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Libro - Agatha Christie - Los Relojes
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La tarde del día 9 de septiembre fue como tantas otras. Ninguna de las
personas afectadas por los acontecimientos de aquel día pudo alegar haber
abrigado algún presentimiento anunciador de una inminente desgracia. (Con la
excepción de la señora Packer, domiciliada en Wilbraham Crescent, número 47,
quien especializada en toda clase de presagios, describió con mucha posterioridad
a los acontecimientos, las inquietudes y preocupaciones que habíanla asaltado.
Ahora bien, la señora Packer, ocupante, quedaba tan apartada del 19, y se
hallaba tan escasamente ligada al suceso ocurrido en esta última casa, que no
tenía por qué haberse sentido asaltada por presentimiento de ningún tipo).
En el Cavendish Secretarial & Typewriting Bureau, cuy a directora era la
señorita K. Martindale, el día 9 había ido desarrollándose al ritmo de tantos otros,
resultando una rutinaria jornada más. Sonaba de vez en cuando el teléfono,
trabajaban las chicas en sus máquinas respectivas y la labor, en general, venía
siendo sostenida, sin excesos, ni por encima ni por debajo de otros muchos días
anteriores. Ninguna de las tareas que se llevaban entre manos era tampoco
particularmente interesante; hasta las dos y treinta y cinco minutos de la tarde del
día 9 de septiembre hubiera podido juzgarse una jornada más que iba a pasar sin
pena ni gloria.
A las dos y treinta y cinco minutos sonó el zumbido del intercomunicador.
Llamaba la señorita Martindale y Edna Brent, en la oficina exterior, se apresuró
a contestar. Su voz sonaba ligeramente nasal y un tanto confusa porque al mismo
tiempo se paseaba un caramelo a lo largo de la mandíbula.
—Diga, señorita Martindale…
—Edna… Eso no es lo que te he enseñado. Cuando hables por teléfono, o por
el intercomunicador, acostúmbrate a pronunciar con toda claridad las palabras,
procurando que tu respiración no resulte ruidosa.
—Lo siento, señorita Martindale.
—En cuanto te lo propongas, lograrás lo que te he dicho. Dile a Sheila Webb
que venga a verme.
—Salió a comer y no ha regresado todavía, señorita Martindale.
—¡Ah!
Frente a la mesa de trabajo de la señorita Martindale había un reloj. Esta
levantó la vista hasta él. Eran las dos y treinta y seis minutos. Seis minutos,
exactamente, de retraso. Últimamente, Sheila Webb había estado descuidando su
trabajo.
—Dile que venga a verme en cuanto llegue.
—Sí, señorita.
Edna trasladó el caramelo al centro de la lengua, chupándolo con fruición.
Luego se dispuso a continuar su interrumpida labor. Estaba pasando a máquina
una novela de Armand Levine que se titulaba « Amor al desnudo» . Pese al
forzado carácter erótico de sus páginas, la joven seguía el texto con un interés
relativo. Lo mismo, en definitiva, les ocurriría a los lectores del señor Levine,
pese a los desvelos de éste. La obra venía a ser una clara demostración de que no
hay nada que sea tan aburrido como la insulsa pornografía. A pesar del señuelo
de las sugestivas cubiertas y de los provocativos títulos, las ventas de aquel
escritor bajaban año tras año y la última factura, correspondiente a diversos
trabajos de mecanografía, le había sido enviada por tres veces, sin que el
cobrador lograra nada positivo.
Abrióse la puerta, entrando en el local Sheila Webb, respirando algo
agitadamente.
—« Sandy Cat» [1] ha preguntado por ti —le notificó Edna.
Sheila Webb hizo una mueca.
—¡Qué suerte la mía! ¡Un día que llego tarde!
La joven se alisó los cabellos, cogió un bloc y un lápiz y llamó al despacho de
la directora.
La señorita Martindale levantó la vista. Era una mujer de cuarenta y tantos
años de edad, de aire seguro y vivos modales. Por sus rojizos cabellos y el hecho
de ser Katherine su nombre de pila, las chicas que tenía a sus órdenes la
designaban, secretamente entre ellas, desde luego, con el apodo de « Sandy
Cat» .
—Se ha retrasado usted, señorita Webb.
—Lo siento, señorita Martindale. Se ha producido un embotellamiento en el
tráfico cuando regresaba.
—A esta hora del día esa clase de incidentes se repiten con mucha frecuencia
—la señorita Martindale señaló con un movimiento de cabeza un bloc que tenía
sobre la mesa—. Ha telefoneado una tal señorita Pebmarsh. Necesita una
taquígrafa a las tres. Se ha interesado por usted especialmente. ¿Ha trabajado con
ella en alguna otra ocasión?
—No recuerdo, señorita Martindale. Últimamente, no, desde luego.
—Las señas son: Wilbraham Crescent, número 19.
La señorita Martindale hizo ahora un gesto de interrogación. Sheila Webb
movió la cabeza, denegando.
—No me acuerdo de haber estado ahí…
Su interlocutora consultó el reloj.
—A las tres. No le será difícil atender esa llamada. ¿Tenía usted alguna cita
esta tarde? ¡Ah, sí! —la señorita Martindale echó un vistazo a su bloc de apuntes
—. La del profesor Purdy, en el « Curlew Hotel» . A las cinco. Antes de esta hora
usted habrá vuelto. De no ser así enviaré a Janet.
La directora hizo un gesto de despedida y Sheila regresó a la oficina.
—¿Algo de interés, Sheila?
—¡Bah! Lo de todos los días. Una vieja que ha llamado desde Wilbraham
Crescent… Y a las cinco el profesor Purdy. Ya me figuro lo que me espera, con
sus interminables series de nombres relativos a la Arqueología. ¡Uf! ¡Qué ganas
tengo y a de que me suceda algo emocionante, que me saque de la rutina
cotidiana!
Abrióse la puerta del despacho de la señorita Martindale.
—Olvidaba las instrucciones que me dieron al llamar, Sheila. Las había
anotado aquí. Si al llegar usted a la casa comprueba que la señorita Pebmarsh no
ha regresado aún, entre. Verá que la puerta no está cerrada con llave. Espere en
la habitación situada a la derecha del vestíbulo. ¿Se acordará de todo o quiere que
se lo escriba?
—No lo olvidaré, señorita.
La directora volvió a penetrar en su despacho.
Edna Brent rebuscó bajo su silla, de donde extrajo un zapato de un color
bastante chillón y el afilado tacón que se había desprendido del mismo.
—¿Cómo voy a regresar ahora a casa? —gimió la joven.
—¡Oh, Edna! Deja y a de quejarte, por favor… Ya pensaremos en algo —
dijo una de las chicas reanudando su trabajo.
Edna suspiró, poniendo en la máquina otra hoja del papel: « El deseo le
dominaba… Con dedos temblorosos desgarró la frágil tela que cubría sus senos,
forzándola a…» .
—¡Maldita sea! Ya me he equivocado —murmuró Edna, buscando encima
de la mesa su goma de borrar.
Sheila cogió su bolso y salió.
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R. H. CURRY
Metrópolis & Provincial Insurance Co. Ltd.
7, Denvers Street — Londres, W. 2
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Tuve que aguardar uno o dos minutos. Finalmente la puerta se abrió. Desde el
marco de la misma una rubia nórdica de buena estatura y enrojecida faz,
vistiendo unas prendas de alegres colores, me miró inquisitivamente. Acababa de
secarse las manos, desde luego, pero en los dedos le habían quedado unas motas
de harina. Como además ostentaba otra muy sensible en la nariz no me costó
trabajo suponer lo que había estado haciendo hasta aquel momento.
—Dispénseme —le dije—. Tienen ustedes una pequeña, ¿no? Ha tirado una
cosa por la ventana.
Sonrió, alentadora. El idioma inglés no era su fuerte todavía.
—Perdóneme… ¿Qué dice usted?
—Una pequeña, aquí… Una niña.
—Sí, sí…
—Tiró una cosa… Por la ventana.
Gesticulé un poco para subray ar mis palabras.
—Le he subido lo que la chiquilla tiró.
Le mostré el objeto, una navajita de mango de plata. Ella le miró sin
reconocerla.
—No creo que… No la he visto…
—Anda usted atareada con la cocina, ¿eh? —le dije procurando desplegar la
may or simpatía posible.
—Sí, sí… en efecto —respondió ella asintiendo enérgicamente.
