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Otros títulos de E E ¿Por qué la modernidad ha rechazado el cristianismo? MASSIMO BORGHESI Massimo Borghesi es profesor de
Filosofía de la Religión en la
Carlos Díaz, Contra Prometeo. ¿Por qué la Iglesia ha visto construir un mundo incristiano Facultad de Filosofía y Letras de la
Armando Segura, Emmanuel, Prin-
cipia Philosophica.
Pedro Ortega Campos, Notas para
una filosofía de la ilusión.
sin poder frenar la secularización?

Después de la Segunda Guerra Mundial, la Europa


POSMODERNIDAD Universidad de Perugia (Italia).
Así mismo, imparte clases de
Estética, Ética y Teología filosófica
Jacques Maritain, El Hombre y el
Estado.
que proyectaba frenar el avance del comunismo parecía
encontrar en la Iglesia, que conservaba todavía una fuerte y Y en la Pontificia Facultad Teológica
«S. Buenaventura» (Roma).

POSTMODERNIDAD Y CRISTIANISMO
Dietrich von Hildebrand, Ética. decisiva influencia en la sociedad, el gran baluarte contra el Entre sus obras publicadas desta-
Alfonso Pérez de Laborda, ¿Salvar
lo real? Materiales para una filo-
sofía de la ciencia.
Armando Segura, Principios de Fi-
naciente bloque soviético.
Pero en aquella aparente luna de miel entre el cris-
tianismo y la modernidad, que se prolonga hasta la caída
CRISTIANISMO
¿Una radical mutación antropológica?
can:
La figura di Cristo in Hegel (Roma,
1983)
losofía de la Historia. del muro de Berlín, hay mucho de instrumentalización por Romano Guardini. Dialettica e
Enrique Rivera de Ventosa, Unamu- parte de Occidente: no hay una identidad de puntos de antropologia (Roma, 1990)
no y Dios. vista, sino que el poder político-cultural hegemónico asume L’età dello Spirito in Hegel. Dal
Larry Laudan, El progreso y sus
problemas. y «disuelve» los valores del cristianismo hasta convertirlo en Vangelo «storico» al Vangelo «eter-
Rogelio Rovira, Teología Ética. algo «inútil en su aspecto real, histórico y temporal», en pala- no» (Roma, 1995)
Carlos Díaz, Eudaimonía. bras de Romano Guardini.
Feliciano Blázquez Carmona, La Y mucho de ingenuidad por parte de una Iglesia en
filosofía de Gabriel Marcel. la que, influida por la interpretación mística de la fe de
Carlos Díaz, Preguntarse por Dios
es razonable (Ensayo de Teodi- Joaquín de Fiore y sus epígonos Kant, Lessing y Hegel, se
cea). ha impuesto una teología «oficial» que descarna la figura de
Rogelio Rovira, La fuga del no ser. Cristo hasta reducirla a un conjunto de valores.
Adolf Reinach, Introducción a la En un mundo incristiano como el actual es necesario volver
fenomenología. a replantear las relaciones entre la Iglesia y el Estado,
Hans Reiner, Bueno y malo.
Manuel García Morente, Sobre la huyendo de las pretensiones de eclesializar el Estado y esta-
teoría de la relatividad. talizar la Iglesia.
AA.VV., Filosofía cristiana en el ¿Es posible ser moderno y cristiano?
pensamiento católico de los siglos Frente a las reducciones espiritualistas, las reinterpretacio-
XIX y XX. nes filosóficas y las instrumentalizaciones políticas del cris-
– I. Nuevos enfoques en el siglo XIX.

Massimo Borghesi
– II. Vuelta a la herencia escolásti- tianismo, el profesor Massimo Borghesi contribuye en esta
ca. obra a recuperar los orígenes del realismo de la fe. Es desde
René Girard, Cuando empiecen a la fe, sin contaminación de otros criterios, desde donde
suceder estas cosas... juzga la modernidad.

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Ensayos
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MASSIMO BORGHESI

Posmodernidad
y cristianismo
ISBN DIGITAL: 978-84-9920-849-7
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© 1996
Istituto Editoriale Internazionale

© 1997
Ediciones Encuentro, Madrid

© 1997 para la Introducción


Fernando de Haro y Ediciones Encuentro

Traducción y revisión
Manuel Oriol

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita


de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones estable-
cidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta
obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la
reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de
ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa


y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Cedaceros, 3-2º - 28014 Madrid - Tels. 532 26 06 y 532 26 07
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ÍNDICE

Introducción de Fernando de Haro..................................... 7


Nota del autor........................................................................ 45

PRIMERA PARTE
EL FIN DE LA CRISTIANDAD

A. Un nuevo comienzo ......................................................... 48


¿Iglesia católica u occidental? ........................................... 49
Católicos ante la alternativa .............................................. 59
1981. Fin de un mundo .................................................... 70
El renoveau católico alemán y su crisis en la reflexión
de Romano Guardini ......................................................... 81
Reflexiones sobre un nuevo comienzo............................ 95

B. Cristianismo y poder. La actualidad de Agustín ............. 107


Retorno a Agustín ............................................................. 108
La ciudad de Dios, es decir, el lugar de la gracia .......... 116
La crisis del catolicismo político en Augusto del Noce . 121
Cristianismo y democracia en Reinhold Niebuhr ........... 141

SEGUNDA PARTE
EL REALISMO CRISTIANO

A. La reducción idealístico-gnóstica..................................... 154


Gnosis: el inevitable contragolpe de una carencia ........ 155
Joaquín y sus hijos .......................................................... 166

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Índice

Hegel, maestro de todos.................................................. 176


Gnosis y modernidad en Augusto del Noce .................. 183
Erasmo. Error de perspectiva .......................................... 193

B. Una vía adecuada para los sentidos .............................. 199


O una presencia o la mística. Diálogo con
Massimo Cacciari .............................................................. 200
Con los mismos ojos ........................................................ 210
Un signo para creer ......................................................... 217
El realismo cristiano de Romano Guardini..................... 224

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INTRODUCCIÓN

Borghesi vino a Salamanca en el 89, en plena canícula. Aquel


fue un agosto despiadado. Las calles y las plazas por las que
pasearon los primeros universitarios españoles recibían durante el
día el castigo de un sol que no conocía tregua. Moverse por la ciu-
dad renacentista, con sus espacios abiertos y sus esquinas bien
recortadas, bajo aquel fuego era un calvario antes de la caída de
la tarde. En pocas calles había una mala sombra con la que pro-
tegerse. Cruzar la Plaza Mayor o llegar hasta la Catedral eran casi
actos de heroísmo para los que hacía falta mucha presencia de
ánimo. Los vítores de los estudiantes, pintados hacía siglos, con
semejante luz parecían acabar de ser estampados a sangre y
fuego. Por la noche, aquella piedra naranja, severa y perfecta-
mente pulida, guardaba entre sus junturas un aire caliente y pesa-
do. La Salamanca de Fray Luis no tiene ni patios recoletos ni fuen-
tes recogidas ni paredes de cal que hagan fresco de madrugada.
Massimo impartió un curso a las doce de la mañana en la
modesta Universidad de Verano que desde hacía años organiza-
ba la Asociación Cultural Nueva Tierra. Era una de las peores
horas. Los asistentes, supongo que él también, casi insomnes des-
pués de haber dado muchas vueltas en la cama buscando un des-
canso que siempre llegaba tarde, empezábamos a librar una
nueva batalla con el calor, tras el breve armisticio de la mañana.
No recuerdo, a pesar de todo, haberme dormido en ninguna
sesión. El tema era arduo, la filosofía no era nuestro fuerte y
Borghesi hablaba en otra lengua. Sin embargo, el itinerario que
nos hizo recorrer aquellos días fue tan apasionante que consiguió

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Posmodernidad y cristianismo

mantenernos prendados de sus palabras minuto a minuto. Casi


todos los amigos que le escuchábamos ya habíamos oído o leído
a alguno de los autores que explicaban cómo se había gestado el
divorcio entre el pensamiento moderno y el cristianismo. Pero
aquello era diferente y en un principio no supimos por qué.
Borghesi manejaba unos conocimientos exhaustivos de los pen-
sadores, los literatos e, incluso, los pintores a los que se refería.
Eso lo distanciaba radicalmente de algunas de las personas en las
que habíamos buscado una valoración, desde la fe, de la cultura
generada a partir del Renacimiento y de la Ilustración. Nos había-
mos topado con más de una simplificación en esta apasionante
cuestión. Pero no fue ni siquiera la seriedad de sus estudios la
que nos hizo reconocerle rápidamente como un maestro. Un eru-
dito cualquiera no nos hubiera atrapado como nos atrapó él.
Casi al final de aquellos diez días, paseando por el claustro de
la Catedral Vieja, dos de los que habíamos sido sus alumnos por
poco tiempo supimos formular la razón de aquel atractivo. Le dije
a mi acompañante que me parecía que lo que le hacía distinto
era su método. Él me contestó con agudeza algo así: «Sí es el
método. Pero el método es su misma persona. Para él, el cristia-
nismo no constituye un sistema de pensamiento o una espiritua-
lidad. No es una construcción ideológica que se relaciona con
otras construcciones ideológicas. Para Massimo el cristianismo es
Cristo, una persona real que determina su modo de afrontar los
problemas. De ahí deriva su agudeza, por eso es capaz de valo-
rar, por eso no es reaccionario como tantos otros lo son, por eso
es capaz de indicar la relación que cada corriente histórica y cada
autor tienen con la fe sin que sus conclusiones nos parezcan
recetas prefabricadas. Por eso, en definitiva, nos fascinan sus afir-
maciones. No sospechamos de sus conclusiones, como hemos
sospechado de otras, porque para él Cristo es una presencia y no
una fórmula intelectual, y eso es lo que le hace comprender todo
de ese modo que reconocemos tan razonable».
Entramos en la Catedral Vieja y nos quedamos sentados en
unos de sus bancos, en silencio. Tiempo más tarde fuimos cons-
cientes de que aquel método no era una genialidad suya.
Borghesi había sido engendrado en él gracias al seguimiento de
don Luigi Giussani, fundador de Comunión y Liberación. Un
carisma que empezábamos a descubrir, años después de haberlo
creído conocer.

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Introducción

Después de aquellos días en Salamanca decidimos que mere-


cía la pena no perderlo de vista. No es que nos obsesionara la
cuestión de la modernidad. Massimo tenía respuestas para mul-
titud de preguntas sobre la historia, la cultura, y, sobre todo, la
misión de la Iglesia que veníamos rumiando desde hacía años.
No fue difícil cumplir nuestro objetivo. Aquel profesor magistral
resultó ser de trato afable y conversación animada. Coincidió
que un par de nosotros se marcharon a estudiar en esa época a
Italia y eso nos permitió ir fraguando una relación para la que
siempre ha estado disponible. Borghesi vive en una casa peque-
ña, repleta de libros, en Ciampino, en el extrarradio de Roma.
Nunca ha faltado en su mesa un buen plato de pasta y mucha
hospitalidad para los que desde entonces fuimos sus amigos
españoles. Por lo demás, seguir su trabajo más divulgativo no
entrañó dificultad porque en esos años se convirtió en un arti-
culista habitual de la revista internacional 30 Días y del semana-
rio, ya desaparecido, Il Sabato.
Los cursos de verano de la Universidad Complutense, durante
el mes de julio del 91, en El Escorial, me permitieron estrechar
los vínculos con él. Massimo recibió una invitación para dar unas
lecciones sobre el cristianismo en el siglo XX y, a pesar del
esfuerzo que le suponía, la aceptó. Acusaba el cansancio de un
curso duro y su mujer llegaba al final de un tercer embarazo un
poco complicado. Esos días estuvo preocupado pero afrontó con
su seriedad característica el curso y no le faltó el humor cuando
el diálogo con algunos miembros de la intellighentsia católica,
invitados a las sesiones, se hizo casi imposible. La Sierra de
Madrid sí hacía las noches agradables. Y en las terrazas de la que
fuera la corte del gran Felipe II pasamos horas charlando. Aquel
había sido el año de la Operación Tormenta del Desierto. La febril
actividad en la que se había visto envuelto Il Sabato, por su opo-
sición a la Guerra del Golfo, habían alejado temporalmente a
Borghesi de sus artículos sosegados para convertirlo en un perio-
dista de opinión combativo. Además de escribir sobre política
internacional, las circunstancias le habían llevado a auspiciar un
diálogo del mundo católico con el ya desaparecido Partido
Socialista Italiano de Benito Craxi. Yo preguntaba una y otra vez
las razones de estas tomas de posición y él me contestaba con
paciencia. Sus respuestas, sobre estas cuestiones y otras, madu-
raron en mí la conciencia de que era necesario abandonar los vie-

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jos esquemas que definen la relación entre la Iglesia y el mundo,


dominantes entre los tradicionalistas y progresistas españoles. Lo
que aprendí en aquella conversación, en otras precedentes, y
leyendo sus escritos está en estas páginas. Pero entonces me
pareció que lo más útil era intentar publicar una selección orde-
nada de sus artículos. Olvidé la idea hasta el verano del 95.
Comiendo un jamón extremeño y bebiendo un coñac extraordi-
nario, que el Presidente Internacional de Comunión y Liberación
había llevado nada menos que hasta los Alpes, le propuse el pro-
yecto, que acogió con entusiasmo. Ediciones Encuentro lo ha
hecho posible.

Lo que los eclesiásticos no quieren ver

El cristianismo, como forma de vida, prácticamente no existe


a finales del siglo XX. Existe la Iglesia, a la que se le ha prome-
tido que las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella y por
eso el depósito de la fe no peligra. Existen las instituciones, la
doctrina, los ritos, los preceptos, los intelectuales e incluso la
moral cristiana. Pero lo verdaderamente cristiano, un aconteci-
miento sencillo que acompaña y determina con su esperanza la
existencia real de un pueblo, por pequeño que sea este pueblo,
parece haber desaparecido del mapa.
No puede ser de otro modo en la Europa y en la España pos-
moderna, la vida concreta ha convertido al sujeto conformado
por la fe cristiana o por cualquier otra realización religiosa en un
absurdo práctico. Esto último es lo que ya en 1980, antes incluso
de que se pusiera en marcha la gran revolución cultural que ha
tenido lugar en nuestro país en los últimos trece años y quizás
como un anticipo programático de ella, sostenía Javier Sádaba en
su libro El ateísmo en la vida cotidiana. «Se podrá —escribía
entonces el filósofo— ser creyente por originalidad, desespera-
ción o inercia, o quién sabe por qué tipo de conveniencia (...) Si
a nivel personal alguien razonablemente instruido sigue siendo
un creyente se da por supuesto que esa misma persona, en cuan-
to normal y participe en los cánones teóricos y prácticos vigen-
tes, orientará su vida prescindiendo de tal religiosidad». Mucho
antes Ortega había afirmado que «el católico moderno no es
auténtico en una parte de su ser porque quiere ser fiel a otra

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Introducción

parte de su ser que es su fe religiosa. Esto significa que el desti-


no de ese católico es en sí mismo trágico. Y al aceptar esa por-
ción de inautenticidad cumple con su deber».
La primera afirmación, la de Sádaba, es muy coincidente con
la que realizara bastantes años antes el teórico del comunismo
italiano Antonio Gramsci, citada en uno de sus artículos por
Borghesi: «Todos tienen la vaga intuición de que se equivocan al
hacer del catolicismo una norma de vida, tan es verdad que nadie
se atiene al catolicismo como norma de vida, aunque se declare
católico. Un católico integral, esto es, que aplicase en cada acto
de su vida las normas católicas, parecería un monstruo».
La similitud es tal que hace pensar en uno de esos «préstamos
intelectuales» que cruzan fronteras, tan habituales entre los pro-
fesionales del pensamiento. La idea es la misma. En el fin de siglo
la crítica más contundente que se le puede hacer al cristianismo
es una especie de ahistoricidad sobrevenida: la forma en que
transcurre el día a día —las exigencias profesionales, familiares,
psicológicas, sociales, amorosas o sexuales— lo hacen imposible.
La pretensión que define a Cristo —«Quien me sigue a mí tendrá
en la tierra el ciento por uno»— no necesita ser negada, ha sido
destruida por las circunstancias.
A Sádaba el deseo de firmar un acta de defunción por antici-
pado le traiciona. Identifica una situación sociológica con sus
prejuicios irracionales. Pero es cierto que lo que define esta
época que se llama posmoderna es una secularización en la que
todos parecen haber renunciado al cristianismo como hipótesis
para la existencia.
Este es el punto de partida del trabajo de Borghesi. La cris-
tiandad, entendida no en sentido político sino como esa «etnia sui
generis» de la que hablaba Pablo VI, ya no existe. En palabras de
Péguy: «No existe más el cristianismo: no existe esta historia
maravillosa, única, extraordinaria, inverosímil (...) Esta es la nove-
dad. Esto es lo que hay que ver. Todo es acristiano: perfecta-
mente descristianizado. Esto es lo que hay que ver. Todo es acris-
tiano. Esto es lo que los eclesiásticos no querrán ver».
Los eclesiásticos —según la expresión de Péguy que hay que
tomar en sentido amplio— no quieren ver la perfecta descristia-
nización, entre otras razones, porque está acompañada de una
alta consideración de la Iglesia. Es muy llamativo lo que se
puede leer en una de las páginas de un voluminoso trabajo edi-

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Posmodernidad y cristianismo

tado por la Fundación BBV dirigido por Salustiano del Campo.


En el capítulo dedicado a la cuestión religiosa Rafael Díaz-
Salazar escribe: «Los españoles tienen una confianza alta en la
Iglesia católica, si la contemplamos teniendo en cuenta el resto
de las instituciones. En diversas encuestas siempre aparece en
los primeros lugares de confianza y valoración institucional, e
incluso en la última década ha incrementado dicha confianza en
tres puntos (...). Sin embargo, esta institución digna —una de las
mejor consideradas en España— es también percibida como
incapaz de responder a las necesidades del hombre moderno,
especialmente por los jóvenes». La Iglesia es muy respetable, ha
alcanzado un gran prestigio en nuestra joven democracia, es
incluso conveniente que hable porque su opinión será muy teni-
da en cuenta, pero lo que le es más propio, el acontecimiento
de Cristo, no sirve para los afanes diarios. El párrafo es demole-
dor y muestra hasta qué punto el cristianismo en la España de
hoy se va quedando reducido prácticamente a un valioso orna-
mento, decoroso sí, pero al fin y al cabo inútil en lo que verda-
deramente cuenta.
A esta situación se llega tras un largo proceso histórico cuyo
origen está en el humanismo renacentista. Con el correr de los
siglos se convierte en mentalidad común el rechazo o la reinter-
pretación de la novedad cristiana. Un rechazo y una reinterpre-
tación que al principio fue sólo patrimonio de los intelectuales.
En los artículos seleccionados se documenta buena parte de este
recorrido. Pero éste no es un libro que relate la historia de la
«apostasía» moderna. Borghesi parte ya del hecho de una cris-
tiandad disuelta y nos muestra cómo durante el último siglo o se
ha vivido de espaldas a este desmembramiento o se ha respon-
dido inadecuadamente a él.
En la primera parte —El fin de la cristiandad— se desgrana
de qué modo el mundo católico ha desarrollado proyectos para
frenar la secularización sin lograrlo y sin aceptar, en la mayoría
de los casos, la realidad tal y como era. Del famoso binomio de
Eliot —«¿Es el mundo el que ha abandonado a la Iglesia o la
Iglesia la que ha abandonado el mundo?»—, Borghesi se centra,
sobre todo, en la segunda cuestión. Pero no hace una descrip-
ción negativa. Los artículos agrupados en este epígrafe repropo-
nen una y otra vez la verdadera naturaleza de la fe y el método
que hace posible vivirla.

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Introducción

Cristianismo y poder. La actualidad de Agustín es un segundo


apartado que agrupa algunos trabajos del autor en los que se
aborda la misma cuestión de un modo político. A través de la
relectura de san Agustín, de Niebuhr y de del Noce se proponen
unas relaciones entre la Iglesia y el Estado y una comprensión de
la democracia que hunden sus raíces en la verdadera tradición
cristiana.
La segunda parte, El realismo cristiano, también esta dividida
en dos grandes bloques. En el primero se recogen los artículos
que señalan el «gran peligro» de la década de los 90: el gnosticis-
mo. Una amenaza que ha persistido a lo largo de la historia y que
obliga a hacer más explícita la evidencia que nace de la fe.

Derecho natural, derecho al tedio

«Nosotros estamos acabados, estamos acabados», éste es el


grito del cardenal Antonelli, secretario de Estado de Pío IX, que
resuena en la segunda mitad del XIX. La Esencia del cristianis-
mo de Feuerbach y su reinterpretación de la fe como una subli-
mación de las aspiraciones del hombre ha penetrado ya con
fuerza en los ambientes cultos del Viejo Continente. La procla-
mación de la república de Roma obliga al Papa a exilarse die-
ciocho meses lejos de la sede de Pedro. Años después, la
Alemania regida por Bismarck pretende convertir a los sacerdo-
tes en funcionarios para someterlos al Estado y desarrolla una
serie de medidas persecutorias conocidas con el nombre de
Kulturkampf. La Europa de las revoluciones, a través de sus
gobiernos, lleva a cabo programas de secularización alimentados
por el pensamiento ilustrado. La instauración de la Tercera
República en Francia hace progresar de un modo acelerado la
secularización. La Iglesia se da cuenta de que pierde a sus fieles.
Las revoluciones burguesas han erosionado la alianza entre el
poder eclesiástico y el poder civil, sobre la que tan segura pare-
cía asentarse la sociedad cristiana. Y el desarrollo del movi-
miento obrero, según los principios marxistas, acaba por mermar
gran parte de la fe de las clases populares.
En 1878 es elegido Papa Gioacchino Vicenzo Pecci. Comparte
con su predecesor la conciencia dramática sobre la situación de
la Iglesia y en su encíclica Quamquam pluries (1889) llega a

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Posmodernidad y cristianismo

escribir: «Conocéis bien estos tiempos, son peligrosos para la cris-


tiandad, no menos peligrosos que los tiempos más peligrosos que
hayan pasado jamás». León XIII se propone hacer frente a las
adversidades e intenta lanzar una gran ofensiva para recuperar el
terreno perdido. El gran proyecto del papa de la Rerum Novarum
(1891) se basa en el siguiente diagnóstico: en el mundo estaba
presente una civilización cristiana, un orden que respondía a los
principios del Creador y que ahora ha sido deshecho. El progra-
ma de su pontificado consiste en animar a los católicos a que
recompongan esta armonía a través del derecho natural.
Utilizando este instrumento se podría crear una base ética y jurí-
dica que renovaría la sociedad y que sería fácilmente reconocible
por todos. El gran contraataque pretendía que los estados admi-
tieran la autoridad de la Iglesia como indispensable para la esta-
bilidad de sus ordenamientos civiles. A medida que fue cotejado
con la realidad fue corrigiéndose y poniendo el énfasis en el
desarrollo de un movimiento de trabajadores. En Francia se for-
maron uniones sindicales católicas, en Alemania surgieron aso-
ciaciones populares al amparo de la Iglesia... Toda Europa fue un
bullir de iniciativas sociales que nacieron de la fe.
Pero este modo de afrontar el abandono de la Iglesia por parte
del mundo, al que Borghesi denomina iusnaturalista, tuvo un
defecto original que se mostró con el tiempo. Adoleció, como
todos las siguientes, de una presunción o quizás nació de una
terrible inocencia. No reconoció que era el mismo sujeto cristia-
no forjado por siglos de tradición, y no los valores que lo expre-
san, lo que estaba desapareciendo. Sólo si se presupone que los
hombres por naturaleza, o por historia, son cristianos —aunque
hayan abandonado a la Iglesia— se puede proponer como alter-
nativa a la secularización una civilización ideal basada en los
principios de la fe.
El iusnaturalismo como solución a la descristianización fue
una fórmula que de ningún modo se agotó en el siglo XIX.
Recuerdo nítidamente las lecciones de dos profesores ejemplares.
Los dos estaban convencidos de que el derecho natural podía ser
el gran puente entre la fe y el mundo. El primero me dio clase
en tercero de bachillerato en un colegio confesional. Aquel admi-
rable laico, en las que ya eran breves horas de religión —había-
mos crecido y las rechazábamos violentamente porque nos pare-
cían irracionales—, nos dictaba largas listas de preceptos de la ley

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Introducción

natural. No era posible distinguir su contenido de las normas de


moral cristiana sobre las que días antes nos había aleccionado. El
buen profesor, cuando muchos de mis compañeros habían recha-
zado el cristianismo, intentaba que siguiera presente en sus vidas
al menos como ética laica.
Dos años después conocí al segundo iusnaturalista de mi vida.
Tenía a su cargo la asignatura de Filosofía del Derecho, y en un
ambiente incluso más hostil que el primero nos conducía a tra-
vés de unos autores ingleses, que luego nunca he vuelto a oír
nombrar, a conclusiones muy similares a las del profesor de
bachillerato, esta vez referidas al ordenamiento jurídico. Los dos
presuponían un tipo de sujeto generado por la tradición occi-
dental y alimentado por un ethos que no existía, sus alumnos
decididamente éramos gente en la que el humus de una civiliza-
ción cristiana había desaparecido o estaba muy debilitado y a los
que el lenguaje ético nos dejaba algo más que fríos. Sin embar-
go, desde hacía muchos años a los jóvenes y a la sociedad se les
había seguido predicando estos valores sin facilitarles la expe-
riencia de la que brotaban, experiencia que sí habían tenido los
hombres de otra épocas. El método continuaba inalterable hasta
la década de los 80. La mayoría despreciaba estos valores y,
todos, nos moríamos de aburrimiento. La vida tenía que transcu-
rrir necesariamente por otros cauces.

La guerra colonizada

La Primera Guerra Mundial supone un cambio importante


sobre la situación de fin de siglo. Dentro de la guerra clásica,
motivada fundamentalmente por razones territoriales, se gesta
una guerra ideológica que tiene como objetivo no sólo vencer
sino aniquilar al Imperio austrohúngaro. En este Imperio bicé-
falo regido por la casa de los Habsburgo habían convivido
durante siglos pueblos tan diferentes como los húngaros, aus-
triacos, rumanos, croatas, eslovacos, eslovenos, serbios, rute-
nos, polacos y checos, entre otros, en un régimen donde la
libertad y la pluralidad eran algunas de sus constantes. En los
cinco años que van de 1914 a 1919 Austria-Hungría se descuel-
ga en numerosas ocasiones de su socio alemán buscando la
paz. El entendimiento con los aliados es dinamitado por la

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Posmodernidad y cristianismo

Francia revolucionaria cuyo objetivo primordial es hacer desa-


parecer un Imperio que se percibe como el último bastión del
catolicismo en Europa. Esta «colonización» ideológica de la
Guerra del 14, a la que se ven arrastrados Estados Unidos y el
Reino Unido, la ha documentado con una exhaustividad que
llega a ser fatigosa François Fetjo en su gran obra Réquiem por
un Imperio difunto.
El historiador húngaro, de ascendencia francmasona, asegura
que la clave del conflicto es la Francia misionera del libre pensa-
miento que pretendía que «fuera tan evidente como el día que el
cristianismo muriera completamente.» (son palabras del padre de
uno de los diplomáticos más influyentes en la Guerra). Esta
Francia «cambió la guerra no sólo cuantitativamente sino cualita-
tivamente (...). La idea (de aniquilar el Imperio austrohúngaro) no
nació de la exasperación de los jefes militares (...). Tenía un acen-
to casi místico. Era ideológica. (...) Esa ideología tenía una sin-
gular mezcolanza de racionalismo heredado del siglo de las luces
y del historicismo romántico neo-maniqueo».
La derrota del Imperio de los Habsburgo es en cierto modo
la derrota de la Iglesia. De hecho, queda excluida de ese primer
nuevo orden internacional que surge tras el conflicto y sufre el
ataque ensañado de un anticlericalismo frontal. Con el correr del
siglo este anticlericalismo se suaviza. Pero todavía hoy hay quien
lo reivindica, aunque si bien con matices, como requisito irre-
nunciable para que la modernidad llegue a buen puerto.
Fernando Savater, en el prólogo de la edición española de El
desafío oscurantista, de Flores de Arcais, sostiene que «hay un
anticlericalismo que no sólo no está pasado de moda sino que
parece irse haciendo cada vez más dramáticamente necesario.
No hay nada de decimonónico ni en este ateísmo ni en este anti-
clericalismo: por el contrario son requisitos indispensables en el
presente y cara al futuro para proseguir la modernización ilus-
trada cuyas perplejidades pueden ya haber aburridos a muchos,
pero afortunadamente no a todos».
En el universo cristiano acosado de los años de posguerra apa-
recen realidades esperanzadoras como el movimiento alemán
Quickborn que parece significar un auténtico renouveau católi-
co en el que participan insignes personalidades, entre las que está
Guardini. Pero será este pensador el que desvele, anticipándose
con sus críticas a la situación de la Segunda Posguerra Mundial,

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Introducción

la debilidad de esta renovación germánica. El renouveau católi-


co, como fenómeno de élites que reduce e identifica el cristia-
nismo con el espíritu occidental, se muestra poco o nada católi-
co y se convierte en humo de pajas. Algo semejante le ocurre a
los regímenes de derechas de los años 30 que se declaran cris-
tianos, prevaricando al atribuirse esta denominación.

Un oso con efectos asfixiantes

La cultura ilustrada, triunfante tras la Gran Guerra, se muestra


insuficiente para satisfacer a Europa que busca salidas a través
del neopaganismo. Será en esta fuente donde beba el nazismo.
Estalla la Segunda Guerra, prolongación de la Primera. Tras 55
millones de muertos, 35 millones de heridos y 3 millones de
desaparecidos, Occidente se vuelve hacia la Iglesia, que ha alcan-
zado un gran prestigio por su resistencia a los totalitarismos, bus-
cando una alianza. El objetivo de este pacto es unir las fuerzas
para frenar el avance del nuevo enemigo: el comunismo. Al acep-
tar la oferta del nuevo orden de Yalta, la Iglesia está fundiéndo-
se en el abrazo del oso.
La intelectualidad y los líderes cristianos aceptarán diluirse en
la ideología atlántica del momento que se ampara en los valores
europeos tradicionales. Será Guardini quien, otra vez, en 1950
denuncie la ambigüedad de esta alianza y sus nefastas conse-
cuencias que él denomina la deslealtad moderna. Se establece un
doble juego. Los líderes europeos que consideran al Viejo
Continente naturaliter cristiano, alaban el papel social y político
de la Iglesia y la consideran un invitado de honor para la cons-
trucción del nuevo «status quo». A la par, estiman insignificante la
Revelación. Se les exige a los cristianos que si quieren referirse a
ella lo hagan en el ámbito de lo privado y de las inspiraciones.
Lo realmente decisivo son unos valores que tienen ciertamente su
origen en la fe pero que ya no la necesitan porque se han hecho
patrimonio común de Occidente. La Europa de la posguerra le
dice a los creyentes que pueden seguir siéndolo en sus iglesias o
en la discreción de sus hogares y les indica que su verdadera fun-
ción es la de convertirse en guardianes de un orden predispues-
to. Este orden está, en realidad, informado por un humanismo
cerrado y autosuficiente. Pío XII —al que en España se le reco-

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nocen pocos o ningún mérito por su posición en la Guerra


Civil— será en ese momento una voz que clama en el desierto al
señalar que en el origen de la Guerra estuvo el abandono de
Cristo. El Papa lo repropone en su magisterio como la solución a
la situación presente. Sus enseñanzas se considerarán recomen-
daciones espirituales.
De los occidentalistas no se podía esperar otra cosa que el
rechazo de la Revelación, pero lo verdaderamente trágico de
aquella alianza fue que los cristianos aceptaron el modo de ver
la fe que tenían sus socios —un cristianismo sin Cristo—. A esta
falta de conciencia crítica, trasladada a la Iglesia española y a la
situación presente, se ha referido monseñor Elías Yanes —presi-
dente de la Conferencia Episcopal— en la Asamblea Plenaria de
esta institución celebrada en diciembre del 95, en la que afirmó:
«Ha arraigado en algunos sectores católicos una mentalidad difu-
sa que, con el buen deseo de acercar la Iglesia al mundo moder-
no ha asimilado los puntos de vista, los esquemas de pensa-
miento y de acción de una cultura secular sin discernir
suficientemente las características y exigencias de la cultura
moderna».
El abrazo del oso se consuma en dos modalidades diferentes.
La fórmula de derechas desempolva el ideal carolingio de la
Europa cristiana aliada con la Ilustración. Es la que suscriben
Adenauer, de Gasperi y Schumann, cuya obra, aunque plagada
de éxitos políticos, conducirá inexorablemente al americanismo
de los años 50. Del otro lado está la opción de izquierdas. No
participa del anticomunismo de la primera opción pero también
se alimenta del concepto de cristiandad que da por adquiridos
unos valores sin que sea necesaria la gracia de un aconteci-
miento para vivirlos. A este lado se encuentran, por ejemplo, el
gran Mounier y Maritain. Los dos abogaron por superar el pacto
entre cristianismo y burguesía buscando un entendimiento con
el marxismo occidental que desde finales de los años 60 se con-
vertirá en la cultura dominante, al menos entre los intelectuales.
Aunque en el caso de Mounier su persona sobrepasa con mucho
sus intentos por crear puentes filosóficos. Un hombre que sien-
ta siempre a la mesa en el puesto de honor a su pequeña hija
idiota y que al acercarse a su lecho sin voz siente «acercarse a
un altar, a un lugar sacro donde Dios habla a través de un signo»,
es un gigante de la fe.

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Introducción

Por temperamento, sensibilidad e historia se puede estar más


cerca de una u otra de las modalidades de esta alianza. Pero la
gran aportación que realiza Borghesi es la de mostrar que las dos
son igualmente equidistantes de la auténtica novedad que trae el
cristianismo a la historia. No es necesario, tal y como se nos ha
hecho creer, decantarse por una opción porque las dos son igual-
mente reductivas.
Puede parecer que nuestro país es absolutamente ajeno a
este escenario de posguerra europeo. Sin embargo, con retraso,
en la España que desde finales de los años 50 y durante los
años 60, tras el fin de la autarquía, se incorpora al siglo XX es
fácil reconocer las dos modalidades de la alianza occidentalista.
Está presente tanto en las fuerzas tecnocráticas que modifican la
estructuras económicas y sociales españolas desde el poder,
como en la oposición al franquismo que comienza a fraguarse
en locales parroquiales y que más tarde abastecerá de cuadros
a la izquierda. A esto último se refiere Javier Tusell cuando afir-
ma, en El postconcilio en España, que «la España de mediados
de la década de los ochenta, incluso en sus sectores de izquier-
da, debe muchísimo más al catolicismo de los años sesenta que
a la vinculación con un pasado histórico que se remonta a los
años 30». En agosto del 67, el partido que gobernaría España
desde el 82 hasta el 96, tendía la mano para conseguir la alian-
za, fundamentándola en un alma común. En las conclusiones
del XXIII Congreso del PSOE se puede leer: «Existen razones éti-
cas, morales y hasta ideológicas que socialistas y católicos no
pueden olvidar ni evadir, puesto que tienen su raíz en la con-
ciencia común de la naturaleza humana (...) No hay conflicto
entre la fe y la falta de fe sino entre explotadores y explotados».
Son líneas inspiradas por socialistas alimentados del iusnatura-
lismo de Maritain. Después las cosas cambiarían.
Incluso los teólogos menos sospechosos creen que su mayor
contribución durante aquellos años fue educar al pueblo español
en los valores que sustentaban a Occidente. Olegario González de
Cardedal, cuando hace memoria de los años inmediatamente pos-
teriores al Concilio en su libro Teología en España, afirma: «Este es
el primer logro de la teología española: haber preparado al pueblo
español para la convivencia y la reconciliación en una forma de
existencia colectiva donde la libertad, la justicia y la solidaridad
fueran asumidas como valores humanos y cristianos primeros».

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Posmodernidad y cristianismo

El divorcio del Golfo

A partir de la creación de los dos bloques en Europa, la asi-


milación del cristianismo a las ideologías dominantes va sufrien-
do diferentes transformaciones. Americanismo en los 50 y 60,
marxismo en los 70 que evoluciona hacia lo que Borghesi deno-
mina el «tercermundismo evangélico» o teología de la revolución.
Al llegar a los 80, la ideologización asume la forma del humani-
tarismo: la Iglesia reducida a una forma más de una religiosidad
vaga a la que se retorna tras las décadas de materialismo. Todos
estos «ismos» tienen en su origen, más o menos consciente, en la
búsqueda del apoyo del poder y en la creencia de que a su som-
bra se podía revitalizar la fe. En realidad se está renunciando a
su origen. Se trata de un fenómeno semejante a aquel constanti-
nismo del siglo IV que, cuando buscaba el apoyo del Imperio,
estaba ya desconfiando de la vitalidad inherente al hecho cristia-
no. Ahora el objetivo ya no es conseguir la fuerza de unas insti-
tuciones, pero sí el respaldo del poder cultural hegemónico. No
se entabla un franco diálogo con él desde la propia identidad
sino que se acepta la disolución en sus categorías. En realidad, la
historia de esos treinta años es, en gran parte, la historia de múl-
tiples integrismos occidentalistas —el integrismo se caracteriza
por identificar la vitalidad de lo religioso con el poder— que han
ido cambiando su rostro. Mientras esto sucede, el humus cristia-
no a base de no alimentarse termina por desaparecer. Los valo-
res tan traídos y llevados no han sido capaces de sostenerse por
sí mismos y han dejado de ser mentalidad común espontánea. La
gran alianza de la posguerra ha esterilizado la fe y convertido los
humanismos en utopías vagas. La década de los 80 comienza con
llamadas de los gobiernos, los intelectuales y los líderes culturales
a la renovación ética mientras que en la calle un nihilismo pasivo
se quita la careta. Se ha producido lo que Borghesi, siguiendo a
Luigi Giussani, denomina una auténtica mutación antropológica,
es el fin de un mundo que creía poder vivir de un humanismo de
presupuestos tácitos. Borghesi señala dos hechos acaecidos en
1981 que en Italia simbolizan este cambio. Uno es la aprobación
de la Ley del Aborto y otro el atentado contra el Papa.
Es entonces cuando Guardini cobra máxima actualidad. A este
autor determinadas modas posconciliares le han colgado el sam-
benito de retrógrado o desfasado. Cuando a mitad de la década

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Introducción

de los 80, comentaba con unos amigos con los que trabajaba para
reanimar la pastoral universitaria cordobesa que estaba leyéndo-
lo me obsequiaban con una media sonrisa irónica. Alguno de los
más sinceros me recomendaba no perder el tiempo con autori-
dades preconciliares. Sin embargo, los textos de Guardini y las
razones de su distanciamiento del renouveau católico se mostra-
ban hace diez años de una actualidad rabiosa. La larga posguerra
sólo había sido un paréntesis, lo que parecía una vuelta de
Europa a la Iglesia era una pura apariencia. Ya en 1936 Guardini
escribía: «No hace mucho las alternativas parecían las siguientes:
mundo material o mundo espiritual; mundo que sigue los intere-
ses del placer, del poder o mundo que está condicionado por la
conciencia y la superación moral; mundo positivista donde sólo
el cálculo y la técnica tienen valor o mundo donde existe el entu-
siasmo religioso, la fiesta, el misterio (...). La segunda de las alter-
nativas siempre se identificaba con la existencia cristiana. La pri-
mera con el mundo sin fe y sin Revelación. Pero cada vez está
más claro que es falso este modo de pensar». El mundo es el
mundo, aunque sea espiritual, moral y todos los adjetivos que
por aproximación nos parezcan más cercanos al cristianismo. Y
este mundo «está cada vez más cerrado en sí mismo y se apode-
ra cada vez más de los valores que eran propiedad del cristianis-
mo para rechazar aquello que es decisivamente cristiano». ¿Son
estas líneas inactuales?
La alianza entre el cristianismo y Occidente, aunque fracasada
antropológicamente, seguirá vigente durante toda la década de
los 80 por el papel que la Iglesia desempeña en la disolución de
los regímenes comunistas de Europa Oriental. Pero sólo un año
y unos meses después de la caída del muro de Berlín, cuando
gran parte de la intellighentsia católica europea se felicita inocen-
temente considerando como propio el éxito de la revolución del
89, la Guerra del Golfo pondrá las cosas en su sitio. Se consuma
el divorcio. Los aliados, apoyándose en sus sacrosantos ideales, se
ensañan con un Irak demonizado por los medios de comunica-
ción. Juan Pablo II alza la voz reclamando el fin de un conflicto
en el que las potencias occidentales son injustas, mentirosas y
crueles. Se bombardean objetivos civiles, se entierran vivos en las
trincheras a los soldados, se rocía con napalm las arenas del
desierto, se inventan atrocidades del enemigo para manipular a
la opinión pública mundial, se habla de guerra limpia; y a la par

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se intenta chantajear a la Santa Sede por haber traicionado «la


causa de la libertad». Los mensajes de Juan Pablo II, como en el
caso de Pío XII, son reinterpretados en clave espiritual.
En la redacción del que por entonces era el semanario reli-
gioso más influyente de España, y en el que colaboré algunos
meses, tuve la ocasión de constatar cómo el objetivo de aislar la
posición del sucesor de Pedro había hecho mella. Preparaba esos
días que caían las bombas sobre Bagdad un reportaje sobre la
figura de Isabel la Católica. Al entregárselo a uno de los máximos
responsables de la publicación, comentamos la declaración que
varios obispos habían hecho condenando el conflicto. Mi interlo-
cutor me comentó que la condena no tenía en cuenta todos los
factores en juego, a lo que le respondí que simplemente estaban
secundando el juicio realizado por Juan Pablo II. A pesar de que
el Papa estaba desgañitándose, aquel insigne periodista me expli-
có que las declaraciones del sucesor de Pedro eran totalmente
compatibles con la Operación Tormenta del Desierto. Cinco años
y medio después me acordé de sus palabras y de las de muchos
otros cuando escondía mis lágrimas al grabar con una cámara, en
el Hospital Pediátrico de Bagdad, niños consumidos por leuce-
mia, la desnutrición y enfermedades infecciosas «sin identificar»
contraídas a resultas de la guerra. Decididamente España a estas
alturas ya está incorporada al mundo, aunque la ruptura del
pacto de la larga Segunda Posguerra Mundial se produjo quizás
antes en nuestro país. Durante la oposición al régimen de Franco
y los primeros años de la transición, a la Iglesia se la consideró
como una aliada necesaria. A partir de principios de los 80, desde
el Gobierno y los medios de comunicación más influyentes, aun-
que toda pretensión de hegemonía política o cultural ha desapa-
recido, se la estigmatiza como un elemento social que retrasa la
modernización. Esto es lo que pocos años después se podrá leer
en el Programa 2.000 del PSOE.

Volver a empezar

En la situación descrita los católicos se encuentran ante una


alternativa. Para responder a la mencionada mutación antropoló-
gica que tiene como expresión el nihilismo, y sólo como una de
sus consecuencias la degradación moral, se puede apostar por la

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Introducción

reacción. No se trata sólo de una opción de derechas. Luchar por


preservar las instituciones y las estructuras que no han quedado
destruidas por la quema; vivir de las limosnas escasas que otros
tiempos más agraciados dejan en el presente es más propio de
los conservadores. Pero seguir batallando en el mundo por la
implantación de un orden ético violado o nunca conquistado
también es reacción, aunque lleve apellidos izquierdistas. La
batalla por la moral no tiene colores. Según Borghesi, ésta es por
ejemplo la posición del Movimiento Por la Vida, que animado por
el justo deseo de la lucha contra el aborto reduce el papel del
cristiano en el mundo a la modificación de unas normas.
Cuando el catolicismo va camino de convertirse en una
pieza de museo hace falta volver a empezar, sin pretender
recomponer una cristiandad imposible. Borghesi, siguiendo al
fundador de Comunión y Liberación Luigi Giussani, describe en
qué consiste este nuevo inicio. Para recomenzar no es sufi-
ciente la repetición de un anuncio doctrinalmente intachable.
Este suele ser el contenido de la catequesis que se imparte en
los colegios y parroquias, una catequesis que como ya comen-
tó el cardenal Ratzinger ha fracasado. Estamos en el tiempo de
la persona, ni las instituciones ni la cultura ni la comunidad
como colectivo pueden hacer renacer el cristianismo. Antes
que cualquier catequesis es necesario partir de la experiencia
del acontecimiento de Jesucristo como un hecho presente con
el que cualquiera puede implicarse. Si lo fundamental no es la
invitación a verificar existencialmente la correspondencia que
suscita este acontecimiento, si sigue poniendo el énfasis en las
consecuencias de la fe, incluso lo esencial de la fe aparecerá
como algo formal. «Hace falta haber encontrado antes el amor
que la moral», decía Camus. La cuestión esencial no es reac-
cionar contra el mundo sino, viviendo en el mundo —ni es
posible ni deseable otra cosa— convertirse, por gracia, en cris-
tiano. No se rompe con la asimilación ideológica del mundo
posmoderno construyendo nuevos sistemas culturales o mora-
les. Lo decisivo es descubrir que el interés fundamental del
cristianismo es el resurgir de la persona concreta en sus exi-
gencias fundamentales. Si los cristianos de fin de siglo optan
por reducir su papel a la defensa de unos valores, con una
posición reaccionaria, entonces la fe volverá a ser manipulada
y la Iglesia, traicionando su misión, hablará un lenguaje extra-

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Posmodernidad y cristianismo

ño a la vida real y se convertiría en una sinagoga sólo dispuesta


a acoger a los que practican la ley.
Cuando Don Giussani comenzó a trabajar con los jóvenes en
los años 50 descubrió ya que el cristianismo era una formalidad
en la sociedad italiana. El corazón de su propuesta desde enton-
ces fue el anuncio de un suceso acaecido que sorprende a los
hombres del mismo modo que sorprendió a los pastores en
Belén, a Juan y Andrés, a la Samaritana, a Zaqueo y a tantos otros
durante 2.000 años. Es posible esta experiencia —ésta es la gran
palabra— en la Iglesia en cuanto ésta es fiel a su naturaleza: con-
tinuidad de Cristo en la historia. En una Iglesia en la que lo que
es propio por ontología se convierte en método se pueden repe-
tir aquellos encuentros que relatan los evangelios.
La fe comienza, de este modo, a ser algo que interesa a la
vida. El cristianismo adquiere una vitalidad irrefrenable, llega a
todos los ambientes y comparte la inmensa fatiga de ser hombre
proponiendo una certeza sencilla: que Cristo se ha hecho com-
pañero de camino y sigue físicamente presente entre los que le
siguen. Tiene así un dinamismo semejante al de los primeros
siglos que ni miraba al pasado con nostalgia ni añoraba hege-
monías ambiguas ni, por supuesto, buscaba aliados complacien-
tes. Este es el «cristianismo al aire libre» del que hablaba Mounier,
un cristianismo sin patria que no se enfrenta al mundo polemi-
zando con él o pretendiendo moralizarlo sino que realiza un tra-
bajo incasable a su favor.

Cuatro cristianos antiguos en las cortes del XX

Eusebio de Cesarea, Agustín de Hipona, Orígenes y Gelasio


son nombres que nos remiten a una época en la que el cristianis-
mo pasó de no tener ninguna relevancia social y política a con-
formar el Estado más poderoso del momento. Se trata de perso-
najes de los primeros siglos de la Iglesia que definieron diferentes
fórmulas de relación entre el Estado y la fe que acababa de entrar
en la historia. No es casualidad que Borghesi recurra a estos
modelos ideales para explicar de qué forma se hace frente a la
secularización y resuelve la relación con el poder temporal. El
interés de esta cuestión, que es la que ocupa el segundo bloque
de la primera parte del libro, no sólo se circunscribe al ámbito de

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Introducción

la política. Los diferentes esquemas que se adoptan en la dialécti-


ca cristianismo-Estado nos permiten introducirnos en el problema
de la misión histórica de la Iglesia, lo que a la postre nos ayuda-
rá de nuevo a mirar el acontecimiento cristiano cara a cara.
Borghesi recuerda la posición de los cuatro autores mencio-
nados. Eusebio de Cesarea —biógrafo de Constantino— entendía
que el Estado realizaba en el tiempo la potencia de Cristo. Era la
administración con sus leyes y sus instituciones el que debía plas-
mar la dimensión histórica de la Iglesia. Con este planteamiento,
el poder temporal se convierte en el sujeto de la fe, usurpándo-
le su puesto a la comunidad de los creyentes. Esto, en la prácti-
ca, supone un sometimiento de la Iglesia al Estado y la forma más
clara de lo que hoy llamamos integrismo.
En la posición contraria, al menos aparentemente, está
Gelasio. Este Papa del siglo V entendió que la Iglesia es la poten-
cia de Cristo en el tiempo y de ahí dedujo que el Estado debía
estar sometido a ella.
La formulación de Orígenes (siglo III) es más difícil de sinteti-
zar en pocas líneas. El apasionado autor alejandrino se distancia
de Eusebio y Gelasio, los dos parecían haber olvidado la tensión
escatológica (sólo tras la segunda venida de Cristo se manifesta-
rá plenamente su victoria sobre la Creación) que anima el cris-
tianismo. Esto en Román Paladino significa que si se olvida que
este mundo no es el definitivo y que la realización plena de la
historia se producirá al fin de los tiempos —cuando la historia se
haya acabado—, es fácil acabar identificando alguno de los rei-
nos de este mundo con el Reino de los Cielos. Pero en Orígenes
la tensión escatológica se convierte en escatologismo, es decir, en
un desprecio de los estados y los ordenamientos civiles del
«mundo pasajero». El alejandrino acabará adoptando una posición
utópica. Le negará toda legitimidad al Imperio, afirmará que las
naciones son fruto del desorden de la caída de Adán y sostendrá
que el cristianismo trae una ruptura revolucionaria que liberará a
un mundo que camina hacia su fin inminente. En esta compren-
sión de Orígenes Borghesi sigue un librito de Ratzinger, La uni-
dad de las Naciones, en el que no hay una página de desperdicio.
¿Pero qué tiene todo esto que ver con la situación presente? El
modelo origenista, según Borghesi, es el imperante en la época
del posconcilio. Durante esos años se impone la imagen de una
nueva Iglesia, renovada «evangélicamente», que se concibe exclu-

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Posmodernidad y cristianismo

sivamente como un sujeto político alternativo, generador de uto-


pía y en lucha contra el poder. A.Marzal y A.Tornos presentaron
hace años en el III Congreso de Teología, organizado por la
Asociación Juan XXIII, una significativa ponencia en esta clave.
Se titulaba Las utopías cristianas frente a la fuerza de los hechos
y en ella los autores afirmaban que «la esperanza enraizada en
Jesús es el dinamismo impulsor y creador de proyectos socio-
políticos o utopías concretas». Los ponentes aseguraban que la
creencia cristiana era un rico venero utópico, admitiendo, eso sí,
que «la reserva escatológica es el vigía sin el que la utopía se des-
carría en fanatismo». Se trata sólo de un ejemplo de las numero-
sas teologías de la utopía de la España de los 80.
La renovación evangélica propugnada por estas teologías, en
muchos casos, consiste en una reducción de la fe a unos deter-
minados valores morales que rápidamente evoluciona hasta con-
vertirse en un hipermoralismo. Esta posición se identifica fre-
cuentemente con las utopías de izquierda laica. Díez-Alegría en
su célebre Cristianos para el socialismo, que tanto influyó y que
tan leído fue por algunos de los diputados que hoy se sientan en
el Congreso, en su esfuerzo por lo que se llamó tender puentes
afirmaba: «Si a un cristiano su fe no le aliena, no le funciona
como ideología burgués capitalista, no le impide la crítica cientí-
fica iniciada por Carlos Marx, no le frena el empeño de construir
una sociedad sin clases con la necesaria lucha de clases (...) a ese
cristiano su fe no le impide ser marxista».
Este enfoque tiende a cerrar definitivamente la dialéctica entre
el Reino de los Cielos y los reinos de este mundo. Se sueña con
el advenimiento de un solo Reino en el que se realicen las «uto-
pías evangélicas». Esta fue la conciencia de muchos de los cris-
tianos que participaron en la revolución sandinista nicaragüense
muy seguida por buena parte del catolicismo español de la pasa-
da década. Tomás Borge, ministro del Interior de Nicaragua en el
83, por ejemplo, estuvo ese año por Madrid y su breve confe-
rencia en la que identificaba la causa del Frente Sandinista con la
causa de Dios y en la que reivindicaba la cruz y el fusil desper-
tó admiración.
Se pasa así del origenismo al gelasianismo. La lucha contra el
poder del cristianismo revolucionario se convierte en el proyecto
de reconquistar cristianamente el Estado. No se pretende some-
ter las leyes y las instituciones públicas al ritmo de la liturgia, los

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Introducción

sacramentos o la voluntad de la jerarquía eclesiástica (los tradi-


cionalistas de ese cuño son ya rara avis). A estas alturas por cris-
tianización se entiende moralización.
Una vez dado este paso tampoco es difícil dar el siguiente y
llegar hasta Eusebio. La Iglesia, una vez que ha conseguido
influir en el Estado, debe actuar a través de él para solucionar o
aliviar la crisis ética. Estamos ya en la década de los 90 y siguien-
do el esquema cristianismo de izquierdas, cristianismo de dere-
chas —en lo que tiene de válido como esquema— es el tiempo
del segundo.
El recorrido de Orígenes a Eusebio, a través de Gelasio, sinte-
tiza la evolución de los últimos treinta años. Es significativo que
durante todo este período se produzca una hipervaloración de la
posición política de la Iglesia. Desde fuera, pero también desde
dentro. Según Borghesi esta desmesurada politización es el sín-
toma de que se intenta llenar un vacío. Una vez que se ha disuel-
to el pueblo cristiano, como la respuesta que se dan los cristia-
nos no es la de volver a su origen, la relación con el poder se
convierte en el factor más determinante. El cristianismo de fina-
les del siglo XX, con demasiada frecuencia, ha buscado en el
poder temporal —incluso a través de la confrontación— una
paternidad que le diera espesura y la sensación de seguir vivo.
«También la Action Française nacionalista de Maurras, al inicio
del siglo, quería reformar el mundo en nombre del cristianismo,
pero no era fe —asegura Giussani—. La fe es sólo esto: la aper-
tura a la Presencia de Cristo».

La democracia cristiana como ideología

«La democracia es la verdad cristiana». Así de contundente se


mostraba el filósofo italiano Gianni Vattimo en Madrid cuando el
30 de septiembre del 96 acudía a presentar la edición española de
su libro Más allá del pensamiento débil. Era una frase que sinteti-
zaba a la perfección una de las ideologizaciones más actuales de
la fe. Borghesi nos muestra todo su alcance a través de su artícu-
lo sobre Niebuhr. No deben asustar al lector español las referen-
cias que en este trabajo se contienen a la democracia cristiana ita-
liana. Aunque esas páginas comienzan con una remisión al
contexto político del país transalpino, sus reflexiones no pierden

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Posmodernidad y cristianismo

universalidad. La crítica no se dirige a los partidos democratacris-


tianos. A pesar de sus errores, son innumerables sus éxitos en el
terreno práctico. Lo que está en el punto de mira es una cons-
trucción teórica que ve en la democracia la realización exhaustiva
del cristianismo. Aquí nos encontramos otra vez con Eusebio de
Cesarea. Este modo de pensar alimentó en gran parte a la DC ita-
liana —tanto en su versión utópica como en la liberal— pero no
necesita, ni mucho menos, de un partido católico para subsistir.
Se entiende que la democracia plasma por completo la aporta-
ción que el cristianismo puede realizar en la historia cuando se
admite la reducción de la fe a determinados valores —igualdad,
justicia, soberanía del pueblo, etc.— de la que ya hemos hablado
hasta la saciedad. Este sería, por ejemplo, el planteamiento de
Maritain que propugna en El Hombre y el Estado: que el Estado
democrático se sustente en una «fe secular». Esta construcción, que
absolutiza el nexo entre cristianismo y democracia, provoca una
mitificación de este sistema político. Aunque sería más preciso
decir que asume la mitificación de la democracia que se gestó en
la ideología neoilustrada para no ser tachado de antimoderno.
Está claro que la democracia es el mejor sistema posible. «La
Iglesia aprecia el sistema de la democracia en la medida que ase-
gura la participación de los ciudadanos y garantiza a los goberna-
dos la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernan-
tes», como ha recordado Juan Pablo II en la Centesimus annus.
Pero eso es muy diferente a considerar —tal y como hace la ideo-
logía neoilustrada— que la democracia se identifique absoluta-
mente con el Bien para oponerlo al mal que representa el fascis-
mo. En realidad el fascismo no constituye una anomalía de la
modernidad sino una de sus derivaciones. Así lo explica del Noce.
Y así lo expresaba Emilio Komar, un seguidor suyo argentino, en
una reciente entrevista: «El fascismo no es integrista sino revolu-
cionario, es una forma occidental del marxismo, del idealismo que
afirma la supremacía de la praxis». Es la mitificación de este siste-
ma político la que no permite —en palabras de Tocqueville— ais-
lar el germen de despotismo democrático que tiene el sistema.
Este germen es el que llevó a los regímenes fascistas al poder y el
que ha generado hoy, tal y como indicaba Pasolini, un nuevo tipo
de totalitarismo fundamentado en la homogeneización cultural.
En nuestro país, en la que la transición está sin acabar, este tipo
de críticas son generalmente rechazadas. Pero como escribían

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Introducción

recientemente los obispos españoles en su instrucción pastoral


Moral y sociedad democrática (1996) «la joven democracia espa-
ñola se siente —no sin razón— orgullosa de sí misma. (...) Sin
embargo, el justo orgullo de vivir en régimen de libertad no ha
de impedirnos ver el fenómeno preocupante de una cierta mitifi-
cación de la democracia. No pocas veces se habla de democracia
como si fuera lo mismo que justicia y moralidad».

Recuperar a Agustín

Agustín aporta un auténtico vendaval de aire fresco cuando se


buscan criterios para una relación adecuada con el poder políti-
co. El santo de Hipona tienen una visión realista de los ordena-
mientos jurídicos de este mundo y recuerda que siempre serán
ambiguos. No pueden encarnar el Bien definitivo porque están
obligados a realizar la justicia mediante la injusticia. Estamos ante
el realismo del que hacía gala el documento Donum Vitae de la
Congregación para la Doctrina de la Fe cuando afirmaba que «la
ley civil debe tolerar a veces, en aras del orden público, lo que
no puede prohibir sin ocasionar daños más graves». Es erróneo,
y además muy pernicioso, pretender que el Estado realice la per-
fección. Lo recordaba Ratzinger, uno de los grandes valedores del
agustinismo político, en Iglesia, Ecumenismo y Política con esta
afirmación revolucionaria: «Para la consistencia futura de la
democracia pluralista y para el desarrollo es necesario recuperar
el coraje de admitir la imperfección de las cosas humanas. Son
morales aquellos programas políticos que suscitan este coraje e
inmorales, a pesar de su moralismo, los que se contentan sólo
con lo perfecto». Nada de utopías, las circunstancias pueden
hacer aconsejable una tolerancia del mal y del error tal y como
recordó Pío XII en su discurso a los juristas católicos. «El deber
de reprimir las desviaciones morales o religiosas no puede ser
última norma de acción. Esto tiene que ser subordinado a más
altas y generales normas, las cuales en algunas circunstancias
incluso hacen aparecer como el mejor partido no impedir el error
para promover un bien mayor».
Para Agustín el Estado pone fin a la violencia originaria que
alimenta toda sociedad y que tiende a conducirla a la anarquía.
Este autor, explica Borghesi citando a Niebuhr, tiene el realismo

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Posmodernidad y cristianismo

sobre la condición humana que le falta a la edad clásica.


Entonces se creía que el orden y la justicia serían alcanzables sin
el derecho coercitivo cuando la razón llegara a dominar a la
injusticia. Pero la mitificación de la razón no sólo es propia de los
antiguos paganos, también se produce en el cientificismo con-
temporáneo que atribuye al progreso la capacidad de redimir la
historia. Lo cierto es que las utopías, sean las de Rousseau o las
de Lenin, ignorando la debilidad estructural del hombre tienen
por fuerza que ser violentas y concluir en el terror.
Agustín es antiutópico pero no por eso un cínico como
Hobbes. El hombre es pecador, aunque eso no significa que por
fuerza sea un lobo para el hombre. El egoísmo es general, que
no normal —el santo de Hipona vuelve a ser realista— porque
no corresponde con lo que el corazón desea. Este agustinismo
hace concluir a Niebuhr que la «capacidad del hombre para la jus-
ticia hace la democracia posible y la inclinación del hombre hacia
la injusticia la hace necesaria». De este modo el sistema demo-
crático no es ya concebido como un instrumento para realizar las
aspiraciones humanas sino simplemente como un método para
controlar el poder. Es la interpretación que encontramos en el
documento de los obispos españoles Moral y Sociedad democrá-
tica que afirma: «la democracia es un ordenamiento y, como tal,
un instrumento y no un fin».
Borghesi no sólo repropone a Agustín para resituar la demo-
cracia. En la formulación de las Dos Ciudades la hegemonía
social y el reconocimiento del poder pasan a segundo lugar. No
se pretende ni eclesializar al Estado ni estatalizar a la Iglesia. La
Ciudad de Dios coincide con la humanidad nueva que genera la
gracia. Se es miembro de ella como decía Péguy «no por estar a
cierto nivel moral, intelectual o incluso espiritual sino porque se
pertenece a cierta raza espiritual y carnal, temporal y eterna, a
cierta sangre». Esta Ciudad es un pueblo nuevo que emerge de
las aguas del bautismo, se ingresa en ella secundando con la
libertad un encuentro humano a través del que se hace visible
Cristo. De este modo y sólo de este modo. La otra ciudad tiene
sus ordenamientos que serán siempre de este mundo y que no
pertenecen al orden de la gracia. La dialéctica entre los cristianos
y el poder, en esta concepción, permanece siempre abierta. Los
que han sido alcanzados por la fe viven también en la ciudad de
los hombres, y obedecen sus leyes pero siempre conscientes de

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Introducción

cuál es su naturaleza. Se rechaza el Estado confesional y toda pre-


tensión de que sus instituciones sean evangelizadoras —también
si por evangelización se entiende una moralización de lo público
inalcanzable—.
El mejor ejemplo en acto de este realismo y de esta falta de
pretensión hacia la ley la encontramos en la minoría cristiana que
vivió sometida al ordenamiento del Imperio Romano. Aquellos
primeros fieles de la Iglesia no condenaron el sistema político
vigente, incluida la legislación sobre la esclavitud o la que daba
a los padres derecho a la vida de los hijos. Y era así por dos moti-
vos: porque se daban cuenta de que no estaba en su mano la
situación del Imperio y, segundo, y más importante, porque
experimentaban que se podía vivir la novedad cristiana, y por
tanto, se comenzaba a ser libre y feliz, incluso dentro de las con-
tradicciones inhumanas de la sociedad.
Eso no quita la crítica al poder, sobre todo porque en la época
contemporánea ha terminado por asumir e interpretar todas las
motivaciones de estima, honor y esperanza de los hombres. Pero
la conciencia clara de esta injusticia y de otras no condiciona la
posibilidad de vivir de otro modo, no determina la posición con
la que se está en el mundo —eso sería reaccionario— ni condu-
ce tampoco a la demonización del poder como sucedía en
Orígenes. Cuando Borghesi repropone las Dos Ciudades no hay
en él ni dualismo ni espiritualismo maniqueo. La ciudad de los
hombres necesita un buen funcionamiento y los cristianos con-
tribuirán a su edificación con el realismo de saber cuál es la con-
dición humana, pero también con la indomabilidad que les con-
fiere su experiencia de Redención. Agustín admiraba el orden del
Imperio. Aunque quizá tenía una visión demasiado catastrofista
de la ciudad terrena —así lo indica Ratzinger— y haya que corre-
gir su negatividad tal y como hizo la Edad Media con la aporta-
ción del derecho natural aristotélico. Existen unos principios rec-
tores, pocos y de difícil consecución, que la razón humana puede
alcanzar para mejor disponer la convivencia social. Pero esto
tiene poco que ver con el iusnaturalismo del que hemos habla-
do. El derecho natural es el terreno sobre el que construir el bien
común y no la fórmula para hacer llegar la fe a todos.
Hablar de la Ciudad de Dios no es pues una excusa para atrin-
cherar a los cristianos en un ghetto. Más bien es el modo de repe-
tir que empeñarse en la imposición o difusión de un cristianismo

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Posmodernidad y cristianismo

sin gracia es sucumbir a una ideologización de la fe. Una fe que,


de este modo, se convierte en un proyecto siempre a merced del
poder. Y cuando los cristianos viven de un proyecto utópico —res-
tauracionista o revolucionario— y no de la presencia de Cristo, es
cuando confunden clericalmente la crisis o el triunfo de determi-
nadas instituciones o fórmulas con el éxito o la crisis de la fe.
Los miembros de la Ciudad de Dios ni abandonan la otra ciu-
dad a su suerte ni tienen como objetivo moralizarla. Saben que
la buena organización de la cosa pública es una de las más
nobles tareas y colaboran con ella. Pero son conscientes también
de que con este empeño no se puede responder al reto último
que implican el sufrimiento y los deseos de felicidad. Por eso,
sobre todo —también en la forma de hacer política—, proponen
la presencia de Cristo que es lo que a ellos les colma el corazón.
Es a esta Presencia a la que consagran su principal afecto y la
preferencia de su inteligencia. Entienden que ésta es su mayor
aportación al mundo. Una acta de mártires de los primeros siglos
expresa perfectamente esta preferencia. Corría el año 304, bajo el
imperio de Diocleciano en Túnez se procesaba a un grupo de
cristianos. Uno de ellos fue interrogado. Se le preguntó por qué
no había impedido que en su casa se celebrara una reunión y
contestó: «No pude hacerlo porque no podemos vivir sin el Señor
(quoniam sine Domino non possumus)».

