Está en la página 1de 319

A David por los lobos

y a Bruno por la magia.


I. El astro

-S ea.
Un hilo de luz dorada surge de las manos de Elva. Solo ella puede
hacer tangible la verdad y convertirla en juramentos. Trenza la hebra en mis
muñecas y yo finjo no detestarla. Es casi sencillo hacerlo mientras me ayuda
a romper la norma de Dios Rey: «Y ninguno de Los Ocho antiguos volveremos a
interceder entre los mortales ni a caminar sobre la tierra».
—Podrás volver, Selene. Pero mientras estés en su mundo serás mortal,
como ellos. Tus poderes estarán limitados y solo podrás regresar cuando el
último de tus licántropos haya muerto. ¿Es esto lo que quieres?
Asiento y aprieto con fuerza la hebra dorada con la que ata mi promesa.
Elva consiguió ser una de Los Ocho, aunque sea una niña tonta que solo es
diosa a medias. Tiene ojos redondos, el cabello dorado y una expresión de no
entender qué pasa la mayor parte del tiempo. La odio, pero es la única que
puede ayudarme a romper la ley de su padre y ha estado dispuesta a hacerlo.
—¿Esto es por Sal? —tiene la osadía de preguntar, y quiero arrancarle la
lengua. Me gustaría clavar las uñas en esa piel tan blanca y delicada, y
despellejarla a tiras hasta llegar al hueso.
—Claro que es por Sal —siseo.
—Pero los licántropos nunca han dañado a tu hermano.
—Han dejado morir a sus criaturas. ¡Los creé para que las protegieran y
no lo han hecho! Merecen tener su mismo destino.
Sé que en realidad los humanos son los auténticos culpables, pero a ellos
no puedo castigarlos. Son un reflejo blando de nosotros, una sombra de torpe
carne. ¿Cómo puede algo tan insignificante volverse tan dañino? Humanos: las
criaturas consentidas de Rey. Mi hermano es el dios de la vida y de lo
salvaje. Rey, el dios de dioses, del orden y de la sabiduría. Por eso dotó a
los humanos, sus favoritos, de armas y reglas. El mayor de los dioses
siempre los bendice. Se divierte tanto con sus maravillas como con sus
horrores. No le importó que masacraran al resto de criaturas que Sal amaba.
Prohibió que ninguno de los ocho dioses usemos nuestros poderes contra
los humanos, que se multiplican y consumen las tierras salvajes. Son más
feroces y codiciosos que ninguna otra criatura. Si nada los detiene,
acabarán con las praderas y los lagos, quemarán los bosques y se devorarán
unos a otros hasta corromper un mundo que una vez fue hermoso.
Yo no creo vida, solo dotaba de magia a las criaturas que más agradaban a
mi hermano. A los lobos, los cuervos o los fénix. Sin darme cuenta, las puse
en peligro, ya que los humanos siempre han perseguido la magia. Ansían las
cosas hermosas y no se detienen hasta destrozarlas.
Masacraron a los pájaros irisados de Sal solo para decorar sus trajes con
sus plumas. Decoraron sus casas con escamas arrancadas de los peces de oro.
Dieron muerte a todos los ciervos de cuatro cuernos, esos animales dóciles y
majestuosos que caminaban tranquilos con ojos blancos llenos de sabiduría.
Sacrificaron al último de los unicornios y tallaron adornos en sus huesos.
La masacre de sus criaturas ha arrastrado a mi hermano a la sombra y al
sueño eterno.
Sal siempre fue demasiado sensible y no ha soportado ver la masacre de
las criaturas que crea. Entiende que su existencia ya no tiene ningún
sentido y se ha rendido. Lo odio por rendirse. Lo quiero hasta la locura. Él
eligió dejarse morir y yo quiero hacer arder todas las ciudades. Si pudiera,
teñiría la tierra de sangre y arrancaría gritos a los humanos. Les daría
caza, uno a uno. Tejería una capa con sus pieles y colgaría al último de los
hombres en uno de sus árboles, para que muriera de forma lenta sobre la
tumba que había elegido mi hermano.
Y mis guerreros, aquellos a los que había bendecido con la piel de los
lobos, a quienes había ordenado ser defensores, no se esforzaron en
impedirlo. Mis cinco primeros licántropos nunca me hubieran defraudado así.
Elegí a esos cinco mortales y seguía orgullosa de cada uno de ellos. Lloré
con los tres que eligieron morir. Desafié a Rey para convertir a una de mis
licántropas en una diosa menor, y asumí el castigo que me impuso. Incluso
llegué a amar a uno de ellos, con la pasión de los mortales. Fui capaz de
entregarle mi corazón y perderlo, y aun así no arrepentirme de lo que
vivimos.
Las generaciones que les siguieron, en cambio, se dejaron seducir por la
avaricia. Por los regalos de los reinos humanos. Por la comodidad y los
placeres con los que pagaban la sangre que derramaban. Les permitieron dar
caza a aquellas criaturas que deberían defender. Atacaban con fiereza si
hacían el menor daño a un lobo o a uno de los suyos, pero dejaban que
masacraran a otras de las criaturas maravillosas creadas por las manos de
Sal.
Hace años que mi hermano no responde a mis llamadas. Se había entregado a
las entrañas oscuras de la tierra.
Agarro con fiereza la hebra de luz dorada con la que Elva me ata.
—Voy a bajar a la tierra y, cuando lo haga, me llevaré a la luna
conmigo. No dejaré que la magia ayude a los que me han fallado. Solo volveré
cuando el último lupino haya muerto —repito con firmeza.
Elva asiente. El mundo arde. Me dejo arrastrar por el fuego dorado y
caigo, como una estrella fugaz, sobre la tierra. Los cielos crujen con un
rugido grave; es una advertencia. Los demás dioses afilan la mirada y me
vigilan, pero no me importa. No pueden alcanzarme.
La caída es breve y podría romperme, pero hace falta más que esto para
matar a una diosa, incluso una en forma humana. Me pongo en pie, descalza en
un cuerpo frágil, con el cabello suelto y el corazón lleno de odio hacia
aquellos que una vez quise con todas mis fuerzas.
Y los que no han sido dignos de mi poder van a sentir mi dolor, y verán a
los suyos morir ahora que se lo he arrebatado.
Sierra

B risa no estaba en la choza cuando Sierra regresó de caza. La loba


resopló y apretó los dientes. Ni siquiera estaba sorprendida, su hermana
siempre encontraba una forma nueva de irritarla. Alzó el hocico para
olisquear la diminuta estancia que compartían. No hacía mucho que se
había ido. Apoyó en el suelo sus cuartos traseros y se estiró como si
quisiera aullar a ese cielo desgarrado. El pelo, que mezclaba el gris con un
tono rojizo, se desvaneció para dejar a la vista una piel suave y tostada. Las
piernas se alargaron. El vientre dejó a la vista un ombligo que se asomaba
hacia fuera y hasta el que llegaba una larga cicatriz que nacía en sus
costillas. Sierra dejó atrás su piel de lobo para transformarse en una joven
de ceño fruncido y manos rápidas. El cambio había sido más lento de lo que
acostumbraba, y el latigazo de dolor en la columna le hizo soltar un gruñido
de protesta.
Abrió el cesto en el que había dejado su ropa y se puso uno de los
vestidos sueltos y cortos que usaba cuando estaba en forma humana. Se
sentó en el catre para calzarse las botas, al tiempo que maldecía entre
dientes a esa mocosa y su firme decisión de rebelarse ante cada norma.
Nunca habían sido muy cercanas, ni siquiera de niñas. Cuando llegó a la
adolescencia, Brisa le resultaba tan irritante que podía hacerla gritar de
frustración. Su padre se interponía entre ellas para evitar que llegaran a las
manos. La sujetaba de las muñecas hasta que dejaba de temblar de ira.
«Contrólate, fiera», le decía su padre. Le enseñó a respirar, a extender los
dedos de las manos y fijarse en las uñas para no dejar que se curvaran y se
convirtieran en zarpas. A contener la furia entre los dientes y mantenerse
humana, aunque doliera.
Luego se reía, siempre se reía, y la abrazaba de esa forma tosca, brusca,
cálida.
Sierra perdió unos segundos para apretar los labios. La ausencia de su
padre aún palpitaba como una herida abierta.
Siempre le había costado mantener la ira bajo control. La mayoría de los
licántropos tenía ancestros, incluso padres, humanos. La mezcla de sangre y
de cultura había hecho que la tribu usara más la lengua de los humanos, que
asumiera muchas de sus costumbres y su forma de comportarse. Sierra
descendía de un linaje de licántropos y lobos, sin sangre humana, y eso la
hacía más fuerte que la mayoría, pero también más salvaje. A veces sentía
que sus emociones se le quedaban grandes, que iban por delante de sus
pensamientos, y le costaba entenderlas, y mucho más controlarlas. La furia
la ayudaba a ser más feroz, pero también la aislaba de todo lo que la hacía
sentir vulnerable o incómoda.
Sin embargo, ni siquiera cuando lo necesitaba podía alejarse de su
hermana. Brisa dependía de ella y ese agobio se volvía fuego en su
estómago.
Resopló y se puso en pie para dejar la tristeza atrás con zancadas largas.
Si pudiera deshacerse de ella como del polvo del camino, se envolvería el
cuerpo con esa manta y se frotaría la piel hasta hacerse sangre, hasta perder
su propio olor. Luego le prendería fuego y lanzaría las cenizas a uno de esos
pozos tan profundos que no se llega a ver el fondo. No era capaz de dejar
atrás la tristeza, pero podía dejar de escucharla, así que, como siempre, se
dio la vuelta y salió de su hogar con tanta decisión como furia.
Escudriñó la aldea. Las sombras se alargaban en un atardecer que
parecía verter fuego sobre los árboles. Su manada avivaba la hoguera para
la cena, preparaban las pieles o reparaban los desperfectos de la última
tormenta. Había una atmósfera pesada en el pueblo, como si el aire fuera
denso y les resultara trabajoso simplemente mantenerse en marcha. Su
pueblo, que siempre había sido enérgico y orgulloso, ahora tenía la espalda
curvada y los hombros hundidos. Sierra se fijó en que todos tenían la vista
gacha. Desde que la luna desapareció, todos evitaban alzar la vista al cielo.
No estaba segura de si se debía al temor o a la vergüenza. Habían hecho
algo terrible para que su propia diosa decidiera abandonarles. Lo único que
ella podía sentir era furia: primero le habían arrebatado a su padre; luego su
diosa les daba la espalda. Selene sabía que los humanos eran más poderosos
que nunca, con sus armas de fuego y plata, y no le importaba. O peor aún, sí
que lo hacía, y aun así los abandonaba para dejarlos morir. No solo les hacía
más débiles o más lentos a la hora de curarse y transformarse, también
estaban dejando de escuchar a los lobos. Las criaturas que habían formado
parte de su tribu, de su historia y de ellos mismos tanto como los humanos
ahora les rehuían y guardaban silencio. A los lupinos, los nacidos de lobo,
como la misma Sierra, les dolía especialmente. Selene les arrebataba parte
de su propia familia.
Pocas veces los licántropos se emparejaban entre ellos. Crecer en
manada hacía que se sintiesen como hermanos. La madre de Sierra era una
loba, y, como todos los lupinos, Sierra tenía mayor fuerza y unas emociones
más crudas que en ocasiones la desbordaban.
A pesar de que los humanos fueran un pueblo enemigo, muchos hombres
o mujeres que no encajaban en sus ciudades las dejaban atrás para formar
parte de la manada, y acababan formando familias con los licántropos, casi
siempre temporales. La mayoría de los humanos resultaban ser demasiado
delicados para la vida de la manada. «O no les interesa lo suficiente», pensó
Sierra, al recordar a la madre de su hermana y el daño que les había hecho
al desaparecer.
La lupina apretó tanto los puños que se clavaba las uñas en las palmas.
Bajó la cabeza, soltó el aire, que quemaba como humo, y se obligó a abrir
las manos y apoyarlas contra sus muslos. Contó hasta ocho, su número de la
suerte, antes de respirar de nuevo y ponerse en marcha.
No le hacía falta cambiar de forma para seguir el rastro de su hermana.
Lo conocía demasiado bien: tenía un aroma suave y ligeramente
empalagoso, a lino manchado de miel. Echó a andar por el sendero de los
abetos. Tal vez hubiera ido a ese estúpido claro demasiado alejado para los
cachorros. Brisa insistía en mostrarse mayor de lo que era. Quería crecer tan
rápido que acabaría golpeándose de bruces con un mundo que se le quedaba
grande. Sierra quería estar allí para ser la primera en reírse.
No tuvo que adentrarse demasiado en el bosque. El rastro acababa de
forma repentina y Sierra se acercó al enorme árbol anciano. Apoyó las
yemas de los dedos en la corteza seca y cubierta de cicatrices. Alzó la vista,
con la nariz arrugada, y entrecerró los ojos, atenta a cada movimiento. Fue
irónico que el viento tironeara de los cabellos de Brisa, y de su vestido, que
se agitó como una bandera blanca. Los ojos de Sierra se iluminaron y, al
afilar la sonrisa, los colmillos prominentes quedaron a la vista rozando sus
labios.
—¿Quieres irte a vivir con las ardillas? Por mí encantada. Con la
condición de que no vuelvas nunca.
—¿Y entonces por qué me buscas?
—Tengo la esperanza de ver cómo te caes cuando intentes bajar y te
partas algún hueso. —Sierra se alejó un par de pasos, de espaldas a Brisa,
para tener mejor visión y se sentó en el suelo. Intentó parecer desapegada,
como si por dentro no ardiera de rabia—. Apuesto a que empiezas a
lloriquear como un cachorrito recién destetado.
—¡Déjame en paz! —Era fácil provocar a Brisa, que al moverse hizo
que la rama se agitara violentamente. Sierra arqueó una única ceja, sin
inmutarse. Deseaba que de verdad se cayera y se diera un buen golpe. A lo
mejor aprendía, como ella, a base de caídas y golpes.
«Pero sus heridas no sanarán sin luna», recordó, y gruñó en voz baja. No
estaba acostumbrada a que fueran tan frágiles.
—¿Y si dejamos el teatro y bajas de una vez?
—Dices que no te importo, pero nunca dejas que me vaya —acusó la
menor, sin hacer amago de bajar del árbol.
—Dices que me odias, pero siempre dejas que te encuentre.
—Algún día me iré de verdad.
Sierra apretó los dientes. Conocía el juego de su hermana, la forma en la
que lanzaba palabras como piedras y amenazas vacías. Siempre buscando
una forma de herirla para salirse con la suya. Quiso aullar de rabia, y se
contuvo a regañadientes.
—Hazlo de una vez y deja de hacerme perder el tiempo —bufó Sierra—.
Estoy hambrienta, cansada, y lo último que quiero es que la manada me
eche en cara que la descerebrada de mi hermana se haya abierto la cabeza.
—Cuando me vaya te arrepentirás.
—Seguro. Creo que ya me siento mal, qué terrible todo. —Sierra puso
los ojos en blanco—. ¿Has acabado ya con la escenita?
—Eres mi única familia y me tratas peor que nadie. Deberías cuidar de
mí.
—A lo mejor si tú no fueras tan insoportable yo sería más agradable
contigo.
—¡No! Lo único que quieres es que me quede callada y no te dé
problemas para ignorar que existo. ¡Eres egoísta!
Sierra soltó el aire despacio por la nariz. Tenía ganas de subir ella misma
al dichoso árbol y zarandear a su hermana para dejarla caer.
—Tú eres una carga que nadie ha pedido.
Brisa cogió aire para responder, pero se quedó allí, con esa expresión
ridícula: aferrada al árbol y con la boca abierta sin ser capaz de formar
ninguna palabra. Sierra se hubiera reído, pero su propia frase le había
dejado un regusto amargo. Apartó la mirada y se cruzó de brazos, como si
nada le importara. Ojalá nada le importara.
Los ancianos decían que la ausencia de la luna en el cielo bastaba para
enloquecerlos, pero Sierra no necesitaba que la reina de los astros
desapareciera para ser cruel con su hermana.
Fingió no mirarla cuando Brisa por fin se decidió a descender del árbol.
Lo hacía despacio, con más agilidad de la que Sierra reconocería. Se
sujetaba con unos brazos finos y tensos y se alejaba lo suficiente para ver
dónde colocaba el pie para el siguiente paso. El viento arrastraba el olor del
sudor de su hermana, mezclado con el de la corteza. Cuando iba por la
mitad, apoyó mal el pie y cayó un par de metros. A Sierra se le tensaron los
músculos y el corazón le latió a destiempo, de forma dolorosa.
Pero no se movió.
Se agarró la tela del vestido por los costados para dejar de clavarse las
uñas y arrugó la nariz con el aroma de la sangre. Brisa se había golpeado en
la mejilla y la frente, y tenía una herida escandalosa en mitad de la ceja.
Parecía más pálida que antes, puede que por el golpe, puede que por el
susto. Sierra esperó, contando hasta ocho, pero antes de llegar al último
número y acudir en su ayuda, Brisa se puso en marcha de nuevo y siguió
bajando hasta llegar al suelo.
Se limpió la sangre que le caía sobre el párpado derecho con una mano
tan sucia de resina y corteza que solo consiguió ensuciarse la cara. Sierra se
levantó con los hombros tensos y los dientes apretados. Brisa se giró e
intentó echar a andar hacia el pueblo con una dignidad que no tenía. Para su
hermana mayor fue sencillo sujetarla de los hombros y obligarla a girarse
con un empujón, para que quedase frente a ella.
—Eres un desastre.
—¿Qué más te da?
—Soy yo la que arregla lo que destrozas, incluso cuando lo haces
contigo misma —gruñó.
Tiró de la manga del vestido de su hermana y le empujó la cabeza sin
ninguna delicadeza para limpiarle la sangre. La herida no era grave. Si la
luna no les hubiera abandonado, se hubiera cerrado antes de que terminase
de bajar del árbol. Sierra no estaba acostumbrada a ser vulnerable y la
incomodidad se removía dentro de sus huesos.
—A lo mejor se te queda una cicatriz y la ceja partida para siempre.
—Mejor. Así cada vez que me mires recordarás que me hice daño por tu
culpa.
—La próxima vez ni siquiera vendré a buscarte. Vamos, tengo hambre.
—Padre se enfadaría contigo.
Agarró a su hermana del brazo con demasiada fuerza. Primero, la niña
soltó un grito de sorpresa. Luego sus labios se retorcieron en una sonrisa.
Sierra temblaba de rabia. Daba igual si era para algo bueno o algo malo,
Brisa solo quería llamar su atención, provocarla. Y lo conseguía, por mucho
que intentara parecer impasible.
«No vuelvas a hablar de él», quiso decir. Pero entonces Brisa lo haría,
aunque le gritara o golpeara. La apartó con un empujón.
—Padre está muerto y los muertos no se enfadan.

7
Ignoró la mirada que le lanzó la anciana Nevada cuando volvieron a la
manada. Sierra guardaba respeto a sus mayores, no iba a alzar su voz ni a
desafiar su autoridad, aunque ardiese en deseos de hacerlo. Brisa caminaba
casi de puntillas, con la espalda recta y la barbilla alta. Parecía frágil, como
si se hubiera estirado demasiado en los últimos meses. Le llegaba a la altura
de la mandíbula, pero parecía pesar la mitad, en un cuerpo aún infantil de
huesos largos y delicados y piel tan clara que las pecas formaban
constelaciones. Brisa se parecía más a su propia humana, una humana de
ojos claros que la había abandonado cuando la vida de la tribu le resultó
difícil, o aburrida, o tal vez simplemente incómoda. Sierra nunca había
soportado a esa humana caprichosa de la que su padre se había enamorado.
A veces pensaba que por eso odiaba también a Brisa. Ese aroma demasiado
dulce de su piel le recordaba al de su madre. Se alegró cuando se marchó,
aunque el corazón se le encogía cada vez que descubría lágrimas ocultas en
los ojos de su padre.
—Es una traidora —gruñía.
—No, Sierra. Nos quería. Y a ti también, aunque no la dejaras.
—¿Y por qué os ha abandonado?
—La vida en el bosque es demasiado dura para los humanos. No ha
aguantado más. —Esbozó una sonrisa triste que parecía tallada con un
cuchillo oxidado. El pelo rojo, demasiado largo, le caía sobre unos ojos
hundidos en las sombras más profundas. Sierra recordó cómo apoyó ambas
manos en la frente de su padre y las empujó hacia atrás para retirarle el
pelo. Se quedó allí, con el rostro a unos centímetros del suyo y el ceño
fruncido. Amenazaba a esa tristeza que titilaba en las pupilas.
—Traidora y mala —repitió—. Ni siquiera se ha querido llevar a Brisa
con ella.
—Brisa es como nosotros. Nadie puede llevársela. —La acomodó para
sentarla sobre sus piernas y la abrazó, aunque no era Sierra quien necesitaba
ese gesto. Ella apoyó la cabeza en su hombro y miró de reojo a su hermana,
por aquel entonces un bulto pálido y redondo que lloraba y dormía de forma
desordenada—. Nosotros siempre seremos una familia, no importa lo que
pase, quién venga o quién se vaya. Seguiremos juntos.
«Pero mentías». Arrastró el pensamiento entre los dientes. No guardaba
rencor a su padre por irse, él no eligió la herida que lo arrancó de la vida. Ni
siquiera por no romper la barrera de los muertos y permitir que su espíritu
viniera a hablar con ella. Conocía las normas: los ancestros que visitaban el
pueblo nunca era nadie que hubieran conocido en vida. Lo que le resultaba
insoportable era saber que siempre le había estado mintiendo. Que no la
había preparado para vivir sin él. Debería ser mayor, casi adulta, pero se
sentía lejos de serlo.
Hacía mucho que Brisa había dejado de ser ese montón de carne blanda
con olor a leche. Se había vuelto afilada, incontrolable, y Sierra detestaba
ser siempre la hermana mayor y arisca, pero no sabía comportarse de otra
forma. Brisa se le hacía muy grande, no debería ser su responsabilidad, pero
los ancianos habían decidido que era ella la responsable de ese cachorro.
Tenían la misma sangre, y para la manada eso era suficiente.
A veces, a Sierra le gustaría ver arder su mundo. Al menos se sentiría
ligera al caminar entre las cenizas.
Néstor

S ededespertó con el corazón en la garganta y la piel cubierta de una capa


sudor frío. Se había incorporado, posiblemente antes de despertarse,
y las manos se aferraban con tanta fuerza a la manta que, si hubiera luna,
habría desgarrado la tela.
La luna que ya no estaba en el cielo había irrumpido en sus sueños.
Respiraba de forma tan agitada que despertó a Sande, su madre. La
escuchó moverse en su esquina de la tienda. Néstor sabía que una cortina de
tela separaba la parte de la tienda que su madre compartía con su amante,
una muestra de respeto que podría tener poca utilidad real. Aunque
estuviera a unos pasos de distancia, no distinguiría mucho más que unas
manchas difusas. Era irónico que la diosa hubiera concedido el don de la
videncia a un chico con ceguera, pero se trataba de la misma diosa que los
había abandonado cuando más la necesitaban. Puede que tuviera un humor
retorcido o puede que en realidad ninguno le importase. A lo mejor se había
cansado de ellos.
Se estremeció con la viveza de su sueño. Selene era un estallido de luz y
plata que quebraba el mundo. Agarraba a alguien del brazo. No pudo
distinguir la silueta, pero parecía humana y pequeña, tal vez un niño. Néstor
estaba en pie, quieto, frente a ella, mientras la tierra abría las fauces y
devoraba a todos los suyos. Los escuchó aullar de terror mientras el abismo
le devoraba.
Y no había hecho nada.
Antes de despertar, un rugido se desató a su espalda. Parecía el de la
tormenta, si la tormenta tuviera vida. Juraría que la luna alzaba su luz hacia
lo que hubiera a su espalda. Los gritos, los destellos, el terror y la muerte,
todo se mezcló en una oscura espiral de caos y Néstor volvió a la realidad
envuelto en sudor y lágrimas.
Tenía los brazos tensos y la cabeza le dolía tanto como si el cráneo
estuviera a punto de estallarle. Lo peor no era eso, sino saber que, ni
siquiera en sus visiones, ni siquiera en sus sueños, era capaz de hacer lo
suficiente. Notó el movimiento de su madre al sentarse a su lado. Apoyó un
paño con dulzura en su frente. Néstor seguía rígido, con los dientes
encajados y un temblor invisible dentro de los huesos. Su madre le rodeó
con los brazos y le empujó para que se apoyara contra ella. El pecho de
Sande se elevaba y descendía con una tranquilidad contagiosa. Néstor cerró
los ojos y se dejó guiar por ese ritmo y sereno. Su cuerpo perdió rigidez y se
volvió más pesado. Estaba agotado, como le ocurría cada vez que se
enfrentaba a una visión. No siempre le venían por las noches, a veces estaba
caminando y todo su cuerpo se volvía rígido. Sentía que el cráneo se le
partía y por la fisura de los huesos se derramaba esa luz, ese movimiento,
ese lenguaje caótico y feroz de los dioses.
—¿Estás mejor? —Hacía años que su madre no tenía que preguntarle si
se trataba de una visión, o si estaba bien. Nunca lo estaba. Asintió con la
cabeza y ella le estrechó un poco más antes de separarse—. ¿Ha sido algo
malo?
Esta vez se mordió la carne de la mejilla por dentro. Le gustaría
ahorrarle a su madre lo que había visto. A ella y a todo el pueblo. Las
visiones nunca se equivocaban, aunque a veces eran confusas y poco claras,
podían tener una lectura no muy evidente.
Pero los gritos de su propio clan resonaron de nuevo y le hicieron
estremecerse. Había que hacer un esfuerzo muy grande para pensar que se
trataba de un buen augurio.
Escuchó a Mai incorporarse, aunque la mujer se quedó en el lecho, sin
querer romper la intimidad de ese momento. Néstor la encontraba tan
agradable como desconcertante. Era de pocas palabras, y muy medidas.
Parecía estar siempre en guardia. Y, sin embargo, quería a su madre. Lo
sabía por la forma en que la seguía cuando Sande se aceleraba, por los
abrazos que compartían, por la profundidad de sus murmullos cuando
hablaban a solas… No había intentado imponerse como parte de su familia,
y Néstor lo agradecía. Su padre estaba lejos, pero seguían manteniendo el
contacto cuando y como era posible. Era casi un adulto, no necesitaba otra
figura materna, pero sabía hacerla feliz y eso era todo lo que hubiera podido
desear.
—Cuéntamelo —rogó su madre.
Dudó unos instantes. Le gustaría ignorar la angustia hasta que
desapareciera, pero el futuro no funcionaba así. Una vez que algo se decidía
en el lenguaje de los astros, se abría paso a través de cualquier cosa,
imparable. Casi inevitable. Las visiones eran la única esperanza, frágil y
diminuta, de impedirlo.
—Era caótico. Pero estaba frente a Selene. —Escuchó cómo su madre
contenía el aliento y se odió por darle esperanza. Se humedeció los labios y
se apresuró en seguir hablando—. Luego la tierra se abrió. Había oscuridad
y gritos. Os escuché caer y yo… Y yo no hice nada.
—Es una visión, no es algo que puedas controlar.
—Pero ¿qué quiere decir? ¿Que me quedaré quieto mientras os hace
daño?
—No es tu misión interpretarlas —respondió su madre acariciándole con
ternura el pelo. Tenía una voz tan agradable que casi no se notaba la
punzada de preocupación que le perforaba los pulmones.
Le abrazó un rato más. Tenía una forma de rodearle con los brazos, de
apoyar el peso en él, que siempre lograba calmarle. Había visto su mundo
saltar en pedazos, con el peso de las visiones que siempre, de una forma u
otra, avisaban de una realidad por llegar. Había visto a una joven madre
convertirse en una estatua con olor a ceniza que se disolvía delante de sus
ojos, arrastrada por el viento. La tribu se volcó más que nunca en cuidar de
ella. Durante ese invierno se aseguraron de que no pasara frío ni trabajara
demasiado. Todos sus esfuerzos fueron en vano: al llegar la primavera, la
mujer amaneció muerta. Había visto cosas tan inocentes como la llegada de
la nieve, y cosas tan terribles como al dios Sal dejarse morir en la tierra en
la que había velado por sus criaturas.
Dejó que su madre le empujara de vuelta al jergón. Sus dedos seguían
peinando los mechones húmedos de pelo. Quiso pedirle que se quedara a su
lado hasta que se durmiese, como si volviera a ser un niño pequeño.
Su madre lo haría, por eso no dijo nada.
Cerró los ojos y se obligó a respirar de forma profunda y rítmica. Ella
esperó un tiempo a su lado. Se preguntó si lloraba sin hacer ruido, si
apretaba los labios para hacer frente a la angustia o si deseaba no haber sido
la madre del vidente.
Sintió frío tan pronto como ella se levantó, pero no se permitió moverse.
Siguió quieto, fingiendo estar dormido, gran parte de la noche. Hasta que el
alba hizo clarear el horizonte y escuchó los primeros cantos de las alondras.

7
—Cuéntame lo que te han enseñado —ordenó Nevada, tan pronto como
pudo recibirlos.
Era la licántropa más anciana de la tribu. La mujer tenía una presencia
pesada y firme. Su aroma mezclaba la savia de pino con un olor profundo y
agrio a piel curtida. Cuando estaba lo suficientemente cerca, Néstor podía
distinguir una mancha blanca que coronaba lo que debía de ser su cabeza y
se le derramaba por los hombros. El nombre era apropiado porque lo había
elegido ella misma. Todos los ancianos lo hacían al cambiar de rango.
Nevada lo había hecho años atrás, cuando Néstor aún era un niño.
Después de cada visión, antes de que todos los sabios escudriñasen las
sensaciones que enviaban los dioses, se la narraba a Nevada, que intentaba
que mantuviera sus impresiones firmes y claras. En ocasiones se convertían
en una tortura: presentía un destino horrible que no era capaz de evitar. O
podía ser que fuese él el que fallaba, el que no sabía entenderlas y
condenaba a muerte a sus propios compañeros de manada. Aún tenía
pesadillas con la última catástrofe que no pudo evitar. Su visión logró que el
ataque de unos humanos armados con plata no fuera una masacre, pero no
bastó para salvar a muchos de sus guerreros: su propio tío, el hermano de
Mai, el padre de Sierra… Habían sido amigos hasta ese momento, hasta que
Sierra irrumpió en su tienda con los puños cerrados llenos de rabia,
descargando golpes y palabras que escupían sal en sus heridas. «Mi padre
está muerto y no has hecho nada. ¡No has hecho nada!». ¿Cómo no iba a
entenderla? Él también se culpaba.
Por eso Nevada tenía la voz tensa y gestos bruscos. Néstor era ese
cuervo que trae malas noticias a los visitantes. Aunque sean necesarias,
nadie quiere escucharlas. Las visiones pocas veces eran agradables o
ligeras; los dioses no malgastaban sus palabras solo para desear una buena
temporada de caza.
Néstor habló de la luna, frente a él, y la sensación de que estallaba desde
dentro de una figura humana. Habló de los gritos y de las fauces negras y
hambrientas de la tierra que devoraron a todos los hombres lobo.
—¿A quién sujetaba Selene? ¿Era uno de nosotros?
—No lo sé, no pude reconocer a nadie. Parecía humano o lupino, y
creo… Podría ser un niño.
—¿Y el ruido que escuchaste al final? ¿No sabes qué lo producía?
—Parecía un gruñido, pero era atronador, por eso pensé que podía ser
una tormenta. Diría que amenazaba a la luna. No sé si trataba de ayudarnos.
—Néstor tragó saliva—. No funcionó, si era lo que pretendía. Al final todos
caímos en el abismo.
No sabía cómo interpretar el silencio de la anciana. Su madre le cogió de
la mano y se la apretó de forma suave, en un consuelo que le resultaba
preocupante. Él no podía saber si la anciana estaba disgustada, pero su
madre sí, y lo que intentaba era protegerle. Una vez más.
Había perdido la cuenta de todas las veces que había deseado no haber
nacido con eso que se empeñaban en llamar don. Ya no era por la forma en
la que las visiones le sacudían, también por darle más libertad a su madre y
que pudiera dejar de estar preocupada por él.
—Deja que el chico descanse, tiene pinta de que lo necesita —sentenció
al final, con un movimiento de cabeza que Néstor pudo intuir vagamente—.
Reuniré a los ancianos. Esta noche analizaremos la visión de los dioses.
¿Qué dios les enviaba visiones? ¿Por qué iban a ser de ayuda cuando la
que les había creado les había dado la espalda?

7
Solo logró arañar retazos de sueño que se mezclaban con su visión y le
retorcían el estómago. Se rindió y se quedó un rato simplemente tendido en
el lecho, escuchando los ruidos de los de su tribu como si fueran una música
ajena y trágica. Los niños reían, entretenidos con algún juego. Escuchaba
murmullos y pasos tranquilos, el entrechocar de los utensilios de cocina y
alguna protesta que sonaba trivial. «¿Todo esto se va a acabar de golpe?
¿Puede nuestra diosa haber bajado solo para acabar con nosotros?». Se giró
sobre sí mismo, buscando alguna posición cómoda, pero era imposible
cuando los nervios le mordían las tripas y le agujereaban las entrañas. A lo
mejor por eso había bajado, para acabar con ellos. Los lupinos se habían
desentendido de lo que hicieran los humanos siempre que fuera lejos de su
parte del bosque. No se habían preocupado por que se volvieran fuertes o
crueles, después de todo, no eran una amenaza. La luna les regalaba fuerza,
curación acelerada y una rapidez que les hacía casi inalcanzables.
Hasta que había decidido arrebatarles todo eso. Ya no eran capaces de
hablar con los lobos. Se habían alejado de ellos, rompiendo todos los lazos
de forma brusca, sin responder a sus preguntas. Al igual que los fénix, los
ciervos de cuatro astas o los cuervos. Las criaturas de Sal tenían una
inteligencia superior a la de los animales que creó Fauna, comparable a la
de los humanos. Pero desde que Selene cayó del cielo, los lobos guardaban
silencio y los evitaban como si fueran extraños. La diosa Luna había creado
una brecha entre los dos mundos que siempre habían estado unidos.
También tardaban en cambiar de forma. Y otra cosa que nadie
comentaba, y Néstor no sabía si se debía a que no lo habían notado o a que
no habían querido hacerlo: desde que Selene dejó el cielo, ningún
adolescente había dado su primer cambio.
No había pasado mucho tiempo, pero un par de chicos rondaban ese
punto del final de la niñez en el que solía tener lugar la primera
transformación. A veces pasaba en un momento de furia o miedo. Otras
veces, las menos, de forma tranquila y controlada. Ivhan llevaba unos
meses intentando provocar ese cambio que parecía inminente y no llegaba,
lo mismo que Drago. Y Néstor, en su fuero interno, estaba convencido de
que mientras el cielo siguiera vacío, no ocurriría.
Seguirían siendo niños para siempre, o a lo mejor humanos a la fuerza,
con su verdadera naturaleza ardiendo bajo una piel que no lograba
atravesar.
Escuchó unos pasos ligeros acercarse a la entrada de su tienda. Ladeó la
cabeza y aspiró con cuidado de no hacer ruido. Una sonrisa suavizó su
rostro cuando reconoció el aroma dulce de la niña.
—Parece que la brisa vuelve a entrar en mi morada.
Ella soltó una risita encantada.
—¿Por qué a ti te dejan dormir hasta tarde? ¡Es injusto!
—¿A ti tu hermana te obliga a levantarte temprano?
—Bueno, no me obliga.
Sierra sería capaz de golpear a su hermana si supiera que le visitaba. A
él tendría ganas de matarle. Brisa era opuesta a su hermana. Su voz era
clara. Su silueta, una mancha blanca que entró con demasiadas confianzas.
A Néstor no le molestaba. Sabía que a la niña le gustaba sentirse especial al
ser la amiga del vidente, una figura que a ella le parecía misteriosa.
También, que le gustaba desobedecer a su autoritaria hermana mayor. Y él
disfrutaba de la compañía de alguien que no temía que en cualquier
momento anunciara la próxima catástrofe.
—Entonces tú madrugas porque quieres, Brisa, solo que te gusta
protestar.
—Bueno, ella se levanta al alba y no tiene ningún cuidado en hacer
ruido. A veces hasta me salpica con el agua al lavarse la cara. ¡Y come con
la boca abierta! Tiene mejores modales cuando es un lobo.
Se le escapó la risa. La niña se sentó frente a él, seguramente
curioseando los adornos de su madre. Néstor estaba agradecido de tener a
alguien que se sintiera cómodo a su lado. Alguien con quien poder reírse y
sentirse un poco más normal.
—No te habrás vuelto a intentar escapar, ¿verdad?
—… No muy lejos.
—Brisa, cualquier noche puedes perderte. El bosque es peligroso. ¿Y si
te haces daño? Estamos perdiendo fuerza.
—Lo sé —respondió con tanta rapidez que Néstor se preguntó si le había
pasado algo. A lo mejor había tropezado con unas raíces y se había raspado
las rodillas, o se había arañado las piernas con algún arbusto lleno de
espinas.
—Dicen que has tenido otra visión —murmuró y se inclinó hacia él. La
curiosidad burbujeaba en su voz de una forma tan inocente que Néstor no
pudo evitar sentirse culpable. Los gritos volvieron a su mente y tuvo que
esforzarse para no dejarle ver su angustia—. ¡Cuéntame qué has visto!
—Ya te enterarás con el resto —masculló con voz apagada.
—¿Por qué? ¿Era algo malo?
—Las visiones siempre son difíciles de interpretar. —Encogió un
hombro desviando el tema—. Yo solo las recibo, pero no estoy seguro de lo
que me quieren decir los dioses. Por eso se las tengo que contar a los
ancianos, y entre todos tratamos de descifrarlas.
—Pero cuando viste la luna caer, tú lo tuviste claro y ellos dijeron que
tenía que ser otra cosa.
—No teníamos forma de pensar que de verdad lo haría, que nos
abandonaría. —Cruzó las piernas, esa visión había sido particularmente
clara: la luna transformada en una lágrima de luz que se dejó caer del cielo
sin un solo ruido, tal y como pasó días después—. ¿Cómo íbamos a pensar
que la diosa que nos regaló la vida nos daría la espalda?
—Yo lo pensé —aseguró Brisa con un tono ácido en su voz que, por
primera vez, parecía más adulta que infantil—. Hay madres que abandonan
a sus hijos y padres que los matan. Hay hermanos que se odian a muerte. Si
los dioses nos crearon, no creo que sean muy diferentes.
Néstor abrió la boca para decir algo, pero solo pudo negar con la cabeza.
Lo que acababa de decir Brisa era una blasfemia imperdonable fruto de la
ignorancia o de una astucia afilada. Las palabras se le quedaban muy
grandes, y no creía que fuera consciente de lo peligrosas que eran.
—No digas nada así nunca a otra persona, ni en ninguna otra parte. A los
dioses no les gusta que se les cuestione, y si alguno te escuchara decir algo
así, podría querer dar una buena lección al pueblo.
Brisa se movió. Néstor no estaba muy seguro de si asentía o si se
encogía de hombros con rebeldía, por eso insistió:
—Hablo en serio, Brisa. No se provoca a los dioses.
Ni siquiera los dioses tenían oídos en todas partes, pero el problema era
que nunca sabías cuándo podían estar escuchando. Muerte se había llevado
en muchas ocasiones a aquellos que se atrevían a considerarse más astutos
que ella. Incluso entre los licántropos era conocida la historia del regente
humano que se atrevió a compararse con Rey. Los rumores llegaron a los
oídos del primer dios, que le condenó de una forma especialmente cruel:
cada vez que cometiera un error, una parte de su cuerpo se transformaría en
oro. El regente perdió la movilidad de las piernas, más tarde sus ojos se
volvieron de oro, y luego su lengua. Los humanos contaban que los restos
del monarca, huesos enredados en una incompleta estatua dorada, se
guardaban en el templo de Rey para que nadie olvidase el precio de la
ofensa. Brisa había escuchado las mismas historias que él, pero se acercaba
a esa edad peligrosa en la que los cachorros se creen más listos y fuertes
que los adultos.
—Que sí, que lo entiendo —murmuró poniéndose en pie con
movimientos lentos que transmitían cierta desgana—. Me voy a ir antes de
que me echen en falta. Te veo esta noche. Suerte con las visiones.
—No te metas en líos —respondió, y contuvo un suspiro hasta que la
niña estuvo fuera de la tienda.
Una vez a solas, los nervios de la visita que tendría que hacer a los
sabios se enredaron y se devoraban unos a otros dentro de sus entrañas.
Cobraban fuerza y él perdía la poca serenidad que le quedaba. Se
mordisqueó la carne blanda del interior de la mejilla.
Se sentía tan pequeño que era capaz de envidiar el valor de la niña, y tan
solo que la comprendía más de lo que ella se entendía a sí misma.
Zael

U naUnmadre y su hijo. Un intercambio de palabras. Una mirada cómplice.


gesto de cariño. Zael pensó qué sencillo sería si todo se redujera a
eso. Pero sabía que no hay nada simple cuando los dioses hacen acto de
presencia. Su madre, frente a él, tenía una mordaza de plata. Las muñecas
de ambos estaban encadenadas. Decenas de ojos vigilaban cada uno de sus
gestos. El fuego de las antorchas brillaba en los filos de hierro que les
apuntaban como si quisieran morderles. A los brujos, como a los perros,
siempre les ataban en corto.
La mirada de su madre, bajo la que latía el cariño, era de rabia. La mujer
ya no era capaz de controlar el fuego, pero las llamas se habían quedado en
su alma. Zael escondía el dolor con una media sonrisa burlona. Reírse no le
daría el control, pero sí le hacía sentir que podía tenerlo.
Una de las guardianas liberó a la antigua bruja de la mordaza. Todas las
armas titilaron. Los guardias contuvieron el aliento. La guardiana habló
cerca del oído de su madre:
—Acompañarás a un grupo de exploradores —dijo en voz baja la mujer,
e hizo una pausa.
La antigua bruja lo repitió despacio, palabra a palabra, sin cambiar el
tono ni dejar de mirar a su hijo a los ojos.
—Ayudarás a rastrear a los licántropos —continuó la mujer.
La madre de Zael lo repitió con una voz mansa bajo la que crepitaba la
rabia.
—Obedecerás en todo momento a Jupnia, tu superior, a nuestro señor y a
los designios de Rey.
Esta vez su madre no repitió la frase.
El corazón de Zael se aceleró, estaba orgulloso de ella, pero sentía
pánico por cada segundo en el que mantenía su testarudo silencio. Porque el
soldado más cercano no tardó en acercar el filo de su daga al cuello de su
madre. La advertencia mordió su piel, dejando escapar un hilo rojo de
sangre.
Zael tironeó de su magia, pero no obtuvo respuesta. La magia nunca
había sido suya, aunque hubiera moldeado su vida entera. Deseó que su
madre le ordenase que los matara a todos, quizá aún podría hacerlo. Le
pareció que ella también se lo planteaba, cuando la herida del cuello se
volvió más profunda y la sangre más oscura. Pero ambos sabían que no
saldrían vivos de esta. Por eso sonrió, una sonrisa retorcida, llena de
frustración y odio, antes de repetir en tono lento:
—Obedecerás en todo momento a Jupnia, tu superior, a nuestro señor y a
los designios de Rey.
No bajó la cabeza hasta que el guardia retiró el arma de su cuello. Zael
sabía que ese silencio desafiante tendría más consecuencias y se preguntó
de nuevo qué daría por liberarla. Un brazo, un ojo, el corazón entero.
Toda su vida. Pero no sería suficiente.
Así que se limitó a asentir en silencio, para no provocar más
consecuencias. Y mantuvo la sonrisa divertida, para que se sintiera tan
orgullosa como él estaba de ella.
néstor

E nenredaba
la cabaña del consejo el aire estaba tan denso que pesaba. Se le
en los brazos y en los cabellos. Néstor se mareaba solo por
respirar. Ceniza, incienso, romero… La estancia estaba cargada de aromas
con los que invitar a los espíritus menores para que les ayudaran en su
interpretación. El chico inhalaba despacio, con la espalda recta y la frente
ungida con una mezcla de aceites. Rodeado de susurros y penumbras se
dejaba conducir de nuevo a la visión.
—¿Es Selene? ¿Estás seguro de que la luz es ella?
—Tanto como si hubiera dicho su nombre.
—¿Qué forma tiene?
—Está contenida en un cuerpo que se rasga. —Néstor frunció el ceño
con la frente perlada de sudor—. Como si se hubiera disfrazado de humana,
y cuando el traje se rompe se convierte en luz.
Un fogonazo de luz imposible de contener que cegaba a los lupinos que
caían entre las sombras.
—Fíjate en la criatura que la acompaña. En el que parece un niño.
¿Crees que es de los nuestros? —Roble estaba cerca, y se aferró a la
serenidad de sus palabras.
Era el más joven de los ancianos, y por edad podría seguir siendo un
guerrero. Pero las heridas de plata de los hombres le habían dañado la
columna de forma irreversible y sus piernas no podían sostenerle. Si había
sufrido (y Néstor estaba seguro de ello) había sido en silencio, sin dejar que
nadie lo viera. No había tardado en adaptarse a su nuevo papel en el grupo y
en desempeñarlo con tanto aplomo como si llevara años preparado para
hacerlo.
—Podría ser una niña. Creo que el pelo es largo y claro, y que lleva una
túnica blanca. No logro captar su aroma, hay mucho movimiento y muchos
licántropos a mi alrededor. —Se mordió el interior de la mejilla para
canalizar la frustración—. Si gritase podría reconocer la voz, pero está
callado. Diría que llora, o tiembla de miedo.
—Parece que le ha elegido para un sacrificio —murmuró Nevada.
—Podría ser un humano, o una de sus criaturas. No tiene por qué ser de
los nuestros —intervino Rocío con voz cascada. La licántropa, aunque era
anciana, era menuda como una niña.
—Si fuera importante, dejarían que el chico lo viera. —Roble sonaba tan
convencido que Néstor se aferró a sus palabras.
—¿Lo que se escucha al final es la voz de otro dios? —preguntó
Nevada.
—Podría ser Sal —escuchó susurrar con esperanza.
Sal no les había creado, pero sí que era el padre de los lobos y protector
de todo lo salvaje. Era hermano de Selene. Las historias contaban que
siempre había intercedido a favor de los mortales. Pero Sal murió cuando lo
hicieron muchas de sus criaturas. O desapareció sin dejar rastro. Sus
criaturas morían sin que nadie velara por ellas y no había nadie capaz de
encontrar señal alguna de su presencia.
Néstor sacudió la cabeza.
—No tiene la misma energía que ella. No parece un dios. Además, ella
se prepara para atacarlo.
—Selene nunca atacaría a Sal —asintió Nevada con cierto pesar en la
voz—. Antes se dejaría matar por él.
—Tampoco creo que su hermano le hiciera nunca daño —añadió Roble.
—¿Quién es, Néstor? ¿Qué puedes decirnos?
Frunció el ceño y apretó los dientes. Usaba toda su energía para
sumergirse en la visión. Una gota de sudor le surcó la frente y resbaló por
su nariz. La sensación se volvió lejana mientras Néstor se hundía en la
tormenta de sensaciones. La diosa Luna convertida en un destello mortal y
furioso. El rugido tras él. El aura gris, tan sólida como si fuera la voz de la
montaña.
Se ayudó del aroma asfixiante y de la fuerza de los ancianos para
sumergirse hasta que la visión era tan real que dolía, que podía morder y
cortar. Sintió el frío del más cruel invierno sobre su piel, y los ruidos se
volvieron tan reales, tan atronadores, que hubiera jurado que su cráneo se
resquebrajaba. Era incapaz de respirar y la cabeza le daba vueltas, pero
aguantó.
Y obtuvo su recompensa cuando los bramidos a sus espaldas se
transformaron en algo que pudo entender.
Volvió a la realidad con temblores y respirando a bocanadas. El aire le
dolía al cogerlo de forma tan atropellada y sus ojos se le humedecieron. Se
pasó la lengua, repentinamente seca, por los labios. El silencio estaba
cargado de expectación.
—No era una tormenta. Rugía como un lobo. Un lobo enorme, o muy
poderoso, su voz tenía muchísima fuerza.
—¿Le entendiste?
—Era un aullido de batalla que parecía capaz de atravesarme y partirme
en dos.
Notó que los ancianos intercambiaban miradas. Néstor estaba tan
agotado que, si no estuviera sentado, las piernas le habrían fallado y hubiera
caído al suelo. Enterró la frente entre las manos. La piel estaba caliente y
húmeda, y las sienes le bombeaban como si acabara de correr hasta
quedarse sin aliento. Los escuchaba murmurar, pero el cansancio era aún
más fuerte que la curiosidad. El aire cargado le mareaba.
Roble apoyó una mano en su hombro antes de ponerle una toalla húmeda
en la frente, con movimientos lentos que pedían permiso. El contacto con el
agua le ayudó a despejarse y por fin pudo prestar atención a lo que estaban
diciendo.
—Esta noche, no hay que perder más tiempo —sentenciaba Nevada con
voz cascada y firme—. En cuanto caiga el sol llamaremos a nuestros
ancestros. Necesitamos toda la ayuda que puedan darnos.

7
Los cachorros guardaban un silencio solemne y excepcional. De los cinco
primeros lupinos, tres eligieron morir cuando les llegó la hora, convencidos
de que era su sitio. La diosa les concedió romper el velo de la muerte para
seguir guiando a su tribu. Fe, Ázanor y Livia eran llamados en ocasiones
muy determinadas. En el solsticio de otoño, cuando todos los cachorros que
habían dado su primer cambio pasaban a ser adultos, Livia rozaba con
dedos de humo y muerte su frente para convertirlos en miembros de pleno
derecho de la manada. En el de primavera llamaban a Fe y le hacían una
ofrenda para que recibiera a todos los que habían perdido la vida ese año.
También acudían a ella cuando el anciano mayor de la tribu moría, para que
los ancestros protectores susurraran al oído de su sucesor los conocimientos
que le ayudaran en los momentos decisivos. Ázanor, en cambio, les daba su
consejo cuando había alguna urgencia. Si el pueblo humano amenazaba con
una guerra, o cuando una enfermedad diezmaba la manada y dudaban de su
supervivencia.
Se suponía que los tres ancestros podían visitar también los sueños del
vidente y hablar con él o ella de forma directa. Con Néstor nunca había
ocurrido. No es que él deseara otra responsabilidad para la que no se sentía
preparado, pero sabía que de nuevo no cumplía algo con lo que su manada
contaba. Se sentía incompleto: era el vidente, pero ni siquiera lo era del
todo. No lograba hacer lo que se suponía que debía, y era demasiado débil o
demasiado ignorante como para ayudar a su tribu. Cualquier otro lo hubiera
hecho mejor, y estaba convencido de que todos lo pensaban, aunque fueran
lo bastante decentes para no decírselo.
Ázanor, ninguno de los niños le había visto aún. Los pequeños se
sentaban juntos, con respiraciones llenas de emoción mal contenida
dirigidas a un fuego que crepitaba y cambiaba de color y aroma cuando los
adultos esparcían sobre él los ingredientes que Nevada había pedido.
El cabello de un inocente. Jengibre. Las cenizas de un muerto. Raíces de
tejo. La sangre de un guerrero. Belladona y huesos de pájaro molidos hasta
convertirlos en polvo. La receta para llamar a los muertos era precisa y
complicada. Todo el ritual iba acompañado de aullidos de los guerreros,
cánticos de los sanadores y ese silencio extraño y expectante de los niños.
Néstor captó el aroma de Brisa y supo dónde encontrarla. Estaba sentada
entre la familia de una amiga suya, inclinada hacia delante. No le hizo falta
estar cerca de ella para imaginarse la emoción rebosando su cuerpo hasta
hacerla temblar, fascinada por esa magia inusual. Ladeó la cabeza y
olisqueó. Trató de agudizar la mirada sin que se notase demasiado. Sierra
no estaba muy lejos de su hermana. Lo suficiente para vigilarla. Lo bastante
para dejarla sola, para marcar esa separación entre ambas.
Se giró para que no le pillara mirando, aunque era posible que ya lo
hubiera hecho. Le gustaría poder hacer algo para acercar a las hermanas,
por ayudar a Brisa, aunque significara alejarla un poco de él. La dureza de
Sierra con la niña le resultaba fría. Pero ya bastantes problemas tenía él sin
meterse en los de los demás; por no reconocer que Sierra le imponía, con
esos gestos tan secos y su rabia contenida, como si una parte de ella siempre
estuviera en llamas y nunca terminara de quemarse.
El silencio se hizo tan intenso que resonó de forma dolorosa en sus
oídos, atrayendo su atención. Tragó saliva. El fuego llameaba con más
fuerza, pero apenas daba luz, convertido en un resplandor tenue y
engañosamente frágil. Su madre le apoyó la mano en el hombro, con esa
delicadeza cálida con la que siempre le hacía saber, sin necesidad de
palabras, que estaba a su lado.
Escuchó una exhalación de asombro de todos los niños y supo que los
espíritus habían acudido. Él también lo notaba, sobre la piel: una sensación
que se parecía a la humedad, pero que no tenía nada que ver con el agua. Lo
que se rompían no eran las nubes, sino el velo que separaba el mundo de los
vivos del de los muertos. Había humanos tocados por dioses (malditos o
bendecidos, no había demasiada diferencia) que eran capaces de cruzar
entre ambos mundos. También animales, como las cabras, los gatos o los
cuervos, que podían atravesar el velo. Los lupinos podían abrirlo y llamar a
sus ancestros, pero nunca atravesarlo. Las leyendas de aquellos que lo
intentaron y dejaron atrás solo un cuerpo rígido y seco pesaban como si
fueran reales, y nadie tenía deseos de volver a intentarlo. Solo Fe, la más
joven de los cinco primeros licántropos, había sido capaz de atravesar la
barrera entre los dos mundos como si no fuera diferente de cruzar una
cascada.
—Son tiempos aciagos —dijo Ázanor con voz que sonaba a lobo y a
viento. Las voces de los espíritus venían de fuera, pero también hacían eco
dentro de los vivos como si murmurasen desde dentro de sus propios
pensamientos.
—Selene nos ha abandonado —respondió Nevada con tono solemne.
—Hace meses de eso, lo sabemos. Vuestro mundo es el nuestro.
—Hemos perdido fuerza, rapidez y todos los dones que nos dio. Todos
menos cambiar de forma. Pero incluso eso nos cuesta más esfuerzo.
—Lo perderéis todo si la diosa no regresa al cielo. —Su tono insuflaba
temor y una desesperación ahogada en los corazones de la tribu—. Nuestra
naturaleza, nuestra vida y nuestro legado.
—Pero creemos que aún estamos a tiempo de cambiarlo. ¡Necesitamos
vuestra guía! —Nadie osaba interrumpir a Nevada y Ázanor. Néstor juraría
que ni siquiera se atrevían a tomar aliento, para no interferir y perder esa
última esperanza—. Nuestro vidente ha recibido una imagen. La mismísima
Selene frente a nosotros, nos dejaba caer en las sombras. Al principio
parecía una tragedia sin ninguna esperanza, pero se dio cuenta de que
alguien le hacía frente a Selene. Un lobo, o un espíritu, dispuesto a
enfrentarse a ella.
—Hay esperanza —concedió Ázanor, y Néstor pudo respirar de nuevo
—. Todavía se puede convencer a nuestra diosa de que nos perdone, de que
regrese al cielo. Pero no escuchará súplicas. Será necesario un
enfrentamiento.
—¿Y quién nos ayudará?
—¿Quién sino el primer guerrero?
Esa pregunta rompió el silencio. Los niños se volvían hacia sus mayores
con curiosidad, los adultos murmuraban con inquietud y un sentimiento que
se mecía entre la esperanza y la desesperación. Néstor se dio cuenta de que
había dejado caer la mandíbula y tenía la boca abierta. El primer guerrero
de la luna siempre había sido una figura de la que había tantas leyendas que
costaba creerse que pudiera despertar de verdad. Y, sin embargo, cobraba
sentido: después de todo, se entregó de tal manera a los suyos que renunció
tanto a la muerte como a convertirse en un ser eterno, un semidiós que
pudiera elevarse por los cielos y caminar junto a la luna.
De todos los lupinos, era el favorito de Selene. Hasta el punto de que ella
respetó su decisión por mucho que la entristeciera. Le dejó dormir, contaban
de generación en generación, hasta que su pueblo le necesitara.
Ese momento había llegado, lo que nadie había sospechado nunca es que
le pedirían que les protegiera de la misma diosa que le había creado.
—¿Cómo podemos llamarle? —La voz de Nevada era apenas un
susurro, tan frágil como una hoja seca que cruje bajo la pisada de un animal
que vaga por el bosque. Néstor sintió un escalofrío y supo lo que iba a decir
antes de que lo hiciera.
—Será el vidente quien le encuentre, los espíritus le enseñaremos el
camino.
Tragó saliva. Sentía todas las miradas de su clan perforándole la piel
como los afilados dientes de leche de los cachorros. También sentía sus
dudas, y sus miedos, casi tan profundos como los suyos. Y se encogió ante
el peso de las siguientes palabras:
—Si quiere llegar hasta donde Ferner duerme, ningún miembro de esta
manada puede acompañarle.
Las palabras no le sorprendieron, pero sí que le sacudieron como si algo
se le reventase desde dentro. Le faltaba el aire. Escuchó el murmullo lleno
de inquietud, la protesta ahogada de su madre, el siseo de los ancianos y los
cuchicheos de los jóvenes, pero todo eso quedaba lejos. El corazón le
pesaba, de miedo al camino y al fracaso. No era el adecuado para portar la
frágil esperanza de la manada.
Era incapaz de respirar y el mundo se hacía cada vez más grande, cada
vez más confuso, hasta convertirse en una amalgama llena de dientes y
garras.
sierra

E lsusciervo alzó la cabeza. la sombra de los árboles le oscurecía el pelaje y


ojos se volvían espejos negros. parecían sabios, incluso antiguos.
sierra permaneció agazapada, con las cuatro patas en dolorosa tensión
contenida y el aliento húmedo y lleno de adrenalina.
Le habían dicho que persiguiera conejos, liebres, animales pequeños.
Como si volviera a ser un cachorro. La ausencia de la luna estaba volviendo
asustadizos a los sabios y su temor latía y crecía, tomando forma en toda la
aldea. El ciervo al que miraba era un ejemplar grande. Más que grande:
magnífico. Parecía desafiar al bosque entero con su autoridad tranquila y su
corona de astas. Sierra era mucho más pequeña, pero no se dejaba intimidar.
Después de todo, por mucho aspecto de rey que tuviera, el ciervo era una
presa. Y un lobo, aun sin magia, seguía siendo un depredador. Selene no le
había arrancado aún las garras ni los colmillos.
El ciervo giró apenas la cabeza, para asegurarse de que el bosque seguía
quieto y tranquilo, antes de volver su atención a las ramas bajas llenas de
hojas verdes del árbol que había elegido. Sierra tomó aire despacio, echó
hacia atrás las orejas, agudizó los sentidos y, sin darse tiempo a pensarlo de
nuevo, saltó de su escondite para lanzarse sobre el animal.
Se arrepintió antes de llegar, pero no se detuvo.
Unos meses atrás, habría sido más rápida. Unos meses atrás, hubiera
tenido la fuerza que necesitaba. Unos meses atrás, su aura hubiera
intimidado al animal, que habría echado a correr para intentar salvar su
vida, aunque tarde. Pero ahora los ojos del animal no relampaguearon de
miedo y, en vez de huir, afianzó las patas en el suelo, bajó la cornamenta y
le hizo frente.
El dolor centelleó en su costado y no pudo contener un humillante
gemido agudo. El ciervo la lanzó a un lado y cayó sobre un lecho húmedo
de piedras. No era capaz de respirar. Trató de levantarse, pero sus patas no
le respondían. La loba gimoteó con el corazón acelerado. Cerró los ojos y se
obligó a cambiar de forma. Fue tan doloroso que al terminar tenía las
mejillas llenas de lágrimas y los dedos, tensos como garras, hundidos en la
tierra negra del bosque.
El ciervo no se había acercado más. La vigilaba en un silencio lleno de
burla, y Sierra apretó los dientes. El dolor de las costillas hacía que le
costase respirar.
—Te mataré —juró, sin aliento—. Te arrancaré la piel cuando aún estés
vivo. Te partiré los cuernos y las patas. Y te despedazaré con mis propias
manos.
Como si lo encontrase aburrido, el ciervo volvió a girarse y a
concentrarse en el árbol.
Sierra agradeció haber ido sola. Ponerse en pie fue tan doloroso como
patético y al menos nadie la veía lloriquear como una cría indefensa. No
cojeaba, pero se llevó las manos al costado donde la piel empezaba a tomar
un color encendido. Se tanteó las costillas a pesar de arrancarse gemidos de
dolor: al menos una estaba rota. Unos meses antes sería una herida sin
importancia que se curaría sola durante la noche. Ahora ignoraba cuánto
tiempo iba a tardar en sanar. Desde que Selene les había abandonado, el
mundo entero parecía estar bañado en plata. Cualquier cosa era mortal. Se
habían vuelto frágiles y no estaba acostumbrada a tener cuidado, nunca
había hecho falta. Resopló y trató de erguirse para hacer el camino de
regreso a la aldea.
Llegó con las manos vacías y herida por su propia arrogancia. En vez de
atravesar el centro del poblado, lo rodeó para llegar a su tienda desde el
bosque. Quería evitar las preguntas y los reproches. Odiaba que la mirasen
con lástima, eso era aún peor que un castigo por no cumplir su deber. Se
dejó caer sobre el jergón con un gemido ahogado cuando giró el torso. Las
costillas le dolían tanto que el resto del mundo palidecía. Con un gesto
torpe, se echó la manta de piel por encima, hasta cubrirse la cabeza, y se
refugió en la oscuridad de su cuarto.
Dormitó entre el dolor de los huesos rotos y la carne abierta. Escuchó su
nombre y lo ignoró. No insistieron demasiado. Desde que su padre había
muerto, todos parecían esperar que Sierra mordiera sin previo aviso y le
daban casi todo el espacio que necesitaba. A veces empezaba a sentirse
ajena a su propia manada, y no era una sensación terrible. Al contrario, lo
necesitaba.
A quien no necesitaba y no entendía de espacio era Brisa. La niña entró
y salió varias veces, haciéndose la despistada y hablando consigo misma o
canturreando, como si no fuera evidente que trataba de llamar su atención.
Sierra apretó los dientes y se esforzó por sumergirse en el sueño. No podía
lograrlo si Brisa decidía sacar los cuencos y colocarlos de nuevo haciendo
tanto ruido como era capaz. Su irritación rasgó el poco autocontrol que le
quedaba cuando la niña empezó a cantar aún más alto, con un falso tono
alegre que terminó de crisparle los nervios.
—¿Qué es lo que haces? —bramó, echando la manta atrás en un gesto
tan brusco que el dolor le atravesó el costado.
—Ah, no me había dado cuenta de que estabas aquí. Como siempre me
dejas sola…
—Ya. ¿No tienes nada mejor que hacer?
—Eres tú la que se ha quedado en la cama —se burló Brisa y Sierra
quiso estrangularla.
—¡Vete de aquí!
—No quiero. Vivo aquí.
—Esto es mío, soy la mayor —gruñó, y se incorporó a pesar de que un
relámpago recorrió sus costillas. Brisa tenía las cejas muy juntas y un
mohín repelente en los labios.
—La casa es de las dos. Y también era mi padre. No me quería menos
que a ti, así que deja de creerte tan especial.
Le hubiera cruzado la cara. Al levantarse, el dolor le atravesó de costado
y la derrumbó de nuevo en la cama. Su hermana arqueó las cejas y se
acercó con una preocupación que la hizo sentir aún peor que cuando trataba
de provocarla.
—¡Sierra! ¡Te has hecho daño! Puedo cuidarte.
Una carcajada se le atascó en la garganta y la miró con toda su rabia
convertida en desprecio. Quería hacerle daño, lograr que se alejara de una
vez de ella. Le gustaría arrancarse la parte que las convertía en hermanas y
todos los recuerdos que las unían.
—Déjame en paz. —Se dejó caer en la cama y se cubrió con la manta. Si
los huesos pudieran gritar, los suyos estarían chillando—. Me da igual que
padre te quisiera. Yo nunca lo he hecho.
—¡No es cierto!
—Nunca me has importado, Brisa. Nunca. —Sus palabras sabían a
hierro y a bilis.
—Me voy a ir de verdad. ¡Y será tu culpa!
—Hazlo de una vez y no vuelvas nunca.
Dejar escapar ese coletazo de rabia fue parecido a arrancarse el hierro de
una herida. Sierra se sintió ligera. Luego, vacía. La cabeza le pesaba como
si tuviera el cráneo relleno de plomo. El dolor se convirtió en
entumecimiento sordo. Cerró los párpados y se sumió en el sueño que la
arrastró sin que pudiera ni quisiera oponer resistencia.