—No quisiera molestarle. Si me lo permite y o mismo le haré entrega a la
niña de esto.
—¿Cómo dice?
Por fin pareció entenderme. Avanzamos hasta el fondo del vestíbulo y la
joven me abrió una puerta. Daba a un agradable cuarto de estar. Junto a la
ventana había sido instalada una camita, en la cual se encontraba una niña de
nueve o diez años con una pierna escay olada.
—Este caballero… dice… que tú tiraste…
En este instante, por suerte, llegó hasta nosotros un fuerte olor a quemado
desde la cocina. Mi introductora lanzó una exclamación.
—Dispénseme, por favor, dispénseme.
—Vay a, vay a —le indiqué amablemente—. Yo le diré a esta pequeña lo que
hay que decirle.
La nórdica salió corriendo del cuarto, y o cerré la puerta del mismo y me
acerqué a la camita de la chiquilla.
—¿Qué tal nena? ¿Cómo estás de tu pierna?
—Bien —respondió simplemente ella, procediendo a examinarme con una
mirada tan penetrante que casi consiguió ponerme nervioso.
La niña llevaba los cabellos distribuidos en dos trenzas. Tenía una frente
abultada, el mentón adelantado y unos ojos inteligentes.
—Yo soy Colin Lamb. ¿Y tú cómo te llamas?
La niña me contestó con viveza:
—Geraldine Mary Alexandra Brown.
—Eso es todo un nombre, pequeña. Los tuy os acostumbrarán a abreviarlo,
¿no?
—Sí. Me suelen llamar siempre Geraldine. Y Gerry también. Pero este
último nombre no me gusta. A papá esa clase de abreviaturas no le agradan.
Una de las grandes ventajas de tratar con los niños radica en la conducta
especial que siguen. Cualquier adulto me hubiera preguntado, al llegar la
conversación a aquel punto, qué quería. Geraldine estaba dispuesta a continuar la
charla sin experimentar la necesidad de formular preguntas estúpidas. Estaba
sola, aburrida, y la presencia de un visitante representaba para ella una novedad
interesante. Seguramente se mostraría inclinada al diálogo en tanto no apareciera
como un tipo fastidioso, inaguantable.
—Me imagino que tu padre está fuera —aventuré.
Geraldine me contestó con igual prontitud que antes, especificando cuantos
detalles conocía sobre el tema.
—Trabaja en los talleres de la firma « Cartinghaven Engineering» de
Beaverbridge, situados a catorce millas y media de aquí exactamente.
—¿Y tu madre?
—Mamá murió —replicó Geraldine sin el menor asomo de tristeza—. Murió
cuando y o tenía dos meses… Viajaba en un avión procedente de Francia, que se
estrelló. No se salvó nadie en aquel accidente.
Hablaba la chiquilla haciendo un gesto de satisfacción. Comprendí… Una
criatura como Geraldine no acertaba a ver la tragedia en sí derivada de aquel
episodio, sino la aureola que prestaba a la víctima las circunstancias de haber
perecido en un accidente devastador.
—Ya comprendo. Entonces te cuida…
Miré expresivamente hacia la puerta del cuarto.
—Esa es Ingrid. Vino de Noruega. No hace más que dos semanas que está
aquí. No conoce el inglés todavía. Yo la estoy enseñando.
—Y ella, ¿qué hace? ¿Te enseña el noruego?
—Poco, poco…
—¿Te es simpática?
—Sí. Me gusta. Pero las cosas que prepara en la cocina me parecen algo
extrañas a veces. Se come el pescado crudo.
—Yo he comido también pescado crudo en Noruega. Y en ocasiones lo he
encontrado muy rico.
Geraldine tenía sus dudas sobre lo relacionado con este asunto.
—Hoy está probando a ver si hace una tarta de manzanas.
—Eso es delicioso.
—¡Hum! Si. A mí me gusta… —Geraldine añadió, cortésmente—: ¿ha venido
a comer?
—Pues… no exactamente. En realidad es que pasaba por debajo de tu
ventana y … me parece que se te cay ó algo.
—¿A mí?
—Sí.
Le enseñé la navajita de mango de plata.
—¡Qué bonita!
Saqué la menuda hoja.
—¡Ah! Ya sé para lo que puede servir: para pelar naranjas y otras frutas,
¿verdad?
Asentí.
Geraldine suspiró.
—La navaja no es mía. No se me cay ó a mí. ¿Por qué pensó usted que me
pertenecía?
—Como estabas asomada a la ventana…
—Me paso el día así. Tuve una caída y me quebré una pierna, ¿no lo ve?
—¡Qué mala suerte!
—¿Verdad? Y no me rompí la pierna haciendo nada de particular. Iba a
apearme de un autobús cuando éste arrancó de pronto. Al principio me dolió un
poco, pero luego y a no volví a sentir nada.
—Este reposo forzado debe aburrirte.
—Sí. Pero papá me trae muchas cosas: plastilina, lápices, cuadernos,
rompecabezas… Sin embargo, y o y a me he cansado de todo esto y paso la
may or parte del tiempo mirando por la ventana con estos gemelos.
Geraldine me enseñó muy orgullosa sus gemelos de teatro.
—¿Me los prestas un momento? —inquirí.
Eché un vistazo al panorama que se divisaba desde la casa tras ajustármelos.
—Son estupendos —comenté.
Lo eran ciertamente. El padre de Geraldine, si es que era él quien se los había
comprado, no reparó en gastos al adquirirlos. Resultaba asombroso comprobar
con qué claridad se veía a través de los gemelos de la pequeña la casa número 19
de Wilbraham Crescent y las viviendas vecinas. Devolví aquéllos a su dueña.
—Son magníficos —insistí—. Sí, amiguita, ¡se trata de unos gemelos de
primera clase!
—Son iguales que los que usan los may ores —recalcó la niña muy contenta.
—Ya me he dado cuenta.
—Tengo un libro —declaró Geraldine. La chiquilla me enseñó un cuaderno.
—Escribo cosas en él de vez en cuando. Es como el juego de los trenes… Mi
primo Dick es muy aficionado a éste. Con los números de las matriculas de los
coches hacemos lo mismo. Ya sabe usted en qué consiste eso, ¿no? Se empieza en
el 1… Hay que ver hasta qué número se puede llegar.
—Parece entretenido.
—Lo es. Desgraciadamente son pocos los coches que circulan por aquí. Al
final he tenido que renunciar…
—Me imagino que tú tienes que saber muchas cosas acerca de esas viviendas
de ahí abajo, esto es, quiénes viven en ellas, qué hacen sus ocupantes, etc.
Pronuncié estas palabras un poco al azar, pero Geraldine se apresuró a
responder lo referente a cada una de las mismas.
—¡Ya lo creo! Desde luego, ignoro los nombres reales de esas personas, por
lo cual me he visto obligada a darles otros nuevos.
—Sí que debe ser eso divertido —sugerí.
—Ahí tiene usted a la Marquesa de Carabás —dijo la niña señalando a lo
lejos—. Esa del jardín que recuerda una selva y vive entre un montón de gatos.
—Antes de subir aquí estuve hablando con uno, precisamente. Era un minino
de pelaje color naranja.
—Sí. Le vi a usted.
—Tienes que ser una observadora maravillosa. No creo que se te escape
nada.
Geraldine sonrió complacida. Ingrid abrió la puerta de la habitación y se
acercó a nosotros respirando fatigosamente.
—¿Estás bien, nena?
—Nos encontramos perfectamente —repuso Geraldine con firmeza—. No
tienes por qué estar preocupada, Ingrid.
La chiquilla agitó bruscamente las manos, intentando dar más expresividad a
sus palabras.
—Tú vete, márchate a la cocina.
—Está bien. Tengo que hacer allí. Supongo que te ha alegrado la visita de este
señor.
—Cuando prepara algún plato especial se pone nerviosa —me explicó
Geraldine—. Y a veces comemos tarde por esa causa. Me agrada que hay a
venido usted. No hay nada como una persona que le distraiga a una… Así se deja
de pensar en la comida…
—Hablame de la gente que vive en esas casas. Cuéntame todo lo que hay as
visto. ¿Quién habita en la siguiente vivienda? En ésa en que todo lo existente
resplandece, de puro limpio.
—¡Oh! Ahí vive una ciega. A pesar de esto va de un lado para otro igual que
cualquiera de nosotros. El portero me habló en una ocasión de ella: Harry. Es un
nombre muy simpático, ¿sabe? Me cuenta muchas cosas. Por él me enteré del
crimen…
—¿El crimen? —pregunté fingiendo un asombro que estaba muy lejos de
sentir, naturalmente.
