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Dafnis Y Cloe

Una historia de amor.

DAFNIS Y CLOE, Escrita por Longo, Pertenece lo que


ahora se cultiva con el nombre de novela naturista. Es
una novela bucólica, es decir que canta las virtudes de la
vida campestre, pero rebosante de una pasión
admirable, en resumen es una “HISTORIA DE AMOR”.

Longo
Siglo III o IV
Proemio
Estando cazando en la isla de Lesbos, en un bosque consagrado a las Ninfas,
fueme dado contemplar el más hermoso espectáculo que jamás antes viera: una
imagen pintada, una historia de amor. Hermoso era el bosque, todo lleno de
vegetación, florido, regadas plantas y árboles por un fresco manantial. Pero el
espectáculo que ofrecía la pintura era aún más agradable que el que brindaba la
naturaleza. Se trataba de una escena amorosa, pintada con gran maestría. Hasta
los extranjeros acudían, atraídos por la fama de la pintura; rendían culto a las
Ninfas y contemplaban el cuadro.

Representábanse en él mujeres que dan a luz y otras que envuelven en pañales a


los recién nacidos, ovejas y cabras que los estaban amamantando, pastores que
los recogen y cuidan, muchachos y muchachas y que andan enamorando,
incursiones de piratas, ataque de enemigos y mil peripecias sobre asuntos
amorosos. Las contemplé con admiración y me animé a ponerlas por escrito.

Anduve buscando quien me explicara aquellas representaciones y di remate a


estos cuatro libros, que consagro al Amor, a las Ninfas y a Pan, con la esperanza
de que la narración sea del agrado de mucha gente, cure acaso al enfermo,
consuele al afligido, traiga amables recuerdos amorosos al que amó en otro
tiempo e instruya en el amor a quien no ha amado nunca. Ya que no ha existido
nadie que haya podido escapar a la tiranía del amor, ni existirá quien pueda
sustraerse a su dominio en el futuro, mientras en el mundo haya belleza y ojos
para mirarla. Quiera Dios que acierte a narrar, sin contagiarme, los amores de los
demás.
Libro Primero.
Es Mitilene una ciudad de Lesbos, grande y hermosa. La dividen canales por
donde la discurren las aguas del mar, y la embellecen puentes de blanca y bruñida
piedra. Al que la contempla, parécela estar viendo, no una ciudad, sino un grupo
de islitas.

A unos doscientos estadios de ésta ciudad poseía un hombre rico una espléndida
hacienda, que superaba a cualquier otra de la comarca: bosques con animales de
caza, colinas cubiertas de viñedos, campos feraces y prados con rebaños. A
mayor abundamiento, bordeábala el mar, cuyas olas bañaban la fina arena de la
playa.

Pastoreando su rebaño en aquel campo, un cabrerizo que se llamaba Lamon


encontró a un niño amamantado por una de sus cabras, según voy a referir.
Encontrábase el niño descansando sobre el blando césped, rodeado de un
matorral de zarzas y de espesa hiedra. Allí entraba y salía la cabra muchas veces;
abandonando a su cabritillo, daba de mamar a la recién nacida criatura.

Compadecido del pobre cabritillo, espió Lamon las idas y venidas de la cabra. Un
medio día siguió sus huellas y pudo advertir que entraba por las matas con sumo
cuidado a fin de no dañar con las pezuñas al niño; este bebía su leche como si del
pecho materno se tratara.

Acércose, movido por el natural asombro, y descubrió un niño varón, grande y


hermoso, envuelto en ricas prendas, que contradecían su condición de expósito,
pues llevaba una pequeña capa de púrpura con broche de oro; a su lado se veía
una espadita con empuñadura de marfil.

Su primer movimiento fue apoderarse de aquellas prendas de reconocimiento sin


hacer caso del niño, más enseguida, avergonzado de mostrar menos humanidad
que la cabra, esperó a la noche para llevar al niño y prendas, y hasta que la cabra
lo fue siguiendo, a su esposa Mirtala, a quien contó lo que había sucedido. La
mujer, que en los primeros momentos llegó a creer que la cabra había parido al
niño, estuvo de acuerdo con la determinación de su marido. Escondieron las
alhajas, adoptaron al pequeño y dejaron a la cabra el cuidado de su sustento. Y
para que el niño no desmintiera su origen pastoril, convinieron en llamarlo Dafnis.

Transcurridos ya dos años, un pastor de aquellos alrededores, cuyo nombre era


Drías, vio una cosa parecida y tuvo aventura semejante. Había en aquel punto una
gruta, dedicada a las Ninfas, que era una ingente roca, redonda por fuera y hueca
por dentro. En el interior habían estatuas de las Ninfas, descalzas, con los brazos
desnudos, ceñida al talle de la túnica, suelto el cabello, sonriente el rostro y
bailando en coro. Del centro de la peña y en lo más recóndito de la gruta, brotaba
una fuente cuya agua, que formaba una alberca, regaba luego un prado cubierto
de hierba fresca y espesa, esmaltada de blancas florecillas. Colgaban de la roca
infinidad de vasijas, flautas y pífanos, ofrendas de pastores.

A esta caverna acudía una oveja recién parida, que el pastor creyó más de una
vez haber extraviado. Queriendo Drías castigarla y obligarle a que paciera con las
demás, cortó un mimbre cimbreante, formó con él una lazada para echársela al
cuello y entró en la gruta para coger la oveja.

Pero se encontró allí con lo que no contaba. Vio que la oveja, con tanto cuidado y
amor como pudiera hacerlo madre humana, daba su ubre a una tierna criatura,
que sin temor alguno y con avidez aplicaba su boca pura y limpia a una teta
después de otra, y la oveja le lamía la cara cuando terminaba de mamar. Aquella
criatura era una niña, y para ser reconocida en su día, tenía pañales y otras
prendas: un capillo bordado de hilo de oro y ajorcas del mismo metal.

Teniendo tal hallazgo por cosa de los dioses y aleccionando por la oveja, que
compadecía y amaba a la niña, Drías la toma en brazos, guarda las prendas en el
zurrón y ruega a las Ninfas que permitan criar con buena suerte a la que parecían
poner bajo su amparo. Y cuando llegó la hora de conducir al aprisco su rebaño,
volvió a su cabaña y contó a su mujer lo que viera, le mostró lo que hallara, la
indujo a que en lo sucesivo la tuviera por hija y la criara sin contar a nadie como
fue la aventura. Napé, que casi se llamaba la pastora, tomó cariño a la niña, y la
crió con tanto esmero que parecía celosa a la oveja, que continuaba
amamantándola. Pusole el nombre de Cloe.

Crecieron felizmente ambos niños y por su belleza parecían superiores a su


condición de pastores. Cuando Dafnis cumplió quince años y trece Cloe, tuvieron
Lamon y Drías un sueño muy parecido en una misma noche. Creyeron que las
Ninfas de la gruta donde Drías encontrara a Cloe, entregaban a Dafnis y Cloe a un
mancebo gentil, alado y con un arco de flechas pequeñitas, el cual, tocando a
ambos con la misma flecha, les ordenó que fueran pastores: ella de ovejas y él de
cabras.

Aquel sueño afligió a los pastores, pues destinaba a sus hijos a igual oficio que
ellos tenían. Hasta entonces creyeron, a juzgar por las prendas que hallaron, que
tendrían mejor fortuna y les habían criado con el mayor regalo compatible con la
vida campestre. Resolvieron, sin embargo, obedecer a los dioses por cuya
providencia fueron salvados los niños. Comunicáronse mutuamente el sueño y
después de hacer un sacrificio al mancebo alado en las grutas de las Ninfas,
enviaron a sus hijos al monte, enseñándoles de qué modo se ha de apacentar
antes del mediodía y después de la siesta hasta que anochece, cuando es preciso
abrevarlos, cuando llevarlos al aprisco, y en qué momento se ha de emplear el
cayado y en cuál la voz solamente. Ellos aceptaron con regocijo tal tarea, como si
les hubiera conferido altos honores, y querían a sus cabras y ovejas más
afectuosamente que acostumbraban los demás pastores, sin duda por ella
recordaba deber la vida por una oveja, y el que una cabra le asistió en su
abandono.

Era el comienzo de la primavera y despuntaban las flores en los prados, bosques


y montes. Zumbaban ya las abejas, gorjeaban los pájaros y bajaban los
recentales, retozaban los cabritos en la montaña, en las umbrías cantaban las
aves y las mariposas, flores aladas, libaban la miel de las flores sin alas. Todo en
la naturaleza se alegraba en la estación bendita, y Dafnis y Cloe, tiernos y felices,
imitaron lo que oían y veían. Cantaban como los pájaros; triscaban y saltaban
como los corderos; como las abejas cogían flores y a veces se la ponían en el
pecho y a veces, tejidas en guirnaldas, las ofrecían a las Ninfas.

Siempre estaban juntos y apacentaban cerca uno de otro sus rebaños. A menudo,
Dafnis atajaba a una oveja que se descarriaba y muchas veces Cloe contenía a
las cabras más atrevidas, que intentaban subir a los riscos peligrosos. En
ocasiones, uno solo cuidaba de ambos hatos, mientras el otro se recreaba
jugando. Sus juegos eran propios de zagales y de niños. Ella, muy de mañana, iba
a coger finos juncos y con ellos hacía una jaula de cigarras, sin pensar en sus
ovejas ni cuidar de ellas; él, por su parte cortaba cañas, les agujereaba los nudos,
las pegaba con blanda cera y se esmeraba tocar largo rato la zampoña. A veces
compartían la leche y el vino y comían juntos lo que traían de sus casas. Y antes
fuera posible ver a las ovejas paciendo cada cual por su lado, que separados a
Dafnis y Cloe.

Mientras ellos jugaban de esta suerte. Amor empezó a jugar con ellos. Una loba
cuyos lobeznos principiaban ya a comer, robaba a menudo corderos de los
rebaños de aquella comarca. Para evitar el daño, algunos campesinos, durante la
noche, abrían zanjas de una braza de ancho y dos o tres de hondo. Esparcían por
los alrededores casi toda la tierra sacada y extendían sobre el hoyo ramitas secas
y quebradizas, que cubrían con el resto de la tierra, de tal modo que no se viera la
trampa, que estaba preparada de manera que debía hundirse al más leve peso de
la capa que la cubría; pero la loba olió el peligro y no cayó en él, a pesar de que
con gran trabajo hicieron muchas de aquellas trampas. En cambio, muchos
corderos se perdieron en ellas y Dafnis estuvo a punto de perecer también.

Fue el caso que dos machos cabríos, excitados por la brama, dieron en pelearse
con tanta violencia, que a uno de ellos se le rompió un cuerno topando y echó a
huir dando alaridos, perseguido de cerca por el vencedor. Dolióle a Dafnis ver
estropeado a uno de los machos y empuñando el cayado persiguió a su vez al otro
para hacerle cesar en su empeño. Así fue como, corriendo uno en pos de otro, sin
parar de tal modo, que antes se precipitó el macho y luego Dafnis, que le cayó
encima, amortiguando así el golpe de la caída. Pero quedó en el fondo del hoyo y
lloraba afligido esperando que le salvaran, pues por sus propios esfuerzos no
podía salir de allí.

Cloe, que presenció a distancia lo ocurrido, acudió con rapidez al hoyo y viendo
que Dafnis vivía, se apresuró a pedir auxilio a un boyero que no estaba muy
alejado. Fue el boyero; pero no encontró por allí ninguna cuerda para que,
asiéndose de ella, pudiera sacar a Dafnis de la zanja. Entonces desató Cloe una
cinta larga y recia con que se sujetaba las crenchas, la dio al boyero y entre los
dos remediaron a Dafnis, que salió sano y salvo de la aventura. Después sacaron
al macho, que con la caída se rompió los dos cuernos (con lo cual quedó vengado
el vencido). Regalaron el macho al boyero en pago de su ayuda, conviniendo en
que dirían a sus padres, si les preguntaban por él, que un lobo se lo había llevado.

Volvieron luego donde estaban los rebaños, que pacían tranquilamente.


Sentáronse al pie de una encina y miraron si Dafnis tenía alguna herida
ocasionada al caerse; pero no vieron sangre ni cardenales, sino sucio barro y
tierra que se quedó entre el pelo y las demás partes del cuerpo. Resolvió el mozo
bañarse, antes de que Lamon y Mirtala se enteraran de lo ocurrido.

Fuese, pues, con Cloe a la gruta de las Ninfas, le dio a guardar túnica y zurrón y
se puso a lavar en la fuente el pelo y todo el cuerpo.

Negra era su cabellera y caíale sobre los hombros; al cuerpo, tostado por el sol, se
le diría que se le hacía moreno la sombra de los cabellos. Cloe que miraba a
Dafnis, lo encontró bello, y como hasta entonces no había reparado en su belleza,
la atribuyó al baño reciente. Al lavarle le encontró la piel tan fina que a hurtadillas
se tocó muchas veces la suya, para saber cuál de los dos la tenía más suave.
Como ya se hacía tarde, llevaron las ovejas al aprisco y Cloe quedó con ganas de
ver de nuevo bañarse a Dafnis.

Al otro día, al volver a la pradera, Dafnis, sentado bajo el roble acostumbrado se


puso a tocar la flauta, mientras contemplaba las cabras, que parecían escuchar
embelesadas las melodías. Cloe, sentada junto a él, contemplaba también sus
ovejas; pero más a menudo miraba a Dafnis tocando la flauta y lo encontraba
hermoso; y pensando que quizá se debía su belleza a la música, tomó la flauta al
dejarla aquél, para ver si como él sería bella.

Después quiso que Dafnis se bañara otra vez, y mientras lo hacía y viéndole
desnudo, no podía contenerse y lo tocaba. Y por la noche, al volver a la cabaña,
pensando en Dafnis desnudo, y aquel pensamiento era un principio de amor. No
podía decir ella misma lo que sentía, porque inocente y pura, criada en el campo,
ni de oídas conocía el amor. Experimentaba inquietud en el alma, y a menudo los
ojos se le arrasaban en lágrimas. Pasaba días enteros sin comer, se despertaba
por la noche; reía y lloraba sin motivo; dormíase y despertaba con susto; palidecía
y al mismo tiempo enrojecía se semblante. La becerra picada del tábano, no se
agita más inquieta.

A veces, estando a solas, se sumía en estos pensamientos: “Estoy enferma y


desconozco mi enfermedad; me duele y no me veo herida; me aflija y no he
perdido ninguna de mis ovejas; y me abrazo entando en la sombra. Mil veces me
clavé las espinas de los zarzales y no lloré, me picaron las abejas y sané en
seguida. Sin duda lo que ahora me punza el corazón es más cruel que todo lo
demás. Cierto que Dafnis es hermoso; pero las flores lo son también; si el canta
de modo agradable, cantan asimismo las avecillas, y no me acuerdo después de
ellas, como ahora me acuerdo de él. ¡Ah! ¡Quién fuera flauta para que él soplase
en mí! ¡Quien fuera una corderilla para que me apacentase! ¡Oh, agua ingrata!
¿Por qué le embelleces solo a él? ¡Oh, Ninfas que me visteis nacer y vivir entre
vosotras! ¿Por qué permitís que muera? Si yo muero, ¿Quién os tejerá
guirnaldas? ¿Quién cuidará de los corderos? ¿A quién encomendaré mi parlera
cigarra, que con tanta fatiga logré cazar, para que cantando me arrullara con su
voz? Ahora en vano canta en verano bajo la bóveda de esta gruta mientras Dafnis
me mantiene en vela”. Así decía y suspiraba la doliente doncella, procurando
descubrir el nombre de amor, cuyo fuego sentía.

En tanto que se angustiaba Cloe, Dorcon, el boyero que había sacado a Dafnis de
la zanja, mozo ya con incipiente barba, se enamoró de Cloe desde aquel día y
cada vez más se apasionaba por ella. Resolvió, pues, cuidarse poco ni mucho de
Dafnis, alcanzar sus fines valiéndose de la lisonja, de los regalos y hasta de la
violencia, si preciso fuese, pues, instruido ya en asuntos de amor, el de Cloe se le
antojaba el más regalado y dulce de la tierra. Sus presentes fueron para Dafnis,
una zampoña cuyas cañas estaban unidas con latón y no con cera, y para Cloe, la
piel de un cervatillo moteada de blanco, para cubrirse los hombros. Luego,
pensando que con tales dones de había ganado ya la amistad de ambos, poco se
cuidó ya de Dafnis, pero a Cloe todos los días regalaba algo: quesos, frutas de
sazón, guirnaldas de flores tempranas, y hasta le ofreció un becerro, un vaso con
los bordes dorados y pajarillos arrebatados de los nidos. Sencilla y confiada,
desconociendo las artimañas de los amantes, aceptaba los regalos con agrado y
alegría y más aún porque con ellos podía obsequiar a Dafnis.
Este conoció bien pronto las obras del amor. Discutían una vez él y Dorcon acerca
de la belleza delante de Cloe, a quien tomaron por juez. El premio del vencedor
sería un beso de Cloe.

Dorcon habló primero y dijo: ---Yo, doncella, soy más alto que Dafnis. Soy boyero,
mientras él cabrero. Y así como los bueyes valen más que las cabras, así un
boyero vale más que un cabrerizo. Soy blanco como la leche; rubio como el trigo
en la mies al ser segada; fresco como las frondas en primavera. Me crió mi madre,
y no una bestia. Él es chiquillo, lampiño como las mujeres y negro como la piel de
un lobo. Vive entre los chivos y no debe oler tan bien y es tan pobre, que no puede
mantener ni un perro. Dicen que le dio de mamar una cabra, y a fe que lo creó,
porque, criado por una cabra, parece un cabrito.

Al terminar Dorcon se explicó Dafnis así:

---Me crió una cabra, como a Júpiter, y mejor son las cabras que guardo que
nunca serán tus bueyes. Y no huelo a macho cabrío, como no huele Pan, pues es
poco menos que no de éstos. Para sustentarme, me bastan quesos, leche, pan
moreno, vino clarete, que son alimentos y bebidas adecuadas a nuestra clase y
que, compartidos contigo, Cloe, me saben mejor que cuanto puedan comer los
ricos. Soy lampiño como Baco y oscuro como los jacintos; pero éstos valen más
que las azucenas y Baco más que los sátiros. Éste es bermejo como los zorros,
blanco como una doncella ciudadana y casi tan barbudo como un macho cabrío.
Si me besas a mí, Cloe, besarás mi boca; si a él, besaras los pelos que le cubren
los labios. Y acuérdate muchacha, que una oveja te dio su leche y que a pesar de
ello eres hermosa.