7
Cuando despertó era noche profunda y sus heridas casi se habían curado. La
piel estaba amoratada y palpitante, pero la recuperación estaba en marcha y
el hambre clavaba sus colmillos en sus entrañas. Sierra se incorporó con un
gruñido y caminó sin intención de evitar el ruido hasta el rincón donde
guardaban cereales, panecillos y carne seca. Tenía una sensación extraña
que no relacionaba con las heridas ni con ese apetito voraz de su cuerpo
febril que trataba de curar a toda prisa. Cogió un poco de cecina y la
masticó con fuerza, descargando la frustración en el trozo de carne. Tardó
un poco más en darse cuenta de lo que pasaba…
Brisa no estaba.
La boca se le quedó seca y le costó tragar el bocado. Sentía que se le
clavaba en la garganta y en vez de saciada se encontró revuelta. Hacía frío.
Agarró la manta y se la echó por los hombros. Brisa era estúpida, pero no lo
suficiente para helarse hasta perder la consciencia. Seguramente estaba en
la tienda de alguno de sus amigos. ¿Y qué más le daba? No le había
mentido, quería que se fuera. No se sentía culpable, aunque los nervios bajo
la piel la arañasen como espinos. Solo que no dejaba de ser su
responsabilidad, eso era todo. Su padre decía que descendían de Ferner, el
primer guerrero de Selene, que siempre puso el deber por encima de todo, y
ella se proponía estar a la altura de sus ancestros.
Brisa no era más que una carga, pero la culparían si le pasaba algo.
Caminaba en círculos sin darse cuenta. Tenía los pies inquietos, aunque a
cada paso las costillas empujaran la carne herida. Se pasó el pulgar por el
golpe, apretando más de lo necesario. No quería reconocer que estaba
preocupada. Ni siquiera debería sentirse mal. Solamente era raro que no
hubiera vuelto después de montar uno de sus espectáculos y lloriquear
subida a un árbol o escondida tras unas piedras.
Aspiró el aire. Podía encontrar su rastro, aunque no estaba reciente.
Torció el gesto, pero se echó una capa por los hombros y decidió salir en su
búsqueda. De todas formas, no podía dormir. No es que le diera importancia
a la ausencia de Brisa, solo que no tenía nada mejor que hacer. Salió al
abrazo de la noche y atravesó el poblado con paso renqueante.
Se dio cuenta de que evitaba acercarse a la cabaña del vidente. No sentía
simpatía alguna por Néstor, pero se alegraba de no ser él en esos momentos.
Le aguardaba un viaje duro, y una carga aún más pesada. El destino de
todos ellos dependía de ese chico delgado y pálido, y de sus visiones. Y
nadie tenía demasiada fe en que pudiera salvarles. Se encogió de hombros,
aunque nadie pudiera verla. Si estaban condenados a morir, ella prefería
caer defendiendo a su pueblo, no perdida entre caminos lejanos con el peso
del fracaso en sus espaldas.
El rastro de Brisa se mezclaba con el de las hojas muertas, el barro y los
animales que se refugiaban en sus cuevas bajo tierra. Si no estuviera tan
acostumbrada a ella le hubiera costado seguirlo. Su hermana se había
adentrado en el bosque y a ratos seguía adelante solo por intuición. No
estaba cansada, pero frunció el ceño al cruzar un riachuelo junto al que,
posiblemente, Brisa había pasado un rato sentada. Nunca había llegado tan
lejos.
Y no había vuelto. Aunque su aroma se intensificaba.
Tenía las botas llenas de tierra húmeda cuando llegó al claro. Había una
figura a los pies de un árbol anciano y se acercó sin darse cuenta de que
estaba conteniendo el aliento. El corazón le dio un vuelco cuando se acercó
lo suficiente. Brisa parecía una muñeca desmadejada: tenía el pelo
ensangrentado pegado a la cara y los labios azules. Lo peor eran los ojos,
donde el iris se mezclaba con la sangre. Los párpados rígidos estaban
entreabiertos y fijos en un cielo en el que hasta las estrellas les habían
abandonado.
—¡Brisa! —Lo que le salió fue un aullido apenas humano.
Por un instante esperó que la niña se levantara entre risas, se limpiara la
sangre y la acusara de quererla, pero Brisa no contestó, y cuando llegó a su
lado se dio cuenta de que tenía las mejillas heladas. La adrenalina se
disparó desde el corazón de Sierra y su cuerpo se preparó para correr o
atacar, pero no había nada que pudiera hacer. Y eso era peor. Las manos le
temblaban cuando le apartó el pelo fino y rojizo de la cara. Repetía su
nombre, balbuceando, y se encontró a punto de llamar a su padre entre
sollozos, como si los muertos pudieran escucharla. Se inclinó sobre los
labios de Brisa. Respiraba, aún respiraba. Pensó en cogerla, pero su cuello
estaba torcido de una forma extraña. Sierra golpeó la tierra y no se dio
cuenta de que se había puesto a llorar hasta que se limpió con un gesto
brusco la mejilla de lágrimas.
—Voy a pedir ayuda, Brisa. ¡Serás imbécil! ¡Ni se te ocurra morirte! ¡No
puedes, pedazo de idiota!
La luz fría de la luna arrancaba destellos en el rocío que se acumulaba en
las plantas e iluminaba las hojas de los árboles de forma tenue. Era algo tan
habitual que Sierra tardó en darse cuenta de lo que significaba. El estómago
le dio un vuelco y un escalofrío se deslizó por su columna. Alzó la vista a
un cielo vacío y negro que parecía unas fauces abiertas. La luz no venía de
arriba… Y cuando se giró temblaba de forma incontrolable.
Selene vestía piel humana, pero sus ojos despedían luz de plata. Tenía la
piel oscura y el pelo largo se derramaba en tirabuzones desordenados por su
espalda. La nariz recta, los rasgos engañosamente suaves, y una expresión
de desdén o ira, puede que incluso de desprecio, que hizo que Sierra se
encogiera y quisiera esconderse en la tierra. Incluso con esa apariencia
frágil, la luna desprendía un aura de poder que estremeció a la lupina. Sierra
extendió el cuello en actitud sumisa y bajó la mirada hacia su hermana. El
pelo de Brisa se mezclaba con sangre y barro. Sus ojos seguían vacíos y
abiertos y parecía que nunca más volverían a iluminarse. Tenía una
expresión casi relajada, y en sus rasgos aún tan infantiles no quedaba rastro
de malicia ahora que se mecía en los brazos de la muerte. A Sierra le
sorprendió encontrar la voz para hablar. Nunca había sonado tan clara y tan
sincera:
—Por favor, salva a mi hermana.
Su diosa les había condenado, así que no esperaba que quisiera dirigirse
a ella. Temía que siguiera andando, que pasara de largo como la luz del
astro que no se dignaba a escucharla. Pero algo en sus palabras conmovió a
la diosa Luna, quizá su tono o la desesperación que sangraba directa desde
el corazón. Se detuvo y Sierra no se atrevió a mirarla. Se acercó despacio.
La luz se hizo más brillante. La chica solo veía las piernas de su diosa y le
daba la impresión de que palpitaban, que ese cuerpo se iba a rasgar de un
momento a otro incapaz de contener toda esa energía durante más tiempo.
Se inclinó sobre su hermana y, a regañadientes, Sierra se apartó con el
aliento contenido. La diosa acarició la frente de Brisa. Los ojos de la niña se
llenaron de estrellas.
—¡Brisa!
Su hermana no respondió. Miraba a la diosa Luna como si fuera su
mundo, su universo, como si no hubiera nada más hermoso y terrible.
Selene le devolvía la mirada, y aunque su expresión no cambió un ápice, el
ambiente a su alrededor sí que lo hizo. El aire se condensó lleno de energía
de tormenta y Sierra se sintió el blanco de la rabia que se respiraba en el
ambiente. Selene dio un golpecito a la barbilla de Brisa y la niña se puso en
pie de forma automática.
—¿Brisa? —Tragó saliva, con el brazo estirado hacia su hermana que no
parecía verla—. Gracias, mi señora. No tengo palabras para…
—Calla.
Obedeció de forma automática. Puede que lo hiciera por miedo, o
porque no había forma de replicar a una diosa. Los ojos de Selene
centelleaban de ira y la miraban como si no hubiera visto ser más
despreciable en toda la creación.
—He visto cómo tratas a tu hermana. Cómo la haces sentir. Me
avergüenzo de que algo como tú tenga nada que ver conmigo.
—Por favor…
—Calla —repitió la diosa. No habían cambiado ni el tono ni el gesto,
pero Sierra sintió un frío hiriente que le oprimió el pecho y le erizó la piel.
Obedeció: era una cazadora y ya se había enfrentado a situaciones de
peligro. Conocía el peso de los momentos en los que se balanceaba entre la
vida y la muerte—. Eres despreciable.
A Sierra le faltaba el aire. El corazón le latía muy acelerado y contenido.
Brisa intentó girarse para mirarla, pero la fascinación por Selene hizo que se
rindiese y se llenara los ojos de ella. Los dedos de la diosa Luna acariciaron
el cabello rojo de la niña, limpiándolo con su contacto.
—No te mereces a tu hermana, ni la sangre de tus ancestros, ni los restos
de tu magia. —Las palabras se le clavaban como esquirlas de plata. Selene
se puso en pie y ofreció una mano a Brisa, que la aceptó sin voluntad ni
raciocinio. Su hermana estaba vacía y la angustia le cerraba la garganta—.
Vas a perder todo lo que no te mereces. Olvidarás a tu hermana. Y tu
manada se olvidará de ti. Te queda tu sangre, porque no puedo arrancártela,
pero ya no perteneces a los lobos. Eres ruin como una humana, conviértete
en una.
Sierra sintió que le arrancaban la piel, una capa profunda, pegada a los
órganos. Abrió la boca para rogar piedad o perdón, pero el dolor era tan
insoportable que le rasgó todos los pensamientos y le atravesó con alaridos
la garganta.
El bosque se volvió del mismo rojo de sus gritos. Y cuando recuperó el
aliento, sobre el barro, Sierra se sintió incompleta, como si le hubieran
mutilado las piernas, el corazón o su alma.
II. El castigo

-¿Q ué es lo que has hecho, Elva?


Mi padre habla con un tono que logra ocultar su enfado tan bien
que, si no lo conociera desde hace más de mil años, no podría notarlo. Me
acerco a él con gesto tranquilo y me inclino para cogerle de la mano y darle
un beso en la mejilla.
—Todo esto tiene que pasar.
No tenemos necesidad de estar en esta forma, con piernas, ojos de
gelatina, piel que cubra nuestros músculos y pelo que corone nuestras
cabezas. Los titanes nunca tuvieron forma humana, pero nosotros no lo somos.
Los dioses se parecían a los humanos incluso antes de que mi padre los
creara, y cuando lo hizo les gustaron tanto que Los Ocho antiguos decidieron
semejarse aún más a ellos.
Yo nací humana, así que para mí esta ha sido la única forma que he
sentido natural. Mi padre toma asiento a mi lado. No tengo trono, no lo
deseo, me sobra con el palacio que me construyó con oro y estrellas. A
Selene le gustaba sonreír y decir que tiene también los huesos de la diosa a
la que mi padre mató para entregarme su corazón y su poder, por ser su
favorita. Puede que sea joven, pero conozco la verdad y suele ser más
compleja. No es lo que mi padre me contó, tampoco eso de lo que Selene me
acusa. Alba sabía que había llegado su hora antes de que mi padre decidiera
lo que iba a hacerle.
—Ni siquiera los dioses vivimos para siempre. Ni siquiera Los Ocho lo
haremos.
Estoy acostumbrada a no compartir todas mis reflexiones, solo la parte
que es adecuada mostrar en cada momento. Él me mira con gravedad, y yo le
devuelvo calma. No es lo bastante humano para mostrar arrugas de
preocupación en su rostro, aunque puedo leerlas. Extiende una mano y coloco
la mía encima para que me la arrope con las suyas.
—Sé que tú y Selene no os lleváis bien, y que te ha faltado muchas veces
al respeto, pero también es mi hija y me preocupo por ella.
—A mí no me cae bien ella, pero es indiferente —le corrijo—. Y ella me
odia. No se trata de eso.
—De qué, entonces. ¿Por qué la has dejado volver? ¿Para que destroce a
las criaturas que ella misma creó?
—Puede que ¿eso? pase. Al final todo pasa, padre. Esa es la verdad más
auténtica. Nada dura: todos estamos en movimiento. Podemos bailar despacio o
hacerlo de forma desenfrenada, pero la canción siempre termina, cambia, y en
algún momento la música se detendrá.
—Tarde o temprano empezará de nuevo.
—Puede ser. —Ladeo la cabeza—. Pero no estaremos aquí para verlo.
—Pero esto… En el mejor de los casos, Selene matará a los suyos. En el
peor, perderá la vida. ¿Por qué lo has hecho?
—Yo no lo he empezado, padre. Simplemente no es mi responsabilidad
detenerlo.
—¿Y quién lo ha hecho entonces? —pregunta con la mirada clavada en mí
con tanta fuerza que, de ser simplemente humana, podría fulminarme.
Y yo le devuelvo calma y una pequeña sonrisa. Esa que se dibuja en los
labios cuando nada más importa. Cuando ya te sabes el final del cuento.
—Los dos llegaron juntos a este mundo. Los dos se irán juntos, cuando
llegue su momento.
Sierra

P odía atravesar el bosque, pero no conseguía escapar de la pesadilla. La


molestia en las costillas ahora le parecía una niñería en comparación
con la angustia que le hacía querer desgarrarse desde dentro. Le faltaba el
aire y se había perdido en el camino de regreso porque era incapaz de
prestar atención de hacia dónde caminaba. El sudor se acumulaba en su
frente y se sentía enferma y delirante. Apoyó la mano en una corteza seca y
trató de respirar hondo. El aire se negaba a atravesar sus pulmones. Se
estremeció, entre náuseas, pero no era el asco lo que le revolvía el
estómago, era el horror.
Gritó de nuevo y su voz ya no sonaba como un aullido.
Apretó los dientes y trató de transformarse. Perder un impulso tan
natural era como si de pronto su cuerpo se hubiera olvidado de beber o
respirar. Se forzó tanto que un calambre la hizo doblarse en dos y caer de
rodillas al suelo. Sobre esas piernas estúpidas que se negaban a cambiar de
forma.
Sierra rompió a llorar de nuevo, de puro horror. Se sentía mareada y la
cabeza le daba vueltas. Deseaba escapar de su propia piel, o que la diosa
Luna la hubiera matado. Los sollozos se atropellaban y tosió como si se
ahogara. Nunca había llorado así.
Nunca había dejado de ser ella misma.
Selene le había arrancado una parte de sí misma y no era capaz de
enlazar pensamientos que cubrieran ese agujero hondo en mitad de su
pecho. También se había llevado a Brisa, que ya no era Brisa. Su hermana
no tendría esa expresión encantada y ausente. Parecía vacía, como si la
diosa también le hubiera robado su esencia a Brisa y le hubiera llenado el
cráneo con sueños vagos y luz de estrellas.
Clavó las uñas en la tierra por no hacerlo sobre la carne de los muslos y
lloró de rabia durante un buen rato. Estaba rota y se dejó caer a pedazos, sin
tratar de ponerse en pie hasta que no le quedaron fuerzas ni lágrimas. Era
incapaz de creerse cómo su vida se había hecho añicos en unos instantes.
Por Brisa, todo por culpa de su hermana. Cerró los puños y golpeó con
rabia la tierra. Ni siquiera lograba odiarla tanto como se odiaba a sí misma.
Se levantó tambaleante y demasiado rota para intentar otra cosa que no
fuera arrastrar sus pies de vuelta a la aldea. El sol despuntaba en el
horizonte y su luz nunca le había parecido tan lejana. Atravesó el pueblo.
Sabía que Selene no se molestaría en mentirle, y la sensación de que no iba
a servir de nada, que nadie podía ayudarla, era como una soga que se
apretaba en torno a su cuello. Aun así, esperó en mitad de la tribu, porque
no se sentía capaz de hacer otra cosa, ni siquiera de pedir ayuda. Se quedó
plantada, con los brazos caídos y los hombros bajos, y esperó que la luz del
sol les bañara.
Kaleen era una de las cazadoras más madrugadoras de la manada. No le
sorprendió que fuera la primera en salir de su tienda. El aire le temblaba
dentro del pecho, y esperó, frente a ella, a que se girara y le dijera algo,
cualquier cosa. Tenía la piel y la ropa cubiertas de barro, el pelo revuelto en
todas direcciones, la cara sucia y atravesada por surcos de lágrimas que
cruzaban sus mejillas. Kaleen debería sorprenderse, dejar caer el canasto de
ropa y acercarse a preguntarle qué le había pasado, o si Brisa estaba bien, o
si necesitaba algo. Pero pasó de largo y a Sierra se le encogió el estómago.
Quiso susurrar su nombre para mendigar un poco de atención, pero no
tuvo fuerzas para hacerlo. Estaba convencida de que ni siquiera entonces se
giraría hacia ella, y eso no podría soportarlo. Así que esperó, mientras un
sol frío se izaba con una lentitud agónica, a que alguien se fijara en ella. Su
cuerpo aguantaba entre temblores de dolor y cansancio: nunca se había
sentido tan débil. Era como una hoja que ya ha perdido todo su color y
aguanta de la rama del árbol el soplo de viento que la arrastrará de un
momento a otro.
A Kaleen la siguieron otros miembros de la manada, que tampoco
prestaron atención a Sierra. No hicieron el menor gesto al verla, ni siquiera
pusieron una cara hostil o de desprecio. Un cachorro correteó tan cerca de
sus piernas que casi se choca con ella, pero en ningún momento alzó la
mirada. Distinguió el cabello blanco de Nevada y se clavó las uñas en las
palmas de las manos para reunir el valor que necesitaba para caminar hasta
ella. La anciana estiraba sus músculos con calma, con los ojos cerrados y el
rostro vuelto al sol. Incluso en ese momento una fina línea de preocupación
atravesaba su frente.
—¿Nevada? —Su voz sonaba igual que el graznido de un cuervo y la
anciana frunció el ceño.
Abrió los párpados para enfocar la mirada. Por un instante Sierra quiso
abrazarla con todas sus fuerzas. Pero entonces la mirada de la anciana pasó
de largo. La atravesó. «Tu manada se olvidará de ti. Te queda tu sangre,
porque no puedo arrancártela, pero ya no perteneces a los lobos», había
dicho Selene, y era capaz de recordar todas y cada una de esas palabras.
Porque la habían mutilado y aún tenía las heridas abiertas. Nevada cerró de
nuevo los ojos y volvió a estirar los brazos.
—Por favor, ¡por favor, ayúdame! —suplicó Sierra—. Te necesito.
La agarró del brazo. Nevada no tuvo ninguna reacción, parecía que ni
siquiera se daba cuenta de que algo le impedía moverlo. No respondía ante
ninguna de las súplicas. Sierra soltó un sollozo lleno de angustia y rabia y
se echó hacia atrás. Corrió para buscar la ayuda de cualquier otro. La
hermana de su padre, que tampoco hizo ningún gesto ante su presencia. Sus
compañeros de camada, aquellos con los que había completado el rito para
pasar a adulta. Sus mentores. Incluso agarró a un niño del brazo que tironeó
hasta liberarse sin prestarle la mínima atención. Sierra gritó hasta
desgarrarse la garganta sin lograr atraer una sola mirada, y tampoco lo
consiguió cuando se derrumbó en el centro del poblado. Pasaban a su lado
sin verla, sin escucharla, sin recordarla. Y lo peor era que en ese cuerpo
humano y frágil ella tampoco se reconocía.
De alguna forma, reunió fuerzas para arrastrarse hasta su tienda, en la
que el olor de la piel de Brisa flotaba en el ambiente como un recordatorio
cruel de todo lo que había pasado. Se dejó caer en el lecho y sus hombros se
estremecieron en un llanto desgarrador y mudo, seco, sin que de sus ojos
cayera una sola lágrima.
En algún momento perdió la consciencia. Con su último pensamiento,
deseó no volver a recuperarla.

7
Era tarde cuando despertó. El agotamiento había pasado, pero aún se sentía
tan abatida que no notaba ninguna diferencia. Nadie entró a molestarla y se
preguntó si se acordarían de Brisa o si Selene también había decidido
borrarla. ¿Y su padre? Pensar que era como si ya no existiera hacía que la
cabeza le pesara y los ojos le picaran como si los restregara con ortigas.
No se levantó, no sabía qué iba a hacer cuando lo hiciera. ¿Vivir como
un fantasma entre conocidos que eran incapaces de verla? ¿Buscar a su
hermana para intentar recuperarla? Brisa estaba mejor con Selene, y dudaba
de que la diosa tuviera más paciencia con ella si volvía a encontrársela.
¿Irse con los humanos? La idea le retorció el estómago. No, no quería,
prefería dejarse morir entre raíces y malas hierbas, que los árboles le
abrieran las entrañas y se bebieran su sangre. Al menos así seguiría siendo
parte de algo: de un bosque rojo y agonizante que pierde las hojas y la
esperanza.
Se miró las manos. Los arañazos superficiales de cuando había golpeado
el suelo seguían ahí y le parecía que se reían de ella. «Ya no eres una
licántropa. Ya no eres Sierra». Se había convertido en otra cosa y no sabía
cuánto tiempo le seguirían doliendo los nudillos porque su cuerpo era un
desconocido al que odiaba.
A ratos se dejó llevar por el sueño, y luego despertaba con un peso en el
pecho que no la dejaba descansar. Clavaba las uñas en la manta o se
quedaba mirando el desorden de su tienda. La mañana anterior había sido
tan normal… Había dejado la ropa sucia en un montón, pensando que Brisa
se encargaría de lavarla más adelante. Quedaba poca agua y la cama de su
hermana seguía revuelta. Parecía que en cualquier momento iba a despertar
de verdad y todo se convertiría en un mal sueño del que podría
desprenderse. Todo parecía tan irreal que necesitaba aferrarse a la fantasía
de que en verdad lo era; cuando menos se lo esperase, Brisa regresaría con
esa sonrisa traviesa e insoportable y se pondría a canturrear de forma
molesta, y en vez de odiarla, Sierra se sentiría aliviada. El peso que le
quebraba la espalda y le impedía respirar desaparecería y todo sería un mal
sueño. Una pesadilla.
Pero las cicatrices seguían en su piel y el aroma de su hermana
empezaba a desvanecerse. No había forma de retenerlo y se sentía más sola
y vulnerable que nunca. Cerró los ojos con fuerza y los escondió contra el
jergón.

7
Pasó la noche medio en vela, y cayó en un sueño más profundo con el alba.
Despertó con el sonido de las voces de su manada, tan solemnes que se
arrastró de la cama para describir qué era lo que pasaba. A pesar de que
nadie se fijaba en ella, o precisamente por eso, se quedó alejada, entre las
sombras.
Néstor llevaba un bolso pesado y se abrazaba con su madre. La mujer le
sujetaba con tanta fuerza que parecía querer agarrarle. Cuando se separó de
él, Sierra pudo distinguir su rostro consumido de preocupación, aunque en
el brillo de sus ojos había sitio para el orgullo.
—Lo harás bien. Serás tú quien traiga la salvación.
Sierra frunció el ceño porque era evidente que Néstor estaba a punto de
romper a llorar de miedo. Su condición de vidente había hecho que creciera
sobreprotegido y dudaba de que pudiera llegar sano y salvo hasta la
montaña de Ferner. Nadie podía acompañarle, eso había dicho Ázanor.
Sierra se cruzó de brazos para verle marchar. Le pareció que el bosque lo
devoraba y pensó que no sería extraño que esa fuera la última vez que le
vieran. A lo mejor ese era el plan de la diosa, que su vidente se viera
atrapado en una misión imposible y muriera solo en el bosque, y con él, la
última esperanza para la tribu. Por las expresiones de los lupinos, no era la
única que tenía pensamientos tan oscuros.
Aun así, preferiría ser él y tener una misión a la que entregarse. Sierra no
temía demasiado el peligro y elegiría antes enfrentarse a una muerte casi
segura, pero honorable, que tener que arrastrarse sin rumbo fijo de un lado a
otro. Néstor se perdió entre los árboles y Sierra vio las lágrimas en los ojos
de su madre que ya no era capaz de contener. Mai le pasó un brazo por los
hombros y las dos se alejaron para buscar algo de intimidad en la que llorar
a su hijo. Puede que la lupina se esforzase en creer que Néstor podía
conseguirlo, guiado por los espíritus y las visiones. Pero sabían que el
camino sería difícil y lleno de peligros: podía encontrarse animales a los
que nunca se había enfrentado, incluso humanos; tendría que buscarse su
propia comida cuando se le agotaran las provisiones, y dormir al raso ahora
que las noches se volvían más frías y largas. Sierra estaba convencida de
que ella sería capaz de hacerlo, aunque sabía lo difícil que era. Había
pasado toda su vida retándose a sí misma, y aunque ahora su cuerpo le fuera
extraño, sabía encender un fuego y cómo atrapar los peces en un río, o
dónde encontrar setas comestibles. Si tan solo alguien pudiera ayudarle…
Una chispa entre sus pensamientos la hizo estirarse con un salto. Ázanor
no había dicho exactamente que Néstor tuviera que viajar solo. Se sujetó
con fiereza la piel de los antebrazos tratando de recordar cada palabra.
Estaba segura de que había dicho que nadie de la manada podía
acompañarle, o puede que sus palabras fueran que no podía hacer el viaje
con ningún lupino. Pero ahora Sierra no era ni una cosa ni la otra: Selene la
había transformado en una humana desconocida.
El corazón le bombeaba con fuerza. A lo mejor tampoco debía ayudarle
y era ella quien acababa con la última esperanza, pero no creía que Néstor
tuviera una sola oportunidad. Y si se ceñía a las palabras de Ázanor, ella
podía acompañarle. Entró en la tienda con pasos violentos y la respiración
acelerada. Esta vez no se detuvo a mirar cada una de las cosas que
esperaban en el caos habitual a que Brisa llegara con sus pasos ligeros y
juguetones y las dos hermanas empezaran otra de sus discusiones. No iba a
pasar. Hay pesadillas de las que no puedes despertarte, así que más le valía
ponerse en marcha y dejar de lamentarse. Se cambió de ropa con
movimientos rápidos y dejó tirado el vestido sucio en un rincón. Cogió la
mochila que usaba para las raras veces que hacía una excursión larga a pie y
echó dentro la carne seca, la fruta y los panes secos que les quedaban. Se
anudó las botas y, ya a punto de marcharse, se giró en el último momento
para coger una capa que solo usaba en invierno. Desde que Selene la había
cambiado, notaba los dientes del frío morder su piel con más fuerza. En la
cama de Brisa descubrió un collar que la niña había estado haciendo unas
semanas antes, con arcilla y huesecitos, y del que estaba estúpidamente
orgullosa. Sierra sintió un vacío en el estómago. Alargó la mano para
cogerlo y acarició las cuentas con el pulgar antes de ponérselo. No lanzó
una última mirada a la estancia en la que había vivido. Su hogar se quedaba
atrás, como su manada y su naturaleza, pero al menos tenía un objetivo.
No hubo abrazos, palabras ni un solo gesto de despedida. Echó a correr
entre familiares que no la vieron para seguir los pasos de Néstor que se
perdían en el bosque.

7
No le había dado tiempo a alejarse demasiado, aun así, se sintió perdida y al
principio no sabía si se desorientaba porque aún tenía el olfato embotado
por el llanto o el sueño. Tardó en comprender que lo había perdido casi del
todo y sonrió con una mueca amarga. Tampoco podía escuchar ni la mitad
de bien que antes, como si a unos metros de ella los sonidos desaparecieran
bajo la tierra. Así funcionaban los sentidos de los humanos: apenas tenían
utilidad. Se sintió aún más perdida y vulnerable. Apretó los puños y se fijó
en el camino. Por lo menos la vista seguía igual que antes, y fue capaz de
encontrar las huellas de Néstor sobre la tierra húmeda.
Se encogió bajo la capa y apretó el paso. Caminó con la mirada fija en el
suelo para no perderse el siguiente rastro. Sin olfato ni oído, no podía
permitirse equivocarse de camino. Le sorprendió que se hubiera alejado
tanto en tan poco tiempo, pero finalmente logró alcanzarle al lado del río.
Néstor buscaba la forma de cruzarlo y de improviso estiró la espalda y se
volvió hacia ella. Tenía los ojos casi blancos y el pelo largo castaño claro. A
esa distancia no podía verla, pero estaba claro que la había detectado.
¿Podría acordarse de ella? Era el vidente, si había alguien capaz de escapar
de la maldición de Selene, era él. Tragó saliva para deshacerse del nudo de
la garganta y se acercó con pasos más firmes de lo que se sentía, dejando
que sus botas sonaran al caminar sobre la arena.
—¿Quién va? —preguntó el chico. La voz le vaciló casi
imperceptiblemente.
—Soy Sierra.
La estaba escuchando. El corazón se le aceleró y golpeaba con fuerza. El
vidente era distinto, claro que lo era. No la ignoraba, al contrario, estaba
pendiente de ella. ¿La reconocía? Néstor alzó un poco más la cabeza y a
Sierra se le llenó el pecho de esperanza. Los segundos pasaron tan lentos
que le resultaban dolorosos.
—¿Y quién eres? ¿Qué haces en este bosque?
Quiso volverse y golpear uno de los árboles hasta dejarse la piel de los
nudillos. O gritar, incluso romper a llorar de nuevo. En vez de eso, torció la
sonrisa y siguió caminando hacia él. Al menos era capaz de escucharla y
prestar atención, y no la ignoraba como el resto de la manada. Podía ser una
señal de que estaba haciendo lo correcto. Tenía que aferrarse a eso.
—He sentido que tenía que venir contigo —mintió—. Como si los
mismos dioses me lo pidieran. Hasta sé tu nombre. Eres Néstor, el vidente,
¿verdad?
Las cejas del chico se arquearon con sorpresa. Sierra sentía la sonrisa tan
amarga como su mentira. No es que soliera hacerlo, pero había usado todo
su aplomo, y su voz sonaba convincente. Al menos la urgencia por
acompañarle era real. Néstor titubeó, pero no impidió que le alcanzara. Se
quedó de pie a su lado. Debería haber reconocido su voz, su olor, la forma
áspera que tenía de soltar las palabras como si cada frase fuera un latigazo
que tuviera que sonar con fuerza. Pero ni siquiera el vidente era capaz de
reconocerla estando a tan poca distancia.
Sierra supo que se estaba perdiendo para siempre y quiso gritar, pero
mantuvo la sonrisa torcida, la respiración tranquila y la angustia apretada en
unos puños muy firmes.
—Supongo que entonces es un viaje que debemos hacer juntos —
murmuró Néstor, y aunque no sonaba muy convencido, Sierra asintió con
firmeza.
Acompañarle en busca de una forma de salvar a su pueblo era el único
propósito que le quedaba, lo único que tenía, y no pensaba perderlo.
Néstor

L alicántropos,
chica era extraña. Era humana, sabía distinguir su aroma del de los
pero algo en su actitud la hacía distinta de los humanos que
había conocido. Sierra tenía un aura salvaje, casi voraz. Tenía el pelo rojizo
y solía moverse con tanta decisión que parecía rabia, o estarse tan quieta
que era imposible no imaginársela con todos los músculos tensos.
No era estúpido, sabía que no tenía motivos suficientes para fiarse de
ella, pero, de alguna forma, le había encontrado y parecía convencida de
que le necesitaba en la misión. Sabía a dónde se dirigía, y también conocía
su nombre. Podía ser una bruja, y esa idea le retorcía las tripas, pero Néstor
tenía experiencia analizando las voces y no le parecía ver una intención
retorcida en las palabras de la humana, aunque tampoco se fiara de ella.
Había un motivo más real y menos digno por el que Néstor deseaba creerla:
no quería hacer el viaje solo.
Después de todo, Ázanor había dicho que nadie de la manada podía
acompañarle, y Sierra era humana. Una humana peculiar, sí, y a lo mejor
peligrosa, pero no formaba parte de los lupinos. Aunque no se fiaría de ella
y la tendría vigilada, en su fuero interno estaba agradecido de que alguien
hiciera el camino con él.
Llevaban un rato andando juntos. Ella se había adelantado y a Néstor le
resultaba más fácil seguir el camino que indicaba el sonido de sus pasos.
—¿Vienes de muy lejos?
—No. —No era la primera respuesta evasiva y Sierra pareció darse
cuenta de que al chico no le bastarían por mucho más tiempo: dejó escapar
el aire despacio, mientras contaba hasta ocho, intentando controlar la
irritación antes de abrirse un poco más—. Nací cerca del bosque y no he
tenido un hogar fijo. He viajado de aquí para allá, con mi padre. Nunca nos
hemos alejado demasiado.
—¿Y cómo son tus visiones? ¿Las has tenido siempre?
Estuvo pendiente del silencio que Sierra se tomaba, ya fuera para
ordenar sus ideas o para mentirle.
—Yo no las llamaría visiones, se parecen más a impulsos. De pronto
tengo la necesidad de hacer algo y me tengo que poner en marcha. Sigo a
mi cuerpo, él sabe lo que tengo que hacer mejor que yo. Como mucho
aparece un lugar en mi cabeza, un nombre, una idea, y parece un
pensamiento mío que alguien me ha metido ahí dentro. Como tu nombre o
el de Ferner.
El corazón de Néstor se aceleró. ¿Podría ser Destra quien le susurrase a
esa mortal para ayudarles? Fue la única de los cinco primeros lupinos que
aceptó el regalo de Selene y se convirtió en una diosa menor. La diosa de la
caza. También ayudaba a los lobos, y, si se sentía generosa, a los viajeros
perdidos. A diferencia de los ocho grandes dioses, los menores no vivían en
la bóveda celeste ni tenían tanto poder sobre los humanos. Destra era
esquiva, se había dejado ver en muy pocas ocasiones y era capaz de elegir
una humana que no tenía nada que ver con ellos para ayudarles, aunque
fuera contra la propia Selene. Después de todo, Ázanor también lo estaba
haciendo, y planeaban despertar al mismo Ferner, al más leal, para que se
enfrentase a ella.
Sierra no había dicho nada más. Avanzaba en silencio mientras él la
seguía y meditaba. Podría ser verdad, después de todo. ¿Qué sentido tenía
que una desconocida humana apareciera de la nada con esa información
para mentirle? Pero no entendía por qué ella. Tal vez tuviera sangre lupina
diluida, al fin y al cabo, no todos los hijos de los humanos y lupinos nacían
con la bendición de los lobos. A lo mejor uno de sus abuelos o tatarabuelos
había sido licántropo y su hijo, humano, había dejado la manada para vivir
con los de su raza. O podía simplemente haber caído en gracia a Destra por
esa forma de ser tan salvaje.
—¿Alguna vez te has perdido en el bosque?
—¿Aquí? —Su voz sonaba desconcertada, y la mancha cobriza onduló
porque la chica debía de estar volviendo su cabeza hacia él—. Alguna vez,
pero hace mucho, siendo muy pequeña. No había llegado a adentrarme
tanto en el bosque. Lo normal, supongo. ¿Por qué?
—¿Recuerdas cómo encontraste el camino de vuelta?
Los pocos lupinos que se habían encontrado con Destra la describían
como un lobo de pelaje negro y brillantes ojos oscuros, y en muy pocas
ocasiones como una mujer de gesto seco y pocas palabras. En ambos casos
se dejaba ver siempre a unos pasos por delante, siempre esquiva, para guiar
a quien se hubiera perdido sin dejar que llegara a alcanzarla. Tal vez la
chica recordara algo así. Néstor tenía esperanza de que incluso la diosa se
hubiera detenido a hablar con ella si, años más tarde, había vuelto para
indicarle dónde tenía que ir.
—No recuerdo mucho, era bastante pequeña. Me despisté jugando y
cuando me di cuenta no sabía dónde estaba. Intenté volver sola y me
adentré aún más en el bosque. Se empezó a volver oscuro y me asusté
bastante. Los humanos somos bastante débiles —gruñó de una forma que a
Néstor se le hizo extraña, parecía tener rencor hacia su fragilidad.
—¿Y cómo volviste?
—Escuché a mi padre. Vino a buscarme y gritaba mi nombre. Creo que
estaba más asustado que yo. —La voz de Sierra se volvió más suave. Néstor
podía dudar de todas sus palabras, pero sabía que quería mucho a ese
hombre, y que algo los había separado porque el tinte amargo de su voz era
tan tangible que podía sentirlo.
—Lo siento. —Se le escapó.
—Ha pasado mucho tiempo.
Abrió la boca para decir que no se refería al momento en el que se
perdió en el bosque, sino a lo que hubiera pasado con su padre, pero la cerró
de nuevo. No era el momento de hablar de eso. Sierra y él eran dos
desconocidos que desconfiaban uno de otro, simplemente caminaban hacia
el mismo destino. Era probable que descubriese que tenía que separarse de
ella. De momento era agradable tener el sonido de su respiración y sus
pisadas, en el que apoyarse para avanzar por un bosque que cada vez se
volvía más sombrío y frondoso.

7
La chica era más rápida y Néstor sabía que muchas veces tenía que
esperarle. Aunque el paso de las horas también hacía que cada vez se
sintiera más cansada. Después de todo era humana, y notó que su
respiración se volvía más pesada y fatigada. No protestó una sola vez ni
hizo gestos de querer pararse, fue Néstor el que se detuvo cuando llegaron a
un claro junto a un riachuelo de agua fresca y chapoteo alegre.
—¿Hacemos un descanso?
—Está bien —respondió ella, como si no pudiera escuchar la pesadez en
su respiración.
Néstor contuvo la sonrisa y tanteó el terreno con el pie para sentarse en
la hierba fresca junto al río. Se inclinó para beber y limpiarse la cara y las
manos del sudor y el polvo del camino antes de abrir su bolso y tantear en
los envoltorios hechos con hojas grandes y anchas o bolsas de tela. Sacó
una bolsa de nueces y después de servirse un puñadito la tendió en
dirección a Sierra.
—¿Has traído comida?
—Tengo, gracias.
—No me importa compartir.
Notó cómo titubeaba y su silueta se acercó con cierto recelo. La mano de
Sierra rozó la suya apenas unos momentos para coger un par de nueces y
retirarse de forma brusca.
—Gracias. ¿Quieres algo de comer? ¿Pan? ¿Carne?
—Si no te importa, para la noche —contestó el vidente—. Durante el día
prefiero viajar con el estómago ligero.
—Entonces tendrás las piernas más débiles.
—Los licántropos tenemos bastante aguante. —Néstor se encogió de
hombros—. No soy ni de lejos el más preparado de mi tribu, pero tenemos
más resistencia y fuerza que vosotros.
—No me digas —gruñó la chica en respuesta.
Parecía especialmente molesta, y Néstor masticó en silencio y repasó
todo lo que había dicho por si se le había escapado algo inapropiado.
—No quería sonar prepotente —dijo tras un silencio incómodo—. De
verdad que no intentaba presumir. Cualquiera de los míos me dejaría atrás
en fuerza o velocidad.
—No es eso. —Sierra soltó el aire con un suspiro frustrado y se
incorporó. A pesar de lo que había dicho, ella no había comido apenas nada
—. Tengo que dar una vuelta. Necesito pensar un poco.
—¿Te espero?
—Sí, claro. No me iré lejos.
Néstor lo suponía porque sus pasos sonaban lentos y pesados, y aún no
había recuperado el ritmo de respiración normal. Se mordisqueó el interior
de la mejilla mientras jugaba con las nueces que le quedaban en la mano.
¿Qué era lo que la había molestado? Había supuesto que Sierra estaba
familiarizada con los lupinos, era posible que incluso descendiera de uno,
pero la forma de reaccionar le hacía pensar que le causaban rechazo. ¿Quizá
se había enfrentado a alguno?
No había mostrado ese rechazo con él. Puede que se notara que no era
un guerrero, ningún vidente lo era. Los lupinos creían en su lucha y en el
honor de morir defendiendo sus bosques o su linaje, pero a los videntes se
les protegía: su forma de ayudar a la manada era distinta. No todas las
generaciones contaban con alguien que pudiera ver el futuro, podían pasar
tres o cuatro hasta que naciera el siguiente. Las leyendas decían que eran
los cachorros a los que Ázanor visitaba la misma noche en que llegaban al
mundo, y que él les hacía una marca para que pudieran percibir cosas que
aún estaban por llegar.
Por eso su madre no había sido la única en protegerle. Toda la tribu lo
había hecho, no había necesitado aprender a cazar con los lupinos de su
camada: siempre habría alguien que le llevase comida. Tampoco había
entrenado para saber pelear o matar. Esa había sido su función.
Le aliviaba que Sierra le acompañase, aunque aún era pronto para
decidir si confiaba en ella o no. Puede que en algún momento tuviera que
dejarla atrás, pero aún le quedaban días para alcanzar su destino, podían
hacer parte del camino juntos. No estaba incumpliendo lo que Ázanor le
había pedido.
La humana no tardó demasiado en regresar. No parecía más tranquila,
Néstor hubiera dicho que sus pasos sonaban frustrados, aunque la rabia en
su voz estaba más contenida o más resignada.
—¿Volvemos a ponernos en marcha?
El lupino asintió y se puso en pie para seguirla. Por un instante pensó
que reconocía esa forma de hablar, que no era la primera vez que escuchaba
esa voz, rasposa y exigente. Pero el pensamiento se le escurrió como un pez
esquivo entre los dedos tan pronto como se pusieron en marcha, y no volvió
a darle ninguna importancia.

7
Cuando se hacía de noche, el mundo de Néstor se convertía en un océano de
sombras. La mayoría de los licántropos eran capaces de desenvolverse bien
incluso en las noches de luna nueva. Para él, las siluetas se fundían con el
entorno y tenía que apoyarse más que nunca en el olfato y el oído para
poder moverse. Caminaba algo más lento, y si no hubiera sido por Sierra
tendría que haberse detenido bastante antes.
—Deberíamos buscar un sitio para pasar la noche. ¿Traes contigo alguna
manta? En cuanto se pone el sol, el bosque se vuelve muy frío ahora que los
días son más cortos.
—Sé hacer fuego —respondió ella—. Estamos cerca de unas colinas y
una zona rocosa. Si llegamos a lo mejor podemos resguardarnos allí.
—Te sigo —asintió Néstor.
Él tenía pensado convertirse en lobo para pasar la noche. Contaba con
estar lo bastante alerta para despertarse si se le acercaba alguna criatura
peligrosa, aunque había pocas criaturas que se aproximaran a un
depredador. Los lobos imponían a los otros animales, y el aura de los
licántropos tenía aún más fuerza. A veces eso dificultaba la caza, ya que en
cuanto les detectaban, todas las presas salían corriendo. Los humanos de los
pueblos cercanos al bosque tenían perros porque estos enloquecían con su
presencia y rompían a ladrar y gruñir o gimotear aterrorizados en cuanto
notaban su aroma.
Los cuervos eran de los pocos animales que toleraban su presencia. A
veces, los acompañaban o anidaban en los árboles cercanos a su tribu. Solo
los lobos les recibían como iguales. Cazaban juntos, les invitaban a sus
ritos, hablaban con ellos y compartían su mundo. Formaban lazos y, a
veces, familias. Después de todo, eran tan lobos como humanos. Se contaba
que Selene los había creado para proteger a todo el bosque, pero era a los
lobos a quienes los licántropos cuidaban, igual que estos acudían a su
llamada si alguna vez los necesitaban.
Para el vidente, pasar la noche al raso no era un reto mayor que el
caminar durante el día por partes del bosque en las que nunca había estado;
pero Sierra era más vulnerable, y no solo por si algún animal peligroso se le
acercaba. Los humanos de la manada tenían que arroparse bien por las
noches y, durante el invierno, vestían incluso durante el día con mucha ropa
para protegerse del frío. No sabía cómo de preparada estaba Sierra si la
excursión se alargaba. Los ancianos le habían dicho que podía tardar entre
una y dos semanas, tiempo suficiente para que el invierno se abriera paso a
zarpazos haciendo jirones al otoño.
Sierra estaba cansada, Néstor lo sabía por el sonido que hacían sus botas
al arrastrarse sobre el camino y por el aliento que ella intentaba que no
sonara como un jadeo. También era orgullosa y mantuvo el ritmo. Si no se
moría de frío por la noche, dormiría de un tirón. Néstor también estaba
cansado, su cuerpo notaba la falta de la luna. Desde que se había marchado
había dejado una herida en el cielo y en sus almas; la magia que durante
tanto tiempo los había hecho mejores se iba drenando poco a poco, y lo
peor era saber que la situación seguiría empeorando si no lograban
solucionarla. Se preguntó qué sentiría cuando fuera tan humano como
Sierra, y si también perdería parte de su oído y su olfato.
No aguantarían mucho tiempo. En cuanto los humanos lo supieran,
entrarían en el bosque y arrasarían todo a su paso, hasta llegar a la tribu y
acabar con todos.
El suelo se volvió más firme al llegar al terreno rocoso. Sierra le pidió
que esperase y la escuchó moverse entre las piedras hasta encontrar un sitio
adecuado.
—Aquí. Cuidado con las grietas en el suelo.
Néstor siguió su voz caminando despacio. Arrastraba el pie hacia
adelante para asegurarse de que no se chocaba con nada y que el suelo era
firme antes de dar el paso. Sierra había encontrado una oquedad en la ladera
de la colina que, aunque no les protegía del todo, les quitaba parte del
viento y al menos podía cubrirles las espaldas. Néstor se sentó y buscó una
forma de acomodarse con las piernas estiradas para dar un respiro a los
músculos mientras Sierra reunía ramas pequeñas y matojos secos para
encender una hoguera. La navaja tintineó contra el pedernal cuando la chica
los sacó de su mochila y Néstor escuchó el filo de la hoja rasgar la piedra y
el chisporroteo del fuego que empezó a consumir la hierba seca.
Le llevó un tiempo hacer que las ramas prendieran, y a él le hubiera
gustado encontrar algo con lo que llenar el vacío entre ambos. Escuchaban
al viento afilarse las uñas en la piedra desnuda de las montañas, el canto de
los grillos y un ulular lejano que se parecía a un llanto. Néstor pensó que de
alguna forma la ausencia de la luna se notaba incluso en los sonidos, como
si hiciera falta uno más, una melodía tan suave y profunda que no llegaban
a escucharla, pero que siempre les había acompañado. Perderla era como
quitarse una capa invisible que les había arropado desde que tenía memoria.
—Vosotros… ¿Cómo ha sido para vosotros la ausencia de Selene?
Imagino que os afecta menos, pero se dice que ejercía poder en las
cosechas. Los marineros también la veneraban.
—No soy como la mayoría de los humanos. Mi padre tampoco lo era —
respondió tras una breve pausa. Néstor seguía sin estar seguro de cuánto
había de verdad en sus palabras. Su voz vacilaba, pero el sentimiento
parecía cierto—. No seguíamos a los reyes ni a sus capitanes. Viajábamos
de un sitio a otro. Nos manteníamos al margen de las ciudades y sus leyes.
Néstor pasó la mano por el suelo amontonando las piedrecitas que
encontraba. Por como hablaba, parecía que Sierra descendía de lupinos,
pero, si era así, ¿por qué no lo decía? Eso les acercaría y facilitaría que
hicieran el resto del camino juntos.
—¿Por qué quieres ayudarnos?
—Tengo que hacerlo.
—Eso no es una razón real.
Sierra se removió y Néstor se mantuvo firme. El calor de las llamas
salpicaba sus manos. Cada ruido parecía sonar con más fuerza, el silencio
entre ambos era como esa nieve tan blanca en la que cada paso deja marca.
—Selene me maldijo.
No esperaba esa respuesta. Sonaba tan sincera como dolorosa, igual que
si al hablar se arrancara la costra de una herida. No supo qué contestar y
pensó que Sierra iba a callarse de nuevo, pero siguió hablando.
—Pasó poco después de que cayera del cielo. Estaba buscando a mi
hermana, se había vuelto a perder en el bosque. Y no soy buena hermana,
no quería… no quería que dependiera de mí. No quería ser nuestro padre.
Se hizo daño por mi culpa. —Se removió de nuevo. Sierra elegía las
palabras con el mismo cuidado con el que intentaba contener sus
sentimientos—. Se dio un golpe muy fuerte y pensé que se moría. Y Selene
nos encontró. Le supliqué que la salvara y lo hizo, pero también me castigó.
Estoy maldita.
—¿Qué es lo que te ha hecho?
—Me ha arrancado a mí misma de mi propio cuerpo.
Néstor frunció el ceño sin estar seguro de a qué se refería. A lo mejor
Selene le había deformado la cara. No sabía cómo era Sierra ni ahora ni
antes, podía tener cuernos alrededor de la frente y ojos de serpiente y él no
se hubiera dado cuenta. Pero los humanos sí, y rechazaban la magia cuando
no la veneraban. No podía volver con los suyos.
—Pero no entiendo por qué quieres ayudarme. Vamos a despertar a
Ferner para que se enfrente a ella, no creo que con eso logremos que quiera
perdonarte.
—Lo sé, pero es lo que tengo que hacer.
—¿Por venganza?
—Porque no me queda nada. —Arrastró una carcajada por la garganta
con desgana y tristeza.
Néstor no supo qué decir. No sabía cómo reaccionaría si perdiese a su
familia y tuviera que dejar atrás todo lo que conocía, si su tribu le diera la
espalda. Perdido. Solo. Desesperado. Entendía mejor la fiereza de Sierra y
le hubiera gustado tener un gesto suave con ella, pero estaba seguro de que
la chica lo rechazaría.
Así que abrió su bolsa y compartió con ella su comida. Sierra hizo lo
mismo y le pareció que poco a poco la chica se relajaba. Le dijo que era una
noche llena de estrellas y que el cielo estaba más grande y oscuro ahora que
la luna lo había abandonado. Se acomodó para dormir cuando del fuego
quedaban solo las brasas. Néstor aguantó poco más que ella. Su cuerpo
también estaba cansado y se sentía pesado y aletargado.
Sierra respiraba de forma suave, profundamente dormida. Había sido un
día largo y estaría agotada. Él se quitó la capa y se cubrió con ella: las
noches eran frías para los humanos, pero no para los lobos. Se transformó
con un latigazo de dolor en la espalda, que le arrancó un gañido de dolor, y
se acurrucó cerca de la roca.
Fue una suerte que estuviera lo bastante inquieto para no caer en un
sueño profundo o no los hubiera escuchado antes de que se les echaran
encima.
Zael

J upnia tenía una de esas miradas capaces de atravesar los huesos. Zael
casi podía escuchar el chasquido de los suyos en su cráneo cada vez que
clavaba los ojos en él. También vigilaba a sus hombres, o más
concretamente al crío que les acompañaba. Armal, de bucles rubios y
sonrisa inocente.
—¿A ti por qué te hacen venir con nosotros? —le preguntó Zael,
convencido de que era el hijo mimado de un hombre al que querían dar un
escarmiento.
—Soy voluntario —respondió con una sonrisa dulce, antes de dejar
escapar una risita—. Aunque es verdad que a mi familia le tranquiliza que
esté lejos.
Voluntario. Zael torció los labios en una sonrisa. Voluntario, libre, por
elección… Ese crío ni siquiera era capaz de saborear lo que significaba eso
antes de malgastar esa libertad y arriesgar la vida persiguiendo monstruos
en el nombre de otros.
El brujo no se jugaría la suya ni por todo el oro del mundo. Claro que…
¿de qué le iba a servir el dinero? Una frase dictada de su madre y tendría
que regalarlo. Su vida era lamentable, y aun así se aferraba a ella. Lo único
por lo que se arriesgaría a morir sería por la libertad que otros malgastaban
tan alegremente.
Armal ladeó la cabeza:
—Dime, ¿cómo es la magia? ¿Puedes hacer cualquier cosa?
Zael esbozó una sonrisa, como si no estuviera acostumbrado a esas
preguntas.
—Depende de la persona. Tiene que ver con los elementos. Hay brujos
que tienen afinidad con el agua, otros pueden provocar terremotos. Yo
puedo jugar con el fuego.
—¿Duele?
—No. Puedo cruzar las llamas o sostenerlas. Solo me hace daño si me
resisto o la fuerzo.
La respuesta hizo que una luz relampaguease en su mirada. Tenía los
ojos de un azul muy claro, casi inhumano. A pesar de estar pendiente de la
conversación, tenía los pies ágiles y los oídos atentos, cualquier sonido del
bosque le hacía girar la cabeza.
Pero su atención volvía siempre al brujo.
—Explícamelo.
—Itari hizo que nuestra magia siempre estuviera al servicio de nuestros
padres. Quería que Rey se sintiese muy orgulloso de ella. —Evitó poner los
ojos en blanco, pero no pudo controlar el tono de burla—. Y estas órdenes
son muy claras: acompañaros, buscar la tribu licántropa, descubrir si
podemos atacarles o no…
—Y obedecer a Jupnia —le recordó.
Zael asintió, con una mirada a Jupnia. La mujer era muy recta y clara.
Antes de partir, habían acordado la señal que Zael debía dibujar en el cielo
según lo que se encontraran: un destello plateado si necesitaban ayuda; uno
blanco para indicar peligro, para que cerrasen las puertas y no se movieran
hasta que el grupo regresara; uno rojo para avisar a sus hombres de que
estaban cerca de los licántropos, y que siguieran ese destello para atacarlos.
—¿Y si hicieses algo que no tuviera que ver con las órdenes? —Ladeó la
cabeza, con los ojos entornados—. Hacer arder los árboles o pararme el
corazón, por ejemplo.
—Sería complicado —respondió frunciendo el ceño—. Doloroso, y si lo
consiguiera mi sangre acabaría envenenada. No hay brujos libres porque
todos mueren al poco de rebelarse.
Armal le agarró de la muñeca. Era un gesto casi amistoso, si no fuera por
la forma en que le clavó las uñas en la piel. Sus ojos ya no tenían expresión
inocente, el azul desvaído se parecía más a una ausencia, a un abismo.
—Hazlo.
Zael soltó el aire en una carcajada de sorpresa. Armal no le soltó. Tenía
una sonrisa gélida.
—Quémame. Hazme runas en la piel. Intenta resistirte. Quiero verlo.
—¡Armal! —ladró Jupnia—. ¡Suéltalo! Estamos trabajando.
Con una risita, el chico liberó al brujo y trotó para alcanzar al otro
soldado. Como si todo fuera un juego. Zael sacudió la cabeza. Quiso pensar
que solo tenía un sentido del humor retorcido, nada más.
Se limpió la piel irritada. Armal había dejado marca: dos lunas
minúsculas enfrentadas. «Es solo una broma de mal gusto», se repitió, y se
las frotó para tratar de borrarlas.
Sierra

E speraba que el sueño tardase en llegar y la arrastrase de vuelta a la


angustia de los últimos momentos: las imágenes de Brisa con el pelo
ensangrentado, la maldición de Selene, y que ese dolor más afilado que el
físico la desgarrase de nuevo. Estaba segura de que reviviría la forma en la
que su propia manada miraba a través de ella y ese vacío al sentirse hueca,
llena de aire, sin ser ni siquiera ella misma.
Pero el cansancio había apagado su cuerpo y sus sentidos. Podría estar
muerta: así de profundo era su sueño. Ni siquiera le parecía incómoda la
roca o le molestaba el frío. Durmió del tirón hasta que un gruñido cerca de
su oído la trajo de vuelta. Al instante algo le golpeó el hombro y la
zarandeó, haciendo que se despertase confundida.
Aún estaba oscuro y se restregó los párpados. No entendía la urgencia de
Néstor, ni sus gruñidos, ni su espalda erizada, pero se incorporó con el ceño
fruncido y trató de agudizar los sentidos. Era complicado: los humanos
tenían los oídos y la nariz llenos de algodón. Cuando por fin lo escuchó,
estaban casi encima: pasos y voces humanas que se acercaban a ellos desde
el bosque. Asintió en silencio y, totalmente despejada por la adrenalina,
pateó los restos de la hoguera y recogió las cosas antes de seguir a Néstor
entre los recovecos de las piedras.
—Aquí —murmuró al encontrar un escondite.
El lobo siguió su voz y se acurrucó a su lado. Sierra envidió con tanta
fuerza que él aún pudiera transformarse que los celos le aguijonearon el
pecho. Las voces se acercaban. Estaban cerca del paso de los humanos, pero
si guardaban silencio y esperaban entre las sombras no tenían por qué
detectarles.
Sierra soltó el aire despacio y trató de contener los latidos desbocados
del corazón. Tenía la espalda rígida apoyada en la pared de piedra, y el oído
muy atento a los sonidos de los humanos. Se clavaba las uñas en la piel del
muslo, frustrada por no ser capaz de escuchar mejor. Las orejas de Néstor sí
que estaban alzadas y atrapaban las palabras que a ella se le escapaban. No
quería que se acercasen, porque aumentaría el riesgo de que los vieran.
Néstor no era capaz de hacerles frente en una pelea, y ella no sabía si
conservaba alguna fuerza. Seguro que no la suficiente para enfrentarse a
todos ellos, ¿cuántos eran? Cinco, tal vez seis. Sus pasos sonaban más
claros y por fin logró distinguir las palabras.
—Van a matarnos a todos. —La voz parecía la de un adolescente y
sonaba como el chirriar del metal. La que le respondió, femenina, tenía un
tono mucho más firme.
—No nos acercaremos demasiado, solo estamos rastreando la zona.
—Pueden descubrirnos.
—Pues les plantaremos cara —dijo una tercera voz, grave y ligeramente
fanfarrona. Sierra apretó aún más las uñas. Si siguiera siendo la misma de
siempre le arrancaría ese orgullo a mordiscos y zarpazos.
—Los lupinos no han vuelto a hacernos frente desde que la luna cayó —
continuó la misma voz femenina de antes—. No puede ser casualidad. Si su
propia diosa los ha abandonado, lo más seguro es que estén débiles, puede
que incluso moribundos. Tal vez hayan perdido toda su magia.
—No lo sabemos seguro —se quejó el chico. Las voces empezaban a
perderse—. Además, Selene puede reaparecer. Es una diosa caprichosa.
—Por eso más nos vale adelantarnos y que no quede una sola de sus
abominaciones para cuando vuelva.
Sierra apretó los dientes. Todos sabían que los humanos serían capaces
de algo así, pero no esperaba que fuera tan rápido. Si eran rastreadores no
tardarían demasiado en saber exactamente por dónde se movía su manada, y
estaban en lo cierto con que estaban más débiles que nunca. La piel del
costado seguía amoratada de la embestida del ciervo, y eso que aún era
licántropa cuando la atacó. Selene los dejaba morir. El adolescente había
dicho la verdad: era una diosa caprichosa, capaz de ayudar a los humanos a
destruirles por alguna ofensa real o imaginaria.
—¿No oléis a humo? —La voz que hizo la pregunta era nueva, y sonaba
tan afilada como una espada que rasga el aire.
Los pasos se detuvieron y Sierra tuvo la sensación de que su estómago
desaparecía para dejar solo un hueco que tiraba del ombligo. Néstor
también parecía un lobo de piedra, con la cabeza ladeada y la espalda tensa.
El grupo tardó un poco en responder.
—Revisad el terreno —ordenó la voz femenina con un murmullo serio.
Tragó saliva. Los pasos se acercaban y sabía de sobra que, incluso el
adolescente, estaban armados. Néstor podía escapar, pero ella… como
mucho podía inventarse alguna excusa y rezar por que no le hicieran daño.
—Vete —susurró.
Después de todo, Néstor era el importante, el que tenía que despertar a
Ferner. Si era totalmente sincera, Sierra se aferraba a él por miedo a
enfrentarse a todo lo que había perdido. El lobo entendía y la miró con esos
ojos donde el verde del bosque se ocultaba tras la niebla. Pero no se movió.
—Tienes que irte, puedes salir corriendo antes de que me encuentren.
Tienes que llegar hasta Ferner —gruñó la chica.
El lobo se quedó a su lado de forma terca y estúpida. Le empujó con el
hombro y Néstor ahogó un gruñido que le hizo vibrar la garganta. Los pasos
se acercaban y Sierra no sabía si debía ponerse en pie y entregarse antes de
que les descubrieran a ambos. Tragó saliva y trató de aclarar sus ideas por
encima del zumbido de la sangre que corría por sus sienes.
Ella ya estaba perdida, pero a la manada aún le quedaba alguna
posibilidad. Tenía que hacerlo. Apoyó la mano en el suelo para ponerse en
pie y justo entonces Néstor dio un respingo. Ella lo escuchó después. El
grito de los humanos y luego los cascos que se acercaban a la carrera.
—¿Nos atacan?
—¡A cubierto!
—¡Cuidado!
Los ciervos aparecieron de las sombras causando el caos y Sierra perdió
unos segundos demasiado valiosos en observar, boquiabierta, cómo
embestían en dirección a los humanos. Eran herbívoros, presas que solo
atacaban para defenderse. Nunca los había visto comportarse así. Cuando
giró la vista al frente le pareció distinguir al mismo ciervo que la había
herido a ella entre los primeros árboles. Se llevó la mano a las costillas, de
forma instintiva. No era igual, aunque parecía tener la misma forma. Era
difícil de distinguir en la oscuridad de la noche, pero el majestuoso animal
que les miraba tenía el pelaje, las astas y los cuernos totalmente negros.
Sierra juraría que estaba divirtiéndose, pero solo bajó las astas como si le
hiciera un gesto. Como si les ordenara que lo siguieran.
Era absurdo, pero también lo era que el resto atacase a los humanos. No
habían tardado en sacar las armas y defenderse, y los ciervos empezaban a
retirarse; algunos cojeaban o regaban la tierra con regueros de sangre oscura
que manaban de las heridas del torso.
—Ven conmigo —siseó Sierra, y agarrando su mochila y la ropa de
Néstor se arrastró con todo el sigilo que pudo entre las piedras.
Los humanos se recuperaban, pero habían ganado ventaja. El ciervo
esperó hasta que estuvieron lo bastante cerca. Luego se perdió entre los
troncos de los árboles hasta desvanecerse sin hacer un solo ruido. Había
algo fantasmal en ese animal.
—No todos los dioses nos han abandonado —murmuró Néstor, que
había vuelto a cambiar de forma. Su piel blanca como la leche resaltaba en
la oscuridad. Sierra le tendió su ropa con el ceño fruncido.
—¿Por qué lo dices?
—Porque lo que acaba de pasar ha sido antinatural. Hay un aroma
diferente en el aire, a magia y a tierra.
Sierra se encogió de hombros, aunque no pudiera verla, mientras
terminaba de ponerse los pantalones. Abrió camino casi a tientas, las
estrellas estaban lejos y a duras penas veía por dónde caminaban.
Los ruidos del grupo se quedaron atrás . Cuando hubieron puesto la
suficiente distancia entre ambos, eligieron un sitio para descansar un poco
más antes del alba. Apoyó la espalda en un tronco y se abrazó a sí misma.
De los labios se le escapaban diminutas nubes de vaho y alzó la cabeza con
un suspiro.
—Van a atacaros. —Había estado a punto de decir «atacarnos». Le dolió
tener que cambiar el final de la palabra para no incluirse en la manada.
—Tenemos que darnos prisa.
—Podríamos llegar antes y avisarles —propuso, pero Néstor negó con la
cabeza.
—No sé cuánto tiempo nos queda antes de que perdamos del todo la
fuerza o de que Selene se canse de esperar a que muramos y decida
atacarnos. Nuestra esperanza es Ferner. A lo mejor, si tú te dieras la vuelta,
podrías advertirles.
—No me creerían, no me conocen —respondió Sierra con voz amarga
—. Solo soy una humana. Y tengo que acompañarte.
Por no decir que posiblemente ni siquiera podrían escucharla. Néstor
ladeó la cabeza. Sierra tenía la sensación de que el chico intuía que le
ocultaba la verdad. Debía tener más cuidado con sus palabras. Por suerte,
Néstor no dijo nada para ponerla en duda ni acusarla, así que era posible
que simplemente fueran sus propios nervios los que la traicionaban. El
chico alzó la cabeza al cielo como si pudiera ver las estrellas.
—Quedan unas horas de noche. Deberíamos aprovecharlas y descansar.
—Estoy de acuerdo —bostezó Sierra, e intentó acomodarse.
Estaba demasiado inquieta e incómoda para conciliar el sueño, pero sus
piernas agradecían el descanso. Néstor se transformó de nuevo con un
gruñido de dolor que a Sierra no le pasó desapercibido. ¿Cuánto tiempo más
iban a poder seguir transformándose? Al final, ella solo se había adelantado
al inevitable cambio que sufriría toda la manada. Eso si los humanos no les
masacraban antes.
Se hizo un ovillo bajo la capa para tratar de mantener el calor, aunque no
logró dormir y tiritaba incluso cuando el sol se abrió camino entre las ramas
de los árboles. Tenía los dedos fríos y la nariz húmeda y helada. Se frotó las
manos. Estaba tentada de hacer otro fuego, pero no quería arriesgarse
después de lo último que había pasado.
Cuando Néstor se despertó y cambió de nuevo, abrió las bolsas para
buscar algo que desayunar.
No estaba segura de cuánto les quedaba de viaje, pero sí de que las
raciones se les acabarían antes de llegar. Deberían empezar a buscar comida
alternativa. La compartieron en silencio. El chico seguía adormilado.
—¿Crees que será difícil despertar a Ferner? —preguntó Sierra.
—No tengo ni idea. Me gustaría pensar que será sencillo. O que incluso
estará despierto cuando lleguemos. Pero si los ancestros han dicho que
tengo que estar allí…
—¿Y si Ferner no puede oponerse a la diosa Luna?
—No hubiera tenido estas visiones.
—Pareces seguro.
—Tengo que estarlo —respondió Néstor poniéndose en pie—. ¿En
marcha? Mejor no perder mucho tiempo.
Sierra le imitó. Tenía las piernas cansadas y un dolor punzante y suave le
atravesaba los muslos cuando caminaba. Frunció el ceño. ¿Agujetas? No
recordaba esa sensación desde que era pequeña. Se forzó a caminar como si
no le afectaran, aún le quedaba un viaje largo y no podía permitirse
retrasarlo, menos aún con los humanos acercándose tanto a la tribu.
Se preguntó dónde estaría su hermana. Si seguiría teniendo esa mirada
brillante y vacía, pendiente de Selene. Si la diosa se había acordado de
alimentarla y de permitir que descansara. Si, alguna vez, podría volver a
hablar con ella.

