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Carpeta Final - Agustin Ferro

El pescador

Cuando el sol asoma


y el mar aún duerme,
sale el hombre a buscar
comida para negociar.

Con un hábil movimiento


perfeccionado con los años,
se llenan sus redes
de cangrejos y peces.

Las olas, angustiadas,


lloran su pérdida
empujando con golpes secos
y desarmandose en siseos.

Lo que no sabe el barquero


es que el ponto lo marcó,
y cuando los cielos se cierren
y las aguas se encoleren1,
se irá al purgatorio
con un naufragio por velorio.

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Nota al profe: se que me pediste que lo cambie por “encolericen”, pero lo sostengo solo por las licencias que
me ofrece la poesía. Y por que queda mejor.

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Carpeta Final - Agustin Ferro

—Jaque. —dijo Eduardo I a su consejero—. Vas vos.


Al rey de Inglaterra le encantaba el juego, pero hoy se lo notaba impaciente. Enrique
demostraba estar a la altura del desafío. Apenas se sacaban ventaja.
—Te apuraste, ¿seguís ansioso? —movió el alfil y capturó la torre—.Ya vas a tener
noticias. Por ahora descansá y concentrate.
Las recientes sublevaciones galesas tenían la mente del monarca ocupada. Se culpaba
por no estar al frente de sus hombres dirigiéndolos en batalla: hace unas dos semanas, el
disparo de un arquero impactó en su hombro derecho y lo tiró de la montura. Sabe que
necesita descanso y tampoco puede delegar las obligaciones diplomáticas que el cargo
implica, o no mientras esté él. Ordenaba sus pensamientos en el mosaico: cinco mil unidades
de infantería, quinientos arqueros, dos mil unidades a caballo, diez catapultas…
—Sabés que siempre trato de resolver rápido, pero algo me dice que tomé una mala
decisión…
—Y bueno, algún día te va a tocar perder también.
—No hablo del juego, bobo. Además, si hay algo en lo que no me gusta perder es en
el ajedrez. Es un mal presagio en tiempos de guerra.
—¿Querés dejarlo para más tarde?
—No, esto es la mejor excusa para que no me rompan las bolas. Encima, sos el único
que me fuma cuando estoy así.
Eduardo usaba sus turnos más para resolver las inquietudes que lo perturbaban, que
para organizar su jugada. Sin embargo, podía percibir cómo el estrés crecía. Sentía como su
gran corona de oro, acolchada en su interior, se transformaba en una de espinas; cada tarea a
resolver era una aguja incrustándose en sus pensamientos, drenando cada gota de razón.
—¿Cómo están nuestras finanzas? —movió un peón y se quitó la corona para
masajearse las sienes.
—Esta jodita galesa no nos va a dejar pobres, pero antes de gastar un penique más,
trataría de convencer a algún escocés a ver si te tira una soga. —Volvió a mover el alfil dos
casilleros para cuidar al rey—. Capaz no te dan bola, con el quilombo que tienen ellos
también…
En cuanto oyó la mención de los escoceses, Eduardo dirigió su mirada al norte, donde
se hallaba la ventana más amplia. Desde allí podía ver unos senderos que salían de su ciudad,
y conectaban con otros caminos de pueblos aledaños y el reino vecino de Escocia. Tuvo un
vaticinio en el que vió a su hijo en la encrucijada: la batalla no iba a durar para siempre,
aunque podía extenderse, y ya tenía planeado desposar a su hijo con la heredera al trono

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escocés Margaret. Pero si solicitaba cooperación anticipada al endeble y provisorio gobierno