La Edad del Espíritu

Diciembre del 94. Las instalaciones del anexo del Palau Sant
Jordi, una de las sedes de los Juegos Olímpicos de Barcelona,
vuelven a estar abarrotadas. No se trata de una competición
deportiva. Pero acuden televisiones, periódicos y radios de toda
Europa. El actor Richard Gere, Nacho Cano y la que era enton-
ces su compañera, la evanescente Penélope Cruz, son algunos de
los conocidos personajes que participan con pasión en las jorna-
das de meditación. La visita del Dalai Lama destapa una auténti-
ca euforia eurobudista. Los líderes del tecno-pop hispánico y los
sex symbols masculinos de Hollywood se mezclan con miles de
«peregrinos» del sosiego interior que huyen del mundanal ruido.
El gran gurú religioso les anima a trascender el sufrimiento, bus-
car la verdad en el interior del alma y despreciar los avatares de

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Introducción

la carne. El mensaje es recibido con el aplauso general de la inte-


llighentsia cultural hispánica. Esta sí es una religión tolerante que
habla de lo que tienen que hablar las religiones. Sólo una anéc-
dota pero muy significativa del cambio de clima.
El materialismo militante de los 70 y de los 80 está demodé.
Muchos de los intelectuales que habían profesado la primacía de
la praxis, tras el derrumbamiento de los regímenes comunistas
del Este, vuelven sus ojos hacia lo espiritual. Al menos los más
acompasados con el ritmo europeo. Los 90 son decididamente la
década de lo religioso, en sentido amplio, claro está. Hay otros
mundos pero están en éste, lejos de las apariencias, de lo sensi-
ble y es necesario descubrirlos. La posición de las élites tiene
múltiples manifestaciones populares: efervescencia de movimien-
tos orientalistas, fiebre por lo esotérico, aumento de sectas...
Un auténtico revival espiritual al que Javier Sádaba, con el que
empezábamos esta introducción, se refería el 9 de marzo de 1996
en un diario madrileño. Lo hacía saludando la aparición del ulti-
mo libro de Eugenio Trías. «Este —escribía— es un filósofo origi-
nal que nos adelanta a la nueva era del Espíritu». Sádaba alababa
en su colega filósofo no considerar «irracional la afirmación de lo
trascendente» y entender lo religioso como un «conjunto de sím-
bolos que nos ponen en contacto con el Misterio». La misma evo-
lución de Trías, un progresista de los años 70, que tras estudiar
la filosofía alemana, postula una comprensión de la historia a tra-
vés de secuencias espirituales, es todo un símbolo de la nueva
corriente. Célebres literatos, novelistas y dramaturgos, realizado-
res de cine, hombres de cultura otrora militantes del empirismo
más radical se vuelven hacia lo místico. Quizás sólo el mundo de
la política se resiste al nuevo trend.
Muchos han acogido este retorno de lo religioso —a pesar de
sus limitaciones y a pesar de que en muchos casos ha converti-
do las cosas del alma en meros productos de consumo— como
restos de un naufragio que el reflujo de la marea devolvía a tie-
rra. Un especie de rebelión de la espiritualidad cristiana inheren-
te a Occidente, que se encauza a través de nuevas formas de
expresión. Toda una posibilidad para la evangelización. Otros,
sin embargo, prefieren interpretar los nuevos signos de los tiem-
pos como los de una posmodernidad en la que los viejos mitos
de la razón pierden su vigor. Carlos Díaz, por ejemplo, en
Ilustración y Religión afirma que si algo se está moviendo es por-

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Posmodernidad y cristianismo

que «dos siglos han bastado para cuestionar los excesos iluminis-
tas e inmanentistas de la Ilustración, abriéndose un nuevo pano-
rama...(...) A nadie se le ocurre repetir ya la tesis de Marx sobre
la religión, ha sido la religión la que ha sobrevivido al marxismo
y no a la inversa».
La explicación de Borghesi es muy diferente. Esta nueva edad
del Espíritu es profundamente anticristiana. Sus raíces se hunden
en el gnosticismo, la vieja herejía con la que se enfrentó la Iglesia
en los primeros siglos de su historia y que le hizo sufrir la mayor
crisis de todos los tiempos. Un gnosticismo que siguió vivo y se
convirtió en uno de los materiales más decisivos para forjar la
modernidad y la Ilustración. Los artículos de la segunda parte del
libro, explicándonos las raíces de la fiebre mística actual trazan
un nuevo recorrido, esta vez de carácter más filosófico, por los
orígenes de la secularización. Lo hacen revelando también la
insuficiencia de la respuesta cristiana que, de nuevo, acepta acrí-
ticamente unas categorías que no le son propias.
Esta costumbre de remontarse a antiguas heterodoxias para
explicar el presente puede parecer un vicio arqueológico de filó-
sofo. Pero a la actualidad del gnosticismo se refería el mismo
Juan Pablo II en Cruzando el Umbral de la Esperanza. El Papa
hablaba de él como una herejía «que nunca se retiró del ámbito
cristiano en un decidido aunque no declarado enfrentamiento
con lo que es esencialmente cristiano».
¿Pero qué es el gnosticismo? ¿Y cómo se puede pretender hacer
de esta formulación nacida en el helenismo tardío la clave para
entender el momento actual? Borghesi no se remite al gnosticismo
antiguo. Aquél era directamente dependiente del neoplatonismo y
su pesimismo cósmico es absolutamente ajeno a la mentalidad
moderna. Cuando habla de gnosticismo se refiere a una forma de
entender la salvación como resultado de la autoelevación del alma
hacia Dios. Un proceso en el que el yo, sin más ayudas y auxilios
exteriores, se diviniza. La Verdad y el cumplimiento de la vida no
vienen ya de la gracia que actúa en el tiempo mediante signos
sensibles —como sostiene la tradición católica— sino a través de
una interiorización mística. Es una formulación religiosa que se
opone necesariamente a la Encarnación y a la continuidad de Dios
en la historia a través de la visibilidad y la carnalidad de la Iglesia.
No es nada despreciable, sus desarrollos más elaborados posible-
mente son la única posibilidad de relación con el Misterio cuan-

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Introducción

do no se conoce que el mismo Misterio ha sido quien ha tomado


la iniciativa. De hecho, marca gran parte de la mejor producción
filosófica de todos los tiempos.

La perdurable herencia de un monje

Corre el siglo XII. Un monje de vida oscura, marcada por el


ritmo de la oración de la abadía de Corazzo (Italia), se siente lla-
mado a poner en marcha una renovación de la Iglesia de su tiem-
po, demasiado contaminada con las cosas de este mundo. Para
cumplir con su tarea funda una congregación, que desaparecerá
en el XVI. Hombre de estudio, dota a su movimiento de una
reflexión teológica. Joaquín de Fiore —éste es su nombre— rea-
liza una periodización de la historia, muy al gusto de su época,
en siete edades diferentes en función de la evolución que ha
sufrido el espíritu humano. La séptima es la edad del Espíritu
Santo. Se trata de una época que acaba de comenzar y que, por
tanto, está dentro de la historia pero que la realiza por comple-
to. En ella el cristianismo se purificará, abandonará la visibilidad
propia de las fases inmaduras anteriores y se expresará definiti-
vamente en una Iglesia totalmente espiritual, alimentada por la
iluminación interior. Este monje según Borghesi —que sigue a
Henri de Lubac y a del Noce— es el padre del gnosticismo con-
temporáneo. Con él se inicia la modernidad y la secularización.
En Meditación sobre la Iglesia, Henri de Lubac puso de mani-
fiesto cómo esta pretensión de superar la sacramentalidad de la
Iglesia entraña su negación. Cristo es la revelación definitiva y la
forma que dio a su permanencia en el tiempo no puede ser supe-
rada. El jesuita promovido cardenal, en La posteridad espiritual
de Joaquín de Fiore, que Borghesi retoma, explica cómo la
influencia del pensamiento de este autor configura explícitamen-
te la filosofía moderna y contemporánea. La pretensión de rein-
terpretar el cristianismo en claves neopaganas, cuestión que ha
ocupado una buena parte del esfuerzo intelectual de los últimos
siglos, se alimenta y deriva de de Fiore. La reinterpretación tiene
como principal objetivo convertir en inmanente la Revelación de
Jesucristo. Es decir, divinizar al mundo a través de la categorías
de la fe, a las que se las priva de su verdadero contenido.
No es una hipótesis en el aire. Está documentada por la his-
toria de la filosofía. Lessing, un autor del XVIII, que en muchas

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Posmodernidad y cristianismo

cuestiones es el gran formulador de la Ilustración, retoma explí-


citamente a Joaquín de Fiore. Donde el monje habla de Espíritu
Santo, Lessing se refiere a la nueva época de la luz, identifican-
do el «tiempo del esclarecimiento» con la Edad del Espíritu Santo.
La Ilustración es la séptima edad en la que la madurez del géne-
ro humano puede superar la sacramentalidad del cristianismo
para acceder a la verdadera sustancia espiritual, que en forma de
parábolas y mitos, ha venido siendo comunicada. Kant continúa
el surco abierto por Lessing y sostiene que «el verdadero objeto
de la fe no es lo que a través de los sentidos puede ser conoci-
do sino el modelo ideal inscrito en nuestra razón». El Cristo his-
tórico, si existió, no tienen mucho interés porque sólo sirve para
despertar lo divino que late ya en la razón.
Hegel, la gran figura del idealismo será quien realice en el
siglo XIX la reelaboración más acabada del joaquinismo. Este
filósofo alemán, que Borghesi conoce bien, remata la reinter-
pretación del cristianismo. El autor de las Lecciones sobre la filo-
sofía de la religión sostiene que la fe ha sido una de las mani-
festaciones de la conciencia del Absoluto inmanente a la
historia. Para explicar la evolución de esta conciencia retoma las
siete edades de Joaquín de Fiore y las reduce a tres. La prime-
ra es la del Padre que se corresponde con el Antiguo
Testamento. La segunda, la del Hijo, equivale al cristianismo
romano. Es una época en la que todavía la conciencia de lo
divino es infantil y necesita de una fe exterior, apoyada en sig-
nos y en contingencias. En la tercera, que comienza con la
Reforma, la conciencia alcanza por fin la madurez y reconoce,
sin ayudas, el Absoluto tal y como es. Estamos en la Edad del
Espíritu, en la que se puede prescindir de Cristo y de la Iglesia.
Unas líneas de hegelianismo divulgativo firmadas por uno de
los mayores gnósticos de nuestros país nos pueden hacer enten-
der mejor de qué estamos hablando. Sánchez Dragó escribe en
un diario madrileño en agosto del 90: «Las religiones serían así
la vulgarización de ese conocimiento necesario para la tranqui-
lidad espiritual de las personas y que, en sus textos originarios,
como por ejemplo pueden ser los evangelios gnósticos, no son
accesibles a la mayoría. De ahí las virtudes de los hasta ahora
ridiculizados catecismos que, en el fondo, sólo pretenden difun-
dir una serie de principios que aquellos seres salvadores, Cristo
o Buda, han ido dando a la humanidad (...)».

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Introducción

De Fiore, Lessing, Kant y Hegel son los grandes hitos de la


reinterpretacion espiritual. Pero hay, además, una segunda vía
por la que el joaquinismo llega hasta el presente y conforma el
pensamiento contemporáneo. Si el monje italiano es el padre del
idealismo, también se pueden reconocer sus genes en el racio-
nalismo, la otra gran construcción filosófica de la modernidad.
Borghesi sigue en esta cuestión a del Noce y explica que el racio-
nalismo, al negar el pecado original, tal y como le sucedió al
paganismo antiguo, rechaza la contingencia —no necesariedad—
del mal y la bondad de las cosas finitas. Si ante el fenómeno del
mal no se admite que éste tiene un origen distinto que las mis-
mas cosas y personas que se ven afectadas por él, se tiene que
concluir que el mal y el límite de los seres creados coinciden. El
hombre, para alcanzar su plenitud, debe liberarse necesariamen-
te de lo finito. Por eso, el racionalismo desemboca en la lucha
por un mundo en el que los límites de la carne y de lo temporal
sean abolidos. Volvemos a encontrarnos con la Edad del Espíritu,
ahora en versión utópica, como un paraíso que se conquista.

La indiferencia por el vino

Racionalismo e Idealismo. Las dos cumbres de la filosofía con-


temporánea, aparentemente separadas por un abismo, tienen una
matriz común y confluyen en la negación de la Encarnación. Su
posición ante los milagros, la categoría suprema del cristianismo,
es utilizada por Borghesi para hacernos comprender el porqué de
este rechazo. A través de este ejemplo paradigmático se entiende
cómo la modernidad ha desarrollado un tipo de razón reductiva
que es incapaz de abrirse de par en par a la realidad y admitir el
método de conocimiento de la fe, que siendo específico, no es
otra cosa que un ejercicio de la razón ante un acontecimiento
excepcional.
Un milagro es un fenómeno, un signo, que remite necesaria-
mente para su explicación a Dios. Lessing, Kant y Hegel consi-
deran imposible que lo divino, que es espiritual y universal,
pueda comunicar su potencia en la historia a través de gestos
concretos. Sería un contrasentido que la carne, la sustancia opaca
que impide que se revele lo espiritual, se convirtiera en su vehí-
culo. Dios no puede intervenir en el tiempo. Quizás los milagros

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Posmodernidad y cristianismo

existieron como un producto de la fe, pero en realidad no nos


importan. «Que los invitados a las bodas de Canaan bebieran el
vino o se fueran sin catarlo es indiferente», sostiene Hegel.
Pero esta negación, además de apoyarse en un concepto de
Dios, también se sustenta en una forma de entender la razón que
es la que realmente genera la secularización. Para los filósofos
mencionados, el conocimiento tiene que ser algo interior —la
carne es mala y los sentidos engañosos—, fruto de un proceso
necesariamente desvinculado de los hechos. Si la razón formula
sus juicios sin tener en cuenta los datos que se generan en el
exterior de la conciencia, un milagro, como el resto de lo sensi-
ble, no puede conducir a ninguna conclusión. Y, por supuesto,
es imposible que induzcan a reconocer que su explicación puede
estar en el Misterio. Los otros filósofos, los racionalistas, los que
sí aceptan y exaltan lo empírico, tampoco aceptan la dinámica
del signo, que es la dinámica de todo conocimiento. Los datos de
los sentidos y los hechos existen pero sólo podemos constatarlos
sin preguntarnos por sus causas. Cuando siglos después el racio-
nalismo llegue a sus últimas consecuencias negará incluso la
posibilidad de que se formulen leyes científicas.
En un caso y en otro, los hechos y la verdad discurren por
caminos separados, nunca se llega propiamente a tener expe-
riencia —percepción de algo y juicio de la conciencia sobre lo
percibido—, la razón queda aniquilada y la fe se hace imposible.
No hay más alternativa que decantarse por los fenómenos, sin
poder preguntarse por su significado último, o por las respuestas
prefabricadas que no tienen relación con la realidad. El empiris-
mo y el idealismo se traducen en el mundo religioso en fideísmo
(fe sin razones) o ateísmo.

Gnosticismo en la Iglesia

Volvamos a la Edad del Espíritu.«La actualidad me invita a


tomar de nuevo en consideración un antiguo vocablo que rena-
ce en nuestro tiempo: la gnosis. Aunque forme parte del lengua-
je cristiano desde san Pablo, esta palabra designa propiamente
una corriente que, incluso desde los orígenes, ha sido una des-
viación constante y radical del cristianismo. (..) Pero además,
siempre que el sentido cristiano se debilita, que la Iglesia es con-

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Introducción

testada o parece perder vigor, se busca instintivamente un susti-


tuto para llenar el vacío; (..) de aquí que incluso en algunos
monasterios (quiero creer que estos casos son raros), a pesar de
tantos esfuerzos que no han dejado de dar sus frutos, un cierto
olvido de nuestra fecundísima Tradición espiritual, tanto de
Occidente como de Oriente, (ha provocado que se) recurra de
manera incontrolada al psicoanálisis (...)». Henri de Lubac, ya pro-
movido cardenal, sugería con estas palabras publicadas en julio
del 85, primero en la revista 30 Giorni y después en France
Catholique, que el gnosticismo había pervivido como una tenta-
ción continua en la vida de la Iglesia.
Ireneo en la segunda mitad del siglo II a través de su obra
Contra las herejías puso cerco doctrinal a la vieja herejía. Pero
Borghesi recuerda que según Balthasar hay una veta platonizan-
te que recorre toda la historia del cristianismo.
Este hilo que atraviesa veinte siglos, aunque no es propia-
mente identificable con la gnosis, ha tomado lo corporal de la
Revelación como punto de partida y como material religioso del
que se pueden sacar las abstracciones necesarias. Al llegar a la
modernidad, el modo en que se ha hecho teología —según el
autor de Gloria— ha alimentado una tendencia idealista que
conecta con este recelo hacia lo sensible. A partir del
Renacimiento, los teólogos separaron Verdad y Belleza, y sus tra-
bajos se convirtieron en algo muy árido. La espiritualidad, des-
pechada del racionalismo imperante en la reflexión sobre el
dogma, se echó en brazos de la mística subjetiva. La búsqueda
interior y el ensimismamiento psicológico ganaron protagonismo.
La religiosidad del cerrar los ojos para volver al fondo del alma,
que se alimenta de un resentimiento hacia lo sensible, fue ganan-
do terreno al realismo más netamente cristianismo.
Un realismo que a san Francisco le hace cantar incluso a las
piedras porque reconoce en ellas el gran Signo —Jesucristo— que
ha revelado definitivamente lo Invisible. «San Francisco —escribió
Chesterton en la biografía que dedicó al santo de Asís— no fue
un amante de la Naturaleza (...). No le gustaba ver en el bos-
que una masa confusa de árboles. Necesitaba ver cada árbol
como cosa distinta y casi sagrada, por ser criatura de Dios, y
por lo tanto hermana o hermano del hombre (...). Fue lo más
opuesto a esa especie de visionarios orientales que son sólo
místicos porque su exceso de escepticismo les impide ser mate-

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Posmodernidad y cristianismo

rialistas. San Francisco era, enfáticamente, un realista, usando


el vocablo en su sentido medieval, mucho más real que el
moderno».
Por el contrario, hay otras figuras que se dejaron dominar
por el espiritualismo. Es el caso paradigmático de Erasmo de
Rotterdam. Borghesi le dedica un artículo por lo que tiene de
emblemático. Según muchos la modernidad no se habría ale-
jado de la Iglesia y la ruptura de la Reforma se podría haber
evitado si este humanista, amigo de Lutero y menos belige-
rante que él, hubiera tenido el puesto que le correspondía.
Esta es, por ejemplo, la tesis de Hans Küng. Pero el erasmis-
mo, según muestra Borghesi, está herido de muerte por el
neoplatonismo. El cristiano perfilado por el Elogio de la locu-
ra es el eterno perdedor, un hombre que se fuga del mundo
no ya como los monjes sino a través de una crítica intelectual
que mantiene en la soledad. Erasmo asegura que si «eres carne
no verás al Señor»; desarrolla una interpretación alegórica del
Evangelio para la que «la carne de Cristo es un obstáculo»; y
de tanto enfatizar la superación de lo sensible llega a una
especie de budismo occidental que se encauza a través de la
devotio moderna.
A la postre, no hay más que dos formas de relación con el
Destino del universo —en esto el filósofo Cacciari coincide con
Borghesi—. O intentar imaginarlo prescindiendo de lo sensible
o, si se ha Revelado, reconocerlo en la forma que lo ha hecho.
Pero desgraciadamente buena parte del cristianismo moderno
parece elegir la primera opción. A menudo, incluso cuando se
habla de Encarnación se sigue manteniendo la posición mística
que le niega valor ontológico a la misma carne y al mismo
signo. En octubre del 96, Enrique Miret Magdalena, Presidente
de la Asociación de Teólogos Juan XXIII escribía un artículo en
El País Semanal en el que daba buena muestra de esta relativi-
zación de la Encarnación. «Otra gran dificultad para el cristiano
es saber qué quiere decir que Dios se ha hecho hombre —escri-
bía el teólogo— ¿Acaso que Jesús es Dios? Quizás Jesús es la
manifestación de lo divino para un cristiano, de la misma mane-
ra que para un budista Buda». Seguramente por esto es por lo
que Péguy afirmaba: «la mística, la que niega el carácter tempo-
ral de lo eterno (...), es lo más peligroso y profundamente no
cristiano».

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Introducción

En la escuela de Hegel

Hace catorce años González Faus publicaba un artículo en


Razón y Fe titulado «¿Qué pensar de los milagros de Jesús?» Este
teólogo, uno de los más renombrados en nuestro país, después
de emplear varias páginas respondía a la cuestión afirmando: «el
milagro que acompaña a la misión de la Iglesia no es, sin más,
exclusivo de ella, si no más bien la revelación, la manifestación
o la señal de que todo el mundo tiene sembrado esa simiente del
Reino». Y para terminar de explicarse añadía: «lo sobrenatural no
debe ser buscado en una negativa o exclusión de lo natural sino
en la profundidad de lo natural». Este tipo de textos y declara-
ciones con aire hegeliano e inmanentista se han hecho frecuen-
tes desde los años del posconcilio. La interpretación espiritual de
la fe y el idealismo se convierten en una posición prácticamente
dominante, desde entonces, tal y como ocurrió a partir de los
años 30 en el protestantismo. En el artículo de Enrique Miret
Magdalena mencionado antes, el teólogo se pregunta: «¿Qué
quiere decir la Santísima Trinidad? Es posible que sea un simbo-
lismo y que quiera decirnos que lo uno y lo colectivo están siem-
pre unidos, no lo sabemos».
Hegel llega a la Iglesia católica, en los años 70, a través de la
cristología trascendental de Rahner y la adopción del método
exegético histórico crítico. Bultmann y Reimarus fueron los
padres del modo en el que hoy se leen las Sagradas Escrituras.
Estos autores, cuyo antecedente es Lessing, sostenían que los
evangelios, redactados muchos años después de los sucesos que
los motivaron, reelaboran el personaje de Jesús con material helé-
nico del momento. Los relatos en ellos contenidos, incluida la
Resurrección, son, desde esta perspectiva, fruto de una mitifica-
ción que no se corresponde con lo realmente ocurrido. Otros
exegetas con posterioridad han demostrado hasta qué punto
estas afirmaciones no son ni históricas ni críticas sino que se ali-
mentan de un prejuicio. La datación de los evangelios ha sido
fijada antes de la destrucción del Templo de Jerusalén, cuando la
mayoría de los testigos oculares seguían vivos, y el axioma de la
redacción tardía comienza ahora a ser cuestionado. Los estudios
papirológicos del jesuita O’Callaghan y del alemán Thiede apo-
yan estas conclusiones. Pero en la teología contemporánea el
método histórico crítico ha dejado como poso la separación entre

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Posmodernidad y cristianismo

el Jesús de la historia y el Cristo de la fe. Otra vez reaparece la


esquizofrenia del empirismo y del idealismo. Cuando Hegel es el
maestro de todos, los hechos no cuentan. Cristo sólo interesa
como figura y a Jesús no se le niega la divinidad porque a esta
divinidad se la considera una estructura significante que alimen-
ta la búsqueda interior del alma.
Rahner, por su parte, identifica la conciencia religiosa con lo
divino —lo existencial universal—. Esto significa, cuando se
sacan todas sus consecuencias, que la búsqueda del Misterio, el
interrogante por el significado de la vida, no necesita de Algo
diferente a la conciencia. La conciencia religiosa tiene en sí inma-
nente una respuesta. El alma puede alcanzar con sus fuerzas lo
divino que ya está en ella. Llegamos así al famoso cristianismo
anónimo y a la relativización de la forma eclesial. La mística sus-
tituye a la sacramentalidad y se formula un cristianismo idealiza-
do que prescinde de la gracia y que teoriza sobre la ausencia de
Dios. Es un dios que se revela por medio de su silencio. Aunque
existe no interviene en la historia, responde al mundo callando y
cuando lo hace siempre es sub contrario, el Todopoderoso se
convierte en el Impotente por excelencia, tal y como afirma la
teología luterana. Hemos llegado a la última estación del recorri-
do por la espiritualización del cristianismo —como señalaba pro-
féticamente Guardini—, un itinerario que es convergente con el
proceso de secularización. En este fin de trayecto la fe no desa-
parece sino que es aislada como algo específicamente religioso,
puro, cada vez más insignificante que hace lógico el ateísmo. En
la novela Silencio del recientemente fallecido autor japonés
Shusako Endo encontramos una síntesis de estas posiciones.
Al completar este arco que traza Borghesi en su esfuerzo por
desentrañar la modernidad, es doloroso releer la pobreza con la
que se expresaban las actas del Congreso nacional de
Evangelización y hombre de hoy, celebrado en Madrid en 1985.
En el apartado dedicado a la Fe y la Cultura se registra la aspira-
ción generalizada a que «España deje de ser diferente» y entre por
fin en la modernidad, aunque «la nuestra es una modernidad sui
generis» al faltarle la firme referencia de una auténtica Ilustración.
Para realizar «una nueva síntesis fe y cultura» convendría contar
con una «modernidad redimida», a la que puede contribuir la
emergencia de minorías inquietas como los movimientos ecolo-
gistas y de no violencia.

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Introducción

El materialismo cristiano

El cristianismo fiel a sus orígenes, en la dialéctica entre el espí-


ritu y la carne, se inclina decididamente por la segunda. La expe-
riencia cristiana es una experiencia que se hace con la materia.
Un Hecho histórico, carnal, suscita una correspondencia con la
razón y el afecto tal que se reconoce en Él lo divino. Esta es la
dinámica de la fe, que está indisolublemente ligada a lo sensible.
Ver, tocar y reconocer los signos que se ofrecen a los sentidos es
lo que la nutre. «Aquello que decide la cualidad cristiana de un
pensamiento —afirma Guardini— es que éste acoja en sí el
hecho de la Encarnación como norma».
Borghesi, para explicar este «materialismo», repropone a san
Ireneo. Según Balthasar, es este santo —ni Orígenes, ni Justino,
ni los Apologistas— el primer autor que expresa la conciencia crí-
tica y sistemática de la fe. Ireneo, nacido en Esmirna a mitad del
siglo II y discípulo de san Policarpo, en el año 177, año arriba
año abajo, es elegido obispo de Lyón. Se convierte pronto en un
gran valedor de la tradición recibida de los apóstoles y para hacer
frente al gnosticismo afirma que la teología comienza con el ver.
Ver es lo prioritario para conocer la verdad del ser. Y cuando
habla de visión se refiere a la que dan los ojos —con sus pupi-
las y pestañas— y no a la contemplación platónica. La fe es posi-
ble porque ha habido encuentros en los que Dios ha sido visto o
porque uno se fía de testigos dignos de crédito que han tenido
esta experiencia. Ireneo no identifica el límite de la carne con el
mal, su finitud exalta el deseo de plenitud. Si esta carne no hubie-
ra tenido que ser salvada —razona el santo— la Palabra no se
hubiera hecho carne. Y la carne sólo puede ser salvada por la
carne. Habrá que esperar a Péguy —añade Balthasar— para
encontrar un autor en el que la percepción cristiana de la exis-
tencia pueda abrazar la totalidad de la realidad como lo hace
Ireneo. Aquel Péguy que afirmaba que el cielo estaba lleno de
animales y cosas. La abstracción de lo divino, propia del gnosti-
cismo y del idealismo, —explica Borghesi siguiendo a don
Giussani— se diluye cuando se respeta la dinámica originaria del
cristianismo. Este proporciona la experiencia de un hecho distin-
to a la propia subjetividad (lejos quedan las sublimaciones psico-
lógicas), del que se puede percibir su relevancia por la gracia de
la fe. En la relación con este Hecho surge la conciencia de que

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Posmodernidad y cristianismo

su significado y el de la propia existencia son correspondientes.


El sentido religioso —constituido por los deseos de bien, felici-
dad y verdad— está puesto por Dios en el hombre como su
núcleo originario, pero necesita encontrarse con algo, mejor es
decir con Alguien diferente que pueda proporcionarle una expe-
riencia de cumplimiento, de satisfacción. Y esto es posible por-
que Dios se ha hecho carne. Estamos hablando de una dinámi-
ca en la que hay una prioridad insuperable del acontecimiento
de Cristo sobre el sentido religioso, una dinámica que hace posi-
ble romper el abismo abierto por la filosofía entre los hechos y
el conocimiento de la verdad. Es lo que le sucedió a la
Samaritana, a Zaqueo, a Juan y Andrés y a tantos otros. Y hoy la
fe es la misma. «Se llega a la seriedad de la fe realmente —sos-
tiene Guardini en su lucha por el realismo— sólo siendo con-
temporáneo a la Revelación». ¿Dónde? «Nosotros sólo tenemos
experiencia de Cristo a través de la Iglesia», contesta el pensador
alemán. Balthasar añade: «lo específico cristiano (...) (consiste)
en el hecho de que esta carne y esta sangre que ha quitado el
pecado del mundo permanece en el ver, oír, tocar y en el gusto
del comer».

Guía de lectura

El modo más adecuado de leer este libro, como todos los


libros, es comenzar por la primera página y concluir por la últi-
ma. Pero existe otra posibilidad, más incompleta pero más rápi-
da, de recorrer el itinerario que realiza Borghesi. Los lectores
con prisas pueden comenzar la selección de artículos con el pri-
mero, ¿Iglesia católica u occidental?, continuar con Católicos
ante la alternativa y concluir la primera parte con Reflexiones
sobre un nuevo comienzo. Para obtener una visión rápida del
apartado Cristianismo y Poder basta con la lectura de Retorno a
Agustín.
De la segunda parte del libro se puede conseguir una idea
sintética con cuatro artículos: Gnosis: el inevitable contragolpe
de una carencia, Joaquín y sus hijos, Con los mismos ojos, y Un
signo para creer.

Fernando de Haro

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NOTA DEL AUTOR

En agosto de 1989, y en el siguiente de 1990, tuve el placer de


recibir sendas invitaciones para impartir cursos a estudiantes uni-
versitarios en Salamanca. El primero tenía como tema
«Cristianismo y modernidad»; el segundo, «La persona de Cristo y la
mentalidad ilustrada». En el tórrido verano español, suavizado por
el espléndido marco de la ciudad de Salamanca, fue para mí una
sorpresa la atención y la pasión demostradas por mis interlocuto-
res, animados por el deseo de comprender la importancia y el sig-
nificado del cristianismo en su relación con la modernidad. Una
impresión y una experiencia que se vieron confirmadas, al año
siguiente, cuando fui llamado por la Universidad Complutense de
Madrid para que impartiera en el mes de julio, en el ámbito de los
«Cursos de Verano», un ciclo de conferencias sobre «La crisis
moderna y la crisis cristiana en el siglo XX». Las sugerencias que se
me hicieron en aquellas conferencias, las preguntas que provoca-
ron, unidas al intenso recuerdo de la tierra española, acompañaron
mi reflexión en los años posteriores. Muchos de los ensayos con-
tenidos en este volumen conservan el eco de aquellos encuentros.
Por eso acogí con sorpresa, pero también con gratitud, la invita-
ción de Fernando de Haro y de José Miguel y Carmina Oriol a que
se tradujeran y publicaran, en Ediciones Encuentro, ensayos y artí-
culos que, publicados en su mayor parte en la edición italiana de
la revista 30 Giorni en el transcurso de los últimos diez años, giran
en torno a la temática que desarrollé en Salamanca y en El Escorial.
A estos amigos, y a aquéllos que han procurado y hecho posible
este trabajo, mi más sentida gratitud.

Massimo Borghesi

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PRIMERA PARTE
EL FIN DE LA CRISTIANDAD
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A. UN NUEVO COMIENZO
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¿IGLESIA CATÓLICA U OCCIDENTAL?

El Occidente contra la Iglesia (1915-1945)

La Europa surgida de la Primera Guerra Mundial asiste a la


disolución del último imperio transnacional, el austro-húngaro, a
la vez que al aislamiento definitivo de aquella realidad en la que
el Occidente había hallado sus fundamentos espirituales en el
pasado, es decir, la Iglesia Católica. En la guerra del 14, a pesar
de haber mantenido una neutralidad oficial, las simpatías de la
Santa Sede habían ido para su Majestad Apostólica de Viena, no
porque Roma prefiriera la causa habsbúrgica, sino porque consi-
deraba que para la Iglesia era preferible la victoria de una Austria
católica y una Alemania parcialmente también católica antes que
la de una Francia anticlerical, una Inglaterra protestante y una
Rusia ortodoxa. El Vaticano perdía, con la derrota de las poten-
cias centrales, sus últimos referentes políticos en Europa. Su
exclusión de la que iba a ser la Sociedad de las Naciones adqui-
ría, desde este punto de vista, un valor simbólico.
El «Nuevo Orden Europeo» demostraba, sin embargo, una
profunda fragilidad tanto en su aspecto político-institucional
como en el espiritual. Los años de entreguerras están caracteri-
zados por un malestar general, un sentimiento de desilusión y
una frustración mucho más significativos por parecer que los
ideales de la Ilustración habían llegado a concretarse, y que el
Viejo Mundo, del que la Iglesia también formaba parte, había
desaparecido definitivamente. La obra de Oswald Spengler,
Decline of the West (1917-1922)1, indicaba ya en su título la per-

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Posmodernidad y cristianismo

cepción de una época que, presumiendo de haber llegado a su


apogeo, barruntaba su propio final. Pero Spengler no era el
único. André Malraux escribía en La Tentation de l’Occident
(1926): «Los europeos están cansados de sí mismos, de su indi-
vidualidad que se desmorona, de exaltarse a sí mismos. Lo que
les sostiene no es tanto un pensamiento cuanto una fina estruc-
tura de negación». Lo mismo opinaba Paul Valéry2, así como toda
una consistente literatura que contará con obras emblemáticas
como In de schaduwen van morgen (1935) de Johan Huizinga y
Die Krisis der europäischen Wissenschaften (1936), de Edmund
Husserl3.
Las opciones para salir de la «crisis» eran varias. Una la pro-
porcionaba el Oriente, cuya ambigua fascinación, como denun-
ciaba ya en 1923 Henri Massis, tentaba a Francia y a Occidente.
Siddharta (1922), de Hermann Hesse, indicaba este camino,
camino que René Guénon confrontaba críticamente con
Europa4. Pero el Oriente no designaba sólo la India y los pue-
blos de Asia, sino que, para el burgués europeo, escéptico y
decepcionado, también comprendía la Rusia de la Revolución
de Octubre, en la que, al contrario que en el Oeste, despunta-
ba el alba de un nuevo mundo. György Luhacs y Ernest Bloch
desembocarán en el marxismo siguiendo esta dirección. Si la
«izquierda» se afirmaba como solución para la crisis, la «derecha»
no le iba a la zaga. Todo el filón de la «revolución conservado-
ra» (Spengler, Schmitt, etc.), que desembocará en el nacionalso-
cialismo, ambicionaba lo mismo.
El Oriente, místico y esotérico, el Octubre ruso, el régimen
hitleriano, aparecen como otros tantos «caminos de salvación»
orientados a fundar religiosamente una «nueva fe» respecto a la
cristiana. Junto a ellos, aunque en posición opuesta, se afirma la
perspectiva católica. En medio de la deserción general y la críti-
ca despiadada del viejo continente, la Iglesia, abandonada a su
suerte en el concierto de las naciones, no deseaba asumir el
papel de su defensora. El pensamiento católico de los años vein-
te-treinta, una parte relevante de él, acoge las conclusiones de la
obra de Spengler vertidas en Decline of the West, si bien rectifi-
cando su diagnóstico: Occidente está llegando a su fin por haber
renegado de sus propias bases: la memoria y el advenimiento de
Cristo. Su salvación no puede por menos que residir en la vuel-
ta a esa memoria. Era lo que afirmaba en Alemania Karl Adam,

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¿Iglesia católica u occidental?

Christus und der Geist des Abendlandes (1928); Peter Wust, Die
Krisis des Abendländischen Menschentums (1927); Henri Massis,
Défense de l’Occident (1927); en Inglaterra, Hilaire Belloc,
Europe and Faith (1927) y Christopher Dawson, The making of
Europe (1932)5.
Ahora bien, una perspectiva semejante, dentro de su innega-
ble verdad, estaba sometida a una limitación doble. Una de ellas
de carácter teórico, debida a la identificación demasiado estric-
ta entre occidentalismo y catolicismo. Era de lo que Jacques
Maritain en Primauté du spirituel (1927) acusaba a Belloc:
«Europa no es la fe, como la fe no es Europa; Europa no es la
Iglesia, como la Iglesia no es Europa. Roma no es la capital del
mundo latino, Roma es la capital del mundo. Urbs caput orbis».
En segundo lugar, podía adquirir un significado definitivo sólo
si iba acompañada de un renacimiento efectivo del cristianismo
en suelo europeo. De no ser así podía sonar sólo como cele-
bración de una tradición, defensa de valores que habían dejado
de ser actuales. De hecho, la Iglesia representará la cara más
auténtica de Occidente cuando, atrapada en medio del totalita-
rismo creciente demuestre ser el último punto de resistencia
frente al poder y verdadero lugar de libertad para todo hombre,
al remitirse a Cristo como único manantial de vida frente al neo-
paganismo. Como ponía agudamente de relieve Dietrich
Bonhoeffer en su Ethik, escrita entre el 40 y el 43: «la razón, la
cultura, el humanitarismo, la tolerancia, la autonomía, todos
estos conceptos que hasta poco antes eran usados como santo
y seña hostiles a la Iglesia, al cristianismo y al mismo Jesús, se
encontraron de repente sorprendentemente cercanos a la esfe-
ra cristiana. Esto ocurría en un momento en que, como nunca
anteriormente, al cristianismo se le ponía entre la espada y la
pared, y los dogmas se exponían de la manera más rígida, más
intransigente y más desconcertante para la razón, la cultura, el
humanitarismo y la tolerancia. Mientras más crecía la violenta
opresión del cristianismo y las restricciones de sus actividades,
más se le aliaron estos valores, confiriéndole de este modo una
resonancia inesperada. Evidentemente no era la Iglesia la que
buscaba la protección y la alianza de estos valores, sino que, al
contrario, eran estos últimos, que en cierto sentido habían lle-
gado a ser apátridas, los que buscaban asilo en el ámbito del
cristianismo y a la sombra de la Iglesia cristiana». Es la actitud

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Posmodernidad y cristianismo

adoptada en el ensayo Perché non possiamo non dirci «cristia-


ni» (1943), de un pensador liberal y laico como era Benedetto
Croce.

La alianza entre Iglesia y Occidente (1945-1989)

La Iglesia que se asoma a la Europa de la segunda posguerra


ya no es, por lo tanto, la Iglesia aislada de los primeros días del
conflicto mundial. En el encuentro entre las democracias libera-
les y cristianismo, ambos combatidos por los movimientos totali-
tarios, la Iglesia de Roma se afirma como baluarte espiritual del
«nuevo» Occidente, como amparo de libertad, por su influencia
sobre las masas, frente a la nueva amenaza procedente del comu-
nismo soviético. En este contexto, estadistas católicos, como
Adenauer, de Gasperi, Schumann, delinean el perfil de Europa,
mientras que pensadores como Dawson recuerdan sus orígenes
cristianos6. La alianza renovada entre Iglesia y Occidente, sin
embargo, no implica en lo profundo identidad de puntos de vista.
La ideología «occidentalista» que se impone en la posguerra,
declaradamente neoilustrada, se inspira formalmente en los valo-
res de la tradición cristiana (libertad, derechos del hombre, etc.),
aunque negando su raíz, su ligazón con la memoria cristiana. Se
concreta de este modo la «moderna deslealtad» de que hablaba
Romano Guardini en Das Ende der Neuzeit (1950)7: «Aquel doble
juego que por un lado rechaza la doctrina y el orden cristiano de
la vida, y por otro reivindica para sí las consecuencias humanas
y culturales de esa misma doctrina». La ideología neoilustrada
lleva a cabo en este proceso una obra de secularización de los
valores cristianos, y al mismo tiempo su disolución, por quedar-
se como ramas secas sin vigor. Neoilustración y nihilismo, desde
este punto de vista, son como las dos caras de una misma reali-
dad. Si durante los años cincuenta la cara nihilista permanecía
oculta era porque las fuerzas de la tradición cristiana estaban aún
en activo y, en segundo lugar, porque precisamente la afinidad
entre ideales cristianos y sus correspondientes valores especula-
res (ilustrados) hacía de pantalla. Justo en esta afinidad, que en
términos positivos podía constituir un posible terreno de encuen-
tro y entendimiento, se celaba una asechanza mortal para los cris-
tianos. Mientras que durante los años 1915-45 el desafío lo cons-

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¿Iglesia católica u occidental?

tituían las ideologías declaradamente anticristianas, cuyo fondo


mitológico-pagano era en su mayor parte evidente, en aquel
entonces era más sutil, más difícil de captar. En esta nueva situa-
ción, el Occidente, formalmente cristiano, no iba hacia un
enfrentamiento directo con la Iglesia, aliada útil y necesaria, sino
más bien a una asimilación tal de sus «valores» que convirtieran
al cristianismo en algo inútil en su aspecto real, histórico y tem-
poral. Los propios cristianos, ante una aceptación acrítica de
dicha perspectiva, estaban como desorientados, impedidos a la
hora de captar la novedad antropológica de su experiencia fren-
te a un mundo que se proclamaba en sus ideales «ya» cristiano.
De esta manera se confirmaba aquella «vacilación del cristiano
en sus relaciones con la Edad Moderna» a que ya se había refe-
rido Guardini en su obra de 1950. El cristiano, escribía, «encon-
traba en todas partes ideas y valores cuyo origen cristiano era
evidente, pero que eran declarados de propiedad común. Por
todas partes se topaba con valores esencialmente cristianos, y
que, sin embargo, iban dirigidos contra él». El «desencanto» ante
este proceso iba a requerir una clara autoconciencia cristiana, y
paralelamente un conocimiento crítico de los resultados nihilis-
tas de la ideología neoilustrada.
Esta autoconciencia clara, y por consiguiente verdaderamente
crítica, viene atenuándose progresivamente, lo que es otra prue-
ba de la victoria de la ideología occidentalista. Resulta evidente a
partir de la década de los sesenta, los años de la distensión Este-
Oeste, allí donde el occidentalismo como humanismo positivo,
como cristianismo sin el advenimiento de Jesucristo, se impone
incluso a los cristianos como el terreno de todo posible «diálogo».
Augusto del Noce escribirá: «¿Qué es lo que se pide hoy por todas
partes a los católicos, si no es la reducción del cristianismo a una
moral, separada de toda metafísica y toda teología, capaz, en su
autonomía y autosuficiencia, de alcanzar la universalidad y fun-
dar una sociedad justa? Esta moral, diría aún más, sería incluso
capaz (...) de terminar con la secular división entre Occidente y
Oriente, como efectivamente se está intentando. Esta moral uni-
versal es tolerante: admite que alguien, es decir, el católico,
puede añadir una esperanza ultraterrenal, específicamente reli-
giosa en sentido trascendente. Si él se siente revitalizado al con-
cretar su acción práctica, humana, mejor que mejor; ser católico
para los humanitaristas es esto. Pero se le pone una condición:

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Posmodernidad y cristianismo

que reconozca que su fe y su esperanza son un ‘añadido’; ética


y política prescinden de toda profesión religiosa; tener concien-
cia de ello significa trabajar por los hombres de buena voluntad;
la fe, en resumidas cuentas, puede llegar a dividir, mientras que
el amor, asociado a una ciencia para todos, une»8.
Este dualismo entre fe y vida presupone la aceptación preli-
minar de la visión neoilustrada, de su concepción positiva del
proceso de secularización. Visión que determinaba tanto el occi-
dentalismo acrítico de un «cristiano burgués», conformista y asi-
milado a lo existente, como el antioccidentalismo utópico de un
«cristiano revolucionario» que veía en el marxismo un humanismo
positivo. En ambos casos, tanto en su aspecto «apologético» como
en el de «conciencia crítica», la conciencia cristiana quedaba como
subalterna respecto de una posición cultural que reducía el adve-
nimiento cristiano a cultura humanista y, por consiguiente, a una
concepción que preparaba su autoextinción de manera indolora
e incruenta. Es interesante observar que desde esta perspectiva el
diálogo tenía lugar con un Occidente imaginario, filtrado a través
de una precisa concepción ideológica, y no ya con el Occidente
real, el que sin negarse a una nostalgia de salvación no por ello
caía en la tentación de hacer del hombre la caricatura de Dios.
Un Occidente configurado por sus figuras más nobles, como
eran, entre otros, Charles Péguy, George Bernanos, Albert Camus,
Thomas Eliot, Simone Weil, Giuseppe Ungaretti, Cesare Pavese,
etc. De este modo, gran parte del catolicismo de la posguerra se
libraba de la experiencia dramática de la modernidad, el vacío y
la desesperación que se ocultan tras su censura sistemática de la
pregunta por el significado de la vida. Prefería, también por una
especie de complejo de inferioridad frente a lo moderno (por la
cohibición de que hablaba Guardini) crearse un espacio «menor»,
en el que la fe, lejos de ser la respuesta al deseo de vida y de
verdad del Occidente, indicaba metafóricamente, su «suplemento
de alma», la tabla de salvación, en términos ético-morales, de sus
valores perennemente en crisis.

Catolicismo y «valores occidentales»

El escenario de posguerra comienza a modificarse notable-


mente con el derrumbamiento ideal, e incluso práctico, del comu-

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¿Iglesia católica u occidental?

nismo. Si en la década de los ochenta se asiste a una renovada


alianza entre Iglesia y Occidente, por el papel de aquélla en la
disolución de los regímenes de la Europa oriental, la «revolución
del 89» marca, en cierto sentido, el final de la larga posguerra
comenzada en 1945. La Iglesia, pues, al no estar ya vinculada a la
defensa de una parte, puede encontrar una nueva libertad de
movimiento, una libertad que no implica coincidencia entre cato-
licismo y occidentalismo, aunque no por ello hayan de surgir
necesariamente divergencias. Es lo que la guerra del Golfo Pérsico
ha puesto particularmente de relieve. Aquí la universalidad «cató-
lica» y la del «Nuevo Orden Internacional» se han planteado como
dos maneras diferentes de entender la paz en el mundo.
El chantaje a que ha sido sometida la Santa Sede durante el con-
flicto, enfatizado por los medios de comunicación, ha sido preci-
samente el de «traicionar» a Occidente en nombre del Sur del
mundo. Lo que de verdad molestaba en el nuevo concierto mun-
dial, marcado por una homologación general tras la oposición
Este-Oeste, era que una voz se alzara fuera del coro, que la Iglesia,
hasta ayer guardián de los valores de Occidente, se negara hoy a
legitimarlo en su «mundanidad». La intolerancia ante las críticas y la
increíble homogeneidad de que han dado prueba los medios de
comunicación durante la guerra evidencian por otro lado que tras
el derrumbe general de todas las ideologías, la «occidental» es la
única que se ha quedado en pie dominando el escenario.
En el nuevo horizonte unidimensional se confirma lo que
escribía Augusto del Noce: «En realidad, tras este abandono de la
ideología, tras esta crítica aparente del totalitarismo, se esconde
un totalitarismo de nuevo cuño, mucho más al día, mucho más
capaz de dominio absoluto de lo que fueron los modelos pasa-
dos, incluidos Stalin y Hitler. Digo que se esconde, pero sería
mejor decir que hoy se declara bastante abiertamente (...), anida
en los partidos, tiene en su poder las fuentes de información,
cuida su propia apología valiéndose de la casta de los intelec-
tuales, está equitativamente repartido según las diferentes posi-
ciones culturales y políticas, desde los católicos hasta los comu-
nistas»9. El mismo del Noce escribía a propósito de la novela de
Robert Benson El amo del mundo10: «(...) hoy que el marxismo
está en irreversible declive, hasta el punto de que se corre el ries-
go de hacer injusticia a su potencia filosófica y que la revolución
sexual y la combinación marxista-freudiana llevan la batuta, la

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Posmodernidad y cristianismo

lucha contra el catolicismo tiene lugar precisamente bajo el signo


del humanitarismo»11.
El fin del comunismo marca, pues, el apogeo del occidenta-
lismo, pero bajo una nueva forma: utilizado parasitariamente y
destruido el humus de la memoria cristiana, aquél deja clara-
mente al descubierto su voluntad de poder. Una vez vencido el
enemigo, Occidente puede, por un lado, verificar el alcance de
su propio triunfo, pero por otro es como si advirtiese la falta de
autonomía de sus propios ideales. Comprueba que ser democrá-
tico, liberal, tolerante, posee un significado en la medida en que
existen otros que son totalitarios y no liberales; es decir, com-
prueba que estos valores pueden activarse sólo en presencia de
su enemigo, sin el cual no consigue cargar a la vida de sustancia
positiva. De modo que los «valores enloquecidos» del totalitarita-
rismo se oponen a los «valores vacíos» del liberalismo. El nihilis-
mo, subyacente en la neoilustración, resurge en un mundo así
configurado como no lo había podido hacer en los 45 años pasa-
dos. Pero, paralelamente, el «occidentalismo» asumido como ideo-
logía dentro de la Iglesia, como concepción según la cual la fun-
ción de una presencia de los católicos en el ámbito social reside
en la mera custodia de los «valores» de la tradición europea, tam-
bién advierte sus límites. De modo mucho más realista,
Occidente, así como el Este, Latinoamérica y África, se presenta
como tierra de misión, como tierra en la que el cristianismo como
experiencia viva tuvo hace ya tiempo su ocasión, de modo que
su reactualización puede tener lugar no en la mediación con los
«valores europeos» —posición inevitablemente retórica y moralis-
ta— sino sólo en el encuentro vivo con hombres en los que la
correspondencia entre el Acontecimiento de Cristo y su propia
existencia es un dato evidente? «En este contexto», como observa
el cardenal Ratzinger, «es interesante recordar que la Iglesia anti-
gua, tras el fin de la época apostólica, desarrolló como Iglesia una
actividad misionera relativamente reducida, que no tenía ningu-
na estrategia propia para anunciar la fe a los paganos, y que, no
obstante, su época fue un período de gran éxito misionero. La
conversión del mundo antiguo al cristianismo no fue el resultado
de una actividad planificada, sino el fruto de la verificación de la
fe en el mundo, tal y como se hacía visible en la vida de los cris-
tianos y en la comunidad de la Iglesia. La invitación real, de
experiencia a experiencia y nada más fue, humanamente hablan-

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¿Iglesia católica u occidental?

do, la fuerza misionera de la antigua Iglesia. La comunidad de


vida de la Iglesia invitaba a la participación en esta vida.
Viceversa, la apostasía de la Edad Moderna se basa en la caída de
verificación de la fe en la vida de los cristianos. En esto queda
demostrada la gran responsabilidad de los cristianos de hoy»12. A
las mismas conclusiones de Ratzinger, y con idénticas palabras,
llegaba el teólogo Giuseppe Colombo en un artículo aparecido
en La scuola cattolica (nov.-dic., 1970), revista oficial del
Seminario teológico de Milán, titulado «La teología de la
Gaudium et Spes y el ejercicio del Magisterio eclesiástico».
En dicho artículo, y tras someter a severa crítica el plantea-
miento ideológico y la intención pastoral de la Gaudium et Spes,
documento de la generosa tentativa del Concilio Vaticano II de
dialogar con el Occidente ilustrado, Giuseppe Colombo concluía
diciendo: «Una situación de cultura pluralista es una situación de
confrontación, antes que de diálogo. Ahora bien, la exigencia
prejuicial para realizar la confrontación y, llegado el caso, man-
tener el diálogo, es la de declararse a sí mismo, puesto que de lo
contrario fallará la confrontación. En cuanto al diálogo, la imagen
no debe confundir: no puede ser la de dos personas que buscan
el acuerdo, sino la de concepciones diferentes que, verificándo-
se en los hechos, revelan en ellos su mayor o menor capacidad
de comprender. Es, pues, un diálogo mantenido en el plano obje-
tivo de las realizaciones y que obliga a cada cual a realizarse a sí
mismo: realizándose a sí mismo se pone y se mantiene en diálo-
go con los demás.
De ambas motivaciones deriva la exigencia de presentar la
palabra cristiana en su especifidad, y por consiguiente, de evi-
denciar lo que le es propio respecto a lo que podía tener en
común con las palabras no cristianas. De esta exigencia de
carácter general se deduce que, en relación al problema parti-
cular de la antropología, el pensamiento cristiano debe hoy
exponer la antropología que lo caracteriza propiamente, es
decir, no la antropología que se puede deducir de la reflexión
sobre el hombre, sino la revelada por la Palabra de Dios. El
anuncio de esta antropología y el testimonio que de ella ofre-
cen los cristianos al encarnarla y verificarla en y con su propia
vida, es la exigencia que se le plantea hoy a la Iglesia con abso-
luta prioridad frente a cualquier otra; en el fondo es la exigen-
cia que comprende todas las demás».

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Posmodernidad y cristianismo

Notas
1 O. Spengler, La decadencia de Occidente, Espasa Calpe, Madrid 1989, 2 vols.
2 P. Valéry, Notes sur la grandeur et la décadence de l’Europe (1927).
3 E. Husserl, Crisis de las ciencias europeas, Crítica, Barcelona 1993.
4 R. Guénon, Orient et Occident (1922).
5 Ch. Dawson, Los orígenes de Europa (1932), Rialp, Madrid 1991.
6 Ch. Dawson, La religión y el origen de la cultura occidental (1951),

Ediciones Encuentro, Madrid 1995.


7 R. Guardini, El ocaso de la Edad Moderna (1950), Guadarrama, Madrid

1963.
8 30 Giorni, febrero de 1988.
9 Il Sabato, 25 de agosto de 1990.
10 R. Benson, El amo del mundo (1908), Palabra, Madrid 1988.
11 30 Giorni, febrero de 1988.
12 J. Ratzinger, Mirar a Cristo (1989), Edicep, Valencia 1990.

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CATÓLICOS ANTE LA ALTERNATIVA

La Iglesia ante la descristianización

¿Ha estado a la altura de la situación la respuesta de la Iglesia


al proceso de acentuada descristianización que ha señalado a
Europa y al Occidente en el último siglo? ¿No se ha situado en un
nivel inferior respecto al que era impuesto por el desafío del
tiempo? Ante el dato objetivo de la constante disminución del
número de cristianos y de la evidente falta de incidencia de la fe
en la concepción de la vida y de aquello que la hace ser digna y
feliz, estas preguntas, lejos de ser retóricas, quieren introducir a
una reflexión que ya no puede ser pospuesta, en el seno del
mismo ámbito católico.
Para entender la cuestión adecuadamente, conviene partir del
tipo de solución que la Iglesia pensó poder dar, a finales del s.
XIX, a la grave crisis que se dio en la Europa «cristiana», tras la
Ilustración y la Revolución francesa. Esta solución, que encuen-
tra su primera gran elaboración sistemática en el magisterio de
León XIII, entrevé en la organización de los católicos, guiada por
normas éticas claras y por un proyecto social estructurado según
el derecho natural, la respuesta acorde a las urgencias históricas.
Prevalece, así, una exigencia normativa y reguladora, en el senti-
do de que un cierto uso (práctico e ideológico) de la revolución
industrial y de la organización socio-estatal ha creado un desor-
den que es preciso reordenar volviendo a las normas del derecho
natural y de la ética cristiana. El mundo debe ser reconducido a
su originaria armonía, una restitutio ad integrum del orden esen-

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Posmodernidad y cristianismo

cial fijado por el Creador. En este modo, la acción del cristiano


en la historia encuentra su completo significado como defensa de
un orden ya presente en el mundo, aunque continuamente des-
figurado por errores y el pecado del hombre. La «civilización cris-
tiana», que éste está llamado a actuar, es la forma histórica deter-
minada de aquellos principios éticos —el derecho natural, la
dignidad y los derechos de la persona humana— que son el fun-
damento del orden social y pueden sostener toda cultura.
La respuesta de la Iglesia al reto de la descristianización
asume, de este modo, un perfil marcadamente ético-jurídico. Esta
perspectiva no está carente de presupuesto. Puede aparecer
como exhaustiva sólo donde una «cristiandad» sea todavía real y
operante, sólo allí donde el humus común y la tipología humana
reflejaba existencialmente el «ethos» cristiano, como pudo todavía
darse en cierta medida a finales del s. XIX. A una subjetividad
cristiana ya existente, la doctrina social elaborada por el magiste-
rio, ofrecía entonces su proyecto histórico, el modelo ideal de
una «civilización cristiana». Esta civilización podía aparecer como
universal, en su capacidad de actuación, porque sus valores, con-
forme a una cierta tradición teológica que concebía en términos
no históricos la relación entre orden natural y orden sobrenatu-
ral, se comprendían como valores «naturales». La confirmación
provenía del ámbito social y cultural, donde las mismas elites o
movimientos que se profesaban ateos o anticristianos, demostra-
ban asumir todavía la ética cristiana como válida independiente-
mente de la fe. Pero, el que esa posición de la conciencia «laica»
constituyese una estación de paso y no de llegada, el que los
valores «naturales» fuera del contexto cristiano debieran disolver-
se inexorablemente, se evidenciaría en el período de entregue-
rras —la época de los totalitarismos— y todavía a partir de los
años sesenta, en Europa y Estados Unidos. Esta derrota señala el
límite de la posición ético-jurídica, cuando se la considera como
solución adecuada al proceso de descristianización. Demuestra,
en efecto, como estrategia de una presencia total, no tener en
cuenta las consecuencias de aquel proceso: la disolución y for-
malización de la misma subjetividad y, correspondiendo a ello, la
mutación antropológica que induce en el tejido social, mutación
que vuelve vacío e impotente el mismo lenguaje ético.
Terminada la Segunda Guerra Mundial este proceso no se pre-
senta en toda su evidencia porque el gran crédito moral adquiri-

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Católicos ante la alternativa

do por la Iglesia en su oposición al totalitarismo, el papel político


que asume en el nuevo Occidente atlántico en función anticomu-
nista, el breve período de renacimiento religioso que señala la
posguerra, hacen de «pantalla» en la valoración global de la reali-
dad en su dimensión efectiva. A la estrategia de Occidente contra
el comunismo, centrada únicamente en la presión militar y la
expansión económica, pudo así Pío XII oponer una estrategia que
no excluyera la consideración de los fundamentos morales de la
vida social, asumiendo el orden natural como marco esencial. El
resultado concreto fue que «la eficacia de las tomas de posición
doctrinales de Pío XII se colocó a nivel de mínimo común deno-
minador, esto es, al nivel minimalista del anticomunismo. Todas
las reservas, especificaciones, distanciamientos, que Pío XII intro-
ducía en su juicio sobre la comparación del Occidente con el
Oriente, no fueron recibidas y fueron, por así decirlo, extirpadas
como irrelevantes»1. Occidente demostraba, pues, usar la estrate-
gia «moral» del Pontífice en la medida en que le era funcional, cen-
surando lo demás. De este modo, «la Iglesia de Pío XII, propues-
ta como fuerza moral, incluso como la única fuerza moral (...) es
en realidad una Iglesia aislada, en busca de un consenso en torno
a sus posiciones, que no le es concedido»2. Como escribe Acerbi:
«A pesar de afirmar con un vigor nunca antes alcanzado, las razo-
nes del hombre, la Iglesia permanecía aislada también en el plano
cultural y social de manera tanto más clara, cuanto más se aleja
del período de la guerra. Si este juicio pareciera excesivo, no
podría negarse, al menos, que al extraordinario empeño doctrinal,
al prestigio personal de Pío XII, a la vitalidad interna de las comu-
nidades católicas de los países occidentales, no corresponde un
influjo proporcionado en la vida cultural y moral de estos países»3.

La subjetividad cristiana. Mounier, Guardini, von Balthasar,


Giussani

Que este aislamiento fuera sensible al inicio de los años cin-


cuenta, lo documentan una serie de ensayos publicados en
estos años, y un hecho destinado a alcanzar gran relieve. En
1950 sale a la luz Feu de chrétienté, de Emmanuel Mounier, y
Das Ende der Neuzeit, de Romano Guardini 4; en 1952
Schleifung der Bastionen. Von der Kirche in dieser Zeit, de Hans

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Posmodernidad y cristianismo

Urs von Balthasar; en 1954 Luigi Giussani da inicio, en Milán, a


la experiencia de Gioventú Studentesca [Juventud estudiantil],
que se convertirá después, en 1969, en Comunión y Liberación.
Tanto en el gesto de Giussani como en los escritos indicados,
el objeto de la cuestión se refiere al problema de la subjetivi-
dad cristiana ante el desafío del tiempo, de su «realidad», de la
consistencia de la fe en función de la apertura al mundo. De
aquí que el acento recayera sobre la relevancia existencial del
contenido cristiano. Mounier, que ya por los años de la guerra
preveía una «apostasía general», revelaba su amargura ante un
cristianismo vacío, impregnado de moralismo y de preceptos:
«Será preciso buscar en las catacumbas el cristianismo heroico
en el que se reedificará, en una vida valiente, una visión de la
tradición eterna», había escrito en L’affrontement chrétien
(1945)5. Guardini, por su parte, esbozaba el «fin de la época
moderna» como fin del compromiso cristiano-burgués, ocaso de
la ilusión —ilusión para los no creyentes, pero también para los
creyentes— de que la ética cristiana pudiera constituir una ética
«natural», universal, fuera de la experiencia de la fe. «Hará ver
(la época futura) —escribe— que los valores cristianos secula-
rizados no son sino sentimentalismos y el ambiente se hará
transparente: lleno de hostilidad y peligro, pero puro y claro»6,
la respuesta de la fe «no podrá sustraerse a la ruina general de
lo tradicional, y en aquellos aspectos en que todavía perdura se
verá agitado por muchos problemas»7, la respuesta de la fe no
podrá sino nutrirse de lo esencial, deberá adquirir una «nueva
resolución» y decisión.
Si Guardini concluía delineando un escenario en el que «la
soledad de la fe será tremenda», para Balthasar, en una óptica más
positiva, «se trataba de demoler los artificiosos muros de angustia
que la Iglesia había alzado a su alrededor contra el mundo, de
liberar a la Iglesia de sí misma, redescubriendo y asumiendo de
nuevo su propia misión en orden al mundo, todo entero e indivi-
so». Ésta era la lección de los Padres «puesto que la patrística sig-
nificaba para nosotros cristianismo que aún piensa vuelto hacia
los espacios ilimitados de las gentes y que aún tiene esperanza en
la salvación del mundo»8. Igualmente para Luigi Giussani, frente a
un «mundo eclesiástico» que «no se comprometía con la debida
decisión en un verdadero Anuncio del hecho cristiano; la esencia
del hecho cristiano no constituía una propuesta de vida»9, el inten-

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Católicos ante la alternativa

to era de hacer emerger el anuncio en toda su esencialidad, fuera


de factores contingentes y secundarios.
Tanto Mounier como Guardini, Balthasar y Giussani, si bien con
acentos muy diversos, veían, por tanto, la respuesta al proceso de
formalización del cristianismo no a partir de la tutela de un presu-
puesto ético, sino en el volver a proponer una fe integral capaz de
llevar un anuncio persuasivo y fascinante al corazón mismo de la
modernidad, y esto según una modalidad que repetía, idealmente,
la dinámica de los inicios. No se trataba de restauración de un
orden —ni siquiera de un orden «cristiano»— sino de un volver a
acontecer del milagro de la fe. La verdadera respuesta a la moder-
nidad consistía en un volver a acontecer, por gracia, de una expe-
riencia cristiana que representaba las modalidades de su «estado
naciente». Como afirmará Pablo VI: «Nuestro tiempo necesita reem-
prender la construcción de la Iglesia, como si psicológica y pasto-
ralmente comenzara de nuevo a regenerarse»10. En forma del todo
análoga afirmará Giussani: «En la vida de la Iglesia de hoy, lo que
cuenta es la viveza de una fe renovada y no de un poder deriva-
do de una historia, de una institución que se ha afirmado, o de un
ordenamiento intelectual teológico. Lo que realmente cuenta es
que la vida comenzada en María y José, en Juan y Andrés, vuelva
a encenderse en el corazón de la gente y propicie un encuentro
que incida en su vida, así como sucedió en los orígenes del cris-
tianismo»11. Este «retorno a los inicios» no tiene aquí ninguna valen-
cia nostálgica, bajo la forma de un moralismo protestante. Indica
en vez de esto una percepción histórica —el fin de la cristiandad,
también en su reflejo antropológico— y, juntamente, «la intuición
del cristianismo como acontecimiento de vida, esto es, historia»12.
Acontecimiento de vida, esto es, historia actual que en su acaecer,
también a nivel existencial y social, tiene las mismas características
de hace dos mil años. Es significativo el hecho de que los prime-
ros estudiantes que a mitad de los años cincuenta se reunían en
torno a Giussani encontraran en el libro de Gustave Bardy la des-
cripción de cuanto estaba acaeciendo entre ellos13.

