjurar las periódicas catástrofes de la climatología local, sacándola en rogativas por
las calles de la ciudad. Trejo introdujo mármoles de distinto color, principalmente blanco y verde
oscuro, según las modas de las capillas italianas. En 1625 Miguel de Madariaga, Alonso de Toledo,
Bartolomé Sánchez y el escultor Cristóbal de Salazar se hicieron cargo del proyecto, cuyo autor de
la traza es desconocido. El el ático del retablo, la Santa Faz y los bustos de San Pedro y de San
Pablo; también esculturas de los santos franciscanos y unos pequeños relicarios.
En 1653, con la contribución económica del obispo Diego Martínez Zarzosa, se remozaron las
bóvedas del trascoro con la intervención de Antonio García de la Vega. Diez años después el
cabildo encargó al ingeniero aragonés Melchor de Luzón el proyecto de reforma del claustro,
ejecutado por Jusepe Pérez y Julián Picazo. En 1683 se realizó el enlosado del templo con mármol
de Génova y Macael, por José Vallés y la total restauración “en correspondencia de la obra antigua”
emprendida por el arquitecto montañés Toribio Martínez de la Vega en la sacristía, tras el incendio
de 1689.
Arquitectura y relicario
El culto y veneración de las reliquias ha sido uno de los fenómenos más significativos que ha
inducido en la creación arquitectónica. En todas las culturas y religiones han existido objetos y
piezas que han llamado la atención de los hombres y han servido de referencia para sus
manifestaciones rituales y creencias, ocasionando itinerarios de peregrinación como el de la Vera
Cruz de Caravaca. La Orden de Santiago apoyó este culto, convirtiendo la villa de Caravaca en uno
de los centros más importantes de su actividad. El templo de la Vera Cruz fue la construcción
religiosa más destacada y monumental levantada en el siglo XVII en el obispado de Cartagena. Fue
proyectada por fray Alberto de la Madre de Dios, discípulo de Francisco de Mora, en 1613. Lo más
complejo del desarrollo fue la obligación de insertar el nuevo templo en la torre del castillo, es
decir, el lugar donde en la Edad Media se produjo el milagroso acontecimiento de aparecer la doble
cruz. La cabecera del templo aparece inscrita dentro de la caja de una de las torres del alcázar. Sobre
el espacio del altar se alza la capilla de la aparición y ambos se abren al crucero con dos arcos
superpuestos en esviaje. Los volúmenes cilíndrico del tambor y hemisférico de la cúpula no
trascienden al exterior. La torre, donde se inserta el presbiterio y la superpuesta capilla de la
Aparición, se levanta aún más por encima de los volúmenes escalonados del templo y enfatiza la
verticalidad como último elemento que se superpone por encima de la montaña sagrada al encuentro
con el cielo.
Espacio unificado y arquitectura sagrada
El modelo sencillo y homogéneo de las iglesias murcianas del siglo XVII responde al sentido
estricto de la función del edificio. Las autoridades eclesiásticas hicieron valer todo el peso de su
poder e influencia para la ejecución de una arquitectura que tenía que expresar adecuadamente los
mensajes de la Iglesia y acomodarse a la función perseguida en el edificio sagrado. El modelo
establecido obedecía al esquema de nave única con capillas entre contrafuertes y comunicadas por
un estrecho pasillo, herencia de la planta jesuítica. La preeminencia de la cúpula se convirtió en un
motivo recurrente de la arquitectura cristiana, difundido desde la capital del mundo católico, y viene
a resaltar la zona del presbiterio como centro fundamental del culto y de la liturgia. Tal elemento
constructivo el el fin de un recorrido en el que los fieles recorren la nave del templo como un
camino simbólico que concluye en la culminación del espacio sagrado, lugar privilegiado por la
elevación de la cúpula delante del altar. En el exterior, la portada a los pies de la iglesia y los
laterales de la misma deparaban unos signos visibles de la importancia de esos umbrales,
considerados como puerta del cielo, según reza textualmente la inscripción latina sobre la puerta de
la parroquia de San Martín de Callosa de Segura. Como materiales de construcción se utilizó el
ladrillo, reservando la cantería para ciertos monumentos muy singulares o para aquellas partes muy
significadas de las nuevas construcciones. La utilización del ladrillo puso a prueba la habilidad de
los profesionales para obtener de un material tan pobre paramentos y superficies moldeables en las
que verter las formas sugerentes del Barroco. Las superficies se enmascaraban con capas de estuco
creando texturas ciertamente bellas y enriquecidas con ciertos juegos ornamentales. En el exterior
se siguió utilizando la piedra, que contrastaba con la nobleza de la cantería en las portadas con los
muros de ladrillo. Se construyeron nuevas parroquias (algunas que estaban en estado ruinoso),
como la Asunción de Cieza, donde trabajó el maestro Diego de Villabona, que había intervenido en
la colegial de Lorca y en Santiago de Orihuela; estructura de tres naves, monumentalidad interior y
severidad desornamentada, San Juan Bautista en Lorca y San Miguel en Murcia, ésta de nave única
con capillas comunicadas, según modelo de la Contrarreforma y con techumbre mudéjar.
Las parroquias se habían convertido en los símbolos de las ciudades y la vida de los fieles estaba
regulada por esos centros de culto. Los tañidos de las campanas invitaban a la oración y convocaban
a las ceremonias litúrgicas, pero también marcaban el discurrir del tiempo, el transcurso de las
labores agrícolas o anunciaban los momentos de peligro y los acontecimientos festivos. Debían ser
visibles en la lejanía.
