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Grupo 01

La indignante impunidad de los delitos ambientales


Son pocos los países que carecen de una legislación específica en materia ambiental, pero
son incluso menos aún los que la ejercen con el peso entero de la ley. El delito ambiental,
por lo visto, constituye para el grueso de nuestras sociedades un delito menor, sin dolientes,
excusable sobre todo si quien lo comete es una poderosa corporación transnacional o, peor
aún, una empresa perteneciente al mismo Estado.

Esta realidad parece ser incluso peor en los países del tercer mundo, en los que la urgencia
por resolver dilemas sociales, económicos y políticos relegan el tema de la contaminación al
final de la lista de asuntos pendientes. Así, los crímenes cometidos contra el medioambiente
se reprueban con escándalo en las redes sociales y con gestos indignados de cada quien en
sus casas, pero no con justicia real, o al menos no con la misma que aplica a quien atenta
contra la propiedad privada o contra el orden político y económico del país.

Los ejemplos, por desgracia, sobran y se encuentran en ambos márgenes del espectro
ideológico. Tan indignante resulta el uso de agrotóxicos en la industria privada agropecuaria
argentina, que envenena impunemente las aguas del subsuelo y destruye el balance químico
del mar; la quema salvaje del Amazonas para expandir la superficie cultivable en Brasil,
Paraguay y Bolivia; o los trágicos derrames petroleros de la industria estatal venezolana,
cuya aparición en cualquier medio de comunicación local resulta, además, imposible. Ese
tesoro ancestral que es la vegetación y la biodiversidad en América Latina parece no tener
un lugar real en nuestros planes para el desarrollo económico.

En un mundo cada vez más preocupado por el futuro climático y medioambiental, la


impunidad de los delitos medioambientales y la indiferencia ante la contaminación
constituyen un reflejo más de nuestra incapacidad para hallar un camino propio hacia el
desarrollo sustentable.

Embobados por el espejismo europeo y estadounidense, marchamos de buena gana hacia


la destrucción del entorno, para convertirlo en materia prima que exportar, sacrificando en el
camino lo que quizá sea el mayor de nuestros potenciales: el de una industria turística
respetuosa del entorno.

Cabe hacerse la pregunta de cuándo entenderemos que los delitos medioambientales son
en realidad delitos cometidos contra las generaciones futuras, pues es suyo el mundo que se
está arruinando y haciendo inhabitable.

Personalmente, soy pesimista al respecto. Pienso que un día las toneladas de plástico
vertidas al océano sofocarán el lugar en que se originó la vida en el planeta; y la atmósfera,
inundada de sustancias tóxicas, se tornará irrespirable. Puede que entonces entendamos las
consecuencias trágicas de un modelo de existencia insostenible. Pero, como suele ocurrirles
a quienes viven sin pensar en el futuro, nos arrepentiremos cuando sea demasiado tarde.
Grupo 02
El problema de la obtención de energía

La energía, como sabemos, es constante en el universo. No puede


crearse ni destruirse, pero sí puede transmitirse y transformarse. Y
esto último es lo que mejor hemos aprendido a hacer con el pasar
de los tiempos, sobre todo a la hora de generar energía eléctrica,
que consumen todos nuestros aparatos y nos permiten sostener un
modelo de vida. Utilizamos esta energía para producir, para enfriar
o calentar nuestros hogares, para iluminar nuestras noches y
entretener nuestros ratos libres, sin tener demasiado en claro de
dónde viene y cuánto cuesta conseguirla.

No existe, es importante saberlo, ninguna forma limpia y 100 %


ecológica de obtener energía. Todos los métodos que hasta ahora
conocemos tienen lo que podríamos pensar como efectos
colaterales, aunque unos sean mucho más perniciosos a gran
escala que otros. La combustión de sustancias fósiles, por ejemplo,
es la más eficiente de todas las maneras que conocemos de
obtener energía, pero es también la que más costo tiene, tanto en
su extracción, procesamiento y empleo.

