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CRISTIANISMO

No es fácil escribir una síntesis sobre tan amplio e importante tema, al que cabe aproximarse desde distintos
puntos de vista, y cuyas repercusiones y derivaciones son enormes (religiosidad, espiritualidad, moral, historia,
cultura, etc.). Dentro de esta Enciclopedia para los orígenes e historia del c., pueden verse: CRISTIANOS,
PRIMEROS; ANTIGUA, EDAD II; MEDIA, EDAD II; MODERNA, EDAD II; CONTEMPORÁNEA, EDAD II; y también IGLESIA, HISTORIA DE LA.
En cuanto al contenido salvador del c., véanse REDENCIÓN; SACRAMENTOS; SALVACIÓN II-III; ESCATOLOGFA 11-111;
SOTERIOLOGFA, etc.; y, para el contenido y desarrollo doctrinal del mensaje cristiano, los artículos relativos a
TEOLOGÍA en general, y a TEOLOGÍA DOGMÁTICA; TEOLOGFA FUNDAMENTAL; TEOLOGFA MORAL, etc., en particular; así
COMO REVELACIÓN; FE; BIBLIA; TRADIC16N; MAGISTERIO ECLESIÁSTICO; LEY DE CRISTO (LEY vii, 4). Sobre el c. en cuanto
sobrenatural y revelado puede verse REVELACIÓN; JESUCRISTO- SOBRENATURAL; MISTERIO, etc. Además de los
artículos sobre JESUCRISTO, son también fundamentales para la comprensión del c. los artículos sobre IGLFSIA,
junto con los demás a los que, desde esa voz' se remite.
Se presenta aquí un ensayo de síntesis, fenomenológico teórico, sobre lo que puede designarse como esencia
del c., y sobre su originalidad respecto. a las demás religiones, en particular respecto al judaísmo y a las
religiones helénicas. A lo largo del artículo se han procurado hacer las oportunas remisiones para completar
los temas más fundamentales.

1. Cristianismo y judaísmo. 2. El Sermón de la Montafía y las Bienaventuranzas. 3. Providencia divina y


fe. 4. La religión del amor. 5. La penitencia. 6. El Reino de Dios y sus características. 7. La Iglesia y su
origen. 8. La Muerte y Resurrección de Cristo. 9. El cristianismo en el mundo. 10. Cristo, centro de la historia
de la salvación. 11. Cristo, Dios y hombre. 12. Primacía de la persona y de lo espiritual. 13. El cristianismo y
las otras religiones.

1. Cristianismo y judaísmo. El c. es la religión de jesús, el Cristo, Hijo de Dios hecho hombre (v.
JESUCRISTO). Esta religión se desarrolla dentro de la tradición de la religión hebrea (V. BIBLIA I; HEBREOS I;
JUDAÍSMO), -de la que quiere ser al mismo tiempo continuación y superación: «No penséis que he venido a abolir
la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17-18; cfr. Lc 4,21; 16,17; Rom
3,31; 10,4). El nuevo pacto no destruye el antiguo, sino que lo realiza plenamente, mostrando su insuficiencia
y parcialidad: V. ALIANZA (Religión) ii. No se trata, por tanto, de una eliminación, sino de un cumplimiento. Es
natural que la nueva religión haga suyos los conceptos e ideas esenciales de la religión hebrea: la absoluta
trascen,dencia e indecibilidacf de Dios, la creación de la nada' (ex nihilo), el cuidado de Dios por el mundo, la
contraposición antropol6gica pecado-gracia. El kerigma (v.) de jesús se introduce en la religión hebrea,
aunque no acepta el legalismo en que había caído el pueblo hebreo.
Lo mismo que los profetas (v.), también Cristo rechaza la religiosidad cultual y legalista de los escribas (v.)
y fariseos (Y.). Propone un tipo de religión más auténtica y radical, capaz de interesar al hombre completo, a
toda su sustancia, y no solamente a su forma exterior: « ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas; que
purificáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro están llenos de rapiña e intemperancia! ¡Fariseo
ciego, limpia primero por dentro la copa, para que también por fuera quede limpia! » (Mt 23,25-26; cfr. Lc
11,42-52). «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27). Las
razones de este repudio tan abierto y vehemente no se fundamentan tan sólo en la necesidad de combatir una
práctica religiosa que se había hecho exterior y hasta supersticiosa, sino, sobre todo, están fundadas en la
necesidad de proponer una relación de pureza total entre Dios y el hombre. Lo que cuenta es el hombre
interior, que honra a Dios, no solamente con los labios, sino también, y en primer lugar, con el corazón, es
decir, con su personalidad entera: «Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede hacerle impuro, pues no
entra en su corazón, sino en el vientre y va a parar al excusado... Lo que sale del hombre, eso es lo que hace
impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones,
robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez.
Todas estas perversidades salen de. -dentro y hacen impuro al hombre» (Mc 7,18-23; cfr. Mi 15,1-28; Lc
11,37-44).

