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Desde el número 19 de Wilbraham Crescent alguien llama solicitando una
mecanógrafa, con preferencia Sheila Webb. La llamada es atendida y Sheila
es enviada a la dirección reseñada con el encargo de presentarse a miss
Pebmarsh.
Al llegar allí se encuentra la puerta abierta y se introduce en un saloncito
que le llama la atención por los numerosos relojes que distingue y porque
junto al sofá descubre el cuerpo de un hombre con los ojos entreabiertos,
unos ojos que miran sin ver ya que está muerto. Afortunadamente del caso
se encarga finalmente Hércules Poirot.
Agatha Christie
Los relojes
Hércules Poirot - 36
Guía del Lector

En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales


personajes que intervienen en esta obra:

BECK Coronel: Jefe de Colin Lamb.


BLAND Josaiah: Maestro de obras.
BLAND Señora: Esposa del anterior.
BRENT Edna: Compañera de Sheila Webb.
CRAY Sargento: Uno de los suboficiales del detective inspector Hardcastle.
CURRY R. H.: Supuesto nombre del individuo asesinado.
CURTIN Señora: Empleada de limpieza de la señorita Pebmarsh.
CURTIN Ernie: Hijo de la anterior.
GEORGE: Servidor de Hércules Poirot.
GERALDINE: Niña de diez años de edad.
GRETEL: Servidora de los McNaugthon.
HARDCASTLE Richard: Detective inspector.
HEAD Señora: Servidora de los Waterhouse.
HEMMING Señora: Una de las vecinas de Wilbraham Crescent.
INGRID: Servidora de Geraldine.
JANET: Compañera de Sheila Webb.
LAMB Colin: Agente del Servicio Secreto y especialista en biología marítima.
LAWTON Ann: Madre de Sheila Webb.
LAWTON Señora: Tía de Sheila Webb.
MARTINDALE K.: Directora del Cavendish Secretarial Bureau.
MCNAUGHTON Señora: Una de las vecinas de Wilbraham Crescent.
MCNAUGHTON Angus: Esposo de la anterior.
PEBMARSH Millicent: Habitante de la casa número 19 de Wilbraham
Crescent, ciega, profesora de una entidad dedicada a la enseñanza de niños
invidentes.
PIERCE Agente: Uno de los subordinados del detective inspector Hardcastle.
POIROT Hércules: Famoso detective belga.
RAMSAY Señora: Una de las vecinas de Wilbraham Crescent.
RAMSAY Bill: Hijo de la anterior.
RAMSAY Ted: Hermano del anterior e hijo de la señora Ramsay.
RIGG Doctor: Médico de la Policía.
RIVAL Merlina: Ex actriz.
SOLOMAN Señor: Librero de viejo.
WATERHOUSE Edith: Una de las vecinas de Wilbraham Crescent.
WATERHOUSE James: Hermano de la anterior.
WEBB Sheila: Sobrina de la señora Lawton, empleada de Cavendish Secretarial
Bureau.
WEST Maureen: Una de las compañeras de Sheila Webb.
Prólogo

La tarde del día 9 de septiembre fue como tantas otras. Ninguna de las
personas afectadas por los acontecimientos de aquel día pudo alegar haber
abrigado algún presentimiento anunciador de una inminente desgracia. (Con la
excepción de la señora Packer, domiciliada en Wilbraham Crescent, número 47,
quien especializada en toda clase de presagios, describió con mucha posterioridad
a los acontecimientos, las inquietudes y preocupaciones que habíanla asaltado.
Ahora bien, la señora Packer, ocupante, quedaba tan apartada del 19, y se
hallaba tan escasamente ligada al suceso ocurrido en esta última casa, que no
tenía por qué haberse sentido asaltada por presentimiento de ningún tipo).
En el Cavendish Secretarial & Typewriting Bureau, cuy a directora era la
señorita K. Martindale, el día 9 había ido desarrollándose al ritmo de tantos otros,
resultando una rutinaria jornada más. Sonaba de vez en cuando el teléfono,
trabajaban las chicas en sus máquinas respectivas y la labor, en general, venía
siendo sostenida, sin excesos, ni por encima ni por debajo de otros muchos días
anteriores. Ninguna de las tareas que se llevaban entre manos era tampoco
particularmente interesante; hasta las dos y treinta y cinco minutos de la tarde del
día 9 de septiembre hubiera podido juzgarse una jornada más que iba a pasar sin
pena ni gloria.
A las dos y treinta y cinco minutos sonó el zumbido del intercomunicador.
Llamaba la señorita Martindale y Edna Brent, en la oficina exterior, se apresuró
a contestar. Su voz sonaba ligeramente nasal y un tanto confusa porque al mismo
tiempo se paseaba un caramelo a lo largo de la mandíbula.
—Diga, señorita Martindale…
—Edna… Eso no es lo que te he enseñado. Cuando hables por teléfono, o por
el intercomunicador, acostúmbrate a pronunciar con toda claridad las palabras,
procurando que tu respiración no resulte ruidosa.
—Lo siento, señorita Martindale.
—En cuanto te lo propongas, lograrás lo que te he dicho. Dile a Sheila Webb
que venga a verme.
—Salió a comer y no ha regresado todavía, señorita Martindale.
—¡Ah!
Frente a la mesa de trabajo de la señorita Martindale había un reloj. Esta
levantó la vista hasta él. Eran las dos y treinta y seis minutos. Seis minutos,
exactamente, de retraso. Últimamente, Sheila Webb había estado descuidando su
trabajo.
—Dile que venga a verme en cuanto llegue.
—Sí, señorita.
Edna trasladó el caramelo al centro de la lengua, chupándolo con fruición.
Luego se dispuso a continuar su interrumpida labor. Estaba pasando a máquina
una novela de Armand Levine que se titulaba « Amor al desnudo» . Pese al
forzado carácter erótico de sus páginas, la joven seguía el texto con un interés
relativo. Lo mismo, en definitiva, les ocurriría a los lectores del señor Levine,
pese a los desvelos de éste. La obra venía a ser una clara demostración de que no
hay nada que sea tan aburrido como la insulsa pornografía. A pesar del señuelo
de las sugestivas cubiertas y de los provocativos títulos, las ventas de aquel
escritor bajaban año tras año y la última factura, correspondiente a diversos
trabajos de mecanografía, le había sido enviada por tres veces, sin que el
cobrador lograra nada positivo.
Abrióse la puerta, entrando en el local Sheila Webb, respirando algo
agitadamente.
—« Sandy Cat» [1] ha preguntado por ti —le notificó Edna.
Sheila Webb hizo una mueca.
—¡Qué suerte la mía! ¡Un día que llego tarde!
La joven se alisó los cabellos, cogió un bloc y un lápiz y llamó al despacho de
la directora.
La señorita Martindale levantó la vista. Era una mujer de cuarenta y tantos
años de edad, de aire seguro y vivos modales. Por sus rojizos cabellos y el hecho
de ser Katherine su nombre de pila, las chicas que tenía a sus órdenes la
designaban, secretamente entre ellas, desde luego, con el apodo de « Sandy
Cat» .
—Se ha retrasado usted, señorita Webb.
—Lo siento, señorita Martindale. Se ha producido un embotellamiento en el
tráfico cuando regresaba.
—A esta hora del día esa clase de incidentes se repiten con mucha frecuencia
—la señorita Martindale señaló con un movimiento de cabeza un bloc que tenía
sobre la mesa—. Ha telefoneado una tal señorita Pebmarsh. Necesita una
taquígrafa a las tres. Se ha interesado por usted especialmente. ¿Ha trabajado con
ella en alguna otra ocasión?
—No recuerdo, señorita Martindale. Últimamente, no, desde luego.
—Las señas son: Wilbraham Crescent, número 19.
La señorita Martindale hizo ahora un gesto de interrogación. Sheila Webb
movió la cabeza, denegando.
—No me acuerdo de haber estado ahí…
Su interlocutora consultó el reloj.
—A las tres. No le será difícil atender esa llamada. ¿Tenía usted alguna cita
esta tarde? ¡Ah, sí! —la señorita Martindale echó un vistazo a su bloc de apuntes
—. La del profesor Purdy, en el « Curlew Hotel» . A las cinco. Antes de esta hora
usted habrá vuelto. De no ser así enviaré a Janet.
La directora hizo un gesto de despedida y Sheila regresó a la oficina.
—¿Algo de interés, Sheila?
—¡Bah! Lo de todos los días. Una vieja que ha llamado desde Wilbraham
Crescent… Y a las cinco el profesor Purdy. Ya me figuro lo que me espera, con
sus interminables series de nombres relativos a la Arqueología. ¡Uf! ¡Qué ganas
tengo y a de que me suceda algo emocionante, que me saque de la rutina
cotidiana!
Abrióse la puerta del despacho de la señorita Martindale.
—Olvidaba las instrucciones que me dieron al llamar, Sheila. Las había
anotado aquí. Si al llegar usted a la casa comprueba que la señorita Pebmarsh no
ha regresado aún, entre. Verá que la puerta no está cerrada con llave. Espere en
la habitación situada a la derecha del vestíbulo. ¿Se acordará de todo o quiere que
se lo escriba?
—No lo olvidaré, señorita.
La directora volvió a penetrar en su despacho.
Edna Brent rebuscó bajo su silla, de donde extrajo un zapato de un color
bastante chillón y el afilado tacón que se había desprendido del mismo.
—¿Cómo voy a regresar ahora a casa? —gimió la joven.
—¡Oh, Edna! Deja y a de quejarte, por favor… Ya pensaremos en algo —
dijo una de las chicas reanudando su trabajo.
Edna suspiró, poniendo en la máquina otra hoja del papel: « El deseo le
dominaba… Con dedos temblorosos desgarró la frágil tela que cubría sus senos,
forzándola a…» .
—¡Maldita sea! Ya me he equivocado —murmuró Edna, buscando encima
de la mesa su goma de borrar.
Sheila cogió su bolso y salió.

***

Wilbraham Crescent era una fantasía en piedra, obra de un constructor


victoriano, del 1880 y pico. Y adoptaba la forma de una media luna, hallándose
constituida por casas dobles con sus jardines respectivos, orientadas en sentido
contrario. Tal disposición suponía para las gentes ajenas a la localidad una fuente
de considerables dificultades. Aquellos que llegaban por la parte exterior eran
incapaces de localizar los números bajos y los que visitaban primero el lado
opuesto se quedaban desconcertados al intentar hallar los altos. Las viviendas
ofrecían un aspecto impecable, digno, contando las fachadas con artísticos
adornos. La modernización apenas las había afectado, esto es, por lo que
afectaba a lo que se veía desde la calle. Las cocinas y los cuartos de baño habían
sido las primeras piezas de aquellas casas que conocieran los fuertes aires —el
vendaval, mejor dicho—, del cambio.
Nada de particular presentaba la vivienda que ostentaba encima de la entrada
el número 19. Las cortinas de las ventanas veíanse muy limpias; el tirador de
latón de la puerta brillaba; el sendero que conducía a la entrada principal
hallábase bordeado de rosales.
Sheila Webb abrió la primera puerta y después de cubrir la pequeña distancia
que le separaba de la otra, oprimió el botón del timbre. Nadie contestó a su
llamada y tras aguardar prudentemente un minuto o dos, se decidió a obrar de
acuerdo con las instrucciones que le habían dado. La puerta quedó abierta y ella
penetró en la casa. La correspondiente a la derecha del vestíbulo estaba
entornada. Llamó con los nudillos y esperó un momento, penetrando
seguidamente en la habitación. Encontróse con un agradable cuarto de estar,
excesivamente recargado de muebles, quizá, para el gusto moderno. Lo que más
le llamó la atención fue el número de relojes que descubrió allí… Oy ó el tictac
de un reloj de caja en un rincón; sobre la repisa de la chimenea había otro de
porcelana de Dresden; un pupitre contaba con uno de plata; en un juguetero
admiró un ejemplar menudo, de gran fantasía, dorado; sobre una mesa vio otro
en su estuche de cuero, de matiz algo desvaído, una pieza de utilidad para el
viaje. En uno de sus lados aparecían unas desgastadas letras doradas,
componiendo un nombre: Rosemary.
Sheila Webb consultó el reloj del pupitre, no pudiendo evitar un gesto de
sorpresa. Marcaba las cuatro y diez minutos, aproximadamente. Su mirada se
posó en el ejemplar de la repisa de la chimenea. Sus manecillas señalaban la
misma hora.
La joven experimentó un enorme sobresalto al oír por encima de su cabeza
un levísimo susurro metálico seguido de un golpe seco. Por la puertecilla de la
caja, artísticamente labrada, de un reloj de cuclillo, abierta de pronto, salió el
clásico pajarito… ¡Cucú! ¡Cucú! ¡Cucú! En estas notas parecía haber un acento
de amenaza. El animalito desapareció, cerrándose la portezuela bruscamente.
Sheila Webb sonrió débilmente y miró a su alrededor, fijando luego la vista
de un modo distraído en un extremo del sofá que quedaba no muy lejos de ella.
Y fue entonces cuando, repentinamente, se quedó inmóvil, irguiéndose poco a
poco después, estremecida.
Tendido en el suelo, acababa de distinguir el cuerpo de un hombre. Tenia éste
los ojos entreabiertos, unos ojos que, evidentemente, miraban sin ver. Frente a
aquél, que vestía un traje gris oscuro, divisó una húmeda mancha negruzca.
Mecánicamente, Sheila se agachó, acercándose al cadáver para tocar sus
mejillas, frías, una de sus manos… A continuación rozó con las y emas de los
dedos la misma mancha, retirando apresuradamente el brazo, sin apartar un
momento la vista del cuerpo inánime, horrorizada…
En aquel preciso instante oy ó el ruido de una puerta fuera, volviendo la
cabeza rápidamente hacia la ventana. Vio la figura de una mujer caminando por
el sendero, con cierta prisa. Sheila tragó saliva… Tenía la garganta
completamente seca. Permaneció quieta, como enraizada al suelo, incapaz de
moverse, de gritar, mirando hacia delante.
Abrióse la puerta y entró en la casa una mujer alta de algunos años y a,
portadora de un gran bolso, del tipo de los que se usan habitualmente para ir de
compras. Sus ondulados cabellos tenían muchas hebras grises. La recién llegada
los llevaba recogidos hacia atrás. Sus ojos eran grandes, hermosamente azules.
La mirada de la mujer pasó sobre Sheila, sin ver la dueña de aquéllos a la joven.
De la boca de ésta salió un inarticulado sonido. Aquellos ojos azules se volvieron
en dirección a Sheila, buscándola. La mujer inquirió con brusquedad:
—¿Quién anda por ahí?
—Yo… Es que…
La joven se interrumpió, asustada, al ver que la otra se disponía a acercarse a
ella pasando por detrás del sofá. Y entonces lanzó un grito.
—No… no se mueva… Tropezará con… Y él… él está muerto…
Capítulo I
RELATO DE COLIN LAMB

Para decirlo en términos policíacos: a las dos y cincuenta y nueve minutos, el


día 9 de septiembre, y o me deslizaba a lo largo de Wilbraham Crescent,
encaminándome al Oeste. Era la primera vez que visitaba aquel lugar, y
francamente, Wilbraham Crescent consiguió desconcertarme.
Me había estado dejando gobernar por una corazonada, tanto más persistente
cuanto menos probables oportunidades me ofrecía aquélla, al correr de los días,
de conducirme a resultados prácticos. No lo puedo remediar. Yo soy así.
El número que deseaba y o hallar era el 61. ¿Daría con él al fin? No. Me sería
imposible. Habiendo seguido aplicadamente los números que iban del 1 al 28 no
logré otra cosa que alcanzar el otro extremo de Wilbraham Crescent. Una vía
bautizada con el nombre de Albany Road obstaculizaba mi camino. Volví sobre
mis pasos. Por la parte norte no había ninguna casa; un muro tan sólo. Al otro
lado de éste se elevaban varios bloques de modernos pisos, a los cuales se
entraba, bien claro se veía, por otra carretera. Nada había que hacer por allí.
Levanté la vista hacia los números de las casas frente a las cuales estaba
pasando en aquellos momentos: 24, 23, 22, 21, « Diana Lodge»
(presumiblemente el 20, con un gato color naranja pasándose las manos por el
hocico, en la parte de la valla), el 19…
La puerta de la casa que tenía este número se abrió inopinadamente y por
ella salió corriendo, en dirección al sendero, una muchacha que daba la
impresión de ser impulsada por un cohete. Su semejanza con éste aparecía
realzada por el prolongado chillido que acompañaba su avance. Era un alarido
agudo, ensordecedor, singularmente inhumano. A la altura de la puerta exterior la
joven se me echó encima, con tal violencia que estuvimos a punto de rodar los
dos por el suelo. Pero no fue sólo el tropezón… La chica se aferró
desesperadamente a mis brazos, poseída de un loco frenesí.
—Quieta —le dije cuando conseguí recuperar el equilibrio, sacudiéndola
ligeramente—. Vamos, serénese.
La joven obedeció. Continuaba agarrada a mí, pero había cesado de gritar.
Abría la boca angustiada, sollozando ahogadamente.
No puedo decir que mi reacción fue muy brillante. Le pregunté si le ocurría
algo. Reconociendo que mi pregunta era obvia, quise enmendarla.
—¿Qué le ocurre?
La muchacha hizo una profunda inspiración.
—¡Allí! ¡Allí! —exclamó señalando hacia la casa.
—Siga, siga…
—Hay un hombre tendido en el suelo… muerto… La mujer iba a tropezar
con él.
—¿Quién era? ¿Por qué iba a tropezar con él?
—Creo, creo que es ciega. Y ese hombre tiene las ropas manchadas de
sangre.
La joven fijó la mirada en su vestido, soltando uno de mis brazos.
—También hay manchas de sangre en mi vestido —añadió.
—En efecto —y o mismo acababa de advertir algo raro en una de las mangas
de mi chaqueta—. Ahora y o me encuentro en ese caso. Fíjese… —suspiré,
procurando considerar la situación con frialdad—. Será mejor que me lleve ahí
dentro, que me enseñe…
Pero ella comenzó a temblar de nuevo.
—No puedo, no puedo… No volveré a entrar ahí.
—Tal vez ese proceder sea el más sensato.
Miré a mi alrededor. No descubrí ningún sitio adecuado para dejar a una
chica que estaba a punto de desmay arse. La deposité suavemente en el suelo,
colocándola con la espalda apoy ada en los hierros de la pequeña cerca.
—Quédese ahí hasta que y o vuelva. No tardaré mucho. No se mueva. No le
pasará nada. Inclínese hacia delante. Descanse la cabeza sobre las rodillas si
siente algo raro.
—Creo… creo que me encuentro mejor y a.
No parecía muy convencida, sin embargo. Yo no quise prolongar más tiempo
aquella conversación. Procuré tranquilizarla dándole unas palmaditas de consuelo
en un hombro y me dirigí hacia la entrada de la casa. Crucé el umbral, vacilando
un momento al llegar al vestíbulo. Me asomé a una habitación que quedaba a la
izquierda y resultó ser el comedor, vacío en aquellos instantes, pasando luego al
cuarto opuesto…
Lo primero que vi fue una mujer y a entrada en años, de grises cabellos,
quien se encontraba sentada en una silla. Aquélla volvió la cabeza con rapidez al
entrar y o.
—¿Quién es?
Me di cuenta inmediatamente de que la mujer era ciega. Sus ojos, que
parecían mirarme a mí, se hallaban en realidad orientados hacia mi oreja
izquierda.
No anduve con rodeos.
—De esta casa salió hace unos minutos una joven gritando. Me aseguró que
había visto el cadáver de un hombre.
Mis palabras, noté, parecían absurdas… No era posible que allí, en aquella
aseada habitación, donde se encontraba una mujer, serena, tranquilamente
sentada en una silla, hubiera ningún cadáver. Contemplé la figura de la
desconocida, con las manos plegadas sobre el regazo, poseída de una extraña
calma. Pero su respuesta no se hizo esperar.
—Detrás del sofá —manifestó.
Me desplacé unos centímetros en aquella dirección. Y entonces vi al
hombre… Tenía los brazos extendidos. Sus vidriosos ojos daban la impresión de
estar contemplando el charco de sangre…
—¿Cómo ha pasado esto?
—Lo ignoro.
—Pero, seguramente… ¿De quién se trata?
—No tengo la menor idea.
—Debemos llamar a la policía —eché un vistazo en torno a mí—. ¿Dónde
para el teléfono?
—No tengo teléfono.
Me acerqué a mi lacónica interlocutora.
—¿Vive usted aquí? ¿Es ésta su casa?
—Sí.
—¿Quiere referirme lo sucedido?
—Desde luego. Regresaba de hacer unas compras… —fijé la vista en el gran
bolso que había sobre una de las sillas situadas junto a la puerta—. Entré en la
casa… Me di cuenta de que había alguien aquí. Los ciegos advertimos fácilmente
estas cosas. Hice una pregunta en voz alta… No oí otra cosa que la agitada
respiración de una persona. Me dirigí hacia ella… Luego percibí un grito. Alguien
me habló de un cadáver, de que iba a tropezar con él… A continuación el grito de
antes se perdió más allá de estas paredes.
Asentí. Los relatos de las dos mujeres coincidían.
—¿Qué hizo usted después?
—Avancé cuidadosamente, hasta que mis pies hallaron un obstáculo.
—¿Y luego?
—Me arrodillé. Mi mano entró en contacto con otra, perteneciente a un
hombre. Estaba fría… Tanteé inútilmente sus muñecas, en busca del pulso… Me
levanté, sentándome en esta silla, esperando. Alguien se acercaría a la casa. La
joven, quienquiera que fuese, daría la voz de alarma, pensé. Me dije que sería
mejor que no abandonara la casa.
Me dejó profundamente impresionado la extraordinaria calma de aquella
mujer. No había gritado a impulsos del miedo, ni echado a correr por la casa,
presa del pánico, un pánico muy explicable además. Había decidido esperar,
sencillamente. Era esto también lo más sensato, pero de todos modos tenía que
haberse esforzado mucho para contenerse.
—¿Quién es usted? —me preguntó.
—Me llamo Colin Lamb. Pasaba por aquí casualmente.
—¿Dónde se encuentra la joven?
—La dejé junto a la puerta exterior. Se halla aún bajo los efectos de la
tremenda impresión sufrida. ¿Cuál es el teléfono más próximo a esta casa?
—Hay una cabina pública a unos cincuenta metros de la entrada, al volver la
esquina de la calle, justamente.
—Es cierto. Recuerdo haber pasado ante ella. Iré allí. He de llamar a la
policía. Se…
Vacilé. Iba a preguntarle: « ¿se queda usted aquí, entretanto?» , o « ¿No le
importa continuar esperando en esta habitación?» .
La mujer le relevó de la obligación de pronunciar una de esas dos frases.
—Sería mejor que hiciera entrar a esa chica —opinó, decidida.
—No sé sí querrá.
—No hay por qué hacerla pasar a esta habitación. Instálela en el comedor, al
otro lado del vestíbulo. Dígale que voy a hacer un poco de té.
La mujer se levantó acercándose a mí.
—Pero…, ¿podrá usted…?
Una débil sonrisa flotó unos segundos en aquel rostro.
—Mi querido joven: llevo haciendo mis comidas catorce años, desde que me
trasladé a esta casa. El ciego no tiene por qué ser un desvalido.
—Lo siento. Dije una estupidez. Tal vez fuera conveniente que me diera a
conocer su nombre…
—Millicent Pebmarsh… Señorita…
Salí de la casa. Junto a la última puerta la joven levantó la vista a mi llegada,
haciendo un esfuerzo para ponerse en pie.
—Me parece que estoy y a casi bien… La ay udé, contestándole animoso:
—¿Casi?
—Había… había un hombre muerto ahí dentro, ¿verdad?
Asentí.
—Desde luego. Me dirijo a la cabina telefónica para dar cuenta del hecho a
la policía. En su lugar y o preferiría esperar dentro de la casa —levanté la voz
para atajar su protesta—. Entre en el comedor… Queda a la izquierda del
vestíbulo. La señorita Pebmarsh le está haciendo una taza de té.
—Así pues, ésa era la señorita Pebmarsh, ¿no? Es ciega, ¿verdad?
—Sí. La cosa le ha producido también a ella una impresión enorme. Pero es
una mujer extraordinariamente sensata. Vamos. La acompañaré. Mientras
aguardamos la llegada de la policía, una taza de té le sentará magníficamente.
Le pasé uno de mis brazos por los hombros, incitándola a que echara a andar
por el sendero. Unos segundos después se hallaba confortablemente acomodada
en el comedor de la casa y y o eché a correr en busca del teléfono.

***

Una voz impersonal dijo:


—Sección de Policía de Crowdean.
—¿Podría hablar con el Detective Inspector Hardcastle?
La voz respondió, cautelosamente:
—Ignoro si se encuentra aquí. ¿Quién está al aparato?
—Dígale que soy Colin Lamb.
—Un momento, por favor.
Esperé. En seguida llegó a mis oídos la voz de Dick Hardcastle.
—¿Colin? No te esperaba aún… ¿Dónde estás?
—En Crowdean. Concretamente en Wilbraham Crescent. En el número 19
hay un hombre muerto tendido en el suelo. Creo que ha sido apuñalado. Debió
morir hace una media hora, aproximadamente.
—¿Quién encontró el cadáver? ¿Tú?
—No. Yo sólo era en aquellos instantes un inocente transeúnte. Una
muchacha que salía de una de las casas de por aquí con la velocidad de un ray o
se me echó encima. Estuvo a punto de derribarme. Muy nerviosa, casi sin poder
hablar, me comunicó que había visto el cadáver de un hombre y que una mujer
ciega iba a tropezar con él.
—Bueno, Colin, no querrás tomarme el pelo, ¿verdad?
La voz de Dick era ahora de desconfianza.
—Admito que la cosa suena a fantasía, Dick; pero lo cierto es que todo
ocurrió tal como acabo de explicártelo. La mujer ciega es la señorita Millicent
Pebmarsh, la dueña de la casa.
—E iba a tropezar con el cadáver… ¿Cómo pudo ser eso?
—Por el hecho de ser ciega parece ser que no se había dado cuenta, que no
sabía que el cadáver estaba allí.
—Pondré la maquinaria policíaca en funcionamiento. Espérame ahí. ¿Qué
has hecho con la chica?
—La señorita Pebmarsh le está preparando una taza de té.
El comentario de Dick fue que todo parecía allí muy tranquilo, muy sereno y
hasta hogareño…
Capítulo II

En el número 19 de Wilbraham Crescent la maquinaria de la ley había


comenzado a funcionar. Encontrábanse allí un médico, un fotógrafo, el
especialista en huellas digitales… Todos se movían eficientemente de un lado
para otro, concentrados en sus tareas respectivas.
Finalmente llegó el Detective Inspector Hardcastle, un hombre alto, de rostro
severo, sobre cuy os ojos campeaban unas expresivas cejas. Deseaba comprobar
si cada una de las piezas del complicado mecanismo funcionaba bien, si todo se
iba haciendo adecuadamente. Echó un último vistazo al cadáver, intercambió
unas breves palabras con el médico, un forense del servicio policíaco, y pasó al
comedor, donde se hallaban reunidas tres personas ante sendas tazas de té y a
vacías: la señorita Pebmarsh, Colin Lamb y una joven de espigada figura y
rizados cabellos castaños, de ojos inmensamente grandes y atemorizados. « Muy
linda» , pensó el inspector entra paréntesis.
Se presentó a la señorita Pebmarsh.
—Soy el Detective Inspector Hardcastle.
Algo sabía acerca de la señorita Pebmarsh, si bien en el terreno profesional
sus caminos no se habían cruzado nunca. Habíala visto algunas veces. Tratábase
de una maestra de escuela quien había conseguido un empleo relacionado con la
enseñanza del sistema Braille en el Aaronberg Institute, que acogía a muchas
criaturas privadas del sentido de la vista. Quedaba absolutamente fuera de lo
normal que su impecable casa hubiese sido escenario de un crimen… Ahora
bien, las cosas improbables se dan en la vida con más frecuencia de la que uno
desearía.
—Esto, señorita Pebmarsh, debe haber constituido una experiencia terrible
para usted —dijo Hardcastle—. Tiene que haberle causado una impresión
tremenda, forzosamente. Lo que y o necesito ahora es un relato escueto de los
hechos, por el orden en que sucedieron éstos. Tengo entendido que fue la
señorita… —Hardcastle echó una rápida mirada a su bloc de notas—, Sheila
Webb quien realmente descubrió el cadáver. Si usted me lo permite, señorita
Pebmarsh, me iré con esta joven a la cocina. Así podré charlar con ella
tranquilamente.
El inspector abrió la puerta que ponía en comunicación el comedor con la
cocina, aguardando a que la chica pasara ante él. Dentro de aquella pequeña
dependencia se encontraba y a un agente, quien escribía apoy ado en una mesita
cuy o tablero era de « fórmica» .
—Esta silla parece bastante cómoda —dijo Hardcastle, ofreciendo a Sheila
Webb una versión moderna de una silla estilo Windsor.
La chica, todavía muy nerviosa, tomó asiento, observando al policía con sus
grandes y asustados ojos.
Hardcastle estuvo a punto de decirle. « No tengas miedo, hijita, que no voy a
comerte» . Pero, naturalmente, se contuvo, concentrándose de un modo
exclusivo en el interrogatorio oficial.
—No tiene usted por qué estar preocupada. Ye he dicho que lo único que
deseo es hacerme con un relato claro de lo sucedido. Veamos… Se llama usted
Sheila Webb. ¿Vive en…?
—Palmerston Road, número 14… Detrás de la fábrica de gas.
—Sí, y a sé. Supongo que trabaja usted en algún sitio.
—En efecto. Soy taquimecanógrafa. Trabajo en el « Secretarial Bureau» , de
la señorita Martindale.
—La razón social completa es « Cavendish Secretarial & Ty pewriting
Bureau» , ¿verdad?
—Así es.
—¿Y cuánto tiempo hace que trabaja usted para esa firma?
—Estoy allí desde hace un año aproximadamente. Bueno, unos diez meses,
para concretar más.
—Entendido. Ahora explíqueme cómo el venir aquí, al número diecinueve de
Wilbraham Crescent, hoy.
—Se lo diré en seguida, sí, señor —Sheila Webb parecía expresarse en
aquellos instantes con menos nerviosismo—. La señorita Pebmarsh llamó al
« Bureau» por teléfono, solicitando los servicios de una taquígrafa para las tres.
Al regresar a la oficina, después de la comida de mediodía, la señorita
Martindale me comunicó el recado.
—Esa venía a ser una de tantas cosas como se presentan durante el día,
¿verdad? Quiero decir que era lo normal… ¿Le dieron el recado porque era usted
la siguiente en una supuesta lista…? Bueno, es que y o ignoro su forma habitual de
distribuirse el trabajo…
—Fui la designada y o porque la señorita Pebmarsh preguntó por mí,
señalando que debía ser Sheila Webb quien fuera a su casa.
—¿La señorita Pebmarsh pidió que la enviaran a usted? —las cejas de
Hardcastle subray aron aquella circunstancia—. ¡Ah, bien! Ya comprendo. Había
trabajado usted para ella en otra ocasión anterior, ¿verdad?
—No —respondió Sheila, rápidamente.
—¿Que no? ¿Está segura de lo que dice?
—Sí que lo estoy. La señorita Pebmarsh no es una de esas personas de las
cuales una se olvida fácilmente. Eso sí que resulta extraño, ¿no le parece?
—¡Y tanto! Bueno, dejemos tal hecho a un lado, de momento. ¿A qué hora
llegó usted aquí?
—Tuvo que ser antes de las tres porque el reloj de cuclillo… —Sheila se
interrumpió de pronto—. ¡Qué raro! De veras que es rarísimo —sus hermosos
ojos se habían dilatado—. No llegué a darme cuenta de ello en el momento
preciso…
—¿De qué no se dio usted cuenta, señorita Webb?
—Pues… de los relojes. Fíjese: el cuclillo dio las tres cuando debía ser esta
hora. En cambio los otros marchaban adelantados en más de sesenta minutos.
¿No le parece extraño?
—Lo es —convino el inspector—. Dígame: ¿en qué momento descubrió el
cadáver?
—En el instante en que me disponía a pasar por detrás del sofá. Sí… allí
estaba… él… Fue terrible, terrible.
—La comprendo perfectamente. ¿Reconoció usted al hombre? ¿Le había
visto con anterioridad?
—¡Oh, no!
—¿Está segura de lo que dice? Tenga presente que su aspecto podía diferir
bastante del habitual en él. Piense, piense… ¿Está segura de no haber visto antes a
ese hombre?
—Completamente segura.
—Está bien. No hablemos más de eso. ¿Qué hizo usted luego?
—¿Qué hice luego?
—Sí.
—Pues… nada, nada en absoluto. No hubiera podido…
—¿No tocó el cadáver?
—Sí… sí… Para ver… sólo para ver… sí… Pero aquel cuerpo estaba frío…
y y o… me manché la mano de sangre. ¡Oh! Fue espantoso… Tenia los dedos
cubiertos de una sustancia espesa y pegajosa.
Sheila Webb comenzó a temblar.
—Vamos, vamos, cálmese —dijo Hardcastle, cortésmente—. Todo pasó y a.
Olvídese de esa sangre. Vay amos a lo siguiente. ¿Qué sucedió después?
—No sé… ¡Ah, sí! Ella entró en la casa.
—¿Se refiere a la señorita Pebmarsh?
—En efecto. Claro que y o no pensé entonces que pudiera tratarse de la
misma. Entró con su gran cesto en una mano.
La joven había aludido a aquél recalcando mucho las palabras, como si fuese
un elemento incongruente, fuera de lugar, en el cuadro que estaba intentando
reconstruir de la mano del inspector.
—¿Y qué dijo usted entonces?
—No sé si llegué a hablar… Intenté hacerlo, pero me fue imposible. Sentía un
ahogo tremendo.
Sheila se llevó una mano a la garganta y el inspector asintió.
—Y luego… ella preguntó: « ¿Quién anda por ahí?» . Nada más pronunciar
esta frase fue a deslizarse por detrás del sofá y y o pensé… pensé… que iba a
tropezarse con aquello. Y grité… Y después no pude dejar de continuar gritando.
No sé por qué salí corriendo de la habitación, de la casa…
—Igual que un cohete —apuntó el inspector, recordando la descripción de
Colin.
Sheila Webb le miró pensativa, diciendo un tanto inesperadamente:
—Lo siento, inspector.
—No tiene usted que preocuparse. Ha compuesto un relato muy completo de
los hechos que con su persona guardan relación. Deje de pensar en todo esto
ahora. ¡Ah! Se me ocurre una pregunta. ¿Por qué se encontraba usted en el
cuarto de estar?
—¿Por qué…? —inquirió la joven, perpleja.
—Sí. Usted llegó aquí posiblemente con unos minutos de anticipación a la
hora señalada. Me imagino que pulsaría el botón del timbre. No habiéndole
contestado nadie, ¿por qué entró?
—¡Oh! Porque ésas fueron las instrucciones que me dieron.
—¿Dictadas, por quién?
—Por la señorita Pebmarsh.
—Pero… Yo creí que entre ustedes dos no se había cruzado una sola palabra.
—Y no está equivocado. Ella habló con la señorita Martindale… Yo debería
entrar en la casa y esperar en el cuarto de estar, que se halla en la parte derecha
del vestíbulo.
Hardcastle se quedó pensativo.
Sheila Webb le preguntó tímidamente.
—¿Es… eso todo, inspector?
—Me parece que sí. Le agradecería que aguardara aquí diez minutos más por
si surge algo nuevo y tengo necesidad de formularle varias preguntas más.
Después la enviaré a su casa en un coche de la policía. ¿Vive usted con sus
familiares?
—Mis padres murieron y a. Yo vivo con una tía.
—¿Su nombre?
—La señora Lawton.
El inspector se puso en pie, tendiendo su mano a la chica.
—Muchas gracias, señorita Webb —dijo—. Intente descansar esta noche. Lo
necesita después de las emociones sufridas hoy.
La joven sonrió débilmente en el momento de deslizarse dentro del comedor.
—Cuida de la señorita Webb, Colin —dijo el inspector—. Ahora, señorita
Pebmarsh, ¿tendría usted inconveniente en pasar aquí?
Hardcastle había alargado una mano para guiar a la señorita Pebmarsh, pero
ésta avanzó resueltamente ante él, buscó a tientas una silla que había arrimada a
la pared, la separó unos centímetros de ésta y se sentó.
El inspector cerró la puerta. Antes de que llegara a pronunciar una palabra,
Millicent Pebmarsh inquirió bruscamente:
—¿Quién es ese joven?
—Colin Lamb es su nombre.
—Eso me dijo, pero, ¿quién es? ¿Por qué se encuentra aquí en esta casa?
Hardcastle contempló unos instantes a la ciega, un tanto sorprendido.
—Pasaba casualmente por la calle cuando la señorita Webb salió corriendo,
dando gritos… Después de entrar aquí y ver lo que había sucedido nos telefoneó.
Yo mismo le pedí que no se marchara.
—Se ha dirigido a él llamándole, simplemente, Colin.
—Es usted una buena observadora, señorita Pebmarsh. —¿Observadora?
¡Qué difícilmente encajaba en aquel caso tal palabra! Y, sin embargo, al mismo
tiempo, no había ninguna otra que cuadrara mejor—. Colin Lamb es amigo mío.
He de añadir que hacia tiempo que no le veía. —Hardcastle añadió—: Se trata de
un especialista en biología marina.
—¿Ah, sí?
—Bueno, señorita Pebmarsh, me sentiría muy satisfecho si usted pudiera
referirme algo con relación a este sorprendente asunto.
—Lo haré de buena gana. No obstante, poco es lo que puedo contarle.
—Creo que hace y a tiempo que reside usted aquí, ¿no?
—Desde el año mil novecientos cincuenta. Yo soy … era… maestra. Cuando
mi médico me comunicó que todo cuanto probara a hacer por salvarme la vista,
cada vez más débil, resultaría en balde, me afané por especializarme en el
sistema « Braille» y en diversas técnicas más proy ectadas para ay udar a los
ciegos. Actualmente trabajo en el « Aaronberg Institute» , que acoge a los niños
ciegos o con taras de otra índole.
—Gracias por su información. Pasemos a examinar los acontecimientos de
esta tarde. ¿Esperaba usted alguna visita hoy ?
—No.
—Le leeré una descripción del hombre muerto. Quizá le sugiera la imagen de
alguna persona conocida. Altura: 1,73 a 1,75; edad: 60 años, aproximadamente;
cabellos: oscuros tirando a grises; ojos castaños, rostro completamente afeitado,
de rasgos regulares, mandíbula firme… Bien constituido, sin exceso de grasas.
Traje gris oscuro, manos perfectamente conservadas. Podría ser un empleado de
banca, un contable, un abogado o un individuo que ejerciera una profesión
liberal, de un tipo u otro. ¿Puede usted localizar con los datos anteriores a un
hombre por el estilo entre sus amistades?
Millicent Pebmarsh reflexionó detenidamente antes de contestar.
—Es difícil pronunciarse en un sentido u otro. Por supuesto, esa descripción
fija unos límites muy amplios. Se adaptaría a un sinfín de personas. Tal vez hay a
visto a ese hombre en alguna ocasión, pero jamás podría estar segura de ello.
—¿No ha recibido usted últimamente ninguna carta, anunciándole una visita?
—Con toda certeza que no.
—Perfectamente. Usted telefoneó al « Cavendish Secretarial Bureau»
solicitando los servicios de una taquígrafa y …
Millicent Pebmarsh interrumpió al inspector.
—Perdone. Yo no hice nada de eso.
—¿Que usted no telefoneó al « Cavendish Secretarial Bureau» para pedir…?
Hardcastle escrutó atentamente la faz de la señorita Pebmarsh.
—No hay teléfono en la casa.
—Al final de la calle hay una cabina de servicio público —se apresuró a
puntualizar el inspector Hardcastle.
—Sí, y a lo sé. Mire… Puedo asegurarle, inspector, que en ningún instante he
tenido necesidad de disponer de una taquígrafa y que, por tanto, no, se lo repito,
no telefoneé a esa firma que acaba usted de mencionar.
—¿No se interesó usted especialmente por la señorita Sheila Webb?
—Jamás oí tal nombre antes de hoy.
Hardcastle, asombrado, miró atentamente a su interlocutora.
—No cerró usted la puerta principal de la casa con llave…
—Es una cosa que hago con gran frecuencia durante el día.
—Cualquiera podría entrar.
—Eso es precisamente lo que parece haber ocurrido en el presente caso —
manifestó la señorita Pebmarsh secamente.
—Señorita Pebmarsh, ese hombre, de acuerdo con el testimonio del forense,
murió aproximadamente, entre la 1:30 y las 2:45. ¿Dónde se encontraba usted
entonces?
Millicent Pebmarsh reflexionó.
—A la 1:30 debía estar disponiéndome a abandonar la casa si es que no me
había ido y a. Tenía que comprar algunas cosas.
—¿Puede decirme exactamente a dónde fue?
—Déjeme pensar… Fui a la oficina de Correos, en Albany Road hay una,
para depositar un paquete y adquirir algunos sellos… Después me marché de
compras, sí… En « Field & Wren» , un establecimiento de mercería, compré
unos alfileres e imperdibles que necesitaba. A continuación emprendí el regreso.
Puedo decirle exactamente qué hora era al llegar aquí. Mi reloj de cuclillo sonó
por tres veces cuando y o avanzaba por el sendero que conduce a la entrada.
—Y de los otros relojes, ¿qué me dice?
—¿Cómo?
—Al parecer, sus otros relojes marchaban una hora adelantados.
—¿Adelantados? ¿Me está usted hablando del reloj de caja que hay en un
rincón del cuarto de estar?
—No se trata de ése solamente… A los otros relojes de esa habitación les
ocurre lo mismo.
—No le entiendo. En el cuarto de estar no hay más relojes que los que y o he
mencionado.
Capítulo III

Hardcastle se quedó con la vista fija en la señorita Pebmarsh, absorto.


—Vamos, vamos, señorita Pebmarsh. ¿Qué me dice de ese bonito reloj de
porcelana de Dresden que se encuentra sobre la repisa de su chimenea? ¿Y el
otro, el francés de dorados metales? Hay que mencionar, además el de plata y …
¡Oh, sí!, aquel que lleva la inscripción « Rosemary » en uno de sus cantos.
En la faz de la ciega se reflejó el más profundo asombro.
—Uno de los dos debe estar loco, inspector. Le aseguro que no poseo ningún
reloj de porcelana, que no sé absolutamente nada acerca del de la inscripción, ni
del francés, ni… ¿Cuál era el otro?
—El de plata —respondió Hardcastle mecánicamente.
—No. Tampoco éste me dice nada. Si no me cree pregunte a la mujer que
viene a casa a limpiar, la señora Curtin.
El detective inspector Hardcastle se hallaba en verdad desconcertado. Había
en las palabras de su interlocutora una seguridad positiva, una viveza que invitaba
al convencimiento. Hubo una pausa en la conversación. Hardcastle reflexionaba.
Finalmente se puso en pie.
—¿Quiere usted acompañarme a la otra habitación, señorita Pebmarsh?
—No tengo inconveniente, desde luego. Con franqueza, me gustaría ver esos
relojes.
—¿Ver?
Hardcastle se había apresurado a subray ar la palabra.
—Hablaría con más propiedad si dijera examinar —señaló Millicent
Pebmarsh—. Tenga en cuenta, inspector que hasta los ciegos se expresan a veces
de un modo convencional, no adaptándose siempre sus frases a sus especiales
facultades. Al decir que me gustaría ver esos relojes quiero especificar que
desearía examinarlos, pasear mis dedos por ellos, reconocerlos por medio del
tacto.
Seguido por la señorita Pebmarsh, Hardcastle abandonó la cocina. Cruzó el
pequeño vestíbulo y penetró en el cuarto de estar. El especialista en huellas
dactilares que trabajaba allí le miró.
—Estoy a punto de terminar, señor —manifestó—. Puede tocar lo que le
parezca.
El inspector asintió, cogiendo el menudo reloj de viaje que ostentaba la
inscripción mencionada por él antes en uno de sus bordes, colocándolo después
en las manos de la dueña de la casa. Esta paseó las y emas de sus dedos por él
cuidadosamente.
—Se trata, sin duda, de un reloj de viaje corriente —manifestó la señorita
Pebmarsh—, de los que se acomodan en un estuche de cuero, una simple caja
que se cierra y que cuando está abierta le sirve de pie. No es mío, inspector, y no
se encontraba en este cuarto cuando salí de la casa a la una y media. Estoy
absolutamente segura de ello.
—Gracias.
El inspector recogió el reloj de sus manos. Después le entregó el de porcelana
de Dresden que presidía la habitación desde la repisa de la chimenea.
—Cuidado con éste… Podría romperse fácilmente.
Millicent Pebmarsh repitió la operación de minutos antes. Delicadamente, sus
finos dedos fueron recorriendo todos los contornos de aquella linda pieza.
Después hizo un movimiento denegatorio con la cabeza.
—El reloj debe ser precioso —declaró—, pero tampoco es mío. ¿Dónde lo
encontraron?
—Hacia la derecha de la repisa de la chimenea.
—Ahí habría uno de los dos candelabros de porcelana que poseo.
—Sí, en efecto, y aquí sigue, sólo que unos centímetros más cerca del final de
la repisa.
—Me dijo usted que aún había otro reloj.
—Dos más.
Después de colocar el de porcelana en su sitio, el inspector puso en manos de
la ciega el modelo francés. La señorita Pebmarsh lo tanteó rápidamente,
devolviéndoselo.
—No. Tampoco es mío.
Su reacción ante el de plata fue similar.
—Los únicos relojes que ha habido siempre en esta habitación han sido el de
la caja, en el rincón…
—De acuerdo.
—… y el de cuclillo, que se encuentra colgado en la pared y cerca de la
puerta.
Hardcastle y a no supo qué decir después. Una vez más escrutó el rostro de la
mujer que tenía delante, con la serenidad del que se sabe no observado por nadie.
La arruga de su frente denotaba su perplejidad. Limitóse luego a manifestar:
—Simplemente: no acierto a comprenderlo.
La señorita Pebmarsh extendió una mano. Su gesto denotaba que sabía
exactamente en qué parte del cuarto de estar se hallaba en aquellos instantes.
Cogió una silla y se sentó. El inspector miró al especialista en huellas digitales,
que se había quedado junto a la puerta.
—¿Ha terminado con esos relojes, no? —inquirió.
—Y con todo lo demás, señor. En ese reloj de dorados metales no he
descubierto absolutamente nada. Sus finas superficies no son las más idóneas
desde el punto de vista de mi trabajo. Lo mismo ocurre con el de porcelana y los
restantes… Ahora bien, esto no es normal. En el de plata y en el del estuche de
cuero debiera haber ciertas señales. A propósito: a ninguno de ellos se les ha dado
cuerda y todos marcan la misma hora: las cuatro y trece minutos.
—¿Tiene algo que decirme con respecto a las otras cosas de la habitación?
—He descubierto tres o cuatro juegos de huellas dactilares en distintos sitios,
y o creo que todas pertenecientes a dedos femeninos. Sobre la mesa verá los
efectos que contenían los bolsillos de la víctima.
El hombre hizo un expresivo movimiento de cabeza. Hardcastle se acercó a
la mesa. Encima de ésta había un billetero con siete libras y algunas monedas
pequeñas, un pañuelo de seda sin marcar, una cajita de píldoras digestivas y una
tarjeta. El inspector se inclinó, a fin de poder leer el texto.

R. H. CURRY
Metrópolis & Provincial Insurance Co. Ltd.
7, Denvers Street — Londres, W. 2

Hardcastle se aproximó a la señorita Pebmarsh.


—¿Esperaba usted acaso la visita de algún agente de una Compañía de
Seguros?
—¿La visita de…? No, desde luego que no.
—« Metrópolis & Provincial Insurance Company …» . ¿No le dice nada esta
razón social?
La señorita Pebmarsh hizo un gesto de negación.
—Nunca oí hablar de esa firma.
—¿No proy ectó nunca hacerse un seguro de una clase u otra?
—No. Tengo una póliza de incendio y robo suscrita con la « Jove Insurance
Company » , una de cuy as sucursales se encuentra en este distrito. No he
contratado con nadie ningún seguro personal. Carezco de familia, de parientes
cercanos incluso, de manera que, ¿qué lograría contratando, por ejemplo, una
póliza de vida?
—Comprendido. ¿Le dice algo el apellido Curry ? El nombre completo es R.
H. Curry.
Hardcastle no perdía ni uno solo de los gestos de Millicent Pebmarsh pero no
observó la menor reacción en su faz.
—Curry, Curry … —repitió la ciega. Después movió la cabeza—. Ese apellido
es poco corriente, ¿no le parece? No creo haberlo oído nunca antes… ¿Se trata
del nombre de la víctima?
—Es posible.
La señorita Pebmarsh vaciló un momento. Luego preguntó:
—¿Quiere usted que… toque…?
El inspector entendió en seguida sus palabras.
—¿Lo desea usted, señorita Pebmarsh? Por mi parte no hay inconveniente, si
bien se me figura que es pedirle mucho. No entiendo mucho de estas cosas, pero
es lo más probable que sus dedos le hablen del aspecto de la víctima con may or
elocuencia que la más detallada de las descripciones.
—Exacto. Eso para mí supone una experiencia verdaderamente
desagradable, pero lo haré si estima que tal cosa puede servirle de ay uda.
—Muy agradecido —contestó Hardcastle—. Si me permite la guiare hasta…
El inspector colocó a la señorita Pebmarsh tras el sofá, señalándole cuando
debía arrodillarse. A continuación puso sus manos sobre el rostro del cadáver. Ella
se encontraba muy tranquila, no revelando la menor emoción. Sus dedos
recorrieron los cabellos, las orejas de la víctima, deteniéndose un instante tras la
izquierda, la línea de la nariz, de la boca y la barbilla… Después hizo un
movimiento de cabeza y se incorporó.
—He adquirido una clara idea sobre su aspecto y ahora puedo afirmar aún
con más seguridad que antes que no he conocido ni visto jamás a este hombre.
Entre tanto el agente encargado de las huellas dactilares habíase guardado su
equipo, abandonando la habitación. Unos minutos después asomaba la cabeza…
—Han venido a por él —dijo, indicando el cadáver—. ¿Pueden llevárselo y a?
—Si. ¿Me hace el favor, señorita Pebmarsh? ¿Quiere sentarse aquí?
El inspector la acomodó en una silla que había en un rincón. Dos hombres
penetraron en el cuarto. En un santiamén, merced a la destreza profesional que
sólo da una dilatada experiencia, se llevaron al señor Curry. Hardcastle salió a la
puerta un momento, regresando a continuación al cuarto de estar. Sentóse al lado
de la ciega.
—Nos encontramos ante un asunto auténticamente extraordinario, señorita
Pebmarsh. Me agradaría volver sobre los principales puntos de aquél en su
compañía, para comprobar si lo he interpretado todo bien. Corríjame si ve que
me equivoco. Usted hoy no esperaba a nadie, no ha hecho ninguna consulta
relativa a seguros de una clase u otra y no ha recibido ningún aviso anunciándole
la visita de un agente… ¿Es así?
—En todos sus extremos.
—Usted no necesitó los servicios de una taquígrafa o mecanógrafa y no
llamó al « Cavendish Bureau» por teléfono para solicitar la presencia de una
empleada a las tres de la tarde.
—También es correcto.
—Cuando usted abandonó esta casa, a la una y media, aproximadamente, no
había en esta habitación más que dos relojes, el de cuclillo y el de caja.
La señorita Pebmarsh meditó su respuesta.
—Yo no podría declarar eso que acaba de decir bajo juramento. Por mi
estado no me es posible afirmar la presencia o la falta de elementos ajenos a este
cuarto, así, de buenas a primeras. Hubo un momento del día en que supe con
plena certeza, sin la más leve vacilación, cuáles eran exactamente las cosas que
esta habitación contenía: esta mañana, a primera hora, cuando y o limpiaba la
misma, todo se hallaba en su sitio. Suelo ocuparme y o del aseo de este cuartito.
Las mujeres que ay udan a las amas de casa son, casi siempre, descuidadas con
los objetos de adorno.
—¿Salió de su casa esta mañana?
—Sí. A las diez fui como de costumbre, al « Aaronberg Institute» . Aquí doy
clases hasta las doce y cuarto. Regresé a la una menos cuarto quizás. Entré en la
cocina y me hice unos huevos revueltos y una taza de té tornando a salir, como
y a le notifiqué antes, para comprar unas cosas, a la una y media. A propósito,
comí en la cocina, no entrando para nada en esta habitación.
—Así pues, aun cuando usted puede afirmar categóricamente que a las diez
de la mañana de hoy no se encontraban aquí esos relojes, existe la posibilidad de
que los mismos fuesen introducidos a partir de dicha hora y la de su regreso.
—Con relación a tal extremo debiera usted interrogar a la mujer que viene a
limpiar aquí, la señora Curtin. Suele llegar a las diez y se marcha alrededor de las
doce. Vive en el número diecisiete de Dipper Street.
—Gracias, señorita Pebmarsh. Ocupémonos de ciertos hechos acerca de los
cuales le agradecería me diese a conocer sus ideas o sugerencias, las que se le
ocurran. Esta mañana, a una hora que todavía desconocemos, fueron
introducidos aquí cuatro relojes. Las manecillas de éstos marcan las cuatro y
trece minutos. ¿Le sugiere algo dicha hora a usted?
—Las cuatro y trece minutos… —repitió Millicent Pebmarsh, moviendo la
cabeza—. No, no me dice nada, en absoluto.
—Pasemos ahora de los relojes al cadáver, al hombre que fue hallado aquí
dentro. Parece improbable que la señora Curtin le abriera la puerta, dejándole
entrar en la casa. Para eso hubiera tenido usted que decirle que le esperaba.
Bueno, y a veremos lo que nos cuenta aquélla. Ese individuo vino a verla por
alguna razón de carácter privado u oficial. Entre la una y media y las dos menos
cuarto fue apuñalado. Hay que pensar que estaba relacionado con el negocio de
los seguros… Sin embargo, ¿de qué nos puede servir tal dato? La puerta no había
sido cerrada con llave. Pudo, por tanto, haber entrado, esperándola a usted…
Ahora bien, ¿por qué? ¿Con qué fin?
—Aquí no hay nada que tenga sentido, al parecer —dijo Millicent con un
gesto de impaciencia—. De manera que usted cree que este hombre… como se
llame… Curry … fue quien trajo los relojes…
—No ha sido descubierto ningún embalaje en el interior de la casa —
manifestó Hardcastle—. No cabe pensar que llevara aquéllos distribuidos por los
bolsillos. Ahora, señorita Pebmarsh, le ruego que reflexione antes de contestar…
¿Podría relacionar de algún modo esos relojes con algo, con cualquier cosa? ¿Le
dice a usted algo la hora que marcan sus manecillas, esto es, las cuatro y trece
minutos?
Millicent Pebmarsh hizo un movimiento denegatorio de cabeza.
—He estado pensando que todo esto pudiera ser obra de un loco o de una
persona que se hubiese equivocado de casa. Pero ni eso siquiera explica lo
ocurrido. No, inspector, no me es posible serle útil.
Entró un joven agente. Hardcastle le salió al encuentro y los dos pasaron al
vestíbulo y de aquí a la puerta exterior. El inspector habló durante unos instantes
con sus hombres.
—Ya puede usted llevarse a esa chica —le dijo a uno— la dirección es la
siguiente: Palmerston Road, número catorce.
Hardcastle regresó al comedor. La puerta que daba a la cocina se hallaba
abierta y la señorita Pebmarsh se movía afanosa frente al fregadero. El inspector
se quedó plantado en el umbral.
—He de llevarme esos relojes, señorita. Le entregaré el correspondiente
recibo.
—Perfectamente, inspector… No son míos…
Hardcastle miró a Sheila Webb.
—Ya puede irse, señorita Webb. Uno de nuestros coches la llevará a su casa.
Sheila y Colin se pusieron en pie.
—Acompáñala hasta el coche, ¿quieres, Colin? —dijo Hardcastle al mismo
tiempo que acercaba una silla a la mesa, comenzando a extender un recibo.
Colin y Sheila salieron del comedor. Unos segundos después avanzaban por el
sendero de la entrada. La joven, de pronto, se detuvo.
—Mis guantes… Los dejé…
—Yo iré a por ellos.
—No… Sé dónde los puse. No me importa volver a entrar en esa casa. Ya se
lo han llevado…
La chica se alejó de Colin Lamb a toda prisa, regresando poco después.
—Siento haberme dejado llevar de los nervios antes…
—A cualquiera le hubiera pasado lo mismo —señaló Colin.
Hardcastle se unió a la pareja en el instante en que Sheila penetraba en el
coche. Al alejarse éste, el inspector se volvió hacia el joven agente.
—Quiero que embale usted esos relojes del cuarto de estar cuidadosamente.
Todos ellos excepto el de cuclillo y el de caja que hay en un rincón.
Dio algunas instrucciones a sus subordinados y luego miró a su amigo.
—Voy a ir de visiteo. ¿Quieres acompañarme?
—No hay inconveniente —repuso Colin.
Capítulo IV
NARRACIÓN DE COLIN LAMB

—¿A dónde vamos? —le pregunté a Dick Hardcastle.