En Cartagena sólo existía una parroquia en las laderas del cerro del castillo de la Concepción. Se
conoce como catedral antigua y tiene una historia irregular y compleja, con destrucciones, excesivas
remodelaciones y un estado ruinoso. Su estructura responde a la de un templo de tres naves, cercano
alas características de iglesia de planta salón. En algunos núcleos rurales del Campo de Cartagena
se fundaron parroquias, a partir de viejas ermitas, como en Fuente Álamo (1582), Torre Pacheco
(1603) y La Palma, Pozo Estrecho y Alumbres en 1699. En el caso de Torre Pacheco, lugar que
recibió en herencia el deán de la catedral, Luis Pacheco y Arróniz, quien construyó una vivienda
señorial. La ermita adosada al palacete, tras convertirse en parroquia, fue ampliándose con el
transcurso de los años; incluso, la puerta de la antigua casona fue utilizada como acceso principal al
templo, posiblemente obra del cantero Pedro Milanés.
Los rostros de la colegiata de San Patricio
A comienzos del siglo XVII estuvo al frente de esa construcción Diego de Villabona, que alternaba
estos trabajos con otros en Murcia, Orihuela y Cieza. El perímetro del edificio fue proyectado en su
momento por Jerónimo Quijano y Andrés de Bonaga ejecutó la nave septentrional del crucero y su
correspondiente puerta en 1627. En 1694, bajo la dirección de José Vallés, se inició la fachada
principal, una de las piezas que por su monumentalidad y dimensiones constituye una de las
referencias del Barroco regional y del arte murciano. El conjunto presenta una concatenación de
calles verticales y bandas horizontales escalonadas que vienen a reflejar los espacios interiores en
que se estructura el alzado de la colegial. La silueta del frontis es una formidable estructura pétrea
que no oculta el buque del templo, sino que subraya la sucesión ascendente desde las capillas
laterales de los extyremos, pasando por las naves secundarias, hasta el remate espacial de la nave
central. Los sobresalientes órdenes clarifican el inmenso muro y actúan como contrafuertes.
Estilísticamente, contrastan los paramentos lisos con una decoración concentrada en puntos muy
precisos. La fachada lorquina se inspiró en la de Murcia, compitiendo así con la catedral. Terminada
en 1710 fue el más relevante frontis del obispado de Cartagena, ya que la fachada de Murcia
amenazaba ruina y no estaba terminada. El cabildo de la catedral se resistía a colaborar
económicamente, pues veía un peligro en que Lorca pudiera pasar a tener obispado propio, igual
que Orihuela.
Los palacios de la fe
Las órdenes religiosas tuvieron una incidencia acusada durante el siglo XVII. A los conventos
existentes del siglo anterior se sumaron más de 20, en Murcia, Cartagena, Lorca, Cieza, Caravaca y
Mula. Estos recintos eran como unos microcosmos, con los medios necesarios para la vida en
común. La fundación de un convento no significaba la inmediata construcción del mismo, pues la
mayoría de las veces ocupaba un lugar provisional hasta poder tener medios para realizarla. Debido
a las labores de beneficencia que realizaban , encontraron el apoyo de la población, a través de
limosnas y legados testamentarios, además del patronazgo de importantes familias y el patronazgo
real, como en la Encarnación de Mula. Lo que nos ha llegado son algunos templos y claustros; la
planta de las iglesias recogen el modelo de nave única y en algunos casos se reducen a un cuadrado
con pequeñas hornacinas y predominio del crucero, como en las clarisas de Lorca y Caravaca,
donde trabajó Manuel Serrano, las de monjas de San Antonio en Murcia, de Pedro Monte, o de las
carmelitas de Caravaca. La orden religiosa que más fundaciones llegó a tener en la región fue la de
los franciscanos, destacando la pobreza de sus materiales y los claustros bastante simples. Diego de
Villabona trabajó en el de Murcia, Juan de Inglés en el de Cartagena, Juan Garzón en la fachada del
convento de la Puerta de Nogalte en Lorca. Se reconstruyó el de la Virgen de las Huertas y en las
afueras de Jumilla se realizó el de Santa Ana del Monte. La Orden de la Merced promovió muchas
de estas edificaciones. En Murcia el maestro Pedro Monte de Isla diseñó en 1604, siendo ejecutado
por Damián Pla, Pedro Milanés, Diego de Ergueta, Juan Garzón y Melchor del Vallés, uno de los
claustros más monumentales de la diócesis, junto a la antigua iglesia de la Merced. De enormes
proporciones, comparables al del colegio de San Esteban, en Murcia, o al de Santo Domingo en
Orihuela. Este claustro fue restaurado hace pocos años y es más parecido a un patio renacentista que
a una instalación conventual; es actualmente sede de la Facultad de Derecho de la Universidad de
Murcia. Cerca de allí se construyó el convento de la Trinidad, cuyo claustro fue levantado por el
fraile Diego Sánchez Segura; hoy se ubica allí el Museo de Bellas Artes. El claustro mercedario de
Lorca, construido por Lorenzo de Mora en 1668, fue trasladado en 1910 por el duque del Infantado
a su palacio de la Monclova en las proximidades de Écija. En Caravaca se construyó un convento de
frailes carmelitas, en cuya fundación intervino San Juan de la Cruz y las trazas se deben a fray
Alberto de la Madre de Dios, arquitecto carmelita discípulo de Francisco de Mora. En la misma
ciudad se alzó un colegio jesuita, asignado al padre Pedro Bustamante. La iglesia responde al
modelo de il modo nostro de la Compañía de Jesús, de nave única, capillas laterales con tribunas
sobre ellas, crucero con elegante cúpula y testero plano.