2. El Sermón de la Montaña y las Bienaventuranzas. El Sermón de la Montaña. De esta doble actitud


(contemporánea aceptación, y superación de la religión hebrea) es un claro testimonio el Sermón de la
Montaña (V. BIENAVENTURANZAS). Allí se contiene el mensaje de Cristo en su forma más densa y radical, sobre
todo en cuanto al contenido ético-religioso. El discurso, explícitamente, se pone en continuidad con la ley
antigua, pero al mismo tiempo expresa, con un perentorio «pues yo os digo», el repudio del legalismo exterior
y la llamada a la ley interior y a la pureza del corazón, que no abandona los mandamientos de la tradición, sino
que los hace presentes y actualiza en el sentido de la total conformidad con el querer de Dios. «No todo el que
diga: Sefíor, Sefío@, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt
7,21).
Lo que importa no es ya solamente qué se hace, sino también y en primer lugar cómo se hace: «Habéis oído
que le dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate', será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo
aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; y el que llame a su hermano 'imbécil', será
reo ante el Sanedrín; y el que le llame 'renegado' será reo de la gehena de fuego. Si, pues, al presentar tu
ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo que reprocharte, deja tu ofrenda
allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda...
Habéis oído que se dijo-. No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola,
ya cometió adulterio con ella en su corazón. Si, pues, tu ojo derecho te es ocasión de pecado, sácatelo y
arrójalo de ti; más te conviene que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la
gehena. Y si tu mano derecha te es ocasión de pecado, córtasela y arrójala de ti; más te conviene que se pierda
uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo vaya a la gehena... Habéis oído que se dijo: Qio por ojo y
diente por diente. Pues yo os digo que no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha
preséntale también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al
que te obligue a andar una milla vete con él dos... Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu
enemigo. Pues yo os digo: amad a vuestros,. enemigos y rogad por los que os persigan, para que seais de
vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si
amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los ublicanos? Y si no
saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles?
Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mi 5,21-24.27-29.38-40.43-48).
El árbol y sus frutos. Jesús exige la plena conformidad entre el alma y la acción. El árbol se conoce por sus
frutos: si el fruto es malo, el árbol es malo; porque un buen árbol solamente puede dar frutos buenos (Lc 6,43-
44; Mt 12,33). No se puede meter el vino nuevo en pellejos viejos (Mt 9,17; Mc 2,22; Lc 5,37). La parábola
del fariseo y el publicano hay que colocarla dentro de esta exigencia y reivindicación: no basta ayunar dos
veces por semana y pagar el diezmo; hace falta, en cambio, reconocer la propia culpabilidad'y hacer
penitencia, invocando el perdón de Dios (Lc 18,9-14).
Es el conocimiento de la plena coincidencia entre el corazón y el gesto exterior lo que da seguridad al
distípulo de Cristo y lo deja insensible a las murmuraciones de los fariseos, formalistas e hipócritas, ciegos que
guían a otros ciegos (Mt 15,14; Lc 6,39): «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no
reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo -puedes decir a tu hermano: Hermano deja que saque la
brizna que hay en tu ojo, no viendo tú mismo la viga que hay en el-tuyo? Hipócrita; saca primero la viga de tu
ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano. Porque no hay árbol bueno
que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto.
No. se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas. El hombre bueno, del buen tesoro del
corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de la abundancia del corazón habla la boca»
(Lc 6,41-45).
Las Bienaventuranzas y la «Metanoia». El Sermón de la Montaña se abre con el anuncio de las
Bienaventuranzas (v.): «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran,
porque ellos serán con@solados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán
saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán
llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino
de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal
contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra. recompensa será grande en los cielos,
que de la misma manera - inersiguieron a los profetasanterioresavosotros»(Mt5,3-1 ci-r.Lc,6,20-30). Está claro
en este anuncio un cambio radical (metanoia) de los valores que el mundo hace suyos y exalta. Todo
..........es sabio e importante, es necio y de Dios, y viceversa (cfr. 1 Cor 1,27-29). feliz al cristiano es
la ...........negación total de hace feliz al mundano (V. CONVERS16N; MUN-
decisión de seguir a Cristo impone la renuncia de cualquier otro valor, de cualquier otro compromiso:
discípulo (v.) de Cristo es solamente el que abandona el padre y la madre, los hijos y los hermanos (Lc 14,26)
para cargar con la cruz. Aun la misma observancia completa de los preceptos no es suficiente, si el hombre no
renuncia a sí mismo (Me 8,34), si no renuncia a todo lo que posee para escoger una pobreza (v.) voluntaria (Mt
19,21; Mc 10,21; Lc 18,22). «Pues, de igual manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus
bienes, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,33). El Reino de los cielos no es para los «ricos», sino para los
«pobres de espíritu» (Mt 19,24; cfr. Lc 16,19-31). El primer puesto en el Reino de los cielos no será para los
«soberbios», que serán humillados, sino para los «humildes», que serán enaltecidos (Lc 14,8-ll); no será para
los «mayores», sino para los niños (Mt 18,1-4; Mc 10,15; Lc 9,48; 18,17, etc.). El mismo Jesucristo tuvo pleno
conocimiento de su función como siervo de Dios que sufre (v. SIERVO DE YAHWÉH): «Sabéis que los que son
tenidos corno jefes de las naciones, las gobiernan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su
poder. Pero no ha de ser así entre vosotros; sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será
vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del
hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida como rescate por muchos» (Mc 10,42-45).
El discípulo de Cristo. El sentido de la -metanoia evangélica asume expresiones voluntariamente enérgicas
y perentorias: Cristo no ha venido a traer la paz, sino la guerra (Mt 10,34-37; Le 12,51-53). Es cierto, sin
embargo, que el discípulo tendrá la paz, pero es una paz cualitativamente distinta de la del mundo (lo 14,27; v.
PAz III). El que ha comprendido que debe seguir a Cristo no debe perder tiempo en ninguna otra cosa, ni para
sepultar a su padre muerto, ni para saludar a los parientes vivos (cfr. Lc 9,59-62; Mt 8,21-22). Solamente
puede ser discípulo de Cristo el que renuncia a cualquier atadura humana: renuncia a los placeres de los
sentidos; la pureza absoluta constituye la via regia de la salvación (V. CELIBATO). Pero está también
afirmado que este camino no es para todos, y el matrimonio (v.) no solamente es lícito para el cristiano, sino q
' ue llega a constituir, mediante la indisolubilidad, una forma de vivir la castidad (v.), desconocida para el
mundo antiguo. Esto funda también sustancialmente la dignidad de la mujer (cfr. Mt 19,1 ss.; Mc 10,1-12).
Solamente habría que añadir que la castidad voluntaria es algo más excelso: «£] les respondió: No todos
entienden este lenguaje, sino solamente aquellos a quienes se les ha concedido. Porque hay eunucos que
nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales así
mismos por el Reino de los cielos. Quien pueda entender, que entienda» (Mt 19,11-12).
2. Providencia divina y fe. Dios como Providencia. El fundamento de la alegría (v.) del cristiano, dentro
de la renuncia a todo cuanto el mundo exalta y busca, es la fe (v.) como respuesta total a Dios. El que tiene fe
puede pedir con la seguridad de que le será concedido (Le 11,5-13); al que llama se le abrirá (Mt 7,7-8). La fe
es capaz de mover montañas (Mt 17,19-20; 21,21-22; Mc 11,22-24), de arrancar de raíz un sicómoro y
plantarlo en el mar (Lc 17,5-6). Ahora bien, la fe es el abandono total a la voluntad de Dios (v.) que triunfa, y
aceptaci6n completa de su palabra. Dios es la providencia absoluta para todas las creaturas: si El se preocupa
de los pájaros del cielo y de los lirios del campo (Mt 6,26-28), ¡cuánto más no se preocupará de los hornbres,
por los que ha mandado a la tierra a su propio Hijo! (Mt 10,29-31; Lc 12,6-7). Así el discípulo fiel de Cristo
no se preocupa demasiado del mañana temporal, cada día tiene su afán (Mt 6,31-34; V. PROVIDENCIA III).
El cristiano está vuelto hacia el futuro Reino de Dios (v.), que es el bien más precioso. Dios es la absoluta
Bondad (V. DIOS iv, 6), por encima de toda humana medida de justicia.
La «escandalosa» parábola de los trabajadores de la viña quiere precisamente proponer la bondad divina
como don inconmensurable con todo criterio humano de mérito y de justicia distributivo: «En efecto, el Reino
de los cielos es semejante a un propietario, que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su
viña. Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. Salió luego hacia la hora
tercia y, al ver a otros que estaban en la plaza parados, les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que
sea justo. Y ellos fueron. Volvió a salir a la hora sexta y a la nona e hizo lo mismo. Todavía salió a eso de la
hora undécima y, al encontrar a otros que estaban allí, les dice: ¿Por qué estáis aquí todo el día parados?
Dícenle: Es que nadie nos ha contratado. Diceles: Id también vosotros a mi viña. Al atardecer, dice el dueño
de la viñía a su administrador: Llama a los obreros y págales el jornal, empezando por los últimos hasta los
primeros. Vinieron, pues, los de la hora undécima y recibieron un denario cada uno. Cuando les tocó a los
primeros pensaron que cobrarían más, pero ellos - también recibieron un denario cada uno. Y al tomarlo,
murmuraban contra el propietario, diciendo: Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas
como a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y del calor. Pero él contestó a uno de ellos: Amigo, no
te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte
quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu
ojo malo porque yo soy bueno? Así, los últimos serán los primeros y los primeros, últimos» (Mt 20,1-16).
Fe y decisión: la oraci6n. La fe, que es un don de Dios, implica la total y personal decisión del hombre.
Esta decisión no se debe confundir con lo que modernamente se llama «libertad» (v.). El hombre, frente a
Dios, no posee autonomía o independencia. Es responsable, pero no autónomo: es como el esclavo que debe
cumplir su deber (Lc 17,7-10) y debe responder de todo lo que ha hecho según el orden (cfr. parábola de los
talentos, Mt 25,14-30; Le 19,12-27). Lo que Dios exige es una radical obediencia (v.) de todo el hombre, la
elección perentoria de Dios y el rechazo de las Mammonas, de todo - lo que puede alejarle de 181 (cfr. Mt
6,24; Le 16,13). Quien no está con Cristo está contra Cristo (Mt 12,30). Decidirse por Cristo significa
pronunciarse totalmente por Dios y aceptar su enseñanza: «Al que se. declare por mí ante los hombres, yo
también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le
negaré yo también ante mi Padre...»; (Mt 10,32-33; cfr. Mt 13; lo 8,32; 3,11; etc.)
Un claro ejemplo de esta decisión en la fe es la breve, pero íntima, oración (v.) que enseñó Jesús, en la que el
alma reafirma su total adhesión al Padre: «Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar 'en
las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres; en verdad os que ya
recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la
puerta, ora a tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,5-
13; cfr. Lc 11,2-4).
4. La religión del amor. Los dos Mandamientos. La misma simplicidad de la oración la encontramos en
la formulación de la ley, en contraste con las minuciosas prescripciones formales del legalismo hebreo. La ley
se resume en los dos grandes preceptos del amor de Dios y "del amor del prójimo (V. LEY vii, 3-4). Como en
el Decálogo (v.), los preceptos hacia Dios están seguidos por los que se refieren al prójimo. Lo mismo que en
el Padre Nuestro (v.) la primera parte miraba a Dios y la segunda al prójimo, así el amor de Dios (primario)
debe explicarse y extenderse (secundaria, pero necesariamente) en el amor al prójimo: «Acerc6se uno de los
escribas que les había oído discutir y, viendo que les había respondido bien, le preguntó: ¿Cuál es el primero
de todos los mandamientos? Jesús le contestó: El primero es: Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el
único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas
tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo i como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que
éstos» (Me 12,28-31; cfr. Mt 22,34-40; Le 10,25-28).
Dios ha amado el primero: «eros» y «charitas». En realidad no es primario el amor del hombre a Dios, sino
el amor de Dios al hombre. El concepto de amor (v.), que otras antropologías entienden como fruto de algo
que falta, como aspiración de quien no tiene hacia quien tiene, como tensión del necesitado hacia el que puede
colmar su indigencia (cfr. el mito de Eros en El Banquete de Platón), es en él c. don de Aquel que tiene
(porque es £1 que es) a quien no. tiene, don del más al menos. El amor cristiano no es eros, es charitas (v.
CARIDAD). Es Dios el que nos ha amado primeramente: «Porque tanto amó I5ios al mundo que dio a su Hijo
único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (lo 3,16).
El hombre es por sí mismo incapaz de amor: la iniciativa del amor es solamente de Dios, que es el «Primer
Amor». Primario es el amor de Dios (genitivo subjetivo), que provoca el amor hacia Dios y el amor hacia el
pr6jimo: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que ]Él nos envió a su
Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros
debemos amamos unos a otros» (1 lo 4,10-11). El imperativo de amor al prójimo encuentra necesariamente su
base y su motivo en el indicativo del amor de Dios; así como el imperativo del amor de Dios encuentra su
fundamento en el indicativo de la libertad como presencia de la metanoia espiritual: «Si vivimos según el
Espíritu, obremos también según el Espíritu» (Gal 5,25; cfr. Rom 5,12-23; 1 Cor S,7; 6,1 l). Si no fuera así el
c. se reduciría a una forma de humanismo (v.) consiguiente, a una filantropía iluminística, es decir, el amor al
hombre separado del amor de Dios y sustituyendo al amor de Dios, el amor de Dios únicamente en el hombre
y como hombre. Con toda razón diversos autores definen el C., para diferenciarlo típol6gicamente de todas las
demás .religiones, como «la religión del amor».
La religión del amor. Naturalmente el amor de Dios es imposible que no se traduzca y no se extienda en el
amor al prójimo: «Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a
su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 lo 4,20). En este sentido, como afirmará S.
Pablo, autor del gran «Himno al Amor» (1 Cor 13), en el amor al prójimo consiste el cumplimiento de la ley
(Gal 5,14; Rom 13,8-10): «En esto conocerán que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros»
(lo 13,35). Amar al prójimo, ésta es la manifestación encarnada del paso interior de la rñuerte a la vida (1 lo
3,14). El amor del prójimo se dirige también a su característica negativa, a las culpas, mediante el perdón, que
hay que conceder siempre (cfr. Mt 18,21-22; Lc 17,3-4) y a su característica positiva, a la persona, mediante
el amor verdadero y propio (V. CORRECCIÓN FRATERNA).
El amor va dirigido a todo hombre, también al pecador, al publicano, a- la meretriz, al samaritano, al
enemigo (cfr. Mc 2,15-17; Mt 21,28-32; Mc 10,30-36; Mc 5,38-48; lo 8,2-11): «Por tanto, todo cuanto queráis
que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la Ley y los Profetas» (Mt 7,12). El
perdón de las ofensas, la prohibición de la violencia y el amor a los enemigos son constitutivos esenciales del
concepto cristiano de caridad fraterna. El amor al prójimo exige también la limitación del juicio y una cierta
indulgencia para el que se equivoca (no para el error), afirmado claramente pot Cristo en el episodio de los
mercaderes expulsados del templo (cfr. Mt 21,12-13; Mc 11,15-16; Le 19,45-46; lo 2,13-16). Amor, pues, a
todos los hombres, y sobre todo para los que más necesitados están de él, p. ej., los pobres y los abandonados,
que son invitados a la cena precisamente porque no pueden devolver lo que se les da (cfr. Lc 14,12-14).
Herederos del Reino serán los que han practicado las obras de misericordia (Y.) - hacia el prójimo indigente,
en cuyas personas han visto al mismo Dios (cfr. Mt 25,31-40).
El prójimo. Una de las parábolas más bellas nos indica, sin posibilidad a equívocos, quién es el prójimo y
qué es el amor al prójimo: «Bajaba un hombre de Jerusalén a leric6 y cayó en manos de salteadores, que,
después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino
un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un
rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose,
vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una
posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: Cuida de él y si
gastas algo más, te lo pagar¿ cuando vuelva. ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en
manos de los salteadores El dijo: El que tuvo misericordia de él. Díjole Jesús: Vete y haz tú lo mismo» (Lc
10,30-37). De esta manera la llamada al amor fraterno llega a ser el reconocimiento de la igualdad de todos
los hombres, por encima de toda distinción racial, nacional o social. Jesucristo, en efecto, aun aceptando la
idea hebrea de «pueblo elegido», la universaliza hasta hacerla coincidir con la humanidad entera. Palestina
(Y.) llega a ser y se queda en el lugar de una salvación que afecta a todos los hombres, como entendió
profundamente S. Pablo (v.), el Ap6stol de las Gentes: «Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús.
En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni
libre; ni hombre ni mujer, ya que todos. vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,26-28; cfr. Rom 10,12; 1,16;
1 Cor 1,24).
5. La penitencia. Ciertamente el mandamiento del amor no puede ser entendido bajo el aspecto del
hedonismo (v.) y utilitarismo (v.) moderno. Es interesante en este sentido el episodio en el cual Cristo no
consiente que se vendan los ungüentos preciosos para dar su precio a los pobres (Mt 26,6-13; Mc 14,3-9; Lc