Geraldine asintió. Sus bonitos ojos brillaron. Dábase cuenta de la importancia
de la noticia que me iba a dar.
—En esa casa se cometió un crimen recientemente. Yo lo vi todo…
—¡Oh! ¡Qué interesante!
—¿Verdad que sí? Yo no había presenciado nunca un crimen. Bueno quiero
decir que jamás había tenido la oportunidad de ver un sitio en el que había pasado
una cosa tan terrible como ésa…
—¿Qué… ¡ejem…!, qué viste?
—En aquel momento había ahí menos animación que en ningún instante del
día. En ese aspecto aquélla era la hora peor de la jornada. Lo más emocionante
fue cuando alguien salió corriendo de la casa dando gritos. En seguida pensé que
debía haber ocurrido algo.
—¿Quién gritaba?
—Una mujer. Era muy joven. Y bastante guapa. No cesaba de chillar. Un
hombre avanzaba por la acera y ella fue a parar a sus brazos… Así —Geraldine
movió sus brazos para ilustrar su relato. De pronto guardó silencio, mirándome
fijamente—. Aquel hombre se parecía mucho a usted.
—Debía ser mi doble —respondí sin dar importancia a su observación—.
¿Qué sucedió después? Todo esto es muy interesante, chiquilla…
—El la dejó en el suelo. Bueno…, recostada contra la pared. El hombre entró
en la casa a continuación y el Emperador —ése es el gato color naranja, al que
llamo así a causa de su orgullosa pose—, dejó de acariciarse los hocicos, muy
sorprendido. Tras esto, la señorita Pikestaff abandonó su casa, la que tiene el
número 18, quedándose en la escalinata mirando…
—¿La señorita Pikestaff?
—Sí. Yo la llamo siempre así. Tiene un hermano, al que no para de molestar.
Le hace la vida imposible.
—Sigue… —dije con creciente interés.
—Luego pasaron muchas otras cosas. El hombre salió de la casa… ¿Seguro
que no era usted?
—Probablemente hay montones de hombres como y o… —aduje
modestamente.
—Sí, eso es cierto, quizá —replicó Geraldine, con algún desconsuelo por mi
parte—. Sea como sea, aquel individuo se aproximó a la carretera e hizo una
llamada telefónica desde la cabina pública que hay allí. La policía no tardó en
llegar. —Los ojos de Geraldine centellearon—. Vinieron muchos agentes. Estos
se llevaron el cadáver del número 19 en una ambulancia. Había innumerables
curiosos congregados frente a la casa. Descubrí a Harry entre los espectadores.
Es el portero de este bloque de pisos. Luego me lo contó todo.
—¿Te dijo quién era el asesinado?
—Me dijo, sencillamente, que era un hombre y que nadie sabía cómo se
llamaba.
—¡Qué interesante, chica! —exclamé.
Recé con fervor pidiéndole a Dios que Ingrid no escogiera aquel instante para
volver con su deliciosa tarta de manzanas o cualquier otra golosina.
—Bueno, ahora retrocedamos un poco. Háblame de lo que pasó antes. ¿Viste
tú a aquel hombre —al que fue asesinado—, en el momento de llegar a la casa?
—No, no le vi. Debía estar dentro de aquélla desde hacía varias horas.
—¿Quieres decir que vivía allí?
—¡Oh, no! Allí no vive nadie más que la señorita Pebmarsh.
—¡Ah! De manera que sabes su verdadero nombre.
—Sí. Me enteré de él por los periódicos. Y la joven que gritó se llama Sheila
Webb. Harry me contó que el apellido de la víctima era Curry. ¡Qué chocante!
Esta palabra le recuerda a una la comida [10] … Y más adelante hubo un segundo
crimen. El mismo día no… En la cabina telefónica de la carretera. Desde aquí se
ve, pero y o tengo que asomarme y volver la cabeza a un lado… No vi nada.
Ignoraba lo que iba a pasar. De lo contrario no hubiera perdido de vista aquel
sitio. Por la mañana había bastante gente en la calle contemplando la casa de la
señorita Pebmarsh. Yo creo que eso es una tontería, ¿verdad?
—Sí, en efecto, es una estupidez.
En este punto de la conversación apareció de nuevo Ingrid.
—Vengo en seguida —afirmó.
La joven tornó a marcharse.
—¿Para qué la queremos, después de todo? —me preguntó Geraldine—.
Siempre anda preocupada con la comida. Ingrid prepara únicamente ésta y el
desay uno. Papá cena por la noche en el restaurante y desde allí envía algo para
mí. Pescado o cualquier otra cosa.
La niña se expresaba juiciosamente.
—¿A qué hora sueles comer, Geraldine?
—En cuanto Ingrid acaba de prepararlo todo. Ella anda un poco liada con las
horas; por supuesto, con el desay uno no puede fallar. Tiene que disponer lo
necesario con puntualidad si no quiere que papá se enfade. A mediodía no va con
tantos aprietos. Lo mismo comemos a las doce que a las dos. Ingrid sostiene que
no hay por qué comer a una hora determinada, que con sentarse a la mesa
cuando está todo listo es suficiente.
—Es una idea un poco acomodaticia —opiné—. ¿A qué hora comiste… el día
del crimen?
—A las doce, aproximadamente. Ese día le tocaba salir a Ingrid. Las jornadas
que tiene libres las aprovecha para irse al cine o a la peluquería. Entonces viene a
cuidar de mí una señora que se apellida Perry. Es una mujer terrible,
verdaderamente. Me aburro mucho con ella.
—¿Sí? ¿Por qué?
—No se puede hablar con ella. En cambio siempre me trae dulces,
caramelos y cosas por el estilo.
—¿Qué edad tienes, Geraldine?
—Diez años y tres meses.
—Me he dado cuenta de que sabes llevar muy bien una conversación —
manifesté.
—Eso es debido a que hablo mucho con papá —repuso la niña muy seria.
—De manera que el día del crimen comiste temprano, ¿verdad?
—Sí. De este modo Ingrid pudo marcharse poco después de la una, a pesar de
haber fregado los platos.
—Entonces tú estabas asomada a la ventana aquella mañana, observando a la
gente, ¿eh?
—¡Oh, sí! Estuve mirando desde las diez. Tenía entre manos un crucigrama.
—Me preguntaba y o si llegarías a ver al señor Curry en el momento de
entrar en la casa…
—No, no le vi —declaró Geraldine—. Desde luego, reconozco que esto es
raro.
—Bueno, tal vez llegara a aquélla muy temprano.
—No penetró en la vivienda por la puerta principal ni llamó al timbre, por lo
tanto. En caso contrario le hubiera visto.
—Es posible que entrara por el jardín, por otro lado de la casa.
—No —contestó Geraldine—. La construcción da a otras viviendas. Los
ocupantes de las mismas no habrían consentido a nadie que pasara por sus
jardines.
—Sí, pequeña, estamos de acuerdo.
—Me gustaría saber qué aspecto ofrecía el señor Curry.
—Yo te lo diré. Era un hombre viejo y a. Contaría unos sesenta años. Iba
afeitado y vestía un traje gris oscuro.
Geraldine movió la cabeza.
—Ofrecía, por tanto, el aspecto de tantas otras personas —comentó aquélla
con un gesto de desaprobación.
—Sea como sea me imagino que es bastante difícil para ti diferenciar un día
de otro, puesto que todos te han de parecer iguales. Al fin y al cabo te pasas horas
y horas en esa cama, siempre mirando a lo lejos, siempre haciendo lo mismo.
—No es tan difícil como usted se figura. —Geraldine se creció con mi velado
reto—. Puedo decirle todo lo que sucedió aquella mañana. Sé, por ejemplo,
cuándo entró y salió de la casa número 19 la señora Cangrejo.
—Te refieres a la mujer que limpia diariamente allí, ¿verdad?
—Sí. La llamo de este modo porque anda como los cangrejos. Tiene un hijo,
todavía pequeño. A veces le acompaña, pero aquel día llegó sola. La señorita
Pebmarsh se va alrededor de las diez. Trabaja en una escuela dedicada a la
educación de los niños ciegos. La señora Cangrejo se marcha a las doce,
aproximadamente. En ocasiones lleva consigo un paquete que no traía al entrar.