No pudo contenerse Cloe al oír estas palabras y, en parte movida por el gusto de
oírse alabar y en parte por el ansia que sentía de besar a Dafnis, levantóse y le
besó. Era un beso inocente y sin arte, pero bastó para inflamar un corazón joven y
una alma apasionada.

Dorcon, al verse vencido, huyó hacia el bosque para ocultar su vergüenza y


aflicción y para lograr otros medios de lograr su amor. A Dafnis no pareció que
había recibido un beso de Cloe, sino una mordedura. Entristecióse, suspiraba a
menudo, se estremecía, palpitábale el corazón, palidecía al mirar a Cloe y luego
una coloreada de sangre le coloreaba el semblante. Por primera vez, entonces,
admiró sus cabellos rubios, la dulzura de sus ojos y la frescura de su tez, más
blanca que la leche de sus ovejas. Dijérase que hasta entonces estaba ciego. Solo
comía lo indispensable y no bebía más que para refrescarse la boca. Él, que antes
era más hablador que las cigarras, permanecía mudo y pensativo y estábase
sentado, inmóvil; él, que estaba acostumbrado a saltar más que los cabritos.
Dejaba abandonado el rebaño; la flauta estaba tirada entre unas matas; bajaba la
cabeza como una flor que se inclina sobre su tallo; se consumía y secaba como
las flores se agotan al calor del estío y no se animaba y regocijaba a no ser que
hablara con ella o de ella.

A veces, a solas, desvariaba de esta suerte lejos de ella:

“¿Qué me ha hecho el beso de Cloe? Sus labios son más suaves que las rosas,
su boca más dulce que un panal, pero su beso más punzante que el aguijón de las
abejas. A menudo he besado los chivos y no pocas veces los recentales de ella y
el becerro que me regalo Dorcon: pero este beso es muy distinto. Se alborota mi
pulso, palpita mi corazón, fáltame el aliento y, sin embargo, anhelo besarla de
nuevo, ¡Oh engañosa victoria! ¡Oh extraña dolencia cuyo nombre ignoro! ¿Había
catado Cloe algún veneno antes de besarme? Pero si así fue, ¿Cómo aún vive?
¡Cantan los pájaros y mi flauta calla! ¡Triscan los cabritos y yo estoy sentado!
¡Están abiertas las flores y embalsaman el aire y yo no hago ni un ramillete!
Florecen los claveles y las rosas y Dafnis se marchita. Dorcon será en breve más
apuesto que yo”.

Así se lamentaba Dafnis y las palabras que decía revelaban las primeras chispas
de amor.

El boyero Dorcon, entretanto, enamorado también de Cloe, aprovechando la


ocasión de estar Drías plantando estacas para sostener una parra, le ofreció unos
quesos apetitosos y luego, como le conocía de antiguo, de cuando Drías
apacentaba sus ovejas, con suma habilidad recordando su amistad pasada, supo
entablar conversación para decirle que deseaba tomar a Cloe por esposa: le
promete valiosos dones, a fuerza de rico boyero. Afirma que quiere darle una
yunta de bueyes para arar, cuatro colmenas, cincuenta manzanos, un cuero para
suelas, y cada año un becerro a punto de destetar, de suerte que conmovido por
su amistad y seducido por sus promesas, Drías estaba casi dispuesto a consentir
en la boda. Pero pensando luego que su hija había nacido para aspirar a más alta
fortuna, y temiendo que algún día la reconocían sus padres y sabían que por tales
dones la casó con un boyero le tendrían eterna malquerencia, rehusó todos
aquellos presentes y se disculpó como mejor pudo.

Al advertir Dorcon que había perdido en balde sus buenos quesos y que por
segunda vez era desechado, pensó que lo mejor sería que tan pronto como
encontrara a Cloe a solas, hiciera violencia a la zagala. Observó que un día era
Dafnis quien llevaba los rebaños al abrevadero y otro Cloe, y decidió emplear un
ardid que a juicio suyo tenía que surtir buen efecto.

Tomo la piel de un lobo que uno de sus tiros había matado defendiendo sus
vacas, se la puso sobre los hombros de modo que le cubriera todo el cuerpo. Las
patas delanteras le escondían los brazos; las patas traseras llegarían hasta los
talones y la cabeza y el hocico encajaba como un casco de guerra en su cabeza.
Transformado así en lobo lo mejor que supo y pudo, fue en derechura hacia la
fuente donde se abrevaban las cabras y ovejas después de pacer. La fuente
manaba en la hondonada de un valle, y en torno de ella había tantas jaras,
espinos, zarzas, cardos y enebros que un lobo de veras podría ocultarse entre
ellos. Ocultóse, pues, allí y esperó la hora propicia, seguro de que asustaría a
Cloe con aquel disfraz y echaría mano de ella.

No tardó en llegar Cloe con los rebaños. Mas los perros guardianes que le
acompañaban, tan pronto como olieran a Dorcon se lanzaron hacia él cuando se
aprestaba a poner por obra su estratagema. Ladrando furiosos le acometieron
como si fuese lobo y antes que se pudiera valer le mordieron. Al principio,
avergonzado de que pudieran verle de aquella manera y defendiéndole aún la piel
de lobo permaneció quieto; pero cuando Cloe hubo visto los espiros una oreja y a
una piel de bestia llamó a Dafnis, y los perros, arrancando la piel del lobo, le
mordieron en lo vivo, entonces gritó cuanto pudo, rogando a Cloe y a Dafnis, que
ya habían acudido, que le socorrieran.

Calmaron estos el furor de los perros y luego llevaron a la fuente al desdichado


Dorcon que tenía mordiscos en los muslos y los hombros, le lavaron las heridas
hechas por los colmillos de los canes y le pusieron encima corteza de olmo
mascada y verde.

Como no tenían experiencia en atrevimientos amorosos, no adivinaron la mala


intención de la treta y estimaron que se trataba de una broma inocente, por lo cual
le consolaron y animaron, acompañándole buen trecho de la mano hasta que lo
despidieron.

Dorcon, dichoso de haber escapado, no de la boca del lobo como se


acostumbraba a decir, sino de la de los perros, se fue a curar las heridas que tenía
en todo el cuerpo.

Dafnis y Cloe tuvieron trabajo hasta la noche para reunir las cabras y las ovejas
que, asustadas por la piel del lobo y por el descompasado ladrar de los perros
habían escapado en distintas direcciones, subiendo algunas a las cimas de los
riscos y bajando otras hasta la playa del mar. Aun cuando todas estaban
acostumbradas a acudir a la voz y a reunirse al son de la zampoña, en aquella
ocasión, asustadas, olvidándolo todo. Fue menester perseguir a algunas y
buscarlas por el rastro como las liebres llevarlas al aprisco. El cansancio que les
produjo la huida de las ovejas, hizo que aquella noche encontraran remedio al mal
de Amor porque durmieron con profundo sueño; pero, apenas amaneció, asaltóles
el mismo mal. Sentían alegría al verse, pesar al separarse, estaban inquietos,
querían algo y no sabían que. Lo que sabían bien era que a él le provino el mal de
un beso y a ella de un baño.

El verano que empezaba inflamó también su ardor. Cuanto había en la tierra


tocaba a su plenitud. Los árboles tenían fruta, espigas de trigo. Agradable el canto
de las cigarras, gracioso el balar de las ovejas, embalsamado el aire y deleitoso el
aspecto de los campos. El agua de los ríos parecía dormida y se deslizaba sin
ruido y la brisa producía una música tan suave como las del órgano y de las
flautas al rumorear pasando por las ramas de los pinos. Las manzanas caían
enamoradas al suelo y el sol amante de la belleza deshacía los velos todos que lo
ocultaban. Dafnis, impulsado por el ardor que le penetraba, se sumergía en el
agua del arroyo y bebía a menudo para calmar el fuego que le quemaba. Cloe,
después de ordeñar las ovejas, y no pocas de las cabras de Dafnis, pasaba largo
rato en cuajar la leche y asear las moscas, que la picaban al asustarlas. Después
se lavaba la cara y poniéndose una diadema de ramitas de pino y la piel de
cervatillo al hombro, llenaba un tazón de vino y leche para beberlo con Dafnis.

Al mediodía era cuando se sentían ambos más enamorados y recreaban uno en


otro las miradas de unos ojos encendidos en deseo que aún no comprendían a
pesar de abrasarles. Ella miraba el cuerpo desnudo de Dafnis dotado de una
belleza soberana y se decía, desfallecida de amor, que no tenía falta alguna; y él
al contemplarla con la piel de ciervo y coronada de pino y ofreciéndole bebida en
la taza, creía ver a una de las Ninfas que estaban en la gruta. Entonces le
arrebataba las ramitas de pino y las colocaba en sus propios cabellos, no sin
haberlas besado antes; y ella, mientras se bañaba desnuda, se ponía la túnica de
él, no sin besarla antes. Se divertían tirándose manzanas; se peinaban uno a otro;
y Cloe decía que el cabello de Dafnis semejaba a los granitos de mirto por lo
negro, y Dafnis comparaba el rostro de su amiga a una hermosa manzana por lo
blanco y encarnado de su tez. A veces le enseñaba a tocar la flauta; pero apenas
había empezado a soplar se la arrebataba para demostrarle, recorriendo todos los
agujeros, dónde había faltado; pero en realidad para poner sus labios donde puso
ella los suyos y besarla así por medio de la flauta.

Un mediodía, mientras los rebaños yacían a la sombra, durmióse Cloe al son de la


flauta de Dafnis y éste al advertirlo, y cesó de tocar y contemplándola
embelesado, sin sentir vergüenza alguna, dijo estas palabras: “¡Cómo duermen
sus ojos! ¡Cómo alienta su boca! ¡Ni las manzanas ni el romero florido exhalan un
perfume tan suave! No me atrevo a besarla, sin embargo, porque su beso punza y
enloquece como la miel nueva. Además, temo despertarla. ¡Impertinentes cigarras
que no permitiréis que duerma cantando de ese modo! ¿Y esos chivos que se
pelean a cornadas? ¡Oh, lobos más cobardes que zorras! ¿Por qué no acudís a
robarlos ahora mismo?”.
Mientras así reflexionaba, una cigarra, perseguida por una golondrina, que no
pudo cogerla ni contener el vuelo, rozó con el ala la mejilla de la pastorcilla que
despertó sobresaltada y chillando, por no saber quién la tocaba, pero al ver a la
golondrina que se alejaba y a Dafnis que se reía, se le pasó el susto y se restregó
los ojos, aún soñolientos. Entonces la cigarra se puso a cantar entre los pechitos
de Cloe, como si a tan grato asilo quisiera darle las gracias por haberle salvado.
La zagala se asustó y chilló de nuevo y Dafnis rió alegremente y aprovechando la
ocasión metió bien la mano en el blanco seno, de donde retiró la parlera cigarra
que ni aún en la mano quería callar. Cloe la miró contenta y besándola volvió a
colocarla en el seno, donde cantaba aún.

En otra ocasión recreábase al oír el arrullo de una paloma torcaz. Cloe preguntó lo
que decía el ave de un modo cariñoso. Dafnis se lo explicó contándole la consigna
popular: “En tiempo remoto hubo una zagala bella y graciosa como tú y de pocos
años. Guardaba vacas y cantaba de un modo tan deleitoso que la vacada la
escuchaba paciendo en torno de ella y así no tenía que emplear jamás el cayado
ni la aijada para que no se desmandase el ganado. Sentada a la sombra de un
pino pomposo, coronaba la verde guirnalda, cantaba de Pan y de Pitis. No lejos de
allí había un boyero joven y apuesto que cantaba también, en competencia con la
zagala, canciones parecidas; pero a fuerza de varón tenía la voz más robusta y a
fuerza de joven tan suave como la pastora. Y tanto agradó su canto, que ocho de
las becerras de ésta, hechizadas, desertaron, pasándose al rebaño del mozo.
Desconsolada por la pérdida de las becerras y más aún por haber sido vencida en
su canto, suplicó a los dioses que la convirtieran en ave. Accedieron los dioses y
la zagala se transformó en una paloma torcaz, la cual gusta de cantar como
cuando era una mozuela, y aún se duele de su aventura y va diciendo que busca
sus becerras perdidas”.

Tales eran las diversiones que les proporcionaba el verano. Luego vino el otoño
con sus racimos y unos piratas de Tiro que tripulaban una nave de Caria, para no
delatar su barbarie y abordando en la costa bajaron a tierra y arramblaron con
cuanto les vino a la mano: vino generoso, dorado trigo, panales de miel, y algunos
bueyes y vacas de Dorcon. Corriendo y husmeando aquí y allá toparon con Dafnis
que se solazaba solo junto a la playa, porque Cloe, tímida como muchacha que
era, no salía sino bien alto el sol por temor de encontrarse con algún zagal
atrevido en hora tan temprana.

Al ver los piratas aquel mozo robusto y apuesto, pensaron que tenía más valor que
cuanto pudieran recoger cerca de la playa, y desdeñando cabras y ovejas y no
intentando saquear las cabañas, se apoderaron de él, que, sin armas, no sabía
cómo defenderse y sólo llamaba tan alto como podía a Cloe.
Soltaron a toda prisa las amarras los piratas, empuñaron los remos y se alejaban
mar adentro cuando llegó Cloe que traía una planta nueva a Dafnis. Pero al ver las
cabras dispersas y zoradas y oyendo los gritos que lanzaba el robado, tiró la flauta
y corrió en demanda de Dorcon para que acudiese en su auxilio.

Le encontró tendido en el suelo, abatido por las heridas que le habían causado los
piratas y sin aliento apenas a causa de la mucha sangre que perdiera. Pero
cuando vio a Cloe se reanimó al recuerdo del amor que por ella sentía.

---Cloe, amiga mía ---dijo---, pronto voy a morir. Quise defender mi ganado y esos
ladrones me han puesto como ves. Pero tú, Cloe, salva a Dafnis y véngame; haz
que perezcan. Acostumbré a mis vacas a que acudan al sonido de mi flauta, por
lejos que estén, apenas oyen la llamada. Tómala, ponte junto a las olas y toca la
sonata que enseñe a Dafnis y que él te enseñó a su vez. Te doy esta flauta con la
cual vencí el lid musical y a muchos boyeros y pastores, y en pago de ello,
bésame antes que muera y llórame cuando haya muerto o cuando menos al ver
algún boyero en el campo, acuérdate de mí.

Al concluir Dorcon estas palabras recibió el último beso y con el beso postrero
exhalo voz y vida a la par.

Cloe tomó la flauta, la llevó a los labios y sonó con todo su aliento. Oyeron el
toque las vacas, mugieron y todas se arrojaron al mar. Y como se lanzaron todos
por la misma borda zozobró la nave y cayeron al agua cuantos en ella iban.
Subieron todos a la superficie; pero no con igual suerte, porque los piratas
embarazados por el peso de las espadas, cascos y corazas, se hundieron,
mientras Dafnis iba descalzo y sin metal que le atrajera hacia el fondo.
Hundiéronse aquéllos a los pocos momentos; pero Dafnis nadó con brío, y al
cansarse, pues no estaba acostumbrado a nadar sino poco rato en los ríos, lo
apurado del trance le sugirió lo más conveniente. Se colocó entre dos vacas, y
como nadan mejor que las personas, asido a los cuernos llegó fácilmente a la
orilla; pues los bueyes son grandes nadadores y no hay animal que les emule
como no sean los peces, pues no se da el caso de que se ahogue jamás un buey
ni vaca, a no ser cuando se reblandece la pezuña de estar mucho en el agua; y
prueban lo que digo mucho estrechos que aún hoy día se llaman Bósforo, es decir,
trayectos o pasos de bueyes.

De este modo se salvó Dafnis, contra toda previsión, de dos peligros: del
cautiverio al naufragio. Al pisar tierra encontró a Cloe, que reía y lloraba al mismo
tiempo, la besó y abrazó y preguntóle que porqué tocaba la flauta. Ella se lo contó
todo: que fue a llamar a Dorcon y lo encontró malherido; que sus vacas estaban
acostumbradas a acudir al son de su flauta; que le dijo que la tocara, y que había
muerto después. Sólo olvidó ---o quizá no quiso decirle--- que le había besado.
Entonces acordaron ambos honrar la memoria de su bienhechor, y juntamente con
sus deudos y amigos enterraron al desdichado. Cubrieron de tierra la huesa y
plantaron árboles estériles en torno, suspendieron de sus ramas las primicias de
su trabajo, exprimieron racimos, libaron leche sobre la tumba y quebraron plantas.
Se oyó entonces mugir y bramar lastimosamente las vacas y correr de un punto a
otro como animales perdidos. A juicio de aquellos pastores y boyeros aquellos
mugidos indicaban el dolor que sentían las pobre bestias por el boyero difunto.

Después de enterrar a Dorcon, condujo Cloe a Dafnis a la gruta de las Ninfas y lo


lavó. Entonces, por primera vez en presencia de él, se lavó el cuerpo bello y
resplandeciente de hermosura, después cogiendo ambos las flores del campo
coronaron con ellas a las estatuas y luego hacia sus cabras y ovejas, a las cuales
encontraron tendidas en el suelo sin pacer ni balar, sin duda porque les dolía la
ausencia prolongada de Dafnis y Cloe. Pero tan pronto como les vieron, y oyeron
que tocaban la churumbela, se levantaron alegres y las ovejas pacieron y las
cabras brincaron balando como para celebrar su vuelta.

Pero, a pesar de su buena suerte, Dafnis no sentía el contento de antes desde


que vio desnuda la beldad de Cloe que nunca viera hasta entonces. Sentía
enfermo el corazón como si le hubiese consumido un tósigo. Unas veces respiraba
jadeante como si alguien le corriera; otras era su aliento desmayado y corto como
si perdiera las fuerzas por momentos, y le parecía aquel baño de Cloe más temible
que el peligro de que escapara; o como si su alma estuviese aún prisionera de los
piratas porque a fuerza de muchacho campesino, ignoraba aún las arterias del
Amor.
Libro Segundo
Bien entrado ya el otoño, cuando se acercaba la sazón de la vendimia,
encontrábanse en pleno trajín los campesinos: éstos reparaban los lagares, las
pequeñas podaderas para cortar los racimos, quienes preparaban la piedra para
estrujar las uvas repletas de vino, quienes machacaban mimbres secos para las
antorchas que habían de servir para trasegar de noche el mosto.