Los conventos de clausura femeninos tuvieron especial atención. Las clarisas de Caravaca se debe a
Ginés de Perea (1609), a Alejo de Bojados las capuchinas de Murcia (1645).
En Murcia destaca el convento de Santa Clara la Real, fundado en época medieval sobre el viejo
alcázar seguir (alcázar menor; al mayor se le denomina nasir) de los emires musulmanes. Diversas
ampliaciones, como el hermoso claustro gótico que rodea la alberca musulmana, fueron
consolidando esta fundación de monjas clarisas que en el siglo XVII afectó a la iglesia. Las trazas
del nuevo recinto religioso fueron realizadas por Melchor de Luzón en 1665. Un espacioso compás,
cuya pequeña portada acoge el escudo del último de los Austrias, permite el acceso al templo y al
monasterio, ubicados en la zona norte de la ciudad entonces rodeada de huertos. Iglesia de una nave
con pequeñas capillas comunicadas y cúpula sobre el crucero; las reformas del siglo XVIII
añadieron una exquisita ornamentación y el tabernáculo de José Ganga Ripoll y Francisco Salzillo
(1755). La fachada de dos cuerpos bien diferenciados acoge en el inferior una sencilla portada con
hornacina, mientras que el superior se convierte en una deliciosa estructura, con el escudo de Carlos
II y rectangulares huecos de ventanas en celosía, en una especie de palomar místico que permite a la
comunidad la contemplación de la ciudad y la huerta hasta la sierra, sin violar la intimidad de la
clausura. Por su énfasis vertical, que contrasta con las dimensiones reducidas del interior, esta
pantalla arquitectónica resulta original en el panorama de la ciudad-convento murciana.
En Mula se fundó la Encarnación, o convento de las Descalzas Reales. Fray Pedro de Jesús, muy
relacionado con don Juan José de Austria consiguió que el hijo de Felipe IV asumiera el patronazgo
en 1676 de esta fundación de clarisas, que luego en 1687 pasaría al patronato real de Carlos II.
También contribuyeron familias relevantes de Mula, lo que hizo que el convento se terminara
pronto, en 1685 bajo la dirección del maestro Damián Ferri.
Hay dos obras en Murcia, anejas al convento de San Agustín, que tuvieron amplia repercusión
devocional: la capilla de la Virgen de la Arrixaca y la ermita de Nuestro Padre Jesús. Se habla de la
intervención de Juan López Carretero en 1647 en algunas zonas del templo. Se terminó en 1689 y
ya se describía como “una muy dilatada iglesia”. Los frailes de San Agustín habían habían escogido
una zona de expansión, que no ofrecía las limitaciones de otros barrios.
Las negociaciones entre los agustinos y la cofradía de Jesús fructificaron en la construcción de una
iglesia lindera con la nave de la epístola. En 1696 ya estaba finalizada la nueva iglesia de Jesús, de
original planta octogonal, en cuyas hornacinas se instalarían décadas después los grupos
procesionales de Francisco Salzillo.
Ciudad y Arquitectura
En la ciudad de Murcia el siglo comenzó con la construcción de los edificios del Contraste y del
Almudí, donde trabajaron los hermanos Pedro y Juan Monte de Isla, Diego de Ergueta y los
escultores Cristóbal de Salazar y Juan Pérez de Artá.
En Lorca se terminó en 1678 la cárcel real, debida a Miguel de Mora, después sede del concejo, con
doble arcada superpuesta sobre columnas de mármol de Macael. También la Casa de Guevara, cuya
portada se terminó en 1694. Efecto teatral del Barroco. El esquema de la puerta se acomoda a dos
cuerpos superpuestos en sentido decreciente, enmarcadas por bellas columnas salomónicas
prácticamente ornamentadas sobre pedestales y separadas por valientes cornisas.
En Cartagena aparecen nombres como Jerónimo de Ayanz, Gerardo Cohen, Juan Bautista Balfagón,
Julio Bamfi, Hércules Torelli, elaborando informes acompañados de dibujos y planos que permiten
conocer parte de la trama urbana y sus murales, ya que en 1584 se encontraba en mal estado. Dada
la importancia estratégica de la ciudad, con el puerto como fondeadero de la armada real, era
necesario fortificar la bahía. Se insistió en el dragado del Mandarache, al oeste de la ciudad, para
permitir la estancia y arreglo de los navíos. Algunos maestros procedentes del norte de Italia, como
Gerónimo Botixa, Bartolomé, Cachiolo y Pedro Milanés trabajaron en el nuevo muelle de San
Leandro. La puerta del muelle fue diseñada por por el pintor Francisco de Aguilar y ejecutada por
Pedro Milanés en 1615.