7,37-39; lo 12,1-8). El amor cristiano es «gozoso, no para gozar» (Paulo VI). Este amor no excluye la
penitencia (v.), sino que la exige. Fue predicada ya por S. Juan Bautista (Mt 3,2; Mc 1,4; Lc 3,3; v.),
confirmada por el mismo Cristo (Mt 4,17; Lc 5,32; 13,5) y por los Discípulos (Act 3,38; 8,22; 11,18; 17,30).
El bautismo (v.) que Cristo quiere recibir es el que produce frutos de penitencia y arrepentimiento (Mc 1,5;
Mt 3,8; Lc 3,8): «Después que Juan fue preso, marchó Jesús a Galilea; y proclamaba la Buena Nueva de Dios.
El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; arrepentíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,14-15).
Es cierto que el orgullo (v. SOBERBIA) del hombre hace difícil este acto, y que al orgullo están más
predispuestos los pecadores, por los cuales Cristo ha venido a la tierra (Mt 9,13; Mc 2,17; Lc 5,32). tsta es la
razón por la que hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte, que por 99 justos (cfr.
parábola de la oveja perdida, Lc 15, 1-10; Mt 18,12-14); el Padre olvida por un momento al hijo bueno y fiel
para alegrarse de la vuelta del hijo perdido (cfr. parábola del hijo pr6digo, Le 15,11-32).
Sólo Dios juzga y puede perdonar, con un perdón que es completamente gratuito, como se manifiesta en el
sacramento de la remisión de los pecados que Cristo instituye (lo--20,21-23; v. PENITENCIA II-III); en él el
hombre ha "de confesar sus pecados, para que sean juzgados;. ésa resulta la fundamental obra de penitencia
personal, y las demás sirven de preparación o de complemento. Hacer penitencia significa reconocer la propia
condición de creatura y pecaminosidad, abrirse con hurnildad a la posibilidad gratuita de la salvación, sin
presumir absolutamente de nada, sino aceptando todo como un don: el Dios terrible que manda v uzga, es
también el Padre bueno que perdona v salva: «Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace
exclamar: ¡Abba, Padre! » (Rom 8,15).
6. El Reino de Dios y sus características. El Reino de Dios. El c. es una religión escatológico, aunque
también con una dimensión temporal. Cristo anuncia una salvaci6n total y definitiva, una renovación
completa del mundo mediante la venida del Reino de Dios (v.). La espera del Reino constituye la gran fuerza
de la nación hebrea y llena todo el A.T. De una manera especial y particular constituyó el núcleo esencial de la
predicación de los profetas y de Juan el Bautista (Mt 11,11). Con Cristo el Reino pasa de un estado de
esperanza a un estado de realidad. Dios se ha encarnado en Jesucristo. Por tanto, el Reino de Dios está cerca
(Mt 24,33), es más, está dentro y entre nosotros (cfr. Lc 17,21; Mt 13). Sin embargo, este Reino debe todavía
realizarse y se realizará definitivamente sólo al final de los tiempos, después de un periodo de graves
calamidades y tribulaciones (cfr. el sermón escatológico pronunciado en el Monte de los Olivos, en Mt 24;
también Me 13,1-37; Le 21,5-36; V. ESCATOLOGFA). De este acontecimiento nadie conoce ni el día ni la hora (Mt
24,36; Me 13,32); solamente lo conoce el Padre, no el hombre, que debe vigilar para que no le coja
desprevenido, sin defensa, como el ladrón nocturno (Mt 24,43; Lc 12,39; 1 Thes 5,2). A ello se refiere Jesús
con las enseñanzas de las vírgenes necias que no vigilan y se duermen sin tener aceite suficiente para sus
lámparas (Mt 25,1-13); el invitado que renuncia a la invitación no será ya invitado más veces, antes bien será
castigado (Mt 22,1-14).
El Reino de Dios, pues, está ya, pero no está todavía: ha comenzado ya, pero todavía no se ha terminado ni
completado; el fin está próximo, pero no ha llegado todavía. Después de Cristo y en Cristo el cristiano vive ya
en una nueva era, que anuncia y prepara el Reino, pero el Reino definitivo tendrá lugar solamente en el
momento de la Parusía (v.), cuando Jesús vuelva - y juzgue la figura transitoria de este mundo (1 Cor 7,31; Vi
JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL).
Saduceos y celotes. A Cristo le urgía mostrar la heterogeneidad entre Reino y mundo terreno. El cristiano
no espera un reino terreno, sino ultraterreno. Cristo es Rey, pero de una manera diversa de la realeza
mundana. Toda su actividad fue encaminada a evitar este equívoco, aunque los poderosos de aquel tiempo lo
mataron atribuyéndole el deseo de ser Rey de los judíos en sentido político. Es conocido que en Palestina 'se
había formado un partido colaboracionista con los ocupantes romanos, los saduceos (v.), al cual se oponían
otro partido de «opositores», de resistencia armada, los celotes (v.). Algunos han querido ver en la Vida y
enseñanza de Jesús características próximas al movimiento celota: fue condenado por la autoridad romana (a
instigación de los mismos judíos), con un suplicio romano (la Cruz) y con una motivación política («Rey de
los judíos»); anunciaba un reino cercano (Mt 3,2; 4,17; Lc 10,9); menospreciaba al colaboracionista Herodes,
la «raposa» (Lc 13,32); se reía de los soberanos «bienhechores» (Lc 22,25); entre los doce Apóstoles uno,
Sim6n canáneo (v.), es llamado «Celotes» (Lc 6,15; aunque ello no demuestra que lo hubiese sido); otros
también suponen que Pedro (v.) y judas Iscariote (v.) habían sido celotes; la purificación del templo y la
entrada en Jerusalén; el episodio de las espadas (Lc 22,36-38) y el hecho de que algunos discípulos realmente
las tuvieran en Getsemaní (Lc 22,49). Sin embargo, las enseñanzas y vida de Jesús difieren profundamente de
los celotes: la frecuente llamada a la no-violencia; el amor hacia los enemigos; la orden de no empuñar la
espada (Mt 26,52); la fidelidad a la ley; las relaciones de amistad con los publicanos; la elección del borrico (y
no del caballo real) para entrar en Jerusalén; las continuas llamadas escatol6gicas, etc. Jesús no tiene nada que
ver con los celotes, ni con los saduceos; ello es claro si se tiene en cuenta que la esperanza central de Jesús es
la de un Reino futuro. No presta directamente atención a las instituciones mundanas, provisorias y caducas,
que pertenecen a un mundo cuya figura pasará; no propone una modificación de esas instituciones con otras
igualmente provisorias, ni encomienda esa misión p sus Apóstoles (ello queda, en todo caso, a la iniciativa o
responsabilidad de los fieles en general; «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios»: Mt
22,21). El Reino del que habla Cristo es el Reino de Dios dirigido al corazón del hombre, a la totalidad del
hombre, a lo permanente; no es de ninguna manera un reino político.
Característica espiritual del Reino. jesús condena a los ricos, que difícilmente entrarán en el Reino de los
Cielos (Mt 19,24; Me 10,25), pero su deploraci6n no es social, sino religiosa. Ella no mira a hacer pobres a
los ricos para enriquecer a los pobres, sino a proponer la pobreza interior que es una premisa de la salvación,
de forma que nada está más lejos del espíritu del c. que la excesiva preocupación, en un sentido o en otro, por
las necesidades materiales. La misma pobreza material, exigida a los discípulos, era voluntaria y la comunión
de,bienes en alguna comunidad primitiva no era obligatoria. Es natural, sin embargo, que el cambio interior
proclarnado por Jesús termine por modificar, a través de los hombres, aun su misma acción social, dado que el
discípulo de Cristo debe desde ahora actualizar las normas del Reino. Jesús es sensibilísimo frente a los
sufrimientos e injusticias humanas, pero la reforma querida por Él no es social, sino interior. Es muy
significativo, a este respecto, el episodio de la tentación de Jesús: Satanás le propone un ideal celote del Rey
terreno: «todo esto te daré si te postras y me adoras» (Mt 4,9; cfr. Lc 4,6-7). La clave del problema está en el
episodio de lo 18,33, cuando a la pregunta de Pilato: «¿Eres Tú el Rey de los judíos?», Jesús responde: «Mi
reino no es de este mundo». Por tanto, el Señor ni acepta la sociedad ni la condena: la aceptación acrítica y la
oposición violenta son las dos rechazadas. Cristo no es colaboracionista ni revolucionario. Su mensaje es
genuinamente reformador, en cuanto que se trata de una reforma interior e integral. No está destinado, como
toda revolución histórica y social, a degenerar en el conservadurismo y en la represión, suscitando nuevas
oposiciones y nuevas rebeliones. Todo tiene valor si está encaminado al Reino: «Buscad primero el Reino de
Dios y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura» (Mt 6,33; cfr. Lc 12,31).
7. La Iglesia y su origen. Las Parábolas del Reino. Igualmente, Cristo pretendía alejar el concepto de
Reino de la actitud nacionalística de Israel. Sin negar el papel fundamental del pueblo de Israel para la
historia de Salvación (v.), Jesús pone de relieve, no obstante, el carácter universal del Reino: los hijos del
Zebedeo, que son hebreos, tendrán en el Reino su sitio preparado, pero no gozarán de ningún privilegio (Mt
20,20-24; Me 10,35-40). No es, por tanto, el Reino poder terreno o triunfo nacional, sino una realidad
salvífica, tan alta y tan sobrehumana que solamente con parábolas es posible describirla.
Las parábolas del Reino son quizá las más delicadas y profundas en el Evangelio: Las semillas echadas por
el sembrador, unas caen a lo largo del camino y se las comen las aves, otras en pedregal y brotan enseguida,
pero en cuanto sale el sol, se agostan; a las que caen entre abrojos, éstos las sofocan; sólo las que caen en tierra
buena dan fruto (Mt 13,1-9; Mc 4,1-9; Lc 8,4-8). El Reino de Dios es como una simiente que crece sola (Mc
4,26-29). La buena semilla está mezclada con la cizaña, pero en el momento de la recolección será separada
(Mt 13,24-30). El Reino de los cielos es semejante al grano de mostaza, la más pequeña de las semillas, pero
que cuando crece es mayor que las hortalizas; es semejante a la levadura, capaz de fermentar todo; a un tesoro
escondido en un campo, por el cual todo se puede dejar y perder; a una perla preciosa; o a una red llena de
peces, entre los cuales son recogidos los buenos y los malos son arrojados (Mt 13,31-50; Lc 13,18-21; Me
4,30-32).
La Iglesia. El tiempo que va desde el acontecimiento esencial de la Encarnación – Muerte - Resurrección de
Cristo hasta su vuelta en la Parusía, el tiempo que se interpone entre el momento de la salvación comenzada y
el momento de la salvación completada, es el tiempo de la Iglesia (v.), Cuerpo de Cristo (1 Cor 12,12.27; Rom
12,5; Eph 1,23; 5,30), que vive en continua tensión escatol6gica entre el centro y el fin. La Iglesia es el
«Cuerpo místico» (v.) de Cristo, en ella vive el Espíritu Santo, desde que, en el día de Pentecostés (v.),
descendió sobre los hijos del Reino (Act 2,1-4). Pero la Iglesia, «arras» (2 Cor 1,22; 5,5; Eph 1,14) y
«primicia» (Rom 8,23; 2 Thes 2,13) de la salvación definitiva, no es todavía la plenitud del Reino, en ella
están mezclados los buenos y los malos.
Es en la Iglesia donde se reactualiza cada día el sacramento de la muerte de Cristo (Mt 26,26.28; Mc 14,22-
25; Lc 22,19-20; 1 Cor 11,23-26) y del renacimiento en Cristo (lo 3,5; Rom 6,4; Tit. 3,5) (v. SACRAMENTOS;
BAUTISMO; EUCARISTÍA; etc.). La Iglesia es el instrumento de la predicación (v.) misionera y de la Buena Nueva y
el instrumento de la aplicación de la obra salvadora por vía sacramental, que extiende así la historia de la
salvación: «Los que estaban reunidos le preguntaron: Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el Reino de
Israel? P-1 les contestó: A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su
autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en
Jerusalén, en toda jpdea y Samaria y hasta los confines de la tierra» (Act 1,6-8; cfr. Mt 28,18-20; etc.). Con un
acto concreto, dirigiéndose a un discípulo preciso, Cristo funda el Primado (v.) de S. Pedro y de sus sucesores,
uno de los actos esenciales en la fundación de la Iglesia: «Tomando entonces la palabra Jesús le respondió:
Bienaventurado eres Simún, hijo de jonás, porque no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre
que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las
puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los cielos...» (Mt 16,17-
19). Pedro es en este pasaje, además de una persona histórica, símbolo ejemplar de todos los «ap6stoles» y
«profetas», sobre los que también está fundada la Iglesia (Eph 2,20).
De esta manera el discípulo de Cristo llega a ser «pescador de hombres» (Mt 4,19; Mc 1,17) y la Iglesia «sal
de la tierra» y «luz del mundo» (Mt 5,13-16). La Iglesia es necesariamente universal, católica. En ella no
viven solamente ni hombres ni mujeres, ni griegos ni hebreos, ni esclavos ni libres, sino personas redimidas y
solidarias, en cuanto son «uno en Crista Jesús» (Gal 3,28; 1 Cor 12,13; Col 3,1 1; V. COMUNIÓN DE LOS SANTOS).
8. La Muerte y Resurrección de Cristo. La Resurrección. El Hijo de la Promesa pertenece ya, y al
mismo tiempo no pertenece todavía, al Reino, en virtud de aquel acontecimiento único (ephapax), la
Resurrección (V. RESURRECCIÓN DE CRISTO), sucedido ya y que se completará con la resurrección de los muertos
(v.) en el último día. El c. es a la vez una teología de la gloria y una teología de la cruz. Es más, exactamente
podríamos decir que es una teología de la gloria mediante una teología de la cruz. Esta problemática,
incipiente ya en los Evangelios, encuentra en las Cartas de S. Pablo su más rigurosa y coherente continuación.
Jesús se ha humillado y se ha sacrificado a sí mismo. El Hijo de Dios ha asumido en todo, excepto el
pecado, los límites de la humanidad, hasta el punto que se ha humillado hasta la muerte, y muerte de cruz
(Philp 2,5-8; 2 Cor 8,9; Mt 20,28; V. PASIÓN Y MUERTE DE CRISTO). Pero la kénosis de la cruz ha sido superada y
vencida por el acontecimiento extraordinario de la resurrecci6n. El Dios muerto ha resucitado y nos precede
en el Reino definitivo, donde está sentado a la derecha del Padre (Mt 26,64; Me 16,19; Act 7,55; Rom 8,34;
Col 3,1; Heb 1,3; 10,12; V. ASCENSIÓN): «Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis
recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual seréis también salvos, si lo guardáis tal como os lo
prediqué... Si no, ¡habríais creído en vano! Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que
Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según
las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a
la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron» (1 Cor 15,1-6).
El Pecado y la Gracia. El misterio de la muerte-resurrección de Cristo constituye, juntamente, una verdad
teológico y una verdad antropológica, en cuanto miran al mismo tiempo a Dios y al hombre. El sacrificio de
Cristo, con su actualización en la Eucaristía (v.), llega a ser de esta manera el único medio para eliminar la
muerte del mundo, consecuencia del pecado. Los conceptos de «pecado» (v.) y «gracia» (v.) representan los
fundamentos de la antropología cristiana. Fue a causa de un solo hombre como el pecado entró en el mundo, y
con él', la muerte (v.), que es su salario (Rom 6,23). Pero también en virtud de un solo hombre es destruida la
muerte y vuelve otra vez la vida: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que duermen.
Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los
muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo». (1 Cor
15,20-22).
La maldición de la, ley y del pecado ha sido eliminada y la muerte de Cristo ha dado su fruto: «Pero ahora,
independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas,
justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen -pues no hay diferencia alguna; todos pecaron
y están privados de la gloria de Dios- y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención
realizada en Cristo Jesús, a quien Dios exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre,
mediante la fe, para mostrar su justicia, pasando por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de
la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del
que cree en Jesús. ¿Dónde está, entonces, el derecho a gloriarse? Queda eliminado. ¿Por qué ley? ¿Por la de
las obras? No. Por la ley de la fe. Porque pensamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la
ley» (Rom 3,21-28).
Cristo como modelo. Cristo, por tanto, el nuevo Adán, libra al hombre, asumiendo su propio ser humano con
todo su peso. El esclavo del pecado es liberado de esta manera: la libertad del cristiano es en primer lugar
liberación del pecado, y en virtud de esto, libertad en la adopción por parte de Cristo (Rom 8,15; V. FILIACIÓN
DIVINA). No es la libertad que encuentra la verdad, sino Cristo como verdad que nos hace libres (lo 8,31-32).
Después del pecado, el hombre es incapaz de verdad y de bien: lo contrario del pecado, efectivamente, no es la
virtud que deriva de las obras de la ley, sino la fe (Rom 9,30 ss.; 14,23; Philp 3,8-9; Gal 2,16).
Pero la liberación realizada por Cristo es también unión del discípulo a Cristo. El cristiano, un tiempo
esclavo del pecado y de la muerte, es ahora esclavo de Cristo y de la vida, esto es, llega a ser libre en Cristo
(Rom 6.17-23; Gal 4,4-7; 1 Pet 2,16), en la medida en que está crucificado y resucita juntamente con Cristo:
«En efecto, yo por la ley he muerto a. la ley, a fin de vivir para Dios; con Cristo estoy crucificado y, vivo, pero
no yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de
Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí. No tengo por inútil la gracia de Dios, pues si por la ley se
obtuviera la justificación, entonces hubiese muerto Cristo en vano» (Gal 2,19-21; cfr. 6,14). Jesús de esta
manera llega a ser para S. Pablo, como para todos los cristianos de los primeros siglos y de los sucesivos, el
centro de referencia y el modelo de la vida cristiana: «Y todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo
todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre» (Col 3,17; cfr. 1 Cor 10,31; V.
JESUCRISTO V). Cristiano es solamente el que vive en Cristo y de Cristo, en el sentido que todo su
pensamiento y acción deben estar penetrados del espíritu y ejemplo de Jesús, el cual estará presente donde se
encuentren dos o tres personas reunidas en su nombre (Mt 18,20). 9. El cristiano en el mundo. La «doble
ciudadanía» del cristiano. El discípulo de Cristo vive en el mundo, pero no pertenece al mundo. Como dirá
la Epístola a Diogneto (v.): «El cristiano vive como inquilino en la tierra, pero habita en el cielo» (5,5.9). Esta
manera de comportarse es comprensible a la luz de la tensión escatológica típica del c.: El mundo es el lugar
de la salvación, pero este mundo tendrá un final (1 Cor 7,31; 1 lo 2,17); el mundo yace en el Maligno (1 lo
5,19) y odia necesariamente a Cristo y a sus discípulos (lo 15, 18-19; 1 lo 2,13). El cristiano es siempre, de