Este se dirigió al chófer del vehículo.
—Llévenos al « Cavendish Secretarial Bureau» . Este se encuentra en Palace
Street. Suba la explanada que queda a la derecha.
—Sí, señor.
El coche arrancó. Por los alrededores de la casa había algunas personas que
estudiaban con interés aquélla. El gato color naranja se hallaba sentado todavía a
la entrada de la vivienda vecina, la de Diana Lodge. Ya no se pasaba las manos
por los hocicos sino que permanecía muy erguido, haciendo oscilar su cola con
ligereza. Por su elevada posición quedaba al nivel de las cabezas de los curiosos,
a los que contemplaba con ese absoluto desdén que por los humanos sienten, más
que ningún otro animal, los gatos y los camellos.
—El « Secretarial Bureau» y luego la mujer de la limpieza, por ese orden —
manifestó Hardcastle—. El tiempo pasa… —El inspector consultó su reloj de
pulsera—. Hace un rato que dieron las cuatro —hizo una pausa antes de añadir—:
Una chica atractiva, ¿verdad?
—Muy atractiva —respondí.
Hardcastle me miró, divertido.
—Nos contó una notable historia, querido. Será mejor que procedamos a
comprobarla cuanto antes…
—¿No pensarás que…?
Hardcastle me atajó.
—Siempre he sentido un gran interés por las personas que encuentran por
casualidad un cadáver…
—Pero, ¡si esa muchacha estuvo a punto de enloquecer a causa del pánico!
Debieras haberla oído gritar…
Dick me miró burlonamente una vez más, repitiendo que se trataba de una
joven sumamente atractiva.
—Bueno, ¿y cómo fue que te encontraras vagando por Wilbraham Crescent,
Colin? ¿Qué hacías por allí? ¿Admirar nuestra hermosa arquitectura victoriana?
¿O te plantaste en aquel distrito con un fin concreto?
—Tenía un propósito, desde luego. Buscaba el número sesenta y uno… y no
logré dar con él. ¿Es que no existe?
—Naturalmente que existe. La numeración llega al ochenta y ocho, según
creo.
—Pero… Fíjate, Dick: al alcanzar el número veintiocho vi el final de
Wilbraham Crescent.
—La gente que no conoce bien el lugar sufre siempre esas confusiones. Si
giras hacia la derecha por Albany Road arriba y das otra media vuelta poco más
adelante te encontrarás en la otra mitad de Wilbraham Crescent. Las viviendas se
hallan unidas por sus partes posteriores, esto es, jardín contra jardín…
—Ya comprendo —respondí después de haber escuchado atentamente su
explicación—. Pasa una cosa semejante con muchas plazas y parques de
Londres. Ahí tienes la plaza Onslow. O si no, Cadogan. Echas a andar por un lado
y de repente te encuentras en una plaza o en unos jardines. Hasta los taxistas
suelen desorientarse. Pero, sea como sea, ese número sesenta y uno existe.
¿Tienes alguna idea sobre la identidad de las personas que viven allí?
—¿En el sesenta y uno? Veamos… Sí. En esa casa habita, seguramente,
Bland, el maestro de obras.
—¡Oh! Mal asunto.
—¿Qué pasa?
—No había pensado precisamente en un maestro de obras. A menos… ¿Vive
allí desde hace tiempo? ¿Ha comenzado a trabajar ahora como tal maestro?
—Bland nació allí, creo. Se trata, pues, de un vecino. ¿Quién con más derecho
que él a ostentar ese título? Trabaja en su profesión desde hace años.
—Desconcertante.
—En su profesión es de lo peor que existe. Acostumbra utilizar en las obras
que le encomiendan materiales de nula calidad. Levanta ese tipo de casas que
producen una excelente impresión a primera vista, dentro de las cuales todo se
cae o funciona mal cuando alguien se decide a habitarlas. El hombre se bandea
bien. Se comprende: la mucha práctica. Por ahora va escapando…
—No está bien que me tientes, Dick. El hombre que y o quiero habría de ser
una criatura de inquebrantables virtudes.
—Bland se hizo de un puñado de dinero hace un año… Mejor dicho, fue su
esposa quien lo consiguió. Ella es canadiense; llegó aquí durante la guerra y
conoció a nuestro hombre. Su familia se opuso a su matrimonio con Bland y en
cierto modo rompió con ellos cuando se casaron. Hace unos meses murió un tío
abuelo de la señora. Había perdido aquél a su único hijo en un accidente aéreo.
Esto, unido a las bajas habidas en la familia en los distintos frentes en que
luchaban las fuerzas armadas y otras circunstancias dejaba a la señora Bland
como heredera única. En consecuencia, el abuelo le legó su dinero. Tengo
entendido que gracias a esto se libró Bland de la ruina. Por entonces iba a
declararse en quiebra.
—Parece ser que sabes muchas cosas acerca de ese buen maestro.
—¡Oh! Ya sabes lo que pasa… Los organismos de la Hacienda nacional se
interesan siempre por aquellos hombres que se hacen ricos de la noche a la
mañana. Sus jefes se preguntan si habrán llevado o no a la práctica determinadas
triquiñuelas y al final optan por llevar a cabo a su vez las comprobaciones
precisas. Así procedieron en este caso y todo resulto bien.
—De todas maneras, un hombre que se ha vuelto rico repentinamente no me
interesa. No encaja en lo que y o busco.
—¿No?
Incliné la cabeza.
—¿Y terminaste con ello?
—Se trata de una historia que resultaría un poco larga de tenerla que contar
—respondí evasivamente—. ¿Quieres que cenemos juntos esta noche, tal como
habíamos planeado, o supone un obstáculo tu trabajo…?
—Nada de eso. De momento sólo hay que preocuparse de poner nuestra
maquinaria en funcionamiento. Nos proponemos averiguar cuanto sea posible
acerca del señor Curry. Una vez sepamos quién era y a qué se dedicaba es muy
probable que entremos en posesión de ciertos datos que nos permitan dar con la
persona o personas interesadas más o menos directamente en quitarlo de en
medio.
Hardcastle fijó su mirada en los edificios cercanos a la calzada.
—Hemos llegado.
El « Cavendish Secretarial & Ty pewriting Bureau» se encontraba situado en
la principal vía comercial, denominada, un tanto grandilocuentemente, Palace
Street. Al igual que muchos otros locales del distrito, ofrecía el aspecto de una
casa de estilo victoriano debidamente adaptada al gusto moderno. A la derecha
de ella, en una construcción similar, se leía el siguiente rótulo: « Edwin Glen,
Fotógrafo Artista. Especialidad en retratos infantiles, grupos de bodas, etc» . Para
realzar tal anuncio el escaparate se hallaba lleno de ampliaciones en todos los
tamaños imaginables, en las que aparecían efigies de niños hasta la edad de seis
años. Esto, evidentemente, había sido proy ectado para atraer a las mamás.
Veíanse también algunas parejas y hombres de aire tímido acompañados por
sonrientes niñas. Al otro lado del « Cavendish Secretarial Bureau» , estaban las
oficinas de una anticuada firma dedicada al comercio de carbones. Más allá
surgía un moderno edificio de tres pisos, en brusco contraste con las casas
circundantes, proclamándose a sí mismo el « Oriente» , café y restaurante.
Hardcastle y y o penetramos en el edificio que habíamos estado buscando,
utilizando luego las escaleras. En el piso correspondiente encontramos una puerta
abierta, que cruzamos siguiendo la indicación de un rótulo, que había a la
derecha, el cual rezaba: « Entre, por favor» . Vimos una sala espaciosa en la que
tres jóvenes escribían a máquina. Dos de ellas continuaron absortas en su tarea
pese a nuestra llegada. La tercera, acomodada ante una mesa sobre la cual había
un intercomunicador, hizo un alto en su labor mirándonos con un gesto de
interrogación. Parecía tener un caramelo en la boca. Habiéndoselo colocado
dentro de ésta en una posición conveniente nos preguntó con voz un poco
gangosa:
—¿En qué puedo servirles?
—¿La señorita Martindale? —inquirió Hardcastle.
—Me parece que en este momento se encuentra ocupada telefoneando…
La chica manipuló en el intercomunicador diciendo por fin ante el mismo:
—Dos caballeros desean verla, señorita Martindale. —La joven levantó la
vista, preguntándonos—: ¿sus nombres, por favor?
—Hardcastle —repuso Dick.
—El señor Hardcastle, señorita Martindale. —Seguidamente la muchacha
interrumpió la comunicación, poniéndose en pie, agregando—. Por aquí, hagan el
favor.
La joven nos condujo ante una puerta en la que en letras doradas aparecía el
apellido de la directora del establecimiento. Abierta aquélla se hizo a un lado para
dejarnos pasar.
—El señor Hardcastle —anunció al tiempo que cerraba la puerta a nuestras
espaldas.
La señorita Martindale estaba sentada tras una gran mesa. Al entrar nosotros
nos miró atentamente. Era una mujer de aspecto vivaz que rondaría los cincuenta
años. Llevaba sus rojizos cabellos peinados a lo « pompadour» . Tenía unos ojos
brillantes que daban la impresión de mantenerse siempre alerta.
Su mirada se detuvo en Dick, fijándose luego en mí.
—¿El señor Hardcastle?
Dick sacó de su cartera una de sus tarjetas oficiales, entregándosela. Yo
procuré quedar en segundo plano ocupando una silla junto a la entrada del
despacho.
La señorita Martindale enarcó las cejas, denotando su sorpresa y su disgusto.
—¿El detective inspector Hardcastle? ¿En qué puedo serle útil, inspector?
—He venido para solicitar de usted una pequeña información, señorita. Creo
que está en condiciones de poder ay udarme.
Guiándome por el tono de su voz pensé que Dick había decidido andarse con
ciertos rodeos antes de abordar la cuestión que le había llevado allí, mostrándose
lo más amable posible. Yo dudaba de que la señorita Martindale respondiera
adecuadamente a su sutil maniobra. Pertenecía a ese tipo humano que los
franceses denominan con la frase une femme formidable.
Yo estaba estudiando el escenario de la entrevista. En la pared, por encima de
la cabeza de la directora de la firma, descubrí toda una colección de fotografías
dedicadas. Una de ellas era de Ariadne Oliver, escritora de novelas policíacas, a
la que conocía superficialmente. Afectuosamente suya, Ariadne Oliver, rezaba su
dedicatoria, estampada a través del retrato. Muy agradecido, Garry Gregson,
eran las palabras que se leía en otro. Garry Gregson, escritor de obras de
misterio, había muerto dieciséis años atrás. Suya siempre, Miriam, era la
dedicatoria que figuraba en otra fotografía de Miriam Hogg, escritora
especializada en la novela de tipo romántico. La literatura atrevida quedaba
representada allí por Armand Levine, cuy o rostro tímido, coronado por una gran
calva, se asomaba al despacho desde su retrato, en el que el escritor había dejado
correr la pluma brevemente, poniendo en letra muy menuda: « Reconocido» ,
palabra que iba seguida de su nombre completo. Existía cierta similitud en los
« trofeos» ostentados por cada una de aquellas personas. Los hombres, en su
may oría, vestían trajes de gruesa lana y las mujeres, muy serias, tendían a
perderse entre una masa de pieles.
Mientras y o repasaba todo aquello, no dando descanso a los ojos, Hardcastle
comenzó a disparar sus preguntas.
—Trabaja aquí una chica llamada Sheila Webb, ¿verdad?
—En efecto. Me parece que no se encuentra en este instante en la oficina…
Al menos…
La señorita Martindale oprimió uno de los botones de su intercomunicador,
diciendo.
—Edna: ¿ha vuelto y a Sheila Webb?
—No, señorita Martindale, todavía no.
Aquélla cortó la comunicación.
—Salió a primera hora de la tarde para atender a un cliente —explicó—.
Debe estar de regreso y a. También es posible que luego se fuera al « Curlew
Hotel» , al final de la Explanada, donde tenía que presentarse a las cinco.
—Muy bien. ¿Qué podría contarme usted en relación con la señorita Sheila
Webb?
—Poca cosa —replicó la señorita Martindale—. Trabaja conmigo desde…
veamos, sí, desde hace un año, aproximadamente. Como empleada no puedo
reprocharle nada.
—¿Sabe usted dónde estuvo trabajando anteriormente?
—No me sería difícil averiguarlo si le interesa conocer tal dato, inspector
Hardcastle. Debemos tener en nuestro archivo sus referencias. De memoria
puedo adelantarle que figuró en la nómina de otra firma londinense y que sus
antiguos patronos dieron de ella unas referencias excelentes. Creo, aunque no
estoy segura, que se trataba de una entidad dedicada a la compra-venta de
inmuebles…
—¿Ha dicho usted que es eficiente en su cometido?
—Muy eficiente —señaló la señorita Martindale, quien no daba la impresión
de ser una de esas personas que prodigan los elogios.
—¿Extraordinaria?
—No, y o no llegaría a afirmar eso. Trabaja con bastante rapidez y es una
chica bien educada. Como mecanógrafa resulta cuidadosa y exacta.
—¿Existe entre ustedes alguna relación de carácter privado?
—No. Sheila Webb vive con una tía suy a. —Al tocar este punto la señorita
Martindale dio señales de desasosiego—. ¿Podría saber, inspector Hardcastle, por
qué me hace todas esas preguntas? ¿Es que se ha metido en algún lío esta chica?
—Yo no diría tanto… ¿Conoce usted a una tal señorita Millicent Pebmarsh?
—Pebmarsh… —repitió la señorita Martindale enarcando las cejas—.
Pues… sí. Ahora lo recuerdo, por supuesto. Sheila fue a su casa esta tarde. La
cita quedó fijada para las tres.
—¿Cómo se concertó aquélla?
—Por teléfono. La señorita Pebmarsh requirió los servicios de una
taquimecanógrafa y y o le envié a esa joven.
—¿Se interesó ella especialmente por Sheila Webb?
—Sí.
—¿A qué hora se produjo la llamada telefónica?
La señorita Martindale reflexionó unos segundos.
—Fui y o quien habló con ella. Esto quiere decir que la chica estaría
comiendo. Serían las dos menos diez… Antes de las dos, de todos modos. ¡Ah!
Aquí veo un apunte, en mi bloc de notas. Era la una y cuarenta y nueve minutos,
exactamente.
—¿Le habló la misma señorita Pebmarsh?
La señorita Martindale no pudo evitar un gesto de sorpresa.
—Eso supongo.
—¿No reconoció usted su voz? ¿No la conoce personalmente?
—No. No la conozco. Me dijo que se llamaba Millicent Pebmarsh, dándome
a continuación sus señas, un número de Wilbraham Crescent. Luego, como y a he
dicho, preguntó por Sheila Webb. Quiso saber si estaba libre y si podría
presentarse en su casa a las tres.
La declaración era clara, terminante. Me dije que la señorita Martindale sería
en determinadas circunstancias una excelente testigo.
—Le quedaría muy reconocida si tuviera la amabilidad de explicarme a qué
viene todo esto —solicitó la directora del « Bureau» dando muestras de
impaciencia.
—Pues verá, señorita Martindale. Millicent Pebmarsh niega haber hecho tal
llamada.
Los ojos de su interlocutora se dilataron a causa del asombro…
—¿De veras? ¡Qué cosa tan extraordinaria!
—Usted, por otra parte, afirma que la llamada telefónica se produjo, si bien
no se halla en condiciones de asegurar que fue la propia Millicent quien se
encontraba al otro extremo del hilo.
—No, por supuesto. No puedo hacer afirmaciones categóricas en ese aspecto.
No conozco a esa mujer. Claro que no se me alcanza qué fin… ¿Ha habido una
suplantación de personalidad o algo por el estilo?
—Peor que eso —repuso Hardcastle secamente—. ¿Expuso la señora
Pebmarsh, o la persona que fuese, alguna razón para justificar sus preferencias
por Sheila Webb?
La señorita Martindale reflexionó un segundo.
—Creo recordar que alegó que la joven había trabajado y a en una ocasión
anterior para ella.
—¿Y era cierto eso?
—Sheila dijo que no recordaba haber hecho nada con destino a la señorita
Pebmarsh. Sin embargo, inspector, no hay que tomar sus palabras al pie de la
letra. Las chicas visitan puntos muy diferentes y variados de la ciudad y es
imposible que se acuerden de si han estado o no en un sitio u otro al cabo de unos
meses. Sheila no estaba muy segura… Simplemente: no recordaba haber visitado
el domicilio de esa cliente. Bueno, pero aun suponiendo que hubo aquí una
suplantación no acierto a ver, inspector, qué puede motivar en este asunto su
interés.
—Iba a ocuparme precisamente de eso. Cuando la señorita Webb llegó al
número diecinueve de Wilbraham Crescent entró en la casa y luego en el cuarto
de estar. La joven me dijo que ésas eran las instrucciones que le habían dado.
¿Está usted de acuerdo?
—De acuerdo por completo —contestó la señorita Martindale—. Nuestra
cliente manifestó que podía ser que llegara a la casa con algún retraso. Sheila, de
no ser atendida por nadie, debería entrar en la vivienda y aguardar allí a la
dueña.
—Cuando la señorita Webb penetró en el cuarto de estar —prosiguió diciendo
Hardcastle—, encontró el cadáver de un hombre tendido en el suelo.
La señorita Martindale contempló absorta al inspector. Por unos segundos no
acertó a pronunciar una palabra.
—¿Un cadáver, ha dicho usted?
—El cadáver de un hombre que había muerto asesinado. Precisaré más: el
hombre en cuestión murió apuñalado.
—¡Oh, Dios mío! ¡Qué impresión tan terrible debió experimentar esa chica!
Era de esperar un comentario de este tipo en una mujer como la señorita
Martindale.
—¿Le dice a usted algo el apellido Curry ? El nombre completo de la víctima
era R. H. Curry.
—No, no me sugiere nada.
—Pertenecía a la « Metropolis & Provincial Insurance Company » …
La señorita Martindale continuó moviendo la cabeza, denegando.
—Ya ve usted cómo queda planteada la situación, señorita. Me ha dicho antes
que la señorita Pebmarsh le telefoneó solicitando la presencia de Sheila Webb en
su casa a las tres de la tarde. Por otro lado aquélla niega a haberla llamado. No
obstante, Sheila fue allí, descubriendo el cadáver de un hombre…
El inspector esperó la respuesta de la señorita Martindale pacientemente.
Ella le dirigió una inexpresiva mirada.
—Todo esto se me antoja tremendamente extraño —comentó con un gesto de
desaprobación.
Dick Hardcastle suspiró, poniéndose en pie.
—Tiene usted un bonito despacho —opinó cortésmente—. Este negocio
cuenta y a con algunos años de existencia, ¿verdad?
—Quince, exactamente. Nos ha ido muy bien. Iniciado en pequeña escala
hemos ido ampliándolo hasta llegar, quizás, a abarcar más de lo que podemos…
En la actualidad empleo ocho chicas, las cuales no paran de trabajar un
momento a lo largo de la jornada.
—Ya veo que hacen ustedes una gran cantidad de trabajos literarios —
declaró Hardcastle fijándose en las fotografías de las paredes.
—En efecto. Al comenzar todo esto me especialicé con los escritores.
Durante muchos años trabajé con el famoso Garry Gregson, autor de novelas de
misterio. Financié este « Bureau» con un legado suy o, precisamente. Conocía a
algunos de sus amigos y compañeros de profesión y éstos me fueron
recomendando a otros. Sabía lo que cada uno deseaba y ello supuso una gran
ay uda para mí en la primera etapa del desenvolvimiento del negocio. En el
terreno de la investigación presto servicios sumamente útiles, facilitando fechas y
citas, aclarando puntos legales y señalando los trámites policíacos en
determinadas circunstancias, suministrando detalles referentes a ciertas
substancias químicas y sus efectos… Hacemos lo que se presenta en tal aspecto,
señor inspector. También facilitamos a nuestros clientes nombres extranjeros de
personas o establecimientos públicos, con sus señas respectivas, para las novelas
cuy a acción transcurre fuera de Inglaterra. Antiguamente, los lectores no exigían
de sus escritores favoritos tanta precisión, pero en la actualidad hay muchos que
nada más advertir un fallo en ese sentido se apresuran a subray arlo mediante la
oportuna carta…
La señorita Martindale hizo una pausa. Hardcastle dijo cortésmente:
—Estoy seguro de que tiene usted muchos motivos para felicitarse a sí
misma.
El inspector fue hacia la puerta. Yo la abrí en el acto.
En la oficina, las tres chicas se preparaban para salir. Las máquinas de
escribir estaban y a enfundadas. Edna, la recepcionista, no pudo hacer un gesto
más expresivo de desconsuelo en aquellos instantes. Estaba de pie y en una mano
tenía uno de sus zapatos y en la otra el tacón correspondiente al mismo.
—Aún no ha transcurrido un mes desde el día que me los compré —declaró,
quejosa—. Y me costaron bastante caros. La culpa es de ese enrejado de la
esquina, uno de los respiraderos del « Metro» . ¿Sabéis a cuál me refiero? Al de
enfrente de la pastelería… Metí el pie en aquél y el tacón saltó. Como no podía
andar me descalcé, regresando aquí con un par de bollos y los zapatos en las
manos. Aún no sé cómo podré coger ahora el autobús…
Al llegar a este punto de su discurso Edna advirtió nuestra presencia,
apresurándose a esconder el zapato motivador de su disgusto, al tiempo que
miraba de un modo especial a la señorita Martindale, que no me pareció una
mujer inclinada a aprobar el calzado femenino de altísimos tacones. Ella misma
usaba unos zapatos planos sumamente « sensatos» …
—Gracias por su atención, señorita Martindale —dijo Hardcastle—. Lamento
haberla entretenido tanto tiempo. Si repara usted en algo que…
—Naturalmente —contestó la señorita Martindale, interrumpiendo a su
interlocutor con franca brusquedad.
En el momento de acomodarnos en el coche dije y o:
—De manera que la historia de Sheila Webb, pese a tus sospechas, resulta
ahora ser completamente cierta.
—Está bien, está bien —manifestó Dick—. Tú ganas.
Capítulo V

—Mamá —gritó Ernie Curtin, desistiendo por un momento de su


entretenimiento, que en aquellos instantes consistía en hacer correr por el cristal
de la ventana un pequeño juguete, acompañándolo de un gimiente zumbido. El
chico pretendía imitar el de un cohete espacial al lanzarse al infinito, rumbo a
Venus—. ¡Mamá! ¿Qué te parece?
La señora Curtin, una mujer de severa faz, que se hallaba trabajando, muy
ocupada, con la limpieza de la vajilla, no contestó.
—Ahí, enfrente de la casa, hay un coche de la policía, mamá.
—No empieces con tus mentiras de costumbre, Ernie —dijo la señora Curtin
mientras iba colocando platos y tazas en el escurridero—. Ya sabes lo que te
tengo dicho con respecto a eso.
—No miento, mamá —insistió Ernie, muy formal—. Es un coche de la
policía y en este momento se apean dos hombres de él.
—¿Qué habéis estado haciendo? —preguntó su madre, volviéndose
rápidamente hacia el chico—. Algún día traeréis la desgracia a esta casa…
—Yo no he hecho nada —protestó Ernie.
—Habrá sido cosa de Alf entonces. De él y de su pandilla. ¡Menudas
pandillas las que formáis! Tanto vuestro padre como y o os hemos dicho en
infinidad de ocasiones que esas cosas no pueden traer nada bueno. Más o menos
tarde surge el conflicto… Primero es el Tribunal de Menores y luego, como lo
más seguro, el reformatorio y la cárcel, y y o no quiero vivir nada que se parezca
a eso, ¿has oído?
—Se acercan a la puerta principal —anunció Ernie.
La madre de éste abandonó el fregadero, uniéndose a su hijo ante la ventana.
—¡Vay a! —suspiró.
En este preciso instante oy ó el ruido del picaporte. Alguien llamaba. La
señora Curtin se secó rápidamente las manos en la primera toalla que encontró a
mano, saliendo después al pasillo para abrir la puerta. Se quedó mirando con
expresión de reto y de duda a un tiempo a los dos hombres que tenía delante.
—¿La señora Curtin? —preguntó el más alto de los dos, adoptando una actitud
de extraña cortesía.
—Soy y o, sí.
—¿Me permite que entre un momento? Soy el detective inspector Hardcastle.
La señora Curtin dio un paso atrás de muy mala gana. Abrió la puerta de una
habitación e invitó a pasar al inspector. La pieza se veía limpia y ordenada, dando
la impresión de ser ocupada raras veces, lo cual era lo que en realidad ocurría.
Ernie, curioso, apareció junto a la entrada del cuarto, procedente de la
cocina.
—¿Su hijo? —preguntó Hardcastle.
—Sí —repuso la señora Curtin sin abandonar su agresiva actitud—. Es un
buen chico pese a lo que usted pueda decir.
—Estoy convencido de que lo es —contestó el inspector, muy afable.
La faz de la madre de Ernie pareció tornarse menos grave.
—He venido a verla para hacerle unas cuantas preguntas relacionadas con la
casa número diecinueve de Wilbraham Crescent. Tengo encendido que trabaja
usted allí.
—Yo no he negado eso nunca —replicó la señora Curtin, incapaz de
mostrarse más cordial.
—La dueña de la casa es la señorita Millicent Pebmarsh.
—Sí. Trabajo para la señorita Pebmarsh. Una verdadera dama, una mujer
muy agradable.
—Ciega —apuntó el inspector.
—Sí, pobrecilla. Pero nadie lo diría. Es maravilloso… ¡Qué bien sabe
orientarse, andar de un lado para otro! Lo mismo dentro que fuera de la casa. Ni
siquiera los cruces en plena calzada le asustan. No es de esas personas que hacen
un mundo de cualquier cosa, grande o pequeña, una nadería a veces… No, no es
como algunos hombres y mujeres que y o conozco.
—Suele usted ir a trabajar allí por las mañanas, ¿no?
—Efectivamente. Acostumbro a llegar entre las nueve y media y las diez de
la mañana para marcharme a las doce o cuando termino mi labor —incisiva, la
señora Curtin se interrumpió para preguntar, de pronto—: ¿no me irá usted a
decir que ha desaparecido… que le han robado alguna cosa a la señorita
Pebmarsh?
—Todo lo contrario, señora Curtin —manifestó Hardcastle con el
pensamiento fijo en los cuatro relojes.
La mujer hizo un gesto de extrañeza.
—¿Qué es lo que ocurre entonces? —quiso saber.
—Esta tarde fue hallado el cadáver de un hombre en el cuarto de estar de la
casa número 19 de Wilbraham Crescent.
La señora Curtin miró muy seria al inspector. Ernie, su hijo, abrió la boca,
quedándose como en éxtasis, escapándosele un elocuente « ¡Oh!» , de franca
admiración. En seguida, considerando una imprudencia atraer la atención de los
may ores sobre él, procuró hacerse a un lado, intentando pasar desapercibido.
—¿Un cadáver? —inquirió la señora Curtin, con un gesto de incredulidad.
Luego añadió—: ¿en el cuarto de estar?
—Sí. El hombre murió apuñalado.
—Quiere usted decir que se trata de un crimen, ¿no?
—Efectivamente.
—¿Y quién asesinó a ese hombre?
—Lamento tener que decir que aún no hemos llegado tan lejos en nuestras
indagaciones —manifestó el inspector—. Pensamos, de momento, que usted
podría ay udarnos en nuestra labor.
—Nada sé acerca de ese crimen —contestó la señora Curtin sin la menor
vacilación.
—No, pero conviene examinar uno o dos puntos interesantes. Veamos. ¿Visitó
alguien la casa esta mañana?
—Que y o recuerde, no. Hoy no, desde luego. ¿Cuáles son las señas de ese
hombre?
—Puede fijarse su edad en los sesenta años. Vestía un traje oscuro, de
elegante corte. Existe la posibilidad de que se presentara como agente de seguros.
—De haberse presentado allí y o no le habría dejado entrar —declaró la
señora Curtin—. Nada de agentes de seguros, ni de vendedores de aspiradoras de
polvo o de ejemplares de la Enciclopedia Británica… A la señorita Pebmarsh no
le agradaban los vendedores a domicilio y a mí me ocurre lo mismo.
—Curry … Ese era el apellido de la víctima, de acuerdo con una tarjeta que
hallamos en sus bolsillos. ¿Le dice a usted algo aquél?
—¿Curry, Curry …? —la señora Curtin movió la cabeza—. Me suena a indio
ese apellido…
—¡Oh, no! —exclamó el inspector Hardcastle—. El hombre en cuestión no
tenía nada de tal.
—¿Quién encontró el cadáver? ¿La señorita Pebmarsh?
—Una joven taquimecanógrafa, quien, debido a un probable error, fue
enviada a casa de la señorita Pebmarsh para hacerle un trabajo. Ella fue quien
descubrió el cadáver. En el instante en que sucedió esto, aproximadamente, se
produjo el regreso de Millicent Pebmarsh.
La señora Curtin suspiró.
—¡Qué lío, Señor, qué lío!
—Deseaba pedirle también que echara un vistazo al cadáver para poder
decirnos si había visto usted a ese hombre por Wilbraham Crescent o ante la casa
de la señorita Pebmarsh alguna vez. Esta afirma no haberle visto jamás. Quiero
referirme ahora a otros puntos de importancia secundaria. ¿Sería usted capaz de
recordar cuántos relojes hay en el cuarto de estar?
La señora Curtin no vaciló un momento.
—Dentro de esa pieza se encuentra el gran reloj del rincón, el « de caja» , le
llaman, y también está el de cuclillo, en una de las paredes. Al dar la hora salta
un muelle que abre unas portezuelas por las que asoma un pajarito que canta:
« ¡Cucú!» . ¡A veces se lleva una unos sustos con él! —la mujer agregó a toda
prisa—: No toqué ninguno de ellos. Nunca lo hago. Es la señorita Pebmarsh quien
les da cuerda siempre.
—He de advertirle que esos relojes que ha mencionado siguen marchando sin
novedad —dijo Hardcastle para tranquilizar a su interlocutora—. ¿Está usted
segura de que esta mañana no había en el cuarto de estar más relojes que
aquéllos?
—Desde luego ¿Qué otros podía haber aparte de los indicados?
—¿Está segura, por ejemplo, de que no habla allí un pequeño reloj cuadrado
de plata, ni otro de metal dorado, ni uno de porcelana con adornos de flores, ni
otro provisto de una funda de cuero, una caja, con la inscripción « Rosemary »
en uno de sus cantos?
—Naturalmente que no.
—De haber ocurrido lo contrario, ¿se habría dado cuenta de su presencia allí?
—Por supuesto.
—Las manecillas de esos relojes señalaban una hora que representaba un
adelanto de sesenta minutos sobre la marcada por las del reloj de caja y el de
cuclillo.
—Porque serán extranjeros —alegó la señora Curtin—. Una vez hice con mi
marido un viaje en coche a Suiza y a Italia. Los habitantes de estos países vivían
con una hora de adelanto en relación con la nuestra. Puede que eso tenga que ver
con el Mercado Común. A mí, y también a mi esposo, aquél nos tiene sin
cuidado. Con Inglaterra me basta.
El inspector Hardcastle no quiso meterse en honduras políticas.
—¿Puede usted decirme la hora exacta en que abandonó la casa de la
señorita Pebmarsh esta mañana?
—A las doce y cuarto, aproximadamente.
—¿Estaba ella allí en aquellos instantes?
—No, no había regresado todavía. Habitualmente, lo hace entre las doce y
doce y media, pero esto, desde luego, varía…
—Y abandonó la casa, ¿cuándo?
—Antes de que y o llegara. Mi hora son las diez.
—Pues muchas gracias, señora Curtin.
—Parece una cosa extraña eso de los relojes —manifestó la mujer—. Tal vez
la señorita Pebmarsh estuviera en alguna subasta… Quizá los descubriera en una
tienda de antigüedades ¿No se dice así? Por lo que usted me ha contado deben
proceder de lugares como ése u otros por el estilo.
—¿Asiste la señorita Pebmarsh a las subastas muy a menudo?
—Hace cuatro meses compró en una de ellas una alfombra de pelo. En muy
buen estado, precisamente. Me dijo que muy barata, además. También adquirió
varias cortinas de terciopelo. Necesitan ciertas reformas para adaptarlas a sus
ventanas, pero pueden considerarse nuevas prácticamente.
—Bueno, pero a ella no le agradan las curiosidades que suelen encontrarse en
las salas de subastas, los cuadros, los objetos de porcelana, por ejemplo…
La señora Curtin hizo un enérgico movimiento de cabeza.
—No es que la conozca muy bien, pero… Cuando una compra un artículo se
expone siempre a que la engañen. Y muchas veces ocurre que cuando una llega
a casa se pregunta: ¿y qué demonios voy a hacer ahora con esto? En una ocasión,
crey éndolo ventajoso, compré seis botes de mermelada. Después, pensando
detenidamente en ello, me dije que hubiera podido obtenerlos a menos precio del
que pagué. ¿Cómo? Sencillamente, adquiriéndolos en el mercado de cualquier
miércoles.
Comprendiendo que de momento no podría conseguir nada más de la señora
Curtin, el inspector Hardcastle decidió marcharse. Entonces Ernie aportó su
colaboración al asunto de que habían estado ocupándose el detective y su madre.
—¡Un crimen! —exclamó el chico, asombrado aún.
Momentáneamente, la conquista del espacio fue desplazada por el terrible
suceso, más actual y próximo para Ernie.
—La señorita Pebmarsh no puede ser la autora de ese crimen, ¿verdad,
mamá? —sugirió el muchacho.
—No digas tonterías —repuso la señora Curtin. Un pensamiento cruzó por su
cabeza—. Ahora me pregunto si debí decirle…
—¿Qué, mamá?
—Bueno, ¿y a ti qué te importa? Nada, no era nada, en realidad.
Capítulo VI
NARRACIÓN DE COLIN LAMB

Cuando hubimos dado buena cuenta de un par de excelentes bistecs, rociados


con numerosos tragos de cerveza, Dick Hardcastle suspiró, satisfecho,
anunciando que se sentía mejor que nunca.
—¡Al diablo con los agentes de seguros, los relojes de fantasía y las chicas
que dan alocados gritos en plena calle! Veamos qué es lo que te cuentas tú, Colin.
Yo creí que habías terminado con esta parte del mundo. Y de pronto te
localizamos vagando por las vías más retiradas de Crowdean. Un especialista en
biología marítima no puede encontrar nada en Crowdean, querido, te lo digo
y o…
—No te rías de la biología marítima, Dick. Se trata de una rama de la Ciencia
sumamente útil. Pero sucede que con sólo mencionarla la gente se pone en
guardia, temiendo que vay as a explay arte en consideraciones relativas al tema,
no dejándote nunca, por tanto, que te expliques.
—Vamos, sí, que no has encontrado ninguna oportunidad de delatarte a ti
mismo, ¿verdad?
—Olvidas —dije fríamente— que me gradué en Cambridge. El título no será
de mucha categoría, pero es un título oficial al fin y al cabo. La especialidad es
muy interesante y un día u otro pienso volver a ella.
—Sé en lo que has estado trabajando, por supuesto —manifestó Hardcastle—.
Y no tengo más remedio que felicitarte. El juicio de Larkin se celebrará el mes
que viene, ¿verdad?
—Así es.
—Resulta desconcertante. ¿Cómo pudo facilitar informaciones al exterior
durante tanto tiempo? Alguien debía haber sospechado de él…
—Pues no ocurrió nada de eso. Cuando a uno se le mete en la cabeza que tal
o cual individuo es una excelente persona ni por asomo se le pasa por aquélla lo
contrario.
—Tiene que ser un tipo inteligente —comentó Dick.
—No, y o no creo que lo sea. Me parece que obró de acuerdo con las
instrucciones que recibía. Tenía acceso a documentos muy importantes. Se los
llevaba y cuando esos papeles eran fotografiados los recogía de nuevo
volviéndolos a poner en su sitio dentro del mismo día. Una organización
excelente. Adoptó la costumbre de comer cada día en un restaurante distinto.
Creemos que colgaba su gabán en aquellas perchas en que descubría una prenda
exactamente igual que la suy a, si bien el dueño de esta última no era siempre el
mismo sujeto. Se producía un sencillo y rápido cambio de gabanes, pero el otro
hombre jamás cruzó la palabra con Larkin. Nos gustaría averiguar otros
pormenores sobre este asunto. Todo había sido bien planeado. Los dientes de las
distintas piezas engranaban perfectamente. Ahí había alguien que tenía con qué
pensar.
—¿Y es ése el motivo de que aún andes vagando por la Base Naval de
Portlebury ?
—Sí. Conocemos las derivaciones del caso en ese sentido y también en el que
apunta a Londres. Sabemos cómo, cuándo y dónde Larkin recibió el dinero
estipulado. Pero existe una especie de brecha en nuestro muro, un boquete…
Entre Portlebury y Londres se desenvuelve la organización aludida. Esa es
precisamente la parte de la misma que más nos gustaría conocer porque ahí
funciona el cerebro rector. En algún punto de esa brecha se encuentra montado el
cuartel general del enemigo, donde se trata todo ordenadamente y de manera
que cualquier probable pista dejada pueda inducir a mil confusiones a sus
seguidores.
—¿Por qué hizo Larkin eso? —inquirió Hardcastle con curiosidad—. ¿Es un
político idealista? ¿Deseaba encumbrarse? ¿Buscaba, sencillamente, dinero?
—Deja a un lado los ideales, Dick —respondí—. A ese hombre lo único que le
preocupaba era el dinero.
—¿Y no pudisteis haberlo localizado antes fijándoos en el uso que de él hacía?
Porque la verdad es que se lo gastó, ¿no? No pensó un momento en ahorrar.
—Lo fue malgastando conforme iba llegando a su poder. Lo cierto es que lo
cogimos antes de lo que nos agrada admitir públicamente.
Dick asintió sorprendido.
—Entendido. Una vez desenmascarado, sin él saberlo todavía, retrasasteis su
detención, ¿no es eso?
—Más o menos… El hombre había logrado pasar determinada información,
sumamente valiosa, antes de que lo descubriéramos. Después le permitimos que
procediera igual con otros papeles de valor aparente. Dentro del Servicio a que
pertenezco hemos de hacernos los tontos muchas veces.
—No creo que me gustara mucho ese trabajo, Colin —dijo Hardcastle
pensativamente.
—La nuestra no constituy e una tarea tan emocionante como mucha gente
cree. En realidad resulta aburrida en muchas ocasiones. Pero hay algo más…
Actualmente llega uno a experimentar la impresión de que no existe nada que
pueda calificarse de secreto. Nosotros conocemos sus secretos y ellos los
nuestros. Nuestros agentes trabajan a veces, con frecuencia, para ellos y
viceversa. Al final ese doble juego se convierte en una pesadilla. Hay días en que
pienso que todos nos conocemos, militemos en un campo o en otro, y que no
hacemos otra cosa que representar una especie de comedia tratando de
disimularlo.
—Te comprendo perfectamente —declaró Dick.
Seguidamente me dirigió una mirada de curiosidad.
—Ya me hago cargo de por qué motivo no pierdes de vista Portlebury. Ahora
bien, Crowdean se encuentra a más de diez millas de aquel lugar…
—Es que actualmente, amigo mío, estoy dedicado al estudio de todas las
« Crescent» [2] .
—¿Qué?
Hardcastle parecía desconcertado.
—Sí. Para decirlo de otro modo: lunas. Lunas nuevas, lunas crecientes y así
sucesivamente. Comencé mis indagaciones en el mismo Portlebury. Existe allí
una taberna denominada « The Crescent Moon» . Perdí mucho tiempo
ahondando en lo que se me antoja un detalle bastante particular. A continuación
conocí « The Moon an the Stars» , « The Rising Moon» , « The Jolly Sickle» y
« The Cross and the Crescent» , esto en una pequeña población llamada
Seamede. No hubo nada que hacer pese a que desde mi punto de vista aquéllos
parecían unos lugares ideales. Finalmente abandoné las lunas y empecé con las
« Crescent» . Hay varias de ellas en Portlebury: Lansbory Crescent, Aldridge
Crescent, Livermead Crescent, Victoria Crescent…
Observé la expresión del rostro de Dick en aquel momento y me eché a reír.
—No pongas esa cara, Dick. Poseo algo sólido a que agarrarme.
Saqué mi billetero, buscando en el mismo una hoja de papel que mostré a mi
amigo. En el ángulo superior derecho figuraba el membrete de un hotel:

Hallamos este papel, evidentemente un trozo de carta, de esas que suelen


entregar a la clientela en ciertos establecimientos públicos cuando alguien solicita
el recado de escribir, en la cartera de un tipo llamado Handbury. Este individuo
representó un papel importante en el caso Larkin. Era eficiente… muy eficiente.
Fue atropellado por un coche en Londres… Nadie consiguió hacerse con la
matrícula del vehículo. No sé qué puede significar esto. Pienso, simplemente, que
nuestro hombre lo anotaría o copiaría porque lo crey ó de gran interés. ¿Se trata
de una idea que cruzó por su mente? ¿Algo que vio u oy ó? Algo que tenía relación
con la luna o media luna « crescent» unida al número 61 y a la letra M. Me
ocupé del asunto tras su muerte. No sé concretamente qué es lo que busco, pero
estoy seguro de que el papel en cuestión me conducirá a alguna parte. ¿Qué
significa el número 61 y la letra mencionada? Mis indagaciones arrancan de
Portlebury. Llevo tres semanas de incesante trabajo sin el menor resultado
positivo. Crowdean se encontraba en mi ruta. Con franqueza, Dick, no esperaba
descubrir nada allí. En Crowdean no existe más que una « Crescent» : Wilbraham
Crescent. Yo estuve dando un paseo a lo largo de Wilbraham Crescent para ver
qué me sugería el número 61, antes de preguntarte a ti si poseías alguna
información que pudiera serme de utilidad… Me sucedió una cosa: que no
conseguí dar con el citado número.
—Yo te notifiqué oportunamente que el 61 corresponde a una vivienda
ocupada por un maestro de obras.
—No es eso lo que y o busco. ¿Ha recibido ese hombre alguna ay uda de
allende nuestras fronteras, de un tipo u otro?
—Pudiera ser. Eso es frecuente hoy en día. En caso afirmativo habrá
quedado constancia de ello en alguna parte. Mañana me ocuparé de verlo.
—Gracias, Dick.
—Mañana también, precisamente, me propongo visitar las casas situadas a
uno u otro lado del número 19. Gestiones de trámite: deseo preguntarle a los que
las habitan si vieron a alguna persona, a qué hora, etc. Quizás incluy a en mi
recorrido las viviendas situadas directamente detrás del 19, aquellas cuy os
jardines dan a la misma. Me inclino a pensar que la que ostenta el número 61 se
encuentra entre las aludidas. Si quieres puedes venirte conmigo.
Me aferré al ofrecimiento de Dick, podría decir que con las dos manos.
—Seré el sargento Lamb, a tus órdenes, y tomaré notas taquigráficas.
Quedamos en que y o me presentaría en su despacho a las nueve y media de
la mañana siguiente.

***

Llegué allí a la hora convenida. Al enfrentarme con mi amigo vi que estaba


indignado, fuera de sus casillas, verdaderamente.
Una vez hubo despedido al grave subordinado con quien había estado
hablando hasta aquel instante le pregunté qué ocurría. Durante unos segundos
Hardcastle fue incapaz de pronunciar una palabra. Finalmente exclamó:
—¡Esos condenados relojes!
—¿Otra vez los relojes? ¿Qué sucede ahora con ellos?
—Falta uno.
—¿Que falta uno? ¿Cuál?
—El del estuche de cuero, el que lleva la inscripción « Rosemary » en uno de
sus bordes.
Emití un silbido de admiración.
—Es realmente extraordinario. ¿Cómo ha podido pasar eso?
—Esos malditos necios… Bueno, y o lo soy tanto como ellos —Dick era un
hombre sincero—. Tiene uno que acordarse de los más nimios detalles, estar en
todo… De no ser así siempre se produce algún percance. Ay er los relojes
estuvieron todo el día en el cuarto de estar. Los puse en manos de la señorita
Pebmarsh uno por uno para que los examinara, por si podía reconocerlos. No
logramos nada. Luego fueron a por el cadáver…
—¿Y qué más?
—Salí a la puerta para ver cómo se desenvolvía todo. A continuación volví a
la casa. Hablé con la señorita Pebmarsh, que estaba en la cocina, y le dije que
me iba a llevar los relojes, a cambio de los cuales le entregaría un recibo.
—Sí, recuerdo haberte oído decir eso.
—Después comuniqué a la chica que pensaba enviarla a su casa en uno de
nuestros coches y te pedí que la acompañarás hasta el mismo…
—En efecto…
—Entregué a la señorita Pebmarsh el recibo aunque me dijo que no era
necesario puesto que los relojes no le pertenecían. Me reuní contigo. Le indiqué a
Edwards que quería que embalase con todo cuidado los relojes para traérnoslos
aquí. Naturalmente, habría de dejar en la casa el de cuclillo y el de caja… Aquí
fue donde me equivoqué. Hubiera debido concretar más, decir los cuatro relojes.
Edwards me ha informado que procedió en seguida a cumplimentar mis órdenes.
Insiste en que allí, aparte de los dos que he señalado, no había más que tres
relojes.
—Poco tiempo supone eso… Tal hecho significa que…
—Millicent Pebmarsh pudo robar el reloj. Quizá se lo llevara cuando y o
abandoné la habitación y éndose directamente a la cocina con él.
—Muy probable, pero, ¿por qué razón había de obrar así?
—Tenemos que enterarnos de muchas cosas todavía. ¿Algún otro posible
autor o autora de la sustracción? ¿Cabe pensar en la joven? Reflexioné.
—No lo creo. Yo…
Me interrumpí. Acababa de recordar un detalle.
—Continúa, Colin.
—Nos dirigimos hacia el coche que tú habías designado para que la llevara a
su casa —declaré bastante molesto—. Se había dejado los guantes en la casa.
« Voy a por ellos» , le dije. La joven se opuso, alegando que recordaba muy bien
dónde los había puesto. Añadió que y a no le importaba volver a entrar en la
vivienda porque el cadáver había desaparecido de ella. Echó a correr… Claro
que sólo faltó un minuto de mi lado.
—¿Se había puesto los guantes al unirse a ti de nuevo? ¿Los llevaba acaso en
la mano?
Vacilé.
—Sí…, sí, y o creo que sí.
—Evidentemente, ni los llevaba en la mano ni se los había puesto. De lo
contrario no habrías vacilado.
—Tal vez se los guardara en el bolso.
—Lo peor del caso es que estás « colado» por esa chica —dijo Hardcastle en
tono acusador.
—No digas insensateces —repliqué defendiéndome enérgicamente—. A esa
joven la vi por vez primera ay er por la tarde y nuestro encuentro no puede
calificarse precisamente de romántico.
—No estoy tan seguro de lo que dices —manifestó Hardcastle—. No todos los
días asiste uno al espectáculo de una chica cay endo en brazos de un joven,
pidiendo auxilio, de acuerdo con lo que pasaba en las obras literarias de la época
victoriana. En tales ocasiones, el hombre se siente siempre héroe y galante
protector. Pero no tienes más remedio que abandonar tal actitud, amigo mío. ¿A
qué decir más? Sabes muy bien, por lo que hasta ahora conocemos, que Sheila
Webb puede que esté metida hasta el cuello en este raro asunto de los relojes.
—¿Qué estás sugiriéndome, Dick? ¿Que esta monería de criatura apuñaló a la
victima, escondiendo el arma de manera que ninguno de tus sabuesos pudiera dar
con ella, tras lo cual salió corriendo de la casa, para lanzarse en mis brazos sin
cesar de gritar, representando en todo momento una verdadera comedia?
—Te quedarías sorprendido si te contara algunas de las cosas raras que he
tenido ocasión de presenciar a lo largo de mi carrera —repuso Hardcastle,
frunciendo el ceño.
—¿Pero es que no te das cuenta —inquirí indignado— de que estoy cansado
de tratar con espías bellísimas de todas las nacionalidades? Todas esas mujeres
reunían condiciones más que suficientes para hacer olvidar a un soldado, en unos
minutos, sus deberes más elementales, sus responsabilidades más inquietantes.
Amigo Dick: y o he sido inmune siempre a los encantos femeninos.
—Al final todo el mundo se enfrenta con su Waterloo correspondiente. Ello
depende de la mujer que uno encuentre. Sheila Webb parece ser tu tipo.
—Sea como sea no me explico tus sospechas. ¿Qué es lo que te hace
desconfiar de esa muchacha?
Hardcastle suspiró.
—Por lo visto no te has dado cuenta aún de mi situación. Has de fijar,
forzosamente, un punto de partida. El cadáver fue hallado en la casa de la
señorita Pebmarsh, quien, por tal circunstancia, pasa al primer plano de mi
atención. Y fue la señorita Sheila Webb la persona que lo descubrió… No
necesitaría decírtelo, pero frecuentemente ocurre que la persona que encuentra
un cadáver es al mismo tiempo aquélla que vio por última vez viva a la víctima.
Hasta el instante en que conozcamos más hechos, esas dos mujeres tienen que
acaparar ineludiblemente nuestra atención.
—Cuando y o entré en el cuarto de estar, después de las tres de la tarde, vi un
cadáver que llevaría allí media hora por lo menos, probablemente más tiempo.
¿Qué dices a eso?
—Sheila Webb dispuso para comer de una hora, la que va desde la 1:30 a las
2:30.
Miré exasperado a Dick.
—¿Qué has averiguado acerca de Curry ?
Hardcastle exclamó, con un inesperado acento de amargura:
—¡Nada!
—¿Qué quieres darme a entender con ese « ¡nada!» ?
—Que no ha existido nunca tal persona.
—¿Y cuáles han sido las manifestaciones de los regidores de la « Metropolis
Insurance Company » ?
—No nos han podido decir nada porque… tampoco existe tal entidad. Igual
ocurre con las señas que conocíamos. Tanto la calle Denvers Street como su
número correspondiente, desde luego, así como el apellido citado y la firma
comercial, son datos completamente fantásticos.
—Muy interesante —opiné—. Ese hombre, por consiguiente, se procuró unas
tarjetas plagadas de falsedades.
—Así es.
—¿Con qué idea?
Hardcastle se encogió de hombros.
—Por ahora todo son suposiciones. Existe la posibilidad de que hiciese seguros
tan falsos como todo lo demás, ganándose así alguna que otra prima: tal vez se
dedicara a hacer ciertas raterías, siéndole relativamente fácil el acceso a los
domicilios particulares; quizá fuese un timador o miembro de una agencia
privada de detectives… No sabemos con certeza nada.
—Pero lo averiguaréis.
—¡Oh, sí! Al final lo sabremos. Estudiaremos sus huellas digitales para
comprobar si existen antecedentes de él en nuestros archivos. En caso afirmativo
habríamos dado un paso hacia delante decisivo. Si no ocurre así tropezaremos
con una grave dificultad.
—Detective privado… —dijo pensativamente—. No me parece mal
orientada esta suposición. Da lugar a determinadas posibilidades.
—Hipótesis, eso es todo lo que hemos conseguido establecer hasta ahora.
—¿Cuándo será la encuesta judicial?
—Pasado mañana. Una cosa de trámite a la que seguirá un aplazamiento.
—¿Qué ha dicho el forense?
—La muerte fue causada mediante un cuchillo muy afilado. Igual que el que
suele utilizarse en las cocinas para cortar las verduras o un instrumento similar.
—Con eso la señorita Pebmarsh queda eliminada más bien, ¿no te parece? Es
muy difícil, por no decir imposible, que una mujer ciega apuñale a un hombre.
Bueno, me imagino que es ciega de veras.
—¡Oh, sí! Hemos hecho averiguaciones en ese sentido. No nos ha engañado.
La mujer enseñaba matemáticas en un colegio del Norte… Perdió la vista hace
unos dieciséis años, se adiestró en la utilización del sistema Braille y por último
logró colocarse en el « Aaronberg Institute» .
—¿No podría padecer la señorita Pebmarsh alguna aberración mental?
—¿Una manía relacionada con los relojes y los agentes de seguros?
—En realidad es que todo esto resulta tan fantástico… —No pude evitar unas
manifestaciones de entusiasmo— lo mismo que Ariadne Oliver en sus peores
momentos y Garry Gregson en la plenitud de su forma de escritor…
—Sigue hablando, querido. Diviértete. Tú no tienes que satisfacer las
exigencias de un superintendente o de mi inmediato superior…
—¡Dick! Tal vez obtengamos alguna información útil de los vecinos.
—Lo dudo —repuso Hardcastle con amargura—. Si ese hombre fue
apuñalado en el jardín de la fachada y dos hombres enmascarados lo trasladaron
al interior de la casa nadie puede haberlo visto… Será mala suerte, chico, pero la
verdad es que esto no es ningún pueblo. Wilbraham Crescent es una zona
residencial situada junto a una carretera. A la una, las mujeres que hubieran
podido descubrir algo sospechoso se encontraban y a en sus casas. A esa hora no
circula por allí ni un coche de niños…
—Es posible que hay a entre los vecinos algún anciano inválido que tenga la
costumbre de permanecer junto a la ventana de su habitación todo el día.
—Lo hemos buscado detenidamente, pero no hay nada de eso por allí.
—¿Qué has averiguado acerca de las casas número 18 y 20?
—La que lleva el número 18 está habitada por el señor Waterhouse,
empleado de la firma « Gainsford & Swettenham, Abogados» , y su hermana,
una mujer muy dominante, que hace de él lo que quiere. Todo lo que sé de la
vivienda número 20 es que la ocupa una mujer que mantiene a unos veinte gatos.
No me agradan estos bichos…
Le dije a mi amigo que la vida del policía es una de las más duras que se
conocen. Seguidamente nos pusimos en marcha.
Capítulo VII

El señor Waterhouse, deteniéndose inseguro en las escaleras de la casa


número 18 de Wilbraham Crescent, volvió la cabeza, nervioso, mirando a su
hermana.
—¿De veras que te encuentras bien? —inquirió. La señorita Waterhouse
respondió algo irritada.
—No te comprendo, James.
El señor Waterhouse era un hombre de tímidos modales, una de esas personas
que parecen estar pidiendo perdón, excusándose, por cuanto hacen.
—Es que… considerando lo ocurrido en la casa vecina, querida…
El señor Waterhouse se disponía a partir, en dirección a la oficina de unos
abogados, para quienes trabajaba. Era un hombre de aspecto pulcro, ligeramente
encorvado, de cabellos grisáceos. Su rostro ofrecía un matiz débilmente
sonrosado, pero denotador de una buena salud en su dueño.
La señorita Waterhouse era alta y huesuda. Pertenecía al tipo femenino
clásico carente de sentido común que se muestra intolerante con la gente de su
misma clase.
—Debo entender, seguramente, que por el hecho de haber habido un crimen
en la casa de al lado lo más probable es que hoy sea y o quien muera asesinada,
¿no es así?
—Bueno, Edith… Eso depende de quien sea el autor del crimen.
—Tú, por lo que veo, estás convencido de que hay alguien que anda de un
lado para otro de Wilbraham Crescent seleccionado una víctima en cada
vivienda. Esto es una blasfemia, casi, James.
—¿Una blasfemia, Edith? —preguntó el señor Waterhouse, muy sorprendido.
En ningún momento se le hubiera ocurrido pensar a aquél en tal aspecto de su
observación.
—Se trata de una reminiscencia de la Pascua hebrea —manifestó su
hermana—. Estoy hablando, permíteme que te lo recuerde, de la Sagrada
Escritura.
—A mí me parece, Edith, que eso encaja aquí de una manera muy forzada.
—No sabes lo que me gustaría ver llegar a alguien a nuestra puerta con la
intención de acabar conmigo —dijo la señorita Waterhouse, decidida.
Su hermano se dijo que aquello parecía bastante improbable. Colocándose en
el lugar del asesino pensó que la última persona que hubiera escogido habría sido
Edith… De intentar alguien atacar a ésta lo más seguro era que el criminal
recibiese un buen golpe, propinado con el primer instrumento contundente que su
hermana encontrase a mano. Sangrante y humillado, el desventurado agresor iría
a parar, inevitablemente, a manos de la policía.
—He querido referirme a que… —su aire de hombre que desea a toda costa
que le dispensen lo que va a decir se acentuó ahora—, bueno, tú lo sabes: en esta
calle hay algunas personas indeseables.
—Aún no sabemos muchas cosas acerca de lo sucedido. Circulan rumores
muy diversos por ahí. La señora Head contaba esta mañana una historia
verdaderamente extraordinaria.
El señor Waterhouse consultó su reloj. No tenía el menor interés por oír de
labios de su hermana aquélla. Edith no se molestaba en razonar, desbaratando las
enmarañadas trampas tejidas por las comadres de la vecindad. Antes bien,
gozaba estando al corriente de las mismas, dándolas por buenas.
—Hay gente que afirma que ese hombre era el tesorero o administrador del
« Aaronberg Institute» . Parece ser que las cuentas de esta entidad no se hallan
muy claras y el individuo en cuestión visitó a la señorita Pebmarsh con objeto de
hacerle unas preguntas.
—¿Y que entonces la señorita Pebmarsh le asesinó? —inquirió el señor
Waterhouse, muy divertido—. ¿Una ciega? Seguramente…
—Echándole un alambre alrededor del cuello no le hubiera sido difícil
estrangularle —opinó Edith—. Podía haberle cogido desprevenido. ¿Quién se va a
mostrar receloso de una ciega? No es que y o piense mal de ella… Considero a la
señorita Pebmarsh una persona dotada de un carácter excelente. Desde luego
hay cosas en las que no estamos de acuerdo, en modo alguno, pero no por eso
voy a acusarla de poseer tendencias criminales. Simplemente: juzgo muchos de
sus puntos de vista propios de una mujer fanática y extravagante. Al fin y al cabo
hay otras escuelas de primera enseñanza que se están levantando por todas
partes. Todas ellas de cristal, prácticamente. Fachadas y tejados, por lo menos.
Le dan a una la impresión de unos invernaderos, destinados al cultivo de los
tomates o las lechugas. Estimo tales construcciones perjudiciales para los
pequeños, sobre todo en los meses de verano. La señora Head me ha
comunicado que a su hija Susan no le agradan las nuevas aulas en que se ve
obligada a trabajar actualmente. Sostiene que es imposible concentrarse en la
tarea cotidiana. Con tantas ventanas alrededor resulta difícil resistirse a la
tentación de echar un vistazo al paisaje.
—Bien… —dijo el señor Waterhouse, consultando de nuevo su reloj—. Hoy
creo que voy a llegar tarde a la oficina. Adiós, querida. Cuídate. Será mejor que
cierres la puerta con llave… También sería preferible que echases la cadena.
La señorita Waterhouse dio otro expresivo resoplido. Habiendo cerrado la
puerta, nada más irse su hermano, estaba a punto de subir las escaleras, camino
de la planta superior, cuando se detuvo, pensativa. Acercóse a su saco de golf y
sacó del mismo un stick, que colocó estratégicamente, junto a la entrada. Edith
esbozó una sonrisa de satisfacción. Desde luego, lo que había dicho James era
una pura tontería. Pero no estaba de más prepararse… Los establecimientos en
que eran recluidos los enfermos mentales dejaban a éstos en libertad muy
fácilmente, en su afán de incorporarles a la vida normal. Sin embargo, este
proceder exponía a muchos seres inocentes a ciertos peligros.
Edith Waterhouse se hallaba en su dormitorio cuando la señora Head subió
apresuradamente las escaleras. Era esta última una mujer menuda y gruesa.
Parecía una pelotita de goma. Gozaba de veras estando al corriente de todos los
sucesos ocurridos en la vecindad de su casa.
—Dos caballeros quieren verla —dijo la recién llegada, con avidez—. No se
trata de dos gentlemen, en realidad… Es la policía.
La señorita Waterhouse cogió la tarjeta que le mostró la mujer.
—« Detective Inspector Hardcastle» —ley ó—. ¿Le ha hecho pasar a la sala?
—No. Les llevé al comedor. Había quitado de allí el servicio del desay uno y
me figuré que el sitio era indicado para tales visitantes. Quiero decir que después
de todo no se trata más que de la policía…
La señorita Waterhouse no acertaba a comprender tal tipo de razonamientos.
No obstante, contestó únicamente:
—Bajaré.
—Me imagino que le preguntarán cosas relacionadas con la señorita
Pebmarsh —manifestó la señora Head—. Querrán saber si ha observado usted
algunos detalles raros en su forma de vivir y conducirse. La gente sufre
obsesiones, manías, que surgen de pronto sin haber existido manifestaciones
previas. De todos modos se dan en esos casos determinados indicios los cuales
según se afirma aparecen en los ojos de las personas afectadas. Claro que eso,
¿en qué puede afectar a una ciega? ¡Oh! —exclamó al final de su discurso la
señora Head, moviendo dubitativamente la cabeza.
La señorita Waterhouse bajó las escaleras, penetrando luego en el comedor
poseída de una complacida curiosidad que disimulaba con su habitual aire de
beligerancia.
—¿Detective Inspector Hardcastle?
—Buenos días, señorita Waterhouse.
El inspector se puso en pie. Le acompañaba un joven alto y moreno a quien
la dueña de la casa no se molestó en saludar. No prestó ninguna atención a un
leve susurro del que sólo entendió estas dos palabras: « Sargento Lamb» .
—Confío en que no estime impertinente mi visita a tan temprana hora —
manifestó Hardcastle—. Me figuro que y a conoce lo sucedido en la casa de al
lado ay er…
—No es corriente que un crimen ocurrido en la vivienda vecina pase
desapercibido —repuso la señorita Waterhouse—. Me he visto obligada incluso a
rechazar a uno o dos reporteros que se empeñaron en que les dijera si y o había
visto algo.
—¿Les rechazó?
—Naturalmente.
—Obró usted bien —opinó Hardcastle—. Por supuesto, ellos tienen su
normas, pero creo que usted, señorita Waterhouse reúne las condiciones precisas
para que al tratar con gente así le acompañe el éxito.
Edith se permitió exteriorizar parte de su disimulada complacencia a manera
de reacción por el cumplido.
—Espero que no le moleste que ahora nosotros pasemos a hacerle
precisamente ese género de preguntas que anteriormente eludió. En efecto, es
del máximo interés para nosotros que nos diga si llegó a ver algo en particular
ay er alrededor de su casa, por lo cual le quedaremos sumamente reconocidos…
¿Se encontraba usted en esta casa a la hora en que ocurrió todo?
—Yo no sé cuándo se cometió el crimen —objetó la señorita Waterhouse.
—Estimamos que fue entre la 1:30 y 2:30.
—Sí. Me encontraba aquí, desde luego.
—¿Y su hermano?
—Nunca viene a casa a comer. Exactamente, ¿quién fue asesinado? El breve
relato que publicó el periódico por la mañana no especificaba nada…
—Todavía ignoramos la identidad de la víctima.
—¿Es un extranjero?
—Eso parece.
—Esa persona, ¿era también desconocida para la señorita Pebmarsh?
—La señorita Pebmarsh nos ha asegurado que no esperaba la visita de nadie.
Tampoco tiene la menor idea sobre la identidad del hombre asesinado.
—Debe estar muy segura de lo que dice, por la sencilla razón de que no ve.
—Le hemos facilitado una detallada descripción.
—¿Qué aspecto ofrecía la víctima?
Hardcastle sacó de un bolsillo un sobre y de éste una fotografía.
—He aquí a nuestro hombre. ¿Tiene usted alguna idea sobre quién pueda ser?
La señorita Waterhouse contempló atentamente la fina cartulina.
—No. No… Estoy segura de no haberle visto nunca antes de ahora. ¡Oh, Dios
mío! Parece un señor respetable.
—En cuanto a su apariencia no se le puede oponer reparos, efectivamente —
comentó el inspector—. Uno diría que aquélla corresponde a la de un abogado u
hombre de negocios de cierta posición.
—Así es. Esa fotografía no impone… Diríase que está durmiendo.
Hardcastle no le explicó que aquélla había sido elegida por tal circunstancia
de entre las varias que habían sido tomadas del cadáver.
—La muerte puede significar la paz —declaró—. No creo que este hombre
sospechara su acercamiento minutos antes de ser asesinado.
—¿Qué ha dicho la señorita Pebmarsh de todo esto? —inquirió Edith
Waterhouse.
—Su desconcierto no puede ser may or.
—Es extraordinario —juzgó la señorita Waterhouse.
—¿No podría usted ay udarnos de alguna manera, señorita? Veamos… Piense
en el día de ay er. Usted se encontraba, por ejemplo, asomada a la ventana… O
quizá se hallase en el jardín, entre las dos y media y las tres de la tarde.
La señorita Waterhouse reflexionó un momento.
—Sí, y o estaba en el jardín… Déjeme pensar. Debió ser antes de la una.
Entré en la casa, aproximadamente a la una menos diez, me lavé las manos y
me senté para comer.
—¿Vio usted a la señorita Pebmarsh entrar en su casa, o salir de ella?
—Me parece que entró… Oí el chirrido de la puerta de hierro… Sí. Eso
sucedió dadas y a las doce y media.
—¿No habló con ella?
—¡Oh, no! Fue ese chirrido lo que me hizo levantar la cabeza. Es su hora
acostumbrada de volver a la casa. Creo que es por entonces cuando termina sus
clases. Probablemente se ha enterado usted y a de que se dedica a la enseñanza
en un centro que recoge a niños invidentes.
—De acuerdo con lo declarado por ella, la señorita Pebmarsh volvió a salir a
la una y media, aproximadamente. ¿Está usted conforme con sus
manifestaciones?
—Pues… No podría decirle la hora exacta, pero… Sí. Recuerdo haberla visto
cruzar la entrada de fuera y luego la calle.
—Un momento, señorita Waterhouse. ¿Cruzó la calle de verás la señorita
Pebmarsh?
—Ciertamente. Yo me encontraba en mi cuarto de estar. La ventana del
mismo da a la calle en tanto que la del comedor, en el que ahora nos hallamos, se
asoma, como puede usted observar, al jardín posterior. Pero es que y o tomé el
café en la primera de estas piezas, sentándome en un sillón, junto a la ventana.
Me entretenía ley endo el The Times y creo que fue al volver una de las hojas del
diario cuando advertí la figura de la señorita Pebmarsh en el instante de cruzar la
calle. ¿Hay algo extraordinario en eso, inspector?
—No, verdaderamente no hay nada de extraordinario en ello —replicó
Hardcastle sonriendo—. Es que y o tengo entendido que la señorita Pebmarsh
pretendía entonces tan sólo adquirir unas menudencias que necesitaba de
momento y acercarse a la estafeta de Correos, todo lo cual podía hacerlo
avanzando a lo largo de la vía simplemente.
—Eso depende de las tiendas que se quieran visitar —declaró la señorita
Waterhouse—. Por supuesto, la may or parte de los establecimientos quedan más
cerca así y en Albany Road se encuentra una oficina de Correos…
—Tal vez la señorita Pebmarsh tuviera la costumbre de salir todos los días, a
la hora señalada…
—Pues la verdad es que no sé si salía o no y mucho menos cuál era la
dirección preferida por esa mujer. No soy de esas personas que se dedican a
espiar a sus vecinos, inspector. Soy una mujer muy ocupada y bastante tengo y o
con mis cosas. Ya sé que hay gente que pasa el día asomada a las ventanas,
observando al que transita por la calle, fijándose además en cuáles son los
vecinos que reciben visitas o viven desconectados del mundo. Ese es un hábito
propio de inválidos más bien o de personas desocupadas, a quienes no se les
ocurre otra cosa que especular con los asuntos de sus vecinos, que no poseen otro
afán que el del chismorreo…
La señorita Waterhouse hablaba con tal acritud que el inspector pensó que lo
hacía impulsada por alguna razón especial.
—Es cierto, es cierto… —se apresuró a responder.
Seguidamente añadió:
—Apoy ándonos en sus manifestaciones, de acuerdo con la dirección tomada
por la señorita Pebmarsh, podemos pensar que ésta fue a telefonear… ¿No hay
por allí una cabina de teléfono público?
—Sí. Enfrente de la casa que tiene el número 15.
—He aquí la más importante de las preguntas que deseaba hacerle, señorita
Waterhouse: ¿presenció usted la llegada del hombre, del hombre misterioso,
como creo que han comenzado a llamar los periódicos a la víctima?
La señorita Edith Waterhouse hizo un movimiento denegatorio de cabeza.
—No, no le vi. No vi tampoco a ningún otro visitante.
—¿Qué hizo usted entre la una y media y las tres de la tarde?
—Pasé media hora aproximadamente, llenando el crucigrama de The Times,
que no sé si logré completar. Luego me fui a la cocina, a fregar los platos de la
comida. Veamos… ¿Qué más? ¡Ah! Escribí un par de cartas, extendí varios
cheques para pagar unas facturas, subí a las habitaciones superiores para apartar
unas prendas que proy ectaba enviar a la tintorería… Creo que fue estando en mi
dormitorio cuando advertí cierta conmoción en la casa vecina. Oí que alguien
gritaba, por lo cual, naturalmente, me acerqué a la ventana. En la puerta exterior
había un joven y una chica. El parecía estar abrazándola…
El sargento Lamb, en un gesto completamente involuntario, frunció el ceño.
Pero la señorita Waterhouse no llegó ni a reparar en aquél, por la sencilla razón
de que no le estaba mirando. Evidentemente, no se le ocurrió ni por un momento
relacionar a Colin con el joven a que acababa de aludir.
—Vi a aquel desconocido de espalda. Parecía estar discutiendo con la chica.
Finalmente, la dejó sentada junto a la verja. Una decisión extraña… A
continuación se apresuró a entrar en la casa.
—¿No vio usted a la señorita Pebmarsh regresar a la misma poco tiempo
antes?
La señorita Waterhouse movió la cabeza.
—No. No me asomé a la ventana hasta el instante de oír aquel griterío. Con
todo, no presté mucha atención. Las parejas jóvenes suelen hacer cosas raras.
Cuando no cantan o chillan se empujan mutuamente bromeando, ríen, corren o
dan voces… No pensé en que pudiera tratarse de nada serio. Unicamente cuando
se presentaron aquí los coches de la policía comprendí que había sucedido algo
que se apartaba de lo normal.
—¿Qué hizo usted entonces?
—Como es lógico, abandoné la casa, plantándome en la escalinata, llegando
después al jardín posterior. Me pregunté qué habría ocurrido. Pero desde aquel
sitio poco era lo que podía ver… Al volver sobre mis pasos observé que se había
congregado frente a las casas una pequeña multitud. Alguien me notificó que
habían asesinado a una persona en la vivienda vecina. Se me antojó
sorprendente, ¡muy sorprendente! —exclamó Edith Waterhouse, haciendo
elocuentes gestos de desaprobación.
—¿No reparó usted en ninguna otra cosa que pueda ahora confiarnos?
—No, temo que no…
—¿Ha recibido usted últimamente algún escrito proponiéndole asegurarse?
¿Existe alguna persona que le hay a anunciado su visita?
—No, nada de eso… Tanto James como y o poseemos pólizas suscritas con la
« Mutual Help Assurance Society » . Desde luego, una siempre está recibiendo
cartas que en realidad son circulares o anuncios de un tipo u otro. Sin embargo,
últimamente no ha llegado a nuestro poder nada de eso.
—¿No ha recibido nunca ninguna carta firmada por un tal Curry ?
—¿Curry ? No.
—Y este apellido, ¿no le dice a usted nada en ningún aspecto?
—No. ¿Debiera decirme algo, quizás?
Hardcastle sonrió.
—No, me parece que no, en realidad. Ese era el apellido de la víctima.
—¿El suy o, el auténtico?
—Tenemos razones para dudar de eso.
—¿Se trataría, tal vez, de algún estafador? —quiso saber la señorita
Waterhouse.
—No podemos afirmar tal cosa hasta disponer de las pruebas necesarias.
—Claro, claro. Tienen que andarse con cuidado. Sé muy bien lo que es eso…
No se puede ser como mucha gente de por aquí, capaz de decir lo primero que se
les pasa por la cabeza. Hay personas, por lo visto, que dedican todo su tiempo
libre a la difamación…
—A la calumnia —apuntó el sargento Lamb, quien hablaba por vez primera
desde el comienzo de la entrevista.
La señorita Waterhouse dirigió a Colin una mirada de extrañeza, como si
hasta aquel momento hubiera considerado al falso sargento una simple
prolongación del inspector Hardcastle, carente de personalidad propia.
—Lamento mucho no haberle podido servir de más en sus indagaciones,
inspector.
—Yo también lo siento. Una persona de su talento y buen juicio, dotada
además de excelentes facultades como observadora, habría sido para mí un
testigo de gran valor.
—¡Ojalá hubiese visto algo! —exclamó Edith.
Esta se expresó con la vehemencia de una joven.
—¿Su hermano James no se encuentra aquí?
—James no sabe ni media palabra de todo esto —declaró Edith, un tanto
desdeñosa—. En general no se entera nunca de nada. Además, a la hora en que
sucedían los hechos que he mencionado se hallaba en Higt Street, trabajando en
las oficinas de « Gainsford & Swettensham» . ¡Oh, no! James no le podrá prestar
la menor ay uda. Ya le he dicho que él no come nunca aquí.
—¿Adónde va habitualmente?
—Suelen prepararle unos bocadillos y una taza de café en « Three Feathers» ,
un establecimiento muy serio. Se halla especializado en comidas rápidas para los
que hacen un breve paréntesis al mediodía en su trabajo.
—Gracias, señorita Waterhouse. No podemos entretenerla más tiempo.
Hardcastle se puso en pie, encaminándose al vestíbulo. Lamb cogió el palo de
golf que aquélla depositara junto a la puerta.
—Muy bueno —comentó elogiosamente Lamb—. Una cabeza que pesa lo
suy o. —Colin tanteó el palo—. Ya veo, señorita Waterhouse, que está usted
preparada para cualquier eventualidad.
Edith se quedó algo perpleja.
—La verdad es que no acierto a comprender cómo ese palo de golf ha podido
llegar hasta aquí.
La mujer tomó el stick de manos de Colin Lamb, depositándolo en el cesto,
junto con los otros.
—Una sabia precaución —opinó Hardcastle.
La señorita Waterhouse les abrió la puerta. Poco después los dos amigos
avanzaban por la calle.
—Poco es lo que has podido sacarle a esa mujer pese a no haber
desaprovechado ninguna ocasión para adularla —dijo Colin Lamb, con un suspiro
—. ¿Utilizas siempre el mismo método?
—El método da con frecuencia resultado aplicado a las personas de su tipo.
Las gentes ásperas siempre responden favorablemente al cumplido, al halago.
—Ronroneaba como una gatita a la que se hubiese ofrecido un plato de
crema —manifestó Colin—. Desgraciadamente, no reveló nada de interés.
—¿No? —requirió Hardcastle.
Colin dirigió a su amigo una rápida mirada.
—¿En qué piensas?
—En un detalle leve, posiblemente sin importancia. La señorita Pebmarsh se
marchó de compras y a la oficina de Correos. Pero luego torció a la izquierda en
lugar de a la derecha, y la llamada telefónica, de acuerdo con lo declarado por la
señorita Martindale, tuvo lugar a las dos menos diez minutos.
Colin Lamb escrutó el rostro del inspector.
—¿Crees aún que ella pueda ser la autora del crimen pese a su falta de visión?
La señorita Pebmarsh rebosaba en todo momento naturalidad.
Hardcastle contestó, adoptando un tono de reserva:
—En efecto, rebosaba naturalidad.
—Pero, de ser así, ¿por qué lo hizo?
—¡Oh! Todo es un puro porqué —repuso el inspector, impaciente—. ¿Por
qué? ¿Por qué? ¿Dónde radica el porqué de este galimatías? De haber sido la
señorita Pebmarsh quien llamara por teléfono, ¿por qué deseaba que la chica se
presentara en su casa? De ser otra la persona autora de esa llamada, ¿por qué
quería complicar a la señorita Pebmarsh en el asunto? No sabemos nada de nada,
todavía. Si la Martindale hubiese conocido a la señorita Pebmarsh habría sido
capaz de reconocer su voz por teléfono o no… Cuando menos hubiera podido
decirnos que era muy semejante. Bueno, poco es lo que hemos obtenido en el
número 18. Veamos si en el 20 nos tratan mejor.
Capítulo VIII