1981: Se vuelve a comenzar por Uno. Como hace dos mil años

Que se trataba de otra perspectiva, respecto a la modalidad


acostumbrada en el mundo católico, de entender la propia pre-

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Posmodernidad y cristianismo

sencia en lo social, era cuanto debía evidenciarse a partir de los


años ochenta. 1981 representa, desde este punto de vista, una
línea divisoria. En aquel año dos sucesos señalan, y lo hacen tam-
bién por el significado simbólico que asumen, la imposibilidad de
volver atrás: el atentado cometido en Roma contra la vida de Juan
Pablo II, el 13 de mayo de 1981, y la realización del referéndum
sobre la ley del aborto, el 18 de mayo de 1981, que sanciona la
licitud legal del aborto en Italia. Los dos sucesos, si bien motiva-
dos por causas diversas, aparecen idealmente ligados como ten-
tativas de destruir cualquier huella de memoria cristiana. El diag-
nóstico que había desarrollado Guardini en Das Ende der
Neuzeit, su previsión de las futuras consecuencias de la descris-
tianización encontraba, de este modo, una decidida confirma-
ción. El humanismo posbélico, «laico», comunista, o bien católico,
vivía en el fondo de un presupuesto no expresado, el de que la
sociedad estaba todavía profundamente permeada por la fe, de la
que la «pasta humana» estaba entretejida y plasmada, y de que los
valores cristianos representaban también los «valores comunes», la
conciencia espontánea popular. Pero un presupuesto no es eter-
no, vive si es alimentado; el haber separado los ideales humanís-
ticos del volver a acaecer del Acontecimiento cristiano era causa
al mismo tiempo del esterilizarse de la fe y del humanismo redu-
cido a vacías utopías.
Ahora, frente a los hechos de 1981, la conciencia católica se
encontraba ante una alternativa. Podía pensar que su papel con-
sistiera en representar la conciencia moral de la «crisis», el punto
de resistencia a la extendida inmoralidad, cuyo obrar se identifi-
caba, socialmente, en la restauración de un orden ético violado.
En este sentido, para muchos católicos que han dado su contri-
bución al Movimiento por la Vida, se entreveía justo en la lucha
contra el aborto y la defensa de la vida el punto más alto de
intersección entre cristianismo y mundo contemporáneo, el nivel
más adecuado para un testimonio cristiano en lo temporal. Este
compromiso demostraba así situarse dentro de aquella trayecto-
ria ético-normativa que había constituido el horizonte de gran
parte de la militancia eclesial en los últimos cien años. Parecía,
por otra parte, poder constituir el coágulo, el medio de conexión
de un «mundo católico» de otro modo dividido y disperso. De
una forma que volverá a ser de actualidad al comienzo de los
años noventa, el Movimiento pro-life parecía poder así resolver

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Católicos ante la alternativa

los dilemas de la fe, y al mismo tiempo, describir el horizonte de


una presencia.
Sin desconocer los contenidos verdaderos de una tal posición,
la otra perspectiva, la idealmente anticipada por Mounier,
Guardini, Balthasar, que en Giussani devenía un hecho, recono-
cía y aceptaba la conclusión de un ciclo histórico del catolicismo.
Resultaba confirmada la idea de volver a comenzar por Uno, esto
es, del Acontecimiento de Jesucristo como Hecho presente, como
única posición realista, sin veleidades. Afirmará Giussani en junio
de 1981, al día siguiente del referéndum sobre el aborto: «He aquí
que éste es el momento en que sería bello ser sólo doce en todo
el mundo. Es decir, un momento en que se vuelve a comenzar
porque ha quedado demostrado que la mentalidad no es cristia-
na. El cristianismo, como presencia estable, consistente y por ello
capaz de tradere (tradición = comunicación); ya no existe este
cristianismo»14.
La afirmación de la ley sobre el aborto apenas señala lo que es,
en este caso, cosa gravísima; la violación de un derecho, o aún de
modo más radical, el fin de un mundo. No sólo el clima «huma-
nístico» se había terminado, sino que también el «mundo católico»
ya no existía; existía como un conjunto de valores y de estructu-
ras, consecuencias de un pasado, no como un acontecimiento de
vida que podía persuasivamente ser comunicado hoy. «En tal con-
texto humano y cultural el cristianismo corre el riesgo de sobrevi-
vir sólo como esquema. Como en el caso de ciertos países de
Oriente, en que hay un rincón para los antepasados, hoy ya sin
significado operativo, igualmente sobrevive entre nosotros una
estructura organizada de devoción religiosa, que, tolerada como
respuesta a quien siente una ‘exigencia religiosa’, no puede expre-
sarse sino en un modo sustancialmente irrelevante en la vida de
los hombres. Tanto que, como ha escrito Feuerbach, los testigos
del cristianismo moderno se nos muestran como ‘testigos de una
ausencia’, porque un tal cristianismo parece vivir hoy ‘de las
limosnas de los siglos transcurridos’»15. La cuestión esencial enton-
ces, no podía residir en primer lugar en la defensa de los valores
desconocidos por la sociedad civil, sino en el volver a acaecer de
un Hecho que hace posible el milagro del cambio. En este senti-
do, la constatación del fin de un mundo no inducía a ninguna
vacilación reaccionaria en defensa de los últimos fuegos. «Si reac-
cionamos sólo cuando la contradicción es demasiado fuerte, la

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Posmodernidad y cristianismo

afirmación que hacemos no nace de la vida. No es una presencia


de vida, sino una reacción de supervivencia. Si esto parece ser el
ideal del catolicismo italiano, no puede ser el nuestro»16. Se mani-
festaba así un cambio de horizonte, el tránsito ideal, también res-
pecto a Mounier y Guardini. En primer plano no está el cristiano
que persevera en la caída de un mundo, solitario y fiel, sino el
hombre que vive en la caída de este mundo, y se convierte, por
gracia, en cristiano. Como hace dos mil años. Que es también lo
que afirma Balthasar acerca del testimonio profético de Charles
Péguy: «Péguy está fuera y dentro de la Iglesia; es Iglesia in par-
tibus infidelium, esto es, allí donde debe estar»17.

El encuentro con una Presencia. Iglesia, no sinagoga

Si el lugar propio de la Iglesia, se encuentra allí donde el hom-


bre de hoy, por gracia, se convierte en cristiano, la iglesia no
puede identificarse con una simple «defensa» de valores cristia-
nos, con una posición ética. Si fuera así, no sólo hablaría en un
lenguaje tan elevado como «extraño» a la vida real, sino que,
sobre todo, negaría de hecho su propia naturaleza, es decir, la
posibilidad gratuita de salvación a todos ofrecida sin ninguna pre-
via discriminación. A quien reconoce, al menos idealmente, la ley
(«judío») y a quien ni siquiera la reconoce en modo ideal («grie-
go»). Obtendría de este modo el aplauso incondicional del poder
y, por ello el de los medios de comunicación de todo el mundo.
«En cuanto el cristianismo es sostener dialéctica y también prácti-
camente valores cristianos —afirmará Giussani en 1982—
encuentra espacio y acogida en todas partes»18. Por el contrario el
cristiano manifiesta no tener patria cuando la fe es en él apertu-
ra real a una Presencia. «La fe es sólo esto. También la Action
Française nacionalista de Charles Maurras, a comienzo de siglo,
quería reformar el mundo en nombre de los valores cristianos
pero no era la fe. La fe es apertura enérgica a una Presencia»19.
Ésta es reconocimiento de un Advenimiento. Ésta es también la
categoría fundamental, la modalidad esencial con que puede ser
descrita la naturaleza del cristianismo. «El corazón de nuestra pro-
puesta —dirá Giussani refiriéndose a la experiencia de Comunión
y Liberación— es el anuncio de un suceso acaecido, que sor-
prende a los hombres del mismo modo en el que, hace dos mil

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Católicos ante la alternativa

años, sorprendió a los pobres pastores en Belén el anuncio de los


ángeles. Un Acontecimiento que sucede, previamente a cualquier
consideración, en el hombre religioso o no religioso. Es la per-
cepción de este advenimiento la que resucita o potencia el senti-
do elemental de dependencia y el núcleo de dependencia origi-
naria al que denominamos sentido religioso». Especificará: «Se
encuentra el Hecho cristiano encontrándose con personas en las
que se ha cumplido ya este encuentro y cuya vida, por ello, ha
sido de algún modo cambiada ya». De aquí el cómo es un impac-
to humano que acaece: una persona, un grupo, una realidad
social. El dónde, en cambio, «puede ser en cualquier sitio». Todo
depende, en fin, de la «gracia de un encuentro, esto es, el testi-
monio de una persona, por lo que el Hecho de Cristo es una rea-
lidad presente», hasta el punto que «aquello que falta en la Iglesia
no es tanto la dicción literal del anuncio, sino la experiencia de
un encuentro»20.
La fe, como hace dos mil años, viene a depender del impacto
estético con los hombres, cuya vida es representación tangible de
una presencia, de una existencia cuya consistencia es Cristo. «El
portero de la historia no mira sus razones, mira sus rostros», escri-
bía Mounier en L’affrontement chrétien21. Análogamente Guardini
notaba en 1950: «Estamos inclinados por una antigua costumbre
a poner en la doctrina y en el orden moral el centro de gravedad
de la revelación. Doctrina y moralidad son, naturalmente, de
importancia fundamental; pero uno se pregunta si ellas solas pue-
den expresar la plenitud de eso que se llama ‘Revelación’»22. De
hecho, el entero orden moral, tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento, se apoya en hechos que suceden. «Los conceptos
vienen solamente después y elaboran, interpretan y clarifican
cuanto antes tenía el valor de dato purísimo»23. Esta historia alcan-
za su cumplimiento gratuito en el hecho histórico del Verbo que
se ha hecho carne, que no desaparece tras su partida sino que
continúa encontrando expresión en los suyos. «La imagen de
Cristo puede por ello brillar ahora, si el Señor lo quiere, en aquél
que cree, en la expresión del rostro, en la actitud y en el modo
de hacer. ¿No es, quizá, esto lo que se manifiesta en el santo y
aquello que, hablando en general, se muestra en la esencia de un
cristiano, provocando en otros el amor o el odio?»24.
El cristiano se convierte en una representación viviente de
Cristo. En Die Sinne und die religiöse Erkenntnis25, Guardini

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Posmodernidad y cristianismo

alcanzaba así la potencial nucleación de una «estética teológica»,


como la que, en forma sistemática, será después desarrollada por
Hans Urs von Balthasar en su Herrlichkeit 26. En Giussani todo
esto, antes que ser reflexión teológica, se hace posibilidad de
encuentro y experiencia, también para otros. Se vuelve «repeti-
ción» del cristianismo de los inicios, por el que la conversión del
mundo antiguo «no fue el resultado de una actividad planificada,
sino fruto de la verificación de la fe del modo como se hacía visi-
ble en la vida de los cristianos y en la comunidad de la Iglesia.
La invitación real de la experiencia, y nada más, fue, humana-
mente hablando, la fuerza misionera de la antigua Iglesia. La
comunidad de vida de la Iglesia invitaba a la participación en esta
vida, en la que se desvelaba la verdad de la que venía esta vida»27.
Ante el «fracaso catastrófico de la catequesis moderna»
(Ratzinger), y la reducción de la Iglesia a «conciencia moral», la
posición que recoge la gracia en la carne, como una señal de trá-
fico, se muestra persuasiva, nada farisea y por ello, ocasión para
todo hombre. Como afirmaba Charles Péguy: «Uno no es cristia-
no por estar a cierto nivel, moral, intelectual o incluso espiritual.
Se es cristiano porque se pertenece a cierta raza ascendente, a
cierta mística, a cierta raza espiritual y carnal, temporal y eterna,
a una cierta sangre».

Notas
1 A. Acerbi, La Chiesa nel tempo, Vita e pensiero, Milán 1979, p. 185.
2 Ib., p. 187.
3 Ib., p. 188.
4 R. Guardini, El ocaso de la edad moderna op. cit.
5 E. Mounier, El afrontamiento cristiano, Estela, Barcelona 1962.
6 R. Guardini, ib., p. 141.
7 Ib., p. 141.
8 H. U. von Balthasar, Il filo di Ariadna attraverso la mia opera, ed. ital., Jaca

Book, Milán 1980, p. 6.


9 L. Giussani, El movimiento de Comunión y Liberación, Ediciones Encuentro,

Madrid 1987, p. 22.


10 Audiencia general del 5 de agosto de 1976.
11 Sulle Tracce di Cristo. Viaggiando in Palestina. Appunti di meditazioni e

conversazioni con mons. Luigi Giussani, CUSL, Milán 1986, pp. 90-91.
12 L. Giussani en, Laico cioé cristiano, supl. al nº 40 de Il Sabato, octubre de

1987, p. 7.
13 G. Bardy, La conversión al cristianismo durante los primeros siglos (1946),

Ediciones Encuentro, Madrid 1990.

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Católicos ante la alternativa

14 L. Giussani, Si ricomincia da Uno, supl. al nº 52-53 de Il Sabato, diciem-

bre de 1988, p. 37.


15 L. Giussani, Laico cioé cristiano, op. cit., p. 62.
16 L. Giussani, Si ricomincia da Uno, op. cit., p. 32.
17 H. U. von Balthasar, Estilos laicales. Dante, Juan de la Cruz, Pascal,

Hamann, Soloviev, Hopkins, Péguy, vol. III de Gloria. Una estética teológica,
Ediciones Encuentro, Madrid 1986.
18 L. Giussani, Si ricomincia da Uno, op. cit., p. 61.
19 Ib, p. 63.
20 L. Giussani, Laico cioé cristiano, op. cit., p. 59-60.
21 E. Mounier, op. cit.
22 R. Guardini, Los sentidos y el corazón (1950), Cristiandad Madrid 1965.
23 Ib.
24 Ib.
25 Ib.
26 H. U. von Balthasar, Gloria. Una estética teológica, 7 vols., Ediciones

Encuentro, Madrid 1986.


27 J. Ratzinger, op. cit.

69
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1981: FIN DE UN MUNDO

Cuando Romano Guardini publica, en 1950, Das Ende der


Neuzeit 1 , la obra, ya en el título, se presentaba como poco actual
y, por lo menos, desconcertante. ¿Acaso no se había abierto la
posguerra bajo la bandera del «renacimiento de la modernidad»,
un renacimiento en el cual la Ilustración y el cristianismo,
depuesta la antigua hostilidad, se daban al fin la mano en la
común oposición a la barbarie totalitaria? Así, no sólo Benedetto
Croce podía escribir en 1943 Perché non possiamo non dirci «cris-
tiani», sino también Dietrich Bonhoeffer, que morirá en el campo
de concentración de Flossenbürg, advertía, ya en los años del
nazismo, cómo «la razón, la cultura, el humanitarismo, la toleran-
cia, la autonomía, todos estos conceptos que hasta poco antes
eran usados como santo y seña hostiles a la Iglesia, al cristianis-
mo y al mismo Jesús, se encontraron de repente sorprendente-
mente cercanos a la esfera cristiana. (...) Evidentemente no era la
Iglesia la que buscaba la protección y la alianza de estos valores,
sino que, al contrario, eran estos últimos, que en cierto sentido
habían llegado a ser apátridas, los que buscaban asilo en el ámbi-
to del cristianismo y a la sombra de la Iglesia cristiana».
Ahora bien, frente a este proceso que en sí mismo parecía pre-
ludiar el alba de un nuevo mundo, Guardini no dudaba en escri-
bir con preocupación que «los tiempos modernos han terminado
sustancialmente»; el verdadero problema era «echar también una
mirada a la época que está surgiendo y que aún no tiene nom-
bre», esa época que en el ensayo de 1946, Der Heilbringer in
Mythos, Offenbarung und Politik 2 , recibe el nombre de «época

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1981: fin de un mundo

post—moderna». La tesis, en la reflexión de Guardini, no era


nueva. Ya en Briefe vom Comer See (1927) está presente la per-
cepción de una decadencia —«El Viejo Mundo está derrumbán-
dose»—, pero en esos años era una sensación difundida y el éxito
de la conocida obra de Spengler, Decline of the West 3 lo viene a
demostrar.
Menos obvio es, en cambio, que se siga manteniendo esa tesis
en 1950 cuando la «crisis» parecía definitivamente superada. Y es
que en la interpretación de Guardini el paganismo totalitario,
nazi-fascista, no aparecía, como quería en cambio la historiogra-
fía neoilustrada, como una simple «reacción» a lo moderno, como
lo antimoderno opuesto a lo moderno y, por eso mismo, una
infección en un cuerpo sano, sino como la expresión de la
modernidad entendida como un proceso de secularización. El
totalitarismo, como política que se convierte en religión, se expli-
ca por el vacío causado por el racionalismo moderno que, al
disolver el cristianismo, crea las premisas para que la necesidad
religiosa del hombre encuentre su satisfacción en las ideologías
totalitarias.
El clima particular de la posguerra marcado por el encuentro
entre los valores cristianos y la Ilustración, podía entonces apa-
recer a los ojos de Guardini no como un «renacimiento» efectivo,
sino más bien como un «paréntesis», la interrupción momentánea
de un proceso frente a sus consecuencias anormales. No se tra-
taba de «renacimiento» sino de una «reacción» a los resultados
negativos de la modernidad.
En el diagnóstico de Guardini lo «moderno» reside en la sin-
gular unión entre negación de Dios y, a la vez, afirmación de la
ética cristiana sobre un plano inmanente, laico. «Según este punto
de vista, largamente adoptado por los estudios históricos, valores
como por ejemplo el de la personalidad y dignidad individual, el
respeto recíproco, la ayuda mutua, son posibilidades innatas al
hombre, que los tiempos modernos han descubierto y desarro-
llado. Ciertamente la cultura humana de los primeros tiempos del
cristianismo ha favorecido su germinación, (...) pero después esta
autonomía de la persona ha tomado conciencia de sí misma y se
ha convertido en una conquista natural, independiente del cris-
tianismo»4. Ahora bien, precisamente esta afirmación representa la
«deslealtad» «característica de la imagen de la Edad Moderna». En
efecto, la ética cristiana no se puede separar del cristianismo. El

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Posmodernidad y cristianismo

cristianismo no constituye una simple «introducción» a los valores


«naturales» que después pueden ser practicados por todos los
hombres, independientemente de la fe; el cristianismo es, más
radicalmente, la condición que hace posible que los valores pue-
dan ser «vividos», para que la persona, por ejemplo, sea realmen-
te percibida como tal, y no reducida a un fantasma del cual
puede servirse el poder para sus fines. La escisión de la fe vivida
coincide con un progresivo enrarecimiento de los valores: esto es
lo que sucede en el proceso de secularización del que el totali-
tarismo no es más que un aspecto, momento en el que, en la
disolución de los valores del humanismo cristiano, lo moderno se
«lleva a cabo» y, con esto mismo, se abre al «post-modernismo»
cuyo horizonte domina el nihilismo. Una vez confeccionado el
marco, se precisa entonces en qué sentido la obra de Guardini
resultaría «inactual».
En la posguerra se superponen y contraponen dos interpreta-
ciones, por parte católica, de la enorme tragedia del siglo XX, que
concluyó con dos guerras mundiales. Para la primera, cuyos
máximos intérpretes eran los pontífices Pío XI y Pío XII, dicha tra-
gedia era la necesaria consecuencia de la apostasía de Cristo por
parte de Europa, por lo que el renacimiento del humanismo
europeo sólo podía coincidir con un renacimiento de la fe. Para
la segunda, que maduraba en el clima de la Resistencia al nazi-
fascismo, la salvación consistía más bien en una renovación ética,
gracias al encuentro de la tradición europea sobre los valores
comunes, valores de derivación cristiana que el totalitarismo
había arrollado con tanta violencia. Esta segunda perspectiva era
susceptible de una doble dirección: una, más moderada, que veía
al nazismo como lo «antimoderno», donde se exigía la concilia-
ción entre cristianismo e Ilustración; y una segunda, potencial-
mente revolucionaria, para la que el fascismo y el nazismo, como
«reacción» de la burguesía, aparecían como las últimas llamas de
un mundo moderno, cristiano-burgués, vuelto ineludiblemente
hacia la decadencia. No es difícil colegir en esta segunda lectura
la interpretación propia de Maritain —del Maritain de
Humanisme intégral 5 — y de Mounier. Para los dos autores fran-
ceses el cristianismo podía volver a vivir, en su autenticidad, sólo
tras el fin de ese compromiso entre cristianismo y burguesía
donde la fe había quedado bloqueada en el curso de la Edad
Moderna. Desde un cierto punto de vista, esta visión presentaba

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1981: fin de un mundo

más de una analogía con la de Guardini, pero el resultado era


profundamente distinto. Tanto en Maritain como en Mounier no
sólo el renacimiento cristiano estaba precondicionado por el fin
de la era burguesa —casi como si el cristianismo no pudiese vivir
aquí y ahora— sino que el mismo rostro de la nueva cristiandad
en el fondo no era más que el fruto de una «nueva alianza», en
este caso entre humanismo cristiano y humanismo marxista. Lo
que diferencia al nuevo humanismo cristiano, con respecto al
precedente, es su carácter «viril», «fuerte», no sentimental —así,
Mounier en L’affrontement chrétien—, la capacidad de soportar
el mundo etsi Deus non daretur, «aunque Dios no existiera» —así,
Bonhoeffer en sus Briefe an einen Freund escritas desde la pri-
sión. Una clase de estoicismo cristiano parece ser la forma con la
que el cristianismo, entendido como humanismo, asume el enfe-
brecido clima posbélico.
Frente al cristiano, está el estoicismo laico-marxista. El huma-
nismo laico de la posguerra no vive la catástrofe como una oca-
sión para replantear sus premisas ideales: la guerra y lo que sigue
a ésta inducen a un replanteamiento político y no a una crítica
del inmanentismo ético. En la confrontación con el cristianismo
mantiene la forma «prometeica» del ateísmo —para la que la
negación de Dios es premisa para una completa realización del
hombre— que lo pone en clara continuidad, más allá de las
opciones prácticas, con el paganismo totalitario imperante en el
período de 1925-1945. Según Mounier, que escribe en 1943-1944,
«un nuevo estoicismo nace bajo los ojos de la muerte de Dios, así
como el estoicismo antiguo se levantó sobre la tumba de los dio-
ses: también aquél era el entumecimiento en el último confín de
la duda. (...) La falsa idea que trasciende de esta perspectiva de
decadentes es la idea de Nietzsche de que la capacidad de sopor-
tar un mundo carente de sentido es la medida absoluta de la
energía espiritual» (L’affrontement chrétien). El decadentismo,
como existencialismo, encontrará de hecho su resultado positivo
en el comunismo, verdadera expresión completa del humanismo
estoico. El comunismo será heredero no sólo del estoicismo laico,
sino también, en gran medida a partir de fines de los años sesen-
ta, del sector del humanismo cristiano que, secularizado, encon-
trará aquí su «convicción ética». Cesare Pavese, con gran inteli-
gencia, señalaba: «Sólo hay dos posturas, la cristiana y la estoica.
Probablemente el comunista sirva para fundirlas en una sola;

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Posmodernidad y cristianismo

posee la caridad y el sentido de la roca, sabe que todo es al final


decadente y, sin embargo, hace el bien»6.
Si de este contexto nos trasladamos ahora al momento histó-
rico que estamos viviendo es posible medir la distancia que nos
separa del particular «clima» de la «posguerra». Los años ochenta
han representado, limitándonos a Italia, aunque puede aplicarse
a otras naciones, el tiempo del «fin de los mitos» y de las ideolo-
gías, de la «crisis» de los proyectos humanistas que han determi-
nado el horizonte en los últimos cuarenta años. No sólo el comu-
nismo, en cuanto humanismo estoico, ya no es propuesta, sino
tampoco el «humanismo integral», pues la misma palabra «huma-
nismo» parece cada vez más vacía de sentido, una simple expre-
sión verbal, a pesar de ser aún utilizada por el poder.
Dos acontecimientos pueden marcar quizás, incluso por el sig-
nificado simbólico que asumen, el punto de no retorno: el aten-
tado contra la vida de Juan Pablo II el 13 de mayo de 1981, en el
que se documenta la deshumanización del hombre actual, que ya
no reconoce límite alguno a la capacidad de cometer el mal; y el
resultado del referéndum sobre la ley del aborto del 18 de mayo
de 1981, en el que se revela el carácter inhumano del humanis-
mo laico. El humanismo posbélico, sea laico, comunista o católi-
co, vivía en el fondo de un presupuesto tácito, por el cual la
sociedad estaba aún profundamente impregnada por la fe, la
«pasta humana» estaba entretejida en ella y plasmada de tal mane-
ra que los valores cristianos representaban la conciencia espon-
tánea de la mentalidad común. Pero un presupuesto no es eter-
no, vive si se alimenta; el haber separado los proyectos
humanistas de la raíz cristiana ha sido causa, a la vez, de la este-
rilización de la fe y del vaciarse de los humanismos reducidos
precisamente a «proyectos», es decir, a utopías vacías. Lo que per-
manece hoy es, por un lado, una tradición impotente para gene-
rar la nueva humanidad —como si la crisis hubiese acabado con
todas las razones para no ser cristianos, pero, por otra parte, no
hubiera actualmente una sola para serlo—; por otro lado, un nihi-
lismo difuso, que ya no cree, prometeicamente, que la negación
de Dios sea la premisa para un mundo nuevo, sin poderse abrir,
sin embargo, a causa de esto, a una esperanza distinta.
El proceso de la posguerra confirma así el itinerario del
moderno proceso de secularización tal como se describía en Das
Ende der Neuzeit de Guardini. El «inactual» Guardini llega a ser,

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de tal manera, «actual» y su interpretación la más pertinente para


entender lo que ha sucedido. El ensayo de Guardini resulta tam-
bién actual por el interrogante que plantea, en las últimas pági-
nas, acerca del futuro de la fe en la nueva era: ¿cómo debe enten-
derse el cristianismo en el horizonte posmoderno?
En tal horizonte, marcado por el nihilismo escéptico, ser cris-
tiano «deberá exigir una nueva resolución. También la fe debe
salir de las analogías, de las medias tintas y de las confusiones».
El cristiano debe abandonar la «indecisión» que caracteriza sus
relaciones con la época moderna. «En todas partes encontraba
ideas y valores cuyo origen cristiano era evidente y que, en cam-
bio, eran declarados propiedad común. Por doquier tropezaba
con valores esencialmente cristianos que, sin embargo, se volvían
contra él». Ahora bien, «estas ambigüedades cesarán. Los valores
cristianos secularizados se considerarán sentimentalismos, y la
atmósfera resultará purificada de ellos. Llena de hostilidad y de
peligro, pero limpia y abierta». Frente a este mundo hostil, el cris-
tiano aparece cada vez más solo, solo incluso «entre» los cristia-
nos pues también «el ambiente de la cultura cristiana, el apoyo de
la tradición perderán vigor».
Hay una especie de tensión apocalíptica en estas páginas aun-
que Guardini, dándose cuenta de ello, lo niega. Parece como si
el autor contrapusiese al estoicismo humanista de la posguerra un
estoicismo cristiano en el que el «creyente capaz de resistir, sin
lugar ni refugio» puede y debe experimentar «la soledad de la fe»
que «será tremenda». También en Mounier hay una tendencia aná-
loga —«Sería necesario buscar en las catacumbas y en la maleza
al cristianismo heroico donde se volverá a crear, en una vida vale-
rosa, una visión nueva de la tradición eterna»— aunque ilumina-
da, aquí y allá, por rayos de luz: «Para borrar de golpe tantas imá-
genes deprimentes bastan diez rostros de monjes perdidos en el
fondo de un monasterio, o esa campesina española que entreví
un día en lo más oculto de una ermita de Toledo, con los brazos
extendidos en un gesto soberano, erguida como una reina, mien-
tras rezaba de rodillas. Pero, ¿acaso es necesario hurgar en los
monasterios y en las iglesias castellanas para recoger los reflejos
moribundos de un fuego que debe incendiar el mundo?»
(L’affrontement chrétien).
Ahora bien, lo que escribe monseñor Giussani tras el referén-
dum sobre el aborto de 1981 es en apariencia muy similar: «‘He

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Posmodernidad y cristianismo

aquí que éste es el momento en el que sería hermoso ser sólo


doce en todo el mundo’. O lo que es lo mismo, un momento en
el que se vuelve al principio porque se ha demostrado que la
mentalidad ya no es cristiana. El cristianismo como presencia
estable, consistente y, por ello, capaz de tradere (tradición =
comunicación), este cristianismo ya no existe»7. La ratificación de
la ley del aborto no marca aquí apenas la violación de un dere-
cho, lo que en este caso es algo gravísimo, sino, de un modo más
radical, el fin de un mundo. No sólo se ha consumado la atmós-
fera «humanista», sino que tampoco el mundo católico existe ya;
existe como amalgama de estructuras, que están ahí porque están
ahí, no como acontecimiento de vida que pueda ser persuasiva-
mente comunicado. Este mundo ya sólo retiene a las «buenas
gentes», los simples y los «profesionales de la fe», los intelectuales
cuyo único objetivo es el liderazgo.
La fe ya no es desde hace tiempo un presupuesto, pero esto,
en el caso de monseñor Giussani, no lleva a una conclusión apo-
calíptica. El referéndum constituye «un reclamo histórico a nues-
tra fe», una provocación a que, en la superación de la «división
entre Cristo y la vida», ésta se convierta en «la forma de todo, de
la realidad y de la persona». No hay nostalgia ni reactividad: «Si
nosotros reaccionamos sólo cuando la contradicción es dema-
siado fuerte, la afirmación que hacemos no nace de la vida. No
es una presencia de vida, sino una reacción de supervivencia. Si
esto parece ser el ideal del catolicismo italiano, no puede ser el
nuestro»8.
La constatación del fin de un mundo no conduce a ninguna
conclusión reaccionaria en defensa de los últimos rescoldos, la
«supervivencia actúa por reacciones»9. Si sólo un «positivo» puede
«mover» a la existencia en su cotidianidad, esto se concentra en
un punto: «La fe es reconocerte presente, oh, Cristo»10. El acon-
tecimiento cristiano intuido y reconocido como un hecho pre-
sente que puede cambiar y de hecho cambia, aquí y ahora, la
vida y la historia, es el punto que levanta el velo de sombra y
disipa la niebla que ofusca el horizonte, así como todo pesimis-
mo histórico legítimo.
Con esto se amplía la óptica respecto a las conclusiones de
Guardini de Das Ende der Neuzeit: no se trata tanto de «conser-
var» la fe frente a un mundo hostil, aunque esto sea evidente-
mente necesario, sino de que vuelva a suceder hoy, y precisa-

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1981: fin de un mundo

mente en este mundo hostil, el acontecimiento de la fe. Como


escribía Max Scheler, el día siguiente a la primera guerra mun-
dial, «el que hoy quiera solamente conservar la propia posición
religiosa, como mucho defendiéndola, el que no se esfuerza en
ver en ella el medio positivo de salvación para la Humanidad,
queriendo donársela en un gozoso acto de amor, ése no alcan-
zará ni siquiera el fin más modesto de la propia conservación»
(Vom Ewingen im Menschen). En la superación de la «reactivi-
dad» el horizonte cambia: del que es todavía cristiano y perse-
vera en el derrumbamiento de un cierto mundo (Guardini) se
pasa al que está en el mundo y se vuelve cristiano por la gracia
(Giussani).
¿Cómo se convierte el posmoderno en cristiano? Esta es la pre-
gunta-testimonio que está en el centro de la posición de monse-
ñor Giussani. En Guardini el tono apocalíptico, como en Mounier
el tono épico-revolucionario dirigido al futuro, perfilan el pre-
sente sin vías de salida. La interpretación del cristianismo desde
la posguerra al día de hoy ha oscilado desde el misticismo apo-
calíptico y el moralismo sapiencial. En el camino hacia atrás
desde el Nuevo Testamento al Antiguo viene a faltar la gran cate-
goría cristiana, la de la «Presencia», la del acontecimiento de Cristo
como un acontecimiento presente. En esta percepción funda-
mental está la posibilidad de un renacimiento cristiano, en la per-
cepción de Cristo como un «acontecimiento presente», no en la
adhesión a un ideal del que obtener ocasiones para hacer que los
valores jueguen operativamente.
Guardini había intuido esto con una claridad muy viva. «En el
cristiano», escribía en su Wahrheit des Denkens 11 , «lo que decide
todo, absolutamente todo, pensamiento, acción, ser, es si la rea-
lidad de Cristo tiene sentido, si Él está en la existencia como lo
Real, en última instancia como lo único Real. Todo lo demás
viene determinado en Él; por tanto está vivo o solamente pensa-
do, más bien hablado».
Que el encuentro hoy tenga lugar con la Realidad de Cristo y
no con un «nombre» vacío, perteneciente al pasado, se debe a la
forma de ser de la Iglesia, la cual, misteriosamente ausente en
Das Ende der Neuzeit, donde el tono apocalíptico final no es otra
cosa que el modo en el que el acontecimiento de Cristo se con-
vierte en el tiempo y en forma y contenido de la humanidad
redimida. Es esta dimensión lo que hace posible que «la percep-

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Posmodernidad y cristianismo

ción fundamental» de Él presente y vivo, no sea nostálgica o


puramente poética, lo que permite sustraerse a la alternativa
entre misticismo apocalíptico y moralismo sapiencial. El hombre
posmoderno, profundamente escéptico, no tiene ninguna razón
inmediata por la que hacerse cristiano si no es el encuentro
casual con tipos humanos en los que la «potenciación de lo
humano» se manifiesta en una «energía de adhesión al ser» más
plena12.
De esta energía, provocada por la belleza de lo que se ha
encontrado, surge una «reflexión existencial conmovedora, huma-
nísima», es «la atención a la persona. Te miro a ti, y al otro al que
nunca he conocido, con la familiaridad de un compañero, de un
consanguíneo, de uno que ha estado en el mismo vientre mater-
no, que soy yo mismo»13. «Es una atención a la persona, no polí-
tica, no técnico-administrativa, sino humana: la atención al otro
como el reflejo, la proyección del afecto a sí mismo. El afecto al
yo que es el otro como proyección de la conciencia de irreducti-
bilidad que tú eres, que soy yo»14. En Das Ende der Neuzeit
Guardini afirmaba cómo en el tiempo nuevo, «el amor desapare-
cerá de la conducta general. Ya no será comprendido, y se con-
vertirá en algo mucho más precioso (...). Quizá se hará una expe-
riencia totalmente nueva en esta caridad: de su originalidad
soberana, de su independencia del mundo, del misterio de su
supremo porqué». Cuanto más hunde el nihilismo a la persona en
el abismo, entregándola inerme al poder, tanto más el amor
auténtico, que toma el «tú» y el «yo», se revela, en su originalidad,
diferente del mundo. Esto no tiene que confundirse con la filan-
tropía de los intelectuales o con el sentimiento irreal de las «bue-
nas personas» (de las que el mundo católico está lleno).
Está más allá de la dialéctica carnal entre «persona buena» y
«persona cínica», como Pavese escribía: «simple conocimiento uti-
litario (cinismo) de treinta años es la vuelta unilateral del simple
amor confucionista (ingenuidad) de los veinte. Son dos pobrezas,
tanto que sin demasiado trabajo se confunde una con otra, mien-
tras que hace falta sudar sangre para pasar una de las dos a la
caridad verdadera, o como se suele decir: ‘encontrar a Dios’»15.
Una última e importantísima consecuencia que monseñor
Giussani saca de esta presencia cristiana en el mundo: una pre-
sencia así no tiene patria. Una patria que también tiene el cristia-
nismo cuando «a partir de Cristo», busca seguridad en lo que hace

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1981: fin de un mundo

en las iniciativas aunque sean motivadas por la fe, cuando lo que


realmente cuenta y de lo que se espera la aparición de lo «nuevo»
es la cultura y la organización, cuando dentro de todo esto la cer-
teza existencial coincide con un papel que ejercer.
Una patria que se tiene igualmente cuando el fin de su pre-
sencia se resuelve en la defensa de «valores» que, negados o
exaltados, necesitan del cuerpo social. Entonces, progresista o
conservador, él no será extraño sino parte del todo. Por esto «en
tanto en cuanto el cristianismo es sostener dialécticamente y
también prácticamente los valores cristianos, encuentra espacio
y acogida por doquier»16. La «ruptura» tiene lugar sólo cuando la
«percepción fundamental» está presente. «El abandonarse a esta
Presencia obliga a perder la confianza en nuestras obras, en
nuestro modo de hacer operar los valores, en una presunta o
presuntuosa ideología cristiana (...). También la action françai-
se quería reformar el mundo en nombre de los valores cristianos,
pero no era fe. La fe es apertura enérgica a una Presencia»17. Y
es esta presencia la que, rompiendo el horizonte cerrado del
orden humano, crea incesantemente, cuando la «apertura» se
mantiene, una forma nueva, una unión distinta, libre y gratuita,
entre yo y el mundo, entre yo y los otros, que «resiste» y sustrae
a la lógica inexorable del poder. Por eso «esta persona no tiene
patria, porque cualquier otro tipo de poder la odia, la teme por-
que no puede usarla. Cualquier tipo de poder: el poder del hom-
bre sobre la mujer, el poder de los padres sobre los hijos, el
poder económico y político sobre los ciudadanos, el poder ecle-
siástico sobre los creyentes»18.
La irreductibilidad del yo es el resultado de la relación viva
con Cristo. En esta irreductibilidad, de este tierno y frágil «yo» que
se hace absoluto sólo en aquella relación, se juega entonces toda
la «novedad» cristiana en una era, la posmoderna, en la cual los
sujetos aparecen cada vez más como máscaras vacías de una
comedia viva, la vida, cuyo acto final no es trágico ni cómico sino
simplemente indiferente.

Notas
1 R. Guardini, El ocaso de la edad moderna, op. cit.
2 R. Guardini, El Salvador en el mito, en la Revelación y en la política, Rialp,
Madrid 1948.
3 Op. cit.

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Posmodernidad y cristianismo

4 R. Guardini, El ocaso de la edad moderna, op. cit.


5 J. Maritain, Humanismo integral, Carlos Lohlé, Buenos Aires 1966.
6 C. Pavese, El oficio de vivir, Seix Barral, Barcelona 1992.
7 L. Giussani, Si ricomincia da uno, op. cit.
8 Ib.
9 Ib.
10 Ib.
11 R. Guardini, Wahrheit des Denkens und Wahrheit des Tuns. Notizen und

Texte 1942-1964, Paderborn-München-Wien-Zürich 1980.


12 L. Giussani, Laico, cioé cristiano, op. cit.
13 Ib.
14 Ib.
15 C. Pavese, op. cit., pág. 148.
16 L. Giussani, Si ricomincia da Uno, op. cit.
17 Ib.
18 Ib.

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EL RENOUVEAU CATÓLICO ALEMÁN Y SU CRISIS


EN LA REFLEXIÓN DE ROMANO GUARDINI

Guardini y el pensamiento católico de los años 20-30. Entre


espera y desencanto
«Un proceso de alcance incalculable ha comenzado: el des-
pertar de la Iglesia en las almas», así iniciaba Guardini su Vom
Sinn der Kirche de 19221. La Iglesia que en aquel momento esta-
ba renaciendo era, según el autor, el «Uno y el Todo»2, que «atrae
hacia sí también las cosas, el mundo entero» y vuelve «a la vaste-
dad cósmica de los primeros siglos y de la Edad Media»3. Una
Iglesia que «no era solamente colectividad, sino comunidad; no
solamente un movimiento religioso, sino vida eclesial; no un
romanticismo espiritual, sino realidad ontológica eclesial»4.
El ímpetu y el entusiasmo que están detrás de estas afirma-
ciones no deben sorprender. Reflejan no sólo la experiencia
del movimiento juvenil Quickborn del que Guardini era pro-
tagonista, sino también el clima de aquel renouveau católico
alemán que, en la Alemania de la primera posguerra —que
asiste a la crisis del protestantismo liberal acarreada por la
derrota de un Estado del que era la ideología oficial— ve, en
el «retorno del exilio»5, nombres merecedores de alta conside-
ración. Entre ellos, Max Scheler, Karl Adam, Reinhold
Schneider, Theodor Haecker, Peter Wust, Erich Przywara,
Romano Guardini6. Scheler era ciertamente la punta de lanza
de este renouveau, verdadero genio filosófico, creativo y bri-
llante al mismo tiempo. Todos le debían algo, desde Haecker
hasta Dietrich von Hildebrand, Paul Ludwig Landsberg,
Przywara, Guardini7. Más allá de Scheler, cuya influencia sigue

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Posmodernidad y cristianismo

siendo en cualquier caso determinante, estaba el particular


clima espiritual que parecía conducir, después de siglos, hacia
un redescubrimiento de la posición católica. Así Erich
Przywara, en Gottgeheimnis der Welt de 1922, vislumbraba en
los tres movimientos fenomenológico-juvenil-litúrgico otros
tantos caminos dirigidos a una experiencia renovada del cris-
tianismo romano. Una confianza análoga se expresaba en Gott.
Fünf Vorträge über das Religionsphilosophische Problem de
1926, donde se consideraba el espíritu del tiempo a la luz de
su orientación «hacia el objeto», en antítesis explícita con el
subjetivismo de tipo kantiano.
Si las esperanzas eran grandes, igualmente ardiente debió
ser, ya a finales de los años veinte, la decepción ante el debili-
tamiento del auspiciado movimiento de «renacimiento». La lle-
gada del Nacionalsocialismo al poder, en 1933, contribuirá,
desde este punto de vista, a cerrar una etapa, confinando a la
Iglesia y a la posición católica a una actitud de «resistencia».
Extraordinariamente significativo es, a este respecto, el prólogo
a la 3ª edición (1933) de Vom Sinn der Kirche, en el que
Guardini reconocía cuán profundamente sus reflexiones «lleva-
ban la impronta de la situación de entonces y cuán largo perío-
do de tiempo son diez años para las ideas pensadas vitalmente.
Algunos de estos pensamientos permanecerán: pertenecen al
conjunto de aquéllos con los que la Iglesia se piensa a sí misma.
Otros pueden conservar todavía el valor de una útil interpreta-
ción de la autoconciencia de la Iglesia. En cuanto al resto, este
ensayo contiene en sí todos los defectos de lo que está ligado
a un momento particular. El comienzo es demasiado simple, la
esperanza manifestada no está fundamentada con profundidad
suficiente sobre la realidad, el aspecto negativo no se tiene en
cuenta en toda su importancia»8.
El renouveau católico evalúa sus límites. Favorecido por una
situación de crisis, había llegado a ser un hecho más bien elitista
que implicaba a parte de la intelligenzia, y en mucha menor
medida a las realidades populares. Por lo demás, también a nivel
intelectual se habían puesto al descubierto algunas grietas. El
abandono de Scheler, en 1922, de la fe católica tenía un valor
emblemático. Al «éxodo» contribuyeron, de manera menos cla-
morosa, figuras como Martin Heidegger y Carl Schmitt, que des-
pués recalaron en el terreno de la «Tercera Fuerza» nacionalso-

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El renouveau católico alemán y su crisis en la reflexión de Romano Guardini

cialista9. Más allá de los «tránsfugas», quedaba el hecho de que la


capacidad de «síntesis» del pensamiento católico se había revela-
do más frágil de lo previsto. Era necesario un fundamento más
sólido. Mientras Karl Barth, por limitarnos a la reflexión teológi-
ca, evolucionaba desde la «teología dialéctica» inicial hacia la
poderosa construcción de su Dogmatik, «la mayor parte de las
vanguardias católicas —escribe Hans Urs von Balthasar— recorría
el camino inverso. Desviándose de la neoescolástica emprendían
viajes de exploración al reino de lo moderno. En las huellas del
brillante Scheler se descubrían las categorías del pensamiento
personal, en las de Husserl se descubría la fenomenología con-
creta también para el hecho religioso, después en las de
Heidegger se descubría la historicidad radical de la existencia
finita. La veneración por Pascal, Kierkegaard, Dostoyevski, así
como por Baudelaire, Nietzsche y Rilke creció hasta tal punto que
estos autores amenazaban con convertirse en modernos padres
de la Iglesia y con imponer su mirada incluso sobre el estudio de
la gran tradición. Y sin embargo este estudio contrario al de Karl
Barth no puede ser considerado como un complemento fecundo,
como la condición para un encuentro afortunado. Se queda
demasiado en el campo literario y en el de la filosofía de la reli-
gión como para poder obtener verdaderos frutos teológicos. Ante
todo este despertar moderno entre 1920 y 1933, examinado más
de cerca, puede considerarse llanamente como una huida de la
teología: de una teología de escuela que ya no gustaba, pero que
no se estaba en condiciones de sustituir por algo de dignidad teo-
lógica comparable»10. El juicio de Balthasar, más allá del contexto
teológico al que hace referencia, también tiene ciertamente un
valor en relación con el pensamiento filosófico del catolicismo
alemán de los años 20.
Estos límites sin duda pesarán. Sería injusto, sin embargo,
atribuirles totalmente las dificultades que el renouveau católico
iba a encontrar. Se puede hablar aquí, en sus inicios, de una
sobrevaloración de sus posibilidades en un contexto, el de la
posguerra, en el que, en medio del colapso general de las fuer-
zas ideales y políticas, sólo la Iglesia romana se imponía como
un punto firme. Cuando el clima cambie, también la centralidad
aparente de la Iglesia católica se redimensionará. De ahí nace-
rá el «desequilibrio» entre un pensamiento que, teniendo como
punto de vista la «totalidad», aspiraba a la conciliación de las

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Posmodernidad y cristianismo

escisiones existentes, y el sujeto eclesial que lo sostenía, que se


descubría siendo una «parte», de hecho cada vez más margina-
da. Por otra parte el mismo impacto entre las nuevas genera-
ciones católicas y el ámbito social se mostrará más frágil de lo
previsto. El mismo Guardini, como bien ha puesto de manifies-
to Gerl, se mostrará notablemente inseguro, indeciso en el jui-
cio histórico-práctico sobre las fuerzas en juego y, por consi-
guiente, titubeante al sacar las consecuencias político-operativas
de la acción pedagógica propia en el seno del movimiento
Quickborn11. Este impasse, para un pensamiento que aspiraba a
ser concreto hasta en sus consecuencias sociales, no era algo
baladí. Es un problema abierto, como observa Heinrich Lutz,
«ver cómo desde esta posición de fondo viva y dialógica deriva
una nueva conciencia de la fe y de la esencia de la Iglesia («el
despertar de la Iglesia en las almas») y cómo el establecimiento
de nuevas relaciones análogas con los diferentes órdenes socia-
les -familia, profesión, Estado- no se logre en absoluto por lo
que respecta al Estado»12.
Esta dificultad viene acompañada por el progresivo eclipse
en Guardini de la reflexión sobre la validez histórica de la expe-
riencia eclesial, problemática central en el ensayo de 1922. En
él «la expresiones más bien entusiastas del comienzo se pierden
bien pronto y desaparecen definitivamente después de la
segunda guerra mundial, desde que la Iglesia vive sólo en ten-
tación y en contradicción»13. El declive del renouveau católico
alemán de los años 20 se puede medir justamente por este
eclipse. Cuando en Der Glaube in der Reflexion (1928) se des-
cribe la fe de los nuevos tiempos, la fe adaptada a la «era de la
técnica», el acento ya recae solamente sobre la decisión y sobre
la simplicidad de la fe personal. «Ya no podemos —escribe
Guardini— realizar la riqueza fontanal y formal de tiempos
anteriores. Nos sentimos pobres frente a la riqueza de la Edad
Media, y pobres frente a la exuberancia casi —diríamos— dio-
nisiaca de la fe del barroco. Pero nosotros amamos nuestra
pobreza. En su austeridad está la pureza del espíritu». Este pro-
ceso de simplificación, de liberación de lo superfluo, está estre-
chamente conectado con la constatación de que «ya no sola-
mente está ‘desencantado’ el mundo natural, sino también el
cristiano». En este «mundo vacío de ilusión y de poesía no
puede vivir una fe romántica, pero sí una fe cristiana. Porque

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El renouveau católico alemán y su crisis en la reflexión de Romano Guardini

ésta puede ella misma ser prosa, y elevarse así aún más en su
sobrenaturalidad».
Der Glaube in der Reflexion constata, pues, que el retorno de
la humanidad a la Iglesia, tal como se había pronosticado en Vom
Sinn der Kirche —retorno favorecido por el espíritu de la
época—, no se había realizado. El proceso de «mundanización»
del mundo no se ha interrumpido. En consecuencia, frente a una
realidad secularizada que vuelve cada vez más obsoleta la tradi-
ción cristiana, la fe está llamada a una «decisión». Requiere «ener-
gía de espíritu, pureza e interioridad de espíritu, coraje, audacia
y perseverancia, orden y disciplina». De este modo puede resur-
gir la fe con renovada energía, en una forma que la hace más
grande respecto a otras épocas. «Más grande precisamente por-
que no cuenta con los innumerables apoyos que la Edad Media
tenía. Una energía de fe que posee en tanto que fe una decisión
equivalente a la que, en el plano del pensamiento, posee la
voluntad moderna de conocimiento, y en el plano del actuar,
conquistar y dominar, posee la técnica moderna».
Lo que más impresiona de estas afirmaciones guardinianas es la
«seriedad» con la que se presenta la fisonomía cristiana; está bajo el
signo de la «decisión», dispuesta para el combate, en una actitud de
«resistencia». El tono lírico del escrito del 22 cede su puesto a un
pathos de la firmeza, figura simétrica a la afirmación de un huma-
nismo de tipo «nietzscheano» en la cultura y en la política de su
tiempo. Esta no es una peculiaridad sólo de Guardini. En los años
entre las dos guerras, otros pensadores en Europa alcanzarán, ante
el desafío del poder y de las ideologías hostiles, una caracterización
similar de la existencia cristiana. Lo podemos reconocer en el últi-
mo Bonhoeffer, de las póstumas Briefe an einen Freund, así como
en el Mounier de L’affrontement chrétien14. A la hora de la «deci-
sión», cuando la elección entre Cristo y los «dioses» vuelve a ser
actual, los corazones están llamados a la firmeza en una adhesión
consciente a lo «esencial». De ahí que Guardini se concentrara, al
mismo tiempo que en el paganismo nazi, en la esencia del cristia-
nismo. Por eso muchos de sus escritos de los años 30 —entre ellos
Das Bild von Jesus dem Christus im Neuen Testament 15 (1936), Der
Herr. Betrachtungen über die Person und das Leben Jesu Christi16
(1937) y Das Wesen des Christentums (1939)— giran en torno a la
«figura» de Cristo17. Sólo recuperando el «centro» era posible la for-
mación de una posición humana capaz de «resistencia», capaz por

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Posmodernidad y cristianismo

consiguiente de romper idealmente el «círculo» por el que el poder


se presentaba como absoluto.
Una producción tal, aun cuando no criticara abiertamente al
régimen, constituía en cualquier caso una clara oposición a éste.
De este modo el Nacionalsocialismo convertirá al «apolítico»
Guardini en una figura política, en un opositor18. Por eso mismo,
le incitará a acentuar las implicaciones políticas ya contenidas en
las Briefe vom Comer See, que se desarrollará, en la segunda pos-
guerra, en los ensayos dedicados al tema del poder que culmi-
nan en Die Macht 19, unos ensayos «que hacen finalmente explí-
cita el alma señaladamente política de todo el mensaje
guardiniano»20. El nazismo, en tercer lugar, iba aclarando a
Guardini cómo el proceso de secularización, pasada su fase del
siglo XIX, se encaminaba ahora hacia una especie de rendición
de cuentas final en la que la alternativa entre cristianismo y
humanismo prometeico se convertía en la cuestión clave. Welt
und Person 21 (1936) expresa la conciencia meditada y dramática
de este conflicto. «El cristianismo —se afirma en un pasaje clave
de la obra— se encuentra ante una decisión extrema. El ‘mundo’
se revela cada vez más completamente. Reino tras reino, incluso
aquéllos que la fe pensaba que eran una reserva inmediata de
Dios, son reabsorbidos por el mundo. Además este mundo se
cierra cada vez más totalmente sobre sí mismo; aparece como
una unidad sustancial, funcional, coherente en sí misma, rica de
significado. No hace mucho tiempo las disposiciones parecían
las siguientes: mundo materialista o espiritualista; mundo segui-
dor del interés, del placer, del poder, o condicionado por la con-
ciencia moral y dispuesto a la superación moral; mundo irreli-
giosamente ‘mundano’ o pío y religioso; mundo puramente
terreno y cerrado a la muerte o consciente de un más allá y con-
dicionado por él; mundo positivista, donde sólo el cálculo y la
técnica tienen valor, o mundo donde existe el entusiasmo reli-
gioso, la fiesta, el misterio, el milagro y demás. La segunda de
las dos alternativas se identificaba sin más con la existencia cris-
tiana. La primera con el mundo sin fe y sin Revelación. Pero
cada vez se hace más clara la falsedad de este modo de pensar.
El mundo se hace cada vez más completo, despliega como suyos
valores cada vez más fuertes que antes se consideraban propie-
dad privada de la existencia cristiana y aparta cada vez más deci-
didamente lo que es cristiano»22.

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El renouveau católico alemán y su crisis en la reflexión de Romano Guardini

El juicio después del 45. El cristianismo entre «decisión»


y «representación»

Con el fin de la guerra y la caída de los regímenes totalitarios


en Occidente esta perspectiva, según Guardini, estaba destinada
a entrar en crisis, pero no a desaparecer inmediatamente. De
hecho, el proceso de secularización no se había detenido. No
obstante, al irse consumiendo progresivamente la base existen-
cial cristiana, también el tiempo de la «aprobación» de los valo-
res cristianos sobre un plano meramente natural tocaba a su fin.
Con ello, sin embargo, también la cohesión perfecta del mundo
debía manifestar su imposibilidad. Es más, el desgaste del huma-
nitarismo moderno es el verdadero factor de novedad destinado
a caracterizar el nuevo tiempo. La «decisión» cristiana estaba lla-
mada a medirse con esta forma concreta del mundo. En Das
Ende der Neuzeit (1950), al final del ensayo, dos titanes parecen
enfrentarse bajo un cielo tenebroso. Por un lado está la «mani-
festación decidida de la existencia no cristiana» que, tras haber-
se «apropiado» en parte de los valores que dependen del cristia-
nismo, experimenta ahora su inevitable disolución. Desde este
punto de vista, destaca Guardini, «cuanto más decididamente
rechaza el no creyente la Revelación y cuanto más consecuente-
mente lo traduce en la práctica, tanto más claramente se verá
qué es el cristianismo. El no creyente debe salir de la niebla de
la laicización. Debe renunciar a ese ‘usufructo’ que, aun negan-
do la Revelación, se apropia de los valores y de las fuerzas que
ésta ha elaborado. Debe vivir honestamente su vida sin Cristo y
sin el Dios que el Cristo ha revelado, y experimentar en qué con-
siste. Ya Nietzsche había advertido que el no-cristiano moderno
no había entendido aún qué significa serlo. Los veinte años
transcurridos nos han dado una idea de ello, y no es más que el
comienzo»23.
Frente a una «decisión» tal, también «la fe cristiana deberá
adquirir nuevo brío. También la fe debe salir de las laicizaciones,
de las analogías, de las medias tintas y de las confusiones»24. Este
proceso se verá favorecido por dos factores. Ante todo está la sim-
plificación de las fuerzas en juego a causa del nihilismo extendido.
Con ello disminuirá «la perplejidad del cristiano en sus relaciones
con la época moderna. En todas sus partes encontraba ideas y
valores cuyo origen cristiano era evidente, y que en cambio se

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Posmodernidad y cristianismo

declaraban de propiedad común. Por todas partes se topaba con


valores esencialmente cristianos, que en cambio se volvían contra
él. ¿Cómo podía tener confianza? Estas ambigüedades iban a
cesar. Los valores cristianos secularizados se iban a considerar
sentimentalismos, y de este modo la atmósfera resultaría purifi-
cada. Llena de hostilidad y peligro, pero limpia y abierta»25. La fe,
en segundo lugar, es provocada a una decisión renovada por el
hecho de que «en el ambiente de la cultura cristiana, los apoyos
de la tradición perderán vigor»26. Por consiguiente, «cuanto más
se afirme de nuevo el cristianismo como algo no espontáneo ni
automático y se distinga decididamente de la concepción domi-
nante no-cristiana de la vida, más emergerá netamente en el
dogma, junto al elemento teórico, el práctico y existencial»27.
Esto no se apunta negativamente, sino en un vínculo de fideli-
dad absoluta que expresa madurez de juicio y libertad de
opción. «Este encuentro —escribe Guardini— entre lo absoluto y
lo personal, entre lo incondicionado y la libertad, hará al cre-
yente capaz de resistir, sin lugar y sin refugio, y de reconocer la
dirección correcta. Le hará capaz de acceder a una relación
directa con Dios, a través de todas las situaciones de violencia y
de peligro, y de seguir siendo una persona viva en la creciente
soledad del mundo futuro, soledad en medio de las masas y de
las organizaciones»28.
El contexto tendencialmente «apocalíptico» que de este modo
se perfila no depende tanto del cuadro general que, incluso en
sus tintas más oscuras, puede entenderse como una manera rea-
lista de entender la situación histórica, cuanto del titán cristiano,
para el cual «la soledad en la fe será tremenda»29. En efecto, si
algo puede objetarse a Das Ende der Neuzeit, es la omisión de la
realidad eclesial. Con ello la dimensión «representativa», es decir,
histórico-concreta de la fe llega a difuminarse en favor de su polo
ético-decisional. Este oscurecimiento no es casual en Guardini.
Indica en él la conciencia de que la tradición, en su aspecto exte-
rior, ya no tiene, en la era de la secularización, la eficacia que
tenía en otros tiempos. Por eso la insistencia en una fe «personal»,
consciente y libre, capaz de resistencia. Al trazar el cuadro de una
situación «final», describe, en cierto sentido, un cristianismo «ini-
cial», confiado en sí mismo y falto todavía de los apoyos de la cul-
tura y el consenso común. Y sin embargo es como si le faltara
esa dimensión «estética» en la que reverbera el atractivo cristiano,

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El renouveau católico alemán y su crisis en la reflexión de Romano Guardini

la única que podría situarlo más allá de la óptica «residual» a la


que le confina una actitud de mera «resistencia». Se puede hablar
aquí, como en general cuando Guardini describe el «tipo huma-
no» capaz de soportar el reto de su tiempo, de una especie de
«especularidad» de la fe, en su perfil existencial, respecto de las
graves consecuencias impuestas por el contexto histórico. Por
esta «dependencia» la fe padece en cambio una especie de «expo-
liación». Se vuelve severa, casi falta de felicidad a la espera de
tiempos más consonantes. El puente que el subjetivismo cristia-
no moderno ha cortado entre interioridad y figura sensible sólo
puede ser tendido por la energía de la decisión.
No obstante, esta perspectiva no debe inducirnos a pensar que
en Guardini el momento ético-decisional conlleve, en su refle-
xión de madurez, la desaparición del estético-representativo. Se
puede hablar de un énfasis, no de una asunción unilateral. Que
esto es así, y no de otra manera, resulta patente en la obra de
1950 —contemporánea por tanto a Das Ende der Neuzeit— Die
Sinne und die religiöse Erkenntnis, en la que Guardini precisa-
mente delinea la relevancia «estética» de la posición cristiana. «En
la historia sagrada —escribe— existe un fenómeno cuyo signifi-
cado en relación con la vida cristiana —a mi modo de ver— ha
pasado mucho tiempo inadvertido, pero que ahora parece aflo-
rar con mayor claridad, y es la epifanía»30. Por ésta se entiende «la
aparición de lo divino en forma sensible»31. Esta «aparición», reve-
lación, es un momento esencial de la dimensión cristiana.
«Estamos inclinados por una antigua costumbre a poner el centro
de gravedad de la Revelación en la doctrina y en el orden moral.
Doctrina y moralidad tienen naturalmente una importancia fun-
damental, pero nos preguntamos si ellas solas pueden expresar
la grandeza de lo que se llama ‘Revelación’»32. De hecho todo el
orden moral tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento se
apoya sobre el hecho de la «presencia» de Dios, del Dios que se
manifiesta a los ojos, a los oídos, al tacto del hombre. «Los con-
ceptos vienen sólo después y elaboran, interpretan, aclaran todo
lo que antes tenía el valor del puro dato»33. Esta «epifanía» alcan-
za su vértice en la figura de Cristo, que no desaparece con su par-
tida, sino que continúa encontrando expresión en los «suyos». «La
imagen de Cristo puede por tanto brillar ya ahora, si el Señor lo
quiere, en aquél que cree, en la expresión de su rostro, en su
actitud y en su modo de actuar. ¿No es esto acaso lo que se mani-

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Posmodernidad y cristianismo

fiesta en el santo, y lo que, en general, se muestra en la existen-


cia de un cristiano provocando en otros el amor o el odio?»34.
El cristiano se convierte así en «representación» viviente de
Cristo, «expresión» visible de una «Presencia». En Die Sinne
Guardini alcanzaba de este modo la enucleación potencial de una
«estética teológica» que será desarrollada después, en forma siste-
mática, por su discípulo berlinés Hans Urs von Balthasar.
Puntualizaciones en esta dirección se encuentran repartidas prác-
ticamente por toda la reflexión guardiniana. Vuelven a aparecer,
referidas a la Iglesia, en su última obra, Die Kirche des Herrn 35
(1965), documentando, una vez más, la profunda continuidad de
su pensamiento. El momento «objetivo», «estético», solamente a
partir del cual se hace posible la «decisión» por la fe, vuelve a
encontrar aquí su rostro concreto. En efecto, «¿quién ejerce, por
así decir, la función de revelar y al mismo tiempo de velar en la
que se verifica la suspensión para la decisión? La Iglesia».
Ella, en el encuentro con la cual es posible «ver, oír, tocar» a
Cristo, es la manifestación de Su figura en la carne de los que Le
pertenecen. En esta pertenencia la realidad de Cristo —y en este
punto Guardini hace propia la reflexión de Kierkegaard— se hace
contemporánea y la decisión se vuelve posible. Por eso es justo afir-
mar «que nosotros tenemos experiencia de Cristo sólo a través de
la Iglesia, y que la decisión de la fe se cumple en relación con ella,
pues sólo ella nos sitúa en la posición de la contemporaneidad» 36.
La relación entre la «estética» y la «dramática», entre la fascinación de
la forma cristiana y la acción que de ella se deriva, relación que Das
Ende der Neuzeit no había puesto de manifiesto, encuentra en el
último escrito guardiniano una articulación precisa.
El ensayo de 1948 Ueber das Wesen des Kunstwerks ofrece ines-
timables indicaciones filosóficas, en orden a definir ulteriormente
la relación entre la estética y la ética. «La estética clásica —escribe
Guardini— afirmaba que el espectador de una tragedia experi-
menta una ‘catarsis’, una purificación. Viviendo la representación
y participando en ella, su espíritu íntimo se vería sacudido y como
depurado, y él mismo podría en cierto sentido comenzar una vida
nueva. Esto que Aristóteles dijo con gran estilo del drama, se
puede decir, de modo y en medida diferentes, de toda verdadera
obra de arte, y en ello se funda la importancia ética del arte» 37. No
reside en una finalidad extrínseca por parte del autor, sino que es
propia de la obra en la medida en que es expresión de algo gran-

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El renouveau católico alemán y su crisis en la reflexión de Romano Guardini

de. En cuanto tal, la obra tiene una influencia ética. El devenir de


una persona humana tiene como meta la imagen de sí mismo que
le ha sido asignada como tarea de sus disposiciones providencia-
les. Entonces, si encuentra una obra de arte que haya alcanzado
una brillante maduración, ésta actúa en su capacidad íntima de
devenir (Werdebereitschaft), fortifica su voluntad de devenir
(Werdewille) y le promete un cumplimiento (Wollendung). De
aquí nace esa confianza (Zuversicht) absolutamente particular que
la verdadera obra de arte concede a quien la recibe y que no tiene
nada que ver con enseñanzas o estímulos doctrinales. Consiste en
el sentimiento inmediato de poder comenzar de nuevo y en la
voluntad de poderlo hacer rectamente»38. La atracción que ejerce
sobre aquel que ve, escucha o toca está estrechamente vinculada
a la belleza que de ella emana. «La belleza no es un ornamento
que se añade, cuando lo demás ya se ha cumplido, sino que per-
tenece a las raíces más profundas. La filosofía medieval enseñó
que es «el esplendor de la verdad». Con ello no se quería reducir
la belleza a una realidad intelectual, sino que se quería decir que
es el signo de una íntima riqueza y felicidad de resultado, algo res-
plandeciente que irradia un ser cuando ha llegado a ser como
debía llegar a ser según su esencia más profunda»39. La manifesta-
ción de la belleza está íntimamente ligada al cumplimiento de la
forma. El platonismo estético de Buenaventura y el actualismo
dinámico de Aristóteles están ambos aquí presentes. Gracias a
ellos el vínculo que une estética y ética se hace pensable. La cir-
cularidad entre los dos momentos no elimina la decisión respon-
sable del acto libre sino que indica la condición trascendental en
un sentido plenamente humano y racional. Si la belleza es, en
efecto, el «esplendor de la verdad», la atracción que ejerce no es
meramente emotivo-irracional, sino que lleva consigo una razo-
nabilidad —la actuación del ente en la forma que le es propia—
que manifiesta sensiblemente.
La vía simbólico-religiosa hacia Dios que Guardini había tra-
zado, tras las huellas de Buenaventura-Scheler, en Die Sinne und
die religiöse Erkenntnis, puede tener entonces no solamente un
valor «residual» para la transformación de la realidad «natural» con
motivo de la construcción técnica del mundo. Puede tener una
validez decisiva justamente en el contexto del mundo «humano»,
en un mundo en el que, al radicalizarse la secularización, «el
amor desaparecerá de la conducta general. Ya no se comprende-

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Posmodernidad y cristianismo

rá, y en esa medida se hará mucho más preciado»40. La experien-


cia del «rostro», lejos de ser una pura analogía para introducir una
visión simbólico-religiosa de la naturaleza, asume un valor prio-
ritario. Ésta, allí donde el rostro sea expresión de una plenitud
reveladora del cumplimiento de una esencia, indica el lugar de
un re-descubrimiento, de una manifestación auténtica del ser en
la heideggeriana medianoche del presente. El juego que obsta-
culiza la decisión de la fe en Das Ende der Neuzeit puede, de este
modo, atenuarse. El pulchrum hace atractivo el bonum e intuiti-
va la comprensión del verum. Todo, en definitiva, depende del
«ver». «Ver —había escrito en Der Herr— es algo distinto de lo que
hace el espejo, que recibe indiferentemente lo que se le presen-
ta. Ver procede de la vida e influye sobre la vida. Ver significa asi-
milar las cosas, someterse a su acción, ser atrapados por ellas»41.
En el «ver» sujeto y objeto, el yo propio y el yo ajeno, son atra-
pados en un círculo, aferrados en una dialéctica que puede ser
de recíproca contradicción pero también, allí donde prevalezca la
fascinación de una humanidad verdadera, de seguimiento e imi-
tación. La «visión» (Anschauung), que estaba ya en el centro en
las primeras reflexiones de Guardini, es así la primera palabra,
pero también la última, de todo el arco de su especulación.