alguna manera, extraño al mundo (1 Pet 2,1 l). Todavía, sin embargo, la actitud cristiana, a diferencia de la
gnóstica (v.) y maniquea (v.), no es de rechazo o de fuga del mundo. Así reza Jesús: «No te pido que los
retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo, como yo no soy del mundo.
Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad» (lo 17,15-17).
La actitud consiste más bien en considerar el mundo como provisorio e instrumental respecto al Reino (v.
MUNDO III, l). Es al mismo tiempo una actitud de aceptación, en cuanto el mundo es obra de Dios y lugar y
medio de santificación, y de rechazo, en cuanto en el mundo existe el pecado que aparta de Dios; actitud de
aceptación y de rechazo, expresada en aquel «como-si-no» de 1 Cor 7,29 ss. Está indicada también por la
doctrina paulina de la «doble ciudadanía del cristiano», que vive en el mundo, pero que no es del mundo: «No
tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro» (Heb 13,14; cfr. Philp 3,20; 2 Cor
4,7). Los hijos del mundo siempre vencerán, dentro de sus dorninios, a los hijos de la luz (Le 16,18): «No
améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto
que todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de
las riquezas, no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan, pero quien cumple la
voluntad de Dios permanece siempre» (1 lo 2,15-17). El cambio obrado por el Evangelio no puede ser
entendido por el mundo, para el cual la cruz permanece como «escándalo y necedad» (1 Cor 1,18-23). Lo que
es sabio a los ojos del mundo es necio a los ojos de Dios (1 Cor 3,18-20). mismos humanistas, el c. se afirma
como fermento social, precisamente en la medida en que revela al hombre que está llamado a algo más que a
este mundo: a un amor pleno en Dios, cuya plenitud se dará en la consumación escatol6gica, pero que debe
manifestar ya ahora en las obras.
10. Cristo, centro de la historia de la salvación. La línea de la historia de la salvación, de la realización
del designio creador y redentor divino está orientada a Cristo en todos y cada uno de sus momentos: en la
creación, en la encarnación, en la pasión, en la resurrección y en la parusía final y futura. Cualquier momento
de la historia de salvación está centrado en Cristo, en el acontecimiento ejemplar acaecido una vez para
siempre (ephapax). La historia mundana no puede sino considerarlo como un escándalo, pero también ella
asume en virtud de este acontecimiento un nuevo significado. De esta manera se rechaza la constante
tentación gnóstica (v.) y docetista (v.), que en todas las épocas de la historia del c. ha terminado siempre por
minimizar la presencia histórica de Cristo, al considerar la encarnaci6n como mito, símbolo, alegoría; en cu '
alquier caso como un dato de fe subjetiva y desencarnada de los creyentes.
El kerigma evangélico es ciertamente antidocetista: la salvación no puede venir nada más que en la historia
(aunque, como es obvio, no se trata de la salvación de la historia, sino de la historia de la salvación). Y este
acontecimiento histórico es Cristo, el Dios que se ha hecho carne y que ha bajado para habitar entre los
hombres. Todo--el N. T. (Y.) no es otra cosa que un tratado y un mensaje, de Cristo y sobre Cristo. Es, por
tanto, a la vez una teología (v.), y una cristología (v.). Es una teología en cuanto es una cristología, dado que
Cristo es el Señor Dios. La encarnación presente de Cristo llega a ser de esta manera el punto de referencia
par¿, las otras dos dimensiones temporales de Cristo: el pa. sado como preexistencia y el futuro como espera.
Así rezaban los primeros cristianos: «Ven, Señor Jesús»: ven en el futuro escatológico, porque eres Señor co-
eterno al Padre, Dios tú mismo; porque tres jesús (salvador), que te has hecho, aquí y ahora, hombre.
Marana tha. La investigación cristológica, como es obvio, debe partir necesariamente de Cristo, de lo que ti
decía de sí mismo, de lo que de £1 decían los discí pulos. de los títulos cristológicos que £1 mismo se ha
atribuido. Títulos referentes a la obra de Cristo en la tierra: Profeta, Siervo que sufre, Sumo Sacerdote; títulos
que ha. blan de la obra futura: Mesías (v.) e Hijo del hombre; otros, muestra ' n la obra presente: Señor y
Salvador; otros son relativos a su preexistencia y eternidad: Logos, Hijo de Dios, Dios. Esta acentuación de
los títulos cristológicos, a los que ha llegado la crítica bíblica, muestra que el problema fundamental de las
primeras comunidades cristianas era, antes que el teológico (p. ej., la larga discusión sobre las dos naturalezas)
un problema escatológico, soteriológico: la cristología es la historia de la salvación, es una doctrina que mira y
contempla una persona y un acontecimiento histórico («en tiempos de Herodes, Rey de judea»: Lc 1,5).
En el mensaje de Cristo aparece, así, evidente antes que nada, lo que no es y lo 'que no puede ser: no es un
mensaje teórico gnóstico para pocos inicia ' dos, ni un mero mensaje moral para ordenar la conducta humana,
ni un anuncio de revolución social. El mensaje es sobre todo escatológico, anuncia una salvación definitiva,
obrada por Cristo y en Cristo, que ya ha venido (V. ENCARNACIÓN) y todavía no se ha completado (v.
PARUSFA). Con su grito de fe: «niarana tha» (ven, Seiíor nuestro; o según otros, «maran atha»: nuestro
Señor viene) los primeros cristiatios intentaban subrayar el papel central de la encarnación, la muerte y la
resurrección de Jesús en la historia de la salvación (V. REDENC16N; SALVACIÓN IL-III;
SOTERIOLOGFA; ESCATOLOGFA II-III).
11. Cristo, Dios y hombre. El Mesías y los milagros. Aparece así siempre más clara la conexión entre el
mensaje de Cristo y la persona de Cristo. Jesús se ha llamado Maestro, pero en un sentido distinto de los
maestros tradicionales: Él no enseña un camino de sabiduría (como Buda), sino que carga con el pecado del
mundo, y, signo de contradicción (Lc 2,34; cfr. Is 8,14), ha afrontado el escándalo de la cruz. Más que
Maestro, por tanto, jesús es Redentor y Modelo; o mejor, quizá, Maestro auténtico en cuanto único Redentor y
único Modelo. Estas características no han sido deducidas por los historiadores de Cristo, sino que han sido
claramente indicadas por el mismo Cristo.
Jesús tuvo plena conciencia de no ser, como S. luan Bautista, un simple predicador o precursor. Él se asigna
a sí mismo la posición de Mesías, no en el sentido nacionalístico, sino en sentido universal y escatológico.
Con Cristo ha comenzado la era mesiánica: el Mesías, por tanto, es Cristo, no Rey de los judíos (Mc 14,1-2).
Muchos milagros (v.) obrados por Jesús son interpretados por el mismo Cristo como prueba evidente de su
completa autoridad sobre. todas las cosas, y no como prodigios extrínsecos reveladores de poder terreno, por
eso pide que no los reveten y se niega alguna. vez a ejecutarlos. Estos milagros pueden ser: la tempestad
calmada, la multiplicación de los panes, el agua convertida en vino, caminar sobre las aguas, hacer ver a los
ciegos y camii,ar a los paralíticos, hacer oír a los sordos, echar los demonios, curar a los enfermos, resucitar a
los muertos, etc.
Cristo.- Dios y hombre. El mismo Jesucristo ha indicado su doble naturaleza, humana y divina: Hijo del
hombre e Hijo de Dios. La expresión «Hijo del hombre», tan frecuentemente usada en los Evangelios (81
veces), pretende poner de relieve no sólo la naturaleza humana de Cristo, sino también su dignidad mesiánica
en sentido religioso. La locución «Hijo de Diosw, también usada muchas veces (54 en los Sin6pticos y 42 en
las Epístolas), quiere subrayar la divinidad de Cristo, aquella divinidad, que por lo demás, ha sido proclamada
por el mismo Dios con ocasión de dos acontecimientos importantes, en el Bautismo (v.; Me 1,10-11; Le 1,21-
22; Mi 3,16-17) y en la Transfiguración (v.) del Tabor (Mc 9,7; Le 9,35; Mt 17,5). Pero la proclamación
divina testimonia además la unidad de Cristo con el Padre, al cual el Unigénito (lo 1,14.18; 3,16.18) es
plenamente obediente (Philp 2,8; Heb 5,8): «Yo y el Padre somos una sola cosa» (lo 10,30; cfr. 14,9-11; 16,15;
17,6-10), Jesús quiere la voluntad del Padre (lo 4,34; 5,30; 6,38; Mi 26,42; Mc 14,36; Le 22,42). Es
precisamente esta unidad con el Padre y con el Espíritu Santo la que permite a Cristo colocarse como
mediador entre el hombre y Dios, como único encuentro del hombre con la Trinidad (v.) de Dios.
Entre el Deus absconditus de la Trinidad y el homi)re no hay efectivamente relación o exigencia natural.
Dios, el solo Santo, el que no puede definirse (Ex 3,13-15; Is 45,15; Gen 32,20; Idc 13,17-18), habita en una
luz 'maccesible (1 Tim 6,16), tanto que verlo significa morir (Ex 33, 20.22). Solamente en Cristo, el Deus
revelatus, es posible encontrar a Dios Trino: «En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y
dijo: Yo te bendigo, Padre, Sefíor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes
y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito.- Todo me ha sido entregado por
mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quien es el Padre sino el Hijo, y aq@e! a quien el
Hijo se lo quiera revelar» (Le 10,21-22). «A lisos nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del
Padre, £1 lo ha dado a conocer» (lo 1,18).
El camino, la verdad y la vida. Cristo, pues, propone un mensaje, en cuanto que es 181 mismo este mensaje:
No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas
mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya
preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros. Pues para
donde yo 1,ov, vosotros conocéis el camino. Le dice Tomás: Seiíor, no'sabemos dónde vas, ¿cómo podemos
saber el camino? L,e dice Jesús: Yo soy el camino, la verdad y la vida. \adie va al Padre sino por mí. Si me
conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Desde ahora le conocéis y le habéis visto. Le dice Felipe:
Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Le dice Jesús: ¿Tanto tiempo estoy con vosotros y no me conoces,
Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo
estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que
permanece en mí es el que realiza las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos,
creedlo por las obras» (lo 14,1-11).
El cristiano, entonces, lo es verdaderamente en la medida en que se hace «imitador de Cristo» (1 Cor 11,1),
en la medida en que testimonia con Cristo (2 Tim 1,8; fr. Is 43, 10-12), en la medida en que se une a Cristo y
se identifica con Él en la Eucaristía (Y.): «El cáliz de bendiqi6n que bendecimos ¿no es acaso comunión con la
sangre de Cristo? El pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos,
un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan» (1 Cor 10,16-17). @a edida de la
verdad y del bien es, por consiguiente, siempre y únicamente Cristo. Por «su causa» el discípulo será odiado y
perseguido, pero precisamente por eso salvará la propia vida (Mt 5,11; 10,18.22; Mc 8,35). Cristo exige la
decisión absoluta y total. Discípulo de lesús es aquel que, como Pedro, reconoce al Cristo: «Llegado Jesús a la
región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del
hombre? Ellos le dijeron: unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que lerenl,as o uno de los
profetas. Díceles: Y vosotros ¿quién decís que soy yo? Sim6n Pedro le contestó: Tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios vivo» (Mt 16,13-16; cfr. Mc 8,29; Lc 9,20).
12. Primacía de la persona y de lo espiritual. Primacía de la persona. Eri el orden de la comprensión
del propio hombre, la importancia del c. en la historia de 1& humanidad aparece evidente en lo que dice sobre
la persona (v.). Se puede afirmar, sin temor a ser desmentidos, ¿u@ la libertad del hombre está unida muy
estrechai;ente al reconocimiento de la primacía de la persona (no necesariamente del individuo) respecto a la
sociedad. La dimensión social es ciertamente constitutiva del hombre, pero no agota la esencia del hombre.
El hombre, que es también un animal social, no es sólo eso, sino que por encima de todo es un ser creado a
imagen de Dios (Ps 4,7: «Signatum est super nos lumen vultus tu¡, Domine»). Esta dimensión sobrenatural
constituye el valor de la persona, en cuanto todo hombre es un refle¡o presente de lo divino, que lo hace
insustituible y 'no subyugable: en la perspectiva del c., por tanto, el, hombre deja de ser un «medio» y llega a
ser un «fin». Así se resquebrajaba la identidad, típica del mundo clásico, entre hombre y ciudadano, entre
religión y política; el c. niega esta identidad y rechaza el sacrificar al emperador como si fuera a Dios (aunque
reza a Dios por el emperador, cuya autoridad se reconoce; cfr. Mt 22,21; Rom 13,7).
Sobre la base del reconocimiento del valor de la persona se fijará la doctrina de los derechos naturales de la
misma, fundados sobre la lex aeterna de Dios. Cualquier forma de absolutismo (v.) queda rechazada y el
reconocimiento de la dimensión religiosa del hombre llega a ser, así la defensa más válida contra la invasión
del Leviatán social. Podemos resumir esta característica con una frase muy significativa de S. Tomás: «El
hombre no se ordena a la comunidad política según todo su ser y todas las cosas que le pertenecen, y por eso
no es necesario que todos sus actos sean meritorios o no respecto a la sociedad. En cambio, todo lo que hay en
el hombre, lo que puede y IQ que posee., debe ordenarse a Dios; de ahí que todos sus actos, buenos o malos,
por su misma naturaleza tengan mérito o demérito delante de Dios» (Sum. Th. 1-2 q2l a4 ad3).
La primacía de lo espiritual. La primacía de la persona coincide con la primacía de la interioridad y 4e la
espiritualidad. Hay una «mejor parte» que no será quitada jamás, en cuanto que es definitiva y no provisoria
(Le 10,42): esa parte es la salvación del hombre interior obtenida mediante la libre decisión que asume y hace
propio el don salvífico de la gracia. «Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser
mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha sido devorada
en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguij6n? El aguijón de la
muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la ley. Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por
nuestro Señor jesucristo!» (1 Cor 15,54-57).
Afirmar que en el c. hay una primacía de lo espiritual no significa afirmar un dualismo entre el espíritu y la
materia, entre el alma y el cuerpo, como lo entendía la antropología griega. El c. valoriza y redime la misma
corporeidad, en cuanto considera la materia como indiferente, capaz de ser buena o mala según el uso que de
ella haga la voluntad del hombre. El hombre d¿l que habla el c. es un ser integral, compuesto de cuerpo y
alma como realidades distintas, pero unidas sustancialmente, es un espíritu encarnado- que vive y obra
unitariarnente, y unitariamente se salva (o secondena) mediante la resurrección de la came (no como en la
visión griega que afirma sólo la inmortalidad del-alma); es decir, la salvaci6n (o condenación) comenzada ya
inmediatamente después de la muerte sólo se hace completa con la resurrecci6n de la carne en el día del Juicio
final o Parusía (V. RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS). Las diferentes facultades del hombre están jerárquicamente
enlazadas en una unidad, que tiene en el espíritu interior su centro direc. tivo. El hombre es espíritu, porque
Dios es Espíritu: «Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la
salvación viene de los judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos
adorarán al Padre en espíritu y @n verdad, porque así quiere, el Padre que sean los que ie adoren. Dios es
espíritu y los que le adoran deben adorarle en espíritu y verdad» (lo 4,22-24).
13. El cristianismo y las otras religiones. También en comparación a las demás religiones, que la
fenomenología religiosa estudia hoy con métodos científicamente muy útiles, el c. muestra su superioridad.
No por exclusión, sino por comprensión ecuménico, en el sentido de que cuanto en las otras religiones era
parcial e incipiente, encuentra en el c. su cumplimiento; cumplimiento no en el sentido pálido e incrédulo de
un sincretismo ecléctico, sino en el sentido indicado por S. Pablo en su discurso en el Are6pago: «Atenienses,
veo que vosotros sois, por todos los conceptos, los más. respetuosos de la divinidad. Pues al pasar y
contemplar, vuestros monumentos sagrados, he encontrado también un altar en el que estaba grabada esta
inscripción: al Dios desconocido. Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso os vengo yo a anunciar» (Act
17,22-23).
La liberación del hombre, anunciada por la sabiduría india, es recogida por la sabiduría cristiana: una
liberaci6n del hombre que no significa, sin embargo, anulación, sino redención (v.). La primacía de lo interior y
de !0 espiritual, propuesta por la sabiduría griega, es tambien propia del c.: pero esta primacía no debe degenerar
en el intelectualismo y no debe cerrarse a lo sobrenatural (v.). La relación personal entre el hombt y Dios, típica
de la sabiduría hebrea, es recogida y universalizada por encima de cualquier barrera nacional o racial. El c. se
muestra, por tanto, aun desde fuera de la fe, como la «figura central de todas las religiones» (Van der Leeuw); lo
mismo que también se ha afirmado que «quien conoce el cristianismo conoce todas las religiones» (A. von
Hamack).
Esta centralidad y esta superioridad, en el fondo, provienen del principio esencial del c.: el amor. Toda la
historia de la salvación es la historia del amor de Dios, de un Dios que es Amor: «Quien no ama no ha conocido
a Dios, porque Dios es Amor» (1 lo 4,8); la creaci6n de la nada, la encarnación como don gratuito, la salvación
como amorosa recuperación. El Dios que ha amado el primero, ha consentido, mediante el sacrificio del Hijo, la
salvación de lo humano: la manifestación máxima del amor es, efectivamente, la cruz. De esta manera ha hecho
posible y necesario el amor del hombre al hombre y a todos los hombres. La ley ha sido superada por el amor e
integrada en él (Rom 13,8-10), el amor es el fruto más grande del Espíritu (Gal 5,22; Rom 15,30). El hombre se
realiza en el don de sí mismo al otro (Dios, los demás), así como-Dios ha dado «el pan vivo, bajado del cielo»
(lo 6,51): «Como el Padre me am6, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor, como yo he
guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Os he dicho esto para que mi gozo esté en
vosotros, y vuestro gozo sea colmado. ]este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he
amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (lo 15,9-13). El Reino definitivo será el
Reino del Amor: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la
caridad» (1 Cor 13,13; V. CARIDAD). En último término, la centralidad y superioridad del c. provienen de su
carácter sobrenatural y revelado, de Dios mismo.