A causa del mucho quehacer, hasta Dafnis y Cloe se pasaron varios días sin sacar
sus rebaños a pacer, ayudando a los demás en sus faenas. El cargaba las
canastas con las uvas, las pisaba después de echarlas en los lagares y llevaba el
vino a los toneles. Ella preparaba comida para los vendimiadores y les servía vino
añejo. A ratos vendimiaba las uvas de las vides más bajas, porque en Lesbos
suele ser baja toda vid, y no levantada ni sostenida en los árboles como las
parras, sino que sus sarmientos cuelgan hasta el suelo y crecen por él como la
yedra, de suerte que hasta un niño que acaba de abandonar los pañales podría
alcanzar sus racimos.

Como suele acontecer en aquellas fiestas de Baco y del vino, se dan cita las
mujeres de los campos vecinos para ayudar en el trabajo, todas miraban a Dafnis
y se hacían lenguas de su belleza diciendo que era semejante a la del dios. Una
de las más atrevidas lo besó, sin que el muchacho sintiera pena por eso; no así
Cloe que se puso enojada.

Los hombres, por su parte, piropeaban a Cloe, y saltaban con furia cual sátiros en
presencia de una vacante, y aseguraban en querer convertirse en corderos a fin
de que ella los apacentara. De manera que ahora era ella la que se regocijaba y
Dafnis el que se sentía molesto. Uno y el otro anhelaban ya que terminara pronto
la vendimia para volver a la añorada soledad del monte y escuchar la flauta y el
falar de las ovejas, en vez de aquel barullo discordante.

Al cabo de pocos días, quedaron las viñas vendimiadas, exprimidas las uvas y
puesto el mosto en sus tinajas. Como ya no se necesitó su ayuda, volvieron a
sacar sus rebaños a pacer. Llenos de júbilo honraron a las Ninfas llevándoles
guirnaldas de pámpanos y racimos pendientes aún de los sarmientos como
primicias de la vendimia. Y no es que no las hubieran honrado antes; todas las
mañanas, apenas empezaban a pacer cabras y ovejas, acudían a saludar a las
Ninfas y otro tanto hacían al anochecer, antes de volver a sus cabañas. Y siempre
les llevaba algo: flores, una fruta sazonada, ramitas tiernas y, en ocasiones, hasta
una libación de leche.

A todo eso corresponderían ellas más adelante. Mientras llegaba aquel momento,
Dafnis y Cloe saltaban y retozaban como galgos acabados de soltar: cantaban,
tocaban la flauta y, al igual que los chivos y borregos, luchaban probando su
fuerza y su destreza.

Mientras se entretenían de aquel modo se presentó un anciano que vestía de


pieles, calzaba abarcas y llevaba al hombro un zurrón estropeado. Sentóse cerca
de ellos y les dijo así:

---Yo soy, hijos míos, el viejo Filetas, que tanto cantó a estas Ninfas y tantas veces
tocó la flauta en honor de Pan. Con mi chirimía he guiado una gran vacada, y
acudo aquí para contaros lo que he visto y declararos lo que he oído.

“Poseo un huerto que cultivo por mí mismo desde que dejé de conducir el ganado,
a causa de mi vejez. Hay en ese huerto cuanto bueno y bello producen las
diferentes estaciones. En la primavera rosas, azucenas, violetas sencillas y
dobles; en verano amapolas, claveles, peras y toda clase de manzanas; ahora
uvas, granadas, higos y mirto verde. Acuden a él toda suerte de pájaros, muchos
de ellos para cantar, pues, otros para picar, porque hay sombra, tres manantiales
y comida en abundancia. Crecen en él tantos y tan frondosos árboles, que si le
viésemos sin la tapia creeríamos que es un bosque”.

“Hoy, a mediodía, he visto en él a un rapaz que cogía granadas y arrayan y era


blanco como la leche, encarnado como las amapolas, limpio y luciente como si
saliera del baño. Estaba desnudo y solo y se entretenía en coger mis frutos como
si el huerto le perteneciera. Corrí para contenerle, temiendo que, triscando y
brincando, rompiese tiernas ramas o algún arbusto, pero escapó de mis manos,
tan pronto escurriéndose entre los rosales como ocultándose bajo los naranjos,
como pudiera hacerlo una perdigana. En otro tiempo, corrí muchas veces en pos
de corderos y alcancé becerras que corrían en torno de sus madres; pero ninguno
tan ágil y diestro como ese rapazuelo. No hay modo de cogerlo. Así es que,
caduco y viejo, apoyándome en mi bastón y procurándome que no huyera, le
pregunté de qué vecino era hijo, por qué cogía fruto en el cercado ajeno. No me
contestó: acercóse a mí y sonrió cariñosamente, tirándome a la cara granos de
mirto y me enterneció de tal modo que se me pasó todo el enojo. Le rogué que se
me acercara más, rogándole por mis flores que le dejaría partir cuando quisiese,
que le regalaría manzanas y granadas y le dejaría coger cuanto quisiera con tal de
que me diese un solo beso”.

“El muchacho rió cantarinamente y me dijo con voz que ni la golondrina, ni el


ruiseñor, ni el cisne la tiene tan sonora: “De buena gana te besaría, Filetas, pues
me gusta que me besen más que a ti pueda gustarte; pero advierte que lo que
solicitas es un don que no cuadra a tus años, pues tu vejez no te eximirá del
anhelo de perseguirme una vez me hayas besado: y no hay águila ni mano ni
ninguna ave de rapiña, por muy ligero que sea, pueda alcanzarme. No soy niño,
aun cuando lo aparente; más viejo soy que Saturno; más que el tiempo todo. Te
conozco desde tu juventud, cuando guardabas la vacada magnífica de tus padres
y estaba cerca de ti cuando tocabas la flauta bajo esas hayas, enamorado de
Amarilis. Pero aun cuando yo estaba junto a tu amiga, no me veías; te la di al fin y
de ella has tenido hijos que ahora cuidan de tus campos y ganado. En la
actualidad, protejo a Dafnis Cloe, y luego que los he reunido por la mañana, vengo
aquí a recrearme con tus árboles y flores, que son tan bellos porque las riega el
agua en que me baño, que es la de estas fuentes. Mira, y no verás ni una ramita
rota, ni un fruto desgraciado, ni una flor pisada, ni una fuente turbia. Y te digo que
eres feliz, porque tú solo entre todos los hombres, lograste en tu vejez ser querido
por mí”.

“Dicho esto, revoloteó por los arrayanes como un pajarillo y saltando de rama en
rama, subió a la cima. Noté entonces que tenía alas y un carcaj y un arco a la
espalda y luego ya no le vi más. Y a no ser que haya vivido en vano tantos años o
que con la vejez se hayan embotado mis sentidos, os afirmó que ambos estáis
consagrados a Amor y que Amor cuida de vosotros”.

Alegráronse al oír tales palabras como si hubiesen oído un cuento o una fábula.
Preguntáronle que era el Amor: si un pájaro o un niño, y qué poder tenía.
Entonces, Filetas les respondió:

---Amor es un dios, hijos míos. Es joven y hermoso, y tiene alas. Porque le gusta
la juventud, busca la belleza y encanta las almas. Reina sobre los astros y los
elementos, gobierna al mundo y conduce a los demás dioses como vosotros con
el callado que guiáis vuestros rebaños. Las flores son las hijas del Amor así como
las plantas y los árboles. Por él corren los ríos, manan las fuentes y los vientos
soplan. He visto a los toros enamorados. Mugen cómo si un tálamo les hubiese
picado. Vi al macho enamorado de la cabra, y por todas partes la seguía. Yo
mismo me enamoré de Amarilis. Y, entonces, no pensaba en comer ni en beber; ni
descansaba nunca. Mi alma padecía, estremecíase mi cuerpo, estaba callado
como un difunto. Me arrojaba a los arroyos como si me devorara un fuego
inextinguible. Invocaba a Pan, que fue herido por el amor de Pitis. Daba gracias a
Eco, porque llamaba a Amarilis, y de despecho rompía mi flauta, que ni acertaba a
obligar a mis vacas y no conseguía que viniese mi Amarilis. Pues no hay remedio,
ni filtro, ni hechizo, ni canto, ni palabras que curen el mar de Amor, como no sean
los besos y abrazos y acostarse juntos y desnudos.

Luego que les hubo instruido así se fue alejando Filetas, llevándose algunos
quesos frescos y un cordero añoso, que ellos le regalaron. Pero cuando hubo
desaparecido y quedaron solos y habiendo oído por primera vez la palabra Amor,
sintieron mayor angustia que antes y una vez en sus casas pasaron la noche en
comparar lo que sentían con las palabras del viejo.

“Los amantes padecen y nosotros padecemos; no cuidan de comer ni beber, y eso


nos pasa; no pueden dormir, y nosotros no cerramos los párpados; se les antoja
que ardan, y nosotros sentimos fuego en nuestras venas; anhelan verse y sólo por
vernos esperamos el día. Eso es, sin duda, lo que se llama amor: ambos
estábamos enamorados y lo ignorábamos. Pero si es amor lo que sentimos, soy
amado. ¿Qué me falta, pues? ¿Por qué vivimos angustiados? ¿Para qué nos
buscamos? Filetas no mintió. Ese rapaz que ha visto en su huerto, es el mismo
que en otros tiempos vieran nuestros padres, que les dijo en sueños que nos
enviaran al monte a guardar los rebaños. ¿Cómo podríamos atraparlo? Es
pequeño y escapará, pero nosotros no podemos escaparle, porque tiene alas y
nos alcanzará. ¿Habrá que recurrir a las Ninfas? Pan no favoreció a Filetas
cuando andaba enamorado de Amarilis. Probemos los remedios que nos
aconsejó: besos, abrazos y acostarse juntos desnudos. Verdad que hace frío; pero
lo soportaremos”.

Así, la noche les servía para recordar las enseñanzas del viejo Filetas.

Cuando, al apuntar el alba, llevaron sus rebaños a pacer, se besaron apenas se


vieron, cosa que no habían hecho hasta entonces y entrelazando los brazos
juntaron sus cuerpos. Pero vacilaban con el tercer remedio: desnudarse y
acostarse juntos, sin duda, porque requiere mayor atrevimiento que el que ambos
tenían. Tampoco pudieron descansar la noche siguiente más que la otra y sólo
pensaron en lo que habían hecho y en lo que omitieron, diciendo: “No hemos
besado sin provecho; nos abrazamos sin alivio; acostarse juntos debe ser el sólo
remedio para el mal de amor, pues debe ser más dulce que el beso”.

Como es natural, sus sueños fueron de amor y de besos, y lo que de día no


hicieron, hiciéronlo durmiendo. Apenas amaneció, se levantaron más enamorados
que nunca y llevando por delante sus rebaños, les costaba a encontrarse solos
para repetir sus besos, y apenas se vieron, apresuráronse uno hacia otro
sonriendo y luego se besaron y abrazaron; pero el tercer remedio no llegó, ya que
Dafnis no se atrevía a proponerlo ni Cloe iniciarlo, hasta que la casualidad
favorecióles.

Estaba sentado uno junto a otro en el tronco de una encina, y no cesaban de


besarse. Se abrazaron luego y tornaban a los besos. Y habiendo Dafnis apretado
mucho. Cloe se dejó caer de lado y él, para no perder la boca de su amada, la
siguió en la caída y así quedaron en el suelo como en sueños se vieron y
apretados y besándose quedaron largo rato, deleitándose de estar de aquel modo
enlazados, pero sin intentar nada más, porque aquello se les imaginaba ya el
término del deleite. La mayor parte del día la consumieron en aquel vano abrazo, y
llegó la noche, que maldijeron porque les obligaba a separarse. Recogieron el
ganado y lo llevaron al aprisco. Quizá hubiesen por fin conseguido su deseo, de o
estorbarlo un tumulto que ocurrió en aquella comarca.

Unos jóvenes ricos de Metimnia que querían divertirse durante aquellos días de
otoño, alejándose algo de tu tierra, botaron una barca al mar, convirtieron en
remeros sus criados y fueron hacia Mitilene, porque allí hay buenas hadas,
viviendas alegres, playas adecuadas para bañarse, lozanos jardines, sotos y
bosques, unos engendrados por la naturaleza y otros plantados por la mano del
hombre.

Vagando a lo largo de la costa, bajando donde les placía, no causaban daño ni


molestia a nadie y se entretenían en amenos pasatiempos. Tan pronto pescaban
con anzuelo y caña, como cazaban liebres con perros y lazos; o ya cogían,
cuando la ocasión se mostraba propicia, patos silvestres, ánsares y avutardas y
otra caza que les producía diversión y proveía su mesa. Si algo más necesitaba,
los campesinos se encargaban de proporcionárselo a mayor precio del corriente.
Sólo necesitaban pan, vino y techado, pues habiendo empezado el otoño, ya no
era prudente dormir en la barca, y por tal motivo sacaban la barca a la playa por la
noche, temiendo que una tormenta se la llevara.

Pero sucedió que un labriego de los alrededores, necesitando una cuerda para la
piedra del husillo de su lagar, porque la suya estaba deshilachada y rota, fue a la
playa y viendo que estaba sin guardián la barca, cogió la cuerda que la sujetaba a
la orilla y se la apropió. Al amanecer buscaron los mozos a cuerda; pero en vano,
y después de quejarse un rato, pusiéronse en marcha y fueron a parar a los
campos en donde estaban Dafnis y Cloe, porque se les antojó que por allí podrían
correr liebres. Como no tenían cuerda para atar la barca, tomaron verdes
mimbres, retorciéndolos e hicieron con ellos una soga para amarrar la barca.
Luego, soltaron los perros y tendieron lazos para donde les pareció conveniente.
Los ladridos y carreras de los perros asustaron a las cabras de Dafnis, que
bajaron de las colinas a las playa, y allí, no encontrando nada que comer, algunas
de las más atrevidas empezaron a roer la soga de mimbres verdes que ataba la
barca a la orilla.

Estaba la mar algo picada por la brisa de tierra que soplaba, y la barca, suelta ya,
se alejó mar adentro. Advirtiéronlo los cazadores, llamaron a los perros y a los
criados y tal batahola armaron que acudieron pastores, labradores y cuantos que
oyeron sus gritos; pero no pudieron remediar el daño, pues el viento, cada vez
más fuerte, se llevó la embarcación hasta alta mar.
Los mozos, afligidos e indignados, y viendo que perdían su buque, buscaron al
dueño de las cabras y encontrando a Dafnis entre los que les rodeaban,
arremetieron contra él y le pegaron. Hasta que hubo uno que, tomando la correa
con que atrailaba a los perros, quiso atarle les manos a la espalda. Dafnis gritaba,
pidiendo auxilio a sus convecinos, y sobre todo, llamaba a Lamón y Drías, los
cuales, acudiendo, le defendieron contra sus agresores, diciendo que, por lo
menos había que oír al mancebo, para ver si tenía o no culpa.

Accedieron a ello los de Metimnia y de común acuerdo se nombró árbitro a Filetas


el boyero, que por ser el más viejo de los presentes y que pasaba por ser hombre
inteligente y leal. Entonces los jóvenes formularon sus quejas en breves y claras
razones:

---Habíamos bajado a cazar a estos campos dejando nuestra barca atada con una
cuerda de mimbres verdes. Luego soltamos los perros. Llegaron las cabras de
este, se comieron los mimbre que ataban la barca y las olas se la han llevado mar
adentro, como vosotros habéis podido ver. El perjuicio que esto implica es grande.
¡Cuántos trajes perdidos! ¡Cuántos collares de los perros! ¡Y más dinero que el
necesario para comprar estos campos! En compensación, queremos llevarnos
este cabrero mentecato que guarda tan mal el rebaño y le lleva a pacer junto al
mar como si se tratase de un simple marinero.

De esta manera acusaron los Metimnios. Dafnis, aun cuando molidos los huesos
por los golpes que recibiera, vio que Cloe estaba presente y cobrando ánimos
respondió sin amedrentarse:

---Guardo bien mis cabras. No hay un solo vecino de la aldea que se haya quejado
de que ninguna de ellas dañara su huerta o destrozara sus vides. Estos que si son
cazadores torpes, cuyos perros, mal adiestrados corren sin ton ni son, ladrando
tanto y tan recio, que han asustado a mis cabras y las hicieron huir de la llanura y
de la montaña a la playa, como pudieron hacerlo los lobos. Vieron los mimbres y
los royeron. ¿Podían acaso en la playa comer tomillo o verde grama? Si su barca
se ha perdido, culpen a la tormenta y no a mis cabras. Dicen que adentro había
trajes, dinero y otras cosas. ¿Quién es tan necio que abandone una barca tan
provista sin dejar un guardián, y atada únicamente con unos mimbres verdes?

Al decir estas palabras rompió a llorar Dafnis moviendo a compasión a todos los
presentes, de tal modo, que Filetas, que debía pronunciar la sentencia, juró por el
dios Pan y por las Ninfas que Dafnis no tenía la menor culpa, ni sus cabras
tampoco, y que si alguna había, al mar y a los vientos debía culparse.

No fueron estas palabras aceptadas a los de Metimnia, que de nuevo quisieron


llevarse a Dafnis; pero éste se defendió con brío, sus convecinos le ayudaron y a
pedradas y a palo limpio ahuyentaron a los metimnios, y no cesaron en la
persecución hasta que estuvieron fuera de su territorio.

Dafnis y Cloe quedaron solos y ella le llevó a la gruta de las Ninfas, donde a su
sabor le lavó la cara, manchada por la sangre que los golpes hicieron salir de la
nariz, y luego, sacando del zurrón queso y unos bollos, hizo que los comiera, y
para que mejor se tranquilizara le dio con sus tiernos labios un beso más dulce
que la miel.

Así se libró Dafnis de aquel trance; pero no pararon allí las cosas. Los mozos de
Metimnia, que tuvieron que volver a su ciudad a pie, después de salir de ella en
una hermosa barca, y maltrechos y heridos después de partir alegres y sanos,
hicieron reunir al consejo de la ciudad, al cual pidieron venganza del insulto
recibido, ocultando la verdad para que no se burlasen de ellos por haberse dejado
apalear por unos aldeanos, y diciendo, por lo contrario, que se les había
despojado de su barca como si estuviesen en guerra y fuesen enemigos.

Los de Metimnia creyeron sus palabras, pues les veían heridos, y creyendo que
era razonable y justo vengar un agravio hecho a los jóvenes de las principales
familias de la ciudad, declararon la guerra a los de Mitilene, y sin enviar un heraldo
ni hacer declaración ninguna, ordenaron a su capitán que saliese a la mar con diez
galeras para saquear y asolar las costas enemigas. Pensaron que en aquella
época del año, no era prudente aventurar una flota más numerosa al ímpetu de las
tormentas.