Notas
1 R. Guardini, El sentido de la Iglesia, Ed. Dinor, San Sebastián 1958.
2 Ib.
3 Ib.
4 Ib.
5 P. Wust, «Die Rücker aus dem Exil», en Kölnischen Volkszeitung, mayo

1924.
6 Sobre ese movimiento cf. M. Bendiscioli, «Romano Guardini e la rinascita

cattolica in Germania», introducción a R. Guardini, Lo spirito della liturgia, trad.


it. Brescia 1930, pp. 21-41; Id., «Il movimento culturale cattolico tedesco nel
primo dopoguerra 1918-1934», en W. Spael, La Germania cattolica nel XX seco-
lo 1890-1945, trad. it. Roma 1974, pp. 435-459; P. Tommisen, «Carl Schmitt e il
‘renouveau’ cattolico nella Germania degli anni Venti», en Storia e politica, 4,
1975, pp. 481-500; R. Esposito, «Teologia politica. Modernità e decisione in
Schmitt e Guardini», en Il Centauro, 16, enero-abril 1986, pp. 103-139 (después
en R. Esposito, Categorie dell’impolitico, Bologna 1988, cap. I, «Ai confini
dell’impolitico», pp. 27-72). Justamente Esposito, evidenciando la carencia de un
estudio de conjunto, pone de relieve cómo «sorprende la escasez de trabajos
reconstructores de un área político-cultural rica y significativa como la del cato-
licismo alemán del segundo y tercer decenio del siglo» (ib., p. 119).

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El renouveau católico alemán y su crisis en la reflexión de Romano Guardini

7 Guardini, que en su período de libre docencia en Bonn (1922/1923) entra-

rá a formar parte del «círculo de Scheler», recordará al maestro «con gratitud»,


como «el único que me dijo algo verdaderamente indicativo para mi orientación»
(R. Guardini, Stationen und rückblicke, Würzburg 1965, p. 19), de tal modo que
la relación con él «interiormente nunca se ha roto» (R. Guardini, Apuntes para
una autobiografía, op. cit.). Sobre la relación Guardini-Scheler cf. H. B. Gerl,
Romano Guardini 1885-1968. Leben und Werk, Mainz 1985.
8 R. Guardini, El sentido de la Iglesia, op. cit.
9 Sobre el abandono de la fe católica por parte de Scheler, cf. la puntualiza-

ción crítica de Theodor Haecker en su ensayo Geist und Leben, 1925, en T.


Haecker, Christentum und Kultur, München-Kempten 1927, pp. 240 ss. (una
cita significativa del ensayo en H. B. Gerl, Romano Guardini 1885-1968. Leben
und Werk, op. cit., nota 72). Sobre Heidegger es esclarecedora la carta del
9/11/1919 dirigida a Engelbert Krebs, en B. Casper, «Martin Heidegger und die
Theologische Fakultät Freiburg (1909-1923)», en Freiburger Diözesan Archiv, 32,
1980, p. 541. Dilucidaciones ulteriores sobre las posibles motivaciones de la
elección de Heidegger en H. Ott, Martin Heidegger, Alianza, Madrid 1992. En
cuanto a Schmitt, según Galli, se puede observar «hasta 1917» un «fuerte com-
ponente católico, tanto cultural como político, [...]; en los años veinte prosigue
una cierta cercanía con personalidades del Zentrum y con revistas católicas,
mientras que desde el final de los años veinte en adelante se asiste a una inten-
sificación de la polémica política contra la Iglesia y su expresión partidista (esto
es, el Zentrum), centrada totalmente sobre la temática de la potestas indirecta
[...]; en la práctica, Catolicismo romano [1923] es el último momento de relativa
cercanía política entre Schmitt y la Iglesia» (C. Galli, «Presentación» a C. Schmitt,
Cattolicesimo romano e forma politica, tr. it., Milano 1986, p. 20, nota 32).
10 H. U. von Balthasar, Karl Barth. Darstellung und Deutung seiner Theologie,

Köln/Olten 1951.
11 H. B. Gerl, Romano Guardini 1885-1968. Leben und Werk, op. cit.
12 H. Lutz, Demokratie im Zwielicht. Der Weg der deutschen Katholiken aus

dem Kaiserreich in die Republik 1914-1915, München 1963. Las sugerencias de


Lutz sobre Guardini son pertinentes, siempre que se tengan en cuenta las jus-
tas observaciones hechas a ellas por R. Esposito, «Cattolicesimo e modernità in
Carl Schmitt», en VV. AA., Tradizione e Modernità nel pensiero politico di Carl
Schmitt, Napoli 1987, pp. 121-122.
13 H. U. von Balthasar, Romano Guardini. Reform aus dem Ursprung,

München 1970.
14 Op. cit., pp. 21-84.
15 La imagen de Jesús. El Cristo en el Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid

1967.
16 El Señor, Rialp, Madrid 1965.
17 La determinación exacta de esa «forma» tiene al mismo tiempo un valor teo-

lógico y político. En efecto, en la reducción del carácter a un conjunto de cate-


gorías etico-religiosas está la posibilidad, para el poder, de una manipulación de
la fe. Y sin embargo, por lo que se refiere a la «esencia» del cristianismo «no hay
una determinación abstracta de tal esencia. No hay ninguna doctrina, ninguna
estructura de valores morales, ninguna actitud religiosa u orden de vida que
pueda separarse de la persona de Cristo y que se pueda decir que son la esencia

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Posmodernidad y cristianismo

del cristianismo. El Cristianismo es Él mismo» (R. Guardini, La esencia del cristia-


nismo, Cristiandad, Madrid 1977). De este modo, ni siquiera la definición usual
del cristianismo como «religión del amor» puede satisfacernos. Ésta «no puede sig-
nificar que la existencia cristiana consista en una actitud de fondo psicológica-
mente determinada. No es una estructura lo específicamente cristiano. Cualquier
cosa, cuando se intuye que es estructura, se intuye también que no pertenece a
la esencia del Cristianismo en cuanto tal. Todas las estructuras existen tanto en el
Cristianismo como fuera. Y todas representan una posibilidad para él, pero tam-
bién contra él; una base de la que cae la decisión frente al mensaje cristiano» (R.
Guardini, Mundo y persona, Cristiandad, Madrid 1967. La cursiva es nuestra).
18 Guardini, cuya cátedra en la Universidad de Berlín fue suprimida en enero

de 1939, ya estaba controlado, desde 1936, por observadores de la Gestapo


durante las explicaciones en sus clases (H. B. Gerl, Romano Guardini 1885-
1968. Leben und Werk, op. cit.). Sobre el resultado indirectamente político de
las enseñanzas guardinianas cf. el interesante recuerdo de K. Löwith, Mi vida
en Alemania antes y después de 1933, Visor Distribuciones, Madrid 1993.
19 El Poder, en R. Guardini, Obras, vol. I, Cristiandad, Madrid 1981.
20 R. Esposito, «Teologia politica. Modernità e decisione in Schmitt e

Guardini», op. cit., p. 130. Para el Guardini político cf. L. Watzal, Das Politische
bei Romano Guardini, Percha am Starnberger See 1987; M. Nicoletti, «La politi-
ca tra autorità e coscienza in Romano Guardini» («La política entre autoridad y
conciencia en Romano Guardini»), en VV. AA., La Weltanschauung cristiana di
Romano Guardini, Bologna 1988, pp. 209-227. En un plano más general véase
A. Babolin, «Religione e politica in Romano Guardini», en Archivio di Filosofia,
Padova 1978, pp. 329-354.
21 Op. cit.
22 Op. cit.
23 R. Guardini, El fin de la modernidad, PPC, Madrid 1995.
24 Ib.
25 Ib.
26 Ib.
27 Ib.
28 Ib.
29 Ib.
30 R. Guardini, Los sentidos y el conocimiento religioso, Cristiandad, Madrid

1965.
31 Ib.
32 Ib.
33 Ib.
34 Ib.
35 R. Guardini, Meditaciones teológicas, op. cit.
36 El motivo kierkegaardiano de la «contemporaneidad» de Cristo, mediante

la Iglesia, está ya en La fede nella riflessione, op. cit., p. 313.


37 R. Guardini, Sobre la esencia de la obra de arte, Cristiandad, Madrid 1961.
38 Ib.
39 Ib.
40 R. Guardini, El fin de la modernidad, op. cit.
41 R. Guardini, Il Signore, trad. it., Milano 1949-1964, p. 196.

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REFLEXIONES SOBRE UN NUEVO COMIENZO

«Se han examinado todas las posibilidades de la vida cristiana,


las más serias y las más superficiales, las más exageradas y las
más equilibradas: ha llegado la hora de descubrir algo nuevo». La
frase de Friedrich Nietzsche expresa la percepción general que se
tiene en Europa a finales del siglo pasado y durante el presente:
la idea de que el cristianismo, acabado su camino, se dirige hacia
su fin. El mundo cristiano, tras casi dos mil años de historia, se
estaba disolviendo. «Quien aún habla de religión —decía el filó-
sofo italiano Giovanni Gentile— o es un clerical o es un místico,
es decir, o pertenece a un mundo acabado para siempre o perte-
nece a un mundo diferente del mundo en que todos viven».
Antonio Gramsci concordaba plenamente sobre este punto con el
pensador y filósofo del fascismo. Para Gramsci, en el mundo con-
temporáneo, «todos tienen la vaga intuición de que se equivocan
al hacer del catolicismo una norma de vida, tan es verdad que
nadie se atiene al catolicismo como norma de vida, aunque se
declare católico. Un católico integral, esto es, que aplicase en
cada acto de su vida las normas católicas, parecería un monstruo,
lo cual es, pensándolo bien, la crítica más rigurosa del catolicis-
mo y también la más perentoria».
En el mundo actual ya no se puede vivir el cristianismo: ésta
es la conclusión a la que llegan tanto Nietzsche como Gentile y
Gramsci. Puede sobrevivir, todavía durante algún tiempo, en sus
formas institucionales y culturales, pero no puede presentarse
como una experiencia viva y actual de un acontecimiento real.
Esta experiencia, existencialmente hablando, ya no es posible.

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Posmodernidad y cristianismo

Ésta es la carcoma que destruye a la cristiandad y que hace que


su porvenir esté marcado. En campo cristiano quien captó este
punto con una intensidad y dramaticidad sin igual fue Charles
Péguy: «Da mucho que hablar —escribía en Notre Jeunesse
[Nuestra juventud]— un cierto modernismo intelectual que no
alcanza nunca la forma de una gran herejía, pero que es una
especie de documento de la pobreza de la inteligencia moderna.
Infinitamente peor es el modernismo del corazón; el cristianismo
ya no es en sentido social una religión del substrato, del pueblo,
de un pueblo temporal-eterno, una religión enraizada en lo más
hondo de lo temporal, sino una miserable especie de religión
mejor para gente presumiblemente mejor». La destrucción del
cristianismo no sólo en las elites sino también en el pueblo, en
ese pueblo «que era cristiano en las entrañas y en el corazón», es
el hecho nuevo que marca el tiempo presente.
«Ésta es la novedad. Esto es lo que hay que ver. Todo es acris-
tiano. Perfectamente descristianizado. Esto es, pues, lo que los
eclesiásticos no querrán ver; lo que se negarán a ver; lo que
negarán obstinadamente; esto es lo que muchos católicos al igual
que ellos rechazarán, lo que todos los católicos con ellos y des-
pués de ellos negarán y rechazarán obstinadamente, tan obstina-
damente como ellos».
Obstinación de no querer ver, que tomaba como pretexto los
pecados y la maldad de los tiempos. Mientras tanto, el hecho
absolutamente nuevo, que modificaba radicalmente toda pers-
pectiva respecto al pasado, era «la renuncia de todo el mundo al
cristianismo por entero».
Ahora bien, frente a esta renuncia, las escapatorias del pensa-
miento católico para no tomar nota de la realidad han sido múl-
tiples: desde las corrientes ideológicas y regímenes de derechas
en el período de entreguerras, al americanismo de los años 50-
60, al marxismo de los 70, al occidentalismo de los 80 que pre-
cedió y siguió a la caída de los regímenes del Este en 1989.
Todas estas opciones, en las que hemos ido confiando para
retrasar o impedir el fin de la «cristiandad», y para dar vida a una
fe moribunda, se nos revelan, tras una lectura retrospectiva, como
ilusiones. Es decir, cada una de estas opciones, que en el plano
pragmático y contingente podía ser legítima —para salvaguardar
un espacio de libertad para la Iglesia, en razón del adversario
común, etc.— se han demostrado ilusorias en el momento en que

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Reflexiones sobre un nuevo comienzo

se ha vivido la opción ideológicamente: como respuesta a la pre-


sunta crisis del cristianismo.
Es lo que pasó con el sueño de la «restauración católica» de los
años treinta en los regímenes de derechas en Europa (excluido el
nazismo por su carácter declaradamente pagano). Un sueño que
quizá podía retrasar el proceso de disgregación de las formas
cristianas, pero que, sin embargo, no podía generar ninguna
novedad. Y también con el ideal «carolingio» de la Europa «cris-
tiana» de Adenauer-de Gasperi-Schuman (premisa, más allá de
sus innegables méritos políticos, del american way of life que se
desarrollaría durante los años sesenta, es decir, de ese modelo de
vida que traerá consigo una secularización y descristianización
sin precedentes).
Lo mismo sucedió con el «tercermundismo» evangélico, con-
vertido en «teología de la revolución», que englobó el cristianis-
mo totalmente en el marxismo. Y por último con el occidentalis-
mo católico de los años ochenta que, concebido como solución
de la crisis «moral» de Occidente y fundamento de los derechos
humanos, ha desempeñado realmente un papel político en la
caída de los regímenes del Este, pero del que no podemos decir
que haya hecho lo mismo —a pesar de las ilusiones del post-89—
en cuanto al renacimiento de la fe tanto en el Este como en el
Oeste. A este nivel el prestigio adquirido por la Iglesia (quizá
sería mejor decir que los medios de comunicación le han atribui-
do) se ha demostrado inútil.
En cada una de las cuatro posturas que hemos indicado, el
«proyecto» cristiano —concebido, bien desde un punto de vista
integrista como restauración desde arriba de una «sociedad» cris-
tiana, bien laicamente como creación de una sociedad fundada
en los derechos humanos— se ha superpuesto a la realidad his-
tórica ignorándola, hasta el punto que ha impedido captar aquel
factor que Nietzsche, Gentile, Gramsci y Péguy tenían bien pre-
sente y cuya ausencia hace que todo proyecto «cristiano» sea
vacuo e inconstante: la desaparición del cristianismo como fe
viva y actual.
Algunas grandes figuras de cristianos de este siglo tienen el
mérito de no haberse quedado en la imagen —en la esfera de la
imaginación que tanto gusta a los intelectuales—, sino de haber
tocado la realidad y haberla evocado con fuerza. Entre ellos, ade-
más de Péguy, está Emmanuel Mounier. Mounier, que en 1950

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Posmodernidad y cristianismo

publicará un panfleto titulado Feu la chrétienté [Luz de la cris-


tiandad], escribía ya en 1941, bajo el régimen de Vichy que,
gobernado por el mariscal Pétain, pretendía fundarse en los valo-
res y la tradición católica: «La cristiandad moderna sigue prepa-
rando su muerte: ésta será tan brutal, tan total, que nos dará la
sensación de que el cristianismo ha sido borrado de Europa». Y
en otro punto: «A mi parecer, mientras más examino detenida-
mente la realidad inicial del cristianismo, comparándola con la
realidad presente del cristianismo moderno, más me persuado de
que todos nosotros volveremos a encontrar la verdadera fe sólo
tras una caída tan general de la cristiandad moderna que muchos
pensarán que han llegado al fin del cristianismo. Pero quien sufri-
rá las consecuencias de esta apostasía general no serán las nue-
vas generaciones; quienes llevarán el peso, el día del Juicio, no
serán ellos, sino todos nosotros, los falsos testigos desde hace
más de cuatro siglos». El tono apocalíptico no se explica sola-
mente en el contexto de una Europa que vive la catástrofe de la
guerra, sino también por una impresión «visual» que debía impre-
sionar mucho a Mounier.
No es casual que en L’affrontement chrétien, de 1945, refi-
riéndose a los cristianos, escribiera: «El portero de la historia no
mira sus razones, mira sus rostros». Y añadía: «Estos seres encor-
vados que caminan por la vida de soslayo y cabizbajos, estas
almas desquiciadas, estos calculadores de virtudes, estas víctimas
del domingo, estos tímidos devotos, estos héroes linfáticos, estos
tiernos bebés, estas vírgenes pálidas, estos vasos de tedio, estos
sacos de silogismos, estas sombras de sombras, ¿pueden ser ellos
quizá la vanguardia de Daniel en marcha contra la Bestia? Para
borrar de un golpe tantas imágenes deprimentes bastan diez ros-
tros de monjes perdidos en un monasterio o aquella campesina
española que un día entreví en el más hondo secreto de una igle-
sia toledana, con los brazos abiertos en un gesto soberano, ergui-
da como una reina, mientras arrodillada rezaba. ¿Tenemos, enton-
ces, que rastrear en los monasterios y en las capillas castellanas
para recoger los reflejos mortecinos de un fuego que debe incen-
diar al mundo?»1.
Para Mounier no se trataba de una pregunta retórica. «No hago
una profecía —escribía—. Entreveo una hipótesis que no es un
juego del espíritu. En ese día, que puede que no llegue, como
puede también que esté ya cerca, podremos preguntamos si ha

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Reflexiones sobre un nuevo comienzo

quedado un solo cristiano en el mundo civilizado. Habrá que


buscar en las catacumbas y en la clandestinidad al cristianismo,
una visión nueva de la tradición eterna. Que se plantee la cues-
tión en esos términos trágicos o se plantee gradualmente con
menor evidencia, que nuestro cristianismo perezca en la batalla
o se adormezca lentamente en el bienestar, no escapará al juicio
de la historia».
Podríamos pensar que el pathos de Mounier es algo intrínseco
a su persona, de quien se consideraba discípulo ideal de Péguy.
Sin embargo, nos disuade de semejante impresión la reflexión de
un autor que, distante de Mounier por formación y carácter, saca-
ba conclusiones muy parecidas respecto al destino del cristianis-
mo en el mundo contemporáneo: Romano Guardini.
En 1950 Guardini publica Das Ende der Neuzeit 2 , cuya tesis
consistía en que la época moderna sustancialmente ya había con-
cluido precisamente a causa de la crisis del cristianismo histórico.
La idea, decididamente contracorriente, dado el énfasis con el
cual la posguerra celebraba el reencuentro entre cristianismo e
Ilustración liberal con miras antitotalitarias, presuponía una lectu-
ra exacta del proceso de secularización. Para ella la modernidad,
en sus valores fundamentales, se presentaba como resultado del
humus de la tradición cristiana, pero, sin embargo, se trataba de
un hijo que renegaba de su padre. Según Guardini, la «ambigüe-
dad» de lo moderno estaba en esa doble relación que establecía
con el cristianismo: por una parte lo negaba, o por lo menos con-
sideraba insignificante el contenido de la Revelación; por otra,
presumía que sus fundamentos eran precisamente los valores que
se habían desarrollado bajo la influencia de la fe. Se establece de
esta manera «un doble juego que, por una parte, rechaza la doc-
trina y el orden cristiano de la vida, y, por otra, reivindica para sí
mismo las consecuencias humanas y culturales de esa doctrina.
De ahí la incertidumbre del cristiano en sus relaciones con la
época moderna. En ella veía ideas y valores cuyo origen cristia-
no era evidente, y que, en cambio, eran declarados propiedad
común. Por todas partes encontraba valores esencialmente cris-
tianos, que, en cambio, estaban dirigidos contra él». Ante un
mundo que, a nivel «natural», es «ya cristiano», el creyente, cuan-
do no se le considera superfluo, puede solamente hacer las fun-
ciones de guardián de un orden que otros ya han predispuesto,
guardián de un humanismo cerrado y autosuficiente. Todo esto,

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Posmodernidad y cristianismo

según Guardini, estaba llegando a su conclusión. El proceso de


secularización que había producido la infecundidad de la fe lle-
vaba consigo el fin de la modernidad y con ella el fin del cristia-
nismo «moderno». De esta manera el nudo central de la «desleal-
tad» moderna, la apropiación de los contenidos de la gracia a
nivel de lo natural, podía deshacerse: «Estas ambigüedades aca-
barán. Se considerarán como sentimentalismos los valores cristia-
nos secularizados, y la atmósfera resultará purificada. Llena de
hostilidades y peligros, pero limpia y despejada».
Guardini —es importante subrayarlo— escribía estas cosas en
1950, es decir, en un contexto aún profundamente marcado por
la tradición cristiana y en el que, en el encuentro entre cristianis-
mo y democracia, era legítimo confiar en una renovada presen-
cia de la Iglesia en la nueva Europa. ¿Se puede hablar, como en
los casos de Péguy y Mounier, de pesimismo «visionario»? No, si
tenemos presente los años ochenta, en los que el proceso de
secularización ha realizado al pie de la letra lo que Guardini indi-
caba: la disyunción-oposición entre cristianismo y humanismo
laico y, con ella, la crisis de los dos.
Por otra parte, que lo que Guardini «veía», y antes que él vie-
ron Péguy y Mounier, podía ser captado también por otros lo
prueba el fundador de Comunión y Liberación, monseñor Luigi
Giussani, cuya experiencia educativa, que está en la base de la
génesis del movimiento, data de 1954. En una entrevista concedi-
da en 1976, Giussani declaraba que «la tentativa a partir de la cual
se desarrollaría después CL partió precisamente de la constatación
de que el hecho cristiano y eclesial no era ya para nada una rea-
lidad popular, no era ya un acontecimiento para la gente, sino
solamente un conjunto de preceptos y prácticas rituales. En el
ambiente estudiantil, donde había comenzado mi tarea, ese esta-
do de cosas era ya claro y evidente. Es cierto que, en situaciones
más estrictamente de base, la cosa podía no ser aún tan clamoro-
sa, porque la supervivencia de las viejas formas —mediante el
culto, las fiestas populares y la movilización católica— encubrían
una situación de crisis que, sin embargo, había alcanzado ya el
corazón del catolicismo italiano. Entre los jóvenes estudiantes,
por el contrario, no había posibilidad de equívoco. El hecho que
más me impresionaba era que casi todos eran bautizados, y
muchos de ellos iban a misa todos los domingos; pero en su jor-
nada cotidiana era como si el cristianismo no tuviera ningún

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Reflexiones sobre un nuevo comienzo

espacio, como si perteneciese a otro nivel de la existencia. Un


nivel que no tenía nada que ver con la vida y todos sus apremios
más significativos: con la concepción y el sentimiento de lo real,
con la necesidad de juzgar, de darse cuenta de todo aquello que
enriquece al hombre, le hace llegar a ser más humano y le per-
mite construir su personalidad como centro de relaciones. Con
todas estas realidades la fe no tenía nada que ver; por consi-
guiente, en la práctica, no tenía nada que ver con nada que tuvie-
ra un relieve efectivo en la vida de la persona»3.
El catolicismo tradicional, que era todo lo que quedaba de la
«cristiandad», se demostraba incapaz de colmar la separación
entre la fe y la vida. De lo que no se hablaba, pues se daba como
un presupuesto obvio, era del anuncio del hecho cristiano: «La
esencia del hecho cristiano no constituía una propuesta de vida».
Giussani afronta aquí el mismo problema con el que se habían
enfrentado Péguy, Mounier y Guardini: la cristiandad, despojada
de su contenido, corría el peligro de convertirse en una barrera,
un obstáculo para comprender lo necesario del «renacimiento» del
cristianismo. No solamente la cristiandad europea y atlántica de
los años 50, sino también la posconciliar, dividida entre occiden-
talistas y tercermundistas, entre «derecha» e «izquierda».
Un contraste que, a pesar de las críticas de los progresistas a
la noción de «cristiandad», está en su interior, dentro del mundo
de los «valores» cristianos dado por adquirido, como si fuera una
propiedad «natural» del mundo y no el resultado de la gracia.

Para que el cristianismo acontezca de nuevo


en el mundo pagano

La perspectiva de Giussani es totalmente diferente. Lo


demuestra, con impresionante evidencia, el volumen Un avve-
nimento di vita, cioè una storia, introducido por el cardenal
Joseph Ratzinger. Leyéndolo se percibe claramente lo que puede
significar que el cristianismo acontezca de nuevo en un contex-
to «posmoderno», en el que la cristiandad de verdad ya no exis-
te. La ilusión, que constituyó el presupuesto de la dialéctica
entre conservadores y progresistas en los años 70 y también la
premisa de la postura centrista, que auspiciaba en los 80 una
Europa fundada en los valores cristianos, aquí está totalmente

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Posmodernidad y cristianismo

ausente. Simplemente se constata el fin de un mundo, de una


realidad, de una época donde la homologación cultural ha
disuelto todas las formas de cultura y humanismo anteriores.
Como afirmará Giussani en 1987: «En este contexto humano y
cultural el cristianismo corre el peligro de sobrevivir solamente
como ‘esquema’. Al igual que en las casas de ciertos países de
Oriente existe un rincón dedicado a los antepasados, análoga-
mente entre nosotros sobrevive una estructura organizada de
devoción religiosa que, tolerada como respuesta a quienes sien-
ten una ‘exigencia religiosa’, puede sólo manifestarse de modo
sustancialmente ineficaz en la vida de los hombres. Por esto,
como ha escrito Feuerbach, los testimonios del cristianismo
moderno nos parecen ‘testimonios de una carencia’, porque
dicho cristianismo parece vivir sólo ‘de las limosnas de los siglos
pasados’»4.
Esta nueva realidad constituye para la fe una provocación radi-
cal, en una forma que repite, analógicamente, la condición del
cristianismo naciente en el contexto de un mundo pagano igna-
ro de su mensaje. En un horizonte semejante no aparecen en pri-
mer plano la institución o la tradición cultural, sino la persona.
«Este es el tiempo —declaraba Giussani en 1980— del renaci-
miento de la conciencia personal. Es como si ya no se pudieran
hacer cruzadas o movimientos... Cruzadas organizadas, movi-
mientos organizados. Un movimiento nace precisamente cuando
se reaviva la persona. Es algo impresionante»5.
Es una intuición confirmada por el resultado, negativo para los
católicos, del referéndum (17-18 de mayo de 1981) que legitima-
ba en Italia el aborto. Precisamente mientras los católicos estaban
creando un «Movimiento por la vida» y experimentaban formas
organizativas de resistencia al nuevo curso de los acontecimien-
tos, Giussani afirma: «Bien, este es el momento en que sería her-
moso ser sólo doce en todo el mundo. Es decir: es un momento
en que se vuelve al principio, porque está demostrado que la
mentalidad ya no es cristiana. El cristianismo como presencia
estable, consistente y por ello capaz de ‘tradere’ —tradición,
comunicación— ya no existe»6.
Esta intuición se vuelve tangible para él, tras un viaje a Tierra
Santa en 1986. «Viendo aquellos lugares —afirma— donde sólo
una humanidad viva, aunque determinada embrional y seminal-
mente, pudo arraigar y tener la fuerza de resistir, de comunicar-

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Reflexiones sobre un nuevo comienzo

se y cambiar el mundo, resulta claro que en la vida de la Iglesia


de hoy lo importante es la vivacidad de una fe renovada y no un
poder derivado de una historia, de una institución que se ha afir-
mado o de un conjunto de normas intelectuales y teológicas. Lo
realmente importante es que la vida que comenzó en María y
José, en Juan y Andrés, se vuelva a encender en el corazón de la
gente y arrastre a la multitud hacia un encuentro que incida en la
vida como sucedió en los orígenes del cristianismo»7.
Un «encuentro»: hojeando las páginas del volumen citado, es
éste uno de los motivos que aparece constantemente.
«¿Qué es, en efecto, el cristianismo? ¿Es acaso una doctrina que
se puede aprender en una escuela de religión? ¿Es tal vez una
lista de leyes morales? ¿Es quizás un conjunto de ritos? Todo esto
es secundario, viene después. El cristianismo es un hecho, un
acontecimiento»8.
Esta afirmación, que, como dice el cardenal Ratzinger en la
presentación, «manifiesta la intuición fundamental de la que surge
la obra de Giussani»9, explica lo central del «encuentro» Porque
acontecimiento, precisamente por ser real e histórico, exige que
vayamos a su encuentro. «Lo central de nuestra propuesta —afir-
ma en el 87— es sobre todo el anuncio de un acontecimiento que
ha sucedido, que sorprende a los hombres de la misma manera
que, hace dos mil años, el anuncio de los ángeles sorprendió a
los pobres pastores de Belén. Un acontecimiento que le aconte-
ce, antes de toda consideración, al hombre religioso o no reli-
gioso. Es la percepción de este acontecimiento lo que resucita o
potencia el sentido elemental de dependencia y el núcleo de evi-
dencias originarias que llamamos ‘sentido religioso’»10.
Históricamente, este acontecimiento asume el rostro de quie-
nes Lo reconocen, de quienes Le pertenecen, de tal manera que
la comunidad cristiana es signo y señal real de la Presencia de
Cristo. «La comunidad, amistad entre nosotros —esa emergencia
de la Iglesia que nos ha atrapado— es literalmente el lugar de la
continuidad del Acontecimiento de Cristo —de aquel
Acontecimiento de hace dos mil años, de aquel encuentro con
Simón, con la Samaritana, con Zaqueo. La comunidad es el lugar
de la continuidad de aquella mirada, de aquel toque, de aquel
acento, que nos ha dado un presentimiento de vida nueva, de
una promesa de vida verdadera, y que ha hecho que estemos
juntos. La comunidad es el lugar de la continuidad de Cristo, el

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Posmodernidad y cristianismo

lugar del Acontecimiento de Cristo que nos ha tocado»11. Como


dice repetidamente en otras ocasiones: «El gran Hecho de Su
Presencia emerge corporalmente en una compañía, como ámbito
en el que el Misterio de la Iglesia, lugar propio de la Presencia
de Cristo, nos aferra de manera viva. ‘Corporalmente’ es aquí ana-
lógico, pero la analogía establece, identifica, una verdad real»12.
Es posible ver aquí una diferencia sensible entre la perspecti-
va de Giussani y la de Mounier y Guardini. Estos dos, en la oscu-
ridad provocada por el eclipse del cristianismo, no indican un
lugar de renacimiento. Las páginas finales de Das Ende der
Neuzeit pueden solamente ofrecer la imagen de un «creyente
capaz de resistir, sin lugar y sin refugio», que puede sólo experi-
mentar «la soledad de la fe», que «será tremenda». El horizonte de
Guardini es el de la «resistencia», un horizonte que en Mounier
tiene un sentido revolucionario dirigido utópicamente al futuro.
Frente a la pérdida generalizada de la fe se trata de «resistir», de
conservar la propia identidad, de no dejarse aplastar. Para
Giussani este momento negativo, gracias a la existencia de la
comunidad cristiana en la historia, se supera pasando de la pers-
pectiva de quien es aún cristiano y persevera mientras un mundo
se derrumba a la perspectiva de quien está en el mundo y se
hace, por la gracia, cristiano. Detrás, como es evidente, está el
reconocimiento asombrado y humilde de la fascinación de un tes-
timonio cristiano, personal y comunitario, en un mundo que es,
en cambio, impersonal y fragmentario. Existe la certeza de que
«la emergencia del hombre, la reconquista de la identidad, es
posible no por un razonamiento o una autorreflexión, sino sólo
por un encuentro: el encuentro con una realidad humana viva»13.
Una realidad que es una diferencia cualitativa, una diversidad
que atrae en la medida en que corresponde al corazón del yo.
Por esto «la persona se reencuentra a sí misma en un encuentro
vivo, es decir, encontrándose con una presencia que suscita una
atracción, y la provoca para que reconozca que su ‘corazón’, con
todas sus exigencias, existe. El yo se reencuentra a sí mismo en
el encuentro con una persona que lleva consigo esta afirmación:
¡existe aquello para lo que tu corazón está hecho! Ves, en mí, por
ejemplo, existe»14.
La emergencia del yo, del yo en sus exigencias originarias, en
su corazón, es el resultado del impacto con el «tú», con el rostro
del misterio que brilla por la gracia en el rostro de quienes Le

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Reflexiones sobre un nuevo comienzo

pertenecen. Comprendemos aquí en qué sentido, para Giussani,


el destino de la fe en el panorama contemporáneo pasa por la
persona. Ni las instituciones, ni la cultura, y ni siquiera la comu-
nidad como entidad colectiva pueden ocupar el lugar, en un
mundo poscristiano, de la persuasión de un encuentro personal
que repite el «encuentro evangélico, capaz de reconstruir la vita-
lidad de lo humano, como el encuentro de Cristo con Zaqueo»15.
Ningún pesimismo, pues, por el presente histórico de la fe. Más
bien se vislumbra en las páginas de Giussani el conocimiento
dramático del papel del poder en la sociedad de la homologa-
ción, de ese poder que, en Occidente, no es abiertamente totali-
tario, pero trata, sutilmente, de manipular a la persona «reducién-
dola», reduciendo el horizonte de su deseo, atrofiando su corazón
desarticulado por la inteligencia. Por esto el renacimiento del
deseo, provocado por el encuentro, es el primer gran límite a la
acción devastadora del poder. Por otra parte, es por esto por lo
que el poder tolera menos al cristianismo como Hecho, como
presencia real capaz de provocación. «La fisicidad de Cristo: esto
es exactamente lo que la mentalidad dominante trata de extermi-
nar»16. Es esta una persecución que «no va contra los católicos de
la imagen, sino contra los católicos de la encarnación y de la
misión»17, dirigida no contra los que «cristianamente» buscan un
destino en este mundo, sino contra los que no tienen patria.
Como dirá Giussani en el 82, en un momento en que lo que que-
daba del mundo católico italiano intentaba desesperadamente
reagruparse: «Mientras el cristianismo signifique sostener dialécti-
ca y prácticamente valores cristianos, encontrará espacio y será
acogido en todas partes. Pero cuando el cristianismo es anunciar
en la realidad cotidiana, social e histórica, la Presencia perma-
nente de Dios hecho Uno entre nosotros —Jesucristo presente en
su Iglesia—, objeto de experiencia como la presencia de un
amigo, de un padre, de una madre, horizonte total que plasma la
vida, último amor, centro del modo de ver, concebir y afrontar
toda la realidad, sentido y origen de toda acción, entonces no
tendrá patria»18.

Notas
1 Op. cit.
2 Op. cit.

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Posmodernidad y cristianismo

3 L. Giussani, El movimiento de Comunión y Liberación, op. cit.


4 L. Giussani, Un avvenimento di vita, cioè una storia, Il Sabato, Roma 1990
5 G. Testori-L. Giussani, Il senso della nascita, Milán 1980, pp. 71-72.
6 L. Giussani, op. cit, p. 145.
7 Ib., p. 28
8 Ib., p. 338
9 Ib., p. 9
10 Ib., p. 38
11 Ib., p. 200
12 Ib., p. 245
13 Ib., p. 227
14 Ib., p. 210
15 Ib., p. 214
16 Ib., p. 243
17 Ib., p. 105
18 Ib., p. 162

106
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B. CRISTIANISMO Y PODER. LA ACTUALIDAD


DE AGUSTÍN
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RETORNO A AGUSTÍN

Hace años Baget Bozzo, en el primer capítulo de su Il parti-


to cristiano al potere. La Dc di de Gasperi e di Dossetti 1945-54 1 ,
proponía tres modelos ideales de relación entre la Iglesia y el
poder político que se han sucedido o superpuesto a lo largo del
tiempo. Para el primero, teorizado por el obispo Eusebio de
Cesarea, autor de la Vita y de la Laus del emperador Constantino,
«el estado cristiano es la realización de la dimensión eclesial en
la historia. El poder de Cristo sobre la historia se manifiesta en
el de los príncipes cristianos, los cuales someten con la potestad
pública el mundo a Cristo. La civilización cristiana, es decir, la
incidencia del cristianismo sobre las leyes, sobre las costumbres,
sobre las instituciones, aparece como la dimensión histórica
esencial de la eclesialidad»2.
Para el segundo modelo, el «gelasiano» (del papa Gelasio I), es
la Iglesia la que es directamente y en sí misma la figura histórica
de la potencia de Cristo, mientras que el poder temporal está
sometido a la jeraquía eclesiástica por motivos espirituales. El ter-
cero, por último, es el expresado por Agustín en De civitate Dei,
que Baget Bozzo interpreta como un modelo estructuralmente
conflictivo entre la Iglesia y el poder político. En el curso de los
últimos cien años, según el autor, papas como León XIII, Pío X,
Pío XI se habrían acogido al esquema gelasiano, mientras que
con Pío XII la preferencia habría recaído sobre el agustiniano. En
la posguerra las relaciones entre la Iglesia y la DC oscilarían entre
Gelasio y Eusebio, mientras que sólo tras el Concilio la tipología
agustiniana volvería a ser actual.

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Retorno a Agustín

Ahora bien, sin entrar aquí en la consideración sobre la perti-


nencia o no de las apreciaciones hehas por Baget Bozzo, en todo
caso siempre interesantes, es precisamente sobre la actualidad de
Agustín en la fase posconciliar sobre lo que nos permitimos ade-
lantar nuestra perplejidad. En efecto, como el mismo autor pone
de relieve, el horizonte ideológico que marca buena parte de la
teología posconciliar es una suerte de naturalismo humanista,
optimista y moralista, profundamente diferente de la concepción
histórica de Agustín centrada sobre el conflicto entre el pecado y
la gracia. Gracias a ella Agustín puede formular su visión de las
dos ciudades, la ciudad terrena y la ciudad de Dios, que, en el
horizonte histórico-temporal, son radicalmente distintas y, al
mismo tiempo, están entrelazadas y mezcladas, pues es la gracia
la que marca el límite, límite que el hombre sólo puede re-cono-
cer y no de-finir de una vez para siempre.
En la teología posconciliar, por el contrario, la Iglesia, o mejor,
la vanguardia de los «puros», se ve a menudo como un verdade-
ro sujeto político contrapuesto a la esfera del poder, sea laico o
eclesiástico, que se concibe como el mal, como la esfera de lo
negativo y de la opresión. Irrumpe aquí un escatologismo que,
destruyendo cualquier mediación entendida como «compromiso»,
anhela un «cristianismo evangélico», cuya realización es u-tópica,
es decir, no tiene un lugar concreto en la esfera mundana. Sin
embargo esta Iglesia de los puros, con su consiguiente escatolo-
gismo, no es, como parece pensar Baget, el modelo de Agustín
sino más bien de otro autor cristiano de los primeros siglos:
Orígenes.
En 1971 Joseph Ratzinger publicaba un libro, L’unità delle
nazioni. Una visione dei padri della chiesa 3 , cuyo tema de fondo
era precisamente la comparación entre las concepciones de
Agustín y Orígenes sobre las relaciones entre Iglesia y poder, una
comparación que arrojaba luz sobre su profunda diferencia.
Orígenes se presenta aquí como el prototipo del cristiano revo-
lucionario, para quien la ley de Cristo deslegitima los ordena-
mientos del mundo hasta negarlos.
Por eso los cristianos no pueden asumir cargos políticos, hacer
el servicio militar, etc... «El elemento cristiano se concibe aquí
totalmente en función de la radicalidad del factor escatológico»
hasta tal punto que «Orígenes, sin duda, en la radicalidad de su
ethos revolucionario, se ve empujado a entrar en contacto estre-

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Posmodernidad y cristianismo

cho con los límites de la concepción gnóstica, con su negación


por principio de los ordenamientos naturales»4.
Desde este punto de vista el origenismo aparece como el ante-
cedente de ese hipermoralismo que atraviesa tanta teología pos-
conciliar y que olvida las categorías de pecado y de gracia. Sería
interesante observar, y sólo podemos apuntarlo, cómo este hiper-
moralismo ha permanecido indemne al cambio de mentalidad
que marca el paso de los años 60-70 a los años 80, abandonan-
do su forma de izquierda, filorrevolucionaria y tercermundista, y
desviándose hacia la derecha, en clave filo-occidental.
A consecuencia de la impotencia y del descalabro de las dife-
rentes «teologías de la liberación», tiene lugar un cambio de pers-
pectiva, por el cual se pasa de la lucha contra el poder y el esta-
do a la idea de la reconquista cristiana del estado y de sus
ordenamientos. La Iglesia aparece entonces como la conciencia
de la crisis y el estado (o el partido de los católicos) como cola-
borador en la resolución de la misma. Se pasa de Orígenes a
Gelasio y Eusebio, pero el horizonte moralista permanece intac-
to. El paso sucede como por contragolpe, ya que no se puede
vivir de la nada. Si la cristiandad se ha disuelto y el horizonte no
es el de la vuelta a acontecer de la experiencia cristiana es inevi-
table que la relación con el poder, afrontado bien conflictiva-
mente bien como recurso de salvación, asuma un valor determi-
nante. El poder, al llenar el vacío, es lo que hace ser a una
presencia cristiana, lo que la vuelve «proyectiva», le da espesor y
realidad. El poder necesita de la Iglesia como conciencia moral
de la crisis y la Iglesia necesita del poder para «restaurar» la socie-
dad en crisis. Este intercambio, cuando asume un talante ideoló-
gico, consuma una ilusión no menos grave que la que situaba en
la «conflictividad» la raíz de toda purificación: la ilusión de
Eusebio, que «confunde el universalismo cristiano con el romano»
(Joseph Ratzinger).
Al igual que el origenismo revolucionario no ha podido dete-
ner el proceso de descristianización, tampoco su recaída gelasio-
eusebiana parece surtir mejor efecto. El hecho de que en la
Iglesia actual los conflictos sean menos violentos que en otros
tiempos no es de por sí, en efecto, indicativo de que goce de
buena salud.
Puede ser, por el contrario, signo de un profundo agotamien-
to. En un contexto como éste, la «salida de emergencia» de la vía

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Retorno a Agustín

ética, como terreno sobre el que reconquistar un consenso y una


hegemonía perdidas, adolece cuando menos de falta de realismo.
Y esto también cuando, en una consideración que pretende ser
realista, se convierte en justificación de la unidad de los católicos
en defensa de determinados valores olvidados o negados en
otros contextos. El error, en ese caso, no está en el hecho de que
se defiendan determinados valores, sino en hacer consistir lo
específicamente cristiano en política en la tutela de dos o tres
valores y en hacer depender de su realización la fisonomía cris-
tiana de una sociedad. Tiene lugar así, por parte eclesial, una
sobredeterminación del momento político que, frente a la insig-
nificancia práctica de la fe en la sociedad actual, no puede dejar
de impresionar.
Con distinto significado se presenta la observación del carde-
nal Giovanni Saldarini que, durante la reciente asamblea de la
Conferencia Episcopal italiana, recordando los ejemplos negati-
vos de Francia y España, advertía cómo «si entre nosotros se diera
también una diáspora global de los católicos, ni siquiera tendría-
mos la esperanza de perder con nuestra identidad. Perderíamos
y basta». En este juicio, la unidad de los católicos en política se
muestra más como una modalidad de resistencia a los poderes
fácticos que modelan la sociedad que como instrumento, velei-
doso, de hegemonía social. Con ello nos vemos reconducidos al
marco agustiniano.
En el libro antes citado Ratzinger observa que «para Agustín
los estados y las patrias de la tierra pasan a un segundo plano
porque ha encontrado la ciudad, el estado de Dios y en él la
patria única de todos los hombres. No se consiente el abandono
a ninguna ilusión: todos los estados de la tierra son ‘estados terre-
nos’, también cuando están gobernados por emperadores cristia-
nos y habitados más o menos completamente por ciudadanos
cristianos. Son estados de esta tierra y por tanto ‘terrenos’, y tam-
poco pueden, de hecho, llegar a ser otra cosa. En cuanto tales,
son formas de ordenamiento necesarias en esta época del mundo
y es justo preocuparse de su bien»5.
Frente a estos «estados terrenos» la Iglesia permanece como
«comunidad de extranjeros» hasta el fin de los tiempos. En esto se
hace evidente la «novedad» cristiana. La doctrina agustiniana «de
las dos civitates no pretende ni eclesializar el estado ni estatalizar
la Iglesia, sino que aspira, en medio de los ordenamientos de este

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Posmodernidad y cristianismo

mundo, que siguen y deben seguir siendo ordenamientos mun-


danos, a hacer presente la nueva fuerza de la fe en la unidad de
los hombres en el cuerpo de Cristo, como elemento de transfor-
mación, cuya forma definitiva será creada por Dios mismo cuan-
do esta historia haya alcanzado su fin» (p. 105).
De este modo, mientras que «en Orígenes no se ve bien cómo
puede subsistir este mundo, sino que sólo se aprecia el mandato
de dirigirse hacia la desembocadura escatológica, Agustín cuenta
con permanencia de la situación actual, que considera tan apro-
piada para esta época del mundo que desea una renovación del
imperio romano. Pero sigue fiel al pensamiento escatológico en
tanto que considera todo este mundo como una entidad efímera
y por ello no trata de conferirle una constitución cristiana, sino
que deja que sea mundo, que debe intentar conseguir con su
lucha su propio ordenamiento relativo. En esta medida incluso su
cristianismo, que se ha vuelto conscientemente legal, sigue sien-
do, en un sentido último, ‘revolucionario’, porque no puede con-
siderarse idéntico a ningún estado»6.
Si esta es la posición agustiniana, una posición indudable-
mente original respecto de las versiones integristas o laicistas que
normalmente estamos habituados a tratar, podemos preguntarnos
dónde encontramos, en la Iglesia de hoy, una perspectiva de este
tipo de forma consciente y explícita. Sin duda en el reciente libro
de Luigi Giussani Un avvenimento di vita, cioè una storia 7 . En las
páginas del texto los juicios sobre la relación entre cristianismo y
poder parecen duros, chocantes para una sensibilidad como la
nuestra, educada durante décadas en concebir la democracia
como un lugar pacificador de los conflictos. Para Giussani, por el
contrario, «tanto el estado absoluto de matriz hegeliana como el
estado social radical de nuestros días acaban asumiendo e inter-
pretando todos los motivos de estima, honor, esperanza y guía de
los hombres de hoy. Así el cristiano se encuentra afirmando su
derecho a la existencia —ya como mera posibilidad, ya como sig-
nificado— frente a un estado que no es en absoluto menos ene-
migo de lo que lo era el imperio romano de los primeros siglos»8.
Es la figura del poder, más allá de las formas institucionales, en
especial del poder tal como emerge históricamente en la moder-
nidad, lo que se muestra hostil. La alternativa no reside, sin
embargo, en un estado confesional. «El concepto de estado con-
fesional nunca es justo. Aun cuando sólo hubiera una persona

112
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Retorno a Agustín

que tuviese una conciencia distinta, merecería el máximo respe-


to y libertad»9. El ideal de Eusebio de Cesarea se ve con esto ter-
minantemente refutado. Como igualmente se refuta cualquier
integrismo de derechas: «También la Action française nacionalis-
ta de Charles Maurras, a principios de siglo, quería reformar el
mundo en nombre de valores cristianos, pero no era fe. La fe es
sólo esto: la apertura enérgica a una presencia, a la presencia de
Cristo»10.
Este rechazo no conduce, como en Orígenes, a una demoni-
zación del poder y de sus ordenamientos. Como para Agustín,
también para Giussani la actitud realista implica, a la vez, una
adhesión a la realidad, no una huida de ella. «El cristiano no teme
al poder. Es más, (...) debería desearlo para poder hacer más fácil
el camino que cada hombre emprende para realizar su propio
destino»11. Con esto queda claro que «precisamente el cristiano,
frente a cualquier poder, será siempre un luchador por la liber-
tad de la persona»12.
La dialéctica entre Iglesia y poder mundano permanece abier-
ta, no se resuelve. No se puede pretender solucionar dando una
fisonomía cristiana a los estados. Lo que cuenta, según el autor,
es que el cristianismo vuelva a suceder como una presencia. El
escrito programático de 1976, contenido en el libro, confronta
«presencia» y «utopía».
La «presencia» no es el triunfo de un proyecto, sino lo contra-
rio del proyecto; presencia es estar en el mundo con un rostro
nuevo, el descubrimiento de una amistad y un afecto diferentes,
presencia es el ser en el que la gracia se manifiesta. En este sen-
tido la «presencia» es distinta de la utopía, distinta del moralismo.
Con el término «presencia» se entiende lo específicamente cristia-
no, esa «creación nueva» que sólo la gracia puede obrar. «No exis-
te —escribe Giussani— palabra más bella que ésta: ‘gracia’, que
implica una riqueza sin fin, con una movilidad y una fantasía sin
posibilidad de límite, y donde todo es por amor; por amor al des-
tino del otro»13.
Esta gracia «sucede», por ella el cristianismo se vuelve «aconte-
cimiento», que puede manifestarse «nuevo» hoy como hace dos
mil años, que se convierte en «presencia». El corazón de la pro-
puesta de Giussani, por tanto, gira no en torno al «sentido reli-
gioso» —el «corazón inquieto» de Agustín— sino en torno al pri-
mado de la gracia, a la fascinación insuperable que proviene de

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Posmodernidad y cristianismo

ella cuando se ve y se reconoce en la carne de un hombre, cuan-


do se sorprende en una mirada. «El corazón de nuestra propues-
ta —afirmará en 1987— es en realidad el anuncio de un aconte-
cimiento que ha sucedido, que sorprende a los hombres del
mismo modo que, hace dos mil años, el anuncio de los ángeles
en Belén sorprendió a unos pobres pastores. Un acontecimiento
que sucede, antes de toda consideración sobre el hombre reli-
gioso o no religioso. Es la percepción de este acontecimiento lo
que resucita o potencia el sentido elemental de dependencia y el
núcleo de evidencias originarias al que damos el nombre de ‘sen-
tido religioso’»14.
Si la gracia es anterior, y es anterior como realidad nueva, ros-
tros distintos con los que nos encontramos, la coincidencia con
la perspectiva agustiniana de las dos civitates es evidente. Lo que
separa la Civitas Dei de la Civitas mundi, en efecto, no es el pri-
mado de la ética sino de la gracia, el reconocimiento o no de la
acción de la gracia en la historia. Es este primado de la gracia lo
que vuelve a los que participan de ella «otros», «diferentes», «extra-
ños» al mundo, lo que les vuelve «extranjeros».
Como para Agustín, la Iglesia es aquí una «comunidad de
extranjeros» dentro de los «estados terrenos». No una comunidad
de «almas hermosas». Oscilaremos con ello entre el quietismo
cínico de quien abandona el mundo a su destino y el moralismo
presuntuoso del escatologismo de Orígenes. Una comunidad
ciertamente «carnal», pero cuyo fin no es una hegemonía, sino
hacer presente, en la historia, un acontecimiento de gracia. En
este sentido la «novedad no es la vanguardia, sino el Resto de
Israel, la unidad de aquéllos para los que lo que ha sucedido es
todo»15. Una unidad así «no tiene patria». No obstante, una vez
más, no es que «no tenga lugar», no es u-topía. Es en una histo-
ria donde sucede una unidad como ésta, o mejor, en una histo-
ria particular. «Si yo no me hubiera encontrado con monseñor
Corti en primero de bachillerato —escribe Giussani—, si no
hubiera escuchado las pocas clases de italiano de monseñor
Giovanni Colombo, si no me hubiera encontrado con chicos que
ante lo que oía y decía abrían los ojos como ante una sorpresa
tan inesperada como grata, si no hubiera empezado a verme con
ellos, si yo no hubiera tenido esta compañía, y si tú no hubieras
encontrado esta compañía, entonces Cristo, para mí como para ti,
habría sido una palabra, objeto de frases teológicas o, en el mejor

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Retorno a Agustín

de los casos, reclamo para una afectividad pietista, genérica y


confusa, que se concreta solamente como temor de los pecados,
es decir, como moralismo»16.
El encuentro con una historia particular en la que se revela,
por gracia, el significado de la vida: esto es, según el autor, el
cristianismo. Allí donde esta «historia particular» falta, es inevita-
ble que, en terreno cristiano, se instaure un círculo vicioso entre
la impotencia, que genera frustración, y veleidad de poder con
miras a ocultar el desierto de fe en el que crece el hombre de
hoy. De este modo, cuanto más u-topía, «sin lugar», es el cristia-
nismo, más le urge el deseo de tener una «patria», de ser re-cono-
cido como parte del mundo. De este modo se ha perdido la dis-
tinción agustiniana por la que, según el cardenal Ratzinger, en la
ciudad de Dios «Dios precede a la ‘civitas’, mientras en la ciudad
terrena la ‘civitas’ precede a sus dioses». Ahora, convenientemen-
te depurado de todo «imprevisto», de toda gracia de hecho consi-
derada superflua, reducido a cultura ética universal, también el
cristianismo puede entrar a formar parte del panteón de valores
con los que la ciudad terrena se glorifica a sí misma.

Notas
1 G. Baget Bozzo, Il partito cristiano al potere, Vallecchi 1974, 2 vols.
2 Ib., vol. I, p. 15.
3 J. Ratzinger, La unidad de las naciones. Una visión de los Padres de la

Iglesia, FAX, Madrid 1977.


4 Ib., p. 60.
5 Ib., p. 96.
6 Ib., pp. 107-108.
7 Op. cit.
8 Ib., p. 35.
9 Ib., p. 43.
10 Ib., p. 171.
11 Ib., p. 44.
12 Ib., p. 45.
13 Ib., p. 49.
14 Ib., p. 38.
15 Ib., p. 133.
16 Ib., p. 181.

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LA CIUDAD DE DIOS, ES DECIR, EL LUGAR DE LA GRACIA

Es interesante notar cómo la actualidad presente de Agustín


coincide con la inactualidad de la versión medieval de su pensa-
miento, con el definitivo ocaso de aquel agustinismo político que
dio legitimidad a la teoría de la supremacía del poder papal sobre
el imperial en la controversia que va desde Gregorio VII hasta
Bonifacio VIII. Los estudios realizados en los últimos decenios
sobre la obra del obispo de Hipona, desde los de Reinhold
Niebuhr a los de Étienne Gilson, Sergio Cotta, Joseph Ratzinger,
por citar sólo algunos1, llevan a cabo una revalorización de la
postura agustiniana, particularmente de la expresada en el De
civitate Dei 2 , a la vez que una crítica del agustinismo político
medieval. Los resultados de estos estudios pueden sintetizarse de
la siguiente manera: para Agustín el dualismo entre las dos civi-
tates, la «ciudad de Dios» y la «ciudad terrenal», no se identifica
con el conflicto entre Iglesia y Estado. «La ciudad de Dios, res-
plandeciente con sus murallas adamantinas, es la meta sobrena-
tural del creyente; con san Agustín, se hace realizable en esta
vida. Sus ciudadanos son todos los justos. El conflicto deja de ser
cristianos contra romanos, Iglesia contra Imperio, provinciales
contra el gobierno, y pasa a la interioridad de las conciencias»3.
En segundo lugar, el modelo agustiniano se diversifica tanto de
la escatología potencialmente revolucionaria de Orígenes, que
contesta la legimitidad de las normas y leyes del Estado por no
ser conformes a los dictámenes evangélicos, como de la teocra-
cia política de Eusebio de Cesarea, que, al identificar el univer-
salismo cristiano con el romano, sienta las bases ideológicas

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La ciudad de Dios, es decir, el lugar de la gracia

sobre las que Bizancio fundará su imperio «cristiano»4. En tercer


lugar, esta doble distinción de Orígenes y de Eusebio permite ver
el modelo descrito en el De civitate Dei como absolutamente no
teocrático, y esto a pesar de que Agustín en la controversia dona-
tista da a entender, en particular en su Carta 93 dirigida al obis-
po Vicente, un posible uso en este sentido. Es este «uso» lo que
explica la historia del «agustinismo político», por lo que, como
explica perfectamente Gilson, «en sus sucesores se afirmó una
tendencia doble y complementaria. Por un lado, al olvidar éstos
la visión apocalíptica de la Jerusalén celeste redujeron la Ciudad
de Dios a la Iglesia, que en la auténtica perspectiva agustiniana
era sólo la parte ‘peregrina’, que obra en el tiempo reclutando
ciudadanos para la eternidad. Por otro, se afirmó cada vez más la
tendencia a confundir la ciudad terrenal de Agustín —ciudad mís-
tica de la perdición— con la ciudad temporal y política. Desde
este momento el problema de las dos ciudades se convierte en el
problema de los dos poderes, el espiritual de los papas y el tem-
poral de los Estados o de los príncipes»5.
Ahora bien, en la salida de este encajonamiento y en cómo se
delinean los tres puntos indicados arriba está, como dije, la actua-
lidad presente de la postura agustiniana. Vuelve de nuevo a ser
comprensible en todo su valor el significado de la civitas Dei
como lugar de la gracia. Esta percepción resulta clara en el ocaso
de la identificación entre naturaleza y gracia que Romano
Guardini, en Das Ende der Neuzeit, define la «deslealtad moder-
na», la indebida apropiación de contenidos y valores que sólo la
presencia y la acción de lo sobrenatural puede mantener vivos y
auténticos. Y resulta clara también porque desaparece la identifi-
cación entre ciudad ideal y ciudad política que distingue tanto el
sueño teocrático medieval como, en un orden diferente, la uto-
pía moderna, cuyo modelo surge, a finales de la Edad Media, gra-
cias a la secularización de la noción de «edad del Espíritu» tal y
como la afirma la teología de la historia de Joaquín de Fiore6.
La comprensión de la peculiaridad agustiniana lleva la refle-
xión sobre el cristianismo a una situación que precede a la Edad
Media, a la condición de la Iglesia de los comienzos. Agustín,
como escribe Ratzinger, «tomó prácticamente como base la situa-
ción de la Iglesia de las catacumbas cuando proyectó su especi-
ficación de la relación entre Iglesia y Estado. La Iglesia no apare-
ce todavía como elemento activo de esta relación, la idea de una

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Posmodernidad y cristianismo

cristianización del Estado y del mundo no pertenece absoluta-


mente a los puntos programáticos de san Agustín»7. Esto, sin
embargo, no significa indiferencia por el mundo y, en particular,
por la res publica; antes bien, significa que «su doctrina de las dos
civitates no mira ni a eclesializar el Estado ni a estatalizar la
Iglesia, sino que en medio de las leyes de este mundo, que son
y han de seguir siendo leyes mundanas, aspira a hacer presente
la nueva fuerza de la fe en la unidad de los hombres en el cuer-
po de Cristo, como elemento de transformación, cuya forma per-
fecta será creada por Dios mismo, una vez que esta historia haya
alcanzado su fin»8. De este modo Agustín no se preocupa de ela-
borar una constitución cristiana del mundo, la idea de una «cris-
tiandad». «Aquí no está permitido abandonarse a ninguna ilusión:
todos los Estados de esta tierra son ‘Estados terrenales’ incluso
cuando los rigen emperadores cristianos, son Estados de esta tie-
rra y por tanto ‘terrenales’, y ni siquiera pueden convertirse de
hecho en algo diferente. En cuanto tales son formas de legisla-
ción necesaria de esta época del mundo y es justo preocuparse
por su bien»9.
Está claro que un planteamiento semejante atrae la atención
en un momento en que el ideal que ha caracterizado al catolicis-
mo posbélico, el de una «nueva cristiandad», ulterior y diferente
de la medieval, da señales inequívocas de consumición y des-
gaste. Apenas se trata del cambio de una versión excesivamente
optimista del elemento político —de la democracia como natu-
raliter cristiana— a una más pesimista; desde una perspectiva
confiadamente iusnaturalista a otra embebida de Realpolitik, de
Tomás de Aquino a Agustín visto como precursor de Maquiavelo
y Hobbes10. Si la actualidad de Agustín dependiera simplemente
de esto, su contemporaneidad coincidiría con el revés que ha
sufrido la presencia de los católicos en la política, con el aban-
dono de un testimonio ideal en el ámbito de lo público. Frente
al «agustinismo medieval» tendríamos, pues, el agustinismo espi-
ritualista como clave de la derrota del catolicismo político de los
últimos decenios. En realidad, volver a san Agustín puede tener
un significado real y no meramente ideológico solamente si esto
permite una crítica a la determinación excesiva del momento
político, el valor de admitir la imperfección sin elevarla a ideal y,
juntamente, la conciencia de la diferencia de la civitas Dei res-
pecto a la res publica. Agustín lleva esta diferencia hasta el punto

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La ciudad de Dios, es decir, el lugar de la gracia

de magnificar abiertamente las virtudes cívicas que hicieron gran-


de a Roma: «Mostrando, por medio de la opulencia y la gloria del
Imperio Romano, todo lo que pueden dar las virtudes cívicas,
incluso separadas de la verdadera religión, Dios pretendía
demostrar que ésta hace a los hombres ciudadanos de otra ciu-
dad, donde la verdad es reina, la caridad, ley, y cuya duración es
eterna». La nueva ciudad creada por la gracia, que vive en sus
habitantes mezclada con la ciudad terrenal, no necesita, para
mostrarse, el naufragio de las virtudes «naturales»; aunque, en rea-
lidad, esto es lo que generalmente sucede.
La «vuelta a san Agustín» coincide con el hecho de que somos
conscientes de que nuestro tiempo, donde por tantos aspectos
vuelve a ser actual de nuevo la condición del cristianismo de los
orígenes, es más que nunca el tiempo de la «gracia», el tiempo de
los «encuentros» en los que, como describe Gustave Bardy en su
espléndido libro La conversion au Christianisme durant les pre-
miers siècles11, mediante testimonios vivos y profundos se hace
posible el milagro de un cambio. El tiempo, por tanto, de una
comunidad cristiana que sabe que «no tiene patria», «comunidad
de extranjeros, que acepta y usa las realidades terrenas, pero que
en ellas no está en su casa»12; de una civitas que, fuera de la ima-
gen clerical de fortaleza asediada, desgastada por el conflicto con
el poder, sabe percibir la condición de los comienzos: «cristianis-
mo que sigue pensando cara a los espacios ilimitados de las gen-
tes y que tiene todavía la esperanza de la salvación del mundo»13.