de Escocia para lidiar con los rebeldes, pondría en duda la capacidad de Inglaterra para
resolver un conflicto menor. Por otra parte, desconfiaba de las capacidades de liderazgo de su
primogénito. Era hábil en la esgrima, pero tenía carácter irascible, lo que lo volvía poco
calculador. ¿Qué conflicto convenía heredarle?
Enrique pudo ver la preocupación en la cara de su amigo y agregó:
—Igual tranquilo, esperemos novedades antes de decidir. Mira que ellos se pueden
haber equivocado.
El rey, algo resignado, se acomodó en su sillón cuidadosamente y devolvió la atención
al tablero para observar con detenimiento, la ubicación de las piezas. Notó en la nueva
disposición del juego que el azar le había sonreído. La preocupación lentamente fue
abandonando su semblante y en su lugar emergió cierta determinación.
—Ojalá tengas razón. Jaque mate.
No terminó de apoyar la figura cuando las puertas de su recámara se abrieron de
golpe. Entró un soldado, agitado y con la armadura embarrada, se arrodilló y pidió permiso
para hablar.
—Diga.
—Señor, traigo noticias del campo de batalla—sacó del interior de su armadura un
pequeño pergamino—: Hemos sufrido un ataque sorpresa por parte de los galeses y con ello
un considerable número de bajas. Sin embargo, nuestros arqueros lograron replegarse a
tiempo, y lentamente fuimos retrocediendo para permitir que el enemigo avance y sea
alcanzado por nuestra balística. La batalla ha concluido. Gales es nuestra.

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Viajes en transporte público

Nota 1

No hay sensación más linda que volver a casa en un colectivo casi vacío, cosa rara
siendo las once y diez de la noche de un viernes de primavera. Cuando hay lugar, me gusta
sentarme al fondo, en el anteúltimo asiento, debajo de la fila de cinco, y que está de frente a
la puerta de descenso. Hoy me toca volver en el 24 y pasar por el barrio en el que crecí. No
tengo ganas de repetir las mismas diez canciones que vengo escuchando, así que me
entretengo mirando al resto de los pasajeros: una pareja de adolescentes sentados en los
asientos dobles, en diagonal hacia mí; ella con una remera negra estampada con un pokemón,
y él con una remera de Korn; compartían los auriculares y la pantalla de un celular para
seguir la letra. Atras mio, una madre y su hija durmiendo; la chiquita tenía puesto un
guardapolvo, y la madre llevaba su mochilita colgada en el hombro; se las veía incomodas en
los asientos, pero eso no parecía importarles, habrán tenido un día largo. Por último, un flaco
de unos veintisiete años, de pie frente a la puerta del medio, llamaba por teléfono y todavía
esperaba respuesta: vestía una campera Adidas, short de fútbol y unas zapatillas con un estilo
a las Converse que ya tenían su uso.
Cuando el colectivo dobla en Av. Patricios, decido hacer el resto del recorrido mirando hacia
afuera. La conversación ajena me contamina los pensamientos:
—¿Qué onda amigo? Me costó un huevo encontrar tu número ¡Feliz cumple!
Todavía me queda algún recuerdo de cuando las veredas estaban a un metro de altura
con respecto a la calle, todas desparejas, con escaleras, rampas, barandas; era el patio donde
jugábamos con los pibes.
—Le hablé a Joaco a ver si me pasaba tu número porque perdí el celu la semana
pasada y me contestó recién. ¿Vos qué onda?
A veces veo pasar autos del mismo modelo que el mio. Me alegra saber que no soy el
único boludo con un auto que tiene más de veinticinco años. Aunque cuando los veo en mejor
estado, me deprimo.
—¡Me alegro! Yo bien por suerte. ¿Mañana haces algo? Puede ir una juntada.
El olor del barrio no cambió, aunque sí lo hicieron algunas fachadas de los edificios
que mantenían lindo el lugar. Ahora todo parecía más cuadrado. El tiempo pasó y dejó
arrugas en las caras de los vecinos, a algunos los conocía y me devolvieron la mirada con
extrañeza desde los balcones.

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—Uh, bueno papá, sino otro día arreglamos. Te dejo tranqui que estoy en el bondi
¡Abrazo gigante!—tocó el timbre y se bajó en Parque Lezama.
Las cosas cambiaron acá en el barrio. A algunos capaz les gustará como quedó. Yo
solo extraño lo que alguna vez fué y no volverá a ser.