Al día siguiente, hechos los aprestos necesarios y llevando soldados por remeros,
se hizo a la mar a la escuadrilla y sus tripulantes asaltaron muchos hogares,
talaron campos y prados, se apoderaron de mucho ganado, de grano en
abundancia y se llevaron cautivos a muchos campesinos; después desembarcaron
donde pacían los rebaños de Dafnis y Cloe y robaron y asolaron todo aquel
terreno. Dafnis no estaba a la sazón allí con su grey. Había ido al bosque a
recoger fronda verde para alimentar en invierno a sus cabritos, y viendo desde la
copa de los árboles a los enemigos, se ocultó en el tronco de una encina vieja.
Cloe, que guardaba entretanto el rebaño, huyó a toda prisa hacia la gruta de las
Ninfas, y allí rogó a los soldados que no le causaran daño a ella ni a las ovejas;
pero en vano. Pues los de Metimnia, después de burlarse de las imágenes de las
Ninfas, le arrebataron a ella y a las ovejas y se las llevaron por delante a varazos.

Viendo que ya no cabía más botín en las naves, no quisieron continuar con sus
saqueos y volvieron hacia su tierra, temerosos del invierno y de los enemigos.

Así se iban los metimnios, a fuerza de remos, haciendo poco camino, porque la
mar estaba quieta y no soplaba viento ni brisa; y Dafnis, saliendo de su escondite
cuando hubo pasado aquel barullo, no viendo ni sus cabras, ni las ovejas ni a
Cloe, sino los campos solitarios y en el suelo la flauta de Cloe, rompió en clamores
y llanto, y suspirando amargamente, tan pronto corría hacia un lado como hacia
otro, desde el punto donde acostumbraban a descansar hasta la orilla del mar,
para ver si la encontraba. Entró asimismo en la gruta de las Ninfas, hacia donde la
viera dirigirse, y allí, echándose en tierra ante las imágenes, quejóse de ellas
diciendo que le habían abandonado en aquel trance apurado.

Cloe, exclamaba, acaba de ser arrancada del pie de vuestros altares, y lo habéis
visto y tolerado ¡aquí os tejía hermosas guirnaldas! ¡La que os ofrecía siempre la
primera leche! ¡La que os ofrendó esta flauta que ahí está colgada! Jamás el lobo
me arrebató una cabra y los enemigos me han arrebatado ahora el rebaño entero
y mi zagala a un tiempo. Mataran y despellejarán a mis cabras, sacrificaran a las
ovejas, y Cloe estará lejos de mí en alguna ciudad extraña. ¿Cómo me atreveré a
ir a mi casa sin mis cabras y sin Cloe, para ser en lo sucesivo un miserable
ganapán, sin oficio, pues ya no tengo rebaño que guardar? Pero no; permaneceré
aquí esperando la muerte o que otros enemigos me prendan y se me lleven
también. ¡Ay, Cloe! ¿Padeces como yo? ¿Te acuerdas de estos campos? ¿Te
consuelan las ovejas y las cabras, que están prisioneras como tú?

Al terminar estas palabras, sobrecogióle un sueño irresistible, y se le aparecieron


las Ninfas bajo la apariencia de garridas y bellas mujeres, semidesnudas,
descalzas, suelta la cabellera y de todo punto parecidas a las imágenes. Advirtió
que tenían lástima de él, y la mayor de ellas le reconfortó diciendo:

---No te quejes de nosotras, Dafnis; más que a ti nos apena lo que le ha ocurrido a
Cloe. Por ella sentimos piedad, apenas nacida y cuando estaba abandonada en
esta caverna, la hicimos alimentar y vivir. Pues para tu gobierno, sábete que nada
tiene de común Cloe con Drías y sus ovejas, como tú con Lamón. Por lo que hace
a su suerte, cuidamos de ella. No quedará prisionera de esos soldados ni formará
parte de su botín. Pan, que está bajo ese árbol, y al que apenas ofrecéis nunca ni
una florecilla, ha escuchado nuestro lamento para que socorra a Cloe, porque trata
con guerreros y él mismo ha hecho la guerra, abandonando la quietud de los
campos. A la hora de ésta marcha contra los de Metimnia en calidad de enemigo
peligroso. Levántate y ve a consolar a Lamón y Mirtala, que se desesperan como
tú, creyéndote prisionero del enemigo. Mañana volverá Cloe con vuestras ovejas y
cabras. Y hasta entonces, Amor cuidará de vosotros.

Después de hablar estas palabras, llorando a la par de gozo y tristeza, se


prosternó Dafnis ante las Ninfas y les prometió, si Cloe volvía sana y salva,
sacrificarles la más hermosa de sus cabras, y corriendo hacia el árbol debajo de
cuya copa estaba Pan, representando con pies y cuernos de macho cabrío, con
una flauta en la mano y deteniendo con la otra un chivo, le adoró también, y le
rogó que hiciera volver pronto a Cloe, prometiéndole el sacrificio de un macho
cabrío y hasta la noche no cesó en sus lamentos. Por fin, recogiendo la fronda, se
volvió a la cabaña. Encontró allí a Lamón y Mirtala y les confortó; tomó luego un
bocado y se fue a acostar; pero no sin que antes llorara a su amada y rezara a las
Ninfas para que se le apareciesen otra vez y para que amaneciese pronto y con el
nuevo día viniera Cloe, como le prometieran. Jamás hubo para él noche tan larga.
Y he ahí lo que ocurrió en ella.

El jefe de los de Metimnia, después de navegar a remo por un espacio de un par


de horas, queriendo que descansara su gente, mandó echar anclas en una
ensenada que había al abrigo de un promontorio; pero no permitió que nadie
desembarcara, a fin de que nadie pudiera hacerles daño. Teniendo a bordo cuanto
era menester para regalar el paladar, empezaron a comer las vituallas que
robaron, y bebieron y se hartaron como para celebrar una victoria. Pero tan pronto
como cerró la noche, les parció que toda la tierra estaba abrazada por un incendio
formidable, y hacia alta mar oyeron un rumor lejano y poderoso como el que
produce los remos de una gran flota. El susto fue general; unos pedían armas para
combatir, otros llamaban a los compañeros, éste imaginaba estar herido, aquél
creía ver un hombre muerto a sus pies. Reinaba un tumulto como de combate y,
sin embargo, no había enemigos que le combatieran.

Después de una noche tan terrible, sobrevino un día que les amedrentó más, pues
vieron los machos y las cabras de Dafnis con la cornamenta envuelta en hiedra
con un corimbo, y las ovejas y los mornecos de Cloe aullaban como lobos, y ella
misma aparecía coronada, y ella misma aparecía coronada de ramas de pino. En
el mar sucedieron cosas portentosas. No era posible levar anclas, porque
permanecían agarradas al fondo; cuando querían remar, se rompían los remos;
los delfines, saltando en torno de las naves, desbarataban a coletazos la trabazón
de las maderas. En lo alto del promontorio, resonaban el son de una zampoña de
siete cañas, pero su música causaba pavor, como un himno de guerra, y todo
aquello aterraba a los soldados, que apercibían a las armas sin que a nadie
pudiesen combatir, y pedían que llegara la noche, como si con ella debiese cesar
el espanto.

Había entre ellos algunos que conservaban la serenidad y comprendían que todos
aquellos prodigio los suscitaba Pan, irritado contra ellos; pero no adivinaban en
que pudieron ofenderlo, hasta que a cosa del mediodía, el capitán, durmiéndose
por mandato divino, vio a Pan que le decía:

“! Perversos y sacrílegos! ¿Cómo os atrevéis a talar los campos que me son


caros, a robar los rebaños que protejo y arrancar de un lugar santo una doncella
que es amada de las Ninfas? ¿Cómo no les temisteis a éstas, y a mí, que soy el
dios Pan? No veréis jamás a Metimnia si lleváis tal botín y os perseguirá el sonido
de la zampoña que os asusta. Pereceréis todos, sino devolvéis a Cloe a las Ninfas
y con ella sus ovejas y cabras. Levántate al punto y déjala en tierra con los
rebaños y así estaréis, ella y vosotros, en salvo”.

Al oír tales palabras, el capitán Briaxis despertó con sobresalto, y llamando a los
jefes de las naves, les ordenó buscar entre los cautivos a una doncella llamada
Cloe. Dieron con ella y la llevaron sin tardanza a presencia del capitán, el cual, en
su propia galera, la llevó a la playa. Apenas hubo desembarcado la zagala, resonó
el sonido de una flauta en el promontorio, y al oír aquella música pastoril, las
cabras salieron de la nave y más veloces aun las ovejas, brincando.

Pusiéronse en derredor de Cloe formando un coro y saltaban dando muestras de


alegría mientras tanto las cabras de los demás pastores, así como sus ovejas y los
bueyes no se movían de su sitio a bordo de las naves, como si no oyeran el
llamamiento de la flauta, y todos quedaron maravillados y alabaron la bondad y el
poder de Pan. No cesaron aquí los portentos, sino que las galeras arrancaron sin
levar anclas y un delfín, saltando delante de la capitana, las guiaba. En tierra sonó
una melodía dulce y las ovejas y cabras caminaban y pacían a un tiempo,
conducidas por aquella música cuyo autor no se veía.

Era la hora de la tarde en que se conduce las greyes al campo. Dafnis, viendo
desde un risco a Cloe con los rebaños:

--- ¡Oh Ninfas! ¡Oh Pan! ---exclama, y bajando al llano corre hacia su amada y se
echa en sus brazos, enajenado de gozo.

Reanimáronle los besos de Cloe, que le apretaba contra su seno, y juntos se


fueron y se sentaron bajo la encina. Cloe le contó su rapto en la gruta, cómo la
llevaron al buque, de qué modo se coronaron de hiedra las ovejas y cabras y de
pino ella; cómo ardió la tierra y balaron las cabras y aullaron las ovejas; el
estruendo del mar, el son tremendo de la zampoña, la noche temerosa, y cómo
una melodía divina la guió por todo el camino, sin que viera quien la producía.

Reconoció Dafnis la intervención de Pan y de las Ninfas, contó por su parte a Cloe
cuánto había visto y cómo le consolaron las Ninfas. Mandó avisar a Lamón y
Drías, rogándoles que trajeran lo necesario para un sacrificio, y escogiendo la
mejor cabra de su rebaño, la coronó de hiedra, y después de verterle leche entre
los cuernos, la sacrificó a las Ninfas, las despellejó y les consagró la piel.

Cuando llegó Cloe con Lamón y Drías y sus mujeres, asó parte de la carne, hizo el
resto; ofreció a las Ninfas las primicias, les hizo una libación de mosto y
preparando lechos de ramas verdes para los convidados, comió con ellos; pero sin
perder de vista al ganado por temor a los lobos. Después de comer, entonaron
himnos en loor de las Ninfas y al llegar la noche durmieron al raso. Al despertar se
acordaron de Pan. Tomaron el manso del rebaño y coronado de pino le llevaron a
los pies del dios y allí le sacrificaron, cantando las alabanzas de Pan. Luego, la
piel, con los cuernos, fue atada al árbol, junto a la imagen de Pan, ofrenda pastoril
al dios de los pastores. Ofreciéronle también las primicias e hicieron en su honor
las libaciones de costumbre. Cantó Cloe, Dafnis tocó la flauta y todos hicieron
honor al festín.

En esto apareció el boyero Filetas para ofrecer al dios unas guirnaldas de flores y
unos racimos de uvas con pámpanos y sarmientos. Le acompañaba su hijo menor,
Titiro, muchacho rubio y colorado, vivo y ágil como una ardilla. Los presentes se
levantaron apenas apareció Filetas y con él fueron a coronar a Pan; luego,
haciéndole sitio, le invitaron a comer. Cuando el calor de la comida y del vino
desató las lenguas, hablaron los viejos de sus verdes años. Cuál se alababa de
haber muerto un lobo, cuál de haber escapado de los piratas que en una ocasión
intentaron apresarlo, éste de que no había corredor tan ligero como él, otro que
nadie, excepto Pan, sabía tocar con tanta maestría la flauta. Éste era Filetas.

Dafnis y Cloe le rogaron que les deleitara tocando algo, lo cual honraría al dios
cuya fiesta celebraran. Replicó Filetas que los años le habían quitado el aliento;
pero tomó la flauta de Dafnis. Pero le pareció ser pequeña para mostrar toda su
habilidad, y envió a Titiro a que le trajese la suya. El muchacho apretó a correr
como un gamo, y entretanto Lamón contó la fábula de Siringa, para saber la cual
dio un pastor de Sicilia un chivo y una flauta.

Siringa, dijo, que ahora es una flauta pastoril, fue en otro tiempo una hermosa
doncella de buena voz y muy experta en el arte de la música. Guardaba cabras y
cantaba y jugaba con las cabras. Pan, que la veía en el campo jugando y
cantando, le dijo que le consintiese en lo que él quería, prometiéndole que las
cabras siempre tendrían pasto doble. Ella se rió de su amor y dijo que no
solamente no lo alcanzaría el que parecía un macho cabrío, sino ningún otro
hombre. Pan quiso emplear la fuerza; pero ella huyó y persiguióla él. Mientras
pudieron sostenerla las piernas, corrió; pero al fin, fatigada, se tiró a un pantano y
allí desapareció, entre los cañaverales. Pan, enfurecido, cortó las cañas, más en
vez de encontrar a la esquiva, encontró un desengaño, e imaginó, en recuerdo de
su amor, un instrumento, juntando con cera cañas desiguales, por ser desigual su
amor, como ellas. Así, la que fue doncella hermosa, es hoy flauta sonora.

Terminado que hubo Lamón, su fabuloso relato, mientras decías Filetas que jamás
había oído otro que pudiera comparársele, llegó Titiro con la flauta de su padre,
que era grande, echa con cañas gruesas y pegadas con bronce por encima de la
cera. Dijérase que era la primera flauta que construyó Pan. Filetas se puso en pie,
probó si el viento colaba bien por los canutos, y viendo que cada uno de ellos
daba el sonido que debía, sopló con brío y se oyó como un concierto de muchas
flautas, según resonaba la suya. Luego perdió fuerza el sonido y ganó en suavidad
y melodía, y a los reunidos les enseñó cuál es la tocata más propia para los
bueyes, cuál la que gusta más a las cabras, y la que encanta a las mansas ovejas;
la de éstas, suave; clara y aguda de las cabras, grave y recia la que place a los
bueyes; y en una sola flauta imitaba las del boyero, las del cabrero y las del pastor
de ovejas.

Escuchaban embelesados los comensales a Filetas. Drías le rogó que tocara


alguna canción en honor a Baco y entretanto él bailó una danza de la vendimia,
imitando los ademanes del cogedor, del que lleva las uvas en cestos, del que pisa
la uva en el lagar y del que vierte el mosto en las tinajas y lo prueba. Y todo
aquello lo animaba con tal arte y gracia, que parecía que el espectador
contemplaba los cuadros y escenas que evocaba el baile.

Después de haber bailado, Drías besó a Dafnis y a Cloe. Estos se levantaron a su


vez y bailaron el cuento de Lamón. Dafnis se convirtió en Pan y Cloe en Siringa. El
declaraba su pasión y ella se reía; escapaba y la perseguía, corriendo con las
puntas de los pies, para remedar las pezuñas del macho cabrío; Cloe fingía
cansancio y se ocultaba en el bosque, a falta de cañaverales.

Entonces Dafnis, tomando la flauta de Filetas, le arrancó primero un sonido


quejumbroso y prolongado, como si Pan se quejara de la jovencita; luego un
clamor apasionado; después una llamada viva, como para saber dónde estaba.
Tan diestro se mostró Dafnis, que el propio Filetas quedó maravillado, y corriendo
hacia el mozo le besó y le regaló la flauta, rogando a los dioses que Dafnis
pudiese legarla a un pastor digno de ambos.

Dafnis ofrendó la suya a Pan y como ya anochecía, después de besar a Cloe,


condujo su rebaño al aprisco al son de la flauta y Cloe le siguió con sus ovejas.

Ovejas y cabras andaban juntas unas a otras, y así también Dafnis y Cloe, que a
lo largo del camino iban besándose y así hasta cerrada la noche. Al dejarse,
quedaron en que, al día siguiente, sacarían más de mañana que de costumbre sus
rebaños. Y así, apenas apuntó el día, volvieron a los pastos y después de saludar
a las Ninfas y a Pan, se sentaron al pie de la encina y tocaron la flauta; se
besaron, se abrazaron, se acostaron muy juntos y, sin hacer nada más, se
levantaron y pensaron en comer. Y bebieron en el mismo cazo vino mezclado con
leche.
Como aquellas cosas los enardeciesen más, se enredaron en amorosa porfía y
quedaron por exigirse mutuamente un juramento solemne de amor. Dafnis, yendo
al pino de Pan, juró no vivir un solo día sin Cloe y la doncella penetrando en la
gruta, juró amar en vida y en muerte a Dafnis. Pero a fuerza de inocente, quiso
que Dafnis le hiciese de nuevo juramento. Y le dijo:

---Pan, Dafnis mío, es un dios voluble en quien no se puede confiar. Amó a Pitis y
a Siringa; persigue a las Ninfas Epimélides y se le ve siempre en torno a las
Dríadas. Si faltas a la fe que me juras, se reirá, así tengas más amantes que
canutos tu zampoña. Júrame, pues, por tu rebaño y por la cabra que te crió, que
no has de abandonarme; y si yo te faltase, perjura a ti y a las Ninfas, huye de mí,
aborréceme o mátame como a un lobo.

Agradóle a Dafnis ese arranque de Cloe, y de pie, con una mano sobre una cabra
y otra sobre una oveja, juró que amaría a Cloe mientras ella le amara, y que si ella
amase a otro, se mataría él. Cloe creyó en ese juramento y se sintió feliz, como
zagala para quien las cabras y las ovejas eran los dioses propios de los pastores y
de los cabreros.
Libro Tercero
En cuanto los de la ciudad de Mitilene supieron que los de Metimnia habían
enviado diez galeras contra ello y conociendo por los campesinos el daño que
habían causado en sus tierras y bienes, creyeron que sería propio de cobardes
soportar tal ultraje y decidieron amarse contra ellos. Reunieron al punto tres mil
infantes y quinientos caballos y los enviaron por tierra con su capitán Hipaso,
temiendo que, por aproximarse el invierno, pudiera ocurrirles algún accidente si
iban embarcados.

Emprendió, pues, su campaña, pero no saqueó los pueblos de los metimnenses,


ni se apoderó del ganado de los aldeanos, pensando que tales fechorías eran
propias de forajidos y no de soldados. Se dirigió en derechura hacia la ciudad
prometiéndose encontrarla abierta y sin defensa. Pero cuando estuvo a cuarenta
estadios de ella le salió al encuentro un heraldo pidiéndole treguas en nombre de
los metimnenses, pues sabiendo por sus prisioneros que los de Mitilene ignoraban
lo que había ocurrido en realidad, sentían mucho haber ofendido tan a la ligera a
sus vecinos y deseaban de veras poder restituir lo que tomaran, a fin de poder
comerciar y relacionarse como antes sin temor ni riesgo.