Me imagino lo que contendrá: un poco de mantequilla, unos trocitos de queso y
cosas por el estilo. La señorita Pebmarsh no ve… Sé con todo detalle lo que
ocurrió aquel día porque Ingrid y y o reñimos y ella se negó después a hablarme.
Le estoy enseñando inglés y quería que le explicara cómo se dice « hasta la
vista» . Ella tenía que decírmelo en alemán, esto es, « auf wiedersehen» . Yo lo sé
porque en una ocasión estuve en Suiza y oía a la gente pronunciar a menudo la
frase. También acostumbraban a decir: « Grüss Gott…» .
—Bueno, ¿qué le indicaste a Ingrid que tenía que decir para traducir al inglés
su « auf wiedersehen» ?
Geraldine exteriorizó una maliciosa risita. Luego empezó a hablar, pero sus
propias carcajadas le impidieron seguir. Por fin pudo contestar a la pregunta que
acababa de formularle.
—Le dije que siempre que deseara separarse de una persona con un cordial
« ¡Hasta la vista!» , pronunciara la frase inglesa equivalente: « Get the hell out of
here!» [11] . Ensay ó la misma con nuestra vecina, la señorita Bulstrode, quien,
naturalmente, se puso muy furiosa con ella. Ingrid, desde luego, acabó
enterándose de la jugarreta, enojándose a su vez mucho conmigo. No volvimos a
ser amigas hasta el día siguiente por la tarde, a la hora del té.
Digerí por fin aquella información.
—Por dicha razón tú te dedicaste a mirar por los gemelos.
Geraldine asintió.
—A eso debo ahora el poder afirmar que el señor Curry no entró por la
puerta principal. Tal vez penetrara por la noche en la casa, escondiéndose en el
ático. ¿Usted lo cree probable?
—Todo es probable en este caso. Ahora bien, eso de que estabas hablando no
me lo parece mucho.
—No… —replicó Geraldine, reflexiva—. Hubiera llegado un momento en
que habría sentido hambre y no iba a comer para que ella no advirtiera su
presencia.
—¿No llegó nadie a la casa? ¿No viste ningún coche, ni vendedor ambulante,
nadie…?
—El mozo de la tienda de comestibles visita el número 19 los lunes y los
jueves. El lechero llega a las ocho y media de la mañana.
Geraldine era una auténtica enciclopedia.
—La misma señorita Pebmarsh se encarga de comprar las verduras. A la
puerta de esa casa no llamó nadie… si exceptuamos al lavandero. Por cierto que
la lavandería era nueva.
—¿Una nueva lavandería?
—Si. Habitualmente va por allí la « Southern Down» . Casi todo el mundo se
sirve de ella. La de aquel día se llamaba… Sí. Era la « Snowflake Laundry » [12] .
Jamás había oído hablar de esa lavandería. Seguramente llevan poco tiempo en
el negocio.
Me costó mucho trabajo disimular el interés que me produjo esta última
noticia. Quería evitar como fuera que la chiquilla comenzase a hacer una novela
de sus observaciones, desfigurando las mismas.
—¿Entregó el lavandero algún paquete? También pudiera ser que lo
recogiera…
—Entregó un gran cesto de ropa. Este era mucho más grande que los de
costumbre.
—¿Se hizo cargo de él la señorita Pebmarsh?
—No. Había salido de nuevo.
—¿A qué hora sucedía eso, Geraldine?
—A la 1:35, exactamente. Lo anoté en mi cuaderno —señaló la niña muy
ufana.
Geraldine me enseñó aquél, abriéndolo después para que contemplara una
breve anotación, subray ando las escasas palabras que había escrito con un dedo
índice un tanto sucio: « El lavandero llegó a las 1:35 Número 19» .
—Debieras pertenecer a Scotland Yard —le dije.
—¿Hay mujeres detectives en ella? Eso me gustaría para mí. No me refiero
a las mujeres policías. Estas me parecen tontas.
—No me has contado qué ocurrió a la llegada del lavandero.
—No ocurrió nada —manifestó Geraldine—. El conductor de la furgoneta se
apeó, descargó el cesto y lo llevó a la parte trasera de la casa. Seguramente no
pudo entrar. La señora Pebmarsh acostumbra a cerrar aquella puerta con llave.
Lo más probable es que dejara el cesto allí y se volviera.
—¿Qué aspecto tenía ese hombre?
—Corriente.
—¿Lo compararías conmigo?
—¡Oh, no! Era un hombre mucho más viejo. Pero la verdad es que no le vi
muy bien porque él se acercó con el coche a la casa… por ahí —Geraldine
señaló hacia la derecha—. Se detuvo enfrente del número 19, aunque en el punto
opuesto al lado que hubiera debido utilizar. Claro que en una calle como ésta este
detalle carece de importancia. Luego cruzó la puerta exterior inclinado sobre el
cesto. No acerté a verle más que la nuca y al salir se estaba frotando el rostro.
Quizás hallara algo cansado aquel trabajo de trasladar el cesto.
—Y se marchó en seguida, ¿no?
—Sí. ¿Por qué encuentra usted eso tan curioso?
—No lo sé… Pensé que quizás hubiera visto él algo interesante.
Ingrid abrió la puerta. Iba empujando una mesita de ruedas.
—Ahora vamos a comer.
—Estupendo —exclamó Geraldine—. Estoy medio muerta de hambre.
—Yo me voy. Adiós, Geraldine.
—Adiós. ¿Qué va usted a hacer con esto? —la niña me enseñó la navajita—.
No es mía. Pero me gustaría que lo fuese.
—Todo parece indicar que no pertenece a nadie, Geraldine. Bueno, lo mejor
será que te quedes con ella. Es decir, hasta que alguien la reclame. Sin embargo,
me inclino a pensar que esto último no va a suceder —dije hablando con toda
sinceridad.
—Dame una manzana, Ingrid —solicitó la niña.
—¿Una manzana?
—Pomme! Apfel!
Geraldine tornaba a sus clases de idiomas. Dejé a las dos entregadas a sus
respectivas tareas.
Capítulo XXVI
—No parece haberle sacado usted mucho a la señora Ramsay —dijo quejoso
el coronel Beck.
—Tampoco tenía mucho que declarar esa mujer.
—¿Está seguro de eso?
—Sí.
—¿No la juzga un elemento activo?
—No.
Beck escrutó mi rostro.
—¿Satisfecho? —inquirió.
—En realidad, no.
—¿Esperaba obtener conclusiones más positivas?
—Las formuladas no llenan ciertos huecos.
—Tendremos que dirigir nuestras investigaciones en otro sentido… Habremos
de renunciar a las calles en forma de media luna, ¿no?
—Sí.
—¿Qué le ocurre? No se expresa usted más que con monosílabos. ¿Se siente
molesto, descontento?
—No soy eficiente en este trabajo —repliqué hablando lentamente.
—¿Quiere que le de unas palmaditas en el hombro, diciéndole al mismo
tiempo: « Vamos, vamos» ?
A pesar de mi desgana me eché a reír.
—Eso está mejor —comentó Beck—. Bueno, ¿qué es lo que pasa? Supongo
que hay faldas por en medio.
Denegué con un movimiento de cabeza.
—Eso viene de atrás, coronel.
—En realidad y o lo había advertido —declaró Beck inesperadamente—. La
confusión más absoluta impera en el mundo en la actualidad. No se ven claras, ni
mucho menos, las salidas a los conflictos planteados. Cuando el desánimo se
apodera de uno hay que considerarlo todo o casi todo perdido. El hombre, en esta
etapa de su vida, pierde su utilidad. La verdad es que usted ha trabajado
primorosamente, muchacho. Dése por contento con ello. Vuelva cuanto antes a
sus condenados bichejos.
El coronel Beck hizo una pausa para añadir:
—¿Le gustan de veras esas cosas?
—Para mi constituy en una ocupación apasionante.
—A mí se me antojarían repulsivas. ¡Qué espléndidas variantes nos presenta
la Naturaleza en lo tocante a sus criaturas! Me refiero a los gustos de cada uno.
¿Qué tal van las indagaciones relativas al crimen de Wilbraham Crescent?
Apuesto lo que quiera a que la chica fue la autora de aquél.
—Está usted en un error —respondí.
Beck extendió un brazo, señalándome.
—He aquí lo que le digo y o, Lamb: « Esté preparado» . Y no en el sentido que
los exploradores dan a esta frase.
Bajé por Charing Cross Road absorto en mis pensamientos. A la entrada del
« Metro» compré un periódico.