7
La montaña de Ferner aún estaba demasiado lejos para poder verla. La
tradición decía que Selene la había levantado para proteger el sueño del
primero de sus guerreros, pero Sierra no podía evitar pensar que a lo mejor
se trataba de una prisión en vez de un homenaje. Los poderes de los dioses
eran extraños e inalcanzables, especialmente los de Los Ocho. Selene era la
guardiana de la magia, ¿y si había visto de alguna forma ese futuro? A lo
mejor todo su viaje era en vano, como la promesa de Ferner. Podía estar
encerrado para siempre y, cuando ellos llegaran, descubrir que no tenían
forma de adentrarse hasta su lecho de piedra.
Cuando el sol del mediodía por fin se derramó con fuerza y pudo dejar
de estremecerse, se dio cuenta de que nunca había llegado tan lejos. Sabía
que tenía que caminar hacia el este, pero no conocía los árboles ni el
camino, si es que había alguno. Maldijo de nuevo su encuentro con Selene,
y lo fácil que hubiera sido todo si ella pudiera transformarse.
Ambos se detuvieron cuando las plantas se agitaron. Sierra contenía el
aliento y respiraba despacio, como si aún tuviera la parte de ella que podía
convertirse en lobo y saltar sobre la presa. Intentó captar el aroma de lo que
se había movido entre las plantas sin conseguir oler nada más que la
humedad de la tierra y el bosque. Al menos sus ojos no le fallaban: un
conejo abandonó su escondite de forma ilógica, contra su propio instinto de
supervivencia. Les miró estático, con unos ojos negros demasiado
inteligentes para estar en ese animal. Antes de que pudieran moverse, el
conejo saltó tras unos árboles y Sierra lo perdió de vista como si se hubiera
desvanecido.
—Síguelo —murmuró Néstor—. Tiene un aroma extraño.
Sierra apretó la mandíbula. Obedeció al vidente. Tras los árboles había
un camino antiguo, lleno de malas hierbas, aunque más fácil de seguir que
en el que estaban. Miró a ambos lados, para buscar al animal, pero este
había desaparecido.
—Puede ser una trampa —gruñó.
—No fue una trampa ayer por la noche —respondió Néstor, y esta vez
fue el chico quien empezó a avanzar.
Le alcanzó y volvió a ponerse delante para guiar y evitarle obstáculos.
Tenía una sensación extraña en el estómago. Néstor estaba muy callado, tal
vez concentrado en seguir sus pasos, pero había algo en su silencio que la
inquietaba. Le gustaría creer que era capaz de recordarla, al menos esbozos
de lo que habían vivido antes de que Selene la maldijera, pero no era tan
inocente como para desear eso. El castigo de un dios no se desvanecía con
unos días de caminata ni con la brisa fría del otoño. Rompió el silencio
antes de ponerse más nerviosa:
—Lo de anoche ya fue extraño, pero esto es aún más raro.
—Que los ciervos nos defendieran, ¿verdad?
—Nunca se han comportado así. Parecía que… —Sierra se quedó sin
palabras, pero Néstor completó la frase.
—Que siguieran órdenes.
—Sí. Tú mismo dijiste que captaste algo sobrenatural. Por eso me da
miedo que estemos caminando hacia una trampa. Selene no tiene razones
para ayudarnos.
—Selene no es la única diosa.
—¿Crees que hay alguno interesado en ayudarnos? —preguntó Sierra al
tiempo que se giraba, sin poder esconder su sorpresa—. No creo que a
ningún otro le importemos tanto. Rey, si toma partido, es para defender a
los humanos. A Sal le importábamos, pero se dejó morir. El resto…
—No pensaba en uno de Los Ocho. Pero si Ferner puede ser de ayuda,
creo que no es el único de los cinco al que le importamos.
—Destra —exclamó Sierra.
—A lo mejor aún está de nuestro lado.
Quiso decirle que Destra no se opondría a Selene, pero se dio cuenta de
que sí podría haberlo hecho. No sería la primera en desobedecer a su diosa.
—Puede ser. Ázanor también es parte de los cinco y vino para guiarnos
cuando le llamamos.
Tenía sentido que hubiera elegido ciervos o la liebre para ayudarles. La
diosa de la caza tenía poder sobre las presas. Las cuidaba y se aseguraba de
que siempre hubiera un número abundante, y también guiaba a los lobos
para que pudieran encontrarlas. Si Destra estaba de su lado y no del de
Selene, Sierra podía guardar alguna esperanza en el futuro. A lo mejor era
tarde para ella, pero no para la manada.
«No para Brisa», se descubrió pensando, y frunció el ceño. ¿Desde
cuándo esa niña le importaba más que ella misma? A lo mejor quería
salvarla porque eso es lo que hubiera hecho su padre. Sí, era eso. Cuando
ella cruzara el mundo de los muertos quería ser capaz de mirar a los ojos de
su padre con la conciencia tranquila.
Néstor se había detenido. Tenía una expresión extraña.
—¿Qué pasa? ¿Qué escuchas?
—Nada. Hay algo que llevo un tiempo preguntándome.
—¿El qué?
—¿Cuándo vas a dejar de mentirme?
Néstor

S ierra tomó aire y lo soltó de nuevo. Era como si la hubiera pillado tan
por sorpresa que no recordase qué era lo que tenía que hacer para
respirar o para seguir mintiendo. Néstor notaba su pulso acelerado y sus
intentos de balbuceos. Esperó con calma, al menos aparente, a que ella
respondiera.
Destra era una diosa menor que ayudaba en la caza a los licántropos. La
mayoría de humanos le tenía miedo o la desconocían. Sierra sabía
exactamente quién era y qué hacía, y había pronunciado su nombre con una
mezcla de respeto y alivio. Néstor siguió hablando para ver si podía
averiguar algo más y Sierra se había delatado ella sola. No solo conocía a
Ázanor, también sabía que había hablado con ellos.
«Vino para guiarnos», había dicho, incluyéndose. Si a eso unía lo poco
que hablaba de los humanos, con los que supuestamente había vivido toda
su vida, y lo lupinas que eran sus costumbres, era evidente que sus palabras
no cuadraban con sus actos. Había propuesto volver con la tribu,
demostrando que sabía exactamente de dónde venía, e incluso la comida
que habían compartido sabía igual que a la que Néstor estaba
acostumbrado.
Sierra era humana, una humana criada por lobos. O, tal vez, para acabar
con ellos. No llevaba plata encima, había aprovechado la noche para
olisquear entre sus pertenencias, pero la plata no es la única forma de darles
muerte. Y tal vez no era con él con quien quería acabar. Le asustaba tener
que enfrentarse a ella, pero mejor allí, aún lejos de la montaña de Ferner,
con el cuerpo tenso y listo para convertirse en lobo y escabullirse o hacerle
frente.
—No vas a creerme aunque te lo cuente —farfulló la chica. Néstor alzó
una ceja en respuesta.
—¿Esa es toda tu excusa? ¿Me has estado mintiendo desde el principio
del camino por si no creía la verdad?
—No te he mentido en todo.
—No estás haciendo que suene mejor.
—Vale, lo sé, es justo. —Sierra sonaba frustrada y cambió el peso del
cuerpo de un pie a otro. Néstor escuchó cómo pasaba sus uñas por el pelo
de la nuca, y suspiró de nuevo—. La parte de la maldición de Selene, eso es
verdad, pero no ha pasado exactamente así.
—¿Quién eres? —Néstor frunció el ceño. Su cuerpo seguía tenso—.
¿Qué eres?
—Soy una humana —respondió ella con una carcajada que se
estrangulaba por rabia.
—No pareces humana.
—No siempre lo he sido, pero no lo recuerdas.
Néstor parpadeó. Tenía el ceño fruncido y quería echarse atrás, pero no
se movió. No entendía a la chica. Al menos, no parecía querer atacarle. Ella
resopló.
—¿Nos sentamos un momento? Te prometo que esta vez todo lo que
diga será verdad, aunque no puedas creerme.
Néstor asintió con el ceño fruncido y no dijo una sola palabra mientras
ella guiaba de nuevo entre la maleza hasta elegir un sitio en el que dejó caer
el peso del cuerpo en un suspiro. No sabía si era una buena idea dejarle
tiempo para ordenar sus ideas, para mentirle de nuevo, pero si la pillaba
ocultando la verdad una sola vez más, se iría cuando durmiese y se
separarían para siempre.
Tanteó con las manos la corteza húmeda y cubierta de musgo del tronco
caído y se sentó encima, a cierta distancia de ella y con la espalda muy
recta. Sierra estaba callada, pero él tampoco rompió el silencio y se limitó a
esperar, muy quieto, a que ella se explicara.
—Nos conocemos.
—Te recordaría.
—No, no puedes —dijo ella sacudiendo la cabeza—. Es raro hasta que
puedas escucharme. Supongo que es verdad que los videntes estáis más
tocados por la magia de Selene, a lo mejor por eso puedes resistirte un poco
más a ella.
—No entiendo qué quieres decir.
—¿Recuerdas a Ilán? —preguntó ella de improviso.
—Sí, siempre fue un buen guerrero. Era amable con todos.
—Es mi padre. Era mi padre —se corrigió con un tono lleno de tristeza.
—Su hija es mucho más joven que tú.
—Brisa. —La chica asintió y se inclinó hacia él—. ¿La recuerdas? ¿Qué
pasó con ella?
Néstor abrió la boca para contestar, pero no fue capaz de hacerlo. Sí,
recordaba a Brisa entrando en su tienda, con pasos danzarines y voz
traviesa, pero algo iba mal en sus recuerdos, como si hubiera partes enteras
que se le escurrieran. ¿Qué había pasado con la niña? No recordaba haberla
visto cuando se marchó, aunque era normal que no se acordase de todo,
había estado tan enfermo de nervios que casi vomita allí mismo, delante de
todos. Pero no era solo eso.
Brisa era pequeña. ¿Con quién vivía? No podía ser sola, y, si lo fuera,
sería algo lo bastante llamativo para acordarse. No había nada en su mente
cuando trataba de definir lo que sabía de la niña, solo un hueco que le hizo
pensar en el que la luna había dejado en el cielo al marcharse.
¿Podía ser verdad? ¿O era otra mentira?
—Tengo miedo de que tú también dejes de verme. Siento que soy un
fantasma, que ya he dejado de existir.
El miedo era cierto. Impregnaba sus palabras de algo pegajoso y
quebraba su voz, por mucho que el tono fuera orgulloso. Néstor la creía, y
le hubiera gustado extender su brazo hacia Sierra, pero aunque no la
conociera (o la hubiera olvidado), imaginaba que la chica no se tomaría
bien que le mostrara compasión, así que apartó la mirada, aunque fuera solo
un gesto simbólico.
La creía, pero eso no era bueno.
—Si lo que dices es verdad, no puedes acompañarme. Ázanor dijo que
nadie de la manada podía venir conmigo.
—Ya no soy de la manada. Selene me ha expulsado.
Néstor se mordió el interior de la mejilla. Técnicamente era cierto, pero
¿y si se equivocaban? Estarían destrozando la última oportunidad de su
tribu de salvarse. ¿Y si seguía ocultando algo más? ¿Algo peor?
—Sierra, no sé si esto es correcto.
—Entiendo que no te resulte fácil confiar en mí después de que te haya
mentido, pero ¿qué podía decirte? ¿Que nos conocemos desde siempre,
aunque no me recuerdas?
—Suena complicado —concedió Néstor, aunque no quería ceder.
—Porque lo es. Ni siquiera yo me reconozco a mí misma desde que
Selene me cambió. No es mi mismo cuerpo, es como… es como si me
hubiera cercenado una parte de mí.
—Por como lo contaste pensaba que te había desfigurado de alguna
forma.
—Es lo que ha hecho —murmuró Sierra con voz apagada pero firme—.
Aunque no me recuerdes, eres el único que puede verme y escucharme. De
verdad creo que puedo ayudarte. A lo mejor los ancestros sabían lo que iba
a pasar. A lo mejor contaban con que tendrías mi ayuda.
Suspiró. Los juegos de los dioses y los conocimientos de los muertos
eran igual de incomprensibles.
Néstor no sabía hasta qué punto podía confiar en Sierra, pero era capaz
de ser honesto consigo mismo y sabía que quería que le acompañase.
Aunque fuera por la compañía, por el sonido de su respiración por delante
de él y por preguntarse qué era lo que se movía detrás de sus silencios.
Quería creer que tenía razón, y sabía que eso era egoísta. También sabía que
cuando el futuro de toda su tribu pendía de un hilo, no podía ser él quien se
arriesgara a cortarlo.
—Creo que es mejor que nos separemos.
—Néstor…
—Lo que te ha pasado es horrible y ojalá hubiera una forma de
arreglarlo, pero las palabras de Ázanor fueron claras.
—Ya no soy de la manada.
—Lo eras cuando lo dijo. Sierra, me gustaría que pudieras venir. No
quiero estar solo. Claro que quiero que me acompañes, pero sabes todo lo
que está en juego. ¿Y si no logro despertarlo sólo porque tú me acompañas?
El silencio pesaba entre ambos. Néstor se preguntó si se sentía tan mal
como él. El malestar se le removía entre las tripas y le enquistaba la
garganta.
—Lo siento, Sierra.
—Yo también —gruñó ella.
Sus pasos fueron bruscos. La escuchó apartar la maleza y caminar con
fuerza, con la respiración agitada. Néstor quiso gritar su nombre y pedirle
que volviera. También deseó no haber dicho nada de lo que se había visto
obligado a decir. Y por encima de todo deseó no haber sido el vidente, no
tener esa misión que se le quedaba tan grande y pesaba tanto que sentía que
la columna a veces se le quebraba. Pero bajó la cabeza y no hizo nada hasta
que Sierra sonaba tan lejana que sus pasos se perdían entre los sonidos del
bosque.
Alzó la cabeza a un cielo luminoso y cruel. Volvía a estar solo, pero esa
soledad era peor que la de antes. Estaba llena de aristas y, cuando empezó a
moverse, le dejó arañazos por la piel. Ojalá Sierra llegara a alguna parte
donde curarse, o donde hacer las paces con su transformación. Estaría bien
que por lo menos uno de los dos acabara bien.
Aguzó el oído. Si Destra les había ayudado a guiarse antes, tal vez le
mandara una nueva señal para animarle a ponerse en marcha. Otro conejo,
una codorniz, tal vez un jabalí. Pero incluso la diosa menor guardaba
silencio y tuvo que ponerse en marcha sin poder sacudirse la sensación de
no saber qué era lo correcto.
Avanzaba más lento sin ella. Aguzaba el oído porque a ratos estaba
convencido de que Sierra no se había rendido tan fácil y le seguía. La
ausencia de sus pasos debería tranquilizarle, pero solo le quedaba una
sensación amarga en la boca del estómago. Estaba solo, y era como debía
estar. Ojalá pudiera dejar de sentirse tan mal.
Sierra le había dejado casi toda la comida, aunque, a pesar del viaje,
Néstor no se sentía muy hambriento cuando hizo un alto en el camino. El
cielo era un mar gris y húmedo en el que los pájaros se sumergían para
volar bajo. El bosque entero se preparaba para dormir durante el invierno.
Néstor pensó en Sal, que había perdido la fe y se había dejado morir entre
las raíces de sus árboles. De alguna forma, su presencia seguía siendo
tangible y a lo mejor por eso los árboles tenían un aspecto tan solemne. Si
Sal siguiera vivo, hubiera podido calmar a Selene. Él era el más paciente de
los ocho dioses mayores, tal vez para compensar el carácter imprevisible e
irascible de la diosa Luna.
La primera gota le cayó en la mejilla. Néstor buscó sin prisa el abrigo de
los árboles mientras la lluvia se derramaba como una cortina de música fría.
No le quedaba más remedio que mojarse mientras caminaba si no quería
perder el resto de la jornada, y desconocía de cuánto tiempo disponía su
tribu y si podría completar el viaje con la comida que le quedaba, así que
echó a andar despacio. Lo que más le molestaba de la lluvia era que el
mundo se volvía aún más borroso, y que el repiqueteo de las gotas de agua
escondía los sonidos del bosque. Tanteó alrededor de los árboles hasta
encontrar una rama fina y larga que partió y usó para ayudarse a seguir
adelante evitando tropezar con las raíces altas y las piedras, que asomaban
como dientes que desgarraban la piel de la tierra.
El sonido de algo que se arrastraba le hizo ladear la cabeza. No había
podido captarlo bien. No parecían haber sido las pezuñas de un jabalí, y se
sintió más inquieto a cada paso. Quiso llamar a Sierra, pero siguió adelante.
No tardó mucho en escucharlo de nuevo.
Frunció el ceño. Se mantuvo quieto como una estatua. El corazón se le
aceleraba dentro del pecho. Aspiró el aire con cuidado, pero la tierra
húmeda impedía discernir todos los aromas del bosque hasta encontrar el
que buscaba, el que le inquietaba: el inconfundible sudor humano, el olor de
las pieles que vestían, el de sus armas.
Un escalofrío se deslizó por su espalda como los dedos resbaladizos de
la lluvia más fría. Corrió hasta los árboles y esta vez escuchó claramente
ruidos de dos, tal vez tres personas que se acercaban.
Si se convertía en lobo tendría que dejar atrás su ropa y todo lo que
llevaba con él.
Si no lo hacía, se jugaba mucho más que su propia vida.
Se mordió el labio inferior al tiempo que se agachaba. Tenía que irse.
Impulsó a su cuerpo a transformarse, pero en vez de responderle, un
latigazo de dolor le dejó sin respiración. Las rodillas se le doblaron como si
las rótulas se hubieran astillado. Su cuerpo le fallaba en el peor de los
momentos y juraría que escuchó desde su cráneo la risa cruel de la diosa
Luna. Apretó los dientes. Lo intentó de nuevo.
La siguiente vez no fue la magia quien se lo impidió, fue la plata que le
atravesó el hombro.
El grito de Néstor espantó los pájaros que se refugiaban bajo las ramas.
La carne abierta ardía con tanta rabia que sentía que podía enloquecer.
La plata le rozaba el hueso y trató de arrancársela, pero las manos le
temblaban tanto que no lograba coordinar sus movimientos. Aulló, incapaz
de transformarse con el metal maldito dentro del cuerpo. Los escuchó correr
hacia él, con gritos salvajes de júbilo. Logró arrancarse el virote, pero era
tarde, sentía el fuego del metal contra su cuello.
Jadeó entre temblores, con la mano derecha apretando la herida como si
así lograse contener la sangre que manaba con fuerza. Se sentía mareado y
se encogió sobre sí mismo preparado para recibir el siguiente golpe, o la
herida que acabaría con su vida. Lo que recibió fue una carcajada seca y
llena de desprecio.
—Hemos atrapado a un peligroso lobo feroz, y parece que la capitana
tenía razón. Ya no son para tanto.
Apretó los labios. La herida aún le ardía y el mundo se difuminaba. El
pánico se convertía en desesperación y se aferró a la consciencia, de rodillas
entre los humanos que habían conseguido cazarle. El hombre se inclinó
hacia él, al tiempo que presionaba el filo de hierro y plata contra su cuello.
—Vamos a tener a Muerte muy ocupada. Seguro que está en tu tribu de
salvajes, esperando el momento. Ya sabes lo que dicen: la muerte tiene mil
rostros y siempre camina descalza.
—Tendrá que ocuparse de cada uno de vosotros, sucias bestias. Dentro
de poco no quedará nada de los licántropos —dijo otra voz riendo a su lado,
y el desprecio de cada carcajada se mezcló con la lluvia que caía sobre su
rostro—. Solo la capa que me haga con vuestras pieles. Y los dientes que
voy a vender como amuletos.
III. El sacrificio

E l brujo se estremece dentro de su ropa como si notara mi presencia. Tiene


el pelo largo y oscuro recogido en trenzas largas llenas de abalorios y
cascabeles que no hacen ningún ruido cuando se mueve en la dirección
adecuada.
Cruza los brazos sobre el pecho para mantener el calor. Trata de
disfrazar el nerviosismo con el interés en la conversación con los cazadores
que le acompañan. Sonríe como si se sintiera cómodo en esa compañía. No
puede verme, pero me siente. Soy solo una sombra larga, alto como los
árboles, pero más fino que cualquiera de ellos. Mi piel es igual de blanca y
dura que mis huesos. Dicen que los dioses no somos tan distintos a los
hombres, pero yo no parezco un hombre, soy un monstruo fino y largo que unas
veces se alimenta de su risa y otras de su sufrimiento.
El brujo tiembla, aunque no quiera reconocerlo. Trata de encender fuego
en sus manos con el que entrar en calor, pero solo consigue que las llamas
brillen un momento. Su magia no tiene más propósito que el que sus padres le
expresen, así lo decidió Itari, la joven e implacable diosa de la guerra.
Fue ella la que se enfrentó a Selene y la hirió en el firmamento. Derramó
su sangre dorada como si fuera lluvia. Su magia manchó a algunos humanos y
se transmitió por sus venas. Esos hombres y mujeres de pronto podían
controlar la lluvia o mover las montañas, invocar huracanes o prender fuego
a lo que desearan, pero tal poder necesitaba un control, e Itari demostró
ser demasiado joven para entender la maldad antigua que se esconde en los
rincones oscuros de los corazones mortales.
—Ningún brujo podrá emplear su magia más que para aquello que le pidan
sus padres.
Una forma encantadora de dejar bien clara su fidelidad a Rey. Un deseo
inocente de que los humanos recordasen que siempre debían escuchar a sus
mayores. Un castigo a todos los tocados por la magia. No hay madre de brujo
a la que no le arranquen a su pequeño de las manos. La familia es
encarcelada y las únicas veces que se les permite hablar con ellos es para
que repitan las palabras de sus captores. Y ahora este brujo tiembla al
sentir mi sombra y finge una sonrisa mientras se acerca a los cazadores.
—El plan está claro. Solo hay que llevarle un licántropo vivo, ¿no?
—Te veo muy seguro para alguien que nunca se ha adentrado en el bosque —
dice la única mujer del grupo.
—No sabes lo que esas bestias son capaces de hacer —gruñe el hombre más
fornido.
El tercero, el más joven, con apariencia de niño, no habla. Solo los mira
con ojos de felino hambriento.
—Han perdido su poder. —El brujo les dedica una sonrisa—. No será el
primer animal salvaje que cazáis.
—Tiene razón. —El cazador más joven es el primero en empezar a caminar,
con paso despreocupado, casi infantil, hacia el corazón del bosque—. Será un
viaje fácil. ¡Vamos!
Me pregunto si sabe lo equivocado que está.
Néstor

L ogró mantenerse despierto sin caer en las garras de la inconsciencia a


pesar del dolor que le atravesaba el hombro. Era una victoria tan
pequeña que en realidad era invisible: no cambiaba nada ni tenía
consecuencia alguna, pero era todo lo que había conseguido, el único
pensamiento al que podía aferrarse. No se había dejado llevar por el dolor,
aunque no hubiera conseguido nada más; ni llegar a la montaña de Ferner,
ni ayudar a su tribu a salvarse, ni liberarse de los hombres que le habían
tendido una emboscada.
Le habían atado el torso al árbol y las manos a la espalda con unos
grilletes de aleación de plata. El contacto le irritaba tanto como si el metal
estuviera al rojo vivo. Intentaba variar de posición todo lo que su reducida
libertad de movimientos le permitía para cambiar la piel quemada, pero el
alivio solo duraba unos instantes, ya que toda la zona de las muñecas estaba
en carne viva.
Al menos se había separado de Sierra unas horas antes, le había salvado
la vida sin ser consciente. Aunque fuera humana, acompañaba a un
licántropo en su viaje. Nada en la actitud de esos hombres le hacía pensar
que hubieran sido más amables con ella. Intentó cambiar de nuevo de
postura cuando un calambre le atravesó la espalda, y dejó escapar un
quejido quedo.
No sabía por qué aún le mantenían con vida.
Después de la amenaza, y de atarle bien al árbol, habían intentado
encender una hoguera. Aunque estaban al resguardo de la lluvia, la tierra y
el aire estaban demasiado húmedos y no lograban hacerlo. Néstor quiso
pensar que Sierra sí habría sido capaz. También hubiera podido despertar a
Ferner, si fuera ella la elegida. Y enfrentarse a los tres humanos, al menos si
Selene no le hubiera arrancado su forma de lobo. Se preguntó una vez más
por qué los ancestros le habían señalado a él, y por qué los dioses le habían
elegido para mostrarle el futuro. No era digno ni capaz de hacer lo que le
pedían.
La herida del hombro aún sangraba y la cabeza le daba vueltas. Quería
pensar que no era lo bastante grave para matarle, pero al estar abierta con
plata, no sanaba. Sabía que los ancianos trataban las heridas hechas por ese
metal con un emplasto de distintas hierbas y mucho reposo. Las leyendas
decían que cuando Selene les creó eran demasiado poderosos y que Ferner
era capaz de derrotar a la forma humana de la mismísima Itari, la diosa de
la guerra. Esta, molesta, le pidió al dios de la forja un metal con el que
poder volver vulnerables a los lupinos. Este dios menor, enamorado de Itari,
eligió el metal favorito de la diosa Luna: la misma plata con la que se
coronaba. La transformó en el único elemento capaz de morder la carne de
los licántropos y herirlos de verdad. Y aunque la plata era bastante escasa,
los hombres se las arreglaron para encontrarla y fabricar armas con ella para
enfrentarse a los lobos. Así conseguían algo de ventaja en la batalla. Pero
ahora que Selene les había abandonado, la lucha se desequilibraba en favor
de los humanos.
Apoyó la cabeza contra la corteza del árbol y respiró despacio. El gris
del cielo empezaba a volverse de un pesado color plomo. Los cazadores se
habían cansado de intentar hacer fuego inútilmente y se sentaban lo bastante
cerca para tenerle vigilado. Sabía que no le quitaban los ojos de encima,
aunque tuviera un aspecto lamentable. Estaba mareado, y la mezcla de sus
voces con el canto de la lluvia hacía que le costase trabajo prestar atención
a sus palabras. Se mordió con rabia el labio inferior para mantenerse
despierto: los humanos hablaban de lo que pensaban hacer con él. Si iban a
matarle, prefería saberlo.
—Lo más piadoso sería acabar con él aquí mismo —decía uno de ellos,
con una voz grave y profunda.
—Nuestro señor aún no cree que los licántropos estén perdiendo su
magia. Los brujos aún tienen la suya, ¿verdad? —La voz femenina se
quebró en una risa de burla que Néstor estaba lejos de entender—. Cuando
se lo llevemos vivo podrá verlo por sí mismo.
—A lo mejor no llega vivo.
Le lanzaron un guijarro que le acertó en mitad de la frente. Néstor echó
la cabeza a un lado y el mundo entero pareció darse la vuelta.
—Creo que puede aguantar. El conde es demasiado cauteloso, mandando
exploradores con cuentagotas. Es el momento de acabar con ellos de una
vez.
Se concentró en las uñas de la lluvia que abrían veredas entre sus
cabellos, en el frío que acariciaba sus mejillas, en el tacto áspero y
reconfortante de la arena. Hizo todo lo que pudo por aparentar una calma
que no sentía, y por no dejar escapar una sola lágrima. Se mantuvo estoico,
con la barbilla alta y los ojos abiertos a la oscuridad que se derramaba sobre
el bosque para devorarlo.
—Mañana, cuando amanezca, volveremos con él. Que dé testimonio.
—¿Y si muere durante la noche?
—Eh, chico, ¿nos escuchas? No nos decepciones. Aguanta vivo unas
horas. —El que lo había dicho estalló en carcajadas.
Néstor se mantuvo en silencio. Tampoco se movió cuando la lluvia
amainó e intentaron hacer fuego de nuevo, ni cuando lo consiguieron. No
giró la cabeza hacia las llamas ni respondió a ninguna de sus provocaciones.
No podían herirle más que saber que había fallado a su manada.
A lo mejor era su culpa porque, una vez más, no había sabido entender
las imágenes de los dioses. Ni siquiera los ancestros se habían acercado a
hablar con él, como si se arrepintieran de haberle elegido y fuera un error
del que se avergonzaban. Puede que Sierra tuviera razón, que el olvido la
hubiese transformado y ya no formase parte de la manada. A lo mejor la
necesitaba en el viaje y se había condenado a sí mismo al echarla.
¿Por qué le habían elegido a él los dioses? Los videntes de las historias
eran lupinos sabios, con un consejo siempre adecuado. Él se sentía aún un
niño que no sabía lo que hacía. El puesto le quedaba grande y no era capaz
de cumplir con su misión.
Tal vez no sería Selene quien acabara con ellos, podía ser él el culpable
de que los lupinos cayeran.
Les escuchó hablar hasta bien entrada la noche sin prestar mucha más
atención a lo que decían. No se perdía gran cosa: fanfarroneaban sobre el
dinero que iban a ganar y en qué lo iban a gastar. A pesar de que su padre
era humano como ellos, Néstor no entendía la mitad de lo que hablaban y
quiso reírse de sí mismo. ¿Cómo había podido dudar de si Sierra era
humana? Su vocabulario era idéntico al de la tribu, su acento, sus
expresiones…
Había querido creerla y a lo mejor tendría que haberlo hecho.

7
Sería la pérdida de sangre, la proximidad de la muerte o el delirio del
miedo, pero le parecía que la tierra por la que le obligaron a moverse era
diferente. Sus captores no debieron notarlo cuando le dejaron caer sin
miramiento al suelo. Néstor cerró los ojos e inspiró profundamente; no era
el olor de ese sitio, era algo más sutil. Parecía un lugar sagrado y triste,
como la tierra que elegían para enterrar los huesos y las cenizas de sus
muertos.
Los cuatro cazadores echaron a suertes la primera guardia y los otros dos
se juntaron para darse calor e intentar dormir bajo la misma manta. Néstor
esperó un poco más antes de bajar la cabeza y dejar de luchar contra el
sueño. No fue tan fácil como esperaba, los grilletes de las muñecas seguían
mordiendo con dientes de fuego la piel ya quemada. Llegó a desear que le
cortasen ambas manos. Al menos el agua que se deslizaba desde la copa del
árbol a veces lograba acertar en su piel maltratada y sentía un alivio fugaz.
Tres de los cazadores se removían en un sueño ligero y el cuarto mantenía
su atención en él e intentaba hacer fuego otra vez.
Néstor se dejó llevar por la sensación de ese lugar y logró deslizarse en
un sueño oscuro y confuso.
Sabía que estaba soñando. Sentía la rigidez de los músculos de su cuerpo
y el dolor lacerante de sus heridas y, aunque pudiera moverse, era
consciente de que seguía atado a ese árbol junto a quienes le iban a arrastrar
hasta un humano como si fuera una pieza de caza. Pero estaba soñando y se
levantó para disfrutar de un espejismo de libertad.
Escuchó a la oscuridad moverse. No estaba solo en el sueño. Se giró
aunque no lograse discernir nada en el negro sobre negro y sus sentidos no
le sirvieran de nada en un mundo irreal. Solo logró detectar el movimiento
cando estuvo muy cerca: una silueta alta y oscura que se puso frente a él
con pasos tranquilos.
—Te queda un largo viaje por delante —dijo con voz de humo y viento
que Néstor pudo reconocer.
—¿Ázanor?
—Selene eligió mi nombre. Significa «inmortal» en alguna lengua
olvidada —respondió. Néstor cogió una bocanada de aire y experimentó tal
alivio que le supo dulce—. Se sintió muy decepcionada cuando elegí morir.
—Creía que no tenía capacidad de hablar con vosotros.
—No podía buscarte antes. No era culpa tuya, Néstor. Es mejor
mantener alejada a la muerte.
—Pensaba que no era lo bastante bueno. O que hacía algo mal.
—Si los videntes tienen fama de sabios es porque suelen vivir muchos
años —continuó Ázanor—. No hay criatura que nazca con sabiduría, es
algo que se va aprendiendo. No has hecho nada mal.
—Si al fin puedo hablar contigo… ¿es porque voy a morir? —preguntó
con la voz atragantada por una mano de dedos finos que le agarraba de la
garganta.
—No. Este sitio es la cuna de un dios —respondió con voz profunda—.
O la tumba de uno. En realidad, no hay tanta diferencia. Pero ya cumplías
bien tu misión al tener cada visión.
—Nunca he sabido interpretarlas.
—Porque el mismo futuro no es inamovible. Nunca serán claras. Hay
cosas que tienen más probabilidad de cumplirse, y esas son las que
entenderás con mayor nitidez.
—¿Como Selene dejándonos caer a todos en las sombras?
—Como eso —asintió con voz amarga.
—¿En qué le hemos fallado?
—Tiene sus motivos, pero lo que la mueve es la rabia. Selene es una
diosa generosa, aunque también imprevisible y cruel. Los dioses no son
perfectos, y aun así a veces esperan de los mortales que lo seamos.
Néstor se estremeció. No se debía hablar así de los dioses. No había
ningún temor en la voz de Ázanor. ¿A quién iban a temer los muertos? Tal
vez ese sitio más allá de la vida era el único en el que se sentían realmente
libres.
—Ferner podrá detenerla, ¿verdad?
—Si alguien puede, es él.
Por un momento se sintió iluminado por la esperanza, antes de recordar
que ya no estaba en el camino hacia la montaña del primero de los
guerreros, que se había dejado capturar y no se creía capaz de escapar.
Ázanor le había consolado a cada palabra, pero era una lucha perdida:
Néstor ya les había fallado. Sintió la sangre que se acumulaba en las
mejillas y la vergüenza le hizo agachar la cabeza.
Pero Ázanor apoyó una mano en su hombro. El contacto fue extraño:
parecía el de una minúscula corriente de viento que presionaba con fuerza
su piel. Era cálido, real e intangible. Su ancestro le seguía apoyando,
aunque él no hiciera nada más que fracasar una y otra vez.
—No está todo perdido —dijo como si supiera exactamente todo lo que
pasaba dentro de su cabeza.
—No sé si puedes ver lo que he hecho, pero… me he equivocado
bastante.
—Puedes llegar hasta Ferner.
—¿Cómo?
—No estáis solos, Néstor. Entre los dos tenéis todo lo que necesitáis.
Mientras Selene no nos encuentre, os acompañaremos.
—Pero eché a Sierra. Y me han herido y atado con plata. No puedo…,
no estoy a la altura.
Ázanor apoyó ambas manos en sus hombros y el viento formó un
refugio en el que se sentía protegido. Duró apenas unos instantes, pero dejó
de sentir el dolor y la incomodidad, incluso el frío. Estaba seguro con él.
—Tienes que estar preparado.
—¿Para qué?
Pero antes de terminar la pregunta Ázanor se había desvanecido y el
sueño se deshizo en jirones.
Néstor estiró el cuello. No había pasado mucho tiempo. El cansancio le
pesaba como si no hubiera dormido en absoluto. Tenía frío y las heridas le
seguían ardiendo. Se preguntó si le hubieran dolido más de tener toda la
magia de Selene, pero no creía que la diosa tuviera prisa por hacer que
perdiesen sus puntos débiles.
Jamás en su vida se había sentido peor. Aun así, las palabras de Ázanor
habían logrado consolarle algo y trató de dormitar un poco más, aunque
solo consiguió arañar unos minutos de sueño. Los hombres se cambiaron de
guardia y se quejaron de la humedad: también les costaba conciliar el
sueño. Néstor se alegró. No estarían perfectamente despejados al día
siguiente.

7
El amanecer empezó a iluminar el cielo. Su luz se quedaba lejos y fría, en
las nubes que volvían a amenazar con derramarse en forma de lluvia. Los
tres hombres y la capitana se incorporaron y se saludaron con desgana antes
de que se hiciera de día.
—Me muero de ganas de llegar a casa. Voy a mandar que me preparen
un baño de agua caliente y a dormir durante una semana.
—Pues aún nos queda más de un día de camino.
—Entonces dormiré dos semanas.
—¿El chico lobo sigue vivo?
—Se ha estado moviendo durante la noche.
—Más le vale. Es más difícil cargar con un cadáver.
Néstor nunca había estado en una batalla, pero sabía que su propio clan
era aún más fiero que los humanos. ¿Serían también así de crueles? No
podía o no quería imaginarse a su madre hablar así de un prisionero al que
pensaba matar. En las batallas que se recordaban por las noches, frente a la
hoguera, siempre hablaban del honor y la gloria de los licántropos, aún
mayor que su ferocidad. Esos hombres también se consideraban valientes,
no tenía duda. Creían que estaban haciendo una hazaña, algo que les hacía
dignos de una recompensa.
¿Los dos bandos podían llegar a ser igual de despreciables?
Se mantuvo quieto cuando uno de ellos se le acercó y le cogió del pelo
para sujetarle la cabeza. Apoyó algo de madera fina y lisa contra sus labios.
—Bebe. No queremos que pierdas el sentido por el camino.
Néstor obedeció. Llevaba sin dar un solo trago desde la tarde anterior y
el agua le supo más dulce que nunca. Se terminó todo el cuenco y el
hombre se lo apartó con un gesto brusco.
—Venga, levantemos el campamento. Cuanto antes regresemos, mejor
para todos.
«Prepárate», se ordenó Néstor a sí mismo. Alzó la cabeza y tomó aire
para hacerle frente al dolor y al cansancio. No estaba solo. Los ancestros
caminaban a su lado.
Sierra

L aárbol
lluvia la encontró en su refugio improvisado: entre las raíces de un
gigante y anciano. Se encogía dentro de su capa, que había
estirado para que le cubriese la cabeza. Sierra se abrazaba las piernas y
esperaba la noche dejándose mecer por pensamientos amargos. El futuro era
aún más oscuro que las sombras que cubrían el bosque.
Sus piernas la habían dirigido de vuelta a la tribu, hasta que se había
obligado a detenerse. Regresar no era mejor opción que enterrarse y dejarse
morir en silencio en el bosque: era igual que ser un espectro que vaga
alrededor de los que una vez le importaron. No quería ser una eterna testigo
muda de la tragedia que se cernía sobre los suyos. Si lo pensaba bien,
Selene la había liberado de ese destino, pero no quería salvarse a costa de su
familia y de su naturaleza. Si todos los licántropos iban a caer, ella quería
caer con ellos. Como ellos.
Estaba en su naturaleza ser guerreros. Dar la vida en una batalla era un
honor para los lupinos, especialmente para aquellos que se decían
descendientes de Ferner. Su padre insistía en que ellos lo eran. Convertirse
en humana la había mutilado, pero había cosas que aún podía hacer. Podía
luchar, aunque su cuerpo fuera frágil y torpe, ¿no lo hacían ellos? Podía
defender una causa imposible. Podía sacrificarse por el resto incluso si era
un sacrificio en vano.
Soltó el aire despacio al darse cuenta de que se estaba clavando las uñas
en el tobillo con demasiada fuerza. Se levantó la capa para ver el arañazo
que se había hecho sin ser consciente y se le escapó una sonrisa torcida. Sí,
los humanos también eran capaces de hacer sangrar. Selene le podía haber
arrancado su futuro, pero ni siquiera su diosa podía cambiar el pasado.
Había crecido siendo una licántropa, con sus reglas y sus valores, y moriría
defendiendo a los suyos. Alzó la vista al cielo negro que aún tenía fuerzas
para seguir vertiéndose sobre ella en una lluvia afilada y fría. Con un
objetivo en mente se sentía más en paz, más tranquila. Encontraría la forma,
pero tenía claro que seguiría luchando.
Si su padre tenía razón, y eran descendientes de Ferner, había cierta
poesía trágica. Él había sido el primer guerrero y ella sería la última. Él
dedicó su vida y su inmortalidad a la diosa que acabaría con su
descendencia cuando la matara. Sierra se tumbó entre las raíces ovillada.
Trató de buscar una postura cómoda, algo tan complicado como dejar de
estremecerse por el frío. Odiaba ser humana.
Porque no lo era.
Así que viviría lo que le quedaba de vida como lo haría la chica lobo que
siempre había sido.

7
Encendió un fuego. Prefería que los humanos la encontrasen a morir de frío,
o de cualquier enfermedad que ahora pudiera coger. Lo único bueno de ese
cuerpo blando y frágil era lo fácil que le resultaba dormir. Con el oído tan
apagado y el sentido del olfato inservible había menos estímulos que la
mantuvieran alerta, y ese cuerpo se cansaba con facilidad. Se despertó a
mitad de la noche tiritando de frío, y avivó las llamas antes de echarse de
espaldas a la pequeña hoguera y volver a caer en un sueño profundo
mientras las llamas le acariciaban con calor danzante la parte baja de la
espalda.

7
Se despertó poco a poco con la luz que rasgaba la noche para iluminar un
cielo aún cubierto de nubes. Pinchazos de dolor le atravesaban el cuello y
su espalda estaba agarrotada por el frío, así que cambió de postura y se
quedó un rato más.
No escuchó nada por encima de la brisa que mecía las hojas de los
árboles y le hacía pensar en su hermana con un encogimiento en las tripas.
Como si fuera importante. Como si la quisiera y le hubiera dejado un vacío
al irse. No hubo ruido, pero sí que sintió esa sensación incómoda de que
había un par de ojos cerca clavados en ella. Eso le hizo fruncir el ceño y
apoyar la palma de la mano en la arena húmeda para incorporarse. El
bosque estaba extrañamente vacío y quieto, a excepción de una liebre de
pelaje totalmente negro que la miraba con las orejas altas y los ojitos fijos
en ella. Cuando sus miradas se encontraron el animal le dio la espalda para
alejarse a saltos cortos por el camino que Sierra había recorrido por la
noche.
La chica arrugó la nariz. Se dio la vuelta y se froto los párpados para
despejarse. Las tripas le gruñeron y lamentó no tener nada que llevarse a la
boca. Al menos le había dejado sus víveres a Néstor y, si no le había
estropeado del todo la misión, quería pensar que algo le ayudaría.
Se puso en pie para buscar algo de agua y vio a la liebre de nuevo, en el
mismo punto que la otra vez. Si el roedor pudiera mirar con insistencia, lo
estaría haciendo. Se giró de forma más lenta y volvió a alejarse a saltos por
el camino, hacia el sitio donde se había separado de Néstor. Sierra gruñó y
se dio la vuelta para caminar con pasos largos y bruscos en dirección
contraria. Siguió el relieve hasta encontrar un riachuelo sobre el que se
inclinó para beber un par de tragos. El agua estaba fría, y cuando se
incorporó le goteó por la barbilla y se deslizó por su garganta. Volvía a estar
acompañada, esta vez era el mismo ciervo negro que ya les había guiado
otras veces el que la miraba sin miedo. Sus ojos centelleaban con el brillo
de un cazador, no de una presa, y la inquietud mordisqueó las tripas de
Sierra. El venado la miró fijamente antes de empezar a caminar con pasos
majestuosos en la misma dirección que los otros animales.
Sierra tragó saliva para poder hablar, aunque su voz sonó más al
graznido de un cuervo:
—Néstor no me quiere ni me necesita.
Los pasos del ciervo se desvanecieron. No quedó ningún rastro del
animal, como si solo hubieran formado parte de su imaginación. Sierra
volvió a inclinarse sobre el arroyo y metió las manos para salpicarse agua
fría sobre la cara. Bebió un poco más y se secó con la parte más limpia de
su manga. Alzó la cabeza con más recelo para ver si alguno de los animales
negros de Destra había vuelto.
Esta vez había conejos, cervatillos, patos y ratones de campo. Todos con
un pelaje negro como la noche. Todos mirándola de forma fija y vacía.
Sierra apretó los dientes para controlar un escalofrío y cerró los puños con
fuerza antes de levantarse.
—No. El vidente me ha dicho que no puedo acompañarle. Te equivocas.
En un pestañeo todos los animales habían desaparecido, pero la
sensación de que alguien la observaba era tan fuerte como antes. El silencio
era afilado y frío, en cualquier momento iba a quebrarse en esquirlas que
podían atravesarla. Sierra vigilaba la maleza y dio un paso hacia atrás sin
ser consciente.
La voz sonó justo detrás de su espalda.
—Eres muy terca, niña.
Se giró con un sobresalto. No le hacía falta haberla visto antes para
reconocerla. Destra tenía la piel muy oscura y los ojos de un negro líquido y
luminoso. Había una mueca molesta en sus labios y la diosa ladeaba la
cabeza al hablar, alerta, con su atención puesta en el bosque.
—Yo… —Sierra tragó saliva y agachó la cabeza. Destra alzó una mano
en un gesto firme para ordenarle que guardara silencio.
—Puedo llamar la atención de Selene si tomo mi propia forma. Y me he
acercado a ti en la humana porque cada palabra es importante, así que
escucha: vas a encontrar al vidente.
Sierra quiso hablar, pero los ojos de Destra centellearon y sintió un
encogimiento en el estómago. Los dioses no se toman bien las réplicas, ni
siquiera los menores, ni los que compartían su misma sangre.
—Sé lo que ha visto, y lo que dijo Ázanor. También sé lo que te hizo
Selene. No solo puedes acompañarlo: debes hacerlo. Néstor está en peligro
y, si no le ayudas, toda nuestra raza puede desaparecer.
Sierra quería preguntar si estaba segura, si podía prometérselo. El alivio
golpeaba oleadas dentro de su pecho y la desestabilizaba. Quería creer que
aún tenía su papel, su lugar, pero le daba miedo. Destra alzó la cabeza con
un respingo. La diosa estaba asustada y a Sierra se le encogió la respiración.
—Vete de aquí rápido, niña. Y buena suerte.
Destra se transformó en un lobo negro que desapareció tan rápido que
pareció que el viento lo desvaneciera. Dejó tras ella el crujido de las hojas
secas y una lanza ligera, de madera oscura tallada y que terminaba en una
hoja afilada. Sierra titubeó antes de acercarse y atreverse a cogerla. La
madera estaba cálida en su mano. No le costó esfuerzo levantarla, era un
arma tan ligera que parecía estar hecha de aire.
No pudo admirarla demasiado. La sensación de amenaza seguía
palpitando en el estómago de Sierra. Se dio la vuelta y echó a correr por el
camino que había tomado la tarde anterior. Hubiera jurado que el bosque
que dejaba atrás se volvía cada vez más frío, pero podrían ser los
escalofríos que se deslizaban por su columna y dejaban un cosquilleo
eléctrico sobre su piel.
Se agotaba antes, así que se obligó a bajar el ritmo. Sus piernas le pedían
que las dejara lanzarse hacia adelante como siempre lo habían hecho, y su
instinto tironeaba de una habilidad que ya no tenía para transformarse en
lobo. Aunque la lanza no pesara nada, el tener que sujetarla al tiempo que
corría la obligaba a moverse de forma más rígida. Era frustrante, pero la
limitación estaba ahí, le gustase o no, así que se obligó a controlarla. Bajó el
ritmo para poder mantenerlo. Se concentró en la respiración, y fijó la
atención en el siguiente paso.
Cuando tuvo que detenerse, llevaba un buen trecho corriendo. Mucho
más que las veces anteriores que se había lanzado en una carrera corta y
llena de trompicones. Tomó una bocanada de aire y siguió andando
mientras se recuperaba, y cuando estuvo lista echó a correr de nuevo en ese
ritmo suave pero tan constante como las cuestas y los obstáculos le
permitían.
Estaba cerca cuando se detuvo, y esta vez no era tanto por el cansancio
como por la advertencia de Destra. Néstor estaba en peligro.
Llegó al punto en el que se habían separado y olisqueó de forma inútil:
era incapaz de captar el más ligero rastro de Néstor. ¿Cómo podían los seres
humanos sobrevivir con unos sentidos tan apagados? A cierta distancia,
para cubrirse de la vista con la maleza, siguió la ruta más lógica. No tuvo
que caminar demasiado antes de encontrar algo que le hizo fruncir el ceño:
restos de una hoguera y de humanos.
Sierra se acercó con precaución. Un par de ramas que habían ardido
malamente estaban rodeadas de cenizas. Arrojadas sobre la hierba encontró
cortezas de queso y corazones de manzana. Tanteó la piedra, buscando más
pistas de quiénes habían acampado allí. El tronco fino de un árbol cercano
tenía parte de la corteza arrancada, y pudo visualizar perfectamente una
cuerda con la que habían atado algo o a alguien al tronco. Se acercó más y
frunció el ceño. El corazón se le aceleró al distinguir la mancha.
Había sangre en la corteza.
Encontró también algunos cabellos y, aunque lamentó no tener
capacidad de olerlos, reconoció el color rubio ceniza de Néstor. Destra le
había dicho que el vidente estaba en peligro, pero no imaginaba que fuera
tan urgente. Agarró con más fuerza la lanza y se puso en pie para tratar de
visualizar la escena. Por las marcas en la tierra diría que habían sido tres
humanos los que le habían capturado. Estaba segura de que eran adultos, y
seguramente más grandes y fuertes que ella. Néstor no era el más preparado
para pelear, pero era un lupino, si le habían conseguido capturar tendrían
que estar armados con plata. Frunció el ceño y se preguntó de nuevo si le
seguiría haciendo tanto daño como antes.
Encontró algunas huellas en el barro que empezaba a secarse. No eran
del todo nítidas, pero sí lo bastante para hacerse una idea de la dirección
que habían tomado. Se echó hacia atrás los mechones de pelo cobrizo que
se le habían pegado a la frente y tomó un respiro antes de ponerse en
marcha de nuevo. Era complicado seguir el rastro con sus sentidos
mermados, pero Sierra era una buena cazadora y los humanos nunca habían
sido demasiado cuidadosos. Y lo eran aún menos cuando llevaban un
prisionero. No había señales de forcejeo, ni parecía que hubieran tenido que
arrastrar a Néstor. Tampoco encontró huellas más profundas que indicaran
que alguien había cargado con él. Sí que distinguía su rastro porque
arrastraba los pies, y aunque no había vuelto a encontrar sangre, temía que
estuviera herido y al límite de sus fuerzas.
La lanza debería ser una carga en su camino, pero le daba fuerzas de una
manera que no podía explicar con la lógica. La madera estaba cálida y la
sentía tan cómoda contra la piel de su mano que parecía que le pertenecía.
No echó a correr, aunque el cuerpo se lo pidiera. Prefería caminar
rápido, con toda su atención puesta en el suelo y en no perder ningún rastro,
y en su débil oído para escucharlos antes de que ellos la escucharan. Se
estaban alejando mucho de su camino, y, si no se había desorientado, diría
que se acercaban a una ciudad humana. Frunció el ceño y trató de avanzar
más rápido en silencio. Si llegaban con los otros humanos, perdería su
oportunidad.
Por suerte, escuchó ruidos poco después. El corazón se le aceleró y la
adrenalina de la caza bombeó desde su pecho para extenderse por todo su
cuerpo. Conocía esa sensación: era maravillosa si lograba concentrarse solo
en ella. Puso toda su atención en el sonido de bastones abriéndose paso
entre la mala hierba. Con pasos ágiles, casi saltos, se alejó del camino que
estaban siguiendo para dar un rodeo entre la maleza. No dejaba de atender a
los ruidos, y esperó a los humanos detrás de unos arbustos, completamente
inmóvil, para poder verlos bien de cerca y planear cuál sería el siguiente
paso.
El grupo se movía con la soltura de quien no teme al bosque ni a la
muerte. Tres hombres y una mujer arrastraban a Néstor como si fuera un
muñeco roto que se descosía por el camino. Uno de ellos, el más mayor,
bajito y de complexión fuerte, era quien tironeaba de la cadena de Néstor
con gesto aburrido. Su compañero de camada tenía un aspecto lamentable,
con el hombro cubierto de costra que se pegaba a la ropa y las muñecas,
atadas a la espalda, en carne viva. Era un milagro que pudiera seguir
caminando.
Otro tenía el pelo corto y rubio, y unos ojos claros que resplandecían
como el cielo en el invierno. El tercero, el más alto, era moreno y tenía una
nariz larga y rasgos dulces. El pelo, largo y oscuro, tenía trenzas diminutas
adornadas con abalorios, y sus dedos estaban manchados de ceniza. Su
mirada y sus sentidos recorrían el bosque con más cuidado que los de sus
compañeros.
Junto a ellos iba una mujer adulta de piel tostada y aspecto curtido. Tenía
el pelo recogido en una larga trenza deshilachada, y al moverse, los
músculos se le marcaban por debajo de la piel. Sus ojos tenían la fiereza de
un halcón. Sierra guardó el aliento cuando dirigió la mirada en su dirección.
El siguiente, el más alto y fornido, el que cerraba la comitiva, tenía los
brazos fibrosos y el pelo negro muy rizado recogido en un moño alto. Los
humanos estaban armados y, aunque parecían cansados, se les veía en buena
forma. Sierra apretó la lanza contra sus manos para evitar dejarse llevar por
el desánimo.
—Tendremos que hacer una pausa pronto —dijo el que iba en medio,
después de que un tirón de la cadena casi hiciera caer a Néstor—. Este no
va a aguantar mucho más si no le dejamos descansar.
—Quién lo diría de los temibles hombres lobo, siempre tan poderosos —
se rio el rubio.
—En cuanto encontremos agua —decidió el tercero del grupo—. Así
aprovechamos para descansar y refrescarnos.
Sierra esperó a que se alejaran lo suficiente completamente inmóvil
antes de alejarse para dar otro rodeo y poder adelantarse. Trotó a ritmo
suave, sin alejarse demasiado, hasta encontrar el próximo riachuelo de agua
clara. Había robles grandes con las ramas estiradas de forma dócil que
parecían ofrecer una tregua y el tronco cubierto de musgo. Sierra aprovechó
la ventaja para impulsarse y trepar por su tronco. Se ayudaba trabando la
lanza entre las ramas y apoyándose en ella para seguir trepando. Una vez lo
bastante alto para que las hojas la ocultaran, se tumbó sobre una rama ancha
con la vista fija en el camino. Los pájaros se olvidaron pronto de ella y
empezaron a trinar a su alrededor, lo que hubiera sido imposible si aún
mantuviera su naturaleza.
No tardaron mucho en aparecer. Desde arriba parecían más inofensivos.
Sierra soltó el aire despacio, temerosa de que algún ruido les hiciera fijar la
vista en el árbol y la descubrieran. El chico de pelo rizado llevaba un arco y
ninguno de los tres parecía dispuesto a escuchar y perdonar. No parecieron
percatarse de su presencia. El rubio se alegró de llegar hasta el agua y los
otros le siguieron para buscar un sitio donde poder beber y descansar bajo el
sol. El único del grupo que alzó la cabeza en su dirección, de forma tan
breve que ninguno pudo notarlo, fue Néstor.
A pesar del dolor y el agotamiento, una breve sonrisa parpadeó en su
rostro. Sierra se la devolvió, aunque no pudiera verla.
Zael

A rmal tenía una sonrisa inocente y un brillo demente en la mirada. Había


algo roto y salvaje en ese rostro aniñado. Su sonrisa se iluminaba de una
forma macabra al ver al licántropo indefenso, y se pasó la lengua por los
labios como si en vez de un enemigo asustado estuviera delante de un
postre de caramelo. Zael tenía las tripas revueltas. Era más fácil ayudar a
masacrar a un enemigo cuando se trataba de una fiera monstruosa, y no un
chico que se acurrucaba, herido e indefenso.
Debería ser sencillo. Habían logrado capturar a uno de los peligrosos
guerreros de Selene, y resultaba que no eran peligrosos en absoluto. Solo
tenían que volver, informar de todo y dejar que un ejército los aplastase.
Debería estar aliviado, pero esto no era lo que imaginaba. Los monstruos a
los que tenían que exterminar no deberían ser tan parecidos a él. Zael
evitaba mirar al chico para no sentir simpatía o pena por él.
Armal disfrutaba de lo que horrorizaría a una mente sana.
Zael había conocido a un hombre que había perdido la cordura. Solía
vagabundear por el mercado, donde los niños encontraban la forma de
burlarse de él. Había sido un rico comerciante antes de perder la cabeza.
Contaban que había encontrado una forma de ofender a Zeit, el dios del
tiempo. No esperaba que un dios tan ajeno a la humanidad lo tomara en
serio. Cuentan que Zeit se acercó a él cuando estaba durmiendo: un anciano
de extremidades delgadas y cuerpo blanco como los huesos. Empezó a
estirarse; dicen que su cuerpo emitía chasquidos mientras esas piernas tan
finas se volvían largas como cipreses y los dedos se convertían en agujas
interminables. Los ojos eran dos ranuras de luz en un rostro fino que había
perdido toda apariencia humana. Zeit encerró una eternidad en una
madrugada, y cuando el hombre despertó, tenía la mente hecha trizas.
De pequeño, Zael tenía miedo de ese hombre que vociferaba en una
esquina, sin ser capaz de formar palabra. Se mordía las uñas hasta hacerse
sangre, se arrancaba la piel con los dientes y se golpeaba la cabeza entre
alaridos. Era aterrador y lastimero.
La locura de Armal era diferente. Más sutil, más fina, más afilada. No se
trataba de algo roto, sino de una oscuridad que llena un vacío que no
debería estar ahí.
Como un niño que descubre un juego nuevo, humedeció con cuidado la
yema del índice en la sangre fresca de las heridas del licántropo. Zael quiso
impedirlo, debería impedirlo. Abrió y cerró los puños dentro de los
bolsillos, solo para sentir el cosquilleo de la magia en las venas de los
dedos. Pero no hizo nada, fue Bretten el que gruñó:
—Te toca buscar madera para la hoguera.
—Te gusta tenerme siempre ocupado, ¿eh? —resopló Armal sin perder
el tono divertido.
Zael seguía tenso hasta que le perdió de vista. El chico lobo estaba
inconsciente, o fingiendo estarlo. No sabía si a los suyos se les daba bien
mentir, las pocas veces que el brujo les había visto eran pura fuerza y
fiereza, incluso cuando la plata los mantenía en forma humana. Desconocía
si la docilidad de ese se debía al abandono de Selene o a su carácter, pero
hubiera preferido que rugiera y tratara de morder. Se sentiría menos
culpable.
Bretten no perdía de vista al chico lobo, ni a Armal. Zael no pudo
contener una pregunta:
—¿Le conoces?
—Su padre y yo somos amigos desde pequeños —respondió con un
encogimiento de hombros.
Era un hombre de pocas palabras, así que Zael tuvo que insistir:
—¿Qué le pasó? ¿Por qué es… así?
Era menos preciso, pero más elegante que preguntarle que qué tripa se le
había roto. Bretten mantuvo una mirada difícil de interpretar. Desprecio. O
podía ser desagrado. Los brujos nunca han despertado mucha simpatía.
Todos temían que desataran su magia contra los quienes les usan. Y nada le
gustaría más a Zael que poder hacerlo.
—Nada —contestó finalmente en tono cortante, casi a la defensiva—.
Tiene una madre que le quiere y un padre que trató de enderezarlo. Y una
hermana mayor que escondía los animalitos muertos y le limpiaba la sangre
de debajo de las uñas.
—Tuvo que pasarle algo para que sea así, nadie es tan sádico sin
necesidad —murmuró Zael.
Bretten no parpadeó. Tampoco le devolvió la mirada. Zael estaba seguro
de que no seguiría hablando con él si hubiera cualquier otra persona con
quien pudiera hacerlo.
—Hay gente que nace sin vista. —Señaló con un gesto al chico lobo—.
Y gente que viene al mundo sin una pierna o con una marca extraña. Armal
nació con un corazón que late, pero que no siente nada por los demás. Nada
bueno.
Zael quería preguntar por qué, pero contuvo las palabras y sonrió como
si encontrara gracioso el juego de los dioses. Armal silbaba entre los
árboles. El sol se agazapaba, como un animal salvaje que se oculta en el
bosque.
—Al menos ya podemos volver a casa. Este chico será suficiente.
—Este monstruo —le corrigió Bretten.
No le contradijo, aunque pensase que Armal tenía más de monstruo que
el licántropo cabizbajo. Porque si no era obediente, él también se
convertiría en uno de esos monstruos. Una amenaza que atar o matar antes
de que te enseñen los dientes.
Néstor

S etipohabíade ventaja.
aprendido el nombre de sus captores como si eso le diera algún
Zael tenía la voz suave y comentarios agudos. Siempre
buscaba la mediación entre los otros dos compañeros, aunque parecía más
cercano al que se llamaba Bretten y, por la voz grave y los movimientos
pesados, era el más grande de todos. Era también quien le había
encadenado, y el que le ponía en pie de forma brusca cuando le costaba
levantarse. La mujer, con la que parecía que congeniaba mejor, era Jupnia.
Había otro más, de movimientos rápidos y voz casi infantil. Le llamaban
Armal, aunque a veces se refirieran a él con motes como principito y
majestad, lo que no parecía molestarle. A pesar de su tono de voz,
desenfadado y siempre alegre, era el que podía hacer sugerencias más
crueles. Néstor intentaba mantenerse lo más alejado de él dentro de sus
posibilidades, pero no era fácil. Armal podía admirar un instante la belleza
de unas flores y acto seguido hablar de la posibilidad de abrirle en canal y
quitarle uno de sus órganos aún vivo, para ver si la curación de los
licántropos podría hacer que lo regenerase o si moriría de forma más lenta
mientras su cuerpo se esforzaba en curarlo. Le acercaba de forma que
parecía casual las antorchas con las que se iluminaban hasta que alguno de
sus compañeros se daba cuenta de que la piel le quemaba. Si hablaba de
despedazarle, no lo hacía como Bretten, en forma de amenaza, sino como si
disfrutara al fantasear delante de él con la idea de su muerte.
Néstor caminaba con las pocas fuerzas que le quedaban. Lo alejaban de
su destino, y también de la aldea. No quería saber qué le esperaba cuando
llegaran al reino de los hombres. No se resistía, pero sus piernas no tenían
fuerzas para avanzar a buen ritmo. A ratos, Bretten lo empujaba. De vez en
cuando el viento arrastraba el aroma de Sierra, o escuchaba sus pasos detrás
de ellos de forma que le agitaban el corazón, pero la chica era cuidadosa, y
los humanos tenían los sentidos menos desarrollados, así que él era el único
capaz de escucharla. El alivio se mezclaba con el miedo a cada paso, y el
agotamiento le hacía sentir que incluso pensar le robaba fuerzas. Cuando
pararon para hacer noche no tardó en quedarse dormido en la misma
postura en la que se había sentado, a pesar del dolor de las heridas.
Era noche profunda y el bosque estaba negro y frío cuando alguien le
despertó con pinchazos afilados en las palmas de las manos.
Dio un respingo, y unas carcajadas respondieron a su miedo.
—Sí que duermes profundamente —murmuró Armal con una voz
amable y tan falsa que Néstor se estremeció—. Pero he pensado que como
vas a morir dentro de poco, ya tendrás tiempo de soñar entonces, ¿no crees?
Néstor frunció el ceño. Los restos de sueño se le disiparon a la velocidad
a la que el corazón se le aceleraba. Estaban solos, o los otros estaban
dormidos. Tragó saliva y trató de no temblar cuando el cazador le acarició
la mejilla.
—¿Crees que, cuando has muerto, sigues sintiendo dolor? —preguntó
con esa voz aparentemente infantil que le erizaba la piel—. Yo supongo que
sí, que se sigue sintiendo cada herida abierta, solo que ya no puedes llorar
ni gritar. Eso lo harás antes. Luego todo será dolor y oscuridad, y la peste de
tu propio cuerpo cuando empiece a pudrirse.
Estaba bastante cerca y Néstor sentía su aliento cálido y con olor
afrutado. También notaba la mirada morbosa, atenta a sus reacciones, que
esperaba ver el sufrimiento para alimentarse de él.
Intentó girarse para volver a dormir, o por lo menos fingirlo, pero Armal
le sujetó de la herida de plata para obligarle a mantenerse erguido. A Néstor
se le escapó un quejido y el cazador le mandó callar con un siseo que se
quebraba en carcajadas.
—No querrás despertarles, ¿verdad?
Supo que no iba a dejarle dormir en lo que quedaba de turno. Trató de
alejarse de ese momento, de sus captores y de su propio cuerpo, mientras
Armal susurraba en tono alegre la forma en la que le gustaría separarle los
músculos de los huesos y ver sus órganos palpitar, aún con vida, el tiempo
que durasen mientras su cuerpo estuviera abierto.
Tenía ganas de llorar atascadas en la garganta. No podía evitar pensar en
su madre, y en lo mucho que le gustaría que todo eso fuera una pesadilla y
ella estuviera a su lado cuando despertara, para borrar con un abrazo los
restos del mal sueño. Pero su madre estaba lejos y no sabía si, en esta vida o
después de ella, volvería a encontrarse con ella. Cuando pensaba que
también le había fallado a ella, que la había condenado como al resto de la
aldea, algo afilado perforaba sus pulmones desde dentro.
Armal se acercó aún más y apoyó la mano sobre su pierna. Tenía una
risa suave y silenciosa.
—Apestas —murmuró—. ¿Oléis así de mal siempre? No te vendría mal
un baño, aunque no a todos los chuchos les gusta el agua.
Néstor se mantuvo en silencio y tan alejado como pudo. Pensó en Sierra.
Sabía que no se había alejado demasiado. Notaba su olor, mezclado con el
de la humedad del bosque. No sabía qué le había hecho volver, y era
consciente de que, aunque le doliese, una simple humana no podría liberarle
de sus captores, pero aun así se sentía un poco menos solo al pensar en su
cercanía.
Armal rebuscó entre sus ropas y dejó escapar un sonido de contento
cuando encontró lo que buscaba.
—¡Aquí está!
La alegría del chico no auguraba nada bueno. Sus sospechas se vieron
confirmadas cuando notó algo frío y punzante contra la piel de su muslo.
—Tengo la manía desde pequeño de llevar los bolsillos llenos de cosas
que otros encuentran inútiles —explicó con ese horrible tono alegre—. Pero
nunca sabes cuándo te va a venir bien algo. Ya que no podemos dormir,
vamos a jugar un poco. No te importa, ¿verdad? No es que te queden
muchas cosas por hacer por delante.
Dejó escapar una risita suave y le perforó la piel de la pierna con una
brusquedad inesperada que hizo temblar a Néstor. Se echó atrás y se le
escapó un grito breve que Armal acalló tapándole la boca. Le había
atravesado la pierna con un clavo, o una aguja, y Néstor se sacudió, con el
dolor recorriendo como la electricidad todos sus nervios.
—¿Tanto te duele? No seas quejica, ni siquiera es plata.
Apretó los párpados. Las ganas de llorar subían por su pecho como
arcadas. Lo último que quería era darle la satisfacción de romperse en
llanto. ¿Dónde estaría Sierra? ¿Qué haría ella en esa situación? Sería más
fuerte, de eso no tenía dudas. Ojalá pudiera serlo él también.
Su cuerpo intentaba curarse y sacar el hierro de la pierna. Armal lo
empujó de nuevo, atravesando su carne. Esta vez no pudo contener el
aullido de dolor, aunque le abofeteara para callarlo.
—¿Qué haces con él?
La voz adormilada de Bretten le sonó a música.
—Nada que le vaya a dejar marca —respondió Armal con un tono dulce.
—La idea es que mañana aún esté vivo y camine hasta que regresemos
—refunfuñó Bretten.
A pesar de sus amenazas con quedarse con sus dientes o su piel, a Néstor
le pareció escuchar algo más en su tono de voz. Había remordimiento, o tal
vez vergüenza. Puede que no le considerase más parecido a él que un perro,
pero no le agradaba ver cómo su compañero le hacía sufrir sin otro objetivo
que la propia tortura. Armal también debió de notarlo, porque dejó escapar
una risa dulce y burlona entre dientes.
—Te has vuelto un blando desde que te has convertido en padre.
—No ganamos absolutamente nada torturándolo.
—¿Te está dando pena?
—Es lógica, no pena. Deja que duerma. Mañana nos queda un viaje
largo y, si cae por tu culpa, vas a ser tú quien tenga que arrastrarlo.
—Está bien —suspiró Armal—. Seré bueno.
Arrancó el hierro de la pierna de Néstor. Lo hizo de forma rápida,
girando el clavo sobre sí mismo de forma que arañase la herida del chico.
Néstor dejó escapar un gañido contenido. Armal le acarició el pelo.
—Puedes dormir tranquilo, chico lobo. Nadie va a hacerte daño —
susurró con tono de voz juguetón, al tiempo que se inclinaba sobre él—. De
momento no me dejan jugar contigo.
Se mantuvo en silencio. No era dignidad, sino que no sabía cómo
enfrentarse a ese chico tan risueño y cruel, capaz de reírse con la inocencia
de un niño mientras le abría las tripas. No quería romper a llorar, pero el
pecho le temblaba a punto de hacer que se desmoronase en sollozos.
«No estoy solo», se obligó a pensar. Puede que estuviera lejos del
poblado, y que el bosque le respondiera solo con sombras y silencio, pero
Ázanor estaba cerca y, si se concentraba, podía notar una presencia
vigilante y protectora, aunque no pudiera tocarle ni escuchar su voz. El más
sabio de los cinco le acompañaba, y no era el único.
Sierra también estaba cerca. No había forma de que pudiera ayudarle,
pero la chica, la lupina castigada por Selene, había vuelto a su lado a pesar
de que él mismo la había echado. No sabía si podría enfrentarse a ese grupo
decazadores armados con plata, ni si podría acercarse más a él, pero les
estaba siguiendo y su simple presencia hacía que el chico se sintiera más
acompañado, y que lograse contener el llanto. No es que le importase que le
vieran llorar, pero no quería que fuera Armal quien lo viera. Le aterraba
pensar las ideas que podían pasar por su cabeza si le veía tan vulnerable. El
cazador más joven tatareaba entre dientes al tiempo que se limpiaba la
sangre de las manos.
Le temía más que al resto, aunque no fuera el más fuerte ni el más
peligroso. Era el que más disfrutaría de hacerle sufrir y eso era lo peor de
todo. Pero no moriría completamente abandonado. Néstor estaba
acompañado hasta el final, y ese pensamiento fue suficiente para calmarse y
respirar de forma más tranquila, hasta fingir un sueño que tardó mucho
tiempo en llegar.
Sierra