Hipaso envió un mensajero a repetir el senado de Mitilene estas palabras, a pesar


de que tenía plenos poderes para obrar como mejor le pareciera, y fue a acampar
a tres estadios de Metimnia. Al cabo de dos días recibió orden de admitir las
restituciones y de volverse sin causar ningún daño, pues pudiendo escoger entre
la paz y la guerra, los senadores prefirieron la paz. Así termino la lucha entre
Metimnia y Mitilene, que acababa como empezó: por resolución súbita.

Entonces llegó el invierno, más amargo que la guerra para Dafnis y Cloe, pues el
frío cubrió de nieve los caminos y encerró a los labradores en sus casas, los
torrentes impetuosos bajaron de las montañas, helábase el agua, parecían
muertos los árboles y sólo se veía la tierra en torno de sus fuentes y de algunos
arroyos. No se podía llevar el ganado al monte, ni las gentes asomaban la cabeza
a las puertas, sino que encerrados en sus casas o barracas, encendían tan
grandes fuegos y tan pronto como cantaban los gallos, en torno de aquéllos
trabajaban en lo más necesario. Unos retorcían hilo, otros tejían pelo de cabra,
cuáles hacían lazos para coger liebres y conejos. A los bueyes había que darles
paja para comer en el establo; a los carneros y cabras alfalfa en el aprisco; y
harina y bellotas en la pocilga los cerdos.

Como a causa de la inclemencia del tiempo cada cual se veía obligado a


permanecer en su casa, tanto como los pastores como los labradores se holgaban
de ello, pues así descansaban, comían a sus anchas, dormían cuanto el cuerpo
les pedía, y así el invierno les parecía la mejor estación del año, sin exceptuar la
primavera. Pero Dafnis y Cloe, que se acordaban de los placeres pasados, de los
besos y abrazos, y de sus alegres juegos y pasatiempos en el campo, suspiraban
la noche entera sin poder dormir, y esperaban la nueva estación como una
segunda vida después de la muerte.

Cuantas veces veían el zurrón de donde solían sacar la comida sentían


oprimírseles el corazón, y si miraban el cuenco donde acostumbraban a beber uno
en pos de otro o advertían la flauta arrinconada en tierra, se aumentaba su pena.
Así es que rogaban a las Ninfas y a Pan que remediaran sus males y devolvieran,
a ellos y a las ovejas y cabras, el sol claro y esplendoroso; y mientras así
impetraban a los dioses, ideaban algún ardid para verse. Cloe, por su parte, no
hubiese sabido inventar ningún artificio, pues la que creía ser su madre estaba
siempre junto a ella, cardando lana, hilando y hablando de casarla; pero a Dafnis,
que disfrutaba de más libertad que Cloe y que era más listo también, se le ocurrió,
para verla, lo siguiente:

Ante la casa de Drías, junto a la pared del patio, habían crecido dos altos mirtos y
una hiedra; los mirtos muy cercanos uno al otro y casi tacándose por su pie, de
modo que la hiedra los envolvía a los dos trepando como una parra y formaba
entre ambos una especie de celda medio oculta por la abundancia de las hojas.
Dentro de ella colgaban infinidad de racimos negros como los de las uvas, y a
causa de ello, y especialmente en invierno acudían allí infinidad de pájaros que no
encontrando comida en otra parte, comían vorazmente los granos de la hiedra.

Dafnis salió de su casa diciendo que iba a cazar aquellos mirlos, zoritas, zarzales
y gorriones. Llenóse el zurrón de panecillos, bollos de miel y también de liga y de
lazos para que le creyeran sus padres. La distancia entre las dos casas era de
unos tres estadios. Costárale trabajo recorrerla a causa de la nieve no bien
endurecida por el frío; pero el Amor que tiene alas las presta a los que aman y
pasa por todas partes y salva el agua, el fuego y la nieve, aunque sea la de
Escitia.
Dafnis recorrió aquella distancia de un tirón y llegado que hubo ante la vivienda de
Drías, sacudió la nieve de los pies, tendió los lazos, puso liga en muchas ramitas y
se colocó el acecho de los pájaros y más aún de Cloe.

Muchos fueron los pájaros que cazó, tantos, que no se daba puntos de reposo en
cogerlos, matarlos y plumarlos; pero ni hombre ni mujer, ni gallo ni gallina, salían
de la casa, sino que dentro de ella estaban al amor de la lumbre, y el pobre Dafnis
se lamentaba de haber llegado en hora tan intempestiva. Imaginó un pretexto para
entrar en la casa; pero no encontraba ninguno plausible.

---Pediré candela.

--- ¿Cómo? ¿Tan lejos acudes para ello, teniendo vecinos más cerca?

---Deseo pan.

--- ¡Bah! Tienes el zurrón lleno de comestibles.

---Diré que no tengo vino.

---Raro es eso, acabando hace poco la vendimia.

---El lobo me persigue.

--- ¿Dónde están sus huellas?

---Vine a cazar pájaros.

---Ya puedes marcharte contento, pues tantos has cobrado.

---Quiero ver a Cloe.

---Eso cuesta confesarlo a los padres de la muchacha. Cualquier cosa que diga
hará sospechar. Me voy. La veré esta primavera, puesto que la suerte no me
favorece.

Tomada esta resolución y guardando el fruto de su caza, se disponía a partir


cuando Amor sintió piedad del mancebo y sucedió esto.

Estaban Drías y los suyos sentados en torno a la mesa y a punto de comer


cuando un perro del ganado, aprovechando un descuido, pilló una tajada de carne
y escapó con ella en la boca. Verlo Drías, coger un palo, salir detrás del perro y
procurar alcanzarlo fue todo uno. Pero al pasar corriendo por donde Dafnis estaba
ya a punto de marcha, reparó en el mozo, y olvidando perro y carne, se le acercó,
saludóle alegremente, le dio un abrazo y lo llevó a su casa. Al verse Dafnis y Cloe
poco faltó para que la emoción no les hiciera caer desvanecidos.
Mantuviéronse firmes, por un esfuerzo de voluntad, se saludaron y besaron y éste
fue el mejor cordial para sostener su ánimo.

Después que, contra lo que esperaba, hubo Dafnis visto y besado a su Cloe, se
sentó satisfecho y sacando del zurrón los pájaros y palomas que cazara, contó
que, aburrido por el largo encierro, había salido de su casa a cazar pájaros y
mostró cómo a unos los cogió con lazo y a otros con liga cuando acudían a picar
en los arrayanes y la hiedra. Ponderaron los presentes su maña, y le convidaron a
comer lo que el mastín había dejado. Drías hizo que Cloe le escanciara bebida y la
moza sirvió a todos antes que a Dafnis, fingiendo estar incomodada, porque,
habiendo llegado en busca de caza, se marchaba sin saludarlos. Pero, a pesar del
enojo, antes de presentarle el vaso bebió un sorbo del contenido y Dafnis, aun
cuando sentía sed, bebió despacio para que durase más el placer que le producía
aquella bebida.

Terminada la comida le preguntaron por Mirtala y Lamón, afirmaron de eran


dichosos de tener tal apoyo en su vejez; elogio que encantó a Dafnis por
hacérselo en presencia de Cloe. Y cuando le dijeron que quedase allí hasta el día
siguiente, en que hacían un sacrificio a Baco, fue tal su alegría que poco faltó para
que los adorara en vez de adorar al dios. Entonces sacó Dafnis del zurrón las
polainas y los pájaros, que las mujeres prepararon para la cena, y hablando y
riendo pasaron cerrado la noche. Entonces, bien encendido el fuego, llena la jarra
de vino, pusiéronse a la mesa y se entretuvieron contando cuentos y cantando
hasta que les entró el sueño y se acostaron y entonces Cloe con su madre y
Dafnis con Drías. Cloe pensó complacida en su amigo a quién vería al despertar y
Dafnis, contento de dormir con el padre de su amada y pensando en ésta en
sueños, más de una vez besó y abrazó a Drías imaginando que besaba a su hija.

Al amanecer arreciaba el frío y el cierzo era tan áspero que todo lo agitaba. Se
levantó Drías y sacrificó a Baco un chivo añal, encendió fuego y preparó el
almuerzo. Mientras Napé cocía el pan y Drías cuidaba de asar el chivo, Cloe y
Dafnis que a nada tenían que atender salieron de la casa y se fueron bajo la
hiedra. Tendieron muchos lazos, untaron varillas con liga, cogieron buen número
de pájaros y palomas torcaces y de continuo se besaron deleitándose lo indecible
y decían así:

---Por ti vine, Cloe.

---Ya lo sé, Dafnis.

---Por ti mato estos pobrecillos. ¿Te acuerdas de mí? ¿Me amas como antes?
---Lo mismo; te lo juro por las Ninfas, que volveremos a coronar en la gruta cuando
se haya fundido la nieve.

--- ¡Ay, Cloe! ¡Cuánta hay! ¿No me desharé yo antes que ella se funda?

---No te dé pena, Dafnis; ya viene la primavera. El sol calentará.

--- ¡Ojalá ardiese con la llama que abrasa mi corazón!

--- ¡Pícaro! Te burlas de mí y me engañarás algún día.

---Nunca. Te lo juro por tus ovejas, como me hiciste jurar.

Mientras así respondía Cloe a Dafnis, Napé los llamó y volvieron a la casa con
más pájaros que el día anterior. Después de hacer una libación a Baco,
sentáronse a la mesa a comer, coronados de hiedra. Después que hubo comido y
haber entonado un himno al dios, llegó la hora de marcharse y habiéndole llenado
de pan y carne el zurrón y devuéltole sus palomas y zorzales para que con ellos
se regalara Mirtala y Lamón, despidieron a Dafnis diciendo que ellos tendrían
cuantos pájaros quisieran mientras quedase hiedra entre los arrayanes. Al partir,
Dafnis besó primero a los padres y luego a Cloe, a fin de que le quedara en los
labios el gusto de su regalado beso. En otras ocasiones, con fútiles pretextos
volvió varias veces, de modo que el invierno no fue del modo triste para la pareja
enamorada.

Apenas llegó la primavera y se fundió la nieve, se descubrió el suelo y retoño la


hierba, los pastores salieron al campo con sus rebaños y Dafnis y Cloe primero
que los otros, porque servían a un pastor soberano. Corrieron ante todo a la gruta
de las Ninfas, después al pino el cual estaba Pan, y por fin, se sentaron al pie de
la encina, besándose y mirando cómo pacían las ovejas. Luego fueron a coger
flores para entretejer guirnaldas a los dioses. Pero apenas empezaban a brotar las
flores al suave soplo del céfiro que las reanimaba y al calor del sol que las
entreabría. Sin embargo, pudieron encontrar violetas, narcisos y corregüelas y
otras primicias. Con ellas tejieron coronas para los dioses y les ofrecieron leche
nueva de sus ovejas y cabras; tocaron asimismo la flauta para iniciar a los
ruiseñores a que cantasen a su vez, y ellos respondían desde la enramada,
recordando el dulce nombre de Itis que el largo silencio les había hecho olvidar.

Balaban las ovejas, brincaban los corderos y se inclinaban para chupar el pezón
de la ubre; los moruecos perseguían a las ovejas que no habían tenido cría y cada
uno cubría la suya. A las cabras les perseguían los machos y reñían entre sí, y
cada cual tenía sus cabras y las vigilaba y las guardaba para que otro a hurto no
las gozara. Tales escenas que reanimaran el fuego de Venus en los cansados
viejos, enardecían a aquellos dos seres jóvenes y briosos que desde tanto tiempo
anhelaban hallar el fin del Amor. Lo que veían les abrasaba, y ansiaban encontrar
algo más voluptuoso que los besos y los abrazos, pues éstos no bastaban para
calmar el fuego que les consumía. Dafnis especialmente, a causa del largo reposo
invernal estaba rijoso y alborotado y los besos y los abrazos en vez de calmarle le
emberrenchinaban más.

Perdía a Cloe que se prestase a cuanto él quisiera y que permaneciesen más


tiempo desnudos y acostados juntos, pues decía:

---Esto es lo único que nos falta hacer como es debido de cuanto nos enseñó
Filetas para calmar el amor.

Cloe le preguntaba que podía haber más allá del beso y del abrazo y qué es lo
que pensaba hacer cuando se acostaran desnudos.

---Lo que los moruecos hacen a las ovejas y los machos a las cabras. Fíjate en
que, después de hacerlo, ni las ovejas huyen ni los moruecos las persiguen, sino
que ambos pacen amigablemente, satisfechos y calmosos. Debe de ser algo más
sabroso que lo que hacemos, y cuya dulzura hace olvidar la inquietud amorosa.

---Es verdad, pero ¿no has notado que las cabras y los machos, las ovejas y los
carneros, hacen eso de pie, saltando los machos encima de las hembras? ¿A qué,
pues, he de tenderme contigo en el suelo, desnuda? ¿No está el ganado más
vestido que yo con su pelo o su lana?

Convino Dafnis en que tenía razón su amada; pero tendióse al lado de Cloe y
reflexionó largo rato sin poder descubrir cómo alcanzar lo que deseaba. Después
hizo que se levantara Cloe y la abrazó por detrás como hacían los carneros; pero
nada logró y quedó más desconsolado que antes. Se sentó de nuevo y rompió a
llorar diciendo que era más torpe que los moruecos para las obras de amor.

Había un vecino llamado Cromis labrador, de edad madura que había casado con
una mujercita joven, bonita y más cuidada que las campesinas hija de la ciudad.
Lycenia, que así se llamaba, a fuerza de ver todos los días pasar a Dafnis cuando
salía por la mañana a llevar el rebaño al monte y por la tarde cuando iba a
encerrarlo en la majada, se enamoriscó del mozo y entró en ganas de tomarlo por
amante. Salióle al paso distintas veces, le habló a solas y supo engatusarle
regalándole un día una flauta, otros unos bollos de miel y un zurrón de piel de
ciervo; pero no atrevió a insinuarse más claramente pensando que amaba a Cloe
al ver que buscaba siempre su compañía. Pero nada sabía de cierto, pues sólo
había sorprendido risas y miradas entre ellos. Un día, queriendo cerciorarse de si
andaba equivocada, pretextó que había parido una vecina y dijo a Cromis que iba
visitarla. Lo que hizo en realidad fue seguir a los dos muchachos y ocultándose
entre unas matas para que ellos no la vieran, pudo enterarse de cuanto hacían y
decían y supo entonces por qué lloraba el pobre Dafnis. Compadeció a los
amantes y creyó que se le presentaba ocasión oportuna de hacer dos veces el
bien: una mostrando a aquellos inocentes cómo podían realizar sus amorosos
deseos, y otra logrando su gusto.

Decidida a no desperdiciar la coyuntura, al otro día dijo a su marido que debía


repetir la visita a la parturienta, y en vez de hacerla, se encaminó en derechura a
la encina, donde estaban Dafnis y Cloe, y fingiendo una pena que no sentía, dijo:

--- ¡Favoréceme, Dafnis! ¡Desdichada de mí! Un águila me ha robado el más


hermoso de mis gansos. Fatigada con tanto peso no ha podido volar hasta esa
peña donde tiene el nido y se ha emboscado en lo más espeso del soto. Yo no me
atrevo a entrar sola allí; siento miedo. Ven conmigo a la espesura y quizá pueda
recuperar el ganso. No permitas que quede incompleta mi manada. Quizá puedas
matar el águila, y así no te robará más corderos y cabritos. Cloe te guardará el
rebaño, pues las cabras ya la conocen de estar tanto tiempo juntos.

No sospechando Dafnis el propósito de la joven, se levantó y empuñando el


cayado se fue con Lycenia. Ésta le llevó lejos de Cloe, en lo más espeso del
bosque, al pie de una fuente, y allí le dijo, después de que le hubo hecho sentar a
su lado:

---Dafnis, tú amas a Cloe. Las Ninfas me lo han dicho esta noche. Mientras dormía
me contaron que llorabas ayer y me ordenaron que curara tu aflicción explicándote
que el amor no consiste solamente en besos y abrazos, ni en imitar a los
moruecos y los machos, sino caricias mucho más suaves y ardientes que todo
eso. Así, si quieres consolar la pena que te atosiga y dar con el placer que
anhelas, te has de entregar a mí como aprendiz obediente y listo y yo, por amor de
las Ninfas, te mostraré cómo debes conducirte.

Dafnis no cabía en sí de gozo, como rústico inocente y enamorado. Arrodillóse a


los pies de Lycenia y le rogó con fervor que le enseñara tan dulce tarea, a fin de
realizarla luego con Cloe; y como si se tratara de algún grande y misterioso
secreto, le prometió un corderillo, quesos frescos, nata con miel y hasta una cabra.
Viendo que era más cándido y puro de lo que imaginaba, empezó a adiestrarlo sin
perder momento. Le hizo sentar junto a ella, y le dijo que la besara como solía y la
abrazara a un tiempo y que luego se tendiese en el suelo. Y cuando él hubo hecho
todo eso sin cesar de besarla, ella se cercioró de que todo estaba en su punto, y
entonces haciendo que se levantase de un lado se deslizó con destreza debajo de
él y le enseño el camino que en vano buscaba, y no fue preciso más para
instruirle, úes el instinto natural hizo lo demás que es de uso.
Una vez terminada la instrucción amorosa, Dafnis, que conservaba su candor,
quiso correr en busca de Cloe para hacerle lo que acaba de aprender, a fin de que
no se le olvidara. Pero Lycenia le contuvo y le dijo:

---Es necesario que sepas, Dafnis, que a mí, como soy ya mujer, no me hiciste
daño alguno porque ya otro hombre me había enseñado el oficio y obtuvo mi
doncellez por premio; pero Cloe, la primera vez que entable contigo esa lucha
sabrosa, gemirá y llorará y quizá sangre como si la hubieses herido; pero no te dé
miedo, y cuando quiera prestarse a este juego, tráetela aquí a fin de que si gime,
nadie la oiga, si llora nadie la vea, y si sangra, pueda lavarse en esta fuente. Y no
olvides que yo te he hecho hombre antes de Cloe.