Escultura y retablo durante el siglo XVII
Un oficio artesanal
La escultura fue un arte secundario, incapaz de competir con el vigor demostrado por otras escuelas
españolas. En el resto de España había un fenómeno de gran intensidad, pero en Murcia no, por lo
que desde la vecina Granada llegaron hábiles tallistas y escultores, como Cristóbal de Salazar, Juan
Sánchez Cordobés, Juan Pérez de Artá, Hernando de Torquemada, Diego de Navas y otros. De
todos modos, su obra se limitó a un arte de consumo fácil y de escasa inspiración. En Murcia fue
habitual la madera de pino sargaleño, extraída de un árbol sólido, sin nudos, enjuta y limpia, seca y
buena, procedente de los pinares del noroeste de la provincia. Existió una cofradía de carpinteros
agrupados en torno a la capilla de San José. La elección de la iconografía fue cuidadosamente
seleccionada por el promotor del encargo, exigiendo la presencia de sus santos privados y de los de
devoción familiar. En las manos del artista quedaba el boceto, que podía ser en pergamino
iluminado para un retablo, o en arcilla policromada en el caso de una escultura. Cristóbal de Salazar
anduvo a la zaga del cantero Bartolomé Sánchez en el compromiso firmado para el sepulcro de la
familia Riquelme en el convento de San Francisco de Murcia; el pintor Juan de Arizmendi trabajó
de escultura en 1593 un Nazareno para el lugar de doña Ana Carrillo (Javalí Viejo); Tomás Ruán
hizo lo mismo con talla, policromía, dorado y estofado para Librilla. El siglo XVII se abrió con una
de las más sorprendentes esculturas de la Murcia del Seiscientos, el Nazareno titular de la cofradía
de Jesús, atribuido a Juan de Rigusteza y al pintor Melchor de Medina.
Diego de Navas, Pedro Monte y Juan Bautista Estangueta, el Viejo, ponían los asientos tallados para
completar las dos mitades ampliadas del coro catedralicio y labraban para los gabletes góticos
exteriores diversas esculturas en piedra.
De Granada a Murcia
Dos escultores llegados de Granada se afincaron en Murcia en los años 1590: Cristóbal de Salazar y
Juan Sánchez Cordobés. Salazar se comprometió junto a Juan Pérez de Artá a culminar la
decoración escultórica de la capilla de Junterón, exigida en la visita pastoral de Sancho Dávila con
la representación de Profetas y Sibilas. El maestro mayor catedralicio, Pedro Monte, concluiría todo
el vasto programa. Pedro Monte traspasó a Cristóbal de Salazar y a Juan Pérez de Artá la tarea de
labrar las esculturas para los nichos avenerados que flanquean el relieve central de Jerónimo
Quijano. Salazar desarrolló una intensa labor en los campos del retablo y de la escultura en el
primer tercio del siglo XVII: Yeste y Jorquera, San Miguel de Murcia, puerta de San Fulgencia de la
catedral, columnas de mármol de Filabres para el claustro mercedario de Murcia.
Colaboró en la decoración del Contraste de la Seda, en el túmulo de Margarita de Austria y en los
escudos de Almudí. Trabajó con el cantero Bartolomé Sánchez para el sepulcro de la familia
Riquelme en el convento del Plano de San Francisco de Murcia. En la segunda década del siglo
Salazar trabajó en la ornamentación de la capilla del obispo fray Antonio de Trejo en el trascoro
catedralicio y en otros trabajos para la capilla mayor y para los asientos del coro. Realizó las
esculturas de los santos franciscanos Antonio de Padua y Francisco de Asís en las puertas laterales
de la capilla mayor y las de San Bernardino de Siena y San Buenaventura para el trascoro.
Juan Sánchez Cordobés trabajó en Lorca diseñando la silla episcopal para el coro de San patricio,
en Alcantarilla la imagen de San Diego y en Mula San Luis; en 1648 se comprometería a realizar la
talla del retablo mayor de La Gineta, de la que queda sólo el Cristo de la Buena Muerte. También
realizó la escultura del retablo mayor de la Asunción de Hellín.
De los granadinos se obtuvieron la Inmaculada lorquina, del taller de Pedro de Mena, las esculturas
de San Nicolás de Bari en Murcia, San Antonio de Padua, de Cano y San José e Inmaculada de
Pedro de Mena.
La continuidad del retablo clasicista
Los elementos arquitectónicos permitieron a los tracistas recrearse en cuantos valores escultóricos
la arquitectura permitía: aletones en forma de grandes volutas, edículos de coronamiento, pináculos
con bolas, ménsulas y veneras, perlas y fusaiolas, gotas y dentellones. El ejemplo más sobresaliente
de la presencia de intensidades escultóricas en un retablo pensado para la pintura fue el que tuvo
como destino un hermoso lienzo de Pedro Orrente para la iglesia parroquial de Yeste.
Bartolomé Saloni realizaría en 1630 la obra para la Asunción de Hellín. La escultura tallada por
Juan Sánchez Cordobés revela la importancia concedida a la misma, llegando a dominar todo el
conjunto. Diseño central plano para trazar en diagonal sus extremos adaptados a la cabecera del
templo. La limpia estructuración de las calles, geométricamente dispuestas en torno a columnas
pareadas, impidió el alojamiento de entrecalles y el forzado desplazamiento hacia los extremos de
unas alas decoradas con doce nichos superpuestos a cada lado.