Por una información en aquél contenida me enteré de que el día anterior, en
Victoria Station, precisamente a la hora de may or aglomeración, una mujer
había caído desvanecida al suelo, siendo recogida en seguida y conducida a un
hospital. Al llegar al establecimiento habíase descubierto que acababa de ser
apuñalada. La mujer había muerto sin recobrar el conocimiento.
La desconocida se llamaba Merlina Rival.
***
Telefoneé a Hardcastle.
—Sí —dijo para contestar a mis preguntas—. Todo pasó tal como ha contado
la prensa.
Aprecié un dejo de amargura y dureza en sus palabras.
—Fui a verla anteanoche. Le advertí que su historia acerca de la cicatriz
presentaba grandes fallos. Le notifiqué que el examen detenido de aquélla había
hecho pensar a los médicos en una herida relativamente reciente. Es curioso ver
con qué facilidad cometen las personas equivocaciones garrafales. Siempre por
el afán de rematar la obra de manera que ésta no ofrezca ningún punto débil.
Alguien pagó a la señora Rival para que identificara el cadáver. Le dieron
instrucciones para que declarara que el hombre muerto en Wilbraham Crescent
era su marido, que la había abandonado años atrás. Actuó perfectamente. Yo creí
su historia al principio, en su totalidad. Luego intentó reforzar la misma.
Recordando tan casualmente aquella pequeña cicatriz de su marido daba el
carpetazo definitivo al asunto de la identificación, aportando una convincente
prueba. Si hubiese mencionado ese detalle en el transcurso de nuestra entrevista
todo hubiera parecido demasiado fácil, amañado, quizás.
—En consecuencia, Merlina Rival andaba mezclada en este feo asunto, ¿no?
—Te diré. Yo lo pongo en duda. Supón que un viejo amigo va en su busca y le
dice: « Estoy en un apuro, chica. Un individuo con el que llevé a cabo algunos
negocios ha sido asesinado. Si la policía le identifica todos nuestros asuntos se
vendrán a tierra, provocando una catástrofe. En cambio, si tú apareces en escena
asegurando que era tu marido, Harry Castleton, quien te abandonó hace años, el
caso quedará zanjado» .
—Pero lo mas probable es que Merlina Rival no se prestara al juego,
estimándolo excesivamente peligroso.
—El otro le objetaría entonces: « ¿Dónde está el peligro? Dando por cierto lo
peor, resultará que has cometido un error simplemente. A los quince años de
separación, ¿cuál es la mujer que no está expuesta a una cosa así?» .
Seguramente, en este punto de la conversación el instigador mencionaría una
bonita suma de dinero. Finalmente, ella accede, decidida a ser una buena amiga.
—¿Sin la menor desconfianza?
—Merlina Rival no era una mujer desconfiada. ¡Santo Dios! Mira, Colin,
cada vez que capturamos a un asesino pasa lo mismo… Existen siempre muchas
personas que le conocen. Pues bien, no hay una sola que no se muestre
extrañada, profundamente extrañada de su acción. Hay quien va mas lejos y no
quiere creerlo, hasta el instante de enfrentarse con pruebas tangibles.
—¿Qué sucedió cuando fuiste a verla?
—La asusté. Y después de irme obró como y o había esperado que obrara:
intentó establecer contacto con el hombre, o la mujer, que la metió en esto. Por
supuesto, ordené que la vigilaran. Se acercó a una estafeta de Correos e hizo una
llamada desde una cabina de teléfono automático. Desgraciadamente, no fue la
que y o había esperado que utilizara, al final de su calle. Tuvo que hacerse de
cambio. Al abandonar la cabina daba la impresión de estar muy satisfecha.
Continuó en observación, pero nada de interés ocurrió hasta ay er noche. Fue a la
Victoria Station y sacó un billete para Crowdean. Pero el astuto diablo que movía
los hilos del drama se le había adelantado. Eran las seis y media, una de las
« horas punta» . Ella avanzaba desprevenida, natural. Probablemente estaría
pensando en cómo se desarrollaría la entrevista que iba a celebrar con alguien en
Crowdean. Y luego… Nada más fácil entre un grupo apretado de hombres y
mujeres que sacar una navaja y oprimirla… Merlina Rival, tal vez, no se dio
cuenta inmediatamente de que acababa de ser apuñalada. ¿Te acuerdas del caso
de Barton cuando el robo de la pandilla de los Levitti? Recorrió toda la acera de la
calle antes de derrumbarse muerto. No había notado más que cierto dolor
progresivo… A veces le pasan a uno estas cosas y después la molestia se esfuma
con idéntica rapidez que llegó. Al menos se espera siempre que ocurra esto.
Merlina Rival, al igual que Barton, seguía en pie, pero y a estaba muerta…
¡Maldita sea! —exclamo Hardcastle para terminar su discurso.
—¿Habéis realizado nuevas indagaciones?
Tenía que hacerle esta pregunta. No pude contenerme. Su réplica no se hizo
esperar.
—La señorita Pebmarsh estuvo en Londres ay er. Hizo algunas cosas por
cuenta del instituto en que trabaja y regresó a Crowdean en el tren de las 7:40 —
Hardcastle guardó silencio un momento, añadiendo luego—: La señorita Sheila
Webb se llevó consigo un manuscrito que tenía que comprobar con un escritor
extranjero que se hallaba de paso en Londres, camino de Nueva York. Abandonó
el « Hotel Ritz» a las 5:30, aproximadamente, metiéndose en un cine, sola, antes
de emprender el regreso.
—Escúchame, Hardcastle —dije—. Tengo algo para ti… Garantizado por un
testigo presencial. El día 9 de septiembre se detuvo ante el número 19 de
Wilbraham Crescent, a la 1:35, la furgoneta de una lavandería. El hombre que
conducía ese vehículo dejó un gran cesto en la puerta trasera de la casa. Hay que
destacar el tamaño exageradamente grande del referido cesto.
—¿Una lavandería? ¿Cuál?
—¿La « Snowflake Laundry » ? ¿La conoces?
—No, desde luego. Todos los días nacen y mueren negocios de esta clase. El
nombre es corriente y hasta apropiado para una empresa de tal tipo.
—Bueno… Haz las averiguaciones oportunas. Yo te lo he dicho: un hombre
conducía el vehículo; fue el mismo hombre quien llevó el cesto hasta la puerta
posterior de la vivienda… ¿Me has entendido bien?
—¿Pretendes darle a esto un nuevo giro, Colin?
—No. Ya te he indicado que hay por en medio un testigo. Haz las
comprobaciones oportunas, Dick. Aprovecha esa pista.
Colgué el receptor del teléfono para no darle tiempo a asaetearme a
preguntas.
Una vez hube abandonado la cabina telefónica consulté mi reloj de pulsera.
Tenía muchas cosas que hacer… y deseaba estar fuera del alcance de
Hardcastle mientras tanto. Entre otras había de arreglar mi futuro…
Capítulo XXVIII
NARRACIÓN DE COLIN LAMB
Llegué a Crowdean a las doce de la noche, cinco días más tarde. Me fui en
seguida al « Clarendon» , pedí una habitación y me acosté. Me hallaba cansado
de la noche anterior y dormí más de la cuenta. Desperté a las diez menos cuarto.
Pedí que me sirvieran una taza de café, una tostada y también solicité que me
trajeran el periódico. Lo recibí en unión de una nota dirigida a mí con las
palabras escritas a mano en el ángulo izquierdo.
Examiné la nota, con cierta sorpresa. No la esperaba. El papel era grueso, de
los de precio.
Después de darle vueltas y más vueltas desdoblé la cuartilla.
Dentro alguien había escrito con letras grandes estas palabras:
Miré aquel papel desde distintos ángulos… ¿Qué significado tenía el mismo?
Me fijé especialmente en el número de la habitación: el 413. Las 4:13
marcaban las manecillas de los relojes misteriosos. ¿Una coincidencia? Quizá,
quizá no…
Pensé llamar por teléfono al « Curlew Hotel» . Luego proy ecté ponerme en
comunicación con Dick Hardcastle. Más adelante decidí no hacer ninguna de
estas dos cosas.
Me había espabilado. Me levanté y después de haberme afeitado, lavado y
vestido, salía del « Clarendon» , dirigiéndome al « Curlew Hotel» , a donde llegué
a la hora fijada en la nota.
La temporada de verano había llegado a su fin. Aquel establecimiento no
albergaba muchos huéspedes por aquellos días.