Otros métodos, como la energía eólica, suponen un impacto


tremendo en la fauna local y generan ruidos molestos a kilómetros a
la redonda, mientras que la energía hidroeléctrica arrasa con los
ecosistemas acuáticos y requiere de la modificación de los cursos
de agua. Nada es 100 % verde.

Lo cierto es que todo en el planeta está conectado, y el uso de un


recurso debe considerarse un préstamo: de alguna forma lo
habremos de pagar más adelante. Puede que no nosotros
directamente, sino otras especies en nuestro lugar, pero de ellas
dependen otras especies y así sucesivamente, hasta que le toque el
turno de caer a nuestra pieza de dominó.
Grupo 03
La inmoralidad del consumo y el maltrato animal
Mahatma Gandhi afirmaba que “la grandeza de una nación y su progreso
moral pueden juzgarse por la forma en la que trata a los animales”,
queriendo decir con ello que la manera en que nos relacionamos con las
demás especies es reflejo del grado de refinamiento cultural de nuestras
sociedades. Y aunque en principio es fácil estar de acuerdo con el líder
indio, no lo es tanto cuando ello implica un cambio radical en nuestros
hábitos de vida, como la alimentación, el entretenimiento o el consumo.

Las industrias modernas han sido hábiles en escondernos el modo en cual


fabrican sus productos: con qué los hacen, de qué manera, cómo los
prueban. Y nosotros, consumidores empedernidos, jugamos el mismo
juego, dado que en el fondo preferimos no saber.

Nos tapamos los ojos frente a la industria alimenticia, cuyos animales son
criados en condiciones crueles e insalubres, y después atestados
de antibióticos para combatir las infecciones que su propio modelo de vida
les genera. Nos tapamos los ojos frente a los laboratorios de testeo de
maquillaje, donde animales son obligados a sufrir producto tras producto
para que usted o yo podamos usar un champú con enjuague sin correr el
riesgo de alguna reacción alérgica, pues ya un centenar de animales las
tuvieron en nuestro lugar.

Nos tapamos los ojos, porque en el fondo no nos importa, o porque


sentimos que no hay nada que hacer, que esa industria implacable es la
misma que nos da trabajo, nos lleva el pollo listo al supermercado o nos
permite creer que lucimos el mismo peinado que esa estrella de cine que
le hace al champú la publicidad.

¿Qué dice esto de nosotros, en los términos de Gandhi? ¿Qué dice sobre
nuestra moralidad, nuestra empatía, nuestra visión de la vida más allá de
nuestra especie?
Grupo 05

