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Capítulo 4 El enigma de Rapa Nui

Capítulo 4
Los moáis y el hombre pájaro

Cada vez más asustado, Abel venció la


tentación de salir del bungalow corriendo. Su
mano temblaba cuando la puso sobre el
hombro de su amiga, que calló ante el contacto
con su piel.
—Tania… —susurró él—. Estás… Creo que
estás…
Ella tanteó el cable de la luz de la mesita
hasta encontrar el interruptor. Con el foco se
encendieron también sus ojos verdes, que lo

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miraron con sorpresa mientras repetía:


—¿Estás…? —Y luego se corrigió para
preguntar—: ¿Dónde estoy?
Abel le respondió con suavidad,
pronunciando con calma cada palabra:
—Aquí, conmigo, en una cabaña de Hanga
Roa… en la isla de Pascua. Estabas teniendo una
pesadilla.
No dijo nada más. Si le contaba que había
estado hablando fluidamente en rapanuí, Tania
no apagaría nunca más esa luz. Y Abel estaba
muerto de sueño.
—¿Una pesadilla? —dijo confundida
mientras se secaba la frente sudada con la
sábana—. No recuerdo nada…
—Mejor.
Ella lo miró con curiosidad, sin saber qué
había querido decir con eso. Luego apagó la luz

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de la mesita y dijo:
—Gracias por vigilar mis sueños.
Un par de minutos después estaba roncando.

***

El sol de la Polinesia entró en la habitación


de Abel como una explosión. Era una clase de
luz distinta a cualquiera que hubiera visto en su
vida. No eran ni las nueve de la mañana, pero ya
deslumbraba.
Después del extraño suceso de la noche
anterior, había tardado un montón en dormirse.
Como mucho habría descansado cinco horas.
Aun así, se sentía lleno de energía y con ganas
de descubrir aquel mundo remoto.
Pasó por la ducha, donde el agua salía
helada; se puso una camiseta limpia, unos
pantalones de jean y el calzado deportivo. La

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reserva que había hecho su madre incluía el


desayuno, y él estaba muerto de hambre.
Al abrir la puerta, sintió un déjà vu, aunque
él sí sabía cuándo había vivido aquella misma
situación. Tania lo esperaba al otro lado con un
vestido azul pálido y una flor fresca en el pelo.
La única diferencia respecto a la tarde anterior
era que estaba sentada en un banco.
—¡Ya era hora, dormilón! —le dijo con tono
alegre—. Tengo ganas de que desayunemos
para salir a explorar la isla.

***

El bufet del desayuno era sencillo, pero


suficiente para dos viajeros hambrientos de
dieciséis años: pan de molde, unas cuantas
rebanadas de queso, mermelada y muchos
aguacates y mangos, ya que allí crecían por

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todas partes.
—Solo hay huevos el fin de semana —
puntualizó Tokerau antes de añadir—: ¿Están
preparados para conocer Rapa Nui?
—Sí, ¡lo estamos deseando! —exclamó Tania
mientras untaba una tostada con confitura de
naranja—. ¿Podremos tomar las bicis para
visitar las principales formaciones de moáis?
—Pueden, pero… en muchos lugares no los
dejarán entrar.
—Ah, ¿no? —se sorprendió Abel—. ¿Y eso
por qué?
—Porque la ley local dice que tienen que ir
con un rapanuí. Por lo tanto, se tienen que
buscar un guía o un acompañante aborigen que
los lleve a los lugares más interesantes.

***

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Terminado el desayuno, Tania y Abel


cargaron un par de botellas de agua en sus
mochilas, una linterna —tenían la intención de
visitar algunas cuevas— y un mapa. Antes, sin
embargo, caminaron por la calle principal de
Hanga Roa en busca de un mercado donde se
reunían los guías y acompañantes aborígenes.
Para aquel día se habían fijado dos objetivos:
visitar la gran cantera donde se fabricaban los
moáis y subir por un volcán hasta la aldea de
Orongo, desde donde se veía un islote en el que,
en tiempos antiguos, tenía lugar algo llamado la
Competencia del Hombre Pájaro.
En el mercado de artesanía, una anciana
rapanuí les señaló a un grupo de jóvenes locales
sentados en unos escalones. Luego de
preguntar a unos cuantos, finalmente Abel y
Tania eligieron a una chica alta y esbelta que

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respondía al nombre de Merahi.