El taller más activo en la transición de los dos siglos fue el de la familia Bautista Estangueta. Juan
Bautista el Viejo trabajó en los retablos murcianos desde 1583; se le confió en 1603 un retablo para
Totana y luego, junto al escultor Cristóbal de Salazar, trabajos en la sillería del coro catedralicio.
Proyectó un retablo para la cofradía del Rosario de Murcia y otro para la parroquial de San Onofre
en Alguazas. Murió en 1611. Su sucesor natural fue otro Juan Bautista Estangueta el Mozo, cuya
labor fue decisiva para consolidar el modelo de retablo y plantear unas interesantes sugerencias
sobre la posible influencia que su hermano ejerció en algunas de sus obras. Un retablo para el
convento de San Antonio en Murcia muestra las calles extremas y el hueco bajo de la central como
alojamiento de la pintura, mientras que los nichos con volada peana se reservaron para la escultura,
expresando así la combinación equilibrada entre pintura y escultura. La imagen de los presbiterios
murcianos quedaría así configurada a lo largo del siglo XVII, hasta que la avenida del río Segura en
1651 dio con ellos en tierra. Con una nueva generación de artistas se dio el salto al siglo siguienye,
con nuevas soluciones constructivas y ornamentales plenamente barrocas.
El retablo salomónico
La columna salomónica vendría a ser la seña de identidad del nuevo modelo. Se levantaron
numerosos retablos, se levantó la portada de la casa Guevara en Lorca, Bussy realizó lo más selecto
de su obra y Nicolás Salzillo, llegado a finales de siglo desde Nápoles, se asentaría definitivamente
en Murcia. La columna salomónica fue introducida en Murcia de la mano de los maestros de
Orihuela. La superficie uniforme del retablo se vio enriquecida con grandes valores plásticos; su
estructura, el sentido helicoidal de su trazado y las posibilidades escultóricas de su tratamiento,
enriquecido con hojas de vid, frutos y uvas, introducían un signo distintivo que se fue adueñando de
las trazas. Se concedió valor a la calle central, de forma que las poderosas columnas salomónicas,
de turgentes espiras, fueron adueñándose del diseño como acompañantes de los grandes misterios
que aquella proclamaba. Jerarquización de los elementos simbólicos, utilización de recursos
teatrales y escénicos provocados por los bocaportes o lienzos utilizados como telones en las
embocaduras de camarines. En 1671 Antonio Caro se hizo cargo del retablo mayor de Totana,
primera obra en la que se percibe el modelo salomónico. Se introdujeron áticos con crucificados o
Calvarios, rematados con frontones curvos, columnas salomónicas tratadas al modo manierista y
determinadas licencias en los dados del coronamiento, no siempre coincidentes con la línea marcada
por los soportes inferiores. El oriolano Antonio Caro el Viejo ocupaba un lugar importante en el
retablo murciano del último tercio del siglo XVII y, a su vez, Juan de Tahuenga alcanzaba una
posición similar, a veces asociado al pintor Senén Vila. Junto a estos dos nombres aparecen los de
Laureano Villanueva, el de su sobrino Isidro Salvatierra y el de Manuel Caro. Mateo Sánchez de
Eslava ejecutó el retablo de San Bartolomé de Murcia (1689) y trazó el de la antigua parroquial de
Santa Catalina, también en Murcia. La mayor parte de las iniciativas por toda la diócesis vino de la
mano de conocidos artífices como Mateo Sánchez, Manuel Caro, Gabriel Pérez de Mena, Ginés
López, Francisco Chamorro y Francisco José del Castillo. Sobresalieron los retablos de las
Capuchinas de Murcia, el del Salvador de Caravaca (1695), hoy desaparecidos, los de San Juan
Bautista de Albacete (1705) con un énfasis vertical sobresaliente y el de la parroquial de la
Magdalena de Cehegín (1705) de exuberante ornamentación. En la transición al siglo XVIII
continuará la columna salomónica, pero la variación del modelo, tendiendo a consolidar los efectos
ornamentales y escultóricos, la focalidad de la imagen única, la importancia del camarín y la
introducción del estípite, serán signos indiscutibles de una nueva fase, inaugurada seguramente
cuando se realizó el destrozado retablo de la capilla del Rosario del convento de Santo Domingo de
Murcia, obra de José Caro.
El escultor Nicolás de Bussy
La llegada de este maestro a Murcia, junto a otro grupo importante de artífices de retablos,
desplazados desde la ciudad de Orihuela, marcó el inicio del verdadero Barroco auspiciado por los
últimos alientos de una mentalidad todavía arraigada en las firmes convicciones contrarreformistas.
Nicolás de Bussy , nacido en Estrasburgo, había reforzado la presencia de artistas extranjeros
afincados en Valencia como núcleo dinamizador de la escultura del Seiscientos y protagonistas de
un notable cambio de rumbo. El fuerte gremio de carpinteros -fusters- vigilaban la aplicación de
estrictas ordenanzas. Así que Bussy tuvo que entrar de obrero en el taller valenciano de Tomás
Sanchis en 1662. A partir de 1672 inició su actividad Bussy fuera de Valencia, apareciendo en 1674
con taller en Alicante, donde contrajo matrimonio. Hubo artistas piadosos, como Salzillo,
pendencieros y agresivos, como Alonso Cano, y también analfabetos, modestos o pretenciosos.