Nota 2

Eran las seis y cuarto de la tarde cuando me encontraba arriba del 126 y empezó a
llover. Los postes iluminaban la avenida 9 de Julio aunque quedaba luz natural. Cuando el
colectivero dobló en Humberto Primo, dejó subir a una señora que se encontraba un poco
ansiosa. Era flaca, apenas superaba mi estatura, y andaba desabrigada; la lluvia la había
agarrado desprevenida. No había nada raro en ella salvo su constante balbuceo, pero nadie le
prestaba mucha atención, así que decidí ignorarlo subiendo el volumen de mis auriculares al
máximo.
Habré aguantado dos minutos la curiosidad y pausé la canción para escuchar lo que
decía la mujer, solo para darme cuenta que no emitía ningún sonido. Empezó a deambular en
un pequeño espacio delimitado por dos pasajeros; estaban obnubilados mirando el teléfono, o
quizás habían decidido hacer caso omiso de la situación. Estaba por volver a mis asuntos
cuando de a poco empiezo a escuchar la voz de la señora, susurraba frases incomprensibles y
miraba de un lado al otro; yo empezaba a ponerme nervioso. Creo que la señora por fin notó
que no podía sacarle el ojo de encima, y en lo que fue su único momento de lucidez, se
acercó hasta el chofer y le pidió arrepentida que le abriera. Bajó por la puerta de adelante solo
dos paradas después de haber subido, y siguió con la mirada al colectivo mientras se alejaba.

Nota 3

Los agarres parecían sacudirse el polvo en el viejo coche de la línea B. Había


encontrado un lugar en los asientos forrados de bordó, en la esquina del vagón, y me puse los
auriculares para silenciar el ruido que hacía el subte cuando se desplazaba. La gente formaba
una masa heterogénea: un treintañero de camisa blanca y pantalones azul marino revisaba
unos papeles que había sacado de su morral de cuero; un grupo de púberes aglutinados en la
puerta, se habían subido en la estación que conecta con el Abasto, y se quejaron de un arcade
que no funcionaba; un señor bastante amargado que luchaba con la pantalla de su celular; una

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mujer leyendo El cuento de la criada; el resto de gente se me hacía indistinguible por la falta
de lentes.
En el ambiente se empezaba a formar un aura densa, pero no eran el calor ni la
humedad propios del subte, era más bien “energético”. De reojo, percibía algunas miradas
que se dirigían donde yo estaba, aunque cuando realizaba algún movimiento volvían
rápidamente a su posición; también noté cierto murmullo que se elevaba apenas por encima
del sonido del roce de las vías; al viejo del teléfono se le había deformado la cara por el
fastidio; la mujer con el libro y el flaco con los papeles habían dejado de leer con un gesto de
resignación. En este punto decidí reparar en la situación en la que me encontraba.
Nunca sincronicé los auriculares con mi celular y en el teléfono sonaba Break Stuff de
Limp Bizkit a tope.

Nota 4

Me tendría que haber tomado el subte que va para Juan Manuel de Rosas y tomé el
que va para Leandro Alem, así que viajé más tiempo, pero ese rato lo hice sentado. Es normal
estos errores cuando uno está recién mudado y tiene que dejar de ser un autómata. Compartí
el vagón con una pareja que por lo que escuché, estaban atravesando una situación inversa a
la mía: yo me había mudado porque encontré la oportunidad para hacerlo; a ellos les estaban
quitando la oportunidad de quedarse donde ya estaban. La chica, de pelo rubio oscuro y ojos
cafés, tendría unos treinta años. Por su camisa blanca y pantalón negro, diría que saldría del
trabajo. Insultaba a cierto sector del mercado inmobiliario y a “los ñoquis de mierda”; al
primero por vulnerar todos los derechos del inquilino e intentar ofrecerles un contrato
impagable; a los segundos por su displicencia en hacer cumplir la ley de alquileres. “Estamos
a merced de esta inmobiliaria de mierda” dijo ella con los ojos mojados y apoyando su cabeza
sobre el hombro de él, derrotada. Él rondaba la misma edad, y estaba vestido menos formal:
una remera Nike, un short de jean y zapatillas. Quizás la pasó a buscar por su trabajo y le
comentó el aprieto en el que estaban, pero esto ya es una conjetura.“Vamos a ver si
encontramos un depto con dueño directo. Capaz no sea tan lindo, pero con un tipo al menos
podemos arreglar, con estos mafiosos no”, respondió él no muy convencido, sabiendo que
una oportunidad así tendría que caerles del cielo en menos de un mes; suspiró profundamente
y se apoyó en el respaldo del asiento, repiqueteando los pies con ansiedad. Ella juntó un
poquito de templanza y empezó a buscar milagros en el celular.

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