Luego de pagarle por lo que visitarían
aquella jornada, ella pidió que la siguieran
hasta un todoterreno con más años que los dos
viajeros que montarían en él. Esta vez fue Abel
quien ocupó el asiento delantero.
Merahi pisó el acelerador y, en poco más de
diez minutos, habían dejado atrás las últimas
casas del pueblo. Se encontraban en la única
carretera de la isla de Pascua, que atravesaba
prados verdes llenos de caballos salvajes que
los miraban con curiosidad.
—¿Es verdad que aquí hay más caballos que
habitantes? —preguntó Tania desde el asiento
de atrás.
—Así es, todo el interior de la isla son prados
y caballos que campan libres. Tenemos también
tres volcanes y más de novecientos moáis,

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algunos gigantescos, como podrán comprobar.


Con lo pequeña que es, no hay lugar en el
mundo que pueda compararse con esta isla.
—¿Cómo de pequeña? —preguntó ahora
Abel, que estaba fascinado con aquellos
paisajes. Le recordaban a Irlanda, por lo que
había visto en las películas.
—Muy pequeña —rio Merahi—, se termina
enseguida. Por la parte larga puedes conducir
como mucho cuarenta minutos. Por la corta se
termina en menos de media hora.
—Puedo imaginarme viviendo aquí —suspiró
Abel—. Aunque para eso primero tendría que
ser rico, pues no creo que encontrara un
trabajo.
—Por muy rico que fueras, no podrías
quedarte en Rapa Nui —lo corrigió Merahi—. La
nuestra es una cultura muy protegida, por eso

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se necesita un permiso especial de la policía


para visitar la isla. Pero no puedes comprar
tierra, ni propiedades, ni tampoco quedarte más
allá de unas semanas. A no ser que…
Abel miró a la conductora lleno de interés.
—A no ser que te cases con una rapanuí —
concluyó Merahi—. Solo en ese caso podrías
quedarte.
Mientras el cuatro por cuatro estacionaba en
un solar al lado de una caseta de madera, el
chico tuvo la impresión de que Tania miraba a
la guía con enojo.

***

Pasear por Rano Raraku, la cantera de donde


habían salido la mayoría de los moáis que
custodiaban la isla, era como caminar por otro
mundo. Luego de inscribir sus nombres en la

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caseta, donde otro rapanuí llevaba el registro


en una libreta, los jóvenes viajeros siguieron a
Merahi por un sendero ascendente.
Por todas partes había moáis, que parecían
vigilarlos con mirada severa. Algunos eran
realmente grandes, pero el que se llevaba el
premio era uno de veintiún metros de alto que
estaba horizontal. Por lo visto, no habían
llegado a sacarlo del todo para trasladarlo a la
costa.
Agotado por la subida, mientras observaba
aquella mole de piedra que parecía dormir, Abel
preguntó a su guía algo que llevaba rato
queriendo saber:
—Cada moái debe de pesar una barbaridad.
—Correcto —dijo Merahi—. Calculen entre
cinco y ochenta toneladas, según el tamaño.
Algunos incluso más.

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—Es decir, más de ochenta mil kilos —


repuso Abel—. Sin maquinaria de ningún tipo,
solo con cuerdas y con la fuerza bruta, me
pregunto cómo lograron llevarlos hasta la
costa.
—Esa es una cuestión interesante… Los
investigadores han formulado infinidad de
teorías. La mayoría coinciden en que iban
poniendo troncos debajo de cada moái, de
manera que pudiera ir rodando hasta llegar al
lugar donde estaba destinado.
—Pero eso… implicaba ir colocando los
troncos de atrás hacia delante todo el tiempo —
dedujo Abel en voz alta— y sujetar la estatua
con cuerdas para que no cayera montaña
abajo… Hacía falta mucha gente ¡y mucho
tiempo!
—Eso es seguro —explicó Merahi,

