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Los conceptos políticos forman parte de nuestra conversación cotidiana: ensalzamos la

“democracia” y censuramos, aceptamos o rechazamos la “revolución”. Palabras emotivas


como “igualdad” o “dictadura” “élite” o aun “poder” pueden con frecuencia, por las propias
pasiones que suscitan, dificultar una adecuada comprensión del sentido en que las mismas han
sido o son usadas. Confucio consideraba la “rectificación de nombres” como la primera tarea
de gobierno. “Si los nombres no son correctos afirmaba aquél–, el lenguaje no estará de
acuerdo con la verdad de las cosas”, y esto, con el tiempo, conducirá a la desaparición de la
justicia, a la anarquía y a la guerra. Yo no me atrevería a llegar tan lejos en esta cuestión pero,
creo que estaríamos mejor sabiendo lo que con precisión queremos decir cuando utilizamos
un término político común.

Partiendo de esta premisa y, sin embargo, reconociendo, como en su día ya hiciera Bismarck,
que la política no es una ciencia exacta, es por lo que creo que un examen del concepto de
autoridad nos exigiría necesariamente profundizar en su parentesco y en su presunta relación
con el concepto de poder; teniendo en cuenta que con frecuencia ambos términos parecen
fundirse y confundirse tanto en la esfera del lenguaje común como en la del pensamiento.
“Hablamos de que una ley da “poder” a un ministro para hacer esto o aquello, cuando
queremos decir que le está dando autoridad. Del mismo modo, hablamos de actuar más allá
de “los poderes legales”, o de actuar ultra vires, cuando la palabra “autoridad” hubiese
expresado de un modo más claro lo que queremos decir”.

Esta imprecisión del lenguaje que, curiosamente, encontramos ya en el comienzo mismo de la


discusión teórica sobre la soberanía, en el siglo XVI, en la obra de Juan Bodino, llega hasta
nuestros días. De hecho, son todavía hoy muchos los autores para quienes el intento de
establecer una distinción rigurosa entre el poder y la autoridad está, en última instancia,
destinada al fracaso. Así, por ejemplo, B. Goodwin en los últimos tiempos ha precisado: “En
cualquier situación política normal y en todas las instituciones estatales, el poder y la autoridad
coexisten y se apoyan el uno al otro, y entre ambos condicionan la conducta de los
ciudadanos”.

Sin embargo, la postura contraria, la que apuesta por el binomio poder-autoridad, ha sido
también defendida por otros tantos filósofos, que mantienen que debe existir una clara
diferenciación entre ambos conceptos y no la conjunción y la mezcla que parece caracterizar la
relación entre ambas nociones en la vida política. Incluso encontramos casos de autores en
ciencias políticas y en sociología que exageran la diferenciación entre los conceptos de
autoridad y poder, llegando incluso a defender una verdadera confrontación. A mi modo de
ver, si este planteamiento no ha sido positivo para las ciencias sociales es porque a pesar de
que ha permitido incrementar la capacidad explicativa del concepto de autoridad, de algún
modo, ha empobrecido el concepto de poder al limitarlo a la mera coacción, pero en su peor
variante: la ilegítima.

Por otra parte, nos encontramos con que los juristas describen el poder como un concepto de
facto, que tiene que ver con hechos o acciones, mientras que la autoridad se presenta como
un concepto de iure, relacionado con el derecho.

Como todos sabemos, la interacción entre poder y autoridad, hecho y derecho, es un tema que
ha ocupado un lugar principal en la obra de todos los teóricos políticos clásicos. No hay más
que recordar a Maquiavelo, quien afirmaba en El Príncipe que el nuevo gobernante, quizá un
usurpador inhabilitado para reivindicar una base hereditaria o religiosa que le permita ocupar
su posición, debe convertirse, para sobrevivir, en un experto en el ejercicio del poder y en la
manipulación de las personas, utilizando tácticas oportunistas y una “economía de violencia”.
La autoridad, por consiguiente, no es esencial a corto plazo, –dirá maquiavelo– aunque el
príncipe intente obtenerla a largo plazo.