V. t.: JESUCRISTO; IGLESIA.

La bibl. sobre el c. es tan amplia, que solamente haceollri referencia a obras que parecen esenciales para
acercarse al tenia. Para la historia del cristianismo puede verse la bibl. de IGLESIA, HISTORIA DE LA.
Para un estudio de conjunto del mensaje de jesucristo y de los Apóstoles (por orden alfabético de autores): K.
ADAM, jesucristo, 5 ed. Barcelona 1967; íD, El Cristo de nuestra fe, 3 ed. Barcelona 1966; fD, Cristo, nuestro hermano,
6 ed. Barcelona 1966; fD, La esencia del catolicismo, Barcelona 1952; G. BARDY, Le Saveur, París 1939; 1.
BONSIRVEN, Teología del Nuevo Testamento, Barcelona 1961; íD, Les enseignements de lesus Christ, París 1946; L
CERFAux, La théologie de I'Église suivant St. Paul, 2 ed. París 1965; 1. DAUJAT, Vivir el cristianismo, 2 ed. Madrid
1965; 1. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Cristo presente en los cristianos, Madrid 1968; L. DE GRANDMAISON, jesucristo,
Barcelona 1932; R. GUARDINI, El Señor, Madrid 1954; íD, La esencia del cristianismo, 2 ed. Madrid 1964; ID, La
imagen de le@, el Cristo, en el Nuevo Testamento, Madrid 1967; M. 1. LAGEUNGE, L'Évangile de lésus Christ, 'París
1948; 1. LEBRETON, La vida y doctrina de jesucristo, Madrid 1933; M. LEPIN, Le probléme de lésus, París 1936; M.
MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, 2 ed. Madrid 1966; J. MOUROux, L'experience chrétienne, París 1952; 1. H.
NEWMAN, An Essay on Development of Christian Doctrine, Londres 1845; ORLANDIS, La VoCaCión cristiana del
hombre de hoy, 2 ed. Madrid 1964; 1. PIEPIN, Les deux approches an Christianisme, París 1961; E. PETERSON, Die
Kirche ans funden und Heiden, Munich 1933; H. PINARD DE LA BOULLAYE, lésus Messie, París 1930; ID, lésus fils de
Dieu, París 1933; ID, La Personne de lésus, París 1933; L. PoLo, La originalidad de la concepción cristiana de la
existencia, «Palabra» no 54 (febrero 1970) 17-25; F. PRAT, léSUS Chnst. Sa doctrina, son oeuvre, París 1933; 1.
RATZINGER, Introducción al cristianismo, Salamanca 1970; M. REDING, Estructura de la existencia cristiana, Madrid
1961; G. RiccioTTi, Vida de jesucristo, Barcelona 1%3; íD, Pablo Apóstol, 2 ed. Madrid 1950; D. Rops, le@ en su tiempo,
Barcelona 1953; K ScHEF3EN, Los misterios del @tianismo, Barcelona I%O; M. SCHMAUS, Sobre la esencia del
cristianismo, 2 ed. Madrid 1957; H. ScaLiER, Die Zeit der Kirche, Friburgo 1966; C. SpicQ, Teología moral del Nuevo
Testamento, Pamplona 1970; C. T@moNTANT, Les ¡démaitresses de la métaphysique chrétienne, París 1%2.

En cuanto al lugar del c. en la historia de las religiones, pueden ,verse: CH. N. CocHRANE, Cristianismo y cultura
cldsica, México 1949; L. CuaTis, Civitas De¡, Londres 1934; 1. DANiELou, Dios y nosotros, 3 ed. Madrid 1966; CH.
DAWSON, Religión y cultura, Buenos Aires 1953; E. GILSON, Las metamorfosis de la Ciudad de Dios, Buenos Aires 1954
y Madrid 1965; J. GUMON, El problema de Jesús, Madrid 1960; ID, jesús, Madrid 1958; TH. HAECKER, Christentum
und Kultur Munich 1946; F. KBNIG, Cristo y las religiones de la Tierra, HI, Madrid 1961; A. D. SERTILLANGES, El
cristianismo y las filosofías, Madrid 1966; B. WELTE, Auf der Spur des Spur des Ewigen, Friburgo Br. 1965.