Notas
1 R. Niebuhr, Christian Realism and Political Problems, Nueva York 1953

(sobre Niebuhr, estudioso de Agustín, cf. G. Dessì, Niebuhr. Antropología cris-


tiana e democrazia, Roma 1993); M. Borghesi, «Cristianismo e democrazia in
Reinhold Niebuhr», en Il Nuovo Areopago, 1, 1994 pp. 31-42; E. Gilson, Les méta-
morphoses de la cité de Dieu, París 1952; S. Cotta, La città politica di
sant’Agostino, Milán 1960; J. Ratzinger, Volk und Haus Gottes in Augustinus
Lehre von der Kirche, Ismaning 1971; J. Ratzinger, La unidad de las naciones,
op. cit.
2 San Agustín, La ciudad de Dios, CSIC, Madrid 1993.
3 L. Storoni Mazzolani, Sant’Agostino e i pagani, Palermo 1987, pp. 93-94.
4 Para esta distinción y, en particular, para la diferencia entre Orígenes y

Agustín, cf. J. Ratzinger, op. cit.


5 E. Gilson, op. cit.
6 Cf. A. Crocco, «Il superamento del dualismo agostiniano nella concezione

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Posmodernidad y cristianismo

della storia di Gioacchino da Fiore», en AA. VV., L’età dello Spirito e la fine del
tempi in Gioacchino da Fiore e nel gioachinismo medievale, S. Giovanni in
Fiore, 1986, pp. 143-161. Sobre la diferencia entre el modelo agustiniano, que
presupone las dos civitates, y el joaquinista, que lleva a la unificación de Iglesia
y sociedad en una única ciudad, cf. M. Borghesi, «L’età dello Spirito e la meta-
morfosis della città di Dio», en Il Nuovo Areopago, 4 1994, pp. 5-27 (todo el
número, con artículos de J.-R. Armogathe, G. Contri, C. Dalmasso, N. Grassi, M.
Vallicelli, está dedicado a la comparación entre Joaquín de Fiore y Agustín).
Sobre la secularización de la tercera edad joaquinista, cf. H. de Lubac, La pos-
teridad espiritual de Joaquín de Fiore, 2 vol. Ediciones Encuentro, Madrid 1989.
Sobre la transformación de la ciudad de Dios agustiniana a lo largo de la época
moderna véase É. Gilson, op. cit.
7 J. Ratzinger, Volk und Haus Gottes in Augustinus Lehre von der Kirche, op.

cit.
8 J. Ratzinger, La unidad de las naciones, op. cit.
9 Ib.
10 En esta línea se sitúa la revalorización de Agustín realizada por R.

Esposito, Nove pensieri sulla politica, Bolonia 1993.


11 Op. cit.
12 Ratzinger, op. cit.
13 H. U. von Balthasar, Rechenschaft, Einsiedeln 1965.

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LA CRISIS DEL CATOLICISMO POLÍTICO


EN AUGUSTO DEL NOCE

El análisis del problema político de los católicos constituye un


aspecto esencial de la reflexión de del Noce, el auténtico hilo
conductor que permite situar en su justa perspectiva la produc-
ción filosófica del autor. En efecto, fue una preocupación cons-
tante de del Noce el intentar aclarar las condiciones ideales de
una presencia de los católicos en la sociedad que no estuviera
subordinada, en el plano ideológico y práctico, a posiciones dis-
tintas y opuestas, de modo, por consiguiente, que no resultara
disuelta en el impacto con la historia, en particular con la histo-
ria «contemporánea». Con este fin ha dado muestras de un pen-
samiento que, por su amplitud y profundidad de análisis, por las
perspectivas que abre, no tiene comparación en el contexto cul-
tural de la Italia contemporánea1.

Del Noce, «pensador solitario»

A pesar de esto, es un hecho que justamente a causa de este


pensamiento del Noce ha experimentado una condición de sole-
dad profunda, condición que ha disminuido sólo en los últimos
quince años de su vida a raíz de su encuentro con el movimien-
to de Comunión y Liberación. Hasta ese momento la caracteriza-
ción de del Noce como un «pensador solitario» no tiene un valor
meramente retórico2. Esto es lo que puede deducirse de una larga
entrevista aparecida en 30 Giorni (abril de 1984), en la que,
haciendo un recorrido por las etapas principales de su existencia,
parecía confirmar precisamente esta imagen de sí mismo.

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Posmodernidad y cristianismo

«Solitario» ante todo por su formación cultural, especialmente la


filosófica3. En un tiempo —los años 30— en el que en Italia la
hegemonía del idealismo de Gentile era casi total él escoge a sus
interlocutores y maestros en el ámbito del pensamiento católico
francés, convirtiéndose, idealmente, en «un alumno ‘privado’ de
la Sorbona». Ya en esto se perfila una trayectoria distinta de la de
gran parte de la intelligenzia italiana. Su distancia respecto del
actualismo idealista se traduce después —y esto constituye un
segundo factor de soledad— en el rechazo del régimen cuyo
componente ideológico esencial era el idealismo: el fascismo. En
los años 30 del Noce llega —caso raro entre los católicos de
entonces, que a lo sumo eran a-fascistas pero no propiamente
antifascistas— a una clara oposición ideal al fascismo. En tanto
que católico, en el Turín de aquel momento donde el antifascis-
mo encontraba su referente casi único en las ideas de Gobetti y
en el movimiento «Justicia y libertad», va a encontrarse en una
posición singular. Es uno de los primeros lectores italianos, en
1936, de Humanisme intégral de Jacques Maritain, que lee direc-
tamente en francés y que le interesará mucho más que el «primer»
Maritain que entonces circulaba por Italia. A partir de los prime-
ros años 40, se acerca a un cristianismo de izquierda en estrecho
diálogo con Felice Balbo y Franco Rodano.
Cuando su rumbo parece ya claro tiene lugar, en cambio, una
ruptura que vuelve a poner todo en discusión. Ruptura no sólo
con las posiciones católico-comunistas, sino con el mismo anti-
fascismo en la interpretación ideológica que venía dándole la
Resistencia. En virtud de ésta se perdía el significado más pro-
fundo del «antifascismo» como «no violencia» que tanto apreciaba
del Noce. «Fue como la traición de un enamoramiento», afirmará
en la entrevista concedida a 30 Giorni. Lo que él pensaba enton-
ces se documenta con claridad en un artículo suyo del 45 en el
que afirmaba: «El posfascismo debe ser no un fascismo en senti-
do contrario (antifascismo), sino lo contrario del fascismo (por
tanto libertad y no violencia)»4. Ésta es una indicación de método
que permanecerá siempre en él. No es suficiente que una posi-
ción sea «anti», opuesta a otra, para ser libre.
Todo lo que se define en función del adversario, lo que es
«reacción» frente a él, es también dependencia. Está claro que una
perspectiva como ésta, en la Italia del post-45, no podía ser ni
comprendida, ni mucho menos aceptada. Se clarifica así la «pecu-

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La crisis del catolicismo político en Augusto del Noce

liaridad» de la posición de del Noce, su «paradoja». Rompe ideal-


mente con el antifascismo —sin por ello atenuar en lo más míni-
mo su «no» al fascismo— durante la Resistencia, es decir, durante
el período en el cual muchos fascistas, ante la crisis y el declive
del régimen, se vuelven antifascistas. Es como si se encontrase, al
menos aparentemente, siempre en campo equivocado, en el
campo que no le permite recoger los frutos de su posición pre-
cedente; cuando ésta sube al poder él se encuentra en el otro
lado y por tanto necesariamente aislado. La percepción reflexiva
de este hecho, sostenida por un testimonio firme y digno, le hace
dolorosamente consciente de constituir una excepción. Escribe
en una nota de su diario: «He intentado durante toda mi vida (74
años y ya veinte días) rechazar toda complicidad con el mal, evi-
tando con todo, por razones religiosas y por ninguna de otra
naturaleza, la vía del suicidio. Por eso en los años veinte fui un
antifascista absolutamente decidido, y por ello condenado a la
autodestrucción, que no me había adherido a ninguno de los
movimientos que entonces existían (los comunistas, el grupo de
Ginzburg o también el de Capitini); y la autodestrucción aumen-
tó cuando me separé del antifascismo.
El rechazo de la complicidad con el mal coincidía para mí con
la ‘huida sin fin’ ante lo que me parecía que era el mal, la des-
trucción progresiva de lo que quedaba del Sacrum Imperium. La
fidelidad al compromiso del agosto de 1916, antes de que yo
comenzase el colegio»5.
En la posguerra la percepción de esta condición de soledad
iba a confirmarse a partir de su crítica hacia las posiciones que se
habían erigido en garantes y auténticas intérpretes del antifascis-
mo: la laicista del Partido de Acción y la gramsciana del PCI.
Frente a ellas, según del Noce, la debilidad cultural de la posi-
ción católica era evidente. Los años que transcurren del 45 al 55
representan en Italia, al igual que en parte de Europa, una oca-
sión propicia para la Iglesia. La profunda crisis representada por
la guerra y por la caída de los regímenes totalitarios volvía a
poner en primer plano una exigencia religiosa, marcadamente
cristiana, bajo las formas más variadas.
Sin embargo, ante esta demanda, que reclamaba una presen-
cia cristiana madura capaz de operar en el interior del nuevo con-
texto político caracterizado por los ordenamientos democráticos,
la respuesta, más allá de las buenas intenciones, se revelaba ina-

123
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Posmodernidad y cristianismo

decuada. Mientras la intelligenzia católica pecaba de abstracción,


desatenta a la problemática social y política y a sus reflejos sobre
la experiencia cristiana, la DC, por su parte, se mostraba mucho
más concreta y «realista», pero también extremadamente pobre
en su nivel de conciencia ideal. De ahí vendrá su oscilamiento,
que con el tiempo se volverá cada vez más significativo, entre
un laicismo de hecho y un clericalismo en sus relaciones con la
institución eclesiástica. En un artículo de 1970 dedicado a
Giacomo Noventa, del Noce observa cómo la DC «por ausencia
de revisión ideal, ha atenuado, además constantemente, su
carácter católico y ha aumentado su carácter clerical. Ya no se
habla de principios más que alguna vez en términos retóricos, y
en cualquier caso en un discurso que debe reducirse al mínimo,
mientras que la política efectiva se desarrolla en términos de téc-
nicas sociológicas o de estrategias. Y si clericalismo significa
politización del clero, que coincide con la debilidad de la reli-
gión y con la pérdida de la autoridad moral del mismo clero,
quizás nunca se haya presentado el fenómeno de forma tan
acentuada y religiosamente tan peligrosa; [...]. De esto resulta
que, desde el punto de vista religioso, hoy es más necesario que
nunca un anticlericalismo de tipo dantesco»6. Del Noce derriba-
ba así la perspectiva propia de la praxis democristiana: no lai-
cismo + clericalismo, sino «laicidad» de la política, es decir, asun-
ción consciente de los riesgos de la política por parte de laicos
y, al mismo tiempo, conciencia de qué papel juega también en
ella la relevancia histórica de la fe.
Este intercambio de papeles y de acentos no era casual:
ponía en evidencia no sólo la falta de testimonios cristianos
adecuados sino, más radicalmente, la imposición de una posi-
ción cultural que impedía que esos testimonios, donde los
había, se dieran a conocer. El límite residía, según del Noce, en
una particular interpretación de la historia contemporánea que,
surgida en un contexto laico, se asumía acríticamente por parte
de los católicos. Para ella, la historia europea del siglo XIX es la
representación del enfrentamiento entre fuerzas progresistas y
fuerzas reaccionarias, entre moderno y antimoderno, fascismo y
antifascismo, en último término, entre bien y mal. En esta lec-
tura de tipo ilustrado, expresada en Italia por el Partido de
Acción y por la cultura accionista, la Iglesia católica, como fenó-
meno «antimoderno», se asociaba con el fascismo en un juicio

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La crisis del catolicismo político en Augusto del Noce

condenatorio. Su compromiso con el fascismo de 1929 demos-


traría su afinidad a éste, su vocación totalitaria y antiliberal.
Aceptada esta perspectiva por los católicos, aun con algunas
distinciones, no podía no comportar una visión de tipo autojus-
tificativo, motivando un claro complejo de inferioridad. El dere-
cho a formar parte de la «modernidad» pasaba entonces para
ellos por rechazo de un tipo de Iglesia, la que arranca de la
Contrarreforma en adelante, cerrada al diálogo con el mundo
moderno y por tanto aliada potencial de las fuerzas «reacciona-
rias». Pasaba también por la distinción entre católicos «integris-
tas» y católicos «progresistas», antifascistas y democráticos los
segundos, tendencialmente fascistas y antidemocráticos los pri-
meros. Pasaba por último por una justificación de la Democracia
Cristiana no como partido de católicos que expresan su identi-
dad dentro de un marco democrático, sino como partido que
debe garantizar la asimilación por parte de los católicos, siem-
pre tentados de nostalgias reaccionarias, del método democráti-
co, laico de por sí y, en tanto que sistema de reglas, neutral. En
un marco así diseñado el enemigo «interno» sustituye al externo
y todas las energías y los esfuerzos del pensamiento y de la pra-
xis católicas acaban concentrándose en la lucha contra la tenta-
ción antimoderna que volvería a emerger continuamente en el
seno del catolicismo.
El límite de una interpretación como ésta, según del Noce,
reside en el hecho de que acepta acríticamente una lectura neoi-
lustrada de la historia contemporánea, olvidando la lección del
pensamiento católico tradicional, recogida plenamente en las
grandes encíclicas pontificias del siglo XIX, según la cual el mal
radical de nuestro tiempo no reside en un fenómeno localizado,
el fascismo, sino en el proceso de secularización, es decir, en ese
proceso de destrucción del Dios cristiano en el corazón del hom-
bre europeo, del que el fascismo, al igual que el nazismo y el
comunismo, es «una» de sus posibles expresiones. En la formación
del pensamiento de Mussolini, hacía notar del Noce, se puede
encontrar más de un filón del pensamiento laico pero ninguno
proveniente del católico. En este sentido el fascismo fue un error
de la cultura y no contra la cultura (como quería Benedetto
Croce), de esa cultura «moderna», laica e inmanentista que carac-
teriza a la Italia post-unitaria. Los ensayos, agudos y profundos,
que del Noce dedicó a quien fue el máximo pensador italiano

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Posmodernidad y cristianismo

entre las dos guerras y, al mismo tiempo, máximo intérprete del


fascismo, Giovanni Gentile (Appunti sul primo Gentile e la gene-
si dell’attualismo; Gentile e la poligonia giobertiana; L’idea di
risorgimento come categoria filosofica in Giovanni Gentile),
muestran una clara continuidad, un hilo conductor que enlaza la
«ideología italiana» en sus fases pre-fascista, fascista y post-fas-
cista7. Era entonces esa ideología, marcada por un «no» decidido
al catolicismo, la que debía justificarse, y no el pensamiento
católico, ajeno de por sí a la génesis y a la formación del fascis-
mo. La incomprensión de este punto capital por parte de los
católicos no solamente permitía que la cultura laica se auto-
absolviese, sino que producía en ellos, precisamente en el
momento en que accedían al poder político, una evidente subor-
dinación cultural.

El juicio sobre de Gasperi, la sociedad opulenta, la secularización

Si ésta es la perspectiva, debe decirse que el juicio de del


Noce sobre la DC se articula de manera diferente a lo largo del
tiempo, y no sólo en relación con la política democristiana y sus
líderes, sino también, sobre todo, en relación a su adecuación o
no respecto a las transformaciones introducidas por el proceso de
secularización.
En la posguerra, incluida toda la década de los 50, el del
Noce «político» se sitúa en posiciones degasperianas. Se puede
decir que se precia de aparecer como el intérprete ideal de de
Gasperi, como el teórico de las motivaciones ideológicas que
están detrás del pragmatismo degasperiano. Del Noce compar-
te con el gran líder el encuentro entre el catolicismo político y
la mejor parte de la tradición liberal, la clara oposición al
comunismo. Este juicio íntegramente positivo sobre de Gasperi
y su política se mantiene intacto hasta 1963, año en que lo
impugna en la larga ponencia que ofreció en el III Convenio
de Estudios de la DC (S. Pellegrino Terme), con el título «Il pro-
blema ideologico nella politica dei cattolici italiani». Con todo,
en diciembre de 1963, en un comentario a un artículo ya apa-
recido en Il Mulino, «L’intuizione di de Gasperi», julio de 1957,
escribe: «No quiero pasar con esto a una mitificación de la posi-
ción de de Gasperi, que repetiría puntualmente la mitificación

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La crisis del catolicismo político en Augusto del Noce

de Giollitti llevada a cabo por Croce (...). También él era un


‘utópico del pasado’, y creía que justamente por eso era realis-
ta. Confiaba en una directa continuidad con la realidad históri-
ca prefascista, que se obtendría a través de la eliminación en
ella de ese contraste entre ‘güelfos’ y ‘gibelinos’ (¡qué términos
más arcaicos!) que habría producido el fascismo (cuando los
orígenes del fascismo son completamente distintos, si bien
supo insertarse en aquel contraste y utilizarlo para sus fines).
Anhelaba, en resumen, el retorno a aquella ‘edad de las distin-
ciones’, cuya imposibilidad creo haber demostrado en mi
ponencia de S. Pellegrino. Es necesario distinguir por tanto en
el degasperismo dos caras; y la identificación de su momento
positivo no puede no ir acompañada de la anulación de otros
aspectos»8.
La «edad de las distinciones», a la que del Noce hace aquí
referencia, es el período descrito por Croce en su Storia d’Italia
dal 1871 al 1915 en el que la distinción entre política, filosofía
y religión era férrea. Sin embargo, en una época, la actual, en
la que las diferentes políticas expresan otras tantas «visiones del
mundo», esta diferenciación no puede mantenerse en los térmi-
nos acuñados por la tradición liberal. Como afirmará en S.
Pellegrino: «En la historia contemporánea la política no es algo
‘distinto’, fuera de lo cual habría un arte fundamental apolítico,
y también una moral, una religión, etc..., y la relación entre polí-
tica y religión se agotaría en las relaciones jurídicas entre el
Estado y la Iglesia». Una «distinción» así mantiene en el plano
formal, mientras subsiste en una nación un patrimonio ético
común, una identidad de valores en la que laicos y católicos
pueden concordar. Esto es lo que sucedió en Italia bajo de
Gasperi, en el período de la reconstrucción. Un período agita-
do por grandes tensiones ideales en el que los valores cristia-
nos, ampliamente reconocidos por todos —tanto que Croce
podía escribir su Perché non possiamo non dirci «cristiani»—,
constituyen un claro terreno de entendimiento más allá de per-
tenencias y opciones ideológicas. Pues bien, aquel período,
cuando del Noce expresa su juicio sobre de Gasperi en 1963,
tocaba ya a su fin.
El proceso de secularización, no previsto por la DC ni por la
intelligenzia católica, iba desgarrando aquel tejido común que
también hacía posible una política. Escribirá en 1986: «Si hoy se

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Posmodernidad y cristianismo

pudiese pensar en la existencia de una moral común en la que


convergieran creyentes y no creyentes, y las divergencias entre
los partidos, en el horizonte de esta moral común, estuvieran
limitadas a las propuestas de los medios más idóneos para la ele-
vación de las masas populares, la DC sería un partido plenamen-
te adecuado. Por lo demás, la convergencia en una misma moral
de católicos, liberales, socialdemócratas, republicanos, ¿no era la
idea base del centrismo degasperiano? Pero aunque en de
Gasperi admiremos la unidad entre la capacidad del estadista, la
fe religiosa y la alta moralidad, no creo que podamos afirmar que
fuera especialmente sensible a lo que se movía en el subsuelo de
las conciencias europeas y que después explotó. El margen de
moral común se ha reducido hoy en extremo: más que de moral
se debería hablar de sociología. En pocas palabras, en la socie-
dad presente se debería hablar de una absolutización del
momento económico, en el que tienden a desaparecer las nocio-
nes de bien y de mal y se sustituyen por las de éxito y fracaso.
Se está formando la sociedad más desacralizada que la historia ha
conocido jamás»9.
Ahora bien, el partido de los católicos, a causa del límite cul-
tural arriba indicado, venía a ser en cierta medida corresponsable
de este proceso. La interpretación de la historia contemporánea
leída unívocamente a partir del conflicto democracia-totalitarismo,
fascismo-antifascismo, conducía en efecto a minusvalorar y a con-
siderar marginal la dimensión religiosa del conflicto. Para del
Noce, en cambio, como afirmaba en S. Pellegrino, «los términos a
escala mundial de la contienda política actual no son simplemen-
te los de concepción autoritaria y concepción democrática, sino
los de teísmo y ateísmo políticos, siendo éste un término que
define con mayor rigor lo que comúnmente se denomina comu-
nismo». La demostración de esta tesis está confiada a los ensayos,
densos y penetrantes, recogidos en Il problema dell’ateismo, en
los que se reconoce por una parte la «potencia filosófica» del mar-
xismo, de la conexión orgánica que Marx establece entre ateísmo
y revolución; por otra, el resultado totalitario consecuencia de
este ateísmo político que representa, a la vez, el triunfo histórico
del marxismo, en el Este europeo, y su caída, como retractación
de su promesa de liberación10.
La falta de reconocimiento, por parte de la DC, de la esencia
propia del comunismo se reflejaba en el modo equivocado en

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La crisis del catolicismo político en Augusto del Noce

que se afrontaba. La ilusión estaba en pensar que para su extin-


ción sería suficiente la simple difusión del bienestar. No se repa-
raba de este modo, según del Noce, en que la consolidación de
la «sociedad opulenta» eliminaba, efectivamente, la miseria, pero
al mismo tiempo iba dando lugar a una extrañeza y soledad entre
los hombres que no existía anteriormente. «Debido a esta coinci-
dencia entre la abolición de la miseria y la extensión de la alie-
nación, la sociedad opulenta se encuentra minada en su interior
por una literatura de la alienación que la presenta como invivible
y necesitada de una transformación, y por consiguiente ejerce de
hecho una función procomunista» (S. Pellegrino 1963). No sólo,
por tanto, el medio (la sociedad opulenta) no era adecuado para
el fin (la extinción del comunismo), sino que aquélla, como
sociedad burguesa en estado puro, provocaba también la disolu-
ción completa de los presupuestos religiosos sobre los que se
basaba la misma cultura de la DC. En efecto, «la sociedad opu-
lenta combate el comunismo bajo su aspecto de religión más bien
que bajo el de ateísmo (...) aun cuando, en razón del adversario
común, se sirve de la cooperación de fuerzas religiosas e incluso
concede el gobierno de ciertos Estados a los representantes polí-
ticos de estas fuerzas» (S. Pellegrino 1963).
El límite cultural de los católicos se pagaba ahora con la ins-
trumentalización del catolicismo político para una construcción
social que hacía extraña y obsoleta la realidad cristiana. Este pro-
ceso de «extrañamiento» no era fruto de un proceso cruento, de
una lucha abierta contra el cristianismo, sino de una crítica indi-
recta, sutil, que actuaba sobre los presupuestos antropológicos de
la fe. En dos artículos de 1973, aparecidos en Il Giornale d’Italia
(31/8-1/9; 5/9-6/9) y dedicados a «La pace religiosa», del Noce
interpretaba la situación con gran agudeza. «Occidente —escri-
be—, a partir de 1960, conoce el máximo de la persecución
incruenta de la religión» hasta tal punto que «se ajusta a la reali-
dad de hoy el término ‘guerra religiosa fría’». Ante este hecho «es
extraordinario observar cómo incluso hombres de indudable cul-
tura aseveran que no existe persecución porque falta la coacción
física y, aparentemente, también la moral. Hay que responder
que la persecución contra la religión no puede ser realmente efi-
caz si no deja al sujeto la impresión de haber elegido libremen-
te. Es lo que ya había comprendido perfectamente el emperador
Juliano el Apóstata. La verdadera persecución contra la religión

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Posmodernidad y cristianismo

debe por eso apoyarse sobre la ‘persuasión’; a saber, sobre una


persuasión separada de la ‘evidencia’», esto es, separada de la
idea de verdad, de tal modo que la misma distinción entre «per-
suasión» y «violencia» se hace imposible. Se ilumina así «el carác-
ter verdaderamente nuevo de la situación actual», en la cual «la
persecución psicológica de la religión se ha vuelto inseparable de
la persecución de la razón».
En un artículo una década posterior, del Noce citaba, para
confirmar la extinción indolora del cristianismo en el mundo con-
temporáneo, una frase de Gramsci: «Todos tienen la vaga intui-
ción de que haciendo del cristianismo una norma de vida se
equivocan, tanto es así que nadie se atiene al catolicismo como
norma de vida, aun declarándose católico. Un católico íntegro, es
decir, que aplicase en cada acto de su vida las normas católicas,
parecería un monstruo, lo que constituye, a nuestro juicio, la crí-
tica más rigurosa del catolicismo y la más perentoria». Las pala-
bras de Gramsci, según del Noce, se veían «verificadas por la
forma del proceso de descristianización de los últimos decenios,
que se ha producido sin odio anticristiano. El cristianismo pare-
cía condenado no por la ciencia, sino por la historia. Se concede
que ha sido verdadero (en el sentido historicista de la verdad) en
períodos pasados de la historia; hoy ya no lo es. La historia, en
cuyo desarrollo ha tenido una función esencial, lo ha sobrepasa-
do. La vida de los católicos, incluso de los que están más since-
ramente convencidos de serlo, está dividida en dos; está confi-
nada a la esfera de lo privado, cuyos límites se estrechan cada
vez más; los católicos no son tales porque no pueden serlo, en
cuanto sujetos activos de la historia»11. Esta imposibilidad de
actuar, de estar presentes como católicos dentro de la historia,
depende de «la actitud que llamaría separatista que se expresa en
varias formas y que no depende de la ausencia de fervor religio-
so, sino de una interpretación de la historia. Separatismo que a
menudo se pretende superar, pero no se consigue».
Una vez más es una posición cultural equivocada la que, más
allá de las intenciones, impide una praxis cristiana efectiva. Las
interpretaciones de la historia circulantes en el seno del catolicis-
mo actual, según del Noce, pueden reducirse sustancialmente a
tres. La primera, minoritaria, de la «utopía arqueológica», proce-
dente de una idealización romántica de la Edad Media, que, sin
embargo, dada su impracticabilidad concreta, se ve obligada a

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La crisis del catolicismo político en Augusto del Noce

vivir en una suerte de ocultamiento. La segunda, inversión exac-


ta de la tradicionalista, viene dada por la «utopía del futuro» pro-
pia de la posición progresista que acepta como totalmente posi-
tivo el proceso de secularización moderno. La tercera, por último,
la más difundida, que en nombre del pragmatismo y de la «desi-
deologización de la política» se mueve en un separatismo de
hecho, a partir de un silencio sobre el fin último, en nombre de
pretendidos «valores comunes». En las tres posiciones se lleva a
cabo, bien a partir de una tendencia antimoderna, bien moder-
nista, bien de compromiso, una profunda separación entre fe y
razón, fe e historia, naturaleza y gracia, ésta sí típica de buena
parte del cristianismo moderno.
Del Noce, que concebía la relación entre cristianismo y
modernidad no en términos de antítesis sino de desafío —su
ideal era Rosmini—, había investigado en un texto fundamental,
Riforma cattolica e filosofia moderna 12, el surgimiento del sepa-
ratismo en el primer gran filósofo moderno: Descartes. «La defi-
nición exacta del separatismo cartesiano —escribe— es el pro-
blema central del pensamiento católico contemporáneo» (p. 427).
Esta definición contempla el pensamiento cartesiano como agus-
tinismo sumado a pelagianismo, es decir, como la unión —a pri-
mera vista paradójica dada la oposición entre S. Agustín y
Pelagio— de un agustinismo de la interioridad, privado de la gra-
cia, con un naturalismo de hecho, en el que ya no hay huella de
pecado. De ahí viene una separación entre las almas y los cuer-
pos, entre lo interno y lo externo, entre una concepción espiri-
tualista y una mundana de lo real, a la que se pliega gran parte
del cristianismo moderno.

El encuentro con Comunión y Liberación. Del Noce y Pasolini

En la década 1965-1975 el fin ideal y político del cuadro


degasperiano juntamente con la consolidación, en el seno de la
Iglesia, de un catolicismo «progresista», hacen aún más evidente
la «soledad» de del Noce. El progresismo católico en Italia, al aco-
ger acríticamente la visión neoilustrada de la historia contempo-
ránea arriba indicada, se movía en una postura defensiva, auto-
justificativa, que impedía de hecho una encontrabilidad real del
cristianismo. En una conferencia ofrecida en 1968 del Noce afir-

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Posmodernidad y cristianismo

ma en este sentido: «Confirmada la raíz religiosa de los conflictos


contemporáneos, nuestro tiempo puede definirse como una
época de conversión. Los progresistas católicos hacen de la apo-
logética el centro de su pensamiento, al igual que el resto tradi-
cional de los modernistas; pero sucede que la forma modernista
de apologética bloquea las conversiones religiosas en vez de apo-
yarlas, cuando no conlleva además, y esto sucede muy a menu-
do, conversiones en sentido inverso»13.
En realidad un juicio de este tipo, que presupone una visión
«metapolítica» de la historia contemporánea y, al mismo tiempo,
una clara posición cristiana en el mundo, no podía ser compren-
dido. Significativamente, tras la ponencia sobre «El problema polí-
tico de los católicos», ofrecida en Lucca en abril de 1967 en el
Convenio de Estudios de la DC, hay que acudir hasta el II
Convenio nacional para enseñantes promovido por el
Movimiento Popular, que tuvo lugar en Rímini en agosto de 1976,
para volver a encontrar a del Noce, con un lúcido análisis dedi-
cado a «La pedagogía de la secularización y el conflicto de las cul-
turas», en una comparecencia «pública»14. La ocasión de Rímini no
es casual. En efecto, a partir de este período de tiempo tiene
lugar el encuentro entre del Noce y Comunión y Liberación. Un
encuentro marcado, desde el principio, por una gran esperanza,
por la intuición de que algo nuevo ha acontecido en el panora-
ma eclesial, cultural y político de Italia.
En una entrevista concedida a Walter Tobagi y publicada en el
Corriere della sera15, del Noce citaba hasta tres veces el nombre
de CL como signo de una gran esperanza, aun cuando, como se
percibe en las respuestas, no tenía todavía claros algunos aspec-
tos de esta experiencia. En efecto, hay un progreso en la com-
prensión que del Noce tiene de Comunión y Liberación. Es como
si con el paso de los años y la consolidación de una relación de
amistad él fuera intuyendo cada vez más cuál es el corazón que
está realmente en el centro de esa experiencia. En 1986 escribe
en Il Sabato: «Para CL la crisis es crisis de secularización»16, enten-
diendo con ello la peculiaridad de CL y, al mismo tiempo, su
punto de encuentro con esa realidad. «Si —añadía— tratara de
condensar en una fórmula el rasgo esencial de CL, hablaría a este
respecto de un ‘desencanto de la revolución’, que no viene acom-
pañada sin embargo por una adhesión a la mentalidad burguesa».
Todo lo dicho hasta aquí encuentra ulterior explicación en un

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La crisis del catolicismo político en Augusto del Noce

artículo, de nuevo en Il Sabato, del 17/9/1988. CL, se afirma en


él, crece simultáneamente «con la mayor expansión de la descris-
tianización que se ha conocido en la historia de Italia». Esta des-
cristianización no debe confundirse con el anticlericalismo, que es
«un fenómeno de otro tiempo», ni tampoco con la ausencia de
«interés religioso, pues por el contrario es grande la atención
hacia las ciencias ocultas, la magia, la gnosis, el misticismo hete-
rodoxo y las religiones orientales». Ni siquiera debe confundirse
con un ateísmo declarado, «y esto, paradójicamente, precisamen-
te por la falta de fe». Se trata más bien de indiferencia, de una
indiferencia ligada a un juicio histórico por el cual el cristianismo
se presenta ante el hombre de hoy como un hecho del pasado no
repetible en el presente. Para CL, por el contrario, son las ideolo-
gías modernas las que están marcadas por una crisis irreversible.
En este sentido son ellas las que constituyen el «pasado». Por
eso, según del Noce, «su punto de partida [de CL] es la consta-
tación de la heterogeneidad de los fines a los que han estado
sometidos los grandes ideales revolucionarios del siglo XIX». Una
consecuencia fundamental de esta perspectiva, como él mismo
declarará en una conversación con Angelo Bolaffi, es que «sólo
CL es realmente ajena al despliegue accionista que ha regido cul-
tural y políticamente en el post-fascismo»17. En uno de sus artí-
culos de los últimos tiempos llegará a decir que para CL «no se
trata de defender un pasado» sino «del cristianismo encontrado
en el presente»18, una afirmación ésta que hecha por él, tan aten-
to a la defensa de los valores desaparecidos de la tradición,
sonaba nueva y significativa. Lo es que la relación entre del
Noce y Comunión y Liberación no pueda establecerse en un
único sentido; hay como una ósmosis mutua, un enriquecimien-
to recíproco que se consolida en el signo de una amistad y una
estima profundas.
La relación con CL significaba para del Noce la irrupción de
una positividad capaz de modificar la perspectiva de fondo, ya
no dirigida simplemente a la recuperación de la virtualidad del
pasado, sino capaz de delinear el futuro a partir del presente.
Paralelamente iba a menos esa imagen, falsa e inauténtica, de
del Noce como el de Maistre católico de nuestro tiempo, es decir,
como un pensador ciertamente grande, pero conservador, vuelto
hacia el mundo del ayer, y por tanto un pensador al que arrin-
conar en una esquina e ignorar. Por el contrario, del Noce, en lo

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Posmodernidad y cristianismo

que se ha definido como su «segunda juventud», iba ocupando


cada vez más, en la conciencia de la Italia contemporánea, el
puesto libre desde la muerte de Pier Paolo Pasolini. Él mismo era,
en cierta medida, consciente de ello. En febrero de 1975 anota-
ba: «Las cosas que decía Pasolini eran verdaderamente justas: el
ascenso a partir de los años 60 del ‘poder real’ y la derrota rela-
tiva de los políticos. Comenzaba el totalitarismo (...). La nueva
elite ya definida. Los instrumentos negros y los instrumentos rojos
(...). El terrorismo negro, instrumento de la consolidación fascis-
ta convertido en totalitario bajo la máscara de la permisividad. La
continuidad fascismo-antifascismo. El problema de ese totalita-
rismo que el fascismo no consiguió realizar porque se encontró
delante la vieja Iglesia»19. Se enumeraban de este modo todos los
temas que hacían actual la reflexión de Pasolini y que del Noce
asumía como propios. En Pasolini encontraba sobre todo la idea
del «fin de los dos mundos», el católico y el comunista, paralela-
mente a la consolidación de ese nuevo poder, consumista y tec-
nocrático, que se sirve de los sujetos en crisis, vaciándolos de
toda consistencia ideal. En el artículo de Il Sabato antes citado,
del Noce situaba en el 12 de marzo de 1974, día del triunfo en el
referéndum sobre el divorcio, el punto de inflexión que cierra
idealmente un período histórico. «Esa fecha —escribirá— ha mar-
cado el fin de la esperanza en una nueva civilización cristiana,
para la que el partido de los católicos debería haber sido instru-
mento; ha desmentido lo que había sido la esperanza del 48. A
partir de ahora la DC deberá aún representar, como mucho, una
relativa defensa de esas pocas costumbres católicas que todavía
quedan en Italia; y de hecho ha perdido la conciencia de la
defensa que debe ejercer contra el nuevo poder (ese nuevo poder
del que hablaba Pasolini). Ésta es la paradoja: que Pasolini como
intérprete del presente se ha manifestado mucho más ‘católico’ y
capaz de comprender el valor de la pasada filosofía de la histo-
ria católica, que la mayor parte de los dirigentes autorizados del
pensamiento político de los católicos».
En el plano concreto el error de los impulsores del referéndum
—más allá de las intenciones y de la indiscutible nobleza de sus
figuras— fue, según del Noce, el haber minusvalorado la inci-
dencia efectiva de la secularización al presentar su posición como
plenamente «laica». De este modo «se aceptó la perspectiva de la
distinción de ambos planos», sin llegar a ver que «la indisolubili-

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La crisis del catolicismo político en Augusto del Noce

dad del matrimonio tiene sentido dentro de una metafísica reli-


giosa y no se la puede considerar un valor civil autónomo como
se hizo entonces». La posición de del Noce sobre esta materia, tal
como resulta de diversos artículos publicados en el Giornale
d’Italia, partía de la consideración de dos tipos de unión. «Aparte
de ciertas diferencias de lenguaje, la propuesta coincidía con la
de Andreotti sobre el doble estatuto».

Las batallas de los últimos años

Los últimos años de la vida de Augusto del Noce fueron para


él años de fuertes compromisos y de grandes batallas ideales. En
el 81 se encuentra en primera línea entre los llamados «externos»
cuya tarea era «recomponer» la Democracia Cristiana. Senador de
la DC, no es reelegido en el 83 a causa de un colegio electoral a
él asignado sin duda no favorable a su partido. A mediados de
los años 80, desde las columnas de Il Sabato, del Noce se dedica
a realizar una crítica profunda a la secretaría de de Mita, cuyo
planteamiento neoilustrado llevaba a la DC a ser, inevitablemen-
te, instrumento de la «nueva burguesía».
La imagen sucinta que del Noce sugiere tanto de la DC como
del «mundo católico» es la de un progresivo «desencanto», parale-
lo, si bien con distinta participación, al del Partido Comunista
que, en su salida fatigosa de las profundidades del paleocomu-
nismo, corría ahora el riesgo de convertirse también él en un ins-
trumento del nuevo poder y de la nueva burguesía.
En efecto, el tema al que se consagran con insistencia los últi-
mos ensayos es el de «La superideología»20, la consolidación de la
sociedad tecnocrática, cuya perspectiva ideal viene marcada por
un positivismo integral. En una conferencia ofrecida en el V
Convenio internacional de estudios de la Fondazione Comunità,
con el tema «I popoli ritrovati. Crisi delle ideologie e recupero
delle identità» [«Los pueblos reencontrados. Crisis de las ideologías
y recuperación de las identidades», Pescara, 3/11/1988], afirmaba:
«En realidad tras esta retirada de la ideología, tras esta crítica apa-
rente del totalitarismo, se esconde un totalitarismo de una natu-
raleza nueva, mucho más al día, mucho más capaz de dominio
absoluto que lo que lo eran los modelos pasados, Stalin y Hitler
incluidos. Digo ‘se esconde’, pero sería mejor decir que hoy se

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Posmodernidad y cristianismo

manifiesta bastante abiertamente; es el partido tecnocrático, que


atraviesa los partidos, que posee las fuentes de información, que
cuida su propia apología a través de la casta de los intelectuales,
que está repartido con equidad entre las diferentes posiciones
culturales y políticas, de los católicos a los comunistas (...). Si se
mira bien, el adversario al que debemos hacer frente hoy es éste:
y se ve lo inadecuadas que son todas las posiciones culturales y
políticas actuales, porque se han formado contra adversarios que
eran distintos y están lejanos»21.
Era la conciencia de este «nuevo adversario» lo que le llevaba
a revalorizar a Pasolini. Una conciencia que iba dilatándose en él
a medida que, con la crisis del bloque soviético y el ocaso del
comunismo del Este, el mundo se presentaba cada vez más
«homologado» y el nuevo PCI cada vez más subordinado al lai-
cismo tecnocrático del nuevo poder. Éste es el tema de los últi-
mos artículos escritos para Il Sabato. En «La tentazione neoborg-
hese del nuovo corso» [«La tentación neoburguesa del nuevo
curso», 25/11/1989] observa cómo «el comunismo ya no quiere
expresar la rebelión del proletariado sino más bien su conformi-
dad con la nueva sociedad burguesa, que se expresa en el con-
sumismo, en la tecnología, en el permisivismo, en la opulencia»22.
Ante este resultado él, que había sido, desde el punto de vista
teórico, el crítico más profundo del marxismo en Italia, sentía la
necesidad de rendir homenaje a los «vencidos», a los últimos
comunistas. «Incluso quien ha sido un decidido adversario de las
ideas comunistas —escribía— no puede hoy no sentir simpatía
por los Cossutta y los Ingrao, así como por aquéllos que han creí-
do y no renuncian hoy a su fe». Una fe, un acento religioso, que
«podía encontrarse en el mismo Togliatti, quien pensaba que un
acuerdo con el catolicismo era muy preferible a uno con la bur-
guesía progresista». Del Noce concluía su artículo invitando a un
nuevo diálogo entre católicos y comunistas, un diálogo impres-
cindible para la posición comunista si quería conservar un sig-
nificado actual tras su derrota teórica y práctica. «Realmente —
afirmaba— un encuentro entre cristianismo y aspectos de la
crítica comunista de la sociedad neoburguesa tiene posibilidades.
Un comunista, si se convierte, conserva algo de sus esperanzas y
de su juicio sobre la sociedad presente; si se concilia, aunque sea
de manera enmascarada, con ese mundo que antes quería des-
truir, no puede más que declarar su derrota».

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La crisis del catolicismo político en Augusto del Noce

Una persuasión, ésta, repetida en su último artículo23. Frente a


la «previsión pesimista» de una total «capitulación del comunismo
ante el neocapitalismo», del Noce se preguntaba si ésta sería la
única hipótesis posible. «Ante la evidencia de la derrota —escri-
be—, puede suceder que una parte acreditada del pensamiento
comunista se vea llevada a una nueva fundamentación de la crí-
tica del espíritu neoburgués, en su evolución reciente, y a través
de ello al reconocimiento de que la única fuerza existente capaz
de oponérsele es el pensamiento católico; y que esto conlleve un
cambio radical en las relaciones entre catolicismo y comunismo.
Decir esto no significa proponer una vuelta al catocomunismo, en
lo que se resuelve la cuestión para la mayor parte de sus afilia-
dos; el proceso de hoy representaría lo contrario»24.
Impresiona, en un hombre que tenía casi ochenta años, el rea-
lismo, la capacidad de juicio crítico y penetrante. Lo ponía de
relieve Pier Aldo Rovatti en un artículo publicado en La
Repubblica el día después de su muerte. «Con casi ochenta años
—escribe—, cuando por lo general las biografías de los filósofos
convergen hacia una fase de obsolescencia o de repetición ya
vacía, del Noce se mostraba en cambio extraordinariamente pre-
sente, no sólo por su actividad, sino también precisamente por la
actualidad de sus intervenciones y de sus investigaciones»25. Un
«realismo», el de del Noce, profundamente ligado al cristianismo
en su capacidad de interpretación de la historia presente, para el
cual la verdad del cristianismo emerge precisamente en su dar
razón de la historia en su objetividad. De ahí que se desmarcase
de la concepción, extendida entre los católicos, según la cual el
cristianismo no debe justificar y dar los criterios de comprensión
de la historia, sino que debe más bien justificarse ante la historia.
De aquí deriva, nuevamente, la paradoja del mayor filósofo cató-
lico de la política en Italia, incomprendido y desconocido por los
católicos y, por el contrario, muy tenido en cuenta por pensado-
res laicos y marxistas. Entre estos últimos tuvo interlocutores
atentos, todos de gran capacidad y prestigio, que lo estimaban
por su profunda interpretación de la crisis actual, una compren-
sión guiada por una vastedad cultural sin precedentes que per-
turbaba y sometía a discusión lugares comunes, provocando,
desde el interior, al mismo pensamiento laico.
Así, una vez más de manera completamente singular, precisa-
mente él, al que en los ambientes católicos, sin haberle leído y

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Posmodernidad y cristianismo

comprendido verdaderamente, se le tachaba de estar «cerrado» a


lo moderno, se convertía en el hombre del «diálogo», uno de los
escasos intelectuales católicos con los que la intelligenzia laica
y de izquierda aceptaba medirse. De nuevo escribe Rovatti: «Del
Noce, como figura intelectual, siempre ha gozado de la estima y
del respeto incluso de quienes se encontraban en el campo con-
trario». Por su parte, Paolo Flores D’Arcais no vacilará en afirmar
que «Augusto del Noce es hoy, en Italia, el máximo filósofo cató-
lico. Quizás el único» («Mercurio» de La Repubblica 22/4/1989).
Reconocimientos éstos, a los que podrían añadirse otros, que
explican cómo, por último, un intelectual comunista como
Claudio Napoleoni pudiera, precisamente releyendo a del Noce,
volver a poner en discusión todo el planteamiento de su pensa-
miento construido en cooperación con Franco Rodano, hasta
redescubrir, como se desprende del conjunto de sus escritos pós-
tumos Cercate ancora. Lettera sulla laicità e ultimi scritti 26, la
presencia esencial del acontecimiento cristiano en la lucha de
emancipación moderna.
Testimonios significativos, homenaje real a una persona cuyo
pensamiento permanece sin duda como una de las guías más
preciadas para orientarse en el mundo contemporáneo.

Notas
1 Sobre el pensamiento político de del Noce cf.: T. Perlini, «Esistenzialismo

religioso e teologia civile nella visuale filosofico-politica di Augusto del Noce»,


I, Baillame, 7, junio-septiembre 1990, pp. 173-195; II, Baillame, 8, septiembre-
diciembre 1991, pp. 337-364; R. Buttiglione, Augusto del Noce. Biografia di un
pensiero, Piemme, Casale Monferrato 1991, el cap. II, «Augusto del Noce filoso-
fo della politica italiana», pp. 53-87; P. Serra, «Praxis e tradizione. Motivi e apo-
rie della filosofia di Augusto del Noce», Democrazia e diritto, 5-6 septiembre-
diciembre 1991, pp. 337-364; F. Mercadante, «L’interpretazione filosofica della
storia contemporanea e l’eresia italiana in Augusto del Noce», en VV. AA.,
Augusto del Noce. Il pensiero filosofico, a cargo de D. Castellano, Esi, Napoli
1992, pp. 29-44; F. Tamassia, «Augusto del Noce e l’analisi storica: il problema
del Risorgimento», en VV. AA., Augusto del Noce. Il pensiero filosofico, op. cit.,
pp. 109-190; N. Bobbio, «Augusto del Noce. Fascismo comunismo liberalismo»,
en Il Ponte, 6, junio 1993, pp. 727-744.
2 «Un extraño destino, éste, para del Noce: él, que ha sido integralmente un

filósofo cristiano y exclusivamente un filósofo italiano, no encuentra fácil colo-


cación ni en la historia del pensamiento italiano ni en la de la filosofía cristiana
de la posguerra» (P. Serra, op. cit., p. 337).
3 Sobre la formación de del Noce cf.: N. Bobbio, «Un’amicizia fraterna ali-

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La crisis del catolicismo político en Augusto del Noce

mentata dalle idee diverse», Prospettive nel mondo, 163-164, enero-febrero 1990,
pp. 43-45; «Io e Augusto del Noce», Il nuovo Areopago, IX, 2, verano 1990,
pp.74-79; R. Buttiglione, Augusto del Noce, op. cit., cap. I, pp. 17-52; G. Dessì,
«Augusto del Noce e la modernità. Il momento genetico della riflessione delno-
ciana», en Annali della Fondazione Ugo Spirito 1990, Roma 1991, pp. 333-341;
A. Paris, «Etica e politica nel pensiero di Augusto del Noce», Tempo presente,
130-131, octubre-noviembre 1991, pp. 46-53.
4 «Non anti ma post», en Il Popolo Nuovo, 30/11/1945.
5 Extraigo la cita de: «Pensieri di un uomo libero. Un’antologia degli scritti di

Augusto del Noce pubblicati sul Sabato», suplemento de 30 Giorni, 4, abril 1991,
pp. 15-16.
6 «Giacomo Noventa: dagli errori della cultura alle difficoltà in politica», en

L’Europa, 4, 7/2/1970.
7 Estos ensayos, reelaborados, se reunirán en el libro publicado póstuma-

mente Giovanni Gentile. Per una interpretazione della storia contemporanea, Il


Mulino, Bologna 1990.
8 El comentario figura en la edición, no publicada, del libro Il problema ide-

ologico nella politica dei cattolici italiani, Bottega d’Erasmo, Torino 1964 (prue-
bas de imprenta). El texto contiene el informe de S. Pellegrino de septiembre
1963, que da título al libro; el artículo «L’intuizione di de Gasperi», op. cit.;
«L’incidenza della cultura sulla politica nella presente situazione italiana», comu-
nicación en el Convenio de las Revistas Católicas, S. Margherita Ligure octubre
1959; «La prevalenza della cultura progressiva nella recente pubblicistica italiana»,
conferencia en el Instituto de Ciencias Sociales de Génova, enero 1964, inédita.
9 «L’ora di una nuova laicità», Il Sabato, 25/10/1986. En un apunte sin fecha

del Noce escribe: «De Gasperi obedeció al Papa Benedetto Croce antes que a Pío
XII y el resultado fue que su política no pudo más que verse implicada en el
hundimiento de la cultura crociana» («Pensieri di un uomo libero», op. cit., p. 20).
10 Escribe Norberto Bobbio: «Con la perspectiva de hoy se puede negar que

tuviera razón en lo que respecta a la interpretación del comunismo universal,


entendido como religión secular a la que es intrínseco el ateísmo, o, por usar el
lenguaje filosófico de del Noce, que no es superestructura sino una condición
transcendental de su posibilidad. El universo soviético ha caído todo entero, no
se ha reformado. La mediación ha demostrado sus límites. Estas afirmaciones,
es necesario también reconocerlo, las había hecho sin la perspectiva que hoy
tenemos» («Augusto del Noce. Fascismo comunismo liberalismo», op. cit., p.
735).
11 «I nuovi e i vecchi zar al capolinea dell’ateismo», Il Sabato, 18/3/1983.
12 Vol. I de Cartesio, Il Mulino, Bologna, 1965.
13 «Il progressismo cattolico», en: A. del Noce, Il problema politico dei catto-

lici, UIPC, Roma 1967, p. 58.


14 La conferencia se encuentra en VV. AA., Pluralismo culturale, scuola e

società, Massimo, Milano 1977, pp. 55-101.


15 «Tra Marx e il capitale rispunta la fede», 3/3/1979.
16 «Chi non si ferma al disincanto», 5/12/1986.
17 «Il suo mito era Rosmini», La Reppublica, 31/12/1989.
18 «Davvero CL si è guastata col crescere?», Il Tempo, 3/3/1989.
19 «Pensieri di un uomo libero», op. cit., p. 15.

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Posmodernidad y cristianismo

20 Il Sabato, 26/11/1988.
21 Escribe en invierno de 1988: «La lucha contra el superpartido no puede ser
conducida más que en Il Sabato (...). Estaba obligado a formar partido por mí
mismo hasta que Comunión y Liberación me vino al encuentro. La autocrítica
del mundo católico» («Pensieri di un uomo libero», op. cit., p. 20).
22 Observa Perlini cómo «del Noce sostiene una tesis paradójica: que preci-

samente por su capitulación ante el neocapitalismo, el ‘comunismo’ puede asu-


mir una hegemonía dentro de la izquierda europea empujándola hacia el nihi-
lismo que significa sobre todo triunfo de la tecnocracia y eliminación de las
religiones» («Esistenzialismo religioso e teologia civile nella visuale filosofico-
politica di Augusto del Noce», II, op. cit., p. 167, nota 19).
23 «L’Impero è sacro», Il Sabato, 9/12/1989.
24 Cf. a este propósito el interesante análisis de P. Serra, «Norberto Bobbio.

Da ‘Politica e cultura’ agli anni settanta», Democrazia e diritto, 1-2 enero-abril


1991, pp. 39-93, según el cual la crisis actual de la tradición comunista es tam-
bién consecuencia de su subordinación a la tradición ilustrada. «Si todo esto es
cierto —observa Serra— quizás tenga más sentido discutir con Augusto del
Noce que con Norberto Bobbio» (p. 77). Cf. asimismo T. Perlini, «Esistenzialismo
religioso e teologia civile nella visuale filosofico-politica di Augusto del Noce»,
II, op. cit., pp. 166 ss.
25 «Il filosofo della crisi», 31/12/1989.
26 Editori Riuniti, Roma 1989.

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CRISTIANISMO Y DEMOCRACIA
EN REINHOLD NIEBUHR

Reinhold Niebuhr (1892-1971) es una figura poco conoci-


da en Italia. Exceptuando dos obras suyas traducidas en los
años sesenta1 y algunos ensayos sobre él de Luigi Giussani en
los mismos años 2, sólo recientemente, con los estudios de
Zorzi y de Rubboli, ha habido investigaciones orgánicas
sobre el autor 3. A éstas se añade ahora el estudio de Gianni
Dessì Niebuhr. Antropologia cristiana e democrazia que,
además de analizar con claridad y profundidad los términos
del problema, aporta también la traducción al italiano de dos
importantes ensayos de Niebuhr: Il realismo politico di
Agostino, de 1953 y, del mismo año, Democrazia, secolaris-
mo e cristianesimo 4.
El interés que puede motivar una investigación sobre la
reflexión de Niebuhr hoy no es puramente académico. En un
momento en que la «utopía» democristiana se viene abajo, esa
utopía que en Italia había encontrado en la obra de Jacques
Maritain una referencia ideológica esencial, el análisis de la
posición niebuhriana, considerada por Hans Kelsen en el
capítulo «Democracia y religión» de Los fundamentos de la
democracia como la alternativa respecto a Maritain de la rela-
ción cristianismo-democracia, merece gran atención. Y por
ello la actualidad del estudio de Dessì.

***

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Posmodernidad y cristianismo

La ideología demócrata-cristiana

Es un hecho que la ideología democristiana se encuentra hoy


en profunda crisis. Aquella ideología formada en la confrontación
crítica con los regímenes totalitarios de principios de siglo, iden-
tificaba la misión de los laicos cristianos en lo temporal con la
realización de la democracia, de los valores democráticos asimi-
lados a los valores evangélicos. Se trataba de una perspectiva,
que va de Lammenais a Sillon, según la cual la misma democra-
cia era vista como una realización del cristianismo. La misma aco-
gida de la obra de Maritain en Italia se situaba dentro de esta
perspectiva: Maritain como el ideólogo del «humanismo integral»
de matriz evangélica cuya puesta en práctica en el mundo con-
temporáneo estaba ligada a la realización de los valores demo-
cráticos. Esta posición, en su versión extrema, ha conducido,
como escribe Baget Bozzo, «a hacer del cristianismo una corrien-
te de la democracia y de la democracia el contenido político del
cristianismo. El resultado es que la democracia no ha tenido para
la Democracia Cristiana otra finalidad que ella misma. La repro-
ducción de la Democracia Cristiana se ha convertido en la repro-
ducción de la democracia»5.
Como prueba de lo que afirma Baget Bozzo puede observar-
se la coincidencia de las dos almas del catolicismo democrático
en Italia sobre este punto: la de izquierda y la católico-liberal.
Para la primera, madurada en el clima de la Resistencia, sensible
al motivo mesiánico-utópico presente en Humanisme intégral de
Maritain, la democracia es algo que está aún por hacer6. La DC,
vanguardia democrática, es según esta posición el instrumento
que, al permitir a la Iglesia superar su fase de compromiso con
el fascismo, lleva a los católicos al encuentro con la democracia
y con el mundo moderno. El ideal democrático se carga, así, de
un significado palingenético, como fuente de transformación
desde un cristianismo retrógrado y vinculado al poder hacia uno
verdaderamente evangélico y humano. Para la otra vertiente, la
católico-liberal, el modelo democrático no asume un rostro tan
marcadamente mesiánico. Éste coincide, más realistamente, con
la opción por una parte del mundo: la occidental, en antítesis con
el comunismo que se afirma en los países del Este. La elección
por América, como sucede en el Maritain posbélico7, por la
Alianza Atlántica, se presenta aquí como la mejor salvaguardia de

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Cristianismo y democracia en Reinhold Niebuhr

la democracia y de la libertad. La democracia, desde esta pers-


pectiva, está ya realizada. Coincide con Occidente. En su defen-
sa y promoción el cristiano encuentra, en política, su legitimación
absoluta.
Tanto los católicos de izquierda como los católicos liberales,
por tanto, coinciden al menos en un punto: para ambos la demo-
cracia, realizada o aún por realizar, es la traducción adecuada del
cristianismo en el plano temporal. Esta posición ha tenido, histó-
ricamente, dos méritos innegables que, en un momento en el que
la ex-DC se ve sometida a críticas a menudo inmerecidas, pode-
mos reconocer claramente: la «hegemonía» democristiana ha
garantizado de hecho en Italia un ejercicio de las libertades civi-
les, así como un aumento del nivel de bienestar, que no tienen
precedentes en la historia reciente del país. La ecuación entre
libertad y bienestar, sin embargo, ha sido también el límite de la
ideología democristiana. Para ésta el simple aumento del bienes-
tar habría sido condición suficiente para la desaparición del
comunismo y, por tanto, para la extensión de la democracia. El
resultado, absolutamente no previsto por la elite democristiana,
ha sido el advenimiento de la sociedad secularizada, de la socie-
dad burguesa en estado puro, en la cual las categorías éxito-fra-
caso se convierten en los valores dominantes de la existencia,
como afirmaba lúcidamente Augusto del Noce en su conferencia
en el III Convenio de estudios de la DC (San Pellegrino Terme,
1963): «la sociedad opulenta combate el comunismo bajo su
aspecto de religión más bien que bajo el de ateísmo (...) aun
cuando, en razón del adversario común, se sirve de la coopera-
ción de fuerzas religiosas e incluso concede el gobierno de cier-
tos Estados a los representantes políticos de estas fuerzas»8. La
realización práctica de la democracia así concebida iba, de este
modo, disolviendo el contexto antropológico empapado de valo-
res cristianos sobre el que la DC fundaba su consenso. A media-
dos de los años 60 Pier Paolo Pasolini afirmará que «quien ha
manipulado y transformado radicalmente (antropológicamente)
las grandes masas campesinas y obreras italianas es un nuevo
poder que me es difícil definir, pero que estoy seguro es el más
violento y totalitario que jamás ha existido: cambia la naturaleza
de la gente desde lo más profundo de la conciencia»9.
La amenaza que el «nuevo poder» representaba, no sólo en el
terreno ético-religioso sino también en el estrictamente democrá-

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Posmodernidad y cristianismo

tico, no podía ser advertida por la ideología democristiana. Desde


su punto de vista los lúcidos análisis de del Noce y Pasolini resul-
taban incomprensiblemente «pesimistas», extraños a la ecuación
cristianismo = democracia = bienestar + libertad = progreso sobre
la cual fundaba su legitimidad10.
La confianza en la linearidad de esa ecuación, así como el
indiscutible papel central del partido de los católicos en el siste-
ma político italiano, es el motivo por el que la DC, partido-
Estado, nunca ha puesto en cuestión, también para no favorecer
la oposición comunista, la descentralización del Estado, ni ha
impulsado esos contrapoderes, afirmados teóricamente en la doc-
trina social cristiana, capaces de limitar la invasión del Estado en
la vida asociativa. «Los temas que la disputa histórica ente Iglesia
y Estado había desarrollado no han sido los temas propios de la
DC. La DC no ha elaborado políticamente la doctrina cristiano-
social de las sociedades intermedias»11. Para Baget Bozzo, esto se
deduce tanto de la política de familia, inexistente, como de la
falta de cualquier propuesta, en el ámbito industrial, de sindica-
tos de empresa que impliquen la participación en los beneficios
y en la gestión de la empresa. De este modo, «la Democracia
Cristiana no ha buscado ningún elemento político que la dife-
renciase de la democracia. En esta línea llega a aceptar, en nom-
bre de la democracia, elementos culturales de las fuerzas políti-
cas opuestas. La DC ha obtenido su hegemonía política al precio
de su identidad cultural»12.