Cuando le hubo dado estos consejos, Lycenia se fue bosque adentro como si
buscara su ganso y Dafnis, pensando en lo que acaba de decirle, no supo si se
atrevería a pedir a Cloe lo que anhelaba o si se contentaría con los besos y
abrazos. No quería hacerla gemir, porque le parecía que eso sería tratarla a fuerza
de enemiga, ni hacerla llorar, señal evidente de que la causaba daño, ni hacer que
sangrara, pues, siendo novicio, temía aquella sangre y pensaba que era imposible
que hubiera sangre sin herida. Volvió del bosque decidido a deleitarse con ella
como de costumbre y llegando a su lado la encontró tejiendo una guirnalda de
violetas y le contó que había arrebatado el ganso de Lycenia de las mismas garras
del águila, y luego la beso como Lycenia le había besado en el deleite, pues ya
sabía que aquello no causaba ningún daño. Y Cloe le puso la guirnalda y le besó
el cabello que a juicio suyo olía mejor que las guirnaldas; y luego sacó del zurrón
pasas y bollos y a menudo le tomaba un bocado de lo que comía, como los
pequeñuelos de los pájaros toman comida del pico de sus padres.

Y mientras comían, y más que comer se besaban y acariciaban, vieron una barca
de pescadores que navegaba a lo largo de la costa.

Había caído el viento, el mar estaba como un espejo y era preciso remar. Los
pescadores lo hacían con rapidez y fuerza para llevar fresco el pescado a la gente
rica de la ciudad. Los marineros, para sentir menos la fatiga del trabajo, cantaban.
Uno de ellos entonaba una canción que marcaba el ritmo de los remos y los
demás, lo mismo que en un coro, a intervalos regulares y medidos unían su voz a
la del principal cantor. Mientras bogaron por alta mar el ruido de los remos y el son
de las voces se perdían en el aire; pero al doblar la punta de un cabo y al penetrar
en una ensenada profunda y en forma de media luna, oyó más recio el ruido de los
remos y el coro de la canción, porque el fondo de la ensenada terminaba en un
valle encajonado, el cual, recibiendo el sonido como el viento que se cuela en una
flauta, repetía armoniosamente el rumor de los remos y la voz de los cantores; y
era un concierto grato que embelesaba, pues primero se oían las voces que
llegaban del mar y después las que desde tierra repetían, más remisa, la armonía
de aquellas.

Dafnis ya sabía de qué se trataba, miraba hacia el mar y le encantaba ver como la
barca volaba como una flecha y procuraba retener algo de aquellas canciones
para tocarlas luego en su flauta; pero Cloe que jamás había oído aquella
resonancia de la voz que llaman eco, miraba tan pronto al mar cuando los
pescadores cantaban, como a tierra, para ver quién les respondía. Una vez
hubieron parado, reinó profundo silencio y Cloe preguntó a Dafnis si detrás de
aquel cabo había otro mar, otra barca y otros marineros que cantaban. Él sonrió
dulcemente y más dulcemente aún la besó, luego ciñéndose la guirnalda de
violetas a las sienes, empezó a contarle la fábula de Eco, pidiéndole por pago del
cuento tan hermoso diez besos más. Y le dijo así:

“Hay, amiga mía, muchas clases de Ninfas, unas son de los bosques, otras de los
prados y de las aguas, todas bellas, cantoras primorosas. Fue una de ellas Eco,
mortal porque padre mortal fue el suyo y hermosa porque lo fuera su madre.
Criáronla las Ninfas, instruyéronla las Musas, que le enseñaron el arte de tocar la
lira y la cítara y cantar según las leyes de la armonía. Cuando llegó a la flor de la
edad, bailaba con las Ninfas, cantaba con las Musas; pero huía de todo varón, lo
mismo de los dioses que de los hombres, por amor de su virginidad. Pan se enojó
contra ella porque cantaba tan bien y despechado por no poder gozarse en su
belleza. Enfureció a los pastores de aquella comarca que, como lobos o perros
rabiosos, despedazaron a la infeliz mientras cantaba y esparcieron sus miembros,
llenos de armonía. La tierra se escondió en su seno por recomendación de las
Ninfas, conservó sus cantos y su música, y después, por voluntad de las Musas,
imita las voces y los sonidos como hiciera la doncella mientras vivió e imita a los
hombres, dioses, instrumentos y bestias y Pan, cuando toca la flauta, oyendo
repetir su son, salta y corre por la mañana, no por envidia, sino buscando al
discípulo que imita su tocata, sin que le vea ni le conozca”.

Al terminar Dafnis este relato, Cloe le besó no diez veces, sino cien veces, pues
Eco repitió su relato para patentizar que era verídico.

Día a día aumentaba el calor, porque ya se acabó la primavera y empezaba el


verano; así es que se entretenían en pasatiempos propios de aquella estación.
Dafnis nadaba en los arroyos Cloe se bañaba en fuentes; tocaban la flauta a porfía
con el viento que a pasar entre los pinos les arrancaba melodiosos sonidos; y ella
cantaba compitiendo con los ruiseñores. Juntos cogían cigarras y langostas,
formaban ramilletes de flores, sacudían los árboles o subían a ellos y comían su
fruta. Al cabo se acostaban desnudos en una piel de cabra. Y entonces fácilmente
se convirtiera Cloe en mujer si a Dafnis no le atemorizara la sangre, la cual tanto
miedo le infundía que temiendo no ser dueño de sí, a menudo decía a Cloe que no
se desnudara del todo, cosa que extrañaba a la mozuela; pero le daba vergüenza
preguntar la causa.

Aquel verano fueron muchos los pretendiente y enamorados que rondaron a Cloe
para casarse con ella, y de todas partes acudían mozos a pedirla a Drías. Algunos
les ofrecían presentes; todos les hacían magníficas promesas; por lo cual
estimulada la codicia de Napé aconsejaba a su marido que la casara, pues ya era
bastante talluda para salir de la casa paterna; que si no se apuraban a darle
marido, quizá en breve, mientras guardaba las ovejas, perdería su doncellez y se
casaría a trueque de manzanas o rosas con algún pastor. Y así era mejor para ella
y para ellos también, convertirla en mujer de un campesino, y guardar para ellos lo
que se les ofrecía y que guardarían para su propio hijo, pues poco tiempo antes
les había nacido uno. A veces Drías parecía rendirse a tales razonamientos; pero
considerando luego que su hija no había nacido para casarse con un zafio
aldeano, y que si algún día encontraba a su familia les haría dichosos a todos,
difería siempre una contestación categórica y les hacía pasar con excusas de una
estación a otra, aceptando, sin embargo, los presentes que les ofrecían.

Al oír esto sintiólo mucho Cloe; pero nada quiso decir a Dafnis por no
apesadumbrarle. Pero al ver que la preguntaba a menudo y viendo que más le
dolía no saber nada que podía dolerle saber la verdad, se lo contó todo: cuántos y
cuán ricos pretendientes la solicitaban, las palabras que decía Napé para que se
escuchara a los solicitantes, y cómo Drías aplazaba la respuesta y daba largas al
asunto. Dafnis oyendo las funestas nuevas desmayó de un modo lastimoso; se
echó por tierra y dijo que moriría si Cloe dejaba de ir al campo, y con él las ovejas
si les faltaba tal pastora. Luego reflexionando, se animó y creyó que el mismo
podría lograrla si la pedía a su padre, esperando ser más afortunado que los otros,
y conseguir que se le prefiriera. Sólo una cosa le apenaba: que Lamón no era rico.
Esto bastaba para que flaqueasen sus esperanzas. Resolvió, sin embargo, pedirla
en matrimonio, y Cloe aprobó su decisión. Al principio no se atrevió a hablar a
Lamón; pero si a Mirtala, a quien declaró que deseaba casarse con Cloe.

Mirtala habló por la noche a su marido, y éste se incomodó y la regañó diciendo


que cómo se le ocurría casar con una pastora a un muchacho que alcanzaría
grandes riquezas si no metían las prendas que llevaba cuando le encontraron, y
que un día u otro, ya reconocido por los suyos, podría no sólo romper su
servidumbre, sino hacerles dueños de más y mejor tierra que la que cultivaban en
calidad de siervos.

Mirtala, temiendo que el muchacho, enamorado y sin esperanza cometiera algún


atentado contra su vida, le habló de este modo:
“Somos pobres, hijo mío, y necesitamos antes una moza que traiga algo que no se
lo lleve; por lo contrario, ellos son ricos y quieren un marido que aumenten su
fortuna. Habla a Cloe; hable ella a su padre y haced entre los dos de manera que
se nos pida poco si te la dan en matrimonio. Sin duda, ella te ama también y
preferiría acostarse contigo, pobre y buen mozo, que con rico feo y torpe”.

Mirtala creyó que con esto quedaría desengañado Dafnis, pues imaginaba que
Drías no consentiría jamás, teniendo partidos que ofrecían más ricos dones. Por lo
que hace a Dafnis no podía quejarse de la respuesta; pero viéndose tan lejos de
toda esperanza hizo lo que acostumbran todos los amantes pobres: lloró e invocó
a las Ninfas. Las cuales por la noche, mientras dormía, se le aparecieron de igual
modo y forma que la primera vez, y le dijeron la mayor parte de ellas:

---A otro dios compete la boda de Cloe. Nosotros te daremos con que ablandar a
Drías. El barco de los Metimnios, del que tres cabras royeron la amarra del año
pasado, fue llevado por los vientos muy lejos de tierra; pero un huracán le volvió
de noche hacia la costa y le estrelló en ella, donde perecieron sus tripulantes. Pero
entre los restos las olas arrojaron a la playa una bolsa con tres mil dracmas que
está debajo de unas algas, junto a un delfín muerto, por lo cual nadie se ha
acercado a ella, pues todos huyen del hedor. Ve allí, coge la bolsa y entrégala.
Bastará para que vean que no eres pobre: tiempo vendrá en que seas rico.

Apenas dicho esto desaparecieron con la noche, pues amanecía. Dafnis se


levantó gozoso, llevó el rebaño al campo, y después de besar a Cloe y de saludar
a las Ninfas, corrió a la playa cómo si quisiera bañarse. Paseando por la arena
miraba por todos lados en busca de los tres mil dracmas. No tardó en
encontrarlas, pues el olor a podredumbre le guió y encontró lo que buscaba.
Recogió la bolsa, guardóla en el zurrón; pero no se alejó de allí sin haber adorado
y dado gracias a las Ninfas y al mar, pues aun cuando pastor, amaba el mar, y le
parecía mejor que la tierra, porque le ayudaba a casarse con su amiga. Después
ya no aguardó más; se creía el más rico, no ya de todos los campesinos de los
contornos, sino del mundo entero. Fue en derechura hacia Cloe, le contó su
sueño, le mostró la bolsa, le rogó que guardara sus cabras hasta su vuelta y luego
corrió en busca de Drías, a quien encontró trillando el trigo en la era, con su mujer
Napé.

Y le dijo lo siguiente:

“Dame a Cloe en matrimonio. Toco la flauta; sé cuidar la viña y los árboles, arar la
tierra, aventar el trigo; y Cloe dirá si conduzco bien el ganado. Me confiaron
cincuenta cabras y he doblado su número, y he criado diez hermosos machos
para que las padreen. Soy joven y vecino vuestro y nadie tiene queja de mí; me ha
criado una cabra, como a Cloe una oveja; y por más que a causa de todas esas
cosas debiera ser preferido a otros que la pretendan, aún te daré más que ellos.
Ellos te darán algunos chivos, u ovejas, alguna pareja de bueyes entecos, trigo
para mantener unas gallinas. Yo te doy tres mil dracmas. Sólo te ruego que a
nadie lo digas, y menos aún a Lamón.

Le entregó el dinero y le besó y abrazó. Drías y Napé, al ver junto tanto dinero, le
prometieron que le entregarían en seguida a Cloe por esposa, y que, lo primero
que debía hacer, era que Lamón consintiera. Y mientras Dafnis arreaba los
bueyes por la era y Napé le ayudaba aventando la paja, después de guardar el
dinero, se fue en busca de Lamón y Mirtala para pedirles, contra todo uso y
costumbre, a Dafnis por esposo de Cloe.

Les encontró entretenidos en medir cebada que acababan de cribar y quejándose


de que apenas habían recogido la que sembraron. Les consoló diciendo que aquel
año era malo para todos y después le pidió que le diesen a Dafnis por marido de
Cloe, añadiendo que no querían ni un dracma de dote y que, en caso necesario, a
cargo suyo corría el ayudarles.

---Pensad---les dijo--- que se han criado juntos, que juntos han guardado el
ganado y sienten tal afecto uno por otro, que no quieren separarse y, además,
tienen ya la edad adecuada para dormir juntos. Y aún adujo otras razones para
conseguir lo que, por lo pronto, le había valido tres mil dracmas.

Lamón no podía negarse alegando su pobreza, puesto que nada se le pedía, ni los
pocos años de Dafnis, puesto que era un mozo robusto; pero tampoco se atrevía a
decirles que creía que tal boda no convenía a Dafnis. Después de reflexionar unos
momentos, respondió así:

“Es de alabar vuestra conducta, pues preferís un vecino a un extraño y no os


deslumbre la riqueza. ¡Así os recompensen Pan y las Ninfas! Por mi parte, deseo
tanto como vosotros que se realice esta boda. Siendo viejo como soy, se me
podría tachar de insensato si no me estimaba dichoso de aliarme con vosotros,
pues me consta que Cloe es muchacha de todas prendas y tan hacendosa como
linda. Pero soy siervo, de nada puedo disponer y es preciso que mi dueño sepa y
consienta. Aplacemos la boda hasta la vendimia, pues entonces vendrá aquí y
podrán ser marido y mujer en tal época y quererse entretanto como hermanos.
Pero ten la seguridad, Drías, que pretendes por yerno uno que vale más que
nosotros”.

Dicho esto le besó, le brindó bebida, pues apretaba el calor y le acompañó largo
trecho, colmándole de atenciones.
Pero Drías, que se fijó en las últimas palabras de Lamón, iba pensando en quién
podría ser Dafnis. “Una cabra fue su nodriza; los dioses cuidaron de él. Es un
arrogante mozo y en nada se parece a este viejo chato y a esa mujer pelona. Ha
podido darme tres mil dracmas cuando un pastor de su condición apenas juntar
otras tantas avellanas. ¿Acaso fue expuesto como Cloe, y Lamón le encontraría
como yo a esa niña, y con prendas de reconocimiento? ¡Ojalá quieran Pan y las
Ninfas que así sea! Quizá algún día Dafnis, reconocido por sus padres, pueda
hacer encontrar los suyos a Cloe”.

Dafnis llegó a su era pensando así y encontró en ella al mancebo, que ansiaba
conocer la respuesta que traía. El labriego le tranquilizó llamándole desde lejos
con el nombre de yerno, le prometió que le casaría cuando la vendimia, y le
estrechó la mano en señal de que Cloe no sería sino suya.

Dafnis, sin querer comer ni beber, fue en busca de Cloe y le dio la buena nueva de
su boda y desde aquel día en adelante la besó delante de todos como a su novia;
ordeñaba sus ovejas, cuajaba la leche para hacer quesos, ponía los corderos bajo
sus madres, como lo hacía con sus cabritillos. Luego se bañaban, comían, bebían,
comían fruta que en gran abundancia encontraban, y sazonada, porque se
acercaba el otoño. Recogían manzanas, peras, higos, que si en el suelo eran más
maduros, en las ramas eran más frescos y unos sabían a malvasía y otros
relucían como el oro.

Entre los manzanos había uno que ya no tenía hojas ni fruto. Las ramas estaban
hondas y en la más alta de ellas había una manzana grande, hermosa. Quizás el
que cogió las otras no se atrevió a subir tan alto; quizá aquel fruto lo reservaba
para su amada algún pastor enamorado.

Apenas vio Dafnis aquella manzana, apretó Dafnis a cogerla. Cloe quería
impedírselo, pero él no la escuchó, por lo cual la doncella, despechada y afligida,
fue adonde tenía el rebaño, mientras Dafnis se encaramaba al árbol y cogía la
magnífica fruta, que le llevó. Y al verla enfurruñada, le dijo:

---Esta manzana, amiga Cloe, la han hecho nacer los hermosos días veraniegos,
un árbol pomposo la ha alimentado, y luego, ya madura por el sol, la fortuna la
conservó. Ciego hubiese sido si no la viera y tonto de capirote si, después de
verla, la dejara para que cayese al suelo la pisotearan las bestias o envenenada
por algún reptil, o para que permaneciese en lo alto para ser admirada
estérilmente y destruida al cabo del tiempo. Afrodita recibió una manzana por
premio de su belleza; bien mereces igual distinción. Siendo igualmente bellas,
tenéis jueces parejos; él fue pastor, yo cabrero.
Diciendo esta palabras dejó la manzana en su regazo y Cloe al acercársele
Dafnis, le besó tan suavemente que él no se arrepintió de haber subido tan alto,
por un beso que, a juicio suyo, valía más que las manzanas de oro.
Libro Cuarto.
Cierto compañero de esclavitud de Lamón vino de Mitilene con la noticia de que,
poco antes de la vendimia llegaría el amo común para comprobar si el
desembarco de los de Metimnia había causado estragos en sus campos. Con tal
motivo, Lamón, viendo que la estación avanzaba y que ya menguaba el calor,
arregló la casa y el jardín, para que el dueño viera que todo estaba bien dispuesto
y conservado. Limpió las fuentes para que el agua fuera más pura y cristalina;
sacó el estiércol del corral para que el hedor no le molestara y arregló el huerto
para que le paciera más su vista.

Aquella huerta era ya de por si magnífica y digna de un rey. Tenía tres estadios de
longitud y dos de anchura, de modo que formaba un vasto cuadrilongo. Crecían en
ella toda suerte de árboles; manzanos, arrayanes, moreras, perales, así como
olivos, granadas, higueras y en algunos puntos parras, más altas que los perales y
manzanos y así racimo y frutos maduraban a un tiempo y parecían competir en
fecundidad y lozanía.

Además de estas plantas cultivadas, había otras silvestres, como laureles, pinos,
plátanos y cipreses, y junto a éstos y abrazándolos con sus flexibles ramas
crecían hiedras cuyos racimos grandes y ya negruzcos imitaban el aspecto de las
uvas.

Los árboles frutales estaban en el centro del jardín, como para que estuviesen
más resguardados, y los estériles en las orillas, en torno, formando como un
baluarte, y todo ello cercado por una pared no muy alta de piedra seca. La
disposición era acertada, pues los árboles, por su pie, distaban los unos de los
otros, pero por la copa tenían tan entrelazadas las ramas, que lo que era obra de
la naturaleza, se tomara por artificio estudiado.

Luego había cuadros de flores, algunas de las cuales brotaron espontáneas, las
otras producto del arte de los hombres. Tan acertada era la traza de aquel lugar,
que en él había sombra en verano, flores en la primavera, frutos en otoño y en
todo tiempo regalo para los ojos y descanso grato para el cuerpo.