Además de su número, la casa que ostentaba el 20 de Wilbraham Crescent


tenía un nombre: « Diana Lodge» . Las puertas exteriores presentaban serios
obstáculos para los rateros merced al pródigo empleo de las telas metálicas. Unos
laureles moteados, de melancólico aire, imperfectamente forjados, suponían
también en las verjas otros tantos inconvenientes para los intrusos capaces de
forzar una puerta.
—Ninguna otra casa pudiera haber sido bautizada con más propiedad que ésta
con el nombre de « Los Laureles» —observó Colin Lamb—. ¿A qué viene esa
denominación de « Diana Lodge» ?[3]
Miró a su alrededor atentamente. En « Diana Lodge» no imperaba el orden.
Destacaba la masa de vegetación enmarañada que crecía allí, detalle más
saliente del lugar unido a un fuerte olor a amoníaco. La casa no parecía hallarse
en muy buenas condiciones y a simple vista se veían en ella cosas que andaban
necesitadas de una reparación. La única señal existente de que alguien habitaba
la vivienda era la puerta pintada recientemente y cuy a brillante superficie azul
hacía que fuese más visible el abandono del jardín y de la construcción que lo
presidía. No había timbre y el sitio del botón correspondiente lo ocupaba una
manecilla de la que, evidentemente, había que tirar. El inspector procedió así, y
entonces oy ó a lo lejos, dentro del edificio, un remoto tintineo.
Esperaron unos segundos. A continuación percibieron unos sonidos bastante
curiosos. Tratábase de un canturreo… Sin duda alguien que cantaba y hablaba a
medias.
—¿Qué diablos…? —empezó a decir Hardcastle.
La persona que canturreaba parecía estar acercándose a la puerta. Ya era
posible entender algunas de sus palabras.
—No cariño, por aquí… Cleo, Cleopatra… Mimiiii…
Por último quedó abierta la puerta principal. Frente a Colin Lamb y
Hardcastle apareció una señora envuelta en una bata de matiz verde algo
desvaído, una prenda que según todos los indicios hacía tiempo que se hallaba en
uso. Los cabellos de aquella mujer, en grisáceos mechones, habían sido rizados
para componer un peinado muy de moda treinta años atrás. Una gargantilla de
piel color naranja ceñía el cuello de la dueña de la casa. El inspector preguntó,
dudoso:
—¿La señora Hemming?
—Yo soy la señora Hemming. Cuidado, Sumbeam, con cuidado, cariño…
Fue entonces cuando Hardcastle se dio cuenta de que lo que había tomado por
una gargantilla era en realidad un gato. No era allí dentro el único. En el vestíbulo
divisó el inspector tres. Dos de ellos maullaban desesperadamente. No apartaban
la vista de los recién llegados, frotando sus lomos contra el borde de las faldas de
su ama. Un fuerte olor a gato ofendía el olfato de Hardcastle y su amigo.
—Soy el detective Inspector Hardcastle.
—Me imagino que viene usted a verme por sugerencia de aquel odioso tipo
de la Sociedad Protectora de Animales que me visitó hace poco tiempo —
manifestó la señora Hemming—. ¡Qué hombre tan antipático! Formulé una
denuncia contra él… ¡Decir que mis gatos vivían en condiciones nada favorables
para su salud y bienestar! ¡Un sujeto cargante, de veras! Yo vivo exclusivamente
para mis gatos, inspector. Son mi único gozo, mi sola distracción y me desvelo
para que tengan cuanto necesitan. Miiii… Miiii… No, ahí no, cariño. Quieto,
quieto, Cha-Cha-Mimi.
Cha-cha-Mimi no prestó la menor atención al gesto prohibitivo de su dueña y
saltó, plantándose encima de la mesita del vestíbulo. Una vez en ella se quedó
sentado, pasándose afanosamente las manos por los hocicos, con los ojos fijos en
aquellos desconocidos que tenía delante.
—Entren —dijo la señora Hemming—. No, en esa habitación no. Se me
había olvidado…
Abrió una puerta que quedaba a la izquierda. La atmósfera resultaba
irrespirable, casi.
—Vamos, pequeños, vamos.
En el cuarto descubrió Hardcastle varios cepillos y peines sobre las sillas.
Había en éstas cojines de desvaídos tonos, sucios. Dentro divisó seis gatos más,
como mínimo.
—Vivo para ellos —explicó la señora Hemming—. Entienden todo lo que les
digo.
El inspector Hardcastle hizo de tripas corazón, internándose valientemente en
el cuarto. Era un hombre verdaderamente alérgico a los gatos. Como siempre
suele ocurrir en tales ocasiones, los animalitos mostraron inmediatamente sus
preferencias por él. Uno saltó sobre sus rodillas; otro se restregó voluptuosamente
contra sus pantalones. El detective inspector Hardcastle, que era un hombre de
gran valor, apretó los labios, soportando el tormento.
—Tenía el propósito, señora Hemming, de hacerle unas preguntas acerca
de…
—Lo que usted guste —dijo ella, interrumpiéndole—. Nada tengo que ocultar.
Puedo enseñarle la comida que reservo a mis animales, el sitio en que duermen.
Cinco de ellos comparten conmigo mi habitación; los otros siete se acomodan
aquí. No comen más que pescado de buenísima calidad, que y o les preparo
personalmente.
—Lo que me ha traído aquí no tiene nada que ver con sus gatos —declaró
Hardcastle levantando la voz—. Deseaba hablar con usted sobre el desgraciado
suceso que ha tenido por marco la casa vecina. Probablemente conocerá el
hecho…
—¿En la casa de al lado? ¿Se está usted refiriendo al perro del señor Josiah?
—No, no. He aludido al número 19, en cuy o interior ay er fue hallado el
cadáver de un hombre asesinado.
—¿De veras? —inquirió la señora Hemming, demostrando una cortés
atención…, pero nada más.
Manteníase pendiente de sus gatos, constantemente atareados con sus idas y
venidas.
—¿Me permite que le pregunte si se encontraba usted ay er en su casa por la
tarde? Me refiero al espacio de tiempo comprendido entre la 1:30 y las 3:30.
—¡Oh, sí, pues claro! Habitualmente hago mis compras a primera hora de la
mañana. En seguida regreso para hacer la comida de estos pequeños y proceder
a su peinado y aseo.
—¿Y no notó usted nada extraño en la casa vecina? ¿No observó la presencia
de unos coches de la policía, entre ellos una ambulancia?
—Pues… Creo que no llegué a asomarme por las ventanas de la fachada
principal. Penetré en el jardín porque echaba de menos a Arabella. Es una gata
muy joven, ¿sabe usted? Habíase subido a uno de los árboles y temí que no
pudiera bajar de él. Luego probé de tentarla con un plato de pescado, pero la
pobrecilla estaba asustada. Al final tuve que renunciar a mi propósito y me metí
en la casa. Y, usted no me creerá, pero le aseguro que le estoy diciendo la
verdad: en el instante de cruzar el umbral se lanzaba la gatita detrás de mí.
La señora Hemming miró alternativamente a sus visitantes buscando su
asentimiento.
—Yo sí la creo —declaró Colin Lamb, incapaz de guardar silencio por más
tiempo.
—¿Cómo dice? —le preguntó la señora Hemming, ligeramente sobresaltada.
—Me gustan muchísimo los gatos —manifestó Lamb—, y he hecho un
estudio de su carácter y manera de conducirse. Lo que usted cuenta se aviene
perfectamente con lo observado por mí en ellos y las reglas que suelen
determinar en condiciones normales su comportamiento. Vea usted lo que ocurre
en estos momentos dentro de este cuarto… Los animalitos se congregan en torno
a mi amigo, a quien, hablando con franqueza, no le agradan los gatos, y en
cambio a mí no me prestan la menor atención pese a mi favorable actitud para
con ellos.
Tal vez la señora Hemming estuviera pensando en aquellos instantes que Colin
no se expresaba de acuerdo con su personalidad de sargento de la policía… Esto
era posible, pero su rostro no delató nada. Limitóse a murmurar vagamente:
—Estos pequeños saben muy bien lo que se hacen.
Un hermoso gato persa de pelo gris colocó sus menudas garras sobre la
rodilla de Hardcastle, mirando a éste extasiado. Luego clavó aquéllas en la tela
del pantalón, tomando ésta sin duda por la de un cojín o acerico. Incapaz de
continuar resistiendo tantos ataques seguidos, el inspector se puso en pie.
—¿Podría ver, señora, el jardín posterior de la casa? —preguntó. Colin esbozó
una sonrisa.
—¡No faltaba más!
La señora Hemming había abandonado su asiento también.
El gato de pelo color naranja dejó el cuello de su ama.
Esta le sustituy ó, con gesto distraído, por el ejemplar persa. Después echó a
andar delante de los dos hombres.
—Nos conoces y a, ¿eh? —dijo Colin dirigiéndose al gato color naranja—. Y
tú, sí, tú eres una monería —añadió mirando a otro persa, instalado en una mesa,
junto a una lámpara china, el cual no cesaba de hacer oscilar el rabo.
Colin le pasó la mano por el lomo, le rascó detrás de las orejas, y el animal
empezó a ronronear.
—Cierre la puerta al salir, por favor, señor… —solicitó la señora Hemming
desde el vestíbulo—. Sopla un viento bastante frío hoy y no quiero que mis
pequeños se resfríen. Además, por ahí fuera andan esos terribles chiquillos… No
se puede dejar a estos animales vagando a sus anchas por el jardín. Se exponen a
que les ocurra algo.
La mujer fue al fondo del pasillo y abrió una puerta.
—¿A qué chiquillos se refiere usted? —inquirió el detective inspector
Hardcastle.
—A los dos hijos de la señora Ramsay. Viven en la parte sur de la manzana.
Nuestros jardines, más o menos aproximadamente, caen enfrente uno del otro.
Unos gamberros… Eso es lo que son esas criaturas. Tienen un tirachinas… o lo
tenían. Insistí en que debían ser desposeídos de él. Ahora continúan inspirándome
la misma desconfianza de siempre. Se esconden por aquí, preparan emboscadas
para cazar a mis desventurados animalitos… En la época de verano no paran de
arrojar manzanas.
—No hay derecho —comentó Colin.
El jardín posterior se parecía al de la parte delantera de la vivienda. También
aquí todo quedaba presidido por el desorden. El césped crecía en el más absoluto
abandono; algunos árboles andaban necesitados de una poda a fondo; los arbustos
se veían, asimismo, excesivamente frondosos… Los visitantes encontraron allí
más y más laureles. En fin, aquel espacio era una prolongación del que y a
examinaran. Había además unos lúgubres cipreses, de los destinados al ornato,
que faltos de recorte y cuidados habían desbordado el seto que, indudablemente,
fueran destinados en un principio a formar.
Colin Lamb pensó que tanto él como su amigo estaban perdiendo el tiempo
allí.
Las ramas de los árboles y arbustos formaban una tupida masa. Desde allí
era absolutamente imposible ver el jardín de la señorita Pebmarsh. « Diana
Lodge» podía ser considerada una vivienda aparte de las demás. Desde el punto
de vista de su única habitante lo mismo hubiera dado que la construcción
careciese de casas vecinas.
—¿El número 19, dijo usted? —preguntó la señora Hemming, deteniéndose
vacilante en medio del jardín posterior—. Yo creí que en esa casa no vivía más
que una persona, una mujer ciega…
—El hombre asesinado no habitaba en aquélla.
—¡Ah, y a comprendo! —exclamó la señora Hemming todavía vagamente
—. Vino aquí para ser asesinado. ¡Qué cosa más rara!
—Esa —manifestó Colin, absorto en sus pensamientos de pronto—, constituy e
una descripción endiabladamente precisa del crimen.
Capítulo IX

Deslizáronse a lo largo de Wilbraham Crescent, girando hacia la derecha


luego, ascendiendo por Albany Road. Con un nuevo giro en el mismo sentido se
colocaron en el lado opuesto de la manzana.
—Verdaderamente sencillo —comentó Hardcastle.
—Sí, cuando se sabe —dijo Colin.
—El número 61 queda en la parte posterior de la casa de la señora
Hemming… Pero una esquina toca el 19, lo cual no está mal del todo. Disfrutarás
de la oportunidad de echar un vistazo a tu señor Bland. A propósito, nada de
ay uda procedente del extranjero.
—Así pues, ahí existe implícita una hermosa teoría.
El coche se detuvo y los dos hombres apeáronse seguidamente.
—¡Vay a, vay a! —exclamó Colin—. A esto sí que puede dársele el nombre de
jardín.
Este en verdad era un modelo de perfección suburbana en pequeña escala.
Había macizos de geranios y setos de lobelias. Encontrábanse allí también
grandes begonias de carnoso aspecto y toda una exposición de ornamentos de
jardinería: ranas, renacuajos, cómicos gnomos y hadas…
—Este hombre, el señor Bland, tiene que ser forzosamente una persona muy
atractiva —manifestó Colin con un encogimiento de hombros—. No hubiera
podido llevar a la práctica todas esas ideas en caso contrario. —Lamb añadió, en
el instante en que Hardcastle oprimía el botón del timbre—: Pero, ¿de veras que
esperas encontrarle en su casa a esta hora de la mañana?
—Le llamé por teléfono —explicó Hardcastle—, para preguntarle si no le
resultaría inoportuna mi visita.
En aquel momento se aproximó a ellos un coche, una pequeña furgoneta, la
cual penetró lentamente en el garaje, evidentemente una posterior adición a la
casa. Del vehículo se apeó el señor Josaiah Bland, quien cerró aquél dando un
fuerte portazo, dirigiéndose luego hacia sus visitantes. Era un hombre de mediana
altura, calva cabeza y unos ojos menudos, más bien azules. Sus ademanes
detallaban al individuo cordial, abierto.
—¿Inspector Hardcastle? Entren, caballeros.
Les condujo al cuarto de estar, cuy o aspecto denotaba la prosperidad del
dueño de la casa. Las lámparas de complicado dibujo, eran de cierto valor, así
como el pupitre estilo Imperio que había en la salita, el fulgurante juego de
adornos de la repisa de la chimenea y la jardiniére, llena de flores, que ocupaba
parte de la ventana.
—Siéntense —dijo el señor Bland, afablemente—. ¿Fuman? ¿O quizá no
acostumbran a hacerlo cuando trabajan?
—No, no, gracias —repuso Hardcastle.
—Me imagino que no beben tampoco. Bien. Quizá sea mejor para los tres, si
me permiten expresarme así. Veamos… ¿Qué pasa? Supongo que se trata de ese
asunto del número 19. Las esquinas de nuestros jardines se tocan, pero la verdad
es que no se puede ver mucho del vecino, a menos que uno se asome a las
ventanas de la planta superior. Considero en conjunto que el suceso ofrece unas
características que invitan a catalogarlo entre los hechos auténticamente
extraordinarios. Estoy enterado de todo gracias a la información que ha
publicado la Prensa de la mañana. Me encantó tener noticias de usted. Vi que se
presentaba la ocasión de poseer una versión directa de lo acaecido. No tiene
usted ni idea de los rumores que por ahí circulan… Mi esposa está con los nervios
desatados. No hace más que pensar en que anda por ahí suelto un asesino.
Francamente: no me parece atinada la costumbre ahora imperante en los
establecimientos que acogen a los perturbados mentales de devolver éstos con el
menor pretexto a sus casas bajo promesa formal de portarse bien o confiando en
la vigilancia de los familiares… Luego, más o menos tarde, la hacen, teniendo
que ser recogidos de nuevo. ¿Qué decía y o de los rumores? ¡Ah, sí! Bueno, se
quedaría usted sorprendidísimo si tuviera ocasión de oír lo que cuentan el hombre
que nos trae la leche, la mujer que ay uda diariamente a mi esposa en sus faenas,
el vendedor de periódicos… Unos afirman que el hombre fue estrangulado con
un alambre, otros que aquél murió apuñalado. Hay quien asegura que falleció a
consecuencia de los golpes que le fueron propinados con un arma contundente.
¿Quién fue el autor de ese crimen? Otro hombre, me imagino… ¿No opina usted
igual? Los periódicos hablan de que la víctima sigue sin identificar…
Finalmente, el señor Bland calló.
Hardcastle sonrió, diciendo en tono de desaprobación:
—Por lo que a la identificación de la víctima respecta, debo comunicarle que
en uno de los bolsillos fue hallada una tarjeta, con sus señas.
—Entonces eso es falso… Bien. Ya sabe usted cómo es la gente.
¿Quién ideará tales cosas?
—Ya que nos estamos ocupando de la víctima —indicó Hardcastle—, ¿tendría
inconveniente en echar un vistazo a esto?
Una vez más, el inspector sacó la fotografía.
—¡Ah! Es éste el hombre, ¿eh? Un tipo como tantos otros, ¿verdad? Un
individuo de aspecto ordinario, como usted o como y o. Supongo que no debo
preguntar si existía alguna razón que determinara la eliminación de este
desgraciado.
—Es prematuro hablar de eso, señor Bland —manifestó Hardcastle—. Lo que
y o deseo saber de momento es si usted ha visto alguna vez a nuestro hombre.
Bland denegó con un movimiento de cabeza.
—Seguro que no. Soy un buen fisonomista.
—¿No ha venido a verle aquí nunca, con el fin, por ejemplo, de ofrecerle una
póliza, un aspirador de polvo, una máquina de lavar u otro artefacto por el estilo?
—No. No. Con toda certeza que no.
—Quizá debiera formularle esta pregunta a su esposa. De haber venido a esta
casa, después de todo lo más probable es que fuese ella quien le viera.
—Tiene usted mucha razón, inspector, pero no sé… Valerie anda mal de
salud, ¿sabe? No quisiera trastornarla más. Estoy pensando en la fotografía del
desconocido…
—Ya me hago cargo. Ahora bien, y o no juzgo esta foto impresionante de
ningún modo.
—No, no. Está muy bien hecha. El parece como dormido…
—¿Hablas de mi, Josaiah?
Acababa de abrirse la puerta de la habitación vecina y en el umbral de la
misma se plantó una mujer de mediana edad. Hardcastle decidió que la recién
llegada debía haber estado escuchando toda la conversación.
—¡Ah, querida! Estás ahí… —respondió Bland—. Creí que estabas
descabezando el último sueño de la mañana. Le presento a mi esposa, detective
inspector Hardcastle.
—Ese terrible crimen… —murmuró la señora Bland—. Me estremezco nada
más pensar en él.
La mujer se sentó en un sofá, suspirando.
—Levanta un poco los pies, querida —sugirió Bland.
Su esposa obedeció. Era una mujer de rojizos cabellos, con una voz que
sonaba débil, quejumbrosa. Daba la impresión de hallarse anémica. Tenía el aire
característico de una persona inválida que acepta su inutilidad con alegría, en
parte. Por unos momentos el inspector Hardcastle pensó en que su faz le
recordaba la de otra mujer. Intentó localizar mentalmente esta última, sin
conseguirlo. La tenue y gimiente voz continuaba llegando a sus oídos.
—No gozando de muy buena salud, inspector Hardcastle, mi esposo procura
evitarme, naturalmente, las impresiones fuertes, las preocupaciones normales,
incluso. Soy muy sensible a todo esto. Creo recordar que estaban hablando de
una fotografía… del hombre asesinado. ¡Oh! ¡Qué frase tan horrible! No sé si
podré soportarlo en el caso de que tenga, ineludiblemente, que ver aquélla.
« Se muere de ganas de verla, en realidad» , pensó Hardcastle. Ligeramente
malicioso, repuso:
—Entonces lo mejor será que no le pida tal cosa, señora Bland. Había
pensado, simplemente, en que usted hubiera podido prestarnos un valioso servicio
en caso de haberle sido posible asegurar que el hombre en cuestión visitó algún
día esta casa.
—Debo cumplir con mi deber de ciudadana, ¿no? —argumento la señora
Bland, sonriendo valientemente al tiempo que tendía su mano al inspector.
—¿Crees que el ver eso no te causará una impresión perjudicial, Val?
—No digas tonterías, Josaiah. Por supuesto, debo ver la foto.
La mujer contempló aquélla con mucho interés y un tanto desilusionada. Al
menos eso fue lo que se figuró Hardcastle.
—No parece… no parece que esté muerto —comentó la señora Bland—. No
hay ningún detalle en él que haga pensar en un asesinato. ¿No será que…? ¿No
moriría estrangulado?
—Fue apuñalado —manifestó el inspector. La señora Bland cerró los ojos,
estremecida.
—Es terrible —dijo.
—¿No cree haberle visto nunca, señora?
—No —respondió aquélla con evidente desgana—, temo que no. ¿Era uno de
esos hombres que… que visitan las casas particulares para vender cosas a su
dueño?
—Al parecer trabajaba como agente de seguros —manifestó el inspector,
meditando bien sus palabras.
—Ya, y a… No, por aquí no ha pasado ninguna persona así… Estoy segura de
ello ¿Recuerdas tú acaso, Josaiah, haberme oído decir algo en tal sentido?
—No.
—¿Era pariente de la señorita Pebmarsh la víctima? —quiso saber la señora
Bland.
—No —repuso Hardcastle—. La señorita Pebmarsh no conocía a ese
hombre.
—Es curioso.
—¿Conoce usted a la señorita Pebmarsh?
—Pues sí, esto es, como vecina. En ocasiones suele pedir consejos a mi
marido en relación con el cuidado del jardín.
—Tengo entendido que es usted un hombre entendido en este aspecto, ¿no?
—No mucho, no mucho… No dispongo de tiempo suficiente para ocuparme
de esas cosas. Naturalmente sé algo. Pero me he hecho de un buen
colaborador… Viene aquí dos veces por semana. Se ocupa de que el jardín esté
bien abastecido de plantas y de que impere la limpieza por todas partes. Supongo
que no es posible oponer ningún reparo a aquél, pero a mí no puede
conceptuárseme un jardinero auténtico, como lo es mi vecino.
—¿Se refiere usted a Ramsay ? ¿A quien de ellos? —inquirió Hardcastle muy
sorprendido.
—No, no. Aléjese usted un poco más. Deténgase en el número 63. Aquí vive
el señor McNaughton. Este hombre se halla en el mundo para cuidar de su jardín
exclusivamente. En él se pasa todo el día, escarbando, abonando… Por cierto que
en la cuestión de los abonos sigue unos criterios… Bueno, me imagino que no es
ese el tema que a usted le interesa abordar.
—No, desde luego. Quiero preguntarle si usted o su esposa se encontraban en
su jardín por la mañana o a primera hora de la tarde. Después de todo limita con
el de la casa número 19 y existe la posibilidad de que ustedes tuvieran ocasión de
observar algo de especial interés, o de oír cualquier palabra, frase o
conversación…
—A mediodía, ¿no? ¿Cuándo se cometió el crimen?
—Entre la una y las tres de la tarde, he ahí el período de tiempo en que se
concentra preferentemente nuestra atención.
Bland hizo un movimiento de cabeza.
—Yo me encontraba dentro de la casa, al igual que Valerie. Nos hallábamos
sentados a la mesa y nuestro comedor da a la carretera. Nada podíamos ver que
estuviera ocurriendo en el jardín.
—¿A qué hora comen ustedes?
—Alrededor de la una. A veces se nos hace la una y media.
—¿Y no salen a nada luego al jardín?
Bland volvió a mover la cabeza, denegando.
—En realidad mi esposa siempre se acuesta un rato después de comer y y o,
si no ando ocupado, echo un sueño en ese sillón. Luego, he de irme. Esto ocurre a
las tres menos cuarto… No, desgraciadamente no salí al jardín.
Hardcastle suspiró.
—Ya se harán ustedes cargo. Hemos de formular estas preguntas a todo el
mundo.
—Lo comprendo, inspector. Mi deseo hubiera sido resultarles de más utilidad.
—¡Qué bonita casa tienen ustedes! No han escatimado el dinero para hacerla
decorativa, si es que me permiten expresar mi admiración.
Bland rió cordialmente.
—¡Oh! Somos algo refinados. Mi esposa es una mujer de gusto. Tuvimos un
golpe de suerte hace un año. Valerie heredó a un tío suy o. Hacía veinticinco años
que no le veía. ¡Fue una gran sorpresa! Se lo diré con franqueza: nuestra vida
cambió. Procuramos acomodarnos bien y ahora proy ectamos uno de esos
cruceros de fin de año. Creo que son muy educativos. Ya sabe: Grecia y todo lo
demás. Un puñado de profesores se encargan de dar varias series de
conferencias. Es que y o, ¿sabe usted, inspector?, he sido un autodidacta y no he
dispuesto jamás de tiempo para ocuparme de esas cosas. Me siento interesado
por ellas. El que llevó a cabo las excavaciones de Troy a creo que era
comerciante de ultramarinos. Muy novelesco. Debo decirle que me gustan los
viajes al extranjero… Naturalmente, no se me han presentado muchas ocasiones
de disfrutar con tales desplazamientos. Sólo algún que otro fin de semana en el
alegre París. Sí, eso es todo. He estado considerando la idea de liquidar cuanto
aquí tenemos con el propósito de irnos a vivir a España, Portugal o América.
Mucha gente ha hecho lo mismo. Se ahorra uno los impuestos. ¡Ah! Pero a mi
esposa no le va ese proy ecto.
—También a mí me agradan los viajes, pero no transijo con la idea de vivir
fuera de Inglaterra —explicó la señora Bland—. Tenemos aquí todos nuestros
amigos, a mi hermana incluso… Todo el mundo nos conoce, además. Fuera de
nuestro país seríamos, lógicamente, unos desconocidos. Por añadidura, contamos
aquí con los servicios de un excelente doctor, quien me atiende perfectamente.
¡Qué horror, ponerme en manos de un médico nuevo, un extraño! De veras: no
me inspiraría la menor confianza.
El señor Bland manifestó alegremente:
—Ya veremos qué pasa. Haremos ese crucero de que he hablado antes. A lo
mejor, Valerie, te enamoras de una de las islas del archipiélago griego.
Valerie Bland hizo un elocuente gesto, queriendo dar a entender que
consideraba aquello muy improbable.
—Es posible que a bordo del buque en que viajemos hay a un médico de
nuestra misma nacionalidad… —dijo ella vacilante.
—Eso es lo más seguro —afirmó el señor Bland.
El hombre acompañó a Hardcastle y a Colin Lamb hasta la puerta, diciendo
una vez más que lamentaba no haberles podido ser de verdadera utilidad.
—Bien —inquirió el inspector—, ¿qué opinión te merece el señor Bland?
—Desde luego, no sería y o quien le confiaría la construcción de una casa
para mí —declaró Colin—. Sin embargo, no es un maestro de obras fullero lo que
y o busco… En cuanto al caso criminal debo decirte que has dado con uno
auténticamente enrevesado. Supongamos que Bland administra a su esposa una
dosis de arsénico y la sepulta en el Egeo a fin de heredar su dinero y contraer
matrimonio con una rubia descarriada…
—Ya nos ocuparemos de eso cuando sucedan tales hechos —respondió el
inspector Hardcastle—. Entretanto, prosigamos con nuestras investigaciones
sobre el crimen que nos ha tocado en suerte descifrar.
Capítulo X

En la casa número 62 de Wilbraham Crescent, la señora Ramsay se estaba


diciendo a sí misma, animosamente: « Ya no quedan más que dos días, y a no
quedan más que dos días…» .
Apartóse de la frente unos húmedos mechones de cabello. Desde la cocina
llegó a sus oídos un estruendo imponente. La señora Ramsay no sentía el menor
deseo de llegar hasta allí para averiguar qué había ocurrido. ¡Oh, si hubiese sido
capaz de desentenderse de todo! Bien… Dos días solamente. Cruzó el vestíbulo,
abriendo luego violentamente la puerta de la cocina, para preguntar en un tono
menos arrebatado que tres semanas atrás:
—¿Qué habéis hecho ahora?
—Lo siento, mamá —replicó su hijo Bill—. Estábamos jugando a bolos con
unas cuantas latas y varias de ellas fueron a parar contra el armario en que
guardas la vajilla de loza.
—No era nuestra idea —se disculpó Ted, el otro hijo de la señora Ramsay, el
más pequeño de los dos, mostrando deseos de agradar a su madre.
—Coged esas cosas y ponedlas en la alacena. Después barreréis los trozos de
loza que hay en el suelo, echándolos seguidamente al cubo de la basura.
—¡Oh, mamá! Ahora no.
—Ahora sí.
—Ted puede hacerlo —sugirió Bill.
—¡Hombre! Me gusta —manifestó Ted—. Siempre cargándomelo todo a mí.
Pues mira, no pienso hacer nada si tú no me ay udas.
—Apuesto lo que quieras a que de todas maneras lo harás.
—Apuesto lo que quieras a que no hago nada.
Los dos chicos se enredaron en una furiosa pelea. Ted se vio empujado por su
hermano contra la mesa de la cocina. Una huevera que había sobre aquélla
empezó a tambalearse peligrosamente…
—¡Fuera de aquí! —gritó la señora Ramsay.
Esta, por fin, logró sacarlos de la cocina, cerrando inmediatamente la puerta.
A continuación se puso a recoger los cacharros que habían tirado sus hijos por el
suelo, comenzando a barrer los trozos de loza.
« Dos días —pensaba—. Dos días más y habrán vuelto al colegio. ¡Qué
perspectiva más agradable para una madre!» .
Recordó los comentarios que sobre el particular había hecho una columnista
en el diario que habitualmente leía. Sólo seis días felices a lo largo del año para
una mujer. Los primeros y los últimos días de las vacaciones. ¡Qué verdad era
esto!, pensó la señora Ramsay mientras arrinconaba los restos de varios platos,
los mejores de su vajilla. ¡Con qué placer, con qué alegría aguardaba el día de la
partida de sus vástagos, llegados a la casa apenas cinco semanas antes!
« Mañana» , decíase una y otra vez. « Mañana Bill y Ted emprenderán el viaje
de vuelta al colegio. Casi no puedo creerlo. ¡No puedo aguantar más tiempo!» .
¡Y qué contenta se había sentido cinco semanas antes, al ir a recibirlos a la
estación! ¡Con qué tempestuoso afecto la habían acogido! En las primeras horas
de estancia en el hogar no se cansaban de corretear por la casa y el jardín. Para
la hora del té ella les había hecho un hermoso pastel. Y ahora… ¿Qué era lo que
ansiaba ahora? Simplemente: un día de paz. Dejaría de preparar las copiosas
comidas cotidianas. Ya no habría de estar dedicada exclusivamente a la limpieza
de la vivienda. Amaba a sus hijos… Eran unos chicos magníficos, sentíase
orgullosa de ellos, pero… ¡resultaban agotadores! Acababan con sus fuerzas. Su
desaforado apetito, su extraordinaria vitalidad, la complacían al mismo tiempo
que la anonadaban. Y luego, ¡hacían tanto ruido!
En aquel instante oy ó una serie de gritos. La señora Ramsay volvió la cabeza,
alarmada. No pasaba nada. Los chicos acababan de salir al jardín. Mejor. Allí
disponían de más espacio para sus juegos. Molestarían a los vecinos,
probablemente. Confiaba en que optaran por dejar en paz a los gatos de la señora
Hemming. Tenía que confesar que le interesaba poco la suerte que corrieran
aquellos animalitos. Era que en la tela metálica que rodeaba el jardín de su
vecina sus hijos pasaban por el riesgo de dejarse en los alambres sus pantalones.
La señora Ramsay echó un vistazo al botiquín, que siempre procuraba tener a
mano, en un armario. Se empeñaba en dar determinada orientación a los
accidentes naturales a que estaban expuestos sus vigorosos vástagos. Una
ingenuidad. En efecto, su primera e inevitable observación, en caso de salir algún
herido, era: « Pero, ¿no os he dicho cien veces que no os hagáis sangre en el
saloncito? En todo caso venid corriendo aquí, a la cocina, donde cualquier
mancha que aparezca en el linóleo puede ser lavada fácilmente» .
La señora Ramsay oy ó un aullido aterrorizador, cortado bruscamente y
seguido de un silencio tan sobrecogedor que no pudo menos que sentirse
alarmada, conteniendo de una manera involuntaria el aliento. Verdaderamente,
aquel silencio no tenía nada de natural. Permaneció inmóvil unos segundos, sin
saber qué hacer, con el recogedor en la mano. Abrióse la puerta de la cocina y
apareció ante ella Bill. Su expresión de criatura asustada, casi extática, no
cuadraba en su infantil rostro de chiquillo de once años…
—Mamá… Ahí fuera hay un detective acompañado de otro hombre.
—¡Oh! —exclamó la señora Ramsay aliviada—. ¿Qué quieren de mí?
—Preguntan por la dueña de la casa. Creo que desean hablar contigo acerca
del crimen… Ya sabes, el que se cometió ay er en la vivienda de la señorita
Pebmarsh.
—¿Y qué puedo decirles y o sobre eso? —inquirió la madre de Bill,
ligeramente enojada.
Una cosa después de otra, se dijo la señora Ramsay. No había otra manera de
avanzar por la vida. ¿Cómo iba a poder preparar su estofado si la policía se
dedicaba a importunarla a una hora tan crítica del día?
—Bueno —murmuró resignada—. Supongo que no tendré más remedio que
recibir a esos hombres.
Arrojó los trozos de loza al cubo de la basura que había debajo del fregadero
y se lavó las manos abriendo el grifo del mismo. Luego se alisó los cabellos,
disponiéndose por último a echar a andar detrás de Bill, quien le estaba diciendo
y a impacientemente:
—Vamos, vamos, mamá.
El chico escoltaba a su madre en el momento de entrar en el cuarto de estar
de la casa. Dos hombres se encontraban de pie allí dentro. Por lo visto se había
ocupado de atenderles entretanto Ted, quien no apartaba la mirada de los
visitantes.
—¿La señora Ramsay ?
—Buenos días, señores.
—Supongo que su chico le habrá dicho que soy el Detective Inspector
Hardcastle… ¿Es así?
—Perdóneme, pero esta mañana ando muy atareada. ¿Me entretendrán
mucho tiempo?
—Sólo unos minutos —manifestó Hardcastle, tranquilizándola—. ¿Podemos
sentarnos?
—¡Oh, sí, sí! Háganlo, por favor.
La señora Ramsay ocupó una de las sillas, mirando a su interlocutor con un
gesto de impaciencia. Esperaba que la entrevista fuese aún más breve de lo que
le había indicado el inspector.
—No es necesario que vosotros dos os quedéis —señaló Hardcastle
afablemente a los chicos.
—¡Ah! Nosotros no nos vamos —replicó Bill.
—Nosotros no nos vamos —repitió como si fuera su eco Ted.
—Queremos enterarnos de todo lo que ha pasado —explicó el primero.
—¡Pues claro! —corroboró su hermano.
—¿Se veía mucha sangre en la habitación? —inquirió el may or.
—¿Fue todo obra de un ladrón? —quiso saber Ted.
—Callaos —ordenó la señora Ramsay —. ¿No oísteis al señor Hardcastle? ¿No
os habéis enterado aún de que no os quiere aquí?
—No nos iremos —aseguró Bill—. Queremos oír todo lo que habléis.
Hardcastle se levantó y cruzando la habitación abrió la puerta. Luego miró
gravemente a los dos chicos.
—Fuera —dijo.
No se trataba más que de una palabra, pronunciada sin la menor violencia,
serenamente, pero con el acento que emana de la autoridad en tales casos. Sin
hacer el menor comentario, Bill y Ted salieron de la habitación lentamente,
arrastrando los pies, con desgana, pero sin osar rebelarse.
« Es maravilloso —pensó la señora Ramsay —. ¿Por qué no podré y o
conseguir lo mismo de ellos?» .
Imposible, reflexionó. Ella era la madre de los chicos. Había oído afirmar
que éstos, fuera del hogar, se conducen de muy distinta manera. Lo peor se lo
suele llevar siempre la madre. Pero quizá fuese eso lo más conveniente. Los
resultados de disfrutar en casa de unos hijos atentos, corteses, que nada más
poner los pies en la calle se convertían en auténticos gamberros, originando
desfavorables opiniones en relación con sus personas, tenían que ser catastróficos
forzosamente. La señora Ramsay recordó qué era lo que de ella querían sus
visitantes cuando el inspector Hardcastle volvió a ocupar su silla.
—Si desea hablar conmigo sobre lo acaecido en la casa número 19 ay er —
dijo muy nerviosa—, he de advertirle que no sé nada, inspector. Ni siquiera
conozco a las personas que habitan allí.
—En esa casa vive una señorita apellidada Pebmarsh. Es ciega y trabaja en
el « Aaronberg Institute» .
—Es que apenas conozco a nadie en la otra parte de Wilbraham Crescent…
—insistió la señora Ramsay.
—¿Se encontraba usted aquí ay er, entre las doce y media, y las tres de la
tarde?
—¡Oh, sí! Tenía que hacer la comida y todo lo demás. Salí a las tres, no
obstante. Llevé a mis hijos al cine.
El inspector sacó la fotografía, poniéndola en manos de la señora Ramsay.
—Desearía que me dijese si ha visto alguna vez a este hombre.
Su interlocutora contempló la cartulina con incipiente interés.
—No. No creo haberle visto. Y en caso afirmativo no estoy segura de si
llegaría a recordar su faz.
—¿No vino a esta casa en ninguna ocasión, presentándose a usted como
agente de seguros o vendedor de artículos de uso doméstico?
La señora Ramsay sacudió la cabeza vigorosamente.
—No. A mi casa no ha venido jamás un hombre como ése.
—Tenemos razones para creer que su nombre era R. Curry.
Hardcastle dirigió otra interrogante mirada a la mujer. Esta negó de nuevo.
—Lo siento inspector —dijo en tono de excusa—. Durante las vacaciones es
que no tengo tiempo de observar nada.
—Sí, me hago cargo. Aquéllas suelen ser siempre bastante ajetreadas, ¿eh?
Sus chicos son magníficos. Se les ve llenos de vida, inquietos… Demasiado
inquietos, quizá, ¿verdad?
La señora Ramsay sonrió.
—En efecto. Resultan algo cansados, pero en el fondo son buenos.
—Naturalmente que lo son —aprobó el inspector—. Yo les veo muy
despabilados, inteligentes. Antes de marcharse hablaré con ellos si usted no tiene
inconveniente. Los chicos se fijan a veces en cosas que pasan desapercibidas a
los may ores, aquéllos con quienes conviven.
—No sé qué pueden haber visto. Al fin y al cabo no se trata de la casa de al
lado —argumentó la señora Ramsay.
—En cambio sus jardines caen uno enfrente del otro.
—Sí, pero quedan bastante separados.
—¿Conoce usted a la señora Hemming, la ocupante de la casa número 20?
—En cierto modo, por causa de los gatos…
—¿Le gustan a usted los gatos?
—¡Oh, no! No es eso. Me refería a las quejas habituales por ese motivo.
—¡Ah, vamos!, concrete usted… ¿En qué consisten aquéllas?
La señora Ramsay se ruborizó.
—Cuando la gente se dedica a « almacenar» gatos de esa manera —y creo
que la colección de la señora Hemming llega a los catorce ejemplares—, surgen
en seguida inconvenientes. Los que así proceden acaban haciendo muchas
tonterías. A mí me gustan los gatos. Incluso hemos tenido siempre alguno que
otro. El último, de piel moteada, era un excelente cazador de ratones. Pero el
proceder de esa mujer bien puede calificarse de extravagante. Esos
desventurados animalitos se ven obligados a comer lo que ella les prepara,
viviendo una existencia de reclusos humanos. Naturalmente, sus gatos llevan a
cabo continuos intentos de evasión. Yo haría lo mismo en su lugar. Y mis hijos son
buenos realmente. Jamás se atreverían a torturar a un animal, de ningún modo.
Yo sostengo que los gatos saben cuidarse por sí solos. No precisan de valedores.
Esas menudas bestias son muy sensatas siempre que se las trate sensatamente.
—Lo que usted dice es razonable, señora. Desde luego, pocos ratos libres han
de quedarle durante las vacaciones si quiere tener entretenidos y bien
alimentados a sus dos hijos. ¿Cuándo vuelven al colegio?
—Pasado mañana —declaró la señora Ramsay.
—Ya tendrá ocasión de descansar entonces.
—Me propongo desquitarme, por supuesto.
El joven que acompañaba al inspector no había hecho hasta aquel momento
otra cosa que tomar notas, sin mediar en la conversación. La señora Ramsay
experimentó un ligero sobresalto al oírle hablar.
—Debiera usted procurarse los servicios de una de esas chicas extranjeras…
Se hacen convenios amistosos au pair. Las muchachas trabajan aquí a cambio de
aprender el inglés.
—Me imagino que tendré que intentar algo de eso —respondió la señora
Ramsay, pensativa—. Pero se me antoja que me ha de costar trabajo
entenderme, en muchos aspectos, con una persona extranjera. Mi esposo se ríe
de mí, cuando digo esto. Es que, claro, él se halla en condiciones de tratar de este
tema con plena autoridad. Yo no he viajado tanto como él fuera de Inglaterra.
—Se encuentra ausente ahora, ¿no? —inquirió Hardcastle.
—Sí… Tenía que ir a Suecia a principios del mes de agosto. Trabaja como
técnico de construcciones. ¡Lástima que se marchara al comenzar las
vacaciones! El entiende bien a los chiquillos. Es que en realidad le agrada jugar
con los trenes eléctricos tanto como a aquéllos. En ocasiones las vías férreas y los
apartaderos y todo lo demás queda instalado en el vestíbulo y la habitación
vecina. Se expone una a darse un batacazo al pasar por entre el montón de
juguetes —la mujer sonrió indulgentemente—. Los hombres son como los niños.
—¿Cuándo cree que volverá su marido, señora?
—Jamás lo sé —la señora Ramsay suspiró—. Es más bien difícil… saberlo.
La voz le tembló. Colin fijó la mirada en ella con viveza.
—No queremos entretenerla más, señora Ramsay. Hardcastle se puso en pie.
—Tal vez sus hijos accedan a enseñarnos el jardín.
Bill y Ted se encontraban en el vestíbulo y recogieron su sugerencia
inmediatamente.
—Desde luego, señor —repuso Bill en tono de excusa, como si quisiera
hacerse perdonar su gesto de rebeldía anterior—. Pero y a verá que el jardín no
es muy grande.
Había sido realizado un pequeño esfuerzo para mantener el jardín de la casa
número 62 de Wilbraham Crescent en orden. A un lado se veía un macizo de
dalias y margaritas. Luego había una reducida extensión cubierta de césped
irregularmente segado. Los senderos andaban necesitados de alguna labor de
azada. Por todas partes se encontraban modelos de aviones, armas espaciales y
otras representaciones a pequeña escala de la ciencia moderna en la última etapa
de su vida. Al fondo del jardín había un manzano saturado de rojos y redondos
frutos. El árbol que se veía junto a él era un peral.
—Eso es todo —dijo Ted. Y luego, señalando la pequeña extensión
comprendida entre el manzano y el peral, al fondo de la cual se divisaba
perfectamente la casa de la señorita Pebmarsh añadió—. Ahí está el número 19,
donde se cometió el crimen.
—Se ve muy bien la casa desde este punto, ¿verdad? —manifestó el inspector
—. Y mejor aún, supongo, desde las ventanas de la planta superior, ¿verdad?
—Sí —confirmó Bill—. De haber estado ahí arriba ay er lo hubiéramos visto
todo. Pero no nos encontrábamos en casa.
—Fuimos al cine —aclaró Ted.
—¿Se han encontrado huellas dactilares? —preguntó su hermano.
—Las que poseemos no nos pueden servir de mucho. ¿Estuvisteis casi todo el
día de ay er divirtiéndoos en el jardín?
—Pues… sí, entrando y saliendo —manifestó Bill—. La mañana, en su
may or parte. Pero no oímos ni vimos nada de particular.
—De habernos hallado aquí por la tarde hubiéramos oído gritos —declaró
Ted, pensativamente—. Alguien estuvo chillando desaforadamente a esas horas.
—¿Conocéis a la señorita Pebmarsh, la mujer qué habita en esa casa?
Los chicos se miraron, asintiendo luego.
—Es ciega —dijo Ted—, pero camina por el jardín con mucha soltura. Jamás
se vale de un bastón cuando quiere ir de un lado para otro. Una vez nos tiro una
pelota que había caído entre sus matas. Fue muy amable…
—¿No la visteis en todo el día de ay er?
Los chicos respondieron que no.
—Por las mañanas no se la puede ver nunca —declaró Bill— porque está
siempre fuera; habitualmente sale al jardín después de la hora del té.
Colin estaba examinando un trozo de manguera unido por un extremo a un
grifo. Corría aquél a lo largo del sendero del jardín, pasando cerca del peral.
—Ahora me entero de que los perales aquí necesitan ser regados —observó
Lamb.
—¡Oh! —exclamó involuntariamente Bill.
El muchacho parecía un poco inquieto.
—Por otra parte —continuó diciendo Colin—, si uno se sube a ese árbol es
facilísimo obsequiar con una formidable ducha al primer gato que se atreva a
pasar.
En el rostro de Colin Lamb apareció de pronto una amplia sonrisa.
Los dos hermanos comenzaron a rozar nerviosamente con la suela de sus
zapatos la gravilla del jardín, mirando hacia todos los lados menos en dirección al
joven que les acababa de hablar.
—A eso habéis estado dedicados, ¿eh? —inquirió Colin.
—¡Oh! No les causábamos ningún daño —dijo Bill—. La honda y el
tirachinas… Eso sí que es malo —añadió el chico queriendo sentar, por lo visto,
plaza de virtuoso.
—Me imagino que en otras ocasiones habréis utilizado el tirachinas.
—Nunca con la intención de hacer daño a esos animales —aseguró Ted.
—Bueno, el caso es que con esa manguera os habéis divertido bastantes
veces, sin duda, y que vuestras travesuras han dado lugar a que la señora
Hemming formulase ciertas quejas…
—Siempre se está quejando —notificó Bill.
—¿Habéis llegado a saltar la valla de su jardín?
—Eso no es posible a causa de los alambres y telas metálicas que esa mujer
ha puesto ahí —manifestó Ted, sinceramente.
—Pero con todo os habéis colado más de una vez en su jardín, ¿es cierto?
¿Cómo conseguisteis burlar todos los obstáculos?
—Pues… Primero hay que saltar al jardín de la señorita Pebmarsh…
Deslizándose cierto trecho a la derecha se llega a un pequeño boquete que
conduce al de la señora Hemming.
—¿Es que no puedes callarte, idiota? —dijo Bill.
—Supongo que desde que se cometió el crimen habréis llevado a cabo un
sinfín de indagaciones en busca de pistas —sugirió Hardcastle.
Los chicos tornaron a mirarse.
—Cuando volvisteis del cine y os enterasteis de lo que había ocurrido apuesto
lo que sea a que cruzasteis el boquete del jardín de la casa número 19 para echar
un vistazo por los alrededores.
—Pues…
Bill guardó silencio. Mostrábase desconfiado.
—Es posible que vosotros hay áis descubierto algo que a nosotros se nos hay a
escapado —manifestó Hardcastle gravemente—. En tal caso no tendría más
remedio que recompensar vuestro servicio, aparte de agradecéroslo de corazón.
Bill tomó rápidamente una decisión.
—Tráetelo todo, Ted —ordenó a su hermano. Este echó a correr, obediente.
—Temo que no sea nada de interés —admitió Bill—, pero al menos habremos
intentado complacerle.
El muchacho miró a Hardcastle ansiosamente.
—No te preocupes. Te comprendo —afirmó el inspector—. Las tareas
policíacas llevan consigo un sinnúmero de desilusiones.
Bill pareció sentirse más aliviado.
Ted regresó también a la carrera, entregando seguidamente al inspector un
pañuelo de bolsillo anudado. El pequeño bulto que el mismo presentaba
tintineaba. Hardcastle extendió aquel trozo de tela, echando una rápida mirada a
lo que contenía.
Casi nada: el asa de una taza, un fragmento de porcelana, la mitad de un
desplantador, un tenedor herrumbroso, una moneda, una clavija, un cristal y unas
tijeras.
—Una colección muy interesante —comentó el inspector con aire solemne.
Compadecióse de los dos chicos, apresurándose a coger el cristal.
—Me llevaré esto. Quizás encaje con otros trozos semejantes. Colin, por su
parte, cogió la moneda, examinándola atentamente.
—No es inglesa —declaró Ted.
—No, no lo es —corroboró Colin, quien levantó la vista para fijarla en
Hardcastle—. Lo mejor será que nos llevemos esto también —sugirió.
—No digáis una palabra a nadie de esto —ordenó el inspector a los chicos,
muy serio, con un expresivo gesto de reserva.
Bill y Ted, encantados, le prometieron hacer honor a su confianza.
Capítulo XI

—Ramsay —dijo Colin, pensativo.


—¿Qué pasa con Ramsay ?
—Me ha llamado la atención ese hombre… Viaja por el extranjero. Se ve
obligado a ello y cuando menos se lo figura. Su esposa nos ha dicho que es un
técnico del ramo de la construcción, pero eso parece ser cuanto de él conoce.
—Es una buena mujer —opinó Hardcastle.
—Si… Nada feliz. Tal es la impresión que produce.
—Se la ve fatigada. Los críos son siempre muy engorrosos.
—Yo me figuro que hay algo más.
—El, seguramente, pertenece a ese grupo de hombres que consideran que
una esposa y dos hijos representan una carga insoportable —dijo Hardcastle.
—Sólo Dios sabe a ciencia cierta lo que ocurre en el corazón de las personas
—declaró Colin—. ¡Hay que ver de lo que son capaces dos chiquillos! Una
esposa como la señora Ramsay, excesivamente castigada, se encuentra en
magníficas condiciones para acceder de buen grado a un, digámoslo así, arreglo.
—Yo no me atrevería a catalogarla entre « ese» grupo de mujeres.
—Mi querido amigo: no hablaba de que viviera en pecado. Supongamos que
ella se hubiese prestado a desempeñar un papel, el de la señora Ramsay
precisamente, el suy o actual, aportando así un paisaje de fondo a otra vida, un
respaldo. Naturalmente, para eso, él habría tenido que contarle una historia bien
pensada, que le justificase en todo momento. Sigamos suponiendo que él está
dedicado al espionaje, a nuestro lado, claro. He aquí un pretexto altamente
patriótico.
Hardcastle esbozó una sonrisa.
—Vives en el seno de un extraño mundo, Colin —dijo.
—Pues es verdad, Dick. Y un día u otro tendré que abandonarlo… Hay
momentos en que uno no sabe con qué carta quedarse y recela de todo y de
todos. La mitad de esos individuos trabajan para ambos bandos. Al final no saben
a cuál pertenecen en realidad. Se sienten presos en la maraña de… ¡Oh! Bueno,
dejemos esto. Sigamos con lo que nos trajo aquí.
—Habremos de visitar a los McNaughton —contestó Hardcastle deteniéndose
ante la entrada del número sesenta y tres—. Parte de su jardín coincide con el
del número diecinueve… igual que el de Bland.
—¿Qué sabes acerca de los McNaughton?
—No mucho… Se avecindaron aquí hace cerca de un año. Una pareja de
edad y a. Creo que él es un profesor jubilado, muy aficionado a la jardinería.
En el jardín delantero había numerosos rosales y espesos macizos de flores
diversas bajo las ventanas.
Una risueña joven que vestía pantalones y blusa de trabajo, de chillones
colores, abrió la puerta de la entrada, preguntándoles:
—¿Qué deseaban ustedes, señores?
Hardcastle murmuró al tiempo que le entregaba una tarjeta:
—¡Vay a, hombre! Aquí si que es patente la colaboración de la mano de obra
extranjera.
—La policía… —dijo la joven.
Esta dio un paso atrás, mirando a Hardcastle como si hubiese sido el propio
diablo en persona.
—¿La señora McNaughton? —inquirió el inspector.
—Si, se encuentra en la casa.
La muchacha les condujo a un cuarto de estar, desde cuy a ventana se
divisaba el jardín posterior de la vivienda. Estaba vacío.
—Se halla en la planta superior —explicó la joven, quien no había vuelto a
sonreír. Seguidamente salió al vestíbulo, llamando—: Señora McNaughton, señora
McNaughton…
Una voz lejana respondió.
—¿Qué sucede, Gretel?
—La policía… Acaban de llegar dos agentes. Les he llevado al cuarto de
estar.
Oy óse el rumor de unos apresurados pasos en el piso y las palabras: « ¡Oh
Dios mío, Dios mío! ¿Qué será lo que venga luego?» . Los pasos fueron
acercándose rápidamente y por último la señora McNaughton se presentó en el
cuarto de estar. Veíase seriamente preocupada a juzgar por la expresión de su
rostro. Hardcastle decidió en el acto que aquél era su gesto habitual.
—¡Oh, Dios mío! ¿Inspector… Hardcastle? —Había bajado la vista, ley endo
la tarjeta—. Pero… ¿para qué quiere usted vernos? Nosotros no sabemos
absolutamente nada con respecto a lo ocurrido. Bueno, es que me imagino que su
visita a esta casa se halla relacionada con el crimen cometido en nuestra
barriada… ¿O es que desean comprobar si nos hallamos al corriente en cuanto al
pago de la licencia del televisor?
Hardcastle la tranquilizó.
—Es que el hecho en sí es tan extraordinario, ¿verdad? —dijo la señora
McNaughton más animada—. Y al medio día, más o menos… ¡Qué hora más
extraña para entrar a robar en una casa! Precisamente aquella en que todo el
mundo se encuentra en sus hogares. Claro que, ¡suceden tantas cosas terribles en
la actualidad! Ahí es nada: en pleno día. Como les ocurrió a unos amigos
nuestros… Habiendo salido a comer a un restaurante, se presentó ante su casa
uno de esos camiones que utilizan las agencias de mudanzas, apeándose del
mismo unos hombres que en poco tiempo dejaron la casa vacía. Todos los
vecinos les vieron, desde luego, pero a ninguno de ellos se le pasó por la cabeza
que se tratara de una cosa irregular. ¿Sabe usted? Yo creí haber oído gritar a
alguien ay er. Angus dijo que serían esas temibles criaturas de la señora Ramsay.
Siempre andan por el jardín haciendo ruido, imitando el despegue de las naves
del espacio, de los cohetes o bombas atómicas. A veces una queda sobrecogida
de espanto…
Hardcastle procedió a mostrarle su fotografía a la señora McNaughton.
—¿Ha visto usted en alguna ocasión a este hombre?
La señora McNaughton contempló la cartulina con avidez.
—Casi seguro que le he visto. Si. En efecto ¿Dónde? ¿Dónde? ¿Fue el individuo
que nos visitó una vez para preguntarnos si nos interesaría adquirir una nueva
enciclopedia de catorce volúmenes? ¿O el que otro día nos ofreció un modelo
muy moderno de aspirador eléctrico? Yo no sabía qué hacer para quitármelo de
encima y entonces al hombre no se le ocurrió otra cosa que ir en busca de mi
marido, que se hallaba trabajando en el jardín delantero. Angus estaba plantando
unos bulbos. Cuando se entrega a tales tareas le disgusta que le interrumpan. El
inoportuno visitante, imprudentemente, siguió haciendo la propaganda de su
artefacto. Lo de siempre. Le enseñó cómo limpiar las cortinas, el piso de la
entrada, las escaleras, los cojines del cuarto de estar… Agotó todos los
argumentos. Por último, Angus levantó la vista, preguntándole: « ¿Puede plantar
bulbos?» . El vendedor se quedó desconcertado, optando en seguida por
marcharse.
—¿Y cree usted que ése era el hombre que aparece en la fotografía?
—Pues… no. Realmente, no. Aquél era más joven, ahora que caigo en la
cuenta. No obstante, creo haber visto ese rostro antes. Sí. Cuanto más miro la
fotografía más segura estoy de que vino a mi casa para pedirme que le
comprara algo.
—Quizá le ofreciera una póliza de seguros diversos, en nombre de cualquier
compañía.
—No, no se trataba de eso. Mi esposo se ha ocupado y a ampliamente de tal
cuestión. Tenemos varias pólizas suscritas. No. Sin embargo, cuanto más miro
esta foto…
Hardcastle no esperaba nada de todo aquello. Acababa de clasificar a la
señora McNaughton basándose en su experiencia dentro de ciertas situaciones.
Ella quería a toda costa experimentar la emoción de haber visto a alguien
relacionado con el crimen. Cuanto más mirara la fotografía más se aferraría a su
idea.
El inspector suspiró.
—Aguarde… Ese hombre conducía un carro de reparto, creo. Ahora bien, no
consigo recordar cuándo le vi… El vehículo llevaba el anuncio de una panadería.
—¿No le vería usted ay er, señora McNaughton?
El rostro de la señora McNaughton se oscureció. Echóse hacia atrás un
mechón de cabellos que le caía sobre la frente.
—No, Ay er, no. Al menos… —Hizo una pausa—. Me parece que no —su faz
se iluminó débilmente con una tímida sonrisa—. Quizá mi esposo se acuerde.
—¿Se encuentra en la casa?
—Ahí fuera, en el jardín.
La señora McNaughton señaló hacia una ventana. Unos metros más allá el
inspector divisó a un hombre y a de edad que se deslizaba por un sendero llevando
una carretilla.
—¿Le parece bien que salgamos un momento para charlar con él?
—¡No faltaba más! Vengan por aquí.
Cruzando por una puerta lateral llegaron al jardín. El rostro del señor
McNaughton estaba cubierto de sudor.
—Estos caballeros son policías, Angus —explicó su esposa, respirando
agitadamente—. Están efectuando indagaciones en relación con el crimen
cometido ay er en casa de la señorita Pebmarsh. Tienen una fotografía de la
víctima. Yo estoy segura de haberle visto en alguna parte antes. ¿No fue éste el
individuo que nos visitó la semana pasada para preguntarnos si disponíamos de
objetos antiguos y queríamos desprendernos de los mismos?
—Déjame ver… Haga el favor: sostenga un momento la fotografía ante mí
—le dijo el señor McNaughton a Hardcastle—. No puedo tocar nada porque
tengo las manos sucias de tierra.
Después de mirar brevemente la foto manifestó:
—No he visto a este hombre jamás.
—Sus vecinos me han dicho que es usted muy aficionado a la jardinería —
apuntó el inspector.
—¿Quién le dijo a usted eso? ¿La señora Ramsay ?
—No. El señor Bland.
Angus McNaughton dio un resoplido.
—Bland no tiene la menor idea de lo que significa esta afición —declaró—.
La verdad es que lo que él hace y nada… Ha concentrado su atención casi
exclusivamente en las begonias, en los geranios, en los macizos de lobelias. Eso
tiene poco que ver con la auténtica jardinería. Al final acaba uno crey endo que
vive en un parque público. ¿Le interesan a usted los arbustos, inspector? Por
supuesto, ésta es la peor época del año para plantar cualquier cosa, pero, mire,
aquí tengo un par en los que he puesto mi confianza. Estoy convencido de que
lograré ponerlos en marcha. Se sorprendería usted si le fuese posible comprobar
los resultados de mis trabajos. Piense que, según se dice, esos arbolitos sólo
prosperan en Devon y Cornwall.
—Temo no poder clasificarme entre los jardineros prácticos —aventuró
Hardcastle por seguir la conversación.
McNaughton le miró igual que un artista al que acabara de confesarle alguien
su ignorancia en materia de arte, no obstante comprender el placer que éste
proporciona.
—El asunto que me ha traído a esta casa, señor McNaughton, es en verdad un
tema de conversación bastante menos grato que el que usted propone —
manifestó el inspector.
—Ya me hago cargo. Habla usted del suceso de ay er. Me encontraba aquí
fuera, en el jardín, cuando ocurrió el hecho.
—¿Sí?
—Bueno, y o estaba refiriéndome al momento en que se oy eron los gritos de
una joven.
—¿Qué hizo usted?
—Pues… lo cierto es que no hice nada. En realidad pensé que eran esos
condenados chicos de la señora Ramsay. Siempre andan de un lado para otro
chillando, dando voces, escandalizando…
—¿No observó que aquellos gritos no procedían del mismo punto?
—Hubiera reparado en tal detalle si esas criaturas se dedicasen a jugar
exclusivamente en su jardín. Pero ésta es una cosa que no ocurre nunca. Para
ellos no existen vallas, telas metálicas ni otros obstáculos por el estilo. Se dedican
a cazar a los gatos de la señora Hemming allí donde se presentan, por toda la
manzana. Lo que pasa es que hoy no hay nadie que tenga autoridad sobre ellos,
eso es lo malo. Su madre tiene un carácter muy débil. Por supuesto, es lo que
sucede siempre; cuando no hay ningún hombre en la casa los muchachos
alegremente campan por sus respetos.
—Tengo entendido que el señor Ramsay pasa la may or parte del año en el
extranjero.
—Creo que trabaja en no sé qué construcciones —manifestó el señor
McNaughton vagamente—. Siempre está de viaje. Construy e diques, tuberías de
conducción de petróleo y otras cosas así. Exactamente, no lo sé. Hace un mes
tuvo que marcharse corriendo a Suecia. Le habían avisado de pronto. La madre
de los chicos quedó al frente de la casa, sola. Ya se lo puede usted figurar: mucho
trabajo. La cocina, las faenas domésticas cotidianas… ¿Y quién iba a contener a
esos diablos? No es que sean malos, que tengan tendencias perversas.
Sencillamente es que están necesitados de un poco de disciplina.
—Bien. Aparte de los gritos, ¿no notó nada extraño? A propósito: ¿a qué hora
fue eso?
—No tengo idea. Antes de salir a trabajar al jardín me quito siempre el reloj.
El otro día me lo rocié con el agua de la manguera y me costó mucho trabajo
repararlo luego. ¿A qué hora fue eso, querida? Tú oíste los gritos también,
¿verdad?
—Debían ser las dos y media… Habría pasado media hora desde el instante
en que terminamos de comer.
—¿A qué hora suelen comer ustedes?
—A la una y media… cuando hay suerte —explicó el señor McNaughton—.
Nuestra servidora, una danesa, no tiene la menor idea sobre el significado del
tiempo.
—¿Qué hacen después? ¿Se tienden a dormir un poco?
—A veces sí. Hoy, por ejemplo, y o no lo hice. Quería continuar con la tarea
que había iniciado. Estaba arreglando mis plantas, abonándolas, concretamente.
—Un montón de abono… —consideró el inspector—. ¡He ahí algo que
muchos miran con indiferencia y, sin embargo, a cuántas maravillas da lugar
aquél!
El señor McNaughton estaba radiante.
—Tiene usted muchísima razón. ¡Ah! ¡Y cuanto más natural sea ese abono,
tanto mejor! Yo prescindo de los preparados químicos… Es un disparate utilizar
éstos. Déjeme, déjeme enseñárselo todo.
El señor McNaughton cogió a Hardcastle ansiosamente de un brazo, y endo
con él hasta la valla que separaba su jardín del de la casa número 19. En un
macizo de lilas la tierra se veía cubierta de una brillante capa de estiércol. El
dueño de la casa, después, llevó la carretilla hasta un pequeño cobertizo que había
al lado. Dentro del mismo había muchas herramientas perfectamente ordenadas.
—Se nota que es usted un hombre metódico —declaró Hardcastle.
—Es preciso cuidar aquellas cosas de que nos valemos para trabajar —
contestó sencillamente el señor McNaughton.
Hardcastle contemplaba pensativo la casa número 19. Al otro lado de la valla
había una pérgola de rosas que conducía a uno de los muros de la construcción.
—¿No vio usted a nadie en ese jardín o en cualquiera de las ventanas de la
casa mientras preparaba su estiércol?
—No, no vi a nadie —contestó Angus McNaughton—. Lamento no serle de
más utilidad, inspector.
—Oy e, Angus… Yo creo que vi a alguien remoloneando por el jardín del 19.
—Debes de estar equivocada, querida —repuso McNaughton con firmeza.
Vueltos al coche, Hardcastle dijo a Colin, con un gruñido:
—Esa mujer quiso darnos a entender que había visto algo.
—¿Crees que reconoció al hombre de la fotografía?
—Lo dudo. Quiere pensar que lo ha visto. Estoy familiarizado con esa clase
de testigos. En cuanto decidí concretar se fue atrás, ¿no?
—Efectivamente.
—Nada más natural, sin embargo, que hay a llegado a estar sentada frente a
nuestro hombre en cualquier autobús, por ejemplo. Siempre cabe tal posibilidad.
Pero ella se empeña en forzar la cosa.
—Sí. Yo también pienso lo mismo de esa mujer.
—Poco es lo que hemos conseguido hasta ahora, Colin —dijo Hardcastle
suspirando—. Desde luego, nos enfrentamos con hechos raros. Casi parece
imposible que la señora Hemming —por muy absorbida que la tengan sus gatos
—, sepa tan pocas cosas en relación con sus vecinos, la señorita Pebmarsh en
particular. También resulta extraña su vaguedad, su desinterés por todo lo
concerniente al crimen.
—¿Y no es acaso aplicable esa actitud a cuanto la rodea?
—Se trata de una mujer extraordinariamente aficionada a los gatos —dijo
Hardcastle—, y cuando uno se enfrenta con una persona así… Bueno. Todos los
fuegos, robos y crímenes de la ciudad ocurridos en torno a ella le pasarían
desapercibidos.
El inspector había pronunciado las anteriores palabras como si estuviese
reflexionando en voz alta.
—Ha conseguido aislarse con toda esa serie de obstáculos que ha levantado a
su alrededor, con sus telas metálicas y los enmarañados macizos de plantas, que
no dejan siquiera ver su jardín.
Los dos hombres llegaron por fin a la jefatura de policía. Hardcastle sonrió,
diciendo a su amigo:
—Sargento Lamb: queda usted en libertad desde este momento.
—¿No vamos a hacer más visitas?
—Por ahora, no. Más tarde haré otra… pero iré solo.
—De acuerdo. He de darte las gracias por la mañana, que ha sido muy
amena. ¿No podrías ordenar que las notas que he tomado fueran pasadas a
máquina?
Colin entregó a Hardcastle sus papeles.
—La encuesta judicial se celebrará pasado mañana, ¿no? ¿A qué hora?
—A las once.
—Muy bien. Asistiré a ella. Creo que llegaré a tiempo.
—¿Te marchas fuera?
—Dentro de una hora tomaré el tren para Londres… He de poner mis
informes al día.
—Ya me imagino ante quién.
—Me parece que no lo sabes.
Hardcastle sonrió.
—Da recuerdos al viejo.
—He de ver a un especialista también.
—¿A un especialista? ¿Para qué? ¿Qué te pasa?
—Nada… Desde luego, ando algo pesado de cabeza, pero no es un
especialista de la clase médica lo que necesito. El individuo en cuestión encaja
mejor en tu sector de actividades.
—¿Scotland Yard?
—No. Un detective privado, amigo de mi padre y mío. Este fantástico asunto
le gustará, servirá para animarle, también. Tengo entendido que actualmente está
necesitado de algo que excite su interés por la vida. Precisa de un estimulante, en
suma.
—¿Cómo se llama tu hombre?
—Hércules Poirot.
—He oído hablar de él. Creí que y a había muerto.
—No, no ha muerto. Pero tengo la impresión de que se aburre
soberanamente, lo cual es mucho peor.
Hardcastle estudió el rostro de Colin con sincera curiosidad.
—Eres un tipo raro, Colin. ¡Qué amigos tan raros tienes!
—Tú incluído, ¿no? —dijo Lamb sonriendo.
Capítulo XII