A poyó la mejilla en el musgo. Aunque tenía la cabeza despejada gracias


al descanso y a tener de nuevo un objetivo en mente, notaba su cuerpo
cansado y agarrotado por haber pasado la noche en una mala postura y en
tensión por el frío. Al menos no se había alejado de ellos. Acarició con el
pulgar la lanza de Destra. Encontraría la forma de rescatar a Néstor. Si no
tenía fuerza, tendría que ser más paciente y más astuta. Un cazador no solo
se mide por la forma en la que ataca.
No podía verles bien, pero estaban lo bastante cerca para poder
escucharles incluso con ese oído tan débil, así que debía tener cuidado para
que no la escucharan a ella. Se habían puesto en marcha con el alba, y
llevaban unas horas caminando sin pausa. Néstor cojeaba y arrastraba los
pies. No trataba de resistirse: les seguía de forma dócil, pero no le quedaban
fuerzas para avanzar más rápido. La plata clavaba sus dientes en él,
manteniéndole débil, y era cuestión de tiempo que se derrumbara y no
pudiera volver a alzarse. La inquietud hormigueaba el estómago de Sierra.
Tenía que encontrar pronto la forma de ayudarle.
Se alegró cuando, con el sol alto, se detuvieron al encontrar un
riachuelo. Bebieron de forma tan ruidosa que no tenía nada que envidiar a
las bestias, y una vez saciados dejaron que Néstor hiciera lo mismo. El
licántropo estaba tan débil que, si no lo sujetasen, sería fácil que cayese de
bruces en el cauce del río.
—No va a llegar vivo —dijo el hombre más fuerte.
—Seguro que sí —contestó la mujer—. Son más resistentes de lo que
parece.
—Podríamos comprobar hasta qué punto —comentó con voz zalamera
el chico de rizos rubios.
El primero guardó un silencio tenso, mientras que el chico más joven, de
ojos grandes y un siniestro aire inocente, los miraba a ambos con expresión
alegre. Tenía cara de niño y Sierra se preguntó si sería más joven que ella.
El hombre fuerte sacudió la cabeza y resopló.
—Este no. Míralo, Armal, está a punto de derrumbarse —insistió,
aunque no parecía que le importase lo más mínimo. ¿Por qué iba a hacerlo?
Eran enemigos.
—Con que aguante un poco más nos vale —replicó con una voz tan
infantil como su aspecto—. Además, estamos cerca y Bretten es un
hombretón fornido que puede cargar con él sin problemas.
—Tenemos que llevarlo ante nuestro señor. Si lo ve en este estado,
perderá el respeto que le queda a los lupinos. Pero tiene que llegar vivo.
—Va a llegar vivo, y si no, seguro que Zael puede ocuparse —dijo el
rubio con un tono alegre. El chico alto y moreno estiró los labios en algo
que primero parecía una mueca y luego una sonrisa.
—Por mucho que te guste pincharme, ya sabes que mi magia no es capaz
de hacer eso.
El corazón de Sierra se aceleró hasta que el pulso se convirtió en un
zumbido en sus sienes. ¿Un brujo? No entendía la magia, más allá de
despreciar a quienes la poseían por habérsela robado a Selene, pero era
peligrosa y no sabía cómo hacerle frente.
Tragó saliva. Debería tener el doble de cuidado.
—Será mejor que descansemos —decidió la mujer—. Así podrá
reponerse.
—Mantente alejado de él —gruñó el hombre más fornido. Los ojos de
Zael brillaron con preocupación. Sierra frunció el ceño. Había algo que se
le escapaba en la conversación.
—Podemos aprovechar para cazar alguna pieza pequeña. —Zael se
recogió las trenzas en un moño alto.
—No nos va a dar tiempo a cocinarla.
—Pero estamos cerca, no habrá que cargar con ella demasiado tiempo. Y
seguro que tu familia te lo agradece en la comida de mañana.
Sierra entornó los ojos. Sí, eso sería perfecto. No podía enfrentarse a los
tres a la vez, no tenía ninguna posibilidad, pero si dos de ellos se alejaban
durante un rato… Incluso aunque fuera uno, eso le daba una ventaja que
podía utilizar. Arañó la capa de musgo con impaciencia contenida mientras
ellos se ponían de acuerdo.
—Armal va contigo —exigió el más fornido.
—¡Qué falta de tacto! —El rubio se llevó una mano al corazón—.
Parece que no quieras pasar tiempo conmigo. Con todo lo que yo te aprecio.
—Compartiremos contigo lo que traigamos —contestó Zael, que ignoró
por completo al chico rubio.
—Si es que llegáis a atrapar algo. Puede que al principito no le dé asco
mancharse las manos de sangre, pero su puntería sigue dejando mucho que
desear.
—Ya veréis si os volvéis a burlar de mí cuando la afine un poco.
—Voy con ellos —dijo la mujer, poniéndose en pie.
El chico rubio no perdió la sonrisa. Le palmeó el brazo, impaciente por
ir a cazar y distraerse un poco del pesado viaje. Se adentró el primero en la
espesura. La mujer se volvió a su compañero:
—No tardaremos mucho. Si necesitas que volvamos…
—¿Piensas que me da miedo quedarme con un cachorro medio muerto?
No es él quien me preocupa.
—Tendré un ojo sobre Armal —aseguró ella—. Le tendré controlado, y
seremos rápidos: seguro que no será difícil encontrar algo. Ya me lo
agradecerás mañana cuando tengas una pieza fresca para comer.
«No va a pasar», pensó Sierra con fiereza. Era su oportunidad y no
pensaba desaprovecharla, así que el hombre no iba a tener una mañana
plácida en la que llenarse el estómago. Si le salía bien, Néstor y ella
escaparían. Si no, al menos dejaría una marca de su lucha. Pasó el pulgar
por los relieves de la madera de la lanza y empezó a contar lentamente hasta
ocho mientras los pasos de los humanos se alejaban por el bosque. Cuando
terminó, hizo la misma cuenta hacia atrás. Le dolía el cuerpo de esperar en
tensión, y tanto tiempo se mantuvo quieta que un calambre le recorrió la
pierna izquierda y tuvo que moverse sobre la rama de musgo.
El hombre y Néstor no estaban muy lejos. Si caminaba un poco más
sobre esa rama podría llegar a estar casi encima de ellos. La caída no era
demasiado alta, lo bastante para hacerse daño, pero también para hacer
daño. Estiró la espalda y se movió para apoyar el peso en las rodillas y
poder avanzar. Se agarró con la mano libre y toda su fuerza para arrastrarse
por la rama que crujió bajo su peso. Sierra se quedó congelada cuando el
hombre alzó la cabeza.
—¿Vais a dejar que él me mate? —preguntó Néstor en ese instante.
La atención del guerrero volvió a él y Sierra contuvo un suspiro. Afianzó
su postura sobre la rama para mantenerse en equilibrio y seguir avanzando.
—No te va a pasar nada hasta que lleguemos a la ciudad.
—Pero una vez que estemos allí, da igual la forma en la que muera.
—No has estado muy hablador hasta ahora.
—¿Te molesta que lo haga? —Néstor alzó la cabeza para clavar su
mirada cubierta de niebla en el hombre. A pesar de la distancia, Sierra era
consciente de lo incómodo que le hacía sentir.
—Prefiero que tengas la boca cerrada.
—Puedo oler el miedo y sé que no soy el único que le teme. ¿Por qué
vais con él?
A pesar de que sabía que lo hacía para distraerle, Sierra no pudo evitar
preguntarse de quién hablaban. El hombre se quedó rígido, con cara de estar
masticando algo amargo. Echó hacia atrás la cabeza y escupió en el pelo de
Néstor.
—Hay cosas que un salvaje no puede entender.
Sierra tenía los dientes apretados. La rabia estallaba dentro de su pecho.
Sintió el ástil arder en su mano, como si la llamase, y decidió que era el
momento. Se agarró con la mano libre a la rama para alzar la otra y lanzó el
arma con toda su fuerza. La gravedad le dio el impulso que necesitaba y el
filo de metal cortó el viento con un silbido antes de morder con saña la
espalda del hombre.
Este cayó de rodillas hacia delante, derribando a Néstor, que quedó
atrapado bajo su peso. Sierra perdió el equilibrio, aunque logró agarrarse al
árbol con ambos brazos. Se golpeó en la mandíbula y la corteza le arañó la
mejilla. No pudo evitar la caída, pero sí controlarla, para hacerlo más
despacio. Cuando sus pies impactaron con el suelo un dolor afilado estalló
desde los tobillos hasta la cadera, y la hizo caer de rodillas al suelo. Sierra
arañó la tierra y se puso en pie al instante, sin permitirse escuchar el dolor.
Néstor dejó escapar un grito ahogado. El hombre, sobre él, aún respiraba
con un sonido sibilante bañado en sangre. Sierra se lanzó sobre él con todo
el impulso que pudo reunir para empujarle con el hombro y liberar a Néstor.
El chico pateó el cuerpo del humano y se arrastró, de espaldas sobre la
arena, para escapar de debajo de él. Antes de ayudarle, Sierra recuperó su
lanza y miró al hombre que agonizaba a sus pies. Tosía sangre y la piel
estaba perdiendo el color ante sus ojos. Se retorcía y sus extremidades no le
obedecían, por no hablar de la herida, que parecía haberle llegado a la
columna. No tenía salvación.
Apretó los labios y sujetó la lanza con ambas manos. Inspiró hondo. La
alzó sobre su cabeza. El golpe fue breve y fuerte, notó el impacto en los
codos y los hombros. La lanza atravesó la piel y cortó limpiamente los
tendones del hueso hasta clavarse en la arena. El cazador se estremeció una
última vez antes de que su cuerpo perdiera toda la fuerza. La cabeza rodó
hacia un lado con la mirada vacía. Sierra tragó saliva. Las sienes le
zumbaban con los latidos profundos del corazón. Acababa de matar a
alguien. No sabía cómo debería sentirse, pero solo se sentía vacía, como si
ella se hubiera retirado a mirar para otra parte mientras su cuerpo acababa
con la vida del hombre.
—¿Sierra?
Néstor se incorporó entre jadeos. La chica no contestó. No estaba segura
de tener voz para hacerlo. Notaba la sangre fría palpitarle por las sienes y
era incapaz de asumir que ese hombre se hubiera transformado en un fardo
inerte y sangrante.
Apartó la mirada de forma brusca, como si se arrancara la venda de una
herida. No podía permitirse derrumbarse bajo el peso de la culpa. Estaba
muerto. Y ellos vivos. El mundo era cruel y no ganaba nada lamentándose
por lo que acababa de hacer. Tampoco tenía tiempo para permitírselo: los
otros no tardarían demasiado en volver. Dio un tirón para recuperar su lanza
y la limpió con la ropa del hombre semidecapitado. La sangre dejó una
mancha oscura y densa en la tela. Las tripas de Sierra le pesaban tanto que
parecían haberse transformado en hierro.
Cogió a Néstor del hombro con más firmeza de la que pretendía para
girarle y que las cadenas de sus muñecas quedaran a la vista.
—Separa las manos todo lo que puedas. Y no se te ocurra moverte o
puede que las pierdas.
Pudo notar el movimiento en la garganta de Néstor cuando su
compañero tragó saliva. La temía. Era lo normal, estaban a un paso del
cadáver del hombre que acababa de matar. Quizá se lo merecía. Quiso
pensar que lo que había hecho era necesario, a lo mejor así el vacío entre
sus costillas no se seguiría abriendo. Descargó un golpe seco que hizo que
Néstor se tambaleara, pero no logró partir la cadena. El chico dejó escapar
un quejido cuando la plata mordió sus muñecas.
—Tiene la llave —masculló.
Sierra se volvió hacia el cuerpo con el ceño fruncido y un nudo en el
estómago. Se agachó y por primera vez dio las gracias por tener la nariz
taponada y no marearse con el hedor de la sangre que se volvía cada vez
más oscura. La mano no le tembló cuando la extendió hacia la bolsa que el
hombre aún llevaba anudada a la cadera, pero sí que sintió un tirón en las
tripas cuando le rozó la piel.
Por supuesto, el hombre no se movió. Tuvo que rebuscar, sin poder
contener una mueca de asco, y apartar la navaja y un par de monedas de
cobre, hasta encontrar la llave de la que hablaba Néstor. En cuando la cogió
se alejó del muerto y se sacudió como si así pudiera liberarse de lo que
acababa de pasar. Agarró los grilletes de Néstor sin pararse a pensar en lo
que hacía y dio un respingo al comprender que era plata. Fue solo la
sorpresa, y no el dolor, lo que la hizo saltar. Sus dedos estaban bien. Los
examinó antes de volver a apoyarlos en el metal, con cuidado. Nada: no
quemaba, ni siquiera estaba caliente al tacto. Hizo girar la llave y ayudó a
deshacerse de los grilletes a Néstor, quien se acarició las muñecas con un
suspiro.
—Vamos, pueden venir en cualquier momento.
—Gracias —murmuró el chico—. ¿Qué te hizo volver?
—La voluntad de los dioses —gruñó ella, y le agarró del brazo para
ayudarle a ponerse en pie.
Néstor estaba agotado y herido, pero le siguió el ritmo sin rechistar. Tan
pronto como se alejó de la plata, empezó a recuperar sus fuerzas. No
tardaría mucho en volver a tener más aguante que Sierra, así que forzó el
ritmo. Ella se ayudaba de la lanza para abrirse camino y tratar de poner la
mayor distancia posible.
—¿Crees que nos seguirán? —preguntó Néstor.
—No lo sé. Yo lo haría.
—Espero que prefieran dirigirse a su pueblo. Supongo que tendrán que
llevarle el cuerpo a la familia… Los humanos tienen un rito funerario más
complicado que el nuestro.
—Por mí como si lo trocean para que se lo coman antes los cuervos.
Néstor guardó silencio. Sierra sabía que había sonado tan cortante como
un cuchillo, que la conversación le molestaba y le hacía querer revolverse,
aunque no supiera por qué. Siguió avanzando con zancadas largas, era más
fácil escapar de sus pensamientos si también dejaba atrás la tierra sobre la
que había vertido sangre. Había cazado muchas veces y se esforzaba en
pensar que no era demasiado diferente.
Pero el abismo entre sus pulmones se extendía sin que pudiera
contenerlo.
Sierra estaba convencida de que en cualquier momento los tres
cazadores que quedaban aparecerían entre gritos de guerra, con las armas
desnudas apuntando hacia ellos. Uno tenía magia, recordó, por si fuera poco
el huir de tres enemigos armados. El graznido de una urraca hizo que todo
su cuerpo se tensara, listo para defenderse. El susurro de las hojas secas
producido por cualquier animal la hacía girarse con un gesto brusco y con la
lanza firmemente sujeta en la mano.
Pero las sombras cayeron sobre ellos y seguían solos. Se detuvieron
apenas un instante cuando encontraron un arroyo y se inclinaron como
animales sedientos, que era en lo que se habían trasformado. Tan pronto
como aplacaron su sed, Sierra se puso en marcha de nuevo, con paso tan
firme que parecía no estar dispuesta a detenerse nunca.
Fue Néstor el que pidió parar cuando la noche devoró las últimas luces,
y Sierra aceptó a regañadientes. Ella hubiera preferido seguir poniendo
distancia, aunque sus piernas estuvieran a punto de hacer que se derrumbase
de agotamiento. Guio a Néstor por una zona del bosque más profunda,
donde los árboles se amontonaban y parecían competir unos con otros por
cada palmo del terreno. Sierra evaluó el sitio con la mirada y se dirigió a un
espeso zarzal que aún tenía frutos negros en sus partes más inaccesibles.
Abrió una entrada con la lanza y ayudó a Néstor a pasar sin pincharse
demasiado: allí estarían seguros. Con un poco de suerte, la vegetación les
protegería también del frío de la noche. No se atrevía a hacer fuego, y entre
su piel y las ropas sucias había una capa húmeda de sudor que se empezaba
a quedar frío.
Sus piernas chillaron de alivio tan pronto como se dejó caer en el suelo.
Sintió que no podría volver a levantarse. Boqueó para dejar escapar el aire
con un quejido. Se quitó las botas: el tobillo derecho estaba hinchado, con
la piel tensa y caliente.
—¿Estás herida?
Néstor llevaba mucho tiempo callado y su voz sonaba vacilante, como si
tuviera miedo de su reacción. Sierra resopló, seguro que deseaba que fuera
cualquier otro quien le acompañase durante el viaje. Alguien capaz de
transformarse y con la fuerza de un lupino. O alguien que supiera decir las
palabras adecuadas en los momentos oportunos. Ella no era ninguna de esas
cosas.
—Me hice daño al caer del árbol, pero estoy bien. ¿Y tú?
—Las muñecas, pero creo que van mejor. —Las extendió hacia ella. El
comentario era muy optimista si lo acompañaba de la piel roja y llena de
ampollas que dejó a la vista—. Y en el hombro. Ahí me duele más.
—Déjame verlo.
Néstor puso cara de dudarlo durante unos instantes y Sierra se sintió
ofendida, aunque decidió hacer como que no se había dado cuenta. Se
inclinó sobre él y le ayudó a liberarse de la capa y la camisa, que tenía una
mancha grande y reveladora de costra. Al chico le costaba alzar el brazo.
Sierra se puso tras él para examinar mejor la herida, aunque su pelo se
enredase con las zarzas.
La herida no era mortal, pero sí que parecía profunda. La piel alrededor
estaba irritada: el cuerpo de los licántropos enloquecía al contacto con la
plata, y cuando apoyó la mano la notó caliente, casi palpitante. Su carne aún
luchaba contra la herida.
—Creo que se te ha podido quedar una esquirla dentro.
—Ya se curará.
Sierra arrugó la nariz. No estaba convencida. Mientras la plata estuviera
en contacto con su piel, no dejaría que la herida cerrase. Tenía que
limpiarla, pero la cantimplora de piel que llevaba consigo estaba vacía.
Gruñó. Después del golpe y el cansancio no estaba segura de que sus
piernas fueran a mantenerla, pero se apoyó en la arena con un gruñido y se
puso en pie con esfuerzo.
—Voy a por agua.
—No es necesario.
—Yo creo que sí. La idea es que llegues vivo.
No tenía que alejarse demasiado y se sentía segura con la lanza. No eran
sus garras, ni sus afilados colmillos de lobo, pero le servía para protegerse.
«O para matar». Frunció aún más el ceño y caminó, aunque cada paso le
arrancara punzadas de dolor, hasta llegar al riachuelo. Se puso de rodillas y
metió las manos en el agua para frotárselas bien. A pesar de que estaba muy
fría, también se salpicó la cara y el cuello para frotarse con rabia y tratar de
deshacerse del polvo y el cansando. El agua estaba espesa y tenía un
extraño sabor a óxido. «Parece sangre. A lo mejor es sangre». Todo su
cuerpo se erizó y se quedó congelada. En la oscuridad, parecía una herida
abierta que manaba de la tierra. Se obligó a pestañear hasta que la ilusión se
desvaneció. Solo era agua. Agua, bosque y unas manos humanas que
temblaban como si fueran las de una niña. Apretó la mandíbula y rellenó la
cantimplora para volver con Néstor. No pudo evitar cojear en el trayecto de
vuelta. Al menos, mientras estaba en movimiento no sentía los dientes del
frío que le perforaban la piel.
El cielo era un manto oscuro apuntalado con estrellas. Sierra alzó la vista
hacia ese hueco, esa herida negra donde Selene lo había mutilado con su
ausencia. De todos los dioses, la que les había creado era la más caótica y
caprichosa. Sabía que no debería pensar así, pero no se le ocurrían muchas
cosas agradables que decir de ella. De todas formas, siempre que no hablara
en voz alta, los pensamientos estaban a salvo hasta de los dioses, ya fuera
para odiarla o para recordar el río de sangre que recorría la tierra.
Néstor era lo bastante transparente para que la preocupación fuera
evidente en su rostro, pero Sierra se esforzó por no verla. Derramó agua
sobre la herida y la frotó con sus propias manos que, al menos, estaban
bastante limpias.
—Esto va a doler —le avisó antes de arrancarle la costra.
El chico ahogó un gemido. Sierra vertió el agua directamente en la carne
abierta y pasó el borde de su vestido para arrastrar cualquier esquirla de
plata que se aferrase a la piel. La tela no estaba demasiado limpia, pero,
siendo licántropo, era mejor una herida sucia que un trocito de plata dentro.
Incluso con la herida más abierta, sería más sencillo que curase.
Se alejó de Néstor, que aún temblaba. No tenían mucho más que decirse.
Sierra no quería hablar de nada en absoluto, solo esperaba que el sueño de
esa noche fuera tan profundo como el de las anteriores: sin carne abierta, ni
ríos de sangre, ni ojos vacíos en un cuerpo a sus pies.
Néstor se transformó en lobo y se tendió a su espalda, compartiendo su
calor de la forma menos invasiva posible. Sierra aprovechó para ponerse la
capa de él sobre la suya y doblar sus pantalones para utilizarlos como
almohada. Apoyó la cabeza y cerró los ojos.
Pero esa noche el vacío del cielo parecía verter sombras sobre ella y le
costó un buen rato conciliar el sueño.
IV. El guerrero

U na vez yo era tan solo el mortal que guardaba el sueño de un dios.


Mi nombre no era Dolm entonces, pero mi nombre tampoco importaba. Lo
perdí cuando era un muchacho que no era consciente de lo que hacía al
entregarse en vida a la orden de la montaña. Dolm era el dios dormido, dios
de las montañas y los metales. Uno de Los Ocho antiguos, el más firme y
recio, que sin embargo llevaba ya cientos de años durmiendo bajo los montes.
Nunca he conocido a un oráculo que transmitiera sus palabras; cuando yo nací
hacía ya siglos que su voz se había perdido, y en los últimos años no había
nadie que sintiera su presencia. No movía las montañas, ni ayudaba a sus
clérigos, ni dejaba que sintiésemos su compañía. No estaba.
Los mayores de la orden insistían en que el dios vivía y podían medir el
latido de su existencia. La tierra es sabia y tiene su propia forma de
anticiparse a los cambios. Yo mismo lo noté, aunque no quise decir lo obvio:
el nuestro era un dios moribundo que se entregaba a las fauces de la tierra
y se dejaba consumir de forma mansa. Nos esforzábamos en fingir que lo
entendíamos y que no nos aterraba, pero nuestro dios moría y no sabíamos qué
hacer para detenerlo. Fue entonces cuando me empezó a hablar en sueños. Con
una voz profunda, en una lengua demasiado antigua y poderosa para que
pudiera entenderla. Pensaba que eran pesadillas. No era terror lo que
sentía, pero me hacían temblar y retorcerme, como si lo que viviera fuera mi
propia muerte y no la del dios.
Al principio nadie prestó atención a mis sueños. Pasaron meses hasta que
los mayores se dieron cuenta de lo que me pasaba: Dolm hablaba conmigo. Dolm
me había elegido y me pedía algo que no entendíamos. Hablar su lengua fue
lento y doloroso. Pasamos años hasta que desciframos las primeras palabras.
Décadas hasta que entendimos su mensaje. Mi barba empezaba a estar blanca
cuando, por fin, comprendimos lo que nos pedía, lo que me pedía.
Dolm quería que fuese a su encuentro bajo la montaña.
No sabíamos por qué, ni por qué yo, pero a los dioses no se les
desobedece. Me ayudaron a preparar el viaje y me despidieron a las puertas
del templo; como el vidente de los licántropos ha descubierto, el viaje de
los profetas es solitario.
Tuve que enfrentarme a dificultades que ahora me parecen nimias, pero en
las que me jugué mi vida y nuestra misión. Y llegué a su tumba, su cuna, su
lugar de descanso. Dolm estaba en forma humana, era una figura alta y ancha,
dormida. Dolm se parecía poco a cualquier hombre, con la piel gris y el
rostro anguloso. Ni siquiera abrió los ojos cuando supo que había llegado,
su mensaje estaba claro. Al lado de su lecho había una daga capaz de
perforar, sin esfuerzo, cualquier metal, piedra, carne o hueso.
Abrirle el pecho hasta ver su corazón requirió de toda mi voluntad.
Reunir valor para hacer lo mismo con el mío, hasta el último ápice de mi
fuerza.
Supongo que seguía lo bastante vivo para guiarme, no hay otra explicación
para conseguir lo que hice. Fue doloroso y terrible; acostumbrar mi propio
ser, mortal y débil, al poder de un dios fue una tarea enloquecedora. No sé
cómo lo logré. Lo que sí sé es que, al salir, había derribado el antiguo
manto de montañas para levantar otras nuevas, más peligrosas y escarpadas.
Me uní a Los Ocho con la calma que había guiado mi vida entera. Como si
hubiera esperado siempre ese momento. Creo que fue esa serenidad, tan
parecida a la del antiguo Dolm, la que hizo que hasta Selene me aceptara sin
una protesta. Incluso mantuve el nombre, hacía mucho tiempo que nadie usaba
el mío.
La diosa Luna me pidió un favor, hace ya muchos años. Que dejara a uno de
sus guerreros dormir bajo la montaña. Acepté y levanté una que complaciera
sus deseos: de piedra blanca como la de su astro y de cima redonda. La
primera vez que vi a Selene sonreír fue cuando me dio las gracias.
Me convertí en el dios que guarda el sueño de un mortal.
Pero noto los pasos del vidente en mi columna y me hacen entornar los
ojos porque sé que el tiempo se termina. Que el mortal despertará y el mundo
cambiará de nuevo.
Néstor

D urmió a retazos, despertándose cada cierto tiempo con tensión en el


cuello y las orejas alzadas para captar cualquier ruido, real o
imaginario, que sonara a amenaza. La risa musical de Armal amenazaba
con escaparse de sus recuerdos y volverse tan real y afilada que podría
atravesarle la piel del cuello. Se estremeció, como si pudiera sacudirse el
miedo de encima.
Sierra estaba tumbada de costado, con la respiración profunda tranquila
y unos dedos nerviosos, aun en sueños, que arañaban la tierra o se cerraban
con fuerza en su puño. Néstor había sentido el horror contenido de su
compañera cuando acabó con la vida de ese hombre, aunque tratara de
mantenerse estoica. Había escuchado los latidos irregulares de su corazón,
su respiración contenida, el peso de sus silencios.
No estaba bien y él no sabía qué decir para ayudarla. Sentía que los dos
se habían quebrado en ese tiempo que se habían separado. De formas
distintas, no es lo mismo el miedo que la culpa, pero no sabía qué
sentimiento preferiría que le atormentase.
Se quedó transformado en lobo y esperó la llegada de la aurora mientras
vigilaba el sueño de Sierra. Se sentía agradecido de que hubiera vuelto, y de
que los ancestros les permitieran hacer juntos el resto del viaje. Además, el
daño que le había hecho por la noche, al limpiarle la herida, se veía
compensado ahora que la carne volvía a estar cerrada; ya solo notaba una
ligera molestia en el sitio donde el día anterior la piel se le desgarraba al
moverse. Estiró las patas delanteras y se lamió la piel que aún notaba
quemada. Sabía que la plata le dejaría cicatriz en las muñecas y en el
hombro; aunque curasen, les marcaba para siempre. Se decía que había sido
idea de Itari para humillarles, pero los licántropos se enorgullecían de cada
una de sus cicatrices. Simbolizaba una batalla a la que no habían renunciado
y un peligro al que habían sobrevivido.
Néstor nunca había esperado tener las suyas: los videntes vivían para la
manada, se mantenían más años y todos se ocupaban de que no les faltase
nada. Una vida larga, tranquila, contemplativa… No estaba preparado para
la lucha como el resto. Por eso le había asustado tanto partir en esa misión.
Ahora, con Sierra, se veía capaz de completarla. Aunque los humanos
hubieran alargado el camino, ya no tenía que recorrerlo solo.
«Los dioses tienen una forma retorcida de conseguir lo que quieren»,
pensó. Le inquietaba estar siguiendo los designios de un dios desconocido,
no quería enfrentarse a su propia creadora, pero a lo mejor no tenían otra
opción. Recordó con un escalofrío los gritos de su tribu al caer en la
oscuridad.
Sierra se despertó cuando los rayos de sol atravesaron las zarzas para
arañarle la mejilla. Néstor solo distinguía el borrón de un color castaño
rojizo que debía de ser su pelo. Le recordaba al tono agónico de las hojas
antes de dejarse caer de las ramas. Antes de morir, tomaban un color
combativo y desafiante; luego caían al suelo en silencio, sin ceremonias,
para regresar a su propio árbol al dejarse devorar por sus raíces. Sierra tenía
la fiereza del otoño, y también esa aura fuerte y trágica. La chica se
incorporó y rezongó algo ininteligible mientras se frotaba el rostro antes de
quitarse la ropa de Néstor con la que había pasado la noche.
—Gracias.
El chico recuperó su forma humana. Fue doloroso, tanto que su cuerpo
se resistía contra su voluntad y tuvo que apretar los dientes y terminar la
transformación con un gemido. Se puso la ropa con el corazón latiendo con
pesadez y los brazos temblando del esfuerzo.
—Cada vez te cuesta más —señaló Sierra, al tiempo que le ponía en la
mano su parte de los víveres que quedaban.
—Es muy obvio, ¿verdad?
—A mí también me pasaba. Cuando aún podía. —Echó el aire con un
golpe brusco, de forma que parecía una carcajada si le quitaba toda la
alegría—. Me preocupa la tribu. El grupo que te ha capturado nos estaba
buscando. Es cuestión de tiempo que les encuentren y les ataquen.
Y, por primera vez, estaban en desventaja. No podrían ganar a un ejército
más numeroso y mejor armado. No sin la ayuda de Ferner.
—No podemos estar muy lejos.
—Si caminamos rápido podríamos llegar antes de que caiga la noche.
—Pues pongámonos en marcha.
Néstor tragó el último bocado y se levantó imitando a Sierra. Los
primeros pasos de la chica fueron vacilantes.
—¿Estás bien?
—Perfectamente —bufó ella. Néstor lo dudó, pero prefirió no arañar
más el orgullo de su compañera.
—¿Por qué decidiste volver? Me sentí estúpido por hacer que te fueras.
—Si te cuento que la misma Destra me hizo buscarte, ¿me creerías?
—Bueno, me parece coherente. Ázanor me dijo que teníamos que viajar
juntos.
—Podían habérnoslo dicho antes —refunfuñó la chica.
Néstor esbozó una sonrisa tímida. Sí, podían haberles ahorrado un día de
camino, el miedo a morir a manos de esos hombres, el impacto de matar a
uno de ellos, el dolor y la incertidumbre, pero tal vez para sus ancestros
tuviera algún sentido acercarles tanto al peligro. O a lo mejor solo podían
acercarse a ellos cuando era imprescindible. Según Ázanor, evitó el
momento de hablar con él tanto como pudo. Igual había un precio que
desconocían. No sabían nada de las reglas entre los mundos de los dioses y
los muertos.
Néstor se preguntó si deberían sentirse privilegiados por ser los elegidos
de los inmortales para librar sus batallas, o si eran simples marionetas bajo
sus órdenes. No es que pudiera cambiar mucho su camino, el sentirse libre o
descubrir que nunca había tenido elección. Al menos se alegraba de que
quien le visitara fuera Ázanor y no Selene. Si hubiera tenido elección, era el
bando que le hubiera gustado escoger.
—¿Me olvidaste? —preguntó de improviso Sierra, cuando llevaban un
buen rato caminando y Néstor se había hecho a la idea de que recorrerían la
mayor parte del camino en silencio. El lupino ladeó la cabeza, confundido.
—Sí, pero ya lo hablamos.
—No, digo ahora, cuando me alejé de ti. ¿Empezaste a olvidarte de mí?
—No —respondió con seguridad, y la forma de exhalar el aire de Sierra
sonó como un suspiro.
—Tengo miedo de desaparecer de nuevo. De que, si pasamos un tiempo
alejados, vuelvas a olvidarme. Es como si me volviera transparente. Nunca
me había sentido tan sola.
La confesión se le escapó de entre los dientes y cogió desprevenido a
Néstor.
—No voy a olvidarte.
—No es algo que puedas controlar —respondió ella con una carcajada
tan seca como triste.
—Si pudiera coger la capa de Dios Rey y hacer un juramento sería ese:
no olvidarte.
El silencio les acompañó los siguientes pasos. A lo mejor había ido
demasiado lejos. Con Sierra tenía miedo de hacerlo constantemente, de
atravesar los límites firmes que ella levantaba y ganarse un gruñido de
desdén o que le ignorase durante un tiempo. Pero esta vez Sierra no tardó
tanto en contestar.
—Sé que no es cierto, pero gracias.
—Sí que lo es.
—No, aunque ahora lo pienses. Si Rey se apareciera, tendrías que pensar
en la manada, en tu familia, en el futuro… Hay cosas mucho más
importantes. Pero has pensado en mí y… eso es importante. Gracias.
Aunque la frase acabó con una especie de gruñido incómodo, Néstor
tuvo que contener una sonrisa. Era lo más cerca que habían estado desde
que Sierra apareció.
—¿Nos llevábamos bien? —preguntó, siguiendo el sonido de sus pasos
para sortear unas piedras resbaladizas cubiertas de musgo.
—No demasiado. No me llevaba bien con nadie.
—¿Solo con tu hermana?
Sierra resopló y se tomó su tiempo para contestar:
—Creo que no soy buena. Estaba enfadada y pensaba que tenía derecho
a estarlo. Y a lo mejor eso es verdad, pero… no sé. Podía haber tratado
mejor a Brisa. Podría haberla cuidado. Mi padre estaría defraudado
conmigo.
—Tu padre te entendería.
—Mi padre no está, y yo le he fallado.
Sierra aceleró el paso y Néstor supo no replicar. La chica no quería tocar
sus propias heridas, aunque supiera que a veces había que abrir la carne
para poder limpiarlas y dejar que se cerrasen bien, y Néstor no era como
ella y no sabía cómo forzarla a hacer algo que, creía, necesitaba.
El camino se hizo ascendente y cada vez más escarpado. Sierra mantuvo
el ritmo a pesar de que su respiración se volvía cada vez más pesada. Sus
pasos sonaban irregulares, parecía que evitaba apoyar en el suelo uno de sus
pies. No le había parecido que la hiriesen en el enfrentamiento, y tampoco
olía a sangre, pero a lo mejor estaba herida. Si era así, por supuesto que no
le habría querido decir nada. Era un poco frustrante que se cerrase de esa
manera, y por eso valoraba tanto que le hubiera confesado cómo se sentía.
Era como si le regalase una joya tan valiosa y extraña que no sabía si tenía
alguna utilidad, pero que atesoraba con el mayor de los cuidados.
Pasaron todas las horas de sol caminando a excepción de una pequeña
pausa para acabar con las escasas reservas de comida. Sierra renqueaba más
con el paso de las horas, pero se empeñó en mantener la marcha incluso
cuando se dieron cuenta de que habían calculado mal y que estaban a más
distancia de la que esperaban. Era imposible que lograran llegar esa misma
noche. Su compañera era incapaz de mantener el ritmo, pero tampoco se
detenía, y usó la lanza como bastón para seguir avanzando incluso cuando
la oscuridad se derramó sobre el cielo encendido del atardecer.
—Tenemos que descansar —dijo Néstor.
—No estamos muy lejos. Tres horas, puede que cuatro.
—No sabemos por dónde vamos, y el terreno es cada vez más empinado.
—Si apretamos un poco más el paso llegaremos esta misma noche.
—No. —Néstor se detuvo—. No puedo más. Necesito coger fuerzas.
Ella gruñó con frustración por respuesta, pero luego se derrumbó con un
suspiro.
—Está bien.
Néstor contuvo una sonrisa. Sierra necesitaba que fuera él quien pidiera
descansar. Estaba convencido de que, si no dijera nada, ella seguiría
adelante. Se arrastraría si tuviera que hacerlo. Siguieron un poco más, hasta
encontrar un recoveco entre las piedras de la montaña que formaba una
especie de cueva y les resguardaba del viento y de la lluvia que se
acumulaba en las nubes, sobre sus cabezas.
Néstor se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra la pared de piedra
antes de estirar los músculos, agotado de los días de viaje. Sierra tardó un
poco más en reunir musgo seco y ramas pequeñas para encender una
hoguera. El viento soplaba con fuerza y se afilaba las uñas con las aristas de
piedra. El estómago protestó, pero no dijo nada. Podía aguantar lo que le
quedaba de viaje sin comer, y luego… luego esperaba que pudieran
ocuparse de cazar mientras Ferner regresaba a la aldea, si todo salía bien.
Por primera vez sintió vértigo al pensar en lo que iban a hacer, no se
sentía capaz de estar frente a una leyenda, de traer de vuelta a alguien que
formaba parte de sus mitos. Le había impresionado hablar con Ázanor, pero
él siempre había sido parte de su mundo, como Destra. Ferner pertenecía a
las historias que se contaban delante de la hoguera. El primero de los
guerreros era tan lejano como las estrellas: solo les llegaba el resplandor de
quien había sido. E iban a traerlo de vuelta.
O a intentarlo.
No se transformó para dormir esa noche al recordar lo que le había
dolido cambiar de forma esa mañana. Se acurrucó con la espalda en la
pared y dejó que el calor del fuego lamiera su tripa y sus mejillas. La
respiración de Sierra no tardó en hacerse más profunda, pero él fue incapaz
de dormirse durante mucho tiempo. Sentía un abismo que se abría dentro de
sus costillas y tenía miedo de que se hiciera tan grande que pudiera
devorarlo entero.
Cerró los párpados y dejó que los pensamientos bailaran y se retorcieran
como las llamas, hasta convertirse en retazos de palabras sin sentido. Trató
de relajar los músculos y de encontrar una postura cómoda, sin demasiado
éxito. Solo logró dormir superficialmente un par de horas en toda la noche.
No le ayudaba tener la cabeza tan pesada y el estómago ligero. Aún
quedaba mucho para el alba cuando la voz de Sierra le despertó.
—Si tampoco eres capaz de descansar, podríamos aprovechar para seguir
caminando.
—Está muy oscuro.
—Puedo llevar el fuego. No puedo volver a dormirme, y cada momento
que perdemos puede ser importante.
Néstor se mordisqueó el interior de la mejilla. Soltó el aire que contenía
despacio y se incorporó con un asentimiento.
—Vamos.
Tenía los pies entumecidos del frío cuando se volvieron a poner en
marcha, y la ropa les apestaba, rígida del sudor y el polvo del viaje. Por
absurdo que pudiera parecer le gustaría darse un baño y adecentarse antes
de despertar a Ferner. Después de todo, el primero de los guerreros era un
héroe, una leyenda, y conocerle en ese estado no era lo que le habría
gustado. Pero Sierra tenía razón: cada instante contaba.
Su estómago protestó cuando iniciaron la marcha. Sierra cojeaba, pero
seguía adelante como si no le importase que su propio cuerpo se cayera a
pedazos durante el camino. Estaba decidida a llegar y su fuerza empujaba a
Néstor. Ya apenas había árboles a su alrededor, y caminaban sobre piedra
que a ratos se volvía traicionera.
Sus jadeos rompían el silencio de la noche y, aunque no cruzaran
palabra, Néstor no se sentía solo. Aunque no fuera capaz de creer lo que
iban a hacer, Sierra estaba a su lado, y puede que su cuerpo fuera solo
humano, pero la fuerza que desprendía seguía siendo tan brillante como la
luz del fuego con el que iluminaban el camino.
Se detuvieron a recuperar el aliento cuando estaban lo bastante alto para
que el viento jugara a agitar su pelo, a colarse en cada resquicio entre la piel
y la ropa, a arañarles la piel y a conseguir que se estremecieran de frío.
Sierra se tambaleó de un lado a otro antes de dejar escapar el aire en un
bufido.
—Estamos en la cima. Estoy segura de que es la montaña de Ferner,
pero no veo nada.
—Yo sí.
No lo veía, pero sentía dónde estaba la entrada como si la roca susurrase
su nombre. Caminó sin miedo, guiado por un rastro de magia de Selene que
no cortaba ni supuraba rabia. Era lo que la diosa hacía cuando su corazón
no estaba lleno de pena e ira, cuando los creó eligiendo a los mejores
hombres y los mejores lobos y aún estaba orgullosa de ellos. Cuando aún
les amaba.
Inspiró despacio y cerró del todo los ojos dejándose llevar por la magia
que tironeaba de su corazón. Por primera vez, él abría el paso y era Sierra
quien le seguía a poca distancia, con miedo de perderse. Escuchó la
exclamación de sorpresa de su compañera cuando empezó a descender por
un pasadizo que no había visto antes. A lo mejor no estaba antes, y ahora la
roca les reconocía y les dejaba entrar. El camino tallado en piedra descendía
en espiral y Néstor supo, con la quietud que se saben las cosas que nadie
tiene que explicar, que la diosa Luna había descendido muchas noches por
esa misma escalera para estar junto a Ferner aunque él siguiera atrapado en
un sueño y no pudiera verla. Alzó la mano y pasó la yema de los dedos por
la pared, y no se sorprendió al encontrar grabados de filigranas y estrellas.
Había un cuento, un poema, que la diosa había tallado en la roca con sus
mismas uñas. Un mensaje que no les pertenecía, tan profundo que le hacía
estremecerse aun sin entender las palabras.
Siguieron descendiendo, como en un sueño, hasta que sus botas dieron
con un suelo de roca lisa, y continuaron caminando.
—Está muy oscuro —murmuró Sierra entre dientes—. No puedo ver
nada.
—No hace falta.
Se detuvo con el corazón encogido y una mano invisible apretándole la
garganta. Estaba delante de él. Fuera, en un mundo que ahora parecía
lejano, el sol se desperezó y su luz encontró la forma de derramarse por la
montaña. La cueva se iluminó con luz roja. Sierra contuvo una exclamación
de sorpresa al poder ver todos esos detalles que Néstor había intuido. Le
agarró con fuerza la muñeca y, por primera vez, se acercó a él dejándose
llevar por la emoción.
—Es él. Es Ferner.
El guerrero se había convertido en la misma piedra de la montaña en la
que descansaba. A Néstor le gustaría extender la mano y tocarlo para poder
reconocer sus rasgos, su figura, para poder hacer real al héroe de las
leyendas. No era adecuado, así que se contuvo con un cosquilleo en el
estómago. Inspiró despacio para contener la emoción y su mano buscó la de
Sierra, que, en lugar de rechazarle, la estrechó con la suya.
—Vamos a despertarle. De verdad vamos a hacerlo —murmuraba ella.
Por mucho que Sierra intentase sonar firme y segura, su voz se quebraba
con la duda. Después de todo, nadie les había dicho cómo arrastrar al
guerrero de su sueño de piedra. Los ancestros habían mandado a Néstor
hacia la montaña y él había dado por hecho que disponía de lo necesario,
pero no sabía cómo hacerlo.
Inspiró despacio. Una parte de él tironeaba de sus nervios, pero tenían
menos fuerza que el peso de la fe que Ázanor había puesto en él.
«Entre los dos tenéis todo lo que necesitáis», había dicho Ázanor. Néstor
se giró hacia su compañera. Ya sabía por qué no le preocupaba tanto como
debería no saber cómo despertar a Ferner: no era su tarea.
—Vas a hacerlo tú.
—¿Yo? Néstor, es tu misión. Yo ahora mismo ni siquiera soy licántropa,
ni de la manada.
—Ázanor y Destra querían que vinieras, y no creo que fuera solo para
acompañarme. Eres necesaria. Todo esto es necesario. Tienes que despertar
a Ferner. Después de todo, estoy seguro de que su sangre corre por tus
venas.
Escuchó a Sierra tomar aire a borbotones y alejarse de él unos pasos, a
punto de echar a correr.
Zael

J upnia tenía los ojos rojos, los brazos tensos y los labios deformes en una
mueca que a veces es de dolor y al instante siguiente de rabia. Incluso
Zael había querido velar el cuerpo de Bretten antes de enterrarlo.
Armal era el único que seguía de buen humor. Una nimiedad como
encontrarse el cadáver de un hombre al que conocía desde niño no le
afectaba lo más mínimo. Al contrario: estudiaba las heridas con la misma
curiosidad con la que un niño buscaría lombrices en el barro.
—Nunca debimos dejarlo solo. —Jupnia se mordió el labio inferior con
tanta fuerza que parecía querer herírselo.
—Nada. No hay señales de garras ni de dientes. Le han matado con un
arma y buena suerte —murmuró Armal con ese tono tan casual—. Ha sido
culpa suya, por no estar atento.
Los dedos de Jupnia se tensaron alrededor de su machete. Por un
momento Zael estaba convencido de que se iba a lanzar sobre él, de que iba
a matar al principito. Sería interesante, volver al castillo sin lobos, pero con
dos muertos propios.
Por suerte, la mujer contuvo el instinto asesino. Su voz sonó a óxido
cuando preguntó:
—¿Estás seguro de que no tienen fuerza sobrenatural? ¿De que no han
atacado como bestias?
—Creo que lo han hecho como alimañas: por la espalda y con más
agilidad que fuerza. —Armal esbozó una infantil sonrisa y se apartó un
bucle de la frente—. Ha sido igual de efectivo.
—Si no han atacado más contundentemente es que no pueden hacerlo —
masculló Jupnia, que daba zancadas furiosas de un lado para otro antes de
detenerse y mirar al brujo—. Así que es cierto: la ausencia de la luna los
vuelve débiles… Haz la señal. Haz venir al ejército.
—Nuestra misión era conseguir información… —protestó este.
—¡Tu misión es obedecerme! —bramó Jupnia—. Hay que atacar ahora
que son vulnerables. Vas a pedir que nuestros hombres vengan al bosque.
Zael removió una réplica entre los dientes, pero terminó por tragársela.
De todas formas, no tenía más remedio que obedecer y la capitana era
consciente. Sus ojos se entrecerraron antes de añadir:
—Los soldados masacrarán a los perros, pero tú vas a encontrarme a
quien ha matado a Bretten. Quiero que me lo traigas. Va a pagar por lo que
ha hecho.
El brujo trató de aplacar su ira alzando las manos y esbozando una
media sonrisa, mientras daba un par de pasos atrás.
—Está bien. Está bien…
Se apartó más. La magia se le agitaba en las venas. Coleteaba y daba
descargas, impaciente por salir. Solo tenía que hacer una señal para empezar
una guerra, aunque le gustaría poder evitarla. ¿Qué importaba lo que él
quisiera? Los brujos no eran más que humanos manchados de sangre
robada, sirvientes, obedientes amenazas.
Echó la cabeza atrás y estiró los brazos hacia el firmamento. Al menos,
era agradable dejar que la magia se condensara en sus huesos y recorriera
sus venas. Permitir que le estremeciera antes de salir disparada.
Una llamarada que parecía una estrella fugaz voló desde sus dedos hasta
el cielo. Al llegar alto, estalló en una lluvia silenciosa y luminosa, como la
sangre de Selene cuando Itari la hirió. Les pareció poético acordar esa señal
para llamar a los hombres a la guerra.
El brujo dio un paso atrás, mareado por el esfuerzo. Cogió aire, sintió
cómo le temblaban las piernas, pero no apartó la mirada del cielo. Un cielo
rojo, como una herida abierta. Como la sangre que se secaba en las heridas
de Bretten. Como la ira que consumía a Jupnia. Como los deseos de Armal.
Rojo como su destino. Rojo como la muerte.
Sierra

C uando cumplió cinco años, insistió día y noche hasta acompañar a la


manada de su madre en una expedición de caza. Su padre se negaba, y
también lo hacía ella: una loba tan sobria e imponente que Sierra no podía
evitar admirar con toda su alma. Deseaba ser como ella, y cada vez que le
insistían en que aún era pequeña, le daban ganas de destrozar todo a
dentelladas. ¿Cómo iba a serlo? Los lobos habían crecido hasta ser adultos a
los cinco años, y Sierra sabía que su parte de lobo era más fuerte que la
humana. Desoyó a su padre y se escabulló unas cuantas mañanas en busca
de la manada de su madre hasta dar con ella. Quería ser parte de su mundo,
y si era su hija, ¿por qué no iba a tener derecho a serlo?
En su fuero interno sabía que no estaba preparada, pero era incapaz de
reconocerlo. Tenía la esperanza de que una vez que se viera allí, entre los
lobos, aprendería cómo moverse y podría seguirles el ritmo, que sería
natural en ella. Que sería una más y lograría que su madre estuviera
orgullosa de ella.
La experiencia fue una pesadilla. Su madre tenía un brillo de irritación
en sus ojos ámbar y la trató con la dureza con la que hablaría a una
desconocida. «Quieres cazar con nosotros. No nos retrases. No podemos
perder tiempo por los juegos de una niña». Sierra recordó alegrarse porque,
en forma lupina, sus mejillas no podían volverse rojas. El resto de lobos la
ignoraron con una mezcla de desprecio y molestia. No se rindió. Estaba
segura de que admirarían su tenacidad. Se esforzó en seguirles hasta
quedarse sin aliento, hasta que sus patas, aún jóvenes, fueron atravesadas
por punzadas de dolor. Fue cuestión de tiempo que la dejaran atrás. Trató de
no tener miedo y de seguir a la manada. Buscando su rastro, se adentró en
un bosque desconocido en el que no tardó en penderse. Tuvo que contener
los aullidos para pedir ayuda. El miedo le sacudía el corazón y le hizo
perder el rastro. Cuando por fin se detuvo estaba rodeada de los árboles más
lúgubres, en una zona de vegetación tan espesa que ni siquiera el sol llegaba
para alumbrar. Perdió la noción del tiempo. Sentía que llevaba horas y horas
perdida en ese bosque tan oscuro cuando por fin regresó su madre.
La loba tenía ojos fieros y caminaba de forma implacable. Sierra se
encogió y no pudo contener un gemido agudo que la hizo avergonzarse. La
loba llevaba una liebre herida en las fauces, el animal aún se retorcía
cuando aflojaba la mandíbula y sus ojillos negros brillaban de pánico. El
gesto de su madre no dejó duda alguna de lo que esperaba: «Mátalo». Lo
dejó caer y el animalillo trató de escapar. Sierra recordaba el nudo en el
estómago como si aún estuviera allí. Quería que se escapase, pero sabía que
no podía permitirlo. Lo capturó sin demasiado esfuerzo y lo sujetó de la piel
del cuello con los dientes. El conejo peleaba por su vida, su piel estaba
tensa, cálida. Sierra quiso ponerse a aullar de pena. No estaba lista. No.
Quería regresar, acostarse en su catre y esperar a que su padre volviera de
cazar como cualquier otra mañana. Se había metido en un sitio que le
quedaba grande y del que no sabía cómo salir.
«Mata», repitió su madre.
Sierra cerró con fuerza sus mandíbulas. Ni siquiera fue limpio, su cuerpo
aún no estaba preparado ni tenía la fuerza necesaria. El conejo agonizó,
enloquecido de dolor, y su piel desgarrada se le escapaba de los dientes
entre la sangre. La niña lo empujó contra el suelo. Tuvo que dar varios
mordiscos. El estúpido animal siguió vivo durante demasiado tiempo. Morir
no es fácil, ni siquiera cuando ya no hay esperanza.
Su madre no habló con ella en todo el camino de vuelta a casa. Sierra
podía sentir la decepción, y estaba tan avergonzada que ni siquiera era
capaz de levantar la vista del suelo. Solo cuando las primeras tiendas
aparecieron a la vista, ella se volvió para mirarla a los ojos.
«La paciencia es la primera arma de un guerrero», dijo dentro de sus
pensamientos. «Perderás todas las luchas en las que pelees si no estás lista».

7
La sensación de ser pequeña, de empeñarse en hacer algo que se le quedaba
grande, era la misma delante de la tumba de Ferner. Las tripas se le habían
convertido en nudos demasiado prietos y le costaba conseguir que el aire le
llegase a los pulmones. No estaba lista, nunca estaría lista. El recuerdo
arrasó con ella con tanta fuerza que volvía a tener cinco años y notaba las
piernas débiles y la sangre del conejo entre los dientes. Pero esta vez tenía
la sensación de que el animal que se retorcía, agonizante, en el barro no era
una presa pequeña, sino su hermana, con la mirada vacía y la piel
demasiado blanca. Pensó también en el hombre muerto, en la herida que
ella había abierto en su espalda y en la sangre que manaba con la fuerza de
un riachuelo espeso de aguas rojas. Sierra se giró para salir corriendo o
vomitar.
El tacto de su lanza era real, era sólido, era cálido. Cerró los ojos e
inspiró hondo una vez, y otra, contando hasta ocho. Podía controlarse. Tenía
que controlarse. Destra creía en ella. Le había hecho un regalo. Si se
esforzaba en recordar no lograba dar con otro lupino que hubiera recibido
algo de manos de la diosa, y mucho menos su propia lanza. Exhaló el aire
despacio y se alegró de que Néstor no pudiera ver cuánto le temblaba la
mano que se llevó a la frente para limpiarse el sudor frío. El vidente creía
en ella. Destra creía en ella. Ázanor también les había ayudado a llegar allí.
Su diosa estaba en su contra, y no sabía cuál era la postura de Fe y Livia,
pero la guerra estaba abierta y ellos no eran quienes la empezaban.
Solo la hacían más real.
Su padre también había creído en ella. Siempre, aunque se empeñase en
decepcionarle. Se preguntó si podría verla, desde el lado de los muertos. Si
pudiera, seguiría a su lado, no importaba cuántas veces ella le fallase.
—¿Sierra? —Néstor había esperado mucho tiempo para llamarla. A
veces pensaba que el chico la temía. A ella o a su humor impredecible.
Sintió una punzada de culpa y se giró despacio.
—Necesitaba un momento.
No dijo que parecía que había estado a punto de derrumbarse y salir
huyendo, prefería pensar que no había sido evidente para ambos. Contó
hasta ocho antes de relajar los músculos y caminar de vuelta hacia el
guerrero de piedra.
Aun sumido en su sueño, Ferner imponía más que en las leyendas. A lo
mejor era por la capa de mármol gris que cubría todo su cuerpo. Le hacía
parecer una estatua tallada con tanto realismo que era imposible que no
resultase inquietante mirarla. Era alto, no se lo había imaginado tan alto, ni
con los hombros tan anchos y los músculos tan definidos. Sus párpados
estaban cerrados en un sueño que le contenía en la montaña que Selene
había tallado con tanto cuidado para él. Pero Ferner no tenía la expresión de
quien descansa. Unas finas trenzas le recogían el pelo para apartárselo de la
cara. Las cejas estaban rectas en un ceño prominente, y la línea de su
mandíbula permanecía tensa. Tenía los puños cerrados en un gesto que a
Sierra le recordó al suyo y se le escapó una sonrisa.
Se atrevió a dar un primer paso. Las ganas de correr seguían ahí, pero se
habían hecho más pequeñas y era capaz de contenerlas en el estómago.
Sentía un cosquilleo por todo el cuerpo y la sensación de ser una espía del
sueño de Ferner. Puede que no se sintiera digna, pero tampoco sería la
primera vez que fingía sentirse capaz de algo que le quedaba grande hasta
que terminaba de creérselo ella misma. ¿Cómo se despertaba a un héroe? Si
le daba muchas vueltas cada vez se sentía más perdida, así que apartó todos
sus pensamientos y se centró en sus impulsos. La lanza estaba cálida y
juraría que la sentía palpitar en las manos cuando la alzó para clavarla con
todas sus fuerzas en la piedra, justo a los pies del primer guerrero.
Escuchó un crujido que se acrecentó hasta hacer temblar la montaña
entera. Como un aullido de piedra y rabia. El sonido de la roca, de las
tormentas, del rugido del primero de los guerreros de Selene. Se escuchó
gritar, y se agarró a Néstor cuando él la abrazó por la espalda. La piedra se
resquebrajó delante de sus ojos para dejar salir a un titán de piel blanca.
Sierra y Néstor no eran más que dos cachorros asustados frente al
gigante de ojos de hielo que se puso en pie delante de ellos. Se encogieron
cuando les miró con severidad y pose regia, a pesar de los cientos de años
que había pasado durmiendo. La chica tragó saliva. Bajó la cabeza y se
inclinó ligeramente. Tenía las rodillas temblorosas y las muñecas le ardían
del impacto de su arma contra la piedra.
El guerrero estiró los brazos y el cuello, y dio un par de pasos con un
gruñido grave. Tenía el pelo por los hombros, de un tono entre el rubio claro
y el blanco. Estiró esas manos, el doble de grandes de las de Sierra, y se
pasó una de ellas por la frente. Ferner les miró de nuevo y ella se volvió a
sentir diminuta, más frágil y humana que nunca. Se mantuvo en silencio
porque no se le ocurría nada que fuera adecuado decir.
—¿Cuál es vuestro nombre? —Su voz era profunda y ronca, tan grave
que la chica la sentía vibrar en sus vértebras.
—Soy Sierra, y acompaño a Néstor, nuestro vidente. Ha visto el fin de
nuestro clan. —Era un milagro haber encontrado un hilo de voz con el que
hablar. Empujó de la forma más discreta que pudo a Néstor, que tragó saliva
y asintió.
—Ázanor nos dijo que viniéramos en tu búsqueda.
Era difícil entender su expresión, y resultaba aún más complicado por la
barba tan rubia, con trenzas diminutas, igual que las que le decoraban el
pelo. Sus cejas estaban fruncidas en un gesto de enfado o preocupación.
Ladeó la cabeza y aspiró aire de forma brusca. Tenía la nariz ancha y recta.
Entornó los ojos hacia ella y Sierra sintió que la atravesaba con la mirada.
—¿Qué eres?
Ella boqueó en respuesta, tratando de encontrar la seguridad para
responderle pero sin encontrarla. Fue Néstor quien respondió, de forma
dulce.
—Es una lupina, como yo.
—Diría que desciendes de mi linaje —murmuró Ferner acercándose un
paso que le hizo aún más grande—. Y portas la lanza de Destra. Pero hueles
a humana, no a lobo.
—Estoy maldita —susurró Sierra con voz demasiado aguda. Ferner
frunció el ceño.
—¿Cuál es la amenaza a la que nos enfrentamos?
Néstor soltó el aire despacio. Sierra se alegró de que fuera él quien lo
explicase, nunca se le habían dado bien las palabras y la última vez que se
había sentido tan intimidada fue cuando se encontró con la diosa Luna y
salvó a su hermana para luego arrebatarle todo lo que tenía y la mitad de lo
que era.
—Selene.
El aire se volvió tan tenso dentro de la cueva que Sierra sentía que podía
cortarles si se movían. La mirada de Ferner dolía, y no tenía valor para
mantenérsela. Néstor se atragantó con su propia saliva y tuvo que aclararse
la garganta antes de volver a hablar con voz aguda:
—Hemos ofendido a Selene y ella ha bajado a la tierra para negarnos su
magia. —Ferner se mantuvo tan inmóvil como cuando era de piedra, la
única respuesta fue un centelleo de sus ojos que a Sierra le recordó el brillo
del acero—. Estamos perdiendo nuestra esencia. Nos volvemos débiles y no
podemos curarnos. Los lobos han dejado de hablarnos y nos cuesta
transformarnos. Si Selene no regresa al cielo, no tardaremos mucho en
morir a manos de los humanos.
Ferner pasó su mirada de Néstor a Sierra, y parecía que el guerrero
esperaba que ella lo negase o quitara peso a las palabras del vidente. Ella
guardó silencio y Néstor siguió hablando. Con palabras medidas y casi sin
aliento, explicó lo que había pasado en los últimos días: la forma en la que
el castigo de la diosa les estaba matando. El primero de los guerreros le
escuchó con gesto estoico. Lo único que reveló emoción fue la forma en la
que sus músculos se tensaron y los tendones del cuello se marcaron.
Cuando Néstor terminó de hablar, guardaron un silencio pesado. El chico
estaba nervioso y Sierra no se atrevía a pronunciar palabra. Ferner tardó
unos minutos en reaccionar. Se giró para buscar su hacha y la agarró como
si fuera tan pesada como una pluma a pesar de su tamaño.
—¿Te vas? —preguntó Néstor con un tono de alarma en su voz por el
que Sierra no podía culparle; ella misma tenía los puños cerrados con fuerza
y se clavaba las uñas en las manos.
—Esperad aquí. —Las palabras de Ferner tenían la misma fuerza que el
filo de su hacha arañando la piedra de la cueva.
Sin dejar de andar se transformó en un lobo blanco. El hacha y la ropa
desaparecieron cuando tomó su forma de lobo. El animal, grande y de
movimientos poderosos e impacientes, se lanzó a la carrera por el corredor
de piedra por el que habían descendido. Sierra podía sentir las ganas que
tenía cada uno de sus músculos de moverse, de correr libre y escapar de esa
prisión de sueño y piedra.
Cuando llegó arriba, el lobo aulló.
Su voz tenía el sonido de las tormentas, la fuerza que hace estremecer el
cielo y amenaza con partirlo. La piedra vibró y los dos chicos contuvieron
la respiración. Había tantos sentimientos en su voz que no se atrevía a decir
cuál predominaba. Era un sonido fiero y amargo, cargado de rabia. Una
amenaza, un lamento, un grito de liberación. Tenía tanta potencia que lo
siguieron escuchando incluso cuando había terminado y Ferner se había
alejado de ellos. Néstor estaba tan perdido como ella, y sus respiraciones se
escuchaban en la cueva como las de dos niños perdidos.
—Ha dicho que le esperemos —murmuró Néstor.
—Sí. —Sierra se giró para poder recorrer la cueva con la mirada.
La adrenalina se retiraba y el cansancio cayó sobre ella con tanta fuerza
que estuvo a punto de desplomarse. Sentía su tobillo en llamas, atravesado
por agujas invisibles que llegaban hasta el hueso. Sentarse en el pedestal de
piedra en el que había dormido Ferner le parecía una falta de respeto, así
que se dejó caer en el suelo con un suspiro, y Néstor la imitó a su lado.
Sierra se quitó las botas con unas manos que temblaban. Tenía el tobillo
hinchado y la impresión de que la piel palpitaba. Arrugó la nariz y se tanteó
los huesos. No parecía haber nada roto, pero la simple presión de su mano
hizo que se le escapara un gruñido. Dolía como si se abriese la carne.
—¿Te has roto algo? —preguntó Néstor.
—Los huesos siguen en su sitio. —Apoyó la espalda en la piedra, con un
suspiro. La emoción se mezclaba con el cansancio de una forma extraña—.
Tu padre era humano, tienes que saber mejor que yo cómo funcionan… y
cómo se curan.
—Creo que con descanso y paciencia.
No tenía ninguna de las dos cosas. Sierra dejó escapar un gruñido entre
sus dientes. Sus tripas le respondieron con uno igual de fiero. Los párpados
le pesaban y dejó que se cerrasen. «Un momento, solo será un momento».
Hacía frío en la cueva, pero no le importaba. No pensó que pudiera
quedarse dormida con el bramido de Ferner aún retumbando en sus oídos,
pero antes de que pudiera darse cuenta sus pensamientos se deformaron en
palabras que carecían de sentido e imágenes borrosas que la arrastraron
hacia el sueño.

7
El fuego chisporroteaba en la hoguera. Sierra aún tenía el cuerpo
entumecido por el sueño y los párpados pesados. Se había quedado dormida
en una posición tan incómoda que el cuello le dolía igual que si le clavaran
agujas de huesos en los tendones. Arrugó la nariz y se restregó el dorso de
la mano por los ojos. El estómago protestaba con violencia: sus sentidos
habían captado el olor a carne asada antes de que su cerebro pudiera
procesarlo.
Tardó unos instantes en comprender dónde estaba. La hoguera reflejaba
una danza de luces y sombras en las paredes de la cueva. Néstor también
había caído presa del sueño y dormía en el suelo, a su lado. De espaldas a
ellos, Ferner asaba piezas de carne en la hoguera. Sus manos, fuertes y
blancas, tenían manchas de sangre del jabalí que había descuartizado y
cuyas piezas dejaba que las llamas lamieran. A Sierra se le hizo la boca
agua. Temió no comportarse adecuadamente y se quedó en el sitio.
—Puedes acercarte —dijo Ferner con voz grave, sin girarse para mirarla.
Néstor se removió entre sueños y se sintió menos sola. Caminó un par de
pasos y se detuvo lo bastante cerca del guerrero para poder mirarle de frente
y lo bastante lejos para mantener una distancia de respeto. Ferner tenía el
rostro impasible y daba la impresión de que aún estaba cincelado en piedra.
Unas cicatrices de un blanco más brillante que su piel le recorrían la cara y
la parte visible de los brazos. Si las leyendas eran ciertas, muchas de ellas
ya surcaban su cuerpo la primera vez que Selene puso los ojos en él.
Bajó la vista a sus manos, que le parecieron más frágiles y ridículas que
nunca. Ferner la estaba mirando y frunció el ceño porque no era capaz de
reaccionar de otra manera.
—Así que tú eres mi descendiente.
—Mi padre lo decía.
Ni siquiera había podido contestar algo decente. No tenía valor para
asegurarlo con orgullo, como le gustaría. Él la examinó y frunció un poco el
ceño al ver su tobillo.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Dos días. Ahora no se me cura.
—Déjame verlo.
Hubiera preferido golpearse la cabeza contra la pared de roca, pero no se
atrevió a negarse. Apretó los labios y se acercó, estirando la pierna para que
quedara a su alcance. Su tobillo parecía el de un cachorro cuando le puso
los dedos encima. Apenas lo presionó, pero bastó para hacer que gruñera.
Ferner se quitó la capa y rasgó un par de tiras de tela de la parte inferior.
—No te muevas.
No pensaba hacerlo. A su lado apenas se atrevía a respirar.
Le levantó el pantalón y empezó a anudar las tiras de tela con firmeza en
torno a su ¿tobillo?. ¿Qué era lo que pensaba Ferner al verla? ¿Vergüenza?
Desde luego, ella se avergonzaba de sí misma. Si tan solo siguiera siendo la
misma de siempre, sin su mitad arrancada, a lo mejor tendría algo más de
seguridad, algo que demostrarle: sus descendientes habían sido algo más
que chicas frágiles con heridas que no sanaban.
—Esto te ayudará. Si fuerzas ¿el tobillo?, te seguirá haciendo daño.
—Tampoco tengo a dónde ir. Mi propia manada no puede verme, ni
siquiera Néstor me reconocía. No tengo sitio entre ellos.
—Fue Selene quien te maldijo. —Sierra asintió. Ferner tenía el cuello
tenso. Sus hombros eran tan anchos, sus brazos tan fuertes, que se sentía
diminuta a su lado—. ¿La viste?
—Sí. Nos encontró cuando mi hermana estaba a punto de morir. La
salvó, pero a mí me castigó.
—¿Cómo era?
—Maravillosa y aterradora al mismo tiempo. No podía dejar de mirarla.
La sombra de una sonrisa arañó la comisura de los labios del guerrero.
Resopló de forma cansada o triste.
—La encontraré. O la esperaré en vuestra tribu.
—¿Te vas a enfrentar a ella?
—Es lo que juré delante de Dios Rey —respondió, con la barbilla alta y
una mirada tan grave como su voz—. Defender a los lupinos de quien
amenazase el linaje de mi diosa. Lo que no esperaba —gruñó con la voz
más amarga que Sierra hubiera escuchado nunca— era que tendría que
defenderlos de ella misma.
—Quiero ir contigo.
Los ojos de Ferner tomaron el color de las nubes cargadas de tormenta.
Sierra hizo lo que pudo por mantenerse firme, aunque le temblara el labio
inferior. Sabía que iba a negarse, lo sabía incluso antes de decirlo, pero
tenía que hacerlo. Ferner abrió los labios, y Néstor eligió ese momento para
despertarse con un grito ahogado y sobresaltarles a ambos.
Néstor

E lgolpes.
corazón le golpeaba hacia la garganta como si tratase de escapar a
La visión le había arrastrado de improviso cuando escuchaba las
voces de Sierra y Ferner desdibujadas por el sueño. Al instante siguiente
estaba frente a los hombres que arrastraban a Nevada por el suelo. La
anciana se había convertido en loba para evitar el llanto y los gritos, para
evitar que los humanos pudieran ver el sufrimiento que le causaban. Había
sangre derramada, y el empalagoso aroma de la muerte de hombres y
lupinos era tan intenso que le hizo marearse. Tropezó entre cadáveres aún
calientes, y cayó de rodillas delante de uno de los cachorros que aún no
había llegado a su primer cambio.
La tribu, a su espalda, ardía en gritos y llantos. Los humanos cubrían de
hierro y plata sus cuerpos y sus voces.
—¡Entregaos o la degollaré delante de vosotros! ¡Todos al suelo! Si
alguien se mueve…
No pudo ver la lucha, pero sí que escuchó los gañidos, el forcejeo y el
sonido de los dientes de plata que atravesaban la carne. También sintió sus
manos salpicadas de la sangre de Nevada.
Tuvo el momento justo para alzar la vista y escuchar la lluvia de flechas
que lanzaban contra su aldea.

7
Sierra gritaba y le sacudía. Estaba tan agitada que le aceleraba aún más el
pulso. Temblaba de forma tan violenta que ni siquiera encontraba su voz
para responder. Hasta que unas manos grandes y cálidas le agarraron con
firmeza de los brazos. Ferner tenía una fuerza tranquila y segura que le hizo
volver a estar sobre el mundo en vez de sentir que se quebraba bajo su peso.
Soltó el aire. El sudor se le enfriaba sobre su frente y las mejillas le
ardían de vergüenza. Esa era la imagen que tendría de él el primero de los
guerreros: un chico al que había que calmar como si fuera un cachorro
muerto de miedo. Al menos no hubo burla en la voz del guerrero:
—¿Era Selene?
Sacudió la cabeza. Tenía la garganta tan seca que le dolió tragar saliva.
Quería sacudirse de las sensaciones que la visión le había hecho vivir, pero
sabía que no debía hacerlo: tenía que mantenerla reciente, atrapar los
detalles aunque eso significara saborear la muerte. Había aprendido a
hacerlo gracias a Nevada, y nunca había esperado encontrar en una de ellas
un final así de cruel para la anciana.
—Los hombres van a atacar a la tribu. Matarán a varios, también a
cachorros. —El estómago se le encogió y buscó con su mano el brazo de
Sierra—. He visto cómo ¿degollaban? a Nevada.
—¿Quién es Nevada? —gruñó Ferner.
Sierra se apresuró a responder:
—La más anciana de la tribu. Descendiente de Fe. —Sierra se acercó
más a él y le apretó la mano—. ¿Eran los cazadores que te atraparon?
—No estoy seguro, no los he reconocido.
—Tenemos que evitarlo.
Ferner se alzó con la seguridad con la que se yerguen las montañas.
Sierra ayudó a Néstor a levantarse.
—Vamos contigo —dijo la chica, con firmeza.
—Me retrasaríais. Él puede seguirme el paso en forma de lobo, pero tú
tienes un tobillo mal y no puedes transformarte.
—Pero soy la que mejor puede guiarte. —Sierra tenía una seguridad en
su voz que Néstor no podía evitar envidiar.
Él jamás se hubiera atrevido a llevarle la contraria a alguien que estaba
tan cerca de ser un dios. Tampoco estaba seguro de si era buena idea, no
conocía historias que acabaran bien de quienes herían el orgullo de los
inmortales. Ferner resopló y se volvió hacia él, que no pudo evitar
encogerse.
—¿Tú no puedes guiarme?
—De forma algo más lenta —reconoció con un hilo de voz—. Puedo
encontrar el camino que hemos seguido, pero no vinimos en línea recta y
me llevaría tiempo salvar los obstáculos.
Ferner gruñó de nuevo y Néstor guardó silencio. Cuando volvió a hablar,
se dirigía a Sierra.
—Súbete a mi espalda y sujétate con fuerza.
Ella tragó saliva. Y Néstor no la envidió en absoluto. A pesar de que el
propio Ferner le había dado permiso había algo incómodo, casi
irrespetuoso. Tal vez fuera el hecho de que los humanos cabalgaran
animales inferiores, como caballos, criaturas a las que domaban y sometían.
Se concentró en transformarse, lo que le arrancó una oleada de dolor en
todo el cuerpo. Fue incapaz al primer intento. Tuvo que apretar los dientes y
arañar la roca, esforzarse hasta casi perder el sentido, para que su cuerpo se
transformara: las mandíbulas se hicieron largas y fuertes, los dedos se
covirtieron en zarpas y toda la piel se le cubrió de un pelaje áspero y
espeso.
Resopló con un sonido lastimero. Los huesos aún le dolían y cada
músculo se sacudía por el esfuerzo. Al lado de Ferner parecía enfermizo y
raquítico. El poderoso lobo blanco se acercó a Sierra y se quedó quieto,
invitándola a subir encima. Su amiga tomó aire antes de hacerlo. En cuanto
la tuvo sobre su lomo, Ferner echó a correr por las escaleras talladas en su
montaña y Néstor tuvo que esforzarse para no perderle el rastro.

7
Le costaba coger aire y seguir lanzando sus patas hacia adelante para no
quedarse atrás. Los pulmones le quemaban y el bosque era un borrón
marrón y verde por el que se deslizaban sin tiempo para detenerse.
Intentaba seguir los pasos de Ferner, pero no podía evitar todos los
obstáculos del camino: las ramas que le arañaban el lomo o los socavones y
piedras que le hacían tropezar. Escuchaba la voz de Sierra que daba las
indicaciones justas: «Hacia la izquierda», «Sigue hasta el río», «Hay que
atravesar esos árboles»…, y se preparaba para hacer lo que la chica
indicase, tras el paso de Ferner.
Las patas empezaron a arderle. Luego dejó de sentirlas y amenazaban
con fallarle. Cayó de bruces al resbalar con una superficie cubierta de barro
y se golpeó el hocico contra un tronco. Solo entonces Ferner se detuvo.
«Descansaremos unos minutos», gruñó el lobo blanco.
Sierra se bajó de su lomo con movimientos más torpes de lo habitual en
ella. Aún sujetaba la lanza, y la dejó en el suelo para estirar los músculos. A
Néstor le gustaría poder transformarse el rato que tenían para descansar,
pero no estaba seguro de ser capaz de volver a hacerlo. Era de los lupinos
en los que la parte humana era más fuerte que la del lobo, y el pánico le
recorrió los huesos al plantearse que podría quedarse así para siempre,
atrapado en esa forma.
«¿Estamos lejos?», quiso saber Ferner.
—Aún nos queda un buen trecho —respondió Sierra.
«La visión. Cuándo ocurrirá esa matanza».
Néstor sacudió la cabeza. No estaba seguro. Trató de recordar los
detalles, aquellos que parecían menos importantes pero que podían ser
vitales.
«Era un atardecer. Había nubes de lluvia. —Sus compañeros de viaje
alzaron la vista al cielo a un mismo tiempo. Néstor no lo necesitaba: no
sentía en la piel la humedad que había notado en su visión—. Parece que
nos queda algo de tiempo».
Ferner soltó el aire de una forma que podía mostrar tanto su inquietud
como su conformidad.
«Si seguimos a este ritmo, mañana por la tarde podremos estar de
vuelta», dijo Ferner.
«Si seguimos a este ritmo, mañana estaremos muertos», pensó Néstor.
No sabía si sería capaz de volver a ponerse en marcha, y tendría que
descansar cuando llegara la noche. Incluso Ferner tenía la respiración
pesada, aunque no pudiera compararse con el agotamiento que a él se le
escapaba en los jadeos.
La pausa fue tan breve que, si hubiera sido humano, habría tenido ganas
de ponerse a llorar. Apenas tuvieron tiempo de beber agua y estirarse unos
minutos al sol antes de que el enorme lobo blanco se pusiera en pie de
nuevo.
«Vamos».
Si Sierra estaba cansada, no dejó que se notara. Se acercó a él y esperó
con gesto sumiso a que el primer guerrero le diera permiso para subirse de
nuevo a su espalda. Néstor arañó los instantes de calma antes de empezar a
seguirle de nuevo.
Todos sus esfuerzos no eran suficientes para estar a la altura. Néstor
seguía corriendo a pesar de no tener aire, de las veces que se tropezaba y
del dolor, cada vez más agudo, de sus músculos y sus articulaciones. Seguía
adelante, aunque parecía que su corazón estaba a punto de reventar. Corría
con todas las fuerzas que tenía y con las que arañaba de lo imposible por
pura voluntad, y no bastaba. La distancia entre el primer guerrero y él se
hacía cada vez mayor, aunque Ferner relajara el ritmo para esperarle.
Debería estar acostumbrado a esforzarse más allá del límite y fracasar de
todas formas. Era la historia de toda su vida.