También el soberano de Hobbes en su obra Leviatán es designado para promover la


obediencia que se ha de prestar al pacto social. En la medida en que es un ente autorizado por
los contratantes originales, el soberano representa una autoridad situada por encima de ellos.
Si las generaciones que siguen a la original obedecen al soberano por razones de prudencia es
porque temen el retorno de la anarquía, de modo que, a partir de ese momento, puede
decirse que el soberano ejerce poder sobre ellos, en lugar de ejercer autoridad. Por ello, el
modelo de Hobbes tiene como consecuencia, posiblemente involuntario, la legitimación de
cualquier golpe que tenga éxito o cualquier poder de facto que se establezca a partir de este
golpe.

Por último, por referirme a tres casos paradigmáticos, en contraste con Hobbes, Locke situará
la autoridad en el pueblo como soberano supremo. La autoridad y el poder son delegados en
cantidades limitadas a un gobierno que permanece subordinado al pueblo soberano. Sin
embargo, los individuos están obligados a aceptar la autoridad y a obedecer las leyes de un
gobierno adecuadamente constituido; puesto que se trata de leyes a las que han prestado su
consentimiento.

Si reflexionamos un poco sobre todo esto creo que la cuestión que necesariamente exige ser
contestada es la siguiente: ¿puede considerarse la autoridad una forma de poder? o por
decirlo con palabras de Sennett, ¿es la autoridad la expresión emocional del poder? Ciertos
autores han tratado de contestar a esta pregunta simplemente diciendo que “considerar a la
autoridad como una forma de poder no es útil desde un punto de vista operativo”; sin
embargo, desde mi punto de vista, lo más adecuado sería responder, siguiendo a Oppenheim,
con un “depende”. ¿Por qué? Porque, a mi juicio, autoridad y poder no tienen porque siempre
coincidir.

Puede ser que un sujeto esté bajo la autoridad y la influencia de otro sujeto, y, por tanto, bajo
su poder; pero puede ocurrir también que esté bajo su autoridad y, sin embargo, no bajo su
poder. Lo entenderemos mejor con el siguiente ejemplo tomado de Oppenheim: El gobierno
de Atenas tenía autoridad sobre Sócrates, el prototipo de persona autónoma, quien de un
modo independiente había llegado a la convicción moral de que debía obedecer las leyes de
Atenas, aunque fuesen ilegales (es decir, que no debía escapar de su prisión aun cuando
estaba convencido de que su juicio era ilegal). De este modo, el gobierno de Atenas no tenía
influencia sobre Sócrates aunque sí poder para castigarle. Si, por otro lado, la creencia de
Sócrates de que debía obedecer fielmente las leyes del gobierno hubiese sido alentada por el
gobierno –por ejemplo, mediante persuasión racional o adoctrinamiento– Sócrates estaría
bajo la autoridad y la influencia del gobierno, y, por tanto, también bajo su poder.

En cualquier caso, y como acertadamente, ha puesto de manifiesto Labourdette, no parece