Después de separarse de Colin Lamb, Hardcastle echó un vistazo a una


dirección escrita en su agenda con todo cuidado, haciendo un gesto de
asentimiento. En cuanto hubo devuelto a uno de sus bolsillos aquélla pasó a
ocuparse de los papeles que se habían ido acumulando sobre su mesa de trabajo,
los documentos de todos los días.
La jornada fue bastante ajetreada para él. Mandó a por café y bocadillos y
escuchó los informes del sargento Cray … No se había logrado nada positivo.
Tanto en la estación de ferrocarril como en la de autobuses no había surgido
nadie que fuera capaz de identificar al señor Curry. El estudio de las ropas de la
víctima por los técnicos no había dado resultados especialmente alentadores, ni
mucho menos. El traje había sido confeccionado por un buen sastre, pero la
etiqueta con el nombre del mismo había sido arrancada de las prendas. ¿Un
deseo de permanecer en el anonimato por parte del señor Curry ? Obra,
inspiración, del asesino, indudablemente… Esperábase obtener una excelente
pista cuando los médicos estomatólogos de la localidad respondieran a la consulta
que se les había hecho en relación con determinado trabajo de prótesis dental a
que se había sometido el finado. Pero esto requeriría algún tiempo. ¿Y si el señor
Curry procedía de cualquier país extranjero? Hardcastle consideró
detenidamente tal posibilidad. Quizá se tratase de un francés. Sus prendas, el
corte de las mismas, no apoy aba esa suposición. Tampoco había hallado en ellas
etiquetas de establecimientos públicos, una lavandería, por ejemplo, que
certificase un dato de ese tipo, que hubiera sido un excelente punto de arranque
para las indagaciones en curso.
Hardcastle no era hombre impaciente. La labor de identificación era siempre
una tarea lenta. Pero al final siempre surgiría alguien que la facilitase. El dueño o
el empleado de una lavandería, un dentista, un pariente —habitualmente una
esposa o una madre—, la patrona de una pensión… La fotografía de la víctima
circularía por todas las comisarías de policía, aparecería en los periódicos. Tarde
o temprano llegarían a conocer la verdadera identidad del señor Curry.
Entretanto había muchas cosas que hacer. El caso Curry no era el único que
el inspector tenía entre manos. Hardcastle trabajó sin interrupción hasta las cinco
y media. Entonces consultó su reloj de pulsera y se dijo que había sonado la hora
de realizar la visita que planeara antes de separarse de su amigo Colin Lamb.
El sargento Cray le había dicho que Sheila Webb acababa de reanudar su
labor en el « Cavendish Bureau» y que a las cinco se hallaría a las órdenes del
profesor Purdy en el « Curlew Hotel» , de donde no saldría probablemente hasta
mucho después de las seis.
¿Cuál era el apellido de su tía? Lawton… La señora Lawton. Vivía en el
número 14 de Palmerston Road. Decidió recorrer a pie la escasa distancia que le
separaba de aquel punto.
Palmerston Road era una lúgubre calle que había conocido, no obstante,
mejores días. Hardcastle advirtió que las casas habían sido divididas para
proceder seguramente luego a su venta por pisos. Al doblar una esquina observó
que una muchacha que se deslizaba a lo largo de la acera en sentido contrario
vaciló un instante. El inspector, distraído con sus pensamientos, se imaginó que se
disponía a preguntarle alguna dirección. De ser así la chica debió renunciar a su
propósito, continuando su camino. ¿Por qué se acordó Hardcastle en aquel
instante de ciertos zapatos femeninos? ¿Qué significaba esta idea? Zapatos… No.
Uno solo. El rostro de la joven le era vagamente familiar. ¿Quién era?
Ultimamente, quizás, había visto aquella cara. ¿Es que ella le había reconocido y
abrigado el propósito de hablarle?
Detúvose unos segundos volviendo la cabeza para mirarla. La muchacha
había apretado el paso. Lo malo era que el rostro de ella era de rasgos corrientes,
uno de esos rostros que solamente se recuerdan bien cuando existe un motivo
especial. Ojos azules, complexión regular, una boca ligeramente entreabierta.
Una boca. Esta le recordó algo también ¿Qué había hecho aquella boca ante él?
¿Hablarle? ¿Habría visto correr sobra sus labios una barra de carmín? No.
Hardcastle reprimió una exclamación de enfado. Se preciaba de ser un buen
fisonomista. Cuando veía una cara en el banquillo de los acusados o en la tribuna
de los testigos jamás la olvidaba. Claro que el contacto podía haber tenido lugar
en otros sitios… Era imposible que recordara, por ejemplo, las caras de todas las
patronas que había visto. El inspector hizo un esfuerzo para desterrar de su mente
aquellas divagaciones.
Ya había llegado al número 14 de la calle. La puerta de la entrada de la casa
estaba abierta y en el vestíbulo vio cuatro botones correspondientes a otros tantos
timbres, debajo de los cuales se leían unos nombres. La señora Lawton habitaba
en la planta baja, según pudo comprobar. Oprimió el botón del timbre que había
junto a otra puerta a la izquierda del pasillo de la entrada. Transcurrieron unos
segundos antes de que le contestaran. Finalmente oy ó un rumor de pasos. Poco
después aparecía ante él una mujer alta y delgada, de oscuros cabellos,
despeinados en aquellos instantes. Por sus ropas se veía que la había sorprendido
cuando se encontraba dedicada a sus tareas domésticas. La recién llegada
respiraba agitadamente. De la cocina, situada al fondo del piso, salía un fuerte
olor a cebollas cocidas.
—¿La señora Lawton?
—Yo soy. ¿Qué deseaba?
La mujer frunció el ceño. El inspector juzgó que debía estar rondando los
cuarenta y cinco años. Había una nota ligeramente « gigantesca» en su aspecto.
—¿Qué deseaba? —repitió la señora Lawton, impaciente.
—Le agradecería que me concediera unos minutos de atención.
—¿Para qué? Tengo mucho que hacer en estos instantes. —La mujer añadió,
incisiva—. No será usted un reportero, ¿verdad?
—Naturalmente que no —declaró Hardcastle, expresándose en un tono
afectuoso—. Ya me figuro que los periodistas deben haberla importunado
bastante.
—Pues sí. No han parado de llamar a la puerta, de tocar el timbre y de hacer
todo género de preguntas estúpidas.
—Muy enojoso todo eso, lo sé —manifestó el inspector—. Ojalá estuviera en
mi mano evitarle tantas molestias. Soy el detective inspector Hardcastle,
encargado del caso que ha dado lugar a la presencia de los periodistas en su casa,
con las contrariedades consiguientes. De sernos posible, cortaríamos esto por lo
sano, pero, desgraciadamente, no podemos hacer nada. La prensa tiene sus
derechos.
—Es una vergüenza importunar a la gente como ellos vienen haciéndolo —
declaró la señora Lawton—. Insisten tercamente en que tienen que recoger
noticias para el público. Lo único que he podido observar acerca de aquéllas es
que vienen a ser un tejido de mentiras, desde el principio al fin. Suelen
aprovecharlo todo y dar a sus informaciones la orientación que les parece mejor.
Pero… entre, inspector.
La señora Lawton cerró la puerta una vez Hardcastle hubo cruzado el umbral.
Sobre la alfombra descubrió el inspector un par de sobres que debían habérsele
caído a la dueña de la casa. La mujer se inclinó para cogerlos, pero el policía se
le adelantó cortésmente. Por una fracción de segundo su mirada se posó en las
direcciones…
—Muchas gracias.
La señora Lawton depositó las cartas en la mesita del pasillo.
—Pase usted al cuarto de estar, ¿quiere? Por aquí… Dispénseme un
momento. Tengo la comida en el fuego.
Después de pronunciar estas palabras la mujer se retiró apresuradamente
hacia la cocina. Hardcastle aprovechó aquella ocasión que se le presentaba de
examinar atentamente los sobres que acababa de recoger del suelo. Una de las
cartas estaba dirigida a la señora Lawton y la otra a la señorita R. S. Webb.
El cuarto de estar era una pieza de pequeñas dimensiones, bastante
desordenada, mal amueblada también. Sin embargo, aquí y allá se descubría de
vez en cuando algún detalle de buen gusto, algún objeto nada corriente: un jarrón
de vidrio veneciano de corte abstracto, dos cojines de terciopelo, unos
caparazones de loza, de procedencia extranjera quizás… Una de las dos o las dos
a un tiempo, tía y sobrina, debían tener ideas originales en materia de
decoración.
La señora Lawton regresó en seguida. Ahora respiraba con más dificultad
que al principio.
—Creo que y a podremos hablar con tranquilidad —dijo vacilante.
El inspector se excusó de nuevo.
—Lamento haber llegado en un momento tan inoportuno, pero la verdad es
que me encontraba no muy lejos de aquí hace unos minutos y he querido
aprovechar la ocasión para ocuparme de determinados puntos relativos al caso
que tan desafortunadamente afecta a su sobrina. Confío en que se habrá
recuperado del susto… Debe haber experimentado una impresión tremenda esa
muchacha.
—Pues si. Sheila llegó a esta casa materialmente deshecha. Hoy, por suerte,
se hallaba y a bien, habiendo reanudado su trabajo.
—Lo sé. Me enteré de que había salido para atender a un cliente no recuerdo
dónde. De todos modos, no me hubiera atrevido a interrumpirla… Luego me dije
que lo más sensato era presentarme en su casa, con objeto de charlar sin prisas.
Sospecho que todavía no ha regresado. ¿Es así?
—Esta tarde tardará algún tiempo en volver. Le tocaba trabajar para el
profesor Purdy y según afirma mi sobrina éste es un hombre que no posee la
más remota idea acerca de lo que es el tiempo. Suele decirle: « Esto no le
ocupará más de diez minutos, de manera que estimo que lo mejor es que lo
termine» . Naturalmente, diez minutos se convierten siempre en tres cuartos de
hora. Es un caballero. Se muestra cortés, atento… En una o dos ocasiones en que
la ha obligado, amablemente, a estar más tiempo del debido con él la ha invitado
a comer, a todo esto verdaderamente apesadumbrado por la libertad que se
tomaba, según él, de forzarla a alargar su jornada laboral, su cotidiana tarea. Por
supuesto, he de confesar que tales tardanzas son un auténtico trastorno para los
dos. Bien, inspector. Si y o puedo adelantarle algo mientras viene Sheila… No
seria raro que tardara un poco todavía.
—¿Qué podría usted decirme? —inquirió el inspector, sonriendo—. Hasta
ahora he tomado nota de los hechos escuetos, pero hasta éstos tengo necesidad de
someter a comprobación. —Hardcastle hizo como si consultara su agenda—.
Veamos… La señorita Sheila Webb. ¿Es éste su nombre completo o tiene otro
nombre de pila además? Hemos de conocer estas cosas con exactitud, para
presentarlas el día en que se celebre la encuesta judicial.
—Pasado mañana, ¿no? Mi sobrina recibió una comunicación en tal sentido.
—Que no se preocupe lo más mínimo por eso, ¿eh? —recomendó Hardcastle
—. Lo único que tiene que hacer es, sencillamente, referir cómo dio con el
cadáver.
—¿No saben ustedes aún quién es la víctima?
—No. Todavía transcurrirán unos días… En sus bolsillos hallamos una tarjeta.
Al principio pensamos que se trataría de algún agente de seguros. Ahora nos
inclinamos a sospechar que la tarjeta aludida fue introducida en aquéllos por otra
persona, tal vez una que estuviese proy ectando hacerse una póliza…
—Le entiendo —la señora Lawton pareció escasamente interesada por las
palabras del inspector.
—Veamos la cuestión del nombre de Sheila… Yo creo haberlo anotado así: R.
Sheila Webb o Sheila R. Webb. No recuerdo cuál va detrás de Sheila. ¿Sería
Rosalie, acaso?
—Rosemary —aclaró la señora Lawton—. La chica fue bautizada con los
nombres de Rosemary Sheila. Ahora bien, mi sobrina siempre consideró el
primero demasiado novelesco o romántico y prefirió usar el segundo.
—De acuerdo.
Nada había en el tono con que hablara que hiciese pensar en que Hardcastle
se sentía complacido. Anotó otro detalle. El nombre de Rosemary no había
producido la menor turbación en su interlocutora. Para ella por lo visto, aquél era,
simplemente, lo que había dado a entender: un nombre más.
El inspector sonrió.
—Sé que su sobrina procede de Londres y que hace diez meses que trabaja
en el « Cavendish Bureau» . ¿Conoce usted la fecha exacta de ingreso de la joven
en esta firma?
—No podría decírsela ahora. Me parece que fue en los últimos días de
noviembre… Sí, sí, eso es.
—En realidad éste es un detalle que carece de importancia. ¿Vivía aquí Sheila
antes de encontrar ese empleo?
—No. Vivía en Londres.
—¿Cuáles eran sus señas allí?
—Debo tenerlas por aquí —la señora Lawton miró a su alrededor con la
expresión característica de las personas desordenadas—. ¡Tengo tan mala
memoria de poco tiempo a esta parte! La dirección era algo así como Allington
Grove y caía por Fulham. Habitaba en un piso con otras dos chicas. Esas casas en
Londres son carísimas.
—¿Recuerda el nombre de la firma que la empleó en esa ciudad?
—Sí: « Hopgood and Trent» . Se trataba de unos agentes de la propiedad
inmobiliaria establecidos en Fulham Road.
—Gracias. Todo parece aclararse… La señorita Webb es huérfana, ¿verdad?
—Sí —respondió la señora Lawton, agitándose inquieta. Sus ojos se posaron
en la puerta del cuarto. Volviendo la cabeza de nuevo hacia el inspector inquirió
—: ¿me permite que me acerque unos segundos a dar un repaso a la cocina?
—Por Dios, señora, ¡no faltaba más!
Hardcastle se levantó para abrirle la puerta. La mujer salió. El inspector se
preguntó si estaba equivocado o no al pensar que su última pregunta había
trastornado a la tía de Sheila. Sus réplicas hasta aquel momento habían sido
fluídas… Estuvo pensando en esto hasta que ella regresó.
—Lo siento —dijo la mujer—, pero y a se dará una idea de lo que es atender
a la comida… Ya he terminado. ¿Deseaba usted preguntarme algo más? ¡Ah! He
recordado entretanto la dirección de Londres. No era Allington Grove sino
Carrington Grove, número 17.
—Gracias. Creo haberle preguntado si la señorita Webb es huérfana.
—En efecto. Sus padres murieron.
—¿Hace mucho tiempo?
—Siendo ella una niña…
Hardcastle observó un acento de reserva en aquellas palabras.
—¿Sheila es hija de un hermano o hermana…?
—Hermana.
—¿Y qué profesión tenía el señor Webb?
La señora Lawton hizo una pausa antes de contestar. Mordióse los labios
también.
—Lo ignoro.
—¿Ignora usted…?
—Quiero decir que no recuerdo. Ha pasado y a mucho tiempo…
Hardcastle esperó, consciente de que continuaría hablando, como así fue.
—¿Puedo preguntarle a mi vez qué tiene que ver todo esto con…? ¿Qué más
da que su padre y su madre fueran esto o lo otro o que ella viniera de Londres
o…?
El inspector se apresuró a interrumpirla con un gesto afable.
—Me imagino, señora Lawton, que da igual…, examinándolo todo desde el
punto de vista. Compréndalo: se ha creado una situación rodeada de
circunstancias extraordinarias.
—Explíquese, por favor.
—Tenemos razones para creer que la señorita Webb fue atraída al lugar del
crimen mediante una hábil maniobra: una llamada telefónica al « Cavendish
Bureau» . Se interesaron por ella especialmente. Alguien anda por ahí que la
quiere mal. Es posible… —añadió Hardcastle, vacilando.
—No creo que exista una persona capaz de odiar a Sheila. Es una muchacha
buena, cordial, cariñosa…
—Sí, tal es la opinión que y o he formado de ella.
—Y no me agrada oír a nadie sugiriendo lo contrario —agregó la señora
Lawton, adoptando una actitud retadora.
—Es natural —repuso Hardcastle sonriendo, apaciguador—, pero tiene usted
que comprender, señora, que todo ha sido montado para que parezca que su
sobrina es la autora del crimen. La colocaron hábilmente en el lugar preciso.
Alguien había tomado las medidas pertinentes para que se adentrara en una casa
dentro de la cual había un hombre muerto una hora atrás, tal vez. No cabe duda:
es una maniobra que denota una intención perversa.
—¿Alguien que deseaba que Sheila fuese detenida como una vulgar criminal?
¡Oh, no! Me cuesta mucho trabajo creer en la existencia de una persona así,
sobre todo conociendo a mi sobrina.
—Comprendo su actitud —manifestó el inspector—. El caso es que, pese a
todo, nosotros hemos de esforzarnos por aclarar los hechos. ¿No habrá por ahí
algún joven que, enamorado de su sobrina, se hay a visto rechazado? Los jóvenes
son capaces de tomar venganzas canallescas, de hacer cosas verdaderamente
censurables, sobre todo cuando la idea anida en un cerebro desequilibrado.
—No creo tampoco que hay a ocurrido nada de eso —declaró la señora
Lawton entornando los ojos y frunciendo el ceño, como si reflexionara
intensamente—. Sheila ha estado saliendo con uno o dos muchachos, pero de
estas amistades no se ha derivado nada serio.
—Pudo haberle sucedido estando en Londres —sugirió Hardcastle—. En fin
de cuentas, usted no sabrá mucho acerca de los amigos que tenía allí.
—Quizá tenga usted razón, sí… En ese aspecto, será mejor que le pregunte a
ella, inspector Hardcastle. Ahora bien, debo decirle que jamás tuve noticia de un
tropiezo de ese tipo por su parte.
—Tal vez la persona que no la quería bien fuese otra chica. Existe la
posibilidad de que una de las que compartían con ella el piso de Londres la
envidiase…
—Sí, eso es inevitable —concedió la señora Lawton—, pero cuesta trabajo
creer que un motivo así lleve a alguien a planear una jugada cuy o fin es
complicar a una persona en un crimen.
Era ésta una apreciación inteligente y Hardcastle se dijo que la señora
Lawton no tenía nada de tonta, en modo alguno. Rápidamente respondió:
—En este asunto todo parece improbable…
—Ese crimen debe ser obra de un loco —opinó la mujer.
—El cerebro del loco actúa impulsado por una idea definida, el móvil de las
acciones de aquél. —Hardcastle hizo una pausa, agregando a continuación—:
¿quiere saber por qué le he preguntado por los padres de Sheila? Pues porque
muchas decisiones en casos como éste arrancan del pasado, tienen sus raíces
sepultadas en él. Como los padres de su sobrina murieron siendo ella una niña,
lógicamente, no se encontrará en condiciones de referirme nada sobre ellos. Por
tal razón he tenido que recurrir a usted.
—Si, pero… Bueno, es que…
El inspector la noto vacilante de nuevo.
—¿Murieron los dos al mismo tiempo, en un accidente, por ejemplo?
—No, no hubo ningún accidente.
—¿Entonces morirían de muerte natural?
—Yo… sí… Quiero decir que… No lo sé.
—Me parece señora Lawton que usted sabe más de lo que da a entender, que
es bien poco —el inspector aventuró una suposición—. ¿Se divorciaron quizá?
¿Vivieron separados?
—No, no eran divorciados.
—Vamos, vamos señora Lawton. Usted tiene que saber forzosamente de que
murió su hermana.
—No comprendo qué… Esto es, no puedo decir… ¡Oh! ¡Resulta todo tan
penoso! Hay recuerdos que dan la impresión de gravitar sobre nosotros con un
peso material. Es mejor no resucitar aquéllos.
La señora Lawton miró al inspector apurada, perpleja.
Hardcastle escrutó serenamente su rostro. Luego dijo, bajando la voz:
—¿Es Sheila hija natural de su hermana?
Inmediatamente. Hardcastle apreció en la faz de su interlocutora una mezcla
de consternación y alivio. Volvió a repetir pacientemente la pregunta.
—Sí, pero ella no lo sabe. Jamás se lo dije. Le hice saber, cuando tuvo uso de
razón, que sus padres habían muerto muy jóvenes. Por eso… Bueno, usted se
hará cargo…
—La comprendo, no se preocupe. Y le prometo guardar su secreto siempre y
cuando de este aspecto de la vida de su sobrina no se deriven detalles decisivos
para la buena marcha de nuestras indagaciones. Así pues, eludiré el tema ante
Sheila.
—¿Quiere usted decir que no necesitará revelarle nada?
—No, mientras no sea absolutamente necesario, como y a le he indicado. Lo
más probable es que esta faceta de nuestra conversación no trascienda. Ahora
bien, me es preciso ponerme al corriente de los hechos restantes que usted
conoce de índole familiar.
—Le agradezco mucho su actitud. Este asunto me traía desvelada, más que
ninguna otra cosa. Verá usted… Mi hermana fue la hermana más inteligente de
la familia. Era profesora. Dotada de una gran vocación, gozaba de gran prestigio
entre sus compañeras. La respetaban mucho. Era la última persona en quien
pudiera pensarse que…
El inspector hábilmente interrumpió a la señora Lawton.
—La comprendo. Suele suceder todo así, a veces. Entonces conoció a ese
hombre, al señor Webb…
—No supe su apellido nunca. Jamás crucé una palabra con él. No llegué a
conocerle. Pero mi hermana fue en busca mía, explicándome lo que había
ocurrido. Esperaba un hijo y el individuo en cuestión no podía o no quería —
siempre ignoré el porqué—, casarse con ella. Mi hermana era ambiciosa… De
haberse divulgado la historia hubiera tenido que renunciar a su empleo.
Naturalmente, y o le contesté que estaba dispuesta a ay udarla.
—¿Dónde se encuentra su hermana en la actualidad, señora Lawton?
—No lo sé. No tengo la menor idea.
—Pero vive, ¿verdad?
—Eso supongo.
—¿Y no se ha mantenido en contacto con ella?
—Así lo quiso… Mi hermana pensó que lo más conveniente para ella y para
la criatura era desaparecer. Tal fue el acuerdo que tomamos. Las dos
contábamos con una pequeña renta que nuestra madre nos dejó. Ann me cedió
su parte, con objeto de que la dedicara a la crianza y educación de su hija. Me
anunció que continuaría ejerciendo su profesión, aunque pensaba ofrecer sus
servicios a otra entidad. Creo que abrigaba el proy ecto de marcharse al
extranjero, cambiando su puesto por el de otra compañera. Quería irse a
Australia… Le he contado todo lo que sé sobre el particular, inspector.
Hardcastle miró pensativamente a la señora Lawton. ¿Era realmente esto
todo lo que sabía? No podía formularse a sí mismo una respuesta cierta a tal
pregunta. Daba la impresión, eso sí, de haberse expresado con sinceridad. Pese a
la brevedad de las alusiones a su hermana, el inspector creía ver detrás de
aquellas palabras una fuerte personalidad, una mujer llena de energía y
amargura. Tratábase de un ser que no estaba dispuesto a malograr su vida por
haber cometido un error. Ciñéndose a lo práctico exclusivamente, había facilitado
los medios para el mantenimiento y formación de su hija. Desde aquel momento
había cortado radicalmente toda relación con el pasado, iniciando una nueva
existencia.
Semejante actitud con respecto a la criatura era explicable en cierto modo,
pero, ¿qué había pensado en relación con su hermana? Hardcastle declaró:
—Parece extraño que su hermana no procurara mantener contacto con usted.
A este fin, con una carta de vez en cuando hubiera tenido bastante. Por tan
sencillo procedimiento se hubiera enterado de los progresos de su hija.
La señora Lawton movió la cabeza, sonriendo débilmente.
—De haber conocido usted a Ann no diría eso. Cuando tomaba una decisión
ésta tenía siempre el carácter de irrevocable. Y pasaba también que nosotras nos
hallábamos algo distanciadas. Yo era mucho más joven que ella… Doce años me
llevaba.
—¿Su esposo qué dijo ante la forzada adopción de Sheila?
—Por entonces y o había enviudado y a. Me casé muy joven y mi marido
murió en la guerra. En aquella época nosotros teníamos un pequeño negocio, una
pastelería.
—¿Dónde? No sería aquí, en Crowdean, supongo.
—No. Vivíamos por aquellas fechas en Lincolnshire. En el transcurso de unas
vacaciones vine aquí una vez. Me gustó esto tanto que vendí la tienda para
venirme a vivir a Crowdean. Más adelante, cuando Sheila entró y a en edad
escolar, me coloqué en « Roscoe & West» , los famosos comerciantes de tejidos.
Aún trabajo para ellos. Son una gente muy agradable.
Hardcastle se puso en pie.
—Muchísimas gracias, señora Lawton, por su atención, por haberme hablado
también con tanta franqueza.
—De esto no dirá usted ni una sola palabra a Sheila, ¿verdad, inspector?
—En efecto, a menos que sea absolutamente necesario, lo cual ocurrirá sólo
en el caso de que determinados detalles pertenecientes al pasado tengan relación
con el crimen cometido en la casa número diecinueve de Wilbraham Crescent,
cosa bastante improbable —Hardcastle sacó la fotografía que había estado
mostrando a todos aquellos con quienes iba hablando, enseñándosela ahora a su
interlocutora—. ¿Tiene usted idea de quién puede ser este hombre?
La mujer cogió la cartulina, examinando atentamente el rostro de la víctima.
—Estoy segura de no haber visto jamás a este hombre. No creo que viviera
por este distrito. De haber sido así le reconocería. Le habría visto alguna vez en la
calle, en el autobús, en cualquier sitio por el estilo… Desde luego… —La señora
Lawton volvió a estudiar la fotografía. Guardó silencio un instante, para decir a
continuación—: A mi juicio es un hombre de irreprochable aspecto. Un caballero
es lo que a mí me parece. ¿No opina usted igual?
El vocablo, algo en desuso, un poco pasado de moda, sonaba con
extraordinaria naturalidad en los labios de la señora Lawton. « Una mujer
educada en el campo —pensó Hardcastle—. En ese ambiente todavía
acostumbran a expresarse así» . Miró la foto de nuevo, diciéndose muy
sorprendido que no había llegado a formularse una idea semejante a la de la tía
de Sheila. ¿Tan irreprochable era su aspecto, como para llamar la atención de
aquélla? En esta línea de pensamientos, él precisamente había seguido una
dirección contraria. Sus suposiciones podían ser inconscientes, sí, pero también
cabía la posibilidad de que hubiesen sido influidas por la tarjeta descubierta en el
bolsillo de la víctima, en la que figuraba un nombre, unas señas, una actividad
profesional, todo ello, evidentemente, falso. Existía otra explicación: la tarjeta
podía ser de un fingido agente de seguros. Quizás éste la hubiese introducido entre
las ropas del cadáver. Tal giro tornaba el problema más difícil. Hardcastle
consultó su reloj nuevamente.
—No está bien que la entretenga más tiempo y puesto que su sobrina no ha
vuelto todavía…
La señora Lawton, a su vez, echó un vistazo al reloj de la chimenea.
« Gracias a Dios, en este cuarto no hay más que un reloj» , pensó el inspector
involuntariamente.
—Si, es tarde —observó—. Me sorprende un poco esto… Menos mal que
Edna decidió marcharse en lugar de esperarla.
Viendo una expresión de extrañeza en el rostro de Hardcastle, la mujer
agregó:
—Estoy hablando de una de las compañeras de Sheila. Vino aquí para verla
esta tarde. Después de esperarla un poco decidió irse. No podía aguardar aquí
más tiempo. Estaba citada con no sé quién. Dijo que volvería mañana o cualquier
otro día.
De pronto el inspector se acordó. ¡La chica que viera en la calle! Ya sabia por
qué razón había pensado en seguida en unos zapatos femeninos, una idea, a
primera vista, absurda. Sí, no cabía duda alguna. Era la joven que le había
recibido en el « Cavendish Bureau» , la muchacha que en el instante de salir del
local sostenía entre sus manos un zapato con el largo tacón desprendido, aquélla
que, apurada, había preguntado a sus compañeras cómo se las arreglaría para
regresar a su casa. Era una joven de aspecto corriente, escasamente atractiva,
que hablaba paseándose continuamente un caramelo de un lado a otro de la boca.
Ella le había reconocido al pasar a su lado. Había vacilado un momento, como si
hubiera pensado por un segundo hablarle…
Hardcastle se preguntó qué tendría que decirle. ¿Deseaba explicarle acaso
por qué visitaba a Sheila Webb? ¿Habría pensado la chica que él esperaba que le
contase alguna cosa? El inspector preguntó a la señora Lawton:
—Esa muchacha, ¿es muy amiga de su sobrina?
—No mucho, realmente —contestó la tía de Sheila—. Trabajaban en el
mismo sitio y mantienen las relaciones normales propias en tal caso. Edna es una
joven sin personalidad. Nada brillante, creo que son escasos los puntos de
contacto que puede haber entre las dos. Pues sí… Yo me pregunté por qué tendría
tanto interés por ver a Sheila esta noche. Me dijo que era algo que ella no
acertaba a comprender y deseaba que mi sobrina se lo explicara.
—¿No concretó más?
—No. Manifestó que a su parecer no tenía mucha importancia.
—Bien, señora Lawton. Debo irme y a.
La mujer frunció el ceño, preocupada:
—Es raro que Sheila no hay a telefoneado. Siempre lo hace cuando se
entretiene más de la cuenta, frecuentemente el profesor la obliga a que se quede
a comer. Bueno… Lo más seguro es que llegue de un momento a otro. La gente
forma colas interminables en las paradas de autobuses, y el « Curlew Hotel»
queda a bastante distancia de aquí. ¿No quiere dejar ningún recado para Sheila?
—No, no, gracias —repuso el inspector. Al salir del piso, éste inquirió:
—¿Quién escogió los nombres de Rosemary y Sheila que lleva su sobrina?
¿Usted o su hermana?
—Nuestra madre se llamaba Sheila. El nombre de Rosemary fue escogido
por mi hermana. Un nombre, este último, de novela rosa o de cuento infantil,
fantástico… Sin embargo, Ann no era propensa a las fantasías ni a los
sentimentalismos.
—Bien. Adiós, señora Lawton.
Cuando Hardcastle dejaba la entrada de la casa, pensó: « Rosemary …, ¿por
qué? ¿Quería fijar así un recuerdo esa mujer? ¿Un recuerdo romántico? ¿Algo…
completamente distinto?» .
Capítulo XIII
NARRACIÓN DE COLIN LAMB

Subía por Charing Cross Road y me adentré en el laberinto de calles que


serpenteaban entre New Oxford Street y Covent Garden. Encuéntranse por allí
todo género de establecimientos: hay tiendas de antigüedades, « hospitales» de
muñecas, locales en que lo mismo se vende una zapatilla de ballet que artículos
comestibles de procedencia extranjera…
Me resistí al señuelo de las vitrinas de un « hospital» de muñecas, saturado de
ojos de cristal azules o castaños, llegando por fin a la meta que me había
propuesto alcanzar. Tratábase de una pequeña y desaseada tienda, una librería
concretamente, situada en una calleja lateral que no quedaba muy lejos del
Museo Británico. Observé los anaqueles llenos de los libros de costumbre. Había
allí novelas viejas, obras antiguas de texto y rarezas de diversas clases con sus
rótulos indicadores de los precios respectivos, bajos, naturalmente. Descubrí
ejemplares que tenían todas sus páginas y algunos con la encuadernación intacta,
los cuales constituían verdaderas excepciones.
Entré de lado en el « establecimiento» . Había que hacer eso para pasar al
interior. Los libros, día a día, iban suponiendo un obstáculo may or, que dificultaba
el acceso al local desde la calle. Dentro, aquéllos se habían adueñado de casi todo
el espacio disponible. Evidentemente, se multiplicaban carentes de unas manos
cuidadosas que impusiesen un poco de orden. Entre los estantes quedaban unos
pasillos tan estrechos que costaba bastante trabajo deslizarse a lo largo de los
mismos. Todas las superficies, por reducidas que fuesen, aparecían ocupadas.
Los libros formaban unas columnas que desde las mesitas y los estantes
superiores aspiraban visiblemente a llegar al techo.
En un rincón, sentado en una banqueta, cercado por sus artículos, había un
viejo de faz grande y aplanada que recordaba la cabeza de un pez, tocado por un
sombrero. Notábase en él el aire de la persona que, empeñada en una lucha
desigual, se ha dado de antemano por vencida. Había intentado denodadamente
imponerse a sus libros, pero éstos habían podido más que él. Era una especie de
Rey Canuto del mundo del libro, declarándose en retirada frente a aquella oleada
de letra impresa. De haber adoptado otra actitud, el señor Soloman, propietario
del local, hubiera obtenido idénticos resultados. El hombre me reconoció en
seguida. La severa expresión de su cara de pez se ablandó levemente y aquél
hizo un gesto de asentimiento a modo de saludo.
—¿Ha conseguido usted algo de lo que a mi me interesa? —le pregunté.
—Tendrá que echar un vistazo por aquí, señor Lamb. ¿Continúa interesándose
por las algas marinas?
—Así es.
—Ya sabe usted entonces dónde están esos libros. Biología marina, fósiles,
obras sobre la Antártida: segundo piso. Anteay er recibí un nuevo paquete.
Comencé a examinar el contenido, pero no pude terminar… Los descubrirá en
un rincón.
Siempre caminando de lado, me acerqué a una minúscula y desvencijada
escalera, llena de polvo, que arrancaba de la parte posterior de la librería. En el
primer piso habían sido reunidas las obras referentes a los países orientales,
publicaciones de Arte, Medicina y clásicos franceses. Había allí un cuarto al que
no tenía acceso todo el público, destinado a los bibliófilos, en el que se guardaban
volúmenes « raros» o « curiosos» . Proseguí mi ascensión hasta el segundo
piso…
De una manera más bien inadecuada se hallaban aquí clasificados los libros
sobre Arqueología e Historia Natural. Me deslicé por entre varios estudiantes,
unos militares viejos y dos o tres pastores y dando la vuelta a una estantería me
acerqué a un rincón en el que vi algunos paquetes de libros en el suelo, parte de
los cuales habían sido abiertos. Me enfrenté con un obstáculo: una pareja de
estudiantes que olvidados del mundo permanecían estrechamente abrazados en
un ángulo favorecido por las sombras. Al verme se turbaron mucho. Ni él ni ella
sabían a donde mirar.
—Dispensen —les dije, empujándoles decidido a un lado.
Luego levanté una cortina que disimulaba una puerta e introduciendo la llave
que saqué de uno de mis bolsillos en su cerradura abrí aquélla. Me encontré en un
vestíbulo de desconchadas paredes, de las cuales colgaban cuadros con temas
relativos al ganado de las Tierras Altas de Irlanda. Vi otra puerta con un tirador
deslumbrante, muy pulido. Dejé caer el limpio picaporte y la puerta se abrió,
quedando y o frente a una mujer y a anciana, de blancos cabellos, armada con
unos impertinentes de viejísima traza, la cual vestía una falda negra y una
inapropiada blusa muy holgada, a ray as azules.
—¡Ah, eres tú! —dijo la mujer sin utilizar otra fórmula previa de saludo—.
Ay er estuvo preguntando por ti. No parecía muy contento.
La anciana movió la cabeza haciendo un gesto que recordaba el de una
niñera riñendo a un chiquillo travieso.
—Tendrás que intentar superarte —agregó.
—Vamos, vamos, Nanny, no se ocupe usted de eso —le contesté.
—Haz el favor de no llamarme Nanny —repuso la dama—. Eso es una
insolencia. Ya te lo he dicho en alguna otra ocasión.
—Usted tiene la culpa. Procure no hablarme como si fuese una criatura.
—En efecto, y a eres talludito. Bueno, mejor será que entres y te despaches
cuanto antes.
La mujer oprimió el botón de un intercomunicador que había sobre una
mesa, diciendo:
—Es el señor Colin… Sí, le hago pasar.
Después de oprimir nuevamente el botón del aparato la anciana me hizo una
seña.
Pasé a otra habitación en la que flotaba una humareda tan espesa que
resultaba difícil ver nada.
Cuando mis ojos se hubieron acostumbrado a aquélla, divisé la hercúlea
figura de mi jefe acomodada en un sillón que y a tendría muchos años. Junto a
uno de sus brazos había una mesita de pie giratorio, un mueble de otra época más
bien.
El coronel Beck se quitó los lentes, hizo girar la mesita, sobre la cual había un
libro de muchas páginas y me miró con aire de desaprobación.
—Por fin usted, ¿eh? —me dijo.
—Sí, señor.
—¿Ha conseguido algo positivo?
—No, señor.
—Tenia que ser así, Colin, tenía que ser así. ¿A qué podía conducirle a usted la
inspección de todas las « Crescent» ?
—Todavía pienso que eso puede dar resultado.
—Es que no podemos estar esperando indefinidamente…
—Admito que fue sólo una corazonada.
—Ningún daño hay en ello —repuso el coronel Beck.
Era éste un hombre que a veces se contradecía.
—Mis mejores trabajos nacieron de unas corazonadas. Ahora bien, la suy a
da la impresión de ir a dar pocos frutos. ¿Acabó y a con las tabernas?
—Si, señor. Como y a le notifiqué, he iniciado mi trabajo con las « Crescent» ,
esto es, aquellas casas que forman calles en tirada de semicírculo o, mejor,
media luna. En la denominación de la vía correspondiente siempre figura la
palabra mencionada.
—Nunca supuse que con ese vocablo aludiera usted a las panaderías que
elaboran artículos franceses, aunque hubiera estado justificado. En algunos de
esos establecimientos se elaboran « croissants» franceses que no tienen de tal
procedencia más que el nombre. Actualmente logran su conservación
procurándoles un ambiente frío, igual que suelen hacer con todos los alimentos
que ingerimos hoy. Tal es el motivo de que ninguno de ellos sepa jamás a
nada [4] .
Esperé un momento para ver si mi superior procedía a explay arse. Aquél era
uno de sus temas de conversación favoritos. Pero el coronel Beck, adivinando mi
actitud, se contuvo.
—¿Finalizó su inspección?
—Casi. Aún me queda por recorrer algún camino, sin embargo.
—Necesita más tiempo, ¿no?
—Efectivamente, necesito más tiempo, sí. Pero no deseo cambiar de
escenario de momento. Se ha producido una coincidencia y ésta, quizá, podría
significar algo.
—No se ande por las ramas. Refiérame hechos.
—Lugar en que ahora se concentran mis indagaciones: Wilbraham Crescent.
—De donde no ha sacado nada todavía.
—No estoy seguro.
—Concrete, muchacho, concrete.
—La coincidencia a que he hecho referencia se circunscribe a esto: un
hombre fue asesinado en Wilbraham Crescent.
—¿Quién le asesinó?
—No se sabe todavía. La policía encontró en sus bolsillos una tarjeta en la que
figuraba un nombre y unas señas, falsas ambas cosas.
—Ya, y a… Muy sugestivo. ¿Tiene eso alguna relación con lo nuestro?
—Conforme, conforme. Sin embargo… —repitió el coronel—. Bueno, ¿a qué
ha venido usted? ¿A pedir permiso para continuar husmeando en Wilbraham
Crescent, por absurdo que parezca su empeño? ¿Dónde para eso?
—Se encuentra en un lugar llamado Crowdean, a diez millas de Portlebury.
—Sí, sí. Un emplazamiento muy estratégico. Pero, ¿a qué ha venido? Usted,
habitualmente, no pide permiso para nada. Suele hacer lo que se le antoja.
¿Acaso no es verdad lo que digo?
—Sí, señor. Temo que tenga usted mucha razón para hablar de ese modo.
—Entonces, ¿qué pasa?
—Hay varias personas cuy as vidas quisiera que fuesen investigadas.
Con un suspiro, el coronel Beck volvió a colocar la mesita en posición,
sacando de uno de sus bolsillos un bolígrafo, fijando luego su mirada en mí.
—Usted dirá.
—Existe una casa llamada « Diana Lodge» . Es el número 20 de Wilbraham
Crescent. Una mujer llamada Hemming y cerca de dieciocho gatos que la
habitan.
—¿« Diana Lodge» ? De acuerdo. ¿A qué se dedica la señora Hemming?
—A nada. Vive por y para sus gatos.
—Una buena cobertura, diría y o. Por supuesto, de ahí pudiera salir algo. ¿Es
eso todo?
—No. Quiero hablarle de un hombre apellidado Ramsay. Vive en el número
62, también de Wilbraham Crescent. Un técnico en construcciones, me han dicho
que es. Esto me ha parecido un tanto vago… Se pasa la may or parte de su vida
en el extranjero.
—¡Hombre! Me gusta el cariz que toma esto —manifestó el coronel Beck—.
Pero que mucho… Usted desea poseer informes concretos sobre él, ¿no?
Conforme.
—Está casado con una buena mujer y el matrimonio tiene dos hijos…
bastante atravesados.
—Pues sí que puede estar casado. ¿Por qué no? Existen precedentes. ¿Se
acuerda de Pendleton? Tenía esposa e hijos. Una mujer magnífica. Jamás he
conocido otra más estúpida que ella. Ni por una sola vez se le ocurrió pensar que
su marido no era todo lo respetable que la buena señora se imaginaba. Y ahora
que caigo en la cuenta… Pendleton disfrutaba también de una esposa alemana,
con un par de hijas. Y de otra en Suiza… No sé si tantas esposas representaban un
exceso de carácter exclusivamente personal o venían a ser aquéllas una especie
de camuflaje. El se agarraría a esto último, desde luego. Bueno. Usted lo que
desea son informes relacionados con el señor Ramsay. ¿Algo más?
—No sé… En el 63 habita un matrimonio. El es profesor. Se encuentra
jubilado y a. McNaughton, se apellida. Es escocés. Entrado en años. Pasa su
tiempo dedicado a la jardinería. No tengo ningún motivo para desconfiar de esa
gente, pero…
—Conforme. Haremos las comprobaciones oportunas. ¿Por qué circunstancia
particular ha concentrado su atención en esas personas?
—Los jardines de sus casas tocan o se hallan muy próximos al
correspondiente a la vivienda en que fue cometido el crimen.
—Eso suena igual que un ejercicio de francés. « ¿Dónde está el cadáver de
mi tío? En el jardín del primo de mi tío» . ¿Qué puede decirme acerca del
número 19?
—Habita esta casa una mujer ciega, antigua maestra. Trabaja en una
institución dedicada a los niños invidentes. La policía local ha comprobado y a
todos los extremos relativos a ella.
—Está capacitada para ganarse la vida y se la gana, ¿verdad?
—Efectivamente.
—Y en relación con las otras personas, ¿qué piensa? ¿Ha formulado y a una
hipótesis?
—Yo pienso que de haber sido cometido un crimen en cualquiera de las casas
habitadas por las personas que he mencionado, el asesino, aunque exponiéndose,
hubiera podido trasladar el cadáver de la víctima al número 19 a una hora
propicia del día. Una mera posibilidad, eso es todo. Y hay algo que me agradaría
enseñarle a usted. Esto.
Beck cogió la moneda manchada de tierra que le alargué.
—¿Un haller checo? ¿Dónde lo halló usted?
—No fui y o quien lo encontró, pero sé que estaba en el jardín posterior de la
casa número 19.
—Muy interesante. En su obsesión por las « crescents» y « medias lunas» es
posible que llegue a alguna parte. —El coronel Beck añadió, pensativamente—:
Existe una taberna llamada « The Rising Moon» [5] en una calle próxima a ésta.
¿Por qué no prueba su suerte allí?
—Visité ese local y a.
—Tiene usted siempre una respuesta a punto, ¿eh? —dijo el coronel—.
¿Quiere un cigarrillo?
—Muchas gracias. Hoy dispongo de poco tiempo.
—¿Se dispone a volver a Crowdean?
—Sí. Quiero asistir a la encuesta judicial.
—Ya verá como es aplazada. ¿Seguro de que no anda detrás de ninguna chica
allí?
—Absolutamente seguro —respondí un tanto amoscado. Inesperadamente, el
coronel Beck comenzó a reír, fijando su regocijada mirada en mí.
—Mire usted bien dónde pisa, hijo mío. Las faldas andan haciendo
constantemente de las suy as. ¿Cuánto tiempo hace que la conoce?
—Le he dicho que no hay ninguna… Está bien. Hay una muchacha por en
medio; la joven que descubrió el cadáver.
—¿Cuál fue su reacción al suceder eso?
—Gritar.
—Estupendo —comentó el coronel—. Como si lo viera: echó a correr en
dirección a usted y reclinando la cabeza en su hombro le contó lo que había visto.
¿Fue así?
Repliqué fríamente:
—No sé de qué me está hablando. Eche un vistazo a todo esto. Saqué varias
de las fotografías tomadas por los especialistas de la policía.
—¿Quién es este hombre?
—El asesinado.
El coronel Beck apartó la vista de las cartulinas para indicarme, muy serio:
—Diez contra uno a que esa muchacha que tan bien le ha caído es la autora
del crimen. La historia que cuenta se me antoja falsa desde el principio hasta el
fin.
—Aún no la ha oído usted. La verdad es que todavía no se la he contado.
—No necesito que me la refiera —repuso el coronel Beck, sacudiendo la
ceniza de su cigarrillo—. Procure asistir a la encuesta, hijo mío, y no pierda de
vista a la chica ¿se llama acaso Diana, o Artemisa, o algo que tenga relación con
los semicírculos y las medias lunas?
—No.
—Está bien. ¡Recuerde que también puede darse tal posibilidad!
Capítulo XIV
NARRACIÓN DE COLIN LAMB

Había transcurrido bastante tiempo desde la última vez que estuviera en


Whitehaven Mansions. Varios años atrás había sido un edificio de modernos pisos
que destacaban en el lugar en que se encontraba emplazado. Ahora se hallaba
flanqueado por otras construcciones más importantes y acordes con la moda. En
el vestíbulo del inmueble noté que el ascensor había sido pintado recientemente,
presentando las maderas líneas amarillas y verdes en tonalidades muy desvaídas.
Ya en el piso que buscaba oprimí el botón del timbre correspondiente al
Apartamento número 203. Me abrió la puerta un servidor irreprochablemente
vestido: George, quien me acogió con una amplia sonrisa.
—¡Señor Colin! ¡Cuánto tiempo sin verle!
—Pues es verdad, George. ¿Cómo estás?
—Muy bien, gracias, señor. Bajé la voz.
—¿Y él? ¿Cómo se encuentra él?
George bajó también la voz, cosa harto difícil porque, como siempre, se
expresaba en el tono justo.
—A veces le veo ligeramente deprimido.
Asentí.
—¿Me hace el favor, señor? Por aquí… George cogió mi sombrero.
—Anúnciame, por favor, como el señor Colin Lamb.
—De acuerdo, señor.
El servidor abrió una puerta, diciendo con toda claridad:
—El señor Colin Lamb desea verle.
George retrocedió lentamente para dejarme entrar.
Mi amigo Hércules Poirot se encontraba sentado en su butacón de costumbre,
delante de la chimenea. Observé que una de las barras de la estufa de infrarrojos
eléctrica estaba roja a más no poder. Corrían los primeros días de septiembre.
Hacía calor más bien. Pero Poirot era uno de los primeros hombres que se
barruntaban y sentían la frialdad inicial del otoño, apresurándose a tomar las
oportunas precauciones contra el mismo. A uno y otro lado de él tenía varios
montones de libros. Sobre una mesa situada a su izquierda había aún más. Al
alcance de la mano derecha tenía una taza de la cual se desprendía un líquido
resultante de la ebullición de varias hierbas medicinales: una tisana. Poirot era
aficionado a éstas y a menudo insistía en que le acompañara en sus
degustaciones. A mí aquellos caldos me parecían nauseabundos. Además de
producirme arcadas me causaban insoportable cosquilleo en la nariz.
—¡No se levante, por Dios, Poirot!
Pero mi amigo estaba y a en pie al pronunciar y o estas palabras,
acercándoseme con los brazos abiertos.
—¡Vay a, vay a! Conque es usted, ¿eh?, mi joven amigo. Mi amigo Colin.
Pero, ¿por qué ha agregado a su nombre el apellido Lamb? Déjeme pensar. A
este respecto circula por ahí un dicho o un proverbio… Algo relacionado con un
carnero que se disfrazó de cordero[6] . No. Eso es lo que se dice aquí de las
mujeres de edad que intentan aparecer más jóvenes de lo que en realidad son.
Esto no le cuadra a usted. ¡Ajá! Ya lo tengo. Usted es un lobo que se oculta tras la
piel de una oveja. ¿Eh? ¿Qué tal?
—Ni siquiera es eso, amigo mío —respondí—. Sencillamente: dada la índole
de mis actividades pensé que incurría en un error al utilizar mi apellido verdadero
y a que me exponía a que alguien me relacionara con mi padre. Así nació Lamb,
un vocablo breve, sencillo, fácil de recordar. Además, halagándome un poco,
creo que se adapta a mi carácter.
—Yo no estoy tan seguro de ello —manifestó Poirot—. ¿Y cómo se encuentra
mi buen amigo, su padre?
—El viejo se encuentra magníficamente. Muy ocupado con sus plantas. Los
meses pasan con tal rapidez que jamás sé a ciencia cierta qué es lo que está
cultivando…
—Así pues, ¿ha concentrado su atención en la horticultura, acaso?
—Todo el mundo parece inclinarse por esa afición u otra semejante al final.
—Exclúy ame a mí —manifestó Hércules Poirot—. Una vez me dio por las
calabazas, sí, pero y a no he vuelto a ocuparme de ellas. En cuanto a la jardinería
se me ocurre: si uno quiere hacerse con las mejores flores, ¿por qué no ir a un
buen establecimiento, a la floristería más indicada? Tengo entendido que mi buen
superintendente se había aplicado a la tarea de escribir sus memorias. ¿Es verdad
eso?
—Comenzó a hacerlo, pero luego observó que lo publicable resultaba tan
insípido que no valía la pena tomarse tal molestia.
—Sí, es preciso ser discreto. Una lástima porque su padre hubiera podido
relatar cosas muy sustanciosas. Yo le admiro, sinceramente. Le admiré siempre.
¿Sabe usted? Sus métodos suscitaron mi interés desde el primer momento de
nuestra relación. Supo manejar como nadie el factor evidente. Montaba la
trampa, una trampa evidentísima, demasiado clara, a la que todo el mundo
oponía reparos, precisamente porque saltaba a la vista… Pero el criminal,
evidentemente también, acababa por caer en ella, no se le escapaba nunca.
Me eché a reír.
—Actualmente los hijos no suelen confesar su admiración por sus padres. Es
una concreta faceta de la actividad humana, la may oría prefiere sentarse ante
sus mesas, pluma en mano, previamente cargada de veneno, e ir recordando
mezquindad tras mezquindad y tontería tras tontería, vertiendo el triste fruto de su
imaginación en las cuartillas. Por lo que a mí respecta, debo confesar que mi
padre me inspira auténtica admiración ¡Ojalá llegara a ser como él algún día!
Claro que y o he tomado otra orientación.
—La cual está relacionada con la de mi buen amigo —opinó Poirot—.
Estrechamente relacionada, si bien usted se ve obligado a moverse entre
bastidores mientras que él actuaba ante el público —Hércules Poirot tosió
levemente—. Creo que he de felicitarle por su último triunfo, ¿no? Me refiero al
affaire Larkin.
—Este marcha bien, sencillamente. Pero me quedan por averiguar algunas
cosas si quiero redondear debidamente ese asunto. He de decirle, sin embargo,
que no vine aquí para hablar con usted de él.
—Claro, claro…
Poirot me señaló una silla, ofreciéndome una taza de tisana, que y o
inmediatamente rechacé.
—Bueno, ¿y qué lleva usted entre manos ahora? —me preguntó.
Eché un vistazo a los libros que tenía alrededor de su butacón.
—Parece ser que anda usted enfrascado en algunas indagaciones, ¿eh?
Poirot suspiró:
—Llámelo así si quiere. Pues sí, quizá no ande usted descaminado en su
apreciación. Últimamente he venido sintiendo la imperiosa necesidad de
enfrentarme con un problema. Lo de menos era, me dije, el carácter del mismo.
Lo que interesaba era aquél en sí. No son los músculos los que y o preciso
ejercitar sino las células cerebrales.
—Con la intención, naturalmente, de mantenerlas en forma.
—En efecto —Hércules Poirot suspiró de nuevo—. Ahora bien, tenga en
cuenta mon cher, que ese problema no es tan fácil de conseguir como parece a
primera vista. Verdad es que el pasado jueves se me presentó uno. En el sitio en
que suelo dejar siempre mi paraguas descubrí tres trozos de piel de naranja seca.
¿Cómo pudieron llegar hasta allí? Es el caso que y o no como naranjas jamás.
George no se atrevería nunca a dejar esas pieles en semejante sitio. Tampoco
era probable que hubiese venido un visitante que llevase aquéllas en uno de sus
bolsillos. Sí, desde luego, era todo un problema.
—¿Llegó usted a resolverlo?
—Sí, señor.
Me habló en un tono de voz que denotaba más melancolía que orgullo.
—Al fin no resultó ser de mucho interés. La cosa se basaba en la sustitución
de la antigua mujer encargada de la limpieza. Desacatando las órdenes dadas al
respecto, la nueva trajo consigo a uno de sus hijos. Por las trazas, como verá, el
problema no podía figurar entre los apasionantes, si bien estuvo informado por
toda una espesa trama de mentiras, omisiones y todo lo demás… Me produjo una
profunda satisfacción pese a que carecía de importancia.
—Una desilusión —sugerí.
—Enfin —dijo Poirot—, y o soy un hombre modesto. No obstante, para cortar
el hilo de un paquete no hay por qué utilizar un estoque.
Moví la cabeza solemnemente, apoy ando con mi gesto sus palabras. Poirot
continuó hablando:
—Desde hace unos días me entretengo ley endo. Ahora he centrado mi
atención en ciertos misterios correspondientes a hechos acaecidos realmente,
aplicando a aquéllos las soluciones que se me ocurren.
—¿Se refiere usted a esos casos como el de Bravo, el de Adelaide Barlett y
otros por el estilo?
—Exactamente. Pero en cierto modo el de aquél fue demasiado fácil. Yo no
abrigo ninguna duda acerca de la identidad de la persona que asesinó a Charles
Bravo. Su compañera pudo haber estado complicada en el crimen, pero ella,
ciertamente, no representó la fuerza impulsora. Y luego tenemos la figura de esa
desgraciada adolescente Constance Kent. El móvil verdadero de la supresión del
hermano pequeño, a quien ella amó siempre, evidentemente, fue una incógnita.
Para mí no, por supuesto. Lo vi todo claro nada más leer las informaciones
referentes al caso. En cuanto a Lizzie Borden, no hubiera tenido que hacer otra
cosa que dispararle varias preguntas en relación con determinadas personas.
Pero me figuro que y a habrán fallecido cuantos tuvieron que ver con el affaire…
Pensé, como en otras ocasiones, que la modestia no era precisamente una de
las cualidades de Hércules Poirot.
—¿Qué cree que hice luego? —me preguntó mi amigo.
Me dije que Poirot no debía haber tenido en los últimos días mucha gente con
quien hablar y que ahora disfrutaba oy éndose a sí mismo.
—De la vida real pasé a la imaginada, a la pura ficción. Aquí me tiene entre
diversos ejemplos de la misma, situados a mi derecha y a mi izquierda. Me he
entregado al trabajo… Mire… —Poirot me mostró el libro que y o viera sobre
uno de los brazos de su sillón al entrar en el cuarto—. He aquí, mi querido Colin.
El caso Laevenworth.
Seguidamente depositó en mis manos la obra aludida.
—Ha retrocedido usted bastantes años —comenté—. Siendo un niño creo
haber oído hablar a mi padre de este libro. Me parece incluso que llegué a leerlo.
Estará pasado de moda, seguramente.
—Se trata de una obra admirable. Ley éndola es posible saborear el ambiente
de la época, el cuidado drama que contienen sus páginas. Recuerde las detalladas
descripciones del autor para darnos a conocer la belleza de Eleanor, la
hermosura de Mary …
—Tendré que volver a leerla. He olvidado tales detalles.
—Y luego está el tipo de la sirvienta, Hannah, absolutamente real. Y el del
criminal, que constituy e un estudio psicológico excelente. Opté por escuchar a
Poirot con toda atención.
—Ocupémonos ahora de las Aventuras de Arsenio Lupin. ¡Qué fantástica, qué
irreal resulta esta obra! Y, sin embargo, ¡cuánta vitalidad, qué vigor encierra!
Hay en ella también su carga de humor, bien dosificado.
Dejando a un lado las Aventuras de Arsenio Lupin, Poirot cogió otro libro.
—Aquí tiene usted El Misterio del Cuarto Amarillo. ¡Ah! ¡Este sí que es un
clásico realmente! No tengo más remedio que confesar mi conformidad con él,
desde el principio hasta el fin. En su tiempo suscitó muchas críticas. Fue
considerado por muchos falso su asunto, mi querido Colin. Un error. Estaba muy
próximo a la falsedad, en todo caso. Le separaba de ella el espesor de un cabello.
No. Todo lo que ese libro contiene es verdad, una verdad oculta cuidadosamente
tras el astuto juego de las palabras. Todo se aclara en el momento supremo,
cuando los hombres se encuentran en la confluencia de tres pasillos —Poirot hizo
una leve reverencia—. Definitivamente; una obra maestra, a mí me parece que
casi olvidada en la actualidad.
Poirot se había remontado a veinte años atrás, con el propósito de estudiar la
labor de los escritores del género que habían ido surgiendo después.
—He leído, asimismo, algunas de las primeras obras de la señora Ariadne
Oliver, una amiga mía… Bueno, creo que usted también la conoce. No apruebo
por completo sus libros. Los sucesos que en ellos se relatan son improbables por
todos conceptos. La autora recurre demasiado frecuentemente al brazo de largo
alcance de la coincidencia. Siendo joven en la época en que escribió esos
volúmenes, incurrió en la necedad de dar a su detective la nacionalidad
finlandesa. Es evidente que ella no sabe ni una palabra acerca de los fineses ni de
Finlandia. Es decir, si exceptuamos lo que hay a podido aprender en los libros de
Sibelius. No obstante, sabe hacer de vez en cuando una deducción inteligente,
posee unos hábitos mentales sanos y en los últimos años ha aprendido una gran
cantidad de detalles referentes a los procedimientos policíacos. Entiende también
algo más de armas de fuego y de cuanto se relaciona con su empleo. Ha cubierto
una laguna tremenda últimamente. Por lo visto acostumbra a consultar con algún
amigo abogado o procurador determinados puntos de carácter legal.
Hércules Poirot dejó el libro de la señora Ariadne Oliver, que en aquel
instante tenía en sus manos, para coger otro.
—Aquí tenemos a Cy ril Quain. ¡Ah! El señor Quain es el maestro de la
coartada.
—No lo recuerdo muy bien, pero se me antoja un escritor aburrido.
—Es cierto que en sus libros no ocurre nada particularmente emotivo —
explicó Poirot—. Desde luego, en ellos anda un cadáver por en medio. Y a veces
más de uno. Pero todo radica siempre en la coartada, en el horario de
ferrocarriles, las rutas de las líneas regulares de autobuses, la disposición de las
carreteras… Confieso que me agrada este intrincado, este detallado, uso de la
coartada. Y la gozo intentando sorprender a Cy ril Quain en un error…
—Supongo que siempre logrará salirse con la suy a —señalé.
Poirot se mostró sincero.
—Siempre no —admitió—. Ocurre que al cabo de algún tiempo uno se da
cuenta de la semejanza existente entre los distintos libros de dicho autor. Las
coartadas se parecen siempre en el fondo, aunque se refieren a cosas distintas.
Mon cher Colin: me imagino a Cy ril Quain sentado frente a la mesa de su
despacho, fumando una pipa, tal como se ve en las fotografías, rodeado de sus
obras de consulta, de folletos de vías aéreas, de horarios y guías de todas clases y
procedencias… Debía conocer, incluso, las rutas marítimas. Usted dirá lo que
quiera, Colin, pero el trabajo de Cy ril Quain está presidido por el orden y el
método.
Hércules Poirot se olvidó de Quain para coger otro libro.
—Aquí tenemos ahora a Garry Gregson, un prodigioso escritor de novelas de
emoción e intriga. Creo que llegó a publicar unas sesenta y cuatro. Con respecto
a Quain viene a ser el polo opuesto. En los libros de aquél no sucede nada; en los
de Gregson ocurren demasiadas cosas. Ocurren de una manera inadmisible
muchas veces y en aluvión, revueltas. Todas son de un tono subido. Se trata de
una especie de melodrama agitado. Hay sangre, cadáveres, pistas, emociones
amontonadas… Todo es sensacional, espeluznante, en esos libros. No hay nada
que recuerde la vida tal y como es ésta. Usted diría que las obras de Gregson no
son, por ejemplo, como mi taza de té. Tiene usted razón. Aquéllas recuerdan más
bien uno de esos cócteles americanos de oscuro origen, compuestos con
ingredientes sospechosos.
Poirot suspiró, hizo una pausa y continuó con su discurso.
—Volvamos la mirada hacia América —cogió uno de los libros del montón
que tenía a su izquierda—. Le ha llegado el turno a Florence Elks. También, al
igual que Quain, trabaja con método, escribiendo páginas saturadas de
acontecimientos llenos de color, apuntados con sagaz intención. Es alegre y viva.
Esa dama posee buen juicio, si bien como les sucede a numerosos escritores
americanos, se halla un poco obsesionada con la bebida. Yo soy, como usted
sabe, mon ami, un excelente catador de vino. Siempre me ha producido una gran
satisfacción comprobar que un clarete o un borgoña introducidos en una historia
de esta clase han llegado a ella con todos los honores de la autenticidad: con la
anotación de la cosecha correspondiente. En cambio no me interesa, en absoluto,
saber la cantidad de whisky o de aguardiente de maíz que consume un detective
americano a lo largo de una de esas novelas del tipo mencionado que nos envían
desde el otro lado del mar. El hecho de que el héroe ingiera un cuarto o medio
litro de alcohol periódicamente, alcohol que saca de uno de los cajones de la
cómoda que tiene en el dormitorio, me parece que no afecta en nada a la historia
en curso. La cuestión de la bebida en los libros americanos significa tanto como
la cabeza del rey Charles para el pobre señor Dick cuando intentó escribir sus
memorias. Le resultaba imposible evitar que figurara en el cuadro que se
disponía a pintar.
—¿Qué me dice usted acerca de la escuela de los « duros» ? —inquirí.
Poirot agitó una mano desechando la idea con la misma viveza con que
hubiera espantado un inoportuno mosquito.
—¿La escuela de la violencia por la violencia? ¿Y desde cuándo ha tenido eso
interés? Yo he presenciado muchas escenas de ese carácter en los primeros
tiempos de mi carrera, como agente de policía. ¡Bah! Eso es lo mismo que si
ley era un libro de texto de Medicina. Tout de même, sitúo a la novela policíaca
americana en lugar preeminente. La estimo más ingeniosa, más imaginativa que
la inglesa. El ambiente resulta menos sobrecogedor que el que se respira en las
obras de la may or parte de los escritores franceses. Ocupémonos, por ejemplo,
de Louisa O’Malley …
Hércules Poirot buscó otro libro.
—Esta mujer escribe con la corrección de un erudito. Y, no obstante, provoca
en sus lectores una gran emoción en marcha ascendente, cuidadosamente
graduada. Esas mansiones neoy orquinas de muros color pardo rojizo… ¿Dónde
radican exactamente? Pienso en los apartamentos que describe nuestra autora, en
los esnobismos de sus personajes. Soterradas, discurren por insospechados cauces
las corrientes que conducen al crimen. Pudo haber sucedido todo tal como ella
nos lo cuenta y así ocurre. Esta Louisa O’Malley es excelente, magnífica. De
veras.
Poirot suspiró. Echando hacia atrás la cabeza se bebió lo que quedaba en la
taza de su tisana.
—Y luego… están los favoritos de todas las épocas.
Mi amigo buscó un nuevo libro.
—Las aventuras de Sherlock Holmes —murmuró admirativamente, para
añadir en seguida, con devoción, una sola palabra—: Maître!
—¿Sherlock Holmes? —inquirí.
—¡Oh, no! ¡Sherlock Holmes, no! Mi exclamación iba dirigida a su creador, a
Sir Arthur Conan Doy le. Estas historias de Sherlock Holmes que todos conocemos
se componen de elementos un tanto traídos por los pelos en realidad. Hay no
pocas cosas falaces en ellas y se desarrollan de una manera artificiosa. Quería
referirme al arte con que fueron escritas… ¡Ah! Esta es otra cuestión. En las
páginas de Conan Doy le se paladea un lenguaje de buena ley. Y, sobre todo, hay
que mencionar ese magnífico personaje que es el doctor Watson, una verdadera
creación. He ahí uno de los éxitos indiscutibles de nuestro escritor.
Mi amigo, en virtud de una asociación de ideas, añadió:
—Ce cher, Hastings… Mi amigo Hastings, del cual usted me ha oído hablar
con frecuencia. Hace tiempo que no he tenido noticias de él. ¡Qué decisión tan
absurda la suy a, al sepultarse en un país sudamericano, en un continente en el
que cada día hay una revolución!
—Eso no ocurre solamente en Sudamérica hoy —observé—. Actualmente se
registran revoluciones en todo el mundo.
—No vay amos a ponernos a discutir ahora sobre la bomba atómica, amigo
mío. Puesto que no podemos alterar ciertas cosas, dejémoslas como están.
—La verdad es que vine a hablar con usted de otra cuestión que nada,
absolutamente, tiene que ver con aquélla.
—¡Ah! Va usted a contraer matrimonio, ¿verdad? Me alegro, mon cher, me
alegro mucho.
—¿Qué diablos le ha hecho pensar en eso, Poirot? No se trata de tal asunto, ¡ni
hablar de ello!
—¡Hombre! Todos los días ocurren cosas como ésa.
—Es posible —repuso con firmeza—, pero no a mí. Yo quería decirle que
andaba ocupado con un pequeño problema criminal.
—¿Sí? ¿Un problema criminal, ha dicho? Y ha venido usted a exponerme el
caso. ¿Por qué?
—Pues… —y o me sentía ligeramente embarazado—. Pensé que le agradaría
conocerlo.
Poirot me estudió unos segundos. Luego se acarició el bigote con cuidado,
para contestarme, a su manera, finalmente:
—El amo suele ser cariñoso con él perro. A veces le arroja una pelota.
También el animal es capaz de mostrarse afectuoso con su dueño. El perro mata
un conejo o una rata y corre en busca de su amo, depositando la caza a sus pies.
¿Y qué hace entonces? Sencillamente: menear el rabo.
Sin poderlo remediar, me eché a reír.
—¿Y estoy y o ahora moviendo el rabo?
—Creo que sí, amigo mío. Sí, creo que sí.
—De acuerdo. ¿Qué dice ahora el amo? ¿Desea examinar la caza? ¿Quiere
saberlo todo?
—Por supuesto. Ha venido a hablarme de un crimen que usted piensa que
despertará mi interés, ¿no es así?
—Lo malo del caso es que no hay una sola cosa en él que tenga sentido.
—Imposible —comentó Poirot—. Todo tiene sentido, absolutamente todo.
—Bueno, pues intente sacar consecuencias de lo que voy a referirle. Yo no lo
he logrado. He de advertirle que esto no es nada que me afecte a mí
directamente. He tenido intervención en el asunto por casualidad. Tenga presente
que el misterio puede que se desvanezca en cuanto el cadáver sea identificado.
—Habla usted sin método ni orden —señaló Poirot severamente—. Le ruego
que me ponga al corriente de los hechos. Me ha dicho que se trata de un crimen,
¿verdad?
—Efectivamente. La víctima es un hombre.
Le describí con todo detalle los acontecimientos que habían tenido por
escenario la casa número 19 de Wilbraham Crescent. Hércules Poirot se recostó
en su butacón, cerrando los ojos. Mientras estuvo escuchando mi narración no
cesó un momento de dar golpecitos en el brazo de su sillón con el dedo índice de
la mano derecha. Al callar y o también, él guardó silencio. Después me preguntó,
sin abrir los ojos:
—Sans blague?[7]
—¡Oh, no, en absoluto! —respondí.
—Epatant —manifestó Hércules Poirot.
Pareció saborear la palabra repitiéndola sílaba tras sílaba. E-pa-tant. Tras esto
continuó golpeando suavemente.
—Bueno —inquirí impacientemente, después de haber aguardado unos
segundos más—, ¿qué tiene usted que decir de todo esto?
—Pero, ¿qué quiere que diga?
—Desearía que me diese la solución del problema. De sus manifestaciones, a
lo largo de otras charlas, he deducido que usted cree posible lograr hallar aquélla
sin más trabajo que el de tenderse en un sillón reflexionando intensamente. Usted
ha sostenido siempre que no es preciso andar de acá para allá haciendo preguntas
a la gente o buscando pistas.
—Desde luego, es una teoría que he defendido siempre.
—En esta ocasión le he cogido la palabra. Ya le he dado a conocer los hechos.
Ahora déme usted la respuesta.
—Sin más, ¿eh? Aún se desconocen muchas cosas, mon ami. Nos hallamos
solamente en el principio, ¿no es así?
—Insisto pese a todo en que me diga algo.
Hércules Poirot reflexionó un instante.
—Una cosa es evidente —dijo—. Debe tratarse de un crimen muy simple.
—¿Simple? —repetí desconcertado.
—Naturalmente.
—¿Por qué tiene qué ser simple?
—Por una razón: por su compleja apariencia. ¿No lo comprende?
—Creo que no.
—Es curioso —musitó Poirot—. Todo lo que usted me ha contado… Estoy
casi seguro de que los hechos que acaba de referirme me son vagamente
familiares. Ahora bien, donde, cuando he tropezado con un tema similar…
Poirot se interrumpió.
—Su memoria tiene que ser forzosamente un vastísimo depósito de crímenes.
Pero, por supuesto, no puede recordarlos todos, ¿es cierto?
—Así es, desgraciadamente. No obstante, en ocasiones, tales similitudes
suelen ser útiles. En Lieja vivió hace tiempo un fabricante de jabones. El hombre
envenenó a su esposa al objeto de contraer matrimonio con una rubia
taquimecanógrafa. Quedaron establecidas determinadas características. Años
después, muchos años después, se dieron una serie de circunstancias parecidas.
Esta vez fue un asunto relacionado con el robo de un perrito pequinés. ¡Ah! Pero
el modelo era el mismo. Recurrí al equivalente, a aquel del que fueran
protagonistas la rubia taquimecanógrafa y el fabricante de jabones. Y entonces,
voilá! Así es como vienen a uno esas impresiones. Me ha parecido reconocer
determinados detalles en lo que me acaba de contar.
—¿Se refiere a los relojes? —sugerí esperanzado—. ¿A los falsos agentes de
seguros?
—No, no.
—¿Ha pensado en las mujeres ciegas?
—No, no, no. Por favor, no embrolle mis ideas.
—Me desconcierta usted. Poirot —le dije—. Esperaba que me diese la
respuesta ansiada inmediatamente.
—Pero, amigo mío, hasta el momento presente usted no me ha facilitado más
que un modelo. Aún hay que averiguar muchas cosas. Es de suponer que ese
hombre acabe siendo identificado. Esa es una labor en la que la policía se ha
mostrado siempre competente. Esta posee unos archivos muy completos; está
facultada para publicar en todos los periódicos la fotografía de la víctima; conoce
las listas de personas desaparecidas; posee laboratorios capaces de proceder a un
examen científico de las ropas, etcétera, etcétera. ¡Oh, sí! La policía dispone de
grandes medios para realizar su labor. No hay que dudarlo un momento, ese
hombre será identificado.
—De modo que por el momento no hay nada que hacer. ¿Es eso lo que usted
piensa?
—Siempre hay algo que hacer —manifestó Hércules Poirot gravemente.
—¿Por ejemplo?
Poirot levantó un dedo.
—Hablar con los vecinos.
—Ya lo he hecho. Acompañé a Hardcastle cuando éste fue a interrogarles.
No conseguimos ningún informe especialmente provechoso.
—¡Ah! Eso es lo que ustedes creen. Pero y o les aseguraría lo contrario. Usted
va a esas personas para preguntarles: « ¿Ha visto algo sospechoso?» . En cuanto le
respondan que no, usted cree que y a está todo hecho. No me refería a eso al
recomendarle que charlara con los vecinos. Quería sugerirle la conveniencia de
lograr por todos los medios que ellos les hablaran a ustedes. En una u otra
entrevista, inevitablemente, hallarían una pista. Esa gente sacará a colación el
tema de la jardinería, de los perritos domésticos, de las peluqueras, modistas, de
las amistades de uno y otro sexo, de la cocina… Entre tanta palabrería vana
siempre se da con un vocablo revelador, que arroja un foco deslumbrante de luz
sobre el problema. Me ha dicho que no lograron nada provechoso como
consecuencia de sus entrevistas. Yo sostengo que eso no puede ser. Si usted
pudiera repetirme esos diálogos palabra por palabra…
—Puedo hacerlo, desde luego —declaré—. Tomé notas taquigráficas de
cuanto oí mientras representaba el papel de agente, las cuales transcribí, siendo
mecanografiadas posteriormente. Se las he traído. Aquí las tiene.
—¡Ah, qué buen chico es usted! De veras, ¿eh? Ha procedido usted pero que
muy bien. Je vous remercie infinitment.
Me sentía un poco embarazado.
—¿Se le ocurren a usted más sugerencias? —le pregunté.
—Sí. Siempre hay algunas sugerencias que formular. Veamos lo de la
chica… Hable con ella. Vay a a verla. Ya son ustedes amigos, ¿verdad? ¿No se
arrojó a sus brazos cuando salía huy endo aterrorizada de la casa en que se
cometió el crimen?
—La lectura de las obras de Garry Gregson ha influido en usted —observé—.
Se expresa y a en un estilo melodramático.
—Tal vez tenga usted razón —admitió Poirot—. Los libros que uno lee con
preferencia influy en inevitablemente en nosotros.
—En cuanto a lo de la muchacha… —comencé a decir, haciendo en seguida
una pausa.
Poirot me miró inquisitivamente.
—¿Qué?
—No me gustaría… No quiero que…
—¡Ah, vamos! Allí, en lo más recóndito de su mente, usted piensa que la
joven está complicada de un modo u otro en el caso.
—No, no. Fue una pura casualidad que ella estuviera en la casa…
—No, mon ami, nada de casualidad. Eso lo sabe usted perfectamente. Me lo
ha dicho hace unos instantes. Alguien solicitó sus servicios por teléfono,
preguntando por la muchacha además.
—Es que ella no sabe por qué.
—Usted no puede estar muy seguro de que ella no sepa el porqué de ese
interés. Lo más probable parece que lo sepa y quiera ocultar tal hecho.
—Yo no lo creo —repliqué obstinadamente.
—Existe la posibilidad de que llegue usted a averiguarlo por sí mismo
hablando con la joven, cuy as ideas a lo mejor necesitan ser aclaradas.
—No sé cómo… Quiero decir… Apenas la conozco.
Hércules Poirot entornó los ojos nuevamente.
—Hay un momento en el curso del proceso de atracción mutua entre dos
personas de sexos opuestos en que esa declaración resulta ser particularmente
cierta. Supongo que es una muchacha muy bonita…
—Sí, en efecto, es muy linda.
—Usted hablará con ella —ordenó Poirot—, porque los dos son amigos y a.
Luego, juntos, irán a ver a esa mujer ciega con cualquier pretexto. Más adelante
visitará usted la firma para quien Sheila Webb trabaja, alegando, por ejemplo,
que necesita que le pasen un manuscrito a máquina. Probablemente trabará
relación con cualquiera de las otras chicas que trabajan en ese servicio de
secretariado. Hágalo así y luego venga por aquí a contarme cuanto le hay an
dicho esas personas, ce por be.
—¿No me tiene lástima? —le pregunté.
—No, en absoluto. ¡Si se va a divertir!
—Al parecer usted no se acuerda de que tengo que atender a mi trabajo
normal.
—Actuará mejor tomando esto a modo de descanso —me aseguró Poirot.
Me puse en pie, echándome a reír.
—Bien, se ha convertido usted en mi doctor puesto que sabe qué es lo que
más me conviene ¿No le queda nada que decirme y a? ¿Qué impresión le ha
producido este extraño asunto de los relojes?
Poirot se recostó de nuevo en su butacón, entornando los ojos. Sus palabras no
pudieron resultar para mi más inesperadas:

Ha llegado el momento, dijo la morsa,


de hablar de muchas cosas.
De zapatos, de buques, de lacres,
de coles y de rey es.
De la causa de que el mar hierva,
y de sí los cerdos tienen o no alas.