Nicolás de Bussy trabajó todos los materiales de la escultura, desde la piedra y el mármol a la
madera policromada y a la nobleza de otros más escogidos, como la plata. Trazó el modelo para la
cofradía del Rosario de Murcia. A pesar del prestigio alcanzado por Nicolás de Bussy en Valencia,
fueron sus obras en Murcia las que despertaron mayor entusiasmo de sus contemporáneos. Desde
1688 se le vincula a la cofradía de la Preciosísima Sangre como autor de sus principales pasos
procesionales. La genialidad de Bussy centró todos los efectos escenográficos en la soledad
impresionante de un Cristo andante, desechando los detalles narrativos habituales en sus fuentes de
inspiración. También realizó las insignias de la cofradía y el titular, la Negación de San Pedro, el
Ecce Homo y La Soledad. El sayón (famoso Berrugo), destruido, del paso del Pretorio o Ecce
Homo situado junto a una soberbia imagen de Cristo, es un verdadero modelo de inspiración natural
contemplado como grotesca representación de la chusma que condenó a Cristo. No se había hecho
nada parecido en la escultura murciana hasta entonces. Las visiones alegóricas del escultor Nicolás
de Bussy no parecieron tener fin. Cuando en 1694 fue elegido para realizar el paso de la Diablesa o
Cruz de Labradores de Orihuela tuvo presentes cuantos precedentes existieron en las
representaciones del demonio súcubo, iconografía de raíces medievales, y la afición hispana por el
paso alegórico. Pero, a pesar de los precedentes establecidos, ajustados a esa especial visión del
demonio femenino, el escultor tuvo a su alcance un modelo más próximo que las vagas
coincidencias con modelos centroeuropeos o las existentes en otros territorios españoles. La
sacristía de la catedral de Murcia tiene entre el inmenso repertorio decorativo de sus cajones y
tableros una cruz invicta que remata el frente principal de su crestería sobre el famoso
Descendimiento de Quijano. La Diablesa de Orihuela no es más que un canto heroico al triunfo de
la cruz sobre la muerte y el pecado. A los pies de un crucificado, en la obra de la catedral, se
despliega una nube con estrellas a cuyos lados se recuestan un diablo y una muerte en forma de
horrendo esqueleto. Así, el celebrante al salir de la sacristía camino del altar se había purificado
como mandaban los versos de Isaías escritos en el arranque de la cúpula de Jacobo Florentín. Al
volver atravesando el oscuro pasadizo en esviaje precedido por las horribles arpías que
simbolizaban la sombra, llegaba hasta el tablero del Descendimiento para dejar sus pesadas
vestiduras. Lo representado en el santuario hacía alusión al misterio de la redención, recordado por
la muerte de Cristo, cuyo sacrificio representó el triunfo de la cruz sobre las tinieblas de la muerte y
el pecado. Bussy tuvo a su alcance una fuente iconográfica indiscutible.
La labor de Nicolás de Bussy en la escultura murciana fue decisiva, pues trajo a una tierra, carente
entonces de buenos maestros, los últimos ecos de un barroco de raíz contrarreformista y abrió los
horizontes a un arte magistralmente representado por la fugaz presencia de Antonio Dupar y por la
genial obra de Francisco Salzillo.
Pintura barroca
El desarrollo de la pintura del Seiscientos en Murcia fue propiciado por el gran movimiento de
renovación católico y el nuevo clima despertado por la incidencia de los preceptos tridentinos, que
fueron los motores de unos encargos por parte de cabildos, iglesias parroquiales, conventos y
particulares; ésto definiría las peculiaridades del encargo y la orientación mayoritariamente religiosa
de los temas preferidos, al margen de que también se encontraban géneros como el retrato o la
pintura de flores. La pintura local alcanzó un nivel de calidad estimable, siendo la manifestación
artística que alcanzó un aprecio muy superior, dado el discreto nivel de calidad de la escultura de la
época hasta la llegada de Bussy y de los maestros de hacer retablos de Orihuela.
Los maestros del primer cuarto de siglo son considerados de transición (Jerónimo de la Lanza, Juan
de Alvarado, Jerónimo Espinosa, Francisco García), hasta la llegada de Pedro Orrente, que tenía
formación italiana y toledana.