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entusiasmada—. Debían de tardar semanas, a


veces meses, en llegar al lugar adonde querían
llevarlo. Y eso cuando no se rompía por el
camino. Encontrarán por toda la isla restos de
moáis que no lograron terminar el viaje. Y lo
mejor de todo… es que se cree que los
trasladaban de pie. Vistos de lejos, debían de
parecer gigantes de piedra que avanzaban muy
lentamente hacia su destino.
—¿De verdad? —preguntó Abel, fascinado.
—Sí, y había una razón de peso para que no
los llevaran acostados. La parte más frágil de un
moái es la que une la cabeza con el cuerpo.
Siempre se quebraban por ahí. Si los hubieran
movido horizontalmente, con los golpes y los
saltos del terreno, que está lleno de grandes
piedras, habrían perdido la cabeza a las
primeras de cambio. Por eso los transportaban

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derechos, con muchos rapanuís alrededor que


los aguantaban con palos. ¡Era heroico!
Abel estaba tan absorbido por aquel relato
que no fue hasta un rato después cuando
descubrió que Tania yacía en el suelo, en la
misma posición que el moái de la cantera. No la
había oído caer, lo cual resultaba aún más
extraño.
Corrió a agacharse a su lado y sacó de su
mochila la botella de agua para acercársela a los
labios. Ella tragó a pequeños sorbos, lo cual
indicaba que no había perdido el conocimiento.
—¿Te encuentras bien, Tania? —le preguntó
Abel mientras le refrescaba la frente con agua
de la botella—. ¿Necesitas que volvamos al
bungalow?
Luego de abrir un instante sus ojos verdes,
los volvió a cerrar y, con el rostro tenso, como

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si estuviera en trance, murmuró algo muy


bajito. Abel acercó el oído a sus labios y le
pareció que decía:
—Hanja rahi, hanja rahi…

***

Cuando Tania se recuperó, empezaron a


bajar el sendero para regresar al vehículo.
Merahi guiaba la marcha en silencio. Parecía
incluso enojada con la flojera de sus visitantes.
Si su pueblo había logrado mover miles de kilos
a lo largo de toda la isla, ¿cómo podía esa joven
forastera desmayarse por una simple subida?
A Abel le habría gustado preguntarle qué
diablos era lo que su amiga estaba repitiendo,
tal vez poseída por un espíritu ancestral, pero
prefirió no hacerlo. Eso lo habría llevado a
explicar también el largo discurso en rapanuí

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de la noche anterior, algo que ni la propia Tania


sabía.
Además, los iba a tomar por locos.

***

Luego de regresar, los dos viajeros comieron


en el Maná Café, muy popular en Hanga Roa.
Allí Tania se mostró poco habladora, como si
tuviera la cabeza en otro sitio. Abel estaba cada
vez más preocupado.
A la hora convenida, Merahi regresó para
llevarlos al lugar más sagrado de la isla. En lo
alto de un acantilado había petroglifos
antiquísimos y escritura en rongo-rongo, el
viejo alfabeto rapanuí, además de viejas
construcciones y una vista espectacular sobre
un pequeño islote, protagonista de la historia
que su guía iba a contarles:

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—La población de Rapa Nui casi se extinguió


debido a las guerras tribales. Siempre habían
gobernado los orejas largas y sus reyes, a
quienes representan los moáis. Gozaban de
muchos más privilegios que los orejas cortas,
que incluso tenían prohibido pescar los
mejores tipos de pescado.
—Espera… —la interrumpió Tania, a quien
aquella historia extravagante parecía haber
despertado—. ¿Quieres decir que quienes
tenían las orejas más largas eran la clase
dominante y los de orejas cortas eran una
especie de esclavos?
—Algo así. Rapanuís de segunda categoría,
en todo caso. El problema era que los orejas
cortas eran numerosos, así que terminaron
montando un ejército y se enfrentaron a los
privilegiados. Muchos de los moáis de la costa