Mi interlocutor volvió a abrir los ojos, haciendo un gesto de asentimiento.


—¿Me ha comprendido? —preguntó.
—Acababa usted de citar un pasaje de Alicia en el País de las Maravillas.
—Exacto. De momento eso es cuanto puedo hacer por usted mon cher.
Reflexione sobre lo que le he dicho.
Capítulo XV

A la encuesta judicial asistió numeroso público. La gente de Crowdean,


impresionada por aquel crimen, esperaba que se produjeran revelaciones
sensacionales. Los trámites, sin embargo, fueron tan escuetos y fríos como
siempre. Sheila Webb no tenía por qué haber aguardado inquieta la llegada de
aquel día. Todo quedó liquidado en unos minutos por su parte.
Desde el número 19 de Wilbraham Crescent alguien había llamado al
teléfono del « Cavendish Bureau» . La joven se había presentado en la casa,
entrando en la misma y acomodándose en el cuarto de estar, de acuerdo con las
órdenes recibidas. Aquí había descubierto el cadáver de un hombre, para salir en
seguida corriendo a la calle, en demanda de auxilio. La señorita Martindale, que
también prestó declaración, se sometió a un interrogatorio todavía más breve que
el que sufriera su empleada. La persona que le había hablado por teléfono
habíale asegurado ser la señorita Pebmarsh, solicitando los servicios de una
taquimecanógrafa, con preferencia a las demás la señorita Sheila Webb, dando al
mismo tiempo ciertas instrucciones. La señorita Martindale había anotado la hora
exacta de la llamada, la 1:49. Con esto dio fin la actuación de la dueña del
« Cavendish Bureau» .
La señorita Pebmarsh, que declaró después, negó categóricamente haber
solicitado de aquella entidad los servicios de una de sus empleadas. El detective
inspector Hardcastle se limitó a hacer una reseña muy breve, especificando
sencillamente que atendiendo una llamada telefónica se había presentado en el
número 19 de Wilbraham Crescent, donde encontrara el cadáver de un hombre.
El juez le preguntó:
—¿Ha podido usted identificar a la víctima?
—Todavía no, señor. Por tal motivo deseaba pedirle que la presente encuesta
fuese aplazada.
—Será tomada en consideración su propuesta.
Luego le llegó el turno al doctor Rigg, médico del servicio[8] , quien facilitó
detalles sobre el reconocimiento practicado al cadáver.
—¿Está en condiciones de fijar la hora aproximada en que falleció ese
hombre, doctor?
—El examen fue a las tres y media. Yo diría que su muerte se produjo entre
la una y media y dos y media.
—¿No se puede concretar más?
—Prefiero no hacerlo. De todos modos, afirmando más, y o aseguraría que
ese hombre murió a las dos o pocos minutos antes. Ahora bien, en la
determinación de la hora exacta, hay que tener en cuenta muchos factores: edad,
estado de salud, etcétera.
—¿Ha llevado a cabo la autopsia?
—Sí, señor.
—¿Qué es lo que le causó la muerte?
—La víctima fue apuñalada. Instrumento empleado: un fino y afilado
cuchillo. Tal vez se trate de un sencillo cuchillo de cocina francés. La punta del
mismo penetró…
El doctor se explay ó en ciertas consideraciones de tipo técnico, detallando la
forma exacta en que el arma alcanzó el corazón de la víctima.
—¿Fue la muerte instantánea?
—El hombre debió morir a los pocos minutos de ser atacado.
—¿No es probable que aquél gritara o se defendiera?
—En las circunstancias en que fue apuñalado, no.
—¿Quiere usted explicarnos, doctor, el significado exacto de esa frase?
—Procedí al examen de determinados órganos y a efectuar unas pruebas. Yo
aseguraría que el hombre murió con posterioridad a la administración de una
droga.
—¿Puede decirnos de qué droga se trataba?
—Sí: hidrato de cloral.
—¿Está en condiciones de explicarnos cómo fue administrada?
—Probablemente, disuelta en alcohol. El efecto del hidrato de cloral es muy
rápido.
—Creo que en algunos medios esa sustancia se conoce por el nombre de
« Mickey Finn» ¿verdad? —murmuró el juez.
—Correcto, señor —contestó el doctor Rigg—. Seguramente el hombre se
bebió confiado el líquido. A los pocos segundos quedaría sumido en un estado de
inconsciencia.
—Momento que el atacante aprovechó para apuñalar a la victima, a su juicio,
¿verdad?
—Eso es lo que y o creo. No he descubierto en el cadáver señales de violencia
y el rostro ofrecía una pacífica expresión.
—¿Cuánto tiempo permaneció inconsciente ese hombre antes de ser
asesinado?
—No puedo decirlo con exactitud. Eso depende siempre de las condiciones
físicas del que ingiere la droga. En general, alrededor de media hora o quizá más.
—Gracias, doctor Rigg. ¿Quiere decirnos cuándo hizo la víctima su última
comida?
—La víctima no había ingerido alimentos sólidos desde hacía cuatro horas,
por lo menos.
—Gracias, doctor. Eso es todo.
El juez paseó luego su mirada por los presentes, diciendo:
—La encuesta se aplaza quince días, es decir, hasta el veintiocho de
septiembre.
Los asistentes a aquel acto comenzaron a encaminarse a la salida del edificio
en que el mismo acababa de celebrarse. Edna Brent, que había ido allí en
compañía de las otras chicas del « Cavendish Bureau» se detuvo junto a la
entrada, vacilante. Aquella mañana el « Cavendish Secretarial Bureau» había
cerrado sus puertas. Maureen West, una de las jóvenes que trabajaban en el
establecimiento, inquirió, dirigiéndose a Edna:
—¿Qué decides? ¿Nos vamos a comer al « Bluebird» ? Disponemos de tiempo
de sobra.
—Yo de menos que tú —murmuró Edna, que parecía preocupada—. Sandy
Cat me dijo que sería mejor que tomara el primer turno para comer. Creí
disponer de una hora extra, que pensaba aprovechar para comprar unas cosas.
—De Sandy Cat no se puede esperar más que esto —comentó Maureen—.
Abrimos a las dos de nuevo y tenemos que estar todas allí. ¿Buscas a alguien?
—A Sheila. No la he visto salir.
—Se marchó en seguida —le explicó Maureen—, tan pronto hubo declarado.
Le acompañaba un joven… No sé quién sería. No pude verle. ¿Te vienes, Edna?
Esta continuaba vacilando. Evidentemente, no sabía qué decisión tomar.
—Vete tú sola, Maureen… De todas maneras, como y a te he dicho, tengo que
ir de compras.
Maureen, por fin, se marchó con otra compañera. Edna dio unos pasos… Por
fin hizo acopio de fuerzas, decidiéndose a dirigir la palabra al joven agente que se
hallaba a la puerta del edificio.
—¿Podría entrar de nuevo? —preguntó—. Quisiera hablar con el hombre que
vino a mi oficina, el inspector no sé qué…
—¿El inspector Hardcastle?
—Eso es. El agente de policía que también prestó declaración esta mañana.
—Vamos a ver…
El joven agente descubrió que el inspector se hallaba enfrascado en la
conversación que sostenía en aquellos momentos con el juez y uno de sus
superiores.
—Al parecer está ocupado ahora, señorita. ¿Por qué no se acerca por la
Jefatura más tarde o telefonea? ¿Quiere dejarme algún recado? ¿Se trata de algo
importante?
—¡Oh! En realidad creo que no tiene importancia —repuso Edna—. Es que…
Bueno… Es que no comprendo cómo puede ser cierto lo que ella declaró porque
y o…
La muchacha dio media vuelta, alejándose de allí, con el ceño fruncido,
perpleja, preocupada.
Vagó por el Cornmarket y a lo largo de High Street. Su rostro tenía todavía la
misma expresión. Aquello de pensar no se había hecho para Edna. No. No era su
punto fuerte. Cuanto más se esforzaba por aclarar sus ideas may or era la
confusión en que se debatía su mente.
Hubo un momento en que dijo en voz alta:
—No. No fue así… No pudo haber sucedido lo que ella declaró…
Repentinamente, con el aire de la persona que acaba de tomar una firme
resolución abandonó High Street para encaminarse por Albany Road a
Wilbraham Crescent.
Desde el día en que la prensa anunciara que en el número 19 de Wilbraham
Crescent se había cometido un crimen no cesaban de congregarse nutridos
grupos de personas frente a la casa que había sido escenario del mismo. Es difícil
explicar la fascinación que en determinadas circunstancias ejercen unos muros
de hormigón y ladrillo en el público. Durante las primeras veinticuatro horas, a
contar desde el momento en que la policía iniciara sus indagaciones, un policía se
encargó de hacer circular a los que se paraban allí. Luego, el interés de la masa
había disminuido pero no del todo. Las furgonetas de reparto de los
establecimientos aminoraban la marcha al deslizarse ante el edificio; veíanse
también mujeres empujando coches de niño que se detenían en la acera opuesta
cuatro o cinco minutos para contemplar, curiosas, la impecable residencia de la
señorita Pebmarsh, otras cargadas con los cestos de la compra, dirigían también
hacia el mismo punto sus ávidos ojos, poniendo en circulación ciertos rumores
entre sus amigas…
—Esa es la casa… La que cae ahí…
—El cadáver se encontraba en el cuarto de estar… Este me parece que
queda a la izquierda…
—El tendero me dijo que era el de la derecha…
—Quizá, quizá. Yo estuve una vez en el número diez y recuerdo
perfectamente que el comedor estaba a la derecha del pasillo y el cuarto citado a
la izquierda…
—No parece que ahí hay a cometido alguien un crimen, ¿verdad?
—Tengo entendido que la joven salió corriendo y dando gritos…
—Se dice que desde aquel día no anda bien de la cabeza. Por supuesto, debió
experimentar una tremenda impresión…
—Aseguran que entró por una de las ventanas de la parte posterior de la
casa… El hombre estaba guardándose los objetos robados en un maletín cuando
entró la chica, descubriéndole…
—La dueña de la casa es ciega. ¡Pobrecilla! Naturalmente, a causa de eso no
pudo darse cuenta de lo que ocurría.
—No, ¡pero si se encontraba ausente en aquel momento!
—Pues y o creí lo contrario. Me habían dicho que ella había subido al piso,
oy endo al intruso desde arriba. ¡Oh, qué tarde es! Y todavía he de acercarme al
establecimiento de la esquina…
Tales eran las conversaciones que por allí se oían. Wilbraham Crescent atraía
a la gente de más varia condición con la fuerza de un imán. Todos se detenían allí
un segundo para mirar hacia el número 19. Después, satisfecha aquella
misteriosa necesidad íntima que parecían sentir los transeúntes, éstos continuaban
su camino.
Sumida todavía en un mar de dudas, Edna Brent había llegado frente al
número 19 de aquella calle, el blanco de la curiosidad de los habitantes de
Crowdean.
Sin advertirlo se encontró formando parte de un grupo integrado por cinco o
seis personas, entregadas al pasatiempo colectivo de admirar la casa del crimen.
Edna, muy sugestionable siempre, hacía lo que los otros.
De modo que aquélla era la casa del terrible suceso. Comprobó que las
ventanas se hallaban adornadas con unas cortinas limpísimas. Todo aparecía
pulcro y ordenado. Y sin embargo, dentro de los muros que tenía delante un
hombre había encontrado la muerte. El asesino había utilizado para cometer su
fechoría un cuchillo de cocina, un cuchillo ordinario. ¿Quién no tiene en su casa
un utensilio como ése?
Arrastrada inconscientemente por el ejemplo de los demás, Edna miraba
también, dejando entonces de pensar…
Experimentó un fuerte sobresalto al oír a alguien hablar muy cerca de ella.
Habiendo reconocido la voz, Edna Brent volvió la cabeza sorprendida.
Capítulo XVI
NARRACIÓN DE COLIN LAMB

Me fijé en Sheila Webb en el momento en que abandonaba la sala en que se


estaba celebrando la encuesta judicial. Su declaración había sido correcta. Me
había parecido nerviosa, pero en una medida razonable. Muy natural, en
conjunto (¿Qué habría dicho el coronel Beck? « Una excelente representación» .
¡Como si le hubiera estado oy endo, desde luego!).
Los detalles contenidos en la declaración del doctor Rigg me sorprendieron.
Dick Hardcastle no me los había referido, pero debía conocerlos, sin duda. Poco
después echaba a andar tras Sheila.
—Al fin y al cabo no fue tan malo eso, ¿verdad? —le dije al ponerme a su
altura.
—No. Me resultó muy fácil. El juez se mostró muy amable conmigo. —La
chica hizo una pausa, agregando a continuación—: ¿qué vendrá luego?
—La encuesta quedará aplazada con objeto de que pueda la policía averiguar
otros datos. Esto se prolongará un par de semanas o hasta el día en que quede
identificado el cadáver del hombre asesinado.
—¿Cree que la policía conseguirá tal cosa?
—¡Oh, y a lo creo! Lo lograrán, sin ningún género de dudas.
La joven se estremeció.
—Hace frío hoy.
No. No era cierto esto. Yo pensé que más bien hacía un poco de calor.
—¿Qué le parece si comiéramos juntos? —sugerí—. Por ahora no tiene que
volver a la oficina.
—No. Estará cerrada hasta las dos.
—Pues entonces, no se hable más de esto. ¿Qué tal responde su estómago a la
cocina china? Bajando la calle daremos con un establecimiento a propósito si
aquélla le agrada.
Sheila no se decidía a aceptar.
—Quiero aprovechar este rato libre para ir de compras.
—Ya tendrá tiempo para eso más tarde.
—No, no puede ser… Algunas tiendas cierran entre la una y las dos.
—Usted gana, Sheila. ¿Le parece bien entonces que nos veamos en el sitio
indicado dentro de media hora?
La joven se mostró de acuerdo. Me fui al muelle, sentándome una vez allí
bajo un cobertizo. La suave brisa marítima acariciaba mi rostro…
Me había refugiado allí para pensar. ¿Quién no se rebela cuando descubre que
existen seres que saben más acerca de nuestra personalidad que nosotros
mismos? El viejo Beck, Hércules Poirot y Dick Hardcastle habían visto con
absoluta claridad lo que y o ahora me sentía forzado a admitir…
Desde luego, aquella chica me interesaba… Más de lo que me había
interesado cualquier otra mujer anteriormente.
No se trataba de su belleza… Y eso que era linda, muy linda, algo que se salía
de lo corriente… No se trataba tampoco de la influencia que pudiera ejercer
sobre mí, superficial, de sus indudables encantos. No. No era el atractivo del
sexo… De estas cosas y o sabía y a bastante…
Sucedía que desde un principio había reconocido en Sheila Webb a esa mujer
que el destino, más o menos tarde, nos depara a los hombres.
¡Y a todo esto y o no sabía nada, absolutamente nada acerca de ella!
Poco después de las dos penetré en la jefatura de policía, preguntando por
Dick. Le encontré ante su mesa de trabajo, contemplando un montón de papeles.
Levantó la vista para preguntarme en seguida qué me había parecido la encuesta.
Le contesté que había estado muy bien dirigida.
—Sí. Por aquí solemos hacer bien estas cosas —agregó—: ¿qué te pareció la
declaración del doctor?
—Me sorprendió. ¿Por qué no me habías dicho nada?
—Recuerda que te ausentaste. ¿Fuiste a ver a tu especialista?
—Sí, naturalmente.
—Creo recordarle vagamente. Un bigote muy poblado el suy o.
—Verdaderamente poblado —manifesté—. No sabes lo orgulloso que se
siente él de sus mostachos.
—Debe ser muy viejo y a.
—Sí, pero no chochea.
—¿Con qué fin fuiste a verle realmente? ¿Pura cortesía acaso?
—Como corresponde a un buen policía, Dick, tú desconfías de todo. Ese fue el
móvil principal. He de reconocer también que sentía curiosidad por verle. Quería
saber su opinión sobre este caso, concretamente. Yo siempre me he negado a
admitir una teoría por él defendida. Mi amigo sostiene que son innumerables los
casos policíacos que pueden ser resueltos sin más trabajo que el de sentarse en un
cómodo sillón, juntar las y emas de los dedos de ambas manos, echar la cabeza
hacia atrás y entornar los ojos, para facilitar la meditación. Quería cogerle la
palabra.
—¿Procedió así esta vez también?
—Efectivamente.
—¿Y qué te dijo? —inquirió Dick picado por la curiosidad.
—Me dijo que, indudablemente, se trataba de un crimen muy sencillo.
—¿Sencillo? —Hardcastle se puso en pie—. ¿Y qué es lo que le hace pensar
así?
—Precisamente la complejidad del asunto.
Hardcastle movió la cabeza.
—No lo comprendo. Tiene que ser como uno de esos dichos ingeniosos que
utilizan los jóvenes de Chelsea, que no entiendo nunca… ¿Hubo algo más?
—Me recomendó que hablara con los vecinos de la casa en que se cometió el
crimen. Le aseguré que eso y a lo habíamos hecho.
—Los vecinos adquieren ahora más importancia, tras la declaración del
doctor.
—Se supone entonces que ese hombre fue drogado en alguna parte, siendo
conducido después a la casa número 19, con el exclusivo fin de matarle, ¿no?
—Aproximadamente, eso es lo que vino a decirnos la señora… como se
llame, la mujer de los gatos. Con respecto a este punto consideré muy
interesantes sus palabras, nada más pronunciarlas aquélla.
Hubo una pausa en nuestra conversación.
—Esos gatos… —comenzó a decir Dick. A continuación agregó—: A
propósito: hemos encontrado el arma. Ay er.
—¿Qué habéis…? ¿Dónde?
—Dentro de esa especie de paraíso de los mininos. Evidentemente, el
criminal la arrojó allí tras haber cometido el crimen.
—Supongo que no se han descubierto en la misma huellas digitales…
—El cuchillo fue cuidadosamente limpiado. Es un utensilio que podría
pertenecer a cualquiera… Fue afilado recientemente.
—De modo que el asunto queda planteado así: una vez administrada la droga
a la presunta víctima se procedió a su traslado al número 19 de Wilbraham
Crescent… ¿En un coche? ¿Cómo?
—Nuestro hombre podía proceder de una de las casas que están en contacto
por el jardín con la de la señorita Pebmarsh.
—¿No te parece un poco arriesgado eso?
—Requiere audacia, simplemente —convino Hardcastle—. El que dio ese
paso, además, necesitaba estar al corriente de los hábitos de su vecina. A mi
juicio, lo más probable es que condujera a la víctima hasta la vivienda elegida
utilizando un vehículo.
—Muy peligroso también. Un coche no pasa desapercibido fácilmente.
—Convengo en que el asesino no podía abrigar ninguna seguridad sobre el
particular. Alguien se acordaría hoy de haber visto detenerse frente al número 19
un automóvil…
—Bien mirado, cabe siempre la duda —declaré—. Todo el mundo se ha
habituado a ese elemento inseparable del paisaje urbano. Eso sí: llama la
atención de la gente un coche de lujo, el clásico « fuera de serie» , pero no es
probable que…
—Hay que tener en cuenta, por otro lado, que era la hora de la comida.
¿Comprendes lo que pasa Colin? La figura de la señorita Millicent Pebmarsh
vuelve a destacarse en el embrollado conjunto que estudiamos. Hay que forzar
mucho las cosas para llegar a formular la hipótesis de que el hombre pudo ser
apuñalado por una mujer privada de la vista… Ahora bien, si a ese hombre le
había sido administrada previamente una droga…
—En otras palabras, si fue allí para ser asesinado, de acuerdo con la frase de
la señora Hemming, es que entraría en la casa en virtud de una cita convenida,
que no le inspiraría la menor desconfianza. Entonces la dueña de la casa ofrece
amablemente a su visitante una copita de jerez o un cóctel… El « Mickey Finn»
produce el efecto apetecido y la señorita Pebmarsh pone manos a la obra…
Después lava cuidadosamente el vaso o copa empleados, coloca el cadáver en la
disposición en que fue encontrado, arroja el cuchillo en el jardín de su vecina y
abandona la vivienda como de costumbre, para telefonear al « Cavendish
Secretarial Bureau» por el camino…
—¿Y por qué había de hacer eso? ¿Por qué había de interesarse
especialmente por Sheila Webb?
—¡Ojalá conociéramos las respuestas a esas preguntas! —Hardcastle me
miró fijamente—. ¿Lo sabe la chica?
—Ella dice que no.
—Ella dice que no —repitió Hardcastle—. Te estoy preguntando qué piensas
tú de ello.
Guardé silencio unos segundos. Sí. ¿Qué pensaba y o? Tenía que decidir sobre
la marcha. Al final resplandecería la verdad. Sheila no perdería nada si era en
realidad lo que y o me imaginaba.
Con un brusco movimiento saqué una tarjeta postal de un bolsillo de la
chaqueta, enseñándosela a Dick.
Hardcastle la examinó atentamente. Una de tantas tarjetas de aquel tipo entre
las que el comercio expendía. Pertenecía a una serie relativa a los edificios
londinenses. Reproducía los conocidos muros de aquél que alberga el Tribunal
Supremo de lo Criminal. Hardcastle dio la vuelta a la cartulina. A la derecha se
leían unas señas, limpiamente impresas: « Srta. R. S. Webb, 14, Palmerston Road,
Crowdean Sussex» . En el ángulo: « ¡RECUERDA!» . Más abajo figuraban tres
cifras, dispuestas así: 4-13.
—« 4-13» —comentó Hardcastle—. Esa era la hora que marcaban los
relojes que vi en el cuarto de estar de la señorita Pebmarsh. Una fotografía del
« Old Bailey » , la palabra « Recuerda» y esos números. Todo ello debe andar
relacionado con algo.
—Sheila dice que ignora el significado de eso. —Me apresuré a agregar—. Y
y o la creo.
Hardcastle asintió.
—Me quedo con la tarjeta. Tal vez saquemos algo en limpio de ella.
—Ojalá sea así.
Se produjo ahora un silencio embarazoso. Sólo por romper el mismo, dije:
—Te has juntado con un piramidal montón de papeles ahí…
—Desde luego. Y lo peor es que ninguno de ellos va a servir para nada. El
hombre asesinado carecía de antecedentes criminales; sus huellas dactilares no
figuran en nuestros archivos. Todos estos papeles proceden de personas que creen
haberle identificado. Hardcastle procedió a leerme una carta:
—« Muy señor mío: Estoy casi seguro que la fotografía publicada por la
prensa del hombre asesinado en Wilbraham Crescent es la de un individuo a
quien vi hace varios días tomando un tren en Willesden Junction. Iba hablando en
voz baja y parecía muy excitado. Nada más echarle la vista encima pensé que
debía ocurrirle algo» .
» He aquí otra de estas misivas: « Creo que el hombre en cuestión se parece
muchísimo a un primo de mi marido llamado John. Marchó a África del Sur,
pero es posible que volviera. Usaba bigote en la época en que se ausentó pero,
desde luego, quizá se lo afeitase posteriormente» .
» Escucha la lectura de una más, Colin: « Anoche vi en un vagón del
Metropolitano al hombre cuy a fotografía publicaron los periódicos. Observé
ciertos detalles raros en su manera de conducirse» .
» A continuación podría referirte un caso muy repetido: el de las mujeres que
creen reconocer en los rostros de casi todos los hombres al del esposo
desaparecido. Dan la impresión, en verdad, aquéllas, de no haber mirado a sus
maridos jamás a la cara. También tropieza uno con madres apasionadas que
identifican con toda facilidad a sus hijos… unos hijos que han estado sin ver
veinte años.
» Y aquí tenemos la lista de personas declaradas en ignorado paradero. Nada
vamos a hallar en ella que nos sea de utilidad, probablemente. « George Barlow,
de 65 años; su mujer cree que debe haber perdido la memoria» . Al pie de este
informe hay una nota. « Contrajo deudas que suponen una fuerte suma de dinero.
Últimamente se le ha visto en compañía de una viuda pelirroja. Casi seguro que
su desaparición ha sido premeditada» .
» Veamos la siguiente reseña: « Profesor Hargraves. Se esperaba que el
martes pronunciara una conferencia. No hizo acto de presencia en el local en que
había de dar aquélla ni envió ningún telegrama ni nota excusándose» .
Hardcastle no tomó muy en serio al profesor Hargraves…
—Seguramente pensó que la conferencia sería una semana antes o una
semana después de la fecha que el comité organizador señalara —el inspector
agregó, risueño—: Quizá crey ó haberle dicho a su patrona a donde se dirigía,
habiéndose equivocado al respecto. Estas cosas y otras semejantes pasan todos
los días.
Sonó el timbre del teléfono, sobre la mesa de trabajo de Hardcastle. Este
descolgó el receptor.
—Diga… ¿Qué…? ¿Quién la encontró? ¿Dio su nombre…? Entendido. Siga…
Siga…
El inspector Dick Hardcastle volvió a poner el receptor en su sitio. Al volverse
hacia mí observé que la expresión de su rostro había cambiado. Ahora su gesto
era duro, rencoroso.
—En una cabina telefónica de Wilbraham Crescent han encontrado el cuerpo
de una joven —manifestó.
—¿Muerta? —le pregunté, experimentando un terrible sobresalto.
—Ha sido estrangulada. ¡Con su propio pañuelo de cuello!
Sentí lo mismo que si la sangre hubiera dejado de circular por mis venas.
—¿Quién es esa joven? ¿Quién…?
Hardcastle correspondió a mi vehemencia con una indiferente mirada,
estudiando serenamente mi faz. No me agradó mucho su actitud.
—No temas… No se trata de tu amiga. El agente que se encuentra allí parece
conocerla. Me ha dicho que es una muchacha que trabajaba en la misma oficina
que Sheila Webb. Se llama Edna Brent.
—¿Quién descubrió el cadáver? ¿El agente?
—El cadáver fue hallado por la señorita Waterhouse, quien, como recordarás,
quizás, ocupa la casa número 18 de Wilbraham Crescent. Al parecer se acercó a
la cabina con objeto de llamar a alguien debido a que su teléfono estaba
averiado, viendo a la chica allí, acurrucada en el suelo.
Abrióse la puerta del despacho, entrando en éste un policía.
—El doctor Rigg me ha encargado que le diga que se ha puesto en camino,
señor. Le verá a usted en Wilbraham Crescent.
Capítulo XVII

Una hora y media después el detective inspector Hardcastle se sentaba de


nuevo ante su mesa de trabajo, dispuesto a saborear, complacido, una taza de té.
No obstante, su rostro se veía aún ensombrecido.
—Dispense, señor. Pierce quisiera hablarle…
Hardcastle levantó la vista.
—¿Pierce? ¡Ah, sí! Dígale que pase.
Pierce, un joven agente, bastante nervioso en aquellos instantes, entró.
—Perdone, señor. He estimado que era mi deber decírselo.
—Decirme, ¿qué?
—Esto ocurrió después de la encuesta. Yo me encontraba de servicio. Esa
joven, la que acaba de ser asesinada… estuvo hablando conmigo.
—¿Que estuvo hablando con usted? ¿Y qué le dijo?
—Me indicó que deseaba referirle algo a usted.
El inspector, repentinamente alerta, se incorporó.
—¿Especificó de qué se trataba?
—No, señor. Lo siento… Tal vez hubiera debido hacer que… Le pregunté… si
quería que y o le diese a usted algún recado… Llegué a sugerirle la conveniencia
de que se pasara por aquí más tarde. En aquellos momentos usted estaba
ocupado, conversando con el jefe y el juez por lo que creí…
—¡Maldita sea! —murmuró Hardcastle, irritado—. ¿No pudo haberle dicho
que esperara a que y o estuviese libre?
—Lo siento, señor —el joven agente se ruborizó—. Desde luego, debí
proceder así. Pero pensé que su comunicación no tendría ninguna importancia.
Ella no pareció juzgarla demasiado interesante. Se limitó a comentar que era una
cosa que la preocupaba.
—¿Una cosa que le preocupaba? —repitió inconscientemente el inspector.
Este guardó silencio durante un buen rato, dedicado a considerar ciertos
hechos. Aquélla era la muchacha que encontrara en la calle, cuando él se
encaminaba a casa de la señora Lawton, la misma que intentara ver a Sheila
Webb; la joven le había reconocido y por un momento había cruzado por su
mente, sin duda, la idea de abordarle a él. Su gesto vacilante no se le había
escapado. Algún propósito concreto guiaba sus pasos. Ahora Hardcastle se decía
que había cometido un error. No había recogido la pelota con suficiente rapidez.
Absorbido por su afán de averiguar algo más en relación con Sheila Webb, había
descuidado aquel importante punto. ¿Que la chica había mostrado señales
inequívocas de hallarse preocupada? ¿Por qué razón? Ahora, quizás, esta pregunta
no tenía y a respuesta…
—Continúe, Pierce —dijo el inspector—. Cuénteme cuanto recuerde. —
Apresuróse a añadir, pues Hardcastle era un hombre justo—. Usted no podía
saber que lo de esa chica fuese importante.
¿Qué hubiera logrado dando rienda suelta a su indignación? ¿Por qué echar
parte de la culpa de lo sucedido a aquel muchacho? ¿Qué podía haber sospechado
éste? En su adiestramiento influía enormemente la disciplina, base esencial de su
formación. Ellos habían de procurar que sus superiores fuesen abordados durante
la hora y en el lugar adecuado. Todo hubiera cambiado de haber dicho la chica
que el suy o era un mensaje importante o urgente. Pero no había sido así.
Hardcastle se acordó de la primera vez que la viera en la oficina. Creía conocer
bien aquel tipo de mujer. Una criatura de lenta reflexión. Un ser que quizá
desconfiaba de sus propios procesos mentales.
—¿Puede usted recordar exactamente lo sucedido, Pierce? ¿Se acuerda bien
de sus palabras? —inquirió el inspector.
Pierce dirigió a su jefe una mirada de agradecimiento.
—Se acercó a mí cuando y a todo el mundo se marchaba. Vaciló un
momento, volviendo la cabeza a un lado y a otro como si buscara a alguien. No
creo que pensara en usted, señor, al principio. Deseaba localizar a otra persona,
indudablemente. Luego me preguntó si podría hablar con el policía que había
prestado declaración. Ya le he dicho que entonces le vi ocupado, cosa que le di a
conocer, preguntándole a continuación si quería darme el recado a mí o prefería
entrevistarse con usted en este despacho. Me parece que se mostró de acuerdo.
Resalté que si era algo especial…
—Siga, siga…
Hardcastle se inclinó levemente.
—Apuntó que no, que era algo que no entendía, que no se explicaba cómo
podía haber sido en la forma por ella relatada.
El inspector repitió las palabras de su subordinado a modo de pregunta.
—Eso es, señor. Claro está, no tengo mucha seguridad en cuanto a las frases
exactas de la joven. Es posible que me dijera esto también: « No comprendo
cómo lo que ella contó puede ser cierto» . La chica parecía un poco confusa… El
caso es que cuando y o le contesté manifestó que no era nada realmente
importante.
« Nada realmente importante» , eso había declarado Edna Brent. Y, sin
embargo, no mucho después aquélla había sido encontrada, estrangulada, en el
interior de una cabina telefónica del servicio público.
—Mientras ustedes dos hablaban, ¿observó la presencia de alguna persona por
sus inmediaciones?
—La gente abandonaba el edificio en aquellos instantes. El público asistente a
la encuesta había sido numeroso. Este crimen ha causado sensación,
divulgándose la noticia del mismo por todo Crowdean. Aparte de que la prensa le
ha dado un realce…
—¿No recuerda a nadie concretamente que estuviese cerca de ustedes dos?
Por ejemplo: cualquiera de las personas que aquella mañana prestaron
declaración.
Pierce meditó unos segundos.
—No, no me acuerdo de nadie especialmente, señor.
—Bien ¡Qué le vamos a hacer! Si más adelante se le viene a la memoria
algún detalle que no me hay a contado comuníquemelo en seguida, Pierce.
Una vez a solas, Hardcastle se esforzó por dominar la ira que sentía contra él
mismo. Aquella muchacha, dotada según le había sido fácil apreciar de un
cerebro de pájaro, sabía algo… No estaría en el secreto del asunto, pero debía
haber visto u oído algo raro, algo que llamara su atención. Eso, desde luego, la
había preocupado. Y la encuesta no había producido en ella más efecto que el de
intensificar sus preocupaciones al respecto.
¿Qué podía ser? ¿Radicaría la cosa en la declaración de alguien? Lo más
seguro era que se hubiese referido a Sheila Webb, al expresarse en aquellos
términos tan ambiguos. Dos días antes se había presentado en la casa de su
compañera para hablar con ella. ¿Y por qué no se había dirigido a Sheila Webb
dentro de la oficina, donde pasaban muchas horas juntas? ¿Por qué había querido
verla en privado? ¿Había averiguado algo en relación con la sobrina de la señora
Lawton que la dejara perpleja? ¿Intentaba solicitar una explicación sin que el
asunto trascendiera, sin que las otras chicas se enteraran de nada? No andaba
descaminado, seguramente, al suponer esto… El inspector llamó al sargento
Cray.
—¿A qué cree usted que iría Edna Brent a Wilbraham Crescent? —preguntó
aquél a su superior.
—He estado pensando en ello —manifestó Hardcastle—. Posiblemente, la
chica se dejó llevar de la curiosidad… Desearía ver cómo era el lugar en que se
había cometido el crimen. No tiene nada de particular esto… La mitad de la
población de Crowdean ha desfilado por allí.
—Es una hipótesis razonable —opinó el sargento Cray.
—Por otra parte —señaló, el inspector hablando lentamente— pudo haberse
presentado en Wilbraham Crescent porque deseaba hablar con una de las
personas que allí viven…
En cuanto su subordinado hubo dejado el despacho, Hardcastle cogió un bloc,
anotando en él unos números. Eran éstos: el 20, 19 y el 18. Luego fue encerrando
cada uno entre otros tantos pares de interrogaciones. A continuación, escribió los
apellidos de los dueños de las casas: Hemming, Pebmarsh, Waterhouse. Las tres
casas de la parte alta de la manzana quedaron eliminadas. Con la intención de
visitar una de ellas, Edna Brent no habría ido a la opuesta.
Hardcastle estudió las tres posibilidades.
Se fijó en el número 20 primero. El cuchillo utilizado para el primer asesinato
había sido encontrado allí. Parecía lo más probable que el arma hubiese sido
arrojada a aquella casa desde el jardín del número 19… Naturalmente, la misma
dueña del 20 podía haberla tirado entre las matas de su « selva» en miniatura. Al
ser interrogada la señora Hemming había reaccionado indignándose. « ¡Qué
jugada más canallesca arrojar un cuchillo como ése contra mis gatos!» . Esto era
lo que había dicho. ¿Cómo relacionar a la señora Hemming con Edna Brent?
Hardcastle decidió que no había punto de conexión posible. Entonces pasó a
ocuparse de la señora Pebmarsh.
¿Habíase presentado Edna Brent en Wilbraham Crescent con la idea de visitar
a la señorita Millicent Pebmarsh? Esta figuraba entre las personas que habían
prestado declaración en la encuesta. ¿Había habido algo en sus palabras que
provocara la incertidumbre en el ánimo de la joven? Un momento, sin embargo.
Edna se había sentido preocupada también antes de la celebración del acto.
¿Había llegado a descubrir algo reservado referido a la ciega? ¿Había
averiguado, quizá, la existencia de una relación entre la señorita Pebmarsh y
Sheila Webb? Tal vez a esto se refirieran las palabras de Edna Brent hablando con
Pierce, palabras que por otro lado se presentaban a diversas interpretaciones. La
muchacha había dicho, aproximadamente, que « no podía ser verdad lo que ella
dijera» .
« Conjeturas y nada más que conjeturas» , pensó el inspector cada vez más
enojado.
¿Y qué decir de los habitantes del número 18? La señorita Waterhouse había
descubierto el cadáver de la chica. El inspector Hardcastle había sentido siempre
una gran aprensión por las personas que involuntariamente o no realizan tales
hallazgos. Encontrando el cadáver de la víctima el criminal se ahorra una
dilatada serie de dificultades. Por ejemplo, y a no tiene que correr los azares del
planteamiento de una buena coartada; si se ha descubierto en la tarea de hacer
desaparecer sus huellas dactilares quedan justificadas las que la policía
encuentre… En muchos casos la posición del asesino resulta poco menos que
inquebrantable. Exigía una condición: la no existencia de un motivo evidente. ¿Y
qué motivos podía haber tenido la señorita Waterhouse para eliminar a la
pequeña Edna Brent? Por cierto que aquélla no había prestado declaración en la
encuesta, aunque, claro, era posible que hubiese estado allí, en la sala. ¿Tenía
Edna alguna sospecha…? ¿Veía, quizás, en la señorita Waterhouse a la persona
que suplantara a Millicent Pebmarsh al llamar por teléfono al « Cavendish
Bureau» para solicitar el envío al número 19 de Wilbraham Crescent de una
taquimecanógrafa?
Más conjeturas todavía…
Y, por supuesto, había que reparar en Sheila Webb…
Hardcastle alargó la mano en dirección al teléfono, llamando al hotel en que
se hospedaba Colin Lamb. Pronto le pusieron en comunicación con él.
—Aquí Hardcastle… ¿A qué hora os reunisteis tú y Sheila Webb para comer?
Colin tardó unos segundos en contestar:
—¿Cómo te has enterado de que estuvimos comiendo juntos?
—He formulado una suposición que ha resultado ser cierta. Bien, el caso es
que os reunisteis en un restaurante con tal fin, ¿no?
—¿Por qué no había de hacerlo, Dick?
—A mí me parece muy natural. Me interesaba saber la hora, simplemente.
¿Os fuisteis directamente al restaurante nada más terminada la encuesta?
—No. Ella tenía que comprar una cosa. Nos citamos en ese establecimiento
chino que hay en Market Street para la una.
—Enterado.
Hardcastle consultó sus notas. Edna Brent había muerto entre las 12:30 y la 1.
—¿No quieres saber qué es lo que comimos?
—No. Puedes reservarte eso. Yo sólo quería averiguar la hora de vuestro
encuentro. Un trámite más que había que cubrir, Colin.
—Ya me hago cargo.
Hubo una pausa. Hardcastle dijo luego:
—Si esta noche no tienes nada que hacer…
Colin Lamb le interrumpió.
—Me voy, Dick. Acabo precisamente de hacer mis maletas. Al volver al
hotel me entregaron una carta recibida durante mi ausencia. Tengo que
marcharme al extranjero.
—¿Cuándo regresarás?
—Eso no lo sabe nadie. Creo que estaré fuera una semana… Tal vez tarde
más… ¡También es posible que no vuelva nunca!
—Mala suerte, ¿no es así?
—No estoy muy seguro de ello —repuso Colin colgando el teléfono.
Capítulo XVIII

Hardcastle llegó al número 19 de Wilbraham Crescent en el preciso instante


en que la señorita Pebmarsh abandonaba su casa.
—¿Me puede usted conceder unos minutos? —preguntó cortésmente el
inspector.
—¡Oh! ¿Es usted el detective inspector Hardcastle?
—Sí. ¿Tiene inconveniente en que charlemos un rato?
—No quisiera llegar tarde al instituto. ¿Me entretendría mucho tiempo?
—Tres o cuatro minutos solamente.
La mujer penetró en la casa y Hardcastle la siguió.
—¿Está usted enterada de lo que ha sucedido esta tarde?
—¿Ha ocurrido algo?
—Me figuré que conocía la noticia. En el interior de la cabina del teléfono
público que hay ahí abajo en la carretera, fue asesinada una joven.
—¿Asesinada? ¿Cuándo?
Hardcastle echó un vistazo al gran reloj de caja que había en el cuarto.
—Hace dos horas y tres cuartos.
—No sabía nada, nada… —replicó la señorita Pebmarsh.
El inspector notó en su voz un momentáneo acento de ira. Aquél pensó que,
seguramente, por ignorados caminos, había llegado a su mente un estado de
consciencia respecto a su invalidez que le había producido un fugaz arranque de
desesperación.
—¡Una chica asesinada! —exclamó Millicent Pebmarsh—. ¿Quién es ella?
—Se llamaba Edna Brent y trabajaba en el « Cavendish Secretarial Bureau» .
—¡Otra de esas jóvenes! ¿Es que había sido enviada a alguna parte, igual que
le ocurriera a su compañera, Sheila…? ¿Cuál era su apellido?
—Me parece que no —contestó el inspector—. ¿No vino esa chica aquí, a
verla?
—¿Que si estuvo aquí? No. Desde luego que no.
—De haberse acercado a esta casa, ¿la habría encontrado a usted en ella?
—Lo ignoro. Depende de la hora…
—A las 12:30 o quizás un poco más tarde.
—Pues sí —declaró la señorita Pebmarsh—. A esa hora sí que me habría
encontrado en casa.
—¿A dónde fue usted después de la encuesta?
—Vine directamente hacia acá. —La mujer se detuvo, inquiriendo a
continuación—: ¿por qué cree que esa chica se proponía verme?
—Edna Brent asistió a la encuesta hoy y ella debió verle a usted allí. Algún
motivo la impulsaría a dirigirse hacia Wilbraham Crescent. De acuerdo con
nuestros informes la muchacha no conocía a ninguna de las personas que habitan
en este distrito.
—Doy por descontado que ella me viera en el Palacio de Justicia. Ahora
bien, ¿justifica eso que después quisiera venir aquí? ¿Para qué?
El inspector esbozó una sonrisa de disculpa. Luego comprendiendo que la
señorita Pebmarsh no podía contemplar su gesto, procuró hablarle dando a sus
palabras una entonación especial, para desarmarla.
—Con las chicas no sabe uno nunca a qué atenerse. Quizá deseara conseguir
su autógrafo o algo por el estilo…
—¡Un autógrafo! —exclamó la señorita Pebmarsh, desdeñosa. A
continuación añadió—: Sí… Supongo que tiene usted razón. Suelen ocurrir estas
cosas, a veces. —Inmediatamente movió la cabeza, poseída de cierta agitación
—. Hoy, sin embargo, inspector Hardcastle, puedo asegurarle que no ha ocurrido
lo que acaba de indicarme. Desde la hora de mi regreso, tras la encuesta, en mi
casa no se ha presentado nadie.
—Pues nada más entonces, señorita Pebmarsh. Muchas gracias. La policía se
ve obligada siempre a considerar todas las posibilidades.
—¿Qué edad tenía esa muchacha?
—Me figuro que unos diecinueve años.
—¿Diecinueve años? Era muy joven —la voz de la señorita Pebmarsh se
alteró ligeramente—. Sí… Muy joven. ¡Pobrecilla! ¿Quién seria capaz de matar
a una criatura así?
—Se dan casos… —apuntó Hardcastle.
—¿Era bonita… atractiva…?
—No. A mi juicio, no.
—Entonces ése no puede haber sido el móvil del crimen —dijo Millicent
Pebmarsh, absorta en sus pensamientos—. Lo siento. Siento de veras, inspector
Hardcastle, no serle de más utilidad.
El inspector se marchó. La personalidad de la señorita Pebmarsh le había
impresionado siempre, desde el primer momento de su relación con ella.

***

La señorita Waterhouse se encontraba también en casa. Abrió la puerta con


una rapidez que delataba su secreto deseo de sorprender a alguien haciendo
cualquier cosa indebida.
—¡Ah, es usted! —exclamó—. De veras, inspector, y a he dicho a sus agentes
cuanto sabía.
—Estoy seguro de que habrá respondido adecuadamente a cuantas preguntas
le han formulado mis hombres. Sin embargo, he de decirle que no es posible
reparar en todos los detalles inmediatamente. Hay que fijarse en ciertos
pormenores que surgen después.
—¿Para qué? Desde luego, todo esto es terrible —manifestó la señorita
Waterhouse, dirigiendo al inspector una severa mirada—. Entre, entre. No va
usted a quedarse ahí… Entre y siéntese y hágame cuantas preguntas desee,
aunque no alcanzo a comprender qué podría y o responderle. Como y a les
informé, salí de casa para hacer una llamada telefónica. Abrí la puerta de la
cabina de servicio público y vi a mis pies a la joven. Jamás he recibido un susto
más grande… Eché a correr, en busca de un policía. Luego, por si le interesa
saberlo, le diré que me metí aquí, administrándome una dosis medicinal de
coñac. Medicinal —repitió la señorita Waterhouse, por si Hardcastle no había
oído aquella palabra.
—Una sabia medicina, señorita —contestó el inspector.
—Pues eso es todo. ¿Qué quiere que le diga más?
—Deseaba preguntarle si estaba usted segura de no haber visto a esa
muchacha antes.
—Tal vez la viera hasta una docena de veces, pero no lo recuerdo. Quiero
decir que es posible que me hay a servido en « Woolworts» o que hay a estado
sentada a mi lado en el autobús, o que me hay a vendido alguna entrada en la
taquilla de cualquier cine…
—La joven trabajaba como taquimecanógrafa en el « Cavendish Bureau» .
—Creo que jamás he tenido necesidad de contratar los servicios de una
taquimecanógrafa. Tal vez la muchacha hay a estado empleada en las oficinas de
« Gainsford & Swettenham» , a cuy a plantilla pertenece mi hermano. ¿Es eso lo
que quiere sugerirme?
—No, no. No se ha descubierto ninguna relación de ese tipo. Pero me he
preguntado en cambio, si la chica llegó a visitarla esta mañana, poco antes de
morir asesinada.
—¿Que si vino a verme? No, por supuesto que no. ¿Por qué había de venir a
esta casa?
—No lo sabemos —respondió el inspector—. Pero dígame: si alguien
asegurara haberla visto cruzar la puerta del jardín o acercarse a la misma, ¿se
atrevería usted a afirmar que se trataba de una equivocación?
—¿Cómo iba a verla nadie…? ¡Qué tontería! —La señorita Waterhouse vaciló
agregando—: A menos que…
—Diga, diga…
Hardcastle se mantenía alerta procurando disimularlo.
—Dígame: si alguien asegurara haberla visto cruzar la puerta de mi jardín
para dejar un folleto o una hoja de propaganda, cosa que ocurre a menudo en
todas las calles… Efectivamente, encontré un escrito allí a la hora de comer.
Concretamente: una circular relativa a una reunión en pro de la abolición de las
armas nucleares, creo recordar. Esto es cosa de todos los días. Estimo posible que
fuera ella quien introdujese esa hoja en el buzón de la correspondencia. Ahora
bien, ¿qué culpa tengo y o de que la chica decidiera dedicarse a tal labor?
—Ninguna, desde luego, en absoluto. Ocupémonos ahora de su llamada
telefónica… Usted dijo que su teléfono se hallaba estropeado. De acuerdo con el
informe de la Central esto no era cierto.
—¡La Central dice siempre lo que le parece! La verdad es que marqué un
número, sin el menor resultado, por lo cual opté por encaminarme a la cabina
pública.
Hardcastle se puso en pie.
—Lo siento, señorita Waterhouse. Perdone que la hay a molestado una vez
más, pero según todos los indicios la muchacha se proponía visitar a una de las
personas que por aquí viven.
—En consecuencia, usted se ve obligado a efectuar indagaciones en tal
sentido por toda la manzana. Estimo como lo más probable que ella intentara ver
a mi vecina, a la señorita Pebmarsh…
—¿Por qué considera eso lo más probable?
—Usted me ha dicho que la joven trabajaba en el « Cavendish Bureau» .
Recuerdo perfectamente que con anterioridad al hallazgo del cadáver de un
hombre en el domicilio de la señorita Pebmarsh ésta había solicitado de dicha
entidad el envío de una taquimecanógrafa.
—Millicent Pebmarsh sostiene que no fue la autora de la llamada telefónica.
—Debo decirle reservadamente algo —manifestó la señorita Waterhouse—.
A mí me parece que esa mujer no anda muy bien de la cabeza. Yo la juzgo
capaz de llamar por teléfono a oficinas como la del « Cavendish Bureau» en
demanda de una taquimecanógrafa… Después, seguramente, se olvida de lo que
ha hecho.
—En cambio no creo que usted llegue a ver en ella a la autora de un crimen,
¿verdad?
—¿Quién le ha sugerido eso? Ni eso ni nada semejante. Sé que en su casa fue
asesinado un hombre, pero no he pensado ni por un momento que ella tuviese
relación con tal hecho. No. Todo lo que y o me he figurado es que se hay a
apoderado de la señorita Pebmarsh una manía. En cierta ocasión conocí a una
mujer que se pasaba el día llamando por teléfono a una pastelería pidiendo que le
enviasen determinados artículos. No los quería, en realidad, y cuando el mozo del
establecimiento aparecía en la puerta de su casa con sus encargos negaba haber
solicitado nada. Ya ve que raro, ¿eh?
—Desde luego, hay que convenir que todo es posible —declaró Hardcastle.
Después de decir adiós a la señorita Waterhouse, el inspector se marchó.
La última sugerencia de aquélla le dio que pensar. Había que reconocer, por
otro lado, que acababa de mostrarse bastante hábil al apuntar que de haber estado
por allí Edna Brent lo más seguro era que ésta se hubiese propuesto visitar la casa
número 19. Hardcastle consultó su reloj de pulsera. Había llegado el momento de
ir al « Cavendish Secretarial Bureau» . Este había abierto sus puertas de nuevo
aquella tarde, a las dos. Quizás obtuviera alguna ay uda de las chicas que en aquel
lugar trabajaban. Entre ellas, además, se encontraría Sheila Webb.

***

En el momento de entrar a la oficina una de las empleadas se puso en pie.


—El detective inspector Hardcastle, ¿verdad? —inquirió la joven—. La
señorita Martindale le está esperando.
Hardcastle penetró en el despacho de la directora del « Cavendish Bureau» .
Nada más enfrentarse con él, aquélla inició su ataque.
—¡Esto es una ignominia, inspector Hardcastle! ¡No hay derecho a que
sucedan tales cosas en nuestros días! Tiene usted que averiguar que hay en el
fondo de todo este extraño asunto. En seguida. Nada de andarse por las ramas,
inspector. La policía fue creada para protegernos a todos y de eso, de protección,
andamos muy necesitadas cuantas personas nos cobijamos bajo este techo. Sí.
Pido que mis empleadas sean protegidas debidamente, con urgencia.
—Estoy seguro, señorita Martindale, de que…
—Ya ha visto usted que dos de mis empleadas, en distinta forma, han sido
atacadas… Claramente se advierte que anda por ahí algún ser irresponsable,
algún individuo poseído por una manía, un complejo, se dice actualmente, que le
incita a buscar sus víctimas entre las taquimecanógrafas, entre las chicas que
trabajan en entidades como la mía. Ahora se ha fijado aquél, quienquiera que
sea, en nuestra firma. Primeramente, Sheila Webb fue guiada, en virtud de una
perversa treta, a una casa en la que halló el cadáver de un hombre, una broma
incomprensible capaz de sacar de quicio a la persona más sentada… Por si esto
hubiera sido poco, una de sus compañeras, más tarde, es encontrada en el interior
de una cabina telefónica del servicio público, asesinada. Decididamente,
inspector, es necesario que aclare usted este misterio.
—No hay nada que desee con más ardor que eso, señorita Martindale. He
venido aquí precisamente para ver si pueden ustedes ay udarnos.
—Y, ¿cómo podría ay udarles y o? ¿No ve que de haber podido serles útil
habría corrido en busca suy a? ¡Ni siquiera hubiese esperado a que se presentase
aquí! Es preciso que averigüe usted quien mató a Edna Brent, que descubra al
salvaje autor de la broma de que fue víctima Sheila Webb. Soy rigurosa con mis
empleadas, inspector. Procuro que se apliquen a su trabajo y no veo con buenos
ojos que lleguen tarde a la oficina, ni les consiento que sean desordenadas en lo
que a aquél atañe. Pero, por supuesto, no puedo ver con indiferencia sus
desventuras… Intento defenderlas. Quiero que aquellos a quienes el Estado paga
para que protejan a los ciudadanos honrados, cumplan con su misión.
La señorita Martindale fijó una centelleante mirada en Hardcastle. Parecía
más bien una tigresa que hubiese tomado forma humana.
—Dénos tiempo, señorita Martindale.
—¿Tiempo? Naturalmente, por el hecho de estar muerta Edna Brent, me
imagino que ustedes piensan que disponen de aquél sin tasa. Supongo que detrás
de ese asesinato vendrá otro, siendo la víctima, también esta vez, una de mis
empleadas.
—No tiene usted por qué temer eso, señorita.
—Esta mañana, al levantarse de la cama, no creo que estimara probable el
asesinato de Edna, inspector. Supongo que de haber sido así habría adoptado
ciertas precauciones. Y cuando otra de mis chicas sea asesinada igual que su
compañera o pase por un terrible y comprometedor aprieto, usted se quedará
muy sorprendido. Lo que está sucediendo se sale de lo corriente. Tiene usted que
reconocer que esto parece obra de un loco. Y luego calificamos de absurdas
muchas de las noticias que leemos en los periódicos y revistas… De otro lado, no
les comprendo a ustedes. Fijémonos, por ejemplo, en el detalle de los relojes
hallados en el cuarto de estar de la señorita Pebmarsh. Esta mañana, durante la
encuesta, observé que no fueron mencionados para nada.
—La encuesta fue aplazada, según recordará. Durante ella nos ceñimos a los
hechos fundamentales.
—Todo lo que y o afirmo —dijo la señorita Martindale, tan irritada como al
comienzo de la conversación—, es que tiene usted que hacer algo.
—¿No se halla usted en condiciones de contarme nada interesante? Por
ejemplo ¿no le confió Edna nada nunca? ¿No la vio preocupada en ningún
instante a lo largo de estos últimos días?
—No creo que de haberla preocupado algo me lo hubiese confiado a mí…
Bueno, y, ¿por qué había de sentirse inquieta?
Esta era la pregunta que Hardcastle hubiera querido oír contestada. Pero la
señorita Martindale, con toda seguridad, no iba a aclararle nada.
—Me gustaría hablar con sus empleadas —dijo el inspector—. Edna Brent se
abstuvo, seguramente, de confiarle a usted sus temores o preocupaciones, pero
pudo haber dado cuenta de unos y otras a cualquiera de sus compañeras.
—Me figuro que por ahí no anda usted descaminado. Esas chicas son muy
dadas a perder tiempo con sus habladurías. En el momento en que oy en el rumor
de mis pasos en el corredor de afuera comienza a percibirse el tecleo de las
máquinas. Ahora bien, hasta ese preciso instante, ¿cuál cree usted que ha sido su
labor? ¡Ninguna! Y es que, sencillamente, se pasan las horas dándole a la lengua.
En ese aspecto son insaciables —la señorita Martindale se calmó un poco,
añadiendo a continuación—. En estos momentos en la oficina no hay más que
tres… ¿Desea hablar con ellas? Las otras han salido, a fin de atender unas
llamadas. Puedo facilitarle sus nombres y señas respectivas si es necesario.
—Muy agradecido, señorita Martindale.
—Supongo que preferirá entrevistarse con esas chicas a solas. De
encontrarme y o presente se expresarán con menos libertad pues habrán de
admitir que han estado perdiendo el tiempo.
La señorita Martindale se levantó, abriendo la puerta del despacho.
—Señoritas —dijo dirigiéndose a sus empleadas—. El detective inspector
Hardcastle desea conversar con ustedes unos minutos. Pueden interrumpir su
trabajo. Díganle cuanto sepan en relación con Edna Brent, a fin de ay udarle en
su tarea de descubrir al asesino de su compañera.
Con gesto decidido, la rectora del establecimiento tornó a penetrar en su
despacho, cerrando la puerta. Tres sobresaltados e infantiles rostros se volvieron
hacia el inspector. Este examinó los mismos rápidamente. No por eso dejó de
advertir en seguida con quién se las había. Tenía delante a una joven de aire
seguro que llevaba lentes. Hardcastle pensó que podía confiar en ella aunque no
la juzgó muy despejada. Vio también a una morena de gran viveza que lucía un
peinado que sugería la idea de que acababa de ser azotada por una furiosa
ventisca. Sus ojos eran de esos a los que parece no escapar nada. Pero muy
probablemente, su memoria no respondía a aquel poder de observación. La
tercera muchacha era una de esas personas que ríen nerviosamente sin ton ni
son, que, sin lugar a dudas, se mostraría de acuerdo con cuanto manifestaran sus
compañeras.
Hardcastle se esforzó por dar cierta cordialidad desde el principio del diálogo.
—Supongo que estarán enteradas de lo que le ha sucedido a Edna Brent…
Las tres hicieron violentos gestos de asentimiento.
—A propósito, ¿cómo han llegado a conocer tal noticia?
Las tres muchachas se miraron, como si hubiesen querido ponerse de
acuerdo para decidir quién de ellas iba a llevar la voz cantante. Al parecer, la
designación recay ó en Janet, la joven rubia, la primera que el inspector
examinara en silencio al enfrentarse con las jóvenes.
—Edna, contrariamente a lo que tenía que haber hecho, no se presentó aquí a
las dos —explicó Janet.
—Y « Sandy Cat» se enfadó mucho —dijo Maureen, la morena,
interrumpiéndose a sí misma inmediatamente para aclarar—: He querido
referirme a la señorita Martindale.
La tercera chica dejó oír una risita.
—Es que nosotras, ¿sabe?, la llamamos así…
« No va mal el apodo» , pensó Hardcastle.
—Cuando se enfada consigue sacarnos de nuestras casillas —manifestó
Maureen—. En seguida quiso que la informáramos de si Edna proy ectaba no
venir a la oficina por la tarde, especificando que su deber, en el caso de haber
surgido algo imprevisto, era avisar con tiempo…
La joven rubia agregó:
—Le dije a la señorita Martindale que Edna Brent había asistido a la encuesta,
igual que todas, pero que después no la habíamos vuelto a ver, ignorando si se
había ido a alguna parte.
—Eso era verdad, ¿no? —inquirió Hardcastle—. Ustedes no sabían a donde se
dirigía Edna tras aquel acto…
—Le indiqué que lo mejor era que nos fuésemos a comer las dos a un
restaurante —declaró Maureen—, pero al parecer le rondaba algo por la cabeza.
Me dijo que no estaba segura siquiera de ir a comer un bocadillo. Pensaba
comprarse cualquier cosa, con el propósito de llevársela a la oficina.
—De manera que ella había pensado volver aquí, ¿verdad?
—¡Oh, sí, desde luego! Todas pensamos que obraría así.
—¿Ha notado alguna de ustedes cualquier anomalía en la conducta de Edna
Brent, alguna alteración en su aspecto? Me refiero a estos últimos días. ¿La vieron
ustedes preocupada, como obsesionada con algo? ¿Les hizo alguna confidencia?
Les ruego que, en caso afirmativo, me lo hagan saber.
Las chicas se consultaron mutuamente con unas miradas.
—Edna Brent siempre tenía alguna preocupación —explicó Maureen—. No
era muy cuidadosa con su trabajo y cometía frecuentes errores. Le costaba
bastante trabajo comprender las cosas.
—Edna era siempre la protagonista inevitable de un sinfín de menudos hechos
—manifestó la de la risita nerviosa—. ¿Os acordáis del tacón que perdió hace
unos días? Cosas así le pasaban a Edna Brent todos los días.
—Yo también recuerdo el episodio —apuntó Hardcastle.
Casi le parecía ver a la joven contemplando angustiada su zapato y el tacón
desprendido, mirando a uno y a otro alternativamente.
Janet declaró solemnemente:
—Al ver que Edna no se presentaba aquí a su hora tuve el presentimiento de
que le había ocurrido algo grave.
Hardcastle miró a la muchacha un tanto disgustado. Le fastidiaba la gente que
se las daba de lista cuando y a se sabía todo. Estaba completamente seguro de que
por la cabeza de la joven no había cruzado aquella idea. Lo más probable era que
Janet se hubiese dicho en aquellos momentos: « Edna se la va a ganar cuando
“Sandy Cat” se entere de que no ha llegado a su hora» .
—¿Cuándo se enteraron ustedes de lo que le había sucedido a Edna Brent?
Las chicas volvieron a intercambiar unas miradas. La de las risitas se
ruborizó. Su mirada se posó en la puerta del despacho de la señorita Martindale.
—Es que… ¡Ejem! Salí un segundo a la calle. Quería comprar unos pasteles
y sabía muy bien que éstos se habrían terminado cuando y o abandonara la
oficina, terminada mi jornada de trabajo. Al llegar a la pastelería, la de la
esquina de esta calle, donde me conocen, la mujer que se hallaba tras el
mostrador me preguntó: « Trabajaba en el mismo sitio que tú, ¿verdad?» . « ¿A
quién se refiere usted?» , inquirí. « A la muchacha que han encontrado asesinada
dentro de una cabina telefónica del servicio público» , me contestó. ¡Vay a susto
que me dio! Volví aquí a toda prisa e informé a mis compañeras. Acordamos que
la señorita Martindale debía estar al corriente de lo sucedido y en el instante en
que nos disponíamos a entrar en su despacho salió de éste, gritándonos, irritada:
« ¿Qué hacen ustedes que no oigo ninguna máquina?» .
Prosiguió con el relato la joven rubia:
—Entonces dije y o: « Circulan malas noticias acerca de Edna Brent, señorita
Martindale» .
—¿Y cuál fue el comentario de ésta? ¿Qué hizo?
—Al principio no quiso creerlo —explicó la morena—. « ¡Bah! ¡Tonterías! —
exclamó—. Algún comadreo de tienda que han recogido ustedes… Debe tratarse
de otra chica. ¿Por qué habían de referirse a Edna?» . Seguidamente entró en su
despacho, llamando entonces por teléfono a la Jefatura de Policía, por la cual se
enteró de que, en efecto, nuestra compañera había muerto asesinada.
—Lo que y o no comprendo —dijo Janet, aturdida—, es por qué querrían
matar a Edna…
—Apenas tenía relación con los chicos, que nosotras sepamos… —insinuó la
morena.
Las tres se quedaron mirando fijamente a Hardcastle, como si éste se hallase
en condiciones de darles la solución del problema. El inspector suspiró. Allí y a no
tenía nada que hacer. Tal vez las muchachas que en aquellos momentos se
encontraban ausentes pudieran ay udarle un poco más. Entre ellas figuraba Sheila
Webb…
—¿Eran Sheila Webb y Edna Brent muy amigas?
También en esta ocasión las tres se consultaron cruzando unas miradas.
—No, no mucho…
—¿A dónde ha ido la señorita Webb?
Le dijeron que la joven se hallaba en el « Curlew Hotel» trabajando con el
profesor Purdy.
Capítulo XIX

El profesor Purdy interrumpió su dictado para atender la llamada telefónica.