No pregunté en la oficina de recepción. Tomé el ascensor para subir al cuarto
piso, buscando por el pasillo de éste la habitación 413. Vacilé unos segundos. A
continuación, y convencido de que me estaba conduciendo como un necio, di tres
golpes en la puerta…
Una voz contestó:
—Entre.
La puerta no había sido cerrada con llave. Abrí la misma, quedándome
paralizado a causa del asombro.
Jamás hubiera esperado encontrar allí al hombre que mis ojos estaban
contemplando.
Hércules Poirot me miró, divertido.
—Une petite surprise, n’est-ce pas? —dijo—. Confío en que, pese a todo,
agradable.
—Poirot, viejo zorro, ¿cómo llegó usted hasta aquí?
—En un vehículo bastante confortable.
—Pero, ¿qué hace en este hotel?
—Fue una actitud ventajosa la suy a, créame. Insistieron en que había que
proceder a decorar de nuevo mi apartamento. Figúrese mi apuro. ¿Qué podía
hacer y o? ¿Adónde encaminarme?
—Hay muchos sitios a donde ir —repuse fríamente.
—Probablemente tiene usted razón, pero mi médico me indicó que el aire de
mar no me perjudicaría.
—¿Qué clase de médico tiene usted? ¿Uno de esos tipos que se enteran
reservadamente de cuál es el sitio que desearía visitar su paciente para
aconsejárselo más tarde? ¿Fue usted quien me envió esto?
Le enseñé la nota que y o recibiera en el « Clarendon» .
—Naturalmente. ¿Qué otra persona podía haber sido?
—¿Es una coincidencia que tenga usted una habitación cuy o número es el
413?
—No, no es una coincidencia. La pedí y o.
—¿Por qué razón?
Poirot inclinó la cabeza a un lado guiñándome un ojo.
—Se me antojó muy apropiado.
—¿Y lo de llamar tres veces?
—No pude resistir esa tentación. Sólo hubiera podido mejorar esto uniendo a
la nota una ramita de romero[13] . Pensé también en producirme un corte en el
dedo y marcar la puerta con una huella digital impresa con sangre, pero, ¡bueno
está lo bueno, amigo mío! Yo tampoco quería, por otro lado, tener una herida
infectada.
—Supongo que esto es la segunda infancia —observé—. Esta tarde le
compraré un balón y un conejito lanudo.
—No ha celebrado la sorpresa que le he preparado. No se ha alegrado en lo
más mínimo al verme.
—Pero, ¿es que esperaba de mí tal reacción?
—Pourquoi pas? Vamos, hablemos en serio después de este rato de broma.
Confío en poder ay udar a la policía en su labor. He estado hablando con el jefe
de la misma, quien ha sido extraordinariamente amable conmigo, y en este
momento aguardo la visita de su amigo el detective inspector Hardcastle.
—¿Y qué piensa usted decirle?
—Tengo la impresión de que los tres vamos a sostener una sustanciosa charla.
Le miré, echándome a reír. Mi interlocutor denominaría charla a lo que se
avecinaba, pero y o sabía perfectamente quién era el que iba a hacer todo el
« gasto» en la conversación: ¡Hércules Poirot!
***
Hardcastle llegó por fin. Llevé a cabo las presentaciones y los dos hombres
cruzaron las corteses palabras de costumbre. Nos habíamos instalado
cómodamente. Dick miraba de vez en cuando a Poirot a hurtadillas, con la
expresión que adopta un visitante del parque zoológico cuando estudia una nueva
y sorprendente adquisición. ¡Dudo de que hubiera visto antes de aquel momento
un ejemplar como Hércules Poirot!
Finalmente, Hardcastle se aclaró la voz, diciendo a continuación:
—Supongo, monsieur Poirot, que usted desea tener una visión conjunta del
caso ¿no es así? —el inspector vaciló—. Estimo que no será fácil… Mi jefe me
ha dado instrucciones en el sentido de que haga cuanto esté a mi alcance por
usted. Pero advertirá que existen dificultades, preguntas que han de ser
formuladas, objeciones… Sin embargo, como ha venido aquí especialmente…
Poirot interrumpió a mi amigo Dick, no sin cierta frialdad:
—Me encuentro aquí a causa de que mi apartamento de Londres está siendo
en la actualidad decorado de nuevo, restaurado.
Dejé oír una risita y Poirot me dirigió una mirada de reproche.
—Monsieur Poirot no necesita ir a ver lo que sea por sí mismo. Mantiene que
la investigación puede llevarse a cabo desde una butaca. Pero esto no es cierto
del todo, ¿verdad, Poirot? De lo contrario no se encontraría aquí.
Poirot replicó dignamente:
—Yo dije que no era necesario que el sabueso fuese de acá para allá
rastreando la pista. No obstante, he de admitir que el perro es imprescindible. Un
perro traedor, cobrador. Un buen animal de esta clase.
Volvióse hacia el inspector, retorciéndose con un gesto de satisfacción una de
las puntas de su bigote.
—Permítame que le diga que a mí no me sucede lo que a todos los ingleses,
que viven obsesionados con los perros. Personalmente, puedo prescindir de ellos.
En cambio acepto buena parte de su ideario con respecto a dichos animales. El
hombre ama y respeta a su perro. Ante sus amigos elogia a su silencioso
compañero, destacando su inteligencia y sagacidad. Ahora imagínense esta
situación a la inversa. El perro quiere a su amo. Se siente, asimismo, orgulloso de
éste, pregonando su sagacidad e inteligencia. Notándose complacido en cuánto
apetece, se desvivirá a su vez por complacer, por mimar a su dueño. El hombre
es capaz de violentarse, de contrariar su gusto por el descanso en un momento
dado, echándose a la calle sólo porque sabe que a su perro le agradan los paseos;
el animal, en justa correspondencia, se esforzará por proporcionar al amo lo que
ansía con las limitaciones inherentes a su naturaleza.
» Algo semejante ocurre con mi joven y amable amigo Colin. Fue a verme,
no para pedirme ay uda, para que colaborara con él en la solución de un
problema… Colin confiaba en que podría solucionarlo por sí mismo y no se
equivocaba. No. Sabía que estaba desocupado y solo y quiso proporcionarme
algo que iba a interesarme, que y o estudiaría inevitablemente, que me
proporcionaría trabajo, una labor agradable. Me desafió. Le he dicho muy a
menudo que es posible solucionar un caso policíaco sin abandonar el butacón de
nuestro despacho o cuarto de estar. Se lo he dicho tantas veces que no quiso
desaprovechar esta oportunidad que el azar le deparaba de probarme lo
contrario. La verdad es que ha obrado con un poco de malicia. De todos modos,
aspiraba a demostrar que lo que y o sostengo no es fácil. Mais oui, mon ami…
¡Eso es cierto! Ha querido burlarse de mí, ¿eh? No se lo reprocho. Me limitaré a
decir que lo que pasa aquí es que aún no conoce usted suficientemente bien a su
amigo Hércules Poirot.
Poirot se irguió en su asiento, retorciéndose las puntas de su bigote.
Yo le miré, dirigiéndole una afectuosa mirada.
—De acuerdo, entonces. Dénos la solución del problema, si es que la sabe.
—¡Por supuesto que la sé!
Hardcastle le miró incrédulo.
—¿Dice usted que sabe quién fue la persona que mató al hombre hallado en
el número 19 de Wilbraham Crescent?
—Naturalmente.
—¿Y también conoce la identidad del asesinado señor Curry ?
—Sé quién debe ser.
La expresión de duda en la faz de Hardcastle no podía resultar más elocuente.
Su actitud continuaba siendo cortés. Pero el tono con que habló delataba su
escepticismo.
—Perdóneme, monsieur Poirot… Ha dicho que sabe quién es el autor de esos
tres crímenes. ¿Conoce el por qué?
—Sí.
—¿Ha solucionado por completo el caso?
—Pues… no, en realidad, no todavía.
—Lo que usted ha querido dar a entender es que ha tenido una corazonada —
dije y o, poco atento.
—No pienso reñir con usted por una palabra más o menos, mon cher Colin.
Todo lo que afirmo es: ¡lo sé todo!
Hardcastle suspiró.
—Compréndalo, monsieur Poirot… Nosotros hemos de disponer de pruebas.
—Naturalmente. Ahora bien, con los recursos que tiene usted al alcance de la
mano no le costará mucho trabajo lograr aquéllas.
