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Eran los tiempos del marketing solidario, uno de los inventos más exitosos y perversos
de la penúltima versión del capitalismo. Si compras compresas de mi marca, inviertes
unos céntimos en la investigación del cáncer. Si compras leche de la mía, que sepas que
por cada 100 litros que venda, regalo uno a familias pobres. Compra mi champú y
colaborarás con la plantación de 500 árboles, y así sucesivamente hasta hoy mismo,
porque hoy mismo las grandes eléctricas hacen publicidad de sus contribuciones al
equilibrio ecológico. Y mientras todo eso pasaba, el Mediterráneo se convertía en un
cementerio, los campos de refugiados en cárceles de miseria, la crisis financiera arrasaba
con la ilusión del Estado de bienestar, y no le importaba a nadie.
Creo, porque quiero creer, que la experiencia de la pandemia ha corregido el foco de la
solidaridad, aumentando el tamaño de unas imágenes que se han colado en nuestra
propia casa porque estaban muy cerca, en el balcón de al lado, en la puerta de enfrente,
en la residencia de nuestros padres. Tal vez, el impulso de ayudar a los demás contra los
estragos de un enemigo invisible y universal, que no es culpa de nadie, que no se puede
ahuyentar llamando vagos a los parados, que no discrimina en su crueldad, no llegue
muy lejos, pero en las distancias cortas, frente a la soledad, frente al desamparo del
encierro doméstico, ha dado sentido a una palabra que ha dejado de sonar a hueco.
OPCIÓN B
Hago memoria reciente y me cuesta trabajo creer cómo celebré el confinamiento
domiciliario del que dentro de poco se cumplirá un año. En realidad, mi vida no va a
cambiar tanto, me dije, llevo toda la vida trabajando en casa, cuando escribo no me gusta
salir, me sobrará tiempo para ponerme al día con las lecturas atrasadas, con las series de
televisión que me he perdido, será un aislamiento provechoso… El caso es que lo fue.
Me puse tan al día de todo que he logrado que cada uno de esos hitos me provoque el
mismo cansancio. Sigo leyendo mucho, por supuesto. Sigo viendo series de televisión.
Unas me gustan más, otras menos, pero todas son pequeñas migajas de felicidad, de
entretenimiento al menos, que el destino arroja entre los barrotes de mi jaula, ese espacio
demasiado pequeño que recorro una y otra vez como una fiera sin solución, midiendo
la longitud de cada pared mientras resoplo de hastío. Seguro que muchos de ustedes me
entienden. Fatiga pandémica, lo llaman. Es un nombre feo y, por eso, muy apropiado
para esta clase de padecimientos.
Hago memoria de tiempos más lejanos y me cuesta trabajo identificarme con la mujer
que protagoniza mis recuerdos. Sé que viajaba mucho, que durante la promoción de un
libro podía llegar a tener dos, hasta tres viajes en una semana de agenda, pero me parece
mentira. Sé que no me gustaba viajar. ¿De verdad?, me pregunto, ¿de verdad me daba
tanta pereza coger un tren, un avión, dormir una noche en la habitación de un hotel?
Ahora mismo me encantaría hacer cualquiera de esas cosas, salir de mi ciudad, mirar
por una ventanilla, respirar aire húmedo y ajeno, aunque tuviera que volverme a casa
inmediatamente después.
Todo esto pasará, lo sé, todos lo sabemos. Pasará como ha pasado todo, la gripe española,
las guerras mundiales, la dictadura franquista, todas las catástrofes y tragedias que ha
soportado la humanidad. Pasará, y volveré a ver a mis hijos cuando ellos quieran,
volveré a quedar a cenar con mis amigos, volveré a la playa en invierno, y a tener una
agenda infernal, y la sensación de que me falta tiempo para todo. Lo sé, pero a veces me
cuesta mucho trabajo creérmelo, y sigo dando vueltas a mi jaula una, y otra, y otra vez,
mientras el ánimo se escapa por los barrotes. He aprendido que, en esos días, lo único
que consuela es quejarse. La verdad es que hoy no he conseguido encontrar otro tema
sobre el que escribir, aunque confío en que me perdonen el desahogo, porque la queja
compartida reconforta, y estoy segura de que no soy la única que siente lo que les he
contado hoy.