Parecía estar muy irritado.
—¿Quién? ¿Qué? ¿Se encuentra aquí ahora, dice? Bien. Pregúntele si no le
dará igual mañana… ¡Oh! Conforme, conforme… Hágale subir.
—Siempre surge algo —comentó apesadumbrado—. Con tantas y tan
continuas interrupciones, ¿quién podría trabajar? —Quedóse inmóvil, mirando a
Sheila Webb, para preguntarle a continuación—: ¿dónde habíamos quedado,
señorita?
Iba a contestarle la joven cuando oy eron unos golpes en la puerta. El profesor
hizo un último esfuerzo para actualizarse, para evadirse de un mundo remoto, que
contaría y a tres mil años, en el que había permanecido sumergido las horas
precedentes.
—¿Quién es? Entre, entre… Creo que dije a su debido tiempo que no quería
que nadie me molestase esta tarde.
—Lo siento, señor. Siento muchísimo haber tenido que recurrir a esto. Buenas
tardes, señorita Webb.
Sheila Webb se había puesto en pie, dejando a un lado su bloc de notas. Sus
ojos parecieron reflejar cierto temor. Al menos esto es lo que Hardcastle se
figuró.
—Usted dirá…
—Soy el detective inspector Hardcastle. La señorita Webb y a me conoce.
—Ya, y a… —respondió el profesor.
—Sólo deseaba charlar unos minutos con la señorita.
—¿Y no puede usted esperar? No sabe lo que entorpece mi labor.
Precisamente estábamos llegando al punto culminante de mi estudio. La señorita
Webb estará libre dentro de un cuarto de hora, aproximadamente… Bueno,
media hora, quizás. ¡Oh! ¿Pero es que son las seis y a?
—Lo siento, profesor Purdy.
El tono con que hablaba Hardcastle era de firmeza.
—Está bien, está bien… ¿De qué se trata? Supongo que de algunas cuestiones
relacionadas con el tráfico. ¡Y qué meticulosos son esos guardias del orden
motorístico! Uno de ellos se empeñó el otro día en que había dejado el coche
cuatro horas y media frente a uno de esos contadores de los sitios destinados al
aparcamiento de vehículos. Yo estaba seguro, absolutamente seguro de que se
equivocaba…
—Esto que me ha traído aquí es algo más grave, señor.
—¿Sí? Claro. Usted no tiene coche, ¿verdad, señorita? —El profesor dirigió
una vaga mirada a la chica—. Desde luego. Ahora me acuerdo de que la vi
llegar aquí en un autobús. Bueno, inspector, ¿de qué se trata?
—Deseaba referirme a una joven llamada Edna Brent. —El inspector se
volvió hacia Sheila Webb—. Habrá oído hablar y a de ello, supongo.
La joven le miró con fijeza. Unos ojos muy bellos los suy os. Intensamente
azules. Unos ojos que, inexplicablemente, le recordaban los de otra persona, no
sabía quién.
—¿Edna Brent, ha dicho usted? —Sheila enarcó las cejas—. Desde luego, la
conozco. ¿Qué le pasa?
—Ya veo que no se ha enterado usted todavía. ¿Dónde comió usted, señorita
Webb?
Esta se ruborizó.
—Comí con un amigo en el restaurante « Ho Toung» , si… si es que le
interesa realmente saber eso.
—¿No fue usted después a la oficina?
—¿Al « Cavendish Bureau» , quiere decir? Llamé por teléfono y se me
ordenó que viniera aquí directamente, al hotel, para atender al profesor Purdy a
las dos y media.
—Eso es cierto —apuntó el profesor, asintiendo—. A las dos y media. Y desde
esa hora no hemos parado de trabajar un momento. ¡Oh! Debí haber pedido que
nos sirvieran unas tazas de té, querida. Lo siento, señorita Webb. Usted habrá
echado de menos un ligero refrigerio. Debiera habérmelo recordado.
—Es igual, profesor Purdy, es igual.
—Ha sido un descuido mío imperdonable. Pero, en fin, y a no tiene remedio.
Habré de procurar no interrumpir la conversación con el inspector, quien,
evidentemente, desea formular algunas preguntas.
—¿Así pues, ignora usted lo que le ha ocurrido a Edna Brent?
—¿Lo que ha ocurrido a…? —Sheila levantó la voz inconscientemente—.
¿Qué quiere darme a entender? ¿Ha sufrido algún accidente acaso? ¿Ha sido
atropellada?
—Los coches corren tanto hoy —comentó el profesor—. La calzada se ha
vuelto muy peligrosa para todos.
—Pues sí… Edna Brent ha sido víctima de un atropello inicuo —Hardcastle
hizo una pausa al llegar aquí, con el deliberado fin de dar a Sheila la noticia con la
may or brusquedad posible—. Esa joven murió estrangulada alrededor de las
doce y media, dentro de una cabina telefónica.
—¿Dentro de una cabina telefónica? —inquirió el profesor, aprovechando
aquella ocasión para mostrar su interés.
Sheila Webb no dijo nada. Continuó mirando fijamente al inspector. Su boca
se entreabrió ligeramente, sus ojos parecieron dilatarse.
« Una de dos: o es la primera vez que oy e hablar de esto o es una magnífica
actriz» , pensó Hardcastle.
—Estrangulada en una cabina telefónica —comentó el profesor—. ¡Santo
Dios! Se trata de algo extraordinario, verdaderamente extraordinario. No es ése
el sitio que y o elegiría… Quiero decir de ser capaz de realizar tal acción. No. De
veras. ¡Pobre muchacha! ¡Qué desgracia tan grande!
—Edna… ¡Asesinada! Pero, ¿por qué?
—¿Sabe usted, señorita Webb, que Edna Brent deseaba verla a toda costa,
anteay er, que fue a casa de su tía y estuvo esperándola allí?
—Fue culpa mía —manifestó el profesor—. Retuve a la señorita Webb hasta
muy tarde aquel día. Me acuerdo muy bien. Se nos hizo muy tarde. Lo siento, lo
siento mucho. Pierdo la noción del tiempo cuando trabajo, querida. Debiera usted
estar sobre mí…
—Mi tía me informó de eso, pero y o ignoraba que su visita obedeciese a algo
especial. ¿Es que Edna se encontraba en un apuro?
—No sabemos. Quizá no lo sepamos nunca. Esto es, si usted no nos lo dice…
—Que y o… ¿Y cómo voy y o a saberlo?
—Tal vez se figure a qué podía obedecer la visita de Edna Brent.
Sheila movió enérgicamente la cabeza.
—No tengo la menor idea sobre el particular.
—¿No le había indicado ella algo disimuladamente, hallándose las dos en la
oficina?
—No. De veras que… Ay er no estuve en la oficina en todo el día. Tuve que ir
a Landis Bay, para dedicar toda la jornada a uno de nuestros clientes, un escritor.
—¿Últimamente no había visto usted a la chica preocupada?
—Edna Brent era una muchacha que daba la impresión en todo momento de
hallarse preocupada o perpleja. Vacilaba ante lo más mínimo, era tímida,
apocada. Jamás se mostraba segura de sí misma ni sabía qué hacer en cada caso.
Copiando una novela de Armand Levine extravió una vez los folios. Pasó unas
horas apuradísima. Se había dado cuenta del percance después de remitir a
nuestro cliente el ejemplar mecanográfico de la obra.
—Ella, entonces, le pediría que la aconsejara.
—Sí. Le indiqué que lo mejor sería que escribiese a Levine una nota. Creía
y o que llegaría a tiempo ésta porque no siempre el autor de un libro se apresura a
leer el trabajo a máquina a los fines de corrección y otras enmiendas más
sustanciales. Lo lógico era eso: que escribiera contándole a Armand Levine lo
sucedido y rogándole que no se quejara a la señorita Martindale. Mi proy ecto no
fue de su agrado, no obstante.
—Cuando tenía uno de esos problemas, ¿acostumbraba siempre a pedir
consejo a las demás?
—Siempre. Lo malo era que pocas veces nos poníamos de acuerdo por lo
cual lo único que hacíamos era aumentar su confusión.
—De manera que su intención de recurrir a usted en el supuesto de hallarse
en un aprieto no ha de extrañar a nadie, ¿verdad? ¿Se daban tales incidentes con
frecuencia?
—Sí, sí.
—¿Y no sospecha usted que esta vez pudo tratarse de algo más serio?
—No. En la oficina se pasan momentos ingratos, pero no graves.
El inspector se preguntó si Sheila Webb estaría en realidad todo lo tranquila
que aparentaba.
—Ignoro el motivo de su visita a mi casa —prosiguió la muchacha hablando
con rapidez—. No tengo la menor idea… Es más, no me explico por qué deseaba
hablarme fuera de la oficina, en el domicilio de mi tía.
—¿No querría decirle algo sobre el « Cavendish Bureau» ? Quizá se
propusiera evitar que se enterasen las restantes compañeras. Evidentemente,
deseaba que lo que fuese quedara entre las dos. ¿Ando muy descaminado,
señorita Web? ¿Qué cree usted?
—Estimo sus suposiciones muy improbables. Seguro que no tiene que haber
sido nada de lo que usted se figura.
Sheila respiraba agitadamente al pronunciar las anteriores palabras.
—En consecuencia, no puede usted ay udarme en mis tareas indagatorias, por
lo que veo.
—No. Siento mucho lo de Edna, pero no acierto a comprender cómo podría
convertirme y o en su colaboradora.
—¿No recuerda nada que esté relacionado con lo ocurrido el 9 de
septiembre?
—¿Se refiere… se refiere usted al hombre de Wilbraham Crescent?
—A él me refiero, en efecto.
—¿Qué podría saber Edna Brent acerca de su muerte, acerca de él?
—Nada importante, quizá. Pero es posible que conociese un detalle
cualquiera… Para nosotros todo tiene su valor. Hasta la minucia más
insignificante —Hardcastle hizo una pausa—. La cabina telefónica en que fue
hallado el cadáver de Edna Brent se encuentra en Wilbraham Crescent. ¿No le
dice eso nada tampoco, señorita Webb?
—Nada, en absoluto.
—¿Estuvo usted en Wilbraham Crescent hoy ?
—No. No estuve allí —repuso ella con vehemencia—. No he vuelto a
acercarme a aquel lugar desde el día que… Comienza a figurárseme un sitio
horrible. Ojalá no lo hubiera conocido nunca. ¿Por qué tengo y o que verme
mezclada en este asunto? ¿Por qué fui enviada allí? ¿Por qué murió Edna en sus
inmediaciones? ¡Tiene usted que averiguarlo, inspector, tiene usted que
averiguarlo!
—Eso es precisamente lo que y o me he propuesto, señorita.
Había un ligero acento de amenaza en su voz al agregar:
—Puedo asegurárselo.
—Está usted temblando, querida —medió el profesor Purdy —. Creo que no
le iría mal ahora un vasito de jerez.
Capítulo XX
NARRACIÓN DE COLIN LAMB

Tan pronto regresé a Londres informé debidamente a Beck. El coronel tendió


el brazo hacia mí, señalándome. En su mano humeaba el puro de costumbre.
—Debe haber algo aprovechable en esa extravagante idea suy a en torno a las
calles en forma de media luna —me dijo, condescendiente.
—Parece ser que al final he sacado una cosa en limpio, ¿verdad?
—Yo no me atrevería a asegurarlo rotundamente. Me limitaré a indicarle que
es posible. Nuestro buen técnico del ramo de la construcción, el señor Ramsay,
ocupante, en ocasiones, del número 62 de Wilbraham Crescent, no es todo lo que
parece ser. En los últimos meses le han sido encomendadas algunas curiosas
misiones. Las firmas que lo han empleado no son falsas, pero cuando no carecen
de una sólida historia resulta que ésta es bastante peculiar. Ramsay salió de viaje
sin previa preparación, sobre la marcha, hace cinco semanas, dirigiéndose a
Rumania.
—Eso no es lo que su esposa contó.
—Lo cierto es que tal fue su punto de destino. Y allí se encuentra
actualmente. Nos agradaría saber un poco más de él. Lo mejor, pues, es que se
ponga usted en camino. He conseguido un nuevo pasaporte y los visados
necesarios. Nigel Trench será su nombre esta vez. Refresque sus conocimientos
sobre las plantas raras de los Balcanes porque en la presente ocasión será usted
todo un botánico.
—¿Hay instrucciones especiales?
—No. Ya le daremos a conocer el nombre de su enlace cuando le
entreguemos sus papeles. Recoja todos los informes que pueda acerca del señor
Ramsay.
El coronel Beck me miró fijamente.
—No parece usted muy complacido —observó desde detrás de la nube de
humo de su puro.
—Cuando una corazonada no nos engaña se experimentan sensaciones muy
encontradas —murmuré en tono evasivo.
—El número 61 de Wilbraham Crescent está ocupado por un maestro de
obras, un tipo perfectamente inofensivo, es decir, inofensivo desde nuestro punto
de vista. El pobre Handbury se equivocó en el número, pero aproximándose
bastante a la realidad.
—¿Se han ocupado ustedes de los otros o se han limitado exclusivamente a
Ramsay ?
—« Diana Lodge» es algo tan puro como la propia Diana, al parecer. Una
larga historia a base de gatos. McNaughton resultó vagamente interesante. Es un
profesor y a jubilado, como usted sabe. Profesor de Matemáticas. Un hombre
muy brillante, según todos los indicios. Renunció a una cátedra basándose en su
falta de salud. Supongo que esto será verdad, pero se le ve bien sano y fuerte. Da
la impresión de haber suprimido toda relación con sus amistades de otros
tiempos, cosa que produce extrañeza.
—Lo malo es que vamos a acabar sospechando de todo y de todos…
—Ha dado usted en el clavo —aprobó el coronel Beck—. A veces sospecho
de usted mismo. No lo puedo remediar, pienso que se ha pasado al otro bando. En
esto llego incluso a desconfiar de mí y se me figura que ando chaqueteando con
unos y con otros después de dar lugar a un revoltillo incomprensible.
Mi avión salía a las diez de la noche. Tenía que ver a Hércules Poirot antes de
marcharme. Esta vez me lo encontré bebiendo sirop de cassis (entre nosotros:
licor de grosella). Me ofreció una copita. La rechacé. George me sirvió whisky.
Pasó lo de siempre.
—Parece usted deprimido —me dijo Poirot.
—No. Es que me marcho al extranjero.
Me dirigió una mirada de interrogación.
—¿De veras?
—De veras.
—Le deseo mucho éxito en su misión.
—Gracias. Bueno, Poirot. ¿Cómo van sus trabajos domésticos?
—¿Mis trabajos domésticos?
—¿Qué hay del crimen de los relojes de Crowdean…? ¿Ha tenido usted
ocasión y a de recostarse en su butaca, entornar los ojos y dar con las respuestas
que explican el enigma?
—Leí lo que me dejó aquí con el máximo interés —manifestó Poirot.
—Poco material utilizable había en mis papeles, ¿no cree? Las visitas a los
vecinos acabaron en desilusión, en fracaso…
—Todo lo contrario, amigo. Dos de esas personas pronunciaron frases muy
expresivas.
—¿Quiénes? ¿Cuáles fueron las palabras a que alude?
Poirot me contestó indicándome algo irritado que debía releer mis notas
cuidadosamente.
—Entonces lo verá por sí mismo… Salta a la vista. Lo inmediato, ahora, es
hablar con más vecinos.
—Aprovechables creo que no hay más.
—Tiene que haberlos. Alguien debe haber sorprendido cualquier detalle…
Esto es siempre axiomático.
—El axioma no lo es porque falla en este caso. ¡Ah! He de darle cuenta de
nuevos hechos. Ha habido otro crimen.
—¿Sí? ¿Tan pronto? Eso es interesante. Cuénteme.
Se lo conté todo. Poirot me estrechó a preguntas, hasta que al fin se hizo con
un relato completísimo de lo sucedido. Le hablé también de la tarjeta postal que
había puesto en manos del inspector Hardcastle.
—« Recuerda…» . Cuatro, uno, tres… O cuatro trece… —repitió pensativo—.
Sí. Se trata de la misma disposición…
—¿Qué quiere decir con eso?
Poirot cerró los ojos.
—A esa tarjeta postal sólo le falta una cosa: una huella digital impresa con
sangre.
Le miré sin saber qué pensar.
—En realidad ¿qué opina usted de este asunto?
—Se va aclarando bastante… Como de costumbre, al asesino no se le da
tregua.
—Pero, ¿quién es el asesino?
Poirot se abstuvo astutamente de responder a mi pregunta.
—Durante su ausencia, si usted me lo permite, llevaré a cabo unas
indagaciones.
—¿Cuáles?
—Mañana ordenaré a la señorita Lemon que escriba a un abogado, al señor
Enderby, un buen amigo mío. Deseo consultar los registros de las partidas de
casamientos de Somerset House. También mandaré que sea puesto un cable.
—Creo que esto no es jugar limpio, Poirot —objeté—. Lo que hace no es
exactamente permanecer sentado en un sillón entregado a profundas reflexiones.
—¡Eso es precisamente lo que estoy haciendo! La señorita Lemon no
realizará otro trabajo que el de comprobar las conclusiones a que y o he llegado.
No es información lo que busco sino confirmación.
—¡No creo que usted sepa nada, Poirot! El asunto está muy enredado. Nadie
sabe quién es el hombre asesinado…
—Yo lo sé.
—Dígame su nombre.
—No tengo la menor idea. El nombre carece de importancia. Conozco, en
cambio, su identidad, por paradójico que esto le parezca, más concretamente: su
procedencia…
—¿Se trata de un chantajista?
Poirot cerró los ojos.
—Haré una breve cita. Igual que la última vez. Y tras esto no pronunciaré una
palabra más.
Mi amigo recitó solemnemente:
—Dilly, dilly, dilly… Come and be killed[9] .
Capítulo XXI

El detective inspector Hardcastle echó un vistazo al calendario que tenía


encima de su mesa de trabajo. Diez días, exactamente. La policía no había hecho
muchos progresos porque tropezaba con una dificultad inicial: la identificación de
un cadáver. Esto se estaba prolongando más de lo que él hubiera podido figurarse
en un principio. Parecía haberse llegado a un callejón sin salida. El examen de
las prendas de aquel hombre, llevado a cabo por técnicos en los laboratorios
oficiales, no había arrojado ningún dato útil, aprovechable. La tela en sí tampoco
había proporcionado pista alguna. Era de muy buena calidad, del tipo que suele
autorizarse para las exportaciones. Había sido bien cuidada, pero las prendas que
vestía la víctima al morir tenían y a algún tiempo. Los dentistas no habían servido
de nada tampoco, ni las lavanderías, ni los quitamanchas… ¡Enfrentábanse con
un « hombre misterioso» ! De entre el público no había surgido nadie afirmando
que había sido reconocido aquél.
Hardcastle suspiró al pensar en la gran cantidad de llamadas telefónicas que
habían tenido que atender, en el gran número de cartas recibidas tras la
publicación en los periódicos de una fotografía con el siguiente pie: « ¿CONOCE
USTED A ESTE HOMBRE?» . Asombroso: eran muchísimas las personas que
creían conocerlo. Había entre ellas no pocas hijas que veían en él a un hipotético
padre del que habían estado separadas años y años. Una mujer de ochenta años
había asegurado que la foto en cuestión era la de un hijo suy o que abandonara el
hogar treinta años antes. Innumerables esposas estimaron que se trataba del
marido desaparecido. Las hermanas no habían mostrado tan solícito interés por
aquellos hermanos declarados en ignorado paradero. Y, por supuesto, había
innumerables hombres y mujeres que aseguraban haber visto a aquel individuo
en Lincolnshire, en Newcastle, en Devon, en Londres, en el « Metro» , en un
autobús, en lo alto de un acantilado, apostado en la curva de una carretera,
saliendo de un cine con las solapas del abrigo levantadas para ocultar su rostro…
Así habían surgido centenares de pistas. Las más prometedoras habían sido
estudiadas y comprobadas cuidadosamente, pero no conducían a ninguna parte.
Pero hoy el inspector se sentía ligeramente más esperanzado. Miró la carta
que tenía encima de la mesa. Merlina Rival. No le agradaba mucho aquel
nombre. Nadie que estuviese en su juicio, pensó, se atrevería a bautizar a un hijo
suy o con el mismo. Indudablemente, sería un nombre adoptado por la mujer que
lo llevaba. Pero el tono general de su escrito le gustaba. Este no le había parecido
extravagante. En él no se mostraba la corresponsal excesivamente confiada.
Limitábase a decir que era posible que el hombre de la foto fuese su esposo, del
que se separara varios años antes. Esperaba su visita aquella misma mañana.
Hardcastle apretó el botón de un timbre y a los pocos segundos entraba en el
despacho el sargento Cray.
—¿No ha llegado todavía la señora Rival?
—En este preciso instante ha entrado en el vestíbulo. Me disponía y a a
notificárselo a usted.
—¿Qué aspecto tiene?
El sargento Cray reflexionó unos segundos.
—Teatral, diría y o. Mucho maquillaje… y no del bueno. Una mujer en la que
se puede confiar a medias, en mi opinión.
—¿Estaba nerviosa?
—No, no se le nota que lo esté.
—Muy bien. Hágala pasar.
Cray abandonó el despacho, regresando en seguida para anunciar a la
visitante.
—La señora Rival, inspector.
Hardcastle se puso en pie, estrechando la mano de la mujer. Juzgó que
debería rondar la cincuentena, pero mirada de lejos —de bastante lejos— podían
atribuírsele unos treinta años de edad. De cerca, por efecto del maquillaje,
descuidadamente aplicado, un observador imparcial la hubiera supuesto en la
proximidad de los sesenta… Al final, Hardcastle se decidió por lo que había
pensado al principio. Cabellos oscuros, muy tintados. Iba destocada. Estatura
media. Complexión corriente. Vestía una chaqueta y falda de tonos sombríos y
una blusa negra. Llevaba en la mano un bolso en cuy o material figuraba una tela
de dibujo escocés. En las muñecas le tintineaban uno o dos brazaletes. Adornaba
sus manos con varias sortijas. En conjunto, pensó el inspector, formulando
estimaciones de tipo moral basadas en su experiencia, una mujer « especial…» .
No debía ser excesivamente escrupulosa. Probablemente era fácil entenderse
con ella. Sería generosa, quizá, de un modo razonable, amable. ¿Podía confiar en
ella? Hardcastle se dijo que lo mejor sería aplazar la respuesta a tal pregunta.
Provisionalmente había de pensar que sí.
—Me alegro mucho de conocerla, señora Rival, y espero que nos preste una
valiosísima ay uda.
—Desde luego, no tengo una seguridad absoluta —manifestó la visitante—,
pero ese hombre tiene toda la cara de Harry. Bueno… Quizás exagere. La
verdad es que se parece mucho a él. Ni que decir tiene que de antemano estoy
resignada con lo que sea. Pero lamentaría haberle hecho perder a usted el
tiempo.
—No se preocupe, señora. Andamos necesitados de ay uda en este caso y le
agradecemos la que está decidida a prestarnos, independientemente de los
resultados.
—Es que… verá usted, ha pasado y a bastante tiempo desde la última vez que
vi a mi marido.
—Vay amos por partes. ¿Cuándo ocurrió eso?
—Hallándome en el tren he procurado recordar algunos hechos, a fin de
poderle hablar con la may or precisión posible. Es terrible esto… ¡Hay que ver
cómo se pierde la memoria con los años! En mi carta le decía que habían pasado
diez años, pero la verdad es que han sido más. Estimo que se acercará a los
quince. ¡Pasa el tiempo con tanta rapidez! Claro, una se resiste a admitir tal cosa,
tal vez porque así nos hacemos la ilusión de que tardamos más en envejecer, ¿no
cree usted?
—En efecto… De todos modos usted estima que su separación dura y a
quince años, aproximadamente. ¿Cuándo se casaron?
—Unos tres años antes de que ocurriera eso —respondió la señora Rival.
—¿Dónde vivían entonces?
—En una población llamada Shipton Bois, en Suffolk. Aunque de poca monta,
centro comercial de dicha región.
—¿A qué se dedicaba su esposo?
—Era agente de seguros. Al menos —la señora Rival hizo una pausa— eso
decía él…
El inspector escrutó detenidamente el rostro de su interlocutora.
—¿Descubrió usted acaso que no era cierto lo que él afirmaba?
—Pues… no. Por entonces no. Fue posteriormente cuando pensé que me
había estado engañando. Para un hombre una cosa así no debe resultar muy
difícil, ¿verdad?
—Supongo que ello depende de las circunstancias particulares de cada caso.
—Quiero decir que un pretexto así justifica las frecuentes ausencias del
hogar.
—¡Ah! ¿Solía ausentarse a menudo su esposo, señora Rival?
—Sí. Al principio esto no me preocupó, pero luego…
—¿Qué pasó más tarde?
La señora Rival calló, inquiriendo al cabo de unos segundos:
—¿No podríamos verlo? Al fin y al cabo, si no es Harry …
Hardcastle se preguntó que estaría pensando aquella mujer concretamente.
Notábase en su voz un acento forzado, ¿de emoción, quizás? El inspector no sabía
a qué atenerse.
—Nos iremos ahora mismo.
Salieron del despacho, encaminándose a la salida. En la calle les aguardaba
un coche. A Hardcastle no le extrañó el nerviosismo de ella. Era el que
habitualmente se apoderaba de las personas que se disponían a visitar el depósito
de cadáveres. El inspector pronunció las palabras de siempre para calmarla.
—Todo irá bien, no se inquiete. Además, es cuestión de un minuto o dos tan
sólo.
Les aproximaron una camilla de ruedas. Uno de los funcionarios de la
dependencia levantó una punta de la sabana con que había sido cubierto el
cadáver. La señora Rival contempló el inmóvil rostro unos momentos. Su
respiración se tornó más agitada. Luego abrió la boca levemente, como si le
faltara aire, y volvió la cabeza bruscamente hacia otro lado.
—Es Harry. Sí. Tiene otro aspecto, parece más viejo…, pero es él.
El inspector hizo una seña al funcionario del depósito y cogiendo del brazo a
su acompañante la condujo al coche, regresando después a la Jefatura de Policía.
Hardcastle guardó silencio. Dejó que la mujer se recobrara de la impresión
sufrida por sí sola. A los pocos minutos de sentarse nuevamente en el despacho se
presentó un policía con una bandeja en la que había dos tazas de té.
—Tómese esto, señora Rival. Le sentará bien. Ya charlaremos después.
—Gracias.
Ella se sirvió azúcar en abundancia, y procedió a beberse el confortable
brebaje.
—Me encuentro mejor. No es que me importara mucho realmente.
Solamente… Está justificado que una se trastorne un poco, ¿no es cierto?
—¿Está convencida de que ese hombre es su esposo?
—Estoy segura de ello. Por supuesto, con más años, pero no ha cambiado
mucho. Siempre se le veía muy limpio. Era un hombre distinguido. A primera
vista se le notaba una cosa: que tenía « clase» . ¿Entiende lo que quiero decir?
Sí, pensó Hardcastle. La frase era gráfica y encajaba perfectamente
tratándose de describir a la víctima. Tenía « clase» . Evidentemente, el hombre
había parecido siempre mejor de lo que era en realidad. Algunos individuos
tenían esa suerte y ellos la aprovechaban para sus fines particulares.
—Cuidaba mucho sus ropas y demás efectos personales —prosiguió diciendo
la señora Rival—. Me imagino que por tal razón y su natural simpatía… ellas se
enamoraban fácilmente de mi marido, no sospechando nada anormal.
—Explíquese, por favor, señora.
Hardcastle extremó el tono afectuoso de su voz.
—Me estaba refiriendo a las mujeres que tenían contacto con él, en general.
Las mujeres llenaban la may or parte de su vida.
—Comprendo. Y usted se enteró de eso, naturalmente.
—Yo sospechaba y a algo. Estaba casi siempre fuera de casa. Desde luego,
y o y a conocía a los hombres. Pensé que lo más probable era que tuviese relación
con alguna chica de vez en cuando. Claro, hay temas que no pueden abordarse
en una conversación normal. Los hombres mienten en esos casos. He ahí todo lo
que una saca en limpio. Pero jamás me figuré que llegase a hacer de sus
escapadas un negocio.
—Y luego vio confirmados sus temores, ¿verdad?
La mujer asintió:
—¿Cómo se enteró de ello?
La señora Rival se encogió de hombros.
—Al regreso de uno de sus viajes. Había ido a Newcastle, me explicó.
Añadió que tenía que quitarse de en medio en seguida. Aseguraba que su juego
había sido descubierto. Una mujer, por culpa suy a, se encontraba en un serio
apuro. Una maestra de escuela, señaló. Corría el peligro de que se armara un
grave alboroto. Le acosé a preguntas. No me costó mucho trabajo lograr que
confesara. Quizá pensara que sabia más de lo que di a entender. Las mujeres,
como y a le he indicado antes, se enamoraban con relativa facilidad de él. Les
pasaba, sencillamente, lo que me había pasado a mí. Se cruzaban unos anillos y
quedaba establecido un compromiso. Luego, él las convencía para que invirtieran
su dinero en algún negocio supuestamente provechoso. Ellas aceptaban casi
siempre.
—¿Había procedido de igual modo con usted?
—Sí, pero y o me negué a darle nada.
—¿Por qué razón? ¿Es que y a entonces no le inspiraba confianza?
—Le diré… Yo no he sido nunca de esas personas que confían a ciegas en los
demás. He vivido amargas experiencias; he conocido el lado amargo de las
cosas. Me pregunté por otro lado por qué había de ser él quien operara con mi
dinero. Esto era algo que estaba a mi alcance también. La mejor manera de
conservar lo que una tiene es, prácticamente, la de no hacer cesiones estúpidas o
injustificadas. He visto caer en esa trampa a muchas y a… Las mujeres solemos
incurrir en tales tonterías.
—¿Cuándo le propuso él efectuar inversiones con su dinero? ¿Antes o después
de casados?
—Creo que me lo sugirió antes, pero como y o no respondí a sus
requerimientos no volvió a abordar aquel tema. Tras nuestro casamiento me
habló de cierta oportunidad maravillosa, a su juicio, que se le había presentado.
« No hay nada que hacer» , le respondía. Desde luego, y o obraba así impulsada
por mi desconfianza, pero también pensando en que los hombres se dejan a
menudo cautivar por espejismos que se traducen en irremediables fracasos.
—¿Había tenido su esposo algún tropiezo con la policía?
—Esta le tenía sin cuidado —manifestó la señora Rival—. No hay una sola
mujer que no procure ocultar experiencias del tipo de las que mi marido
provocaba. Aquella última vez, sin embargo, todo parecía ser diferente.
Tratábase de una joven educada. No resultaría tan fácil de engañar como a las
otras.
—¿Iba a tener un hijo acaso?
—Sí.
—¿Era la primera vez que ocurría una cosa así?
—Yo me inclino a creer que no —la mujer agregó—: Con respecto a él no
sabía a qué atenerme, concretamente. ¿Le guiaba el afán de lucro? ¿Hacía de sus
actividades un medio de vida? ¿O era de esos individuos que al mismo tiempo que
se divierten no ven inconveniente en que las mujeres con quienes tienen que ver
corran con los gastos inevitables en toda distracción?
La señora Rival pronunció esas palabras con un dejo de amargura.
Hardcastle inquirió suavemente:
—¿Le quería usted, señora Rival?
—Con franqueza: no lo sé. Supongo que cuando accedí a sus proposiciones
matrimoniales algo significaría para mí…
—Se casaron ustedes, efectivamente, ¿no?
—Sobre esto tengo mis dudas… Sí, la ceremonia tuy o lugar en una iglesia.
Ahora bien, y o no sé si con anterioridad había contraído matrimonio con otras
mujeres. En tal caso usaría cada vez un nombre distinto. Castleton era su apellido
cuando me casé con él. No creo que ése fuese el suy o, el verdadero.
—Harry Castleton, ¿no?
—Sí.
—Y ustedes vivieron en esa población llamada Shipton Bois como marido y
mujer… ¿Por espacio de cuánto tiempo?
—Unos dos años. Antes habíamos vivido en las proximidades de Doncaster.
No sé si me sorprendí mucho cuando volvió aquel día a casa para contármelo
todo. Pienso que y o debía abrigar sospechas desde varios meses atrás.
Naturalmente, aquéllas no habían tomado cuerpo en mí más que de un modo
ligero. ¡Parecía un hombre tan respetable! Mi marido daba la impresión de ser
todo un caballero.
—¿Qué sucedió entonces?
—Me dijo que tenía que desaparecer lo más rápidamente posible y y o le
contesté que podía marcharse cuando quisiera, que y o no estaba dispuesta a
secundarle en nada —la mujer agregó, pensativamente—: Le di diez libras. Era
todo lo que y o tenía en casa. El me objetó que andaba escaso de dinero… Ya no
volví a verle ni a saber de él. Hasta hoy. O, mejor dicho, hasta que me enfrenté
con su fotografía en la Prensa.
—¿No tenía ninguna señal especial en el cuerpo? ¿Ninguna cicatriz, por
ejemplo? ¿No sufrió nunca ninguna operación o fractura?
—Me parece que no.
—¿Utilizó alguna vez el apellido Curry ?
—¿Curry ? No… Bueno, no lo sé, a ciencia cierta.
Hardcastle empujó la tarjeta que tenía encima de la mesa en dirección a su
interlocutora.
—He aquí lo que encontramos en uno de sus bolsillos —dijo.
—Continuaba haciéndose pasar por agente de seguros, por lo que veo. Claro,
usa, usaba, he querido decir, diferentes nombres siempre.
—Me indicó antes que no supo nada de él en el transcurso de estos últimos
quince años…
—Ni siquiera se le ocurrió nunca enviarme una postal de felicitación por
Navidad —apuntó la señora Rival, irónica—. Tampoco creo que supiera mi
paradero, sin embargo. Volví a los escenarios tras su partida, durante algún
tiempo. Siempre andaba de tournée. ¡Qué vida la mía entonces! Torné a ser
Merlina Rival…
—Merlina… ¡ejem! Supongo que ése no es su verdadero nombre.
La mujer volvió la cabeza denegando. Sus labios se distendieron en una débil
sonrisa.
—Ese fue un nombre que y o me inventé. No es nada corriente, ¿verdad? Mi
verdadero nombre es Flossie Gapp. Debí ser bautizada con el de Florence, pero
todo el mundo me ha llamado siempre Flossie o Flo.
—¿A qué se dedica usted actualmente? ¿Trabaja todavía como actriz, señora
Rival?
—En ocasiones —contestó la mujer con un leve acento de reticencia—. De
vez en cuando, podríamos decir.
Hardcastle quiso mostrarse discreto.
—Comprendo…
—Trabajo aquí y allá… Ay udo en algunas reuniones, colaboro en ciertas
tareas domésticas… No vivo mal. Conoce una caras nuevas todos los días. Las
cosa van poniéndoseme cada vez mejor.
—Así pues, desde su separación y a no volvió a saber de Harry Castleton…
—Ni una palabra. Pensé que se habría marchado al extranjero… o que
habría muerto.
—¿Puedo preguntarle, señora Rival, si conoce algún detalle particular que
explique la presencia de Harry Castleton en Crowdean?
—No tengo la menor idea. Ni siquiera sé a qué se ha estado dedicando estos
últimos años.
—¿Sería posible que se dedicase a hacer pólizas de seguro falsas… o algo de
ese tipo?
—Sencillamente: lo ignoro. En mi opinión, eso es poco probable. Harry sabía
ser precavido. Jamás se hubiera arriesgado a intentar una cosa que hubiese
entrañado el riesgo de llevarle a los archivos policíacos directamente. El se
inclinaba hacia otras actividades, en las que desempeñaban un papel principal las
mujeres.
—¿Está usted pensando en alguna forma de chantaje?
—Pues… no lo sé. Sí, es posible. Quizás anduviera por en medio alguna de sus
antiguas relaciones interesada en que no se divulgase determinada aventurilla
perteneciente al pasado. En ese terreno él se movía con desenvoltura. Observe
usted esto: no afirmo nada. Cuanto le estoy diciendo no son más que suposiciones.
Yo no creo que mi marido fuese, dando aquéllas por buenas, un chantajista
exigente, capaz de conducir a la víctima de turno a la desesperación. De hacer
eso habría montado un negocio en pequeña escala… todo lo más.
La señora Rival pronunció estas últimas palabras apoy ándolas con un gesto
que revelaba a las claras su convencimiento.
—Harry Castleton gustaba a las mujeres, ¿verdad?
—En efecto. Se enamoraban de él fácilmente. Su aspecto respetable, sus
modales de gentleman, le ay udaban muchísimo en su trabajo… ¿Quién era la que
no se sentía orgullosa de haber conquistado a un hombre como él? Además, junto
a Harry veían un futuro tan maravilloso, tan lleno de seguridades… Comprendo
su actitud, porque y o pasé por una situación semejante —terminó manifestando
la señora Rival, expresándose con toda franqueza.
Hardcastle llamó a uno de sus subordinados.
—¿Quiere hacerme el favor de traer los relojes?
El agente obedeció. Habíalos dispuesto sobre una bandeja, cubriéndolos con
un paño. El inspector recogió éste, observando atentamente el rostro de la señora
Rival, quien contempló con curiosidad aquéllos.
—Son muy bonitos —comentó la mujer—. Este dorado es el que más me
gusta…
—¿No ha visto usted antes estos relojes? ¿No significan nada para usted?
—No… ¿Por qué me lo pregunta?
—¿No puede establecer ninguna relación entre su esposo y el nombre de
Rosemary?
—¿Rosemary ? A ver… Déjeme pensar. Hubo una pelirroja que… No. Se
llamaba Rosalie. No sé de ninguna que llevara ese nombre. Ni puedo saberlo…
Harry era muy reservado en todo lo que atañía a sus asuntos particulares.
—Si usted viera un reloj cuy as manecillas marcaban las cuatro y trece
minutos…
Hardcastle hizo una pausa.
La señora Rival dejó oír una maliciosa risita.
—Pensaría inmediatamente que se acercaba la hora de tomar el té.
El inspector suspiró.
—Señora Rival: le estamos muy agradecidos. Pasado mañana tendrá lugar la
encuesta, aplazada primeramente. Supongo que no tendrá inconveniente en
declarar para dejar sentados oficialmente todos los detalles referentes a la
identificación del cadáver.
—En absoluto. Me imagino que tendré que decir quién era, ¿no es eso? ¿O
habré de ser más explícita? ¿He de aludir como ahora a la manera de vivir de mi
marido y todo lo demás?
—De momento no será preciso. Simplemente habrá de afirmar bajo
juramento que la víctima era Harry Castleton, su marido. La fecha exacta de la
boda quedaría registrada en Somerset House. ¿Dónde contrajeron ustedes
matrimonio? ¿Se acuerda?
—En un sitio llamado Donbrook… Creo que en la iglesia de San Miguel. Estoy
hablando de veinte años atrás. ¡Cuánto tiempo. Señor! Se siente una casi con un
pie en la tumba.
La mujer se puso en pie, tendiendo la mano a Hardcastle. Inmediatamente
después de marcharse la señora Rival, el inspector se sentó ante su mesa de
trabajo, jugueteando con un lápiz. Luego entró en el despacho el sargento Cray.
—¿Satisfactoria la entrevista? —inquirió.
—Eso parece —repuso Hardcastle—. La víctima se llamaba Harry
Castleton… Un nombre supuesto, probablemente. Llevaremos a cabo algunas
indagaciones. Es posible que por ahí ande más de una mujer deseosa de
venganza.
—Un hombre de tan irreprochable aspecto… —comentó Cray.
—Por lo que se ve, tal cosa fue explotada a fondo por él. Hardcastle volvió a
pensar en el reloj de la inscripción. Rosemary. ¿Tratábase de algún recuerdo?
Capítulo XXII
NARRACIÓN DE COLIN LAMB

—Vay a, vay a… De modo que ha vuelto usted, ¿eh?


Cuidadosamente, Hércules Poirot colocó una señal entre las hojas del libro
que había estado ley endo hasta aquel momento. En la presente ocasión tenía al
lado, en la mesita de costumbre, una taza de chocolate caliente. Desde luego, era
proverbial el mal gusto de Poirot por lo que a las bebidas se refería. Esta vez,
contra lo que hacía siempre, no me invitó a tomar nada.
—¿Cómo está usted? —inquirí.
—Inquieto, desasosegado, nervioso… Ha sido iniciada la labor de renovación
en estos pisos, originando aquélla cambios fundamentales.
—Pero así todo quedará mejor, mi querido amigo.
—Sí, pero eso supone una serie de molestias inaguantables. Durante algún
tiempo aquí reinará el más completo desorden. Y no le digo a usted nada del olor
que habrá aquí a pintura luego.
Hércules Poirot estaba verdaderamente enfadado.
Después, agitando una mano, como si quisiera apartar aquellas
preocupaciones, preguntó a su visitante:
—¿Ha triunfado?
—No lo sé.
—¡Ah! Así están las cosas, ¿eh?
—Averigüé lo que me habían encargado averiguar. No localicé al hombre. Ni
siquiera sé qué era concretamente lo que necesitaban. ¿Información? ¿Un
cadáver?
—A propósito de cadáveres… He leído el relato referente a la encuesta
judicial de Crowdean, y a aplazada. Asesinato intencionado, obra de una persona
o varias desconocidas. Y el cadáver misterioso tiene un nombre, por fin.
Asentí.
—Harry Castleton…
—Identificado por su esposa. ¿Ha estado en Crowdean?
—Todavía no. Pensaba ir allí mañana.
—¡Ah! Dispone usted de tiempo libre.
—Aún no. Sigo atareado. Mi trabajo me lleva allí… —Hice una pausa,
agregando—: No estoy muy al tanto de lo sucedido en Crowdean durante mi
estancia en el extranjero. En cuanto al asunto de la identificación, ¿qué piensa
usted de ello?
Poirot se encogió de hombros.
—Era de esperar que pasara eso.
—Sí… La policía se desenvuelve bien…
—Y ciertas esposas están en todo.
—¡Merlina Rival! ¡Qué nombre!
—A mí me recuerda algo —dijo pensativo Poirot—. ¿Qué es, qué es?
Se quedó mirándome fijamente. Pero no me fue posible ay udarle a hacer
memoria. Además hay que conocer a Poirot. Todo le recuerda siempre « algo» .
—Una visita a un amigo… en una casa de campo —musitó mi interlocutor—.
No… De eso hace mucho tiempo.
—Cuando vuelva a Londres vendré a verle otra vez para referirle todo lo que
Hardcastle me cuente acerca de Merlina Rival —le prometí.
Poirot agitó una mano.
—No es necesario.
—¿Quiere decir que lo sabe todo, sin necesidad de que le cuenten nada?
—No. Quiero decir que esa mujer no me interesa…
—Que no le interesa… ¿Por qué? No lo entiendo.
—Hay que concentrar la atención en los puntos básicos. Hábleme, en
cambio, de Edna, la chica que murió en la cabina telefónica en Wilbraham
Crescent.
—No le puedo decir más de lo que le he dicho y a… No sé nada acerca de la
joven.
—De manera que todo lo que puede notificarme sobre ella es que se hallaba
en posesión de un cerebro escasamente despejado y que la vio en una oficina, a
raíz de un menudo incidente, aquel en que perdió el tacón de su zapato al pisar un
enrejado… —Poirot se interrumpió a sí mismo bruscamente—. A propósito,
¿dónde quedaba ese enrejado?
—¿Cómo voy a saberlo. Poirot?
—De haber formulado esa pregunta usted se habría enterado de ello,
indudablemente. ¿Cómo se va a enterar de las cosas si no formula las preguntas
oportunas?
—Pero, ¿y qué más da que perdiera el tacón aquí o allí?
—Puede ser un detalle interesante. De otro lado, debiéramos saber dónde
estuvo esa muchacha, con exactitud. Así quizá llegaríamos a relacionarla con
otra persona o con un acontecimiento. Aquélla pudo visitar el mismo lugar y con
ello el supuesto suceso adquiriría significación.
—Creo que va usted muy lejos… Bueno, el caso es que me consta que el
incidente ocurrió muy cerca de la oficina en que trabajaba. En efecto, la chica
dijo que se había comprado unos pasteles, regresando a aquélla, descalza, para
comérselos. Luego preguntó cómo se las arreglaría para volver a su casa.
—¿Y cómo se las arregló? —inquirió Poirot, muy interesado.
Le miré desconcertado.
—No tengo la menor idea.
—¡Oh! Así es imposible. Jamás acierta a formular las preguntas precisas.
Resultado: no se entera de lo más importante.
—Será mejor que vay a usted mismo a Crowdean y lo haga por mí —
respondí amoscado.
—Para mí eso es imposible, de momento. La próxima semana hay una
subasta importante de manuscritos de escritores…
—¿Sigue usted ocupado todavía con su pasatiempo?
—Desde luego que si. —Los ojos de Hércules Poirot parecieron animarse—.
Mire… Aquí tiene las obras de John Dickson o Carter Dickson, como firmaba
aquél a veces sus trabajos…
Me escapé antes de que avanzara mucho en su discurso, alegando una cita
urgente. No me hallaba en disposición de escuchar una conferencia sobre los
antiguos maestros de la novela policíaca.

***

A la noche siguiente me encontraba sentado en la escalinata de la casa de


Hardcastle, en la oscuridad, poniéndome en pie al ver que aquél regresaba y a.
—¡Hola, Colin! ¿Eres tú? Otra vez surgiendo de las tinieblas, ¿eh? ¿Cuánto
tiempo hace que esperas aquí?
—Media hora, aproximadamente.
—Lamento que no hay as podido aguardar dentro.
—No me hubiera costado ningún trabajo entrar en la casa, querido. ¡Tú no
tienes ni idea acerca del entrenamiento a que somos sometidos!
—Entonces, ¿por qué no entraste?
—No quise mermar tu prestigio. ¿Qué diría la gente de un inspector de policía
cuy o hogar se ve allanado por el primer intruso que se lo propone?
Hardcastle sacó una llave, abriendo la puerta de su domicilio.
—Entra, entra y no digas tonterías.
El inspector condujo a su amigo al cuarto de estar, procediendo a preparar
unas bebidas.
—Tú dirás cuándo está bien.
Tardé algo en detener su mano. Cada uno con su vaso en la mano y a, nos
acomodamos en sendos sillones.
—La cosa marcha por fin —dijo Hardcastle—. Hemos identificado el
cadáver.
—Lo sé. Estuve en la hemeroteca… ¿Quién fue Harry Castleton?
—Un hombre aparentemente respetable, que hizo una profesión del
matrimonio repetido. A veces sacaba partido de los compromisos amorosos que
contraía con crédulas mujeres, invariablemente acomodadas. Le confiaban sus
ahorros, impresionadas por sus conocimientos sobre las finanzas, y más adelante
se esfumaba.
Evocando la figura de la víctima, comenté:
—Su aspecto no recordaba en nada a esa clase de individuos.
—Aquél constituía precisamente la base de su negocio.
—¿No fue jamás procesado?
—No… Hemos llevado a cabo indagaciones, pero resulta difícil obtener más
información. Cambiaba de nombre muy a menudo. En Scotland Yard se cree
que Harry Castleton, Ray mond Blair, Lawrence Dalton y Roger By ron eran la
misma persona. Sin embargo, esto no se ha podido probar. De las mujeres
afectadas, compréndelo, no hay que esperar ay uda alguna. Aquéllas siempre
prefirieron perder su dinero en tales casos. El individuo se reducía en realidad a
un nombre… Operaba aquí y allí, empleando las mismas normas, mostrándose
increíblemente escurridizo. Cuando, por ejemplo, Roger By ron desaparecía de
Southend, otro sujeto llamado Lawrence Dalton iniciaba sus actividades en
Newcastle. Eludía las fotografías… Procuraba escabullirse cuando las amistades
de sus enamoradas se empeñaban en obtener alguna instantánea. Y a todo esto
hay que remontarse a mucho tiempo atrás, quince o veinte años… Fue entonces
cuando dejó de dar señales de vida. Circuló el rumor de que el individuo en
cuestión había muerto; hubo personas que aseguraron que se había marchado al
extranjero…
—No se volvió a saber de él hasta el instante de aparecer tendido, muerto,
sobre la alfombra del cuarto de estar de la señorita Pebmarsh. ¿No es eso?
—Exactamente.
—Claro está, ahora es posible formular algunas hipótesis.
—En efecto.
—¿Una mujer despreciada que jamás perdonó? —sugerí.
—No es nada disparatado. Hay mujeres que no olvidan fácilmente algunos
agravios…
—Y si esa mujer llevaba camino de quedarse ciega, ¿no serían y a dos los
motivos de aflicción?
—Sólo podemos hacer conjeturas. Y éstas carecen de apoy o sustancial.
—¿Qué tal es la esposa de Harry Castleton? Merlina Rival… ¡Qué nombre!
No debe ser el suy o.
—Se llama en realidad Flossie Gapp. El otro es invento suy o. Se acomoda
más a su género de vida.
—¿Qué es? ¿Una aventurera?
—No se trata de una profesional.
—Digámoslo discretamente: una dama de quebradiza virtud.
—Yo aseguraría que en otro tiempo fue una mujer de buen carácter,
inclinada a servir a sus amigos y vecinos. Se presentó como ex actriz. Ahora,
ocasionalmente, hace trabajos domésticos. Me pareció simpática.
—¿Se puede confiar en ella?
—Absolutamente en lo que se refiere a la identificación del cadáver. No
vaciló un momento.
—Ha sido una suerte.
—Sí. Yo comenzaba a desesperarme y a. ¡La de esposas que han pasado por
mi despacho! Empezaba a preguntarme si existiría alguna mujer en el mundo
que conociera a su marido. Te diré una cosa: es posible que la señora Rival sepa
acerca de su Harry más de lo que ha dejado traslucir.
—¿Ha estado ella mezclada alguna vez en asuntos de tipo criminal?
—En los archivos no hemos encontrado nada. Me inclino a pensar que quizá
tenga algunos amigos de conducta dudosa. Nada serio, seguramente. Pequeños
hurtos, un poco de juego y otras cosas por el estilo.
—¿Qué hay de los relojes?
—Para ella no significan nada. Creo que dijo la verdad. Hemos averiguado su
procedencia: « Portobello Market» . Esto por lo que al de porcelana de Dresden y
al de los metales dorados se refiere. Una pista carente de valor. Ya sabes lo que
pasa los sábados allí. El dueño del « stand» asegura que fueron adquiridos por
una dama americana. Una suposición, sin duda. « Portobello Market» está
siempre lleno de turistas americanos. La esposa afirma, en cambio, que fue un
hombre el que los compró. No recordaba su rostro. El de plata procedía de una
platería de Bournemouth. Se interesó por el reloj una señora de elevada estatura
que quería hacer un regalo a su nieto. Sólo recuerda que iba tocada con un
sombrero verde.
—¿Y qué se sabe del cuarto reloj, del que desapareció?
—No ha habido comentarios —murmuró Hardcastle.
Comprendía perfectamente lo que quería decir con aquellas cuatro palabras.
Capítulo XXIII
NARRACIÓN DE COLIN LAMB

El hotel en que me hospedaba, de pocas habitaciones, se encontraba en las


inmediaciones de la Jefatura de Policía. En el restaurante del mismo se servían
unos asados tolerables. Esto era todo lo que podía decirse de él. Aparte, desde
luego, de que resultaba barato.
A las diez de la mañana del día siguiente telefoneé al « Cavendish Secretarial
Bureau» , diciendo que necesitaba una taquimecanógrafa para dictarle varias
cartas y copiar un contrato comercial. Mi nombre era Douglas Weatherby y me
encontraba en el « Clarendon Hotel» . (Cosa curiosa: tales establecimientos,
cuando son mediocres, poseen siempre nombres rimbombantes). ¿Se hallaba
libre la señorita Sheila Webb? Un amigo mío me la había recomendado por su
eficiencia.
Estaba de suerte. La señorita Sheila iría a verme en seguida. Ahora bien, a las
doce la joven tenía que atender otra llamada. Respondí que antes de la hora
indicada habría terminado con ella, pues y o tenía también una cita.
Me había apostado junto a la puerta giratoria del « Clarendon» . Al ver a la
chica avancé en dirección a ella.
—Si busca al señor Douglas Weatherby aquí me tiene a su disposición —le
dije.
—¿Fue usted quien llamó por teléfono?
—En efecto.
—Pero no está nada bien que haga eso.
Sheila parecía un tanto escandalizada por mi actitud.
—¿Por qué? Estoy dispuesto a pagar al « Cavendish Bureau» los gastos
derivados de la prestación de sus servicios. Qué más le da a su directora que
pasemos el tiempo en el café que hay al otro lado de la calle en lugar de
acomodarnos en una habitación sólo con el propósito de dictarle aburridas cartas
que siempre empiezan así: « La suy a de día 3 en mi poder…» . Andando,
señorita Webb. Tomemos unas tazas de café en un tranquilo rincón de ese
establecimiento.
Predominaban en el local por mí elegido los tonos violentos, agresivamente
amarillos. Los tableros de las mesitas, de « fórmica» , los cojines de plástico, las
tazas y los platillos, todo allí dentro recordaba el matiz de las plumas del canario.
Pedí que nos sirvieran con el café unas tortitas triangulares que constituían la
especialidad del establecimiento. Nos hallábamos casi solos debido a lo temprano
que era.
Cuando la chica que nos atendió se hubo alejado de nosotros, Sheila y y o nos
contemplamos unos segundos en silencio.
—¿Se encuentra bien, Sheila? —pregunté y o después.
—¿Por qué me lo pregunta?
No había dejado de observar sus grandes ojeras, de un tono más bien violeta
que azulado.
—¿Ha estado usted indispuesta?
—Sí… No… No lo sé. Yo creí que se había ausentado…
—He estado fuera, en efecto, pero y a he vuelto.
—¿Por qué?
—Usted sabe por qué.
Sheila bajó la vista.
—Me da miedo… —murmuró tras una larga pausa.
—¿Quién o qué le da miedo?
—Ese amigo suy o, el inspector. Cree… cree que y o maté a aquel hombre y
también a Edna…
—¡Oh! No se preocupe. Son sus modales —repliqué para tranquilizarla—.
Anda siempre de un lado para otro dando la impresión de que sospecha de todo el
mundo.
—No, Colin, no es eso. No conduce a nada decirme esas palabras con la
intención de animarme. Desde el primer momento se figuró que y o tenía algo
que ver con todo ese asunto.
—Mi querida Sheila, no existe prueba alguna contra usted. El hecho de que el
otro día se encontrara frente a un cadáver, porque alguien urdiera una criminal
treta con ese fin…
La joven me interrumpió.
—El atribuy e mi presencia allí a mí misma. Cree que todo ha sido dislocado
con el propósito de desorientarle. Se figura que Edna estaba al tanto de esta
historia, que mi compañera reconoció mi voz por teléfono cuando llamé
haciéndome pasar por la señorita Pebmarsh…
—¿Y era su voz?
—No, no, por supuesto que no. Yo no fui la autora de esa llamada telefónica.
Hace y a tiempo que vengo diciéndoselo.
—Mire, Sheila… Usted dígales a los demás lo que se le antoje, pero a mí me
ha de contar la verdad.
—Así pues, ¡usted tampoco me cree!
—Sí. Si la creo. Usted puede haber hecho esa llamada telefónica impulsada
por un motivo inocente. Alguien hubiera podido sugerírselo explicándole, quizá,
que era parte de una broma. Luego, asustada, existe la posibilidad de que
mintiera, de que insistiese en su embuste inicial, arrastrada y a por las
circunstancias… ¿Es eso lo que sucedió?
—¡No, no, no! ¿Cuántas veces tengo que decírselo?
—Escuche, Sheila… Hay algo que usted no me ha contado. Deseo que confíe
enteramente en mí. Si Hardcastle hubiese logrado obtener una prueba contra
usted, de la que no me hubiera hablado en absoluto…
La joven le interrumpió de nuevo.
—¿Espera que se lo cuente todo?
—La verdad es que no hay nada que le obligue a ello. Somos, por remotos
puntos de contacto, miembros de la misma profesión.
En este momento apareció la camarera con lo que habíamos pedido. El café
presentaba un color tan pálido como la piel de visón que por aquellos días estaba
de moda.
—Yo ignoraba que tuviese usted que ver con la policía —manifestó Sheila
sumergiendo su cucharilla en el líquido, moviendo la misma pausadamente.
—No es eso, exactamente. Se trata de una derivación, de algo muy distinto.
¡Ah! Pero a esto era adonde y o quería ir a parar: si Dick no me pone al corriente
de las cosas que sepa sobre usted será por una razón especial. Es porque él cree
que me intereso por usted de un modo personal. Pues… sí, es cierto. Y aún hay
más. Estoy a su lado. Sheila, hay a hecho usted lo que hay a hecho. No olvido su
salida de aquella casa de Wilbraham Crescent, auténticamente aterrorizada.
Jamás he creído que estuviese representando una comedia. No he pensado jamás
que fingiera.
—No puedo negar que estaba verdaderamente asustada.
—Pero, ¿por qué se asustó usted? ¿Es que le causó una fuerte impresión ver el
cadáver? ¿O le sorprendió algo más?
—¿Qué otra cosa pude haber visto en aquellos precisos momentos?
Me crucé de brazos.
—¿Por qué hurtó el reloj que llevaba grabado en uno de sus bordes el nombre
de « Rosemary » ?
—¿Qué quiere usted decir? ¿Por qué había de robarlo?
—Soy y o quien pregunta.
—Ni siquiera se me ocurrió tocarlo.
—Usted dijo que se había dejado los guantes en la casa, manifestando que
deseaba entrar en la misma a por ellos. Aquel día no llevaba guantes. Era un
hermoso día de septiembre… No la he visto con aquéllos puestos ni un momento.
Así pues, usted volvió al cuarto de estar y se llevó el reloj. No siga mintiendo. Fue
eso lo que hizo, ¿verdad?
Sheila Webb guardó silencio un momento amontonando, pensativa,
inconsciente, a un lado del plato las migajas que quedaban en éste de su tortita, la
que le sirvieran con el café.
—Está bien —contestó con una voz que parecía más bien un murmullo—. Sí.
Fui y o quien cogió el reloj, guardándomelo en el bolso antes de salir.
—¿Por qué hizo usted eso?
—Por lo que concierne a la inscripción… Yo me llamo Rosemary.
—¿No se ha llamado usted siempre Sheila?
—Los dos nombres son míos; soy, por tanto, Rosemary Sheila.
—¿Y sólo eso justificaba y a su acción? ¿Qué podía significar una
coincidencia como ésa?
Sheila advirtió el tono incrédulo de mis palabras, pero continuó aferrada a lo
que acababa de indicarme.
—Ya le he dicho que estaba asustada a más no poder.
Contemplé su rostro detenidamente. Sheila no era una chica más para mí.
Había relacionado y a mentalmente mi futuro con su persona. Pero, ¿a qué
forjarse ilusiones? Sheila era una embustera y probablemente lo sería siempre.
Luchaba para sobrevivir, valiéndose, como arma de la mentira. Un arma
infantil… Seguramente, jamás renunciaría a la misma. Claro que si y o quería a
Sheila tenía que aceptarla tal como era. Tenía que procurar estar a punto en todo
momento para acudir en su ay uda cuando me necesitara. Todos tenemos
debilidades. Las mías serían diferentes de las suy as, pero también contaban.
Tomé una decisión rápidamente, pasando al ataque. No había otro camino.
—El reloj era suy o, ¿verdad? ¿Le pertenecía?
Ella abrió la boca.
—¿Cómo lo averiguó usted?
—Cuénteme cuanto sepa sobre el particular.
Sheila comenzó a hablar atropelladamente. Hacía muchos años que tenía
aquel reloj. Hasta la edad de seis años todo el mundo la había conocido por el
nombre de Rosemary … Se cansó, sin embargo, de éste —no le gustaba—,
consiguiendo que la llamaran por el de Sheila. Últimamente, el reloj le había
proporcionado algún que otro disgusto. Un día se lo llevó con la intención de
dejarlo en un establecimiento del ramo que caía no muy lejos del « Cavendish
Bureau» a fin de que se lo repararan, olvidándolo no sabía dónde, en el autobús,
quizás, o tal vez en el bar, al que acudía mediada la jornada para tomar un
bocadillo.
—¿Cuánto tiempo medió entre este hecho y el día en que se presentó en el
número 19 de Wilbraham Crescent?
Una semana, calculó ella. La pérdida, realmente, no había supuesto una gran
contrariedad para Sheila. Era viejo y casi siempre andaba atrasado o adelantado.
Había llegado el momento de adquirir otro. Luego, la muchacha agregó:
—No lo vi al entrar en el cuarto de estar. Después… después descubrí el
cadáver de aquel hombre. Me quedé paralizada. Me incorporé no bien le hube
tocado y a continuación, frente a mí, en una mesita, junto a la chimenea, me di
cuenta… Era mi reloj… Yo tenía la mano manchada de sangre, olvidándome de
todo en seguida porque ella iba a tropezar con el cuerpo del desconocido.
Horrorizada, eché a correr. Huir de allí… Eso era todo lo que quería.
Asentí, comprensivo.
—¿Qué pasó luego?
—Comencé a reflexionar. Ella sostenía que no había telefoneado
interesándose por mí. Entonces, ¿quién había sido el autor de la llamada
telefónica? ¿Quién había puesto mi reloj allí? Ideé el pretexto de los guantes y
guardé aquél en mi bolso. Me imagino que cometí una estupidez.
—No pudo incurrir en una estupidez may or. Esa acción basta para acreditar
su poco juicio.
—Pero es que hay alguien que intenta complicarme en este desagradable
asunto. Esa tarjeta postal… Tiene que haberme sido enviada por una persona que
sabe que me llevé el reloj. En cuanto al grabado que aparece en la misma… Ya
recordará usted: el « Old Bailey …» . De haber sido mi padre un criminal…
—¿Qué sabe exactamente acerca de sus padres, Sheila?
—Los dos murieron en un accidente siendo y o una niña muy pequeña. Eso es
lo que mi tía me contó… Pero ella jamás me habla de mis padres, jamás me
refiere nada. Y cuando la he interrogado, sus contestaciones no se han
acomodado a otras manifestaciones anteriores. Por tal motivo, siempre he
sospechado que hay algo extraño en lo tocante a mi familia.
—Continúe.
—He llegado a pensar cosas que no sé cómo calificar. Quizá fuese mi padre
un criminal, un asesino, tal vez. O tal vez fuera mi madre la que hubiese llevado
una vida censurable. Cuando a una persona le dicen que sus padres fallecieron
durante su infancia y todos se niegan a dar detalles respecto a ellos es por algo…
Lo que se piensa en esos casos es que la verdad es demasiado cruel para que sea
conocida por un ser inocente.
—Así pues, ésa ha sido siempre su obsesión. Es probable, sin embargo, que la
razón de tal actitud pueda ser muy sencilla. ¿Ha pensado en la posibilidad de que
fuera usted una hija ilegítima, una hija natural…?
—También pensé en ello. La gente, cuando comete un desliz de este tipo, se
afana por ocultárselo a quien tiene forzosamente que sufrir las consecuencias.
Una auténtica tontería. Es mucho mejor decir a los hijos la verdad. La
trascendencia de tal situación es relativa en la actualidad. Pero lo importante es
que y o no sé nada. No sé qué hay detrás de todo esto. ¿Por qué me pusieron el
nombre de Rosemary ? No es corriente. Quizá se hubiese querido perpetuar con
él un recuerdo…
—Un recuerdo agradable en todo caso —me apresuré a señalar.
—Sí, quizá…, pero no estoy muy convencida de ello. Sea como sea, lo cierto
es que después de haberme sometido al interrogatorio del inspector aquel día
empecé a reflexionar. ¿Quién podía estar interesado en llevarme a Wilbraham
Crescent, sólo para encontrarme con un desconocido que había muerto
asesinado? ¿Era este último el autor de la terrible treta? ¿Se trataba, quizá, de mi
padre, quien había deseado que hiciese algo por él? Podía ser que entretanto,
aguardándome, alguien le hubiese dado muerte. ¿O había alguna persona que lo
había preparado todo para que la culpabilidad de aquella acción recay ese sobre
mí? Me debatía en un mar de confusiones. No sabía el porqué, pero todo se
confabulaba contra mí. Mi presencia en aquella casa, el cadáver, mi nombre —
el de Rosemary —, grabado en un reloj que me pertenecía, que no tenía por qué
encontrarse allí… El pánico se apoderó de mí y entonces cometí lo que usted dijo
antes: una estupidez.
Contesté en tono acusador:
—Últimamente debe usted haber mecanografiado o leído —para el caso es lo
mismo— demasiadas novelas de misterio e intriga. ¿Qué me dice de Edna?
¿Tiene usted alguna idea sobre lo que su cabeza podía albergar en relación con
usted? ¿Por qué quiso verla en su casa cuando las dos se encontraban todos los
días en la oficina?
—Lo ignoro. No es posible que pensara que y o tuviese que ver algo con el
crimen. No, no es posible…
—Tal vez se enterase de algo reservado, cometiendo un error
posteriormente…
—¿De qué podía haberse informado?
Seguía con mis dudas. Ni aun en aquellos momentos creía que Sheila
estuviese diciéndome la verdad.
—¿Tiene usted enemigos? Estoy pensando en algún joven despechado, en una
muchacha envidiosa… Una persona un tanto desequilibrada, en tales
circunstancias, sería capaz de hacer un disparate.
Estas suposiciones se me antojaban a mí mismo absurdas.
—No, no creo tener enemigos.
Continuaba sin saber a qué atenerme con respecto a aquel reloj. ¡Qué historia
tan fantástica! 4-13. ¿Qué significaban estas cifras? No tenían sentido estampadas
en una tarjeta postal, en unión de la palabra RECUERDA… Ahora bien, sí podían
tenerlo para la persona a quien iba destinada dicha tarjeta. Suspiré, pagué la
cuenta y me puse en pie.
—No se preocupe —le dije a Sheila, expresándome con bastante fatuidad—.
El servicio personal Colin Lamb ha empezado a funcionar. Todo marchará bien y
al final, como en los cuentos infantiles, acabaremos casándonos y disfrutando de
una larga luna de miel. A propósito —añadí sin poderme contener, pese a darme
cuenta de que hubiera quedado mejor redondeando aquella nota romántica,
arrastrado por la curiosidad personal de Colin Lamb—, ¿qué hizo con su reloj?
¿Lo escondió en uno de los cajones de su cómoda?
Ella guardó silencio un momento antes de contestar:
—Lo deposité en el cubo de la basura de la casa vecina.
Me quedé impresionado. Un truco sencillo y efectivo, quizás. Aquello
constituía una decisión inteligente. Tal vez hubiera subestimado a Sheila.
Capítulo XXIV
NARRACIÓN DE COLIN LAMB

Cuando Sheila Webb se hubo marchado, crucé la calzada en dirección al


Clarendon. Subí a mi cuarto, embalé mis cosas y puse la maleta en manos del
mozo del piso. Aquél era uno de esos hoteles en que se lleva con todo rigor la
costumbre de abandonar la habitación antes del mediodía en el caso de haberse
despedido el huésped.
Luego me eché a la calle. Mi ruta me conducía más allá de la jefatura de
policía, pero al pasar frente a ésta vacilé un momento y acabé por entrar.
Pregunté por Hardcastle. Se encontraba en su despacho. Le vi muy serio, con
una carta en la mano.
—Esta noche me marcho de nuevo, Dick —le comuniqué—. Regreso a
Londres.
Hardcastle levantó la vista para mirarme muy pensativo.
—¿Quieres aceptarme un consejo? —inquirió.
—No —respondí inmediatamente.
No prestó ninguna atención a mis palabras. La gente procede siempre así
cuando está dispuesta a dar un consejo a toda costa.
—Si tú supieras qué es lo que más te conviene… te marcharías, pero para no
volver por aquí en una buena temporada.
—Nadie sabe qué es lo que más nos conviene a cada uno.
—Tengo mis dudas sobre eso.
—Te diré algo, Dick. Cuando hay a liquidado el trabajo que llevo entre manos
me iré. Al menos eso es lo que creo.
—¿Por qué?
—Soy como uno de aquellos clérigos victorianos: me enfrento con las dudas.
—Concédete a ti mismo un poco de tiempo.
¿Qué había querido decirme con estas palabras? Le pregunté a qué se debía
su gesto de hombre preocupado.
—Lee esto.
Dick me entregó la carta que seguramente hasta aquel momento había estado
estudiando.
Muy señor mío:
Se me acaba de ocurrir algo. Me preguntó usted si mi esposo tenía en
su cuerpo alguna señal que pudiera servir para identificarle y yo le
contesté que no. Estaba equivocada. La verdad es que tiene una pequeña
cicatriz tras la oreja izquierda. Se produjo un corte con una navaja de
afeitar por culpa de un perro que saltó de pronto sobre él. Tuvieron que
darle unos puntos. No reparé durante nuestra entrevista en tal detalle quizá
debido a su insignificancia, al ser de poca monta.
Suya afectísima s. s.,
M E R LINA RIVA L

—Escribe de prisa esa mujer y bastante bien —comenté—. No me explico su


predilección por la tinta color púrpura. ¿Se descubrió en el cadáver alguna
cicatriz?
—Desde luego. Y en el sitio señalado por ella.
—¿No pudo verla al ser destapado el cadáver?
Hardcastle respondió negativamente a la anterior pregunta.
—La tapa la oreja. Para verla hay que doblar la misma levemente hacia
delante.
—Entonces no hay nada que objetar. Una prueba definitiva para demostrar la
autenticidad de la identificación.
¿En qué piensas? Hardcastle me respondió lúgubremente, confesándome que
aquel caso le llevaba de cabeza. Me preguntó si vería a mi amigo —el belga, o el
francés—, en Londres.
—Es lo más seguro, ¿por qué?
—Hablé de él en el transcurso de una charla con mi jefe, quien le recuerda a
las mil maravillas. Se le vino a la memoria el asunto Girl Guide… De decidirse a
venir por aquí se le dispensaría una cariñosa acogida.
—Pues no pienses en él. Mi amigo es, prácticamente, una lapa.