Pedro Orrente y el primer barroco
En 1616 Orrente se encuentra en Valencia y pinta para la catedral el famoso San Sebastián y más
tarde, para la catedral de Toledo realizó Santa Leocadia. Estuvo muy ligado a su ciudad natal,
Murcia, pero su importancia rebasa las fronteras del reino. Tendía al naturalismo, que era la
corriente extendida en los comienzos de siglo, gracias al impacto de la pintura de Caravaggio y a los
componentes tradicionales del arte español. Fue un gran pintor, con evocaciones de Leandro
Bassano, las cuales aparecen a menudo como un elemento sustancial en su arte con sus luces
crepusculares y el peculiar tratamiento de los temas religiosos, especialmente los bíblicos,
interpretados como escenas cotidianas. La manera de representar a las figuras de los Discípulos de
Emaús (1639-1640) del Museo de Bellas Artes de Bilbao, convierte una escena evangélica en una
variedad de género, valorando al tiempo que la espontaneidad de los personajes la posibilidad de
infundir interés por los objetos (jarra, pan, mantel, vidrio y alimentos) en un auténtico repertorio de
formas naturalistas en un ambiente de hostería, muy alejado de la sacralidad del argumento. Su
gusto por la escenografía fue seguramente producto de su formación veneciana. Pinturas: El repudio
de Agar, Noé construyendo chozas tras el diluvio, Partida de Job con sus rebaños, Viaje de Tobías y
Sara. Del Buen Retiro procede el Primado de San Pedro. En el Museo de Bellas Artes de Murcia se
encuentra su Adoración de los pastores. En 1629 pintó el retablo de Yeste, ya como pintor de Su
Majestad. Está considerado como uno de los grandes del realismo español y uno de los
representantes del primer Barroco. Su paleta se basa en tonos pardos, ocres y sienas, que a menudo
combina conuna brillante entonación, como en el caso de El milagro de los panes y de los peces, del
Ermitage. En la Curación del paralítico de Orihuela la preocupación del pintor parece decantarse
por los efectos de perspectiva al encuadrar la escena entre dos referencias arquitectónicas y un
pavimento de solería que conduce la vista hasta la luz crepuscular del fondo. De este modo se da
más importancia a la puesta en escena, resolviendo con maestría los puntos de fuga en un artificio
visual que obliga a disponer las figuras en escorzo, que a los personajes y el milagro evangélico
narrado. En el Museo de Bellas Artes de Murcia se encuentra la fábula de Céfalo y Procris. Orrente
fue sensible al paisaje y nunca falta la referencia a la naturaleza como fondo de sus escenas.
El pintor Juan de Toledo
Se estima que en 1665 participó en la iglesia madrileña de las Mercedarias de Alarcón (la Purísima
del retablo mayor) en el que además se incluyen a San Ramón Nonato y a San Antonio de Padua.
Otros retablos : al fundador mercedario Pedro Nolasco, a San Raimundo de Peñafort y la
Resurrección; El sueño de San José, La adoración de los Magos, El Buen Pastor y La adoración de
los pastores. En pinturas de batalla está su famoso cuadro La Batalla de Lepanto de la iglesia de
Santo Domingo de Murcia, junto a Mateo Gilarte. Entre el fragor de la batalla pintada con gran
intensidad entre nubes de pólvora, navíos que chocan y un incontenible entusiasmo por la resonante
victoria sea algo más que la crónica de aquel suceso. El carácter heroico y simbólico de la pintura
destaca sobre lo demás, incluso sobre el detallado equipamiento de las naves y su incontable
número, para introducir un tono épico en la representación en la línea de la manera triunfal y
victoriosa con que tal género fue tratado durante los siglos XVI y XVII. En las esquinas se
introducen a los protagonistas del relato -San Pío V y el turco Alí Bajá, a la izquierda, Felipe II y
don Juan de Austria a la derecha-, mientras sobre un cielo de nubes doradas y transparentes azules,
la hermosísima Virgen del Rosario de Mateo Gilarte, envuelta en su clásica orla de flores, protege a
los ejércitos aliados que con su victoria contribuyeron a hacer más seguras las riberas del
Mediterráneo y a contener el avance de los turcos.
La transición al pleno Barroco
Hacia 1600 aparece una nueva generación de pintores, entre los cuales se encontraban Cristóbal de
Acevedo y Lorenzo Suárez, que junto a Orrente se consideraban paradigma de creación artística en
cuyas obras se confundían arte y naturaleza. Ambos salieron de Murcia y estuvieron en la corte,
donde tuvieron oportunidad de conocer el arte de Vicente Carducho.
El pleno Barroco. Nicolás Villacís y los hermanos Gilarte
La presencia de estos pintores coincide con una renovación del ajuar litúrgico de los templos,
seriamente dañados por la riada de San Calixto (1651) y con la necesidad de reponer viejos retablos,
cuadros y devociones. Francisco y Mateo Gilarte representan una directa aportación valenciana.
Francisco, el mayor de los dos, había nacido en Orihuela, pero al igual que su hermano, desarrolló
toda su actividad en Murcia. En 1651 ambos realizaron el importante encargo de La vida de la
Virgen. Uno de esos lienzos, el de los Desposorios, se inspira en el mismo tema de Hernando de
Llanos de la catedral y recuerda con diversos matices las obras de este pintor existentes en Mula.
Entre 1664 y 1667 los hermanos Gilarte realizaron la decoración de la capilla del Rosario de
Murcia. Los temas elegidos se dividieron en dos grupos, siempre pendientes de un motivo
argumental sutilmente elaborado para destacar la presencia mariana, incluso en temas de
iconografía preparada al efecto. Los cuadros de Gilarte en la nave representaban a Ester en
presencia de Asuero, La aparición de la Virgen a Santo Domingo en Albi (o milagro de las rosas),
Moisés ante la zarza ardiendo (aquí la figura de Yaveh es sustituida por la Virgen con el Niño) y La
lucha de Jacob con el ángel. Una de las obras más bellas de toda la capilla, el bocaporte que
temporalmente velaba la Virgen del Rosario del primitivo camarín fue realizaba por Mateo Gilarte;
hoy pertenece a una colección privada. Nicolás Villacís decoró la capilla mayor del convento de la
Trinidad de Murcia, pasada a lienzo (1662). Introdujo el barroco decorativo y escenográfico
aprendido en la corte de Madrid y en Roma. En la ermita del Pilar de Murcia realizó el Corregidor
Pueyo, arrodillado y orante.