aceptable una diferenciación total o una fractura entre los conceptos de autoridad y de poder.
Pues con ello: “No sólo se mutila el alcance inclusivo del poder, sino que también su
parcelación exige, necesariamente, la constitución de un nuevo concepto capaz de abarcar
todos los ámbitos considerados. Y esto es así porque, al separar analíticamente en segmentos
los procesos de imposición, y deducir áreas específicas de acuerdo a ciertas características,
surge la impostergable necesidad de convocar a un concepto totalizador de ese proceso de
imposición global. A nuestro juicio –es decir, al de Labourdette– ese concepto es el de “poder”.
De acuerdo con la anterior, y teniendo siempre presente la estrecha relación, aunque no
identificación, pero tampoco oposición, que existe entre ambos conceptos, creo que,
siguiendo a Raphael, resultaría acertado sostener que tener autoridad para algo, es tener el
derecho de hacerlo. Aquí habrían de distinguirse dos sentidos del sustantivo “derecho”. Pues,
por un parte, cuando decimos que una persona tiene el derecho de hacer algo, podemos estar
queriendo decir que la acción que se propone llevar a cabo no está prohibida por ninguna ley o
norma moral, o que una determinada ley le permite cometer acciones de esa clase. Y según
este primer sentido del sustantivo “derecho”, un derecho sería una libertad, una licencia, una
autorización; en suma, un “derecho de acción”. Pero, por otra parte, podríamos también
querer hablar de tener un derecho refiriéndonos a un derecho a recibir algo, un derecho frente
a otro, quien tendría la obligación de darnos aquello a lo que tenemos derecho. Según este
segundo sentido, un derecho constituiría un título a algo que se nos debe; en suma, un
“derecho de recepción”.

Naturalmente, el derecho de recepción no implica que se haya de recibir algo material; puesto
que aquél puede consistir tanto en el derecho a no ser molestado, en la ausencia de
restricciones para hacer aquello que decidamos hacer, como en el derecho a recibir obediencia
de los demás. Según Raphael, la autoridad para dar órdenes supondría esta clase de derecho
de recepción. A veces, hablamos de estar autorizados (y no tan a menudo, utilizamos la
expresión: tener autoridad) para hacer algo, cuando estamos refiriéndonos a que tenemos un
derecho de acción, pero dando a entender, además, que tenemos también un derecho de
recepción, a que no se nos moleste. (...) Por consiguiente, la autoridad para dictar órdenes no
sería sólo un permiso o un derecho a hacer algo, como lo es el permiso (o la autorización) para
conducir un coche; sería también un derecho frente a aquellos a quienes se dirigen las
órdenes, para que hagan lo que se les ordena. Esto es, implicaría también un derecho a recibir
obediencia, al que corresponde la obligación por parte de los demás de concederla. También
para Oppenheim esto es así. Pues como él mismo determina: “Que el gobierno P tenga
autoridad sobre sus ciudadanos R respecto a determinadas actividades significa que los
últimos creen que el primero está autorizado a regular sus conductas dentro de los límites que
imponen esas actividades y que ellos tienen el deber de obedecer”.

Si recordamos para Weber el rasgo distintivo del dominio o autoridad era la sumisión, la cual
podía descansar en los más diversos motivos: desde la habituación inconsciente hasta lo que
son consideraciones puramente racionales con respecto a fines. Un determinado mínimo de
voluntad de obediencia, o sea de interés (externo o interno) en obedecer, sería, a su modo de
ver, esencial en toda relación de autoridad.

El concepto de poder se enfrenta así en su análisis con el de dominación cuando reitera que
este último consiste en la probabilidad de hallar obediencia a su mandato16 proponiendo
emplear el concepto de dominación en su sentido limitado, que se opone radicalmente al
poder, el cual se basa formalmente en el libre juego de los intereses. Sin lugar a dudas, la
categoría de obediencia está jugando un papel decisivo en la conceptualización del dominio.
Weber se detiene en el derecho de obediencia del mandante y en el deber de obediencia del
dominado. El rasgo que precisamente diferenciará a la autoridad o dominación del poder será,
a su juicio, la “legitimidad”. Y según la clase de legitimidad diferirá el tipo de obediencia, el
cuadro administrativo que la garantiza, y el carácter que adopta el ejercicio de la dominación.
Y, por lo tanto, también diferirán sus efectos. De ahí que, desde mi punto de vista, el célebre
análisis del poder de Max Weber constituya, en realidad, una explicación sociológica de la
autoridad.
Si recordamos, el autor alemán distinguía tres tipos ideales de autoridad o dominación
(Herrschaft) la legal-racional, la tradicional y la carismática.