La democracia incompleta. Agustín y su visión realista


de la historia

El énfasis que la ideología democristiana ha puesto en el nexo


cristianismo-democracia, en realidad ha cargado de tal modo el
término democracia de un significado ético-simbólico que se ha
obtenido paradójicamente el resultado opuesto al que se desea-
ba: una visión mítica de la democracia que impide percibir todo
lo que existe de antidemocrático y antiliberal, en concreto, en el
ejercicio del poder y en la esfera política. El reciente libro de
Roberto Esposito Nove pensieri sulla politica expone reflexiones
de gran interés a este respecto. «¿Es tan neta —se pregunta
Esposito— la barrera que divide democracia y totalitarismo o los

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Cristianismo y democracia en Reinhold Niebuhr

dos ‘regímenes’ se sitúan sobre una línea móvil que puede con-
tinuamente desequilibrarse y trastocar uno por otro, como
Tocqueville había intuido precozmente y rubricado con el con-
cepto de ‘despotismo democrático’?»13. Las respuesta de la cultu-
ra liberal-ilustrada es aquí lineal: la democracia es lo otro del tota-
litarismo. Pero con esto, según Esposito, no se ha dicho todo: «el
totalitarismo, aunque se opone a la democracia, no es lo otro,
sino el reverso de la democracia»14. El «totalitarismo, si bien se
opone a la democracia, reposa en germen dentro de ella, y no
fuera de ella. Le sigue como una sombra inexorable o como un
fantasma dispuesto a reanimarse no sólo cuando, y porque, hay
poca democracia, sino también cuando, y porque, hay demasia-
da»15. El «demasiada» se refiere aquí a la enfatización de la demo-
cracia entendida como valor absoluto, como mito político, como
realización plena de esencia (de la humanidad, de la libertad, del
progreso), como representación adecuada del Bien. La mitifica-
ción viene a coincidir con el ideal de una «democracia completa»
que, precisamente porque debe arrancar la ineliminable discordia
y diferencia entre la Justicia y la esfera de lo político, no puede
sino ser «totalitaria». Para Esposito una democracia auténtica,
consciente de sus límites, debe «definirse como forma, método,
procedimiento. Resistirse a cualquier intención de valor.
Interrumpir el propio mito»16.
La reflexión de Esposito coincide aquí con la del cardenal
Ratzinger cuando éste, en su ensayo ¿Orientación cristiana en la
democracia pluralista? contenido en Kirche, Ökumene und
Politik, escribe cómo el mundo perfecto «no existe. Su continua
expectativa, jugar con su posibilidad y proximidad, es la amena-
za más seria que se cierne sobre nuestra política y nuestra socie-
dad, porque de ahí surge fatalmente el onirismo anárquico. Para
la consistencia futura de la democracia pluralista y para el desa-
rrollo de una medida humanamente posible de justicia es nece-
sario volver a adquirir el coraje de admitir la imperfección y el
continuo estado de peligro de las cosas humanas. Son morales
solamente aquellos programas políticos que suscitan este coraje.
Es inmoral, en cambio, ese aparente moralismo que aspira a con-
tentarse solamente con lo perfecto»17. Tanto para Ratzinger como
para Esposito es la versión mítico-mesiánica de la democracia,
por tanto, la que constituye el peligro más grande para la demo-
cracia. Es necesario, en definitiva, superar el horizonte de la teo-

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Posmodernidad y cristianismo

logía política. El cristianismo, desde este punto de vista, lejos de


absolutizar lo temporal, es lo que permite que la «imperfección»
no escape, ilusoria e irracionalmente, de sí misma, es el ámbito
que «protege del mito»18. «El cristianismo, en contraste con sus
deformaciones, no ha situado el mesianismo en lo político. Ha
procurado siempre desde el principio, por el contrario, confiar lo
político a la esfera de la racionalidad y de la ética. Ha enseñado
la aceptación de lo imperfecto y lo ha hecho posible. En otras
palabras, el Nuevo Testamento implica un ethos político, pero no
una teología política»19. Es interesante resaltar cómo este rechazo
del mesianismo político, de una concepción esencialista de la
democracia, implica, tanto para Ratzinger como para Esposito,
una reactualización de la visión agustiniana de la historia20. En
ella, según Esposito, emerge «la complejidad de la concepción
cristiana que rechaza tanto la tesis gnóstica y dualista de la mal-
dad integral de las potencias angélicas encargadas de las distin-
tas naciones, como la del fundamento escatológico del poder,
desarrollada después sobre todo por Eusebio de Cesarea en clave
teológico-política por medio del paralelismo entre monoteísmo
religioso y pax romana»21. Los ordenamientos de este mundo,
aun vencidos por Cristo, mantienen su carácter ambiguo: esa
doble cara por la cual la justicia se realiza mediante la injusticia,
el orden mediante el desorden, el bien a través de su negación
práctica. «Esta es la potente intuición paulina que vuelve a reful-
gir en Agustín —contra toda representación simbólico-concilia-
dora así como contra todo dualismo maniqueo—, con una acen-
tuación, en todo caso, de la dimensión crítico-negativa. También
para él, en efecto, el estado no es malvado de por sí, y también
para él no se puede pasar sin éste, pues constituye un freno ante
una sociedad tendencialmente anárquica. Pero es precisamente la
necesidad social del ordo estatal la que circunscribe la acción a
la esfera técnica del uti, inhibiéndole de cualquier proyección en
la auténtica del frui. Que su institución haya constituido un filtro
de control respecto a la intensidad del conflicto no quita que
mientras tanto éste sólo esté temporalmente calmado y aún no
haya sido extirpado definitivamente; pero sobre todo que el
mismo Estado lo lleve dentro de sí como la herencia civil de una
violencia originaria —el asesinato intrapolítico de Rómulo que
repite miméticamente el extrapolítico de Caín— y sólo por esto
sea capaz de desviarlo hacia el exterior»22.

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Cristianismo y democracia en Reinhold Niebuhr

Ahora bien, es importante resaltar que esta visión desencanta-


da y realista del poder, de la política en su dimensión fáctica de
discordia y de conflicto, es posible en Agustín, según Esposito,
precisamente porque ese plano es comprendido a partir de un
punto de vista externo e irreducible a él. Este «punto arquimédi-
co» es el de la civitas Dei que, fundida de hecho con la civitas
mundi, trasciende sin embargo su cerrado horizonte dominado
por el «amor sui». De este modo, al contrario que la línea predo-
minante incluso en campo cristiano, que de alguna manera va
reduciendo o eludiendo esta diferencia, y habla de una única
sociedad, de una única ciudad, para Agustín es precisamente la
costatación de la efectividad de las «dos ciudades» lo que le per-
mite tener una visión realista de la historia.

Cristianismo y democracia en Niebuhr

Con esto nos vemos conducidos de nuevo hacia Niebuhr y su


revalorización del «realismo político de Agustín». «Agustín —escri-
be Niebuhr— ha sido, por reconocimiento universal, el primer
gran ‘realista’ de la historia occidental. Ha merecido este recono-
cimiento porque la imagen de la realidad social en la civitas Dei
ofrece una adecuada consideración de los grupos sociales, de las
tensiones y de las disputas que sabemos que son casi universa-
les en cualquier nivel de comunidad; mientras la época clásica
consideraba que el orden y la justicia en sus ciudades sería un
resultado relativamente sencillo, que se alcanzaría cuando la
razón hubiera sometido a su dominio todas las fuerzas irraciona-
les»23. Una mitología, la de la razón desinteresada, que hoy tiene
su equivalente en el método científico, en el ideal de la sociolo-
gía y de la psicología de aislar la agresividad y poder controlar-
la. La imposibilidad del resultado, la incapacidad de llegar a cap-
tar la raíz de la corrupción también de la razón es, según
Niebuhr, lo que «confiere un aire de sentimentalismo al saber de
toda nuestra cultura liberal»24. Un sentimentalismo particularmen-
te evidente en el «protestantismo progresista», que tiene una
«visión excesivamente monista de la realidad y convierte en una
misma cosa a Dios y al mundo»25. De aquí surge el perfectismo,
la idea de que «el desarrollo histórico es redentor por sí mismo»26,
la ingenua expectativa de que el Reino de Dios coincida con el

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Posmodernidad y cristianismo

regnum hominis, la civitas Dei con la civitas mundi, la gracia con la


naturaleza. «El perfeccionismo moderno, cristiano y secular —escri-
be Niebuhr— es una versión muy sentimental de la fe cristiana y
está en contradicción con las más profundas intenciones de la fe
cristiana»27. Frente a esto Agustín, para el cual las ciudades son
«dos», representa el retorno a la realidad. Como para Maquiavelo,
para quien el fin del realista es «perseguir la verdad de las cosas
más que su imagen; porque muchos se han imaginado repúbli-
cas y principados que jamás se han visto»28, del mismo modo el
análisis de Agustín es radicalmente antiutópico. Sin embargo —y
aquí reside el interés de la lectura que Niebuhr hace de la posi-
ción agustiniana— no llega en absoluto a las conclusiones extre-
mas de Lutero y de Hobbes.
«El realismo pesimista, en efecto, ha empujado tanto a Hobbes
como a Lutero a una vergonzosa aprobación del estado del
poder; pero sólo porque no han sido suficientemente realistas.
Han visto el peligro de la anarquía en el egoísmo de los ciuda-
danos pero no han sido capaces de percibir el peligro de la tira-
nía en el egoísmo de los gobernantes»29. Niebuhr alcanza así la
legitimación del método democrático precisamente a partir de un
realismo más radical que el de Lutero y Hobbes. Escribe: «La capa-
cidad del hombre para la justicia hace posible la democracia, la
inclinación del hombre por la injusticia hace necesaria la demo-
cracia»30. De este modo, observa Dessì, la democracia no «se
entiende como una forma de gobierno que pueda realizar de
manera simplista las aspiraciones humanas: se ve más bien como
la única forma de poder que, desde el principio, no escapa a un
control, a una verificación de los poderes»31. Niebuhr libera así la
idea de democracia de cualquier connotación de esencia, de toda
mitologización; la devuelve a su significado de método, de pro-
cedimiento formal. Si con todo parece preferible a otros regíme-
nes políticos es porque, distintamente a otros, ofrece instrumen-
tos de control y de verificación. La aceptación del método
democrático tiene lugar, por consiguiente, al superar su versión
«sentimental», utópica, propia de la cultura liberal. Tiene lugar, en
especial, precisamente al recuperar ese filón de pensamiento
«realista» y tendencialmente pesimista tradicionalmente asociado a
posiciones autoritarias, antidemocráticas. Como escribe Niebuhr
en la presentación de su libro The Children of Light and the
Children of Darkness de 1944, «la tesis de este libro nace de mi

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Cristianismo y democracia en Reinhold Niebuhr

convicción de que la democracia tiene una justificación más


fuerte y exige una defensa más realista que la que le ofrece la
cultura liberal a la que ha sido asociada en la historia moder-
na»32. De aquí deriva, superando a Hobbes, la recuperación de
Agustín como la fuente más adecuada para una fundamentación
más realista del ordenamiento democrático. Esta recuperación
es posible por el hecho de que el pesimismo agustiniano no
concluye, como en Hobbes, en el cinismo, no concluye en la
justificación de lo existente como la condición «normal». «Si el
realismo de Agustín está contenido en sus análisis de la civitas
terrena, su rechazo a la idea de que el realismo deba conducir
al cinismo o al relativismo está incluido en su definición de la
civitas Dei, que declara vinculada a la ‘ciudad de este mundo’ y
que tiene como principio rector el amor de Dios en lugar del
amor propio. La tensión entre las dos ciudades viene motivada
por el hecho de que, aunque el egoísmo es universal, no es
natural en el sentido de que no es conforme a la naturaleza del
hombre, el cual se trasciende a sí mismo indeterminadamente y
sólo puede tener como fin a Dios en lugar de a sí mismo. Un
realismo se vuelve moralmente cínico o nihilista cuando asume
que una característica universal del comportamiento humano
debe ser asimismo considerada como normal. La descripción
bíblica del comportamiento humano, sobre la que Agustín basa
su pensamiento, puede evitar tanto la ilusión como el cinismo,
porque reconoce que la corrupción de la libertad humana
puede volver universal un modelo de comportamiento sin con-
vertirlo en normativo»33.
La revisión de la antropología cristiana a la luz de Agustín
lleva de este modo a Niebuhr a disociar una visión realista de la
historia y de la política de sus posibles resultados autoritarios.
Una democracia no mesiánica, sin la presunción de traducir el
cristianismo en lo temporal identificando la civitas Dei con la
civitas mundi, se vuelve un instrumento precioso para corregir,
de algún modo, la arrogancia del poder, del mismo poder
«democrático». La reinterpretación niebuhriana de la democracia
viene a coincidir así, en muchos aspectos, con la delineada por
Pío XII en el Radiomensaje navideño de 1944 Sobre la demo-
cracia, documento fundamental en el que la Iglesia, a la luz de
la experiencia de los totalitarismos, no sólo optaba abiertamen-
te por la democracia parlamentaria, sino que señalaba al mismo

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Posmodernidad y cristianismo

tiempo las condiciones concretas que permitían a la democracia


no convertirse en una pura «máscara» de «cuanto hay en realidad
de menos democrático».
Este «realismo», que aglutina las perspectivas de Niebuhr y de
Pío XII, tiene un significado mayor que los posibles puntos de
contraste: en primer lugar, la negativa de Niebuhr, en esto cohe-
rentemente protestante, a la idea de ley y de derecho natural.
Estos límites, como bien muestra Dessì, tienen su peso. Pero no
hasta el punto de impedir a Niebuhr, corrigiendo en esto a
Agustín, una cierta revalorización de la sociabilidad natural huma-
na. Es decir, en Agustín, una visión demasiado pesimista de la
«ciudad terrena» llevaría a olvidar «el sentido de la responsabilidad
social en la vida de los individuos no redimidos»34. La observación
es interesante porque muestra cómo en la reflexión de Niebuhr
queda espacio para una reactualización de la posición aristotéli-
co-tomista —la sociabilidad natural del hombre como génesis de
la polis—, decididamente omitida por él. Su corrección de
Agustín, «por los elementos neoplatónicos presentes en su pensa-
miento»35, coincide en este punto con lo que Ratzinger escribe, en
el ensayo arriba indicado, a propósito del Estado como civitas
terrena en Agustín. «Aunque también se puedan reconocer en
Agustín —escribe Ratzinger— líneas que intentan aferrar este con-
cepto en sentido neutral respecto a los valores, su concepto de la
civitas terrena es muy parecido al de un Estado demoniaco y, en
cualquier caso, no refleja con suficiente precisión una verdadera
base positiva para un Estado terreno. Se podrían plantear cues-
tiones análogas, si bien partiendo desde otros ángulos, en lo que
respecta a la doctrina de los dos reinos de Lutero. La teología
católica, a decir verdad, había encontrado, desde la mitad de la
Edad Media, a través de la asunción de Aristóteles y su idea de
derecho natural, un concepto positivo no mesiánico del Estado
profano. Pero después cargó este derecho natural de tales y de
tantos contenidos cristianos que se llegó a perder la necesaria
capacidad de compromiso, y el Estado no podía ser aceptado así
dentro de los límites esenciales de su laicidad»36.
Al problema planteado por Ratzinger —una concepción de la
polis y de la política que rechace tanto la negación maniquea,
como su absolutización mesiánica, como, además, la plusvalía de
sentido propio del iusnaturalismo moderno— el planteamiento
de Niebuhr ofrece una estimable contribución, a pesar de no

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Cristianismo y democracia en Reinhold Niebuhr

alcanzar una solución definitiva. Quedan abiertas, como muestra


Dessì, algunas dificultades que se refieren a la doctrina protestan-
te de la relación entre gracia y naturaleza. No obstante, la refle-
xión política niebuhriana, en el mismo momento en que los orde-
namientos democráticos muestran en casi todas partes su aspecto
menos noble y la idea de una Democracia Cristiana se ve someti-
da a un proceso de desmitificación, sigue siendo uno de los inten-
tos más interesantes de repensar la cuestión de una forma que,
valorando plenamente el papel del cristianismo dentro de la socie-
dad, salva, al mismo tiempo, la plena legitimidad y utilidad de las
instituciones democráticas y del Estado de derecho.

Notas
1 Fede e storia, Bolonia 1966; Uomo morale e società inmorale, Milán 1968.
2 L. Giussani, «Reinhold Niebuhr e i fondamenti della sua etica», en La scuo-
la cattolica, XVI, 1968, pp. 491-507; «Aspetti della conoscenza della storia in
Reinhold Niebuhr», en Rivista di filosofia neoscolastica, LX, 1968, pp. 167-190;
Teologia protestante americana. Profilo storico, Venegono Inferiore 1969, pp.
130-142.
3 G. Zorzi, Il realismo cristiano di Reinhold Niebuhr, Bologna 1984; M.

Rubboli, Politica e religione negli USA. Reinhold Niebuhr e il suo tempo (1892-
1971), Milano 1986. Rubboli es también el preparador de la edición italiana de
la autobiografía de Niebuhr: R. Niebuhr, una teologia per la prassi, Brescia 1977.
4 «Augustine’s Political Realism», en R. Niebuhr, Christian Realism and

Political Problems, New York 1953, pp. 119-146; Democracy, Secularism and
Christianity, op. cit., pp. 95-103. Véase también de Dessì «Libertà e storia in
Reinhold Niebuhr», en Annuario teologico ISTRA, Milano 1985, pp. 89-111;
«Reinhold Niebuhr», en Studium, IV (1990), pp. 565-590; «Reinhold Niebuhr e la
Città di Dio. La critica al perfettismo», en VV. AA., Interiorità e intenzionalità
nel «De civitate Dei» di sant’Agostino, Roma 1991, pp. 194-205.
5 G. Baget Bozzo, Cattolici e democristiani, Milano 1994, p. 11.
6 Sobre la «utopía» maritainiana cf. G. Campanini, L’utopia della nuova cris-

tianità. Introduzione al pensiero politico di Maritain, Brescia 1975.


7 En Reflections on America (New York, 1958), Maritain escribe: «Si alguna

vez una nueva civilización cristiana, una nueva cristiandad está llamada a afir-
marse en la historia humana, encontrará su punto de arranque precisamente en
el mundo americano... No estoy afirmando que la civilización americana de hoy
constituya una nueva cristiandad, ni siquiera como bosquejo... Lo que yo afir-
mo es que la civilización americana de hoy en día puede convertirse en un terre-
no especialmente propicio para la afirmación de una nueva cristiandad».
8 A. del Noce, Il problema ideologico nella politica dei cattolici italiani, op.

cit., p. 7.
9 P. P. Pasolini, Escritos corsarios, Planeta, Barcelona 1983.
10 Para las analogías entre del Noce y Pasolini respecto al análisis del «nuevo

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Posmodernidad y cristianismo

poder» cf. M. Borghesi, «Il problema politico dei cattolici in Augusto del Noce»,
en VV. AA., Filosofia e democrazia in Augusto del Noce, a cargo de G. Ceci y L.
Cedroni, Roma 1993, pp. 155-165.
11 G. Baget Bozzo, Cattolici e democristiani, op. cit., p. 12.
12 Ib., p. 13.
13 R. Esposito, Nove pensieri sulla politica, op. cit., p. 41.
14 Ib.
15 Ib.
16 Ib., p. 58.
17 J. Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política, BAC, Madrid 1987
18 Ib.
19 Ib.
20 Cf. el estudio de Ratzinger, La unidad de las naciones, op. cit., en el que

la interpretación agustiniana de la historia se revaloriza y se comprende en antí-


tesis con la revolucionario-escatológica de Orígenes y con la cristiano-imperial
de Eusebio de Cesarea.
21 R. Esposito, op. cit., p. 27.
22 Ib., p. 28.
23 R. Niebuhr, «Augustine’s Political Realism», op. cit.
24 Ib.
25 R. Nieburh, Moral Man and Immoral Society, New York 1932.
26 R. Nieburh, Faith and History, New York 1949.
27 R. Nieburh, Christianity and Power Politics, New York 1940, p. IX. Sobre

la crítica al perfeccionismo en Niebuhr, cf. S. Cotta, «Una teologia antiperfettis-


tica dell’esistenza e della storia», introducción a la edición italiana de Faith and
History, op. cit., pp. VII-XVIII, quien, oportunamente, observa «la inesperada
similitud del antiperfectismo de Niebuhr con el de Rosmini» (p. XIV).
28 Cit. en R. Niebuhr, «Augustine’s Political Realism», op. cit.
29 Ib.
30 R. Niebuhr, The Children of Light and the Children of Darkness, New Yok

1944, p. XIII.
31 G. Dessì, Niebuhr. Antropologia cristiana e democrazia, op. cit., p. 64.
32 R. Niebuhr, op. cit., p. XII.
33 R. Niebuhr, «Augustine’s Political Realism», op. cit.
34 R. Niebuhr, Man’s Nature and His Communities, New York 1965, p. 43.
35 R. Niebuhr, «Augustine’s Political Realism», op. cit.
36 J. Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política, op. cit.

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SEGUNDA PARTE
EL REALISMO CRISTIANO
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A. LA REDUCCIÓN IDEALÍSTICO-GNÓSTICA
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GNOSIS: EL INEVITABLE CONTRAGOLPE


DE UNA CARENCIA

La actualidad de la «gnosis»

Los artículos escritos por el padre Giandomenico Mucci para


la revista La Civiltá Cattolica sobre el problema de la «gnosis»1
evidencian claramente la importancia de un tema cuyo interés, a
pesar de haber sido percibido por la reflexión filosófica actual,
tarda en ser comprendido por el ámbito teológico y eclesial. El
mismo Papa alude al peligro de la gnosis diciendo que esta here-
jía «nunca se retiró del ámbito del cristianismo en un decidido
aunque no declarado enfrentamiento con lo que es esencialmen-
te cristiano»2. Sin embargo, la objeción más común es la que se
hace a la actualidad de una categoría, la de gnosis, cuyo uso sería
una especie de «fuga de nuestro tiempo para regresar a las dia-
tribas de los primeros siglos del cristianismo, hoy totalmente
incomprensibles»3. Semejante juicio no tiene en cuenta que la
actualización de este término, juntamente con los de arrianismo,
pelagianismo, etc., tiene un ilustre antecedente en el pensamien-
to cristiano alemán de mediados del siglo XIX (J. A. Möhler, A.
Staudenmaier, F. C. Baur, etc.) en su oposición crítica al idealis-
mo de Schelling y Hegel. Por otra parte, según muestra Mucci,
estudiosos contemporáneos como H. Jonas, E. Voegelin, G.
Filoramo, J. Taubes, H. Blumenberg, A. del Noce, colocaron el
fenómeno «gnosis» en el centro de sus estudios y no ciertamente
con intenciones «arqueológicas».
La objeción, sin embargo, posee una parte de verdad si con el
término «gnosis» se entiende la pura y simple reedición del gnos-

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Posmodernidad y cristianismo

ticismo antiguo. Esta corriente, que dependía estrechamente del


neoplatonismo, contiene efectivamente un pesimismo cósmico
que, en sí mismo, es ajeno a la mentalidad moderna. Dicha
corriente se halla en lo moderno pero como supervivencia, como
componente minoritario que está en oposición con el optimismo
de la modernidad. La podríamos calificar como el componente
«de derechas» de la gnosis.
A diferencia de ésta, la gnosis moderna mira a la divinización
del mundo, su punto de partida es Hegel, no Platón. En un
punto, sin embargo, la «derecha» y la «izquierda» coinciden
poniendo de este modo en evidencia el modelo «eterno» de la
gnosis: el modelo según el cual la redención consiste en un pro-
ceso de autoelevación del alma (o espíritu) de la naturaleza hasta
la identificación con Dios; proceso en el que el Yo se realiza ínte-
gramente. La salvación consiste en una divinización del Yo
mediante un proceso inmanente (psicológico) que permite, en
última instancia, identificar el Yo con el Nosotros en una unión
mística que trasciende toda Iglesia «exterior». De este modo, la
salvación no viene de la «gracia» que actúa en el espacio y en el
tiempo mediante signos exteriores, «sensibles», sino de una mera
toma de conciencia, completamente interior, de lo divino que hay
en nosotros. Por medio de ella el hombre puede «liberarse» de su
aspecto «carnal» y elevarse a realidad «espiritual», pneumática.
Como el término «gnosis» indica, el «conocimiento» es lo que lleva
a cabo la salvación de lo humano, su deificación. Semejante pos-
tura, dejando al lado sus ilusiones de fondo, posee una grande-
za que sería injusto ignorar. No es una casualidad que tanta parte
del camino religioso del hombre —pienso en el budismo— y, en
gran medida, del mismo pensamiento filosófico coincidan con
ella. Solamente con la Revelación cristiana se puede contrarrestar
su pretensión, y la «fe», es decir, reconocer que la salvación es
obra de Otro, reivindica su absoluta supremacía sobre la gnosis.
De este modo, la dialéctica entre fe y gnosis se convierte en una
constante del cristianismo histórico. En el contexto actual esta
dialéctica nos permite comprender tanto la forma mentis subya-
cente en la mayor parte de los «nuevos movimientos religiosos»
que forman la galaxia de la «religión americana»4, como la reduc-
ción gnóstica que, usando el término utilizado por san Pablo en
la segunda carta a Timoteo, igual que la «gangrena»5 amenaza
desde dentro al mismo cristianismo. Este último nivel del proble-

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Gnosis: el inevitable contragolpe de una carencia

ma «gnosis» es el que interesa hoy a la conciencia eclesial. Se


comprenden entonces, como reconoce el padre Mucci en sus
ensayos, los motivos que han llevado a 30 Giorni, junto con el
semanario italiano Il Sabato, a actualizar un problema que pare-
cía confinado a un ámbito meramente erudito. Y esto no para
individualizar rostros nuevos de una herejía antigua, sino para
indicar un punto esencial sobre el que la catequesis y la peda-
gogía cristiana deben reflexionar: el vacío del acontecimiento
cristiano hoy.
En un editorial de Il Sabato de 1991 se formulaba la crucial
pregunta de la siguiente manera: «¿Cómo se hace uno cristiano:
por una reflexión sobre sí mismo o por obra de un encuentro de
Gracia?»6. El problema, como lo planteaba la revista, no está
determinado en abstracto, sino a partir del análisis de la derrota
de la postura cristiana en los años setenta y ochenta. Que son los
años de la primacía de la praxis, de las varias teologías de la
esperanza, de la liberación, de la utopía, indicadas como ideal de
cambio. El fracaso de esta perspectiva, a causa también de la
caída del comunismo, abría espacio a nuevos escenarios «religio-
sos», a una actualización de la tendencia gnóstica entendida como
vía «mística», experiencia interior, psicológica, del alma hacia
Dios. Se pasaba así De Pelagio a la gnosis, según el eficaz título
de un editorial de Il Sabato 7, de la praxis a la contemplación, de
la historia a la mística, de la izquierda a la derecha.

Drewermann, Eckhart, Joaquín de Fiore.


El análisis de Baget Bozzo

Tres nombres, entre otros, podemos citar aquí para ejemplifi-


car este giro: los de los medievales Joaquín de Fiore (1130?-1202)
y Juan Eckhart (1260?-1327), de nuevo singularmente actuales, y
de Eugen Drewermann. Para el teólogo-psicólogo Drewermann,
cuya reflexión depende esencialmente de C. G. Jung, «el punto
de partida de la experiencia religiosa no es tanto el mundo de los
hechos y de los pensamientos, sino más bien el de los sueños»8.
Para la experiencia religiosa lo que cuenta no es la realidad his-
tórica, exterior, sino la experiencia interior del hombre que se
expresa en mitos y símbolos. Frente a un proceso tan claro de
reducción psicológica y mitologizante no sorprende que dos

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Posmodernidad y cristianismo

prestigiosos estudiosos como Rudolf Pesch y Gerhard Lohfink


hablen de forma neognóstica9. Pues bien, entre los nombres que
más aparecen en los ensayos de Drewermann se halla insistente-
mente el de Eckhart, padre de la mística alemana, cuya obra es
hoy traducida y estudiada abundantemente. Para Eckhart, en el
que la forma platónica del pensar predomina claramente sobre la
bíblica, la fe no indica adhesión a una Presencia externa, sino
más bien el alejamiento (Abgeschiedenheit) de toda exterioridad,
de todo lo «ajeno». La historia, disuelta en el ewig nun, en el eter-
no presente del alma, no tiene puesto en su «mística». Por consi-
guiente, como revela Marco Vannini, su traductor italiano, «no se
halla nunca en la cristología de Eckhart —y éste será también un
punto característico de la teología de Hegel— una referencia his-
tórica concreta a los hechos históricos del pecado original, la
encarnación, la muerte y la resurrección de Cristo, sino que todo
esto se ve de modo ejemplar, como signo y símbolo de lo que
acontece en el eterno presente, en nuestra alma. No existe salva-
ción alguna, ningún acto que salve fuera de lo que sucede en
nuestra alma, según lo que ya escribía Orígenes: ¿para qué te
sirve Cristo encarnado fuera de ti si no llega también a tu alma?
No existe, pues, ningún tipo de dependencia psicológica hacia
Dios entendido como otro, o de Cristo también entendido como
otro que salva»10. Si Drewermann y Eckhart nos llevan a un tiem-
po eterno, rarefacto, con Joaquín de Fiore nos hallamos, por el
contrario, sumergidos en la historia, aunque sea una historia al
límite de la utopía, en el umbral de esa plenitud de los tiempos
que es la «edad del Espíritu» en la que el cristianismo de la «letra»,
de san Pedro y sacramental, será, hegelianamente, acabado y, al
mismo tiempo, superado. Tenemos así, como afirma Henri Mottu
y con él de Lubac, una «gnosis de tipo apocalíptico»11, una gnosis
que, en versión secularizada, hallará su actualización en Hegel y,
señaladamente, en Schelling.
Los nombres apenas citados son solamente ejemplos de un
proceso en curso. Es de por sí bastante sorprendente que la teo-
logía contemporánea, cuya ambición era colocarse en un hori-
zonte «cristocéntrico», y por tanto objetivamente histórico, fluctúe
en arenas tan movedizas. Un autor, en el que confluyen tanto las
sugestiones de Eckhart como las de Joaquín, puede ayudarnos a
comprender este ir a la deriva: Gianni Baget Bozzo. En un texto
de 1985, E Dio creò Dio, Baget Bozzo, recordando sus reflexiones

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Gnosis: el inevitable contragolpe de una carencia

de los años sesenta, identifica en lo «existencial sobrenatural» de


Karl Rahner el punto donde la teología de hoy gira hacia postu-
ras necesariamente gnósticas. Si el gnosticismo antiguo se definía
por «la idea de un nexo originario entre hombre y divino», según
nuestro autor, «las nuevas teologías se situaban dentro de la pro-
blemática del gnosticismo antiguo, comportaban un cambio en la
misma figura de Dios»12. Esto sucedía porque «la teología conci-
liar reelaboraba de tal modo el concepto de sobrenatural que éste
entraba a formar parte de la misma definición de hombre»13. Si
Dios se convertía en «lo ‘existencial sobrenatural’, la raíz interior
de lo humano en cuanto humano, el hombre se convertía en un
evento de Dios»14. Según Baget Bozzo, en las discusiones que
enfervorizaron el período conciliar, «ni los innovadores ni sus
adversarios comprendieron claramente que la materia de la dis-
cusión no era la Escritura ni su exégesis: era el nexo Dios/hom-
bre sobre lo que se comenzaba a reflexionar en términos dife-
rentes de los de la gran sistematización que siguió a la reacción
ortodoxa al gnosticismo. Y esto sucedía en términos diferentes de
los que proponía el Concilio. Era la misma figura de Dios la que
había que concebir de manera diferente»15.
Esta concepción, que Baget Bozzo rechazaba en la época de
Renovatio y de su colaboración con el cardenal Siri, la comparti-
rá más tarde. En E Dio creò Dio esto le lleva, bajo una perspecti-
va joaquinista, a indicar escatológicamente el tiempo presente
como próximo a los tiempos últimos, como la era en que termi-
na la institución eclesiástica. La entrada en el «nuevo Eón» com-
porta que la relación entre el Reino y la Iglesia, entre la comuni-
dad visible y la invisible, entre el espíritu y la institución, mística
y política, llegue a un nivel de tensión nunca alcanzado anterior-
mente. Cuando esta tensión se desate, la mística será el lenguaje
común, más allá de cualquier determinación eclesiástica que pre-
suma de encerrar en sí misma la universalidad de acción del
Logos. Gracias a esta experiencia, «que no consiste en la percep-
ción de un objeto exterior, sino en entrar en lo profundo de uno
mismo»16, la mística puede por fin realizar esa divinización de lo
humano que era el sueño de los gnósticos injustamente olvidado
por la Iglesia.
Si la postura de Baget Bozzo es una actualización de Joaquín
de Fiore después de Hegel, hay que decir que a modo suyo es
una emblemática expresión de un sentimiento difundido. El pro-

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Posmodernidad y cristianismo

cedimiento lógico que lleva a las mismas conclusiones podría ser


ejemplificado de la siguiente manera: se parte de la pregunta
sobre las condiciones que permiten la universalidad de la salva-
ción; se elabora, para este fin, la teoría del «cristianismo anóni-
mo»; se relativiza, por consiguiente, la forma eclesial; la mística se
convierte en el lugar de la unión universal. A lo largo de este
camino la conciencia religiosa se afirma necesariamente como
fundamento de salvación. Ella contiene de forma inmanente, a
priori, esa Gracia, esa presencia de lo divino que define la exis-
tencia abriéndola a lo universal humano independientemente de
cualquier aportación externa. Se puede observar cómo en este
horizonte la Iglesia se resuelve en una mera afirmación exterior,
extrínseca, de un proceso interior en curso. En cualquier caso,
deja de ser —y esto sin menoscabar la acción del Espíritu Santo
que puede obrar más allá de sus confines concretos— el lugar
visible de la salvación. Bajo este aspecto el pensamiento teológi-
co contemporáneo no es más que el contragolpe de una caren-
cia, el resultado de un vacío por el que parece que el cristianis-
mo carece de lo que le es propio: la experiencia sensible,
espacio-temporal, del Misterio gracias a la presencia no sólo de
los sacramentos, sino también del milagro del cambio en rostros
y personas en los que la gracia se expresa tangiblemente17.

La experiencia bíblica fundamental en H. U. von Balthasar

Si éste es el nudo, asombra la genialidad con la que Hans Urs


von Balthasar subrayaba la importancia del problema en algunas
páginas memorables del primer volumen de Herrlichkeit, su
«estética teológica», dedicadas a la «experiencia arquetipo». «La
Iglesia», observa aquí von Balthasar citando una frase del carde-
nal Gaetano, «no tendría por sí misma ninguna evidencia de lo
que ha de creerse, si no tuviese en sí misma testigos oculares»18.
Esto trae a un primer plano la «participación de los sentidos cor-
porales en el conocimiento religioso cristiano, sobre todo por el
hecho de que la forma objetiva de la fe es ‘Dios en la carne’ y
exige entonces, precisamente por esto, un encuentro sensible»19.
Aquí sensibilidad significa «oír, ver, tocar». En la Iglesia, esta expe-
riencia estética no es simple privilegio de los apóstoles, sino que
prosigue mediante la «participación imitadora de esta arquetípica

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Gnosis: el inevitable contragolpe de una carencia

unidad de fe y visión de los testigos oculares»20. Estamos, pues,


frente a una percepción bíblica de Dios que no se puede espiri-
tualizar. «Lo específico del cristianismo no consiste en el hecho de
tomar el ‘punto de partida’ de lo corporal o de lo sensible, como
de un material religioso del que se pueden sacar las abstraccio-
nes necesarias, sino en el hecho de que esta carne y esta sangre,
que ha quitado el pecado del mundo, permanece en el ver, oír y
tocar y en el gusto de comer. Desde Valentino a Bultmann esta
carne y esta sangre están espiritualizados y desmitizados»21. Esta
espiritualización puede darse «en nombre de una economía sal-
vífica que, con los alejandrinos, afirma que el antiguo pacto está
marcado por los signos simbólicos sensibles, mientras que el
nuevo pacto es el del paso a la verdad espiritual; que, por tanto,
el sistema salvífico ligado a espacio, tiempo y sentidos, ha sido
abolido y que en esta liberación consiste la verdadera libertad del
hombre cristiano»22. Puede darse, además, mediante la teología de
la mística, a lo largo de una línea ideal que va desde la «teoría
origenista» de Evagrio a la «platonizante, psicología mística» de
Agustín, desde el aristotélico Tomás de Aquino que «se defiende,
en lo que puede, de la preponderancia absoluta de esta teoría
platonizante de la mística», a Eckhart y hasta Juan de la Cruz.
Según el autor, «una ojeada general a toda la teología de la mís-
tica cristiana revela que el poco valor atribuido a la forma de la
visión bíblica, constituye un hecho terrible que es imposible que
pase en silencio»23. De hecho, para von Balthasar, la permanen-
cia del Verbum caro en la Iglesia está estrechamente en correla-
ción con el producirse de la experiencia originaria, bíblica, del
Misterio. Una experiencia objetiva de un acontecimiento en curso
que, frente a su reducción, que «gnóstica y alejandrinamente no
tiene en cuenta el acontecimiento histórico-corpóreo», sabe muy
bien que «lo que es históricamente real es sensible, ya sea perci-
bido inmediatamente con los sentidos humanos, ya sea testimo-
niado tal como fue percibido»24. La dura crítica de von Balthasar
contra el vacío idealista del hecho cristiano explica la preferencia
que en Estilos eclesiásticos 25 concede a Ireneo respecto a
Orígenes, en otros aspectos estimado y venerado, y, en Estilos
laicales, el hecho de que termine su antología con Charles Péguy
que «dirige de nuevo el arco hacia nuestro punto de partida: hacia
Ireneo»26. Péguy, en efecto, como muestra el ensayo de Jean
Bastaire, Péguy l’inchrétien al igual que Ireneo, tuvo una con-

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Posmodernidad y cristianismo

ciencia altísima de la amenaza que los varios «espiritualismos, ide-


alismos, inmaterialismos, religiosismos, panteísmos» constituían
para la experiencia cristiana, una amenaza aún más grave que el
materialismo, banal y para nada persuasivo. Como escribe en
Veronique: «La mística, la que niega, la que niega el carácter tem-
poral de lo eterno, la que quiere deshacer, quitar, separar lo tem-
poral de lo eterno (...) es precisamente esto, de los dos contra-
rios, y precisamente esto es lo más peligroso y profundamente no
cristiano»27. Su resultado es efectivamente un cristianismo quími-
camente «puro» del que no se puede tener una experiencia real.
Lo que desaparece es el «engarce» entre la carne y lo eterno.
«Desmontado este engarce, desaparece el cristianismo (...). Ya no
existe tentación, ni salvación, ni prueba, ni paso, ni tiempo, ni
nada. Ya no existe redención, ni encarnación, ni la misma crea-
ción (...). Ya no existe la obra de la gracia. Ya no hay promesas
ni su cumplimiento, las largas alineaciones a lo largo del tiempo,
a lo largo de la historia»28.

El realismo de la experiencia

La gnosis, como reducción dentro del cristianismo, es el resul-


tado de un proceso de idealización del Hecho cristiano por el
que éste ya no puede reflejarse en una presencia física en el
mundo. Su producto es un cristianismo eterno sin espacio ni
tiempo. Es un cristianismo sin la Gracia, es decir, sin el milagro
de un cambio que, históricamente, sucede en el encuentro gra-
tuito con el «Cuerpo de Cristo», es decir, con la Iglesia. Si éste es
el riesgo, el problema, como es evidente, no está en la antología
de los pensadores «gnósticos» de nuestro tiempo, sino más bien
en recoger la noción de experiencia cristiana para que lo que von
Balthasar llama «experiencia arquetipo» ocupe decididamente el
centro de la pedagogía eclesial. Para ello es importante subrayar
que la categoría de «experiencia», junto con la de «sentido reli-
gioso», no son, debido al uso impropio que de ellas ha hecho el
modernismo, conceptos que haya que rechazar. Es verdad que
cierta manera de concebir la «experiencia religiosa» acaba en la
gnosis; también es verdad, sin embargo, que precisamente la falta
de experiencia del acontecimiento cristiano está en el origen de
una concepción abstracta del Misterio y, por tanto, de la reduc-

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Gnosis: el inevitable contragolpe de una carencia

ción gnóstica, de hecho inevitable. Se trata entonces de fundar la


noción de experiencia partiendo de la relación con el objeto,
objeto que, en primer lugar, es siempre una realidad externa,
«sensible». Ésta es la realidad que provoca el ánimo humano, que
evidencia sus exigencias fundamentales, que llama a la razón a
reflexionar sobre la correspondencia entre el evento encontrado
y el deseo infinito de verdad, bien y belleza, de felicidad y amor,
en que reside el «sentido religioso» del hombre.
De este modo la noción de experiencia se determina partien-
do de la «correspondencia» entre el sujeto y el objeto. En un breve
escrito de 1964, con imprimatur de monseñor Carlo Figini, Luigi
Giussani desarrollaba reflexiones de decisivo interés. «La expe-
riencia», escribía, «es un método fundamental mediante el cual la
naturaleza favorece el desarrollo de la conciencia y el crecimien-
to de la persona. Por eso no hay experiencia si el hombre no se
da cuenta de que ‘crece’ con ella. Mas para crecer verdadera-
mente, el hombre tiene necesidad de que le provoque o le ayude
algo distinto de él, algo objetivo, algo que ‘encuentra’»29. En el
caso del cristianismo una experiencia real del mismo requiere la
concomitancia de tres factores. En primer lugar, «el encuentro con
un hecho objetivo originalmente independiente de la persona
que tiene la experiencia; hecho cuya realidad existencial consis-
te en una comunidad que se manifiesta sensiblemente»30. En
segundo lugar, el «poder de percibir adecuadamente el significa-
do de ese encuentro» en la «gracia de la fe»31. En tercer lugar, la
«conciencia de la correspondencia que hay entre el significado
del Hecho con el que nos topamos y el significado de nuestra
existencia —entre la Realidad cristiana y eclesial y la propia per-
sona—, entre el Encuentro y nuestro destino. La conciencia de
dicha correspondencia es lo que verifica ese crecimiento de uno
mismo que es esencial en el fenómeno de la experiencia»32. Es en
este último nivel de «verificación» donde la razón y la libertad del
hombre son valorizadas al máximo. Si es así, la autoconciencia
no debe alejarse del mundo sensible para hallar, en la interiori-
dad mística, los rasgos abstractos de un Dios sin rostro. Por el
contrario, como norma, el Misterio se revela sólo en la relación
con la realidad externa. Se establece, de esta manera, una priori-
dad no superable, ideal e histórica al mismo tiempo, del aconte-
cimiento sobre el sentido religioso, una prioridad que excluye la
identificación rahneriana entre sentido religioso y «existencial

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Posmodernidad y cristianismo

sobrenatural». En esto reside el realismo cristiano. Escribía


Romano Guardini en un ensayo de 1935: «Ésta es la ley de la
encarnación, según la cual el Dios invisible y desconocido se nos
manifiesta desde el abismo de nuestro ánimo, como exige la mís-
tica absoluta; no a través de la suprema elevación del pensa-
miento, como quieren los filósofos; no en el esfuerzo de la aspi-
ración moral y de la separación del mundo, como afirma la
ascesis autónoma, sino a través del rostro del hombre y de la
palabra de Cristo»33.

Notas
1 «Mito e pericolo della gnosis moderna», cuaderno 3397, 1992; «Il dibattito

sulla gnosis in Italia», cuaderno 3455, 1994; «Le radici gnostiche dell’ ‘New Age’»,
cuaderno 3462, 1994.
2 Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés,

Barcelona 1994.
3 A. Monticone, «Chi torna ad agitare i fantasmi dell’eresia», en Jesus, mayo

1992.
4 Cf. G. Filoramo, I nuovi movimenti religiosi. Metamorfosi del sacro, Bari

1986; H. Bloom, La religione americana, trad. it., Milán 1994.


5 2 Tm 2,17.
6 «La vera alternativa», en Il Sabato, 14 de septiembre de 1991.
7 «Da Pelagio alla gnosis», en Il Sabato, 19 de octubre de 1991.
8 E. Drewermann, An ihren Früchten sollt ihr sie erkennen. Antwort auf

Rudolf Peschs und Gerhard Lohfinks «Tiefenpsychologie und keine Exegese»,


Friburgo 1989.
9 R. Pesch, G. Lohfink, Tiefenpsychologie und keine Exegese. Eine

Auseinandersetung mit Eugen Drewermann, Stuttgart 1987.


10 M. Vannini, Dialettica della fede, Casale Monferrato 1983.
11 H. Mottu, La manifestation de L’Esprit selon Joachim de Fiore, Neuchatel-

París 1977; H. de Lubac, La posteridad espiritual de Joaquín de Fiore. 1. De


Joaquín a Schelling, op. cit.
12 G. Baget Bozzo, E Dio creò Dio Milán, 1985.
13 Ib.
14 Ib.
15 Ib.
16 G. Baget Bozzo, Vocazione, Milán 1992. Véase también, del mismo autor,

Manuale di mistica, Milán 1994.


17 L. Giussani, «Algo que se da antes», en Está, porque actúa, Ediciones

Encuentro, Madrid 1994.


18 H. U. von Balthasar, La percepción de la forma, vol. I de Gloria. Una esté-

tica teológica, op. cit.


19 Ib. Para una posición análoga véase R. Guardini, Los sentidos y el corazón,

op. cit.

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Gnosis: el inevitable contragolpe de una carencia

20 H. U. von Balthasar, op. cit.


21 Ib.
22 Ib.
23 Ib.
24 Ib.
25 H. U. von Balthasar, Estilos eclesiásticos. Ireneo, Agustín, Dionisio,

Anselmo, Buenaventura, vol. II de Gloria. Una estética teológica, op. cit.


26 H. U. von Balthasar, Estilos laicales. Dante, Juan de la Cruz, Pascal,

Hamann, Soloviev, Hopkins, Péguy, vol. III de Gloria. Una estética teológica, op.
cit.
27 C. Péguy, Veronique. Dialogue de l’histoire et de l’âme charnelle, La

Pleïade, París 1992.


28 Ib.
29 L. Giussani, «El encuentro como experiencia», en Está, porque actúa, op.

cit., p. 86.
30 Ib., p. 87.
31 Ib.
32 Ib.
33 R. Guardini, «Christlicher Realismus», en Unterscheidung des Christlichen -

Gesamelte Estudien 1923-1963, Maguncia 1963.

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JOAQUÍN Y SUS HIJOS

Entre los últimos trabajos de Henri de Lubac hay dos tomos


dedicados a La posterité spirituelle de Joachim de Fiore1. En ellos
el teólogo francés veía en el medieval Joaquín de Fiore el pen-
sador insuperable de nuestro tiempo, cuyas categorías funda-
mentales, singularmente actuales en los últimos decenios, per-
mitían comprender e interpretar gran parte de la atmósfera
espiritual posconciliar. Bajo el aspecto histórico-crítico es una
conclusión sorprendente, aunque de Lubac no sea el único
autor que la hace. Habituados a pensar en la Edad Media como
en una época irremediablemente perdida, separada de lo
moderno por un abismo profundo, resulta difícil imaginar la
actualidad de un pensador tan profundamente compenetrado
con el clima de su tiempo como lo fue Joaquín de Fiore. En esta
consideración de Lubac iba más allá de las conclusiones de
Étienne Gilson, el cual, si en L’esprit de la philosophie médièva-
le evidenciaba las raíces medievales de lo moderno, en Les
métamorphoses de la Cité de Dieu demostraba que no había
comprendido en lo más mínimo el papel y la importancia de
Joaquín de Fiore en la modernidad.

El Evangelio eterno como edad del Espíritu

¿Cuál es, entonces, la novedad de la doctrina del pensador


medieval, ese elemento de ruptura con la tradición que va a ser
el legado que llegue hasta nuestros días? Sobre este punto los
intérpretes, comenzando por Grundmann, a quien se debe el

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Joaquín y sus hijos

redescubrimiento de Joaquín de Fiore en nuestro siglo, están de


acuerdo. Joaquín de Fiore en sus obras de exégesis de la Sagrada
Escritura, en particular en su Liber Concordiae Novi ac Veteris
Testamenti, introduce una hermenéutica de los hechos históricos
que no tiene correspondencia con la tradición. Su método, que
posee el estilo de un procedimiento geométrico-científico, se
basa en la «concordia», en la proporción numérica y paralela que
se da entre los personajes y acontecimientos del Antiguo
Testamento y los del Nuevo. Los hechos históricos, en una espe-
cie de «orgía simbólica» (Ernesto Buonaiuti), se convierten aquí en
los tipos ideales de un proceso ideal-eterno que se realiza tanto
en el Antiguo Testamento, como, de forma análoga, en el Nuevo.
De este modo el estudio de la Escritura permite delinear una
ciencia de la historia para la que, en correspondencia con lo que
sucede en el pasado, es posible deducir también el futuro, cuya
forma no hace más que repetir hechos y acontecimientos que ya
sucedieron. A partir de aquí puede diseñar su teoría sobre las
siete edades del mundo.
En esta cronología de la historia, Joaquín de Fiore hereda de
san Agustín el esquema septenario de las edades, pero al mismo
tiempo introduce una variante esencial en el esquema agustinia-
no. Nuestro autor coloca la «séptima edad» —que san Agustín
situaba más allá de la historia, indicando en ella el tiempo de la
pax vera, de la perfecta iustitia, de la plenitudo veritatis, y de la
plenitudo libertatis— dentro del proceso histórico, y añade una
aetas octava para indicar el estadio final y eterno de la historia
humana. «Con esta ‘retrocesión’ de la séptima edad de lo eterno
a lo temporal, Joaquín de Fiore introducía en el pensamiento cris-
tiano-medieval una nueva ‘figura escatológica’: la edad final del
Espíritu» (A. Crocco). A diferencia de las primeras cinco edades,
en las que predomina el Padre, y de la sexta, plasmada por el
Hijo, la séptima edad está marcada por el Espíritu Santo; es el
tiempo del Espíritu. El tiempo del Hijo y del Espíritu pertenece a
la era neotestamentaria que se subdivide en dos momentos: un
tiempo de gracia, en el que predomina el Evangelio temporal,
ligado a la «letra» y un tempus amplioris gratiae, propio del
Evangelio eterno marcado por el «Espíritu». En esta tercera era
«espiritual», el cristianismo romano, de Pedro y sacramental, debe
modificarse, tiene que alcanzar una forma más alta que trascien-
da su figura precedente.

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Posmodernidad y cristianismo

De esta manera, el rostro histórico de la Iglesia, tal y como lo


instituyó Cristo, pasa a ser un momento de cambio, una fase de
transición hacia una plenitud espiritual que, lejos de realizarse
sólo en un contexto metahistórico, se está realizando ya en el
tiempo presente, en un período de venida inminente del Espíritu,
período del que Joaquín de Fiore describe tendencias y figuras.
Es evidente que en una concepción semejante «Cristo simboli-
za solamente la prehistoria de este cristianismo espiritual; en la
misma ‘nueva alianza’ se repetirá el proceso donde lo nuevo
asume lo antiguo. Con otras palabras, Joaquín de Fiore coloca la
contradicción que el cristianismo ha traído al mundo en el mismo
cristianismo» (H. Mottu).
El tiempo cristiano se divide en dos momentos: la era de la
letra y la del espíritu, la de la Iglesia carnal y la de la espiritual,
la de Cristo y la del Espíritu. La consecuencia es un eclipse de la
presencia de Cristo, y, paralelamente, surge un «mesianismo» que,
como escribe Mottu, «ya no tiene por objeto al Mesías, sino el
Espíritu bajo la forma concreta de ese ‘orden espiritual’ escatoló-
gico». Un «mesianismo del Espíritu» que asume necesariamente la
figura de una perspectiva utópica y que adquiere su fascinación
y sugestión precisamente porque no se presenta como ruptura,
sino como perfeccionamiento, pleroma del cristianismo histórico.
En este sentido concreto, «el ‘Evangelio eterno’ es la interpreta-
ción, la trans-interpretación» del evangelio histórico, así como, en
el paso de la Iglesia de Pedro a la espiritual, Joaquín de Fiore «es
más trans-católico que anti-católico» (H. Mottu).

Lo moderno como «edad del Espíritu»

En esta búsqueda de una nueva hermenéutica de la tradición,


en el hecho de asumir un punto de vista más comprensivo bajo
cuya luz el cristianismo histórico parece como una figura del
pasado, consiste, como veremos más adelante, la actualidad pre-
sente del pensamiento del abad Joaquín. Lo que es cierto, en
cualquier caso, es que esta «actualidad» no hay que atribuirla sim-
plemente al hoy. Como de Lubac egregiamente demostró en su
ensayo, Joaquín de Fiore ha tenido, a lo largo de la modernidad,
una conspicua «posteridad espiritual». Esta influencia no es casual.
Y si bien el problema espera un examen apropiado, el «mesia-

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Joaquín y sus hijos

nismo del Espíritu» joaquinista, su idea de un reino histórico de


paz, justicia y libertad, desempeña, en efecto, un papel esencial
precisamente al delinear el rostro mismo de la modernidad.
Como observa el gran historiador Morghen, «el mensaje de
Joaquín de Fiore constituye verdaderamente la clave del paso de
la Edad Media al Renacimiento: de la ‘espera del fin de los tiem-
pos’ a la ‘espera de la nueva edad’». Esta espera entra de tal
manera en la constitución de lo moderno que constituye su
forma mentis: lo moderno es el tiempo del novum, de la utopía
que se realiza, de la madurez y del progreso; es el tiempo del
Espíritu y de la Iglesia invisible-universal.
La misma división historiográfica, comúnmente aceptada, de
historia antigua, medieval y moderna asume, desde este punto de
vista, un valor axiológico. Lo moderno es el punto de no retor-
no, el lugar de la manifestación íntegra de la razón. De los
muchos autores que, remitiéndose más o menos explícitamente a
Joaquín de Fiore, confirman esta posición citamos sólo tres:
Lessing, Schelling y Hegel.
En el ámbito de la Ilustración alemana su mayor representan-
te es Gotthold Ephraim Lessing, que en su Die Erziehung des
Menschengeschlechts de 1780, afirma textualmente: «Llegará cier-
tamente la época de un nuevo Evangelio eterno, por lo demás
prometido en los mismos libros elementales del Nuevo
Testamento». En esto, según Lessing, era justo reconocer que
«algunos visionarios de los siglos XIII y XIV entrevieron un rayo
de este nuevo Evangelio eterno, equivocándose sólo en anunciar
el acontecimiento como inminente. Puede ser que su teoría sobre
las tres edades del mundo no fuera una quimera tan vacía. De
hecho no les animaban malas intenciones cuando enseñaban que
el Nuevo Testamento se volvería anticuado como lo es el
Antiguo». Su único error es que «habían anticipado demasiado
este plan, creían que sus contemporáneos, que a duras penas
habían salido de la infancia, pudieran de golpe, sin esclareci-
miento ni preparación, transformarse en hombres dignos de su
tercera edad».
Para Lessing, pues, sólo en el contexto del Aufklärung, del
«esclarecimiento»-«ilustración», los tiempos estaban maduros y,
como declaraba en Ernst und Falk. Gespräche für Freimaurer,
la llegada de una «Iglesia invisible» era inminente. Nos hallamos
ante una secularización consciente del ideal de Joaquín de

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Posmodernidad y cristianismo

Fiore, donde la edad de la razón, entendida místicamente, toma


el puesto del reino del Espíritu (Santo).
En el ámbito del idealismo alemán, Schelling y Hegel toman
al pie de la letra el programa de Lessing. En la lección 36 de su
Philosophie der Offenbarung Schelling recuerda al «célebre abad
Joaquín de Fiore» alegrándose de la «concordancia con un hom-
bre tan significativo y eminente en la historia de la Iglesia, que ya
a mediados o hacia finales del siglo XII había visto algo seme-
jante, y en parte completamente igual».
Para Schelling, como para Joaquín de Fiore, eran tres los tiem-
pos de la Iglesia, simbolizados por Moisés, Elías y Juan Bautista
para el Antiguo Testamento; y Pedro, Pablo y Juan Evangelista
para el Nuevo: el tiempo de la ley, de la profecía o libertad, de
la síntesis final. En esta tripartición «Pedro es más bien el apóstol
del Padre. Su mirada penetra con extrema profundidad en el
pasado. Pablo es propiamente el apóstol del Hijo y Juan el del
Espíritu». El período de Pedro coincide con la Iglesia romana; el
de Pablo comienza con la Reforma; el de Juan preconfigura la
Iglesia del futuro.
En términos análogos Hegel, en sus Vorlesungen über die
Philosophie der Religion y Vorlesungen über die Philosophie der
Geschichte 2, hablará de la era del Padre, del Hijo y del Espíritu.
Si el tiempo del Padre indica la distancia infinita entre el hombre
y Dios propia de la fe judía, en Cristo lo humano y lo divino se
hacen uno.
Pero es sólo en el Espíritu donde lo humanun en general, y
no sólo Cristo, se hace divino, y la reconciliación cristiana
puede hacerse universal. Para Hegel este tiempo había llegado
con la Reforma, para la que la objetividad sensible (sacramen-
tal) de la fe se había diluido y Dios iba coincidiendo progresi-
vamente con la interioridad del Yo. La época del Hijo, caracte-
rizada por el cristianismo romano aún exterior y sensible, no
«espiritual», concluía con la Edad Media. Con la Reforma comen-
zaba la época moderna como era del Espíritu. «La Edad Media
era el reino del Hijo. En el Hijo, Dios no está aún completo, lo
está sólo en el Espíritu. (...) Así como la situación del Hijo tiene
en sí un elemento de exterioridad, así también en la Edad Media
predominaba la exterioridad. Con la Reforma comienza, en
cambio, el reino del Espíritu, en el que Dios es conocido ver-
daderamente como Espíritu»3.

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Joaquín y sus hijos

Para Schelling y Hegel la actualización de Joaquín de Fiore se


concreta en la Reforma. Una Reforma entendida como puerto
que abre el camino hacia la Ilustración. Una fase de transición
hacia esa superación de la diferencia entre cristianismo y huma-
nismo, gracia y naturaleza, Iglesia y mundo, en la que se com-
pleta la divinización de la razón. En este sentido concreto «creció
y se afirmó el proceso de ‘secularización’ sobre la base del pen-
samiento de Joaquín de Fiore» (Augusto del Noce).
En el caso de Joaquín de Fiore nos hallamos ante una verdade-
ra heterogeneidad de los fines. «Como más tarde Lutero —escribe
Karl Löwith— tampoco Joaquín de Fiore pudo prever que su
intención religiosa de desecularizar a la Iglesia, una vez que otros
la hicieran suya, daría el resultado contrario, es decir, la seculari-
zación del mundo, promovida precisamente por el hecho de que
el pensamiento escatológico fue dirigido hacia las penúltimas
cosas, por lo que se reforzó el impulso secular en la dirección de
una solución definitiva de los problemas que no se pueden resol-
ver en su propio nivel y con sus propios medios».

Joaquín contra Agustín

El problema planteado por Löwith concierne a la forma utó-


pica necesaria que debe asumir la perspectiva joaquinista preci-
samente en virtud de su «mesianismo del Espíritu», de su idea de
la plenitudo libertatis posible en un tiempo histórico definido.
Según esta forma, la posición de Joaquín de Fiore se opone cons-
cientemente a la de san Agustín. Ya el protocolo de Anagni de
1255, redactado por una comisión a la que el papa había encar-
gado investigar sobre la doctrina del abad Joaquín, había ilustra-
do plenamente esta diferencia. En nuestro siglo esta contraposi-
ción, a partir de los estudios de Grundmann, seguido en esto por
Löwith, Voegelin, Ratzinger y muchos más, es un punto firme de
la crítica.
La divergencia, irreductible, concierne aquí a la concepción de
san Agustín, y de toda la tradición cristiana, para la que Jesucristo
es plenitud y fin de los tiempos, a la que se opone la de Joaquín
de Fiore, para la cual la plenitud cristiana requiere un segundo
kairós, constituido por la manifestación del Espíritu en la tercera
edad. De este modo el abad Joaquín rechaza la dialéctica entre

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Posmodernidad y cristianismo

«ciudad de Dios» y «ciudad terrenal», que es el centro del De


Civitate Dei 4 agustiniano. «Entre Agustín, el escatólogo de la
‘Ciudad de Dios’, y Joaquín de Fiore, el escatólogo de la ‘edad
del Espíritu’ existe sobre este punto una divergencia esencial e
irreconciliable» (Crocco).
Para Joaquín de Fiore la edad final de la historia, al estar mar-
cada por la amplior gratia, es una edad de palingenesia en la que
falta esta tensión dramática entre gracia y naturaleza herida por
el pecado original, entre Iglesia y mundo, tensión que caracteri-
za a las eras precedentes. Añade Crocco: «De este modo, el ter-
cer status joaquinista, con su perspectiva escatológica de la reno-
vatio total del saeculum, recomponía y armonizaba en sí mismo
la Ciudad de Dios y la ciudad terrenal, ya que eliminaba la dis-
crepancia y la dicotomía entre lo espiritual y lo temporal, y supe-
raba la tradicional visión dualista del mundo y de la historia».
Así pues, frente a Agustín, el autor de la diferencia, de la diver-
gencia entre gracia y naturaleza, entre Civitas Dei y Civitas
mundi, tenemos a Joaquín de Fiore como autor de la identidad,
para quien, en el reino del Espíritu, cristianismo y mundo están
tan compenetrados que ya no se pueden distinguir.

La actualidad de Joaquín de Fiore

La génesis de la secularización, como bien demostró Löwith,


se halla precisamente en este proceso de identificación entre
cristianismo y mundo. La secularización no sólo lleva a cabo la
simple separación entre lo sagrado y lo profano y quiere resti-
tuir al mundo su «autonomía», sino que, con mayor sutileza, da
un carácter inmanente al eschaton cristiano, que tiende a con-
vertir un determinado tiempo histórico en absoluto, definitivo y
perfecto.
Nos documenta la irrupción del esquema joaquinista en
nuestros días una interpretación de la historia de la Iglesia que
se difundió mucho en el período posconciliar. Esta interpreta-
ción veía el Concilio ecuménico Vaticano II como un momento
de cambio en la historia de la Iglesia, un punto de ruptura entre
una Iglesia «carnal», terrenal, dogmática e institucional, y una
Iglesia, en cambio, «espiritual», tolerante, animada de libertad y
deseo de paz.

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Joaquín y sus hijos

Se trataría de un cambio de época influido por el Espíritu. Se


pasaría de un cristianismo «constantiniano», ligado a la defensa de
la particularidad «católica», a un cristianismo abierto, ecuménico,
universal porque está latente en todos los hombres. Un pancris-
tismo cósmico se une aquí con una teología «pneumática» y gene-
ra la teoría del «cristianismo anónimo», según la cual la «Iglesia
visible» ha de tener sólo una función puramente extrínseca y mar-
ginal. Esto significa, respecto a Agustín, un rechazo tajante de la
dialéctica entre las dos «ciudades» en favor del esquema origenis-
ta-joaquinista sobre la unificación del mundo dentro de un único
ecumene espiritual5. La edad del Espíritu, como época del «diálo-
go» entre Iglesia y mundo, ya no está marcada por la tensión
entre gracia y pecado, entre lo sobrenatural y lo natural. Esta ten-
sión se resuelve en la otra, completamente intramundana, que se
da entre los artífices del «nuevo orden», del progreso y del pri-
mado del futuro, y los que se quedan, en cambio, en el pasado
y la conservación. La versión secular, ilustrada, de la teoría de
Joaquín de Fiore se impone de esta manera sobre la teología
agustiniana de la historia.
Una figura clave de esta transición entre las dos visiones fue,
por la gran influencia que ejerció, Teilhard de Chardin. En este
caso de Lubac, para quien «Teilhard no tiene nada de joaquinis-
ta»6, no nos ayuda mucho. La aprobación, que de Lubac concede
de hecho en sus Memoires sur l’ocasion de mes écrits al «semi-
joquinismo» como «búsqueda sincera de lo que debe ser el desa-
rrollo normal de la tradición católica», le impide ver en Teilhard
nada más que ambigüedades o conflictos no resueltos. En reali-
dad Teilhard es uno de los grandes «visionarios» de la edad del
Espíritu durante nuestro siglo. «Se me ha ocurrido —escribía
Teilhard en 1929 en su carta a Leontine Zanta— que se podría
escribir un ensayo titulado El tercer Espíritu, es decir, sobre el
‘Espíritu de divinización del Mundo’, en contraposición a la alter-
nativa demasiado simplista de ‘Espíritu de Dios’ y ‘espíritu del
mundo’».
Sobre el mismo tema observa en una carta de 1936: «Usted ya
sabe que lo que está ocupando gradualmente mis intereses y preo-
cupaciones interiores es el esfuerzo para establecer en mí, y
difundir en torno a mí una nueva religión (llamándola si se quie-
re, un cristianismo más desarrollado) en la que el Dios personal
no sea ya el gran propietario ‘neolítico’ de antaño, sino el Alma

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Posmodernidad y cristianismo

del Mundo que nuestro estadio cultural y religioso requiere. (...)