7
El bosque se tintaba de sombras cuando las patas delanteras le fallaron. Esta
vez, cuando cayó, fue incapaz de ponerse en pie de nuevo. Las
articulaciones le temblaban, incapaz de sostener su peso. Ferner se detuvo y
dejó escapar el aire de sus fauces en forma de bufido. Sierra bajó de su
grupa para acercarse con pasos también tambaleantes. Néstor intentó
transformarse pero fue incapaz de hacer otra cosa que retorcerse con el
latigazo de dolor que estalló dentro de su columna.
Sierra se dejó caer a su lado. Ferner guardaba silencio a unos pasos de
ellos. Néstor podía sentir en su lomo el peso de su mirada. Estaría
decepcionado en el mejor de los casos, y no podía reprochárselo. Le
gustaría poder disculparse por ser una carga, pero no tenía aliento ni
fuerzas, ni siquiera para comunicarse.
«Debéis descansar —dijo Ferner. Sierra se rindió con un suspiro. Néstor
bajó la cabeza entre los hombros para tratar de hacerse pequeño—. Dime
cómo llegar».
—¿No necesitas hacer noche? —preguntó Sierra.
«He dormido muchos años, puedo correr un poco más».
La chica se puso en pie con cierto esfuerzo y caminó en dirección al lobo
blanco. Señaló algo que quedaba demasiado lejos para que Néstor pudiera
intuir su forma entre las sombras cada vez más profundas.
—Cuando llegues a la tercera montaña, dirígete hacia el este. Puedes
seguir el curso del río más profundo, hasta alcanzar un bosque. Atraviésalo
en dirección sur. No creo que sea difícil para ti encontrarles.
Ferner asintió antes de marcharse sin ninguna despedida. Néstor le
escuchó alejarse sin atreverse a alzar la cabeza. Sierra se mantuvo en pie, de
espaldas a él, hasta perderle de vista. La brisa de la noche les acarició la
espalda. La forma en la que Sierra soltó el aliento sonaba a derrota.
Néstor quería decirle que no tenía ningún sentido sentirse así; habían
logrado cumplir su misión: despertar al primero de los guerreros. Pero él se
sentía igual. Vencido. Fracasado. Intentó volverse humano una vez más,
pero estaba demasiado cansado y el dolor era insoportable, como si tratara
de quebrarse todos los huesos. Se resignó con un resoplido sin fuerzas. De
todas formas, la noche prometía ser fría y había dejado la ropa en la
montaña de Ferner.
Sierra se dejó caer a su lado. Néstor contuvo el impulso de acercarse a
ella y buscar su calor, o su compañía. Puede que Sierra no lo viera, pero
después de conocer a Ferner no tenía ninguna duda de que su misma sangre,
su misma energía, corría por sus venas. Esa fuerza, y ese orgullo, tan
afilado como un arma de plata e igual de hiriente.
—Llegará a tiempo —dijo Sierra tras un silencio tan largo que sus
palabras quedaron extrañas y descolgadas—. Sé que es egoísta, pero me
gustaría estar allí. Me gustaría formar parte de esto.
«Lo eres», replicó Néstor. El lenguaje de los lobos no tenía mucho que
ver con la lengua humana, y se le hacía menos natural que el humano. No
tenía problemas para captar los sonidos, pero se le escapaban los gestos que
hacían énfasis, aclaraban a lo que se refería el mensaje o lo completaban.
Entre lobos perdía parte de la comunicación. También se sentía más torpe al
hablarlo, a pesar de la paciencia con la que su madre le había enseñado.
Sierra apoyó sus dedos en su costado. Fue una caricia tan suave, tan
extraña y tan espontánea que Néstor fue incapaz de reaccionar y se quedó
quieto, sin ni siquiera respirar. El contacto no duró más que un par de
latidos, posiblemente el tiempo que Sierra tardó en darse cuenta de su
propio gesto y retirar la mano para cruzar los brazos de nuevo. Aun así, la
zona que ella le había rozado le cosquilleaba con calidez, como si aún
mantuvieran el contacto.
Estaba tan agotado que cerró los ojos y ni siquiera se movió cuando su
compañera se levantó y cojeó buscando en las cercanías algo con lo que
hacer fuego. Sacó el pedernal del bolso que llevaba atado a la cintura y se
concentró en el fuego. El viento agitó las copas de los árboles y le cubrió
con un abrazo de sombras, pero Néstor estaba demasiado ocupado para que
le importase. Con el cosquilleo del roce de Sierra aún vibrando sobre su
piel, se dejó llevar por el sueño.
Sierra

C adaElpasotobillo
dolía.
estaba menos hinchado que el día anterior, y había logrado
dormir, aunque tenía la espalda cansada de estar en tensión por el frío. En
algún momento de la noche, sin que ella se lo pidiera, Néstor se había
echado a su espalda para darle calor con su propio cuerpo. Sierra fingió no
darse cuenta y trató de seguir durmiendo. Tenía un sueño inquieto, con
barro y sangre, en el que el grito del hombre que había matado se mezclaba
con los ojos llenos de estrellas de su hermana. La presencia de Néstor,
cálida y tranquila, no lograba ahuyentar las pesadillas, pero le recordaba
que no eran reales. Los sueños no tienen dientes.
Los recuerdos, por otra parte, consiguen que vuelvan a doler las
cicatrices mal cerradas.
Se habían despertado con el desánimo pegado a las pestañas. Su
compañero (¿su amigo?) no había hecho intento de transformarse en
humano y Sierra empezaba a estar preocupada de que no pudiera volver a
cambiar. De haber podido elegir, ella hubiera preferido quedarse en forma
de lobo, pero Néstor descendía de padre humano y estaba muy apegado a su
humanidad. Además, aunque fuera egoísta, ya que ella estaba atrapada en
ese cuerpo homínido, hubiera preferido que él le hiciera compañía en la
misma forma.
Aunque había sido agradable pasar la noche con la espalda apoyada en
él, y sabía que no lo habría permitido si estuviera en su forma humana. Se
hubiera sentido muy extraña.
«¿Descanso?», preguntó Néstor, ajeno a que estaba pensando en él.
Puede que no pudiera hablar como los lobos, pero entendía cada gesto. Por
humana que fuera, seguía siendo su primer lenguaje.
Sierra negó con la cabeza. Llevaban toda la mañana caminando y su
cuerpo entero se resentía del viaje, pero si tenían que parar prefería que
fuera cuando el sol estuviera alto. Su estómago protestó. A excepción de un
puñado de bayas silvestres, no habían comido nada desde el día anterior.
—Supongo que Ferner ya estará en la tribu —murmuró, para dar
palabras al pensamiento que llevaba un largo rato dando vueltas en su
cabeza—. Espero que haya llegado a tiempo para impedir que capturen a
Nevada.
El gruñido de Néstor implicaba conformidad. Sierra se obligó a seguir
caminando. Sus botas estaban tan sucias y gastadas que parecía que llevaba
años de viaje en el bosque en vez de unos días.
—Me hubiera gustado llegar con él, pero es absurdo. Una parte de mí se
empeña en mantener la esperanza de que puedan reconocerme. De que el
maleficio de Selene puede deshacerse de forma así de sencilla. —Quiso reír,
pero el sonido sonó más a un bufido amargo que a una carcajada—. Como
si tuviera alguna forma de recuperar mi vida.
«Puedes hacerlo. Estoy seguro».
—No he oído una sola historia en la que Selene sea clemente con un
mortal al que castiga —respondió con voz amarga—. Ayer me moría de
ganas por regresar, pero no sé qué voy a hacer cuando lo haga. Mi propio
pueblo no puede verme.
«Yo no voy a olvidarte», gruñó el lobo.
—Hasta mi hermana lo hizo. Solo espero lograr que ella vuelva a estar a
salvo.
No le quedaba esperanza suficiente para las dos, así que le bastaría con
asegurarse de que Brisa tendría algún futuro, aunque fuera sin ella.
Tampoco era tan importante, seguro que encontraba quien la cuidara mejor.
Sería divertido si no doliera tanto. Ella, que se había pasado los últimos
meses ignorando a Brisa, se había vuelto invisible para su hermana. Había
dejado de existir, y aunque lograra alejarla del hechizo de Selene, sabía que
no lograría recuperarla.
Y no estaba bien. Era un castigo cruel y retorcido. Propio de la diosa que
les había creado y ahora les daba la espalda.

7
Llegaron al río a mediodía. El sol arrancaba reflejos de luz en el agua que
saltaba de forma que le recordaba a un cachorro con ganas de jugar. Se
sentó en el suelo con la espalda apoyada en un tronco para darse un
descanso. Sentía el estómago vacío tan ligero que le parecía que el resto del
cuerpo no le pesara nada. El hambre era extraña. A ratos desaparecía por
completo, como si su cuerpo ya no pudiera sentirla. Y cuando menos lo
esperaba regresaba voraz y se abría paso a dentelladas desde su tripa hasta
el cerebro.
Ahora estaba tranquila y Sierra lo agradecía. El cansancio y su tobillo le
parecía bastante con lo que lidiar. Por suerte, era un dolor soportable. Sabía
que sería peor tras el alto en el camino, pero tenía que seguir caminando.
Nadie iba a aparecer para llevarlos de vuelta.
El vendaje que le había hecho Ferner cumplía su función, y Sierra
acarició la tela con gesto distraído. Era extraño llevar jirones de la capa de
un personaje de leyenda, de su primer ancestro. No lograba imaginárselo en
la manada, con los cachorros observándole con ojos enormes y los adultos
tan nerviosos por su presencia que, seguro, les costaría atinar a decir una
sola palabra. Si hablara de ella… ¿ignorarían sin querer sus palabras?
Néstor se había echado frente a ella y apoyaba la cabeza en las patas
delanteras. Incluso alguien que no le conociera en sus dos formas podría
reconocerlo por los ojos: no cambiaban, eran bosques de primavera
cubiertos de niebla.
Le había odiado por algo que sabía que no era culpa suya, y había
mantenido el rencor vivo durante todo ese tiempo. Sin embargo, en ese
momento, ya fuera por el viaje que habían compartido juntos, ya por el
cansancio, se dio cuenta de que había dejado de odiarle. No le quedaban
fuerzas, o no quería gastarlas en eso. Sería que prefería tener alguien en
quien confiar durante el camino, a quien dar la espalda con la seguridad de
que iba a protegerla. O por los menos a intentarlo.
Si fuera hábil con las palabras podría decirle algo como que ya no le
odiaba, que no le quedaban ganas para guardarle rencor, incluso que estaba
agradecida del camino que habían recorrido juntos. Si fuera más humana
encontraría una forma de poner palabras a esos pensamientos tan
complicados que se mezclaban con las emociones y no sabía si estaban más
empapados de agradecimiento o de desesperanza. Pero nunca había sido
capaz de expresarse como Néstor, o como Brisa, ni como su padre, que
sabía explicar las cosas de esa forma tan clara que volvía simple lo
complicado. Arrugó la nariz y removió la lengua. Antes de atreverse a
intentarlo, Néstor alzó las orejas y se puso en guardia.
—¿Qué…?
Él la calló con un gesto. Tenía el lomo erizado y un gruñido contenido
que le hacía vibrar la garganta.
«Cazadores».
Sierra se mordió el interior del labio para contener las preguntas que
palpitaban, intentando derramarse por su garganta. Se puso en pie con todo
el sigilo que pudo.
«Están cerca. Siguen nuestro rastro».
—¿Son los que te atraparon?
El lobo asintió. El miedo se reflejaba en cada gesto. Sierra se puso en
marcha sin perder otro instante. Se preguntaría cómo un grupo de humanos
había logrado encontrarles tan rápido si no fuera porque un brujo caminaba
con ellos. ¿Por qué él no perdía su magia? A lo mejor Selene no controlaba
su poder, ya que le habían obligado a sangrar para dárselo. Tampoco le
sorprendería si hubiera decidido dejárselo para que mataran antes a los
licántropos. Lo mismo daba, tenían que alejarse de ellos. Había matado a
uno de sus hombres, así que no esperaba ninguna clemencia por su parte.
—Sígueme.
«Les guiaremos a la tribu».
—No serán un problema si logramos llegar hasta ellos.
Podrían estar perdiendo sus poderes, pero seguían siendo un pueblo
guerrero. Y Ferner estaría allí para defenderlos. Intentó caminar con el
mayor sigilo posible, aunque era complicado moverse como un fantasma si
trataba de caminar rápido. Tal y como temía, la molestia del tobillo se
transformó en un dolor fino y constante que clavaba sus dientes en la
articulación cada vez que apoyaba el peso en esa pierna.
Néstor estaba asustado. No le había preguntado si le habían hecho daño,
y solo ahora se daba cuenta de los silencios asustados de su compañero.
Apretó los dientes. Había estado demasiado centrada en lo que ella misma
sentía o en su misión para preocuparse por él, y ahora no era el momento de
preguntarle nada.
—¿Aún nos siguen?
«Se acercan. Se mueven rápido».
Sierra maldijo y se clavó las uñas en las palmas de las manos. Podían
correr, pero no aguantarían demasiado tiempo. Aún les quedaba un día
entero, puede que más, de viaje por delante, y no serían capaces de seguir el
ritmo sin descanso. Desfallecerían por agotamiento o hambre. Si aún fuera
ella misma, podría transformarse para correr más rápido y perderles en el
bosque. Pero era humana.
Una simple humana.
Arrugó la nariz y se detuvo. Néstor también lo hizo, confundido.
«Se acercan».
—Vete. Puedes hacer solo el camino de regreso. Aunque te pierdas un
poco, llegarás antes sin mí.
«No voy a dejarte sola».
—No van a hacerme nada. Soy solo una humana, y se darán cuenta en
cuanto vean que la plata no me quema.
«No».
—¡Vete! Si estoy sola, encontraré la forma de que no me hagan daño. Si
vamos juntos nos alcanzarán, y entonces moriremos los dos.
Sierra sentía la cuenta de cada instante que perdían como una cuerda que
le apretara el cuello. Si dejaban que se escurriese más tiempo, se
condenarían ambos. Néstor se removía, inquieto.
«No quiero dejarte sola».
—Si nos encuentran juntos nos matarán a ambos —siseó con firmeza.
«Traeré a Ferner. Volveré a por ti».
—De acuerdo —concedió, aliviada. Que dijera lo que quisiera, pero que
se marchase. No quería decir en voz alta que uno de los dos podía vivir si
separaban sus caminos. Y, si podía elegir una muerte, prefería caer como
una guerrera. También prefería morir creyendo que al menos había una
persona que la recordaría.
Néstor apoyó su frente contra su muslo y los dedos de Sierra volaron por
voluntad propia para acariciar el pelo entre sus orejas. Apenas le rozó dejó
caer la mano y arrugó la nariz, contenta por que no le pudiera ver la cara.
—Buena suerte.
«Nos encontraremos pronto».
Se alejó con un trote cansado, pero más rápido de lo que ella se sentía
capaz de moverse. Pensó en que no le había preguntado cómo de cerca
estaban para calcular cuánto tardarían en encontrarla y sintió un abrazo frío
por la parte baja de su espalda. El bosque aguardaba quietud, tras un muro
de silencio que su oído se había vuelto incapaz de atravesar. Caminó un
poco tras las huellas de Néstor, permitiéndose cojear y dejar huellas en el
barro. Ya no había motivo para tratar de esconderse.
Al menos le quedaba la lanza, que seguía notando cálida. Y puede que
fuera solo por su propia imaginación, pero no le importaba. Prefería
engañarse que vivir desesperada lo que podían ser sus últimos instantes.
Usó la lanza como bastón. Esperaba que Destra no lo encontrara insultante.
No había rastro de la loba negra, ni de ninguno de los animales que la
representaban. Se sentía sola en mitad de un bosque tan grande y apretó los
dientes como si así pudiera ahuyentar a sus fantasmas. Caminó un trecho
más cerca del arroyo antes de desviarse para seguir el camino a más
distancia, entre los árboles. No se esforzó demasiado en cubrir sus huellas,
tenía curiosidad por ver qué pasaba. ¿Seguirían el rastro de Néstor o irían a
por ella?
Era una sensación extraña, casi desesperante, tener el corazón en vilo y
desear que ese momento se alargara, pero que el peso de la desesperanza
hundiera poco a poco su espíritu y le hiciera desear que todo terminase
pronto. Para bien o para mal, pero no podía seguir más tiempo así.
Se detuvo cuando escuchó las voces.
Un escalofrío zigzagueó por su columna. Pasos y susurros mezclados
con el canto del agua. Estaban más cerca de lo que le hubiera gustado, pero
no tanto como para haberla descubierto aún. Agarró con fuerza la lanza.
Con el aliento contenido como un pájaro que se había enredado las plumas
con sus costillas, se acercó a los sonidos, protegida por los árboles de la
vista de los hombres.
No captaba las palabras, pero el tono le llegaba como el murmullo del
río. Parecían preocupados, y su miedo le dio esperanzas. A lo mejor,
después de todo, encontraba una forma de herirles y salir con vida. Apoyó
la mano libre en la corteza húmeda de un árbol de ramas bajas y tronco
ancho, que parecía querer resguardarla. Se inclinó para mirar por encima de
sus ramas. Distinguió los rizos rubios del más joven de los cazadores, que
se agitaban con despreocupación, casi como si bailase. Las hojas que la
ocultaban también le ponían difícil distinguir a la otra silueta, la chica alta
de pelo recogido en trenzas largas que adornaba con plumas y trozos de
metal. Se inclinó un poco más. Le faltaba uno, el que más le preocupaba. El
brujo no caminaba con ellos y las tripas se le encogieron tanto que dejó de
sentir su peso, como si cayera por un barranco.
Si tuviera su oído, podría encontrarlo. Si tuviera su olfato, no habría
tardado tanto en detectar ese perfume, a dulce y a humo. Pero era humana, y
cuando se giró ya sabía que era tarde. El brujo tenía los ojos oscuros y una
sonrisa muy afilada.
—Te pillé.
Quiso saltar, pero el tobillo le falló y el brujo lanzó una llamarada que
abrió sus fauces para devorarla.
V. El brujo

A ún puedo recordar ese tiempo en el que era tan vulnerable como esos
chiquillos que corren descalzos entre los soldados. Incluso entonces me
sentía invencible.
Yo no soy como Elva, nacida de una humana y un dios, yo nací tan frágil
como cualquiera de los críos que curiosean con ojos grandes y manos rápidas,
preparadas para robar cualquier pedazo de pan que quede a su alcance. No
recuerdo a mis padres, era hija de la calle, de las manadas de niños
huérfanos. Mis nanas fueron siempre el sonido de las armas que se afilan y
los brazos en los que me refugiaba, el fuego de las fraguas. A lo mejor mi
valor venía de saber que mi propia vida no era importante. Quería vivir
deprisa, a trompicones, quería saborearlo todo sin que me importase que la
lengua se me quemase.
No era mucho mayor que ellos cuando me uní a una guerra que me parecía lo
bastante justa para entregar mi vida. Y luego a otra. Y después a una
batalla en la que buscar venganza por aquellos que había amado y habían
caído. No me sorprendí cuando me hirieron: seguí luchando. Incluso cuando
sabía que la herida era mortal. Quería morir allí, quería dejarme la piel y
la sangre en ese campo de batalla. ¿Qué era la vida sino una sucesión de
peleas, de guerras, de enfrentamientos, y los cálidos cánticos de tus
aliados entre ellos?
Luché hasta desangrarme y morí con una sonrisa abierta como una herida
que me atravesaba los labios. Morí, pero no fue Muerte quien vino a
buscarme.
Rey me dio la vida y eso le convirtió en mi padre. Nunca me había sentido
tan pequeña que al convertirme en diosa. De pronto me sentí más niña de lo
que nunca había sido. Tenía que demostrar que estaba a la altura. Tenía que
demostrar que era poderosa. Tenía que demostrar que era leal a mi nuevo
padre. Selene siempre me odió por eso. Creo que Selene estaba decidida a
odiarme, hiciera lo que hiciera. Fui la primera humana, totalmente humana,
que pasó a ser una de Los Ocho, y no he dejado de esforzarme en demostrar
que este es mi sitio.
Si Rey me dejara, volvería a enfrentarme a ella hasta que se arrepintiera
de romper las normas del juego. Bajaría a la tierra y volvería a ponerme el
cuerpo humano para derrotarla en esa forma, en todas las formas, para
cogerla del cabello y arrastrarla al firmamento. Para hacerla sangrar de
nuevo.
Pero Rey me ha dicho que no podemos caminar por la tierra, y yo obedezco.
Solo insuflo mi aliento al ejército que prepara sus armas y viste la
armadura. Hago palpitar el fuego de sus antorchas y sus corazones. Acaricio
sus espíritus y les lleno de valor.
Habrá otra guerra, y aunque no camine entre ellos, sigo formando parte de
esos hombres.
Néstor

E lsusurrándole
instinto se le enredaba a las patas y tiraba de él hacia atrás,
el nombre de Sierra y llamándole cobarde o traidor por
abandonarla. Se gruñó a sí mismo y se obligó a acelerar el ritmo y trotar
más rápido hacia adelante. Si quería ayudarla, y claro que quería hacerlo,
más le valía llegar pronto a la tribu y pedir ayuda. Tenía razón, no iban a
conseguir nada si les atrapaban a ambos. Aunque la determinación fiera de
quedarse atrás de Sierra le asustaba, su compañera no era estúpida y sabría
defenderse mejor que él de los cazadores.
Les había dejado atrás y no escuchaba sus pasos. El brujo podía hacer
algo para amortiguarlos, creía, pero tampoco captaba su esencia cuando el
viento soplaba a su favor, y los humanos solían olvidar lo importante que
era para ellos el olfato. A lo mejor era algo que el brujo no podía esconder,
nunca había entendido cómo funcionaba su magia. Contaban que, tras una
pelea, la nueva diosa de la guerra hirió a Selene, y que su sangre cayó como
lluvia, y empapó a algunos humanos. Estos eran los que tenían la magia
robada que ella no había querido compartir, y al contrario que sus ritos, la
magia de los hombres tenía un precio muy alto.
Su padre había dicho que los hacía poderosos y también los consumía.
En cada humano se manifestaba de una forma diferente. Podían ayudarse de
ritos para conseguir distintas cosas, pero la magia era salvaje e instintiva,
mucho más destructiva. No la usaban, como los licántropos, en ceremonias
para unir a sus pueblos, ni para hablar con sus muertos. De hecho, no tenían
ningún contacto con ellos. La diosa Muerte se llevaba a los humanos a un
reino del que no podían saber nada.
Siempre le había parecido cruel. Muchos lupinos tenían familia humana,
amigos humanos o amantes humanos, y la idea de que la muerte les
separase para siempre solo por ser distintos le parecía caprichosa y
retorcida. No quería pensar que había una eternidad para él en la que no
podía ver a su padre, ni a sus hermanas humanas. No era justo.
Los dioses tampoco lo eran. Ni la naturaleza, ni la vida. Ni el tener que
dejar atrás a Sierra porque era la única forma de tener una posibilidad para
salvarse.
El cielo se volvió gris y pesado, cargado de lluvia. Reconocía esa
humedad porque era la misma que había sentido en su visión, el instante
que había vivido estaba a punto de pasar o de evitarse. Confiaba en Ferner.
Si había alguien capaz de evitarlo, era el guerrero que Selene había elegido,
el que ellos habían despertado. Las primeras gotas se precipitaron desde el
cielo, afiladas como puntas de acero, e igual de frías. El agotamiento pesaba
tanto que parecía a punto de derrumbarlo, y Néstor dejó de sentir las patas,
las tripas, incluso sus pensamientos. Solo quedaba su respiración silbante y
cansada, y el deseo egoísta de dejarse derrumbar y que la inconsciencia se
lo llevara.
Tuvo que pararse a descansar cuando la noche vistió el bosque de
tinieblas, y se agazapó para descansar entre las raíces altas de un árbol que
parecía a punto de echarse a andar. No logró dormir, pero sí se permitió un
respiro. Cuando se puso en pie de nuevo, temblaba tan violentamente que
tuvo que hacer varios intentos para lograr alzarse. Le dolían hasta los
pulmones, hasta los pensamientos que se arrastraban por su cabeza como
pesadas sierpes de hierro. Correr de nuevo era impensable, se contentó con
avanzar con pasos lentos e irregulares. El mundo era gélido, fiero y negro.
Cada movimiento estaba cargado de dolor y de peso.
Pero los aromas del bosque seguían despiertos, reavivados por la fina
lluvia que no había llegado a empaparle. Entre la tierra mojada y el olor de
los brotes verdes empezó a distinguir notas tan conocidas que un escalofrío
cálido se derramó por su columna y le animó a seguir un poco más.
Conforme se acercaba, los olores conocidos de su tribu le dieron impulso y
fuerzas, le guiaron por esa oscuridad tan densa en la que se movía. Pero
también había otros que le detuvieron: a óxido y a madera barnizada, a
cuerda de arcos y a sangre desconocida. No escuchó un solo sonido que le
advirtiese de que hubiera algo vivo en su camino, pero dio un rodeo para
evitarlo de todas formas.
El alba rasgaba el cielo cuando por fin llegó a la aldea. Estaba tan
cansado que sentía que una simple brisa sería capaz de derribarlo. Aún
notaba, latente, el calor de las brasas. El corazón se agitaba como un
pajarillo moribundo, pero no olía a sangre, ni a cuerpos muertos. La tribu
estaba en calma.
—¿Néstor? ¡Néstor! ¡El vidente ha vuelto!
Reconoció la voz de Altea que despertó al pueblo gritando su nombre.
Un rumor se despertó entre las tiendas, y el sonido de pasos, de murmullos
y de suspiros de alivio se derramó sobre su espalda haciendo que, por fin,
sus patas se doblaran.
—¡Néstor!
Si hubiera sido humano, se le habrían derramado las lágrimas al
escuchar la voz de su madre. Sintió el impacto de su cuerpo, luego su
abrazo, y al final los sollozos en los que se deshizo con el rostro enterrado
contra su lomo. Néstor le lamió las manos, y el llanto de su madre a ratos se
quebraba en risa. Tenía unas carcajadas suaves, casi mudas, de alivio. Lo
estrechó con fuerza y él cerró los párpados. Estaba en casa.
—Sabía que lo conseguirías, mi niño. Lo que me preocupaba era que tú
no lograras regresar después de cumplir tu misión. Siempre te has
preocupado más por los demás que por ti mismo —le acarició la mejilla,
estrechándolo con más fuerza—. El guerrero nos ha ayudado en la batalla.
No sé cómo hubiera terminado la cosa si no fuera por ti.
«¿Dónde está?», preguntó, tan al límite de sus fuerzas que no estaba
seguro de poder hacerse entender.
—Volverá. Quería encontrar a Selene.
«Hay que ayudar a Sierra».
—¿A quién?
Quiso tener forma humana para decir su nombre de forma clara y que
sonara de nuevo en el pueblo que la había olvidado. Alzó la cabeza e hizo
un intento de transformarse. Esta vez el dolor ni siquiera llegó a volverse
insoportable antes de devorar su mundo y dejarle en tinieblas. Su cuerpo se
volvió pesado y su cabeza demasiado ligera. Los brazos de su madre fueron
lo único que se mantuvo sujeto en un mundo que se volvió difuso, de aire y
sueño.

7
No recordaba haberse sentido nunca tan desorientado como cuando
despertó. Estaba en su cuarto, y todo lo que había vivido le parecía
demasiado para ser real. Pero estaba tan cansado que no podía ser solo parte
de un sueño. Y no era solo el cansancio, se notaba también cambiado.
Dormitó un rato en la misma postura, ovillado sobre su cama. No tenía
fuerzas para despertarse del todo, mucho menos para incorporarse, y al final
volvió a arrastrarle el sueño.
Cuando volvió a despertar estaba anocheciendo. Esta segunda vez no
estaba solo, le acompañaba el aroma a fruta y a bosque de su madre, y su
respiración tranquila. Alzó la cabeza y ella se acercó para acariciarle la
frente y poner a su alcance un bol de agua fresca. Néstor no sabía que tenía
tanta sed hasta que empezó a beber y la garganta se volvió un trapo seco
que terminaba en un estómago árido. Sus tripas se estremecían de placer
con el contacto del agua.
Se acabó el cuenco y dejó caer la cabeza en el regazo de su madre.
—Tenía tanto miedo, Néstor… —suspiró ella—. No es justo tener hijos
y sentir que puedes perderlos.
Le acarició la frente y el lobo no pudo evitar recordar el roce de los
dedos de Sierra, tan distintos. Su compañera no tenía el gesto suave ni el
tono de voz dulce. La sensación había sido distinta, cargada de electricidad.
Y él la había dejado atrás y había dormido todo ese tiempo sin saber dónde
estaba. Gruñó en voz baja.
«Sierra».
—No sé de qué hablas —respondió preocupada su madre—. ¿Es alguien
que conociste?
¿Cómo podía explicar lo que había pasado en ese rudimentario lenguaje
que nunca había logrado aprender bien del todo? Además, sentía que no
tenía tiempo. Apretó los dientes para intentar transformarse y recuperar una
última vez su forma humana. Su madre le detuvo levantándole la cabeza.
—Espera un momento. Nevada ha encontrado una forma de hacer un
poco más fácil el cambio. Duele —le advirtió—. Y con el tiempo no será
suficiente. Pero de momento nos ayuda.
Le dejó solo y Néstor se pudo en pie para abandonar su lecho. Notaba
las articulaciones frágiles y las patas le temblaban. Era una sensación
extraña, el descanso era un bálsamo que no lograba reparar el desgaste del
esfuerzo que había hecho, pero le aliviaba el daño de una forma agradable.
Sentía como si sus huesos burbujearan. La sed que había despertado volvía
con más fuerza, y el hambre le perforó el estómago. No era muy amigo de
la comida cruda, en forma de lobo, siempre había preferido la cocina
humana, pero si tuviera un animal muerto delante, no se lo pensaría antes de
desgarrar la carne con sus colmillos.
Su madre no tardó en regresar. Traía algo que ardía dejando un olor
denso en la tienda, y se arrodilló delante de él indicándole, con el gesto, que
se tendiera en el suelo. Vertió un aceite de plantas mezclado con algo que
Néstor no reconocía, pero que tal vez fuera sangre de algún animal, en la
frente del lobo. Apoyó ahí mismo el pulgar. Tenía la mano cálida y delicada
para ser una licántropa, su madre se había mantenido suave, alejada de las
tendencias más bruscas del clan. Igual que él.
—Inténtalo —murmuró con voz muy suave.
Dolía. Como arrastrarse fuera de su piel y como reventarse sus propios
huesos. Dolía como desgarrarse desde dentro y arrancarse a dentelladas
todos sus órganos. Era agónico, pero posible. Terminó el cambio con un
cuerpo humano que sudaba entre espasmos y tomaba aire a bocanadas. Su
madre le echó una manta por encima y le secó las mejillas con esas manos
tan suaves y cálidas.
—Estoy orgullosa de ti.
—Por fin tienes algún motivo para estarlo —jadeó Néstor.
—Siempre lo he estado. Y esta vez más que nunca. Has traído a
Ferner… Solo los dioses saben qué hubiera pasado si los hombres no llegan
a verle antes de atacarnos.
—¿Nevada está bien? ¿Han hecho daño a alguien?
—Se detuvieron al verle. No creo que baste para que dejen de atacar,
pero nos han dado una tregua. Ferner nos salvará, estoy segura. Y es gracias
a ti, solo gracias a ti.
Le estrechó entre sus brazos y Néstor se apoyó en ella para absorber su
fuerza y su serenidad. Estaba de vuelta, a salvo y en casa.
Pero había dejado atrás a Sierra.
Se removió, incómodo. Su madre dejó que se apartara con reticencia.
—Tengo que encontrar a Sierra.
—¿Quién es?
—Es una de las nuestras, pero Selene la maldijo. La conoces, aunque no
puedas recordarla. —Sonaba aún más complicado de explicar que de
entender, y sacudió la cabeza—. Se quedó atrás para darme la oportunidad
de llegar. Nos perseguía un grupo de cazadores… Iban a por mí, ya me
habían capturado antes.
Sabía que sonaba tan desordenado como sus propios recuerdos, que
aparecían de forma caótica y tan vívida que se estremeció al recordar la voz
risueña de Armal mientras le atravesaba la pierna con un clavo de plata. Su
madre escuchó en silencio, seguramente trataba de asimilar todo lo que
decía.
—¿Maldita por Selene?
—Sí. Por algo que tiene que ver con su hermana. ¿Recuerdas a Brisa?
—¡Claro! La pobre chica huérfana —respondió de inmediato—. Pero
nunca tuvo hermanos. O no puedo recordarlo.
—Tiene una hermana mayor, de mi edad: Sierra. Ha vivido con nosotros
toda su vida, pero Selene la ha borrado de nuestra tribu y también de
nuestros recuerdos.
—Comprendo —dijo tras un silencio largo. Removió sus palabras antes
de seguir hablando—: Si Selene le hizo eso…, Néstor, no es sabio
contradecir a los dioses.
—¿Madre? —balbuceó el chico.
—Puede que no nos parezca lo más justo, solo digo que ellos tienen
poderes que no podemos entender. Ven cosas que nosotros somos incapaces
de sentir o saber. Tal vez… tal vez tuviera un motivo que esa chica no te
dijo. Si es que no te mintió.
—Seguir vivos también es contradecirla, ¿no crees? Está claro que no
quiere que sobrevivamos.
—No sabemos qué es lo que quiere exactamente —se apresuró a
contestar—. A lo mejor es una prueba. A lo mejor quiere que le
demostremos que aún somos dignos. Solo digo que, tal y como están las
cosas, no es sabio enfadarla aún más.
Néstor se puso en pie con una rigidez que no tenía nada que ver con el
cansancio. Su madre le tendió la mano, pero él se alejó de ella.
—Sierra me salvó la vida y Selene nos dejó morir. Los dioses también
son crueles, y también se equivocan.
—¡Néstor! ¡No digas eso!
—Tengo claro por cuál de las dos merece la pena arriesgarse. Voy a
encontrar a Sierra. Aunque sea yo solo. Aunque se oponga la misma Selene.
Ya nos ha dado la espalda.
Se sorprendió de la decisión de su voz, y puede que su madre también lo
hiciera, porque se quedó en silencio, sin tratar de hacer que se callase de
nuevo. Sin tratar de calmarle, ni de protegerle. Ni él quería que lo hiciera.
A lo mejor el viaje le había cambiado. O a lo mejor había aprendido de
su compañera. Fuera como fuera, iba a cumplir su promesa: no pensaba
olvidarla.
Sierra

E ldefuego se había extinguido, pero aún notaba los dientes clavados dentro
su piel. Había sido lo bastante rápida para esconder la cara tras el
brazo, y se había salvado de la peor parte. Prefería el dolor y las ampollas
en una extremidad en vez de en su mejilla. Total, ya había estado a punto de
perder una pierna, pensó con humor amargo. Total, ni siquiera era la misma.
El instinto se olvidaba de la maldición de Selene. Tiraba de ella como si
aún pudiera transformarse. Quería volverse lobo y lamerse la herida, pero ni
siquiera podía moverse. El brujo le había atado las manos a la espalda y
sentía que la cuerda se hundía en la piel fundida.
—Lo siento.
El brujo ya había pedido perdón antes, aunque las palabras quedaban en
segundo plano. En parte porque no habían impedido que la atase y la
empujara hacia los cazadores. En parte porque no podía concentrarse en
otra cosa que en ese calor que le derretía la piel y arañaba sus músculos.
—No lo sientes —gruñó ella masticando cada sílaba antes de escupirla.
—Estaba seguro de que eras una licántropa.
—Me hubieras atacado lo fuera o no —ladró ella, y si pudiera le lanzaría
un mordisco.
El brujo tenía la nariz larga y los labios tensos. Aunque era alto, sus
piernas y sus brazos eran largos y delgados. A Sierra no le preocupaba su
fuerza, sino su magia. No podía luchar contra lo que no entendía.
—Te hubiera atrapado igual, sí. ¡No te hagas la inocente! Sé que has
matado a uno de los nuestros como una salvaje.
Sierra le enseñó los dientes. El brujo frunció el ceño.
—Pero no te hubiera hecho tanto daño. Estaba convencido… ¡Pareces
más lupina que humana!
—Soy lamentablemente humana. Mi diosa ha tenido la bondad de
hacerme esto. —Hablaba más para sí que para el brujo, pero sus palabras le
arrancaron un brillo en los ojos negros y clavó en ella su mirada con más
intensidad. La detuvo con un tirón que sintió como si fuera a cercenarle la
muñeca.
—¿Hablas de Selene?
Sierra entornó los ojos. Se dio cuenta de que no debería haber hablado
de su diosa en voz alta. ¿Su diosa? Ya no lo era. Les había traicionado a
todos, y había bajado a la tierra para verlos morir de cerca. Y a ella le había
arrancado la piel y la identidad, su familia y todo lo que era. No le debía
ninguna lealtad.
Y aun así guardó silencio.
Al brujo le temblaban las manos y las pupilas. Su mirada pasó de la
sorpresa a la ira, y después se convirtió en una súplica muda. A Sierra no le
hacía falta tener el oído de los lobos para escuchar, a poca distancia, el
murmullo de las voces de sus compañeros. Pero se habían detenido y el
brujo se acercó aún más a ella.
—¿Has visto a la diosa Luna? ¿Sabes cómo encontrarla?
Por toda respuesta, Sierra forzó una sonrisa desafiante.
Había algo divertido en no tener nada más que perder, ni siquiera le
quedaba el miedo. El brujo la agarró por los hombros y la empujó contra el
tronco de un árbol. Estaba tan cerca que Sierra podía notar el pulso de su
sangre en la vena de su cuello. Tan cerca que, de ser la de antes, le bastaría
estirarse hacia él y cerrar la mandíbula para desgarrarle la arteria.
—Llévame con ella.
—¿Los humanos os habéis vuelto tan engreídos que os creéis capaces de
dar caza a una diosa?
—No, no quiero que nos lleves al grupo. —El brujo hablaba en un
murmullo tan acelerado que se trababa con sus propias palabras—. No te
llevaré con el resto. Solo quiero que me ayudes a llegar a ella.
—¿Y qué pretendes hacer? ¿Lanzarle una llamarada? ¡Es una diosa! —
repitió Sierra con exasperación.
—Y yo un brujo.
—¡Tu magia es un reflejo de la suya! No se puede comparar a…
—¡No quiero matarla! —La emoción le hizo alzar la voz y levantó la
mirada hacia su grupo, asustado de que hubieran podido escucharle—.
Quiero librarme de ella. Puede… Si alguien puede es ella. ¿Qué es lo que
hizo contigo?
—Me maldijo —masculló Sierra con desprecio. Podía haberse callado,
pero quiso seguir hablando. Tal vez porque necesitaba oírlo—. Me quitó mi
parte de lobo.
—Es curioso, que unos sueñen con lo que otros temen —dijo el chico,
que esbozaba una sonrisa como quien levanta un escudo—. ¿Puedo saber tu
nombre?
Sierra frunció el ceño. ¿Quería librarse de su propia naturaleza? ¿Por qué
desearía algo así? Podía decirle que era inútil, que la más caprichosa de las
diosas quería ver el mundo arder, y dudaba que moviera un dedo por nadie.
Y menos por un humano con magia: la misma magia que le habían
arrancado a golpes y habían derramado desde lo alto, por orden de Rey.
Pero el brujo la miraba con fuego negro en las pupilas y un deseo tan
intenso que era doloroso. Él quería librarse de esa magia, y si su deseo
podía cegarle, ¿por qué no aprovecharlo? ¿Cuál era la opción? ¿Dejarse
morir? Aún lo estaba considerando cuando él se inclinó más hacia ella, con
un tintineo de sus abalorios y la voz nerviosa:
—Te dejaré ir, te ayudaré a escapar. Solo tienes que llevarme con ella.
Mira, estás en una posición un poco complicada. Keyla querrá arrancarte las
tripas en cuanto te vea. Has matado a Bretten y se conocían desde hace
años. Y Armal querría arrancártelas solo para ver cuánto tiempo te
mantienes viva con los intestinos fuera del cuerpo. —Sacudió de nuevo la
cabeza—. Te puedo ayudar a escapar, y creo que no tienes idea de lo caro
que puedo pagar esto.
—Parece que no aprecias mucho a tus compañeros de viaje.
El brujo alzó las cejas. Soltó una carcajada de sorpresa queda que hizo
que Sierra frunciera el ceño.
—¿Sabes algo de cómo nos tratan a los que tenemos magia? ¿De cómo
funcionan nuestros reinos? Por supuesto que no eres humana, no creo que
hayas puesto en tu vida un pie fuera del bosque…, pero Selene te ha hecho
humana.
—No hace falta que lo rep…
De pronto él estaba sobre ella, con los dedos sobre sus labios. Sierra
estuvo a punto de mordérselos, pero se envaró al escuchar también ella los
pasos, demasiado cerca.
—¿Zael? ¿Eres tú?
La voz de la cazadora estaba a unos pocos pies de distancia. Sierra
inspiró despacio, con todo el cuerpo en tensión. El brujo no se atrevía a
hacerlo. Unos segundos pasos se unieron a los primeros, y esta vez
escucharon la voz alegre, casi infantil, del otro cazador.
—A lo mejor la lupina lo ha matado. Entiendo que no hay muchos
brujos, pero el que nos han ofrecido debe de ser de los más inútiles.
Sierra sacudió la cabeza para que el brujo le quitara la mano de la boca.
El pánico se desató un instante en los ojos de Zael, pero ella le miró con
firmeza y no hizo ningún ruido. Contuvo el odio como el dolor del brazo
quemado y de la pierna vendada.
—No pienso darle mucho más tiempo. Si no regresa, nos unimos a las
tropas —dijo la mujer—. Nos encontrará por su cuenta. No tiene muchas
más opciones.
—Sería interesante ver qué sucede si no lo hace.
Si Zael no estuviera tan cerca, no le hubiera visto apretar los dientes en
un gesto de dolor o rabia.
Se decía que Zeit, el dios del tiempo, a veces tomaba la apariencia de un
infante de los que casi no pueden mantenerse en pie. Y que otras veces era
una silueta larga y alta, una estatua imposible de piel clara y pelo fino y
blanco. Tenía apariencia siempre cambiante. Lo que sí que se decía es que
mientras más pequeño se mostraba, más agradable era su presencia, y
cuando se mostraba como un anciano sobrehumanamente largo, era duro,
rígido y cruel.
En el rato que los cazadores esperaron, tan cerca de ellos que podían
detectarles con cualquier movimiento, Sierra juraría que el dios del tiempo
estaba allí, entre las siluetas largas de los árboles que les rodeaban. Por fin,
la voz de los cazadores volvió a ser un murmullo cuando sus pasos se
alejaron. Zael esperó un poco más antes de alejarse de ella. Estiró los
brazos, con el tintineo de sus colgantes y brazaletes acompañando su
movimiento. Sierra se separó con pasos menos firmes de lo que le gustaría,
por la pierna herida. Ladeó la cabeza.
—Si controlas la magia, puedes curarme. Yo intentaré llevarte junto a
Selene.
—Mi magia no cura —explicó el chico. No podía ser mucho más mayor
que ella y su voz sonaba casi a disculpa, pero Sierra entrecerró los ojos.
—He escuchado hablar de magos que curan heridas solo con sus manos.
—Sabes poco de magia —respondió él con una sonrisa torcida que a
Sierra le gustaría deformar de un arañazo.
—Sé que Selene os detesta. Fuisteis un castigo.
—Oh, sí, nuestra dadora de dones nos hubiera estrangulado con sus
propias manos si Rey no se lo impidiera. —El brujo había recuperado ese
tono desenfadado, y dio un paso en dirección contraria a sus compañeros—.
¿Me guías a cambio de que te lo cuente?
Le seguía a cambio de la libertad, pero encogió un hombro y echó a
andar. Esperaba que, si se movía con la determinación suficiente, el brujo
no notara que no sabía bien hacia dónde caminaba.
Aunque había una verdad que sí podía compartir con él. Una pequeña
que no compensaba el abismo de una mentira tan grande, pero se giró hacia
él de todas formas y le tendió sus palabras como si fueran importantes:
—Sierra. Me llamo Sierra.
Y el brujo sonrió de vuelta.
Zael

Z aelcontener.
notaba el temblor en las manos, aunque aún fuera algo que podía
No era solo por la picazón de una magia que se revolvía
contra él, Selene estaba en el bosque. El brujo sabía que suplicar a una
diosa resentida y con ganas de ver el mundo arder no era la más brillante de
las ideas, pero nunca antes, nunca en toda su vida, la posibilidad de ser libre
había sido real.
Era su magia la que le había condenado, incluso desde antes de nacer.
Sus enemigos no eran los suyos, y lo que le quisiera hacer a sus licántropos
no le importaba. Si había decidido quitarles sus dones como castigo, ¿tan
descabellado era que quisieraliberarle a él de la magia que le habíasido
robada?
Trató de calcular las posibilidades de que su plan saliera bien. No eran
muchas, pero una sola le bastaba. Era lo más cerca que estaría nunca de
poder ser libre. Zael evitaba su muerte, pero esa vez el riesgo merecía la
pena. Por él, por su madre y la eternidad que llevaba encerrada, porque
estaba cansado de sonreír mientras tiraban de sus cadenas. Porque se
arrepentiría el resto de su miserable vida si no lo intentaba.
Sierra le dijo su nombre. Zael asintió, consciente de que había superado
la primera barrera. Se le escapó una sonrisa y echó a andar con ella antes de
que pudiera arrepentirse. El silencio le picaba tanto como la magia, así que
habló para llenarlo.
—Los brujos no tenemos dios. Somos esos hijos que nadie quiere, esos
nacidos de una aventura de la que los amantes se arrepienten. Selene estaba
castigada y no podía exterminarnos. Itari decidió convertirnos en un
homenaje a Rey, y Rey… Supongo que está feo que un padre tire los
regalos de un hijo, por horrorosos que sean. —Una vez que había empezado
a hablar, ¿era incapaz? de guardar silencio.
Porque así era más fácil ignorar que la comezón de la magia empezaba a
volverse dolorosa, y que cada paso que le alejaba de Jupnia hacía que se le
¿removiesen? las tripas como si caminara sobre ellas. Además, si no paraba
de parlotear, sería menos probable que Sierra se arrepintiera de dejar que la
acompañara. O eso esperaba. La chica ladeaba la cabeza y escuchaba sin
dejar de vigilar las manos del brujo, como si, a pesar de todo, temiera que
las alzase para volver a atacarla.
La chica resultaba intimidante. Enseñaba los dientes con facilidad, tenía
el pelo del color de las llamas y un brillo inhumano en los ojos. Las pecas
que le cubrían la piel, en las sombras, le dibujaban formas extrañas. Los
músculos se le marcaban con el movimiento, y Zael no podía perder de
vista que esa chica había matado a un hombre grande y fuerte como
Bretten.
Pero ahora caminaba a su lado, así que siguió hablando. En un
desesperado intento de que le ayudase a librarse de una magia que, a cada
paso, se volvía más venenosa.
Néstor

¿D ónde estaba Sierra?


No tenía ninguna forma de saber qué había pasado con ella en ese
tiempo. Lo único que había comprobado, al salir de la tienda, era que no
estaba en la aldea. No había logrado llegar a la tribu, así que podría seguir
perdida en el bosque, podría estar moribunda, o podrían haberla cazado y…
«No».
No quería pensar en que a lo mejor no volvía a verla. Era horrible
imaginar que estuviera muerta, pero era peor aún pensar que su muerte
estuviera rodeada de tanto silencio, sin nadie que la recordase más que un
chico al que nadie le daba demasiada importancia y un guerrero que dudaba
que quisiera hablar de ella.
La lluvia caía con pesadez, como si se esforzara también en borrar su
rastro. El ambiente en la tribu estaba tenso y tirante. No había calma antes
de la tormenta, había un malestar general y unos nervios mal contenidos.
Podrían aprovechar esa ventaja para prepararse, pero había poco que hacer,
y era fácil que esos nervios se convirtieran en mal humor al no saber
dominarlos.
Distinguió el aroma de Nevada, acre y refrescante a un tiempo,
entremezclado con la sabia de las plantas y las flores que machacaba para
sus rituales.
—Tenía fe en ti, Néstor. Los dioses te guían.
«Los dioses nos quieren muertos», pensó con una amargura más propia
de Sierra que de él mismo. ¿Por qué no había llegado aún?
—¿Ha llegado alguna humana cuando estaba dormido?
—Se preparaban para el ataque cuando Ferner llegó. Todos se han
retirado, aunque es cuestión de tiempo. Estaremos esperándoles. No
podemos fracasar con el primer guerrero a nuestro lado.
Unos días antes Néstor se hubiera sentido confiado con esa afirmación,
pero a veces un par de días bastan para derribar los cimientos. Dudaba de
unos dioses que se enfrentaban entre sí en el cielo y sobre esa misma tierra,
que usaban sus vidas como piezas de un juego que podían romper en un
arrebato de enfado. Que olvidaban sus promesas incluso a aquellos a los
que habían creado. A aquellos a los que querían.
—Voy a hablar con él.
Se preguntó si el cambio que sentía desde dentro se le notaba también en
la superficie, porque Nevada no dijo nada. Esperaba que le preguntase, que
tratara de disuadirlo o que le acompañase en su rol de anciana y maestra, sin
embargo, solo caminó a su lado.
Era agradable estar de nuevo en un territorio conocido, sin tener que
tantear el terreno a cada paso o depender de Sierra para seguir adelante.
Sabía dónde estaban las cabañas, reconocía a quienes se cruzaba y no
necesitaba indicación para llegar hasta el guerrero. Incluso en su forma
humana podía desenredar su olor de entre todos aquellos con los que se
había criado.
No le sorprendió encontrarlo en la linde del bosque, en la parte más alta.
El resto de la aldea guardaba una distancia con tanto respeto como
desconcierto. Incluso Nevada se detuvo a distancia.
—Búscame si requerís mi ayuda en algún momento.
Nestor asintió y siguió adelante.
Las leyendas se contaban al calor de una hoguera. Se narraban cuando
las sombras podían dar cobijo a todos los monstruos y desde el bosque se
escuchaba la voz de todas las criaturas fantásticas que ya no pisaban la
tierra. Las leyendas se escuchaban y pasaban de padres a hijos, se
imaginaban y se reinterpretaban. Se les daba forma y, al hacerlo, se
mezclaba lo real con los deseos. Se mantenían cálidas y vivas, pero nunca
eran tangibles.
Por eso, suponía, nadie se atrevía a acercarse al guerrero que había
dormido tanto tiempo bajo la montaña.
Conforme se acercaba a Ferner y su presencia se hizo más tangible, la
conocida sensación de inseguridad se enredó de nuevo a su garganta.
¿Quién se creía para molestar al guerrero en su descanso? A lo mejor estaba
meditando, o se preparaba para la batalla. A lo mejor atesoraba esos
momentos en los que volvía a sentir el frescor del bosque y su corazón
bombeaba en el pecho. A lo mejor lloraba por la decisión de la diosa a la
que entregó su vida y su causa.
Se detuvo antes de llegar, pero la voz del guerrero tenía la firmeza de un
puente de hierro que se tendía hacia él.
—Ven, vidente, acompáñame.
Llegó hasta su lado apoyando los pies con cuidado en la piedra
escarpada, y tanteó con las manos antes de tomar asiento. Tenía el nombre
de Sierra atascado en la garganta, pero le faltó valor para preguntar por ella.
—Es todo tan distinto que me cuesta creer que siga siendo el mismo
mundo —dijo Ferner con esa voz grave y profunda.
—¿La tribu?
—Todo. El bosque era más denso. Había más animales y criaturas
peligrosas. Y, por supuesto, más lobos. Y la tribu… Supongo que cuando
llegó mi hora ni siquiera era una tribu aún. Muchos años fuimos solo
nosotros cinco, aprendiendo a comunicarnos, a actuar, a vivir en nuestra
manada. —Ferner hizo una pausa tan larga que durante un tiempo Néstor no
estaba seguro de si iba a continuar hablando, o si eso era todo lo que tenía
que decir—. Luego vinieron los lobos, y algunos hombres, y nos
mezclamos con ellos. Nuestra manada pasó a ser un clan, supongo, pero un
clan guerrero.
—Tú eras el guerrero —se atrevió a murmurar Néstor.
Ferner sacudió la cabeza al tiempo que exhalaba:
—Todos éramos guerreros.
—¿Y por qué se habla de ti como el primer guerrero?
El sonido del metal contra la piedra le indicó a Néstor que Ferner había
sujetado su hacha, como si esperase encontrar respuestas escritas entre las
runas de su arma.
—A lo mejor es la imagen que se ha construido sobre lo que pasó. Puede
que fuera diestro en las batallas, pero también lo era Destra. Ázanor
preparaba las mejores emboscadas… Y la mayoría de las batallas las
librábamos todos a una.
El gris del cielo se volvía más plomizo. La oscuridad se derramaba sobre
el mundo. Embriagado por el profundo olor de la tierra mojada, Néstor
sentía que sus sentidos se fundían para difuminar todo lo que le rodeaba. Al
menos la lluvia había cesado y las palabras pesaban como si estuvieran
hechas de plomo. Ferner no pertenecía a ese sitio, ni a esa gente. Hacía
mucho tiempo que sus hermanos habían muerto o cambiado, igual que los
bosques en los que había vivido. Su diosa le había dado la espalda. Incluso
las leyendas sienten el peso de la ausencia.
Néstor apoyó los antebrazos en los muslos y se preguntó cuánto había de
modestia en sus palabras o cuánto de lo que siempre había escuchado como
historia no llegaba a ser más que leyenda.
El lejano olor de una hoguera hizo que la calma que habían tenido hasta
ese momento se rompiera. Los dos se enervaron y se giraron hacia el punto
desde el que el viento arrastraba el humo.
—Los humanos no se han ido muy lejos —murmuró Néstor.
—Esperan órdenes, pero no tardarán mucho en empezar la batalla.
—No pueden vencernos, ¿verdad? —Su voz sonó más aguda de lo que
le hubiera gustado—. Contigo a nuestro lado…
—Soy más fuerte que los hombres, sí, pero no soy invencible. «Cuando
los licántropos de Selene lo necesiten, me levantaré para ganar una última
batalla». Ese fue mi juramento. Eso es lo que tiene que cumplirse.
—Entonces tienes que ganar.
—Una batalla no es la guerra. Y no soy infalible. Solo soy un mortal,
vidente. Si mi diosa ayudara a los humanos…
—Los desprecia —le interrumpió el chico, y se calló al instante,
recordándose frente a quién estaba.
El silencio de Ferner le hizo temer que se hubiera tomado su falta de
respeto como una ofensa. Trató de buscar una forma adecuada de
disculparse cuando el primero de los guerreros habló.
—Selene es una diosa caótica. No es que no sea sincera en sus
sentimientos: ama con pasión, odia hasta el ensañamiento, defiende con
todo su cuidado. Pero sus sentimientos cambian más rápido que la luz de su
astro. Desprecia a la humanidad, pero a quien quiere castigar es a nosotros.
—A ti no.
Ferner exhaló el aliento con tanto pesar que Néstor juraría que su propio
corazón se encogía. Las siguientes palabras le dolieron a él tanto como al
guerrero.
—Selene me amaba. Supongo que ya me ha olvidado.
—Seguro que hay una razón, que tiene un plan para ti —se escuchó
farfullar Néstor, tan impresionado como si Ferner le hubiera hecho palpar
con las manos una herida abierta en mitad de su pecho—. Ella te quería
convertir en inmortal, ¿verdad? Todos sabemos que eras su favorito.
Selene…
—Selene me ha olvidado —repitió con una resignación tan serena pero
tan dolorosa que Néstor fue incapaz de seguir hablando—. Y yo lucharía
por vosotros aunque ninguna promesa me atara a ello. Una vez, dos…,
hasta que caiga.
—Contigo podemos ganar.
Ferner apoyó la mano en su hombro, una mano tan grande y fuerte que
Néstor pensó que podría rompérselo sin mucho esfuerzo.
—En realidad quería pedirte algo —murmuró, avergonzado. Pero algo
hizo que Ferner estirara la cabeza.
No había ningún aroma nuevo por encima del de la lluvia. Tampoco
detectaba ningún ruido extraño, pero el primer guerrero había visto algo
capaz de llamar su atención y tensar todo su cuerpo. Y a pesar de su escasa
visión, cuando Néstor se giró pudo ver el resplandor que se abría paso a
través de las tinieblas. Una luz blanca manaba de entre los árboles, la
misma luz que pertenecía al cielo y les había privado de la magia.
Selene les llamaba.
—¡Ferner!
Su grito llegó tarde. El primer guerrero se había transformado y sus
pasos se alejaban al encuentro de la diosa.
Sierra

-Y a hemos pasado por aquí.


—No lo hemos hecho.
—¿Y por qué me suena este árbol?
—Es un nogal —gruñó Sierra en respuesta—. El bosque está lleno de
nogales.
—Pero me suena este, con esta forma.
—¿Y por qué no usas tu magia para saber si te llevo en la dirección
correcta? —recriminó Sierra entre dientes.
No entendía del todo la magia, pero sabía que el chico no podía hacerlo,
o no era tan fácil. Porque entonces sabría que no, no caminaban en círculos,
pero Sierra tampoco le llevaba hacia Selene. Sierra se apoyaba en su lanza y
seguía hacia adelante. Sabía moverse con decisión a pesar de la pierna rota
y el dolor del brazo, a pesar de la debilidad de su forma humana y el peso
en los huesos del cansancio, a pesar de no estar segura del rumbo. Pero se
movía con la misma firmeza de quien nunca ha albergado una sola duda, y
el brujo la seguía a pesar de que él cargaba con todas.
—La magia —recordó con una forma de hablar que parecía un ladrido.
—La magia, sí. Se la arrancaron a Selene.
—Lo sé.
—Vale. Nuestra gente dice que Itari seguía las órdenes de Rey. Ya sabes,
Selene os había creado entre otras muchas criaturas y Rey pensaba que los
humanos…
—Ya —le cortó Sierra, esquivando una zarza.
—Vale. Pues cuando Itari hirió a Selene y la hizo sangrar, dijo que todos
los que tuvieran el poder de la diosa Luna escucharían la voz de sus padres.
Ya sabes, una forma muy elegante de decirle a vuestra diosa que debería
haber hecho más caso a Rey.
—Rey no engendró a Selene. —Sierra arrugó la nariz y se giró para
lanzarle una mirada indignada—. Sal y ella se desprendieron del manto de
la titana Noche.
—Eso es lo que ella quiere contar. Rey dice que es su hija.
—Rey es tan embustero como Selene.
—El caso —continuó Zael, que había encogido los hombros ante el
desdén de Sierra por los dioses— es que Selene, hija de Rey o no, no estaba
demasiado feliz. Y añadió que todos los ladrones de magia serían títeres.
Sierra se detuvo para recuperar el aliento y ladeó la cabeza.
—¿Tú también eres un títere?
—Todos lo somos. Nuestra magia no nos pertenece, las diosas se
encargaron. Un brujo no puede emplear la magia para nada que no siga el
camino que le hayan marcado sus padres, aquel de quien la haya heredado.
Y nuestros monarcas aprendieron hace muchos años a seguir bien de cerca
a las familias de magos y secuestrar a los mayores.
—Qué estúpido. Basta que tus padres digan que los liberes para…
—Oh, sí, claro, a nadie le había dado por pensar en eso —resopló Zael, y
el humor se había esfumado de los ojos del brujo—. No es como si se les
hubiera ocurrido a alguien para poder evitarlo.
—Explícate mejor.
—Yo heredé la magia de mi madre. Tan pronto como me engendró, ella
perdió la suya. Tan pronto como lo hizo, mi abuela fue ejecutada en la celda
donde llevaba años presa, en la misma que ahora está mi madre. Me
arrancaron de sus brazos cuando empecé a controlar mi magia, pero se
aseguraron bien de que estuviera con ella en mi infancia. De que nos
quisiéramos.
Zael apoyó la espalda en uno de los árboles y exhaló un suspiro. Sierra
frunció el ceño, pero esta vez no le exigió que siguiera hablando.
Al brujo le dolía hablar de eso. Podía ser solo un buen actor, por
supuesto, pero hay un tipo de dolor que viene de las verdades más afiladas,
que se escapa a trompicones y deja un regusto a sal y óxido en la garganta.
Así hablaba Zael, así que Sierra le dio su tiempo y esperó a que tuviera
fuerzas para seguir hablando.
—Luego me educaron para servir a nuestro señor. Soy una herramienta,
no hay mucha diferencia entre un caballo preparado para ir a la guerra y yo.
Las veces que me dejan hablar con mi madre es solo para que me ordene lo
que desean que haga. Y no tiene más opción, no sabe si le quebrarán los
huesos a ella o a mí si se atreve a decir algo más de lo que debe.
—Entonces, ¿no puedes hacer nada que ella no te pida?
—Es algo un poco más complejo. Si mis acciones están destinadas a
seguir sus órdenes, puedo hacerlo. Esta vez me pidió que os rastreara para
conseguir información sobre vosotros, y que obedeciera a Jupnia. Puedo
hacer fuego para alumbrarnos en el camino, preparar la comida o
calentarnos por la noche. O podía —se corrigió con un suspiro—. Porque
estaba siguiendo su orden. Pero ahora que me he desviado de lo que debo
hacer, soy incapaz.
—¿Ni siquiera una llama? —preguntó Sierra, y el brujo sacudió la
cabeza.
—Y eso no es lo peor.
Con una sonrisa que trataba de ocultar su propio horror levantó una
mano para que Sierra la viera. Las uñas estaban ennegrecidas y endebles,
parecían a punto de desprenderse de los dedos como si no fueran más que
pétalos de una flor marchita.
—No podré hacer lo que deseo mucho tiempo. Los que estamos
manchados por la magia tenemos que hacer lo que nuestros mayores nos
pidan que hagamos con ella. Y si nos negamos, nos consume.
La sonrisa se convirtió en una mueca mientras estiró y cerró los dedos de
la mano. Sierra se fijó en que la punta de sus dedos tenía un tono
amoratado.
—Espero que no tardemos demasiado en encontrarla —dijo el chico—.
No estoy seguro de si podré seguir caminando cuando se me empiecen a
gangrenar las piernas.

7
Sierra sentía que caminaba sobre el filo del mundo. No era el atardecer que
teñía el cielo de rojo y malva lo que le hacía sentir que los dioses habían
decidido dejar arder la creación y, tal vez, empezar una de cero. Eran sus
huesos rotos, su mitad arrancada, el silencio de los lobos y el saber que
Zael, a su lado, se consumía en vida.
—¿Cuánto tiempo dirías que tienes?
—Con once años traté de negarme. Logré evitarlo más de un día, pero
entonces el dolor era tan insoportable que tuvieron que sacar a mi madre
para que me ayudase. Era como si mi cráneo se hubiera convertido en un
infierno y yo estaba atrapado ahí dentro.
Sierra se mordió el labio, escuchándole. ¿Mentía? Si lo hacía, era con
tanta soltura y tanto detalle como si llevara la vida entera preparándose para
ese papel.
—Hizo falta la ayuda de otra bruja para sanarme, o nunca hubiera
recuperado la mitad derecha de mi cuerpo.
Apretó los labios e inspiró despacio. La confesión se le escapó con más
suavidad de la que esperaba:
—No sé dónde está Selene.
El brujo parpadeó, con la sorpresa de un niño que descubre que las
piedras con las que le han timado no son mágicas. Luego sacudió la cabeza
con una risa triste.
—No sé por qué…
—No sé dónde está Selene ahora —recalcó ella—. Pero vaga cerca de
mi pueblo y Ferner también querrá verla. A lo mejor podemos encontrarla.
—¿Ferner?
—El primer guerrero.
—Lleva años muerto.
—Le he despertado. —Había una nota de orgullo en la voz de Sierra,
que no se esforzó en corregir. En su opinión, no era una hazaña desdeñable
para una chica que ni siquiera era ya lupina—. Es posible que, si nos
acercamos a mi manada, acabemos encontrando a Selene tarde o temprano.
Lo que no sé es cuánto tardaremos ni si seguirás entero.
—Podrías habérmelo dicho antes.
—¿Me hubieras dejado ir entonces? —Sierra alzó la cabeza, desafiante,
aunque sabía que se estaba jugando la libertad. Si lo había entendido, Zael
podía intentar llevarla de nuevo a su señor y para eso sí que podría usar la
magia. Incluso le pareció ver vibrar el calor del fuego en las llamas de sus
dedos—. Podría haberte atacado. Podría hacerlo ahora, todavía. Me estoy
arriesgando a acercar a un traidor a mi manada.
El brujo cerró los puños. Unas volutas de humo se escaparon entre sus
dedos.
—Está bien.
Sierra asintió cerrando un acuerdo, pero se detuvo antes de ponerse de
nuevo en marcha con una última advertencia:
—Selene no es una diosa dulce ni compasiva. Voy a intentar llevarte
hasta ella, lo que haga contigo es cosa vuestra.
—¿Hay algún dios dulce o compasivo? —respondió Zael con esa eterna
sonrisa que mezclaba el sabor amargo y una chispa de ironía.
—No entre los que aún vagan por el mundo.

7
Sierra echó en falta la magia cuando la lluvia arreció una vez más. Hubiera
sido agradable que Zael pudiera estirar las manos y contenerla, o al menos
portar con ellos una llama de fuego cálido, para contrarrestar el temblor
cuando el agua fría calaba su calzado y sus ropas, y trazaba senderos desde
la nuca hasta la espalda.
El sonido del llanto sobre el bosque ahogaba los ruidos de sus pasos,
pero no el zumbido acelerado de sus pensamientos. ¿De verdad era una
buena idea acercar a un humano a su aldea? Un humano capaz de hacer
brotar llamas de sus dedos como si no fuera más difícil que exhalar el
aliento. ¿Podía fiarse de lo que decía?
No, no lo hacía. Aunque las venas de sus dedos tuvieran un tono entre
gris y violáceo. Sabía que podía mentirle, que a lo mejor lo hacía. Pero
Ferner estaba entre los suyos y seguro que su magia no podía hacer frente a
la furia del primer guerrero.
Aunque el motivo por el que le guiaba tenía más que ver con la
sensación de estar desesperada. No había rumbo, no había camino, no había
salvación. No quería traicionar a los suyos, pero sentía que ellos lo habían
hecho con ella. La diosa Luna la había maldito, sí, pero si les hubiera
importado lo suficiente no la hubieran olvidado. O no lo hubieran hecho tan
rápido.
La soledad, como la sinceridad descarnada, era un dolor seco que se
enquistaba en la carne. En vez de a la garganta, se le atravesaba en el pecho
y lo atravesaba a cada inspiración.