GIANIMANCO MORITA.
CRISTIANOS, PRIMEROS

I. Origen del nombre. 11. Espiritualidad. III. Historia: v. ANTIGUA, EDAD II.

I. ORIGEN DEL NOMBRE. Con el nombre de «cristianos» se designa tres veces en el N. T. a los
seguidores de Jesús (Act 11,26; 26,28; 1 Pet 4,16). Es en Antioquía de Siria (v.) donde los discípulos de Cristo
comienzan a llamarse así. Los nombres habituales con que se llamaban entre ellos eran: discípulos (Act 6,1
ss.)" creyentes (Act 5,14; 21,20) fieles (Eph 1,1), santos (Act 26,10; Rom,8,27; 15,25), llamados, elegidos
(Rom 8,33; 16,13; Col 3,12), hermanos (Act 1,15); de estos calificativos los más comunes son «santos,
hermanos, discípulos». Para designar al cristianismo los c. emplean los términos: el camino (Act 9,2; 19,9.23),
la fe (Act 14,22). Los judíos, por su parte, llaman a los c.: nazarenos (Act 24,5), secta (Act 24,5; 28,22).
Origen del nombre. ¿Por qué, pues, en Antioquía los discípulos de Jesús comienzan a llamarse «cristianos»
y quién les dio este nombre? La palabra christianós o. es toda ella un latinismo o tiene al menos una
desinencia latina, ya que el vocablo griego derivado de Christós sería christeios. La desinencia -anos, -ano¡
indica habitualmente a los partidarios o seguidores de algún hombre célebre: cesarianos, pompeyanos,
flavianos, ciceronianos, herodianos, neronianos...
En Antioquía los discípulos de Jesús comienzan a ser un grupo numeroso dentro de la sociedad. judíos y
gentiles, integrados en la nueva fe, necesitan un nombre público y oficial que les distinga netamente y que les
identifique como seguidores de Jesús. Y surge el nombre de christianós. El verbo griego chrematisai tiene en
Act 11,26 una significación oficial: un título dado. ¿Se lo dieron a sí mismos los seguidores de Cristo o lo
recibieron de otros? Conviene advertir que del verbo chrematisai, en contra de lo que supone Leclercq, nada
podemos deducir en esta cuestión, porque puede traducirse muv bien con expresiones que favorecen ya una
parte ya otr'a de la alternativa: «tomaron el nombre», «se llamaron» «fueron llamados». A la pregunta
propuesta los autores responden de muy distinta manera. Sintetizamos las opiniones indicando escuetamente
la razón que fundamenta cada una de ellas.
1) No hay base suficiente para decir que el nombre fue dado por los paganos y no por los mismos c., aunque
es verosímil que tenga origen en la población pagana cuando el movimiento c. comenzó a ser distinguido de la
comunidad judía (G. W. H. Lampe). Pudo haber procedido de los mismos discípulos, porque era un nombre
apto que identificaba el grupo por su común lealtad a. Jesús como el Cristo enviado por Dios (F. V. Filson).
2) La terminación latina del nombre sugiere que éste fue acuñado en Antioquía por la policía romana (H.
Uclercq) o por los oficiales romanos para designar el movimiento cristiano, como hostil a Herodes Agripa (E.
Peterson) por su colaboración con Roma (A. von Harnack, H. Karpp).
3) El pueblo romano, y en Roma, designó así a los seguidores de Cristo (F. C. Baur) Baur funda su aserto
en la desinencia latina del nombre. Pero debe decirse que esta desinencia era frecuente en Oriente, introducida
por los romanos.
4) Fueron los paganos de Antioquía quienes por vez primera llamaron c. a los discípulos de Jesús. La
ignorancia del pagano se manifiesta en haber tomado como nombre propio un adjetivo indeterminado.
Significando Cristo «ungido, mesías», el c. era el creyente en un cristo cualquiera (y existieron muchos) y no
propiamente en Jesús (H. Leclercq, A. Ferrua). En Antioquía los paganos oyeron por vez primera que la
«sinagoga», compuesta de judíos y gentiles, estaba organizada sobre un nuevo principio y centro, que era
Cristo, a quien daban culto, y acusaron la palabra christianós para designar a sus discípulos (F. D. Gealy).
Otros autores afirman que el término es de procedencia pagana no especificada, después del a. 79 (Schniedel),
o de Asia Menor, hacia el a. 90 (R. A. Lipsius).
Debemos concluir qué sea lo que fuera del medio social en que se originó 1 nombre, lo importante es que
apárece cuando la Iglesia inicia una nueva y decisiva etapa con la admisión de judíos y gentiles con igualdad
de derechos.
Antigüedad del nombre. ¿Cuándo se acufí6 la palabra christianós? Parece que- fue antes de la persecución
de Herodes, pero no hay nada cierto. Las frases de Act 11,26 y 12,1 son demasiado indefinidas para que
puedan arrojar luz en este problema. Lo que sí está en contra de los testimonios históricos es la afirmación de
que en boca de los paganos solamente hacia el a. 100 los c. comenzaron a ser distintos de los judíos; y 'sólo
entonces recibieron de aquéllos un nombre propio. La frase de Act 11,26 indicaría la diferenciación en aquel
tiempo y lugar de una comunidad cristiana de la hebrea, y no propiamente la aparición de un nuevo nombre.
El nombre de christianós aparecería en 1 Pet 4,16. Esta postura nos parece gratuita y sin fundamento sólido.
No solament ' e los testimonios históricos la rechazan, como a continuación veremos, sino el mismo texto de
Act 11,26; pues si la frase del texto no significa la aparición de un nom bre para designar a los discípulos de
jesús, debe. concluirse que no significa nada.
El término christianós parece ser de uso corriente en tiempo de Ner6n según la afirmación clara del
historiador latino Tácito: quien designa a las víctimas del a. 64 con el nombre de c.: «quos per llagitia invisos
vulgus chrestianos appellabat» (Annales, 15,44); la afirmación indicaría que su origen fue netamente anterior.
La palabra c. la hallamos en la Didajé (v.) o Doctrina de los Apóstoles (no 12); Jean-Paul Audet, en un estudio
amplio y exhaustivo, escribe con relación a la fecha de la Didajé: «Estamos en la primera generación cristiana
nacida de la misión a los gentiles, a poca distancia, según parece, en el tiempo, si no en el espacio, de 1 Cor 8-
10; Rom 14; Col 2,16,20-23 y 1 Tim 4,3, entre los años 50-70, teniendo en cuenta cierto margen de error en la
fecha inferior» (p. 199). En tiempo de S. Ignacio de Antioquía (Y.) el término es aceptado plenamente - en la
Iglesia; S. Ignacio usa cinco veces el nombre christian6s y tres veces el de christianismós. El Martyrium
Policarpi tres y una respectivamente (PG, V). Igualmente los escritores apologetas: Justino, Atenágoras,
Te6fdo, etc.
Se ha intentado dar razón de la ausencia casi total del término c. en el N.T. Algunos lo explican diciendo que
este término implicaba desprecio, insulto (H. Uclercq, A. Ferrua), escarnio (F. D. Gealy), condenación (H.
Karpp), como parecen indicar los textos de Act 11,26; 26,28; y 1 Pet 4,16. Quizá, dicen, el vulgo, en el fondo
del nombre christían6s vio el. adjetivo chrest6s, que, unido al sentido de «bueno», tenía también el de
«simple», «despreciable». De aquí que los fieles no se decidieran a aceptarlo hasta que el autor de la primera
carta de Pedro les exhorta a considerar honroso un nombre que recuerda la unción divina de jesús. Aunque los
escritores c. tratan de defender el nombre c. contra los insultos de paganos y judíos, de esta defensa no se
deduce que el nombre en sí mismo considerado incluyese escarnio, desprecio, sino que intentan descubrir el
significado de la palabra para indicar que la fe en Cristo es una cosa buena y agradable a Dios (cfr. S. justino
Mártir, A~ I pro christianis, 12: PG VI 346; Teófilo Antioqueno, Ad Autholycum, 1,1,12: PG VI, 1025,1041).
Puede aventurarse la siguiente razón explicativa del escaso uso de la palabra c. en el N.T.: los c. para
designarse entre sí, tenían otros términos más cordiales, más cargados de sentido; c., en cuanto nombre oficial
y público, muy probablemente acufíado - en ambientes extraños a la nueva fe, no servía tanto para expresar la
relación íntima y profunda entre los seguidores de Jesús, y por eso pospusieron su uso.
Forma original del nombre. Otra cuestión discutida entre los autores versa sobre la forma primitiva del
nombre: ¿christian6s o chrestianós? Encontramos, tanto en los códices bíblicos como en los autores antiguos y
en los textos epigráficos, las dos ortografías: con «I» y con «e». Así el códice Sinaítico escribe chrestianos en
Act 11,26; 26,28 y 1 Pet 4,16. Lo mismo Tácito y Suetonio; igualmente se halla esta ortografía en bastantes
textos epigráficos (F. Blass, Kaibel). Se ha dicho por autores eminentes que los escritores apologetas derivan
el nombre tanto de Christ6s como de Chrest6s. Pero leyendo los textos detenidamente se desprende que lo que
hacen es un juego de Palabras entre christós «ungido» chrest6s «útil» y euchrest6s «bueno». No se debe odiar
el nombre de c., porque lo que está ungido es suave, bueno y útil (cfr. S. lustino Mártir, Apologia I pro
christianis, 5: PG VI, 333; Teófilo Antioqueno, Ad Autholycum,1,1,12: PG VI,1025,1041). Esta doble
ortografía nada tiene de extraño, sabiendo que, en virtud del itacismo, la «e» y la «i» se pronunciaban «i».
Además, al principio de la Era cristiana existía una gran afición por el jues o de palabras; y tratándose de un
ambiente en el que la inmensa mayoría no sabía leer ni escribir, muchos pronunciaban a la ventura:
E. J. Bickermann dice que la forma primitiva y original del vocablo c. solamente puede identificarse si antes
se determina su origen y procedencia. Si el nombre fue acuñado por los mismos c., solamente podrían haber
escrito christianoi, derivando la palabra de Christ6s «ungido, mesías». Si el nombre fue acufíado por los
paganos (romanos o griegos), su ortografía original pudo tener «e» o «i». Aquellos que conociesen que el
Señor de los discípulos era Christós pudieron formular la palabra tal como nosotros la tenemos. Aquellos para
quíenes el vocablo christ6s, era ininteligible pudieron fácflmente haberío confundido con el nombre propio
griego Chrest6s, que significa «bueno, útil, digno». Al oír pronunciar Chríst6s, ellos entendían Chrest6s. En
este último caso la «e» habría sido corregida en «i» cuando los c. se decidieron a aceptar el título.
La explicación de Bickermann parece demasiado sencilla para que sea verdadera. En esta hipótesis, ¿cómo
se explica que, aún después de hacerse corriente el nombre de c. entre los mismos discípulos de Cristo, hayan
coexistido las formas Chrestós y Christ6s, chrestianoí y chrístianoi? Hemos dicho antes que en los textos c.,
posteriores a la aceptación corriente del nombre, se hallan las dos formas, lo que sería incomprensible si los c.
hubiesen corregido la «e» primitiva en «i». Lo mejor es concluir que el título de christianoi se originó por la
creencia y adhesión de los c. a Cristo. El cambio de una letra por otra carece de importancia en un tiempo en
que este fenómeno fonético era muy común.

V.t.: ANTIGUA, EDAD Il.

BIBL.: R. A. Lipsius, Ober den Ursprung und den ültesten Gebrauch des Christennamens,
«Gratulationsschrift der Theologische Fabultát», jena 1873, 6-10; F. BLASS, Chrestianoi-Christianoi
«Hermes» 30 (1895) 465-470; A. GERCKE, Christusname ein Schelt' name, «Fetschrift zur lahrhundertfeier
der Universitát, Breslau) (1911) 300-373; H. LECLERCQ, Chrétien, en DACL III,1464-1478; DE
LABRIOLLE, Christianus, «Alma» 5 (1929-30) 69-87; A. FEIMUA, P¿h tianus sum, «Civiltá Catolica» 2
(1933) 552 ss., 3 (1933) 13 ss.; lj. 1. CADzuRY, Names for Christians and Christianity in Acts, en F. 1.
FOAKES-JACKSON, The Beginnings of Christianity, 5, Londres 1933, 383-386; E. PETERSON, Christianus,
en Miscellanea G. Mercati, I, Ciudad del Vaticano. 1946, 355-372; E. J. BICKERMANN, Th, Name of
Christians, «Harvard Theological Rev.» 42 (1949) 109-124; A. FERRUA, Cristiano, en Enciclopedia
Cattolica, IV, Ciudad del Vaticano 1950, 909-910; A. KARPP, Christennamen, en RAC II,1114-1138; E.
HAENCHEN, Die Aposteigesc-hi¿hte, Gotinga 1956, 318-319; 322-323; H. B. MA@rriN¿Ly, The Origin of
the Name Christian, «journai of Theological Studies» 1 (1958) 26-37; 1.-P. AUI>ET, La Didaché, Instructions
des Apótres, París 1958, 199, 239; F. D. GFALY, Christian, en The Interpreter's Dictionary of the Bible,
Nueva York 1962, 571-572; H. HAAG-S. DE AUSEJO, Cristianos, en Diccionario de la Biblia, Barcelona
1963, 396; G. STXHLIN, Die Apostelgeschichte (Das Neue Testament Deutsches Neues G¿ittinger Bibelwert),
Gotinga 1966, 163; K. H. REUGSTORF, Christianos, en. Theologisches Begriffslexikon zum Neuen
Testament, ed. L. COENEN, Wuppertal 1968, f@c. 7,767-768.