Ante mí, el camino se presenta claramente definido: ya no se trata
de superponer el Cristo al mundo, sino de ‘pancristificar’ el uni-
verso. El punto delicado (que ya mencioné en Christologie et évo-
lution) es que este camino no sólo nos lleva a una ampliación de
nuestros conocimientos, sino también a un cambio total de nues-
tras perspectivas. El Mal (que ya no es castigo por una culpa, sino
‘señal y efecto’ del progreso) y la Materia (que ya no es elemen-
to culpable e inferior, sino ‘estofa del Espíritu’) asumen un signi-
ficado diametralmente opuesto al que habitualmente se conside-
ra como cristiano. El Cristo sale de esta transformación
increíblemente engrandecido (...). Pero, ¿sigue siendo verdadera-
mente el Cristo del Evangelio? Y si ya no es Él, ¿en qué se basa
lo que intentamos construir?».
En este documento fundamental de trabajo, cuya importancia
analizó Gilson en su ensayo Le cas Teilhard de Chardin, ya están
todos los elementos esenciales de lo que en la misma carta
Teilhard llama neocristianismo. Está ya presente la cristología cós-
mica, considerada como el pleroma, la universalización del Cristo
histórico superado en un proceso que lo engloba; la idea de un
progreso del cristianismo hacia una especie de metacristianismo,
y el nuevo modo de entender las categorías teológicas (pecado-
gracia) dentro de un cuadro evolutivo de progreso. Al igual que
en Joaquín de Fiore no nos hallamos aquí frente a una perspec-
tiva anti-católica sino trans-católica, ante una trans-interpretación
del cristianismo.
De esta trans-interpretación del cristianismo, que iba a llevar
a la órbita de Hegel a buena parte del pensamiento católico, era
posible una lectura progresista y otra moderada. Para la prime-
ra, que se impondrá durante los años setenta, las tesis de fondo
—a) primado del futuro como categoría absoluta e interés por
este futuro y no por el supramundo; b) consiguiente idea de una
plenitud que no está «sobre nosotros» sino «ante nosotros»; c)
concepción de la teología como escatología— encontrarán cabi-
da en las varias teologías de la esperanza, de la praxis, de la
revolución, etc. Aquí se vuelve a descubrir a Joaquín de Fiore y
al reino del Espíritu como reino mesiánico de libertad y justicia,
a partir de una teología cercana a la izquierda hegeliana, como
claramente deja entrever el diálogo entre Jürgen Moltmann y
Ernest Bloch.

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Joaquín y sus hijos

El fracaso del comunismo histórico provocará, por otra parte,


un contragolpe que señala el surgimiento de la variante modera-
da del hegelianismo, una variante en la que Hegel se mezcla al
último Schelling, a Jung, etc., según una trayectoria que podemos
calificar con la siguiente frase: del pelagianismo a la gnosis.
La edad del Espíritu ya no es lo que debe ser realizado,
mediante la praxis, sino lo que se abre, mística o noéticamente,
en la trans-interpretación del cristianismo. La superación del
acontecimiento histórico de Jesucristo, y por tanto de su cuerpo
visible que es la Iglesia, pasa aquí a través del redescubrimiento
de la mística, en la trayectoria Hegel-Meister Eckhart, luego en la
disolución de lo que es cristiano en lo universal religioso. Pero
también en la radicalización de la idea de praedestinatio absolu-
ta de Cristo se vacía de manera impresionante lo que es históri-
co en orden a la salvación, con el resultado de que Jesucristo se
convierte, también en este caso, en el alfa y omega de una estruc-
tura cósmico-metafísica.
A lo largo de los tres últimos decenios, por tanto, la actualidad
de Joaquín de Fiore se impone en la dialéctica entre mística social
(socialismo como religión) y gnosticismo cristocéntrico.
Detrás de nuestro autor, se alza imponente la figura de Hegel,
cuya importancia en orden a la teología contemporánea no es posi-
ble infravalorar. La «tercera edad», ayer confiada a los revoluciona-
rio de profesión, hoy reclamada por los hombres «espirituales»,
«metafísicos», se puede expresar sólo con categorías hegelianas.
La fe, desgarrada entre el futuro y el presente eterno, sin tiem-
po, de la posición místico-metafísica, pierde de este modo el
único tiempo real, el históricamente presente. En esta pérdida se
manifiesta hoy la influencia de Joaquín de Fiore y, paralelamen-
te, el olvido de san Agustín y de su visión realista de la historia.

Notas
1 H. de Lubac, La posteridad espiritual de Joaquín de Fiore, op. cit.
2 J. G. F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la religión, Alianza Editorial,
Madrid 1984; y J. G. F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia, Alianza
Editorial, Madrid 51989.
3 J. G. F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia, op. cit.
4 San Agustín, La ciudad de Dios, op. cit.
5 Sobre el contraste entre modelo origenista y agustiniano, cf. J. Ratzinger,

La unidad de las naciones, op. cit.


6 Ib.

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HEGEL, MAESTRO DE TODOS

Dos aspectos parecen caracterizar el pensamiento católico de


los últimos treinta años. El primero, dominado por la exigencia
de superar el «gueto» católico y una especie de complejo de infe-
rioridad de los cristianos ante lo moderno, concluye, derribando
el juicio neoescolástico de tipo decimonónico, con la identifica-
ción perfecta entre cristianismo y modernidad. Lo moderno no
sería un período de hostilidad hacia la fe, sino más bien un pro-
ceso de purificación de ésta de los detritus procedentes de otras
culturas, en particular de la helénica, presentes todavía en la cris-
tiandad antigua y medieval. La historia del pensamiento moder-
no se convierte en historia de la realización acabada de la idea
«cristiana» de Dios. El segundo aspecto, ligado al primero, deriva
de la persuasión de vivir un período eclesial sin precedentes en
la historia, una verdadera «edad del Espíritu» en que los anterio-
res modos y categorías de entender y practicar la fe, ligados a
una imagen demasiado «sensible» de lo divino, se rebajan a figu-
ras pasadas de la historia cristiana. Estas dos características cons-
tituyen de hecho los puntos distintivos que Hegel ofrece de la
relación entre cristianismo y modernidad en sus lecciones sobre
la filosofía de la historia. De esta manera, imperceptiblemente,
una parte considerable de la sensibilidad eclesial y del pensa-
miento teológico contemporáneo ha entrado en la órbita de este
autor, al que Sören Kierkegaard consideraba como el máximo
responsable del vacío idealista de la fe cristiana en el siglo XIX.
Para esa parte el período posconciliar ha asumido, en el imagi-
nario teológico —como de Lubac había evidenciado en La pos-
terité spirituelle de Joachim de Fiore 1—, los rasgos de aquella

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Hegel, maestro de todos

época del Espíritu que, siguiendo la directriz Hegel-Lessing-


Joaquín de Fiore, constituye el pleroma del cristianismo históri-
co, la superación del cristianismo «histórico», «carnal», de la mera
letra, en dirección a un Evangelio espiritual, «eterno», en el que
desaparecen todas las diferencias entre divino y humano, sobre-
natural y natural, cristianismo y mundo. Es decir, ha asumido los
caracteres de esa «segunda Reforma» que Hegel presumía poder
sacar del proceso de secularización de la Reforma protestante.
Sus consecuencias son, por un lado, una concepción «interioris-
ta» de la fe que, rechazando toda visibilidad externa, se resuelve
en la mera confirmación religiosa de la moralidad del Estado.
Por el otro, una concepción del devenir histórico que, recha-
zando toda posible contaminación entre las formas particulares
y la interioridad espiritual, termina en un escatologismo para el
que el cristianismo no puede asumir una realidad ni manifestar-
se como acontecimiento histórico. Se actualizan aquí, al igual
que en la Ilustración alemana, «las dos principales corrientes de
pensamiento antagonistas del protocristianismo. Y curiosamente
las dos se refieren al nombre del apóstol Juan y se condensan
respectivamente en el Apocalipsis y en el cuarto Evangelio: la
tendencia quiliástico-apocalíptica (cuya acentuación del devenir
y la tensión hacia el futuro toma el pensamiento moderno, pero
no el postulado del ‘nuevo cielo’ y de la ‘nueva tierra’, ni la pre-
ponderancia casi exclusiva atribuida al obrar de Dios y de Cristo
y de sus ministros angélicos, ni la valoración predominantemen-
te negativa de la historia profana y del compromiso humano en
la historia) y la tendencia místico-interiorizadora»2.
El encuentro entre estas dos líneas —interiorismo gnóstico y
escatologismo radical— no constituye por sí misma una peculia-
ridad del panorama actual. Ya en 1931 Erich Przywara, frente a
la situación contemporánea del cristianismo alemán protestante,
observaba que «el contraste entre gnosticismo fanático y un radi-
calismo escatológico es eminentemente la situación de hoy»3.
Según Przywara, bajo el doble influjo de los filósofos rusos de la
emigración (Chestov, Bulgakoff, Berdiaev) y de la teología trini-
taria de Barth, se había «formado una filosofía y religiosidad
‘pneumo-teológica’ cuyo punto particular está en que ‘la libertad
del pensar y vivir en el Espíritu Santo’ se contrapone a la ‘exte-
rioridad legal’ de la Iglesia. Esto es casi literalmente lo mismo
que dice Hegel contra el catolicismo en la Filosofía de la histo-

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Posmodernidad y cristianismo

ria»4. Este resultado, al igual que en la escuela hegeliana, ve el


surgir de una dialéctica entre una «derecha» idealista y una
«izquierda» realista. «Contra el cristianismo del ‘Pneuma’ se levan-
ta un cristianismo de la ‘realidad’, que exige que la Iglesia se
encauce totalmente en el ritmo de los movimientos sociales y
económicos que van apareciendo; de suerte que la versatilidad
del convenir con el movimiento oscilatorio de la vida del mundo
vale, en fin, como el signo de la Gracia»5. Es lo que sucedía en
la «religiosidad de la realidad» de Friedrich Gogarten o en el
socialismo como religión de Paul Tillich. De este modo, según
Przywara, «la situación de la Reforma ha llegado hoy a su apo-
geo, pues en el contraste entre gnosticismo pneumático y realis-
mo socialista los elementos fundamentales de lo que es Reforma
están divididos: misticismo desenfrenado y revolución social. Si
ya Lutero fue impotente frente a estas dos fuerzas, hoy la situa-
ción es definitivamente desesperada. Sectas o socialismo son los
herederos de las iglesias territoriales. En esto la sombra de Hegel
se halla misteriosamente grande detrás de todos»6. A este proce-
so de disgregación se oponía, según Przywara, «sólo el catolicis-
mo, si el catolicismo alemán no se deja deslumbrar por el nuevo
hegelianismo»7.
Respecto a la situación de los años treinta se puede observar
ahora que, dejando a un lado el deseo de Przywara, la fascina-
ción de Hegel se ha impuesto no sólo en el ámbito protestante,
sino también en el católico. El espíritu del tiempo, a partir del
optimismo planetario de los años sesenta y del utopismo revo-
lucionario del post-68, ha favorecido, en la identificación de la
historia con el «devenir de Dios», la asimilación del cuadro hege-
liano. El dualismo entre el cristianismo del «Pneuma» y el cristia-
nismo de las «realidades terrestres» identificadas con el reino de
Dios ha atravesado y marcado la historia del catolicismo en los
últimos decenios. Al igual que, paralelamente, el dualismo entre
Espíritu e institución, Iglesia «constantiniana» e Iglesia «carismáti-
ca», etc. En esta contraposición, dominada por la persuasión de
vivir en un época nueva, sin precedentes, no sólo la Iglesia «anti-
gua» aparece como la premisa de la «nueva Iglesia», sino que
Cristo mismo se convierte en «el Mesías del Espíritu». Al igual que
en Joaquín de Fiore y, luego en su versión secularizada, en
Hegel, el tiempo neotestamentario se subdivide en dos eras: el
tiempo de Cristo y el del Espíritu. El primero, ligado a la figura

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Hegel, maestro de todos

sensible e histórica de Cristo, es la introducción al segundo. El


cristianismo en cuanto fe histórica se vuelve umbral, premisa del
cristianismo eterno, metafísico, cuyo tiempo es interioridad del
espíritu. Desde el punto de vista teológico esta reducción estu-
vo favorecida tanto por la «cristología trascendental» de deriva-
ción kantiana (Maréchal, K. Rahner), como, en el aspecto exe-
gético, por el uso irreflexivo del método histórico-crítico a través
de la trayectoria Reimarus-Hegel-Strauss-Bultmann. Lo que es
determinante, en la fe, para la primera posición no es el Cristo
histórico, real, sino su idea que, eterna, está presente en nuestra
alma más allá de sus ejemplificaciones históricas. Como ya escri-
bía Kant: «En la manifestación fenoménica del hombre-Dios el
verdadero objeto de la fe santificante no es lo que de éste resul-
ta a nuestros sentidos o que puede ser conocido mediante la
experiencia, sino el modelo ideal ínsito en nuestra razón y que
ponemos como fundamento de dicha manifestación fenoméni-
ca»8. La Idea Christi es eterna, no está vinculada a ejemplifica-
ciones históricas. «El Cristo como idea no se ha de buscar fuera
de nosotros, sino dentro; y su figura histórica es la Ilustración
que nos debe servir de ejemplo»9. Para Kant «aunque fuese posi-
ble y se diera efectivamente un ‘Cristo histórico’, su función no
podría ser otra que la de una ocasión para despertar en nosotros
su figura ideal que desde siempre está presente en nuestra razón
y a la que solamente nosotros debemos hacer referencia de
modo decisivo»10. Coherentemente con esta perspectiva el idea-
lista Fichte escribirá: «Solamente lo que es metafísico y no la
dimensión histórica, nos hace bienaventurados; la segunda com-
porta solamente erudición. Si alguien se ha unido realmente a
Dios y ha entrado en Él, es completamente indiferente por qué
camino ha llegado»11. En esto le sigue Hegel para quien: «A la fe
no interesa el acontecimiento sensible, sino lo que sucede eter-
namente»12. Conclusión ésta que, al negarle toda importancia a
los hechos y a los signos sensibles por medio de los cuales el
cristianismo se hace acontecimiento, ocasión de encuentro, tiene
su epílogo en la teoría del «cristianismo anónimo» de Karl
Rahner, que de hecho sanciona la insignificancia de la Iglesia
para la salvación.
Por lo que se refiere al método histórico-crítico, también
éste, en la medida en que no es consciente de su génesis y de
sus premisas filosóficas maduradas en el contexto de la

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Posmodernidad y cristianismo

Aufklärung, corre el riesgo, paradójicamente, de disolver ese


«Cristo histórico» que, sin embargo, debería garantizar. En el
postulado, recibido acríticamente, según el cual el verdadero
Cristo histórico está «más allá» del Cristo de la fe, la fe, separa-
da de su objeto, se convierte, idealistamente, en el lugar de la
producción de su contenido: el hombre-Dios. De este modo, la
realidad del Cristo histórico, en su vivencia de vida-muerte-resu-
rrección y en los signos y milagros que le acompañan, no es
condición genética de la fe, de creer en Él, sino al contrario, es
por la fe por lo que Jesús de Nazaret «aparece» como Dios de
los cristianos. En esta inversión, por la que la fe en vez de estar
fundada en el objeto, en la tradición eclesial que depende de
los testigos oculares, funda ella misma el objeto, el cristianismo
entra inevitablemente en la órbita hegeliana. Y en sus
Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte, siguiendo a
Reimarus y Lessing, Hegel quiere mostrar el proceso de ideali-
zación del Hombre-Dios por obra de la Iglesia primitiva. Aquí,
como observa Xavier Tilliette, «la divinidad del hombre
Jesucristo resultaría de un husteron proteron; la comunidad lo
ha declarado Dios, y Él no ha fundado, instruido e iluminado la
Iglesia»13. El Jesús histórico no coincide con el Cristo de la fe. Es
la fe, la conciencia «religiosa» la que a posteriori crea esta coin-
cidencia. «El Cristo», escribe Tilliette, «considerado en su comu-
nidad es objeto de fe, y dicha fe llega a la identidad del Hijo de
Dios con el individuo histórico Jesús de Nazaret. Ya no cono-
cemos al Cristo según la carne: éste podría ser el lema de la cris-
tología hegeliana. En efecto, la fe de la comunidad transfigura,
transforma, a este individuo singular. La Iglesia decreta que él
es el Hijo de Dios»14. Lo puede hacer porque en la concepción
hegeliana no es determinante la fe «exterior», la fe en el Cristo
«histórico», sino la fe interior que depende de la conciencia del
«Dios» en nosotros, de lo Absoluto inmanente en nuestro espíri-
tu. El Cristo histórico no es más que la ocasión de la que puede
surgir en el alma la idea de lo divino, del Cristo ideal, eterno,
desde siempre presente de forma latente en nuestra mente. En
este sentido «la fe exterior ha de ser considerada sólo como un
medio para llegar a la verdadera fe; en cuanto exterior está
sometida a la contingencia y el espíritu alcanza su verdad no
según la contingencia, sino según el libre testimonio»15. La fe
interior supera así a la fe exterior. «Esta primera confirmación es

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Hegel, maestro de todos

un modo exterior, accidental, de la fe. La fe verdadera es espi-


ritual, está en el espíritu; tiene por fundamento la verdad de la
idea»16. Para Hegel, pues, «la fe no reside en la autoridad, en lo
que ha sido visto, entendido, sino en la naturaleza del espíritu
eterno y sustancial, la cual ha llegado a conciencia»17. Esto
implica, coherentemente, la negación del valor ostensivo de los
signos, de los milagros, ya que «la fe reside en el testimonio del
espíritu, no en los milagros, sino en la verdad absoluta, en la
idea eterna»18. Los signos «exteriores» pertenecen a la «edad del
Hijo», al catolicismo medieval. Éstos pierden importancia en el
cristianismo moderno, posreformado, en la edad del Espíritu,
donde, «fuera del único mediador, cada uno debe cumplir en sí
mismo la obra de la reconciliación»19.
En la interpretación idealista del cristianismo, la realidad del
contenido cristiano, su presencia sensible en el ámbito espacio-
temporal, su ser un acontecimiento que se manifiesta eminente-
mente mediante el rostro concreto de la Iglesia, se niega y se
resuelve en lo universal religioso. La consecuencia es que «la
figura de Cristo interesa únicamente como figura, como estruc-
tura significante últimamente inteligible. No es el quis sino el
quid de Cristo lo que se considera en esta cristología; si no se
niega su ser personal, histórico, irresoluble, no es ni siquiera
decisivo»20. En esta anulación desaparece el cristianismo como
acontecimiento y, por tanto, la posibilidad de «experimentar», a
partir de las exigencias objetivas de la naturaleza humana, la ver-
dad de este hecho.
Lo que queda es una especie de sublimación religiosa del yo
que resuelve, gnóstica y simbólicamente, el contenido concreto
de la fe como signo de la propia autoexperiencia interna, sea
ésta mística o sentimental. En este vacío, que hace faltar el ele-
mento propio del catolicismo —su manifestación de la presencia
sensible y actual del Misterio divino—, toma cuerpo la dialécti-
ca entre cristianismo «pneumático», gnóstico, y radicalismo esca-
tológico. Si es así, merece la pena evidenciar en toda su impor-
tancia la anotación de P. Henrici, según la cual en Hegel y en el
pensamiento idealista, «este vaciar el ser histórico en favor de
una mera estructura significante parece más temible —porque es
más connatural con el discurso filosófico— que la otra herejía,
quizás más propiamente teológica, que niega a la Persona de
Jesús la naturaleza divina»21.

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Posmodernidad y cristianismo

Notas
1 H. de Lubac, op. cit.
2 G. Cunico, Da Lessing a Kant. La storia in prospettiva escatologica, Génova
1992.
3 E. Przywara, «Der Hegelianismus in Deutschland», en Rivista di Filosofia

Neoscolastica, vol. XXIII, 1931.


4 Ib.
5 Ib.
6 Ib.
7 Ib.
8 E. Kant, La religión en los límites de la mera razón, Alianza Editorial,

Madrid 1991.
9 G. Riconda, Presentación a: E. Kant, Scritti di filosofia della religione, Milán

1989.
10 G. Ferretti, «Immanuel Kant. Dal Cristo ‘ideale’ della perfetta moralitá al

ritorno del Cristo della fede ai ‘confini’ della religione», en AA. VV., La figura di
Cristo nella filosofia contemporanea, Cinisello Balsamo 1993.
11 J. G. Fichte, Die Anweisung zum seligen Leben oder auch die Relgionslehre.
12 J. G. F. Hegel, Propedéutica filosófica.
13 X. Tilliette, «Sur la christologie idéaliste», en Filosofia e Teologia, 1, 1989.
14 X. Tilliette, Filosofi davanti a Cristo, Brescia 1989.
15 J. G. F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la religión, op. cit.
16 Ib.
17 Ib.
18 Ib.
19 Ib.
20 P. Henrici, «Panlogismo o pancristismo?», en AA. VV., Il Cristo dei filosofi,

Brescia 1976.
21 Ib.

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GNOSIS Y MODERNIDAD EN AUGUSTO DEL NOCE

Lo que caracteriza al «momento histórico actual» es «el descu-


brimiento total de la oposición entre cristianismo y gnosticismo».
Con estas palabras resumía Augusto del Noce su punto de vista
sobre el reto que hoy se le presenta a la fe, en un ensayo de los
últimos años de su vida1. Se trataba, según el autor, de una «nueva
gnosis» diferente y afín a la antigua.
«Está claro —escribía— que con el término gnosticismo no me
refiero a la gnosis antigua, a cómo se consuma el fenómeno
gnóstico, sino a una esencia espiritual susceptible de manifestar-
se de varias formas y en diferentes épocas; o a una mentalidad
que, habiéndose presentado en los primeros siglos como alter-
nativa al cristianismo (...) ha resurgido en los dos últimos siglos,
tras una vida subterránea, alcanzando su forma definitiva después
del cristianismo». Ahora «el rasgo nuevo que aparece con el pen-
samiento gnóstico es la rebelión contra el ser; respecto al mundo
griego asume la forma del anticosmicismo; respecto al mundo
cristiano, la de antítesis del Dios creador del Génesis. La reden-
ción es redención de la creación, liberación del mundo».
Los gnósticos «no le niegan al mundo el atributo de orden,
pero le dan un significado de oprobio y no de alabanza. No dicen
que el cosmos sea desordenado, sino que está regido por un
orden rígido y enemigo, por una ley tirana y malvada. Su Dios no
es simplemente extraterrenal o ultraterrenal, sino contraterrenal,
y sobre esto se produce la ruptura con el cristianismo». El resul-
tado de esta ruptura es una especie de rebelión metafísica que
representa la «raíz común de dos actitudes opuestas: el libertina-
je como desconsagración de lo real, el ascetismo como su recha-

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Posmodernidad y cristianismo

zo radical». Son las «dos direcciones de la gnosis antigua: la ascé-


tica y la libertina».
Estas dos perspectivas, según del Noce, no califican sólo las
tendencias de la espiritualidad tardo-antigua, sino que, en el con-
texto de hoy, se vuelven actuales, confirmando el resurgir del
veneno gnóstico.
Respecto a la primera dirección, «¿no es el espíritu revoluciona-
rio total la versión secularizada del ascetismo gnóstico?». En su libro
Il suicidio della rivoluzione 2, del Noce decía: «Se ha insistido
mucho sobre la necesidad de usar términos gnósticos para definir
la idea revolucionaria. El eón presente está tan corrompido, las
condiciones de la humanidad son en él tan miserables que la des-
trucción del orden universal se hace necesaria; la revolución no
será una nueva forma histórica dentro del eón presente, sino que
conlleva su anulación. La idea de la revolución total, pues, lleva
consigo el rechazo radical de la sociedad existente y el mito de un
estadio final y perfecto»3. Si la revolución reencuentra temas de la
antigua gnosis, no le va a la zaga su contraparte erótico-nihilista,
«lado gozoso de la sociedad opulenta, cuyo libertinaje —como
escribió en el ensayo del 80— entronca mucho más con el gnósti-
co que con el de origen renacentista preilustrado». El libertinaje de
hoy viene después del marqués de Sade, y significa una rebelión
metafísica en la que la celebración de la materia va seguida de su
violación hasta la consumación total.
Hoy las dos tendencias susodichas hallan su punto de unión
en la creencia de que «la liberación será el resultado de la des-
trucción de todo tipo de orden (el ‘gran rechazo’ del 68)». Desde
este punto de vista, la obra de Herbert Marcuse, en la que revo-
lución política y revolución sexual se enlazan de modo indivisi-
ble, asume un valor emblemático. Por otro lado, el nihilismo, tal
y como surge en el contexto del post-68, es parte de la historia
del proceso revolucionario. Como del Noce había diagnosticado
lúcidamente en Il suicidio della rivoluzione, el descalabro inevi-
table hacia el que va la revolución —el fracaso de la gnosis «ascé-
tica»— no puede por menos que llevar a la extensión máxima de
su pars destruens, y, por lo tanto, al nihilismo de todos los valo-
res, cuya máxima expresión es la secularización libertina. Se
deduce que la definición más adecuada para comprender el
momento presente es la que considera este momento como «el
período de la descomposición de la nueva gnosis».

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Gnosis y modernidad en Augusto del Noce

Del Noce y Voegelin: el gnosticismo moderno

El uso de esta categoría —gnosis— para designar uno de los


trayectos posibles de la modernidad le vino a del Noce de la
lectura de la obra de Eric Voegelin. El prólogo de nuestro autor
a la traducción italiana de The new science of politics 4 , de
Voegelin, marca una fecha importante en la reflexión del filóso-
fo italiano.
Para Voegelin, según del Noce, «el espíritu de modernidad,
como fundamento de las valoraciones y de los movimientos polí-
ticos modernos, convierte en inmanente el eschaton cristiano; y el
factor que promueve esta evolución, es, a su parecer, el gnosticis-
mo, de tal manera que la evolución del espíritu de modernidad
coincidiría con la del gnosticismo». Del Noce no estaba totalmente
de acuerdo con esta tesis, en la medida en que la historia del pen-
samiento moderno no coincidía plenamente con la del racionalis-
mo inmanentista, como había demostrado en Il problema dell’a-
teismo 5 . Pero la interpretación voegeliana parecía totalmente
persuasiva con respecto a esta orientación. Una parte importante
de la modernidad —la misma que entiende la categoría de lo
moderno en términos axiológicos, como el período del novum en
la historia— se piensa a sí misma a partir de fundamentales nocio-
nes gnósticas. Lo moderno se convierte en la era del Espíritu, la
tercera época, después de la del Padre y el Hijo, profetizada por
Joaquín de Fiore. Una época en la que el cristianismo, tras aban-
donar su carácter «carnal», histórico-eclesiástico, se convierte final-
mente en «espiritual», de una espiritualidad sui generis que encuen-
tra en su camino los topoi propios de la posición gnóstica.
La escatología trinitaria de Joaquín de Fiore —como demues-
tra Karl Löwith en Meaning in History (1949)— se convierte así
en el sistema de símbolos con los cuales el hombre moderno
interpreta la historia; hasta tal punto, según del Noce, que «el
proceso de ‘secularización’ creció y se afirmó sobre la base del
pensamiento de Fiore, en un largo proceso que podemos enmar-
car ‘desde el Humanismo hasta la Ilustración’»; del Noce podría
haber encontrado un excelente apoyo para su tesis en los dos
volúmenes de Henri de Lubac, La posterité spirituelle de Joachim
de Fiore 6 .
Si el pensamiento de Fiore es el camino principal que lleva a
una parte del cristianismo moderno hacia un horizonte gnóstico,

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Posmodernidad y cristianismo

del Noce, a diferencia de Voegelin, se preocupa de evidenciar las


características principales de la nueva gnosis «poscristiana» res-
pecto a la antigua. Su diferencia sustancial estriba en el hecho de
que mientras «la gnosis antigua hace al mundo ateo (al negar su
creación por parte de Dios) en nombre de la trascendencia de
Dios, la poscristiana lo hace ateo en nombre de un inmanentis-
mo radical». Para la primera, el mundo, la materia, es indigna de
Dios; para la segunda, el mundo es Dios; una es pesimista, la otra
optimista. Pero en la nueva gnosis el mundo no es aún divino,
tiene que llegar a serlo, y sólo llegará a serlo cuando termine el
proceso de sustitución del hombre por Dios. En este sentido «el
rasgo esencial de esta conversión al inmanentismo del eschaton
cristiano es el paso a la idea según la cual el hombre es capaz de
autorredención».

El pecado original y el mito de Anaximandro

Surge así, pues, el postulado primordial: «En el fondo del nuevo


gnosticismo se encuentra la negación del pecado original». El pre-
supuesto del que surge el racionalismo moderno, su a priori, está
en el rechazo, sin ninguna prueba, del status naturae lapsae, y en
la aceptación, pues, de la condición actual del hombre como su
condición normal. Un rechazo sin pruebas, porque la experiencia
nos muestra el mal —la corrupción y la muerte que atañen al ser—
enlazado con la existencia finita, pero no puede aclararnos si esta
relación es necesaria o contingente, si lo finito es malo en sí
mismo, por el mero hecho de serlo, o si el mal es un factor acci-
dental, y por lo mismo capaz de redención. Según del Noce, que
seguía aquí una indicación del filósofo ruso Lev Chestov, en un
caso estamos frente al «mito de Anaximandro» —del nombre de
uno de los primeros pensadores griegos de quien nos ha llegado
un único fragmento en el que se identifica la culpa con el ser
«finito»—; en el otro, frente al texto del Génesis según el cual la
creación es positiva, siendo el mal el resultado posterior en el
que está implicada la libertad del hombre.
Ahora bien, la razón por sí misma no puede establecer la
necesidad o la contingencia del mal. Si considera la necesidad
tendrá que eliminar racionalmente el aspecto misterioso del mal,
e identificarlo con la condición finita.

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Gnosis y modernidad en Augusto del Noce

En el otro caso sólo una «revelación» puede permitir que el ser


se confirme en su esencial positividad. Como afirma del Noce en
un ensayo de 19807, el racionalismo, al negar la posibilidad de lo
sobrenatural y de la gracia, está obligado «a aceptar la interpreta-
ción del mal que Nietzsche había leído ya en aquel famoso frag-
mento de Anaximandro, según la cual el aniquilamiento de las
realidades finitas ha de castigarlas por haberse emancipado del
Ser puro. Naturalmente, el lenguaje puede cambiar, pero lo que
permanece es que el camino de la salvación y de la sabiduría se
buscará siempre en la liberación de lo finito; habrá una gnosis
especulativa, una liberación buscada, mediante el pensamiento,
en la elevación hacia una universalidad tal que para el hombre
resulte indiferente existir o no en la vida finita (...); una gnosis
revolucionaria —y no tiene nada de particular que Engels
comience su opúsculo sobre Feuerbach con una frase que repro-
duce textualmente el fragmento de Anaximandro». La frase de
Engels dice: «La tesis de la racionalidad de lo real se resuelve,
según las reglas de la dialéctica hegeliana, en esto: todo lo que
existe merece morir».
El racionalismo moderno, que alcanza sus cimas más altas con
Hegel y Marx, en la medida en que lleva a comprender la muer-
te como destino «natural» de la vida se convierte en la filosofía de
la justificación de la muerte.
Una nube ofusca la existencia hasta tal punto que el hombre
se vuelve culpable porque existe. De aquí nace la metodología
lógico-ética, sustancialmente ascética, típica del racionalismo.
Para ella la liberación (la «deificación») está en el paso a lo «uni-
versal», lo «colectivo», lo «general», donde la existencia individual
(«egoísta») se vuelve al fin indiferente. El ideal de la vida, escribe
del Noce en Il problema dell’ateismo, está «o en la anulación del
Nirvana-extinción; o en la revolución que ha de sustituir el noso-
tros por el yo, el hombre colectivo».
La disolución de la individualidad finita, la negación del yo
que existe concretamente, hace que se pueda ver al ateísmo
racionalista poscristiano, en su generalidad, «como el resultado
último de la comprensión del cristianismo en la interpretación del
mal ya declarada en el fragmento de Anaximandro».
El ateísmo moderno, aunque del Noce no usa aún este tér-
mino en 1964, no es nada más que la revolución-disolución del
cristianismo en la gnosis. Pero con esto se modifica sustancial-

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Posmodernidad y cristianismo

mente el escenario habitual que presenta a la modernidad sim-


plemente a partir de la secularización de los valores cristianos,
que pasaron a ser «autónomos» debido a la Revelación. Es decir,
no estamos frente a la mera laicización de la antropología cris-
tiana, respecto a una fe considerada como «añadida», sino que,
como escribe del Noce: «Me parece, al contrario, que se debe
hablar de una nueva comprensión de la novedad cristiana en
categorías antiguas», a la manera de Kierkegaard cuando habla-
ba, a propósito del hegelianismo, de «nueva comprensión paga-
na del cristianismo».

Lo moderno como secularización de la gnosis

El cambio de perspectiva es tan consistente que induce a del


Noce, en su ensayo de 1980, a hablar de «secularización de la
gnosis». Es decir, el concepto de secularización alcanza su signi-
ficado final sólo en relación con la gnosis. Este concepto «es váli-
do para la gnosis, no para el cristianismo». De aquí derivan cua-
tro tesis, profundamente unidas entre ellas, que del Noce
considera de gran importancia para una comprensión del hori-
zonte contemporáneo. «La primera, que todo intento de distin-
guir, como se ha hecho, entre ‘secularización’ y ‘secularismo’ no
tiene ningún sentido; que, por consiguiente, la llamada ‘teología
de la secularización’ no se puede definir de otro modo sino como
la prisión gnóstica del cristianismo.
La segunda, que el secularismo no es nada más que la reafir-
mación de la gnosis después del cristianismo, y que coincide con
el inmanentismo.
La tercera, que es contradictoria la idea de una crítica de la
violencia desarrollada sobre la base del inmanentismo. La cuarta,
que la definición del nihilismo presente es la de la catástrofe del
sueño gnóstico».
La secularización, como gnosis «poscristiana», vuelve a encon-
trarse con los topoi de la antigua gnosis a un nivel diferente, radi-
calmente inmanentista. «Secularización significa, pues, que la rea-
lidad totalmente ajena (...) que para el gnóstico era un más allá
respecto del mundo sensible, para el revolucionario moderno es
un futuro que se realizará, por las necesidades mismas de la his-
toria, en una concepción inmanentista, por lo que necesidad y

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Gnosis y modernidad en Augusto del Noce

libertad se identifican. El dualismo gnóstico se encuentra de este


modo disuelto en un proceso histórico inmanente, como suce-
siones de eones temporales sucesivos».
La gnosis se presenta, así pues, como la forma mentis propia
del racionalismo moderno, de ese racionalismo para el que el mal
coincide con la individualidad finita. Conclusión que muestra los
límites de ese cientifismo modernista que critica al marxismo pre-
cisamente por la presencia en él de mitologías neognósticas,
supervivencias en lo moderno de caracteres arcaicos y superados.
De ahí la conclusión, difundida en los ambientes sociológicos, de
que si el marxismo puede tener éxito en los países que se
encuentran en un nivel premoderno, en los desarrollados no
puede por menos que abandonar la idea de revolución por la de
modernización. Una perspectiva semejante, según del Noce, «no
advierte que el valor axiológico dado a la idea de modernidad
tiene un origen gnóstico» y que «la arrogancia cientifista deriva del
influjo de ese mismo espíritu gnóstico que pretende criticar». La
consecuencia es que «intentar luchar contra la gnosis revolucio-
naria, violenta y totalitaria, en nombre de la idea de moderniza-
ción, es repetir, literalmente, la operación del barón de
Münchausen». El cientifismo, en efecto, comparte con el marxis-
mo un mismo horizonte espiritual, confirmando así la existencia
de una gnosis específicamente moderna.
En el prólogo del 68 a la obra de Voegelin, del Noce llega-
ba a decir, refiriéndose al «proceso espiritual de los últimos
veinte años» que «su carácter es una regresión del marxismo
teórico con respecto, no ya al cristianismo, sino al cientifismo.
Hoy es un hecho que el cientifismo —es decir, la interpretación
de la ciencia en términos de nueva gnosis— lleva a un grado
de deshumanización mayor que el marxismo llevado a la pra-
xis política».

Cristianismo y gnosis moderna

Los límites de la posición cientifista plantean el problema de


la conveniencia o no de las respuestas ante la gnosis presente en
lo moderno. Según del Noce, no son ninguna respuesta todas
esas posiciones que permanecen dentro de la concepción axio-
lógica de la modernidad, ya sean de tipo progresista, dirigidas

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Posmodernidad y cristianismo

hacia un resultado final de plenitud y liberación, o bien reaccio-


narias, dirigidas a delinear una catástrofe inexorable. «Esto por-
que la misma idea del proceso unitario, se mire como se mire,
optimista o pesimista, está dentro de ese renacimiento de la gno-
sis del que dependen las filosofías de la historia que (...) siguen
condicionando las habituales interpretaciones de la historia»
(piénsese, por ejemplo, en la opinión corriente, hoy difundida
incluso entre muchos teólogos, según la cual «modernidad» signi-
fica proceso irreversible de «secularización»). El rechazo que hace
del Noce de estas interpretaciones, que ligan el proceso histórico
a una «necesidad» lógica o a un férreo «destino», radica en el
fondo en su persuasión acerca de la acción de la Gracia en la his-
toria, incluida la historia presente. Como afirmaba recientemente
Tito Perlini, «a pesar de la completa irreligiosidad que la historia
contemporánea ha sido capaz de construir, del Noce, que fue el
primero en criticarla despiadadamente, no dejó nunca la última
palabra al pesimismo. Estuvo siempre firmemente seguro de que
llegaría el renacimiento cristiano; eso sí, en una época y en cir-
cunstancias imprevisibles. Porque siempre tuvo un sentimiento
muy fuerte de la Gracia. Para él, la última palabra sobre la histo-
ria le corresponde a la Gracia»8.
Si todo esto para él estaba claro, su preocupación constante
fue, en cambio, la de trazar los límites posibles de la posición
cristiana frente al horizonte moderno. En el ensayo del 80 sobre
Violenza e secolarizzazione della gnosi dirá que «es natural pen-
sar que el gnosticismo ha podido resurgir con formas nuevas y
llegar a dominar históricamente porque las formas de pensa-
miento que se le oponían no eran las adecuadas, encontrándo-
se ya en ellas el germen o la ocasión de la desviación». Del
Noce, a partir de la adquisición del concepto de gnosis como
categoría sintética, expresaba aquí una persuasión ya adquirida
en sus estudios precedentes. En ellos se señalaba que el meo-
llo del catolicismo moderno estriba en ese dualismo «cartesiano»
entre «vida espiritual e historia» constantemente presente. Parte
del catolicismo moderno tiende a identificarse con un espiritua-
lismo desencarnado que abandona en definitiva, la historia a su
destino. Tiende a hacerse «interior», hasta tal punto que pierde
todo vínculo, que no sea puramente intrínseco, con el mundo.
En este punto el análisis de del Noce coincidía singularmente
con el que Romano Guardini había desarrollado en Das Ende

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Gnosis y modernidad en Augusto del Noce

der Neuzeit 9 . De ahí nacía, como se afirmaba en un artículo de


1938 dedicado a Nicolás de Malebranche, como ejemplo de
cierto pensamiento católico moderno, «una dificultad verdade-
ramente grande». Un conflicto no resuelto entre interioridad y
exterioridad.
Según Malebranche, a Dios se le puede encontrar sólo «reple-
gándose en uno mismo, en una elevación de la inteligencia en la
que el mundo sensible perdía todo significado y valor. Pero,
¿cómo pasar de esta revelación puramente interior a la de la fe
que, fundada sobre el testimonio exterior de necesidad, conlleva
una referencia necesaria a la historia?». El conflicto, no resuelto
por Malebranche, indica que una parte importante del pensa-
miento cristiano moderno está subordinado a ese idealismo
«gnóstico» que atraviesa los últimos siglos para afirmarse luego
como tendencia dominante.
Como dijo en 1980, «el encuentro ‘no previsto’ con la gnosis y
su transfiguración en términos nuevos se verifica al final de un
proceso tendente a interpretar el cristianismo como filosofía, o a
llegar a la idea de una ‘filosofía’ cristiana como absorción del cris-
tianismo dentro de la filosofía». Esto nos lleva a Hegel, verdade-
ro arquitecto de la gnosis moderna, en cuya obra el cristianismo
se convierte en cultura «cristiana» y en sistema de valores. Así se
comprende el camino especulativo de del Noce, tendente a exa-
minar, en el seno de la modernidad, algunos puntos de resisten-
cia al idealismo que se impone por todas partes.
Un camino que explica la amistad personal y el encuentro
especulativo con el «realista» Étienne Gilson. Que explica tam-
bién la valoración de autores como Pascal, para el cual «el deís-
mo no es una etapa del proceso hacia el Dios religioso, sino el
error contrario al del ateísmo, y por esto capaz de asimilarse a
su contrario», y Kierkegaard, como figuras en las que la «realidad»
de Jesucristo no se resuelve en un símbolo o arquetipo de tipo
especulativo.
De todos modos, para él la tarea estaba clara. «Si la filosofía
cristiana tiene una historia —escribía en Gilson e Chestov—, no es
la de la reconciliación de las posiciones opuestas, ni mucho
menos la de la deshelenización, sino la de la purificación del
racionalismo, o de la gnosis, si se quiere usar este término para
referirnos al adversario que el cristianismo ha tenido desde sus
principios».

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Posmodernidad y cristianismo

Notas
1 A. del Noce, «Violenza e secolarizzazione della gnosi», en AA. VV.,

Violenza, Brescia 1980, pp. 215-216.


2 Milán 1978.
3 Ib., p. 5.
4 Turín 1986.
5 Bolonia 1964.
6 Op. cit.
7 A. del Noce, «Gilson e Chestov», Archivio di filosofia, 1980.
8 Il Sabato, 16 de noviembre de 1991.
9 Op. cit.

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ERASMO. ERROR DE PERSPECTIVA

El «humanismo» cristiano y su mitificación

¿Podía la modernidad desarrollarse dentro del cauce de la


Iglesia y no desbordarse como un río crecido? La pregunta, desde
que la utopía del regreso a la Edad Media en auge durante la ter-
cera década de nuestro siglo se demostró antihistórica, aflora
constantemente en el pensamiento católico de los últimos dece-
nios. Recientemente, en el contexto del diálogo ecuménico y de
la cohesión de las culturas en nombre del humanismo, esto ha
llevado a la búsqueda de los «senderos interrumpidos» de la
modernidad, a la idealización de esas figuras en las que la pasión
por la cultura y la voluntad de reforma de la Iglesia coexistían en
una Europa aún idealmente unida, no dividida por la revolución
luterana. Entre ellas sobresale Erasmo de Rotterdam, como líder
indiscutible de lo que podía haber sido la modernidad si la
corrupción de la Iglesia de Roma y la ruptura de la Reforma no
hubieran exasperado los ánimos y disuelto el encanto de un
sueño que podía haberse cumplido: el de una Europa cristiana
culta y tolerante, amante de la paz y de las buenas costumbres.
Así, Hans Küng en su Theologie im Aufbruch 1 se pregunta: «si el
programa de Erasmo de Rotterdam hubiera sido aceptado en el
momento oportuno, ¿no habría impedido la fractura en la
Iglesia?». Es la misma pregunta que, cambiado el personaje prin-
cipal, se hace Henri de Lubac al final de su volumen dedicado a
Pic de la Mirandole 2 . La figura de Pico, se pregunta de Lubac,
«¿no podía haber tenido un efecto fecundo en un encuentro con

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Posmodernidad y cristianismo

Lutero? ¿No habría sabido, mejor que Erasmo, Cayetano o Juan


Eck, realizar entonces esa ‘vocación mediadora’?».
Que de Lubac prefiera Pico a Erasmo —«ya que a Erasmo, en
su papel de guía, le faltaba un vigor filosófico y quizás una pro-
fundidad religiosa que frecuentando a Pico podría haber adquiri-
do»3— no sorprende por el intercambio de papeles, sino más bien
por la desproporción entre la crisis más grave que haya atrave-
sado la Iglesia en los últimos siglos y la idea de una posible solu-
ción gracias a la «obra de intelectuales», por lo demás no de excel-
sa estatura, como Pico y Erasmo. Queda asimismo sin respuesta
si estas figuras, lejos de ser en su «humanismo cristiano» hipotéti-
cas soluciones de la crisis, no fueron ellas mismas, en sus refle-
xiones, expresión de la crisis, reflejo de esa escisión entre espiri-
tualidad e historia, cristianismo y mundo, en que se consuma el
fracaso de tanto cristianismo moderno.

Erasmo: la fuga platónica de la locura del mundo

Es un hecho que toda la obra de Erasmo se mueve en torno


a una discordia no resuelta, a una peculiar ruptura con el sae-
culum que se entrelaza, inextricablemente, con su biografía. El
Encomium Moriae (1509)4, el «elogio de la locura» es, desde este
punto de vista, la obra de Erasmo que mejor expresa la distan-
cia entre apariencia y realidad en que se consuma la vanidad del
mundo. Una vanidad a la que contrapone el tipo cristiano con-
siderado como «loco», estulto, incomprendido. Lo que significa,
según la perspectiva de Erasmo, el eterno perdedor. El cristiano
auténtico lo es cuando se aparta del mundo. Una fuga que ya no
es monástica, sino crítico-intelectual. Como escribe von
Balthasar: «No sería Erasmo si al final —inexplicablemente— no
cometiese el error de huir de la locura del mundo y de la Iglesia
con un vuelo platónico a lo puro espiritual»5. En el Enchiridion
militis christiani (1503)6 el trabajo que consagrará la fama de
Erasmo en Europa, el platonismo del autor emerge con toda cla-
ridad. El núcleo del que ha sido definido «el libro más aburrido
de toda la historia de la piedad» (Obermann) contiene una polé-
mica intensa, tan repetida como monótona, del hombre «interior»
contra el hombre «exterior». En este horizonte, dice Erwin
Iserloh, «todas las ceremonias son simplemente ayudas para

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Erasmo. Error de perspectiva

menores de edad; la perfección reside en lo invisible, es decir,


en la religión del corazón. El hombre religioso ya no necesita la
ayuda de la exterioridad. La aspiración a la pureza bíblica y a la
interioridad se une en Erasmo a un espiritualismo platónico que
infravalorando la forma exterior y la corporalidad no da la debi-
da importancia a la encarnación, al misterio de la Iglesia y a los
sacramentos».
Efectivamente, la separación —entre el cuerpo y el alma, lo
sensible y lo intelectual, lo externo y lo interno— no podría ser
más contundente. Como escribe Erasmo: «Si no te hubieran dado
el cuerpo, serías una divinidad; si no te hubieran dado esta
mente, serías una bestia»7. El «cuerpo, en efecto, se deleita en
cosas visibles por ser él mismo visible; siendo mortal sigue las
cosas temporales y cae porque pesa. Por el contrario, el alma,
recordando su generación en el mundo superior, con suma fuer-
za tiende hacia lo alto y, luchando contra la masa terrestre, des-
precia esas cosas que se ven, sabe que son caducas, desea las
que son verdad, las que son eternas»8. De aquí el imperativo
ético-religioso: «Si eres carne no verás al Señor (...). Trata, pues,
de ser espíritu»9. Ya que «gracias a éste nosotros nos mezclamos
con píos y somos una sola cosa con Él»10.
La escena del mundo, en cuanto sensible, visible, es el gran
teatro de las ilusiones, la esfera de la locura en la que la apa-
riencia es considerada verdad. Rasgar el velo, volver a hallar el
mundo «verdadero», implica platónicamente el progreso «de las
cosas visibles» a «las invisibles, según la división del hombre arri-
ba presentada»11. De este modo, «cuanto menos vivamos en el
exterior, tanto más comenzaremos verdaderamente a vivir en el
interior»12. Esta retirada, que nace del encuentro entre ascesis y
crítica filosófica y cuyo fruto es una especie de budismo occi-
dental que hallará su cauce en tantos aspectos de la «devotio
moderna», culmina con el elogio del sabio-«loco» que no se fía
de ningún vínculo, de ningún compromiso que lo una a la tierra
despreciada. Lo que el sabio anhela antes que nada es la liber-
tad, su libertad. Vuelve, pues, la misoginia, tópico común de
buena parte del pensamiento antiguo, la desconfianza hacia el
matrimonio pero, paralelamente, también hacia el hábito y la
regla monástica, hacia los compromisos públicos. Todo lo que es
«littera», relación con lo «visible», vínculo con lo «exterior» es obs-
táculo, impedimento.

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Posmodernidad y cristianismo

El inútil Verbum caro

Lo mismo vale para el Evangelio. «También el Evangelio tiene


su carne y su espíritu»13 También ha de superarse su aspecto his-
tórico, carnal, para hallar el significado auténtico, espiritual.
Según Erasmo, la experiencia de los apóstoles nos da testimonio
de esto. «¿No lees qué débiles eran los apóstoles mientras goza-
ron de la cohabitación corporal de Cristo y cuando todavía sabo-
reaban lo que era carnal? ¿Quién puede desear algo diferente de
esta larga familiaridad del Hombre-Dios para una salvación com-
pleta? Y, sin embargo, después de grandes milagros, después de
tanta doctrina presentada por la boca divina durante años, des-
pués de los argumentos del Resucitado, ¿no es verdad que en la
hora suprema, mientras estaba para ser recibido en el cielo, les
reprochó su incredulidad? ¿Por qué? Porque precisamente la
carne de Cristo era un obstáculo»14. Igual que más tarde para
Hegel y todo el idealismo, también para Erasmo «la presencia cor-
poral de Cristo es inútil para la salvación»15. Sólo el espíritu tiene
valor. De aquí la polémica erasmiana contra las prácticas exterio-
res de la fe, completamente inútiles si no las acompaña un espí-
ritu cristiano adecuado. Una polémica que afectó a las «obras», al
culto de los santos, las peregrinaciones, la vida religiosa en gene-
ral y hasta tocó los sacramentos (bautismo, eucaristía).
«La fe sin una moralidad que sea digna de la fe no sirve para
nada»16.
El moralismo erasmista quiso, de esta manera, oponerse al
legalismo oficial de la Iglesia, a la degeneración «judaica» de la fe
sujeta al primado de la ley y de la «letra», de lo externo sobre lo
interno. «Venerar a Cristo con las cosas visibles y por las cosas
visibles, poner en estas cosas el punto más alto de la religiosidad,
es sin duda alguna alejarse de la ley del Evangelio que es espiri-
tual y caer en cierto judaísmo»17.

Con Orígenes: la alegoría contra la «letra»

Si toda práctica exterior es ambigua, la única referencia positiva


para el esfuerzo de autoelevación interior que nos queda en el
ámbito externo es, según Erasmo, el estudio de la Sagrada Escritura.
Un estudio peculiar que, aquí como en otras partes, divide neta-

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Erasmo. Error de perspectiva

mente el «espíritu» y la «letra»... Si la letra mata y el espíritu vivifica,


entonces, «despreciada la carne (es decir, el sentido material) de la
Escritura, sobre todo la del Viejo Testamento, habrá que buscar el
místico Espíritu»18. Lo cual, además, «no sólo vale para el Viejo
Testamento sino también para el Nuevo»19. Por ello Erasmo prefie-
re, en antítesis con los teólogos modernos, demasiado aficionados
al significado literal de los textos, a los intérpretes de la Escritura
que, según él, «se alejan lo más posible de la letra»20. Entre éstos el
principal es Orígenes —lo que explica el espacio que Henri de
Lubac da a Erasmo en el IV volumen de Exégèse médiéval— preci-
samente por la importancia que el método «alegórico» asume en el
gran alejandrino. Como escribe a Juan Eck: «Sobre la filosofía cris-
tiana, me enseña más una sola página de Orígenes que diez de
Agustín» (Opus epistolarum).
Orígenes es el maestro de la «alegoría», de la superación del
sentido literal, «carnal»; es el hermeneuta del espíritu. Sólo de esta
manera la Escritura puede llegar a ser transparente e inteligible.
Ya que «en la Sagrada Escritura hay cosas en apariencia absurdas
y que entendidas superficialmente pueden ser contrarias a la
moralidad. Como el robo de David, el adulterio consumado gra-
cias a un homicidio, Sansón que ama perdidamente, el furtivo
incesto de las hijas con su padre Lot y mil cosas de este tipo»21.
Frente a este mundo lleno de llagas, la alegoría purifica, morali-
za, restituye un significado simbólico a lo que es perdidamente
histórico. La alegoría ayuda a levantar la mirada del mundo pre-
sente hacia el «ininteligible», impalpable, fuera por fin de la caver-
na de los ídolos, de la prisión de los cuerpos.

El fracaso de una perspectiva

De este modo, si bien el lenguaje de Erasmo sigue siendo cris-


tiano, la sustancia de su pensamiento es inequívocamente platóni-
ca. No hay espacio real para la encarnación del Verbo. Ésta, como
mucho, puede tener la función de ejemplo, por medio de la cruz,
de cómo soportar con dignidad los dolores del mundo. De aquí
toda la fragilidad, teológica y filosófica, de la llamada «segunda
fuerza» erasmista. Y esto tanto antes de la Reforma como después,
cuando, como «tercera fuerza», intentará mediar entre Roma y
Wittenberg. Frente a la cristiandad de su tiempo, a sus problemas,

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Posmodernidad y cristianismo

a su «crisis», este «humanismo cristiano» que se deja escapar preci-


samente la humanidad concreta no es una alternativa sino una
expresión de la crisis. Su fracaso parece, desde este punto de vista,
una necesidad histórica. La reforma de la Iglesia, pensada a partir
de la antítesis entre cristianismo exterior e interior, espíritu e insti-
tución, libertad y ley, no se iba a cumplir por la obra de Erasmo,
sino que estalló mediante la «Reforma» de su discípulo-antagonista
Lutero. Esto explica la desilusión del intelectual que, sorprendido
y arrollado por los acontecimientos, confiaba un día a un amigo:
«Veo nacer un género de hombres que mi corazón detesta violen-
tamente. No veo a nadie que se haga mejor, todos peor que los
que yo he conocido ciertamente; asimismo me duele violentamen-
te que antaño en mis libros se predicara la libertad del espíritu:
aunque lo hice con buen ánimo, no imaginando nunca que nace-
ría un pueblo semejante. Deseaba que disminuyeran un poco las
ceremonias humanas para que creciera mucho la verdadera pie-
dad. Ahora ésas están tan decaídas que en lugar de la libertad del
espíritu prospera el desenfreno de la carne» (Opus epistolarum).

Notas
1 Munich 1987.
2 París 1974.
3 Ib.
4 E. de Rotterdam, Elogio de la locura, introducción, traducción y notas de

Pedro Rodríguez-Santidrián, Alianza Editorial, Madrid 1984.


5 H. U. von Balthasar, Metafísica. Edad Moderna, vol. V de Gloria. Una esté-

tica teológica, op. cit.


6 E. de Rotterdam, El Enquiridion o manual del Caballero cristiano, ed. de

Dámaso Alonso, prólogo de Marcel Bataillon, C.S.I.C., Madrid 1971.


7 Ib.
8 Ib.
9 Ib.
10 Ib.
11 Ib.
12 Ib.
13 Ib.
14 Ib.
15 Ib.
16 Ib.
17 Ib.
18 Ib.
19 Ib.
20 Ib.
21 Ib.

198
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B. UNA VÍA ADECUADA PARA LOS SENTIDOS


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O UNA PRESENCIA O LA MÍSTICA. DIÁLOGO CON


MASSIMO CACCIARI

Mística y/o realismo. La idea de un diálogo con Cacciari


nació tras la lectura de un reciente ensayo del filósofo vene-
ciano1 en el que el autor compara dos recorridos del
Occidente, dos «místicas» opuestas entre sí, una de raíz neopla-
tónica, la otra cristiana. En una época en la que el cristianismo,
tras la profusión de compromiso «ético-humanitario» de los
años setenta-ochenta, tiende a replegarse en una fe «química-
mente pura», en una espiritualidad concentrada en la mera
«Palabra», hasta el punto de confundirse en la general corrien-
te neognóstica característica de movimientos y sectas religiosas
que hacen su agosto en la sociedad opulenta, se hace oportu-
na una reflexión que establezca los límites entre mística y rea-
lismo cristiano. Massimo Cacciari, nacido en Venecia en 1944,
pensador de relieve en el panorama filosófico italiano, es de
izquierdas. Algunos de sus libros: Krisis, Milán, 1976; Dallo
Steinhof Milán, 1980; L’Angelo necessario, Milán, 1991;
Dell’Inizio, Milán, 1991.
BORGHESI.— Me llamó mucho la atención la distinción que
haces en un reciente ensayo tuyo 2 entre dos tipos de mística que
atraviesan y dividen la historia de Occidente: por un lado una
mística neoplatonizante, que puede presentarse incluso en térmi-
nos gnósticos, según la cual el alma, separándose de todo lo sen-
sible y determinado en la búsqueda del Uno, se interioriza y se
abandona en sí misma. Mystes es aquí aquél que cierra los ojos
(los plotinianos «ojos del cuerpo») frente al mundo para que el
alma se abra de par en par sobre su propio «fondo». Ante esta pers-
pectiva, que marca la historia de Occidente y —añado yo— de

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O una presencia o la mística. Diálogo con Massimo Cacciari

Oriente, tú llamas la atención justamente sobre otra posición


opuesta a la anterior, procedente del Nuevo Testamento. En los
escritos neotestamentarios la imagen clave de la experiencia mís-
tica, el cerrar los ojos del cuerpo, no desempeña ningún papel sig-
nificativo. La razón de ello es evidente. Como tú escribes: «El mys-
terion neotestamentario es Cristo, que viene por gracia
(independientemente de toda gnosis) y que, realmente, en sarkí,
se muestra a la vista. Aquí el misterio se refiere explícitamente a
la presencia vivísima del Cristo. La dimensión de lo Místico
habría de ser, pues, considerada de la siguiente manera: como el
reconocer que lo Escondido se da, que lo Invisible se muestra
(quien me ve a mí, ve al Padre), que Misterio es precisamente el
mismo hecho de mostrarse, de manifestarse, el mismo Verbum. Es
necesario ver a Jesús para ver lo Invisible. Su lenguaje es el de la
parresia, radicalmente opuesto al semainein de los Misterios». Se
deduce, como tú mismo dices, que «lo Místico es aquí la presen-
cia que se da, y no esa misma presencia que se disipa. Su men-
saje no consiste en abandonar el mundo, sino en no ser del
mundo». Desde el punto de vista evangélico no hay rastro de a-
nulación o de de-creación, como tampoco existe el motivo de la
necesidad de la «ceguedad», del «ejercicio de la muerte» en rela-
ción a la visión de los ojos del cuerpo. ¿Te importaría abundar
en esta doble perspectiva?
CACCIARI.— La distinción entre una doble tradición místico-
filosófico-religiosa que atraviesa Occidente creo yo que explicita
esta tensión polar entre inmanencia y trascendencia que, en mi
opinión, es una tensión ineliminable. Con esto quiero decir que
ambas tradiciones místicas son interdependientes entre sí, y,
desde cierto punto de vista, inseparables. Frente a la positividad
evangélica tenemos el filón neoplatónico, para el cual la multi-
plicidad de los entes se «resuelve» en la unidad del alma pensan-
te, en su libertad. El contenido del misterio consiste aquí en la
memoria (anamnesis) de la originaria libertad del alma de cual-
quier exterioridad del ente. Hasta el punto de que incluso Dios,
como Ente, aunque sea Ente Sumo, es considerado un obstáculo
para la libertad, límite para el alma. Por este motivo puede rezar
Meister Eckhart: «Dios, líbrame de Ti». En el fondo esta postura es
rigurosamente atea: es necesario liberarse de Dios para alcanzar
la auténtica medida de la libertad de cada cual. La finalidad de lo
Místico no es la enosis con Dios, sino el Más-allá-de-Dios, al que

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Posmodernidad y cristianismo

sólo el Más-allá-del-hombre podrá llegar. La problemática del


Uebermensch está profundamente arraigada en la tradición místi-
ca occidental.
B.— La mística neoplatonizante desembocaría, según este
punto de vista, en un ateísmo radical. Es una paradoja, vista la
tensión religiosa que la sostiene.
C.— Sólo aparentemente. Efectivamente, el término clave es
aquí coincidencia; el alma «que ha ido hasta el fondo» ya no está
ante el Ente Sumo, ni siquiera propiamente ante el Uno, sino ante
su propia Sobre-divinidad. El alma, entonces, puede llamarse
«causa de Dios»; una auténtica «teogonía» se lleva a cabo en lo
«íntimo de nuestro ser», como dirá Giovanni Gentile.
B.— Si es así, Dios no será más que una proyección del yo. El
resultado idealista parece necesario.
C.— Sería interesante poder examinar aquí los profundos
nexos que unen la mística de Eckhart con el idealismo de
Schelling y Hegel. Está claro que lo Místico ha de entenderse neo-
platónicamente, como una radical precipitación del alma en el
Más-allá del Uno, este movimiento sólo puede pensarse, en rigor,
en términos idealistas, es decir, suprimiendo toda idea de tras-
cendencia y afirmando que el pensamiento es intrascendente.
Esto significa que lo Místico es esencialmente ateo, que coincide
con la expresión más pura de ateísmo.
B.— También Hans Urs von Balthasar, al tratar la «Metafísica
de los santos», en Herrlichkeit 3 hace depender el idealismo espe-
culativo del idealismo pío, inaugurado por el filón místico de raíz
germánica de finales de la Edad Media. Del mismo modo, en
Verbum caro señalaba el divorcio moderno entre el contenido
objetivo de la Revelación, custodiado por una teología dogmática
muy árida, y una espiritualidad que, lejos de enraizarse en la
memoria del Acontecimiento cristiano, presenta paralelos y ana-
logías mucho más perceptibles con los estadios y fenómenos reli-
giosos del ámbito extracristiano. La mística moderna, de este
modo, a la que se entregan los «espirituales» cansados del racio-
nalismo teológico, se convierte en un horizonte cerrado, autosu-
ficiente. Al ser «mística subjetiva» se convierte en sustancia de sí
misma, reflexión de tipo psicológico sobre la elevación del alma
hacia Dios. Un Dios que, evocado miles de veces, deja de ser una
Presencia para ser sólo el Objeto sin rostro de una acongojante
nostalgia. Como escribe Michel de Certeau en Fable mystique: «La

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O una presencia o la mística. Diálogo con Massimo Cacciari

mística de los siglos XVI y XVII prolifera en torno a una pérdida.