1) La autoridad legal-racional constituye la forma explícita del derecho a dictar órdenes y a que
éstas sean obedecidas, en virtud de la ocupación de un cargo o posición dentro de un sistema
de normas deliberadamente estructuradas que establecen derechos y deberes.

2) La autoridad tradicional existe cuando una persona –un rey o un jefe tribal, por ejemplo–
ocupa una posición superior de mando, de acuerdo con una tradición de larga data, y es
obedecida porque todos aceptan el carácter sagrado de la tradición. Curiosamente, Luhmann
en su obra Poder (Macht) insistirá en este punto al señalar que la autoridad no necesita
justificarse inicialmente; puesto que, a su juicio, aquélla se basa en la tradición, aunque no, por
ello, aclara el autor, necesite invocar a ella.

3) La idea de autoridad carismática constituye una extensión del significado de la palabra


griega chárisma (el don de la gracia divina) que aparece en el Nuevo Testamento. Ahora bien,
tal y como Weber emplea el término, significa aquella autoridad basada en la posesión de
cualidades personales excepcionales que ocasionan que una persona sea aceptada como líder.
Puede tratarse de virtudes piadosas, que conceden a su poseedor una autoridad religiosa; o de
cualidades como el heroísmo, la capacidad intelectual o la elocuencia, que despiertan una
devoción leal en la guerra, en la política o en cualquier otra actividad. La autoridad carismática
respondería por parte de los dominados al reconocimiento del carácter extranormal del
elegido, de su “heroísmo”, de su “santidad” y “ejemplaridad”; y concordantemente con ello, al
reconocimiento de las “ordenaciones” emanadas de los elegidos.

Según B. Goodwin, esta última fuente o tipo de autoridad, a la que creo que equivocadamente
ella denomina “poder” carismático, preocupa a muchos teóricos políticos, especialmente,
después de la llegada al poder de Hitler; puesto que alude a un factor impredecible,
incontrolable, que puede amenazar o sobreponerse a la forma democrático–burocrática de
autoridad que caracteriza a la moderna sociedad occidental. Si bien constituye una negación
de la autoridad de base legal, la autoridad carismática se apoyaría, en esencia, en la
condescendencia de los discípulos a su líder, en la medida en que ellos, sin él, no son nada. A
diferencia de la autoridad impersonal que caracteriza a las instituciones, este tipo de autoridad
resulta ser enteramente personal y su pérdida significa la inmediata pérdida del poder
influyente sobre sus seguidores. Weber consideraba al carisma como algo efímero, aunque
también pensaba que podía convertirse en rutinario mientras se transformara “en una fuente
adecuada para la adquisicíon de poder soberano por los sucesores del héroe carismático”. De
hecho, Weber consideraba que el liderazgo democrático constituía una forma de autoridad
carismática disfrazada de una legitimidad basada en el consentimiento.

Algunos autores ponen de relieve que este tipo de autoridad difiere del primero y del segundo,
en tanto y cuanto consiste en la capacidad o el poder de imponer obediencia, mientras que los
otros dos modelos constituirían ejemplos de un derecho a mandar. De acuerdo con Raphael,26
creo que esta consideración empaña la diferenciación existente entre los distintos tipos de
autoridad. A mi modo de ver, no se puede olvidar que lo que Weber describe son diferentes
fuentes de autoridad y no diferentes sentidos o significados del término. En cada uno de los
tres tipos se considera que la persona que ejerce la autoridad tiene el derecho a dictar
órdenes, edictos o preceptos, así como el derecho a ser obedecida; pero este derecho surge de
bases diferentes. En el caso de la autoridad legal-racional, se deduce de un conjunto de
normas que definen explícitamente derechos y deberes. En el caso de la autoridad tradicional
sucede lo mismo, aunque aquí las normas no se “promulgan”, sino que surgen; es decir, no
han sido deliberadamente formuladas por considerarlas deseables o necesarias, sino que se
han desarrollado gradualmente a lo largo de un periodo de tiempo, en el cual una práctica
consuetudinaria se ha ido solidificado hasta convertirse en una regla normativa. En lo que
atañe a la autoridad carismática, el derecho proviene de la idea de que las especiales
cualidades del líder le hacen idóneo para dirigir a los demás, o constituyen una señal de que ha
sido autorizado por un ser sobrenatural acreditado con el derecho de dictar órdenes y de
delegar este derecho a sus vicarios en la Tierra. Una persona a la que se atribuye esta clase de
autoridad tiene el poder o la capacidad para exigir obediencia por el hecho exclusivo de que
sus seguidores piensan que tiene derecho a ello.