7
Lo había llevado tan cerca de la manada que, si les descubrieran, la
deberían juzgar por traición. Aunque para eso tendrían que recordarla. Ni
siquiera estaba convencida de que a Néstor le quedaran en la memoria los
momentos que habían vivido juntos desde que decidiera seguirle en su
misión.
¿Y Ferner? Ferner parecía inmune a la magia de Selene, igual que lo era
al paso de Zeit. O a lo mejor solo era algo que se empeñaba en creer para
sentirse un poco menos sola, un poco menos miserable. La lluvia había
cesado, pero la humedad seguía suspendida en el aire y la brisa de la noche
era una caricia fría que les pegaba la ropa empapada a la piel como si
quisiera envolverles con ella.
No podían caminar mucho más. El dolor de la pierna de Sierra se había
vuelto tan perforante que parecía atravesarle el cuerpo entero hasta llegar al
cráneo, y Zael estaba incluso peor. Sus pasos eran rígidos, sus manos se
habían ennegrecido como si hubiera sostenido carbón, y el color amoratado
de sus venas estaba cada vez más oscuro. Sierra improvisó un refugio en el
tronco hueco de un gigantesco árbol muerto, y los dos tiritaban frotándose
los brazos para intentar entrar en calor.
—Tenemos que hacer una hoguera —dijo el brujo en tono de súplica.
—Nos encontrarán si lo hacemos.
—Moriremos si intentamos pasar así la noche.
A Sierra no se le ocurrió ninguna réplica, aunque no quisiera darle la
razón, así que cerró con fuerza los labios y apoyó el mentón en las rodillas.
Se habían juntado, sin darse cuenta, tratando de resguardarse del frío. Era
extraño temblar de frío junto a un desconocido. Morir, amar, llorar y
agonizar deberían ser momentos reservados para compartir solo con
aquellos a los que conoces y quieres.
—Puedo ir a buscar mantas —murmuró tras un silencio largo.
—¿Y no te dirán nada?
—Nada —resopló—. Me preocupa más encontrar aquí un cadáver a la
vuelta.
Hizo ademán de ponerse en pie y sintió que una mandíbula se cerraba en
torno a su tobillo. La pierna entera le palpitaba y el dolor hizo que le diera
un mareo y tuviera que sujetarse a la corteza.
—¿Estás bien?
—Sí…
La mentira se quedó a medias. Se sujetó con más fuerza a la corteza,
¿era real o la desesperación le hacía imaginar cosas? Se mordió el labio
inferior con fuerza, para sujetarse a algo que hiciera real el mundo, aunque
fuera el dolor. Seguía ahí.
—¿Qué pasa?
—Ponte en pie —ordenó, y Zael obedeció sin dejar de mirarla
desconcertado—. ¿Ves eso?
Abrió la boca para preguntar, pero no hizo falta que lo hiciera. La luz
blanca de la luna se reflejó en esos ojos llenos de sombras.
VI. Los amantes

H ubo un tiempo en el que el mundo era una tormenta de sangre y dientes. El


caos era absoluto y todas las criaturas se devoraban unas a otras
respirando la violencia y el miedo.
Muerte parecía uno de esos animales salvajes. Tenía alas de murciélago
por aquel entonces, ojos de pupila afilada y una boca larga llena de
colmillos. Zeit, en cambio, seguía siendo el de siempre, un niño o un
anciano de piel de hueso y extremidades que a veces eran tan largas que
desafiaban el entendimiento.
Fui yo quien puso orden en esa maraña de oscuridad y heridas abiertas. Y
sobre el orden pude levantar un reino.
Con la paz suficiente para construir algo antes de que fuera devorado,
moldeé a las bestias. El pico de las grandes aves se volvió más suave, las
garras de los mamíferos más cortas, las raíces de los árboles empezaron a
buscar agua en vez de sangre. Medié entre los titanes Luz y Noche para que
el paso de los días fuera más ordenado. Convertí a los animales más salvajes
en unos menos voraces, y mandé a los abismos profundos y a las cimas más
escarpadas a aquellos que no se doblegaron.
Y, cuando el mundo estuvo listo, creé a la primera mujer, y a su lado al
primer hombre. Los hice a mi propia imagen, y con un corazón tan parecido al
mío que tendría que haber pensado que bien podrían sustituirnos, si el
momento llegaba. Les regalé el amor, la curiosidad y el deseo. Les enseñé a
cuidar, y también a querer más, a ambicionar, como hacíamos nosotros. A
veces, esta ambición se transformaba en una avaricia capaz de derramar
sangre. Los humanos amaban y temían, odiaban y admiraban, y llegó un momento
en el que no podían crecer si los dioses seguíamos jugando con ellos, si
otros lanzaban animales contra los hombres, o si yo les daba inteligencia
para vencerlos. No podía seguir animándoles a destruir la creación, ni que
los otros les destruyeran. El mundo había dejado de ser nuestro patio de
juegos.
Así que teníamos que irnos. No todos, la guerra era algo que ellos mismos
habían creado, y después de todo Itari era en parte humana, nacida entre los
mortales y guardiana del corazón de Furia, una diosa ya caída.
Dolm tampoco interfería con ellos, pero los dioses que durante tiempo
habíamos jugado con los destinos de sus criaturas hasta anularles su
voluntad teníamos que irnos. Los mortales tenían que ser libres. Merecían el
derecho a equivocarse.
Incluso ahora, cuando Selene me ha desobedecido, cuando Elva oculta un
destino que no me agrada, cuando Itari camina entre los estandartes, cuando
el rostro de Muerte cambia con rapidez para ir al encuentro de las almas,
aún ahora, me mantengo al margen.
El mundo es de los mortales, y así es como debe ser. Y cuando se rompa,
si se rompe, estaré preparado para ponerlo de nuevo en orden.
Sierra

C aminaban en silencio porque hacía un buen rato que incluso les daba
miedo respirar. El sonido de sus pasos en el barro ya les parecía
estrepitoso, como el de los dientes que les castañeteaban. Se movían
despacio, porque no podían evitar que cada paso fuera torpe.
Sierra debería agradecer la suerte que tenía de haber encontrado su luz,
como un faro que les llamase, pero la claridad le daba pánico. Porque la
última vez que se había enfrentado a ella se había perdido a sí misma. Y
porque si ayudaba a Zael no tendría ningún otro objetivo ni meta a la que
dirigirse. Por duro que fuese el camino, lo peor era caminar sin rumbo en
absoluto.
Escuchó el movimiento antes de captarlo con la mirada. Empujó a Zael
contra el follaje, usando el peso de su propio cuerpo. El brujo ni siquiera
tuvo tiempo de quejarse antes de que el poderoso lobo blanco pasara a unos
metros de donde ellos estaban.
Ferner.
El corazón le latía en las sienes. Si no hubieran ido tan en silencio les
habría visto, pero el lobo parecía hipnotizado por la misma luz blanca que
bañaba los árboles. Alzó la cabeza hacia el brujo, que tenía las cejas
arqueadas por la sorpresa y los labios de un tono amoratado. Sierra apretó
los suyos para pedir silencio. Se incorporó con cuidado y siguió caminando
con más sigilo que antes hacia la luz que titilaba y se atenuaba hasta casi
apagarse.
Se detuvo un instante. ¿Habría ido a matarla? ¿Qué se siente cuando un
dios es asesinado? Sierra esperaba una explosión de luz que hiciera temblar
los cimientos, un alarido desde la tierra, y que la luna, tal vez, volviera a
coronar el cielo. Pero nada pasaba, más que esa luz bailaba tenue entre las
ramas de los árboles.
—¿Sierra?
No se molestó en chistar a Zael porque el susurro de su voz era casi
imperceptible. También sus pasos. El brujo tenía una delicadeza poco
propia de los humanos.
Apartó las ramas bajas de un sauce para seguir avanzando. Esquivó la
huella del enorme lobo porque le parecía una falta de respeto pisar sobre la
marca de Ferner. Solo quería llegar hasta donde estaban. Tenía que
presentarle al brujo, y lo que ella decidiera hacerle no le importaba.
O no tenía importancia alguna si lo hacía.
La siguiente vez que se detuvo no fue el miedo lo que se le enredó a los
pies, sino una sensación de calor que trepó desde el estómago hasta sus
mejillas. Pasó de la perplejidad a la incomodidad de saber que era una
testigo intrusa, que no debía estar presenciando esa escena. Quiso indicarle
a Zael que tenían que darse la vuelta, pero el brujo llegó hasta su lado y se
quedó igual de quieto y tenso que ella.
Una vez había vuelto a su cabaña pronto y se había encontrado a su
padre besando a la madre de Brisa. Ellos se apartaron como si de golpe el
contacto quemara, y aunque Sierra no entendía, sabía que no tenía que
haber estado delante, que no tenía que haber sido testigo de cómo
compartían ese gesto íntimo a solas. Lo que estaban viendo era un momento
parecido.
Ferner tenía forma humana y en su piel clara brillaba la luz de Selene
que se enredaba a él con brazos y piernas, que le besaba como si necesitara
respirar su aliento, que se aferraba al guerrero como si quisiera fundirse con
él.
Y Ferner la sujetaba de la cintura con fuerza, las manos grandes y
blancas del guerrero se hendían en la piel oscura de la diosa. Se amaban con
tanta fuerza que Sierra y Zael no eran capaces de apartar la vista, aunque
sabían que no debían estar allí en ese momento.
Fue el guerrero quien se apartó con un gruñido. Dejó a Selene en el
suelo y la sujetó para apartarse de ella. Sus manos pasaron de la cintura a
los hombros, y había una herida abierta en su mirada cuando logró
encontrarse con la de la diosa.
—Me has traicionado.
—Jamás podría —se quejó ella, pero Ferner entrecerró los ojos, dolido.
—Llevo cientos de años dormido, esperando una última batalla para
demostrar mi devoción, y cuando despierto, tú eres la amenaza. Aún estás a
tiempo. —Ferner convirtió su voz en un ruego—. Aún puedes volver,
liberar tu magia, hacer fuertes a los lobos de nuevo.
—No puedo. Rey no nos deja volver. Elva me ayudó, pero tengo que
cumplir mi misión. Solo podré volver cuando los licántropos hayan muerto.
Si no, moriré como cualquier mortal.
—No… No has podido —gruñó Ferner—. ¿Qué pasa con los
licántropos? ¿Con tu bosque? ¿Qué pasa conmigo?
—¡Nadie te pidió ese estúpido juramento!
—¡Pero lo hice! —Empujó a la diosa hasta ponerla de espaldas al árbol.
La estrecha distancia entre ellos parecía ahora intimidante—. Lo hice y tú te
has convertido en la amenaza contra tu propio pueblo.
—¿Es mi pueblo cuando dejan que los humanos destruyan el bosque que
creé con mi hermano? Han dejado que sus criaturas mueran. ¡Ellos lo han
matado!
—¿Así que merecen que les dejes morir?
—Sí —respondió Selene, y la luz titiló con más fuerza por su piel.
—No eres mejor que Rey.
El sonido de la bofetada resonó en el claro. Había sido un golpe tan
fuerte que les hizo estremecerse. Sierra supo que, de habérselo dado a ella,
le hubiera partido la mandíbula y tal vez el cuello. Ferner, en cambio, solo
ladeó la cabeza.
—Te hará falta algo más que eso para matarme.
—¡No voy a matarte!
—Vas a tener que hacerlo, Selene. —La mano de Ferner subió por su
hombro hasta llegar a su cuello. Transformó su caricia hasta sujetarla del
cuello de forma delicada pero amenazante—. Porque no quiero ser yo quien
acabe contigo.
—No lo hagas.
—No puedo elegir.
Selene apoyó su mano en la mejilla del guerrero. Por primera vez, a
pesar de su aspecto altivo, parecía frágil. Parecía humana. Pero en sus ojos
centellearon las estrellas y volvió a reconstruir ese gesto de superioridad
despiadada.
—Lo arreglaré.
—Selene… —Ella le enmudeció moviendo la mano lo suficiente para
apoyarla sobre sus labios.
La forma en la que se miraban parecía capaz de hacer estallar el mundo.
Había tanto dolor como rabia, tanta angustia como deseo. Sierra sentía
todos los músculos tensos, preparada para una batalla inminente. Pero
cuando se rompió la inmovilidad, lo hizo con un beso. Un beso
desesperado, en el que el corazón se les desgarraba y sus cuerpos se
buscaran como si solo aquel que tanto daño les hacía pudiera consolarlos.
—Vámonos —susurró el brujo a su espalda.
Quiso decir algo, después de todo habían logrado encontrar a la diosa
por la que él se jugaba la vida, pero Zael tenía razón: no era un momento
del que tuvieran derecho a ser testigos. Asintió y se dio la vuelta para
alejarse unos pasos.
—Volveremos después —decidió en un murmullo casi inaudible.
Caminaron de vuelta siguiendo el mismo camino por el que había
irrumpido Ferner. No quería alejarse mucho, y si se separaban antes de que
pudieran darse cuenta, al menos le interceptaría a él.
El brujo tenía que arrastrar unas piernas que parecían tan rígidas como si
fueran las de uno de los muñecos que Brisa hacía con palitos secos y trapos
viejos. Sierra sintió una punzada que le atravesaba los pulmones al pensar
en su hermana. Habían pasado tantas cosas desde que Selene la maldijera
que apenas le había dedicado pensamientos.
¿Cómo estaría? Sabía que no la recordaba, pero ahora era una huérfana
sin ninguna familia. ¿Dormiría sola en esa cabaña que había servido para
dar cobijo a una familia entera? ¿Molestaría a alguien para que le hiciera
caso? ¿Delante de quién fingiría no tener miedo por las noches?
Zael tropezó con sus propios pies y la arrancó de sus pensamientos.
Tuvo que cogerle para evitar que se derrumbara de bruces contra el suelo.
—¿Zael?
Empujó al brujo para recostarlo contra los árboles. Tenía los ojos de una
oscuridad tan brillante que la única explicación que podía encontrarle era su
propia magia. Los párpados aletearon en un intento de mantenerse alerta,
pero la piel estaba amoratada y parecía frágil y quebradiza. El movimiento
hizo que varias de las pestañas largas y oscuras del brujo se derramaran por
su mejilla.
—Puedes aguantar. —No pretendía que sonara a súplica, sino a verdad,
pero solo lo consiguió a medias.
—Tengo frío.
Sierra apoyó la mano en su frente. Zael tenía la piel húmeda y helada.
Los labios, secos y cuarteados. La brisa fría y húmeda que pegaba sus ropas
a su cuerpo no ayudaba a que el chico pudiera resistirse a la forma en la que
la magia le destrozaba desde dentro.
—Dijiste que con once años aguantaste un día —espetó de forma casi
acusadora.
—La magia era más débil entonces. Tengo… tengo frío.
Sierra alzó la cabeza y olisqueó el aire. No estaban lejos de su aldea. No
sabía cuánto iban a tardar Ferner y Selene en separarse, pero no serviría de
nada si Zael había muerto para entonces. Tenía que mantenerle con vida.
—Estoy a poca distancia de la manada. De hecho, estamos más cerca
que antes —murmuró—. Voy a correr a por hierbas y mantas. Espera
despierto, por si Selene pasa por aquí, o se aleja. ¿Podrás seguirla?
—Podré arrastrarme.
—No mueras —ordenó con un gruñido, y las palabras le sonaron
incómodas como si se quitara la piel. Como si le mostrara un punto débil en
el que pudiera hacerle daño.
Zael forzó una sonrisa de encías oscuras y con olor a sangre.
—No lo haré.
Sierra no perdió un solo instante antes de darse la vuelta y forzarse a
correr sobre huesos rotos y heridas abiertas.
Néstor

H abía empezado a andar sin estar seguro de hacia dónde. La oscuridad


hacía que la amalgama de colores que durante el día le ayudaban a no
toparse con nada se difuminara en distintos tonos de un negro desesperanza.
En cuanto se adentró en el bosque, los árboles le impedían ver el resplandor
y sus pies topaban constantemente con piedras y raíces traicioneras.
Si solo pudiera transformarse en lobo sin miedo a quedarse atrapado en
esa forma, podría seguir el rastro de Ferner sin miedo a equivocarse.
También podría trotar, su equilibrio era más sólido en forma lupina. Se
sentía más desprotegido haciendo el camino en forma humana, y el miedo
ralentizaba sus pasos y le hacía titubear.
Y entonces escuchó sus jadeos.
Se puso tenso antes de que la brisa arrastrara el olor de la chica en su
dirección. Puede que no tuviera recuerdos antiguos de ella, pero lo que
habían vivido juntos le bastaba para reconocerla.
—¡Sierra!
—¿Néstor?
—¡Aquí! —gritó, moviéndose en su dirección. Solo tuvieron que
llamarse una vez más antes de encontrarse. Sierra se esforzaba en correr
ayudándose de la lanza, aunque jadeara al límite de sus fuerzas, aunque
forzase tanto su corazón que Néstor podía escucharlo. Se acercó lo bastante
para que pudiera notar su presencia y Néstor no pudo contenerse y se dejó
caer sobre ella para abrazarla.
—¡Au! Cuidado. Tengo el brazo quemado —protestó, aunque juraría que
no sonaba demasiado molesta. Néstor se apartó, avergonzado.
—Lo siento. Tenía tanto miedo de que te hubieran atrapado…
—Lo han hecho… Bueno, algo así. Encontré al brujo. Tengo que
ayudarle —murmuró. Sonaba como si hablara más para sí, y resopló entre
dientes antes de ponerse en marcha.
—¿Qué? —Néstor siguió sus pasos—. ¿Quieres ayudar a los cazadores?
—Solo al brujo. Se llama Zael.
—¿Es un tipo de embrujo?
—¡No! Está muriéndose.
—¡Es nuestro enemigo! —Néstor estaba atónito.
—Solo porque la magia le obliga. No les queda más remedio que
obedecer. Si no lo hacen, mueren, por eso está a punto… ¡Ayúdame!
Necesito cualquier medicina que tengamos. Y una manta.
—Sierra, creo que…
—¡No quiero dejar que muera!
—¿Por qué no?
La pregunta logró que su compañera se detuviera. Sierra inspiró
despacio mientras buscaba una respuesta. Y cuando la encontró sonó tan
vulnerable como sincera.
—Porque no quiero ser la única condenada a vagar sin tribu ni bando.
—Nosotros somos tu tribu. Seguimos siendo tu bando.
—¿Todos los que no me recuerdan? —Sierra dejó escapar una carcajada
amarga sin dejar de avanzar.
—Yo sigo siendo tu tribu —se corrigió.
Néstor interpretó el silencio como enfado, o tal vez como indiferencia.
¿Qué importaba que él quisiera seguir a su lado, después de todo? Era poca
cosa, nunca había sido un gran guerrero o un cazador. Ni siquiera se atrevía
a alzar la voz para hacerse escuchar. Pero Sierra se giró hacia él y buscó su
mano para estrecharla.
—Gracias.
Le habló del brujo entre jadeos acelerados, sin detenerse a descansar. Le
pidió ayuda. Para ella, salvar a ese enemigo se había vuelto tan importante
como si su propia vida dependiera de ello. Y Néstor asintió, aunque fuera a
regañadientes.
—Voy a por la medicina.
Aunque la noche había dejado la aldea casi vacía el ambiente seguía
siendo tenso. Había más licántropos en guardia de lo habitual. Los que no
velaban por la tribu se obligaban a descansar, porque la batalla estaba cerca
y tenían que estar preparados.
No dijeron nada cuando atravesaron la tribu. Muchos no entendían el
papel de Néstor, así que tampoco se metían con el chico. Ninguno de ellos
sentía a Sierra, ni siquiera cuando la chica les increpaba. Era totalmente
invisible.
Resultaba aterrador.
—Dame todo lo que nos pueda venir bien —ordenó ella tan pronto como
entró en la cueva de las ceremonias, aunque empezó a coger cosas por su
cuenta—. Si lo llevo yo no van a notarlo.
—¿Qué es lo que le pasa?
—Parece que tiene fiebre. Su piel se está poniendo morado oscuro…
—No hay cura para la magia, Sierra.
—Pues tenemos que darnos prisa para frenarla —respondió con rabia,
cojeando de un lado a otro.
—Siéntate.
—No podemos perder tiempo…
—Siéntate. —El tono autoritario quedaba extraño en la voz de Néstor.
Parecía impropio y, a lo mejor precisamente por eso, sonaba más poderoso.
Lo bastante para que la chica obedeciera.
Néstor le quitó la venda de Ferner y no dijo nada cuando Sierra la
recogió para enredarla en torno a su muñeca sana, como si fuera una
especie de talismán.
Palpó la pierna. A Sierra se le escapó un gruñido. Si fuera licántropa, la
herida habría empezado a sanar por sí sola. Al menos, gracias al vendaje de
Ferner, no había empeorado mucho. Néstor se movió con gestos rápidos y
precisos, tanteando con delicadeza entre los estantes y los baúles hasta
reunir el mortero y las hierbas que necesitaba y preparar un emplasto.
—No tenemos toda la noche —murmuró Sierra.
—Tampoco tienes más de dos piernas. No te puedes permitir perder una.
Si Sierra quiso comentar algo más, supo contenerse. Tampoco se quejó
mientras Néstor recolocaba sus huesos y ponía la mezcla que, esperaba,
calmaría el dolor y desinfectaría las heridas. La envolvió con gestos firmes
y tela firme, entablillándola para que no se moviera demasiado. Lo bueno
de que hubiera siempre humanos en la manada era que había aprendido un
poco a cuidarlos.
—Ya está —dijo ella, cogiendo una manta de pieles. Se puso en pie con
ayuda de la lanza—. Ahora, las cosas de Zael.
—Es difícil elegir algo para ayudarle sin saber exactamente qué le pasa
—protestó Néstor, que se movió de nuevo entre las baldas, cogiendo un
poco de lo que le parecía útil pero sin tener mucha idea de lo que estaba
haciendo.
No estaba seguro de hacer lo correcto al seguirla ni al ayudar a un brujo
que había estado a punto de matarle. Arrastró los pies detrás de ella y tardó
un momento en entender por qué Sierra se paraba de repente. Pero entonces
escuchó la voz.
—¡Hola, Néstor! ¿Dónde vas?
Brisa trotó hasta alcanzarle. Curioseaba entre sus cosas con la
desfachatez confiada habitual en la niña. Brisa conocía las normas y decidía
ignorarlas, y desde que murió su padre, no había habido nadie que pudiera o
quisiera controlarla. O así lo recordaba él.
—¡Brisa! Brisa, ¿me escuchas?
La niña se detuvo unos momentos con la voz de su hermana y Néstor
quiso creer que sí que lo hacía. Que no había magia lo suficientemente
poderosa para arrancarnos los recuerdos de quienes de verdad amamos.
Pero enseguida se inclinó hacia él:
—¿Alguien está herido?
—Algo así. Brisa, ¿no te acuerdas de tu hermana?
—¡Qué dices! —rio la pequeña—. ¡Nunca he tenido hermanos!
—Eso no es…
—Déjalo —le interrumpió Sierra con voz cortante—. Supongo que es
cierto. No he sido nunca una buena hermana.
—Sierra…
—¿Quién es Sierra? —La niña toqueteó lo que había cogido,
olisqueando las hierbas—. ¿Alguno de tus ancestros?
—Sierra es tu hermana.
La chica gruñó y se alejó de allí con un cojeo brusco. Brisa no pareció
sentir el ruido.
—¿He tenido una hermana? ¿Es humana, como mi madre?
—Dejará de serlo —respondió y se puso en marcha—. ¡Vuelve a la
cama, Brisa! No pienso defenderte si te regañan por escabullirte esta noche.
No esperaba que la amenaza funcionara, aunque tal vez la chiquilla
estaba demasiado confundida por el intercambio de palabras. Él lo hubiera
estado, en su lugar. A lo mejor pensaba que se le estaba yendo la cabeza,
pero a los videntes siempre se les hacían las mismas concesiones que a todo
aquello que es poderoso e inentendible.
Sierra se esforzaba en mantener el ritmo. Puede que fuera humana, pero
tenía una voluntad tan fuerte como la del mismísimo Ferner. Cuando eran
pequeños, a los cachorros de la manada les gustaba debatir de cuál de los
cinco primeros lobos descendían. La mayoría se empeñaba en decir que su
linaje venía del primer guerrero, ya que su historia era siempre la más épica.
Puede que nunca lo supieran, pero Néstor apostaría a que Sierra era su
descendiente más directa. Incluso herida, incluso convertida en humana, le
costaba seguirle el paso.
—No deberías haberle dicho eso —masculló cuando ya se habían
internado en el bosque.
—Pero vas a intentar volver a la tribu, ¿verdad?
—Dudo que Selene quiera perdonarme. En realidad, tampoco creo que
quiera ayudar a Zael.
—Pero sigues hacia adelante.
—No sé rendirme. Aunque las únicas causas que pueda luchar sean las
perdidas.
Néstor la siguió de cerca. Le hubiera gustado tener algo que le sirviera
de bastón para asegurarse de que el siguiente paso que daba iba a ser en
firme, pero tenía que conformarse con confiar en el camino que Sierra
abría.
—Es difícil guiarse sin una sola luz —refunfuñó ella después de
tropezar.
Néstor no respondió. Su oscuridad era completa. Estaba pendiente de
ella, por eso notó su agitación antes de que la chica quisiera admitírselo a sí
misma. El zumbido de su corazón se hizo más fuerte, su respiración se agitó
y sus pasos se volvieron erráticos.
Néstor se obligó a mantenerse en silencio hasta que ella admitiera en voz
alta lo que pasaba, y tardó un poco más en hacerlo.
—¡Estaba aquí!
—¿Estás segura?
—Sí, le dejé aquí, recostado en este árbol —murmuró con voz nerviosa.
Néstor se acercó y apoyó la mano en la corteza para olisquearlo. No captó
nada más allá del olor a barro, a madera húmeda y al aroma ya conocido de
Sierra.
—¿Segura de verdad? No hay ningún rastro.
—No… no recuerdo bien su olor. ¡Es horrible ser humana! Pero
tampoco hacía ruido al caminar, de eso estoy segura. Creo que Zael no deja
rastro.
Por mucho que se esforzó, Néstor tampoco pudo recordar el olor del
brujo la vez que le habían capturado. No se había fijado en los sonidos.
Fuera como fuera, allí no estaba. Tanteó la hierba y encontró brotes
quebrados. Podría ser que no dejara olor ni aroma, pero el brujo tenía peso.
Sierra estaba en lo cierto.
—¿Qué es esto? —murmuró cuando encontró algo pequeño y plano,
como una moneda pero más ligero. Sierra se lo quitó de la mano, aunque
dio un respingo al reconocerlo.
—Una uña. Podría ser del pulgar. Está entera y ensangrentada. ¿Dónde
está?
Conteniendo un gesto de disgusto, Néstor la recuperó para llevársela a la
nariz. Al principio pensó que no olía a nada más que al barro en el que
había caído, pero al concentrarse detectó un ligero toque a algo quemado:
como si hubiera cenizas o lo hubieran arrojado al fuego.
—Tenemos que encontrarle —insistió Sierra—. Estaba muy enfermo.
—Entonces no ha podido moverse solo. A no ser que se hubiera
arrastrado. ¿Ves algún rastro en el camino?
—Está demasiado oscuro. ¡No ha podido ir muy lejos! ¡Zael!
Gritó varias veces y, al contrario que Néstor, parecía esperar respuesta.
El vidente se sentía incómodo. Sierra no había pasado más de un día con él,
no le conocía. Podía haber sido una trampa para acercar al ejército al
pueblo, o podía estar muerto a unos metros de ellos. No sabía qué prefería,
y permaneció en ese sitio, inseguro, mientras Sierra caminaba de un lado a
otro forzando su pierna rota.
—A lo mejor los brujos desaparecen cuando mueren —murmuró Néstor
—. Quizá no dejan rastro de ninguna forma.
—¿Igual que yo? —respondió Sierra con algo que parecía enfado y risa
al mismo tiempo—. ¿Me va a pasar esto? ¿Mi hermana podría jugar al lado
de mi cadáver sin poder verme?
—No, Sierra, lo tuyo es una maldición…
—¡De la que no puedo liberarme! ¡Ni tú me puedes ayudar, por mucho
que te empeñes en creerlo! Ni siquiera sé si la misma Selene… Selene…
Dejó la frase a medias para envararse como si la mismísima diosa
hubiera aparecido para mirarles. Néstor tragó saliva, pero no notaba
ninguna presencia más. Lo único que les acompañaba eran los árboles y las
criaturas del bosque.
—¿Qué pasa con Selene?
—Ya no llega su luz. No la hemos visto desde que hemos salido de la
aldea.
—¿Crees que tiene algo que ver con el brujo?
—No. Simplemente se ha marchado —interrumpió otra voz masculina.
Alguien que no habían escuchado acercarse, ni dejaba aroma que Néstor
pudiera detectar. El chico se giró hacia el desconocido tratando de esconder
su pánico.
¿Era una trampa? Tenía que serlo.
—No logré alcanzarla —continuó el hombre, acercándose—. Pero hay
más criaturas en el bosque, y algunas tienen a bien escuchar la súplica de un
moribundo.
Zael

Z aelquesiempre había escuchado que lo que distingue a un sabio del resto es


es capaz de aprender de los errores. Suponía que era verdad, y que
él abrazaba su ignorancia hasta en la muerte. Había cometido la
equivocación que le costaría la vida y no se arrepentía de ello.
Morir no era elegante. Intentaba contener los quejidos hasta que Sierra
estuviera lejos. El orgullo era absurdo, pero no quería que los últimos
recuerdos de su paso en ese mundo fueran lloriqueos de agonía. Y menos si
era ella el último testigo de su breve y triste paso por el mundo.
La sangre se coagulaba dentro de sus venas. El frío en las manos y las
piernas se convirtió en pinchazos lacerantes y luego… en nada. La muerte
trepaba, clavando sus uñas hacia las costillas y las vísceras, jugosas y
blandas. Sintió que las tripas se le retorcían como si ya estuvieran podridas
y miles de gusanos retozaran en ellas. Vomitó bilis, sin fuerzas para
moverse, así que se manchó la mejilla y los labios y ni siquiera pudo
limpiarse.
Quiso pensar en su madre. Deseó ser capaz de consolarse con ella,
imaginar que de alguna forma le acompañaba. Pero era Sierra quien
ocupaba sus últimos pensamientos con la misma fiereza con la que ocupaba
su lugar en el mundo. Pensó en sus ojos implacables, en la firmeza de su
voz, en su cabello desordenado de un color que solo parecía posible obtener
con ayuda de magia. El dolor de perderla también a ella no debería poder
hacerse oír por encima del rugido de su agonía, pero lo notaba.
Después, dejó de pensar.
La magia daba mordiscos en un cuerpo desgarrado y destrozado. Quiso
aullar de dolor. ¿Era eso la libertad? Toda oscuridad y dientes. Unas fauces
a las que se había lanzado pensando que, a lo mejor, al otro lado había
esperanza. La muerte tardó una eternidad en llevárselo.
Y entonces… escuchó su nombre.
Se sintió mecido bajo tierra húmeda y negra. Era una voz suave, oscura
y dulce, que apagaba el dolor y le envolvía en una mortaja. Una voz
delicada y poderosa. La voz de algo salvaje y tierno. La voz de un dios.
Y, con su último aliento, el brujo respondió a la llamada.
Néstor

P ensó que Sierra se lanzaba al ataque. Era lo único que tenía sentido.
¿Por qué otro motivo se acercaba así a un desconocido en la noche
antes de la batalla? Néstor no quería reconocer que en el fondo deseaba que
lo hiciera. Que la rabia de Sierra se descargara en forma de golpes y le
librase de los posibles problemas.
Pero incluso él había reconocido esa voz, aunque hubiera preferido no
hacerlo; esa voz suave, ligeramente rasgada, del brujo.
—Estás vivo —susurró Sierra, con el aliento contenido. Zael respondió
con una carcajada.
—Parece que tu compañero no se alegra.
—No tenemos motivos para confiar en ti —murmuró Néstor, y se sintió
estúpido al decirlo. Porque no, no tenían ninguna razón, y sin embargo allí
estaban, vulnerables a cualquier ataque enemigo.
—No lo juzgo…, después de nuestro último encuentro. Deja que me
disculpe, yo no tenía muchas más opciones que tú.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Sierra con insistencia—. La viste. Te ha
escuchado. ¿Cómo lo has hecho?
—Me hubiera agarrado a su falda como un bebé llorón, si hubiera
podido —reconoció Zael—. La verdad es que lo de mantener las
apariencias importa bastante poco cuando te estás muriendo.
—¿Y se apiadó de ti?
—Selene no me ha salvado. No… no creo que haya sido ella —titubeó
de una manera que a Néstor le hizo fruncir el ceño.
—¿Y quién lo ha hecho?
—No lo sé. —El brujo resopló—. No estoy seguro. ¡Sé lo mal que
suena! Pero estaba al borde de la muerte y cuando la tierra se abrió pensé
que era el final, que esa voz en mi cabeza era mi imaginación. Diría… diría
que ha sido la misma tierra.
—La tierra no tiene voluntad ni magia—dijo Néstor—. Ha tenido que
ser un dios para liberarte. A no ser que todo haya sido un teatro, y que
hayas estado mintiendo todo el tiempo.
—No tenía mucha capacidad de mentir cuando cargaba con él.
Néstor apretó los labios. ¿Por qué Sierra, si era más desconfiada que él,
insistía en defenderlo?
—¿Y quién desafiaría a Itari para devolverle a la vida? —preguntó
Néstor—. Nadie con ese poder tiene ningún motivo para querer salvarlo.
—No recuerdo gran cosa —murmuró el brujo con un tono de voz quedo.
—Mientes —insistió el vidente con una firmeza poco propia en su voz.
—¿Lo hace? —Sierra se giró hacia él, vacilante.
—Se me da bien detectar las mentiras, ya lo sabes —dijo, con los ojos
entrecerrados hacia él—. Y sé que está mintiendo.
El viento parecía afilarse, todo oídos y dientes. Sierra dio un paso hacia
atrás, y Néstor juraría que ahora vigilaba al brujo con la misma precaución
con la que lo hacían sus sentidos.
No le sorprendió que se riese de nuevo. Se preguntó si había una sola
circunstancia de la que Zael no pudiera reírse.
—Tu amigo es muy listo.
—¿Qué ha pasado? —inquirió Sierra con la voz más firme.
—Y esta vez, sin una sola mentira —exigió Néstor.
«¿O qué?», pensó para sí.
No tenía nada para amenazarle. Eran dos adolescentes frente a una
persona capaz de prender fuego en el aire. Él estaba desarmado y no podía
transformarse. Sierra tenía una lanza, sí, pero un brazo quemado y una
pierna fracturada. No podían hacerle frente. Y pese a todo, o quizá
precisamente por eso, se mantuvo desafiante.
—¿Qué le ofreciste? —Alzó la barbilla en su dirección—. Estás
evitando decirnos qué le diste a cambio.
—Una promesa.
—Empiezo a odiar a los dioses y sus estúpidas promesas —gruñó Sierra
—. ¿Qué le has prometido?
—Creo que mi vida. Si me ha dejado vivir no es un regalo, solo un
préstamo.
Un empujón siguió a la respuesta. Néstor escuchó la lanza de Destra que
silbaba al cortar el aire. El brujo contuvo el aliento, aunque no parecía que
Sierra le hubiera herido, le bastaba con amenazarle.
—Deja los juegos estúpidos. ¿Qué le has prometido exactamente?
Quiero que lo digas palabra por palabra.
—Es que no estoy seguro…
—¡Explícanoslo!
—¡No puedo recordarlo exactamente! ¡Ya sabéis que me estaba
muriendo! Ni siquiera sé con quién hice el trato, no os he mentido.
—Puede que estuvieras a punto de morir, pero tienes que recordar tus
propias palabras —insistió Néstor con una determinación que le sorprendía.
—Noté una presencia en la tierra. Algo vivo, un abrazo de raíces y rocas.
Pensé que era la mismísima muerte. Esta no es la historia que me gustaría
contarle a mis nietos, pero estaba aterrado. Lloré y supliqué. La magia me
estaba matando y yo solo quería liberarme. Del dolor, de la muerte…
Entonces esos brazos de la tierra me sostuvieron con más cuidado. Como si
fuera un niño pequeño.
—¿Y? —gruñó Sierra cuando la pausa en la conversación se hizo más
larga.
—Sentí que algo me acariciaba la cara. Era suave y fresco, no parecía
humano. Dijo mi nombre. Tenía una voz tan dulce que parecía un bálsamo.
Me preguntó que qué quería hacer con mi poder, si yo también quería
destruir o gobernar.
—¿Y qué respondiste? —preguntó Néstor, que no solo estaba pendiente
de cada palabra, también del tono y la forma de decirla.
—Que no —respondió con sinceridad—. Que solo quería ser libre. Y
entonces la voz me dijo que me liberaría de la magia si yo ¿le? entregaba mi
corazón cuando lo necesitara. Creo, puede que no fueran sus palabras
exactas.
—¿Qué quería decir con eso? —Sierra le zarandeó, y el chico protestó,
pero no se defendió con su magia.
—¿Crees que lo sé? La boca me sabía a sangre y a podrido, Sierra, y no
estoy seguro de que aún siguiera respirando. Dije que sí, pero hubiera dicho
que sí a cualquier cosa. Y entonces la tierra me acarició la frente y sentí un
latigazo de dolor. Como si me partiera el cráneo. Creí que lo hacía.
—Pero te liberó —terminó Néstor por él.
El chico exhaló un suspiro y Sierra le dejó ponerse en pie.
—Supongo que sí.
—Y has perdido la magia. —Sierra soltó un suspiro.
—No. Yo también pensaba que tendría que entregarla a cambio, pero no
solo me ha permitido mantener mi magia, también me ha liberado de sus
reglas.
Dos llamas desgarraron la oscuridad y cegaron a Néstor. No era un fuego
grande, ni agresivo. Entrecerró los ojos, las lenguas de naranja y amarillo
iluminaban una silueta entre ambas. El brujo parecía sostenerlas en las
palmas de sus manos.
—¿Puedes hacer lo que quieras con ella? —Sierra parecía tan
impresionada que le resultaba irritante, aunque Néstor no pudiera decir por
qué le molestaba tanto.
—Eso parece. No dependo de órdenes. ¡Soy libre!
Los silencios de Sierra y Néstor eran diferentes. El de ella estaba
impresionado, tal vez alivio, o quizá celos de no haber conseguido lo que
Zael. Néstor estaba confundido, y no sabía qué pensar de la resurrección del
brujo. No sabía si debía desconfiar o fiarse, no de él, sino de quien hubiera
sido capaz de hacer algo tan poderoso.
¿La mismísima tierra había decidido tomar partido en la guerra que se
cernía sobre ellos?
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Néstor—. ¿Volver con los tuyos?
—¿Los míos? —respondió con una carcajada—. ¿Son los míos porque
estaba obligado a viajar con ellos? No, nunca he tenido elección. Y ahora
soy libre. En realidad, es extraño.
—Creo que lo entiendo —murmuró Sierra—. Aunque a ti te han
liberado y a mí me han arrancado del lugar al que pertenezco.
—No has respondido —insistió Néstor—. Puede que te crea, pero no
dejas de ser un humano en nuestro bosque cuando se avecina una batalla.
Un humano con poderes que no entendemos.
—No los usaré contra vosotros.
—¿Por qué?
—Prefiero que los míos caigan. Quiero que el ejército entero me tema, y
que, cuando vuelva, no tengan más remedio que dejar libre a mi madre si no
quieren que su estúpido castillo arda hasta los cimientos.
—Lucha con nosotros.
—¡Sierra! —protestó Néstor, pero la chica se giró hacia él casi a la
defensiva.
—Es un brujo libre. Puede usar su magia sin estar atado a lo que esa
gente ordene. Y les odia. Puede ayudarnos.
—No le conocemos.
—No creo que podamos rechazar ayuda, Néstor. Créeme, soy orgullosa,
pero estamos más débiles que nunca y ni siquiera Ferner puede protegernos
eternamente.
—¡Pero el brujo puede atacarnos por la espalda si le llevamos a la tribu!
Puede hacerlo ahora también.
—Estoy delante —interrumpió Zael, más divertido que molesto.
—No lo hará.
—¿Por qué?
—Porque les odia. Y porque, si ganamos, iré con él para ayudar a
rescatar a su madre.
—¿Qué? —Néstor sacudió la cabeza.
—¿Y por qué iba a necesitarte yo a ti? —Zael puso su voz más suave.
Sierra se puso firme, con la lanza en el suelo y la espalda bien recta.
—Porque sé pelear mejor que muchos humanos. Y soy ágil, incluso en
esta forma. No todo se consigue con fuego y amenazas. A veces hace falta
un aliado para que se infiltre por una parte mientras otro hace frente. Puedo
ayudarte. Si tú nos ayudas antes.
Néstor quería ponerse en medio y agarrar a Sierra para hacerla entrar en
razón. ¿Por qué se empeñaba en pedirle a alguien sin principios que les
ayudase? Tuvo que morderse el labio inferior para contenerse, porque tenía
razón en una cosa: necesitaban toda la ayuda que pudieran conseguir. No
podían depender únicamente de Ferner, y ni siquiera sabía si Ferner se
quedaría mucho tiempo para ayudarles. Las leyendas hablaban de que él se
levantaría para ganar una última batalla, para vencer una última amenaza.
Pero los humanos no tenían por qué rendirse después de una pelea.
Zael se movió y Néstor supuso que era un asentimiento por el alivio en
la voz de Sierra.
—Vamos a la aldea.
—Sigue sin gustarme nada esta idea —gruñó Néstor.
—Y eso que a ti no te toqué un solo pelo.
—Vamos —ordenó Sierra. Apoyó su mano en el hombro de Néstor—.
Te va a tocar interceder para que no le hagan daño.
—¿A mí?
—¿Quién si no? A sus ojos somos un brujo, un fantasma y el vidente
que les ha llevado algo por lo que mantener la esperanza.
—Y si nos traiciona, será mi culpa —susurró cerca del oído de Sierra
una vez que empezaron a caminar.
Ella no se detuvo. Respondió sin molestarse en girarse:
—Si nos traiciona, dudo que quede nadie para poder culparte.

7
Les detuvieron antes de llegar al pueblo. Néstor reconoció a Oro y Lua,
ambos se habían quedado en su forma lupina y se abalanzaron sobre ellos
entre gruñidos y aullidos. Aunque Sierra se puso entre ellos y Zael, no fue
ella lo que les detuvo. Ni siquiera la vieron. Sin embargo, Néstor extendió
los brazos con las palmas hacia ellos, y se detuvieron antes de atacarle con
bufidos y gañidos confusos.
—¡Néstor! ¿Quién es el humano?
Reconoció la voz de Mai, que corrió junto a los lobos. No había estado
el día anterior junto a su madre, tal vez hubiera querido dejarles espacio
como solía hacer, pero se alegró de que estuviera allí en esos momentos.
—Viene conmigo. Es un brujo.
Néstor mentiría si no se reconociera a sí mismo que disfrutó un poco del
momento en el que los lupinos se erizaron y Zael dio un paso atrás,
intimidado. Él dio también un paso para interponerse entre los lupinos y el
chico, y alzó la voz para repetir:
—Viene conmigo.
Su voz sonó con una autoridad que no estaba seguro de dónde le llegaba.
Trató de imaginarse a Ázanor a su lado, en el caso de que al ancestro no le
pareciera una locura lo que estaban haciendo, y lo fuerte que sonaría su voz.
Funcionó, y escuchó el titubeo en la voz de Mai:
—Pero es un enemigo.
—Este no. Es un brujo sin dueño y no tiene por qué obedecer a los
humanos.
—Así es. —Zael aprovechó para usar un tono cálido y zalamero—. Mi
magia no tiene más dueño que vuestra diosa, y será un orgullo ponerla a
vuestro servicio.
—¿Por qué aparecería ahora y querría ayudarnos? Justo en esta batalla
donde los humanos tienen todo de su parte para ganarnos…
—Tiene sus propios motivos, y son muy buenos —dijo Zael, con tanto
convencimiento que parecía haberse pasado la vida entera estudiando los
designios de Los Ocho.
Lua dejó escapar un gruñido corto y apagado. No estaba contenta, pero
no discutía con el vidente. Oro la imitó y ambos se giraron para volver a
adentrarse en el pueblo. Mai se acercó a Néstor y apoyó con delicadeza una
mano en su hombro:
—Espero que estés seguro de lo que haces.
«Yo también», pensó, aunque toda su respuesta fue asentir y caminar
hacia la aldea.
A pesar de ser de noche, la tensión que conectaba todos los corazones de
la tribu tironeó hasta arrancar del sueño a una buena parte de ellos. La
anciana Nevada ya estaba esperando junto a las brasas del fuego, como si
las estrellas, o las llamas, le susurraran en alguna lengua antigua. Guerreros
y cachorros se acercaban desde todas las tiendas y no tenía ningún sentido
pedirles que se retiraran para volver a dormir. A Néstor no le hacía falta ver
sus rostros para saber que toda la atención se centraba en él y en el brujo.
—Todo irá bien —dijo Sierra, la única que podía permitirse hablar—.
Eres el vidente y, si hablas como antes, nadie pondrá en duda nada de lo que
digas.
Néstor torció un poco el gesto sin poder responder. No se sentía seguro
de querer hacerlo. Nevada movió un brazo en una invitación lenta, dejando
que las brasas la iluminaran lo suficiente para que Néstor pudiera ver el
movimiento. Se acercó a ella, pero no tomó asiento. El olor a un té fuerte, el
de las largas noches de deliberación, se unía al del humo.
—Has vuelto muy cambiado de tu viaje, chico.
—Me siento distinto.
—Sigues siendo joven, y los jóvenes pueden cometer errores por
imprudencia. Errores que en estos momentos no podemos permitirnos.
Quien te acompaña está manchado por la sangre que le arrancaron a Selene.
—Si se me permite presentarme… —Zael hizo una breve inclinación,
pero Sierra y Néstor le sujetaron a un tiempo.
—El único motivo por el que no estás herido, atado o muerto es porque
el vidente te ha protegido —respondió Nevada con esa voz tan calmada—.
Pero ni siquiera nuestro vidente puede decidir por todos. No eres un
invitado, sino un enemigo. Hablarás cuando se te pregunte.
Néstor estaba convencido de que Zael abriría la boca para decir algo
estúpido, pero el brujo supo estar callado. Nevada dio un largo sorbo al
cuenco de té. Roble llegó cojeando, y en poco tiempo todo el consejo
estuvo a su lado. El resto de la manada vigilaba a una distancia respetuosa.
Néstor sintió un abismo que se abría dentro de su propio estómago, la
situación era seria y ni siquiera él estaba convencido de lo que tenía que
defender.
Sierra le agarró del antebrazo.
—Ahora mismo vuelvo. ¡Aguanta un poco!
Quiso detenerla, pero sabía que eso llamaría la atención de los sabios.
¿A dónde iba? ¿Por qué les dejaba justo en ese momento? Nevada estiró
las manos hacia él para ofrecerle el té negro y especiado, y Néstor dio un
largo sorbo antes de pasárselo al siguiente. Solo cuando todos hubieron
bebido, Nevada retomó la palabra.
—¿Cuál es su nombre?
—Zael —se apresuró a contestar antes de que el brujo volviera a decir
algo irrespetuoso.
—¿Cuál es su pueblo?
—No tiene.
—Todo el mundo pertenece a alguna parte —respondió Roble, con su
voz sólida por debajo del tono conciliador de sus palabras.
—Ha sido prisionero toda su vida. Ahora se ha liberado, no guarda
lealtad alguna al señor ante el que respondía.
—Pero no tenemos ninguna certeza de que vaya a ayudarnos a nosotros.
Los humanos encadenan a los animales con cuerdas, y a los hombres con
leyes. Incluso si quiere ayudarnos de corazón, cosa de la que no podemos
estar seguros, podría decantarse por su propio pueblo con facilidad.
—Detesto a esa gente. —Zael se ganó un silencio recriminatorio, y
cambió el ¿peso? De los pies, incómodo.
Para sorpresa de Néstor, Nevada le contestó:
—El rencor puede apaciguarse con promesas. Es difícil arrancarse las
propias raíces, incluso cuando estas son de mala hierba. En otra ocasión,
llamaríamos a los ancestros para preguntar por su consejo, pero no podemos
malgastar tiempo ni energías. No es sabio darle la espalda a un enemigo,
Néstor.
—Tenía entendido que la voz de los videntes era escuchada —
interrumpió la voz grave y profunda de Ferner. Néstor también se giró hacia
su figura pálida, acompañada por la silueta menuda y renqueante de Sierra
—. No en vano Selene concedió a Ázanor el regalo de poder vislumbrar el
futuro.
Incluso Nevada bajó la cabeza. Ferner no solo era el mayor de los
guerreros que había salido de las leyendas, técnicamente, también era el
más anciano de toda la tribu. Se acercó a ellos y se sentó en el suelo entre el
consejo y Néstor, clavando el hacha delante de él. Roble le acercó el cuenco
de té y Ferner dio un trago largo, hasta terminarlo. Néstor se giró hacia la
figura de Sierra para dirigirle una discreta sonrisa de agradecimiento.
—Escuchamos a los videntes —se excusó Nevada—. Pero no podemos
olvidar que Néstor es aún muy joven, apenas un cachorro a quien aún
tenemos que guiar para entender sus visiones.
—Pero él es quien ve. Él es quien siente.
—No lo discutimos. —Nevada se balanceaba entre el respeto y el
orgullo—. Pero siempre han convivido, vidente y ancianos, para decidir
cuál es la mejor decisión para la manada. La sangre joven puede pecar por
impaciencia o por falta de experiencia.
—Eso es cierto —asintió el guerrero—. Y por eso estoy aquí.
Hubo un murmullo tenso. De desconcierto, y quizá también de miedo.
Pero no había una sola alma en la tribu que no confiase en Ferner. Después
de todo, el primer guerrero se había transformado en su última esperanza.
Los cielos y los astros les habían abandonado, pero el protector dormido
bajo la montaña había llegado, cumpliendo su promesa. Cuando Nevada
volvió a hablar, el orgullo había dado paso a un tono más dócil, aunque sin
perder la dignidad que el cargo y el paso de los años concedían a la anciana:
—Entonces, ¿aceptamos la ayuda del brujo como aliado?
—Sí, si el vidente así lo considera. Néstor, ¿crees que el brujo debe
luchar junto a nosotros?
A Néstor se le encogió el estómago. Hasta ese momento solo había
actuado para ayudar a Sierra, en quien sí confiaba, pero eso era distinto de
hacerse responsable de lo que Zael pudiera hacer. No había visiones ni
corazonadas que seguir, sentía hostilidad hacia él, aunque sabía que era solo
recelo porque se trataba de uno de sus captores.
Toda su tribu estaba pendiente de él. Si estaba equivocado podría ocurrir
que lo perdieran todo en cuestión de horas, ya fuera porque Zael se volviera
en su contra, ya porque necesitaran de su ayuda en la batalla. Tragó saliva,
consciente del paso del tiempo y de lo perdido que en realidad se sentía, del
fraude que era, por mucho que ahora creyesen que había cambiado. Volvió a
tragar saliva.
La mano de Sierra se apoyó en la suya. Era una mano pequeña, áspera y
cálida. La mano de una guerrera. La mano de una amiga.
—Yo confío en él —dijo la chica.
—Yo confío en él —repitió Néstor.
Aunque no sabía si era lo correcto, la decisión estaba tomada.
Sierra

H abían decidido que Néstor y Zael compartirían tienda. Nadie quería


dormir con el brujo, pero había pasado a ser un invitado y tenía derecho
a ser tratado como cualquier miembro del clan. Y al vidente no parecía
importarle. Tampoco quería volver esa noche al lado de su madre, donde
tenía intimidad para preguntarle y sonsacarle los motivos.
Así que les habían preparado un refugio improvisado. Habían puesto
mantas, comida y hierbas, pero tan estrecho que era imposible que los tres
durmieran juntos sin rozarse. Ferner les lanzó una mirada divertida antes de
irse.
—Descansad cuanto podáis. Mañana puede ser nuestro último día.
—Gracias —respondieron a un tiempo Néstor y ella.
Les dio la espalda para alejarse despacio. El brujo se había sentado en
una esquina, con las piernas largas recogidas de forma incómoda. No estaba
acostumbrado a una tienda, ni a tomar asiento de forma ceremoniosa en el
suelo, ni a estar entre licántropos. Néstor, por su parte, se había dejado caer
como si sus últimas fuerzas se hubieran evaporado tan pronto como se
quedaron solos.
Sierra se puso en pie y salió de la tienda sin explicaciones. Tampoco se
las dio a Ferner cuando le alcanzó y el hombre arqueó una de sus cejas,
sorprendido.
—¿Tú no descansas?
—No me hace falta. De momento no —respondió el guerrero.
—Estábamos en el bosque cuando te encontraste con Selene —soltó a
bocajarro, y esta vez sus cejas se fruncieron, intentando alcanzarse—. Fue
sin querer. El brujo también buscaba a Selene y apareciste antes.
—Selene y yo…
—También te traicionó a ti.
No sabía por qué lo decía. Era estúpido provocar a alguien que podía
destrozarla sin esforzarse demasiado. Pero su voz no sonaba burlona, sino
compasiva. No era lástima lo que sentía por Ferner, ¿cómo iba a ser eso?
Pero le entendía, o le preocupaba, o quería decirle que no estaba tan solo. O
que sí lo estaba, pero que ella entendía de soledad.
—Supongo que sí.
—¿La odias?
—Sí, la odio, aunque con menos fuerzas de lo que la amo.
Sierra cabeceó. A veces no eran sentimientos tan distintos. Ambos se
gestaban en las entrañas y podían crecer con fuerza y nublar la razón por
completo. Y eso era justo lo que le preocupaba.
—Y ahora tienes que defendernos de ella.
—Selene es la amenaza.
—¿Podrás hacerlo?
Si antes había rozado lo inapropiado, ahora acababa de lanzarse de
cabeza a ello. No era su papel preguntar, no tenía ningún derecho a hacerlo.
Pero era su manada la condenada, era su gente la que iba a morir. Ferner
alzó la mirada a la ausencia del cielo.
—Si de mí dependiera, no sé si sería capaz de hacerlo. Destra se reía de
mí, ella tenía una mente mucho más fría y el corazón más calmado. Pero no
está en mi mano negarme. Yo lucharé contra el ejército humano hasta que
llegue Selene. Entonces, me enfrentaré a ella.
—¿Podrás vencerla?
—No lo sé. Y no sé si quiero saberlo. Pero pelearé hasta mi último
aliento, y no debes tener miedo. Eso ya no depende de mí.
—Espero que ganes —susurró Sierra.
Ferner bajó la mirada. Tenía una expresión tan triste que a Sierra se le
encogió el estómago y deseó poder tragarse sus palabras.
—Voy a perder, pase lo que pase en la batalla. Espero que tú encuentres
de nuevo un lugar en la manada. Sea cual sea.
Sierra asintió. El cielo sangraba estrellas y oscuridad. La noche les
abrazaba en una última tregua y el día siguiente se acercaba con
incertidumbre.
—Que descanses, Ferner.
Él asintió, pero cuando Sierra se alejaba volvió a hablar:
—Te ha hecho algo horrible, pero sigues siendo una lupina. Lo seguirías
siendo, aunque te arranque la piel y los huesos. Estoy orgulloso de ver que
mi linaje tiene tanta fuerza.
Sierra agradeció la oscuridad de la noche que ocultó el calor que le subió
a las mejillas desde la garganta.

7
Cuando volvió a la tienda, los dos chicos estaban tumbados en el suelo y el
hueco que dejaban entre ellos era ridículo. Néstor se había pegado todo lo
que podía al lado contrario y le daba la espalda al brujo, que estaba tendido
de espaldas con los ojos brillantes fijos en un punto muy lejano y las manos
inquietas, de dedos largos que se entrelazaban y separaban.
Alzó la cabeza al verla. Néstor también se movió lo suficiente para
dejarle saber que estaba despierto.
—¿Puedo pasar?
—Creo que sí, pero por poco —respondió Zael, con ese tono tan suyo.
Parecía ser incapaz de tomarse nada en serio demasiado tiempo. Al parecer,
ni su propia vida.
—Creí que ya estaríais durmiendo. —Sierra se sentó en el suelo entre
ambos. Aunque doblase las rodillas, sus piernas rozaban las de ambos—.
Ha sido un día largo.
—Han pasado demasiadas cosas —respondió el brujo, que apoyó un
codo en el suelo para incorporarse—. He traicionado al ejército que me ha
tenido amenazado toda la vida; he sentido cómo me moría; me he
encontrado con una diosa; he liberado mi magia; he estado en un juicio
donde se decidía si era un enemigo, y ahora acampo con los monstruos con
los que se asusta a los niños pequeños en nuestra tierra. Creo que es normal
que me cueste conciliar el sueño.
Sierra se mordió la parte interior del labio para no dejar escapar una
sonrisa. El tono de Zael era el que usan los niños para exagerar cualquier
hazaña, pero todo lo que había ¿enumerado? Era cierto. Y al parecer el
brujo no había acabado:
—Y había olvidado mencionar que me he apuntado a una batalla en la
que puede que perdamos la vida, solo que al lado de todo lo demás suena
hasta poco impresionante.
—Ganaremos —dijo Sierra con una convicción que estaba lejos de sentir
—. Y luego yo cumpliré mi parte del trato.
—Eso si puedes seguir caminando —murmuró Néstor, sin girarse hacia
ellos—. No cuento con que seas capaz, si sigues forzando tanto esa pierna.
Sierra la estiró en el reducido espacio entre ambos con un suspiro. El
dolor era un latido sordo y cálido, que a ratos le clavaba en la carne unos
diminutos colmillos afilados.
—Me he dado golpes peores —gruñó.
—Pero entonces podías curarte —respondió Néstor, y ella soltó un
bufido.
—Los humanos también nos curamos, aunque os parezca imposible de
asimilar. No somos solo criaturitas débiles —interrumpió el brujo con una
sonrisa ladeada.
—No somos ignorantes del todo —replicó Néstor—. Mi padre es
humano. Y muchos de los que nos acompañan. Hay muchos de los vuestros
que prefieren vivir como nosotros, aunque a la mayoría os parezca cosa de
salvajes.
—No he dicho eso.
—No hacía falta.
—Pensaría que he apuñalado a tu madre por la espalda si fuera posible.
¿Por qué te caigo tan mal, Néstor?
El vidente se incorporó al final, con el ceño fruncido. Sierra ladeó la
cabeza, ella también notaba una hostilidad que no lograba entender del
todo. Néstor solía ser tímido y apocado. Aunque eran de la misma edad,
nunca se habían relacionado demasiado: tenían personalidades demasiado
diferentes. Sierra necesitaba mantenerse en marcha, seguir a los mayores,
explorar y demostrar continuamente todo lo que era capaz de hacer. Incluso
cuando no era capaz de hacerlo. Néstor había estado protegido por su madre
y por toda la manada. No podían permitirse perder a un vidente, era más
importante incluso que los ancianos, aunque aún fuera joven para entender
los susurros de los dioses.
Si tenía que ser sincera consigo misma, Sierra no se había esforzado
demasiado en conocerle. Era un vidente antes que un compañero, y ella
estaba demasiado ocupada demostrando lo válida que era. «¿Y todo para
qué?», se preguntó con amargura. No había nadie ahora a quien decirle que
Ferner estaba orgulloso de ella. No habría nadie luego para recordarla
cuando se marchara.
Néstor tenía las cejas juntas y los labios tensos. Sierra estiró la pierna
con un quejido y se inclinó un poco más hacia él.
—¿Es verdad?
—¿Qué? ¿El qué?
—Que Zael te cae mal. Pero no te ha hecho nada.
—Bueno, solo nos ha secuestrado a los dos y se ha quedado mirando
mientras nos torturaban. Ah, no, en tu caso no se quedó mirando, lo que
tienes en el brazo te lo hizo él, ¿verdad?
—Luego me ayudó a escapar.
—Solo porque le convino, Sierra. Entiendo que no quiera ayudar a los
humanos que le hicieron eso, lo entiendo, aunque no podamos estar seguros
de si es la verdad. —Sacudió la cabeza—. Pero incluso en el mejor de los
casos, solo busca su interés, y si le conviene, nos abandonará en cualquier
momento.
—Aun así has hablado a mi favor —dijo el brujo, con voz suave.
Néstor se removió, incómodo.
—No lo he hecho por ti. Sierra confía en ti.
—No tienes recuerdos de mí de antes —murmuró ella, que sintió un
peso en los hombros que antes no estaba allí—. Ni siquiera me conoces, en
realidad.
—Eres la persona más fuerte que conozco. Tú no tenías ninguna
obligación, y has arriesgado la vida por mí varias veces.
—No por ti —corrigió Sierra, que sentía una repentina incomodidad que
le impedía mirarlos a la cara—. Por la manada.
—Lo sé. Y eso me parece motivo suficiente. Si tú crees que Zael nos
puede ayudar, confío en ti. Aunque no me sienta cómodo con él en nuestro
bando.
Zael le miró en silencio un largo rato antes de tenderse de nuevo de
espaldas en el suelo. Sierra se sentía halagada y un fraude al mismo tiempo.
Ella no era digna de tanta confianza.
—En realidad, me equivoco muchas veces —admitió—. Soy terca, y
muchas veces soy incapaz de esperar, y estropeo algo por quererlo
demasiado fuerte, o demasiado rápido.
—¿Te estás arrepintiendo de nuestro trato? —preguntó el brujo, con voz
juguetona, sin molestarse en alzarse para mirarla.
Sierra le examinó: las manos inquietas, de dedos largos, la barbilla
afilada, las trenzas negras que se desparramaban llenas de abalorios que no
hacían ningún ruido cuando se movía. Porque podía usar esa fuerza tan
peligrosa que no entendía, la magia que le habían robado a Selene, pero que
luego ella le había regalado. «Y todos los regalos de los dioses están
envenenados», pensó, recordando la promesa que había hecho y no
comprendía.
No confiaba en él, pero quería hacerlo. Y eso tendría que bastarles.
—No me arrepiento. Me da igual tu magia, si nos traicionas, te sacaré el
corazón y lo desgarraré con mis propias manos. Puede que no tenga garras,
pero estas uñas también están lo bastante afiladas —respondió.
Néstor contuvo una carcajada con un sonido quedo que parecía una
tregua. Zael estiró una sonrisa divertida sin molestarse en abrir los
párpados.
La tensión dio paso a un cansancio tan intenso que sus articulaciones
parecían haberse vuelto de plomo y los párpados le pesaban tanto que le
costaba mantenerlos abiertos. Se giró en el suelo y trató de buscar una
postura en la que dormir entre ambos chicos. Se preguntó si debería darle la
espalda a Zael para no verle o quedarse frente a él para vigilarle, pero el
brujo empezó a roncar de forma suave. Néstor también tenía los ojos
cerrados y la expresión tranquila. Serpenteó para acomodarse entre ambos:
el brazo de Zael le rozaba la espalda y el aliento tranquilo de Néstor
cosquilleaba en su frente. No le hacían falta mantas con el calor de ambos
rodeándola.
Sierra cerró los ojos. No sabía qué le esperaba en la batalla del día
siguiente. No sabía qué le esperaba si perdían, o si vencían. Pero en ese
momento estaba tranquila y sentía que se había ganado su descanso. Las
quemaduras del brazo se convirtieron en una molestia lejana. El dolor de la
pierna, en un eco apagado. El cansancio era cálido y pesado, se enredaba a
su cuerpo y a sus pensamientos, desdibujaba el mundo y todas sus
preocupaciones. La mecía como el abrazo de un padre que le prometía que
esa noche estaba a salvo. Que el alba estaba lejana. Que podía descansar,
tranquila, mientras él la velaba.
VII. La guerra

M i hermana y yo no debimos haber sido concebidos.


Llegamos tarde a nuestra propia vida. Fuimos brotes verdes que
rompieron la superficie de la tierra en un otoño tardío, justo antes de que
la nieve comenzara a cubrirla. Ella era rabiosa y fuerte y no quiso verlo.
Yo nunca tuve energía para esconderme de nuestro destino.
—Somos más auténticos que Elva —me recordaba Selene, con la voz cargada
de resentimiento—. Por no hablar de Dolm e Itari… Al menos él se esfuerza en
ser amable. Nosotros nacimos de dioses y titanes, como Los Ocho antiguos, no
somos humanos de sangre débil.
Selene tiraba de mí y durante siglos quise creerla. Yo podía crear vida y
ella bendecirla con magia. Sin embargo, la mayoría de mis criaturas morían
por más que yo me esforzara en protegerlas. A veces eran cazadas por
humanos, y por eso Selene unió a los cinco mejores humanos con mis cinco
mejores lobos, y creó una criatura destinada a protegerlas. Lo que ella no
quería ver es que a veces, simplemente, mis criaturas no tenían motivos para
aferrarse a la vida.
No era su tiempo.
Hice a los unicornios longevos, pero estos nunca se reprodujeron. Creé a
los fénix casi inmortales, pero eligieron dejarse morir una vez, y otra y
otra, hasta que ya no tuvieron fuerzas para renacer de sus cenizas. Mis
peces de oro se hundieron en el fondo de los ríos, y allí se convirtieron en
un peso muerto: piedras de metal precioso con formas caprichosas. Los
ciervos de cuatro astas pocas veces sobrevivían a sus primeros años.
Algunos de mis animales sí que se mantuvieron fuertes: los cuervos, las
cabras, las serpientes y los lobos, aunque, a excepción de estos últimos,
fueron perdiendo sus cualidades mágicas. Selene veía mi tristeza y culpó a
los licántropos, como si fuera su culpa por no ser capaz de defenderlos del
avance inexorable de una era nueva en la que nosotros también sobrábamos.
Elva lo sabía. Lo podía ver en sus ojos de oro cada vez que nos
encontrábamos. Zeit, posiblemente, también, pero al dios del tiempo el paso
de este le resulta indiferente. Si alguien permanecerá, será él, que siempre
ha sido distinto.
El mundo cambia. Las eras pasan. La de los titanes había terminado y la
de los dioses nacidos de ellos está en su ocaso. El mundo es humano, y así
deben ser los inmortales que lo custodian. Mi hermana no quiere entenderlo,
no está preparada, y a lo mejor nunca lo estará. Y lo lamento, porque la
quiero; si hay algo que me ha atado a la existencia es ella, pero nuestro
reinado ha de terminar.
Vinimos juntos al mundo. Tenemos que irnos juntos de él.
Así que espero, sobre la tierra. Dejo marchar al mortal al que he
liberado de una obligación antigua solo para ponerle unos grilletes más
sólidos. Hubiera elegido a uno de sus licántropos, pero solo alguien que ha
nacido con magia puede aspirar a convertirse en el dios de esta sin
destrozarse. Lo lamento por el brujo, a quien, si todo sale como espero, he
condenado a un destino que le alejará de todo lo que una vez amó. Lo lamento
por mi hermana, que entendería como una traición lo que hago si no se
empeñara en seguir ciega. Lo lamento por todos los que van a morir sobre mi
tumba. Y lo lamento por el hombre o la mujer que tenga que cargar con mi
propio peso cuando llegue su momento. Lo lamento, pero el mundo sigue
girando.
Y no hay forma de detenerlo.
Néstor

H abía una especie de cuervo a la que llamaban canto negro. Se creía que
vivía en las partes más sombrías del bosque, la realidad es que no se
sabía con certeza dónde anidaba. Era difícil de encontrar y cuando aparecía
lo hacía de forma aleatoria. Se decía que su presencia precedía a Muerte. A
su madre le gustaba decir que en realidad solo anunciaban los cambios, pero
ni siquiera a ella le agradaban estos pájaros. Eran más pequeños y su
graznido era más dulce que el del resto de los córvidos. Fuera real o
superstición, su aleteo siempre le producía a Néstor una inquietud honda en
mitad del pecho.
Abrió los ojos, pero su cuerpo seguía inmóvil. Sabía que el amanecer era
real, pero él no estaba despierto. No físicamente. Se levantó despacio: el
aire olía a humo y a sangre seca. La tierra manaba calor, y cuando apartó la
tela que cubría la entrada, esta se convirtió en ceniza entre sus dedos.
Era el amanecer, sí, pero no del día de la batalla. Lo que estaba viendo
era el siguiente, el resultado de la guerra.
Caminó con el estómago encogido, entre escombros, armas y huesos.
Una neblina de un blanco triste y desvaído envolvía todo de forma tan
sofocante que era complicado incluso respirar. No quedaban tiendas en pie,
no escuchaba más que un sollozo procedente del centro de la aldea y el
trino dulce de los canto negro, que tal vez no pertenecieran a la visión.
Incluso el bosque cercano parecía haber ardido.
Siguió caminando con la sensación de que estaba flotando. El suelo se
abría a su paso, pero él caminaba por encima de ese abismo que abría la
tierra en canal a medida que avanzaba. La figura que lloraba estaba en el
centro del pueblo. Por si no hubiera reconocido su aura, la luz que se
escapaba de su piel de forma casi dolorosa, como si quisiera desgarrarla
desde dentro, hacía que pudiera reconocer a Selene sin necesidad de
escuchar su voz ni de acercarse más a ella.
Pero se seguía acercando.
La diosa se abrazaba a una figura mucho más corpulenta que ella: un
hombre rubio y de piel blanca que yacía inerte en su regazo. Los pies de
Néstor tropezaron con el hacha de Ferner, el primer guerrero, pero eso no le
impidió seguir acercándose.
Y entonces, la grieta partió el mundo en dos.
El corazón de Néstor le golpeaba el pecho con tanta agitación que se
preguntó si podía morir en una visión. El vértigo se abría desde sus tripas y
le vaciaba. Sin embargo, esa oscuridad que le sostenía no parecía querer
devorarlo. Lo mantenía como una criatura gigante mantiene a un insecto
sobre la palma de su mano, con delicadeza para no aplastarle con un
movimiento descuidado.
Había dos orillas simétricas de tierra destruida. La misma neblina blanca
las envolvía. La misma desolación. En ambas, las dos figuras estaban
abrazadas, y en ambas, una de ellas estaba muerta, pero quién lloraba a
quién había cambiado. A su diestra, la figura envuelta en luz de Selene
abrazaba al guerrero muerto. A su izquierda, era Ferner quien se
derrumbaba sobre el cuerpo inmóvil y apagado de la diosa, en el que la luz
se convertía en sangre y su cuerpo en una estatua rota.
Dos mundos a una misma distancia. Tan parecidos que a lo mejor no
importaba cruzar el abismo.
Néstor no podía cambiar nada, pero sí elegir hacia dónde se movía. Se
sentía hiperventilar, aunque todo lo que pasaba le era ajeno. Dirigió sus
pasos hacia la orilla en la que Selene estaba muerta en brazos de Ferner; su
sangre, luminosa y dorada, se derramaba por los brazos del guerrero.
Escuchaba el zumbido lento de un corazón vivo en un cuerpo negro, un
zumbido que se escapaba del pecho de la diosa para hacer eco en el cielo,
donde una monstruosa luna roja se agitaba como la boca de un monstruo
hambriento. Las sombras susurraron entonces, al ritmo de esos latidos, en
mil idiomas, en lenguas muertas y con palabras inventadas. En un lenguaje
que nunca había escuchado pero que entendía. Sabía que la voz pertenecía a
Sal solo porque el dios quería que lo supiera.
«La luna necesita un dios. Su corazón, un cuerpo».
Un alarido femenino, con voz de tormenta, estremeció el mundo hasta
resquebrajarlo. Néstor se despertó envuelto en sudor y con sabor a óxido
entre los dientes de tanto apretarlos.
Sierra no tardó mucho más que él en despertarse, con un gruñido quedo.
Al menos le dio el tiempo suficiente para recomponerse. El sudor aún le
pegaba la camisa a la espalda y notaba el corazón acelerado, como un
pájaro asustado por la tormenta, pero al menos había dejado de temblar. El
dios que creía muerto le había pedido silencio, y al contrario que Selene,
Sal no amenazaba. Néstor estaba seguro de que sus ruegos tenían un
motivo.
Estaba seguro de que, si Sierra le examinara con la misma atención con
la que solían mirarle su madre o Mai por las mañanas, encontraría algún
indicio de la visión y el impacto que le había provocado, pero la chica no
podía ser más distinta, y aunque apenas abriese la boca, su mal humor por
la mañana quedaba patente en la manera de resoplar y en la brusquedad de
sus movimientos. Apartó con la pierna buena la manta que le había robado
mientras dormía y se examinó la pierna refunfuñando entre dientes. Sus
movimientos arrancaron a Zael del sueño, que se removió a medio
despertar. Sierra agarró la lanza de Destra para ponerse en pie sin mediar
palabra.
—¿Dónde vas?
—A darme un baño. Apestamos. Los tres —gruñó como si fuera algo
que hiciera a propósito para molestarla—. Deberíais hacer lo mismo.
—Necesito un momento para poder abrir los ojos —refunfuñó Zael,
aunque Sierra ya se había marchado y a Néstor no se le había ocurrido nada
que decir para retenerla.
No era miedo del brujo lo que sentía, pero el aire entre ellos se volvió
tenso y el silencio, incómodo. La tienda parecía de pronto más estrecha que
cuando Sierra estaba entre ambos. Incluso su respiración parecía
ensordecedora. Zael bostezó y se incorporó antes que él, pero no parecía
tener demasiada prisa por marcharse. Claro que, ¿dónde iba a ir en un
territorio tan hostil?
—Bueno, ya has visto que no he intentado cortaros el cuello mientras
dormíais, ni quemar la tienda, ni traicionaros cuando habéis confiado en mí.
¿Crees que podemos ser amigos?
—Aún es pronto, tienes un día muy largo para vendernos al otro bando
en un momento de debilidad.
—La verdad es que sentir un poco de agradecimiento cuando me estoy
jugando la vida por unos desconocidos me sentaría bien —replicó con un
tono mordaz, y se inclinó un poco hacia él. Néstor se incorporó para tratar
de deshacerse de esa sensación incómoda que le trepaba por la garganta.
—A lo mejor me ayudaría a entenderte saber por qué lo haces. Por qué
estás tan deseoso por morir junto a unos desconocidos.
—No tengo ningún interés en morir junto a nadie. La verdad es que
espero sobrevivir a la batalla.
—Pues creo que estás siendo muy optimista —respondió Néstor—.
¿Sabes el riesgo que tenemos de terminar mal?
—Lo sé. Si quieres que te sea totalmente sincero, no descarto
escabullirme en el caos si todo tiene pinta de terminar trágicamente. Pero
puedo ayudaros y, ¿quién sabe?, a lo mejor podéis ganar al menos la
primera batalla. Eso bastaría para que el resto se lo pensara mejor, y os
daría un tiempo para organizar otra estrategia.
—Lo que no entiendo es por qué nos ayudas, por qué te arriesgas por
nosotros.
—Podría decir que nadie me ha ayudado tanto como Sierra, y creo que
es justo devolverle el favor. Y no estaría mintiendo.
—Pero tampoco es verdad —apuntó Néstor, y Zael dejó escapar una risa
suave.
—¿Todos los licántropos detectan tan rápido una mentira?
—Solo los videntes —respondió Néstor, en un tono un poco más
relajado. El brujo parecía dispuesto a hablar.
—No creo que pueda irme.
—¿Por qué no?
—Porque estaba moribundo cuando le hice la promesa a Selene, pero
creo que implicaba estar aquí hasta que ella quiera que cumpla mi parte.
Los dioses se vuelven terribles cuando son generosos.
—¿Estás seguro?
—No —respondió con franqueza—. Pero cuando llevas una vida entera
aprendiendo a escuchar tu magia para saber por dónde puedes moverte sin
que te empiece a matar, notas esas cosas. A lo mejor puedo irme lejos…
—Pero no lo crees.
—No. Y lo primero que he dicho es cierto. Estoy agradecido a Sierra.
Llevo toda la vida siendo un esclavo, y ella me ha ayudado a ser libre. Y no
solo eso. —Néstor sintió el calor antes de ver el resplandor de luz y fuego
que jugueteó, dócil, en las manos de Zael antes de consumirse—. Me he
podido quedar con mi magia. Y ahora es mía, puedo usarla para lo que yo
quiera… No te haces una idea de lo que esto supone para mí. ¡Para
cualquier brujo!
Néstor se sentía un poco incómodo con la idea de que Zael conservase la
magia. No dejaba de ser sangre que le habían robado a Selene, aunque en
este caso ella se la había ofrecido a cambio de una ayuda que no entendía.
Néstor no era infalible. Podían mentirle, Sierra casi lo había logrado y
Zael era mucho más hábil con las palabras, pero su forma de hablar parecía
tan honesta que acabó asintiendo y liberando la presión de sus hombros.
Eligió, esta vez de verdad, creer en él.
Recogió su parte de la tienda antes de ponerse en pie.
—Sierra tiene razón: apestamos. Será mejor que nos demos un baño.
—Claro que sí, es sabido que Muerte tiene modales exquisitos y
agradecerá darnos la bienvenida si estamos más presentables —respondió el
brujo con ese incorregible buen humor al que empezaba a acostumbrarse.