—No estoy y o muy seguro acerca de eso.
—Vamos, vamos, inspector. El hecho de saber, de saber realmente, ¿no
constituy e el primer paso? ¿No puede usted arrancar de ahí?
—Siempre no es posible eso —opuso Hardcastle con otro suspiro—. Andan
por el mundo, en libertad, hombres que debieran estar cumpliendo condena. Ellos
lo saben perfectamente y nosotros también.
—Tales individuos, hay que reconocerlo, constituy en la excepción. No son…
Interrumpí a Poirot:
—Conforme, conforme. Usted está al tanto de todo… ¡Pónganos al corriente
a nosotros!
—Me doy cuenta de que continúa usted mostrándose escéptico. Pero antes de
nada permítame que le diga esto: estar seguro de una cosa significa que al
alcanzar la solución exacta del problema cada pieza del puzzle encaja en su sitio
con exactitud. Entonces uno advierte que los hechos no han podido ocurrir de otra
manera.
—¡Por el amor de Dios, Poirot! Vay a al grano de una vez. Le doy mi
conformidad por anticipado a todas las consideraciones que le sugiera el tema.
Poirot se arrellanó en su butaca, adelantándose hacia el inspector para volver
a llenar su vaso.
—Han de comprender una cosa, mes amis: para solucionar cualquier
problema hay que empezar por disponer de los hechos. Para eso uno necesita del
perro, el perro traedor o cobrador, el cual recoge las piezas, una por una, y las
deposita a…
—… a los pies del amo —proseguí diciendo y o—. Sí, señor. Admitido.
—No se puede resolver un caso desde un butacón valiéndose únicamente de
las informaciones aportadas por los periódicos. Los hechos, para empezar, han de
ser exactos y la prensa se preocupa poco de la exactitud. Los periodistas suelen,
por ejemplo, referir algo que sucedió a las cuatro y cuarto redondeando la hora;
nos cuentan que un hombre tenía una hermana llamada Elisabeth y resulta luego
que no se trataba de una hermana sino de una cuñada, llamada, por cierto,
Alexandra… Así sucesivamente. Pero en Colin y o tengo un perro de notables
habilidades, habilidades que, he de decirlo, le han llevado lejos en su carrera.
Colin ha tenido siempre una memoria magnífica. Es capaz de repetir ce por be
conversaciones por él oídas varios días más tarde. Detalla con precisión también,
sin florituras ni adornos, sin versiones personales, esto es, de una manera distinta
a lo que hacemos los demás, determinados pareceres en permanente vigencia.
Jamás dirá, es otro ejemplo: « A las once y veinte entregaron el correo» en lugar
de describir lo que pasó realmente, dejando de mencionar una llamada a la
puerta y la subsiguiente entrada en la habitación de cualquiera con un puñado de
cartas en la mano. Todo esto es sumamente importante. Equivale a afirmar que
él oy ó lo que y o hubiera oído de haber estado presente, que él vio lo que y o
hubiera visto también…
—Únicamente que el desventurado perro es incapaz de efectuar algunas
interesantes deducciones…
—De modo que hasta donde es posible y o dispongo de los hechos. Me
encuentro y a inmerso en el escenario del drama. Lo que más me sorprendió del
caso cuando Colin me puso al corriente del mismo fue su carácter fantástico.
Cuatro relojes, todos ellos marcando una hora de adelanto sobre la normal, los
cuales fueron introducidos en una casa sin conocimiento de su propietaria. Al
menos, eso fue lo que ella dijo. No olvidemos que no hay que admitir nada, nos
digan lo que nos digan, hasta que quede comprobado.
—Los dos pensamos lo mismo —contestó Hardcastle haciendo un gesto de
aprobación.
—En el suelo y ace un hombre muerto, un hombre y a de cierta edad; de
aspecto respetable. Nadie sabe quién es (de nuevo, eso es lo que se nos dice). En
uno de los bolsillos de su traje se encuentra una tarjeta en la que hay impreso un
nombre: R. H. Curry, y una dirección: 7, Denvers Street. Al parecer pertenece a
la plantilla de la « Metropolis Insurance Company » . Pero tal entidad no existe.
No hay tampoco ninguna calle como la citada ni tal señor Curry. He aquí una
prueba negativa, pero prueba al fin y al cabo. Sigamos… Aparentemente, se
produce a las dos menos diez una llamada telefónica a una agencia de
secretarias. Una señorita llamada Millicent Pebmarsh requiere los servicios de
una taquimecanógrafa. Pide que le sea enviada a las tres, al número 19 de
Wilbraham Crescent. Se interesa especialmente por la señorita Sheila Webb. La
joven llega a la dirección referida minutos antes de las tres. De acuerdo con las
instrucciones recibidas entra en el cuarto de estar de la vivienda, donde descubre
el cadáver de un hombre. Asustada, sale de la casa gritando, precipitándose en
los brazos de un caballero.
Poirot hizo una pausa, fijando su mirada en mí.
—Entra en escena nuestro joven héroe —apunté.
—Ya ve —señaló a su vez Poirot—. Ni siquiera usted puede evitar el tono
melodramático cuando se alude a esa escena. La historia, efectivamente, es un
melodrama. Nos enfrentamos con un cuento fantástico, irreal. Es un asunto que
encajaría perfectamente en cualquiera de las obras de determinados escritores:
Garry Gregson, por ejemplo. He de advertir que antes de la llegada de mi joven
amigo había iniciado un estudio de la labor literaria realizada por escritores de
novelas de emoción e intriga que más se destacaron en los últimos sesenta años.
Algo interesante, de veras. Uno se inclina a considerar los crímenes reales a la
luz de la ficción artística. Es decir, si y o observo que un perro no ha ladrado
cuando debía haberlo hecho me digo: « ¡Ah! Un crimen estilo Sherlock
Holmes» . De igual manera, si el cadáver es hallado en una habitación sellada
exclamo, naturalmente: « ¡Ah! Un caso típico de Dickson Carr» . Luego, ahí está
mi amiga, la señora Oliver. Si viera que… Pero y a no voy a decir más en este
aspecto. ¿Me han comprendido? He aquí el planteamiento de un crimen en
circunstancias tan improbables que en seguida se piensa: « Este libro no refleja la
vida. Cuanto en él sucede es irreal» . ¡Ah! Pero aquí no cabe semejante
consideración, pues la historia es real y bien real. Ha sucedido. Esto invita a la
meditación, ¿no?
Hardcastle no hubiera planteado las cosas de aquella manera, pero estaba
conforme con la idea general, por lo que asintió enérgicamente. Poirot prosiguió
diciendo:
—Es lo contrario al pensamiento de Chesterton: « ¿Dónde esconderías una
hoja?» . En un bosque. « ¿Dónde esconderías un guijarro?» . En una play a. Hay
aquí exceso, fantasía, melodrama. Cuando y o me pregunto, imitando a
Chesterton: « ¿Dónde ocultaría una mujer de mediana edad su belleza en
declive?» , y o no me contesto: « Entre otros rostros parecidos» . No. En absoluto.
La esconde bajo una espesa capa de maquillaje, bajo una máscara de rouge y
polvos, entre hermosas pieles, entre joy as que rodean su cuello y le cuelgan de
las orejas. ¿Me comprenden?
—Pues… —empezó a decir el inspector, queriendo disimular su
desorientación.
—Ya verá lo que pasa: la gente se dedicará a contemplar las pieles y las
joy as, la coiffure y la haute couture, gracias a lo cual no observarán a la mujer
en sí… En consecuencia, me dije, y le dije también a mi amigo Colin: « En vista
de que este crimen presenta tan fantásticos adornos con objeto de distraer la
atención de uno, ha de ser forzosamente simple» . ¿Fue así, Colin?
—En efecto. Ahora bien, todavía estoy esperando a que me demuestre que
no se ha equivocado.
—Tiene que continuar aguardando, Colin. Así pues, dejamos a un lado los
« adornos» del crimen y fijamos nuestra atención en los puntos esenciales. Un
hombre ha sido asesinado. ¿Por qué ha sido asesinado? Y, ¿quién es? La respuesta
a la primera pregunta dependerá evidentemente de la que se dé a la segunda. Y
en tanto no se obtengan las dos contestaciones es imposible seguir adelante. El
individuo podría ser un chantajista, un timador de esos que operan granjeándose
primero la confianza de su víctima, o el esposo de una mujer que se crey era en
peligro o perjudicada por la existencia de su marido. Podría haber sido ese
hombre una docena de cosas más. Conforme voy conociendo detalles me inclino
más a pensar con los demás que la víctima era una persona corriente,
acomodada, respetable. Repentinamente pienso: « ¿Y tú sostienes que éste tiene
que ser un crimen de estructura muy simple?» . De acuerdo. Dejemos que ese
hombre sea exactamente lo que él parece: un individuo acomodado, respetable,
y a entrado en años. —Poirot miró al inspector, inquiriendo—: ¿me entiende?