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que ven rotos fueron tumbados por los orejas


cortas para humillar a sus rivales.
—¿Y qué más sucedió? —preguntó Abel,
impresionado.
—Corrió tanta sangre que la población se
escondió en cuevas durante meses. Si no los
mataban de una pedrada o de un garrotazo,
morían de hambre o de sed. Cuando quedaban
ya solo unos cientos, para que los rapanuís no
se extinguieran, se decidió cambiar el sistema
dinástico por la Competencia del Hombre
Pájaro.
Abel y Tania escuchaban ahora
boquiabiertos. La aborigen señaló el islote
rocoso azotado por las olas y explicó:
—Tenía lugar aquí abajo, y era un juego en el
que muchos se descalabraban o perdían la vida.
Se decidió lo siguiente: en lugar de que el poder

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fuera siempre del rey y sus sucesores, cada año


se elegiría a un líder diferente para la isla, el
jefe de uno de los clanes. Para ganar ese cargo,
su mejor hombre debía nadar hasta ese islote y
esperar a que el manutara, un pájaro que viene
solo una vez al año, pusiera el primer huevo. Si
lograba hacerse con él y ofrecerlo al dios Make-
Make, luego de regresar a Orongo, el jefe de su
clan gobernaría todo un año. Sería el nuevo
hombre pájaro.
—Si querías llegar a nado a ese islote —
comentó Abel—, te jugabas la vida para luego
escalar con el huevo hasta esta aldea. Y
supongo que no serías el único que lo quería…
—Por supuesto que no —dijo Merahi—. Los
guerreros de los demás clanes pretendían lo
mismo, por lo que había luchas, asesinatos y
accidentes mortales. Pero la Competencia del

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Hombre Pájaro tenía una ventaja…


—¿Cuál? —preguntaron los dos.
—Concluida la prueba, había paz durante un
año. Aunque no te gustara el jefe que había
salido, doce meses después se te ofrecía la
oportunidad de cambiarlo. Era lo más parecido
a unas elecciones que se pudo hacer aquí —
bromeó Merahi—, pero, en lugar de papeletas,
se usaban garrotes y lanzas, y se arrojaban unos
a otros al abismo. El guerrero ganador
entregaba el poder a su jefe y, como premio, le
daban a una muchacha que llevaba meses
esperando dentro de una cueva.

***

Luego de aquella larga jornada en la que


habían caminado arriba y abajo, además de
escuchar aquellas historias brutales, nada más

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llegar a su alojamiento, sintieron que sus


cuerpos necesitaban dormir.
Abel acompañó un rato el sueño de Tania,
esperando lo peor, pero esta vez ella se sumió
en un sueño largo y profundo, sin palabras
pronunciadas en un idioma que no conocía. Eso
tranquilizó al chico y le quitó un poco el susto
que se había llevado en la cantera.
Mientras la contemplaba dormir, con sus
cabellos esparcidos sobre la almohada, se dijo
que la quería con toda su alma, aunque, desde
que habían puesto un pie en la isla de Pascua,
era como si no la conociera. ¿Qué le estaba
sucediendo?

***

Ya en su propia habitación, luego de


desnudarse, Abel se metió en la cama. Con los

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ojos cerrados, trató de retener todo lo que


había visto y aprendido aquel día en la isla.
Sentía ya cómo el pozo del sueño se lo
tragaba cuando un fuerte golpe en la puerta lo
despertó de repente. Se incorporó con el
corazón desbocado, seguro de que acababa de
sufrir una pesadilla.
Un segundo golpe en la madera, como si
utilizaran un ladrillo, lo convenció de que no
era así.
Abel tragó saliva antes de tomar la linterna y
abrir la puerta de repente para asustar a quien
estuviera al otro lado.
Sin embargo, no había nadie. Y eso no era lo
más inquietante de todo.
Antes de apagar la linterna y encerrarse
pasando el pestillo de la puerta, alumbró sin
querer el suelo. Descubrió entonces con

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asombro que había una misteriosa palabra


formada por piedrecitas negras sobre la madera:

A Hē?

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Y ahora tú decides...

¿Qué hace Abel?

A) Deshace la palabra con el pie por si es


un conjuro que pueda perjudicarlo

B) Corre a despertar a Tania para


explicarle lo que encontró

C) Intenta descubrir el significado de la


palabra por si algo o alguien le está
mandando un mensaje

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Copyright del texto © Francesc Miralles 2024. Copyright de esta edición © Fiction
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