***

Serían las doce y cuarto cuando llamé al timbre del número 62 de


Wilbraham Crescent. Me abrió la puerta la señora Ramsay. Apenas se molestó
en levantar la vista para mirarme.
—¿Qué desea? —me preguntó.
—¿Podría hablar con usted un momento? Estuve aquí hace unos diez días y a.
Quizá no me recuerde.
Estudió entonces mi rostro. Luego frunció ligeramente las cejas.
—Usted vino aquí acompañando al inspector de policía, ¿no es eso?
—Efectivamente, señora Ramsay. ¿Puedo entrar?
—No hay inconveniente, si es que ése es su deseo. Una no puede negarle la
entrada en su casa a la autoridad. Ustedes acostumbran a formar un mal
concepto de la gente que procede así.
Me condujo hasta el cuarto de estar. Hizo un brusco gesto señalándome una
silla y ella se acomodó frente a mí. La señora Ramsay me había hablado en un
tono acre. Después sus modales revelaron en ella una desatención que no había
observado durante nuestra primera entrevista.
—Reina la tranquilidad en la casa, al parecer —comenté—. Me imagino que
sus chicos han vuelto al colegio.
—Sí. Se nota su ausencia. —La señora Ramsay añadió—: Supongo que desea
usted hacerme algunas preguntas en relación con ese último crimen, el de la
chica que fue hallada muerta en la cabina telefónica.
—Pues… no, no se trata exactamente de eso. En realidad y o no tengo
relación alguna con la policía.
—Yo creí que usted era el sargento…, el sargento Lamb, ¿no es eso?
—Mi apellido es Lamb, efectivamente, pero y o trabajo en un departamento
distinto.
Ahora la mujer mostraba más interés por la conversación. Clavó una rápida
y severa mirada en mí.
—Bien. Hable usted.
—¿Sigue su esposo fuera del país?
—Sí.
—Su ausencia dura y a bastante tiempo, ¿no, señora Ramsay ? Además, se ha
desplazado a no escasa distancia de aquí.
—¿Qué sabe usted acerca de todo esto?
—Ha cruzado el Telón de Acero… ¿cierto?
La señora Ramsay permaneció callada unos segundos, manifestando luego
con serena voz, desprovista de toda inflexión:
—Sí, eso es cierto.
—Así, pues, estaba usted bastante bien informada sobre su viaje.
—En general, sí. —Otra pausa y la mujer agregó—: Quería que me uniera a
él allí.
—¿Es que llevaba meditando ese proy ecto algún tiempo y a?
—Me imagino que sí. Pero a mí no me dijo nada hasta última hora.
—¿No comparte sus puntos de vista?
—Creo que años atrás los compartí. En fin, usted debe estar al corriente de
todo por haber llevado a cabo determinadas investigaciones.
—Usted tiene que estar forzosamente en condiciones de poder facilitarnos
una valiosa información.
—No. No puedo hacerlo. No es que me niegue. Es que él jamás concretó al
hablar conmigo de ciertas cosas. Yo, por otro lado, no quería saber nada. ¡Me
disgustaba tanto todo aquello! Cuando Michael me comunicó que pensaba
abandonar este país, quitarse de en medio, dirigiéndose a Moscú, no me causó
ningún sobresalto. Tuve que decidir entonces qué era lo que y o deseaba hacer.
—Y usted pensó que no existía ninguna afinidad entre los objetivos
perseguidos por su esposo y los suy os…
—No. Yo no llegaría a expresar así mis sentimientos de entonces. Mi punto de
vista es enteramente personal. Me figuro que a las mujeres nos ocurre más o
menos tarde lo mismo, cuando no se trata de un ser fanático. Yo no lo soy … o no
he pasado nunca del moderado.
—¿Anduvo su esposo mezclado en el asunto Larkin?
—No lo sé. Quizá. Nunca me habló de eso.
La señora Ramsay me miró con expresión más animada de pronto.
—Mejor será que me exprese con claridad, señor Lamb. Yo amaba a mi
esposo. Tal vez le amara lo suficiente para irme con él a Moscú tanto si
compartía sus ideas políticas como si no. El quería que llevase conmigo a
nuestros dos hijos. Yo no quería… Ahí lo tiene todo, explicado con sencillez. En
consecuencia, decidí quedarme aquí con ellos. Ignoro si volveré a ver a Michael.
El ha escogido su forma de vida, su camino… Yo he elegido el mío. Yo deseaba
que los chicos se educaran aquí, en su patria. Son ingleses. Aspiraba a que se
criaran como cualquier muchacho de su misma nacionalidad.
—La comprendo perfectamente.
—Creo que y a no tengo más que decirle —añadió la señora Ramsay,
poniéndose en pie.
La notaba ahora más segura de sí misma, más decidida.
—Tiene que haberle costado mucho trabajo delimitar su actual posición —le
dije cortésmente—. Lo siento por usted.
Hablaba con sinceridad. Posiblemente, la señora Ramsay se percató de ello
porque vi que en sus labios florecía una leve sonrisa.
—Supongo que me comprende porque en su trabajo más de una vez se verá
obligado a profundizar en la vida de las gentes objeto de su atención, analizando
sentimientos e ideas. Desde luego, esto ha sido un rudo golpe para mí. Pero y a he
logrado sobreponerme al mismo. Ahora he de trazar mis planes, decidir qué voy
a hacer, a donde tengo que dirigirme, quedarme aquí o encaminarme a otro lado.
Me buscaré un empleo. En otro tiempo trabajé como secretaria. Quizá siga un
curso de repaso de taquigrafía y mecanografía.
—De acuerdo, pero que no se le ocurra colocarse en el « Cavendish
Bureau» .
—¿Por qué no?
—A las chicas que trabajan allí parece ser que les suceden las cosas más
raras del mundo.
—Si piensa que y o sé algo acerca de esa historia, está equivocado.
Le deseé buena suerte y me marché. No había sacado nada en limpio de
aquella entrevista. En realidad tampoco me había hecho muchas ilusiones. Ahora
bien, uno tiene siempre que procurar que no quede ningún cabo suelto.

***

Al salir de aquella casa estuve a punto de tropezar violentamente con la


señora McNaughton. Esta llevaba un gran bolso, el cual la obligaba a avanzar con
cierta torpeza.
—Permítame —le dije al tiempo que se lo quitaba de las manos.
Ella se agachó, sujetando el bolso fuertemente al principio. Luego se
incorporó, soltando casi del todo aquél.
—¡Ah! Es usted el agente de policía… No le había reconocido.
Avanzamos hacia la puerta de su casa. El bolso pesaba lo suy o. ¿Qué
contendría?, me pregunté. ¿Kilos y más kilos de patatas?
—No llame. La puerta no está cerrada con llave.
Por lo visto no había un solo vecino en Wilbraham Crescent que no
procediera igual en este aspecto.
—¿Y cómo van las cosas? —inquirió la señora McNaughton, locuaz—. Al
parecer, él había contraído matrimonio antes…
No sabía a quién se estaba refiriendo.
—No la comprendo… He estado ausente —expliqué.
—Ya, y a… Supongo que desea protegerla. Me refería a la señora Rival. Asistí
a la encuesta. Una mujer de aspecto vulgar. Debo decir que no parecía muy
trastornada por la muerte de su esposo.
—Hacía quince años que no le veía —objeté.
—Hace veinte años que Angus y y o nos casamos —la señora McNaughton
suspiró—. Ese es un período de tiempo bastante largo. Ahora que él no se
encuentra absorto por las tareas de la Universidad dedica todas sus horas a la
jardinería… En ocasiones una no sabe que hacer…
En aquel instante vimos al señor McNaughton doblando la esquina de la casa
azada en mano.
—¿Has vuelto y a, querida? Deja que ponga esto dentro…
—Haga el favor de colocar el bolso en la cocina, joven —me dijo
bruscamente la mujer, tocándome con el codo—. No he traído más que unos
paquetes de harina de maíz, algunos huevos y un melón —agregó sonriente,
dirigiéndose a su marido.
Deposité el bolso en la cocina. Oí entonces un tintineo.
—¡Dios mío! ¡Harina de maíz! No podía ser y opté por dejar en libertad mis
instintos de espía. Debajo de un leve camuflaje localicé en el interior del
recipiente tres botellas de whisky.
Comprendí entonces por qué la señora McNaughton se presentaba a veces tan
animada y ansiosa de conversación y también, ¡ay !, por qué vacilaba sobre sus
pies. Quizá radicara ahí la causa de la renuncia de su esposo a la cátedra…
Había que dedicar aquella mañana a los vecinos. Tropecé con el señor Bland
cuando me dirigía a Albany Road, a lo largo de la manzana. Aquel hombre
parecía hallarse de buen talante. Me reconoció en seguida.
—¿Cómo está usted? ¿Qué tal marchan las investigaciones sobre el crimen?
Ya sé que ha sido identificado el cadáver. Según todos los indicios ese hombre no
trató muy bien a su esposa. A propósito, y dispense mi curiosidad, usted no
pertenece a la policía de la localidad, ¿verdad?
Le contesté evasivamente, notificándole que procedía de Londres.
—En consecuencia, Scotland Yard se ha interesado por el caso, ¿eh?
Hice un superficial comentario que no me comprometía a nada.
—Comprendo. No se debe hablar de esto. Pero usted no asistió a las
encuestas, creo recordar…
Repliqué que había hecho un viaje al extranjero.
—¡Lo mismo que y o, hijo mío, lo mismo que y o! —exclamó el señor Bland
guiñándome un ojo.
—¿Una visita al alegre París? —inquirí imitando su gesto.
—¡Ojalá! No, fue tan sólo una visita de veinticuatro horas de duración a
Boulogne.
Me tocó un costado con uno de sus codos. (¡Igual que había hecho la señora
McNaughton!).
—Mi esposa se quedó aquí. Me uní a una rubita encantadora. ¡Lo pasamos a
lo grande!
—¿Un viaje de negocios?
Soltamos la carcajada como dos hombres de mundo.
El señor Bland se dirigió a la casa número 61 y y o seguí mi camino hacia
Albany Road.
Me sentí insatisfecho. Poirot me había dicho que a los vecinos podía
habérseles sonsacado más cosas. ¡Era extraño que nadie hubiese visto nada! Tal
vez Hardcastle no había acertado a formular las preguntas más atinadas. Pero,
¿sería y o capaz de idear otras mejores? Al entrar en Albany Road establecí
mentalmente un esquema. Este rezaba, aproximadamente, así:
Al señor Curry (Castleton) le había sido suministrada una droga… ¿Cuándo?
El señor Curry (Castleton) había sido asesinado… ¿Dónde?
El señor Curry (Castleton) había sido conducido a la casa número 19…
¿Cómo?
Alguien debía haber visto algo… ¿Quién?
Alguien debía haber visto algo… ¿Qué?
Giré hacia la izquierda. Ahora caminaba a lo largo de Wilbraham Crescent
exactamente igual que el 9 de septiembre ¿Debería visitar a la señorita
Pebmarsh? Bien. Tocaría el timbre y le diría… ¿Qué iba a decirle?
¿Sería mejor quizá que visitara a la señorita Waterhouse? También en este
caso me asaltaban dudas acerca de la manera de enfocar la conversación.
¿La señora Hemming, tal vez? Aquí daba lo mismo que dijera una cosa que
otra. Ella de todos modos, no me escucharía. En, cambio, de sus manifestaciones,
por poco importantes que fueran, quizás obtuviera algún dato útil.
Seguí andando. Anotaba mentalmente los números, como hiciera la primera
vez. ¿Habría deambulado por allí también el señor Curry en su día, hasta llegar a
la casa que se propusiera visitar?
Nunca me había parecido Wilbraham Crescent más estirado y relamido.
Estuve a punto de exclamar, al estilo victoriano: « ¡Oh, si estas piedras pudieran
hablar!» . Muchos años atrás ésta había sido la frase favorita de muchas
personas. Pero las piedras no nos dicen nunca nada, ni tampoco los ladrillos, ni el
y eso… Wilbraham Crescent continuaba en silencio. Sumido en su soledad,
parecía tan poco dado a la « conversación» como siempre. Seguro que aquellos
muros, de haber podido mirar de alguna manera, contemplarían con gesto de
desaprobación a los que caminaban por sus inmediaciones sin saber siquiera lo
que estaban buscando.
Vi a pocas personas por allí. Un par de chicos montados en sus bicicletas se
deslizaron a mi lado: también dos mujeres, con sus cestos de compra… las casas
que contemplaba podían haber sido comparadas con unas momias
embalsamadas a juzgar por todas las señales de vida que en ellas se observaban.
Yo conocía la causa de esto. Era y a, o faltaban escasos minutos para la una. Una
hora sagrada, o santificada por los hábitos ingleses, que se dedicaba a la comida
del mediodía. En una o dos viviendas, por hallarse descorridas las cortinas de sus
comedores, llegué a ver a sus moradores sentados a la mesa. Pero hasta eso era
allí algo raro. En la may oría de las casas los tejidos de nylon de las cortinas —el
polo opuesto al encaje de Nottingham, en otro tiempo popular— ocultaban lo que
pasaba en el interior. También era posible que hubiese algún comedor vacío. En
este caso la familia se habría trasladado llegada aquella hora a la revolucionaria
cocina moderna, comiendo en la misma de acuerdo con la costumbre que se
había empezado a divulgar en el año 1960.
Me dije que era la mejor hora del día para cometer un crimen. ¿Habría
reparado el asesino en semejante detalle? ¿Formaría esto parte de su plan? Por
fin llegué al número diecinueve.
Al igual que innumerables idiotas, me detuve, mirando hacia la casa. Pero
aquéllos habían pasado por allí a lo largo de las jornadas anteriores. En aquel
instante no divisé a nadie. « No hay vecinos» , me dije entristecido. « No puedo
descubrir, por tanto, espectadores inteligentes» .
Sentí algo en un hombro. Me había equivocado. Había un vecino que hubiera
resultado sumamente útil de disfrutar del privilegio de la palabra. Yo había estado
apoy ado en la verja del número 20 y en la puerta de esta casa se encontraba el
gato de pelo color naranja que tan bien conocía. Me paré para cruzar unas
palabras con el animal, apartando primero una de sus menudas garras de mi
hombro.
—Si los gatos pudieran hablar…
Esa fue la frase que ofrecí a manera de apertura de la proy ectada y
fantástica charla.
El gato abrió la boca obsequiándome con un melodioso maullido.
—Te supongo tan capaz de hablar como y o mismo —le dije—. Sólo que tú no
conoces mi lenguaje ¿Estabas ahí, en ese sitio, el día en que ocurrió todo? ¿Viste
entrar a alguien en la casa? ¿O salir de ella? ¿Estás enterado de lo que sucedió?
¡Cómo me gustaría que pudieses contestar a mis preguntas, minino!
El gato apenas me hizo caso. Se limitó a dar la vuelta, comenzando a mover
el rabo.
—Lo siento, majestad —murmuré.
El animal volvió la cabeza, obsequiándome con una mirada de indiferencia.
Luego, afanosamente, comenzó a asearse las patas mediante interminables
lengüetazos. Vecinos… Indudablemente, éste era un « material» que escaseaba
en Wilbraham Crescent. Lo que y o necesitaba —lo que necesitaba Hardcastle—,
era alguna anciana indiferente al tiempo, charlatana, curiosa, entregada a la
paciente tarea de espiar a todo el mundo con el ansia de descubrir una escena
escandalosa. Lo malo es que tales señoras parecen haberse esfumado totalmente.
En la actualidad suelen agruparse en ciertas residencias, dentro de las cuales
disponen de todas las comodidades que requiere su avanzada edad o se refugian
en los hospitales, cuy as camas son reservadas a las personas que realmente se
encuentran enfermas. Los impedidos, por razón de cualquier tara física o a
consecuencia de la edad, y a no acostumbran a vivir en sus casas, asistidos por un
fiel servidor o un pariente pobre deseoso de obtener de este modo un hogar
confortable o una pobre herencia. Esto era un serio revés para la investigación
criminal.
Miré hacia el lado opuesto. ¡Qué lástima que no hubiera por allí vecinos! ¿Por
qué no habría allí otra hilera de casas en lugar del gigantesco y huraño bloque de
cemento que recordaba una colmena humana? Las abejas que lo ocupaban se
pasaban el día fuera dedicadas a sus quehaceres. Volvían por la noche, con el fin
de asearse un poco y echarse a la calle, en busca de los amigos y amigas. En
contraste con aquella masa de rectas formas comencé a distinguir la suavidad de
las líneas victorianas de los edificios que integraban todo el amplio sector de
Wilbraham Crescent.
Mi mirada fue atraída por un destello de luz sorprendido en la porción media
del edificio. Me quedé perplejo, levanté la vista. Sí. Acababa de verlo. Descubrí
una ventana abierta, a la que estaba asomado alguien. El rostro del que fuera se
notaba ladeado, teniendo algo delante. De nuevo el destello… Introduje la mano
en un bolsillo. Guardo siempre muchas cosas en mis bolsillos, las cuales pueden
serme útiles: una tira de cinta adhesiva, varios instrumentos de aspecto corriente
capaces de abrir las cerraduras más seguras, una cajita que contiene una
pequeña cantidad de polvos grises que no responden al rótulo que ostenta aquélla,
un insuflador destinado a ser utilizado con los mismos, y dos o tres menudos
dispositivos, a los que la may or parte de la gente no sabría darles aplicación.
Entre tan diversos objetos y o tenía un catalejo de bolsillo. No se trataba de un
anteojo de gran potencia, pero, sencillamente, hacía su papel en determinados
casos… Lo cogí mirando a través de él.
En la ventana en que se había concentrado mi atención había una niña.
Acerté a ver una larga trenza cay endo sobre uno de sus hombros. Tenía ante los
ojos unos prismáticos de teatro y me estudiaba con tanto detenimiento que casi
me sentí halagado. Pero como por allí no había nada que mirar no tenía por qué
considerar su actitud un homenaje. Luego, de pronto, apareció otra distracción de
mediodía en Wilbraham Crescent.
Un antiguo « Rolls Roy ce» avanzaba dignamente por la carretera, conducido
por un viejo chófer. Este daba la impresión con su estiramiento de hallarse
disgustado con la vida. Pasó por mi lado solemnemente, igual que si formara
parte de un desfile de vehículos. Mi infantil observadora lo enfocó con sus
gemelos. Yo me detuve, reflexionando.
He abrigado siempre la creencia de que cuando se sabe esperar se ve uno
afectado por un golpe de fortuna. Hablo de algo con lo que no se puede contar, en
lo que uno no se atrevería a pensar, pero que sin embargo sucede.
¿Me ocurría una cosa semejante esta vez? Levantando la vista hacia el
enorme bloque cuadrado de hormigón procuré localizar con todo cuidado la
ventana que suscitara mi interés, contando las aberturas desde el suelo y
horizontalmente. El tercer piso.
A continuación eché a andar en dirección al bloque de pisos, llegando a la
entrada principal de éste. Rodeaba el edificio un amplio camino bordeado por
macizos de flores en los puntos más indicados.
Es conveniente no apresurarse nunca, ir por etapas. Por consiguiente, me
aparté del camino, levanté la cabeza, como si me hallara sorprendido, me
agaché sobre el césped, como si anduviera buscando algo y finalmente me
incorporé, haciendo como si pasara un objeto de la mano al bolsillo. Por último,
me aproximé a la puerta principal de la enorme construcción…
Me inclino a pensar que durante el día debía haber allí un portero. ¡Ah! Pero
nos encontrábamos a la hora « sagrada» de la jornada, la de la una a las dos. Por
tal motivo el vestíbulo se hallaba desierto. Había un gran rótulo que rezaba:
PORTERO, bajo el cual se veía el botón de un timbre que me abstuve de oprimir.
Descubierto el ascensor, entré en la cabina, rumbo al tercer piso.
Tras esto tendría que moverme y a con más cuidado.
Desde el exterior parece fácil localizar en una construcción del tipo de
aquella en la que y o me encontraba, una habitación determinada. Ahora bien,
una vez dentro del edificio todo resulta confuso, desorientador. No obstante, como
y a había adquirido meses atrás una gran práctica en tal menester y otros
análogos, estaba casi seguro de haber acertado cuando me detuve ante la puerta.
Para sentirme aún más animado vi que encima de aquélla había un número que
me había inspirado siempre todo género de simpatías: el 77. « Bien —pensé—.
Esto me traerá suerte. Y decidámonos de una vez» .
Seguidamente apreté el botón del timbre y retrocedí un paso, en espera de
acontecimientos.
Capítulo XXV
NARRACIÓN DE COLIN LAMB

Tuve que aguardar uno o dos minutos. Finalmente la puerta se abrió. Desde el
marco de la misma una rubia nórdica de buena estatura y enrojecida faz,
vistiendo unas prendas de alegres colores, me miró inquisitivamente. Acababa de
secarse las manos, desde luego, pero en los dedos le habían quedado unas motas
de harina. Como además ostentaba otra muy sensible en la nariz no me costó
trabajo suponer lo que había estado haciendo hasta aquel momento.
—Dispénseme —le dije—. Tienen ustedes una pequeña, ¿no? Ha tirado una
cosa por la ventana.
Sonrió, alentadora. El idioma inglés no era su fuerte todavía.
—Perdóneme… ¿Qué dice usted?
—Una pequeña, aquí… Una niña.
—Sí, sí…
—Tiró una cosa… Por la ventana.
Gesticulé un poco para subray ar mis palabras.
—Le he subido lo que la chiquilla tiró.
Le mostré el objeto, una navajita de mango de plata. Ella le miró sin
reconocerla.
—No creo que… No la he visto…
—Anda usted atareada con la cocina, ¿eh? —le dije procurando desplegar la
may or simpatía posible.
—Sí, sí… en efecto —respondió ella asintiendo enérgicamente.
—No quisiera molestarle. Si me lo permite y o mismo le haré entrega a la
niña de esto.
—¿Cómo dice?
Por fin pareció entenderme. Avanzamos hasta el fondo del vestíbulo y la
joven me abrió una puerta. Daba a un agradable cuarto de estar. Junto a la
ventana había sido instalada una camita, en la cual se encontraba una niña de
nueve o diez años con una pierna escay olada.
—Este caballero… dice… que tú tiraste…
En este instante, por suerte, llegó hasta nosotros un fuerte olor a quemado
desde la cocina. Mi introductora lanzó una exclamación.
—Dispénseme, por favor, dispénseme.
—Vay a, vay a —le indiqué amablemente—. Yo le diré a esta pequeña lo que
hay que decirle.
La nórdica salió corriendo del cuarto, y o cerré la puerta del mismo y me
acerqué a la camita de la chiquilla.
—¿Qué tal nena? ¿Cómo estás de tu pierna?
—Bien —respondió simplemente ella, procediendo a examinarme con una
mirada tan penetrante que casi consiguió ponerme nervioso.
La niña llevaba los cabellos distribuidos en dos trenzas. Tenía una frente
abultada, el mentón adelantado y unos ojos inteligentes.
—Yo soy Colin Lamb. ¿Y tú cómo te llamas?
La niña me contestó con viveza:
—Geraldine Mary Alexandra Brown.
—Eso es todo un nombre, pequeña. Los tuy os acostumbrarán a abreviarlo,
¿no?
—Sí. Me suelen llamar siempre Geraldine. Y Gerry también. Pero este
último nombre no me gusta. A papá esa clase de abreviaturas no le agradan.
Una de las grandes ventajas de tratar con los niños radica en la conducta
especial que siguen. Cualquier adulto me hubiera preguntado, al llegar la
conversación a aquel punto, qué quería. Geraldine estaba dispuesta a continuar la
charla sin experimentar la necesidad de formular preguntas estúpidas. Estaba
sola, aburrida, y la presencia de un visitante representaba para ella una novedad
interesante. Seguramente se mostraría inclinada al diálogo en tanto no apareciera
como un tipo fastidioso, inaguantable.
—Me imagino que tu padre está fuera —aventuré.
Geraldine me contestó con igual prontitud que antes, especificando cuantos
detalles conocía sobre el tema.
—Trabaja en los talleres de la firma « Cartinghaven Engineering» de
Beaverbridge, situados a catorce millas y media de aquí exactamente.
—¿Y tu madre?
—Mamá murió —replicó Geraldine sin el menor asomo de tristeza—. Murió
cuando y o tenía dos meses… Viajaba en un avión procedente de Francia, que se
estrelló. No se salvó nadie en aquel accidente.
Hablaba la chiquilla haciendo un gesto de satisfacción. Comprendí… Una
criatura como Geraldine no acertaba a ver la tragedia en sí derivada de aquel
episodio, sino la aureola que prestaba a la víctima las circunstancias de haber
perecido en un accidente devastador.
—Ya comprendo. Entonces te cuida…
Miré expresivamente hacia la puerta del cuarto.
—Esa es Ingrid. Vino de Noruega. No hace más que dos semanas que está
aquí. No conoce el inglés todavía. Yo la estoy enseñando.
—Y ella, ¿qué hace? ¿Te enseña el noruego?
—Poco, poco…
—¿Te es simpática?
—Sí. Me gusta. Pero las cosas que prepara en la cocina me parecen algo
extrañas a veces. Se come el pescado crudo.
—Yo he comido también pescado crudo en Noruega. Y en ocasiones lo he
encontrado muy rico.
Geraldine tenía sus dudas sobre lo relacionado con este asunto.
—Hoy está probando a ver si hace una tarta de manzanas.
—Eso es delicioso.
—¡Hum! Si. A mí me gusta… —Geraldine añadió, cortésmente—: ¿ha venido
a comer?
—Pues… no exactamente. En realidad es que pasaba por debajo de tu
ventana y … me parece que se te cay ó algo.
—¿A mí?
—Sí.
Le enseñé la navajita de mango de plata.
—¡Qué bonita!
Saqué la menuda hoja.
—¡Ah! Ya sé para lo que puede servir: para pelar naranjas y otras frutas,
¿verdad?
Asentí.
Geraldine suspiró.
—La navaja no es mía. No se me cay ó a mí. ¿Por qué pensó usted que me
pertenecía?
—Como estabas asomada a la ventana…
—Me paso el día así. Tuve una caída y me quebré una pierna, ¿no lo ve?
—¡Qué mala suerte!
—¿Verdad? Y no me rompí la pierna haciendo nada de particular. Iba a
apearme de un autobús cuando éste arrancó de pronto. Al principio me dolió un
poco, pero luego y a no volví a sentir nada.
—Este reposo forzado debe aburrirte.
—Sí. Pero papá me trae muchas cosas: plastilina, lápices, cuadernos,
rompecabezas… Sin embargo, y o y a me he cansado de todo esto y paso la
may or parte del tiempo mirando por la ventana con estos gemelos.
Geraldine me enseñó muy orgullosa sus gemelos de teatro.
—¿Me los prestas un momento? —inquirí.
Eché un vistazo al panorama que se divisaba desde la casa tras ajustármelos.
—Son estupendos —comenté.
Lo eran ciertamente. El padre de Geraldine, si es que era él quien se los había
comprado, no reparó en gastos al adquirirlos. Resultaba asombroso comprobar
con qué claridad se veía a través de los gemelos de la pequeña la casa número 19
de Wilbraham Crescent y las viviendas vecinas. Devolví aquéllos a su dueña.
—Son magníficos —insistí—. Sí, amiguita, ¡se trata de unos gemelos de
primera clase!
—Son iguales que los que usan los may ores —recalcó la niña muy contenta.
—Ya me he dado cuenta.
—Tengo un libro —declaró Geraldine. La chiquilla me enseñó un cuaderno.
—Escribo cosas en él de vez en cuando. Es como el juego de los trenes… Mi
primo Dick es muy aficionado a éste. Con los números de las matriculas de los
coches hacemos lo mismo. Ya sabe usted en qué consiste eso, ¿no? Se empieza en
el 1… Hay que ver hasta qué número se puede llegar.
—Parece entretenido.
—Lo es. Desgraciadamente son pocos los coches que circulan por aquí. Al
final he tenido que renunciar…
—Me imagino que tú tienes que saber muchas cosas acerca de esas viviendas
de ahí abajo, esto es, quiénes viven en ellas, qué hacen sus ocupantes, etc.
Pronuncié estas palabras un poco al azar, pero Geraldine se apresuró a
responder lo referente a cada una de las mismas.
—¡Ya lo creo! Desde luego, ignoro los nombres reales de esas personas, por
lo cual me he visto obligada a darles otros nuevos.
—Sí que debe ser eso divertido —sugerí.
—Ahí tiene usted a la Marquesa de Carabás —dijo la niña señalando a lo
lejos—. Esa del jardín que recuerda una selva y vive entre un montón de gatos.
—Antes de subir aquí estuve hablando con uno, precisamente. Era un minino
de pelaje color naranja.
—Sí. Le vi a usted.
—Tienes que ser una observadora maravillosa. No creo que se te escape
nada.
Geraldine sonrió complacida. Ingrid abrió la puerta de la habitación y se
acercó a nosotros respirando fatigosamente.
—¿Estás bien, nena?
—Nos encontramos perfectamente —repuso Geraldine con firmeza—. No
tienes por qué estar preocupada, Ingrid.
La chiquilla agitó bruscamente las manos, intentando dar más expresividad a
sus palabras.
—Tú vete, márchate a la cocina.
—Está bien. Tengo que hacer allí. Supongo que te ha alegrado la visita de este
señor.
—Cuando prepara algún plato especial se pone nerviosa —me explicó
Geraldine—. Y a veces comemos tarde por esa causa. Me agrada que hay a
venido usted. No hay nada como una persona que le distraiga a una… Así se deja
de pensar en la comida…
—Hablame de la gente que vive en esas casas. Cuéntame todo lo que hay as
visto. ¿Quién habita en la siguiente vivienda? En ésa en que todo lo existente
resplandece, de puro limpio.
—¡Oh! Ahí vive una ciega. A pesar de esto va de un lado para otro igual que
cualquiera de nosotros. El portero me habló en una ocasión de ella: Harry. Es un
nombre muy simpático, ¿sabe? Me cuenta muchas cosas. Por él me enteré del
crimen…
—¿El crimen? —pregunté fingiendo un asombro que estaba muy lejos de
sentir, naturalmente.
Geraldine asintió. Sus bonitos ojos brillaron. Dábase cuenta de la importancia
de la noticia que me iba a dar.
—En esa casa se cometió un crimen recientemente. Yo lo vi todo…
—¡Oh! ¡Qué interesante!
—¿Verdad que sí? Yo no había presenciado nunca un crimen. Bueno quiero
decir que jamás había tenido la oportunidad de ver un sitio en el que había pasado
una cosa tan terrible como ésa…
—¿Qué… ¡ejem…!, qué viste?
—En aquel momento había ahí menos animación que en ningún instante del
día. En ese aspecto aquélla era la hora peor de la jornada. Lo más emocionante
fue cuando alguien salió corriendo de la casa dando gritos. En seguida pensé que
debía haber ocurrido algo.
—¿Quién gritaba?
—Una mujer. Era muy joven. Y bastante guapa. No cesaba de chillar. Un
hombre avanzaba por la acera y ella fue a parar a sus brazos… Así —Geraldine
movió sus brazos para ilustrar su relato. De pronto guardó silencio, mirándome
fijamente—. Aquel hombre se parecía mucho a usted.
—Debía ser mi doble —respondí sin dar importancia a su observación—.
¿Qué sucedió después? Todo esto es muy interesante, chiquilla…
—El la dejó en el suelo. Bueno…, recostada contra la pared. El hombre entró
en la casa a continuación y el Emperador —ése es el gato color naranja, al que
llamo así a causa de su orgullosa pose—, dejó de acariciarse los hocicos, muy
sorprendido. Tras esto, la señorita Pikestaff abandonó su casa, la que tiene el
número 18, quedándose en la escalinata mirando…
—¿La señorita Pikestaff?
—Sí. Yo la llamo siempre así. Tiene un hermano, al que no para de molestar.
Le hace la vida imposible.
—Sigue… —dije con creciente interés.
—Luego pasaron muchas otras cosas. El hombre salió de la casa… ¿Seguro
que no era usted?
—Probablemente hay montones de hombres como y o… —aduje
modestamente.
—Sí, eso es cierto, quizá —replicó Geraldine, con algún desconsuelo por mi
parte—. Sea como sea, aquel individuo se aproximó a la carretera e hizo una
llamada telefónica desde la cabina pública que hay allí. La policía no tardó en
llegar. —Los ojos de Geraldine centellearon—. Vinieron muchos agentes. Estos
se llevaron el cadáver del número 19 en una ambulancia. Había innumerables
curiosos congregados frente a la casa. Descubrí a Harry entre los espectadores.
Es el portero de este bloque de pisos. Luego me lo contó todo.
—¿Te dijo quién era el asesinado?
—Me dijo, sencillamente, que era un hombre y que nadie sabía cómo se
llamaba.
—¡Qué interesante, chica! —exclamé.
Recé con fervor pidiéndole a Dios que Ingrid no escogiera aquel instante para
volver con su deliciosa tarta de manzanas o cualquier otra golosina.
—Bueno, ahora retrocedamos un poco. Háblame de lo que pasó antes. ¿Viste
tú a aquel hombre —al que fue asesinado—, en el momento de llegar a la casa?
—No, no le vi. Debía estar dentro de aquélla desde hacía varias horas.
—¿Quieres decir que vivía allí?
—¡Oh, no! Allí no vive nadie más que la señorita Pebmarsh.
—¡Ah! De manera que sabes su verdadero nombre.
—Sí. Me enteré de él por los periódicos. Y la joven que gritó se llama Sheila
Webb. Harry me contó que el apellido de la víctima era Curry. ¡Qué chocante!
Esta palabra le recuerda a una la comida [10] … Y más adelante hubo un segundo
crimen. El mismo día no… En la cabina telefónica de la carretera. Desde aquí se
ve, pero y o tengo que asomarme y volver la cabeza a un lado… No vi nada.
Ignoraba lo que iba a pasar. De lo contrario no hubiera perdido de vista aquel
sitio. Por la mañana había bastante gente en la calle contemplando la casa de la
señorita Pebmarsh. Yo creo que eso es una tontería, ¿verdad?
—Sí, en efecto, es una estupidez.
En este punto de la conversación apareció de nuevo Ingrid.
—Vengo en seguida —afirmó.
La joven tornó a marcharse.
—¿Para qué la queremos, después de todo? —me preguntó Geraldine—.
Siempre anda preocupada con la comida. Ingrid prepara únicamente ésta y el
desay uno. Papá cena por la noche en el restaurante y desde allí envía algo para
mí. Pescado o cualquier otra cosa.
La niña se expresaba juiciosamente.
—¿A qué hora sueles comer, Geraldine?
—En cuanto Ingrid acaba de prepararlo todo. Ella anda un poco liada con las
horas; por supuesto, con el desay uno no puede fallar. Tiene que disponer lo
necesario con puntualidad si no quiere que papá se enfade. A mediodía no va con
tantos aprietos. Lo mismo comemos a las doce que a las dos. Ingrid sostiene que
no hay por qué comer a una hora determinada, que con sentarse a la mesa
cuando está todo listo es suficiente.
—Es una idea un poco acomodaticia —opiné—. ¿A qué hora comiste… el día
del crimen?
—A las doce, aproximadamente. Ese día le tocaba salir a Ingrid. Las jornadas
que tiene libres las aprovecha para irse al cine o a la peluquería. Entonces viene a
cuidar de mí una señora que se apellida Perry. Es una mujer terrible,
verdaderamente. Me aburro mucho con ella.
—¿Sí? ¿Por qué?
—No se puede hablar con ella. En cambio siempre me trae dulces,
caramelos y cosas por el estilo.
—¿Qué edad tienes, Geraldine?
—Diez años y tres meses.
—Me he dado cuenta de que sabes llevar muy bien una conversación —
manifesté.
—Eso es debido a que hablo mucho con papá —repuso la niña muy seria.
—De manera que el día del crimen comiste temprano, ¿verdad?
—Sí. De este modo Ingrid pudo marcharse poco después de la una, a pesar de
haber fregado los platos.
—Entonces tú estabas asomada a la ventana aquella mañana, observando a la
gente, ¿eh?
—¡Oh, sí! Estuve mirando desde las diez. Tenía entre manos un crucigrama.
—Me preguntaba y o si llegarías a ver al señor Curry en el momento de
entrar en la casa…
—No, no le vi —declaró Geraldine—. Desde luego, reconozco que esto es
raro.
—Bueno, tal vez llegara a aquélla muy temprano.
—No penetró en la vivienda por la puerta principal ni llamó al timbre, por lo
tanto. En caso contrario le hubiera visto.
—Es posible que entrara por el jardín, por otro lado de la casa.
—No —contestó Geraldine—. La construcción da a otras viviendas. Los
ocupantes de las mismas no habrían consentido a nadie que pasara por sus
jardines.
—Sí, pequeña, estamos de acuerdo.
—Me gustaría saber qué aspecto ofrecía el señor Curry.
—Yo te lo diré. Era un hombre viejo y a. Contaría unos sesenta años. Iba
afeitado y vestía un traje gris oscuro.
Geraldine movió la cabeza.
—Ofrecía, por tanto, el aspecto de tantas otras personas —comentó aquélla
con un gesto de desaprobación.
—Sea como sea me imagino que es bastante difícil para ti diferenciar un día
de otro, puesto que todos te han de parecer iguales. Al fin y al cabo te pasas horas
y horas en esa cama, siempre mirando a lo lejos, siempre haciendo lo mismo.
—No es tan difícil como usted se figura. —Geraldine se creció con mi velado
reto—. Puedo decirle todo lo que sucedió aquella mañana. Sé, por ejemplo,
cuándo entró y salió de la casa número 19 la señora Cangrejo.
—Te refieres a la mujer que limpia diariamente allí, ¿verdad?
—Sí. La llamo de este modo porque anda como los cangrejos. Tiene un hijo,
todavía pequeño. A veces le acompaña, pero aquel día llegó sola. La señorita
Pebmarsh se va alrededor de las diez. Trabaja en una escuela dedicada a la
educación de los niños ciegos. La señora Cangrejo se marcha a las doce,
aproximadamente. En ocasiones lleva consigo un paquete que no traía al entrar.
Me imagino lo que contendrá: un poco de mantequilla, unos trocitos de queso y
cosas por el estilo. La señorita Pebmarsh no ve… Sé con todo detalle lo que
ocurrió aquel día porque Ingrid y y o reñimos y ella se negó después a hablarme.
Le estoy enseñando inglés y quería que le explicara cómo se dice « hasta la
vista» . Ella tenía que decírmelo en alemán, esto es, « auf wiedersehen» . Yo lo sé
porque en una ocasión estuve en Suiza y oía a la gente pronunciar a menudo la
frase. También acostumbraban a decir: « Grüss Gott…» .
—Bueno, ¿qué le indicaste a Ingrid que tenía que decir para traducir al inglés
su « auf wiedersehen» ?
Geraldine exteriorizó una maliciosa risita. Luego empezó a hablar, pero sus
propias carcajadas le impidieron seguir. Por fin pudo contestar a la pregunta que
acababa de formularle.
—Le dije que siempre que deseara separarse de una persona con un cordial
« ¡Hasta la vista!» , pronunciara la frase inglesa equivalente: « Get the hell out of
here!» [11] . Ensay ó la misma con nuestra vecina, la señorita Bulstrode, quien,
naturalmente, se puso muy furiosa con ella. Ingrid, desde luego, acabó
enterándose de la jugarreta, enojándose a su vez mucho conmigo. No volvimos a
ser amigas hasta el día siguiente por la tarde, a la hora del té.
Digerí por fin aquella información.
—Por dicha razón tú te dedicaste a mirar por los gemelos.
Geraldine asintió.
—A eso debo ahora el poder afirmar que el señor Curry no entró por la
puerta principal. Tal vez penetrara por la noche en la casa, escondiéndose en el
ático. ¿Usted lo cree probable?
—Todo es probable en este caso. Ahora bien, eso de que estabas hablando no
me lo parece mucho.
—No… —replicó Geraldine, reflexiva—. Hubiera llegado un momento en
que habría sentido hambre y no iba a comer para que ella no advirtiera su
presencia.
—¿No llegó nadie a la casa? ¿No viste ningún coche, ni vendedor ambulante,
nadie…?
—El mozo de la tienda de comestibles visita el número 19 los lunes y los
jueves. El lechero llega a las ocho y media de la mañana.
Geraldine era una auténtica enciclopedia.
—La misma señorita Pebmarsh se encarga de comprar las verduras. A la
puerta de esa casa no llamó nadie… si exceptuamos al lavandero. Por cierto que
la lavandería era nueva.
—¿Una nueva lavandería?
—Si. Habitualmente va por allí la « Southern Down» . Casi todo el mundo se
sirve de ella. La de aquel día se llamaba… Sí. Era la « Snowflake Laundry » [12] .
Jamás había oído hablar de esa lavandería. Seguramente llevan poco tiempo en
el negocio.
Me costó mucho trabajo disimular el interés que me produjo esta última
noticia. Quería evitar como fuera que la chiquilla comenzase a hacer una novela
de sus observaciones, desfigurando las mismas.
—¿Entregó el lavandero algún paquete? También pudiera ser que lo
recogiera…
—Entregó un gran cesto de ropa. Este era mucho más grande que los de
costumbre.
—¿Se hizo cargo de él la señorita Pebmarsh?
—No. Había salido de nuevo.
—¿A qué hora sucedía eso, Geraldine?
—A la 1:35, exactamente. Lo anoté en mi cuaderno —señaló la niña muy
ufana.
Geraldine me enseñó aquél, abriéndolo después para que contemplara una
breve anotación, subray ando las escasas palabras que había escrito con un dedo
índice un tanto sucio: « El lavandero llegó a las 1:35 Número 19» .
—Debieras pertenecer a Scotland Yard —le dije.
—¿Hay mujeres detectives en ella? Eso me gustaría para mí. No me refiero
a las mujeres policías. Estas me parecen tontas.
—No me has contado qué ocurrió a la llegada del lavandero.
—No ocurrió nada —manifestó Geraldine—. El conductor de la furgoneta se
apeó, descargó el cesto y lo llevó a la parte trasera de la casa. Seguramente no
pudo entrar. La señora Pebmarsh acostumbra a cerrar aquella puerta con llave.
Lo más probable es que dejara el cesto allí y se volviera.
—¿Qué aspecto tenía ese hombre?
—Corriente.
—¿Lo compararías conmigo?
—¡Oh, no! Era un hombre mucho más viejo. Pero la verdad es que no le vi
muy bien porque él se acercó con el coche a la casa… por ahí —Geraldine
señaló hacia la derecha—. Se detuvo enfrente del número 19, aunque en el punto
opuesto al lado que hubiera debido utilizar. Claro que en una calle como ésta este
detalle carece de importancia. Luego cruzó la puerta exterior inclinado sobre el
cesto. No acerté a verle más que la nuca y al salir se estaba frotando el rostro.
Quizás hallara algo cansado aquel trabajo de trasladar el cesto.
—Y se marchó en seguida, ¿no?
—Sí. ¿Por qué encuentra usted eso tan curioso?
—No lo sé… Pensé que quizás hubiera visto él algo interesante.
Ingrid abrió la puerta. Iba empujando una mesita de ruedas.
—Ahora vamos a comer.
—Estupendo —exclamó Geraldine—. Estoy medio muerta de hambre.
—Yo me voy. Adiós, Geraldine.
—Adiós. ¿Qué va usted a hacer con esto? —la niña me enseñó la navajita—.
No es mía. Pero me gustaría que lo fuese.
—Todo parece indicar que no pertenece a nadie, Geraldine. Bueno, lo mejor
será que te quedes con ella. Es decir, hasta que alguien la reclame. Sin embargo,
me inclino a pensar que esto último no va a suceder —dije hablando con toda
sinceridad.
—Dame una manzana, Ingrid —solicitó la niña.
—¿Una manzana?
—Pomme! Apfel!
Geraldine tornaba a sus clases de idiomas. Dejé a las dos entregadas a sus
respectivas tareas.
Capítulo XXVI

La señora Rival abrió de un empujón la puerta del « Peacock Arms» ,


avanzando de una manera algo vacilante en dirección al mostrador. Iba hablando
en voz baja. No era desconocida en aquel local y fue saludada afectuosamente
por el camarero.
—¿Qué tal, Flo? ¿Cómo te van las cosas?
—No está bien —respondió la señora Rival—. No es justo. No está bien. Yo sé
lo que estoy hablando, Fred, y sostengo que no está bien, no, señor.
—Claro que no, Flo —replicó Fred para que se tranquilizara—. Me gustaría
saber qué es concretamente lo que te pasa. ¿Quieres que te sirva lo de siempre?
La señora Rival abatió la cabeza. Pagó y comenzó a sorber el líquido del vaso
que le acababan de poner delante. Fred se alejó momentáneamente para atender
a otro cliente. La bebida reanimó a la mujer ligeramente. Continuaba profiriendo
palabras sueltas y frases en voz baja pero ahora lo hacía con mejor talante. En
cuanto el camarero volvió a situarse a su alcance tornó a dirigirse a él. Sus
maneras resultaban y a menos bruscas.
—Sin embargo, no pienso seguir adelante con esto. No. Si existe alguna cosa
que y o no puedo soportar, ésta es el engaño. Es que no lo aguanto… No lo he
tolerado jamás.
—Eso es verdad, Flo.
Fred, un hombre experto en aquellas lides, examinó a su cliente con atención.
« Lleva encima unos cuantos golpes y a —se dijo—. Me figuro que podrá resistir
tan sólo un par más. Algo la ha sacado de sus casillas» .
—El engaño… —continuó diciendo la señora Rival—. Y luego perju…
perju… Bueno, y a sabes qué palabra quiero pronunciar.
—Claro que lo sé —replicó Fred.
El hombre se volvió para saludar a un conocido. Salió a colación el tema de la
mala actuación de varios galgos en las carreras. La señora Rival continuaba
hablando.
—No me gusta el asunto y no quiero seguir prestándome a nada. Lo diré…
La gente no puede tratarme así. No, no pueden. Es decir, no hay derecho a que
abusen de una… Y, por otra parte, si una no se defiende, ¿quién va a hacerlo en
su lugar? Ponme otro, querido —añadió levantando la voz, mirando a Fred.
El camarero obedeció.
—De ser tú, y o optaría por marcharme a casa ahora mismo —le aconsejó
aquél.
Se preguntaba Fred qué habría sido lo que había dejado tan trastornada a
aquella mujer. Habitualmente se la veía de buen humor. Mostrábase siempre
cordial con todo el mundo, siempre dispuesta a la risa.
—Ya ves las cosas que pasan, Fred: me tienen en el saco. Cuando la gente
pide que le hagan algo debería hablar con franqueza. Debería decir qué
significado encierra lo que vas a hacer, qué se propone exactamente. Todos
mienten. ¡Asquerosos embusteros! ¡Uf!, no puedo resistirlos.
—Lo mejor sería que te fueras a casa —opinó Fred al observar que por la
nada tersa superficie de sus mejillas se deslizaba una lágrima—. Piensa también
que no tardará mucho en llover. El agua puede estropearte ese bonito sombrero.
En los labios marchitos de la señorita Rival floreció una sonrisa afectuosa.
—¡Oh! No sé qué hacer, de veras.
—Yo me marcharía a mi casa a dormir —sugirió el camarero, siempre
amable.
—Sí, pero…
—No querrás que se te eche a perder ese sombrero, ¿verdad?
—Eso es muy cierto. Sí, muy cierto… Una observación muy atinada la tuy a,
Fred.
La señora Rival abandonó por fin el taburete, dirigiéndose con paso vacilante
hacia la puerta.
—Algo parece haber afectado profundamente a Flo hoy —comentó uno de
los clientes del establecimiento.
—Habitualmente está tan alegre como unas castañuelas… Naturalmente,
todos tenemos días buenos y días malos —declaró otro de los presentes, un
individuo de sombrío gesto.
—Si alguien me hubiera asegurado que Jerry Grainger iba a entrar el quinto
en la meta, inmediatamente detrás de Queen Caroline, no lo hubiera creído —
afirmó el que había hablado en primer lugar—. Si me preguntas qué ha pasado,
te lo diré con entera franqueza: ahí hubo « tongo» . En las carreras, actualmente,
no hay nada que vay a como Dios manda. La may or parte de los caballos se
presentan en la pista « drogados» . ¿He dicho la may or parte? ¡Todos!
Al llegar a la calle, la señora Rival levantó la cabeza, contemplando indecisa
el firmamento. Sí. Tal vez fuera a llover. Echó a andar por la acera, aprestando el
paso ligeramente, girando poco después a la izquierda y más adelante a la
derecha, deteniéndose por último frente a un edificio de fachada más bien sucia.
Al sacar una llave de su bolso y empezar a subir las escaleras que había en el
fondo del vestíbulo, la señora Rival se detuvo. Alguien se estaba dirigiendo a ella
desde el hueco de aquéllas…
—Arriba te espera un caballero.
—¿A mí?
La señora Rival daba la sensación de sentirse un tanto sorprendida.
—Puede decirse de él que da la impresión de ser un caballero. No es lord
Brummel precisamente, pero va bien vestido y es educado.
En cuanto hubo llegado ante su puerta, la señora Rival introdujo la menuda
llave en la cerradura.
La casa olía a verduras, a pescado y a eucalipto. Este último olor era el que
más se notaba en la entrada. La patrona de Merlina Rival era una mujer que
cuidaba sus pulmones en invierno e iniciaba su buena labor en tal aspecto a
mediados de septiembre.
Merlina abrió por fin la puerta de su piso, entrando en el mismo. Luego… se
quedó paralizada. Casi inmediatamente dio un paso atrás.
—¡Oh! ¡Es usted!
El detective inspector Hardcastle abandonó la silla en que se hallaba sentado.
—Buenas noches, señora Rival.
—¿Qué desea usted? —inquirió aquélla, con menos finesse de la que
habitualmente empleaba.
—He venido a Londres por una cuestión del servicio y como había un par de
cosas acerca de las cuales quería hablar con usted, no se me ha ocurrido nada
mejor que visitarla. La… ¡ejem!… la mujer con quien tropecé en la entrada me
dijo que no creía que tardara usted mucho en regresar.
—¡Ah! Bien; no comprendo qué…
Hardcastle le señaló una silla.
—Siéntese —sugirió cortésmente.
Daba la impresión de que sus papeles habían sido invertidos. La señora Rival,
con un movimiento de autómata, tomó asiento, fijando una dura mirada en su
interlocutor.
—¿A qué se refieren ese par de cosas? —inquirió.
—Se trata de unos detalles insignificantes, en los que he reparado después…
—¿Está usted pensando en… Harry ?
—En efecto.
—Entonces escuche… —la señora Rival estaba dando a sus palabras un
acento de desafío. De ello se dio cuenta en seguida el inspector, que acababa de
percibir también el vaho del alcohol que salía de la boca de la mujer—. Estoy
harta de Harry … Es algo que data de muchos años atrás. No quiero ni volver a
pensar en él. Espontáneamente, me presenté a usted cuando vi la fotografía en
los periódicos, ¿no? Le conté todo lo que sabía. Todo eso pasó, ha quedado y a
muy atrás. No quiero que nadie me lo recuerde… No puedo decirle más de lo
que le he dicho. Le he referido cuanto recordaba y no quiero saber más de ello.
—Se trata de un punto sin importancia, y a se lo he indicado —insistió el
inspector afablemente, en tono de excusa.
—Bien. Hable usted. ¿Qué es? —inquirió la señora Rival.
—Usted identificó a la víctima del crimen cometido en Wilbraham Crescent,
afirmando que era su marido, con el que contrajo matrimonio, verdadero o falso,
hace quince años aproximadamente. ¿Es eso cierto?
—Yo imaginé que a estas alturas usted sabría cuándo sucedió eso
exactamente.
« Es más aguda de lo que me figuré en un principio» , se dijo Hardcastle.
—Y no se ha equivocado en su suposición. Hemos comprobado tal extremo.
Ustedes se casaron el día 15 de may o del año 1948.
—Se asegura que los que contraen matrimonio en el mes de may o no llegan
nunca a conocer la felicidad —explicó la señora Rival lúgubremente—. A mí,
desde luego, may o no me trajo suerte.
—A pesar de los años transcurridos desde la última vez que se vieron, usted
identificó a su esposo con bastante facilidad.
La señora Rival se agitó, algo inquieta.
—No había envejecido mucho. Harry sabía cuidarse.
—Y además pudo usted facilitarnos información adicional. ¿No recuerda
haberme escrito hablándome de cierta cicatriz?
—Naturalmente que lo recuerdo. Tenía una cicatriz detrás de la oreja
izquierda. Aquí.
La señora Rival señaló el lugar exacto llevándole la mano derecha al mismo.
—¿Detrás de la oreja izquierda? —Hardcastle dio algún énfasis a esta última
palabra.
—Pues… —la mujer parecía dudar ahora—. Sí. Creo que sí. Sí. Estoy segura
de ello. Por supuesto, obrando un tanto apresuradamente no es difícil citar la
parte izquierda por la derecha y viceversa. Pero sí… fue la izquierda. Aquí —la
señora Rival tornó a llevarse la mano al mismo sitio.
—Y esa cicatriz fue lo que quedó de una herida que se produjo su marido
afeitándose, ¿no?
—Exacto. El perro saltó sobre él. El mastín que entonces teníamos era muy
aficionado a tal género de ejercicios. Harry y el animal eran inseparables
cuando mi esposo se encontraba en casa. La navaja en aquel momento se hundió
en la carne, causándole una herida bastante profunda. Harry sangró mucho.
Aquélla acabó por curarse, ni que decir tiene, pero quedó la señal.
Parecía hablar con más seguridad en estos momentos la señora Rival.
—Es ése un punto muy interesante. En fin de cuentas, un hombre presenta el
aspecto que puedan presentar otros muchos. Se piensa en ello, especialmente,
cuando han transcurrido muchos años. Ahora bien, hallar un individuo que se
parece mucho a su esposo, el cual tiene una cicatriz en determinado sitio… Eso
zanja todas las vacilaciones que pudiera haber con respecto a la seguridad de la
identificación, ¿verdad? Así se da con una base sólida, que permite orientar las
investigaciones policíacas en un sentido u otro.
—Me alegro de que se sienta complacido.
—Y ese accidente de la navaja de afeitar ocurrió…, ¿cuándo?
La señora Rival reflexionó unos segundos.
—Debió ser… Unos seis meses después de nuestra boda, aproximadamente.
Sí. Nosotros nos hicimos del perro aquel verano, recuerdo.
—Es decir, entre los meses de octubre y noviembre de 1948.
—Eso es.
—Y después, en el año 1951, su esposo la dejó…
—Quizá me apartara y o también de él —manifestó la señora Rival con
dignidad.
—Es igual. El caso es que después de 1951 usted no volvió a ver a su
marido… Hasta el día en que descubrió su fotografía en los periódicos, ¿es así?
—Efectivamente. Eso es lo que le dije a usted.
—¿Y no tiene ninguna duda en relación con sus declaraciones, señora Rival?
—En absoluto. Sólo volví a ver el rostro de Harry CastIeton después de
muerto.
—Es raro —murmuró Hardcastle—, muy raro…
—¿Qué es lo que le parece raro? ¿Qué quiere decir?
—El tejido cicatrizado tiene sus cosas curiosas. Claro, para usted o para mí
una cicatriz es únicamente eso: una cicatriz. No nos dice nada de particular. Pero
los médicos son capaces de obtener de aquélla toda una serie de enseñanzas. Por
ejemplo pueden revelar, aproximadamente, la fecha de su formación.
—No sé adonde quiere usted ir a parar.
—Se trata de esto, sencillamente, señora Rival: de acuerdo con el informe
médico de la policía, confirmado por otro particular, al que hemos consultado, la
cicatriz que su marido tenía en la oreja databa solamente de cinco a seis años
atrás.
—Tonterías. No lo creo. Yo… Nadie puede afirmar tal cosa. De todos modos
no fue entonces cuando…
—¿Se da cuenta? —prosiguió diciendo Hardcastle en el mismo tono de voz—.
Si la cicatriz data de cinco o seis años atrás hay que dar por descontado que el
hombre que fue su esposo no tenía aquélla en el momento de dejarla a usted, en
el año 1951.
—Tal vez tenga usted razón. Pero, sea como sea, era Harry.
—Recuerde que no le vio desde entonces, señora Rival. Y si no le vio, ¿cómo
pudo enterarse de la existencia de la cicatriz, resultado de una herida que se había
producido cinco o seis años antes?
—Me está usted enredando, inspector. Una no puede acordarse exactamente
de todos los detalles. La verdad es que Harry tenía esa cicatriz y y o lo sabía.
Hardcastle se puso en pie.
—Será mejor que reflexione, estudiando el contenido de su declaración,
señora. No querrá usted buscarse un conflicto, ¿verdad?
—¿Buscarme un conflicto? ¿Qué quiere darme a entender?
Hardcastle pronunció la palabra con desgana:
—Perjurio.
—¿Autora de un delito de perjurio y o?
—Sí. Aquél constituy e una grave falta, que pudiera llevarla a la cárcel,
incluso. Porque en su día habrá de prestar solemne juramento ante un tribunal.
Me agradaría… que se lo pensase usted bien, señora Rival. Es un paso serio el
que ha de dar. ¿Es que hubo alguna persona que le sugirió que nos contara esa
historia de la cicatriz?
La señora Rival se irguió. Los ojos le centelleaban en aquellos instantes.
Ofrecía, incluso, un aspecto magnífico.
—Jamás he oído tantas tonterías juntas —repuso—. Esto es absurdo,
francamente. Intenté cumplir con mi deber. Impulsada por tal sentimiento fui en
su busca, tratando de ay udarle. Le confié cuanto recordaba. Yo creo que si he
cometido alguna equivocación estoy más que justificada, ¿no? En fin de cuentas
he conocido a muchos… amigos y una confusión así siempre es posible. Con
todo, y o me inclino a pensar que estoy en lo cierto. Ese hombre era Harry y
Harry tenía una cicatriz detrás de la oreja izquierda. Seguro. Todo lo que he
sacado en limpio por su parte, en pago a mi actitud, inspector, ha sido esto: que
usted aparezca por mi casa insinuando que he mentido.
El inspector Hardcastle se puso en pie.
—Buenas noches, señora Rival —dijo—. Piénseselo bien.
La mujer levantó la cabeza, en un gesto de reto. Hardcastle salió. Nada más
marcharse, la expresión del rostro de la señora Rival cambió. Su actitud de
desafío se había desvanecido como por encanto. Ahora era simplemente una
mujer preocupada, asustada.
—Meterme en esto —murmuró—, meterme en este asunto… No pienso
seguir así… Por nadie del mundo daría la cara. Me ha mentido, me ha
engañado… Es monstruoso. Sí. Monstruoso. Se lo diré. No voy a callarme
absolutamente nada.
Se puso a pasear de un lado a otro de la habitación, vacilando. Finalmente
tomó una decisión. Cogió un paraguas que había en un rincón y dejó el piso.
Llegó hasta el final de la calle, deteniéndose sin saber qué hacer frente a una
cabina telefónica. Continuó andando. Entró en las oficinas de una estafeta de
correos, pidió cambio y se introdujo en una de las cabinas del local. Establecida
la comunicación con la central pidió un número, aguardando unos segundos.
—Hable.
La señora Rival obedeció mecánicamente.
—Oiga… ¡Oh! Es usted… Aquí Flo. Sí, y a recuerdo que me dijo que no la
llamara, pero es que no tengo más remedio. No se ha portado usted lealmente
conmigo. No me hizo saber a lo que me exponía. Usted sólo me indicó que para
usted supondría una gran contrariedad la identificación de ese hombre. Ni por un
instante se me ocurrió pensar que podía verme mezclada en un crimen… Sí,
usted lo afirma, pero eso no es lo que me señaló antes… Naturalmente. Ahora
pienso que está complicada en el hecho… Se lo advierto; no crea que voy a
cargar con culpas ajenas… Ya es algo desempeñar el papel de… de… cómplice.
El caso es que y o estoy asustada, no lo oculto… ¡Decirme que escribiera
contando lo de la cicatriz! Ahora resulta que la cicatriz data sólo de un par de
años atrás. Y aquí me tiene jurando que no, que él y a la tenía cuando me
abandonó… Eso es perjurio, un delito grave, que puede llevarme a la cárcel. No
está nada bien que se hay a andado con tantos rodeos… No… Una cosa es servir
a alguien, hacerle un favor… Ya lo sé… Ya sé que me paga por ello. De todas
maneras no es tanto dinero como para… ¡Bien! La escucharé, pero y o no voy
a… Conforme, conforme… Guardaré silencio… ¿Qué dice? ¿Cuánto? Eso es
mucho dinero. ¿Cómo voy a saber que usted lo ha obtenido legalmente…? Sí, por
supuesto, eso es distinto ¿Puede jurarme que no tuvo nada que ver con el hecho?
Me refiero al acto de suprimir a una persona… Estoy convencida de que fue así.
Naturalmente, lo comprendo… A veces una se junta con cierta gente y va más
allá de donde se proponía. No es culpa de una, no… Tiene usted una habilidad tan
grande para convencer… Siempre le pasó lo mismo… De acuerdo. Considero el
asunto terminado, pero lo otro ha de ser pronto… ¿Mañana? ¿A qué hora? Sí…
Sí… Acudiré a la cita, pero nada de cheques… Me expongo a sufrir una pérdida
y … No, no quiero continuar mezclada en esto. Aunque la cosa no tenga nada de
particular… Conforme… Ya que usted dice eso… La verdad, no quisiera que me
juzgara… De acuerdo, de acuerdo entonces.
La señora Rival abandonó la estafeta de Correos para avanzar con alguna
torpeza por la acera. No se sentía descontenta en aquellos momentos.
Valía la pena arriesgarse un poco con tal de lograr aquella importante suma
de dinero. Este le iría muy bien. Y el peligro no era tan grande, en fin de cuentas.
Según las preguntas que le formularan diría que no se acordaba o que se le había
olvidado todo. Son muchas las mujeres incapaces de recordar detalles o sucesos
que datan de un año atrás. Si insistían mucho declararía que había confundido a
Harry con otro hombre. ¡Oh! Disponía de centenares de respuestas para salir del
paso.
La señora Rival era de esas personas que tienen azogue en las venas. Su
ánimo se levantaba con la misma facilidad con que se abatía… Entonces
comenzó a pensar seriamente en las cosas que iba a comprarse con aquel
dinero…
Capítulo XXVII
RELATO DE COLIN LAMB

—No parece haberle sacado usted mucho a la señora Ramsay —dijo quejoso
el coronel Beck.
—Tampoco tenía mucho que declarar esa mujer.
—¿Está seguro de eso?
—Sí.
—¿No la juzga un elemento activo?
—No.
Beck escrutó mi rostro.
—¿Satisfecho? —inquirió.
—En realidad, no.
—¿Esperaba obtener conclusiones más positivas?
—Las formuladas no llenan ciertos huecos.
—Tendremos que dirigir nuestras investigaciones en otro sentido… Habremos
de renunciar a las calles en forma de media luna, ¿no?
—Sí.
—¿Qué le ocurre? No se expresa usted más que con monosílabos. ¿Se siente
molesto, descontento?
—No soy eficiente en este trabajo —repliqué hablando lentamente.
—¿Quiere que le de unas palmaditas en el hombro, diciéndole al mismo
tiempo: « Vamos, vamos» ?
A pesar de mi desgana me eché a reír.
—Eso está mejor —comentó Beck—. Bueno, ¿qué es lo que pasa? Supongo
que hay faldas por en medio.
Denegué con un movimiento de cabeza.
—Eso viene de atrás, coronel.
—En realidad y o lo había advertido —declaró Beck inesperadamente—. La
confusión más absoluta impera en el mundo en la actualidad. No se ven claras, ni
mucho menos, las salidas a los conflictos planteados. Cuando el desánimo se
apodera de uno hay que considerarlo todo o casi todo perdido. El hombre, en esta
etapa de su vida, pierde su utilidad. La verdad es que usted ha trabajado
primorosamente, muchacho. Dése por contento con ello. Vuelva cuanto antes a
sus condenados bichejos.
El coronel Beck hizo una pausa para añadir:
—¿Le gustan de veras esas cosas?
—Para mi constituy en una ocupación apasionante.
—A mí se me antojarían repulsivas. ¡Qué espléndidas variantes nos presenta
la Naturaleza en lo tocante a sus criaturas! Me refiero a los gustos de cada uno.
¿Qué tal van las indagaciones relativas al crimen de Wilbraham Crescent?
Apuesto lo que quiera a que la chica fue la autora de aquél.
—Está usted en un error —respondí.
Beck extendió un brazo, señalándome.
—He aquí lo que le digo y o, Lamb: « Esté preparado» . Y no en el sentido que
los exploradores dan a esta frase.
Bajé por Charing Cross Road absorto en mis pensamientos. A la entrada del
« Metro» compré un periódico.
Por una información en aquél contenida me enteré de que el día anterior, en
Victoria Station, precisamente a la hora de may or aglomeración, una mujer
había caído desvanecida al suelo, siendo recogida en seguida y conducida a un
hospital. Al llegar al establecimiento habíase descubierto que acababa de ser
apuñalada. La mujer había muerto sin recobrar el conocimiento.
La desconocida se llamaba Merlina Rival.