CARLOS DE VILLAPADIERNA.

II ESPIRITUALIDAD. Inserción en la sociedad antigua. La Buena. Nueva incidió en el mundo greco-


romano con una carga religiosa muy distinta de todo lo anterior. Además, como el Mensaje cristiano llevaba
consigo un cambio radical del sentido de la vida, al ponerse en contacto con dicho mundo se produjeron
reacciones muy dispares, desde la aceptación rendida hasta la violencia más brutal.
Los p. c. tuvieron que superar costosas dificultades a base, muchas veces, de dar el supremo testimonio de su
vida entre suplicios y torturas (V. MÁRTIR). Pero aun en estos casos, la muerte no era algo temido para
ellos, sino más bien un motivo de acción de gracias (Martyrium Polycarpi, 14,2). Con todo, lo que importa
destacar aquí es aquello que se testimonia con el martirio, es decir, la vida cristiana corriente, llena de fe, pero
discreta (Arístides, Apología, 16,2). Por otra parte, los p.c. tuvieron que luchar igualmente contra un enemigo
sutil y más peligroso: los falsos hermanos. En sus epístolas pastorales Pablo llama la atención de Tito (Y.) y
Timoteo (v.) contra aquellos judaizantes que instaban la obligatoriedad de la ley mosaica (Tit 3,9; Ignacio de
Antioquía, Ad Magnesios, 8,1). Otro peligro acechaba también a los cristianos venidos de la gentilidad: el
gnosticismo (v.; cfr. R. Grant, Gnosticism and caray Christianity, Oxford 1960). De aquí arrancarían las
primeras herejías, denunciadas ya por el Apóstol Juan, a finales del s. i (Apc 2,14; Ireneo, Advertus Haereses,
3,3,4).
Ante semejantes obstáculos, los p. c. no huyen del mundo (eso lo harán algunos, pasados algo más de dos
siglos); se consideraban parte constituyente de ese mismo mundo: «Lo que es el alma para el cuerpo, eso son
los cristianos en el mundo» (Epístola a Diogneto, 6,1; v. muNPero esta consideración de carácter espiritual no
significa oscurecimiento o pérdida de su condición de hombres y ciudadanos corrientes, porque no se
distinguían de los demás hombres de su tiempo, ni por su vestido, ni por sus insignias, ni por tener una
ciudadanía diferente (cfr. ib., 5, 1-1 l). Cada uno de los p. c. ocupaba un lugar en la estructura social de su
tiempo, el mismo que tenía antes de convertirse. Si era esclavo no perdía su condición al hacerse cristiano
(Eph 6, 5.6; Philm 15-18), aunque su vida adquiriese un contenido sobrenatural. Esta actitud cristiana lleva a
una apertura grande para asimilar los valores positivos, que existían en el paganismo. Así comentará S. lustino
(v.) de los pensadores paganos: «cuanto, pues, de bueno está dicho en todos ellos, nos pertenece a nosotros los
cristianos» (justino, II Apología, 13,4).
Iniciación cristiana. Los caminos de acercamiento al Cristianismo fueron muy variados, algunos incluso,
extraordinarios, como le sucedió a Pablo (Act 9,1-19; Gal 1,11-16). Otros fueron más normales, como le
aconteció a justino (justino, Diálogo con Trifón, 1-8). A unos, los .llamará el Señor a través del ejemplo dado
por un mártir (Eusebio, Historia Ecclesiastica, 2,9,3). La mayoría de las veces conocían la Buena Nueva, por
mediación de algún compañero de trabajo, de prisión, de viaje, etc. Los modos y las circunstancias podrán ser
muy variados, pero siempre habrá ese encuentro personal e inefable con Cristo que se da en toda conversión
(v.).
Con posterioridad, el neófito recibía una instrucción somera acerca la fe que abrazaba (V.
CATECÚMENO). A continuación se preparaba para el Bautismo (v.) con actos de penitencia, ayunos y
oraciones (Didajé, 7,4; justino, 1 Apología, 61,2; V. INICIACIÓN CRISTIANA). La recepción del Bautismo
suponía un cambio fundamental en la vida de quien lo recibía. «Nos hacemos hombres nuevos escribe uno de
ellos- completamente recreados» (Epístola de Bernabé, 16,8). Esta nueva vida bautismal era para los p. c. una
constante llamada a la santidad (v.), no un asunto exclusivo de unos cuantos privilegiados, sino que todos se
sentían urgidos a lograrla, dentro de las personales circunstancias de cada uno (1 Cor 7,20).
Dimensiones cristianas del trabajo. Los p. c. tuvieron muy presente el testimonio de Cristo con su vida de
trabajo, ya que «fue considerado £1 mismo como carpintero, y fue así que obras de este oficio (arados y yugos)
fabricó mientras estaba entre los hombres, enseñando por ellas los símbolos de la justicia, y lo que os una vida
de trabajo» (justino, Didlogo con Trifón, 88,8).
Por otra parte, no podemos olvidar que los p.c. estaban inmersos en un mundo donde el trabajo era tenido
como algo peyorativo. «Y como el trabajo era lo que determinaba la vida del esclavo, se impuso la conocida
distinción entre trabajo servil y trabajo liberal, identificando en el primero el trabajo propiamente dicho, y
en .el segundo toda esa gama de actividades que, además de la cultura, comprende las aficiones y las artes» (1.
Mullor, La nueva Cristiandad, Madrid 1966, 215).
Al proyectarse el mensaje cristiano sobre aquella estructura laboral, el trabajo -aun el peor cualificado-,
adquiere una dimensión nueva en Cristo (Eph 6,7). La dimensión sobrenatural del trabajo será como un
incentivo divino que superará con mucho el impacto de los condicionamientos sociales (tantas veces injustos,
como en el caso de la esclavitud), pero sin violencias ni rebeliones (V. TRABAJO HUMANO vii). El trabajo
tenía para los p. c. un valor de signo distintivo entre el verdadero creyente y el falso hermano (Didajé, 12,1-5),
así como una manera delicada de vivir la caridad para no ser gravoso a ningún hermano (1 Thes 5,1 l).
Libertad y autoridad. En el contexto pagano de la Antigüedad el hombre estaba muy mediatizado en su
libertad, no ya sólo porque un gran número de ellos eran esclavos, sino porque prácticamente todos estaban
sometidos a la servidumbre de la heirmamene, o destino. Y eso sin hablar de la terrible servidumbre que
originaba la ígnorancia con todas sus consecuencias. A la vista de tal planteamiento se comprende hasta qué
extremos el mensaje cristiano llega a crear un clima de libertad jubilosa entre sus primeros conversos (V.
LIBERTAD iii). Los p. c. se sienten libres de ataduras interiores, porque «para ser libres nos libertó Cristo»
(Gal 5,1).
Dentro de la propia comunidad eclesial se vivía también este sentido de libertad. Los primeros obispos y
sacerdotes se dedicaron al «ministerio de la palabra y de los sacramentos», sabiendo que el carisma dado por la
imposición de las manos de los presbíteros no era un poder para dominar (una potestas, como entendían los
paganos el poder), sino una diakonía, un servicio (Act 6,4). El ejercicio del ministerio pastoral no coarta la
libertad del Espíritu. El cristiano de los primeros tiempos, pletórico de libertad, actúa con personal
responsabilidad en el pequeño mundo que le rodea, sin echar de menos andamiajes organizativos
paraeclesiásticos, y sin que, por su parte, la jerarquía instrumento ninguna longa manos para intervenir en el
terreno laical. Los p. c. supieron conjugar el ejercicio de una amplia libertad con una sólida unidad,
simbolizada por Pablo en el Cuerpo Místico de Cristo (1 Cor 12,26). Frente a los que quieren disgregar el
rebaño de Cristo, Ignacio antioqueno amonesta a los cristianos para que se mantengan «inseparables de
Jesucristo, de vuestro obispo y de las ordenaciones de los Apóstoles» (Ad Trallianc>s, 7,1).
Ascetismo cristiano. Entre los p. c. hay una clara concepción de la vida espiritual como un combate, que
tendrá aire deportivo y espíritu castrense (1 Cor 9,24; 2 Tim 2,3). Los atletas griegos se entrenaban con una
preparación rigurosa y Pablo utilizará su ejemplo aplicándolo a la vida espiritual (1 Cor 9,26.27). El combate
que ha de sostener el cristiano será una lucha espiritual contra los enemigos del alma (Eph 6,12) entre los que
se encuentra el Enemigo por antonomasia (Pastor de Hermas, Mandatum 12,5,2.3). El cristiano tendrá también
que esforzarse en quitar del mundo los efectos desastrosos del pecado (Clemente Romano, I Epístola a los
Corintios, 35,5.6). (V. DEMONIO III; PECADO III).
El Apóstol señalará cuáles son las armas espirituales que deberá utilizar el soldado de Cristo: la fe (v.), la
Verdad (v.), la justicia (v.), la palabra de Dios (v. PALABRA II), el celo por el Evangelio y la oración (v.)
(Eph 6, 13-19). Naturalmente, esta actitud de los p.c. era incompatible con una postura acomodaticio o
mediocre. Había en ellos una disposición de entrega que no se paraba ante el sacrificio o la muerte (Ignacio,
Ad Magnesios, 5,2) Esta disposición del alma se verá alimentada por el ejercicio constante de las pequeiías
mortificaciones (Didajé, 8,4,6; Epístola de Bemabé, 3,3).
La finalidad del ascetismo cristiano (V. ASCETISMO II, 3) tampoco se les oculta, pues se trata de purificar
el alma para alcanzar la plena unión con Cristo (Ignacio, Ad Romanos, 5,3).
6. Templanza. La austeridad de vida les llevaba a practicar una auténtica pobreza (v.) de espíritu de
significado religioso y material (cfr. A. laubert, Les premiers chrétiens, París, 1967, 11). «El cuidado de los
pobres» fue vivido con especial atención por las primeras comunidades cristianas (Gal 2,10; 1 Cor 16,2). Pero
la templanza (v.) se extiende también a moderar los apetitos de la carne. La pureza de costumbres de los p.c.
fue un testimonio sobresaliente. Algunos al convertirse realizaron un cambio radical a este respecto (justino, I
Apología 14,2). Cada cristiano vivía la pureza dentro de su propio estado, ya fuera éste el matrimonio o el
ceIibato (justino, ib. 29.1-3). El celibato por amor al Reino de los Cielos tuvo muchos adeptos entre los P'. C.
(Atenágoras, Legat., 33); éstos se llamarán más tarde, vírgenes o ascetas (cfr. F. B. Vizmanos, Las vírgenes
cristianas de la Iglesia primitiva, Madrid 1949, 55 5
Oración. Los p. c.- de Jerusalén perseveraban «en ¡a oración con un mismo espíritu en compaiíía de algunas
mujeres, de María, la Madre de Jesús» (Act 1,14). La oración acompaña las actuaciories de los Apóstoles en
su predicación (Act 4,29) y en todo momento, hasta en los difíciles (Act 12,5). Las oraciones de los p.c.
recorren una amplia gama de expresión, desde la alabanza a Dios (Gal 1,5; 1 Pet 4,1 1) hasta la acción de
gracias (Rom 6,17), pasando por las peticiones en favor de las autoridades civiles (1 Tim 2,1; Clemente
Romano, o. c., 61,1) o en favor de los atribulados, de los enfermos, de los hambrientos y de la extensión del
Evangelio (ib., 59,4). ' La oración vocal que más se prodigaba era el Padrenuestro, que se debía recitar varias
veces al día (Didajé, 8,3) (Y. ORACIÓN 11).
Vida teologal. Los p. c. vivieron una fe sólida, sin aceptación de dudas (Didíajé, 4,4). Para obtenerla es
necesaria la purificación del corazón (Pastor de Hermas, Mandatum, 9,7). La fe (v.) inspira toda obra buena
(Clemente Romano, o.c., 33,11) y la testimoniarán paladinamente cuando sea preciso (Act 4,10-13). La
esperanza (v.) se actualiza con una tensión máxima debido a los fuertes incentivos que la impulsan:
inminencia de la Parusía (v.), la resurrección de la carne (v.) y alcanzar la vida eterna (v.). El tiempo incierto
de la venida del Señor hará que ' el cristiano esté pronto para recibirle (1 Thes 5,2-8). En los p.c. existía un
ferviente clamor que expúesaba el deseo del advenimiento de este día del Sefíor con las palabras Maran atha,
«ven, Sefíor Jesús» (Apc 22,20). Así se comprende mejor que los p.c. se comporten como forasteros,
peregrinos, en este mundo (1 Pet 2,11). El signo de la caridad (v.) distinguirá -maravillosamente- a los p. c.
de, sus contemporáneos paganos (Tertuliano, Apologético, 39,9). Esta virtud les llevará a practicar la
hospitalidad, socorrer al huérfano y a la viuda, ayudar a los necesitados y oprimidos (Arístides, o. c., 15,5,65),
moverá a la corrección fraterna (Didajé, 15,3; v.) y a vivir el desprendimiento y la comunicaci6n de bienes
(Act 4,32).
Eucaristía. En uno de los primeros textos eucarísticos ya se manifestaba una convergencia hacia la
Eucaristía (v.) como centro de la vida eciesial (Didajé, 9,4). En la sencilla acción de romper el pan, de pasar
alrededor el cáliz de bendición, una vez dichas las palabras consecratorias, se hacía presente a Cristo de un
modo real (luitino, I Apologíú, 6@7). La celebración eucarística hace presente la Iglesia y es un vínculo
estrecho de unidad (Ignacio, Ad Philipenses, 4) al participar de esa comunión con Cristo (1 Cor 10,16.17). La
Eucaristía tendrá también unos efectos medicinales y sanantes en unión con la promesa de inmortalidad
(Ignacio, Ad Ephesios 20,2).
Para las celebraciones eucarísticas se solían utilizar las propias casas particulares (Act. 20,7-11), o bien los
lugares donde se guardaban los restos de los mártires (Martirium Polycarpi, 19,3). En las catacumbas romanas
se han encontrado algunas representaciones pictóricas de la Eucaristía, como el pez y el cesto de panes que
hay en la de S. Calixto.