Se divisaba desde allí gran extensión de la llanura, y podía verse los pastores
guardando sus rebaños y el ganado entre los campos. Veíase también el mar y las
barcas que navegaban a lo largo de la costa, placer de la mirada que se sumaba a
los otros encantos del lugar. Y erguido en el centro de la huerta, en el cruce de los
dos caminos que la cruzaban a lo largo y a lo ancho, Veíase un templo dedicado
a Baco, y en el templo un altar; éste, cubierto de hiedra, y aquél de parras
pomposas.
En su interior tenía el altar pinturas de Baco: Semele pariendo, Ariadna dormida,
Licurgo atado, Penteo desgarrado, los indios vencidos, los tirrenos transformados
en delfines, por todas partes sátiros alegremente ocupados en los lagares y en la
vendimia, y por doquier bacantes dirigiendo bailes. No se había olvidado a Pan,
que aparecía sentado en una peña tocando la flauta, como si diera una nota
común para las bacantes bailadoras y para los sátiros que pisaban las uvas.

Así estaba la huerta dispuesta y así la criaba la naturaleza y Lamón la


hermoseaba más y más, desmochando las ramas muertas y sosteniendo las
parras que caían. Todos los días ceñía una guirnalda de frescas flores a las sienes
de Baco, llevaba el agua del manantial a los cuadros de flores, pues había en la
huerta una fuente que Dafnis había alumbrado y por eso la llamaban la fuente de
Dafnis, y con ella regaban las flores. Al mozo recomendaba Lamón que engordara
cuanto pudiera las cabras, pues el dueño querría verlas lo propio que todo lo
demás; pues hacía tanto tiempo que no había visitado su hacienda.

Pero Dafnis sabía que quien viera su grey tenía que alabarle, pues había doblado
el número de cabras, sin que el lobo hubiera comido ninguna, y estaban más
lozanas que las ovejas. Pero a fin de que su dueño estuviese satisfecho y
consintiera en casarle según su deseo, las limpiaba con esmero y las llevaba al
monte desde el amanecer hasta bien cerrada la noche. Dos veces al día las
llevaba al abrevadero y las conducía a los puntos donde había mejores pastos;
recordó también que tenía zarzos nuevos; muchos cubos para ordeñar y enceñas
de gran tamaño. En una palabra: tanto cuidado ponía y con tal esmero trataba a
las cabritas, que les untaba los cuernos y les peinaba los pelos, y al verlas,
cualquiera hubiese creído que era el rebaño del dios Pan. Cloe las cuidaba
también, y olvidaba sus ovejas para tenderlas; y Dafnis imaginaba que parecían
bellas a causa de que su amada intervenía para mejorar su aspecto.

Mientras se ocupaban en aquellas tareas, llegó un segundo mensajero, y les


ordenó que vendimiaran pronto, que tenía el encargo de permanecer allí hasta que
se hubiese pisado la uva, y que luego volvería a la ciudad, de donde, a fines de
otoño, llegaría el amo para ver la recolección de los últimos frutos. Aquel
mensajero se llamaba Eudromo, nombre que le cuadraba, pues siempre iba
corriendo de un punto a otro. Se procuró agasajarle en la medida de lo posible. Y
empezó la vendimia con tanta prisa, que al cabo de unos días se hubo cogido y
pisado la uva y puesto el vino en las jarras, dejando únicamente en las cepas los
racimos más hermosos, para los que vinieran de la ciudad, con objeto de que
tuviesen clara idea de la vendimia y creyeran haberla presenciado.

Estando Eudromo a punto de regresarse, Dafnis le ofreció muchos regalos, de los


que un cabrero puede hacer, como quesos, un cabritillo, una piel de cabras
blanca, de pelo blanco para que se abrigase en invierno en sus correrías, de lo
cual se mostró muy agradecido el mensajero, prometiendo decir al dueño que no
había pastor que pudiese comparar a Dafnis. Así se volvió Eudromo a la ciudad y
Dafnis quedó con Cloe en el campo, sintiendo zozobra. Ella tenía por él tanto
miedo como el propio Dafnis, pues pensaba que era un mozo de pocos años que
jamás vio otra cosa que las montañas, las cabras, los aldeanos y a Cloe, y ahora
iba a ver a su amo, del que apenas había oído el nombre hasta entonces.
Pensaba en lo que diría el propietario y temía que su proyectada boda se disipara
como una humareda a impulsos del viento. A causa de ello, sus besos tenían un
dejo de amargura y pasaban largo rato abrazados y sin pronunciar palabra.
Dijérase que aquel sueño había llegado ya y que desde algún punto los veía. Y
para que aumentase su pesar, sobrevino un nuevo motivo de zozobra.

Sucedió que un boyero de las cercanías llamado Lampis, de carácter maligno y


atrevido, que deseaba casarse con Cloe y que había hecho regalos a Drías para
lograrlo, sabedor de que Dafnis casaría con ella con tal que el dueño estuviese
contento, buscó medios apropiados para que el dueño se enfureciera, y sabiendo
que tenía en gran aprecio su huerta, decidió causarle cuánto daño pudiera. Si se
atreviera a cortar los árboles, le podría oír y sorprender; pensó que lo mejor era
destrozar las flores. Esperó, pues, la noche y escalando la valla, empezó a cortar,
arrancar y pisotear las plantas y destrozar arbustos; luego se marchó sin hacer
ruido y nadie le vio.

Lamón, al entrar en la huerta por la mañana para regar las plantas, cuando vio
aquel destrozo y saqueo irremediable, desgarró su túnica, gritando: “¡Oh, dioses!”
con tal clamor, que Mirtala, dejando su tarea, corrió hacia él, y Dafnis, que ya se
disponía a sacar el rebaño, volvió a la cabaña y viendo aquel daño, todos
rompieron en gritos y sollozos; pero vanas eran su pena y sus quejas.

No era de extrañar que, temiendo la ira del dueño, se desesperaran de aquel


modo, pues un desconocido que nada le importara la huerta, deplorara que aquel
sitio tan ameno estuviera de aquel modo devastado, la tierra cubierta de flores
pisoteadas, pues apenas había algunas que conservaran sus bellos colores y
apareciera bella arrancada del tallo. Las abejas volaban en torno, zumbando de
continuo, como si lamentaran el daño, y Lamón, afligido, decía:

“¡Cómo están rotos mis rosales! ¡Cómo están pisoteadas las violetas! ¡Cómo están
arrancadas mis azucenas! ¡Algún hombre perverso y sin entrañas acabó con todas
mis flores! Volverá la primavera y florecerán estas plantas, tornará el verano y no
reverdecerá este sitio; y en otoño no se podrá hacer un solo ramillete. ¿Y tú, ¡oh
Baco!, no tuviste piedad de esas pobre flores, ajadas ante tus ojos, y de las cuales
tantas veces coroné tus sienes? ¿Cómo enseñar ahora su jardín a mi amo? ¿Qué
no me dirá al verlo de tal modo destrozado? ¿No mandara que como a Marsyas
ahorquen de un árbol a este desdichado viejo? Sí, lo hará, y quizá castigue a
Dafnis por haber mal guardado las cabras”.

Estos lamentos y llantos de Lamón redoblaron el pesar de todos, que no


deploraban ya solamente el estropicio de las flores, sino el riesgo de las personas.
Cloe lloraba a su pobre Dafnis, que ya imaginaba ahorcado, y rogaba a los dioses
que no llegara aquel dueño tan esperado; y los días eran tristes e interminables
para ella pensando ya ver cómo azotaban a su amado.

Ya entrada la noche vino Eudromo a anunciar que el dueño llegaría tres días
después; pero que su hijo estaría allí al otro día. Consultaron entonces lo que
convenía hacer en trance tan apurado y llamaron a Eudromo al consejo, y como el
mensajero quería a Dafnis, fue de parecer que declarasen al joven dueño cómo
había sucedido aquella desdicha, y les prometió que les ayudaría, como podía
hacerlo, pues era hermano de leche del amo; y al día siguiente hicieron lo que
habían dicho.

Astilo llegó al día siguiente a caballo, acompañado de un amigo suyo, de más


edad que él, ya hombre hecho, mientras él era un mancebo a quien apuntaba el
bozo apenas. Llegado que hubo el joven dueño, Lamón se echó a sus pies con
Mirtala y Dafnis, suplicándole que tuviese piedad de un anciano desvalido y le
salvara de la cólera de su padre, pues no sabía cómo excusarse del daño. Y le
contó cómo ocurriera. Astilo sintió compasión, entró en el jardín y una ve visto el
daño prometió disculparlos y cargar con la falta, diciendo que fueron sus caballos
los que, saltándose, habían roto, pisoteado y arrancado lo más bello que había en
la huerta.

Consolados por tal respuesta, Lamón y Mirtala colmaron de bendiciones al joven y


Dafnis le hizo, además bellos presentes, como cabritos, queso fresco, nidos de
pájaros, racimos con sus pámpanos y manzanas con rama y hojas. Y le dio
asimismo vino de Lesbos, de fino perfume y el más grato al paladar de cuantos se
beben.

Agradeció Astilo los presentes y mientras esperaba a su padre, se fue a cazar


liebres, pues como mancebo rico, solo pensaba en divertirse, y si vino al campo
fue en demanda de nuevos placeres.

Gnatón, su amigo y parásito, solo disfrutaba comiendo y bebiendo hasta


embriagarse y satisfacer luego su lascivia. Había visto a Cloe y en vez de
acompañar a Astilo, bajó hacia la playa, donde Dafnis estaba guardando su
rebaño. Y junto a Dafnis estaba Cloe. Gnatón, viéndola de cerca, pensó que
jamás, ni en las ciudades, había visto doncella de tan cumplida hermosura, y como
Dafnis era tan joven y apenas le apuntaba el bozo, no infundió el menor recelo al
parásito, y como la pastora era sencilla y humilde, creyó fácil atraérsela y lograrla.
Para ello alabó las ovejas, ponderó luego su belleza, procuró después alejar a
Dafnis, sin conseguirlo, y, vencido por la pasión que a veces perturba a los más
cuerdos, tomó a Cloe en brazos y la besó repetidas veces, a pesar de su
resistencia.

Dafnis acudió en su defensa cuando, más alborotador que nunca intentaba


Gnatón renovar sus caricias, a pesar de que Cloe se oponía. Entonces, al ver la
persistencia del otro, le rechazó rudamente, y como el vino le había debilitado,
cayó Gnatón en tierra cuan largo era, escaparon Dafnis y Cloe abandonando las
ovejas.

Gnatón no los persiguió y cuando se hubo serenado, pensó que lo mejor sería
pedir Cloe a Astilo, que jamás le negaba nada, y que así podría conseguirla sin
que el pastor interviniera.

Pero por lo pronto, no tuvo ocasión de hablar a Astilo, porque llegaron


Dionisófanes y su esposa Clearista y todo era ruido de voces y caballos, de
criados y aldeanos. Y así, esperando coyuntura oportuna, preparó un discurso
para explicar de un modo persuasivo y elegante el amor que sentía por Cloe.

Dionisófanes tenía ya casi canoso el pelo y la barba; pero era tan gallardo y
robusto que diera envidia a un joven. Era, además, rico como el que más de
corazón excelente. El primer día de su llegada sacrificó a las divinidades
campestres, a Ceres, a Baco, a Pan y a las Ninfas, y luego dio un banquete a
cuantos estaban en la casa. En los días siguientes, inspeccionó el estado de la
hacienda y habiendo visto la tierra arada, la viña lozana y la huerta bien cuidada
---pues Astilo se achacó la culpa del estrago de las flores y de las plantas—
demostró su contento, alabo a Lamón y le prometió su libertad.

Luego fue a ver a las cabras y al cabrero que las guardaba.

Cloe, avergonzada y temerosa, se escondió en la arboleda, huyendo de tanta


gente. Dafnis se presentó solo, cubiertos los hombros con una piel de cabra, de
pelo largo y suave, llevando un zurrón nuevo, en la mano izquierda quesos recién
cuajados y en la derecha dos cabritillos de leche. Sí, como dicen, Apolo guardó los
bueyes de Laomedonte, tal debió aparecer como apareció Dafnis ruboroso, bajo
los ojos y presentando sus dones. Lamón dijo:

“Este, señor, es tu cabrero. Me entregaste cincuenta cabras y dos machos, y él las


ha aumentado hasta ciento diez machos. Fíjate en lo gordas y sanas que están,
en su pelo largo y fino, en sus cuernos, enteros y fuertes. La ha adiestrado, y ellas
le obedecen y al son de la flauta hacen cuanto les manda”.

Clearista, que estaba presente, tuvo deseo de ver aquello; mandó, pues, a Dafnis
que tocara la zampoña, ordenando algo a las cabras, y le ofreció un premio, si
cumplía lo que había dicho su padre, unas camisas, un sayo y un par de zapatos.
Dafnis, que estaba debajo de la encina, rodeado de los forasteros, sacó la
zampoña y dio suavemente unas pocas notas. Bastaron para que las cabras
prestaran atención y levantaran la cabeza. Luego tocó a pasto y los animales
pusiéronse a pacer. Arrancó después al instrumento unas notas remisas y suaves
y, sin tardanza, tendiéronse en tierra.

Pasados unos instantes, dio un toque alto y claro, y huyeron hacia el bosque como
si temieran al lobo y por último, una llamada les hizo salir de la espesura y correr
hacia él. Unos criados no obedecieran mejor las órdenes del amo que aquellos
animalitos al son de la flauta. Maravilláronse todos los presentes, especialmente
Clearista, la cual afirmó que cumpliría lo prometido y que jamás vio un pastor tan
guapo y tan diestro. Después volvieron a la casa y cenaron, enviando a Dafnis de
lo que se sirvió en la mesa, lo que comió en compañía de Cloe, muy satisfecho de
probar lo que comían los de la ciudad y esperanzado acerca de su casamiento.

Entretanto Gnatón, a quien no daba paz el deseo que sentía de Cloe, aprovechó
un momento en que Astilo paseaba sólo para llevarle al templo de Baco y,
llegados allí se echó a sus pies y le besó las manos, llorando con amargura.
Preguntóle el mozo el porqué de tales extremos y dijo el parásito:

“Ya no puede vivir el pobre Gnatón. Él, que hasta ahora solo se recreaba ante los
buenos platos; nada creía tan digno de alabanza como una jarra de vino generoso
y a quien parecían tus cocineros la flor de la belleza de Mitilene, nada encuentra
tan bello y amable como Cloe, la zagala sin par. Sí, quisiera convertirme en una de
sus mansas ovejas para estar junto a ella, y desdeñaría lo mejor de tu mesa,
carnes, pescado, dulces y bollos de miel, para pacer al son de su flauta y que me
guiara su cayado. Pero tú, amo mío, puedes salvar a Gnatón y, acordándote de
que Amor no tiene ley, ten compasión de mi amor. De lo contrario, te juro por mis
dioses, que después de hartarme a conciencia, tomo un cuchillo, y ante la puerta
de Cloe me doy una cuchillada mortal, y entonces ya no podrás decir, más, como
solías: “ven acá, Gnatón mío; Gnatón amigo”.

Astilo, que era compasivo y que por propia experiencia sabía lo que es el mal de
amor no pudo resistir los ruegos del borrachín prometió que pediría a su padre que
le diera Dafnis, para llevárselo a la ciudad en calidad de criado y que de esta
manera podría procurar que Cloe accediera a sus deseos; pero le preguntó
riéndose si no le avergonzaba besar a una zafia zagala, que no debía de oler a
rosas ni a claveles. Pero Gnatón, que en compañía de hombres de su calaña,
libidinosos y enamorados había aprendido cuanto se puede contar de amor,
respondió de este modo:

“Aquel que ama, dueño mío, no repara en esos detalles, y no hay en el mundo
objeto que pueda inspirar amor con tal que sea hermoso. Ha habido quien se
enamoró de una flor, quien de una voz, quien de una fiera. Por lo que a mí toca,
poco importa que la que amo sea de condición humilde, porque por su belleza
puede ver y parece de encumbrado linaje. Sus cabellos son rubios como el oro y
brillantes como la luz dorada del sol, sus ojos brillan como zafiros bajo sus cejas
preciosas, las rosas envidian el rubor de sus mejillas y sus dientes avergüenzan el
marfil por su blancura. ¿Quién será el insensible que no desee besar sus labios?
El ser hija del campo, antes avalora su hermosura que desdorarla, por cuanto es
mejor la naturaleza, creada por los dioses, que la ciudad, obra de los hombres.
Los dioses mismos no desdeñaron a los pastores, pues Venus se enamoró de
Anquines y Júpiter de muchas zagalas. No hay que despreciar a Cloe por serlo,
sino dar gracias a los dioses porque, siendo tan bella no nos la roban”.

Astilo sonrió amablemente y dijo que, por lo visto, Amor prestaba elocuencia, y
prometió hablar a su padre. Pero Eudromo, que había oído cuanto hablaron y que
estimaba a Dafnis, compadecido de Cloe, contó a Lamón y a Dafnis mismo que lo
oyera. Dafnis, afligido, pensó en robar a Cloe y huir con ella o matarse ambos.
Lamón llamó a Mirtala y le dijo:

“Perdidos estamos, esposa; ya se descubre lo que guardábamos oculto.


Piérdanse las cabras y lo demás, pero, por las Ninfas y por Pan, así me convierta
en buey inútil para todo, no he de callar la condición de Dafnis. Declararé que lo
hallé abandonado, diré cómo cuidé de él y enseñaré lo que tenía junto a sí al
hallarlo, a fin de que ese pícaro vea quien es el mozo cuya novia requiere de
amores. Busca las prensas de reconocimiento”.

Entretanto, Astilo pidió Dafnis a su padre, que accedió a que lo llevara a la ciudad,
y haciendo llamar a Lamón y Mirtala les dio, como grata, la nueva de que Dafnis,
en vez de servir en el campo, iría con Astilo a la ciudad, y les prometió darles dos
pastores en vez de uno que perdían. Pero Lamón pidió permiso para hablar, y lo
hizo de esta suerte:

“Te ruego, amo mío, que escuches la verdad que va a decirte un viejo. Juro por las
Ninfas y el dios Pan, que no saldrá una mentira de mi boca. No soy el padre de
Dafnis, ni Mirtala fue tan dichosa que pariera tal hijo. Fue expuesto de pequeñuelo,
sin duda porque sus padres tenían a otros hijos mayores. Halléle abandonado y le
amamantaba una de mis cabras, que al morir, de muerte natural, enterré en el
jardín, pues la quería por lo que ella quiso al niño. Encontré juntamente con él,
varias prendas que pueden servir para su reconocimiento. Las conservo aún, pues
son pañales que revelan aún su nacimiento superior a su condición actual. No
siento que sirva a tu hijo Astilo y que sea tan buen servidor de tan buen amo; pero
deploro que todo eso ocurra por obra de Gnatón y de sus dañadas intenciones”.