Las décadas finales del siglo. Senén y Lorenzo Vila
Senén Vila, valenciano discípulo de Esteban March y amigo de Nicolás de Bussy y Conchillos, se
tiñe de influjos de Orrente y de Espinosa. Se estableció en Murcia en 1678 sin desvincularse de sus
orígenes. Aquí creó una academia de la que formaría parte destacada Nicolás de Bussy. Fue
requerido por las órdenes religiosas y parroquias, además de otros próceres para los que hizo sus
retratos. Fue autor de muchos encargos para Murcia, Orihuela, Crevillente, Mula y Cartagena.
Hacia finales de siglo abordó Senén Vila la pintura de los retablos desaparecidos de las Isabelas
(dispersos los lienzos tras el derribo del monasterio) y de Santa Catalina, obra de Mateo Sánchez de
Eslava, y en torno a 1700 el de Capuchinas, con trazas de Antonio Caro, conservada gran parte de la
pintura en la clausura conventual.
La serie de San José, conservada en la capilla de la Arrixaca de Murcia, procede de los Jerónimos,
de donde fue traída por el obispo Barrio cuando el antiguo convento de San Agustín sustituyó al
viejo y ruinoso San Andrés. Obras: Desposorios, Sueño, Visitación, Adoración de los pastores,
Adoración de los Magos, Presentación en el Templo, Huida a Egipto y Muerte de San José.
Numerosas pinturas en Santo Domingo, colección d´Estoup, Museo de Bellas Artes, convento de
Madre de Dios, las Sagradas Familias, Descanso de la Huída a Egipto o el San Jorge; el Milagro
de las Cruces del actual Museo de Santa Clara la Real y el gran lienzo del Milagro de Santo
Domingo ante la comunidad del convento dominico de Orihuela. Para San Pedro de Murcia hizo los
cuadros de San Jerónimo y San Nicolás (1678); retratos: de don Juan San Gil Lajusticia o el de sor
Gertrudis de Béjar, una de las fundadoras de las Capuchinas.
Su hijo Lorenzo Vila se ordenó presbítero en el Seminario de San Fulgencio de Murcia. Obras:
Cristo a la columna y la Dolorosa, de la catedral; San Nicolás del Museo de Bellas Artes de
Murcia.
Los pintores de Lorca
Entre los siglos XVI al XVIII tuvo lugar una profunda transformación social y económica
manifestada en la expansión urbanística y en la construcción de renovados edificios de culto,
grandes mansiones urbanas y fábricas representativas de los poderes de la ciudad. Así, hubo una
intensa demanda y un desarrollo considerable de las artes, aglutinando a numerosos artífices, que
formaron una escuela con rasgos comunes en su pintura. Influencias de la vecina Andalucía
(Granada) y de estampas italianas y flamencas. Un coetáneo de Orrente fue Miguel de Toledo,
formado en Murcia, donde pintó el antiguo retablo mayor del convento dominico de Santa Ana, hoy
bajo la advocación de San Miguel. Entre su escasa obra conservada está el Crucificado de San
Mateo de Lorca.
Otros pintores lorquinos de la primera mitad del siglo XVII: Gaspar de Castro, Juan Ibáñez (autor
de la decoración pictórica de Santa Eulalia de Totana), Cosme Tomás, Cristóbal, Jusepe y Antonio
Toledo, Alejo Mejías, Baltasar Restán, Ginés Martínez Berlanga, Juan Antonio Filibertos y Antonio
Rojo el Viejo. Fueron poco relevantes.
A finales del XVII y principios del XVIII la ciudad de Lorca se convirtió en un foco de atracción
para los artistas, canteros, escultores y pintores. Se asientan en la ciudad los pintores Camacho,
Matheos y Muñoz de Córdoba. José Matheos Ferrer era de origen valenciano, educado
posiblemente en Murcia u Orihuela. Obras: La rendición de Lorca, en paradero desconocido, la
Adoración de los Magos del Museo de Bellas Artes de Murcia, Santa Rosa y San Juan Bautista en
el desierto (colegiata de San Patricio) y Adoración de los Magos en San Mateo de Lorca.
Aficionado a la utilización de estampas.
Miguel Muñoz de Córdoba era de Antequera y estuvo en Lorca desde los 20 años, para cuyo
Ayuntamiento realizó seis grandes lienzos con temas de batallas
Pero la gran figura de la pintura lorquina en este período fue Pedro Camacho Felices de Alisén
(1644-1716). Estuvo en Murcia, donde realizó La Porciúncula para el convento de Verónicas. Para
la ciudad de Orihuela realizó Confirmación de la orden dominica por el papa Honorio III y la
Aparición de la Virgen del Rosario a Santo Domingo (1700), en Santo Domingo de Orihuela, y
Sagrada Familia del palacio de Rubalcava.
Otras obras de Camacho son: La Caída, hoy en la iglesia del Carmen de Lorca, Virgen de la Paz, en
colección particular, Retrato (póstumo) de don Juan de Guevara.
El pintor participó en ciclos e iniciativas importantes: para la colegial realizó la decoración de las
puertas que tiempo atrás adornaron los órganos y para el palacio de Guevara, la serie destinada a
ornamentar su interior como parte intencional de un programa didáctico. Pintó alrededor de veinte
cuadros para don Juan de Guevara en 1694, de dimensiones similares y con vocación de auténtico
manifiesto destinado a la educación femenina, con temas del Antiguo y del Nuevo Testamento.

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