***

Telefoneé a Hardcastle.
—Sí —dijo para contestar a mis preguntas—. Todo pasó tal como ha contado
la prensa.
Aprecié un dejo de amargura y dureza en sus palabras.
—Fui a verla anteanoche. Le advertí que su historia acerca de la cicatriz
presentaba grandes fallos. Le notifiqué que el examen detenido de aquélla había
hecho pensar a los médicos en una herida relativamente reciente. Es curioso ver
con qué facilidad cometen las personas equivocaciones garrafales. Siempre por
el afán de rematar la obra de manera que ésta no ofrezca ningún punto débil.
Alguien pagó a la señora Rival para que identificara el cadáver. Le dieron
instrucciones para que declarara que el hombre muerto en Wilbraham Crescent
era su marido, que la había abandonado años atrás. Actuó perfectamente. Yo creí
su historia al principio, en su totalidad. Luego intentó reforzar la misma.
Recordando tan casualmente aquella pequeña cicatriz de su marido daba el
carpetazo definitivo al asunto de la identificación, aportando una convincente
prueba. Si hubiese mencionado ese detalle en el transcurso de nuestra entrevista
todo hubiera parecido demasiado fácil, amañado, quizás.
—En consecuencia, Merlina Rival andaba mezclada en este feo asunto, ¿no?
—Te diré. Yo lo pongo en duda. Supón que un viejo amigo va en su busca y le
dice: « Estoy en un apuro, chica. Un individuo con el que llevé a cabo algunos
negocios ha sido asesinado. Si la policía le identifica todos nuestros asuntos se
vendrán a tierra, provocando una catástrofe. En cambio, si tú apareces en escena
asegurando que era tu marido, Harry Castleton, quien te abandonó hace años, el
caso quedará zanjado» .
—Pero lo mas probable es que Merlina Rival no se prestara al juego,
estimándolo excesivamente peligroso.
—El otro le objetaría entonces: « ¿Dónde está el peligro? Dando por cierto lo
peor, resultará que has cometido un error simplemente. A los quince años de
separación, ¿cuál es la mujer que no está expuesta a una cosa así?» .
Seguramente, en este punto de la conversación el instigador mencionaría una
bonita suma de dinero. Finalmente, ella accede, decidida a ser una buena amiga.
—¿Sin la menor desconfianza?
—Merlina Rival no era una mujer desconfiada. ¡Santo Dios! Mira, Colin,
cada vez que capturamos a un asesino pasa lo mismo… Existen siempre muchas
personas que le conocen. Pues bien, no hay una sola que no se muestre
extrañada, profundamente extrañada de su acción. Hay quien va mas lejos y no
quiere creerlo, hasta el instante de enfrentarse con pruebas tangibles.
—¿Qué sucedió cuando fuiste a verla?
—La asusté. Y después de irme obró como y o había esperado que obrara:
intentó establecer contacto con el hombre, o la mujer, que la metió en esto. Por
supuesto, ordené que la vigilaran. Se acercó a una estafeta de Correos e hizo una
llamada desde una cabina de teléfono automático. Desgraciadamente, no fue la
que y o había esperado que utilizara, al final de su calle. Tuvo que hacerse de
cambio. Al abandonar la cabina daba la impresión de estar muy satisfecha.
Continuó en observación, pero nada de interés ocurrió hasta ay er noche. Fue a la
Victoria Station y sacó un billete para Crowdean. Pero el astuto diablo que movía
los hilos del drama se le había adelantado. Eran las seis y media, una de las
« horas punta» . Ella avanzaba desprevenida, natural. Probablemente estaría
pensando en cómo se desarrollaría la entrevista que iba a celebrar con alguien en
Crowdean. Y luego… Nada más fácil entre un grupo apretado de hombres y
mujeres que sacar una navaja y oprimirla… Merlina Rival, tal vez, no se dio
cuenta inmediatamente de que acababa de ser apuñalada. ¿Te acuerdas del caso
de Barton cuando el robo de la pandilla de los Levitti? Recorrió toda la acera de la
calle antes de derrumbarse muerto. No había notado más que cierto dolor
progresivo… A veces le pasan a uno estas cosas y después la molestia se esfuma
con idéntica rapidez que llegó. Al menos se espera siempre que ocurra esto.
Merlina Rival, al igual que Barton, seguía en pie, pero y a estaba muerta…
¡Maldita sea! —exclamo Hardcastle para terminar su discurso.
—¿Habéis realizado nuevas indagaciones?
Tenía que hacerle esta pregunta. No pude contenerme. Su réplica no se hizo
esperar.
—La señorita Pebmarsh estuvo en Londres ay er. Hizo algunas cosas por
cuenta del instituto en que trabaja y regresó a Crowdean en el tren de las 7:40 —
Hardcastle guardó silencio un momento, añadiendo luego—: La señorita Sheila
Webb se llevó consigo un manuscrito que tenía que comprobar con un escritor
extranjero que se hallaba de paso en Londres, camino de Nueva York. Abandonó
el « Hotel Ritz» a las 5:30, aproximadamente, metiéndose en un cine, sola, antes
de emprender el regreso.
—Escúchame, Hardcastle —dije—. Tengo algo para ti… Garantizado por un
testigo presencial. El día 9 de septiembre se detuvo ante el número 19 de
Wilbraham Crescent, a la 1:35, la furgoneta de una lavandería. El hombre que
conducía ese vehículo dejó un gran cesto en la puerta trasera de la casa. Hay que
destacar el tamaño exageradamente grande del referido cesto.
—¿Una lavandería? ¿Cuál?
—¿La « Snowflake Laundry » ? ¿La conoces?
—No, desde luego. Todos los días nacen y mueren negocios de esta clase. El
nombre es corriente y hasta apropiado para una empresa de tal tipo.
—Bueno… Haz las averiguaciones oportunas. Yo te lo he dicho: un hombre
conducía el vehículo; fue el mismo hombre quien llevó el cesto hasta la puerta
posterior de la vivienda… ¿Me has entendido bien?
—¿Pretendes darle a esto un nuevo giro, Colin?
—No. Ya te he indicado que hay por en medio un testigo. Haz las
comprobaciones oportunas, Dick. Aprovecha esa pista.
Colgué el receptor del teléfono para no darle tiempo a asaetearme a
preguntas.
Una vez hube abandonado la cabina telefónica consulté mi reloj de pulsera.
Tenía muchas cosas que hacer… y deseaba estar fuera del alcance de
Hardcastle mientras tanto. Entre otras había de arreglar mi futuro…
Capítulo XXVIII
NARRACIÓN DE COLIN LAMB

Llegué a Crowdean a las doce de la noche, cinco días más tarde. Me fui en
seguida al « Clarendon» , pedí una habitación y me acosté. Me hallaba cansado
de la noche anterior y dormí más de la cuenta. Desperté a las diez menos cuarto.
Pedí que me sirvieran una taza de café, una tostada y también solicité que me
trajeran el periódico. Lo recibí en unión de una nota dirigida a mí con las
palabras escritas a mano en el ángulo izquierdo.
Examiné la nota, con cierta sorpresa. No la esperaba. El papel era grueso, de
los de precio.
Después de darle vueltas y más vueltas desdoblé la cuartilla.
Dentro alguien había escrito con letras grandes estas palabras:

CURLEW HOTEL, 11:30


Habitación 413
(Llamar tres veces)

Miré aquel papel desde distintos ángulos… ¿Qué significado tenía el mismo?
Me fijé especialmente en el número de la habitación: el 413. Las 4:13
marcaban las manecillas de los relojes misteriosos. ¿Una coincidencia? Quizá,
quizá no…
Pensé llamar por teléfono al « Curlew Hotel» . Luego proy ecté ponerme en
comunicación con Dick Hardcastle. Más adelante decidí no hacer ninguna de
estas dos cosas.
Me había espabilado. Me levanté y después de haberme afeitado, lavado y
vestido, salía del « Clarendon» , dirigiéndome al « Curlew Hotel» , a donde llegué
a la hora fijada en la nota.
La temporada de verano había llegado a su fin. Aquel establecimiento no
albergaba muchos huéspedes por aquellos días.
No pregunté en la oficina de recepción. Tomé el ascensor para subir al cuarto
piso, buscando por el pasillo de éste la habitación 413. Vacilé unos segundos. A
continuación, y convencido de que me estaba conduciendo como un necio, di tres
golpes en la puerta…
Una voz contestó:
—Entre.
La puerta no había sido cerrada con llave. Abrí la misma, quedándome
paralizado a causa del asombro.
Jamás hubiera esperado encontrar allí al hombre que mis ojos estaban
contemplando.
Hércules Poirot me miró, divertido.
—Une petite surprise, n’est-ce pas? —dijo—. Confío en que, pese a todo,
agradable.
—Poirot, viejo zorro, ¿cómo llegó usted hasta aquí?
—En un vehículo bastante confortable.
—Pero, ¿qué hace en este hotel?
—Fue una actitud ventajosa la suy a, créame. Insistieron en que había que
proceder a decorar de nuevo mi apartamento. Figúrese mi apuro. ¿Qué podía
hacer y o? ¿Adónde encaminarme?
—Hay muchos sitios a donde ir —repuse fríamente.
—Probablemente tiene usted razón, pero mi médico me indicó que el aire de
mar no me perjudicaría.
—¿Qué clase de médico tiene usted? ¿Uno de esos tipos que se enteran
reservadamente de cuál es el sitio que desearía visitar su paciente para
aconsejárselo más tarde? ¿Fue usted quien me envió esto?
Le enseñé la nota que y o recibiera en el « Clarendon» .
—Naturalmente. ¿Qué otra persona podía haber sido?
—¿Es una coincidencia que tenga usted una habitación cuy o número es el
413?
—No, no es una coincidencia. La pedí y o.
—¿Por qué razón?
Poirot inclinó la cabeza a un lado guiñándome un ojo.
—Se me antojó muy apropiado.
—¿Y lo de llamar tres veces?
—No pude resistir esa tentación. Sólo hubiera podido mejorar esto uniendo a
la nota una ramita de romero[13] . Pensé también en producirme un corte en el
dedo y marcar la puerta con una huella digital impresa con sangre, pero, ¡bueno
está lo bueno, amigo mío! Yo tampoco quería, por otro lado, tener una herida
infectada.
—Supongo que esto es la segunda infancia —observé—. Esta tarde le
compraré un balón y un conejito lanudo.
—No ha celebrado la sorpresa que le he preparado. No se ha alegrado en lo
más mínimo al verme.
—Pero, ¿es que esperaba de mí tal reacción?
—Pourquoi pas? Vamos, hablemos en serio después de este rato de broma.
Confío en poder ay udar a la policía en su labor. He estado hablando con el jefe
de la misma, quien ha sido extraordinariamente amable conmigo, y en este
momento aguardo la visita de su amigo el detective inspector Hardcastle.
—¿Y qué piensa usted decirle?
—Tengo la impresión de que los tres vamos a sostener una sustanciosa charla.
Le miré, echándome a reír. Mi interlocutor denominaría charla a lo que se
avecinaba, pero y o sabía perfectamente quién era el que iba a hacer todo el
« gasto» en la conversación: ¡Hércules Poirot!

***

Hardcastle llegó por fin. Llevé a cabo las presentaciones y los dos hombres
cruzaron las corteses palabras de costumbre. Nos habíamos instalado
cómodamente. Dick miraba de vez en cuando a Poirot a hurtadillas, con la
expresión que adopta un visitante del parque zoológico cuando estudia una nueva
y sorprendente adquisición. ¡Dudo de que hubiera visto antes de aquel momento
un ejemplar como Hércules Poirot!
Finalmente, Hardcastle se aclaró la voz, diciendo a continuación:
—Supongo, monsieur Poirot, que usted desea tener una visión conjunta del
caso ¿no es así? —el inspector vaciló—. Estimo que no será fácil… Mi jefe me
ha dado instrucciones en el sentido de que haga cuanto esté a mi alcance por
usted. Pero advertirá que existen dificultades, preguntas que han de ser
formuladas, objeciones… Sin embargo, como ha venido aquí especialmente…
Poirot interrumpió a mi amigo Dick, no sin cierta frialdad:
—Me encuentro aquí a causa de que mi apartamento de Londres está siendo
en la actualidad decorado de nuevo, restaurado.
Dejé oír una risita y Poirot me dirigió una mirada de reproche.
—Monsieur Poirot no necesita ir a ver lo que sea por sí mismo. Mantiene que
la investigación puede llevarse a cabo desde una butaca. Pero esto no es cierto
del todo, ¿verdad, Poirot? De lo contrario no se encontraría aquí.
Poirot replicó dignamente:
—Yo dije que no era necesario que el sabueso fuese de acá para allá
rastreando la pista. No obstante, he de admitir que el perro es imprescindible. Un
perro traedor, cobrador. Un buen animal de esta clase.
Volvióse hacia el inspector, retorciéndose con un gesto de satisfacción una de
las puntas de su bigote.
—Permítame que le diga que a mí no me sucede lo que a todos los ingleses,
que viven obsesionados con los perros. Personalmente, puedo prescindir de ellos.
En cambio acepto buena parte de su ideario con respecto a dichos animales. El
hombre ama y respeta a su perro. Ante sus amigos elogia a su silencioso
compañero, destacando su inteligencia y sagacidad. Ahora imagínense esta
situación a la inversa. El perro quiere a su amo. Se siente, asimismo, orgulloso de
éste, pregonando su sagacidad e inteligencia. Notándose complacido en cuánto
apetece, se desvivirá a su vez por complacer, por mimar a su dueño. El hombre
es capaz de violentarse, de contrariar su gusto por el descanso en un momento
dado, echándose a la calle sólo porque sabe que a su perro le agradan los paseos;
el animal, en justa correspondencia, se esforzará por proporcionar al amo lo que
ansía con las limitaciones inherentes a su naturaleza.
» Algo semejante ocurre con mi joven y amable amigo Colin. Fue a verme,
no para pedirme ay uda, para que colaborara con él en la solución de un
problema… Colin confiaba en que podría solucionarlo por sí mismo y no se
equivocaba. No. Sabía que estaba desocupado y solo y quiso proporcionarme
algo que iba a interesarme, que y o estudiaría inevitablemente, que me
proporcionaría trabajo, una labor agradable. Me desafió. Le he dicho muy a
menudo que es posible solucionar un caso policíaco sin abandonar el butacón de
nuestro despacho o cuarto de estar. Se lo he dicho tantas veces que no quiso
desaprovechar esta oportunidad que el azar le deparaba de probarme lo
contrario. La verdad es que ha obrado con un poco de malicia. De todos modos,
aspiraba a demostrar que lo que y o sostengo no es fácil. Mais oui, mon ami…
¡Eso es cierto! Ha querido burlarse de mí, ¿eh? No se lo reprocho. Me limitaré a
decir que lo que pasa aquí es que aún no conoce usted suficientemente bien a su
amigo Hércules Poirot.
Poirot se irguió en su asiento, retorciéndose las puntas de su bigote.
Yo le miré, dirigiéndole una afectuosa mirada.
—De acuerdo, entonces. Dénos la solución del problema, si es que la sabe.
—¡Por supuesto que la sé!
Hardcastle le miró incrédulo.
—¿Dice usted que sabe quién fue la persona que mató al hombre hallado en
el número 19 de Wilbraham Crescent?
—Naturalmente.
—¿Y también conoce la identidad del asesinado señor Curry ?
—Sé quién debe ser.
La expresión de duda en la faz de Hardcastle no podía resultar más elocuente.
Su actitud continuaba siendo cortés. Pero el tono con que habló delataba su
escepticismo.
—Perdóneme, monsieur Poirot… Ha dicho que sabe quién es el autor de esos
tres crímenes. ¿Conoce el por qué?
—Sí.
—¿Ha solucionado por completo el caso?
—Pues… no, en realidad, no todavía.
—Lo que usted ha querido dar a entender es que ha tenido una corazonada —
dije y o, poco atento.
—No pienso reñir con usted por una palabra más o menos, mon cher Colin.
Todo lo que afirmo es: ¡lo sé todo!
Hardcastle suspiró.
—Compréndalo, monsieur Poirot… Nosotros hemos de disponer de pruebas.
—Naturalmente. Ahora bien, con los recursos que tiene usted al alcance de la
mano no le costará mucho trabajo lograr aquéllas.
—No estoy y o muy seguro acerca de eso.
—Vamos, vamos, inspector. El hecho de saber, de saber realmente, ¿no
constituy e el primer paso? ¿No puede usted arrancar de ahí?
—Siempre no es posible eso —opuso Hardcastle con otro suspiro—. Andan
por el mundo, en libertad, hombres que debieran estar cumpliendo condena. Ellos
lo saben perfectamente y nosotros también.
—Tales individuos, hay que reconocerlo, constituy en la excepción. No son…
Interrumpí a Poirot:
—Conforme, conforme. Usted está al tanto de todo… ¡Pónganos al corriente
a nosotros!
—Me doy cuenta de que continúa usted mostrándose escéptico. Pero antes de
nada permítame que le diga esto: estar seguro de una cosa significa que al
alcanzar la solución exacta del problema cada pieza del puzzle encaja en su sitio
con exactitud. Entonces uno advierte que los hechos no han podido ocurrir de otra
manera.
—¡Por el amor de Dios, Poirot! Vay a al grano de una vez. Le doy mi
conformidad por anticipado a todas las consideraciones que le sugiera el tema.
Poirot se arrellanó en su butaca, adelantándose hacia el inspector para volver
a llenar su vaso.
—Han de comprender una cosa, mes amis: para solucionar cualquier
problema hay que empezar por disponer de los hechos. Para eso uno necesita del
perro, el perro traedor o cobrador, el cual recoge las piezas, una por una, y las
deposita a…
—… a los pies del amo —proseguí diciendo y o—. Sí, señor. Admitido.
—No se puede resolver un caso desde un butacón valiéndose únicamente de
las informaciones aportadas por los periódicos. Los hechos, para empezar, han de
ser exactos y la prensa se preocupa poco de la exactitud. Los periodistas suelen,
por ejemplo, referir algo que sucedió a las cuatro y cuarto redondeando la hora;
nos cuentan que un hombre tenía una hermana llamada Elisabeth y resulta luego
que no se trataba de una hermana sino de una cuñada, llamada, por cierto,
Alexandra… Así sucesivamente. Pero en Colin y o tengo un perro de notables
habilidades, habilidades que, he de decirlo, le han llevado lejos en su carrera.
Colin ha tenido siempre una memoria magnífica. Es capaz de repetir ce por be
conversaciones por él oídas varios días más tarde. Detalla con precisión también,
sin florituras ni adornos, sin versiones personales, esto es, de una manera distinta
a lo que hacemos los demás, determinados pareceres en permanente vigencia.
Jamás dirá, es otro ejemplo: « A las once y veinte entregaron el correo» en lugar
de describir lo que pasó realmente, dejando de mencionar una llamada a la
puerta y la subsiguiente entrada en la habitación de cualquiera con un puñado de
cartas en la mano. Todo esto es sumamente importante. Equivale a afirmar que
él oy ó lo que y o hubiera oído de haber estado presente, que él vio lo que y o
hubiera visto también…
—Únicamente que el desventurado perro es incapaz de efectuar algunas
interesantes deducciones…
—De modo que hasta donde es posible y o dispongo de los hechos. Me
encuentro y a inmerso en el escenario del drama. Lo que más me sorprendió del
caso cuando Colin me puso al corriente del mismo fue su carácter fantástico.
Cuatro relojes, todos ellos marcando una hora de adelanto sobre la normal, los
cuales fueron introducidos en una casa sin conocimiento de su propietaria. Al
menos, eso fue lo que ella dijo. No olvidemos que no hay que admitir nada, nos
digan lo que nos digan, hasta que quede comprobado.
—Los dos pensamos lo mismo —contestó Hardcastle haciendo un gesto de
aprobación.
—En el suelo y ace un hombre muerto, un hombre y a de cierta edad; de
aspecto respetable. Nadie sabe quién es (de nuevo, eso es lo que se nos dice). En
uno de los bolsillos de su traje se encuentra una tarjeta en la que hay impreso un
nombre: R. H. Curry, y una dirección: 7, Denvers Street. Al parecer pertenece a
la plantilla de la « Metropolis Insurance Company » . Pero tal entidad no existe.
No hay tampoco ninguna calle como la citada ni tal señor Curry. He aquí una
prueba negativa, pero prueba al fin y al cabo. Sigamos… Aparentemente, se
produce a las dos menos diez una llamada telefónica a una agencia de
secretarias. Una señorita llamada Millicent Pebmarsh requiere los servicios de
una taquimecanógrafa. Pide que le sea enviada a las tres, al número 19 de
Wilbraham Crescent. Se interesa especialmente por la señorita Sheila Webb. La
joven llega a la dirección referida minutos antes de las tres. De acuerdo con las
instrucciones recibidas entra en el cuarto de estar de la vivienda, donde descubre
el cadáver de un hombre. Asustada, sale de la casa gritando, precipitándose en
los brazos de un caballero.
Poirot hizo una pausa, fijando su mirada en mí.
—Entra en escena nuestro joven héroe —apunté.
—Ya ve —señaló a su vez Poirot—. Ni siquiera usted puede evitar el tono
melodramático cuando se alude a esa escena. La historia, efectivamente, es un
melodrama. Nos enfrentamos con un cuento fantástico, irreal. Es un asunto que
encajaría perfectamente en cualquiera de las obras de determinados escritores:
Garry Gregson, por ejemplo. He de advertir que antes de la llegada de mi joven
amigo había iniciado un estudio de la labor literaria realizada por escritores de
novelas de emoción e intriga que más se destacaron en los últimos sesenta años.
Algo interesante, de veras. Uno se inclina a considerar los crímenes reales a la
luz de la ficción artística. Es decir, si y o observo que un perro no ha ladrado
cuando debía haberlo hecho me digo: « ¡Ah! Un crimen estilo Sherlock
Holmes» . De igual manera, si el cadáver es hallado en una habitación sellada
exclamo, naturalmente: « ¡Ah! Un caso típico de Dickson Carr» . Luego, ahí está
mi amiga, la señora Oliver. Si viera que… Pero y a no voy a decir más en este
aspecto. ¿Me han comprendido? He aquí el planteamiento de un crimen en
circunstancias tan improbables que en seguida se piensa: « Este libro no refleja la
vida. Cuanto en él sucede es irreal» . ¡Ah! Pero aquí no cabe semejante
consideración, pues la historia es real y bien real. Ha sucedido. Esto invita a la
meditación, ¿no?
Hardcastle no hubiera planteado las cosas de aquella manera, pero estaba
conforme con la idea general, por lo que asintió enérgicamente. Poirot prosiguió
diciendo:
—Es lo contrario al pensamiento de Chesterton: « ¿Dónde esconderías una
hoja?» . En un bosque. « ¿Dónde esconderías un guijarro?» . En una play a. Hay
aquí exceso, fantasía, melodrama. Cuando y o me pregunto, imitando a
Chesterton: « ¿Dónde ocultaría una mujer de mediana edad su belleza en
declive?» , y o no me contesto: « Entre otros rostros parecidos» . No. En absoluto.
La esconde bajo una espesa capa de maquillaje, bajo una máscara de rouge y
polvos, entre hermosas pieles, entre joy as que rodean su cuello y le cuelgan de
las orejas. ¿Me comprenden?
—Pues… —empezó a decir el inspector, queriendo disimular su
desorientación.
—Ya verá lo que pasa: la gente se dedicará a contemplar las pieles y las
joy as, la coiffure y la haute couture, gracias a lo cual no observarán a la mujer
en sí… En consecuencia, me dije, y le dije también a mi amigo Colin: « En vista
de que este crimen presenta tan fantásticos adornos con objeto de distraer la
atención de uno, ha de ser forzosamente simple» . ¿Fue así, Colin?
—En efecto. Ahora bien, todavía estoy esperando a que me demuestre que
no se ha equivocado.
—Tiene que continuar aguardando, Colin. Así pues, dejamos a un lado los
« adornos» del crimen y fijamos nuestra atención en los puntos esenciales. Un
hombre ha sido asesinado. ¿Por qué ha sido asesinado? Y, ¿quién es? La respuesta
a la primera pregunta dependerá evidentemente de la que se dé a la segunda. Y
en tanto no se obtengan las dos contestaciones es imposible seguir adelante. El
individuo podría ser un chantajista, un timador de esos que operan granjeándose
primero la confianza de su víctima, o el esposo de una mujer que se crey era en
peligro o perjudicada por la existencia de su marido. Podría haber sido ese
hombre una docena de cosas más. Conforme voy conociendo detalles me inclino
más a pensar con los demás que la víctima era una persona corriente,
acomodada, respetable. Repentinamente pienso: « ¿Y tú sostienes que éste tiene
que ser un crimen de estructura muy simple?» . De acuerdo. Dejemos que ese
hombre sea exactamente lo que él parece: un individuo acomodado, respetable,
y a entrado en años. —Poirot miró al inspector, inquiriendo—: ¿me entiende?
—Pues… —volvió a repetir Hardcastle, deteniéndose.
—Aquí tenemos, por consiguiente, un hombre de edad y aspecto agradable,
corriente, cuy a desaparición es necesaria para alguien. ¿Para quién? En este
punto, por fin, podemos estrechar el panorama demasiado dilatado que hemos
estado contemplando. Se conocen ciertas cosas y personas. Se sabe de la señora
Pebmarsh y de sus hábitos; no es un secreto la existencia del « Cavendish
Secretarial Bureau» ; hay una chica, llamada Sheila Webb, que trabaja en esa
firma… Por eso le digo a mi amigo Colin « Los vecinos» . Converse con los
vecinos. Averigüe cuanto pueda acerca de ellos. Explore en sus historias
respectivas. Y, sobre todo, procure charlar con todos, aprovechando el menor
pretexto. La conversación normal no es sólo una serie de respuestas a
determinadas preguntas… Durante el diálogo se le escapan a uno minucias. La
gente se mantiene en guardia cuando la conversación es trascendente, peligrosa.
En la charla de circunstancias el espíritu se relaja; todos sucumben al alivio de
decir la verdad, que no exige esfuerzos, concentración. Hablar sinceramente
cuesta mucho menos trabajo que mentir. En ocasiones una palabra, un concepto
espontáneo, es más revelador que un largo discurso.
—He ahí una colección de consideraciones admirablemente expuestas —
comencé—. Desgraciadamente, en este caso no son aplicables.
—Sí, mon cher, sí. Precisamente hay una breve frase de inestimable valor, a
la cual iba a referirme en seguida.
—¿Cuál? —pregunté—. ¿Quién la dijo? ¿Cuándo?
—A su tiempo, mon cher, a su tiempo.
—¿Decía usted, monsieur Poirot? —inquirió cortésmente Hardcastle, llevando
de la mano a aquél al tema.
—Tracemos un círculo en torno al número 19. Cualquiera de las personas que
caen dentro de él puede ser la autora del asesinato del señor Curry. Citémoslas: la
señora Hemming, los Bland, los McNaughton, la señora Waterhouse. Más
importante todavía: todas ellas ocupan una posición clara. La señora Pebmarsh
pudo haber matado al señor Curry antes de salir de su casa, a la 1:35,
aproximadamente; la señorita Webb pudo haber tomado las medidas necesarias
para que su encuentro con la víctima tuviese lugar allí, atacando al hombre antes
de abandonar la vivienda también para dar la voz de alarma…
—¡Ah! Ahora, monsieur Poirot, va usted al grano y a.
Poirot hizo como si no hubiera oído las palabras del inspector, dando media
vuelta para enfrentarse conmigo.
—Y, por supuesto, hay que pensar en usted, mi querido amigo Colin. Usted
también ocupa un puesto en este planteamiento. ¿No buscaba un número alto
precisamente por la parte en que se hallan los bajos?
—Está bien —repuse indignado—. Veamos qué se le ocurre a continuación.
¡Y pese a todo y o le sirvo la cosa en bandeja!
—Los asesinos son orgullosos, engreídos, a veces —señaló Poirot—. Existía la
posibilidad de que usted hubiera querido divertirse un poco… a mi costa.
—Si sigue hablando así me convencerá —contesté.
Comenzaba a sentirme molesto.
Poirot se volvió hacia el inspector Hardcastle.
—Pues sí… En esencia fue eso: me dije que aquél tenía que ser un crimen
muy simple. La presencia de los relojes, fuera de propósito; la hora de adelanto
que marcaban las manecillas de aquéllos; las estudiadas circunstancias que
condujeron al descubrimiento del cadáver… Eso había que dejarlo a un lado, de
momento. Eran cosas, según se dice en su inmortal « Alicia» , como « zapatos y
barcos, lacre, verduras y rey es» . Punto vital: un hombre de cierta edad y
aspecto corriente ha desaparecido del mundo de los vivos porque estorbaba a
alguien. De conocer la identidad del hombre asesinado hubiéramos señalado casi
inmediatamente a su probable verdugo. De haber sido un individuo conocido por
su afición al chantaje habríamos buscado al que podía ser su víctima; de haber
sido un detective hubiéramos procurado descubrir a alguien en posesión de un
secreto criminal; de haber sido un sujeto acaudalado, habríamos investigado
entre sus herederos… Ahora bien, no sabiendo quién es el finado poco es lo que
puede hacerse. Entonces, entre el que tiene una razón para matar y nosotros se
levanta una valla casi insalvable.
» Dejando a un lado a la señorita Pebmarsh y a Sheila Webb, ¿qué personas
pueden no ser lo que aparentan? La respuesta a tal pregunta es desconcertante. Si
exceptuamos al señor Ramsay, ¿quién no es lo que aparenta ser? —Poirot me
miró inquisitivamente y y o asentí—. A primera vista no hay engaño en los
demás… Bland es un maestro de obras bien conocido en la localidad. El señor
McNaughton había estado desempeñando una cátedra en Cambridge; la señora
Hemming es viuda de un subastador; los Waterhouse son gente respetable, que
reside en Wilbraham Crescent desde hace bastante tiempo. Volvemos, pues, al
señor Curry. ¿De dónde procede? ¿Quién le llevó a la casa número 19? Y aquí
surge una valiosísima observación o comentario, formulado por una de las
vecinas: la señora Hemming. Al decírsele que el hombre asesinado no vivía en el
número 19, exclama: « ¡Ah, y a comprendo! Le llevaron allí para matarle. ¡Qué
raro!» . Esa mujer apunta directamente al corazón del problema. He ahí una
cosa que suele pasar con los seres que se hallan demasiado concentrados en sus
propios pensamientos para prestar su atención a las manifestaciones de los
demás. Ella resumió así el crimen: El señor Curry fue al número 19 de Wilbraham
Crescent para ser asesinado. ¡Más sencillo no puede ser!
—Esta observación me produjo alguna sorpresa a mí también —murmuré.
Poirot continuó hablando, sin escuchar mis palabras.
—… « Ven y morirás» . El señor Curry fue… y pereció asesinado. Pero ahí
no acaba la cosa. Era importante que no resultase identificado. No llevaba
encima cartera, ni papel alguno. Las etiquetas de su sastrería le habían sido
arrancadas. Sin embargo, eso no bastaría. La tarjeta que le presenta como un tal
Curry, agente de seguros, representaría solamente una medida temporal. Si la
identidad del hombre tenía que ser ocultada permanentemente había que darle
una falsa. Yo estaba convencido de que antes o después aparecería alguien
reconociéndole: un hermano, una hermana, la esposa… Apareció la esposa. La
señora Rival. Este apellido inducía y a a la confianza. Hay una población en
Somerset, cerca de la cual he estado en una ocasión, con motivo de la visita que
hice a unos amigos… Se llama aquélla Curry Rival… Inconscientemente, habían
sido escogidos estos dos nombres: el señor Curry, la señora Rival.
» Hasta ahora se ve el hilo de la trama. Pero lo que más me desconcertó fue
la confianza del asesino en que no se produciría una identificación real. En caso
de no tener la víctima familia siempre hay en medio patronas, criados, socios.
Esto me condujo a la siguiente suposición: nadie sabía que este hombre era
echado de menos en alguna parte. Otra suposición más: el hombre en cuestión no
era inglés y se hallaba de paso solamente en este país. Esto quedaría abonado por
el hecho de que el trabajo de prótesis dental estudiado en el cadáver no se
encontraba registrado en ninguna clínica o consulta particular de por aquí.
» Me han procurado y a un cuadro borroso de la victima y del asesino. Nada
más que eso. El crimen ha sido inteligentemente planeado y llevado a cabo…
Pero ahora surgía un detalle de mala suerte, ése que jamás logran prever las
mentes criminales.
—¿Cuál? —inquirió Hardcastle.
Inesperadamente, Poirot echó la cabeza hacia atrás, recitando en tono
dramático:

Por falta de un casco se perdió la herradura,


Por falta de una herradura se perdió el caballo,
Por falta de un caballo se perdió la batalla,
Por falta de una batalla se perdió el Reino,
Y todo por la falta de un casco de caballo.

Hércules Poirot se inclinó hacia delante.


—Muchas eran las personas que podían haber asesinado al señor Curry. Sólo
una en cambio pudo haber matado o tenido una razón para matar a la joven Edna
Brent.
Hardcastle y y o éramos todo oídos.
—Estudiemos el « Cavendish Secretarial Bureau» . Trabajan en él ocho
chicas. El 9 de septiembre cuatro de las muchachas habían salido para atender a
unos clientes de la firma. Como los domicilios de éstas quedaban a cierta
distancia del « Bureau» , la comida de las jóvenes corría a su cargo. Eran las
cuatro que normalmente cogen el primer turno de la comida del mediodía, 12:30
a 1:30. Las restantes, Sheila Webb, Edna Brent, Janet y Maureen, toman el
segundo turno, de 1:30 a 2:30. Pero aquel día Edna Brent sufre un accidente a los
pocos minutos de abandonar la oficina. Pierde el tacón de uno de sus zapatos en
un enrejado del pavimento. No puede andar así por la calle. En consecuencia
compra unos bollos y vuelve al trabajo.
Poirot señaló alternativamente con el dedo.
—Se nos ha dicho que Edna Brent anda preocupada por algo. Hace cuanto
está en su mano para ver a Sheila fuera de la oficina, pero no lo consigue. Ha
sido supuesto que se trata de una cosa que atañe a su compañera, pero no hay
pruebas de ello. Existía la posibilidad de que deseara consultarle sobre un detalle
que no comprendiera… Lo que sí estaba fuera de toda duda era que quería
hablar con Sheila fuera de la oficina.
» Sus palabras al agente después de la encuesta son la única pista para llegar
al conocimiento de lo que le atormentaba. La chica dijo algo parecido a esto:
« No me explico cómo va a ser cierto lo que ella declaró» . Tres mujeres
prestaron declaración aquella mañana. Edna pudo haberse referido a la señorita
Pebmarsh. O, como se ha venido suponiendo, a Sheila Webb. Aún existe una
tercera posibilidad: pudo haberse referido a la señorita Martindale.
—¿A la señorita Martindale? ¡Si su declaración duró tan sólo unos minutos!
—Exacto. No tuvo más que mencionar la llamada telefónica hecha,
supuestamente, por la señorita Pebmarsh.
—¿Quiere usted decir que Edna sabía que la señorita Pebmarsh no era la
autora de aquélla?
—Creo que es más sencillo aún todo. Sugiero que no se produjo llamada
telefónica alguna.
Poirot continuó diciendo:
—Edna pierde el tacón de su zapato. El incidente tiene lugar cerca de la
oficina. Vuelve, por tanto, al « Bureau» , Pero la señorita Martindale, en su
despacho, ignora el regreso de su empleada. Se cree sola en el local. Unicamente
necesita decir que a la 1:49 hubo una llamada telefónica. Edna no advierte al
principio la significación de lo que sabe. La señorita Martindale llama a Sheila
Webb y le dice que tiene que atender a una cliente. Ante Edna no se menciona
cómo y cuándo ha sido concertada la cita. Se divulgan las noticias relativas al
crimen y poco a poco van concretándose los detalles de la historia. La señorita
Pebmarsh llamó, interesándose por que fuera enviada a su casa Sheila Webb. La
ciega niega esto. Se afirma que la llamada se produjo a las dos menos diez
minutos. Pero Edna sabe que eso no puede ser cierto. No había habido ninguna
llamada telefónica a aquella hora. La señorita Martindale tiene que haber
cometido un error… Pero la señorita Martindale no se equivoca jamás. Cuanto
más piensa Edna en ello más confusa se siente. Ha de decírselo a Sheila. Sheila
Webb aclarará sus dudas.
» Y luego viene la encuesta. Están presentes en la sala todas las chicas. La
señorita Martindale repite la historia de la llamada y Edna se entera
definitivamente de que la prueba aportada tan claramente por la señorita
Martindale, con mención de la hora exacta, no puede ser cierta. Entonces habla
con un agente, con el propósito de entrevistarse con el inspector. Es probable que
la directora del « Bureau» , mezclada entre otras personas, oy era las palabras de
la chica. Tal vez hay a oído a sus empleadas gastando bromas a Edna sobre el
incidente del tacón sin comprender lo que el mismo implicaba. Sea como sea,
decidió seguir a la muchacha hasta Wilbraham Crescent. Yo me pregunto: ¿por
qué se encaminaría Edna a dicha calle?
—Para echar un vistazo al escenario del crimen —explicó Hardcastle con un
suspiro—. Hay mucha gente que se conduce así.
—Sí, es verdad. Quizá le hablara al llegar allí la señorita Martindale. Bajando
las dos por la calzada, Edna formula su pregunta. Aquélla actúa rápidamente. Las
dos se encuentran cerca de una cabina telefónica: Le dice: « Esto es muy
importante. Tienes que llamar a la policía en seguida. Vamos, llama… Di que
vamos para la jefatura inmediatamente» . Edna es de las personas que hacen
siempre lo que se les dice. Entra en la cabina y descuelga el teléfono. Entretanto,
la Martindale se desliza tras ella, le ciñe el cuello con un pañuelo y la estrangula.
—¿Y no la vio nadie?
Poirot se encogió de hombros.
—Podían haberla visto, pero no la vieron… Por entonces sería la una. La hora
de comer. Y las miradas de las personas que se hallaban en aquellos momentos
en Wilbraham Crescent confluían en el número 19. Fue una oportunidad
audazmente aprovechada por esa atrevida mujer, carente de escrúpulos.
Hardcastle movió la cabeza. Le asaltaban muchas dudas.
—¿La señorita Martindale? No acierto a comprender su papel en la historia.
—No. No se comprende al principio. La señorita Martindale mató,
indudablemente, a Edna –¡Oh, sí, y a lo creo!–, crimen del que sólo ella puede ser
autora. Empiezo a sospechar que en la Martindale tenemos a la lady Macbeth de
este crimen, una mujer despiadada, cruel y carente de imaginación.
—¿Carente de imaginación? —inquirió Hardcastle sorprendido.
—¡Oh, sí! Carente de imaginación, pero eficiente. Lo planeó todo muy bien.
—¿Por qué? ¿Cuál es el móvil?
Hércules Poirot me miró, haciendo oscilar un dedo índice ante mí.
—De manera que la conversación con los vecinos no significa nada para
usted, ¿eh? Yo descubrí una frase que me iluminó. ¿No recuerda que después de
haberle hablado de la cuestión de vivir en el extranjero la señora Bland le
comunicó que a ella le agradaba habitar en Crowdean porque tenía una hermana
aquí? Precisamente lo contrario de lo que todo el mundo suponía. Esa mujer
había heredado una fortuna un año atrás, procedente de un pariente canadiense,
por ser la única superviviente de la familia.
Hardcastle, alerta, se irguió.
—De modo que usted cree…
Poirot se recostó en su butaca, juntando las y emas de sus dedos. Con los ojos
ligeramente entornados, prosiguió diciendo:
—Imaginemos que es usted un hombre como tantos otros, sin excesivos
escrúpulos, que pasa por algunas dificultades económicas. Un buen día llega a su
casa una carta procedente de una firma de abogados en la cual se le notifica que
su esposa ha heredado una gran fortuna de un pariente que reside en Canadá. La
carta va dirigida a la señora Bland. El único inconveniente reside en que la señora
Bland que la recibe no es la auténtica, pues se trata de la segunda esposa, no la
primera… ¡Qué disgusto! ¡Qué rabia! Desde luego, posteriormente surge la idea.
¿Quién va a saber que no se trata de la verdadera señora Bland? En Crowdean no
hay nadie que sepa que Bland estuvo casado antes con otra mujer. Su primer
matrimonio tuvo lugar años atrás, durante la guerra, hallándose él al otro lado del
océano. Habiendo muerto su mujer poco después, no tardó en contraer
matrimonio de nuevo, casi inmediatamente. Posee el certificado de matrimonio
original, varios papeles familiares, fotografías de los parientes canadienses, y a
fallecidos… No le costaba mucho trabajo montar el tinglado. De todos modos,
vale la pena correr ciertos riesgos. Deciden desafiar el peligro. Se cubren las
formalidades legales. Y aquí tenemos a los Bland y a ricos, prósperos, sin
preocupaciones de tipo económico…
» Pasa el tiempo y un año más tarde sucede algo… ¿Qué es lo que sucede?
Sugiero que alguien se dispone a visitar este país, alguien que habita en el
Canadá… Y esta persona conocía a la primera señora Bland suficientemente
bien como para no dejarse engañar por una suplantadora. Puede haber sido un
miembro de la sociedad de abogados que se ha encargado siempre de los asuntos
de esa familia… puede haber sido un amigo íntimo de esa familia… Pero, sea
quien sea, se hallaba en condiciones de provocar un conflicto. Tal vez el
matrimonio piense en la manera de evitar la entrevista. La señora Bland hubiera
podido fingir una enfermedad o marcharse al extranjero… No obstante, eso
podría suscitar sospechas. El visitante querría, a lo mejor, ver a toda costa a la
mujer y …
—Entonces piensan en el crimen, ¿verdad?
—Sí. Y en este punto me imagino que la hermana de la señora Bland debió
ser quien marcara el camino a seguir. Ella fue quien lo planeó todo.
—¿Supone usted que la señorita Martindale y la señora Bland son hermanas?
—Es la única manera de explicarse las cosas.
—Cuando vi por primera vez a la señora Bland pensé que me recordaba a
otra persona. Son distintas, pero, desde luego, existe cierta semejanza entre las
dos. Sin embargo, ¿qué esperanzas de salir airosos con su proy ecto se les ofrecían
a esa gente? El hombre sería echado de menos. La policía iniciaría
indagaciones…
Hardcastle calló, en espera de la respuesta de Poirot a sus consideraciones.
—En el caso de que este hombre estuviese viajando por el extranjero por
puro placer su itinerario resultaría más bien vago… En el Canadá se recibiría,
normalmente, una carta de aquí, una tarjeta postal de allá… Transcurriría algún
tiempo antes de que sus conocidos se preguntasen qué había sido de él. Al cabo
de meses y meses, ¿a quién se le ocurriría relacionar a un individuo llamado
Harry Castleton, enterrado y a, con un rico turista canadiense que ni siquiera
había sido visto en esta parte del mundo? De ser y o el asesino habría hecho un
rápido viaje a Francia o a Bélgica. En cualquiera de estos dos países habría
dejado « olvidado» el pasaporte de la víctima, en un tren, o en un tranvía. De
esta manera las indagaciones se hubieran orientado hacia otra nación.
Hice un movimiento involuntario y la mirada de Poirot se posó en mí.
—¿Qué pasa?
—Bland me comunicó que recientemente hizo un viaje a Boulogne, un
desplazamiento de veinticuatro horas, en compañía de una rubita, según me dio a
entender…
—Ese proceder, como y a he dicho, era el más lógico, sí. Bien,
indudablemente, se trata de un hábito…
—Todo eso son suposiciones —objetó Hardcastle.
—Pero pueden ser llevadas a cabo las averiguaciones precisas —manifestó
Poirot.
Este cogió una hoja de papel de una repisa que tenía ante él, entregándosela a
Hardcastle.
—Escriba al señor Enderby, que vive en el número diez de Enimore Gardens,
distrito sudoeste siete, quien me ha prometido realizar determinadas indagaciones
en el Canadá. Es un abogado muy conocido y extraordinariamente competente y
experto en asuntos de carácter internacional.
—¿Y qué me dice de la cuestión de los relojes?
—¡Oh, de los relojes! ¡Los famosos relojes! —Poirot sonrió—. Creo que no
tardará en ver a la señorita Martindale como la responsable de este capítulo de la
historia. Como el crimen, según declaré, era de lo más sencillo que darse pueda,
había que disfrazarlo, dotándolo de detalles fantásticos. Pensemos en ese reloj
con la inscripción de « Rosemary » . Sheila Webb se lo llevó para que procedieran
a su reparación, perdiéndolo en el « Cavendish Secretarial Bureau» . ¿Lo
aprovechó la señorita Martindale a modo de base de toda su historia? El hecho de
que perteneciera a Sheila Webb, ¿fue lo que motivó que escogiese a la chica,
puesta a elegir la persona que había de descubrir el cadáver?
Hardcastle atajó a Poirot preguntándole:
—¿Y decía usted que esa mujer carecía de imaginación? ¿Cuándo planeó
todo esto?
—¡Si no lo planeó ella! He aquí lo más interesante del caso. Todo había sido
concebido por otra mente… Ella fue quien lo aprovechó. Desde el mismo
comienzo del asunto localicé el estilo peculiar de la trama, un estilo que y o
conocía perfectamente. Me era familiar, en efecto, porque había leído historias
de disposición semejante. He tenido mucha suerte. Colin puede decírselo, esta
semana asistí a una venta de manuscritos originales de escritores. Entre otros
había varios de Garry Gregson. Pocas probabilidades tenía de hallar lo que
buscaba, pero, y a lo he indicado, tuve suerte. Aquí… —igual que un
prestidigitador, Poirot sacó de un cajón dos libretas parecidas a las que emplean
los colegiales para hacer sus ejercicios—. ¡Aquí está todo! Entre los argumentos
de otros libros que Gregson planeaba escribir. No vivió para escribir éste… pero
la señorita Martindale, que fue su secretaria, conocía la existencia de tal
proy ecto. No hizo otra cosa que convertirlo en realidad para lograr sus
particulares fines.
—Sin embargo, originalmente, en el borrador de Gregson, quiero decir, los
relojes debían tener algún significado.
—Sí, desde luego. Sus relojes marcaban las siguientes horas: las cinco y un
minuto, las cinco y cuatro minutos y las cinco y siete minutos. Era el número de
la combinación de una caja de caudales: 515457. Una reproducción de la Monna
Lisa ocultaba la puerta de aquélla. Dentro de la caja —continuó diciendo Poirot,
con un gesto de fastidio—, se encontraban las joy as de la Corona rusa. Un
argumento que era un tas de bétises. Y, desde luego, figuraba en aquél también…
una muchacha perseguida. Sí. A la Martindale todo eso le venía a las mil
maravillas. No tenia más que escoger los personajes reales y adaptarlos,
señalándoles su papel respectivo… Todas las pistas dejadas conducirían… ¿a
dónde? ¡A ninguna parte, exactamente! ¡Oh, si! La señorita Martindale se reveló
como una mujer eficiente. Yo me pregunto: ¿le dejaría el escritor algún dinero?
¿Cómo y de qué murió aquel hombre?
Hardcastle no quería ahondar de momento en cosas y a pasadas. Se apoderó
de las dos libretas y me quitó de las manos la hoja de papel en que había escrito a
toda prisa las señas de Enderby, que Poirot acababa de facilitarle. Por espacio de
dos minutos y o había estado contemplando aquella fascinado. Se trataba del trozo
de papel que y o le entregara días atrás, en el que bajo el membrete de un hotel
se veía una especie de media luna, un número y una letra. El inspector había
anotado la dirección del abogado invirtiendo inconscientemente el fragmento de
carta. El membrete quedó así en el ángulo inferior izquierdo. Entonces me di
cuenta de lo necio que había sido.
—Muy agradecido, monsieur Poirot —dijo Hardcastle—. Por supuesto, nos
ha proporcionado usted abundante materia de reflexión. Si sacamos algo en
limpio de todo eso…
—Encantado de haberle sido de utilidad.
Poirot se mostraba modesto.
—Tendré que comprobar ciertos extremos…
—Claro, claro…
Hardcastle se despidió, abandonando el cuarto.
Poirot concentró su atención en mí. El hombre enarcó las cejas.
—Eh bien… ¿Puedo preguntarle en qué piensa? Parece usted un hombre que
acabara de ver una aparición.
—Acabo de darme cuenta de lo tonto que he sido.
—¡Ah! Eso nos sucede a todos con harta frecuencia.
Pero evidentemente, ¡a Hércules Poirot, no! Tenía que pasar al ataque…
—Dígame una cosa, Poirot. Si, como usted ha venido afirmando, pudo llegar
a las conclusiones específicas sentado tranquilamente en una butaca de su
apartamento, a donde, además, hubiera podido llamar a Dick Hardcastle, ¿por
qué razón se molestó en presentarse aquí?
—Ya le he hablado de las reparaciones que se estaban llevando a cabo donde
resido.
—Si lo hubiera solicitado le habrían cedido otro apartamento. También
hubiera podido trasladarse al Ritz. Este encierra más comodidades que el
« Curlew Hotel» .
—Indudablemente —contestó Hércules Poirot—. El café aquí… ¡Mon Dieu!,
¡qué café!
—De acuerdo, entonces… Explíqueme pues: ¿por qué?
Hércules Poirot pareció enfadarse.
—Eh bien, se lo diré, y a que le cuesta tanto trabajo adivinarlo. Soy un ser
humano, ¿verdad? Puedo convertirme momentáneamente en una máquina
cuando es necesario; soy capaz de tenderme y reflexionar; estoy en condiciones
de solucionar problemas así… Pero soy humano, y a lo he dicho. Y los problemas
afectan a seres a mí semejantes.
—¿Así pues…?
—La explicación es tan simple como el crimen inicial de que nos hemos
ocupado. Vine aquí arrastrado por un ramalazo de humana curiosidad —declaró
Hércules Poirot, irguiendo dignamente la cabeza.
Capítulo XXIX
NARRACIÓN DE COLIN LAMB

Una vez más me encontraba en Wilbraham Crescent, avanzando hacia el


oeste. Me detuve frente a la puerta de la casa número 19. Nadie salió de la
misma dando gritos en esta ocasión. Allí reinaba la más absoluta tranquilidad.
Oprimí el botón del timbre. Abrió la puerta la señorita Millicent Pebmarsh.
—Soy Colin Lamb —le dije—. ¿Me permite que entre? Quisiera hablar con
usted unos instantes.
—Pase.
La dueña de la casa me precedía. Encaminóse al cuarto de estar.
—Está usted pasando una larga temporada aquí, señor Lamb, por lo que veo.
Tengo entendido que no pertenece a la plantilla de policía de la localidad…
—Y no anda usted descaminada. En realidad creo que sabe perfectamente
quién soy y o… desde la primera vez que hablamos.
—No estoy muy segura de entender bien sus palabras.
—He sido un estúpido, señorita Pebmarsh. Vine a Wilbraham Crescent en su
busca. La encontré el primer día y, ¡ni siquiera me di cuenta de todo ello!
—Es posible que todo lo del crimen le distrajera.
—También me conduje estúpidamente al contemplar un trozo de papel de
cierto modo.
—¿Y a qué viene todo esto?
—Viene a cuento de que el juego ha terminado, señorita Pebmarsh. He
descubierto el lugar en que son elaborados determinados planes. Los documentos
y apuntes necesarios para la confección de los mismos son conservados por
usted, la encargada de transcribirlos al sistema Braille. Los informes conseguidos
por Larkin en Portlebury fueron pasados a usted. De sus manos, aquéllos
continuaron viaje hasta su punto de destino por medio de Ramsay. Este, cuando
era preciso, visitaba esta casa durante la noche utilizando el jardín. En el suy o
dejó caer una moneda checa un día…
—Un descuido por su parte.
—Todos incurrimos en descuidos antes o después. Su « camuflaje» ha sido
excelente. Es usted ciega, trabaja en una institución que atiende a la educación de
los niños invidentes, lo que le da ocasión de tener en su domicilio muchos libros
escritos en el sistema Braille, algunos de los cuales pertenecen a sus alumnos…
Es usted, además, una mujer de gran personalidad, de inteligencia nada común.
No me explico cuál es la fuerza que la anima…
—Digamos, si le parece bien, que soy un caso de vocación.
—Sí. Quizás eso lo explicara todo.
—¿Y por qué me está diciendo todas esas cosas? No es lo corriente en estas
situaciones.
Consulté mi reloj de pulsera.
—Dispone usted de dos horas, señorita Pebmarsh. Dentro de dos horas se
presentarán aquí varios miembros del Servicio Especial para hacerse cargo de…
—No le comprendo. ¿Por qué se ha adelantado a aquéllos? Esto parece un
aviso…
—Lo es. He venido aquí para esperar a esos agentes y procurar que de esta
casa no desaparezca nada de lo que en estos instantes contiene. Con una
excepción: usted. Dispone de dos horas de tiempo para marcharse si eso es lo que
desea.
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué?
Respondí hablando lentamente:
—Porque me enfrento con la posibilidad de que usted se convierta en breve
en mi suegra. Claro que también podría equivocarme.
Los dos callaron. Millicent Pebmarsh se levantó, acercándose a la ventana.
Yo no apartaba los ojos de ella. Con respecto a Millicent Pebmarsh he de decir
que no me había hecho la menor ilusión. No confiaba lo más mínimo en ella. Era
ciega, pero hasta una mujer ciega logra en ciertas ocasiones hacerse con uno, de
cogernos desprevenidos. Su ceguera no significaba ningún inconveniente grave
para tal propósito si le facilitaba la oportunidad de apoy ar en mi espalda el cañón
de una pistola automática.
Me contestó suavemente:
—No le diré si está usted equivocado o no. ¿Qué es lo que le hace pensar
que… eso ha de ser así?
—Los ojos.
—Pero no nos parecemos…
—No.
Ahora Millicent Pebmarsh habló en tono de reto.
—Hice cuanto pude por ella.
—Ese es un tema susceptible de discusión. Para usted hay otra causa más
importante.
—Así tiene que ser.
—No estoy de acuerdo.
Se produjo otra pausa en la conversación. Luego le pregunté:
—¿Descubrió la identidad de la muchacha… aquel día?
—Sólo cuando oí pronunciar su nombre… He estado informada sobre ella…
siempre.
—Jamás fue usted tan poco humana como le hubiera gustado llegar a ser.
—No diga tonterías.
Volví a consultar mi reloj.
—El tiempo pasa —señalé.
Millicent Pebmarsh se apartó de la ventana para deslizarse tras una mesa.
—Tengo una fotografía aquí de cuando era todavía una niña…
Yo me encontraba detrás de ella cuando abrió el cajón. No, no era un arma
automática. Se trataba de un pequeño puñal no menos temible. Mi mano se
aferró fuertemente sobre la suy a obligándole a soltar aquél.
—Puede que sea blando, pero no estúpido —le dije.
Millicent Pebmarsh se dejó caer sobre una silla, sin revelar la menor
emoción.
—No voy a aceptar su ofrecimiento. ¿Qué conseguiría? Me quedaré aquí
hasta que los suy os vengan. Siempre surgen oportunidades, incluso dentro de la
prisión.
—¿Convenciendo a los demás, quizás?
—Ya que lo ha citado le diré que es un procedimiento.
Estábamos sentados uno frente a otro. Eramos dos personas hostiles que, a
pesar de todo, se comprendían.
—He solicitado mi baja en el Servicio —le expliqué—. Volveré a mi trabajo
de siempre, a la biología marítima. Quizá se me presente la ocasión de ocupar la
cátedra que de esta asignatura hay vacante en una Universidad de Australia.
—Veo que es usted un hombre prudente. Aún no ha logrado sentir lo que da
nuestra actividad. Es usted como el padre de Rosemary, quien no pudo
comprender nunca esta frase de Lenin: « Hay que desterrar la dulzura» .
Pensé en las palabras de Hércules Poirot.
—Estoy contento —declaré—. Soy un ser humano…
Continuamos sentados en silencio. Cada uno de nosotros, como ocurre
siempre, convencido de que el otro se hallaba en un error.

CARTA DEL DETECTIVE INSPECTOR HARDCASTLE A MONSIEUR


HÉRCULES POIROT

Estimado monsieur Poirot:


Nos hallamos ahora en posesión de ciertos datos y creo que le
interesará a usted conocerlos.
Un señor llamado Quetin Duguesclin, de Quebec, salió del Canadá, en
viaje a Europa, hace cuatro semanas, aproximadamente. Carecía de
parientes cercanos y sus planes en cuanto al regreso eran algo vagos. Su
pasaporte fue encontrado por el dueño de un pequeño restaurante de
Boulogne, quien lo entregó a la policía. Hasta ahora no ha sido reclamado
por nadie.
El señor Duguesclin estaba unido por los lazos de una amistad de toda
la vida a los miembros de la familia Montresor, de Quebec. El jefe de esa
familia, Henry Montresor, murió hace dieciocho meses, dejando una
considerable fortuna a su único pariente, su resobrina Valerie, esposa de
Josaiah Bland, de Portlebury, Inglaterra. Una firma famosa de abogados
londinenses actuó en nombre de los albaceas canadienses. Todo contacto
entre la señora Bland y su familia del Canadá cesó desde el momento de su
matrimonio, que los miembros de aquélla desaprobaron. El señor
Duguesclin comunicó a un amigo suyo que proyectaba visitar a los Bland
con motivo de su visita a Inglaterra, ya que siempre había sentido un gran
cariño por Valerie.
El cadáver anteriormente identificado como de Henry Castleton ha
resultado ser, positivamente, el de Quetin Duguesclin.
Almacenadas en un rincón del patio de los Bland han sido descubiertas
varias tablas. Pese a haber sido fregadas apresuradamente, tras un
tratamiento químico realizado por los expertos, aparecieron en ellas las
palabras SNOWFLAKE LAUNDRY, claramente perceptibles.
No quiero molestar su atención con detalles de poca importancia, pero
le diré que el fiscal considera fácil la consecución de la orden de arresto
de Josaiah Bland. La señorita Martindale y la señora Bland son, como
usted supuso, hermanas, pero aunque comparto sus puntos de vista con
respecto a la participación de la primera en los crímenes nos costará
trabajo hacernos con pruebas satisfactorias. Indudablemente, estamos ante
una mujer de despejada mentalidad. La señora Bland me hace concebir
esperanzas. Es el tipo clásico de la mujer que acaba por «cantar de plano».
La muerte de la primera señora Bland, a consecuencia de una
operación de las fuerzas enemigas en Francia, y el segundo matrimonio de
Josaiah con Hilda Martindale (que pertenecía al Cuerpo Auxiliar
Femenino), que tuvo lugar en aquella misma nación, son datos que
quedarán, a mi juicio, claramente establecidos, pese a que en aquella
época no pocos archivos resultaron destruidos.
Experimenté un gran placer al entrevistarme con usted y debo darle las
gracias por las provechosas sugerencias que me hizo con tal ocasión.
Confío en que las obras realizadas en su piso en Londres habrán sido
ejecutadas a su entera satisfacción.
Suyo affmo. s. s.
RICHA R D HA R DCA STLE

NUEVA COMUNICACIÓN DE RICHARD HARDCASTLE A HERCULES


POIROT

¡Buenas noticias! ¡La mujer de Bland ha confesado! ¡Lo admitió todo!


Echó la culpa de lo sucedido a su marido y a su hermana. Comprendió «lo
que se proponían hacer» cuando era ya demasiado tarde. ¡Creyó que lo
único que se proponían era administrar una droga al desventurado visitante
a fin de que no advirtiera la suplantación efectuada tiempo atrás! Todo un
pretexto, sí, señor. No obstante, considero que no es la inspiradora inicial
del caso.
La gente del Portobello Market ha identificado a la señorita Martindale
como la dama «americana» que adquirió dos de los relojes.
Ahora asegura la señora McNaughton haber visto a Duguesclin en la
furgoneta de Bland, en el instante de entrar el vehículo en el garaje. ¿Vio
realmente al desventurado canadiense?
Nuestro común amigo Colin se ha casado con la joven del «Bureau». Si
quiere saber mi opinión le diré que creo que está loco. Deseándole todo
género de prosperidades,
quedo suyo affmo. s. s.
RICHA R D HA R DCA STLE
AGATHA CHRISTIE, escritora inglesa nacida en Torquay (Inglaterra) el 15
de septiembre de 1890, es considerada como una de las más grandes autoras de
crimen y misterio de la literatura universal. Su prolífica obra todavía arrastra a
una legión de seguidores, siendo una de las autoras más traducidas del mundo y
cuy as novelas y relatos todavía son objeto de reediciones, representaciones y
adaptaciones al cine.
Christie fue la creadora de grandes personajes dedicados al mundo del
misterio, como la entrañable Miss Marple o el detective belga Hércules Poirot.
Hasta hoy, se calcula que se han vendido más de cuatro mil millones de copias de
sus libros traducidos a más de 100 idiomas en todo el mundo. Además, su obra de
teatro La ratonera ha permanecido en cartel más de 50 años con más de 23.000
representaciones.
Nacida en una familia de clase media, Agatha Christie fue enfermera
durante la Primera Guerra Mundial. Su primera novela se publicó en 1920 y
mantuvo una gran actividad mandando relatos a periódicos y revistas.
Tras un primer divorcio, Christie se casó con el arqueólogo Max Mallowan,
con quien realizó varias excavaciones en Oriente Medio que luego le servirían
para ambientar alguna de sus más famosas historias, al igual que su trabajo en la
farmacia de un hospital, que le ay udó para perfeccionar su conocimiento de los
venenos.
De entre sus novelas habría que destacar títulos como Diez negritos, Asesinato
en el Orient Express, Tres ratones ciegos, Muerte en el Nilo, El asesinato de Roger
Ackroyd o Matar es fácil, entre otros muchos. Las adaptaciones al cine de su obra
se cuentan por decenas.
Además de estas obras, Agatha Christie también se dedicó a la novela
romántica bajo el seudónimo de Mary Westmacott.
Christie recibió numerosos premios y distinciones a lo largo de su carrera,
como el título de Dama del Imperio Británico o el primer Grand Master Award
concedido por la Asociación de Escritores de Misterio.
Agatha Christie murió en Wallingford (Inglaterra) el 12 de enero de 1976.
Notas
[1] « Sandy » , bermejo, rojizo. « Cat» , gata, abreviatura y deformación de
Katherine. (N. del T.) <<
[2] Para una exacta comprensión del texto es necesario que el lector tenga en
cuenta que la palabra « Crescent» se emplea en inglés para designar una
manzana de casas en forma de media luna. Esto es, « La Luna y las Estrellas» ,
« La Luna Naciente» , « La Hoz Alegre» , « La Cruz y la Media Luna» . (N. del
T.) <<
[3] Equivalente a casita, cabaña o choza de Diana. (N. del T.) <<
[4] « Crescent» : vocablo inglés, equivale también a « creciente» . « Croissant» ,
vocablo francés, posee el anterior significado y es, asimismo, un artículo de
pastelería en forma de media luna. Esto explica la alusión del coronel Beck a las
panaderías y el juego de palabras que hace dicho personaje. (N. del T.) <<
[5] « La Luna Creciente» , como se recordará. (N. del T.) <<
[6] Juego de palabras. Una de las acepciones del vocablo « lamb» es,
efectivamente, « cordero» . (N. del T.) <<
[7] Esto es « ¿No exagera?» . En francés en el original. (N. del T.) <<
[8] Forense. <<
[9] Ven y morirás. (N. del T.) <<
[10] « Curry » . Especie de salsa fuerte y plato sazonado con ella, lo cual explica
la asociación de ideas de Geraldine. (N. del T.) <<
[11] Equivale a « ¡Vete al Infierno!» . (N. del T.) <<
[12] Esto es: « Lavandería El Copo de Nieve» . (N. del T.) <<
[13] « Romero» es en inglés « rosemary » , esto es, uno de los nombres de Sheila
Webb, como y a se sabe. (N. del T.) <<

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