Lamón apoyó estas palabras derramando abundantes lágrimas. Gnatón fingió


enojarse y amenazó cascarle; pero Dionisófanes le impuso silencio con torva
mirada y conjuró al viejo a que dijera verdad y no embustes para retener a su hijo.
Lamón se afirmó en lo dicho y Clearista, que estaba junto a su marido, intervino
diciendo:

“¿Por qué había de mentir Lamón, siendo así que le quieren dar dos cabreros por
uno? ¿Cómo habría inventado un rudo aldeano tal embeleso? ¿No es evidente,
además, que tan cumplido mozo no puede ser hijo de padres zafios?”

Pensaron, pues, que lo mejor era examinar las prendas de que Lamón hablara, a
fin de ver si el muchacho pertenecía a otros padres.

Mirtala fue al instante a buscarla donde las guardaba. El primero que las vio fue
Dionisófanes, y apenas vio la mantilla de púrpura con el broche de oro y el cuchillo
de marfil, exclamó:

--- ¡Oh, Júpiter!--- Y llamó a su mujer, la cual, a su vez, prorrumpió en estas


palabras:

“¡Oh, fatales dioses! ¿No son estas las prendas que pusimos a nuestro hijo,
cuando mandamos que le expusiera tu sierva Sofronia? Sí, éstas son. Marido mío,
ese niño es nuestro. Dafnis es tu hijo y guarda las cabras de su propio padre”.

Hablaban aún, y Dionisófanes lloraba de gozo besando aquellas prendas, cuando


Astilo, oyendo que Dafnis era su hermano, corrió hacia la puerta para ser el
primero que le besara. Dafnis, al verle acudir desalado hacia él, seguido de varios
criados y gritando: “¡Dafnis! ¡Dafnis!”, pensó que sería para prenderle, y tirando el
zurrón y la flauta, se precipitó hacia la orilla del mar para arrojarse de lo alto de
una peña, y se corría el riesgo de que tan pronto fuera Dafnis perdido como
encontrado, si Astilo, entendiendo por qué huía, no hubiese gritado desde lejos:

“¡Tente, Dafnis, no temas; soy tu hermano; tus dueños son tus padres; Lamón nos
ha contado todo; mira y verás nuestro contento! ¡Ea! Besa a tu hermano; las
Ninfas saben que no miento”.

Oyendo Dafnis estas razones se detuvo y esperó a Astilo, que le dio un estrecho
abrazo. Luego le acudieron sus padres y la servidumbre y a porfía le abrazaban y
besaban. Él, por su parte, devolvía las caricias, principalmente a sus padres, a
quien parecía conocer ya de largos años, y les estrechaba entre sus brazos y
apenas podía arrancarse de los suyos. Hablaba la naturaleza. Por un momento,
olvidó a Cloe. Lleváronle a la casa y le ofrecieron un traje nuevo y lujoso. Vestido
que se hubo, sentado junto a su padre, éste le habló así:

“Hijos míos, casáronme muy joven y al cabo de poco tiempo fui padre dichoso,
pues el primer hijo de mi mujer fue varón, hembra el segundo, y Astilo fue el
tercero. Pensó que aquellos tres bastaban para perpetuar mi linaje; pero viniendo
éste después de todos, le mandé exponer con éstas alhajas, que creía serían para
él adornos funerarios, antes que prendas de reconocimiento. Pero la suerte la
dispuso de otro modo, pues mi primogénito y mi hija murieron el mismo día de una
misma enfermedad, y tú Dafnis, nos has sido conservado por la providencia de los
dioses, a fin de que tengamos más apoyo en nuestra vejez. No me guardes
rencor, hijo, por haberte abandonado; así lo querían los dioses. Y a ti, Astilo, no te
enoje tener que compartir la herencia, pues no hay riqueza más cierta que un
buen hermano. Amaos, hijos, y no tendréis nada que envidiar a los reyes tocante
al dinero. Os dejaré extensas heredades, gran número de siervos, oro, plata y
cuanto poseen los ricos. Pero quiero que Dafnis disponga de estas tierras y le doy
Lamón y Mirtala las cabras que ha guardado”.

Todavía estaba hablando cuando, Dafnis, saltando de su asiento, exclamó:

“Tú me haces acordar, padre mío, voy a dar de beber a mis cabras. Tienen sed a
esta hora, esperan el son de mi flauta para ir al abrevadero, y yo estoy aquí hecho
un holgazán”.

Todos se echaron a reír viendo que Dafnis, convertido en señor, pensaba


continuar siendo cabrero. Se envió a un criado a cuidar de las cabras, y luego
sacrificaron a Júpiter Salvador y celebraron un gran festín. Gnatón fue el único que
faltó, porque permanecía día y noche en el templo de Baco, temiendo el enojo de
Dafnis.

Pronto se esparció el rumor de haber encontrado Dionisófanes un hijo, y que


Dafnis, que guiaba las cabras, se había convertido en dueño de las cabras y el
campo. Y acudieron los vecinos a regocijarse con él y ofrecer presentes a su
padre. Drías, el padre adoptivo de Cloe, fue de los primeros en congratular a
Dafnis.

Dionisófanes les invitó a todos a un banquete para el que había hecho preparar
mucho pan y vino, caza de toda especie, dulces de miel en abundancia, ternerillas
y lechones. Y dispuso que se inmolara no pocas víctimas a los dioses tutelares de
la comarca.
Dafnis juntó todos sus arreos de cabrero para hacer de ofrenda de ellos a los
dioses. Consagró el zurrón y el pellico a Baco, la zampoña a Pan, su cayado a las
Ninfas y también sus colodras, que él mismo hiciera. Pero más apego se tiene a
los recuerdos de la primera juventud que a la riqueza, así es que sólo con gran
pesar se separaba de ellos. No dio su flauta a Pan sin haber tocado en ella por
vez postrera, ni su pellico a Baco sin vestirlo otra vez, ni las colodras a las Ninfas
sin haber ordeñado de nuevo a las cabras.

Y fue besando todos aquellos objetos antes de separarse de ellos. Se despidió de


las cabras, llamó por sus nombres a los machos cabríos y bebió en la fuente
donde tantas veces bebiera con Cloe; pero todavía no osaba hablar de sus
amores.

Mientras Dafnis estaba haciendo estas ofrendas, Cloe, sola en el campo, vigilaba
sentada y afligida sus ovejas, y se quejaba de este modo:

“Dafnis me olvida y piensa sin duda en casarse con una novia rica, ¿Por qué le
hice jurar por las cabras y no por las Ninfas? También olvida a aquéllas, como a
mí. Ni cuando hizo ofrendas a Pan y las Ninfas se acordó de Cloe. Sin duda las
criadas de su madre le gustan más que yo. ¡Adiós, pues, Dafnis! Sé dichoso. Pero
yo no viviré”.

Lamentándose de esta suerte estaba cuando Lampis, el menguado boyero,


acompañado de otros aldeanos, acudió a robarla creyendo que ya no se casaría
con ella, y Drías, una vez que la viera en sus manos, consentiría en dejarla en
ellas. La pobrecilla, resistiendo, daba gritos lastimeros. Oyólos alguien, que fue a
avisar a Napé; ésta a Drías, Drías a Dafnis, el cual no sabía qué hacer, pues no se
atrevía a recurrir a su padre ni podía dejar la ofensa sin castigo. Salió
desesperado al huerto y prorrumpió en estos lamentos:

“¡Mal haya mi suerte! Más dichoso era cuando pastor que ahora. Entonces podía
estar al lado de Cloe y besarla. Ahora, Lampis la roba y huye con ella. Cuando
llegue la noche, dormirán juntos. ¡Y yo como, bebo, y no vuelo a su lado! En vano
juré por mis cabras, por Pan y por las Ninfas”.

Gnatón, que estaba oculto en el templete de la huerta, oyó tales palabras, y


juzgando la ocasión oportuna para alcanzar el perdón del mozo, tomó consigo
algunos criados de Astilo, fue en busca de Drías, le contó el caso y junto con él se
dirigieron a casa de Lampis con tanta diligencia que llegaron cuando apenas el
raptor entraba con su víctima. Arrebatóla a la fuerza, moliendo a palos a los que
ayudaron al rapto, y por milagro y sólo a fuerza de piernas pudo escapar el
boyero.
Dafnis perdonó a Gnatón sus antiguas picardías en gracia al favor que acababa de
prestarle y, libertada ya Cloe, acordaron con ésta no declarar todavía sus
proyectos de boda y verse en secreto; pero Drías no quiso consentir en ello y
creyó más oportuno decírselo a Dionisófanes y procurar convencerlo. Y así al día
siguiente echó en el zurrón las prendas de reconocimiento y fue en busca de
Dionisófanes, a quien encontró en la huerta en compañía de Clearista y sus dos
hijos, y dijo:

“Un motivo parecido que el que obligó a Lamón me precisa a revelaros un secreto
de igual índole. Ni yo engendré a Cloe ni fui el primero en sustentarla. Otro fue su
padre y una oveja le daba de mamar en la gruta de las Ninfas. La vi, me la llevé
asombrado, la adopté y después la he alimentado y cuidado de ella. Su misma
belleza declara su origen, pues en nada se nos parece, y las prendas y joyas que
hallé con ella dan fe de que no pertenece a una familia de pastores. Helas aquí;
buscad a sus padres y quizá Cloe os parezca digna de ser esposa de Dafnis”.

A propósito dijo Drías estas últimas palabras y Dionisófanes no las oyó en vano,
pues mirando a Dafnis, la palidez que cubrió su semblante y las lágrimas que
asomaron a sus ojos, reveláronle que tenía amores con Cloe. Con toda atención
pesó las palabras del viejo y examinó las prendas, es decir, la toquilla, las medias
bordadas de oro y las chinelas doradas también. Después llamó a Cloe y le dijo
que se alegraba porque ya había encontrado marido y pronto encontraría a sus
padres.

Clearista la llevó consigo y la vistió y atavió para que fuera esposa de su hijo.
Entonces Dionisófanes llamó a Dafnis aparte y le preguntó si aún conservaba su
doncellez, y contestó el mozo que nada hubo entre ellos fuera de unos besos y de
la promesa de matrimonio. A Dionisófanes le hizo mucha gracia aquel juramento y
les hizo comer a ambos en su mesa.

Entonces se pudo apreciar, cuanto puede el adorno realzar la belleza natural,


pues Cloe, vestida y peinada con esmero, parecía a todos tan hermosa que el
mismo Dafnis apenas la reconocía, y ninguno de los que la vieron creyera que era
hija de Drías, a pesar de que éste y Napé y Lamón y Mirtala tomaban parte en el
festín en el mismo techo.

Algunos días después se sacrificó a los dioses por el amor de Cloe como se
hiciera por Dafnis y se celebró el banquete de su reconocimiento. Y ella, por su
parte, distribuyó sus arreos de zagala a los dioses: su zurrón, su flauta, sus
esclavas y vertió vino en la fuente de la gruta por haber encontrado amparo junto a
aquella fuente, y puso flores sobre la tierra que cubría el cuerpo de la oveja que la
crió. Tocó la flauta para alegrar el ganado y en honor de las Ninfas, rogándoles
que la hicieran encontrar pronto a sus padres y fueran dignos de su matrimonio
con Dafnis.

Después de divertirse a comer a su gusto en el campo, decidieron volver a la


ciudad a fin de encontrar a los padres de Cloe y no diferir la boda. Así una mañana
mandaron preparar su equipaje y dieron otros tres mil dracmas a Drías, y a Lamón
la mitad de todas las tierras y viñas que cultivaba, las cabras y sus cabreros,
cuatro parejas de bueyes, ropa de abrigo para el invierno y además, como mejor
regalo la libertad para él y para Mirtala. Luego se encaminaron a Mitilene con gran
golpe de caballos y carros.

Como llegaron ya de noche a la ciudad, nada supieron los vecinos aquel día, pero
al siguiente, habiendo cundido la noticia, se llenó de gente la casa de Dionisófanes
que felicitaban al padre por el hallazgo de su hijo, tan apuesto y amable, y las
mujeres para congratularse con Clearista porque no solo había recobrado a su hijo
sino que encontró una nuera digna de ser esposa de Dafnis, ya que, al verla,
todas se hicieron lenguas de su gentileza y donaire. Y en la ciudad toda se
hablaba de aquella pareja que era un dechado de hermosura, y la gente rogaba a
los dioses que los padres de Cloe fueran dignos de su belleza, y no pocas mujeres
principales hubiesen pasado de buena gana por madres de doncella tan perfecta.

Tras mucho cavilar acerca de aquel asunto, Dionisófanes se durmió al amanecer y


tuvo un sueño: en él vio a las Ninfas que decían a Amor prometiera y entonces
Amor, aflojando la cuerda del arco y poniéndolo junto el carcaj que llevaba a la
espalda, mandó a Dionisófanes que invitara al otro día a comer a los principales
señores de la ciudad y que, apurada la última copa de vino, mandara poner a la
vista de los invitados las prendas de reconocimiento de Cloe y que después se
cantara el himno nupcial de himeneo.

Dionisófanes al despertar ordenó a sus criados que preparasen un buen festín,


donde no faltara ninguna de las mejores viandas que crían el mar y la tierra, los
lagos y los ríos, y mandó convidar a la mesa a toda la gente principal.

Era ya de noche y estaba llena la crátera para las libaciones a Mercurio, cuando
un criado de la casa trajo una fuente de plata las prendas y las fue mostrando a
los invitados.

Cuando las vio Megacles, anciano que por su avanzada edad ocupaba la
cabecera de la mesa, no dudó ni un instante, y alzando la voz exclamó:

--- ¿Qué es lo que veo, oh dioses? ¿Qué es lo que ha sido de ti, hija mía? ¿Vives
aún? ¿O acaso algún pastor habrá hallado por casualidad estas prendas? Te
ruego Dionisófanes, que me digas como llegaron a tus manos: no sientas envidia
de que recobre yo mi hija como has recobrado a Dafnis.

Dionisófanes quiso que antes relatara él como había mandado a exponer a su hija.
Y entonces, Megacles, con acento conmovido, dijo:

“Encontré en cierta ocasión casi sin dinero por haber gastado lo mejor de mi
hacienda en juegos públicos y con naves de guerra y precisamente por entonces
me nació una hija, que no quise alimentar dada mi pobreza, y la mandé exponer
con esas prendas, sabiendo que hay gente que no pudiendo tener hijos propios
adoptan los que otros abandonan. La niña fue llevada a la caverna de las Ninfas y
dejada bajo su salvaguardia. Después he recobrado la fortuna perdida y
aumentándola todavía; pero no tengo heredero a quien dejarla, ya que luego no
tuve la dicha de obtener otro hijo; pero los dioses, como si quisieran mofarse de
mí, me enviaban a menudo sueños en los cuales siempre me prometían que una
oveja me haría padre”.

Dionisófanes, al oír estas palabras, levantóse, fue en busca de Cloe, que entró
vestida con esmero y presentándola a Megacles, le dijo:

“He aquí la niña que expusiste. Una oveja, por providencia de los dioses, la
alimentó como una cabra a Dafnis. Tómala con estas prendas y al tomarla, cédela
en matrimonio a mi hijo. Ambos fueron expuestos; los dos nos son devueltos. Las
Ninfas, Pan y Amor los ampararon”.

Megacles consintió al punto y envió en busca de su mujer Rodé y ambos, sin dejar
de acariciar a su hija, quedáronse por la noche en casa de Dionisófanes, porque
Dafnis había jurado que no permitiría que nadie, ni aun su padre, se llevara a
Cloe.

Al día siguiente, los dos jóvenes rogaron a sus padres que les permitieran volver al
campo pues no se habían adaptado a las costumbres de la ciudad y querían
celebrar sus bodas en el campo, lo cual les fue concedido. Volvieron pues, a la
casa de Lamón y presentaron Drías a Megacles y Napé a Rodé.

Se preparó un suntuoso banquete nupcial y Megacles consagró a su hija a las


Ninfas, a las cuales hizo ofrenda de las prendas que llevaba la niña al ser
expuesta y regaló buena suma de dinero a Drías.

Dionisófanes, como el día estaba muy sereno, hizo poner las mesas y los lechos
de verdes ramas, en los que se reclinaron los campesinos de los contornos.
Asistieron Lamón y Mirtala, Drías y Napé; los padres de Dorcon, los hijos de
Filetas, Cromis y Lycenia. Hasta acudió allí Lampis, ya perdonado. Todo se hizo
allí a usanza campesina; unos cantaban las canciones de los segadores; otros
contaban los chascarrillos que saben los vendimiadores; Filetas tocó la zampoña,
Lampis el clarinete y Dafnis y Cloe se besaban enamorados.

Las mismas cabras pacían a poca distancia, como si fueran también de la boda, lo
cual no agradaba a la gente ciudadana; pero Dafnis llamaba algunas por su
nombre, les daba hojas tiernas, las cogía por los cuernos y las besaba.

Y no solamente aquel día, sino durante toda su existencia pasaron largas


temporadas en el campo, adorando a las divinidades campestres y especialmente
a las Ninfas y a Pan que les había favorecido en su infancia y adolescencia, y a
pesar de sus riquezas nunca encontraron manjares que tanto les gustara como la
leche, el queso y las frutas. A su primer hijo, le dieron una cabra por nodriza, y al
segundo, que fue una niña, y les llamaron Filopoimen y Angelea; y así vivieron
largos años a todo su solaz. Hermosearon la gruta de las Ninfas, edificaron un
altar a Amor Pastor, y a Pan, que hasta entonces había estado bajo un pino, le
construyeron un templo bajo la advocación de Pan Guerrero.

Pero todo esto fue mucho más tarde. Entonces, cuando llegó la noche, todos le
acompañaron a la cámara nupcial, unos tocando flautas y zampoñas, otros
llevando antorchas; y cuando estuvieron a la puerta de la sala donde se levantaba
el Tálamo, cantaron a Himeneo con voces destempladas y roncas como el ruido
que producen los azadones al dar contra pedruscos.

Dafnis y Cloe, a pesar de aquel alboroto musical se acostaron juntos y desnudos y


se besaron y abrazaron sin pegar los ojos ni un instante, como las lechuzas.
Dafnis hizo a Cloe, lo que le había enseñado Lycenia y Cloe comprendió entonces
lo que antes hicieron en el bosque y el amparo de los arbustos, no había sido más
que juegos de pastorcillos.

FI
N.

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