V. t.: ANTIGUA, EDAD II, 1; AposToL~; ASCETISMO II, 3;


BAUTISMO; CARIDAD; CATEC>UESIS I; CELIBATO; EUCARISTFA; MORTIFICACIÓN; PACIENCIA;
SANTIDAD IV; TRABAJO HUMANO VII; VFRGENES PRIMITIVAS.
BIBL.:F. X FUNK, Patres Apostolici, 1, Tubinga 1901: D. Ruiz BUENO, Padres Apolc;gistas griegos, Madrid
1954; ID, Pa¿res Apostólicos, 2 ed. Madrid 1967; ID, La santidad en la Primitiva igle. B. JIMÉNEZ DuouE,
Historia de la espiritualidad-, I, Bar'a " @I@.a í969, 285-441; b. BARDY, La conversión al Cristianismo
durante los primeros siglos, Bilbao 1961; G. BARDY-A. HAMMAN, La vie spirituelle daprés les Péres des
trois premiers siécles, Tournai 1968; A. HAMMAN, LEmPire et la Croix, París 1957; ID, La oración, Barcelona
19¿7; H. CAMPENHAUSEN, Die Askese in Urchristentum, Tubinga 1949; 1. DANIÉLou, Nueva Historia de la
Iglesia ' 1, Madrid 1964, 39-257, A. JAUBERT, Les premiers chrétiens, París 1967; 1. LEIBRETPN-J.
ZEILLER, La Iglesia primitiva, Buenos Aires, 1952; M. VILLER-K. RAHNEK, Aszese und Mystik in der
Vüterzeit, Friburpo 1939; M. VILLER, La spiritualité des premiers siécies chrétiens~, París 1930 D. RAMos
LiSSóN, El testimonio de los primeros cristianos, Madrid 1969. '

D. R-Amos LissóN.

CRISTIANOS SEPARAI>OS

Por c. s. se conocen a aquellos cristianos que se encuentran en situación de cisma (v.) o herejía (v.), es decir,
separados de, la Iglesia católica. La terminología anterior al Conc. Vaticano II solía ordinariamente hablar,
para referirse a quienes nacen y viven en el interior de las comunidade gidas de cisma o de herejía, de herejes o
cismáticoss,ssuir bien distinguiendo entre herejía 0 cisma material (situación objetiva de negación de una verdad
o ruptura de la comunión) y formal (situación subjetiva de culpabilidad): se tenía, como es obvio, clara
conciencia de que muchísimos de los nacidos en esa situación podían estar de buena fe. El Decr. Ad gentes del
Conc. Vaticano II, dedicado al tema del ecumenismo (v.), lo proclama así solemnemente (n. 3): «los que ahora
nacen y se nutren de la fe de Jesucristo dentro de esas comunidades (separadas) no pueden ser tenidos como
responsables del pecado de la secesión, y la Iglesia católica los abraza con fraterno respeto y amor; puesto que
quienes creen en Cristo y recibieron el Bautismo debidamente quedan constituidos en alguna comunión, aunque
no sea perfecta, con la Iglesia católica . La reafirmación de esa doctrina se acompaña de una clarificación
terminol6gica: se abandona «herejes o cismáticos», que implica la condición de delincuente, como aplicable a
esos c. s. de buena le. Por eso, ya el mismo concilio cambia dicha denominación por la de «hermanos
separados» para el caso indicado.
Situación de los cristianos separados. La Iglesia de Cristo es una por voluntad de su mismo Fundador, y

las escisiones y rupturas son fruto de la culpa y del pecado (Decr. Ad gentes, 3). Al romper la unidad quien se
separa de la comunión se priva obviamente de bienes salvíficos, y ello en tanto mayor medida cuanto más
honda sea esa separación, las verdades que niegue, etc., pero, excepto si cae en una apostasía (v.) total,
conservará siempre alguno. Por eso, el ya mencionado Decreto, desués de afirmar que sólo la Iglesia católica
es la única Sepositaria de la totalidad de los medios salvíficos, añade que en las comunidades separadas se
puede mantener un cierto patrimonio cristiano, de manera que «los elementos o bienes que en su conjunto
constituyen y vivifican a la Iglesia, algunos, o mejor, muchísimos y muy importantes, pueden encontrarse
fuera del recinto visible de la Iglesia católica ... ; todo esto, que proviene de Cristo y a P-1 conduce, pertenece
por derecho a la única Iglesia de Cristo» (Decr. Unitatis redintegratio, n. 3).
De ahí se pueden deducir dos consecuencias:
a) A nivel individual podemos afirmar que los c. s. no están desposeídos de medios de salvación, y ello no
sólo porque, corno todo hombre, tienen una naturaleza que los ordena a Dios, a la que Éste, en virtud de su.
voluntad salvífica que a nadie abandona (Const. Lumen gentium, n. 16), añadirá los auxilios oportunos, sino
porque tienen acceso a bienes formalmente cristianos: las S. E., algunos sacramentos, etc., aunque ciertamente
no a todos (ya que esa plenitud sólo se obtiene en la Iglesia católica).
b) A nivel comunitario las agrupaciones de c. s. se presentan como comunidades que poseen un acervo
más o menos amplio de bienes cristianos, lo que les hace «no estar desprovistas de significación y peso en el
misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no rehuyó servirse de ellas como de medios de salvación,
cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad que se confía a la Iglesia católica» (Decr.
Unitatis redintegratio, n. 3). No carecen, pues, de entidad, si bien, teol6gicamente hablando, no son Iglesia (la
Iglesia de Cristo es una y no está dividida en partes), aunque haya en ellas «elementos de Iglesia». Es por eso
por lo que, empleando un lenguaje preciso -y así lo hacen los documentos conciliares- con respecto a los c. s.
se habla de iglesia refiriéndose sólo a los orientales (cuya separación es consecuencia de un cisma que
mantuvo la continuidad en la doctrina y en la sucesión), mientras que en los demás casos se habla de
comunidades o expresiones análogas.
Dentro de las profundas diferencias existentes entre las diversas comunidades cristianas, hay entre todas ellas
un denominador común que las constituye en cristianas: el Bautismo como medio de incorporación
sacramento] a Cristo a través de su Iglesia. Este medio de salvación, unido a los demás que cada comunidad
posea, les exige y estimula hasta hacerles suspirar por la Iglesia de Dios única y visible, enviada a todo el
mundo, para que el mundo se convierta al Evangelio y se salve para gloria de Dios.

Relaciones con los cristianos separados. Los católicos deben tratar a los hermanos separados con cariño
fraternal, de manera que con ello les estimulen a buscar la plenitud de la incorporación a Cristo y a sentir
hondamente la llamada a la unidad. Para que ese trato sea más eficaz y proceda con más conocimiento de
causa «los católicos debidamente preparados deben adquirir un mejor conocimiento de la doctrina y de la
historia, de la vida espiritual y cultual, de la psicología religiosa y de la cultura propia de los hermanos» (Decr.
Unitatis redintegratio, n. 9). Sobre las vías del ecumenismo y los principios que rigen

su práctica, V. ECUMENISMO II, B.Sobre algunas cuestiones relacionadas con la «communicatio in sacris», V. FE v, 2-3 Y
SACRAMENTOS ii, 7. Sobré los matrimonios mixtos,

V. MATRIMONIO vii, 2,1.


Ordenamientos jurídicos de las comunidades separadas.
Hemos ya señalado antes cuál es la situación teológico de las comunidades de c. s.; ¿qué pensar de sus ordenamientos
jurídicos? Su existencia es un dato fáctico, ¿cuál su valor? Puede decirse en primer lugar que el bautizado que de buena fe
piensa que el camino que le conduce a Dios en Cristo es el propio de la comunidad en que vive, ha de ser consecuente
incorporándose fielmente a ella, sometiéndose a las disposiciones jurídicas de su ordenamiento: va en ello la coherencia de
su creencia.

Pero el tema tiene dimensiones públicas y afecta a la practica del ecumenismo, provocando relaciones no sólo erítre
individuos, sino entre autoridades de una y otra comunidad, y en cualquier caso planteando cuestiones de tipo jurídico.
¿Cómo se relacionan entre sí los ordenamientos?

La Iglesia católica, consciente de que en ella subsis la única Iglesia de Cristo, se reconoce con autorida sobre todo
bautizado, si bien dirige sus leyes, como destinatarios directos, sólo a los católicos (cfr. CIC, ca 1099,3). Ahora bien, las
mismas normas pueden afect a los c. s. en tres supuestos distintos. El primero cuando dicho c. se acerca a la Iglesia
católica como té mino de¡ proceso de su conversión personal. Este supue to no necesita comentario, pues es evidente que
si dese incorporarse a la Iglesia católica se ha de atener a 1 normas de su ordenamiento. El segundo tiene lugar cua do el
c. s. desea contraer matrimonio con una person católica. En este supuesto le afectan las normas canon cas que
expresamente intentan defender la integridad d la fe del consorte católico y, como consecuencia, tambié la de sus futuros
hijos; por eso la repercusión de tale normas en el c.s. está condicionada por su vinculació matrimonial a un miembro de la
Iglesia católica. E ambos supuestos el ordenamiento canónico considera a c. s. como sujeto privado y no como formando
parte d una comunidad cristiana. El tercer supuesto es el de 1 denominada «comunicatio in sacris».
La Santa Sede ha dado numerosas normas sobre esa relaciones, tanto en la legislación anterior al Conc. Va ticano II (ver
especialmente el CIC), como en la pos terior. De esta última merecen citarse el Directorio A totam Ecclesiam, del 14 mayo
1967 y el Directorio Sp ritus Domini, del 6 abr. 1970. Es obvio por otra part que tratándose de relaciones entre personas
que se de claran miembros de comunidades distintas la plena efica cia de las normas jurídicas dependen del reconocimiento
que una y otra comunidad le otorguen, sea cual sea, por lo demás, la cualificación teológico que una y otra comunidad
merezca. Las razones expuestas explican y justifican que la autoridad eclesiástica consciente, en su actuar, dé la realidad
donde se mueve, aumente de modo constante -el diálogo y las consultas con las autoridades de las otras comunidades
cristianas a la hora de elaborar las disposiciones ecuménicas reguladores de la «communicatio in'sacris».

V. t.: IGLESIA IV, 2-, ECUMENISMO.


BIBL.: P. GISMONDI, Iglesias y Comunidades eclesiales acatólicas en los recientes decretos conciliares, «Ius Canonicum» V (1965) 385-400; B. C.
BUTLER, 1 Cristia!u' non cattolici e la Chiesa, en La Chiesa del Vaticano Ii, Florencia 1965, 653-667; 1. ARIAS, Bases doctrinales para una nueva
configuración jurídica de los cristianos separados, «Ius Canonicum» VIII, 1 (1968).

J. ARIAs GÓMEZ.

Extraido de:
Gran Enciclopedia Rialp (Ger)
Ediciones Rialp SA.
Madrid; España; 1979
Volumen 12; Páginas 698 a 714

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