7
Zael se había quejado de lo fría que estaba el agua, de que el río no estaba
quieto, de las piedras que se e clavaban en los pies descalzos y de la brisa
que les erizaba la piel mojada. Néstor intentó no reírse y contuvo las
carcajadas entre los dientes. Era cierto que mucho de los humanos que
abandonaban sus ciudades para unirse a los licántropos se quejaban, con
mayor o menor dramatismo, de esas cosas a las que no estaban
acostumbrados. Y eso que ellos, al contrario que Zael, no podían encender
una llama sobre la piedra húmeda a la que acercarse para entrar en calor y
secarse la piel.
—Además, ni siquiera has elegido un rincón más oculto. Cualquiera
puede pasar por aquí y saludarnos —masculló el brujo, que se vestía con
rapidez y Néstor ya no estaba seguro de si lo hacía por frío o por vergüenza.
—¿Qué más da? No caben grandes secretos debajo de la ropa.
—Eso será tu opinión.
Al vidente se le escapó una carcajada. Mai había resultado una humana
muy dura a la que no le había costado acostumbrarse a la vida en la tribu, y
no había estado cerca de otros a los que el cambio les resultase tan extraño
como a Zael.
—¿Y os da igual que sean chicas?
—A los humanos no tanto —concedió Néstor—. Pero para el resto es
bastante indiferente. Piensa que normalmente cambiamos de forma con
frecuencia. Y que la ropa no nos acompaña en el cambio. Estamos
acostumbrados.
—Pues es bien raro.
—¿Según las leyes humanas?
—Diría que según la decencia, pero tampoco es que tenga mucho de eso
—reconoció Zael. El chico se puso su chaqueta, cálida por el aliento de las
llamas.
Néstor descubrió que estaba sonriendo en el momento justo en el que
dejó de hacerlo. Había sido un momento tan cotidiano, tan normal, que casi
podía olvidarse de que ese día el cielo traería sombras y la batalla, sangre.
Podía ser que Zael también pensara lo mismo, porque el brujo guardó
silencio y se quedó allí, quieto junto a él. El murmullo del agua se
escuchaba sobre el crepitar del fuego que dejó extinguirse sin más
ceremonia. Néstor quiso aferrarse al momento anterior, a las risas, las
bromas y el agua, pero no podía hacerlo cuando el cielo se volvía de un gris
plomizo y los canto negro se acercaban tanto que en cualquier momento
podría notar el roce de sus plumas sobre la piel de su cuello.
Sierra

S usuropamisma
seguía en la cabaña, como si todo lo que hubiera poseído tuviera
maldición. Brisa dormía profundamente. Estaba encogida
entre las mantas y tenía el pulgar pegado a los labios. Se lo llevaba a la boca
en sueños durante muchos años, aunque le avergonzara que Sierra se riese
de ella. A base de voluntad, o de vergüenza, había aprendido a no chuparlo,
pero el gesto seguía siendo parecido.
Sierra se sentó en el borde del camastro y se preguntó por qué había sido
siempre tan dura con ella. Por qué había ridiculizado cada pequeño gesto.
Por qué le había negado el más mínimo gesto de cariño y había hecho que
su hermana tuviera que luchar por conseguir su atención de otra manera.
—Nunca te he dicho que te quiero —murmuró sin necesidad de
convertir su tono en un susurro. Brisa, de todas formas, era incapaz de
escucharla.
Su hermana llevaba ocho años tratando de pegarse a ella como una
sombra especialmente persistente, y en esos ocho años nunca se lo había
dicho. Ni siquiera cuando se alegraba en secreto de tener una hermana.
Tampoco cuando se sorprendía a sí misma pensándolo. Para ella, mostrar
afecto era parecido a señalar en su cuerpo un punto especialmente
vulnerable. Querer era igual que rendirse, o someterse.
El mundo era un lugar terrorífico que devoraba a todos aquellos que
apreciaba. El dolor por la muerte de su padre, su ausencia, la vulnerabilidad
que sentía y el peso de sentirse tan pequeña y a cargo de su hermana…
Sierra comprendía ahora que había transformado todo en una emoción con
la que se sentía mucho más segura: en furia. El enfado le quemaba los
huesos y la ayudaba a mantenerse en pie, a luchar, a cazar, a seguir en
marcha.
Y había dejado que la alejase de todas las emociones que la asustaban.
De la tristeza, del miedo, del amor por su hermana.
Apretó los labios con fuerza y, con toda la delicadeza que pudo reunir, le
apartó el cabello de la frente.
La niña farfulló algo sin abrir los ojos.
Pensó en decirlo en ese momento. «Te quiero». O incluso algo más fácil:
«Me alegro de que seas mi hermana». Se tragó las palabras antes de que
tomaran forma. No, no iba a decirlo. No ahora, cuando sus palabras se
perderían sin llegar a ninguna parte. Solo se lo diría si encontrase la forma
de volver a hablar con ella, de que volviera a mirarla.
Con un suspiro se volvió a su parte de la cabaña. Los días que había
estado fuera habían sido suficientes para que una fina capa de polvo se
posara sobre las pertenencias que había dejado atrás. No tenía demasiadas
cosas. Tampoco le faltaba nada; a Sierra le gustaba vivir con lo justo para
no sentir en los hombros el peso de todo lo que cargaba.
Se puso una camisa sin mangas, larga hasta los muslos, y se la ajustó con
un cinturón ancho, de cuero viejo, y unas mallas que se ajustaban a sus
movimientos. Las había heredado de la madre de Brisa. No se las había
puesto mucho por miedo a destrozarlas al transformarse, pero ese ya no iba
a ser un problema. Aunque la molestia del tobillo seguía palpitando
insistentemente, el descanso y los cuidados de Néstor habían hecho su
efecto. Podía aguantar un día más porque no le quedaba más remedio que
hacerlo.
Tenía el cabello húmedo y se lo peinó con el cepillo de madera que antes
compartía con su hermana. No quería que el pelo se convirtiese en una
distracción, así que se hizo una trenza que empezaba lo bastante cerca de su
frente para recoger los mechones cortos del flequillo.
Se preguntó cómo sería la batalla. Ya había matado a un hombre, a lo
mejor no le costaba tanto. A lo mejor se olvidaba de sus sentimientos el
tiempo suficiente para luchar con todas sus fuerzas. Sería más fácil si sus
enemigos la ignorasen igual que lo hacía su manada. Así al menos la
maldición le daría algún tipo de ventaja.
Un pájaro trinó cerca de la puerta. El movimiento de la aldea al ponerse
en marcha despertó a Brisa. Por la mañana sus ojos parecían tan claros que
eran casi transparentes, como dos gotas de agua. La niña inspiró despacio, y
había tanta tristeza en ese gesto que a Sierra se le enquistó en el pecho. Su
voluntad tembló y pensó en decirlo entonces, por si acaso era la última
oportunidad que tenía de hacerlo.
Así que, antes de que pudiera fallarse a sí misma, abandonó la cabaña
sin volverse a mirarla.

7
Sierra esperaba a sus compañeros cuando dos figuras llamaron su atención:
Varo e Ilivia atravesaban la aldea con un trote ligero y tensión en los gestos.
Varo era un humano que llevaba tanto tiempo viviendo en la tribu que hasta
su forma de moverse era lupina. Ilivia era solo un par de años mayor que
ella; una chica de piel tostada, ojos negros y pelo claro por el toque del sol.
La manada se acercaba a ellos con una preocupación compartida. Ferner
estaba sentado frente a las brasas junto a Roble, y se irguió cuando les vio
llegar. Los músculos de sus brazos se marcaron bajo la piel pálida. Tenía el
vello tan claro que, bajo el sol, parecía blanco. Sus dedos buscaron el hacha
de forma tan instintiva que parecía que el arma formara parte de él.
A Sierra no le hacía falta acercarse para escuchar lo que los exploradores
decían.
—Se acercan por el oeste.
—¿Cuántos son? —preguntó Roble, con una voz firme que no quería
dejar ver lo tenso que estaba.
—No hemos querido acercarnos mucho —contestó Ilivia, apartándose el
pelo de la frente—. Tenían sus propios exploradores y no queríamos dejar
que nos capturasen, pero son muchos y no se esfuerzan por esconderlo.
—Anuncian su número —gruñó Varo—. Llevan tambores y antorchas.
Quieren que les veamos.
—Tratan de intimidarnos —asintió Ilivia.
—La bravuconería puede convertirse en pánico. —Nevada llegó con
paso lento y voz firme.
Sierra no pudo evitar parpadear sorprendida. Desde sus primeros
recuerdos, Nevada ya era una anciana y miembro del consejo. Una sabia de
voz profunda y manos ásperas surcadas de arrugas. Sin embargo, allí veía
por primera vez a la guerrera que una vez había sido. Seguía en su interior,
y hacía que caminase tan recta que parecía más intimidante que nunca. Su
mirada también era distinta, tan aguda que se estremeció cuando se cruzó
con la suya. Por un instante juraría que la había visto.
Incluso Ferner inclinó la cabeza en muestra de respeto a la anciana, con
la sombra de una sonrisa entre los labios.
—Están confiados —continuó Nevada, que hizo un gesto para que
avivasen las llamas de la hoguera—. Así que vamos a atacar por sorpresa
antes de que ellos nos alcancen. No saben que contamos con la ayuda de
Ferner, ni con la del brujo.
Había cierto disgusto en su voz, aunque trató de ocultarlo. Seguía sin
fiarse de Zael. Sierra no la culpaba, si ella no estuviera tan desesperada,
sería aún más desconfiada que la anciana.
—¿A qué distancia están? —preguntó Roble.
Los dos exploradores se miraron entre ellos antes de que Ilivia
contestara:
—Deberían llegar aquí antes de la mitad del día.
—Tenemos que retrasarlos. Puede que los hombres nos hayan perdido el
miedo, pero las supersticiones se vuelven monstruos entre las sombras de la
noche. Además, no conocen estos bosques y su vista es peor que la nuestra.
—Puedo ocuparme —dijo Ferner con esa voz que podría ser la de las
montañas.
—Solo no —corrigió Nevada, porque si alguien tenía autoridad para
contradecirle era ella—. Necesitas que alguien vaya contigo.
—Dame a los cinco guerreros más rápidos. Que estén en forma de lobo.
Sierra se removió agarrándose con fuerza a la lanza de Destra. Ella
hubiera querido acompañar a Ferner, pero no podía correr como en su forma
de lobo. Ladeó la cabeza mientras Nevada elegía los cinco que consideró
más adecuados. ¿Hubiera dicho su nombre si aún pudiera recordarla? Pensó
que lo que estaba sintiendo era lo mismo que les ocurría a los muertos, que
se quedaban cerca de los suyos, caminando entre ellos y sin poder ser
vistos, oídos ni ayudar a los que aún amaban. Y al menos algunos sí que
podían volver a hablar a través del humo y de los ritos del consejo. ¿Su
padre la vería como ella veía ahora al resto? ¿Le susurraba que la quería y
le acariciaba el pelo sin que ella pudiera sentirlo?
Apartó los pensamientos de su cabeza enterrando las uñas en la tierra.
Prefería volver a la realidad que centrarse en sus padres, su condición y
todo lo que había perdido. Por suerte, Néstor y Zael llegaron, con el pelo
húmedo y una actitud más relajada entre ambos.
No fue la única que se fijó en ellos. Nevada les dirigió una mirada y
detuvo la charla. Zael disimulaba el nerviosismo tras una sonrisa y Néstor
entre unos labios muy tensos.
—Llegáis a tiempo. El enemigo se acerca y estamos preparando nuestra
estrategia. Necesitamos al brujo.
—Para eso he venido —respondió él, con demasiada soltura.
—No irás solo —advirtió Nevada.
—Yo iré con él. —Néstor tenía los hombros rectos y la voz mucho más
decidida que la del chico que Sierra había conocido, antes de que el viaje le
cambiara.
—No, tú tienes que permanecer a salvo.
—¿Creéis que no me puedo defender? —replicó el chico.
—Todos los que vamos a luchar podemos morir —respondió Nevada
con voz suave—. Y la manada no puede perder a su vidente.
Sierra frunció el ceño. Néstor abrió la boca, pero no encontró nada que
decir y Roble tomó la palabra.
—Tenemos que guiar a los cachorros y los que no pueden luchar hasta
un refugio. Nunca hemos tenido que escondernos, nuestra fuerza era
suficiente para protegernos cuando Selene estaba de nuestra parte. Pero hay
algunas zonas laberínticas en las que puede ser difícil que nos encuentren.
—Y yo voy con vosotros —murmuró Néstor con voz inexpresiva y los
puños apretados.
—La tribu necesita un guía más que nunca. —Nevada apoyó una mano
en su hombro—. Se avecinan tiempos oscuros.
—¿Y quién va con el brujo?
—Yo le acompañaré —dijo Varo.
—No puedes ir tú solo —dijo Rocío. La anciana tuvo que ponerse de
puntillas y estirarse todo lo que pudo para buscar entre los miembros de la
manada que se ofrecían en silencio con un gesto firme—. Kaleen, ¿te unes a
ellos?
—Estaré encantada de hacerlo —dijo la cazadora con la vista fija en los
ojos de Zael, aunque él no supiera interpretar el gesto como la amenaza que
era.
—Y yo iré contigo. —Sierra habló lo bastante alto para que todos la
escucharan, aunque sabía que solo tres de ellos lo harían. Los labios del
brujo se ensombrecieron mientras trataba de contener una sonrisa.
Ferner disimuló peor, y posiblemente nadie entendiera a qué venía ese
cabeceo con la vista fija en la nada, pero tampoco le podían prestar mucha
atención, como todo lo que estaba relacionado con Sierra.
Nevada no tardó mucho en organizar al resto de la manada: los que
atacarían a los humanos que intentasen huir, para hacerles creer que
deseaban ese enfrentamiento y que los lupinos tenían más fuerza de la que
realmente les quedaba. Decidió en poco tiempo quienes serían los que
lucharían y quienes prepararían emboscadas; los que se unirían a los que no
podían luchar, ya fuera porque eran más vulnerables o para protegerles.
El rostro de Néstor estaba lleno de sombras y se alejó unos pasos cuando
su madre y Mai fueron asignadas: la humana, para unirse a los que atacarían
por la retaguardia; Sande, para comunicar a ambos grupos. Sierra se alejó
del grupo para seguirle, aunque no tenía palabras cuando llegó a su lado.
Néstor suspiró. El bosque cubierto de niebla de sus ojos tenía un aspecto
apagado. El chico solía tener expresiones fáciles de entender, pero en ese
momento parecía simplemente vacío. Más cansado que en su viaje para
despertar a Ferner. Más derrotado que cuando le atraparon los cazadores. Se
giró hacia ella.
—Estoy bien.
—Estás enfadado —respondió Sierra.
—No, estoy cansado de ser siempre alguien a quien proteger.
—Eso no es cierto.
—Incluso a ti te parece bien que me vaya con los cachorros y los que no
pueden luchar. —Hablaba con un murmullo bajo, para no llamar la
atención, y arrastraba las palabras como si le dolieran—. Tú también estás
de acuerdo.
—Sí.
—Al menos ya has dejado de mentirme. —Néstor torció los labios en un
intento de sonrisa que no llegó a dibujarse. Sierra le agarró con fuerza de la
muñeca.
—Eres necesario, Néstor, no débil. La manada te necesita.
—También me consideran débil.
—Si alguien lo hace es porque no te conoce. —Pensó en abrazarle, pero
no sabía cómo hacerlo. Apretó con más fuerza la mano en torno a su
muñeca—. A ti nadie puede reemplazarte.
—No quiero ser útil solamente por un don que no controlo.
—Eres mucho más que eso. Por eso no pueden perderte. A todos los
demás sí. Y a mí ni siquiera nadie me echaría de menos.
—Yo lo haría. Pero no va a hacer falta. No va a pasarte nada.
—¿Es lo que dicen tus visiones? —se burló ella.
El miedo destelleó en la cara de Néstor. Enfrentarse a la muerte asusta.
El miedo de perder todo y todos a quienes había amado se parecía a tener
un abismo en el interior se agrandaba a cada mal pensamiento.
—Vas a volver.
—Si no lo hago, cuida de Brisa. —Sierra notaba la voz seca y la
garganta tensa. ¿Era eso una despedida?—. No hace falta que le hables
nunca de mí, no iba a entenderlo. Y nunca he sido una buena hermana,
quizá es mejor que me olvide.
—No. Tienes que volver, tenemos que arreglar…
—Prefiero morir luchando por los que quiero que ser un fantasma vivo
entre los míos.
—¡No vas a morir! —Néstor la agarró por los hombros. Era una suerte
que nadie pudiera prestarles atención porque el gesto, la preocupación
genuina y el miedo pillaron a Sierra tan de sorpresa que la vista se le nubló
hasta que parpadeó con fuerza—. Vas a volver. Prométemelo.
Ella esperó para hablar hasta recuperar el control de su voz.
—Da igual lo que haga o no, Néstor. No soy parte de esta manada.
—Prométemelo —repitió Néstor.
—No tengo la capa de Rey para poder hacer promesas —trató de
bromear.
—No me hace falta. Prométeme que no vas a morir.
—Te prometo que no se lo voy a poner fácil. Y que pelearé con toda mi
rabia.
Puede que Sierra no supiera dar abrazos, pero Néstor se lo puso fácil. La
agarró con fuerza y la sujetó contra él como si así pudiera protegerla. Y
Sierra cerró los ojos como si lo creyera.
Las despedidas dolían igual que si se arrancase la piel a tiras al separarse
de quienes se alejaba.

7
La manada ultimaba detalles sobre un mapa dibujado en la arena. Habían
derramado piedras redondas, de río, para señalar los montes y había cruces
en todas aquellas zonas donde la maleza o el terreno podían ofrecerles un
buen refugio.
—Tenemos que ser rápidos —recordó Nevada una vez más—. Somos
muchos menos, pero conocemos el terreno. Así que siempre haremos lo
mismo: escondernos, atacar, huir, escondernos. Y una vez que estén encima
de la tribu, la haremos arder.
Lo dijo como si las palabras no le desgarraran el pecho al decirlo. Como
si no viera cómo a toda su manada se le encogía la garganta. Rocío intentó
que no le temblara la voz al hablar, pero no lo consiguió del todo:
—No van a encontrar nada más que sangre y garras.
—Pero el brujo estará lejos… —insistió Rocío.
—No necesitamos un brujo para encender una hoguera —respondió
Nevada con voz divertida y ojos de hierro—. Yo misma me quedaré aquí.
Ya no puedo luchar como antes, pero tengo otras formas de enfrentarme al
enemigo.
Los que iban a refugiarse lejos preparaban lo imprescindible para el
viaje. Los adolescentes como Ivhan y Drago ayudaban a vigilar a los
humanos y asegurarse de que no les rodeaban antes de atacarlos, y los niños
que eran demasiado pequeños para encargarse de los preparativos repartían
raciones de comida y agua a los guerreros. Zael le pasaba parte de la suya a
Sierra, que intentaba contener los nervios dentro de un cuerpo que parecía
haberse convertido en un hormiguero.
—¿Entonces no puedes hacernos más fuertes? —preguntó Kaleem.
—Mi poder se limita al fuego —respondió Zael, con esa sonrisa que
parecía una burla—. Puedo envolveros en llamas, que quedaría bastante
vistoso, pero creo que será mejor reservarlo para el enemigo.
—He escuchado de brujos que insuflaban tanta fuerza a sus aliados que
parecían gigantes.
—La magia es caprichosa. Hay una historia larga y preciosa sobre eso,
pero no tenemos tiempo para cuentos, ¿verdad? Tal vez más adelante, si
sobrevivimos…
—¿De cuántos hombres puedes encargarte?
—¿Te refieres a contener o a… matar? —preguntó con una mirada
nerviosa a Sierra.
—La batalla no es un juego de ilusiones, brujo —interrumpió Varo con
una mirada torva—. Habrá muertes en ambos bandos.
—No estoy seguro. —Zael se removió y a Sierra le parecía que sus
mejillas perdieron un poco de color—. ¿Cinco, diez?
—Más vale que dudes menos en el campo de batalla.
—El brujo es nuestro aliado, no nuestro prisionero. —La voz de Ferner
hizo que ambos bajaran la mirada—. Pelea junto a nosotros.
—Estamos poco acostumbrados —se disculpó Kaleem.
—El vidente nos trajo a los dos. Deberíais confiar en alguien capaz de
ver más allá del conocimiento de los dioses.
Las preguntas cesaron, pero Zael no recuperó del todo su color.
Jugueteaba con la torta de frutos secos sin llevársela a los labios. Sierra
ladeó la cabeza:
—¿Has matado antes?
—Sí —respondió con voz lacónica.
No le hizo falta preguntar lo mismo. Sierra recordaba al hombre que
había matado con tanta viveza como si estuviera condenada a repetir el
momento. El sonido de la carne abierta. El horrible silbido húmedo al tratar
de respirar. El impacto de sus golpes. Se le cerró la garganta mientras se
esforzaba en apartar los pensamientos.
—Lo siento.
¿Sería capaz de volver a hacerlo?
Escuchó la voz de Brisa, que ayudaba a varios guerreros a equiparse. Se
fijó en el vestido blanco que le quedaba corto, en las rodillas blancas y
sucias, en el pelo color cobre desordenado, en esa sonrisa que buscaba
respuesta de forma casi desesperada. Y se acordó de Brisa rota sobre el
barro, con los labios azules y el latido tan débil que podría ser imaginado.
Se clavó las uñas en las palmas de las manos para no estremecerse. Sí,
podría hacerlo de nuevo. Podría cargar con mil muertes más. Podría
enfrentarse a la suya y, aunque le horrorizase, sabía que podía soportar la de
Zael, la de Ferner, incluso la de Néstor. Solo había una muerte que podría
destrozarla.
—¿Estás bien? —preguntó Zael, arrancándola de sus pensamientos.
Asintió con una inspiración decidida. Al fin y al cabo, solo había tenido
que perder absolutamente todo para darse cuenta de que en realidad quería
con todas sus fuerzas a su hermana. En alguna parte su padre soltaría una
carcajada, si es que a los muertos les quedaban ganas de reír.

7
Varo era silencioso. Kaleem no se sentía cómoda. Zael no tenía confianza
con ninguno de ellos. Sierra era la única que podría hablar para romper el
silencio tan tenso sobre el que caminaban, pero no sabía cómo hacerlo.
Néstor encontraría una forma de hablar para relajar la tensión en los
hombros y esa forma en la que sus miradas jugaban a no encontrarse. Pero
Néstor estaba bien, estaba lejos y estaría a salvo. Pensar que él cuidaría de
Brisa le aliviaba un poco la presión sobre los pulmones.
—¿Aquí? —preguntó Zael cuando se detuvieron en una zona pedregosa.
—Si no nos dicen lo contrario —asintió Kaleem.
Sierra trepó a unas piedras para echar un vistazo al camino. Se había
acostumbrado tanto a ser invisible que tuvo que recordarse a sí misma que
los hombres sí que podían verla. Hubiera sido útil si no solo los suyos
fueran incapaces de reparar en su presencia.
—Así que el plan es, simplemente, esperar aquí —dijo el brujo. Sierra
empezaba a conocerle lo suficiente para notar el nerviosismo en su voz.
—Sí —sentenció Varo, dando por cerrada la conversación. Sierra bajó de
las piedras con cuidado de no apoyar la pierna mala para sentarse cerca,
escondida de la vista.
—Vendrán por aquí. Cuando lleguen, atacaremos por sorpresa.
—Y por «atacaremos» quieres decir que yo atacaré —murmuró Zael en
apenas un susurro que se ganó una mirada de soslayo de la cazadora.
—Te cubriremos las espaldas. Y, si todo va bien, Ferner habrá atacado
primero por el otro costado. Estarán desorganizados.
Zael tomó aire para decir algo, pero cerró los labios con un suspiro y los
hombros tensos. No hacía falta que lo dijera en voz alta: por muy
desorganizados que estuvieran sus enemigos, ellos solo eran cuatro. Sierra
apretó las uñas contra la madera de la lanza.
—¿Crees que Selene les ayudará?
La pregunta iba para ella, pero fueron Kaleem y Varo quienes se
enderezaron. Ferner lo había dado por hecho, y también había dicho que ni
siquiera él era rival para una diosa, ni cuando esta caminaba por la tierra.
Lo que Sierra no sabía era si lo decía porque era superior a él o porque la
amaba demasiado para intentar matarla.
—Los dioses no pueden interceder directamente con los humanos —
respondió Kaleem—. Así lo dictó Rey.
—No es que Selene se esfuerce por seguir sus normas… —recordó Zael.
Sierra le dio un codazo para que callara. Los licántropos no
respondieron, pero todos estaban demasiado tensos para bromear con algo
que podía ser una provocación tan clara.

7
El sol bajaba despacio, con las uñas clavadas en el firmamento. No había
nubes de lluvia, pero tampoco calor suficiente que justificara las gotas de
sudor que se acumulaban en la frente de Sierra. Se removía cuando la
inmovilidad hacía que las piernas se le durmieran, o cuando un susurro del
viento parecía ser la voz de los hombres que se acercaban por el bosque.
Los dedos también le dolían por la fuerza con la que se aferraba a la
lanza. Tanto que las uñas empezaban a dejar diminutas muescas en la
madera, las que aguantaban enteras, ya que se rompió otra por la tensión
cuando le pareció escuchar pasos que se acercaban.
Una diminuta gota de sangre manchó la lanza y le hizo pensar en los
sacrificios que los licántropos habían dejado de hacer a ojos de Selene, lo
suficientemente grave para que la diosa les diera la espalda y les dejara
morir.
Se sobresaltó cuando Zael le cogió la mano. El brujo tenía unos dedos
largos y finos, mucho más suaves que los suyos y con las puntas grises,
eternamente manchadas de ceniza. Eran manos cálidas que le hicieron sentir
extraña cuando se llevó la suya a la altura de los ojos para examinar la
diminuta herida.
—¿Es verdad que no puedes curar?
—¿De verdad que vais a preguntarme lo mismo todo el rato?
—No entiendo la magia. —Sierra frunció el ceño. Zael giraba su dedo
con tanta calma que parecía natural estar así, tan cerca, pero no lo era—.
Solo los dioses deberían tenerla.
—No puedo curarte. No mejor de lo que tú misma lo harías. Lo siento,
espero que esa herida no se infecte. —Y con una sonrisa torcida dejó libre
su mano. Sierra frunció el ceño, sin saber qué hacer con ella, y agarró de
nuevo la lanza con la misma fuerza que antes—. Deja de hacerte daño.
Apretó los dientes. ¿Qué más daba todo? Había prometido ayudarle,
claro. Aunque le sorprendía que el brujo aún creyese en su palabra. No es
que no quisiera cumplirla, es que no tenía demasiadas esperanzas en
sobrevivir.
—¿Cómo se llama? —preguntó, atrayendo sus ojos llenos de sombras.
—¿Quién?
—Tu madre.
—Oh. —Sus ojos se abrieron con sorpresa, aunque se esforzó en no
perder esa sonrisa vaga que pretendía decir que nada le importaba—. Eva.
—Espero que puedas salvarla.
Iba a responder algo, pero Sierra nunca supo lo que quiso decir. Kaleem
siseó con todo el cuerpo en tensión y la espalda tan erizada que parecía a
punto de convertirse en lobo. Ella también imitaba la pose de la
transformación, aunque ninguna de las dos pudiera hacerlo. Kaleem preparó
el arco. Los nudillos de Sierra en torno a su lanza estaban blancos. Varo
apoyó su mano sobre el hombro de Zael.
—Espero que estés listo.
Los pasos se acercaban. ¿Cuántos venían? Más de veinte soldados. Tal
vez más de cien. Sierra se agazapaba sobre la roca. El chico que iba delante
no era mucho mayor que ella, llevaba el pelo recogido en una larga coleta
rubia y tenía una barba tan fina que no lograba ocultarle el rostro. Caminaba
con la mirada fija en cada recoveco, pero con pasos seguros. Sierra sintió un
gruñido atascado en su garganta. Por algún motivo, Ferner no les había
atacado.
—¡Nadie a la vista! —gritó el chico a pesar de estar equivocado.
Estaba tan cerca de ellos que en unos pasos más les alcanzarían y
tendrían que atacar a los soldados antes de que lo hicieran ellos. ¿Zael
podría hacer frente a todos? Le lanzó una mirada preocupada a la que el
brujo no respondió. Tenía la cabeza gacha, la piel pálida y una extraña
expresión serena. Con cada inspiración el aire que rodeaba sus manos
vibraba. Se estaba preparando y a Sierra no fue la única a la que le faltaba el
aliento. La expresión de Varo había pasado a ser de respeto y la de Kaleem
de desconcierto.
Antes de que tuvieran que atacar, algo atravesó el bosque y los gritos
estremecieron el bosque.
Primero vio la sangre. Luego la bestia blanca. Ferner había desgarrado el
torso de un hombre con un movimiento tan limpio que ni siquiera parecía
que hubiera estado hecho de carne y huesos. La armadura ligera de cuero no
había hecho nada para detener las mandíbulas del primero de los guerreros,
que le dejó gritar antes de cerrar con fuerza los dientes y segar su vida.
El silencio que siguió a ese momento resonó en todos los corazones.
Uno de los soldados lanzó otro alarido. De pánico. De rabia. No es que
importase la diferencia. Ferner corrió hacia ellos y se desvió en el último
momento evitando una lanza, para lanzarse sobre una de las mujeres y
rasgar su cuello con los colmillos.
Los cinco lobos que iban con él aprovecharon para atacar desde distintos
flancos. El pánico teñía los gritos con un sonido diferente. Eran alaridos
rojos como la sangre. Rojos como la muerte. Los hombres se dispersaron.
Algunos huyeron sin rumbo, la mayoría trataban de recomponerse de la
sorpresa y buscaban una forma de defenderse. Solo unos pocos acertaban a
atacar, pero esos pocos eran tan peligrosos como las primeras llamas del
incendio; en cuanto vieran que podían con ellos, ni siquiera Ferner podría
mantener a raya a todo el pelotón.
Pero tenían fuego para combatir el fuego.
—¡Ahora, Zael!
Sierra no sabía si el chico había estado pendiente de la batalla. No se
permitió mirarlo. Quien sí lo hizo fue Ferner, el tiempo justo para aullar una
orden y hacer que sus cinco lobos les siguieran.
—¡Se retiran! —gritó una voz.
—No tienen magia. ¡Están desesperados!
—No parecían estarlo. —El chico rubio parecía hablar con el corazón
atascado en la garganta, pero un hombre que debía de ser el capitán alzó la
espada en su dirección.
—¡Es una raza moribunda y vamos a rematarla!
—Ahora —repitió Sierra entre dientes.
Zael tomó aire y se estiró, quedando a la vista. Una flecha pasó a su
derecha, a un par de dedos de atravesarle la frente. Solo la suerte le salvó la
vida. Las piernas de Sierra temblaron.
—¿Quién es ese…?
Zael extendió los brazos. El aire a su alrededor se retorcía y se ondulaba.
Las cuentas de sus trenzas tintinearon con una brisa cálida que emergía del
mismo brujo. Zael abrió los ojos. Sierra nunca había visto una oscuridad tan
fiera. Era hermoso. Era terrible. Era como ver un mundo romperse.
Tan solo tuvo tiempo a agazaparse al lado de la piedra cuando el brujo
hizo estallar el bosque en llamas.
Zael

El brujo ardía.
El fuego no salía de él: formaba parte de él. Las llamas se dibujaban y
retorcían, se estiraban y se adelantaban a sus deseos como si formaran parte
de su corazón o sus pensamientos. El cosquilleo se había convertido en una
sensación salvaje y arrolladora. No tenía que pensar. No tenía que obedecer.
La magia y el brujo eran un solo ser.
Eso era la libertad. Una sensación tan fuerte que quería dejar que le
consumiera. Tuvo que obligarse a detenerse cuando las fuerzas empezaron a
flaquearle. Dejó que las llamas se convirtieran en humo, que la euforia
dejase paso al cansancio.
Se giró buscando a sus aliados con un escalofrío que le recorrió la
espalda. ¿Y si también los había quemado? Pero estaban a salvo, solo
asustados. Los licántropos le miraban intimidados, pero no había miedo en
los ojos de Sierra. Brillaban, fijos en él. Y Zael pensó que la chica se
parecía a la magia, que también ella era salvaje. Que también se dejaría
consumir por ella.
—¿Sierra?
No dio señales de escucharle. Tenía la piel caliente y el crepitar del
fuego ahogaba otros ruidos. Como los quejidos de los supervivientes que le
hicieron ser consciente de lo que había hecho. El poder era tan hipnótico
que no solo había estado tentado de dejar que le consumiera, tampoco se
había dado cuenta de lo que les estaba haciendo a otros.
Sería fácil perder la humanidad. El brujo tembló y se prometió que no
iba a dejar que eso pasara. Sujetó con más fuerza a Sierra y escuchó su voz
temblar:
—Tenemos que irnos.
Néstor

L osconpiestodolelopesaban como si llevara las botas llenas de plomo y cargara


que le faltaba a la espalda: con Sierra, con todos los que se
quedaban para pelear por la tribu, con el peso de las muertes que traería ese
día y con el de la vida que dejaban atrás para siempre.
—No estamos lejos —dijo Roble.
—No estoy cansado.
—Lo que quería decir es que… han debido de ser unos días agotadores,
no quería ofenderte —se disculpó el anciano más joven, y Néstor se tragó la
rabia porque no era culpa suya que se sintiera tan culpable y tan inútil.
No era el único que se quejaba. Brisa había montado una pataleta digna
de su hermana. Se consideraba lo bastante mayor para quedarse en el
poblado. Quería defenderlo aunque fuera con sus manitas vacías o arriesgar
su vida para ayudar a los que se quedaban.
—Si Nevada se queda, yo quiero estar para ayudarla —protestó cuando
casi tuvieron que cogerla en volandas para que se uniera al grupo.
—Nevada ha vivido muchas vidas.
—¡A mí una me basta!
Néstor no podía confesarle que tenía ganas de hacer lo mismo, así que
solo se había quedado cerca hasta que la convencieron de que no podía
ayudar, que su sitio estaba con los que buscaban refugio. Como el de
Néstor.
Lo peor era entender que quisieran protegerle. Si él hubiera sido
cualquier otro, entendería que un vidente era aún más imprescindible que
los ancianos. Todo el mundo puede llegar a viejo, pero son muy pocos los
que pueden mirar más allá de Zeit y vislumbrar qué es lo que puede pasar.
Lo entendía, y unos días atrás se hubiera alegrado de que fuera así.
No es que quisiera saltar a una muerte cruel ahora, pero se sentía con
fuerzas de arriesgar la vida. Sabía que era mucho más que el encargado de
vigilar el destino, que ese elegido aleatorio capaz de guiar al clan. También
era Néstor, un licántropo capaz de atravesar el bosque, de sobrevivir a
enemigos crueles, de correr riesgos para lograr su misión y así proteger a
los que le importaban.
Había tenido que obligarse a demostrarse lo fuerte que era, y ahora que
lo sabía le costaba más que nunca seguir los planes de Nevada y mantenerse
a salvo.

7
Brisa caminaba con paso resignado cuando se puso a su lado. Al menos la
misión que le había pedido Sierra era algo a lo que aferrarse cuando su
cabeza no dejaba de ir hacia el resto de la manada. La niña soltó un suspiro
demasiado largo para no ser hecho a propósito.
Sacudió la cabeza con una pequeña sonrisa. Sierra había dicho que no
era una buena hermana, pero ¿cómo se llevaban en realidad? Una era muy
contenida y brusca; la otra, capaz de hablar con las piedras, de ser la niña
más alegre y despreocupada o la más dramática. Deseó más que nunca
recuperar los recuerdos de Sierra, los de antes de que Selene la borrara.
—¿Crees que escucharemos los gritos desde aquí? —preguntó la niña.
—Espero que no.
—A mí sí que me gustaría. —Dio un pequeño salto sin dejar de caminar
—. Quiero escuchar a esos humanos chillar como cachorros.
—Sería un sonido horrible y tendrías pesadillas el resto de tu vida.
—Eso es imposible —replicó con seriedad—. Yo nunca sueño.
Podía ser mentira. Podía ser cierto. Podía ser un efecto secundario de
que le hubieran arrancado a su hermana de los recuerdos. Néstor se encogió
de hombros sin dejar de caminar.
—Ferner les matará a todos. Les cortará el cuello y podremos recoger
sus cabezas y dárselas a Selene. Como si fueran un ramo de flores. Así
seguro que la diosa nos perdona.
—¿De dónde has sacado una idea tan horrible?
—Es lo que quiere —afirmó con decisión—. Si no, no nos hubiera
abandonado. Tenemos que hacer algo así para demostrarle que queremos
que vuelva.
—Selene no es tan sanguinaria —respondió. A él mismo le sonó a
mentira.
Después de todo, les estaba condenando a muerte. Incluso Ferner se iba
a enfrentar a ella. Néstor frunció el ceño, era difícil saber mantener sus
creencias con la fe tan dividida. Estaba mal hablar de los dioses, incluso de
los que no tenían nada que ver con ellos, incluso cuando les querían
muertos.
Podía callar su voz, pero no sus pensamientos.
Brisa no acallaba nada. Solía hacer estallar sus silencios cortos y
meditativos con una pregunta, una reflexión o una opinión lanzada al aire
como si fuera un cuchillo. Néstor no se sorprendió cuando la niña volvió a
dirigirse a él.
—¿Por qué dijiste que tengo una hermana?
—La tienes.
—Mi padre nunca me dijo nada.
—Pues ha estado toda la vida contigo —dijo con voz suave—. Y se
sigue preocupando por ti.
—¿Es un espíritu? ¿Está muerta?
—No exactamente, pero supongo que es algo parecido.
Después de todo, la niña no podía verla ni oírla, ni recordaba haber
pasado un solo día con ella. Brisa no parecía conforme con la respuesta.
Seguía removiendo las palabras que no había logrado asimilar del todo.
—¿Y está conmigo ahora?
—No. Ha ido a defender la aldea. Me ha pedido que te cuide.
—No sé si es mi hermana entonces. —Trotó hacia adelante—. Si me
conociera de verdad, sabría que no quiero que me protejan. ¡Quiero ayudar!
—Yo también, Brisa. Pero a veces la mejor forma de ayudar es
apartándonos a un lado.
—Yo creo que está feo decirnos que sobramos, pero es lo que pasa.
A Néstor se le escapó una risa suave. Era mejor tomárselo a broma que
reconocer que él también pensaba lo mismo. La niña pareció ofendida,
porque cuando habló su voz era mucho más afilada:
—Quiero ser útil, Néstor. Tú al menos lo eres.
—Lo serás, algún día.
Estaba seguro de que ella volvería a replicar, tal vez estuviera a punto de
hacerlo, pero la niña dejó escapar un suspiro y se alejó con pasos ligeros.

7
No estaba tan cansado cuando hicieron la parada. Sus piernas estaban ya
acostumbradas a atravesar el bosque. No pudo evitar agudizar el oído por si
acaso Brisa estaba en lo cierto y podían escuchar los gritos: los de
desconocidos, los de sus amigos, los de su madre… Pero los árboles
callaban y los pájaros se esforzaban en mentir con trinos alegres, en fingir
que nada malo ocurría.
Notaba a Roble tenso. Se había pasado tanto tiempo esforzándose para
que nadie notara lo nervioso que estaba cuando creía que su misión se le
quedaba grande que podía notar cuándo los demás hacían lo mismo.
Mientras el grupo se sentaba para recuperar fuerzas y refrescarse junto al
arroyo, Roble cojeaba de un lado a otro, hablando con unos y con otros sin
llegar a decir nada en concreto. Apoyó la mano en su hombro al pasar por
su lado.
—¿Quieres comer algo?
—Estoy demasiado nervioso —contestó Néstor.
—Estaremos bien.
—¿Lo estarán ellos?
Roble inspiró despacio antes de sentarse a su lado.
—Es la mejor decisión.
—¿Tus hijos se han quedado a defender el terreno?
—Sí. Y aunque sé que mi deber es estar aquí, no puedo dejar de pensar
en ellos.
Roble tenía mellizos un año más jóvenes que Néstor. La chica tenía el
tono de voz pausado de su padre, el chico, su decisión. Néstor imaginó que
les había intentado presionar para que fueran con ellos, y que ambos habían
elegido quedarse y defender lo que quedaba de tribu. Y, cuando Nevada
prendiera fuego a la aldea, defender esas cenizas que seguirían siendo su
hogar.
—Les protegerán. Aún son casi niños.
—Lo sé. Es solo que…
—Es duro.
Roble le palmeó de nuevo el hombro y esta vez no parecía un gesto
paternal, sino que se estaba aferrando a él.
—No te dije que me alegraba verte de vuelta, pero lo hago.
—¿Pensabas que no lo conseguiría?
—No, ¡claro que no! —se apresuró a contestar demasiado rápido.
—No te preocupes, yo pensaba que tampoco iba a conseguirlo.
—El bosque te ha hecho más sabio. Pareces mayor.
—No ha sido el bosque, más bien el viaje.
Cada paso del camino. Equivocarse y arreglarlo. Seguir adelante cuando
no tenía fuerzas, y ayudar a Sierra hasta olvidarse de sus propias heridas.
Creer en sí mismo porque no tenía más remedio, y darse cuenta de que tenía
motivos para hacerlo. Quizá sí había crecido en el bosque.
A lo mejor los licántropos tenían esperanza.
—Deberíamos ponernos de nuevo en marcha —dijo Roble tras el
silencio—. Será peor volver a caminar si descansamos demasiado.
Néstor se dio cuenta de que, de alguna forma, le estaba pidiendo
permiso, y cabeceó para asentir.
—Sí, claro. Bien pensado.
Estiró las piernas antes de ponerse en pie.

7
Habían ido más ligeros de lo que esperaban, o tal vez fuera que el miedo les
apremiaba. También ayudaba que el último trecho fuera corto y llano.
Llegaron a la formación rocosa antes de que el sol empezara a esconderse.
El astro rey parecía inclinarse sobre la tierra, más grande que nunca, y su
manto de llamas pasaba de ser doradas a teñirse del color de la sangre.
Decían que las montañas a las que se dirigían eran el cuerpo muerto de
un dios aún más antiguo que Rey, el primer hijo de la titana Terra. La
leyenda contaba que lo que le mató fue la soledad, mientras esperaba a
otros como él que le ayudaran a gobernar el mundo. Pero también había
quien decía que sobrevivió hasta que Rey nació, pero este, siendo aún dios
niño, le engañó y le mató por la espalda, que le robó la corona y el nombre
y se erigió como el primero de todos los dioses sobre el cuerpo de su
hermano.
No había tiempo para preparar tiendas, así que dormirían al raso. Cada
uno llevaba una manta encima con la que protegerse de los dientes helados
de Noche. Los adultos se repartieron las guardias. Los niños pequeños
dormirían en grupos, para mantener el calor y sentirse más seguros, los
mayores salieron alrededor para tratar de reponer víveres.
—No os alejéis mucho —había insistido Roble, con su voz más seria—.
Sabéis bien lo peligroso que es esto, para todos. No se trata solo de que os
atrapen y os maten, los humanos también saben torturar un cuerpo y os
harían decir la ruta que estamos siguiendo. No podéis iros lejos porque no
solo os estáis poniendo en peligro a vosotros mismos, sino a todos.
Néstor pudo imaginarse perfectamente la protesta silenciosa en la cara
de Sierra cuando ¿Brisa? Resopló por lo bajo. Ayudó a repartir víveres entre
los más pequeños, y se alegró de tener tiempo para agacharse junto a los
que lloraban. Les ofrecía la mano, y un abrazo si lo necesitaban. Les dejaba
llorar y hablar de lo preocupados que estaban por sus padres, por sus
hermanos, por ellos mismos. Llorar a veces sirve para desinfectar las
heridas del alma, las que pueden crecer tan fuertes que pueden cambiar el
carácter, y Néstor les ayudaba a hacerlo.
Quería prometerles que todo saldría bien, pero no le parecía justo llenar
a los cachorros de falsas esperanzas. Así que les hablaba de Ferner, de lo
poco que había podido conocerle. Lo fuerte que era, lo seguro que estaba, y
la promesa de que el primero de los lobos no les fallaría.
—¿Por qué Selene se ha enfadado tanto con nosotros? —gimoteó uno de
los pequeños—. No le hemos hecho nada malo.
—Puede que sí, sin darnos cuenta. Pero vamos a intentar arreglarlo entre
todos.
No se atrevieron a hacer fuego. El sol tenía el horizonte de colores tan
intensos que parecía querer acabar con el mundo. Los que se habían ido de
caza volvieron al tiempo que los niños más pequeños se acurrucaban unos
junto a otros.
Las voces de los que volvían sonaban cansadas y algo decepcionadas por
lo poco que habían podido traer: unas raíces, algunas bayas y un conejo
viejo del que Azul, un cachorro lupino, se sentía tremendamente orgulloso.
Aunque la mayoría estuvieran decepcionados, les había ido bien corretear
por el bosque y traer algo con lo que colaborar con la manada. Regresaban
cansados y con la sensación de haber cumplido una misión. Los que
regresaron, porque Néstor no pudo evitar que todo su cuerpo se tensara al
darse cuenta de una cosa: la voz de Brisa no estaba entre todas las que
volvían junto a la tribu.
Sierra

E ramantener
difícil respirar cuando el humo colapsaba sus pulmones. Era difícil
los ojos abiertos cuando las llamas la cegaban. Era difícil
saber qué le decía Zael por encima del crepitar de las llamas y de los
alaridos de los soldados.
El brujo la agarró por la muñeca. La mano le temblaba y su piel estaba
ardiendo. Trató de tirar de ella y, aunque no tenía fuerza, a Sierra le bastó
para entender y caminó en esa dirección. Zael trastabilló y pudo agarrarle.
Varo y Kaleem les seguían de cerca.
—No puedo mantener las llamas mucho más —jadeó el chico, que se
estremecía al caminar y necesitó apoyarse en ella—. El bosque está verde y
no han prendido, en cuanto me relaje…
—Un poco más —le pidió Sierra, que tiró de él para guiarle, a ciegas,
lejos de la batalla—. Un poco más, que podamos escondernos.
Zael asintió con la piel cenicienta. Un alarido hizo que ambos se
estremecieran. Sierra lanzó una mirada por encima del hombro para
distinguir al enorme lobo blanco que se lanzaba una vez más al ataque, a
por aquellos pocos que trataban de perseguirles.
—Un poco más —casi suplicó cuando las llamas titilaron.
Zael respondió con un gañido, al límite de la consciencia. Sierra le
empujó a un desnivel. Las llamas perdían fuerza y los lobos parecieron ser
conscientes porque, a una orden de Ferner, volvieron a alejarse y a
desaparecer entre los árboles.
—Suficiente —se le adelantó Varo, y con un suspiro de Zael, el fuego
murió. Solo quedaron algunas llamas prendidas en la mala hierba, en los
troncos muertos, en la ropa de sus enemigos y en ascuas por el suelo.
El brujo se había derrumbado en el mismo sitio en el que Sierra le había
dejado caer. Su pecho se agitaba mientras trataba de empujar el aire a sus
pulmones. El sudor se deslizaba entre el nacimiento del pelo y una piel que
había tomado un matiz ceniciento. La última vez que le había visto tan
derrotado fue cuando estaba a punto de morir. Inquieta, le empujó en el
hombro. Los párpados de Zael aletearon y, al enfocarla, trató de esbozar una
sonrisa que se quedó sin fuerzas.
—He notado cómo me consumía para mantener el fuego… Creo que me
he ganado un descanso.
—Te ayudaremos a moverte —dijo Kaleem, pensando que lo había
dicho para ellos—. Pero no podemos quedarnos demasiado tiempo aquí.
Podrían encontrarnos.
—Y no me quedan muchas más fuerzas. —El brujo giró los ojos para
mirar a Varo—. Diría que las ilusiones sirven si sabes usarlas.
—Ha sido impresionante —admitió Varo, al tiempo que se acercaba para
cargárselo encima.
Kaleem le ayudó por el otro costado. Zael hizo un intento de sostener su
propio peso, pero sus piernas no le respondían, así que se dejó llevar. Sierra
cerró el paso como una guardiana invisible. Se retrasó lo suficiente para
vigilar los intentos de los humanos de reagruparse, incluso podía escuchar
su conversación:—¿Cómo pueden tener un brujo con ellos? Todos trabajan
para nuestro señor.
—A no ser que hayan capturado a alguno.
—Aun así… ¿Cómo han podido obligarle a desobedecer a sus padres?
Sierra apretó los dientes en una sonrisa. Se alegraba más que nunca de
que Zael hubiera podido romper las cadenas.

7
Uno de los lupinos que acompañaban a Ferner les encontró y les guio con el
resto del grupo. El primer guerrero estaba en forma humana, y limpiaba su
hacha, aunque esta brillara tanto como la noche anterior. A Sierra no dejaba
de sorprenderle la fuerza que contenían sus brazos, y esa espalda tan
grande. Zael ya era capaz de caminar, aunque se tambaleaba como si fuera a
derrumbarse de un momento a otro y parecía aturdido cuando Ferner le
felicitó.
—Les hemos cortado la retirada y dividido en varios grupos.
—¿No es peligroso que nos ataquen desde distintos flancos? —preguntó
Varo con el ceño fruncido.
Ferner asintió:
—Lo sería, pero están asustados y desorganizados, tratando de
reagruparse. Algunos solo intentan huir de vuelta, pero no nos compensa
que manden refuerzos tan pronto. Les hemos cortado la retirada y estamos
obligándoles a llegar a la aldea.
—No podemos contra todos —apuntó Kaleem.
—Podemos desgastarles lo suficiente para que, cuando vuelvan, teman
de nuevo a los licántropos.
—¿Han muerto muchos? —preguntó Zael sin mirar a nadie y con la voz
rota del cansancio.
—Ha habido bajas. También en nuestro bando. —Sierra notó entonces la
ausencia de una de las lupinas que le acompañaban—. Yule sobrevivirá, la
he mandado de vuelta con Nevada. Tiene un corte grave en las costillas.
Confío en que la anciana podrá curarla.
Nadie mencionó que solo quedaban cuatro licántropos con Ferner, y que
los cuatro estaban cansados. Al menos el guerrero parecía aún fresco. Sierra
se preguntó en qué punto se consideraría que había cumplido la promesa.
¿Notarían algo? ¿Se empezaría a cansar como el resto? O, peor aún, ¿podría
desvanecerse como si fuera un espíritu?
Habían empezado con buen pie, pero la batalla aún no se había puesto
seria y ya estaban agotando sus fuerzas. Al menos el sol empezaba a bajar y,
si Nevada tenía razón, la noche les daría ventaja.
El corazón de Sierra se aceleró cuando se dio cuenta de la expresión
relajada y ausente del brujo, pero le bastó acercarse para comprobar que aún
respiraba. Ferner le dirigió una mirada que no supo interpretar.
—Despertará. Ha estado a punto de consumirse con su propia magia. El
esfuerzo le ha llevado al límite, pero estará bien.
—Lo sé —respondió a la defensiva, como si no le importase. Ferner
arqueó una ceja y volvió a dedicarse a su hacha. Sierra se acercó a él,
disfrazando su inquietud de curiosidad.
—¿Cómo llevas el hacha? No la tienes encima cuando eres un lobo.
—Fue un regalo de Selene, como la lanza de Destra. —La señaló con un
gesto—. Se transforman con nosotros. Se convierte en un tatuaje, una marca
en la piel. Lo hará contigo también, si consigues recuperar tu forma lupina.
Sierra quiso sonreír, pero no tenía fuerzas para fingir ser fuerte o que no
le importaba. Unas voces y ruidos no muy lejanos hicieron que Ferner se
incorporara.
—Llevad al brujo a la aldea. Que descanse. Nosotros seguiremos
retrasando y dividiendo al grupo.
—¿Podréis…? —La pregunta se le quedó trabada a Sierra en la
garganta. Cuando Ferner la miró, sintió que volvía a ser el guerrero sagrado,
cincelado en piedra bajo la montaña.
—Mientras quede sangre en mis venas, seguiré peleando. Me queda una
batalla por ganar.
—¿Y si ha sido esta? —No tendría que haberlo preguntado. Lo supo por
la forma en la que los labios de Ferner se convertían en una grieta en su
rostro.
—Los hombres no han sido la amenaza que me ha despertado. La batalla
que tengo que ganar es contra Selene.
La imagen de ambos fundiéndose en un abrazo volvió a su mente e hizo
que el rubor se le subiera a las mejillas. Asintió sobrepasada por los
sentimientos que se habían derramado de ambos. La forma en la que se
abrazaban, se arañaban, se insultaban y se besaban. ¿Podía un guerrero
pelear contra su propio corazón?
Ferner se dirigió hacia los lobos que había elegido y se transformó sin
dejar de caminar. Sierra apoyó la mano en la frente del brujo para
despertarle antes de que vinieran Varo y Kaleem para cogerlo de forma más
brusca. Zael no parecía demasiado consciente mientras lo llevaban de un
lado a otro, como un muñeco gigante que no tenía voluntad ni vida para
moverse por sí mismo.

7
El amanecer era del color de la lava que brota del pecho abierto de la tierra.
El sol no se escondía, se dejaba desangrar en el horizonte, su luz se iba
tornando rojiza y densa y su brillo en las copas de los árboles hacía pensar
que el bosque volvía a estar en llamas.
Zael se despertó para vomitar a un lado. Varo apartó la cara, con cierto
disgusto, pero esperó con la paciencia que reservaba a los aliados a que el
brujo vaciara el estómago y respirara hondo entre temblores.
—¿Te vas a morir? —preguntó Sierra, y deseó estar convencida de que
solo bromeaba. Zael resopló con una carcajada.
—En realidad me encuentro un poco mejor. Solo necesito agua.
—Cruzaremos un río pronto —respondió Kaleem—. Lo encontraremos
de camino.
—Intentaré mantener el estómago dentro del cuerpo hasta entonces.
Sierra deseó estar a solas con él para poder hacerle todas las preguntas
que se removían dentro de su cráneo: ¿podía matarle su propia magia?, ¿era
la primera vez que la usaba con tantas fuerzas?, ¿sería capaz de reponerse
para esa noche, o ya no tendría energías para volver a usarla en un tiempo?
Debería darle miedo que alguien a quien apenas conocía tuviera tanto
poder, pero en realidad sentía un orgullo que no podía compartir con nadie.
Ella había arriesgado todo para llevarle cerca de Selene, para que él pudiera
rogar que le liberase. Había convencido a Néstor de que hablase en su favor,
y aunque nadie pudiera saber nunca el papel que había tenido, Sierra sabía
que había ayudado en la batalla.
Unos pasos a su derecha le hicieron volverse con el cuerpo en tensión.
Estaba acostumbrada a los ruidos del bosque: un solo lagarto podía hacer
que un arbusto entero siseara cuando se alejaba de ellos, y cuando el
silencio era absoluto un conejo torpe podía confundirse con los pasos de un
compañero. Pero lo que había escuchado era más grande que un lagarto o
un conejo, y se había movido de forma mucho más cuidadosa. Entrecerró
los ojos.
Lo siguiente que escuchó fue el silbido de una flecha que atravesaba el
aire hasta impactar en la espalda de Varo.
El guerrero cayó sin un grito, sin una queja, arrastrando a Zael consigo
al suelo. Sierra sintió que perdía toda la sangre y que el corazón se
convertía en un puño tan apretado que en cualquier momento podía
explotar. Kaleem tampoco emitió ningún ruido, parecía una estatua de
pupilas enloquecidas. Ninguno sabía cómo reaccionar, no entendían que
hacía Varo tendido de espaldas, con una flecha floreciendo entre sus
costillas; su punta, tal vez, le había desgarrado el corazón. Sierra solo pudo
pensar que era triste morir así, sin hacer ningún ruido. No pudo elaborar
otro pensamiento porque escuchó la cuerda del arco al liberar la tensión, y
esta vez sí se echó al suelo.
La segunda flecha atravesó su pelo. Sintió un tirón en el cráneo y luego
la vio partirse contra la corteza de un árbol. Había algunos cabellos
ondeando, atrapados entre el metal y la corteza, convertidos en un
estandarte de muerte, de vida o de lucha. Todos sus sentidos estaban tan
alerta que pudo sentir a Zeit sobre ellos, tan alargado como una serpiente
gigantesca de hueso, larga y fina, capar de rodear el mundo con su vientre.
Escuchó los pasos entre los árboles. Los sonidos llegaban
imposiblemente lentos, y aun así sabía que su atacante estaba corriendo. Se
escuchó gritar el nombre de Zael y le vio girarse, con la piel gris del
cansancio y el miedo brillando en sus ojos negros. Vio a Kaleem reaccionar,
y ese primer intento suyo de convertirse en lobo, el reflejo instintivo que les
condenó a todos. En cualquier otra circunstancia, cambiar a forma de lobo
hubiera sido lo correcto. Pero su instinto olvidó que la luna les había
abandonado y que ahora el cambio era doloroso y lento. Para cuando quiso
agarrar el cuchillo que llevaba al cinto, la arquera que les había disparado
saltó de su escondite. Reconoció a Jupnia, que se lanzó sobre Kaleem con
un grito de rabia. Ambas rodaron por la hierba. Había chispas que no
lograban prender entre los dedos del brujo. Había gruñidos y golpes entre
las dos mujeres. Había tanta sangre que se derramaba de la espalda de Varo
que desde donde Sierra estaba tumbada parecía que el sol se ocultaba detrás
de su columna.
Unos segundos pasos se acercaron a ella, ligeros, casi danzarines. Sierra
sentía el pulso tan fuerte contra las sienes que parecía que la mano de un
gigante le apretase el cráneo. Se giró para levantarse, pero se quedó
congelada en mitad del movimiento.
Era el otro rastreador, el chico de cara inocente y mirada siniestra.
Parecía cansado, pero el brillo en sus ojos, de un azul celeste, tenía un matiz
de alegría salvaje, casi enloquecida. Sus rizos rubios se agitaban de forma
suave con sus movimientos. Mostraba una sonrisa angelical demasiado
larga, con demasiados dientes. Y sujetaba una ballesta que apuntaba
directamente a su pecho.
Armal caminaba como un niño, de forma casi casual, pero la punta de su
saeta no dejaba de mirarla. El índice jugueteaba con el gatillo y no parecía
importarle demasiado matarla por un descuido. Su risa sonó a campanillas.
Era infantil y tenía el regusto agrio de las cosas que se pudren.
—Por fin nos encontramos tú y yo —gorjeó con voz alegre—. Te
llevaste a tu amiguito antes de que pudiera conocerlo mejor, pero tú pareces
mucho más interesante.
VIII. La muerte

C amino descalza y las hojas crujen cuando las aplasto. No importa que aún
fueran de un verde tierno y encendido, o que los colores de una flor
arrancada fueran desafiantes y vibrantes antes de rozarlas. Las que ya han
caído se tornan marrón, gris, ceniza, una estela de polvo que dejo a mi
paso. Los brotes verdes, en cambio, me ignoran como si no fueran más que
aire, ni siquiera brisa. Porque solo los muertos me llaman.
Me muevo entre los hombres y mujeres armados sin que ninguno me note, ni
los que aprietan los dientes con rabia ni los que gritan presas del pánico.
Ni los jóvenes ni los ancianos. Nadie puede verme más que los que ya no
pueden hacer nada.
Aunque algunos hayan aprendido a atravesar mi camino de puntillas. Los
siento moverse y no hago nada para impedirlo. Rey nos dijo que la tierra no
es nuestro lugar, así que no los rozo, solo busco a los perdidos y les
tiendo una mano. A veces, eso basta. Otras, tengo que empujarles. Y muy de
vez en cuando, darles caza.
El primer muerto es un chico con la barba roja y mal cortada. Tiene unos
ojos muy claros y me mira con asombro. Entiendo por qué mi cuerpo ahora es
el de una adolescente, ve en mí el rostro de su hermana.
—Ehve.
Le sonrío, aunque no miento. Evito hacerlo, una cosa es cazar almas y
otra llevármelas con mentiras. Le tiendo la mano y esta vez es suficiente.
Con solo tocarme atraviesa el umbral y yo me pongo de nuevo en marcha. Sigo
descalza, aunque esta vez tengo los pies largos, con la piel curtida de
arrugas y las uñas largas. Me muevo con una ligereza que solo los dioses
poseemos, a pesar de que este cuerpo parezca cojear y encorvarse. No tengo
que pensar hacia dónde caminar, sé moverme con la misma seguridad con la que
una brújula marca el norte.
Esta vez es una mujer madura, con una armadura pesada que ya no puede
protegerla, sino que se ha convertido en trampa. Me mira y sus ojos
ensangrentados se iluminan al reconocer el rostro que ella me ha puesto.
—¿Padre?
Me acerco despacio para no asustarla. Esta vez no coge mi mano: rompe a
llorar y tengo que ser paciente.
—No he estado a la altura, padre. He fracasado.
—Es hora de descansar —respondo con una voz grave que crepita como el
fuego que consume el bosque.
—Pero… ¡he fallado! Deberías odiarme.
—No lo hago.
No me gusta ser paciente, pero no dejo que nada lo muestre. Espero con
una falsa calma a que ella llore, que se derrumbe, que se recomponga y que
me mire con esos ojos grandes, llenos de sangre y de lágrimas.
—Perdóname, padre.
—Dame la mano.
Tan pronto como lo hace, cambio de forma y vuelvo a ponerme en marcha. El
bosque no deja de llamarme esta noche. Itari va a mantenerme ocupada. No me
importa. Camino sola, haciendo crujir las hojas muertas a mi paso.
La muerte tiene mil rostros y siempre camina descalza.
Néstor

S abía que estaba cometiendo un error cuando atravesaba el bosque. O


peor aún: una traición. Había entendido por qué le consideraban
imprescindible y necesitaban mantenerle a salvo. No había elegido ser el
vidente de la tribu, era algo que había venido con él al mundo y una carga
que asumía para ayudar a los suyos, aunque significara perder la libertad.
Pero había cosas que estaban por encima de la responsabilidad impuesta
que aceptaba por el resto.
Por eso no había pedido permiso. Había buscado a la niña, había pedido
que le ayudaran. Pero nadie la había visto, los otros chicos habían perdido
su pista tan pronto como se alejaron del grupo. Sintió la mirada de Roble
sobre su nuca y cómo el anciano se preparaba para contenerle allí. Así que
no dijo nada. Y sabía que estaba mal desde el momento en el que se calló y
bajó la cabeza con una falsa docilidad mucho más propia del chico que
había sido antes de que el viaje le cambiara.
—¿No podemos mandar a alguien a buscarla?
—No es seguro —razonó Roble—. No podemos retrasar al grupo ni
arriesgar la vida de alguno de los niños, ni la nuestra. Sabes que yo mismo
iría en su búsqueda si hubiera otra opción, pero en estas circunstancias no
nos lo podemos permitir.
—Es una niña…
—Lo bastante mayor para saber que nos desobedecía al ir de cabeza a
una batalla —suspiró—. Cuando nos repartamos las guardias, me aseguraré
de que estemos atentos. Con suerte se asusta y vuelve, aunque creo que es
más fácil que los nuestros se la encuentren y la hagan volver.
—¿De verdad?
—Es lo más seguro —respondió Roble con una mano sobre su hombro.
Y Néstor bajó la cabeza y fingió creerle. Esperó el momento adecuado,
cuando la preocupación y el miedo clavaron sus colmillos en las gargantas
de los niños y el llanto se extendió entre los pequeños, contagiándose de
unos a otros, cuando Roble y los demás adultos no daban abasto tratando de
calmarlos. Entonces se escabulló entre los árboles.
Y echó a correr.
Tenía que aprovechar la luz roja que hacía arder los troncos de los
árboles. Aun así, se tropezó varias veces y terminó cayendo de bruces,
raspándose la mejilla de tierra. Apretó los dientes, clavó las uñas en el suelo
y se impulsó para levantarse de nuevo y seguir adelante. Esperó a estar lo
bastante lejos para gritar su nombre.
—¡Brisa!
Odió su propia voz, que se rompió con un gallo y reverberaba con
desesperación. Se odió a sí mismo por romper la promesa que le había
hecho a Sierra, aunque sabía que su compañera le odiaría con muchísima
más fuerza.
Ni siquiera estaba seguro de si lo hacía por ella. No tenía recuerdos
anteriores, y la chica apareció en su vida con mentiras que ponían en riesgo
todo por lo que Néstor se jugaba la vida. A lo mejor no era tan fácil guardar
rencor a quien le salvó la vida. A lo mejor era aún más complicado odiar a
la primera persona que le hizo creer en sí mismo.
Los pies se le enredaron entre piedras y tuvo que sujetarse a un tronco
para no caer de nuevo. Se limpió el sudor de la cara y solo logró esparcir la
arena y el polvo que se le habían pegado a la piel. Su pecho se sacudía al
tratar de inspirar de forma irregular. Se había alejado un buen trecho, pero
no sabía a dónde llegar.
Sintió un estremecimiento al quedarse quieto, cuando la noche se coló
debajo de sus ropas para enfriarle la piel húmeda por el sudor. La luz del sol
se volvía más apagada, de un rojo oscuro, casi violáceo. Era un tono que
parecía despertar a los fantasmas y todas las criaturas que llevaban cientos
de años enterradas bajo las raíces de los árboles. El mundo se difuminaba y
no sabía dónde había ido la niña, ni siquiera sabía si podría orientarse para
volver a la aldea cuando las sombras inundaran el bosque.
Se abrazó a sí mismo y se frotó los brazos. Lo más sensato era rendirse.
Pero rendirse no era una opción.
Siguió caminando. Aunque el ritmo fuera ridículo, era mejor que
quedarse quieto y dejar que el frío clavase las uñas con más profundidad en
su piel. Rememoró la visión de la última noche, la voz de Sal que no se
parecía en nada a su melliza, pidiéndole que le llevara sus pedazos si todo
salía bien. La oscuridad le arropó como un manto espeso y se detuvo. No
iba a llegar a ninguna parte caminando a ciegas sin estar seguro del rumbo,
pero tenía otros recursos. Néstor no era un guerrero. Ni un explorador. Era
el vidente.
Si había aceptado siempre esa carga, podía aceptar también sus ventajas.