—Pues… —volvió a repetir Hardcastle, deteniéndose.
—Aquí tenemos, por consiguiente, un hombre de edad y aspecto agradable,
corriente, cuy a desaparición es necesaria para alguien. ¿Para quién? En este
punto, por fin, podemos estrechar el panorama demasiado dilatado que hemos
estado contemplando. Se conocen ciertas cosas y personas. Se sabe de la señora
Pebmarsh y de sus hábitos; no es un secreto la existencia del « Cavendish
Secretarial Bureau» ; hay una chica, llamada Sheila Webb, que trabaja en esa
firma… Por eso le digo a mi amigo Colin « Los vecinos» . Converse con los
vecinos. Averigüe cuanto pueda acerca de ellos. Explore en sus historias
respectivas. Y, sobre todo, procure charlar con todos, aprovechando el menor
pretexto. La conversación normal no es sólo una serie de respuestas a
determinadas preguntas… Durante el diálogo se le escapan a uno minucias. La
gente se mantiene en guardia cuando la conversación es trascendente, peligrosa.
En la charla de circunstancias el espíritu se relaja; todos sucumben al alivio de
decir la verdad, que no exige esfuerzos, concentración. Hablar sinceramente
cuesta mucho menos trabajo que mentir. En ocasiones una palabra, un concepto
espontáneo, es más revelador que un largo discurso.
—He ahí una colección de consideraciones admirablemente expuestas —
comencé—. Desgraciadamente, en este caso no son aplicables.
—Sí, mon cher, sí. Precisamente hay una breve frase de inestimable valor, a
la cual iba a referirme en seguida.
—¿Cuál? —pregunté—. ¿Quién la dijo? ¿Cuándo?
—A su tiempo, mon cher, a su tiempo.
—¿Decía usted, monsieur Poirot? —inquirió cortésmente Hardcastle, llevando
de la mano a aquél al tema.
—Tracemos un círculo en torno al número 19. Cualquiera de las personas que
caen dentro de él puede ser la autora del asesinato del señor Curry. Citémoslas: la
señora Hemming, los Bland, los McNaughton, la señora Waterhouse. Más
importante todavía: todas ellas ocupan una posición clara. La señora Pebmarsh
pudo haber matado al señor Curry antes de salir de su casa, a la 1:35,
aproximadamente; la señorita Webb pudo haber tomado las medidas necesarias
para que su encuentro con la víctima tuviese lugar allí, atacando al hombre antes
de abandonar la vivienda también para dar la voz de alarma…
—¡Ah! Ahora, monsieur Poirot, va usted al grano y a.
Poirot hizo como si no hubiera oído las palabras del inspector, dando media
vuelta para enfrentarse conmigo.
—Y, por supuesto, hay que pensar en usted, mi querido amigo Colin. Usted
también ocupa un puesto en este planteamiento. ¿No buscaba un número alto
precisamente por la parte en que se hallan los bajos?
—Está bien —repuse indignado—. Veamos qué se le ocurre a continuación.
¡Y pese a todo y o le sirvo la cosa en bandeja!
—Los asesinos son orgullosos, engreídos, a veces —señaló Poirot—. Existía la
posibilidad de que usted hubiera querido divertirse un poco… a mi costa.
—Si sigue hablando así me convencerá —contesté.
Comenzaba a sentirme molesto.
Poirot se volvió hacia el inspector Hardcastle.
—Pues sí… En esencia fue eso: me dije que aquél tenía que ser un crimen
muy simple. La presencia de los relojes, fuera de propósito; la hora de adelanto
que marcaban las manecillas de aquéllos; las estudiadas circunstancias que
condujeron al descubrimiento del cadáver… Eso había que dejarlo a un lado, de
momento. Eran cosas, según se dice en su inmortal « Alicia» , como « zapatos y
barcos, lacre, verduras y rey es» . Punto vital: un hombre de cierta edad y
aspecto corriente ha desaparecido del mundo de los vivos porque estorbaba a
alguien. De conocer la identidad del hombre asesinado hubiéramos señalado casi
inmediatamente a su probable verdugo. De haber sido un individuo conocido por
su afición al chantaje habríamos buscado al que podía ser su víctima; de haber
sido un detective hubiéramos procurado descubrir a alguien en posesión de un
secreto criminal; de haber sido un sujeto acaudalado, habríamos investigado
entre sus herederos… Ahora bien, no sabiendo quién es el finado poco es lo que
puede hacerse. Entonces, entre el que tiene una razón para matar y nosotros se
levanta una valla casi insalvable.
» Dejando a un lado a la señorita Pebmarsh y a Sheila Webb, ¿qué personas
pueden no ser lo que aparentan? La respuesta a tal pregunta es desconcertante. Si
exceptuamos al señor Ramsay, ¿quién no es lo que aparenta ser? —Poirot me
miró inquisitivamente y y o asentí—. A primera vista no hay engaño en los
demás… Bland es un maestro de obras bien conocido en la localidad. El señor
McNaughton había estado desempeñando una cátedra en Cambridge; la señora
Hemming es viuda de un subastador; los Waterhouse son gente respetable, que
reside en Wilbraham Crescent desde hace bastante tiempo. Volvemos, pues, al
señor Curry. ¿De dónde procede? ¿Quién le llevó a la casa número 19? Y aquí
surge una valiosísima observación o comentario, formulado por una de las
vecinas: la señora Hemming. Al decírsele que el hombre asesinado no vivía en el
número 19, exclama: « ¡Ah, y a comprendo! Le llevaron allí para matarle. ¡Qué
raro!» . Esa mujer apunta directamente al corazón del problema. He ahí una
cosa que suele pasar con los seres que se hallan demasiado concentrados en sus
propios pensamientos para prestar su atención a las manifestaciones de los
demás. Ella resumió así el crimen: El señor Curry fue al número 19 de Wilbraham
Crescent para ser asesinado. ¡Más sencillo no puede ser!
—Esta observación me produjo alguna sorpresa a mí también —murmuré.
Poirot continuó hablando, sin escuchar mis palabras.
—… « Ven y morirás» . El señor Curry fue… y pereció asesinado. Pero ahí
no acaba la cosa. Era importante que no resultase identificado. No llevaba
encima cartera, ni papel alguno. Las etiquetas de su sastrería le habían sido
arrancadas. Sin embargo, eso no bastaría. La tarjeta que le presenta como un tal
Curry, agente de seguros, representaría solamente una medida temporal. Si la
identidad del hombre tenía que ser ocultada permanentemente había que darle
una falsa. Yo estaba convencido de que antes o después aparecería alguien
reconociéndole: un hermano, una hermana, la esposa… Apareció la esposa. La
señora Rival. Este apellido inducía y a a la confianza. Hay una población en
Somerset, cerca de la cual he estado en una ocasión, con motivo de la visita que
hice a unos amigos… Se llama aquélla Curry Rival… Inconscientemente, habían
sido escogidos estos dos nombres: el señor Curry, la señora Rival.
» Hasta ahora se ve el hilo de la trama. Pero lo que más me desconcertó fue
la confianza del asesino en que no se produciría una identificación real. En caso
de no tener la víctima familia siempre hay en medio patronas, criados, socios.
Esto me condujo a la siguiente suposición: nadie sabía que este hombre era
echado de menos en alguna parte. Otra suposición más: el hombre en cuestión no
era inglés y se hallaba de paso solamente en este país. Esto quedaría abonado por
el hecho de que el trabajo de prótesis dental estudiado en el cadáver no se
encontraba registrado en ninguna clínica o consulta particular de por aquí.
» Me han procurado y a un cuadro borroso de la victima y del asesino. Nada
más que eso. El crimen ha sido inteligentemente planeado y llevado a cabo…
Pero ahora surgía un detalle de mala suerte, ése que jamás logran prever las
mentes criminales.
—¿Cuál? —inquirió Hardcastle.
Inesperadamente, Poirot echó la cabeza hacia atrás, recitando en tono
dramático: