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Universidad Autónoma de Sinaloa

Dirección General de Escuelas Preparatorias

Cuaderno de actividades y Lecturas

Literatura I

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ÍNDICE
Criterios de evaluación_____________________________________ 5
Unidad 1________________________________________________7
Actividad 1______________________________________________7
La gallina degollada de Horacio Quiroga _______________________8
Pájaros en la boca de Samanta Schweblin_____________________17
Foro 1__________________________________________________27
Poemas de Merlina Acevedo*_______________________________29
Sennin de R. Akutagawa___________________________________30
El eclipse de Augusto Monterroso____________________________36
Nos han dado la tierra de Juan Rulfo_________________________38
Semana 3______________________________________________44
Actividad 2_____________________________________________44
Continuidad de los parques de Julio Cortázar__________________45
La noche boca arriba de Julio Cortázar_______________________47
Semana 4______________________________________________55
Actividad 3_____________________________________________55
No le digas que la quieres de Senel Paz______________________57
Unidad 2_______________________________________________66
Semana 5______________________________________________66
Actividad 4_____________________________________________66
Un señor viejo con alas muy enormes de Gabriel García Márquez__67
Mi loco afán extraviado de Francisco Petrarca__________________74
La gaviota de Anton Chejov________________________________75
Semana 6______________________________________________77
Actividad 5_____________________________________________77
La isla desconocida de José Saramago______________________78

2
El posible Baldi de Juan Carlos Onetti________________________92
Semana 7______________________________________________101
Actividad 6_____________________________________________101
El hombre de Juan Rulfo__________________________________103
El muerto de Jorge Luis Borges_____________________________112
Semana 8______________________________________________117
Foro 2_________________________________________________117
Talpa de Juan Rulfo______________________________________118
Emma Zunz de Jorge Luis Borges___________________________127
Unidad 3. El cuento____________________________________________132
Actividad 7___________________________________________________132

Tesis sobre el cuento. Ricardo Piglia__________________________134


Francisca y la muerte. Ornelio Jorge Cardoso___________________137
El retrato oval. Edgar Allan Poe______________________________141
Llovizna. Juan de la Cabada________________________________145
Actividad 8______________________________________________149
El huésped. Amparo Dávila_________________________________151
El hilo de la araña. Ryunosuke Akutagawa_____________________156

La intrusa. Jorge Luis Borges________________________________160


Los pocillos. Mario Benedetti________________________________164
La Pradera. Ray Bradbury__________________________________170
Actividad 9______________________________________________186
Historia de Abdula, el mendigo ciego (De Las mil y una noches).
Anónimo________________________________________________188
Decálogo del perfecto cuentista. Horacio Quiroga________________191
El estudiante. Anton Chejov_________________________________193
Sólo era una broma. Beatriz Espejo___________________________196
Actividad 10_______________________________________________201

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Unidad IV. La novela_______________________________________202
Actividad 11______________________________________________202
Actividad 12______________________________________________203
Actividad 13______________________________________________205
Actividad 14______________________________________________206
Producto integrador________________________________________208

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Tabla de ponderación de la evaluación global del curso de Literatura I
Evaluación/calificación

Aspecto a Evidencia Instrumento Ponderación Ponderación


evaluar global

Unidad I
Actividades Trabajo Guía de 10%
del cuadernillo colaborativo observación
HSE lección 4.
Foro 1 Participación Listas de 15%
reglamentada cotejo
Actividad 1 Comentario Lista de 25% 20%
escrito cotejo
Actividad 2 Texto Lista de 25%
interpretativo cotejo
Actividad 3 Desarrollo de Lista de 25%
preguntas, cotejo
conceptos,
ejemplos.
Unidad II

Foro 2 Participación Lista de 25%


reglamentada cotejo

Actividad 4 Comentario de Lista de 25%


lectura sobre cotejo
los géneros 20%
literarios
Actividad 5 Mini ensayo Lista de 25%
sobre un cotejo
personaje
literario
Actividad 6 Cometario de Lista de 25%
lectura sobre cotejo

5
el tiempo en
una narración
Unidad III

Foro 3 Participación Listas de 25%


reglamentada cotejo
Actividad 7 Análisis de Lista de 25 % 20%
un relato cotejo
Actividad 8 Esquema de Lista de 25 %
un cuento cotejo
Actividad 9 Escritura de Lista de 25 %
un cuento cotejo
Unidad IV

Foro 4 Participación Listas de 25%


reglamentada cotejo 20%

Actividad 10 Interpretación Lista de 25%


de un cotejo
elemento de
una novela
leída
Actividad 11 Reseña Lista de 25%
cotejo

Actividad 12 Ensayo breve Lista de 25%


cotejo

Producto integrador del curso


Evidencia Ensayo literario o Capítulo de novela
Instrumento de Lista de cotejo 20%
evaluación

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Unidad I. Elementos para armar un diálogo literario

Propósito: Identifica algunos elementos de una obra con el fin de mejorar su


capacidad interpretativa y enriquecer su experiencia como lector de literatura.

Semana 1. ¿Qué es la literatura?

Núcleos de conocimiento
Literatura
Poética

Actividad 1

Después de leer y visualizar tus recursos, a partir de las experiencias personales


como lector, los conceptos de literatura estudiados en clase y expuestos por tu
maestro, comenta tu impresión sobre los textos de Horacio Quiroga y Samantha
Shweblin, y explica por qué estos textos son literarios.

Elementos de la evidencia de trabajo:

--Uso del concepto de literatura al desarrollar el texto.

--Explicación de algunos elementos apreciados en los textos de Quiroga y


Shweblin.

--Comentario personal de la experiencia de lectura.

Extensión del trabajo: una cuartilla, letra Arial 12.

Es obligatorio que el trabajo lleve hoja de presentación en la que estén incluidos el


nombre de la institución, de la escuela, la asignatura, la fecha, los datos del maestro
y del alumno.

Fecha límite de entrega: 10 de septiembre

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La gallina degollada

Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del
matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y
volvían la cabeza con la boca abierta.

El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba
paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los
ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta.
La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se
animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad
ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.

Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía


eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces,
mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban
apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su
banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el
pantalón.

El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido
se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A
los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido
y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor
dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado

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ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor
mismo, sin esperanzas posibles de renovación?

Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta
que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche
convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El
médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando
las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero


la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado
profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de
su madre.

—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su


primogénito.

El padre, desolado, acompañó al médico afuera.

—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse
en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.

—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia,
que…?

—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo.


Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero
hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el


pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar,
sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven
maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo.


Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero

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a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día
siguiente el segundo hijo amanecía idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor
estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su
apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían
más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo
de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron
mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.

Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran


compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda
animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir,
cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra
todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta
inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores
brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba,
radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se
pudo obtener nada más.

Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados
tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo
tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en


razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había
tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la
desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó
afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico
de los corazones inferiores.

Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había
la insidia, la atmósfera se cargaba.

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—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las
manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.

Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.

—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus
hijos.

Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

—De nuestros hijos, ¿me parece?

—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expresó claramente:

—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No
faltaba más!… —murmuró.

—¿Qué no faltaba más?

—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería
decir.

Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.

—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.

—Como quieras; pero si quieres decir…

—¡Berta!

—¡Como quieras!

Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables


reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.

Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando
siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella

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toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo
y la mala crianza.

Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita
olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz
que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale
lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de
su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su
descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no
quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer
disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre
se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo
a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había
llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro
engendros que el otro habíale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible.
La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No
los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados
de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche,
resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle,
la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota,
tornó a reabrir la eterna llaga.

Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes
pasos de Mazzini.

—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?

—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.

Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!

—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!

—¡Qué! ¿Qué dijiste?…

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—¡Nada!

—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa
a tener un padre como el que has tenido tú!

Mazzini se puso pálido.

—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que
querías!

—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha
muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son
hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explotó a su vez.

—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale
al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu
pulmón picado, víbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló
instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había
desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se
han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva
cuanto infames fueran los agravios.

Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las


emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo
abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se
atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo,
ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la
sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta
había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne),

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creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con
los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…

—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.

Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno
perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque,
naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más
irritado era su humor con los monstruos.

—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su


banco.

Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio


a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un
momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había
traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los
ladrillos, más inertes que nunca.

De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de


cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco,
miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por
una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de
kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual
triunfó.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba


pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta
sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y
buscar apoyo con el pie para alzarse más.

Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija
en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación

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de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron
hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a
horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna.
Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.

—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse
del borde, pero sintióse arrancada y cayó.

—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello,
apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola
pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien
sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.

—Me parece que te llama—le dijo a Berta.

Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se
despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.

—¡Bertita!

Nadie respondió.

—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le
heló de horrible presentimiento.

—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la
cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada,
y lanzó un grito de horror.

Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del
padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini,
lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:

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—¡No entres! ¡No entres!

Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre
la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.

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Pájaros en la boca

Samanta Schweblin

El auto de Silvia estaba estacionado frente a la casa, con las balizas puestas. Me
quedé parado, pensando en si había alguna posibilidad real de no atender el timbre,
pero el partido se escuchaba en toda la casa, así que apagué el televisor y fui a
abrir.

–Silvia –dije.

–Hola –dijo ella, y entró sin que yo alcanzara a decir nada–. Tenemos que hablar,
Martín.

Señaló mi propio sillón y yo obedecí, porque a veces, cuando el pasado toca a la


puerta y me trata como hace cuatro años atrás, sigo siendo un imbécil.

–No va a gustarte. Es… es fuerte –miró su reloj–. Es sobre Sara.

–Siempre es sobre Sara –dije.

–Vas a decir que exagero, que soy una loca, todo ese asunto. Pero hoy no hay
tiempo. Te venís a casa ahora mismo, esto tenés que verlo con tus propios ojos.

–¿Qué pasa?

–Además, le dije a Sara que irías así que te espera.

Nos quedamos en silencio un momento. Pensé en cuál sería el próximo paso, hasta
que ella frunció el ceño, se levantó y fue hasta la puerta. Tomé mi abrigo y salí tras
ella.

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Por fuera la casa se veía como siempre, con el césped recién cortado y las azaleas
de Silvia colgando del balcón matrimonial. Cada uno bajó de su auto y entramos sin
hablar. Sara estaba sentada en el sillón. Aunque ya había terminado las clases por
ese año, llevaba puesto el jumper de la secundaria, que le quedaba como a esas
colegialas porno de las revistas. Estaba erguida, con las rodillas juntas y las manos
sobre las rodillas, concentrada en algún punto de la ventana o del jardín, como si
estuviera haciendo uno de esos ejercicios de yoga de la madre. Me di cuenta de
que aunque siempre había sido más bien pálida y flaca, se le veía rebosante de
salud. Sus piernas y sus brazos parecían más fuertes, como si hubiera estado
haciendo ejercicio durante unos cuantos meses. El pelo le brillaba y tenía un leve
rosado en los cachetes, como pintado pero real. Cuando me vio entrar sonrió y dijo:

–Hola, papá.

Mi nena era realmente una dulzura, pero dos palabras alcanzaban para entender
que algo estaba mal en esa chica, algo seguramente relacionado con la madre. A
veces pienso que quizá debí habérmela llevado conmigo, pero casi siempre pienso
que no. A unos metros del televisor, junto a la ventana, había una jaula. Era una
jaula para pájaros –de unos setenta, ochenta centímetros –; colgaba del techo,
vacía.

–¿Qué es eso?

–Una jaula –dijo Sara, y sonrió.

Silvia me hizo una seña para que la siguiera a la cocina. Fuimos hasta el ventanal
y ella se volvió para verificar que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el sillón,
mirando hacia la calle, como si nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz
baja.

–Martín. Mirá, vas a tener que tomarte esto con calma.

–Ya, Silvia, dejate de joder, ¿Qué pasa?

–La tengo sin comer desde ayer.

–¿Me estás cargando?

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–Para que lo veas con tus propios ojos.

–Ajá… ¿estás loca?

Me hizo una seña para que volviéramos al living y me señaló el sillón. Me senté
frente a Sara. Silvia salió de la casa y la vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje.

–¿Qué le pasa a tu madre? Sara levantó los hombros, dando a entender que no lo
sabía. Tenía el pelo negro y lacio, atado en una cola de caballo, y un flequillo prolijo
que le llegaba casi hasta los ojos.

Silvia volvió con una caja de zapatos. La traía derecha, con ambas manos, como si
se tratara de algo delicado. Fue hasta la jaula, la abrió, sacó de la caja un gorrión
muy pequeño, del tamaño de una pelota de golf, lo metió dentro de la jaula y la
cerró. Tiró la caja al piso y la hizo a un lado de una patada, junto a otras nueve o
diez cajas similares que se iban sumando bajo el escritorio. Entonces Sara se
levantó, su cola de caballo brilló a un lado y otro de su nuca, y fue hasta la jaula
dando un brinco, paso de por medio, como hacen las chicas que tienen cinco años
menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula
y sacó el pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella forcejeó un momento,
quizá porque el pájaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano.
Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no estaba. Tenía la boca, la nariz,
el mentón y las dos manos manchadas de sangre. Sonrió avergonzada, su boca
gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos me obligaron a levantarme de un
salto. Corrí hasta el baño, me encerré y vomité en el inodoro. Pensé que Silvia me
seguiría y se pondría a echar culpas y directivas desde el otro lado de la puerta,
pero no lo hizo. Me lavé la boca y la cara, y me quedé escuchando frente al espejo.
Bajaron algo pesado del piso de arriba. Abrieron y cerraron la puerta de entrada
algunas veces. Sara preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Cuando
Silvia contestó que sí su voz ya estaba lejos. Abrí la puerta cuidando de no hacer
ruido, y me asomé al pasillo. La puerta principal estaba abierta de par en par y Silvia
cargaba la jaula en el asiento trasero de mi coche. Di unos pasos, con la intención
de salir de la casa gritándoles unas cuantas cosas, pero Sara salió de la cocina
hacia la calle y me detuve en seco para que no me viera. Se dieron un abrazo. Silvia

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la besó y la metió en el asiento del acompañante. Esperé a que volviera y cerrara la
puerta.

–¿Qué mierda…?

–Te la llevás –fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y doblar las cajas vacías.

–¡Dios Santo, Silvia, tu hija come pájaros!

–No puedo más.

–¡Come pájaros! ¿La hiciste ver? ¿Qué mierda hace con los huesos?

Silvia se quedó mirándome, desconcertada.

–Supongo que los traga también. No sé si los pájaros… –dijo y se quedó pensando.

–No puedo llevármela.

–Si se queda me mato. Me mato yo y antes la mato a ella.

–¡Pero come pájaros!

Fue hasta el baño y se encerró. Miré hacia afuera, a través del ventanal. Sara me
saludó alegremente desde el auto. Traté de serenarme. Pensé en cosas que me
ayudaran a dar algunos pasos torpes hacia la puerta, rezando porque ese tiempo
alcanzara para volver a ser un ser humano común y corriente, un tipo pulcro y
organizado capaz de quedarse diez minutos de pie en el supermercado, frente a la
góndola de enlatados, corroborando que las arvejas que se está llevando son las
más adecuadas. Pensé en cosas como que si se sabe de personas que comen
personas entonces comer pájaros vivos no estaba tan mal. También que desde un
punto de vista naturista es más sano que la droga, y desde el social, más fácil de
ocultar que un embarazo a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche seguí
repitiendo come pájaros, come pájaros, come pájaros, y así.

Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el viaje y cuando llegamos bajó sola sus cosas.
Su jaula, su valija –que habían guardado en el baúl–, y cuatro cajas de zapatos
como la que Silvia había traído del garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta
y ahí esperé a que ella fuera y viniera con todo. Cuando entramos le señalé el cuarto

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de arriba. Después de que se instaló la hice bajar y sentarse frente a mí, en la mesa
del comedor. Preparé dos cafés pero Sara hizo a un lado su taza y dijo que no
tomaba infusiones.

–Comés pájaros, Sara –dije.

–Sí, papá.

Se mordió los labios, avergonzada, y dijo:

–Vos también.

–Comés pájaros vivos, Sara.

–Sí, papá.

Pensé en qué se sentiría tragar algo caliente y en movimiento, algo lleno de plumas
y patas en la boca, y me tapé con la mano, como hacía Silvia.

Pasaron tres días. Sara estaba casi todo el día en el living, erguida en el sillón con
las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y me
la pasaba todo el día consultando en internet infinitas combinaciones de las palabras
«pájaro», «crudo», «cura», «adopción», sabiendo que ella seguía sentada ahí,
mirando hacia el jardín durante horas. Cuando entraba a la casa, alrededor de las
siete, y la veía tal cual la había imaginado durante todo el día, se me erizaban los
pelos de la nuca y me daban ganas de salir y dejarla encerrada dentro con llave,
herméticamente encerrada, como esos insectos que se cazan de chico y se guardan
en frascos de vidrio hasta que el aire se acaba. ¿Podía hacerlo? Cuando era chico
vi en el circo a una mujer barbuda que se llevaba ratones a la boca. Los sostenía
así un rato, con la cola moviéndosele entre los labios cerrados, mientras caminaba
frente al público con los ojos bien abiertos. Ahora pensaba en esa mujer casi todas
las noches, revolcándome en la cama sin poder dormir, considerando la posibilidad
de internar a Sara en un centro psiquiátrico. Quizá podría visitarla una o dos veces

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por semana. Podríamos turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en que los
médicos sugieren cierto aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos
meses. Quizá era una buena opción para todos, pero no estaba seguro de que Sara
pudiera sobrevivir en un lugar así. O sí. En cualquier caso, su madre no lo permitiría.
O sí. No podía decidirme.

Al cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapatos que dejó junto a la
puerta de entrada, del lado de adentro. Ninguno de los dos dijo nada al respecto.
Preguntó por Sara y le señalé el cuarto de arriba. Cuando bajó le ofrecí café. Lo
tomamos en el living, en silencio. Estaba pálida y las manos le temblaban tanto que
hacía tintinear la vajilla cada vez que volvía a apoyar la taza sobre el plato. Los dos
sabíamos qué pensaba el otro. Yo podía decir «esto es culpa tuya, esto es lo que
lograste», y ella podía decir algo absurdo como «esto pasa porque nunca le
prestaste atención». Pero la verdad es que ya estábamos muy cansados.

–Yo me encargo de esto –dijo Silvia antes de salir, señalando las cajas de zapatos.
No dije nada, pero se lo agradecí profundamente.

En el supermercado la gente cargaba sus changos de cereales, dulces, verduras y


lácteos. Yo me limitaba a mis enlatados y hacía la cola en silencio. Iba al
supermercado dos o tres veces por semana. A veces, aunque no tuviera nada que
comprar, pasaba por él antes de volver a casa. Tomaba un chango y recorría las
góndolas pensando en qué es lo que podía estar olvidándome. A la noche
mirábamos juntos la televisión. Sara erguida, sentada en su esquina del sillón, yo
en la otra punta, espiándola cada tanto para ver si seguía la programación o ya
estaba otra vez con los ojos clavados en el jardín. Yo preparaba comida para dos y
la llevaba al living en dos bandejas. Dejaba la de Sara frente a ella, y ahí quedaba.
Ella esperaba a que yo empezara y entonces decía:

–Permiso, papá.

22
Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez
bajé el volumen del televisor y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y
corto. Unos segundos después las canillas del baño, y el agua corriendo. A veces
bajaba unos minutos después, perfectamente peinada y serena. Otras veces se
duchaba y bajaba directamente en pijama.

Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá sufría algún
principio de agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla
de salir un rato. Pero era inútil. Conservaba sin embargo una piel radiante de
energía y se le veía cada vez más hermosa, como si se pasara el día ejercitando
bajo el sol. Cada tanto, haciendo mis cosas, encontraba una pluma. En el piso junto
a la puerta, detrás de la lata de café, entre los cubiertos, todavía húmeda en la pileta
de la cocina. Las recogía, cuidando de que ella no me viera haciéndolo, y las tiraba
por el inodoro. A veces me quedaba mirando cómo se iban con el agua. A veces el
inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba, como un espejo otra vez, y yo
todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario volver al supermercado,
en si realmente se justificaba llenar los changos de tanta basura, pensando en Sara,
en qué es lo que habría en el jardín.

Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo
que no podía visitarnos. Me preguntó si me arreglaría sin ella y entonces entendí
que no poder visitarnos significaba que no podría traer más cajas. Le pregunté si
tenía fiebre, si estaba comiendo bien, si la había visto un médico, y cuando la tuve
lo suficientemente ocupada en sus respuestas dije que tenía que cortar y corté. El
teléfono volvió a sonar, pero no atendí. Miramos televisión. Cuando traje mi comida
Sara no se levantó para ir a su cuarto. Miró el jardín hasta que terminé de comer, y
sólo entonces volvió a la programación.

Al día siguiente, antes de volver a casa, pasé por el supermercado. Puse algunas
cosas en mi chango, lo de siempre. Paseé entre las góndolas como si hiciera un

23
reconocimiento del súper por primera vez. Me detuve en la sección de mascotas,
donde había comida para perros, gatos, conejos, pájaros y peces. Levanté algunos
alimentos para ver de qué eran. Leí con qué estaban hechos, las calorías que
aportaban y las medidas que se recomendaban para cada raza, peso y edad.
Después fui a la sección de jardinería, donde sólo había plantas con o sin flor,
macetas y tierra, así que volví otra vez a la sección mascotas y me quedé ahí
pensando en qué haría a continuación. La gente llenaba sus changos y se movía
esquivándome. Anunciaron en los altoparlantes la promoción de lácteos por el día
de la madre y pasaron un tema melódico sobre un tipo que estaba lleno de mujeres
pero extrañaba a su primer amor, hasta que finalmente empujé el chango y volví a
la sección de enlatados.

Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo, y la escuché en
el techo caminar nerviosa, acostarse, volver a levantarse. Me pregunté en qué
condiciones estaría el cuarto, no había subido desde que ella había llegado, quizá
el sitio era un verdadero desastre, un corral lleno de mugre y plumas.

La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de volver a casa, me detuve
a ver las jaulas de pájaros que colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno
se parecía al gorrión que había visto en la casa de Silvia. Eran de colores, y en
general un poco más grandes. Estuve ahí un rato, hasta que un vendedor se acercó
a preguntarme si estaba interesado en algún pájaro. Dije que no, que de ninguna
manera, que sólo estaba mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas, mirando hacia
la calle, después entendió que realmente no compraría nada, y regresó al
mostrador.

En casa Sara esperaba en el sillón, erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.

–Hola, Sara.

–Hola, papá.

Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no se le veía tan bien como en los días
anteriores. Sara dijo:

–Papi...
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Tragué lo que estaba masticando y bajé el volumen del televisor, dudando de que
realmente me hubiera hablado, pero ahí estaba, con las rodillas juntas y las manos
sobre las rodillas, mirándome.

–¿Qué? –dije.

–¿Me querés?

Hice un gesto con la mano, acompañado de un asentimiento. Todo en su conjunto


significaba que sí, que por supuesto. Era mi hija, ¿no? Y aún así, por las dudas,
pensando sobre todo en lo que mi ex mujer habría considerado «lo correcto», dije:

-Sí, mi amor. Claro.

Y entonces Sara sonrió, una vez más, y miró el jardín durante el resto de la
programación.

Volvimos a dormir mal, ella paseando de un lado al otro de la habitación, yo dando


vueltas en mi cama hasta que me quedé dormido. Al día siguiente llamé a Silvia.
Era sábado, pero no atendía el teléfono. Llamé más tarde, y cerca del mediodía
también. Dejé un mensaje, pero no contestó. Sara estuvo toda la mañana sentada
en el sillón, mirando hacia el jardín. Tenía el pelo un poco desarreglado y ya no se
sentaba tan erguida, parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo:

-Sí, papá.

-¿Por qué no salís un poco al jardín?

-No, papá.

Pensando en la conversación de la noche anterior se me ocurrió que podría


preguntarle si me quería, pero enseguida me pareció una estupidez. Volví a llamar
a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz baja, cuidando que Sara no me escuchara, dije
en el contestador:

–Es urgente, por favor.

Esperamos sentados cada uno en su sillón, con el televisor encendido. Unas horas
más tarde Sara dijo:

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–Permiso, papá.

Se encerró en su cuarto. Apagué el televisor y fui hasta el teléfono. Levanté el tubo


una vez más, escuché el tono y corté. Fui con el auto hasta la veterinaria, busqué
al vendedor y le dije que necesitaba un pájaro chico, el más chico que tuviera. El
vendedor abrió un catálogo de fotografías y dijo que los precios y la alimentación
variaban de una especie a la otra. Golpeé la mesada con la palma de la mano.
Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y el vendedor se quedó en silencio,
mirándome. Señalé un pájaro chico, oscuro, que se movía nervioso de un lado a
otro de su jaula. Me cobraron ciento veinte pesos y me lo entregaron en una caja
cuadrada de cartón verde, con pequeños orificios calados alrededor, una bolsa
gratis de alpiste que no acepté y un folleto del criadero con la foto del pájaro en el
frente.

Cuando volví Sara seguía encerrada. Por primera vez desde que ella estaba en
casa, subí y entré al cuarto. Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta.
Me miró, pero ninguno de los dos dijo nada. Se le veía tan pálida que parecía
enferma. El cuarto estaba limpio y ordenado, la puerta del baño entornada. Había
unas treinta cajas de zapatos sobre el escritorio, pero desarmadas de modo que no
ocuparan tanto espacio, y apiladas prolijamente unas sobre otras. La jaula colgaba
vacía cerca de la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el portarretrato que
se había llevado de la casa de su madre. El pájaro se movió y sus patas se
escucharon sobre el cartón, pero Sara permaneció inmóvil. Dejé la caja sobre el
escritorio, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me di cuenta de que no me
sentía bien. Me apoyé en la pared para descansar un momento. Miré el folleto del
criadero, que todavía llevaba en la mano. En el reverso había información acerca
del cuidado del pájaro y sus ciclos de procreación. Resaltaban la necesidad de la
especie de estar en pareja en los períodos cálidos y las cosas que podían hacerse
para que los años de cautiverio fueran lo más amenos posible. Escuché un chillido
breve, y después la canilla de la pileta del baño. Cuando el agua empezó a correr
me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar
las escaleras.

26
Semana 2. ¿Para qué sirve la literatura?

Núcleos de conocimiento
Literatura
Utilidad
Placer
Foro 1

Indicaciones

Lee tu libro de Literatura I (18-24). Posteriormente realiza la lectura de los cuentos


de Akutagawa, Monterroso y Rulfo, y los poemas de Merlina Acevedo.

Después de realizar la lectura participa en el Foro 1, respondiendo a las siguientes


preguntas:

¿Qué aprendizaje te dejan las lecturas anteriores?

¿Pará que nos sirve leer literatura?

Realiza por lo menos una réplica a alguno de tus compañeros.

Elementos de la participación en el foro 1:

--Ubicación de algunas funciones de la literatura.

--Explicación de algunos elementos presentes en los textos leídos.

--Desarrollo de su capacidad crítica al comentar los textos.

Extensión de la participación: Mínimo 130 palabras.

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Elementos de la réplica:

--Toda réplica estará sustentada en el respeto, en la invitación al debate por medio


de coincidencias o divergencias de opiniones, sobre todo a la hora de centrar el
discurso en la función que tiene la literatura.

Fecha límite de participación en el Foro I, incluidas las réplicas: 17 de septiembre

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Poemas

Merlina Acevedo*

Solos

Sola, apártalos,

úsalos, anulada luna

alada de soledad,

apartada de lo sedada,

de soledad, atrapada de lo sedada.

La anulada luna sola;

su sol atrapa a los solos.

Soñó tonos ocre,

caos, eso acercó.

Son otoños.

Ave única no lo soy;

Yo soy ave, una luna

emerge: la alegre,

me anula. Nueva yo

soy, yo sólo nací

nueva.

*Poemas tomados de la Revista Letras Libres, Palíndromos de Merlina Acevedo, 15 de agosto de


2019.

29
Sennin*

R. Akutagawa

Un hombre que quería emplearse como sirviente llegó una vez a la ciudad de
Osaka. No sé su verdadero nombre, lo conocían por el nombre de sirviente,
Gonsuké, pues él era, después de todo, un sirviente para cualquier trabajo.

Este hombre -que nosotros llamaremos Gonsuké- fue a una agencia de


COLOCACIONES PARA CUALQUIER TRABAJO, y dijo al empleado que estaba
fumando su larga pipa de bambú:

-Por favor, señor Empleado, yo desearía ser un sennin¹. ¿Tendría usted la gentileza
de buscar una familia que me enseñara el secreto de serlo, mientras trabajo como
sirviente?

El empleado, atónito, quedó sin habla durante un rato, por el ambicioso pedido de
su cliente.

-¿No me oyó usted, señor Empleado? -dijo Gonsuké-. Yo deseo ser un sennin1.
¿Quisiera usted buscar una familia que me tome de sirviente y me revele el secreto?

-Lamentamos desilusionarlo -musitó el empleado, volviendo a fumar su olvidada


pipa-, pero ni una sola vez en nuestra larga carrera comercial hemos tenido que
buscar un empleo para aspirantes al grado de sennin. Si usted fuera a otra agencia,
quizá…

Gonsuké se le acercó más, rozándolo con sus presuntuosas rodillas, de pantalón


azul, y empezó a argüir de esta manera:

-Ya, ya, señor, eso no es muy correcto. ¿Acaso no dice el cartel COLOCACIONES
PARA CUALQUIER TRABAJO? Puesto que promete cualquier trabajo, usted debe
conseguir cualquier trabajo que le pidamos. Usted está mintiendo intencionalmente,
si no lo cumple.

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Frente a un argumento tan razonable, el empleado no censuró el explosivo enojo:

-Puedo asegurarle, señor Forastero, que no hay ningún engaño. Todo es correcto -
se apresuró a alegar el empleado-, pero si usted insiste en su extraño pedido, le
rogaré que se dé otra vuelta por aquí mañana. Trataremos de conseguir lo que nos
pide.

Para desentenderse, el empleado hizo esa promesa y logró, momentáneamente por


lo menos, que Gonsuké se fuera. No es necesario decir, sin embargo, que no tenía
la posibilidad de conseguir una casa donde pudieran enseñar a un sirviente los
secretos para ser un sennin. De modo que al deshacerse del visitante, el empleado
acudió a la casa de un médico vecino.

Le contó la historia del extraño cliente y le preguntó ansiosamente:

-Doctor, ¿qué familia cree usted que podría hacer de este muchacho un sennin, con
rapidez?

Aparentemente, la pregunta desconcertó al doctor. Quedó pensando un rato, con


los brazos cruzados sobre el pecho, contemplando vagamente un gran pino del
jardín. Fue la mujer del doctor, una mujer muy astuta, conocida como la Vieja Zorra,
quien contestó por él al oír la historia del empleado.

-Nada más simple. Envíelo aquí. En un par de años lo haremos sennin.

-¿Lo hará usted realmente, señora? ¡Sería maravilloso! No sé cómo agradecerle su


amable oferta. Pero le confieso que me di cuenta desde el comienzo que algo
relaciona a un doctor con un sennin.

El empleado, que felizmente ignoraba los designios de la mujer, agradeció una y


otra vez, y se alejó con gran júbilo.

Nuestro doctor lo siguió con la vista; parecía muy contrariado; luego, volviéndose
hacia la mujer, le regañó malhumorado:

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-Tonta, ¿te has dado cuenta de la tontería que has hecho y dicho? ¿Qué harías si
el tipo empezara a quejarse algún día de que no le hemos enseñado ni una pizca
de tu bendita promesa después de tantos años?

La mujer, lejos de pedirle perdón, se volvió hacia él y graznó:

-Estúpido. Mejor no te metas. Un atolondrado tan estúpidamente tonto como tú,


apenas podría arañar lo suficiente en este mundo de te comeré o me comerás, para
mantener alma y cuerpo unidos.

Esta frase hizo callar a su marido.

A la mañana siguiente, como había sido acordado, el empleado llevó a su rústico


cliente a la casa del doctor. Como había sido criado en el campo, Gonsuké se
presentó aquel día ceremoniosamente vestido con haori y hakama, quizá en honor
de tan importante ocasión. Gonsuké aparentemente no se diferenciaba en manera
alguna del campesino corriente: fue una pequeña sorpresa para el doctor, que
esperaba ver algo inusitado en la apariencia del aspirante a sennin. El doctor lo miró
con curiosidad, como a un animal exótico traído de la lejana India, y luego dijo:

-Me dijeron que usted desea ser un sennin, y yo tengo mucha curiosidad por saber
quién le ha metido esa idea en la cabeza.

-Bien señor, no es mucho lo que puedo decirle -replicó Gonsuké-. Realmente fue
muy simple: cuando vine por primera vez a esta ciudad y miré el gran castillo, pensé
de esta manera: que hasta nuestro gran gobernante Taiko, que vive allá, debe morir
algún día; que usted puede vivir suntuosamente, pero aun así volverá al polvo como
el resto de nosotros. En resumidas cuentas, que toda nuestra vida es un sueño
pasajero… justamente lo que sentía en ese instante.

-Entonces -prontamente la Vieja Zorra se introdujo en la conversación-, ¿haría usted


cualquier cosa con tal de ser un sennin?

-Sí, señora, con tal de serlo.

-Muy bien. Entonces usted vivirá aquí y trabajará para nosotros durante veinte años
a partir de hoy y, al término del plazo, será el feliz poseedor del secreto.

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-¿Es verdad, señora? Le quedaré muy agradecido.

-Pero -añadió ella-, de aquí a veinte años usted no recibirá de nosotros ni un centavo
de sueldo. ¿De acuerdo?

-Sí, señora. Gracias, señora. Estoy de acuerdo en todo.

De esta manera empezaron a transcurrir los veinte años que pasó Gonsuké al
servicio del doctor. Gonsuké acarreaba agua del pozo, cortaba la leña, preparaba
las comidas y hacía todo el fregado y el barrido. Pero esto no era todo, tenía que
seguir al doctor en sus visitas, cargando en sus espaldas el gran botiquín. Ni
siquiera por todo este trabajo Gonsuké pidió un solo centavo. En verdad, en todo el
Japón, no se hubiera encontrado mejor sirviente por menos sueldo.

Pasaron por fin los veinte años y Gonsuké, vestido otra vez ceremoniosamente con
su almidonado haori como la primera vez que lo vieron, se presentó ante los dueños
de casa.

Les expresó su agradecimiento por todas las bondades recibidas durante los
pasados veinte años.

-Y ahora, señor -prosiguió Gonsuké-. ¿quisieran ustedes enseñarme hoy, como lo


prometieron hace veinte años, cómo se llega a ser sennin y alcanzar juventud eterna
e inmortalidad?

-Y ahora ¿qué hacemos? -suspiró el doctor al oír el pedido. Después de haberlo


hecho trabajar durante veinte largos años por nada, ¿cómo podría en nombre de la
humanidad decir ahora a su sirviente que nada sabía respecto al secreto de los
sennin? El doctor se desentendió diciendo que no era él sino su mujer quien sabía
los secretos.

-Usted tiene que pedirle a ella que se lo diga -concluyó el doctor y se alejó
torpemente.

La mujer, sin embargo, suave e imperturbable, dijo:

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-Muy bien, entonces se lo enseñaré yo, pero tenga en cuenta que usted debe hacer
lo que yo le diga, por difícil que le parezca. De otra manera, nunca podría ser un
sennin; y además, tendría que trabajar para nosotros otros veinte años, sin paga,
de lo contrario, créame, el Dios Todopoderoso lo destruirá en el acto.

-Muy bien, señora, haré cualquier cosa por difícil que sea -contestó Gonsuké.
Estaba muy contento y esperaba que ella hablara.

-Bueno -dijo ella-, entonces trepe a ese pino del jardín.

Desconociendo por completo los secretos, sus intenciones habían sido simplemente
imponerle cualquier tarea imposible de cumplir para asegurarse sus servicios gratis
por otros veinte años. Sin embargo, al oír la orden, Gonsuké empezó a trepar al
árbol, sin vacilación.

-Más alto -le gritaba ella-, más alto, hasta la cima.

De pie en el borde de la baranda, ella erguía el cuello para ver mejor a su sirviente
sobre el árbol; vio su haori flotando en lo alto, entre las ramas más altas de ese pino
tan alto.

-Ahora suelte la mano derecha.

Gonsuké se aferró al pino lo más que pudo con la mano izquierda y cautelosamente
dejó libre la derecha.

-Suelte también la mano izquierda.

-Ven, ven, mi buena mujer -dijo al fin su marido atisbando las alturas-. Tú sabes que
si el campesino suelta la rama, caerá al suelo. Allá abajo hay una gran piedra y, tan
seguro como yo soy doctor, será hombre muerto.

-En este momento no quiero ninguno de tus preciosos consejos. Déjame tranquila.
¡He! ¡Hombre! Suelte la mano izquierda. ¿Me oye?

En cuanto ella habló, Gonsuké levantó la vacilante mano izquierda. Con las dos
manos fuera de la rama ¿cómo podría mantenerse sobre el árbol? Después, cuando
el doctor y su mujer retomaron aliento, Gonsuké y su haori se divisaron

34
desprendidos de la rama, y luego… y luego… Pero ¿qué es eso? ¡Gonsuké se
detuvo! ¡se detuvo! en medio del aire, en vez de caer como un ladrillo, y allá arriba
quedó, en plena luz del mediodía, suspendido como una marioneta.

-Les estoy agradecido a los dos, desde lo más profundo de mi corazón. Ustedes me
han hecho un sennin -dijo Gonsuké desde lo alto.

Se le vio hacerles una respetuosa reverencia y luego comenzó a subir cada vez más
alto, dando suaves pasos en el cielo azul, hasta transformarse en un puntito y
desaparecer entre las nubes.

*Sennin es un ermitaño sagrado que vive en el corazón de una montaña, y que tiene poderes
mágicos como el de volar cuando quiere y disfrutar de una extrema longevidad.

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El eclipse

Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría
salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y
definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la
muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en
la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos
Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba
en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que


se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como
el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas.
Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura
universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se
esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel
conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus


ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto
desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre


vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol
eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin
prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y

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lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en
sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

37
Nos han dado la tierra

Juan Rulfo

Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una
semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.

Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría
después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada
de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran
los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente
como si fuera una esperanza.

Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.

Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro
de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el
sol y dice:

-Son como las cuatro de la tarde.

Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro.
Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie.
Entonces me digo: “Somos cuatro”. Hace rato, como a eso de las once, éramos
veintitantos, pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más
que este nudo que somos nosotros.

Faustino dice:

-Puede que llueva.

Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima
de nuestras cabezas. Y pensamos: “Puede que sí”.

No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de
hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero
aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el

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calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello.
Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar.

Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando
una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan
cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve.
Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda
prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras
azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la
desaparece en su sed.

¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?

Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora
volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que
llevamos andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras
cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el
llano, lo que se llama llover.

No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no
ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con
las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.

Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos
terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.

Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá
resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora
con “la 30” amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a
caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros
estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo
hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero también
nos quitaron los caballos junto con la carabina.

Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le
resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas
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lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten
la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros,
cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh?
Porque a nosotros nos dieron esta costra de tapetate para que la sembráramos.

Nos dijeron:

-Del pueblo para acá es de ustedes.

Nosotros preguntamos:

-¿El Llano?

– Sí, el llano. Todo el Llano Grande.

Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo
que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles
llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca
que se llama Llano.

Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con
nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:

-No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.

-Es que el llano, señor delegado…

-Son miles y miles de yuntas.

-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.

-¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto
allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.

– Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se
entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros
con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni
maíz ni nada nacerá.

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– Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que
atacar, no al Gobierno que les da la tierra.

– Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el


Centro. Todo es contra el Llano… No se puede contra lo que no se puede. Eso es
lo que hemos dicho… Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar
por donde íbamos…

Pero él no nos quiso oír.

Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos
semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de
aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera;
tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal endurecido, donde
nada se mueve y por donde uno camina como reculando.

Melitón dice:

-Esta es la tierra que nos han dado.

Faustino dice:

-¿Qué?

Yo no digo nada. Yo pienso: “Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el


calor el que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha
calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado,
Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los
remolinos.”

Melitón vuelve a decir:

-Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.

-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.

Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva
puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo
así como una gallina.

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Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos
dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:

-Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?

-Es la mía- dice él.

-No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?

-No la merqué, es la gallina de mi corral.

-Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?

-No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de
comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.

-Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.

Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:

-Estamos llegando al derrumbadero.

Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar
la barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas
y la zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras.

Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si
fuera un atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo.
Nos gusta. Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos
sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe
a tierra.

Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de
chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta.

Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento
que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.

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Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas.
Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás
de unos tepemezquites.

-¡Por aquí arriendo yo! -nos dice Esteban.

Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.

La tierra que nos han dado está allá arriba.

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Semana 3. La ficción

Núcleos de conocimiento

Realidad

Ficción

Fantástico

Verosimilitud

Actividad 2

Indicaciones

Lee los cuentos Continuidad de los parques y La noche boca arriba de Julio
Cortázar. Posteriormente realiza un texto en el que interpretes el uso que hace el
autor de los planos de la realidad, la ficción y lo fantástico.

Elementos de la evidencia de trabajo:

--Localización de los planos solicitados

--Lectura y comprensión de aspectos de la historia (lo que cuentan los relatos) de


los textos leídos.

Extensión del trabajo: una cuartilla, letra Arial 12.

Es obligatorio que el trabajo lleve hoja de presentación en la que estén incluidos el


nombre de la institución, de la escuela, la asignatura, la fecha, los datos del maestro
y del alumno.

Fecha límite de entrega: 24 de septiembre

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Continuidad de los parques

Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios
urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar
lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de
escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de
aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque
de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera
molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda
acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos.
Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas;
la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de
irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza
descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los c igarrillos
seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del
atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de
los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero
entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el
chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos,
pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una
pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal
se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo
anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo
estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del
amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura
de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas,
azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo

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minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para
que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la
puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda
opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez,
parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del
crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no
ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños
del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras
de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada.
En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La
puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto
respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo
una novela.

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La noche boca arriba

Julio Cortázar

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la
calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía
guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría
con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro,
y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina
saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le
chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes
vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el
verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias
villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos
bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se
dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal
vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la
mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya
era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose
a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue
como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban


sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y
cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho.
Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban
con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había
estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de
dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta
una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que

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rasguños en la piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la
máquina de costado…”; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así
va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la
penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda
donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los
efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo
casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o
dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala
suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no
parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima…” Los
dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte.
Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas
hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos
y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con
olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa
grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las
enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones
del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía


húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de
operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la
radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de
una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo
que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien
parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores.
Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las
marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en
cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía

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huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que
andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más
denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que solo ellos,
los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño
algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había
participado del juego. “Huele a guerra”, pensó, tocando instintivamente el puñal de
piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo
agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños
abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin
estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar
ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido
no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba
como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero
el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que
seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose
a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos.
Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el
sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que
más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto,


amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala.
Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última
visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y
poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían
darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo
iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer
de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros
enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un

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carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con
alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un
tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con
un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa.
Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las
cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez
ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin
embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un
trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a
poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado,
chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente
viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un
poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y
calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante
embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad,
aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto.
“La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de
hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le
azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la
oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca,
con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a
encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como
un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector.
Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y
la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al
mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la
espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La
guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si

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conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá
de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en
la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino
el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del
regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del
otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se


incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca.
El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi
sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces
y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga
lo atrapó desde atrás.

-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé


del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa.


Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector.
Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y
seguro, sin acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había
tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que
tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua
mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las
formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener
tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio
otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa
iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir
que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque
y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no
le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa
nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese
hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El

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choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo
negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con
el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con
todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le
preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a
tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada
la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas
pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse,


pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la
garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones;
lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las
muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y
húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó
torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora
estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como
filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían
traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un
quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su
cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en
sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los
peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca,
tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran
lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como
un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le
hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se
hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las
antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la
ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio.

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Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas.
Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el
bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que
lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando
vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían
agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un
metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de
antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la
escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca,
pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía
no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él
no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su
verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda
que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados.
En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida
contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los
pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada
vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba
aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia
lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a
esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la
modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó
un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un
vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas
fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a
acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se
enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos
no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro
lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían
era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza

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colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo
perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el
vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las
escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por
despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil
en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió
los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo
de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía
que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido
el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por
extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían
sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas.
En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también
alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a
él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

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Semana 4: Función poética

Núcleos de conocimiento

Comunicación literaria

Función poética

Función emotiva

Función metalingüística

Actividad 3

Indicaciones

Realiza la lectura de tu libro de Literatura I de la página 31 a la 36. Posteriormente


lee el cuento No le digas que la quieres de Senel Paz.

Después de realizar las lecturas de manera colaborativa desarrolla los siguientes


puntos.

1. ¿Por qué es importante conocer los factores y funciones de la


comunicación?

2. ¿Por qué consideras que la literatura es un proceso comunicativo?

3. Escribe en equipo un poema en el que se manifieste el uso de la función


poética.

4. Escribe ejemplos de la función emotiva y tres de la función fática según


Jakobnson.

5. ¿Qué impresión te causó el relato No le digas que la quieres?

6. ¿Qué opinas de la conducta de los personajes?

7. ¿En qué época está desarrollada la historia de este relato? ¿Cómo la


identificaste?

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8. Realiza un mapa conceptual de la primera unidad.

(Este trabajo se realizará entre un máximo de cinco integrantes)

Elementos del trabajo

--Claridad en la ubicación de los elementos propuestos en el esquema de


Jakobson.

--Un alto nivel de comprensión del relato No le digas que la quieres de Senel Paz.

--Recuperación organizada de los contenidos revisados en la primera unidad.

Extensión del trabajo: de 2 a 4 cuartillas, letra Arial 12

Fecha de entrega: 01 de octubre

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No le digas que la quieres

Senel Paz

Arnaldo entró a todo el mundo de que aquella noche yo me acostaría con una mujer.
Claro, no les dijo que era Vivian, pero vaya, alguien tuvo que imaginárselo porque
en esa escuela nadie es bobo. Entonces aquel día esperé a que todos se bañaran
y cuando no faltaba nadie y nadie me iba a apurar, entré y empecé a bañarme yo,
con toda mi calma. Me restregaba duro, bien duro, jabón una y otra vez, uña.
Pensaba que a lo mejor ella me olería aquí, allí, me tocaba, no sé, seguramente me
iba a tocar y quería estar bien limpio y oler bien y repasaba mentalmente los lugares
donde a mi vez la besaría, donde tenía que besarla, según Arnaldo, para que nunca
me olvidara, para que nunca olvidara esa primer vez con un hombre, conmigo, y
que cuando sea incluso una viejecita, al pensar en mi me tenga en un alto concepto.
Entonces Arnaldo me había explicado tres o cuatro cosas que hay que hacerles a
las mujeres, y sobre todo me explico que nunca. Por nada de la vida. Le dijera que
la quería, ni en el momento supremo, porque si una mujer sabe que tú la quieres,
mira, ahí mismo te perdiste, te coge la baja y te hace sufrir lo que le dé la gana. Pero
aquel día yo cantaba y todo. Me restregué las orejas, por aquí, por allá, me lavé la
cabeza con champú, tres ojos, me froté la espalda, me afeité de lo mejor, me cepille
los dientes y la lengua, ya te digo. Quedé que brillaba y tenía una contentura tan
grande que me sonreía cada vez que tropezaba conmigo en el espejo y me hacia
señitas como si fuera un Charles Chaplin o alguien así porque imagínate, sabía lo
que iba a pasar, y era la primera vez, y era con Vivian y, te lo juro, trataba de no
pensar en nada, no adelantarme a los acontecimientos y respetarla mucho con la
mente; pero, tú sabes cómo es la mente de uno, la mente mía, que a la mente mía
tú le dices no pienses esto porque esto es una falta de respeto y ella te dice: sí, sí,
yo no voy a pensar en eso. Mentiras, es lo que más piensa. Entonces figúrate, me
di cuenta de lo que la mente mía estaba pensando, pero yo quería respetar a Vivian
y no quería adelantarme a los acontecimientos; sin embargo la mente mía, te digo,

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estaba pensando eso y el sexo, él solo, se me fue embullando, y lo que hice fue
agárrame fuerte del lavamanos y concentrarme bien e imaginarme un campo de
florecitas, bien extenso, muchas, muchas florecitas, y se me paso, la respeté,
porque cuando yo me excito por gusto o en un momento en que no debe ser, en el
aula, vamos a decir, un ejemplo, pienso en florecitas y me da resultado. Pero tienen
que ser amarillas.

Entonces aquel día estaba en el baño, te lo dije, muy contento y sintiendo esa
emoción que yo siento cuando pienso en Vivian, y otras emociones, y ya había
acabado y estaba resplandeciente y abrí la puerta, aquel día. Alabao, todo el mundo
estaba esperándome, tan calladitos que yo no los había oído, formados en una
doble hilera que iba hasta mi cama, la corte esa que va a despertar a los reyes,
“!Eeeéeeh¡”, me recibieron. Aquellos bandidos. Y de inmediato almohadasos y
pescozones. Trate de cerrar. “¿Así que te ibas a hacer el hombre sin decírselo a los
socios, eh?”, “!Hay que perfumarlo¡” y me cargaron en cueros y me subieron a una
silla, entre cocotazos y empujones, “¿Le untamos betún en los huevos para que le
brillen?” “No, no, no, caballeros, eso, no, que se demora”. “¿Y pasta de dientes en
los sobacos?” “!Traigan talco¡” Decidieron que no estaría elegante con camisa de
salir, que calladito me lo tenía, ¿he?, sino con el pulóver lilita que le trajeron a Jorge
de Checoslovaquia, había tomado ostiones, ¿he?. Me echaron como cinco tipos de
desodorantes y perfumes, me obligaron a comer un caramelo de menta para que
no tuviera mal aliento. “Yo nunca tengo mal aliento”. Me revisaron las uñas, me
llevaron hasta el espejo y cuando se cansaron de peinarme decidieron que no había
actor de cine mejor tipo. Revisaron mi cartera y agregaron la contribución de los
socios. Estaban burlones, amigos, envidiosos, pero eran como las tres, caballeros,
tarde, y me dejaron, aquellos bandidos. Arnaldo me explicó una vez más cómo tenía
que hacer para que en el lugar no notaran que era novato, y deseé suerte, mucha
suerte, que cuando regresara lo despertara y le contara, y que no le dijera a Vivian
que la quería, que no se lo dijera, mira que a mí se me notaba que podía caer en
esa debilidad. Yo todavía dudaba, te lo digo, a esa hora. Me preguntaba si estaba
haciendo bien, si hice bien en exigirle esto a Vivian y si eso era quererla como yo la
quería, pedirle eso. Pero yo no podía arrepentirme, no había modo, figúrate.

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¿Arnaldo qué pensaría? Ya ahora lo sabina los otros. ¿Comprendes que no podía
arrepentirme? A menos que me diera un dolor de estomago bien grande o que
empezara a llover de verdad. Pero nada, y de repente me acorde de los flanes. De
eso me acorde. Antes a mí no me gustaban estos dulces, o no me gustaban
especialmente, pero que en la beca los dan a menudo y su movimiento suave, su
modo de ser erectos, su color, esa manera en que te miran los flanes con ganas de
que te los comas, a mi me recuerdan los senos de Vivian, dirás que estoy loco, sus
senos tan lindos que caven en el hueco de mi mano, en un solo beso de mi boca, y
me como tres, cuatro, cinco flanes, los cambio por el pescado. Aunque no sé si fue
en ese momento que me pasaron los flanes por la cabeza, o si fue después,
mientras iba a buscarla a ella a su albergue. Me salió vestida de negro. Una rubia
vestida de negro es lo más lindo que hay. Y tampoco podía echarme para atrás
porque tenía un compromiso político. Sí. El año pasado salí joven ejemplar pero no
quedé militante porque me faltaba madurez, dijeron, y tenía que trabajar, me dieron
un año para que trabajara y cogiera madurez, leyera los periódicos, la situación
internacional. Y yo hacía todo eso hasta que llego Vivian al aula, que ya te dije como
me puse y en esta asamblea de ejemplares, muchacho, no votaron por mi ni nueve
gentes. Yo me había adelantado y había mandado a decir en casa que había salido
ejemplar y esta vez sí seguro seria militante. Me precipite y no votaron por mí. Una
hora ahí criticándome, diciendo que había perdido condiciones y que cual era mi
opinión porque lo importante era que yo aceptara las criticas, las interiorizara como
dice el compañero de juventud, y dije que sí que las aceptaba, que las interiorizaba,
pero me fije bien en todo el que no voto por mí. Javierito no voto. Después Arnaldo
me dijo que guardar reservas era pero, que me fijara en que yo no atendía a las
clases y me pasaba la vida cogiéndole las manos a Vivian. “Aparte de que tú no
tienes combatividad, Pedrito, y el mundo necesita que tú te ocupes más de él”. Yo
y Arnaldo en un rincón discutiendo, analizando estas cosas. A él lo mandaron a
hacer trabajo político conmigo, me di cuenta, y lo sentía porque es como mi
hermano, pero le iba a quedar mal, hasta que me dijo: “¿Tú sabes lo que a ti te
pasa? El problema con Vivian”. “Yo no tengo ningún problema con Vivian, déjate de
eso”. “Si, chico. Vivian es una mujer que exige mucho; y las relaciones de ustedes

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han llegado a un punto, han alcanzado un desarrollo, como decirte, vaya, que se
tienen que acostar. O más nunca serás militante”. ¿Qué tipo de mujer creía el que
ella era? “mire, compadre –me atajo-, convénzala ¿Tú sabes qué pasa? Que ahora
no es como antes. Antes cumplías los trece o catorce años y tu papa o un hermano
tuyo te llevaba a un prostíbulo y ya, empezabas. Ahora no porque estamos en el
socialismo y eso era una lacra social y, claro, hubo que eliminarla. Pero, ¿sabes
qué? Que nosotros nos quedamos en el aire. Debieron haber dejado un prostíbulo,
uno solito, pedagógico, para nosotros los becados, ¿no crees?” Lo mire no muy
convencido y el continuo su explicación: “Entonces uno se tiene que acostar con la
novia. El manifiesto comunista dice que en el socialismo el amor es libre”. “¿El
manifiesto comunista dice eso? Voy a leerlo”. “Léelo, léelo, que dice otros cosas,
además.” Me quede pensando en todo esto. La cosa política, quiero decir. Y me jure
que iba a ocuparme del mundo, de verdad, y no iba a tener más fallas. No le jure
eso al Che porque el Che no es un santo ni nada, pero me estaba acordando de él
cuando iba a recoger a Vivian aquel día. No, yo pensaba en ella y veía como me
arreglaba el menudo para que no me siguiera sonando en los bolsillos al caminar.
Pensaba en nuestra conversaciones, las volvía a conversar, esas interminables
conversaciones nuestras en el aula, en los recesos. Gracias a ellas sé de memoria
el nombre de sus familiares, los cumpleaños, y ella el de los míos, la disposición de
su casa, los lunares que tenemos. Nos hemos contado millones de veces como
están ordenados nuestros albergues, quien duerme en cada litera. Quienes se
bañan todo los días y los defectos que tienen, si son egoístas, si comparten la
comida, si roncan, los militantes que consideramos buenos de verdad. Hemos
hablado y hablado: del director, de los profesores, de la escuela, de lo que haríamos
si de pronto vemos a Fidel. Le he contado casi todo lo que sé de lo que significa ser
hombre, como es el desarrollo de nosotros, que las tetillas me dolieron como loco a
los doce y trece años y que no hay como un golpe en los testículos y ella en los
senos. ¿Tú no hablas de esas cosas con tu novia? Nosotros sí y nos escribimos en
las ultimas paginas de las libretas, de las mías porque con las suyas es muy celosa.
Las tiene forradas, y sobre cada forro una fotografía del Che. Lo miramos a veces,
al Che. “¿Dónde estará ahora?”, me pregunta. “En algún lugar de América”, le digo.

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“A veces pienso que pude pasarle algo”. “¿Al Che? No, muchacha, no. ¿Tú eres
boba?”. Y mientras conversamos nos miramos de cerquita, a los ojos, miro su boca,
tan roja, que boca tiene Vivian. Y nos tomamos las manos a ver si están frías o
tibias, para ver quien las tiene más grandes y siempre soy yo, para estudiarnos las
líneas de la vida y la muerte. Todo esto disimulado y ¿tú entiendes? Porque cuando
esto todavía no éramos novios. A ella le gustan los Beatles y Silvio Rodríguez, y a
mi solo los Beatles, aunque no sé si a nosotros nos pueden gustar los Beatles
porque ellos son americanos o ingleses. Lo que más le gusta de Silvio Rodríguez
es que siendo revolucionario y todo anda con melena y la ropa sucia. Eso es ser
hippie, rebelde por gusto, protesto, pero ella lo defiende y lo defiende. “Bah –le
exploto a veces-, a ti lo que te gusta”. “No me gusta, no; pero me da rabia que no
comprendas que él lo que quiere decir es que nosotros somos como nosotros y que
no nos planifiquen tanto las cosas”. ¿Y te acuerdas de aquel día terrible? Le había
dicho que teníamos que conversar algo muy importante, teníamos que vernos en el
receso. Iba a enamorarla. No podía seguir sin enamorarla y quería encontrar una
forma bien original. Arnaldo me contó que él enamoro a una muchacha jugando a
adivinar palabras en una libreta. Le escribió Me gustas, la M y los guiones, y ella lo
adivino, pero Vivian en cuanto comprendió lo que decía no quiso seguir. En una
novela leí que una muchacha le dijo al muchacho, ofreciéndole las manos: “Léeme
el destino”. Y él le contesto “Tu destino no está en tus manos sino en las mías”. Oye,
que lindo eso, compadre, ¿por qué no se me ocurrió a mí? Entonces cuando
llegamos a la escuela aquella mañana, todo el mundo estaba formado en el patio
central, incluso los estudiantes de segundo año, que reciben las clases por la tarde,
y la gente guardaba silencio como jamás se había logrado en aquel patio, la mañana
ésta. La busque y la mire de lejos, queriéndole decir que en el receso íbamos a
hablar aquella cosa importante, ¿se acordaba?, pero ella lo que me pregunto con
los ojos fue: “¿Qué pasa? ¿Sabes qué pasa?”, y entonces yo también comprendí
que pasaba algo. Los profesores estaban bajo los almendros y lo sabían. Algunas
maestras lloraban. El director subió a la tarima y no miro a todos atentos a él. Si
hubieras visto aquella mirada del director. Ya no quedaba duda de que algo grave
había ocurrido, pero ¿que era?, ¿irían a botar a alguien? El director, nervioso, dio