Cuando se ejercita efectivamente la autoridad, la persona que la detenta es capaz de que los
demás hagan lo que les exige. Pero, no podemos decir que su poder sea idéntico a su
autoridad, ni tampoco que sea la consecuencia de la mera posesión de autoridad, sino más
bien del reconocimiento de su autoridad por parte de aquellos a quienes ordena.

En el caso de la autoridad carismática, tal reconocimiento es una condición necesaria de la


existencia de poder, por lo que aquél que la posee también tiene poder. No obstante, ésto no
se cumple necesariamente en los casos de la autoridad legal–racional y tradicional. A veces, se
inviste a una persona con la autoridad de un cargo de acuerdo con normas formales o con la
tradición, pero por alguna razón (por ejemplo, una rebelión popular contra un rey o un
gobierno) su autoridad no es reconocida por la mayoría de aquellos a quienes se supone
sometidos a la misma. se tiene entonces autoridad sin poder.

Pero es que el poder puede existir también sin autoridad. Así, una persona que haga uso de un
poder coercitivo puede ser capaz de conseguir que otros hagan lo que ella desea, no porque se
le reconozca un derecho, y menos aún porque lo tenga realmente, sino porque temen las
consecuencias que puede acarrear la desobediencia. De este modo, el ladrón que esgrime una
pistola y espeta: “la bolsa o la vida”, obliga a su víctima a desprenderse del dinero porque la
mayoría de las personas no podrían aceptar jamás la alternativa que se les ofrece.
Efectivamente, la persona amenazada carece de elección posible y obedece porque no tiene
otra salida.

A la obediencia resultante del reconocimiento de la autoridad también se la califica de una


obligación debida, pero aquí la elección puede incluso llevarse a cabo con entusiasmo (como
en el caso de la autoridad carismática), y constituye una verdadera elección.

A modo de conclusión, creo que podría sostenerse que hablar de autoridad en términos de
obediencia y de legitimidad no es acertado; aunque, eso sí, pone de manifiesto el estrecho
vínculo existente entre la autoridad y el poder así como la consiguiente tendencia a confundir
ambos. A mi juicio, de acuerdo con García Pelayo, debería defenderse que la autoridad se da
“cuando se sigue a otro o el criterio de otro por el crédito que éste ofrece en virtud de poseer
en grado eminente y demostrado cualidades excepcionales de orden espiritual, moral o
intelectual”. La relación de autoridad transmite de un modo especialmente fuerte la idea de
que el destinatario reconoce en alguien ciertas cualidades en virtud de las cuales acepta como
razones para sus propias acciones las directrices emanadas de esa persona o institución, y
adecua su conducta a ellas porque emanan de ella, al margen del contenido de esas
directrices. Y si ello es así, creo que los juristas, y especialmente los filósofos del derecho,
podríamos afirmar con rotundidad que en el Derecho no se da afortunadamente una relación
de esa naturaleza. Pues, como ha precisado Laporta, y termino: “el derecho positivo de
cualquier comunidad está vigente en ella al margen de que sus operadores jurídicos o a sus
órganos institucionales les sea reconocida la autoridad en ese preciso sentido. Y la prueba de
ello es que en una sociedad democrática las decisiones jurídicas suelen ser cotidianamente
discutidas y criticadas, lo que es incompatible con la noción de autoridad en el sentido
mencionado”.

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