7
Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y la espalda apoyada contra el
tronco de un fresno. Sabía que tener fuego, incienso y hierbas le hubiera
ayudado, pero solo se tenía a sí mismo y a esa desesperación que se había
transformado en firmeza. Inspiró lentamente, absorbiendo el frío, el olor a
bosque y todos los ruidos de la noche. Nunca había llamado a los muertos,
pero había estado delante de los ancianos muchas veces. Había sido testigo
de cada paso.
Y, en realidad, no era como aprender algo nuevo. Se parecía más a
recordar algo que había olvidado.
Resultaba difícil mantener la mente en blanco cuando el corazón le
golpeaba con tantas fuerzas el pecho y había dos voces enfrentadas dentro
de su cabeza. Una decía que estaba perdiendo el tiempo, que era mejor
ponerse en marcha y seguir buscando a Brisa. La otra, que tenía que dejarse
de tonterías y volver con el grupo, que si lo hacía esa misma noche Roble ni
siquiera se enfadaría; que mantener a salvo al grupo era mucho más
importante que una estúpida promesa a una chica condenada.
Las dos hablaban con su propia voz y por eso costaba tanto ignorarlas,
pero lo hizo. Se concentró en respirar despacio, en el lejano olor a humo, en
el repiquetear, cada vez más constante, de su propio corazón.
Ni siquiera se movió cuando sintió a alguien llegar, aunque no oyera sus
pasos. Solo un aroma a lluvia y jazmín y una respiración que no escuchaba
con sus oídos, sino desde dentro de su propio pecho.
No era Ázanor el que acudía a su llamada.
—Él no puede —respondió una voz musical, y Néstor pudo reconocerla
antes de abrir los ojos. Fe se parecía a la primavera y su simple presencia se
sentía como un consuelo.
—No sabía que podías…
—No solo me ocupo de recibir a los muertos —contestó en un tono que
estaba lejos de ser un reproche.
Su voz era de agua dulce. Fe había sido la primera de los cinco en perder
la vida y se decía que por eso era la que guiaba al resto. Néstor sintió pánico
cuando una idea cruzó su mente:
—¿Estás aquí porque Brisa ha muerto?
—Más vidas de las que me gustaría han sido segadas esta noche. La de
Brisa no es una de ellas, aún —añadió con un titubeo—. Pero está en manos
peligrosas.
—¿La han capturado?
—Sí. —Había algo en el tono de su voz que inquietó a Néstor, pero no
supo decir qué era.
Fe le rozó la mejilla y el tacto de su piel le insufló fuerzas nuevas.
Decenas de generaciones de licántropos le cedían sus fuerzas.
—Te guiaré hasta ella, vidente, pero no nos dará tiempo a llegar, no con
piernas humanas. Tampoco con pasos de lobo.
—Entonces, ¿no queda esperanza?
—Solo para los valientes —respondió con su voz musical—. ¿Te atreves
a acompañarme por la tierra de los muertos?
Néstor tragó saliva. Era una oferta que debería hacerle sentir honrado, a
la que Sierra se lanzaría sin dudar, y sin embargo él sentía un tirón en el
estómago y cómo toda la piel se le erizaba. Fe debería reírse de él, incluso
despreciarle, pero el espíritu se inclinó hacia él y le rozó la mano,
compasivo.
—Te prometo que no tendrás nada que temer mientras no sueltes mi
mano. Es un lugar oscuro para los ojos de los vivos. Peligroso para los que
aún tenéis un corazón que palpita. Pero yo te guiaré todo el camino.
—Confío en ti —dijo Néstor, con la voz más estrangulada de lo que le
gustaría.
Los dedos de Fe eran un cosquilleo cálido entre los suyos. Se parecían al
calor del sol y al aleteo de una polilla. Se entrelazaron con los del chico y
tiró de él, aunque no lo hiciera en ninguna dirección. La sensación era
parecida a la de atravesar el agua, solo que no había ninguna humedad. Se
sumergían en un aire más frío, más denso, más oscuro. Y el cielo cambió,
las estrellas brillaban con una luz blanca que Néstor no entendía por qué le
daba la sensación de que tenía un brillo ensangrentado. Los árboles tenían
un olor distinto, más antiguo y más dulce. El viento traía ecos de criaturas
que habían dejado de existir hacía mucho tiempo. La mano de Fe se había
vuelto tangible y tan cálida que la licántropa parecía hecha de fuego. Néstor
se miró las manos, su propia piel tenía un brillo luminiscente. Esta vez,
cuando Fe tiró de él, fue un empujón como a los que estaba acostumbrado.
—Tenemos que ser rápidos. Quienes se quedan en este umbral son
muertos recientes o criaturas demasiado torturadas para atravesar del todo
este sitio. Puede ser por odio, por amor o por miedo, pero las emociones de
todo el que se queda aquí demasiado tiempo se retuercen hasta convertirles
en monstruos.
—¿Me puede pasar?
—Hablo de cientos de años —respondió ella, poniéndose en marcha—.
No ocurre nada si un muerto se queda en este lugar una o dos décadas. El
problema es para los vivos. Los monstruos atrapados entre los dos mundos
están furiosos y anhelan lo que ya no tienen.
Néstor no se atrevió a volver a hablar en todo el camino. Apremiaba a
sus piernas para que siguieran el ritmo de Fe. No tropezó una sola vez: las
raíces o plantas no tenían una consistencia capaz de detenerle, aunque había
abismos escondidos y rocas afiladas que Fe evitaba sin detenerse. Un
gruñido a lo lejos resonó con la fuerza de un trueno, y le hizo sobresaltarse.
Fe le sujetó con más fuerza.
—Está lejos.
—¿Nos queda mucho?
—Un poco más. Ahora mismo estamos pasando cerca de vuestra aldea.
—¿Tan pronto?
—Ni Zeit ni Terra conocen este sitio. —La voz de Fe era alegre y
tranquilizadora. No parecía mayor que él. Aunque sabía que había sido la
primera en morir, no se le había ocurrido que podía haber sido realmente
joven al perder la vida.
—¡Cuidado! —Le detuvo a tiempo, antes de que la tierra se derrumbara
bajo sus pies. Entre las grietas sangraba una sustancia que parecía hecha de
pura luz, con la consistencia de la lava.
—¿Es una trampa?
—No, vamos en el buen camino. Selene ha pasado por aquí. —Fe se giró
para mirarle y asegurarse de que estaba bien—. Rey tiene razones para
prohibir a Los Ocho dioses que caminen sobre la tierra.
Titubeó antes de guiarle por otro camino y tirar de él con una suavidad
que no podía ser de este mundo.
—Vamos a llegar tarde —murmuró Fe con aprensión en la voz.
—¿Brisa está en peligro?
—No se ha ido sola. Selene la lleva consigo.
—¿Selene? —A Néstor se le atragantó el nombre de la diosa—. ¿Para
qué quiere Selene a una niña?
—No estoy segura, pero no creo que sea para nada bueno.
Néstor contuvo las palabras que se removían entre sus dientes. Toda su
vida había sido educado en el respeto a los dioses, especialmente a la que
les había creado. En los últimos tiempos, mientras él y gran parte de la tribu
seguían intentando entender el castigo de Selene, no podía evitar escuchar a
las voces que dibujaban una imagen mucho más cruel de su diosa. Podía
entender a Sierra, que no dejaba de ser una chica joven y temeraria, pero
había escuchado la duda en las voces de los ancianos, podía entenderla en la
enigmática forma de hablar de Ázanor, en la rabia contenida de Ferner, y
ahora en Fe, la más dulce de los cinco.
Ella no se detuvo, no hizo falta, parecía capaz de leer su silencio.
—Los dioses son criaturas superiores —explicó en un murmullo—.
Capaces de levantar montañas, teñir un mar de noche y hacer arder el fuego.
Aman, ya que nuestro corazón, el de los lobos, los fénix o los humanos, es
una imitación del suyo. También odian, y a veces lo hacen sin motivo o
vierten su odio a quien menos se lo merece. Pueden regalarnos los dones
más maravillosos y castigarnos de forma tan cruel que no eres capaz de
imaginarlo. Son más poderosos de lo que entendemos, pero no son
perfectos.
—Pero Selene nos creó. Y Brisa es una niña.
—Yo también era una niña cuando me eligió. Me ofreció un premio que
no entendía. No tenía elección, pero no lo sabía. Un dios puede convencer a
un humano adulto de lanzarse a un precipicio con más facilidad de la que tú
podrías hacer lo mismo con un cachorrito que te quiere. Mi elección fue
solo una ilusión. Ferner la ama, pero me pregunto si alguna vez tuvo opción
de no hacerlo. Tú tampoco pediste ser capaz de vislumbrar el futuro.
Néstor no sabía por dónde caminaban. El lugar había dejado de parecer
un bosque, lo que debían ser árboles se habían transformado en sombras
ondulantes. Había más grietas de luz que se abrían en el suelo. Fe las
sorteaba con la gracilidad de un pajarillo y Néstor se dejaba guiar por su
movimiento.
—Lo elegiría —dijo, después de una pausa para meditar sus palabras, tal
vez por eso esta vez sí que sonaron sólidas—. Ahora lo sé. Si me dieran la
elección de tener o no visiones del futuro, elegiría tenerlas.
Supo que Fe estaba sonriendo. Su tacto se volvió aún más cálido.
—Hay muchas formas de enfrentarse a nuestro destino, y tú ya has
elegido.
—No sé si eso es bueno —confesó Néstor.
—Decidir por ti mismo siempre te hace fuerte. —El espíritu se tensó y
bajó el ritmo al atravesar un grupo de esos árboles—. Hemos llegado.
Néstor le apretó más fuerte la mano. Trató de respirar con normalidad
para que el corazón no se le acelerase. Distinguía dos siluetas brillantes y
difusas, y sospechaba que no era su visión la que hacía que no se vieran
definidas. Una de ellas tenía una luz fría tan brillante que casi cegaba. La
otra, una luminiscencia suave parecida a la de sus propias manos.
Reconoció el aroma suave de Brisa, aunque estuviera mezclado con el
hipnótico perfume a flores blancas y nubes cargadas de lluvia de Selene.
Podía escucharla hablar, con una voz melodiosa que no formaba ninguna
palabra que pudiera entender.
—¿Qué…?
—Desde aquí no puedes interaccionar con ellas —susurró Fe—. Tengo
que devolverte al otro lado. Estaré contigo. Pero ten mucho cuidado.
—¿Qué tengo que hacer?
El tacto de Fe se convirtió en un pálpito cálido contra su piel.
—Salvar a la niña. No estarás solo.
Y le empujó de nuevo, a través del aire frío y denso, a través del velo
que cubre a los muertos, para devolverle a un bosque sólido y oscuro en el
que, a lo lejos, se escuchaban los gritos de la guerra.

7
Inspiró despacio, tratando de acostumbrarse. El mundo volvía a ser sólido.
Néstor no fue consciente de que tras el velo su peso se había vuelto más
ligero hasta que estuvo de vuelta entre los vivos y notó la presión familiar
en las articulaciones. El viento sonaba con más intensidad, silbando entre
las ramas de los árboles. Y no solo el viento, incluso en la noche, el chico
escuchó el trinar de varios canto negro y aleteos de aves sobre el claro.
Había dos siluetas en mitad del bosque, y Néstor sintió una oleada de
irrealidad al contemplarlas. Ya había vivido ese momento. Era una
sensación extraña, como cuando estaba frente a alguien después de haber
escuchado hablar mucho de dicha persona. Irreal y firme al mismo tiempo.
Selene seguía hablando, pero esta vez distinguía las palabras.
—Y sería justo que te pidiera un favor, ¿verdad, pequeña? Después de
todo, yo te salvé la vida. ¿Lo recuerdas?
Brisa no respondía, pero era ella la silueta más pequeña. La reconocía
por su aroma, por su voz cuando tomaba aliento, atrapada por el hechizo de
Selene. La niña no brillaba en este mundo, aunque reflejaba la luz de la
diosa. Néstor tragó saliva, incapaz de saber qué hacer.
—Ni siquiera es un favor, es un regalo. —La voz de Selene se hacía más
firme. No trataba de convencer a Brisa, que no tenía voluntad para
resistirse; se justificaba a sí misma—. ¿Qué mortal no quiere ser un dios?
Incluso aunque sea un momento breve, no sabes cómo es la sensación de
sentirse tan poderosa. Tan libre. ¿No quieres probarlo, pequeña?
—Quiero servirte —respondió Brisa con una voz tan frágil que Néstor
no estaba seguro de escucharla.
—Te regalaré la luna —murmuró Selene con la voz más dulce que el
vidente hubiera escuchado nunca. Tuvo que inspirar con fuerza para
aferrarse a sus pensamientos y no dejarse llevar por el encanto de la diosa
—. Yo necesito la magia, pero la luna es un buen regalo. Tu lugar estará
alto, con los dioses del cielo. Resplandecerás en el trono de la noche, e
iluminarás los sueños de los humanos. O sus pesadillas. Los licántropos te
venerarán y podrás salvarles, si lo deseas. ¿No te gustaría? Tienes que
quererlo. ¿No quieres ser la luna?
—Quiero que me quieran…
—Te querrán.
—Ya lo hacemos. —Néstor se sobresaltó más que nadie al escuchar su
propia voz.
Selene agarró a la niña con la actitud con la que un depredador sujeta a
su presa. Néstor se estremecía, de miedo y de una ira fría y afilada,
desconocida para él hasta ese momento. ¿De verdad había cogido a Brisa
para entregarle parte de su poder? Claro, si la niña pasaba a ser la diosa de
la luna, sería la causante de que los licántropos hubieran perdido su fuerza.
Sería a ella a quien tendría que derrotar Ferner. ¿Y qué resistencia podría
presentar una chiquilla contra el primero de los guerreros?
El vidente tenía la boca seca y la lengua torpe cuando se inclinó para
mostrar respeto y decir:
—Queremos a Brisa, mi diosa. Es parte de nuestra manada. Es solo una
niña, no es justo que ella pague por todo.
«Por la maldición que has dejado caer sobre tus licántropos», pensó
Néstor, pero supo callar las palabras. «Y por el enfrentamiento con Ferner
que quieres evitar».
—No eres nadie para decidir por ella —siseó la diosa, con una voz dulce
y envenenada, pero unos dedos cálidos se apoyaron sobre los oídos de
Néstor.
Sabía que la diosa estaba sonriendo, victoriosa, cuando alzó el brazo
hacia él, en una invitación.
—A lo mejor quieres ser tú el afortunado. ¿Tanta es tu ambición que le
quieres quitar a esta pequeña el astro que le regalo?
Su voz podría haberle hecho enloquecer si no sintiera los dedos de Fe
taponándole las orejas. Trató de borrar toda expresión y se acercó a ella con
pasos lentos, tambaleantes.
—La había elegido a ella porque estaba perdida, y ya somos conocidas,
pero, si no te importa robar a una pobre huérfana, serás tú el elegido.
¿Quieres poseer mi astro? ¿Quieres ese poder?
«No estarás solo». No sabía si la voz de Fe era su recuerdo, que
palpitaba con tanta fuerza que podía escucharlo de nuevo, con todos sus
matices, o si el espíritu se lo estaba recordando.
Pero seguía con él, de eso estaba seguro. Las palabras de la diosa
llegaban tan distorsionadas que le costaba esfuerzo desenredarlas y saber
qué era lo que quería decir. Sentía el magnetismo de su cadencia, pero Fe le
sujetaba para que pudiera nadar contra esa corriente en vez de dejarse
arrastrar con ella. Se acercó a Selene. Ella le acarició el cabello con unos
dedos finos y gélidos. Su cuerpo era humano, aunque su tacto no lo parecía.
A pesar de la suavidad del gesto, sabía que le bastaría una presión mínima
para atravesarle el cráneo y acabar con su vida con el mismo esfuerzo que
utilizaría para chasquear los dedos.
Brisa estaba cerca. Notaba su respiración lenta y podía intuir el rostro de
la niña que se alzaba con devoción para contemplar a Selene. Podría parecer
la imagen de una madre y su hija en un abrazo, si no fuera por el gesto
calculador de Selene que creía justo cercenar la vida de la niña para no
renunciar a nada de lo que estaba en juego.
«Nada de lo que a ella le importa», pensó Néstor con amargura. Veía
justo acabar con todos los licántropos, pero no quería renunciar a Ferner.
Podía ceder la luna, pero no su magia ni, por supuesto, su propia vida.
Néstor tuvo que cerrar los ojos para aferrarse a sus pensamientos y no
dejarse llevar por la dulzura empalagosa de Selene, ahora que estaba tan
cerca. Sería fácil perderse en su perfume, sacudir la cabeza para liberarse de
las manos de Fe, entregarse, o entregar a una niña que cada vez parecía más
insignificante a cambio de ganarse una sonrisa de Selene, para sentirse
digno de su gratitud.
Pero no estaba solo. Y Fe tampoco. Escuchaba el eco de su voz
susurrándole a su espalda, el eco de cientos de voces que le anclaban al
horror de ese sacrificio. No entendía las palabras, pero no era necesario
hacerlo para saber que estaban allí, junto a él. Y, aunque le daba vértigo, ya
había traicionado a su tribu, así que podía hacerlo con una diosa a la que ya
no adoraba.
—¿Quieres regir la luna, vidente? ¿Quieres que te la entregue? Acepta
mi regalo. Solo dilo y yo te convertiré en dios.
Néstor tragó saliva y alzó la mirada hacia el rostro de Selene. Hebras de
luz se escapaban de una piel oscura que trataba a duras penas de contener su
magia. Era hipnótica. Era terrible. Era lo más hermoso que hubiera visto
nunca. Alzó la mano en un gesto de rendición o de súplica. Su sonrisa era
idéntica al arco de luz que algunas noches iluminaba el cielo.
Pero bajó el brazo con un gesto rápido para abrazarse a la niña. No se
permitió dar tiempo a Selene ni para sorprenderse: otros brazos, unos que
parecían hechos de primavera y viento, le sujetaron por la espalda y le
sumergieron en ese sitio en el que no debería estar. Un mundo de muerte
que se convertía en refugio.
Brisa se sacudió entre sus brazos, aturdida, y él la abrazó con más
fuerza. No iba a soltarla en ese lugar. Frente a ellos, la silueta de Selene se
había transformado en un haz de luz deslumbrante. En el silencio, el
repiqueteo de su corazón se volvía un estruendo, y entonces un alarido de
rabia desgarró la noche.
Selene aullaba con tanta furia que Néstor sintió cómo se desgarraba el
firmamento.
Sierra

E lNotaba
zumbido en sus sienes se había convertido en un pálpito acelerado.
el pulso tan fuerte que Sierra podría jurar que el corazón se le
había subido hasta la parte posterior del cráneo. También sentía el pecho
vacío, como el de Varo, que había derramado sangre suficiente para tintar
de rojo la tierra que se había convertido en su tumba.
Las brasas que aún no se habían apagado iluminaban la escena de forma
macabra, y cada vez más tenue. La sangre le circulaba tan rápido que se
sentía delirar. Estaba segura que de esa hierba crecerían flores de un rojo
intenso. Flores de pétalos húmedos y carnosos, llenos de dientes.
Palpitantes y hambrientos. Las rodillas se le doblaban pero estaba firme,
aunque no por valor: era el miedo el que había solidificado sus huesos. No
le hacía falta mirar a Armal para saber que la seguía apuntando con la
ballesta, que sus dedos jugueteaban, como los de un niño inquieto, con el
gatillo solo para verla temblar. Kaleem aún forcejeaba, aunque hacía ya un
rato que había perdido la batalla. Si había algo peor que ver muerto a
alguien que podrías considerar de tu familia, es ser testigo de cómo
arrancan la vida a otro. Había un aullido en la garganta de Sierra que no era
capaz de dejar escapar. Un aullido de horror, una súplica para que Kaleem
se quedara quieta, que se rindiera y que rogara por su vida.
Como si así pudiera salvarse.
Al menos ella no se iba sin pelear con todas sus fuerzas. Logró clavar
unos dientes romos y humanos en el cuello de la cazadora y Sierra no pudo
contener un paso hacia ella. Tenía que ayudarla. No podía…
—Si te mueves, primero te dispararé por la espalda —dijo Armal, con
voz suave y alegre, la de un adolescente que comparte con sus amigos el
nombre de la persona que le gusta—. Intentaré no atravesarte el pulmón,
pero no prometo nada. Después le clavaré el puñal al brujo entre las tripas.
Es una pena, porque seguro que me recompensarán más si le llevo vivo.
Aunque hay cosas que no tienen precio, ¿verdad?
Sierra no iba a llorar. Era la rabia lo que le cegaba la mirada y se
derramaba en goterones cálidos a través de su mejilla. Clavó las uñas en la
lanza de Destra y se obligó a estarse quieta, a respirar, a contar hasta ocho
como su padre le había enseñado, para mantener la ira controlada y que no
se convirtiera en un incendio que la consumiera.
Kaleem dejó de hacer ruido tras un último golpe que sonó a húmedo y a
rama seca que se quiebra de un golpe. Sierra apretó los dientes. Cerró los
ojos. Contuvo los gritos que amenazaban con desgarrarle el pecho. Solo se
escuchaba el viento, los jadeos de la cazadora y el golpeteo enrabietado de
su corazón.
Armal dejó escapar una risita de niño travieso mientras se abría paso
hasta llegar al brujo.
—¿Te importa de verdad? —Sierra se negó a contestar o a abrir los ojos,
ni siquiera cuando escuchó la patada que hizo gemir a Zael—. No estaba
seguro de que lo hiciera. ¿Os conocíais de antes? No suelo coger cariño a la
gente, pero sé que es raro hacerlo en tan poco tiempo.
Sierra esperó a sentir los ojos secos antes de abrirlos. Le miró sin
expresión, evitando pensar en la sangre de Varo y el silencio de Kaleem.
Trató de ignorar los jadeos de Zael mientras trataba de reunir fuerzas. Era
inútil, lo sabía y quería decírselo, pero no iba a hablar con él delante de
Armal.
El chico la miraba con esos ojos grandes de niño. Las mejillas habían
cogido un color sonrojado al caminar durante el día por los bosques. Sus
rizos rubios se habían desordenado de una forma adorable. Podría ser el
príncipe de todos los cuentos, y por eso cuando su sonrisa se retorcía a
Sierra se le erizaba la piel.
—¿Qué eres, en realidad? ¿Una licántropa o solo una de las humanas
que adoptan como perrillos abandonados?
—Suelta la ballesta y hablamos —escupió entre dientes.
Las cejas de Armal se convirtieron en dos arcos dorados antes de que su
risa se derramara, musical e inocente como una cancioncilla infantil.
—Ojalá te hubiéramos capturado a ti en vez de a tu otro amigo. Hubiera
sido bastante más entretenido. Bretten a lo mejor no opinaba lo mismo,
claro…
—¡No le menciones!
La voz de su compañera sonaba seca y rasgada. Jupnia se levantó con un
resoplido. Tenía magulladuras y heridas, y su sangre se mezclaba con la de
Kaleem. Tenía la mirada enrojecida y el gesto desencajado. Sierra podría
haber sentido culpa por arrebatarle a su compañero, si no acabara de
asesinar a Kaleem a golpes. El odio era mutuo, aunque la mujer no se lo
guardaba todo para ella. Había desprecio y horror en la forma en que Jupnia
miraba al chico rubio, y este no solo lo sabía, también lo saboreaba.
Zael intentaba incorporarse cuando la mujer lo derribó con una patada en
el pecho. Les odiaba. Kaleem y Varo no eran los únicos que iban a perder la
vida esa noche. Zael apenas podía moverse. Sierra tampoco, si no quería
que la atravesara una flecha. Deseó ser como Néstor. Él sabría qué decir
para salvar la vida.
—¿Cómo lo has hecho? —La mujer hablaba como si tuviera la garganta
llena de cristales y ceniza—. ¿Cómo te has librado de tu misión, rata
traidora? ¿Ha sido ella? ¿Cómo lo ha conseguido?
—Qué puedo decir… Los dioses me adoran —respondió Zael, con una
voz demasiado lastimera para que la broma tuviera algún efecto.
Soltó un gemido cuando Jupnia apoyó su bota contra el pecho con más
fuerza, con mucha más rabia. Armal ladeó la cabeza, interesado, aunque sus
ojos no se apartaban de Sierra.
—¿Cómo lo hiciste?
—Yo no he hecho nada.
—¿Por qué no quieres contármelo? —se acercó a ella por la espalda.
Sierra sentía dolor en cada músculo al obligarse a quedarse quieta.
Inspirando y espirando ocho veces, como su padre le había enseñado.
Apoyada en una lanza que le quemaba. Sintió en la nuca la punta afilada de
la flecha y pensó si le daría tiempo a girarse y golpearle antes de que Armal
apretara en gatillo.
Estaba desesperada, pero no tanto como para intentarlo. Aún no.
El niñato le acarició el pelo con el metal fino y afilado, sin dejar de
apuntar a sitios donde sería difícil errar el disparo. Sierra odió su voz
musical, sus rizos rubios y el olor dulce que emitía.
—¿No vas a hablar conmigo? —suspiró cerca de su oreja—. Es una
pena. Y yo que busco motivos para alargar tu vida…
Le hubiera gustado decir algo con lo que dejar claro que no le creía, pero
se limitó a mantener los dientes apretados y la espalda recta. No suplicaría
cuando tenía tan claro que no serviría de nada. Varo había muerto en
silencio. Kaleem, peleando. Ella no quería hacerlo entre súplicas y miedo.
Un alarido les congeló a todos. Sonaba femenino, pero no humano.
Aullidos de lobos se despertaron desde todos los rincones del bosque. La
mayoría sonaban distantes, pero algunos lo bastante cerca para tensar los
músculos de los cazadores. Terra entera se estremeció, y el cielo estalló en
una explosión de luz plateada, una cegadora luz de plata que hizo brillar la
sangre. Durante un instante, les iluminó con la misma intensidad que lo
haría la luz del día.
Fue solo un momento, un latido, el tiempo justo para que Zael y ella
intercambiaran una mirada. El mensaje estaba claro en los ojos del brujo.
«Vamos a luchar». No era el «vamos a morir luchando», la frase que
repiqueteaba una y otra vez, como si fueran golpes, contra su cráneo. Ya no
guardaba esperanza para ellos, pero Brisa estaba a salvo y le consolaba
saber que Néstor la recordaría, aunque nadie más lo hiciera. En cuanto la
luz desapareció, de forma tan repentina como había llegado, los dos estaban
listos para pelear de nuevo.
El grito se volvió más profundo y gutural, y se perdió en alguna parte del
bosque. La oscuridad cegó a los cuatro y Zael aprovechó para alzar la mano
sin que nadie le viera. Tenía pocas energías, pero no necesitaba demasiadas
para provocar unas chispas que prendieran fuego al pelo de Jupnia. La
mujer dejó escapar un grito quedo, más de sorpresa que de dolor o rabia.
Sierra aprovechó la distracción para dejarse caer al suelo. Se derrumbó
como si las piernas le fallaran. Esperaba escuchar el sonido de la flecha
rompiendo el aire allá donde había estado su cabeza, o sentir el dolor
cuando perforase su nuca y se abriera paso a través de su carne y los huesos
astillados, pero Armal tuvo la sangre fría de no disparar a ciegas, para
quedarse armado cuando la chica se tiró a sus pies.
Jupnia gritaba con más rabia, y el corazón de Sierra latía tan rápido que
no sabía si los ruidos que escuchaba eran de forcejeos, de la mujer que
mataba a Zael como lo había hecho con Kaleem o del brujo al intentar
moverse o plantar batalla. No podía permitirse mirar, aprovechó la caída
para girar sobre sí misma y sujetar con todas sus fuerzas la lanza. El golpe
impactó en la rodilla de Armal con la fuerza suficiente para derribarlo al
suelo. El cazador rubio reía, como un niño encantado con el juego, sin
soltar el arma. Sierra había ganado unos segundos de ventaja, pero bastaba
un descuido para que él segara su vida solo con un gesto. Sin atreverse a
ponerse en pie, para no ponerse a tiro, movió la lanza sobre el cuerpo de
chico, sin dejar de sujetarla con el peso de todo su cuerpo. La apoyó de
forma que quedase sobre el pecho de Armal y que este no pudiera levantar
los brazos. Esperó, con el cuerpo en tensión, que el chico se revolviera, pero
este se quedó quieto.
—Eso me ha pillado por sorpresa —reconoció el chico rubio, de buen
humor—. Pero ¿qué va a pasar cuando intentes moverte? ¿O planeas que
nos quedemos juntos eternamente en el suelo? Suena como algo de lo que
inventarían cantares de romances y amores imposibles.
Sierra gruñó. Armal no había soltado la ballesta. Le dirigió una mirada
divertida, sin dejar de apuntar justo por encima de ella. Un movimiento en
falso y estaría a tiro.
Jadeó, inhalando el olor a sangre, a humo, a hierba y a sudor manchado
de tierra. Armal reía a su lado, como si no tuviera la espalda contra el suelo
y a su enemiga tan cerca. Parecía que para él la muerte no fuera más que un
juego sin consecuencias, y que no le importaba jugarse la vida más que
acabar con la de los demás. Sierra pensó cuánto le gustaría arrancarle cada
uno de sus dientes, hasta convertir sus carcajadas en alaridos.
Giró la cabeza hacia Zael. Jupnia se había apagado el fuego del pelo,
pero la daga de la mujer estaba lejos de ella. El brujo estaba de pie,
tambaleante, entre ella y el arma. Las piernas se le doblaban y por mucho
que trataba de mostrarse seguro era imposible tener fe en que pudiera
prestarle batalla.
—Vas a morir como el sucio traidor que eres —dijo Jupnia, dando un
paso en su dirección—. ¿Qué te habían prometido? ¿Poder? ¿Oro? Solo vas
a conseguir morir entre el resto de los perros.
—Me han hecho libre.
—Y esto es lo que eliges con tu libertad.
—Supongo. —Zael amagó una sonrisa alzando las manos, como si fuera
a rendirse. Pero en vez de hacerlo estiró los brazos y la vista al cielo y dejó
escapar una llamarada naranja hacia el firmamento.
Sierra se dio cuenta de que contemplaba el cielo con la boca abierta y el
aliento contenido. Era hermoso, aunque no le encontrara mayor sentido que
apuñalar el viento. Pero comprendió cuando el bosque se agitó en aullidos.
No era una muestra absurda de poder, era una llamada de auxilio. Jupnia
también lo comprendió, un instante más tarde, y se lanzó sobre él con las
manos desnudas.
—¡Zael! —aulló Sierra, que sujetaba con todas sus fuerzas la lanza para
seguir inmovilizando a Armal.
El brujo no tenía fuerzas para resistirse y la mujer, enloquecida, lo
estrangulaba con las manos desnudas.
—Si vas a ayudarle, contaré hasta diez antes de matarte. —La voz alegre
y juguetona de Armal parecía venir de un mundo lejano—. A lo mejor
consigues acabar con Jupnia antes de que lo haga. Si fuera una pelea limpia
entre las dos, apostaría por ti.
—¡Cállate!
—Oh, vamos, estoy siendo amable. ¡Me gustas!, pero no puedo darte
más oportunidades.
Zael arañaba la arena. Le escuchaba ahogarse igual que había escuchado
morir a Kaleem, sin hacer nada para evitarlo.
—Vas a morir de todas formas —susurró Armal—. ¿De verdad no
quieres intentar hacer algo en tus últimos instantes?
Sierra apretó los dientes con tanta fuerza como la lanza. Los sonidos
ahogados del brujo eran más silbantes. Más apagados. Quería correr hacia
él y golpear a Jupnia hasta dejarla inconsciente. ¿Y de qué serviría? Armal
acabaría con ellos dos después, ni siquiera se había esforzado en ocultarlo.
Esperaba a los lobos, se dio cuenta. Esperaba a los lobos, pero iban a
llegar tarde. Aunque les hubieran llamado, había enemigos que los
superaban en número y que atacaban desde su propio bosque. Zael dejó de
revolverse. Aún trataba de respirar. La voz de Armal se arrastraba hacia ella
como la más venenosa de las serpientes.
—Última oportunidad.
Le liberó con un impulso. Armal se incorporó lo justo para apuntarla… y
se quedó quieto. En realidad, Sierra esperaba que le atravesase la frente con
la flecha tan pronto como tuviera oportunidad de hacerlo. Que se riese de
esa forma infantil mientras la mataba, pero el chico le dedicó una sonrisa
adorable.
—Diez, nueve…
Sierra se puso en pie con todo el cuerpo temblando. Jupnia estaba
demasiado ocupada clavando los dedos en el cuello de Zael para darse
cuenta de lo que pasaba a sus espaldas. El chico aún vivía, trataba de
liberarse con los últimos esfuerzos. Y qué cruel iba a ser ayudarle para
luego morir juntos.
—… ocho…
La cuenta atrás de Armal no era más que un susurro. Sierra alzó la lanza
y echó el peso de todo su cuerpo atrás para tener impulso. Ya no escuchaba
a Armal, su voz se había ahogado por el zumbido de su corazón. Los ojos
de Zael se fijaron en ella. Sus dientes le sabían a sangre. Sus dedos estaban
entumecidos de la fuerza con la que sujetaba la lanza.
El brujo abrió los labios, pero el alarido que les paralizó no vino de
ninguno de ellos. Era el mismo grito de antes, que vibraba dentro de sus
huesos. No podía ser humano.
Zael logró zafarse de las manos de la cazadora para aspirar una bocanada
silbante de aire. Sierra se lanzó contra ella antes de que volviera agarrarle.
Sintió el impacto en las muñecas, pero siguió adelante. La lanza le atravesó
la carne entre las costillas. Rasgó sus músculos, rozó sus huesos, y Sierra
siguió empujando con todas sus fuerzas. Hasta que la punta afilada salió por
el pecho de la capitana. Había tanta sangre que Sierra pensó que todas las
plantas de ese claro se volverían rojas para siempre. Eternamente
hambrientas y enrabietadas.
Y aún quedaba la suya por derramar.
Zael

H aydefender.
algo peor que morir solo, y es morir con alguien a quien querrías
Zael trataba de recuperar la respiración, de acumular la magia
para lanzarle a Armal una última llamarada. No le importaba que eso
pudiera reventarle por dentro, o pararle el corazón. Había sido el precio
acordado para mantener la vida, y estaba dispuesto a pagarlo.
«Aún más si es por ella».
Pero ni siquiera tenía fuerzas para levantarse. Alzar la cabeza hizo que
se quedase sin aire, que el mundo le diera vueltas y las náuseas le trepasen
por la garganta.
Las últimas brasas iluminaban el pelo de Sierra como si estuviera hecho
de llamas. Sus ojos titilaban y su rostro parecía más salvaje que nunca. Zael
quería gritar que corriera. Quería empujarla, protegerla, hacer cualquier
cosa útil, pero solo era capaz de escupir aire. Armal esbozó una sonrisa
traviesa, la de un niño que va a comerse la última manzana. Solo que no era
un niño, y lo que sujetaba en la mano era una ballesta que apuntaba al
corazón de Sierra.
—Ha sido un espectáculo digno de ver. Muchas gracias.
Y entonces disparó.
Zael quiso gritar. La expresión de Sierra se mantuvo fiera. El mundo
ardía y se detuvo. No se escuchó el zumbido del virote. Sierra no cayó, el
arma ni siquiera llegó a herirla. Algo incomprensible pasó, algo que ni ella
ni el brujo entendían, algo que no tenía que ver con su magia.
El rostro de Armal perdió la sonrisa. El chico se tambaleó y cayó de
espaldas. Y, como un monstruo hambriento, la noche abrió las fauces y lo
devoró de un solo trago. No se escuchó ningún grito, ningún rugido. Armal
desapareció sin un solo rastro.
Solo entonces Sierra se derrumbó sobre Zael y le dejó ver el miedo en su
mirada.
Néstor

F elosteníacaminos
derecho a estar furiosa con él. Una cosa era permitirle viajar por
de los muertos y otra, muy distinta, empujar a un humano
vivo, uno especialmente cruel y retorcido, y encerrarlo en ese camino tras el
que los espíritus de sus ancestros encontraban la calma. Podría decir que no
le había pedido permiso porque no tuvo tiempo de hacerlo, y era verdad,
pero le había bastado el instante en el que tomó la decisión para saber que
era una mala idea.
Atravesaba el bosque perseguido por la mismísima diosa a la que antes
veneraba. Fe tiraba de su mano, y una Brisa tan ligera como su nombre se
aferraba con fuerza a él. Pero al llegar a esos árboles, el olor a sangre le
bloqueó. En medio de ese mar de sombras rojas dos siluetas le miraban,
ligeramente confusas pero tranquilas. Sin embargo, las otras cuatro que
seguían vivas forcejeaban de forma tan violenta que, a su alrededor, la
sangre florecía y se agitaba. Estaba acostumbrado al olor de Sierra para
reconocerla incluso antes de llegar al claro, y también supo quién era la
figura que alzaba un brazo con gesto amenazador. Después de todo, no
podía olvidar fácilmente a quien le había amenazado en un tono tan dulce.
—¡Néstor! —gritó Fe, agarrando con fuerza su mano.
Escuchó el chasquido con que el engranaje de la ballesta se puso en
marcha y no pudo perder un instante para pensar. La niña estaba sujeta a él,
así que se aferró con más fuerza a la mano de Fe y estiró la otra para agarrar
del pelo al cazador.
Tiró de él con todas sus fuerzas. Sabía qué quería hacer, pero no cómo
hacerlo. Fue instintivo, y a lo mejor por eso funcionó. La flecha rompió un
aire más denso que aquel para el que estaba diseñada y no llegó muy lejos.
Armal tropezó hacia atrás y cayó en el espacio entre ambos mundos.
Solo escuchaba sus jadeos y los de Brisa en el silencio. El chico estaba
en tensión, pero tan quieto que Néstor no lograba adivinar si estaba aterrado
o furioso, si el sitio le fascinaba o si había perdido el sentido. Solo
inmovilidad y silencio.
—Este no es sitio para los vivos —susurró Fe con tono inquieto—. Y
mucho menos si son humanos.
—Yo… lo siento.
—Tengo que ocuparme.
—Lo siento, Fe, solo… Iba a matarla.
—Lo sé. Lo sé. No he olvidado la forma visceral que tenéis los vivos de
entender los sentimientos. —Podía parecer un reproche, pero Fe le dio un
apretón suave entre los dedos—. Tengo que ocuparme de esto, es muy
peligroso que se quede aquí. Ten cuidado, no hemos despistado demasiado
a Selene, pero Ferner está cerca. Ázanor le está guiando hacia vosotros.
—Él podrá acabar con ella, ¿verdad?
—Si tú no has visto el futuro, vidente, yo soy totalmente incapaz de
hacerlo. —Fe acarició el pelo de Brisa antes de ponerse de puntillas para
darle a él un beso en la sien. La piel le cosquilleó tanto que juraría que, allí
donde le había rozado, diminutas flores brillantes abrían sus raíces dentro
de su carne—. Espero que pasen largos años antes de que volvamos a
encontrarnos.
Le dio un empujón en los hombros. Uno de esos que no hacían que se
moviera en el sitio, solo de plano. Néstor apretó con fuerza a Brisa entre sus
brazos, tomando una bocanada de aire tan ligero que le daba la impresión
de que no llenaba sus pulmones.
—¿Néstor? Néstor, ¿qué…? ¡Brisa! ¿Qué hace aquí? ¿Qué estáis
haciendo aquí?
—¿Zael sigue vivo? —la interrumpió el vidente. No era justo, pero no
tenía tiempo para explicarle lo que ni siquiera él sabía si había
comprendido.
—Sí, gracias —respondió él con voz áspera y silbante—. ¿Y tú has
aprendido a aparecer de la nada?
—Es complicado, pero tenemos que… —Se quedó callado a mitad de la
frase. ¿Esconderse? ¿Correr sin saber hacia dónde? Tragó saliva, sujetando
la cabeza de Brisa con su mano—. Selene nos está siguiendo.
—¿Y has traído a mi hermana para que tenga más con lo que
entretenerse?
—No podemos quedarnos aquí —respondió, aunque podía entender su
furia estaba molesto con ella—. Vamos.
Abrió camino hacia la zona más frondosa, sin soltar a la pequeña. Sierra
cargó con Zael a pesar de la protesta de este. Pasó el brazo del brujo sobre
sus hombros y soportó gran parte de su peso sujetándole por la cintura.
Podía notar en cada paso y en cada gesto lo enfadada que estaba.
—Selene va detrás de tu hermana.
—¿Qué?
—Necesita que alguien se sacrifique por ella, algo así. No la he puesto
en peligro. Solo he ido a salvarla.
Siguieron avanzando a través de la maleza. Sus pasos eran pesados y
torpes. Néstor casi echó de menos caminar por el mundo de los espíritus.
—Ahora es cuando tú pides perdón —masculló Zael, cerca del oído de
Sierra.
—Lo sé —gruñó ella—. Es que no puedo pensar si no dejas de
tambalearte.
Néstor contuvo una pequeña sonrisa, a pesar de la tensión y el miedo. A
pesar del cansancio y la sensación de que hacía tiempo que habían dejado
de caminar por el borde de un precipicio y ya caían hacia el abismo.
—Néstor… —Sierra dejó la disculpa en el aire cuando una luz blanca y
fría iluminó los árboles dibujando fantasmas entre sus ramas. El aroma a
flores parecía manar de la tierra y paralizarles, haciendo que perdieran el
control de sus músculos y la urgencia por moverse.
—Pocos mortales pueden contar que han podido burlar a un dios, Néstor.
—La voz de Selene era dulce y terrible. Al vidente le congelaba la sangre y
se clavaba en su columna como espinas finas y profundas, capaces de
desgarrarle desde dentro—. Pero es un honor que tiene un precio muy caro.
El suelo se volvió liso y duro, con algo parecido a una escarcha metálica
que afilaba la hierba y hacía imposible mover las ramas de los arbustos para
seguir avanzando. Los pasos de Selene eran firmes y lentos. Implacables.
Hacían crujir el suelo y enfriaban el aire. Néstor intentó abrirse paso
desesperadamente entre los huecos irregulares que dejaban las ramas. Sierra
soltó a Zael para golpearlas. Brisa sollozó contra su pecho.
Y Selene se acercaba con una calma helada.
—Un ladrón de magia, un error para mi estirpe, un embustero y la niña
que me has robado. No me extraña que hayáis acabado todos juntos. La
basura tiende a juntarse.
Néstor se escuchó balbucear algo antes de que Sierra se girase para
atacar a la diosa Luna. Se movió con la rapidez de una guerrera y la fiereza
del lobo que le habían arrancado. No importaba la pierna rota, el brazo
quemado ni el cansancio de la batalla. Sierra era tan grácil en la batalla
como las llamas que bailaban en los dedos del brujo.
La sangre de los dioses tiene olor a miel. Cayó, densa y luminosa, desde
el hombro de Selene. Sierra no se detuvo y volvió a atacar. Esta vez Selene
detuvo el golpe. Néstor escuchó jadear a la diosa y su voz sonó
extrañamente humana y sobrecogida al hablar.
—¿De dónde has sacado esta lanza?
Sierra se lanzó de nuevo hacia ella y esta vez Selene la derribó con un
gesto. Néstor solo veía borrones, pero el sonido del golpe bastó para
estremecerlo.
—¡Basta!
—¡¿Quién te dio esta lanza?! —bramó con la voz de las tormentas.
La risa de Sierra sonaba a sangre y a muerte. Zael trató de interceptar
otro golpe y la escuchó gritar un instante después de que sus huesos de la
chica crujieran al quebrarse.
—¿Destra también me ha traicionado? —La dulzura de la voz de Selene
no ocultaba la ira que la quebraba con una vibración cercana a la histeria—.
Igual que Fe, ¿verdad, vidente? No soy estúpida. No me hace falta verla
para saber a quién dejé que vigilara las puertas de los muertos.
—Tú nos has dejado morir. —Sierra tenía una voz rasgada y hablaba
casi sin aire. Néstor juraría que era la rabia la que la ataba a la vida.
—No habéis estado a la altura. Es lo que merecéis.
—¿Yo también, mi reina?
Néstor tuvo que contenerse para no correr al encuentro de Ferner. El
primero de los guerreros había llegado sin hacer un solo ruido, pero ya no
ocultaba el sonido de sus pasos. Selene se transformó en otra cuando se giró
hacia él.
—Tú no, mi amor. Tú eres ahora el único en el que confío.
—Extrañas palabras para alguien a quien debo enfrentarme.
—No vas a tener que hacerlo. —La diosa corrió sin miedo a los brazos
del licántropo—. Te dije que lo arreglaría y he encontrado la forma.
—¿Cómo? —Ferner hablaba con un murmullo grave y profundo. El
guerrero permanecía estoico mientras Selene se movía a su alrededor entre
palabras dulces y caricias.
—Voy a renunciar por ti a la luna. Estoy dispuesto a sacrificarla para
quedarme contigo. No tendrás que hacerme daño.
—Me quieres obligar a matar a un inocente.
—Todo el mundo muere, solo los elegidos escapamos de Zeit y de
Muerte. ¿No quieres pasar una eternidad a mi lado?
—¿Después de manchar mis manos de sangre para cumplir la promesa
que olvidaste? —Ferner se inclinó más hacia ella. Sus palabras se le
escapaban entre los dientes como la sangre de una herida abierta—. ¿Y
esperar a que vuelvas a recuperar tu lugar en el firmamento cuando mi
linaje haya muerto?
—Solo tú mereces estar conmigo. ¿No me quieres, amor?
Néstor susurraba de forma tranquilizadora en el oído de Brisa. Ferner
estaba tan quieto como la misma montaña bajo la que había dormido
durante cientos de años. Cuando se movió, la tierra entera se sacudió con el
golpe. Selene soltó un grito ahogado y el olor a miel se hizo más intenso. La
sorpresa se convirtió en una ira afilada y cortante. Lo que una vez fueron
caricias se convirtió en una danza brutal de rabia y sangre, demasiado
rápida para que Néstor pudiera seguir los movimientos.
El vidente se lanzó al suelo para proteger con su cuerpo el de Brisa.
Escuchó a Ferner rugir, un alarido que bien podía ser de victoria o de dolor.
Sus sentidos se saturaron de los gritos de la batalla, del estruendo de los
golpes y del olor a miel y sangre. Gateó tanteando el suelo hasta que sus
dedos se enredaron con los rizos de Sierra. Una mano se aferró a su muñeca
con un movimiento rápido; si no gritó fue porque el propio susto se lo
impidió. Sierra siseó con un aliento de óxido.
—Saca a Brisa de aquí.
—No puedo irme.
—Hazlo como lo has hecho antes, cuando has ¿aparecido?. —Conocía lo
bastante a la chica para interpretar como súplica lo que sonaba a orden.
—No puedo.
Ahogando una tos sangrante, Sierra tiró de la mano de Néstor para
ponerla sobre la lanza. El vidente sintió las vetas de la madera sagrada, que
parecían ajustarse a su mano como si desearan que la empuñara.
—Entonces ha sido un orgullo luchar a tu lado.
—No hemos muerto aún —replicó Néstor con el pulso pesado.
Sierra se rio, como si encontrara tierno el comentario. El vidente le
acarició el pelo y los rasgos, con el corazón encogido cuando se le
humedecían las yemas de los dedos. Con delicadeza, tumbó a Brisa a su
lado.
—Cuida de tu hermana —dijo, sin dejar claro a cuál de las dos hablaba.
No podía luchar solo. Lo sabía, mientras se ponía en pie y preparaba la
lanza. Pero no estaba solo. Los videntes nunca lo estaban.
Inspiró hondo. Empujó fuera de su mente todo pensamiento, centrándose
tan solo en la textura de la lanza sobre su mano y en el movimiento de su
cuerpo. Ferner y Selene se enfrentaban a muerte en un baile tan frenético
que no podía saber quién era quién la mayor parte del tiempo. Y no
importaba.
—Ázanor —susurró.
Sintió el aliento de su ancestro, y su mano sobre la suya. Solo tenía que
seguir el movimiento para preparar la lanza. Espiró despacio. Tenía el rostro
tranquilo y un terremoto mal contenido entre los pulmones que amenazaba
con demolerlo por completo desde dentro.
—Confío en ti —susurró Néstor, para tratar de olvidarse del miedo.
—Soy tu guía, pero tú serás quien lance —respondió la voz tranquila y
oscura del ancestro—. Y ninguno de los dos somos infalibles.
—Ni siquiera los dioses lo son.
Inspiró una última vez, esperando que Ázanor le indicase el momento.
Escuchó a Brisa llorar y se preguntó si Sierra estaría muerta. El aullido de
Ferner le hizo estremecerse y quiso lanzar a ciegas. Tuvo que aferrarse a la
presencia intangible de Ázanor que esperaba con la quietud de los muertos.
Otro alarido inhumano. Otro golpe que le sacudía el corazón desde
dentro del pecho. Otra vez el llover de la sangre, divina y humana, que se
derramaba sobre una tierra hambrienta.
—¡Ahora!
Siguió el movimiento de Ázanor a la vez que su orden. Soltó la lanza
cuando los dedos del ancestro se alejaron de los suyos. La escuchó sisear,
romper el aire y clavarse en la carne tierna. Jadeó con el pulso enloquecido
y el cuerpo ardiendo. El silencio fue peor que cualquier grito, y cuando un
cuerpo cayó lo hizo con la quietud de un árbol de raíces muertas que se
derrumba con un soplo de viento.
Escuchó el aullido de Ferner, con tanta agonía que a Néstor las rodillas
le fallaron y se derrumbó sobre ellas al suelo. Las dos siluetas eran borrosas
y él ya había vivido ese momento.
Ferner mecía el cuerpo de Selene. Tenía el rostro hundido contra su
pecho y las manos de Selene se aferraban a su pelo. La diosa, malherida,
aún respiraba, y tiró de él.
—Les eliges a ellos antes que el corazón de tu diosa.
—No me queda más remedio que amarte siempre, aunque eres tú la que
nos has hecho esto —respondió con voz ronca.
Selene alzó el rostro para darle un último beso. Para morder sus labios
hasta dejarle marca. Para entregarle el último aliento.
—Sea —alcanzó a decir con una voz fría.
Néstor se giró cuando Ferner alzó el hacha.
Y la sangre dorada se convirtió en el espejo de la luna que volvió al
cielo.
Sierra

B risa era un peso cálido sobre su pecho y una respiración en su hombro.


Se preguntó si sabía que la abrazaba o si se sentía sola y abandonada de
nuevo. Apoyó los labios en su frente y su promesa se resquebrajó al tacto de
su cabello.
—Lo siento mucho, Brisa. Siento haber sido la peor de las hermanas. No
he sabido quererte, y lo he hecho tarde, pero te quiero. Te quiero.
Se mordió con fuerza el labio inferior para no romperse en llanto. Su
hermana se estremecía con los sonidos de la pelea, un bulto pequeño y
aterrorizado que temblaba en su costado sin que ella pudiera hacer nada por
calmarla.
Escuchó un jadeo a su lado. Zael se arrastraba hasta ponerse a su
alcance. Quiso reír, pero se atragantó con su propia sangre. Se habían
atrevido a soñar con la victoria y ahora se retorcían en el barro.
—No deberías haber intentado parar ese golpe.
—Se me da bien hacer todo lo que no debería —murmuró él tomando
aire pesadamente.
—Pero ahora no vamos a poder ayudar a tu madre —dijo Sierra,
masticando las palabras con amargura.
—No te pienso perdonar por eso. —El brujo tenía la voz tan rota que no
sabía si bromeaba o la maldecía. Estiró el brazo hacia ella y sus dedos se
rozaron. Entre el barro y la muerte encontraron una forma de entrelazarse
como si fuera un gesto familiar que habían compartido muchas veces—.
Pero he sido libre. Ha estado bien.
—¿Lo que tenías que dar era tu vida?
—Lo que dijo fue que tenía que entregar el corazón. Supongo que se
refería a esto. Si no, cuando llegue, ya llevaré mucho muerto. —Sierra
podía ver su sonrisa, aunque tuviera la mirada perdida en un cielo negro. El
pulgar de Zael acarició el dorso de su mano, con la piel cálida y el fuego
vibrando bajo sus venas.
—Siento haberte arrastrado a esto.
—No he querido resistirme.
Sierra le estrechó los dedos, cada vez más fríos y quietos. El ruido de la
batalla que tenía lugar a unos metros de ella se acalló. Trató de girarse para
ver qué ocurría. Néstor estaba de rodillas y Ferner alzaba el hacha. Había
tanta sangre que no distinguía bien sus cuerpos, pero sí la voz:
—Sea.
El hacha cayó, cortando el viento. El pecho de la diosa dio un chasquido
al abrirse en dos. Una luz la deslumbró y sintió una presión en los huesos
que la hizo incapaz de moverse. Echó la cabeza atrás, con la vista clavada
en un cielo que ya no estaba negro.
El cuerpo de Selene hizo un ruido seco al caer. La luna estaba en el
cielo, iluminando el bosque con el rojo más sangriento. Sierra la miró
fascinada, sin poder coger aire de nuevo.
De cada rincón del bosque se escucharon aullidos feroces, salvajes,
delirantes. Y el de Ferner se alzó sobre la voz del resto, desgarrado y roto.
El guerrero había ganado su última guerra.
Habían ganado.
Se apoyó en un codo para incorporarse. La cabeza le dio vueltas y tuvo
que escupir sangre al suelo. Habían ganado, habían recuperado la luna,
aunque Brisa siguiera temblando a su lado, aunque Néstor estuviera blanco
como un fantasma. ¡Lo habían hecho! La euforia y la pérdida de sangre
hacían que la cabeza le diera vueltas al intentar incorporarse. Todas sus
costillas rotas le clavaban los dientes en la carne, pero lo intentó de todas
formas.
—¡Lo has conseguido! ¡Lo has hecho, Néstor! ¿Puedes transformarte?
Le vio agazaparse más y temblar. Le vio derrotarse y sacudir la cabeza.
—No. No podemos.
—¡Pero la luna está en el cielo!
—La luna no tiene dios, ni magia, ni vida —dijo Ferner con voz lúgubre
—. Un nuevo dios se alzará en su lugar, pero hace falta tiempo.
—No tenemos tiempo —masculló Sierra furiosa. Trató de apartar la
mano de Zael para incorporarse y solo entonces se dio cuenta de lo rígida
que estaba. Intentó tragar saliva, pero notaba la boca tan seca como si toda
la sangre se le hubiera coagulado—. ¿Zael?
Se derrumbó a su lado. Zael tenía los ojos abiertos y la sombra de su
sonrisa se había convertido en un gesto rígido. Sierra intentó llevar la mano
a su cara. El gesto fue tan torpe que se parecía más a una bofetada, pero el
brujo tampoco reaccionó. Su mejilla parecía cuero.
—¡¡¡Zael!!!
No supo de dónde había sacado las fuerzas para gritar, pero su voz sonó
lo bastante alto para llamar la atención de todos. Intentó empujarle por los
hombros cuando alguien la sujetó con suavidad y firmeza. Sierra estaba
demasiado rota para retorcerse, pero lo hacía. Ferner la acunaba y se dio
cuenta como si solo él pudiera entenderla. Tenía sangre dorada salpicando
la cara y heridas abiertas por todo su cuerpo.
—Ha luchado con el corazón de uno de los nuestros.
—El corazón… —Sierra se removió en los brazos de Ferner—. Los
dioses le pidieron a Zael su corazón.
Néstor miró en su dirección con expresión extraña.
—La luna necesita un dios. Alguien que porte el corazón de Los Ocho.
—Eso es… —Ferner se puso rígido—. Zael es solo un humano.
—No todos los dioses nacieron inmortales, ¿verdad? Itari llegó a serlo.
—Alguien lo bastante poderoso para salvarle de la muerte le pidió el
corazón a cambio de su magia. La luna necesita un dios —insistió Sierra en
un murmullo febril.
—El corazón de Selene aún late en su pecho —dijo Néstor con esa voz
seria que a veces ponía sin darse cuenta.
Sierra echó la cabeza atrás para encontrar con la mirada los ojos del
guerrero. Se sentía pequeña en sus brazos, como cuando era una niña y su
padre la cogía en los suyos. La cabeza le daba vueltas y le costó esfuerzo
alzar la mano hasta apoyarla en su mejilla. Había lágrimas que llegaban
hasta su barba espesa y rubia. Se había partido el alma con el mismo golpe
con el que había matado al amor de su vida.
Sierra no sabía consolar, pero sabía de aguantar el dolor, de apretar los
dientes y seguir adelante. Sabía cómo era sentirse sola y fingir que no
importaba. Conocía el peso del duelo que se remueve en el pecho, que
devora la carne y abre una herida que a veces se entumece pero nunca se
cierra. Sierra podía entenderlo y Ferner lo supo con solo mirarla.
Asintió en silencio y la dejó con cuidado en el suelo. Sierra tosió y sus
labios se mancharon de sangre.
—Aguanta —susurró Néstor.
Aguantaría. Se aferraba a la vida con uñas y dientes, con una respiración
cansada y unos estremecimientos que la sacudían entera. Fue desagradable
el sonido que hizo Ferner al abrirle el pecho a la diosa muerta. Fue peor aún
el de la carne quieta de Zael, sus huesos que se quebraban y los resoplidos
de Ferner para arrancar el corazón del brujo y dejarlo en el suelo.
Sierra no debía mirar, pero lo hizo. El corazón de Selene era una piedra
blanca que palpitaba ¿al? ritmo de la luna. El pecho abierto de Zael hizo
que se le revolviese el estómago. Tenía la cara inexpresiva y la carne
abierta, de un rojo oscuro y vibrante, con partes blandas entre las que
sobresalía la caja de huesos de las costillas.
Una arcada le hizo girar la cabeza. Néstor estaba allí, a su lado, y le
acarició la frente para sujetarle el pelo.
—Va a funcionar, ¿verdad?
—Espero que lo haga.
—Néstor, me estoy muriendo. —Intentó soltar una carcajada, pero se
transformó en un sollozo—. Si no estás seguro, miénteme.
—No vas a morir. Tendrás que aguantar para verlo.
Pero el bosque estaba quieto y la luna solo era una herida sangrante en
mitad de la noche. Los lobos que antes habían enloquecido guardaban
silencio. Sierra exhaló el aliento y no fue capaz de coger aire de nuevo. Las
manos de Néstor parecieron lejanas. El llanto de Brisa se convirtió en el
susurro del viento. Dejó de sentir las piernas y el mundo entero se envolvió
en una niebla densa. Escuchó su nombre, pero la voz de Néstor venía de
muy lejos. El corazón se había convertido en un peso lento y doloroso y dio
una última sacudida que sintió como si un pez se retorciera dentro de su
pecho. Néstor le agarró con fuerza la cara, y apenas podía sentirlo.
—No me olvides —susurró.
Y en ese momento la oscuridad se rompió en una luz brillante y fría. La
tierra vibró y un alarido que no era humano, que sonaba a tormenta, sacudió
el mundo. La luna dejo de brillar en el cielo, o sería que el bosque entero se
bañaba en su resplandor y no podía sentirla. Podía ser la muerte ¿que? se
sentía como la vida, y Sierra no sabía si había alguna diferencia. Si Zael se
despertaba con un corazón de luna o si solo era su mente regalándole un
espejismo para consolarla en sus últimos momentos. Y decidió que no
quería saberlo.
No era una forma tan mala de irse, si eso era la muerte.
Y su cuerpo, su carne, sus venas, se iluminaron con un cosquilleo que le
hacía sentir capaz de alzar el vuelo.
Epílogo

S ierra tiene los dientes blancos, un brillo inhumano en los ojos y la piel
cubierta de polvo de estrellas. Las pecas se agrupan y dibujan sus
propias constelaciones y eso hace que me pregunte cuáles oculta. Parece un
espíritu luminoso y salvaje.
Entrelazo mis dedos con los suyos. Encajan tan bien que tengo la estúpida
idea de que estamos hechos para darnos la mano. Teníamos que encontrarnos,
teníamos que pasar por todo lo que hemos pasado. A lo mejor pensar en un
destino asusta menos que saber lo caprichoso que puede ser el azar. Sierra
ladea la cabeza mientras responde al gesto. Me gusta la calidez de su piel,
y el pulso que casi se convierte en una melodía, mi corazón haciendo eco de
la música que vibra en el suyo. Un sonido casi imperceptible, pero tan
fuerte como ella. Tan vivo como ella.
—¿Cómo ha sido volver? —le pregunto.
Estamos sentados en la hierba, lejos de su tribu, lejos de los hombres,
bajo un cielo negro sin estrellas. Solo se me permite bajar a la tierra las
noches sin luna, y solo porque aún me consideran más un humano con buena o
mala suerte que uno de Los Ocho. Y no me sorprende, porque es lo que siento
que soy.
—Raro. —Suelta mi mano para inclinarse hacia atrás, hasta apoyar los
codos en la hierba. No me mira a los ojos, lo hace muy poco, de forma fugaz
e intermitente. Incluso cuando era humana, solo humana, Sierra siempre ha
tenido mirada de lobo—. Me han reconocido, pero esos días… Hay un hueco en
sus recuerdos. Evitan hablar de ellos y creo que no pueden hacerlo. ¿Cómo es
ser un dios?
—Raro —imito su forma de pronunciarlo y tuerzo la sonrisa.
Supongo que sería normal sentirme sabio, poderoso, seguro de mí mismo, y
no el mismo que antes, con un corazón nuevo, sí, pero que sigue anclado a
una tierra a la que ya no pertenece. Creo que me hubiera vuelto loco de no
haber estado acostumbrado al pulso de la magia en mis venas. Lo que era un
latido se convirtió en una tormenta, hasta llenar mi corazón, mi sangre y
mis huesos.
Tenía el instinto suficiente para saber cómo usarlo, pero no el control.
Fue solo un milagro que no reventara el cuerpo de una Sierra moribunda al
deshacer lo que Selene había hecho con ella y devolverle su parte lupina. Y
creo que si no incendié el bosque entero con un ataque de pánico fue porque
Itari me arrastró con ella al firmamento, con la garganta llena de angustia
y un brazo estirado hacia la tierra de la que no quería alejarme.
—Creo que varios de los dioses me ven como un error. Zeit me ignora y
Elva me asusta. Rey me ha hecho memorizar las normas y hacer el juramento de
que no las incumpliría. Pero Itari y Dolm quieren ayudarme sinceramente.
Hay una parte de los dioses que no puede morir, pero ellos cambian. Creo
que es algo que Sal sabía y que a Elva le aterra. Pierden poder y se hacen
humanos. Una vez fueron titanes, que ya están lejos de la tierra y tan
aletargados que bien podrían haber dejado de existir. De ahí surgieron Los
Ocho en su inicio, pero han ido variando, dejando morir su esencia para
tomar la de los humanos. Supongo que tarde o temprano llegará la era de los
mortales y de los dioses solo quedarán leyendas.
—Sé que los dioses tienen forma humana. Que tienen ¿mortales? favoritos
y mortales a los que detestan. —Sierra cruza una mirada conmigo—. Pero es
extraño que seas tú. Que sea alguien tan normal.
—Vaya, gracias —bromeo llevándome una mano al pecho, con gesto ofendido.
Ella se ríe y se deja caer para golpearme con el hombro.
—Quiero decir… Me hubiera resultado menos raro que Sal eligiera a
Néstor. Ya era vidente. Pero tú, o yo…, somos más corrientes.
—Lo entiendo. Y sigo siendo corriente, solo que ahora tengo poderes que
no controlo y puedo provocar el fin del mundo si no me doy cuenta. —Sonrío
para no decir la otra verdad: que me siento terriblemente solo lejos de la
tierra, en presencia de Rey, que me trata como un recién nacido, y de Elva,
que siempre dice un poco más de lo que soy capaz de asumir. Al menos me
dejan bajar a la tierra las noches de luna nueva, siempre que no utilice mi
poder—. ¿Qué tal está Néstor? ¿Y tu hermana?
—Brisa ha crecido mucho en muy poco tiempo. Néstor es el mismo, solo que
más seguro de sí. Se ha convertido en ese tipo de persona que no tiene que
alzar la voz para que le escuchen cuando habla.
—¿Por qué no ha querido venir a verme?
—Dijo que tú y yo tendríamos cosas de las que hablar en las que él no
quería estar presente —responde frunciendo el ceño.
Puede que este cuerpo contenga el poder de un dios, pero cuando se gira
hacia mí el corazón me da un vuelco. Me pregunto si nota la forma en la que
se me acelera el pulso cuando clava, esta vez de forma directa, sus pupilas
en las mías. Si no lo hace, la luz blanca que vibra sin control, tratándose
de escapar de mi piel, me delata.
Si lo sabe, no le importa, porque se acerca aún más a mí. Con esa mirada
indescifrable y la mirada cobriza que tienen el brillo del fuego.
—¿Y no te dijo de qué hablaríamos? —Arqueo las cejas sin echarme atrás,
con la sonrisa torcida e inspirando con el mismo cuidado como si pudiera
prenderme fuego si me descuido.
—No. No hace falta.
—¿Y eso?
—Ya lo sé. —Encoge un hombro, desafiante—. No es la primera vez que un
dios se enamora de un mortal.
—¿Crees que hay algún mortal que de verdad pueda amar a un dios?
Sierra no contesta, solo sonríe. Una sonrisa afilada, de dientes pequeños
y labios sorprendentemente suaves cuando rozan los míos. Sus brazos me
rodean, sin miedo ni respeto, y no me hace falta abrir los ojos para saber
que las estrellas brillan más que nunca esta noche.
Agradecimientos

Quiero darte las gracias a ti, que te has adentrado en este libro y me has
dejado que te acompañe hasta el final. Gracias por llegar hasta aquí y
dejarme una novela entera en la que jugar con dos de mis elementos
favoritos de la fantasía: los licántropos y los dioses imperfectos. Puede que
se note mi fascinación por los dioses griegos, que se debe en gran parte a
los libros que mi madre me recomendaba de pequeña y a las tardes que mi
padre me llevaba a la biblioteca. Gracias a los dos por apoyarme como
lectora, como escritora y como soñadora.
También le quiero dar las gracias a mi hermano, que siempre me escucha
por pesada que sea, aunque siempre me proponga que meta una pelea ninja
al final que, de momento, no llega. (Tal vez a la próxima). Gracias por
ayudarme a desarrollar ideas y por dejarme robarte las tuyas.
Mi familia es un tesoro, y tengo tías siempre dispuestas a ayudarme,
primos que se alegran de todos mis pequeños éxitos, abuelos que presumen
de mí, y sentirme tan arropada me ayuda en los días malos y a pelear por
cada historia.
Esta historia tiene magia robada. La forma de crear mundos de Bruno
me cambió para siempre. Los juegos de rol definen mi forma de escribir, y
creo que esta es una de las historias en las que se ve más claramente. Así
que gracias por haber sido una persona tan importante en la vida, el mejor
máster que he conocido nunca y un gran amigo. Y siempre estaré
agradecida a mis compañeros, los que luchamos contra Los Olvidados.
Aunque el tiempo y la vida nos hallan alejado, yo no os olvido.
Gracias también a Irati por ayudarme con el principio de esta historia, y
por darme los primeros apuntes para hacer a Néstor. Y gracias, también, por
el apoyo que me das en cada historia.
También soy consciente de que no sería escritora sin todas las amigas
que he conocido en el camino. A las que salvamos al mundo, aunque fuera
de un apocalipsis que nosotras mismas provocamos. A las que me han
elegido y las que han dejado que la amistad fluya. A todas las que
comparten sus momentos buenos, malos, pletóricos y amargos. A las que
crecen conmigo.
Gracias a Tormenta por acogerme en la mejor agencia de literatura. Y
quiero dar las gracias en especial a mi editora, porque ha luchado por esta
historia más que nadie. Por la forma en la que se ha metido en ella,
adoptando personajes y ayudándome a iluminar las partes más oscuras. Por
creer en esta historia, aguantar a Sierra, proteger a Néstor y secuestrar a
Zael. Gracias por todo, Marta. Ahora son tan tuyos como míos.
Edición en formato digital: mayo de 2023

Diseño de cubierta y detalles interiores: Javier Araguz

© Del texto: Marina Tena Tena, 2023


Representada por Tormenta
www.tormentalibros.com
© De esta edición: Fandom Books (Grupo Anaya, S. A.), 2023
Calle Valentín Beato, 21
28037 Madrid
www.fandombooks.es

ISBN ebook: 978-84-18027-82-6

Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su transmisión, su descarga, su
descompilación, su tratamiento informático, su almacenamiento o introducción en cualquier sistema
de repositorio y recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico,
mecánico, conocido o por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright.
Contenido

Selene
I. El astro

Elva
II. El castigo

Zeit
III. El sacrificio

Dolm
IV. El guerrero

Itari
v. El brujo

Rey
VI. Los amantes

Sal
VII. La guerra

Muerte
VIII. La muerte

Zael
Epílogo

Agradecimientos
Créditos

También podría gustarte