No es una figura histórica. Hace legible una ausencia que multi-
plica las producciones del deseo». Ahora bien, este proceso por un
lado aboca en el idealismo, en un recorrido que va de Eckhart a
Hegel; por el otro, sin embargo, puede convertirse en una especie
de vía oriental, desde Eckhart a Schopenhauer.
C.— Un Eckhart tal y como lo interpretaba Otto.
B.— Así es. De todos modos, prescindiendo de la diferencia de
recorridos, el resultado es el mismo: ambos caminos llevan a
negar el «pequeño yo» individual. «Omnis determinatio est nega-
tio» afirmaba Spinoza. Lo finito, por ser finito, es el mal. En esta
afirmación veía Augusto del Noce el resultado del racionalismo
moderno. Este racionalismo, que excluye a priori la idea de peca-
do original, reactualiza el antiguo mito de Anaximandro, según
el cual la culpa reside en la finitud, el mal está en la individua-
lidad determinada. Desde este punto de vista adquiere un signi-
ficado peculiar el encuentro en la modernidad, sorprendente a
primera vista, de mística y racionalismo, un encuentro provoca-
do por el juicio negativo sobre el ser finito en cuanto tal.
C.— No estoy tan de acuerdo. En la tradición neoplatónica lo
finito es la participación (metaxy) que une al Uno con los
muchos. Esto vale también para el idealismo, para el que lo fini-
to es mal sólo cuando se le considera intelectualmente. Por este
motivo no me convence la reconstrucción de del Noce.
B.— Pero en el idealismo la individualidad que quiere con-
servarse en sí misma, que quiere seguir siendo «individualidad»,
es «mala».
C.— Por consiguiente el mal no reside en la finitud, sino sólo
en la individualidad finita en cuanto que no acepta...
B.— En el cristianismo, en la Revelación cristiana, lo que
llama inmediatamente la atención es el realismo. Realismo quie-
re decir atención a los hechos, a los lugares, a las determinacio-
nes temporales, a lo real en la determinación histórica, precisa,
individual, al hombre como rostro, como persona, a la realidad
en su totalidad. Siempre me impresionó aquella afirmación de
Cristo de que ni siquiera un cabello de la cabeza se perderá.
Como si dijera que toda realidad, incluso la más banal, es recu-
perada en este abrazo. En cambio, en la mística, en gran parte de
la mística moderna, se advierte un extraño resentimiento hacia
la vida, una especie de «cupio dissolvi» que, directa o indirecta-

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Posmodernidad y cristianismo

mente, lleva a despreciar lo existente en cuanto «apariencia». Lo


existente en su fisicidad concreta ha de ser negado para que el
alma pueda hallarse en contacto inmediato con Dios.
Consiguientemente, la relación con Dios ya no está mediatizada
por nada, por ninguna presencia, por ningún «tú». El mundo es
sólo el obstáculo que ha de ser eliminado.
C.— Un obstáculo, el camino que hay que recorrer.
B.— Que hay que recorrer pero para dejarlo inmediatamente
atrás.
C.— Como decía Buda: es inútil que yo arrastre monte arriba
la barca que utilicé para cruzar el río.
B.— Este ejemplo de Buda me parece pertinente, pues esta mís-
tica es una especie de budismo occidental.
C.— Sí, pero esta tradición neo-platonizante no es necesaria-
mente gnóstico-maniquea. No es cierto que los entes sean un
obstáculo hacia el Uno. Así como tampoco en la mística cristia-
na, en Eckhart por ejemplo, el proceso de ascesis y de unifica-
ción con Dios elimina la gracia. Si acaso es el idealismo el que
subsume el proceso místico privándolo de la necesidad de la gra-
cia. Este término ya no aparece en Hegel.
B.— Pero Hegel es coherente en esto. En Eckhart la gracia ya
no tiene ningún significado real dado que ya no pasa a través de
señales sensibles.
C.— Sí, puede que sea así. La tradición mística de tipo neo-
platónico llega a estas aporías que tú pones de relieve. Pero a mí
no es que me interesen tanto estas aporías; lo que me interesa es
la razón por la que se llega a la aporía. Y la razón por la que se
llega a la aporía es la voluntad de testimoniar radicalmente, con
la mayor coherencia, el hecho de ser libre. Lo Místico es el testi-
go de que el alma es libre de cualquier ente, y, por consiguien-
te, también del Ente Sumo. Esto explica que el idealismo englo-
be y supere la postura mística. Desde el punto de vista del
idealismo consecuente, si lo Místico acabara postulando el carác-
ter trascendente del «contenido» de su postura, necesariamente
echaría por tierra su propio presupuesto, la libertad del alma. Por
este motivo no admite la gracia. Pero con esto no se niega de nin-
gún modo los entes determinados, o por lo menos no más de lo
que los negaba santo Tomás, según el cual en la Jerusalén celes-
te se salvan los cuerpos y las almas, pero no las piedras ni los
animales. La Jerusalén de santo Tomás, a diferencia de lo que

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O una presencia o la mística. Diálogo con Massimo Cacciari

probablemente pensaba san Francisco, es exactamente como la


de Kant. Alma y luz celeste.
B.— El problema concierne a la consistencia de lo real y a su
relación con la salvación. Nuestro coloquio ha partido de la dis-
tinción entre dos manifestaciones de la mística, una idealista
neo-platonizante, y otra realista-cristiana. ¿No corresponde a
cada una de estas visiones una experiencia diferente de la reali-
dad? ¿No es éste el motivo por el que tú las diferencias hasta llegar
a enfrentarlas?
C.— Yo las distingo, pero no en este aspecto, no en la rela-
ción con la criatura, con lo creado.
B.— Y, sin embargo, dices que para la postura evangélica se
trata de abrir los ojos ante una presencia, mientras que para la
otra, dado que las cosas físicas, sensibles, son un obstáculo para
llegar a Dios, se trata de cerrarlos.
C.— Sí, son un obstáculo si las miras sólo con el ojo sensible,
pero cuando cierro este ojo para abrir el que está cerrado... No,
la diferencia no estriba en esto. Sería un punto de vista gnóstico-
maniqueo. Viceversa, para Plotino la criatura es signo, exacta-
mente como para el cristianismo más ortodoxo.
B.— Sí, pero el problema concierne al valor ontológico de este
signo, es decir, a la densidad de la carne.
C.— En Plotino no está presente Cristo, no existe encarnación.
B.— Esta es la cuestión: la Encarnación es el verdadero quid.
Es decir, si la realidad se asume en su integridad o no.
C.— Pero esto puedo decirlo en relación a Plotino, no a
Eckhart. ¿Cómo puedo decir que Eckhart no posee la idea de la
Encarnación?
B.— Eckhart la posee, pero no posee la realidad; es decir, que
para él la gracia ya no pasa a través de la carne. En cuanto a ti,
tengo la impresión de que, dejando a un lado tu revalorización
de los místicos como testigos de la libertad, haces un esfuerzo para
salvaguardar lo positivo de lo real. De no ser así, no me explico la
entusiasta defensa que haces en tu último trabajo, Dell’Inizio
(1991), del Cántico de las criaturas de san Francisco. Si acaso, lo
que puede sorprender es por qué sólo san Francisco, si toda la tra-
dición cristiana, desde san Ireneo a Péguy, manifiesta el mismo
realismo.
C.— A Péguy lo cito en la última edición de L’Angelo neces-
sario (1992). El tema del libro Dell’Inizio es la discusión teoréti-

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Posmodernidad y cristianismo

ca en torno al punto central del platonismo y del neoplatonismo:


la relación uno-muchos. El problema es si el Unum ha de enten-
derse como negación de lo múltiple o, como pienso yo, como
inicio en el que está ya presente lo múltiple, que salva lo múlti-
ple. Las páginas sobre san Francisco las incluí precisamente para
hacer comprender que en el ámbito de la perspectiva teorética de
que se discutía no había ninguna perspectiva gnóstica. De mane-
ra que la postura de Francisco posee el valor de un exemplum,
sin que ello implique la negación de toda una tradición.
Francisco no es, desde luego, un meteorito y, sin embargo, es
una figura extraordinaria, De él procede el gran impulso realista
de la cultura europea posterior: Giotto, Masaccio...
B.— El realismo de Francisco, por lo tanto, es para ti lo corres-
pondiente del idealismo neoplatónico.
C.— No se trata de correspondiente. Sólo asumiendo el punto
de vista de Francisco, sólo con sus ojos puedo comprender lo
insostenible de la postura neoplatónica, su Unum pensado como
no múltiple.
B.— ¿Pero la mirada de Francisco no es la mirada de Cristo?
El problema consiste en si la mirada neoplatónica sobre el ser y la
de Francisco son simplemente dos ojos de un mismo rostro o si, en
cambio, son dos miradas cualitativamente diferentes. Yo pienso
que es posible mirar el mundo como lo miró Francisco sólo si
detrás está la mirada de Cristo, es decir, si existe una luz sobre el
ser que alumbra sus aspectos positivos. Una luz que parte del
hecho físicamente retenido de la resurrección. Por consiguiente,
se trata de una perspectiva que no es complementaria de la otra,
no estamos frente a un juego entre luz y sombra.
C.— No existe ninguna complementariedad. Yo nunca hablo
de complementariedad. Si acaso hablo de oposición real, no dia-
léctica, oposición trágica sin posibilidad de reconciliación. La
antinomia de lo Místico se da entre el misterio de algo que es, se
da —perfecta gratuidad del ex-sistir—, y una idea abismal de
libertad, como ser libre del mismo Ente sumo. Lo Místico es ateís-
mo que cree, es fe que devora al Otro. Su experiencia es que lo
inmanente y lo trascendente son recíprocamente intrascendentes,
que existe una radical in-diferencia entre ambos.
B.— En una reciente entrevista afirmabas que la complexio es
activa hoy dentro de la Iglesia, mientras que fuera de ella no con-
sigue resultados. Como si dijéramos que la Iglesia consigue limar

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O una presencia o la mística. Diálogo con Massimo Cacciari

las oposiciones, crear cierta uniformidad dentro de ella, a menu-


do más aparente que real, mientras que no consigue ser «católi-
ca» fuera. ¿Cuál es, en tu opinión, la raíz de esta impotencia
actual para realizar la complexio oppositorum, o mejor dicho,
en términos más evangélicos, cuál es la raíz de la incapacidad de
comunicar a Cristo al mundo actual?
C.— Creo que el problema depende de que la Iglesia tiene
ante sí no un mundo simplemente adversario, no un mundo que
ha vuelto al paganismo, presa de religiosidades diferentes res-
pecto a la tradición judeo-cristiana. La Iglesia tiene ante sí un
mundo caracterizado por la afirmación de esa libertad, entendida
en un sentido ateo-idealista, que no se opone al originario men-
saje cristiano sino que parte del mismo. Es una posibilidad con-
tenida en aquel mensaje. Por esto la Iglesia tiene dificultad a la
hora de evangelizar este mundo, que no es completamente sordo
al mensaje, extraño al mensaje: es un mundo hijo de una deriva
específica del mensaje.
B.— Así pues, este mundo es ya cristiano...
C.— Exacto. Este mundo ni ha ignorado el mensaje ni se ha
opuesto diabólicamente al mensaje: es el mundo producto de
aquel mensaje, según un determinado sentido y una determina-
da deriva. Ésta es la gran dificultad, porque entonces la Iglesia
para evangelizar este mundo no puede repetir simplemente el
mensaje, ha de repetirlo criticándolo desde dentro, crítica que
hay que entender en su sentido literal, criticando desde dentro
toda la tradición y toda la historia. Es, pues, una dificultad inmen-
sa, porque ya no se trata de una vuelta al mensaje original; en
otros momentos de gran crisis de la Iglesia esta idea fue funda-
mental, el regreso al mensaje, al sentido original, al sello original
del mensaje. Así era la evangelización en los momentos críticos
de la Iglesia. Este paso atrás para avanzar hacia adelante ya no es
posible, porque el mundo que tiene ante sí ya no es un mundo
que ignora o que se muestra sordo al mensaje: es un mundo que
lo ha escuchado según una precisa deriva inmanentista atea.
B.— Del Noce era de otra opinión. Para él no estamos simple-
mente frente a una secularización del cristianismo, sino a un
englobamiento de categorías cristianas dentro de categorías
paganas.
C.— No, este paganismo yo no lo veo. No estoy de acuerdo
con esta visión del mundo contemporáneo en clave pagana. Lo

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Posmodernidad y cristianismo

que se afirma en el mundo contemporáneo es el ateísmo idealis-


ta, que, innegablemente, tiene raíces cristianas. Frente a ello, la
Iglesia no puede por menos que interrogarse sobre la libertad,
sobre la presencia o no de la libertad. En esta reflexión crítica se
pone de manifiesto la única evangelización posible, una evange-
lización crítica que no puede considerar la posibilidad de volver
a lo originario.
B.— Por consiguiente, tú piensas que para la Iglesia de hoy lo
más urgente no consiste en la repetición del Anuncio y, por lo
tanto, de un Hecho tal como fue hace dos mil años, sino en la ela-
boración de una reflexión cuyo objetivo es alcanzar una koiné de
tipo cultural.
C.— El Anuncio es histórico, en cada época hay que com-
prender cómo doy yo palabra al anuncio. Yo soy un poietés de la
palabra. «Sed los artífices de la palabra», no «repitáis la palabra»,
«construidla».
B.— El contenido del Anuncio, tal como lo oyeron los pastores
de Belén, ¿no puede ser el mismo?
C.— El Anuncio debe volverse a imaginar cada vez, ha de ser
la expresión de una memoria activa, imaginativa. El Anuncio se
repite sólo si lo vuelvo a hacer, si lo rememoro. No puede ser el
mismo.
B.— ¿Ya no puede ser «Dios se hizo carne»?
C.— Por supuesto, «Dios se hizo carne», y este acontecimien-
to ocurrió así, así se ha convertido, así se ha repetido, así se ha
interpretado. Esta presencia es ahora así en mi palabra, en la
palabra de este tiempo al que yo doy la palabra.
B.— En tu visión es como si todo se difuminase en la escu-
cha, en un acto de oír que disuelve de manera idealista toda
presencia en el juego de la interpretación. Pero en la realidad
el acto primero de relación entre el hombre y el mundo es el
mirar y el ver. Esto vale también para la relación cristiana,
porque también aquí el principio consistió en percatarse de
una Presencia, una Presencia que se podía tocar con la mano,
una Presencia física, un rostro que es mucho más que una
simple «voz».
C.— Pero la raíz es la escucha, no puede ser de otro modo.
B.— No, la raíz es una Presencia, es el Verbo que se hizo
carne, una presencia espiritual y a la vez carnal que permanece,
permanece hasta el fin del mundo.

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O una presencia o la mística. Diálogo con Massimo Cacciari

C.— Pero la libertad del alma, ¿cómo puede articularse con un


Principio determinado? Y si esto es inamovible y hay que pensar
en la revelación de la Palabra, ¿no es necesario concluir de nuevo
diciendo que es en mi escucha —es decir, en mi alma— donde
se produce toda operación de lo divino, es decir, en mí, en la
inmanencia de la energeia del alma misma?

Notas
1 «Ateismo e mistica», en AA. VV., Alle radici della mistica cristiana, Palermo

1989, pp. 103-110.


2 Ib.
3 H. U. von Balthasar, Gloria. Una estética teológica, op. cit.

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CON LOS MISMOS OJOS

El inicio teológico: Ireneo, no Orígenes

Cuando Hans Urs von Balthasar ofrece, en el segundo volu-


men de su Herrlichkeit, una selección de los estilos que han
determinado la historia de la «estética» cristiana, comienza su
galería de figuras con Ireneo de Lyon y no con Orígenes. Este
hecho, no adecuadamente resaltado por los intérpretes, es por sí
mismo de gran importancia si tenemos en cuenta la deuda y la
estima inmensa que tenía von Balthasar por el gran alejandrino.
Como escribe en la introducción a su colección de pasajes de
Orígenes, titulada Origenes. Geist und Feuer (1952), «es práctica-
mente imposible sobrevalorar a Orígenes y su importancia en la
historia del pensamiento cristiano: en ella, el puesto que le toca
es ciertamente al lado de Agustín y Tomás»1. No obstante,
Orígenes no puede constituir el inicio. «La teología cristiana,
como reflexión sobre el mundo de las realidades reveladas, nace
con Ireneo»2.
Se trata de un inicio no cronológico. Justino y los Apologistas
son anteriores a Ireneo y, sin embargo, deben ceder el puesto a
este grande, en el que, por primera vez, la conciencia crítica y sis-
temática de la novedad cristiana se expresa plenamente. «Las
cotas alcanzadas por el surtidor manifiestan la fuerza de la pre-
sión que lanza el agua a las alturas. Esta fuerza no es el adversa-
rio en general, el paganismo. Se trata de un adversario personifi-
cado, por primera vez plenamente reconocido y plenamente
vencido por Ireneo, un adversario al que no sólo escudriña hasta

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Con los mismos ojos

en los redaños, sino del que se sirve para promover la rebelión


intelectual y existencial contra tamaña falsificación abismal de la
verdad, con miras a una comprensión y refiguración central de la
realidad. Justino y los Apologistas no conocieron a este adversa-
rio. (...) La gnosis, en cambio, en gran parte con los métodos y
materiales bíblicos, se había edificado un sistema absolutamente
no cristiano de grandísimas pretensiones intelectuales y religio-
sas, y seducía a muchos cristianos. Era el adversario que necesi-
taba el pensamiento cristiano para encontrarse plenamente con-
sigo mismo» 3. Frente a la gnosis, al impresionante vacío que el
saber «gnóstico» produce en el significado de la encarnación,
«Ireneo puede arriesgar la frase que Agustín repetirá: toda herejía
puede reducirse al común denominador de que la Palabra no se
ha hecho carne»4.
Si éste es el nudo, el elemento discriminante entre el acon-
tecimiento cristiano y sus falsificaciones, se comprende por qué
la historia de la estética teológica no puede iniciarse con
Orígenes. Y esto no porque Orígenes niegue o no capte el sig-
nificado esencial del Verbum caro. Contra Celso defendió la dig-
nidad de la carne y mostró, mejor de cuanto lo harán más tarde
muchos Padres, el valor positivo de la vida sensible. Si acaso, el
problema está en su teoría del «ascensus». Según esta teoría,
como subraya von Balthasar, «la concepción alejandrina de la
Encarnación recuerda el movimiento de una pelota que, lanza-
da en alto, toca apenas por un segundo el suelo, para rebotar
luego, con gran empuje, lejos de la tierra hasta el punto de par-
tida»5. Una perspectiva semejante es completamente ajena a
Ireneo. En él no existe, como en Orígenes, el problema del
cambio ascensional del cuerpo al espíritu, por lo que la historia
bíblica terrestre se convierte en el símbolo de las experiencias
celestes del alma.
«No se trata de pensar endosando a las cosas categorías plató-
nico-intelectuales o míticas, sino simplemente de ver lo que es»6.
Para Ireneo «la teología comienza con el ver lo que hay y es.
Mucho más que la filosofía, que puede ser idealista y casi siem-
pre acaba siéndolo, la teología es reconocimiento y acompaña-
miento de la realidad y entrega a la realidad. La teología es rea-
lista o no es nada»7.
El acto de ver asume, por tanto, una prioridad esencial en
orden al manifestarse de la realidad y de la verdad de ser. «Los

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Posmodernidad y cristianismo

dos términos, videre y ostendere, vuelven incesantemente a la


pluma de Ireneo. Videre no es tanto el ‘contemplar’ de Platón
cuanto el estar ante la evidencia de los hechos»8.
Ante el «hecho» de la Revelación este «estar frente» se vuelve
condición necesaria, aunque no suficiente, del mismo acto de fe.
La revelación, en efecto, «es un hacerse Dios visible, y la fe
pende de los encuentros en los que Dios ha sido visto, y la tra-
dición eclesiástica, a su vez, pende (retrospectivamente) de los
videntes directos, de los testigos oculares»9. Toda la promesa de
la Antigua Alianza, según Ireneo, afirma que «los hombres verán
a Dios que con ellos esperará en la tierra la relación y el colo-
quio, y se manifestará a sus criaturas y a sus observadores, (...)
porque lo que es imposible para los hombres es posible para
Dios. El hombre por sí mismo no puede ver a Dios, pero Dios
por su voluntad puede manifestarse a los hombres y ser visto
por los que él quiere, cuando quiere y como quiere»10. Si la posi-
bilidad de ver es gracia, empero, comenta von Balthasar: «No se
trata de una visión que elimine los sentidos terrenos. Lo esencial
es que los mismos ojos que antes no veían luego, mediante el
milagro curativo de la gracia, llegan a la visión»11. De esta mane-
ra Ireneo va más allá del dualismo greco-platónico entre ver y
contemplar, dualismo que, con su prejuicio sobre el conoci-
miento sensible, pesará negativamente sobre gran parte de la
reflexión de los Padres. En realidad, el conocimiento intelectual
en el hombre está mediado y vinculado orgánicamente a la per-
cepción de los sentidos. La misma introducción a la realidad cris-
tiana requiere la asunción de este «camino», de este «método».
Como escribe Ireneo: «No podíamos ser iniciados más que vien-
do a nuestro maestro, percibiendo su voz con nuestros oídos, y
convirtiéndonos en imitadores de sus obras y ejecutores de sus
palabras, para estar en comunión con él»12.

La carne es salvada sólo mediante la carne

El valor conferido a la esfera sensible, dirigido polémicamen-


te contra el desprecio que le daban los hombres «pneumáticos»
del gnosticismo, indica un afecto particular a la carne, al hombre
en su totalidad, unidad de cuerpo y alma. Aquí «el centro del cos-
mos creado no es en absoluto el espíritu angélico, que en Ireneo

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Con los mismos ojos

desempeña un rol lateral y subalterno, sino el hombre que, antig-


nósticamente, es la arcilla que las manos de Dios dan forma y en
la que insufla luego el hálito, spiritus»13. Ahora bien, este hálito,
el alma humana, no es el hombre, no lo es en su integridad, «y,
por lo mismo, tampoco el hombre escatológicamente salvado
consiste en el alma fenecida, liberada del cuerpo, sino exclusiva-
mente en carne resucitada»14. Esta carne, en efecto, no está exclui-
da de la sabiduría y de la potencia artística de Dios. «La carne está
ideada como receptiva y capaz de contener la potencia de Dios,
y ha acogido desde el principio el arte de Dios, así que una parte
se hace ojo para ver, otra oído para oír, otra mano para el tacto
y el trabajo, otra nervio que por todas partes distribuido une los
miembros, otra arteria y vena para el flujo de sangre y del alien-
to del alma, otra los varios órganos interiores, otra sangre, víncu-
lo entre cuerpo y alma»15. Consiguientemente, comenta von
Balthasar, «no se trata de que el cuerpo reciba simplemente una
impronta, y el alma la imagen de Dios, como dirán los Padres pla-
tonizantes. El hombre entero formado de cuerpo y alma es crea-
do a imagen y semejanza de Dios»16.
La insistencia de Ireneo en el valor de la dimensión corporal,
sensible, no es casual. Está estrechamente ligada a la persuasión
que «si la carne no hubiera tenido que ser salvada, la Palabra de
Dios no se habría hecho en modo alguno carne, y la carne es
realmente salvada sólo mediante la carne»17.
Con una forma impensable en un marco platonizante, Ireneo
puede exaltar, una vez más, la plenitud de la existencia sensible,
incluso a partir de la mortificación que deriva del pecado de
Adán. «Ver no sería tan deseable, si no hubiéramos conocido cuán
doloroso es no ver, y la salud es apreciada por los enfermos con
la experiencia de lo contrario, y la luz en confrontación con la
tiniebla, y la vida en confrontación con la muerte»18. La experien-
cia de la condición de pecado es el elemento en que puede,
cuando se recibe un don, madurar un sentimiento de gratitud. «La
magnanimidad de Dios consistió en esto, que el hombre, pasan-
do a través de todo (...) aprendiera mediante la experiencia de
quien ha sido liberado y permaneciese constantemente agradeci-
do a Dios»19. Aquí, comenta von Balthasar, «la experiencia de la
existencia está ligada a la tierra y a la sensibilidad, incluso para
el hombre espiritual. Lo que Orígenes llamará los sentidos espi-
rituales y separará con ímpetu, a la manera platónica, de los sen-

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Posmodernidad y cristianismo

tidos corporales, es para Ireneo el primordial y permanente sen-


tido del hombre terreno para el gusto de las cosas, buenas y
malas. Habrá que esperar a Claudel para que semejante lenguaje
vuelva a aflorar en el ámbito cristiano»20. Se trata del lenguaje de
la totalidad, para el que la percepción del límite y de la muerte
no oscurece sino que, al contrario, exalta el deseo de la plenitud.
Por esto la teología de Ireneo «dará siempre relieve a la con-
gruencia de gracia y naturaleza»21, de espera y cumplimiento, de
Antiguo y Nuevo Testamento.

Cristo y el tiempo

El cuadro así dibujado podría parecer demasiado lineal, hasta


el punto de atenuar el novum traído por Jesucristo. Sin embargo,
«la respuesta de Ireneo es conocida y precisa: omnem novitate
attulit, seipsum afferens qui fuerat annuntiatus. Todo lo nuevo
estaba anunciado, pero no había ocurrido; todo era todavía doc-
trina y ahora deviene persona y, por ende, cumplimiento. La
palabra ‘nuevo’ tiene en Ireneo el son gozoso, fresco y lozano de
los primeros tiempos cristianos. Indica lo contrario de lo nuevo
en sentido gnóstico, o sea, aquella ‘verdad antigua’ de la cerca-
nía paradisiaca de Dios, que se agradece más y se comprende
mejor después de toda la alienación»22. Nuevo es Jesucristo, en
cuya ostensio y manifestatio se puede volver a «ver» y «oír» a Dios
que vuelve a estar sensiblemente presente hasta el final de los
tiempos. Un tiempo que, antes de terminar, prevé el reino mile-
nario de los justos sobre la tierra después de la resurrección final.
Una interpretación equivocada, pero que, en su intención de
fidelidad a las promesas veterotestamentarias sobre una posesión
definitiva de la tierra, es, de todos modos, «un contrapeso impor-
tante a las escatologías cristianas platonizantes de los tiempos
posteriores y de la conciencia cristiana ordinaria, que tienden a
la fuga del mundo y devalúan la resurrección de la carne»23. Para
Ireneo «lo cristiano es indisociable de la historia y, por ende, del
tiempo»24. Hasta tal punto, según Oscar Cullman, que «ningún teó-
logo ha reconocido más claramente que él, que el mensaje cris-
tiano está indisolublemente unido a la historia de la salvación
(...). De los teólogos de los primeros siglos Ireneo es el que mejor

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Con los mismos ojos

comprendió la íntima esencia del helenismo y, sin embargo, no


fue culpable, con respeto al mensaje neotestamentario, de nin-
guna de aquellas violencias, mutilaciones o alteraciones, que se
hallan, en cambio, no solamente entre los gnósticos, sino también
en la escuela de Alejandría, en Clemente y Orígenes»25. De mane-
ra análoga von Balthasar observa que es ésta «la primera gran teo-
logía del kairos, del aptum tempus, donde la diferencia cualitati-
va y la irrepetibilidad de cada punto temporal, en que está
colocado un ser o un evento, dependen de la libre disposición
de Dios, de su voluntad que se va manifestando, y se remiten a
ella»26. Esto significa que la salvación sucede en el hic et nunc del
espacio y el tiempo. Ésta, unida a la emergencia sensible del
acontecimiento cristiano, no puede nunca disolverse en la atem-
poralidad de un proceso metafísico, para el que la radicalización
de la idea de la praedestinatio absoluta Christi llevará a la diso-
lución de las verdades de hecho en verdades de razón, a la eli-
minación de los hechos y del instante en que se encuentran la
libertad de Dios y la del hombre, en un apriorismo abstracto por
lo que se despoja a la salvación de toda historia y, por tanto, de
verdadera dramaticidad.
La posibilidad de este vacío está idealmente presente, para
Ireneo, en la figura de su «adversario», ese sistema gnóstico cuya
construcción metafísica resuelve inexorablemente en sí mismo el
elemento histórico cristiano. Combatiendo contra un enemigo,
del que más tarde se perdería la memoria, dibuja la fisonomía
propia del cristianismo, su forma. Establece las bases seguras
para el inicio teológico. La persuasión de von Balthasar es que
este inicio no puede, tampoco en sede teológica, ser superado.
«Aunque discute con un adversario fenecido tiempo ha para
nosotros, Ireneo está todavía lozano y fresco, sigue actual como
nunca»27. Sigue siendo columna y defensa contra todos los inten-
tos idealistas de vaciar el Verbum caro, la carne y, por tanto, el
tiempo. Según von Balthasar, habrá que esperar a Charles Péguy,
el cual «tiende el arco hacia nuestro punto de partida: hacia
Ireneo»28, para hallar un autor en el que la percepción cristiana
de la existencia sea igualmente capaz de abrazar la realidad en
su totalidad. «Aquí, y solamente aquí, la teología ha regresado de
nuevo a su primer puerto: Ireneo de Lyon»29. Con él, con el poeta
francés testigo profético del reino «carnal-espiritual», «temporal-
eterno», para el que en el Paraíso «estarán las catedrales de

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Posmodernidad y cristianismo

Chartres (...) habrá de todo (...) En mi Paraíso habrá cosas», podía


idealmente concluir el volumen de Herrlichkeit, dedicado a los
estilos que han marcado la historia cristiana, y que comenzaba
con el capítulo sobre Ireneo.

Notas
1 H. U. von Balthasar, Orígenes. Geist und Feuer, Einsiedeln 1952, p. 11.
2 H. U. von Balthasar, Estilos eclesiásticos, vol. II de Gloria. Una estética teo-
lógica, op. cit., p. 33. En 1943 Balthasar había recogido una antología de textos
de Ireneo: Irenaeus: Geduld des Reifens. Die Christliche Antwort auf den
Gnostichen Mythos des 2. Jahrhunderts, Basel 1943, (II ed., Einsiedeln 1956),
que forma el substrato del retrato del volumen II de Gloria.
3 H. U. von Balthasar, op. cit., p. 34.
4 Ib., p. 44.
5 H. U. von Balthasar, Origenes. Geist und Feuer, op. cit., p. 28.
6 H. U. von Balthasar, Estilos eclesiásticos, op. cit., p. 47.
7 Ib., p. 46.
8 Ib., p. 47.
9 Ib., p. 48.
10 Ireneo, Adversus Haereses, 2, 216. (Balthasar cita los libros 1, 2, 4, 5, según

la edición Harvey, Cambridge 1857, y el tercer libro según la edición crítica de


P. S. Sagnard, en Sources Chrétiennes, 34, 1952, con el número de la página).
11 H. U. von Balthasar, op. cit., p. 49.
12 Ireneo, Adversus Haereses, 2, 314.
13 H. U. von Balthasar, op. cit., p. 64.
14 Ib.
15 Ireneo, Adversus Haereses, 2, 326.
16 H. U. von Balthasar, op. cit., p. 65.
17 Ib., p. 68.
18 Ib., p. 68.
19 Ireneo, Adversus Haereses, 3, 340.
20 H. U. von Balthasar, op. cit., p. 79.
21 Ib., p. 80.
22 Ib., p. 85.
23 Ib., p. 92.
24 Ib., p. 70.
25 O. Cullmann, Christus und die Zeit, Zürich 1946, p. 49.
26 H. U. von Balthasar, op. cit., p. 76.
27 Ib., p. 34.
28 H. U. von Balthasar, Estilos laicales, vol. III de Gloria. Una estética teoló-

gica, op. cit.


29 Ib.

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UN SIGNO PARA CREER

El discurso que Juan Pablo II pronunció el miércoles 15 de


junio de 1994 y que estuvo dedicado a los enfermos tiene una
importancia especial que merece ser subrayada. En sus palabras
el Pontífice, recordando el poder de Cristo de hacer milagros, un
poder transmitido a los Apóstoles y otorgado igualmente a la
Iglesia durante toda su historia, evocó una doctrina tradicional
que de hecho es profundamente extraña a la mentalidad actual.
De ahí la sorpresa de algunos opinion-leaders, que se quedan
desconcertados cada vez que la Iglesia, en vez de limitarse a
confirmar el sentido común, afirma lo específico cristiano en su
peculiaridad.
El punto en cuestión —la posibilidad del milagro— es del
máximo interés ya que choca con uno de los postulados sobre
los que se ha ido formando el horizonte espiritual a lo largo de
los últimos dos siglos. Según este postulado, Dios, aunque exis-
ta, no puede «obrar» en el mundo. En la reciente teología cristia-
na esta postura ha sido indirectamente englobada en la idea de
un Dios que, humillándose hasta la muerte en la cruz, puede
manifestarse a sí mismo sólo en la forma de una «impotencia»
radical. Al Señor del mundo, el Dios glorioso y omnipotente del
Antiguo Testamento, se contrapone el Deus absconditus del
Nuevo. El resultado es un Dios ausente, escondido, que, al igual
que el Cristo de la Leyenda del Gran Inquisidor de Dostoyevski,
sólo puede responder al poderío del mundo callando. En el pen-
samiento contemporáneo una posición semejante nace del
encuentro de una teología luterana de la kenosis, que insiste dia-

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Posmodernidad y cristianismo

lécticamente en el sub contrario, y esa parte de la reflexión judía


que, a partir de la experiencia trágica y devastadora de
Auschwitz, viene afirmando el abandono del mundo por parte
de Dios.
En este contexto es donde el tema del milagro se plantea en
toda su importancia. El milagro, en efecto, indica precisamente el
signo del Dios «presente» que obra aquí y ahora. En este sentido
el discurso del Papa toca un punto crucial, el punto del contras-
te entre cristianismo y modernidad. Este contraste no atañe tanto
a la negación abstracta de la existencia de Dios, sino más bien a
la negación de su presencia actual, de su gracia operante aquí y
ahora. Desde este punto de vista adquiere importancia en el dis-
curso pontificio la afirmación según la cual los milagros no per-
tenecen sólo a los comienzos del hecho cristiano, sino que acom-
pañan a la Iglesia durante toda su historia. Precisamente por esto
los milagros testimonian la acción actual del Dios «vivo».
Documentan, como escribe Orígenes en su Contra Celsum1, toda
su «fuerza».

La fe pura y los milagros inútiles

Esta prueba, sin embargo, carece de valor para el ilustrado


Lessing que en su Über den Beweis des Geistes und der Kraft,
de 1777, nota cómo «en su época [de Orígenes] ‘la fuerza de rea-
lizar cosas milagrosas no había desaparecido’ en aquéllos que
vivían según los dictámenes de Cristo; y si de esto él tenía al
alcance de su mano ejemplos indudables, necesariamente, a no
ser que quisiera renegar la evidencia de sus ojos, también tenía
que aceptar ese argumento del espíritu y de la fuerza. Pero yo no
estoy en las condiciones de Orígenes; yo vivo en el siglo XVIII
donde ya no hay milagros».
Del mismo modo Hegel, en su Wastebook jenés observaba:
«En Suabia se dice de algo que pasó hace mucho tiempo: ha
pasado tanto tiempo que ya casi no es verdad. Igualmente, hace
tanto tiempo que Cristo murió por nuestros pecados que ya casi
no es verdad».
La distancia en el tiempo es una objeción a la verdad de los
milagros, y, por tanto, a la verdad del Dios «vivo». Ya según el
Spinoza del Tractatus Theologico-Politicus2, los milagros perte-

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Un signo para creer

necen a la esfera de la imaginación, representan en la Biblia


una concesión al «vulgo», al ignorante. Lo que conviene a Dios
es sólo el orden universal y necesario de las leyes naturales, no
el «desorden» de los milagros, que son una irrupción que turba
la armonía del cosmos. Para Spinoza lo divino, por su natura-
leza universal, no puede manifestarse en lo individual, en el
hecho histórico. Esta aserción constituye de hecho el postula-
do del pensamiento moderno. Lessing, en el texto antes citado,
dará la formulación canónica: «casuales verdades históricas no
pueden nunca llegar a ser la prueba de necesarias verdades
racionales».
En relación a los milagros esto significa que éstos, aun cuan-
do aparezcan como tales, no pueden, sin embargo, «probar» nada,
no tienen ningún valor demostrativo. No pueden atestiguar lo
divino, ya que lo divino es espiritual y nada tiene que ver con
signos sensibles. Como afirma Hegel en sus Vorlesungen über die
Philosophie der Religion: «Los milagros pueden producir una con-
firmación para el hombre sensible. Pero es sólo el principio de la
confirmación, un testimonio no espiritual por medio del cual pre-
cisamente lo espiritual no puede ser confirmado. Lo espiritual, en
cuanto tal, no puede ser confirmado directamente por medio de
lo no espiritual, de lo sensible». La imposibilidad de esta confir-
mación lleva a Hegel, al igual que había hecho Kant en Die
Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft 3 , a distin-
guir una «doble» fe, una fe interior y una fe exterior, y ésta últi-
ma, basada en los milagros y en el Cristo «histórico», sólo es pro-
pedéutica de la primera. «La fe exterior, pues, hay que
considerarla sólo como un medio para llegar a la verdadera fe; en
cuanto exterior está sometida a la contingencia y el espíritu alcan-
za su verdad no según la contingencia, sino según el libre testi-
monio». Al contrario de la fe «exterior», que mantiene todavía una
relación con la «presencia sensible inmediata» de lo divino, la ver-
dadera fe, «espiritual», «no se apoya en la autoridad, en lo que se
ha visto y entendido», sino en la interioridad del espíritu. La ver-
dadera fe consiste en el «testimonio del espíritu, no en los mila-
gros». Éstos se pueden citar para la edificación, pero para la ver-
dadera fe «que los invitados a las bodas de Caná bebieran el vino
o se tuvieran que ir sin catarlo es indiferente, y es también indi-
ferente que el hombre con la mano seca la conservara así o se le
curara, aunque hay que felicitarle por una cura que no se otorga

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Posmodernidad y cristianismo

a miles de hombres. Miles de hombres tienen miembros secos y


lisiados y nadie los cura».

El milagro como «producto» de la fe

El milagro, en cuanto signo sensible, particular, no puede


comunicar lo divino que es espiritual, universal. Lo único que
puede hacer es suscitar una fe inmediata, ligada al Cristo históri-
co, personal, y no al Cristo ideal, símbolo del eterno Logos cuya
esencia se abre a la pura razón. El paso sucesivo respecto a
Hegel, en la línea Herder-Strauss, es el de situar la fe «exterior» en
el ámbito pre-lógico de lo «mítico». Para esta corriente la fe «exte-
rior», modulada por la imaginación, «ve» lo que no existe. Por ello
es una «locura» para la razón. Es lo que afirma Feuerbach en su
ensayo de 1839 Über das Wunder: «El milagro, en cuanto tal, con-
tradice la razón; no es posible, por tanto, establecer límite algu-
no entre un milagro razonable y otro irracional. Al contrario: un
milagro, cuanto más contradice la razón, cuanto más loco es,
tanto más corresponde al concepto de milagro». Mientras que la
«sabiduría actúa sobre la razón, el milagro, en cambio, lo hace
sólo sobre los sentidos; la sabiduría hace pensar, el milagro, sólo
mirar; la sabiduría ilumina, el milagro ofusca la inteligencia; el
resultado de la sabiduría es el conocimiento, mientras que el
resultado del milagro es el asombro aturdido». La fe en los mila-
gros procede, según Feuerbach, «de tiempos en que veían lo que
creían porque lo creían». En este sentido, «el milagro existe ya
antes de acontecer. Lo precede una fe, una representación, debe
suceder». Es la fe la que produce el milagro. De este modo, «la
diferencia esencial entre el hecho histórico y el milagroso es que
la fe en un hecho histórico la suscita sólo el hecho mismo, sigue
sólo ‘post factum’, al final, mientras que la fe en el milagro pre-
cede al hecho milagroso», es su origen. El milagro, en cuanto
hecho sensible, no puede, según Feuerbach, mostrar, indicar una
verdad racional. «Si algo es verdadero o no es verdadero, lo
puede decidir sólo la razón, no la sensibilidad; la sensibilidad
carece de juicio. El hecho es indiferente a las distinciones de ver-
dadero o falso, bueno o malo, racional o irracional».
Podemos notar que aquí Feuerbach tiene una concepción
positivista de los «hechos» sensibles. El conjunto de los hechos

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Un signo para creer

es un conjunto cuantitativo, no cualitativo. El evento sensible


no revela nada, no existe ningún nexo causal entre lo externo
y lo interno que el evento pueda evidenciar. El acontecimiento
sensible no es signo. En el reciente volumen de Luigi Giussani,
Il senso di Dio e l’uomo moderno, Milán, 1994, se llama «signo»
a «una cosa cuyo sentido es otra cosa. Signo es, pues, una rea-
lidad que no tendría explicaciones si no implicara la existencia
de otra realidad; sin esta otra realidad la mirada dirigida a la
primera no sería humana, o no se agotaría la consideración de
la primera realidad sin la admisión de la segunda». De hecho,
la concepción moderna de la realidad se prohíbe a sí misma
esta conexión entre signo y significado. Oscilante entre idealis-
mo y materialismo, o en el campo teológico, entre fideísmo y
racionalismo, esta concepción moderna no alcanza una visión
plena, cualitativa, de los hechos histórico-sensibles. Por esto
los hechos nunca pueden interrogar a la razón; la realidad,
desde siempre «pre-comprendida» en la red de los conceptos,
no puede provocar el pensamiento. Así los milagros, aun cuan-
do suceden —y no pudiendo la razón, en rigor, negar a Dios
no debería excluir esta posibilidad—, sólo tienen significado
para la «fe».

La fractura entre «ver» y «comprender» en Emanuele Severino

En el ámbito de las reacciones al discurso pontificio es signi-


ficativa, desde este punto de vista, la convergencia entre el psi-
cólogo junguiano Aldo Carotenuto, para el que «no existe el mila-
gro, existe la exigencia de creer en el milagro»4, y el teólogo
Sergio Quinzio, según el cual los milagros «para un creyente, son
hechos reales, para un no creyente son inadmisibles», también en
el diario de Turín La Stampa. Para ambos el milagro no es el
hecho que, eventualmente, precede a la fe, la provoca o la con-
firma, sino más bien, en la acepción de Feuerbach, lo que «apa-
rece» en la fe. La fe no es el resultado de un hecho de gracia
experimentado, sino que es la condición genético-trascendental
del hecho que, lejos de ser «encontrado» es más bien «construido».
De este modo se interrumpe el nexo entre el «ver» y el «com-
prender», entre la verdad del hecho y la verdad de la razón, ya
que el ver sólo ve lo que la fe quiere hacerle ver.

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Posmodernidad y cristianismo

Quien ha expresado en el pensamiento italiano moderno con


mayor rigor la imposibilidad de este nexo ha sido Emanuele
Severino5. Para Severino —que replicaba al texto de Giussani
Está porque actúa 6 — nosotros no podemos ver nunca el corazón
del otro; por muchos esfuerzos que hagamos la interioridad ajena
es siempre extraña para nosotros. Entre la exterioridad que per-
cibimos sensiblemente y la interioridad que no vemos existe un
abismo insuperable. Así «lo que Jesús realiza lleva a algunos de
sus contemporáneos a creer que él es el Salvador; pero ni siquie-
ra las obras de Jesús hacen visible su corazón de Salvador, ni
siquiera los milagros más extraordinarios pueden hacer experi-
mentar que Jesús es el Salvador». El creer no puede, por tanto,
basarse en el ver, no existe «experiencia» del hecho cristiano. No
existe fides a partir de lo que se ha visto, oído, tocado, a partir
de la credibilidad del sujeto que se encuentra, de las pruebas
morales, por tanto, de los signos con los que él confirma su natu-
raleza. El dualismo kantiano entre fenómeno y noúmeno, al que
Severino sigue siendo fiel, no sólo condena su posición a un
solipsismo radical, superado sólo por la fe como un acto irracio-
nal de confianza, sino también a la disolución crítica de toda cer-
teza existencial. Según la concepción de Severino, la fe, desde el
momento en que ningún signo puede desvelarme el corazón del
otro, es lo que supera el diafragma yo-otro realizando un salto
entre lo externo y lo interno, es decir, entre dos no-evidencias.
Severino confirma así la conversión idealista de la noción de fe,
la cual oscila entre una postura platonizante (= lo que trasciende
los fenómenos) y otra mitopoiética (= lo que produce los fenó-
menos). En los dos casos la fe ya no tiene ninguna relación con
la realidad externa, con los signos visibles y tangibles de una pre-
sencia «diferente». Para ella también los milagros, aun cuando
suceden, son mudos. Dios mismo, por otra parte, aun cuando se
hubiese encarnado en un hombre, no podría revelarse, en cuan-
to realidad histórica, físico-corpórea. El mismo Hegel, refiriéndo-
se a Cristo en sus Vorlesungen über die Philosophie der Religion,
observaba: «Se piensa —si lo hubiese visto, solamente entonces
habría tenido frente a mí lo sensible— en un hombre como se le
ve todos los días —si hubiese oído las palabras de su boca—. Por
tanto no puede hallarse una confirmación sensible con la propia
vista y testimonio; éstos podrían errar; el individuo después de
haberlo visto es él mismo un testigo; así pues, su mismo ver no

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Un signo para creer

ayuda para nada. Por tanto, hay que probar la verosimilitud, es


necesario que se escuchen testimonios jurídicos; y tampoco esto
sirve para nada».

Conclusión

Según la cultura moderna, Dios no puede manifestarse «visi-


blemente». La carne, el mundo en su aspecto «sensible», es la sus-
tancia opaca que impide que se revele lo «espiritual». De aquí la
posibilidad del error, de entender una cosa por otra, de la ilusión,
y además de la inutilidad de los testigos oculares. Hay que supe-
rar la esfera de la contingencia, del espacio-tiempo, de la sensi-
bilidad en general, para hallar, en la «fe», al eterno Dios espiritual
sin rostro. De esta manera, el postulado anticristológico de
Lessing —un hecho histórico no puede probar una verdad uni-
versal— es central en el pensamiento moderno, cuya parte sobre-
saliente, en la que se manifiesta toda la importancia de lo que
está en juego, es la argumentación que conduce a la negación,
no tanto de la posibilidad de los milagros, sino más bien de su
valor ostensivo, demostrativo.

Notas
1 Orígenes, Contra Celso, B.A.C., Madrid 1967.
2 Spinoza, Tratado teológico-político, Buenos Aires 1946.
3 E. Kant, La religión en los límites de la mera razón, op. cit.
4 La Stampa, 16 de junio de 1994.
5 E. Severino, «Sólo nos queda la gnosis», en 30Días, 79, 1994.
6 Op. cit.

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EL REALISMO CRISTIANO DE ROMANO GUARDINI

Hay un aspecto en la obra de Romano Guardini, apenas subra-


yado, que constituye el leit motiv de su pensamiento y que es la
causa, veinte años después de su muerte, de su actualidad: la afir-
mación de un decidido realismo, frente a las idealizaciones mis-
tificadoras de lo real, de la «realidad» cristiana en particular. En el
«retorno a lo concreto», dirigido polémicamente contra la hege-
monía de la filosofía kantiana y neoidealista, reside de hecho la
intención originaria de su pensamiento.
Ya en uno de sus primeros escritos, el fundamental Der
Gegensatz. Versuche zu einer Philosophie des Lebendig-
Konkreten (1925), esta exigencia es evidente: «Esto es lo que
sucede y lo que importa hoy: la realidad se nos vuelve a hacer
visible, después de haber vivido durante mucho tiempo de fór-
mulas. El mundo de las cualidades, de las formas y de los fenó-
menos. El mundo de las cosas. Y lo que cuenta por encima de
todo es que estamos abiertos en todo a las cosas; que las
vemos, las sentimos, las aferramos». En Vom Sinn der Kirche
(1922)1 la percepción es idéntica: «Está teniendo lugar un gran
despertar de la realidad... Ahora sentimos la realidad como un
dato originario de hecho. (...) El idealismo moderno contra el
cual durante tanto tiempo todos los ataques de la lógica han
sido vanos... ya no necesita sustancialmente ser refutado».
Llegar a este descubrimiento no fue una cosa simple en la bio-
grafía de Guardini. Como él mismo escribirá más adelante:
«Sólo a lo largo de muchos años he podido llegar de las ideas
a las cosas, al hombre concreto, a la historia... Hasta que final-
mente he descubierto la maravilla de lo real tal como es, de lo

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El realismo cristiano de Romano Guardini

que no tiene motivo alguno por el cual deba existir, pero exis-
te, y se afirma frente a la posibilidad siempre amenazante de
poder no existir» (Der Engel in Dantes Göttlicher Komödie)2. La
«percepción del mundo» exige, por parte del sujeto, una «aper-
tura», una atención, una disposición metodológica que
Guardini formula así: «Todo objeto, para poder ser realmente
reconocido, necesita un comportamiento ordenado hacia él»
(Der Tod des Sokrates)3.
Es la realidad del objeto, allí donde no está sofocada por pre-
juicios y esquemas vacíos, la que, si se deja aflorar, se impone en
su verdad. Esta realidad sale a la luz, para el ojo humano en el
que brilla la inteligencia, según grados crecientes de complejidad.
Así, cuando un hombre «encuentra» otro hombre, la conciencia
que tiene de él no es la misma que tiene de una piedra o un ani-
mal: ve en el otro no un simple «cuerpo», sino un cuerpo «habi-
tado» por «alguien», dominado por una «presencia». Esto significa
que «veo su cuerpo, desde el principio, solamente en su alma, ilu-
minado, dominado, caracterizado por el alma. Cuando alguien se
me acerca con amabilidad o con ira, lo decisivo, que noto en
seguida, es su sentimiento, y sólo a través de él aferro después el
resto. Cada parte de su rostro, las manos, los pasos, toda su móvil
estructura corpórea, su forma de vestir y las demás cosas que
lleva consigo: todo esto lo veo en su amor o en su odio»4.
El ejemplo aducido es esclarecedor porque pone de manifies-
to cómo la aproximación a la realidad es tanto más verdadera
cuanto más se acoge en la «totalidad» de sus factores. En el caso
que nos ocupa una antropología adecuada sólo puede darse a
partir de una unidad reconocida entre alma y cuerpo más allá de
la escisión moderna entre idealismo espiritualista y materialismo
positivista.
Ni siquiera el cristianismo se sustrae a la escisión de nuestro
tiempo. Si el horizonte se encuentra dominado por la separación
entre espíritu y materia, por lo que el espiritualismo extremo,
análogo a un nuevo gnosticismo, corre continuamente el riesgo
de invertirse en un materialismo llano, tampoco la vida cristiana
escapa al «destino» común.
En el proceso de secularización que caracteriza la Época
Moderna «el aspecto religioso no desaparece, pero es aislado
igualmente como lo específicamente religioso; se experimenta y
se cultiva por medio de sensaciones, comportamientos y acciones

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Posmodernidad y cristianismo

religiosas específicas» (Religion und Offenbarung)5. De ello deri-


va que «la religión se vuelve cada vez más interior, cada vez más
carente de contenido mundano, y por tanto monótona y cada vez
más insignificante; cada vez menos capaz de entrar en contacto
con el contenido concreto del ser y plasmarlo...» De este modo
se hace imposible la comprensión religiosa del tiempo y de sus
ritmos, del espacio y de sus lugares, de las cosas concretas y de
las acciones, y se determina una interioridad apoyada solamen-
te sobre la palabra. «De ello nace una religiosidad sin mundo, sin
cosas, aparentemente ‘pura’, pero en realidad muy discutible».
Esta «presunta espiritualidad de la mera palabra o de la acción
moral», al tener lugar «al margen de la vida», no puede no reve-
larse al final como un estorbo y un obstáculo para una existencia
auténtica, de manera que, por último, «el rechazo de la religión,
el ateísmo, se percibe como una liberación». Un cristianismo par-
cial no corresponde a la plenitud de la vida. Al mostrarse tan eva-
nescente, en su necesario declive, también se vuelve frágil la per-
cepción de la realidad. «La rarefacción del valor religioso no
puede no comprometer la relación con el mundo, con los demás
hombres y hasta con la propia vida. Realmente, junto a dicha
rarefacción, se manifiesta también una progresiva atenuación del
sentido del ser. Todo se vuelve menos importante. Todas las for-
mas significativas pierden fuerza incisiva. Las órdenes y las nor-
mas son cada vez más incapaces de vincular a la conciencia
moral. Se enfría cada vez más el sentir inmediato, y se puede lle-
gar a la pérdida total del sentido de lo real». En términos análogos
Hans Urs von Balthasar señalaba: «Se la llama desmitificación,
pero esto no dice demasiado, puesto que se trata en realidad de
una desacralización y de una pérdida de la ‘fuerza del corazón’
capaz de apreciar la ‘majestad del ser’ en su relación inmediata
con Dios» (Offenbarung und Schönheit).
También para él «el momento actual es un momento de desa-
mor que fundamentalmente despoja a los seres de su reflejo eter-
no, y para los mismos cristianos es extraordinariamente difícil
defenderse del contagio y no sucumbir, por ejemplo, a un espiri-
tualismo escatológico, que abandona el cosmos a merced de las
‘potencias’, neutraliza positivistamente las estructuras y se retira a
la pasión y a la oración».
Si nuestro tiempo induce a un cristianismo «espiritual», que
en su forma más extrema da lugar a un nuevo gnosticismo, todo

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El realismo cristiano de Romano Guardini

ello no deja de tener repercusión en la concepción de la Iglesia.


A un cristianismo «subjetivo» le corresponde una «Iglesia espiri-
tual», fuera del espacio y del tiempo, una Iglesia ideal que ya no
tiene correlato histórico. Pero este espiritualismo, confortable y
delicado, tiene todo el sabor de una deserción de la realidad.
En él el elemento «trágico», inevitablemente ligado a la inma-
nencia cristiana en la historia, simplemente se ha suprimido.
Pero «ser católicos quiere decir afirmar la Iglesia tal y como es,
con toda la incidencia del elemento trágico. Esto se sigue, para
el cristiano católico, de su asentimiento fundamental a la reali-
dad entera. No puede retirarse al mundo de las ideas puras, de
los sentimientos puros y de las experiencias personales.
Ciertamente allí ya no tendría necesidad de ‘compromisos’, pero
la realidad habría sido abandonada a sí misma, es decir, habría
sido alejada de Dios. Repróchesele, como se hace a menudo,
que haya ligado el cristianismo puro del Evangelio a una orga-
nización terrena, que haya construido una religión jurídica
romana, una religión terrenalmente utilitaria, que haya traicio-
nado sus sublimes exigencias aristocráticas en favor de la media
de la humanidad, o trátese de algún modo de formular objecio-
nes similares. En verdad no ha hecho otra cosa que perseverar
en el duro deber que brota de la realidad. Ha preferido renun-
ciar al deslumbrante romanticismo de los ideales y de las expe-
riencias subjetivas antes que olvidar la voluntad de Cristo, que
era conquistar la realidad, con todo lo que esta palabra implica,
para el Reino de Dios»6.
Si el «sentido de la Iglesia» se ha vuelto evanescente a lo largo
de la época moderna, es porque la realidad de Cristo, de quien
la Iglesia es «cuerpo», ya no se percibe como tal. A la espirituali-
zación del cristianismo corresponde la idealización de Cristo: en
esto reside el significado propio de la «nueva gnosis». De ahí la
tarea en el centro de la reflexión guardiniana: recuperar la «figu-
ra» real de Cristo contra la reducción del cristianismo a un con-
junto de valores propios de una ética intramundana. Lo específi-
camente cristiano no está en una doctrina, y mucho menos en
una moral, ni siquiera la del amor al prójimo. No es un «ideal»,
sino una «presencia» lo que distingue la existencia cristiana. Por
eso «no es posible separar el ‘pensamiento cristiano de Dios’, la
‘verdad cristiana’, del Cristo concreto. La doctrina cristiana es cris-
tiana en tanto que aferrada, por así decir, por los labios de

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Posmodernidad y cristianismo

Jesucristo; en tanto que se entiende como viviendo de Él, de su


ser y actuar. No existe una ‘esencia del cristianismo’ escindible de
Jesucristo y que pueda ser expresada en un sistema conceptual
autónomo. La esencia del cristianismo es Él. Es aquello que Él es,
aquello de lo que viene y a lo que está dirigido, lo que vive en
Él y a Su alrededor, escuchado de su viva voz y leído en Su ros-
tro. En todo esto se plantea al espíritu una afirmación y una pre-
tensión filosófica frente a la cual se desbarata la filosofía pura:
que la categoría última del cristianismo es el hecho particular e
irrepetible de la personalidad concreta de Jesús de Nazaret»
(Christliches Bewusstsein)7.
Todo el problema de una existencia cristiana se concentra
entonces en la percepción de ese hecho fundamental: «lo que
caracteriza la cualidad cristiana de un pensamiento es que éste
acoja en sí el hecho (de la Encarnación) como su norma» (Der
Engel in Dantes...). «En el cristiano —escribe en su Diario— lo
que determina todo, absolutamente todo, pensamiento, acción,
ser, es que la realidad de Dios se perciba, que esté en la exis-
tencia como lo Real, en última instancia como lo único Real.
Todo lo demás viene determinado por esto; y por tanto o está
vivo o es sólo algo pensado, o mejor, hablado». Esta percepción,
por la que Cristo es «real», es la fe.
La fe no es una confianza genérica en un más allá, ni tampo-
co en un Dios sin rostro; «creer significa ir a Cristo, conducirse
hacia la posición en la que Él está. Ver con sus ojos. Medir con
sus criterios» (Vom Wesen Katolischer Weltanschauung). En esta
asimilación el cristiano no sufre una deformación óptica, al con-
trario, «solamente el hombre que cree ve finalmente el mundo. Lo
ve por lo que es. Lo ve entero y todo su contorno». Sólo el cristia-
no posee por tanto «ese extraño punto fuera del mundo» que le
permite una mirada objetiva sobre la realidad. La fe no es pues
una «opinión» sino el modo mediante el cual el mundo se desvela
en su esencia. Desde este punto de vista, «cada creyente verda-
dero y real es un juicio vivo sobre el mundo».
Pero cabe preguntarse: ¿cómo es posible que suceda hoy la
percepción de la realidad de Cristo? Es real sólo lo que está
presente, no lo pasado. «Sólo se alcanza realmente la seriedad
de la fe en la contemporaneidad con el mensajero de la
Revelación. Pero ¿dónde?» (Die Kirche des Herrn)8. El «dónde»
reside en los «suyos», en aquéllos que Le pertenecen y que

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El realismo cristiano de Romano Guardini

constituyen Su Iglesia viva. En efecto, «la imagen de Cristo


puede brillar ya ahora, si el Señor lo quiere, en aquél que cree,
en la expresión de su rostro, en su actitud y en su modo de
actuar. ¿No es esto acaso lo que se manifiesta en el santo, y lo
que, en general, se muestra en la esencia de un cristiano, pro-
vocando en otros el amor o el odio?»9. De aquí deriva «que
nosotros tenemos experiencia de Cristo sólo a través de la
Iglesia, y que la decisión de la fe se cumple en relación con
ella, pues sólo ella nos sitúa en la posición de la contempora-
neidad» (Die Kirche des Herrn).
Allí donde la Iglesia está verdaderamente presente —«no sólo
colectividad, sino comunidad; no sólo un movimiento religioso,
sino vida eclesial; no un romanticismo espiritual, sino realidad
ontológica eclesial»10— allí se hace posible el encuentro. Que
esto pueda suceder depende, en gran medida, de la asunción de
la realidad de Cristo en toda su integridad, contra las modas del
momento y más allá de ellas.
Esta asunción está en el centro de toda la reflexión guardiniana.
«Nosotros —así volverá a evocar el período de su formación—
descubrimos la revelación como el hecho originante del conoci-
miento teológico, la Iglesia como su portadora, y el dogma como
ordenamiento del pensamiento teológico. (...) Éramos decidida-
mente no liberales. Tomamos como base de nuestro propio pen-
samiento lo que la postura liberal había considerado que era un
elemento de disturbio y una atadura, e hicimos experiencia de
que a través de esta revolución copernicana del espíritu creyen-
te se nos desvelaba la profundidad y la plenitud de la verdad
sagrada; además se nos había ofrecido una mirada sobre la vas-
tedad y la realidad del mundo que la postura liberal, con su cons-
tante atención sesgada hacia la ciencia profana y su oposición
exacerbada contra la autoridad de la Iglesia, no tenía»11.
La pertenencia al Cristo concreto coincide con una introduc-
ción radical —en el sentido de que va a la raíz— a la realidad.
Porque la mirada de Cristo ilumina el mundo en su objetividad
es por lo que el cristianismo es verdadero, verdadero incluso
para el «hombre moderno». Por esto «ya al final de mis primeros
estudios teológicos —confesará Guardini a Pablo VI en una carta
de 1965, tres años antes de su muerte— se me aclaró una cosa,
que desde entonces fue determinante para todo mi trabajo: lo
que puede convencer al hombre moderno no es un cristianismo

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Posmodernidad y cristianismo

histórico o psicológico o modernizado de algún modo, sino sola-


mente el mensaje no circunscrito e intacto de la revelación»12.

Notas
1 El sentido de la Iglesia, op. cit.
2 El ángel en la Divina comedia de Dante, Emecé, Buenos Aires 1961.
3 La muerte de Sócrates, Emecé, Buenos Aires 1960.
4 Los sentidos y el corazón, Cristiandad, Madrid 1965.
5 Religión y revelación, Guadarrama, Madrid 1964.
6 El sentido de la Iglesia, op. cit.
7 Pascal o el drama de la conciencia cristiana, Emecé, Buenos Aires 1955.
8 Meditaciones teológicas, op. cit.
9 Los sentidos y el corazón, op. cit.
10 El sentido de la Iglesia, op. cit.
11 Apuntes para una autobiografía, op. cit.
12 Citado en H. B. Gerl, Romano Guardini 1885-1968, op. cit.

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port. Postmodernidad y C.?:port. Postmodernidad y C. 3/9/13 13:26 Página 1

Otros títulos de E E ¿Por qué la modernidad ha rechazado el cristianismo? MASSIMO BORGHESI Massimo Borghesi es profesor de
Filosofía de la Religión en la
Carlos Díaz, Contra Prometeo. ¿Por qué la Iglesia ha visto construir un mundo incristiano Facultad de Filosofía y Letras de la
Armando Segura, Emmanuel, Prin-
cipia Philosophica.
Pedro Ortega Campos, Notas para
una filosofía de la ilusión.
sin poder frenar la secularización?

Después de la Segunda Guerra Mundial, la Europa


POSMODERNIDAD Universidad de Perugia (Italia).
Así mismo, imparte clases de
Estética, Ética y Teología filosófica
Jacques Maritain, El Hombre y el
Estado.
que proyectaba frenar el avance del comunismo parecía
encontrar en la Iglesia, que conservaba todavía una fuerte y Y en la Pontificia Facultad Teológica
«S. Buenaventura» (Roma).

POSTMODERNIDAD Y CRISTIANISMO
Dietrich von Hildebrand, Ética. decisiva influencia en la sociedad, el gran baluarte contra el Entre sus obras publicadas desta-
Alfonso Pérez de Laborda, ¿Salvar
lo real? Materiales para una filo-
sofía de la ciencia.
Armando Segura, Principios de Fi-
naciente bloque soviético.
Pero en aquella aparente luna de miel entre el cris-
tianismo y la modernidad, que se prolonga hasta la caída
CRISTIANISMO
¿Una radical mutación antropológica?
can:
La figura di Cristo in Hegel (Roma,
1983)
losofía de la Historia. del muro de Berlín, hay mucho de instrumentalización por Romano Guardini. Dialettica e
Enrique Rivera de Ventosa, Unamu- parte de Occidente: no hay una identidad de puntos de antropologia (Roma, 1990)
no y Dios. vista, sino que el poder político-cultural hegemónico asume L’età dello Spirito in Hegel. Dal
Larry Laudan, El progreso y sus
problemas. y «disuelve» los valores del cristianismo hasta convertirlo en Vangelo «storico» al Vangelo «eter-
Rogelio Rovira, Teología Ética. algo «inútil en su aspecto real, histórico y temporal», en pala- no» (Roma, 1995)
Carlos Díaz, Eudaimonía. bras de Romano Guardini.
Feliciano Blázquez Carmona, La Y mucho de ingenuidad por parte de una Iglesia en
filosofía de Gabriel Marcel. la que, influida por la interpretación mística de la fe de
Carlos Díaz, Preguntarse por Dios
es razonable (Ensayo de Teodi- Joaquín de Fiore y sus epígonos Kant, Lessing y Hegel, se
cea). ha impuesto una teología «oficial» que descarna la figura de
Rogelio Rovira, La fuga del no ser. Cristo hasta reducirla a un conjunto de valores.
Adolf Reinach, Introducción a la En un mundo incristiano como el actual es necesario volver
fenomenología. a replantear las relaciones entre la Iglesia y el Estado,
Hans Reiner, Bueno y malo.
Manuel García Morente, Sobre la huyendo de las pretensiones de eclesializar el Estado y esta-
teoría de la relatividad. talizar la Iglesia.
AA.VV., Filosofía cristiana en el ¿Es posible ser moderno y cristiano?
pensamiento católico de los siglos Frente a las reducciones espiritualistas, las reinterpretacio-
XIX y XX. nes filosóficas y las instrumentalizaciones políticas del cris-
– I. Nuevos enfoques en el siglo XIX.

Massimo Borghesi
– II. Vuelta a la herencia escolásti- tianismo, el profesor Massimo Borghesi contribuye en esta
ca. obra a recuperar los orígenes del realismo de la fe. Es desde
René Girard, Cuando empiecen a la fe, sin contaminación de otros criterios, desde donde
suceder estas cosas... juzga la modernidad.

ISBN DIGITAL: 978-84-9920-849-7

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