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Son pocos los países que carecen de una legislación específica en materia ambiental,
pero son incluso menos aún los que la ejercen con el peso entero de la ley. El delito
ambiental, por lo visto, constituye para el grueso de nuestras sociedades un delito
menor, sin dolientes, excusable sobre todo si quien lo comete es una poderosa
corporación transnacional o, peor aún, una empresa perteneciente al mismo Estado
Esta realidad parece ser incluso peor en los países del tercer mundo, en los que la
urgencia por resolver dilemas sociales, económicos y políticos relegan el tema de la
contaminación al final de la lista de asuntos pendientes. Así, los crímenes cometidos
contra el medioambiente se reprueban con escándalo en las redes sociales y con
gestos indignados de cada quien en sus casas, pero no con justicia real, o al menos
no con la misma que aplica a quien atenta contra la propiedad privada o contra el
orden político y económico del país.
Los ejemplos, por desgracia, sobran y se encuentran en ambos márgenes del espectro
ideológico. Tan indignante resulta el uso de agrotóxicos en la industria privada
agropecuaria argentina, que envenena impunemente las aguas del subsuelo y
destruye el balance químico del mar; la quema salvaje del Amazonas para expandir la
superficie cultivable en Brasil, Paraguay y Bolivia; o los trágicos derrames petroleros
de la industria estatal venezolana, cuya aparición en cualquier medio
de comunicación local resulta, además, imposible. Ese tesoro ancestral que es la
vegetación y la biodiversidad en América Latina parece no tener un lugar real en
nuestros planes para el desarrollo económico.