Romper el techo de cristal


Más de 40 años han transcurrido desde que la feminista Marilyn Loden denunció
en un discurso la existencia de un “techo de cristal” que impide el ascenso
profesional de las mujeres en el trabajo, y esa sigue siendo una realidad para
millones de mujeres en Occidente, especialmente en los países del llamado “tercer
mundo”.
Este techo de cristal, invisible como su nombre lo acusa, nos impide a la mayoría
de las mujeres alcanzar puestos gerenciales en empresas a las que hemos
dedicado la vida y justifica que ganemos menos que nuestros colegas masculinos
por desempeñar el mismo trabajo, entre otras situaciones laborales inaceptables
pero totalmente naturalizadas por la cultura machista.
Los argumentos esgrimidos para invisibilizarlo son muchos: que las mujeres
preferimos dedicarnos a la familia y no al éxito profesional (como si fuéramos un
todo homogéneo que piensa siempre igual), lo cual de paso nunca es una elección
que condicione el éxito masculino; o que el embarazo ocasiona un retardo en
nuestras carreras o incluso que, simplemente, las mujeres no nos esforzamos lo
suficiente.
A la hora de opinar al respecto, las consideraciones más asombrosas pueden
hacer su aparición ya que, para muchos, cualquier cosa es preferible a revisar el
modo en que nuestra sociedad recompensa el éxito profesional.
Jamás he entendido por qué a muchos (generalmente hombres) la denuncia del
techo de cristal les incomoda, pero sospecho que tiene que ver con sentirse
beneficiarios de esa injusticia. Es decir, que admitir que la competencia profesional
entre hombres y mujeres no se da en términos de igualdad es un pensamiento que
los intimida, los hace sentir vulnerables, los hace cuestionarse sus propios logros.
¿Alguien puede explicarme de dónde sale esa fragilidad masculina? ¿De dónde
sale esa baja autoestima, esa necesidad de justificar la existencia en ser
imprescindibles proveedores?
Nuestros compañeros masculinos podrían simplemente reflexionar al respecto, si
se dedicaran a mirar a su alrededor. Porque esa es otra de las condiciones tóxicas
de la masculinidad tradicional: su egocentrismo, su incapacidad para la empatía,
reflejo de una crianza que les extirpa lo más tempranamente posible cualquier
sensibilidad emocional. ¿Acaso no tienen hermanas, amigas, madres, novias y
conocidas cuyos relatos oyen a diario?
Lo grave del asunto es que el cambio se dará con o sin ellos, pero podría ser
mucho más simple, más armónico y más constructivo si son precisamente ellos
quienes nos ayuden a romper el techo de cristal, si se asumen parte de un
movimiento por la igualdad (no por la superioridad femenina, como muchos
parecen creer) cuyo cometido final es lograr una sociedad en la que el éxito sea
celebrado, independientemente de lo que uno tenga entre las piernas.
Lógicamente, eso implicaría la renuncia a los propios privilegios, y eso es algo que
rara vez en la historia ocurre de manera voluntaria. Podemos entenderlo. Pero de
ser así las cosas, compañeros masculinos, tendrán que soportar el ruido de las
piedras que seguiremos arrojando para romper el techo de cristal. Y no vengan
luego a quejarse si alguna les da por error en la cabeza.
Grupo 06
Un género narrativo como cualquiera

Como lo sabe cualquiera que tenga una consola en casa, los juegos
contemporáneos son formas complejas de narración, diseñados para introducir de
manera paulatina al jugador en un mundo simulado y en una historia que allí tiene
lugar: desde emocionantes thrillers espaciales dignos de Hollywood, hasta
nostálgicas aventuras introspectivas en un futuro postapocalíptico, o consignas
militares que reviven las grandes batallas de antaño. Prácticamente lo mismo que
ofrece el cine en nuestros días.

Y sin embargo, rara vez se reconoce el lugar que tienen los videojuegos como una
fuente de relatos para las generaciones modernas. Basta echar un ojo al
crecimiento de la comunidad gamer y su creciente importancia dentro de la cultura
de masas, o bien fijarse en los rangos promedio de edad de los jugadores actuales
(cómodamente instalados en la adultez) para darse cuenta de que algunos
paradigmas culturales han ido cambiando.

La gente juega videojuegos y al hacerlo exige experiencias más complejas y


maduras, más diversas y actuales. Son muchas las propuestas del rubro que
abordan temas cruciales en las discusiones sociales, políticas y culturales del
momento: la identidad, la segregación, el autoritarismo o la crisis climática, por
citar apenas los más relevantes, son abordados de maneras críticas, sensatas y
responsables dentro del mundo de muchos videojuegos. De hecho, una crítica
especializada, profesional (o casi) ha surgido en torno a ellos y se abre paso cada
vez más en los pasillos de la academia.

Los videojuegos son una fuente continua de relatos para una generación menos
propensa a leer en papel, adicta a las pantallas y a la interactividad del mundo 2.0
que internet trajo consigo. Sería de una torpeza imperdonable que quienes se
dedican a estudiar los relatos, a pensar el modo en que nos imaginamos y los
contenidos que estamos compartiendo unos con otros no prestaran a los
videojuegos su debida atención y se dejaran llevar por prejuicios del siglo XX que
revelan, más que una supuesta seriedad y tradicionalismo, una profunda e
innecesaria ignorancia.

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