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unos golpecitos en el micrófono que funcionaba perfectamente y no necesitaba que
nadie lo golpeara, y es que no podía, no le salían las palabras y nos miraba. Hasta
que finalmente lo dijo de un tirón: “Mataron al Che en Bolivia. Iremos a la plaza a
una velada solemne, la mayor disciplina, vayan para la aulas” Así dijo, Sentí que
Vivian se echaba sobre mi hombro y oí que lloraba. “Sabía que eso podía pasar un
día”, dijo, y nos fuimos hacia el aula, sintiéndonos mal. Vendo la mirada del Che en
todas partes, su sonrisa, cuando dice: en el imperialismo no se puede confiar ni un
tantico así, como si camináramos bajo un cielo de imágenes del Che y en cada hoja
de los almendros hubiera imágenes suyas y una lluvia. María se nos unió. “¡Ay
Vivian, ay Pedrito!”, dijo, y nos fuimos los tres abrasados. Qué tristeza sus libretas.
Quito los forros y los guardo en silencio. Finalmente dijo que no lo creía, no lo creía
de ninguna manera porque no, eso no podía ser. Y yo le dije ojalá, Vivian, pero
figúrate, ¿Estás loca? De todos modos nos quedamos con algún pedacito de ilusión,
hasta que estuvimos en la plaza, y el Fidel más triste del mundo dijo que si, que al
Che lo habían matado en Bolivia, pero que nosotros no podíamos morirnos por eso
ni nada, y regresamos a la escuela, ella y yo tomados de la mano, no porque
fuéramos novios, no, sino para ayudarnos. Y no la enamore esa semana, creo que
ni la otra, no me acuerdo, y no por nada, se me quitaron los deseos... Pero bueno,
aquel otro día tenía puesto el vestido negro que te dije y fuimos al cine y cuando
salimos del Payret, que linda estaba la noche. Había llovido y había luces y colores
y mucha gente y humedad y caminaba a mi lado, apretada a mí, con su pelo suelto.
“¿Por qué te vas tan de prisa? ¿Qué te pareció la película? Vamos a comentarla”, y
empezó a decir su parecer, el enfoque social no sé qué cosa. Yo no la oía ni había
visto la película y el corazón se me quería salir porque en el cine, imagínate, se me
ocurrió acordarme de que hay parejas, dicen, que la primera vez no pueden: ella
coge miedo, la membrana esa es muy resistente y no se rompe, la muchacha tiene
unas hemorragias tremendas y hay que llamar la ambulancia, o él no reacciona
porque se pone nervioso, los nervios no lo dejan. Si mis nervios me hacen eso lo
mato. Y le dije: “No vamos a la beca”. “¿Y a dónde vamos?” “A un lugar”. No le había
explicado nada más desde que hablamos de esto y la convencí, y habíamos llegado.
Entramos a un edificio, rápido, hablé con un hombre, rápido, pague dos ochenta,

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rápido, subimos escaleras, rápido, pasmos puertas, pasamos puertas, pasamos
puertas, rápido, la llave no quería abrir, abrió, entramos... y me quedé contra la
pared, oyéndome el corazón. La luz estaba encendida y Vivian avanzo dos o tres
pasos, se detuvo, cambio la cartera de mano, así como cambia ella la cartera de
mano. El cuarto era alto y feo, horrible, para que te cuento. Había un escaparate
pequeño, sin puertas y con percheros de alambre todos jorobados. Sobre una mesa
despintada, una palangana con agua, una jarra de aluminio, dos vasitos soviéticos,
papel sanitario y jaboncitos de olor. La luz amarillenta proyectaba figuras contra la
pared, en la que había dibujos y palabras groseras. Vivian fue hasta la ventana, que
estaba abierta, y yo leí exactamente sobre su cabeza, pero lejísimos, ocultándose
un poco en su pelo, ese letrero rojo que dice Revolución es construir y que esta
sobe algún edificio de La Habana. Lo leí como cinco veces y no me atreví a hablar.
En la ventana también estaba la luna y unos celajes que le pasaban por delante.
Era lindo, no puede dejar de mirarlo y de repente me calme un poco. Yo sé que ya
nosotros no tenemos que fijarnos en la luna y que eso es ser romántico y dulzón,
esta parte yo no sé la cuento a Arnaldo, pero se veía lindo, te lo juro, y Vivian se
volvió lentamente. Que impresión me hizo. Como nunca. Cierro los ojos y la veo.
Que linda estaba, tú, que linda. Estoy tan enamorado de ella que me da vergüenza,
sino te lo contaba. Los dolorcitos en el corazón las cosas que hago. Me pregunto
con una voz terrible: “¿Esto es una posada, verdad?” Iba a responderle que no, a
decirle que era un hotel malo, de segunda, pero le dije la verdad. “Si”. Un si
chiquitico. Me dio la espalda. Al rato la escuche decir: “Ay, mi madre, ya estoy en
una posada. Es lo que dice mama: yo soy mala, en mí no se puede confiar. Ella
creyéndome muy tranquila en la escuela y yo en una posada, con mi novio”. Me fui
acercando, no sabía que decirle, que hacer, imagínate, tenía razón, para uno no es
lo mismo, si yo le digo a mi mama que estoy en una posada con una mujer se pone
contentísima, y empecé a sentirme mal, a arrepentirme de haberla llevado, a
comprender su situación. Menos mal que me acorde de lo que dice Arnaldo, que a
las mujeres no se les puede coger lástima porque ni a ellas mismas les gusta eso.
Se viro, tú, con los ojos muy abiertos. “¿No tenías otro lugar donde llevarme?” No
tenía, no, ¿qué sabía yo de esos lugares?, yo también era la primera vez. Me dolió

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que me hablara así, que no me comprendiera, y me sentí peor. “Si tú quieres –le
dije-, si no te gusta el lugar, no vamos y yo no me pongo bravo ni nada”. Y la abrace
para ayudarla a no estar sola, a no sentirse culpable ella sola, en todo caso el
culpable era yo, ¿no?, y para decirle que sí, estaba allí, pero con un hombre que,
bueno, la quería tanto, era el hombre de su vida, y entonces el lugar no tenía esa
importancia. También ella me abrazo y me quería y quede frente a la ventana
abierta. Cruzo un ómnibus metiendo tremendo ruido. “Seguro que es una 27”,
pensé. “No nos pongamos nerviosos –dijo ella-, sólo que es una pena que tengamos
que hacerlo en un cuarto tan feo”. De verdad, tú, esos lugares deberían ser mas
lindos, y no que uno siente que está haciendo algo malo. Luego apago la luz, a las
mujeres les gusta la luz apagada, y se fue desvistiendo. Qué lindo se quito la ropa,
no te figuras, y se sentó al borde de la cama. La claridad que entraba por la ventana,
de la luna, y eso la iluminaba. Me quite el pulóver. Oí como el pulóver cayó al piso
y me sentí satisfecho de haberme puesto el pantalón negro, no el otro, porque la
porteñuela del negro es de zíper, me sentí tan varón al descorrerlo delante de una
mujer y saber que también ella lo había escuchado, y al pantalón que bajaba por
mis muslos, salía de mis piernas, caía al piso y estábamos ambos desnudos, sin
saber mucho que hacer. Temíamos que en ese momento se abriera la puerta y
apareciera el director de la escuela, su mama, el ministro de educación,
escandalizados y la mama gritara: “Ay, Dios santo, Virgen del cielo, Gran poder de
Dios, lo que está haciendo mi hija. Si el padre la coge la mata”. Te lo juro.
Esperamos, esperamos y no apareció nadie. Me acerque, nos miramos, nos
abrazamos como por primera vez en el mundo y fuimos lentamente dejándonos caer
en las sabanas. Empezamos a deshacer torpezas, a adivinar, a dejarnos llevar por
una brisa que soplaba, fuerte olor a mar. El instinto nos guiaba y no nos pareció que
estábamos suficientemente abrazados hasta que descubrimos las flores. Había
flores húmedas en todo el cuarto: acolcohaban el piso de la cama, adornaban las
paredes, pendían del techo, sobresalían del descanso de la ventana. Pusimos
atención y nos llegaron los pequeños ruiditos del amor: un río lejano, caracoles, dos
hojas y estaban también nuestros cuerpos, su piel y la mía, nuestros labios y manos
y ojos y pelo. No estábamos bebiendo, tanto que vimos dos niños que corrían un

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amanecer, cuesta arriba, por un prado de brillantes girasoles. Iban asustando las
mariposas. Ella llevaba una sombrilla, él una espada y un tambor, los dos vestidos
de blanco y cogidos de la mano. Cuando comenzó la lluvia se lanzaron sobre los
girasoles, pero no se hundieron, quedaron flotando y comenzaron a dar vueltas
abrazados, rodeados de mariposas; se miraron a los ojos, y ella vio que el se erguía,
levantaba la espada, que brillo en lo alto, destellos azulados, y sintió que la mataba
y quedaron abrazados, rodaron nuevamente entre las flores, los ojos cerrados, y
comenzaron a descender, a descender, perseguidos por todos los girasoles, y
mientras bajaban, dejando tras ellos una estela de colores, iban viendo y
pronunciando todas las palabras: pormarrosa, hojarasca, arena, zaguán, obelisco,
conejo, palmareal, jícara, almidón, paloma... y cuando la última palabra se
desprendió y se perdió, estaban tendidos bajo un árbol frondoso, como
abandonados allí por la resaca, y nosotros dos, Vivian y yo, nos moríamos en otra
parte o allí mismo, muy lejos o muy cerca, y en el último instante de vida vimos, o
sentimos, que los niños se incorporaban, vestidos de blanco, y cogidos de la mano
se alejaban; pasaron sobre nosotros , ella con la cinta en la mano, había perdido su
sombrilla, el repiqueteando el tambor; ella decía cosas a Vivian, muy alto por qué
ya iban distantes, y yo no las comprendía aunque me sentía feliz; él me decía a mí,
contento, saludando con la mano y cada vez más lejos, más lejos, más felices, hasta
que se perdieron, se perdieron... Poco a poco nosotros fuimos resucitando. Nos
volvieron las palabras a la mente, la respiración a los pulmones, y me moví sobre
Vivian, que se quejó blandamente y sonrió, ya sin esfuerzos para mantener sus
dedos dentro de mi pelo. Me incorpore algo, y no entendí lo que estaba sintiendo.
Escuchaba una música lejana, jamás oída, y me levante aun mas, olí, y seguía
sintiendo lo que sentí, y vi su pelo desparramado en la almohada, y la sonrisa de
ella, y los senos, y los ojos, abiertos pero cerrados, de los que goteaba un brillo y
aunque me acorde de Arnaldo, no pude y se lo dije: te quiero, le dije, me abrace de
nuevo a su cuerpo, y una bandada enorme de pájaros levanto el vuelo en mi mente,
como una estampida.

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Unidad II. Los géneros literarios

Propósito: Explica las diferencias entre los principales géneros, resaltando las
posibilidades que tiene la literatura de representar la complejidad humana, la
realidad, el sentir de un creador por medio del uso de esta diversidad de estructuras
discursivas.

Semana 5: Los géneros literarios.

Núcleos de conocimiento

Género épico

Género Lírico

Género dramático

Actividad 4

Indicaciones

Lee tu libro de Literatura I de las páginas 42 a la 46, así como los textos de Gabriel
García Márquez, Petrarca y Anton Chejov. Posteriormente, explica por escrito, a
que género pertenecen cada una de estas obras de acuerdo a su estructura y sus
elementos.

Elementos del trabajo

--Precisión en la ubicación de las características de los géneros literarios .

--Un alto nivel de comprensión de los textos.

--Mención sintetizada del contenido de las obras.

Extensión del trabajo: una cuartilla, letra Arial 12

Fecha de entrega límite: 08 de octubre

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Un señor viejo con alas muy enormes

Gabriel García Márquez

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo
tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido
había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia.
El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de
ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre,
se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa
al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los
cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del
patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que
estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no
podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.

Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que
estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio.
Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un
trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy
pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había
desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio
desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron,
y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del
asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él
les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante.
Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy
buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el
temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las
cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.

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—Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo
que lo ha tumbado la lluvia.

Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel
de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de
estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían
tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde
la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras
del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche,
cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco
después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron
magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones
para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio
con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero,
retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los
huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un
animal de circo.

El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la


noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer,
y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más
simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más
áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara
todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como
semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se
hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido
leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y
todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca a aquel varón de
lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas.
Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las
cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores.
Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas sí levantó sus ojos de anticuario y

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murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio
los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impos tura al
comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros.
Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un
insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias
y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza
miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces
abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los
riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de
recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las
alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y
un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin
embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que este escribiera otra al
sumo pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.

Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó


con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de
mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que
ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torc ido de tanto
barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco
centavos por la entrada para ver al ángel.

Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata
volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero
nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral.
Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre
mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le
alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba
el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer
dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad.
En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y
Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron

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de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para
entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.

El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se


le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de
las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas.
Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la
sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los
despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban
los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo
nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la
paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando lo picoteaban las gallinas en
busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le
arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos
le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La únic a
vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de
marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron
muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos
en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de
gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo.
Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor,
desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su
pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en
reposo.

El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de


inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza
del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El
tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo
que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si
no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían

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ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera
puesto término a las tribulaciones del párroco.

Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes
del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había
convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no solo
costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda
clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés,
de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula
espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo
más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que
contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado
de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque
después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el
cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la
convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas
caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta
verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo
al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además
los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden
mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes
nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la
lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos
milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían
quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó
de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio,
y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió
tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.

Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado
construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles
muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro

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en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un
criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo
de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y
muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas
en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció
atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en
su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de
muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja
la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que
no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y
acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había
metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos.
El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero
soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin
ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al
niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el
corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo.
Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan
naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por
qué no las tenían también los otros hombres.

Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían
desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un
moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento
después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo
tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por
toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia
vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de
anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones,
y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó
encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y solo
entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas

72
de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque
pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué
se hacía con los ángeles muertos.

Sin embargo, no solo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los
primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio,
donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas
unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un
nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios,
porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las
canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana,
Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento
que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana,
y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió
con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el
cobert

izo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban


asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso,
por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose
de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta
cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible
que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto
imaginario en el horizonte del mar.

73
Mi loco afán está tan extraviado...

Petrarca

Mi loco afán está tan extraviado

de seguir a la que huye tan resuelta,

y de lazos de Amor ligera y suelta

vuela ante mi correr desalentado,

que menos me oye cuanto más airado

busco hacia el buen camino la revuelta:

no me vale espolearlo, o darle vuelta,

que, por su índole, Amor le hace obstinado.

Y cuando ya el bocado ha sacudido,

yo quedo a su merced y, a mi pesar,

hacia un trance de muerte me transporta:

por llegar al laurel donde es cogido

fruto amargo que, dándolo a probar,

la llama ajena aflige y no conforta.

74
La Gaviota

Anton Chejov

Acto primero

La escena representa un trozo de parque en la hacienda de SORIN. Al fondo, la


ancha alameda que conduce al lago aparece cortada por un estrado provisional
dispuesto para una función de aficionados que oculta totalmente la vista de aquel.
A la derecha y a la izquierda del estrado se ven arbustos, varias sillas y una mesita.
Escena primera Acaba de ponerse el sol. En el estrado, detrás del telón, se
encuentra IAKOV y algunos MOZOS más. Se oyen toses y golpes; MASCHA y
MEDVEDENKO, de vuelta de un paseo, aparecen por la izquierda.

MEDVEDENKO.- ¿Por qué va usted siempre vestida de negro?

MASCHA.- Llevo luto por mi vida. Soy desgraciada.

MEDVEDENKO.- ¿Por qué? (Después de un momento de meditación.) No lo


comprendo... Tiene usted salud, y su padre, sin llegar a rico, es hombre
acomodado... ¡Cuánto más difícil es mi vida que la suya! ¡No gano arriba de
veintitrés rublos mensuales; me hacen, además, un descuento de esa cantidad y,
sin embargo, no me visto de luto! (Se sientan.)

MASCHA.- ¡El dinero no es todo! ¡También un pobre puede ser feliz!


MEDVEDENKO.- ¡Eso es en teoría, pero en la práctica la realidad es esta: que
somos mi madre, dos hermanas, un hermanillo y yo, y que en casa no entra más
sueldo que los veintitrés rublos!... ¿Y acaso no hay que comer y beber?... ¿Que
comprar té y azúcar?... ¿Pues y el tabaco?... ¡Esa es la cuestión!

MASCHA.- (Fijando los ojos en el estrado.) La función empezará pronto.


MEDVEDENKO.- Sí. Sarechnaia hace de protagonista, y la obra ha sido escrita por
Konstantin Gavrilich. ¡Con lo enamorados que están, sus almas se unirán en un
común anhelo por reproducir la misma imagen artística!... ¡Para su alma de usted y
la mía, en cambio, no hay puntos de contacto!... ¡La quiero, y la tristeza no me deja
permanecer en casa! ¡Todos los días hago seis «verstas» a pie al venir aquí, y seis

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al volver, y no encuentro en usted más que indiferencia! ¡Y se comprende!... ¡No
tengo medios económicos, y sí una familia numerosa! ¡Buenas ganas las de casarse
con quien no tiene para comer!

MASCHA.- ¡Qué tontería! (Toma rapé.) Su amor me conmueve, solo que... no puedo
corresponder a él. Eso es todo. (Tendiéndole la tabaquera.) Sírvase.
MEDVEDENKO.- No me apetece. (Pausa.)

MASCHA.- La atmósfera es sofocante. Esta noche, seguramente, tendremos


tormenta... ¡Usted se pasa el tiempo filosofando y hablando de dinero!... ¡Según
usted, no existe desgracia mayor que la pobreza..., mientras que a mí, en cambio,
me parece mil veces más fácil el tener que ir vestida de harapos y el pedir limosna
que!... ¡No!... ¡No iba usted a comprenderlo!

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Semana 6: Personaje

Núcleos de conocimiento

Protagonista

Antagonista

Héroe

Personaje secundario

Actividad 5:

Indicaciones

Lee los textos La isla desconocida de José Saramago, El posible Baldi de Juan
Carlos Onetti y realiza un breve ensayo centrando tu atención en las características
de los personajes protagónicos.

Elementos del trabajo:

--Breves elementos estructurales del ensayo.

--Descripción de las características del personaje, su forma de percibir el mundo,


así como la relación que guarda con otros personajes.

--Buscar un aspecto novedoso de lo que se pueda hablar.

Extensión del ensayo: Una página, letra Arial 12

Fecha límite de entrega: 15 de octubre

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La isla desconocida

José Saramago

Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía
muchas más puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba
todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios
que le entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las
peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la
aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el
sosiego de los vecinos (las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos,
que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a ver lo que quería
el impetrante, que no había manera de que se callara. Entonces, el primer secretario
llamaba al segundo secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer
ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la
limpieza que, no teniendo en quién mandar, entreabría la puerta de las peticiones y
preguntaba por el resquicio, Y tú qué quieres. El suplicante decía a lo que venía, o
sea, pedía lo que tenía que pedir, después se instalaba en un canto de la puerta, a
la espera de que el requerimiento hiciese, de uno en uno, el camino contrario, hasta
llegar al rey. Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba la
respuesta, y ya no era pequeña señal de atención al bienestar y felicidad del pueblo
cuando pedía un informe fundamentado por escrito al primer secretario que,
excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo secretario, éste al tercero,
sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba sí o no
de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado.

Sin embargo, en el caso del hombre que quería un barco, las cosas no ocurrieron
así. Cuando la mujer de la limpieza le preguntó por el resquicio de la puerta, Y tú
qué quieres, el hombre, en vez de pedir, como era la costumbre de todos, un título,
una condecoración, o simplemente dinero, respondió. Quiero hablar con el rey, Ya
sabes que el rey no puede venir, está en la puerta de los obsequios, respondió la
mujer, Pues entonces ve y dile que no me iré de aquí hasta que él venga

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personalmente para saber lo que quiero, remató el hombre, y se tumbó todo lo largo
que era en el rellano, tapándose con una manta porque hacía frío. Entrar y salir sólo
pasándole por encima. Ahora, bien, esto suponía un enorme problema, si tenemos
en consideración que, de acuerdo con la pragmática de las puertas, sólo se puede
atender a un suplicante cada vez, de donde resulta que mientras haya alguien
esperando una respuesta, ninguna otra persona podrá aproximarse para exponer
sus necesidades o sus ambiciones. A primera vista, quien ganaba con este artículo
del reglamento era el rey, puesto que al ser menos numerosa la gente que venía a
incomodarlo con lamentos, más tiempo tenía, y más sosiego, para recibir,
contemplar y guardar los obsequios. A segunda vista, sin embargo, el rey perdía, y
mucho, porque las protestas públicas, al notarse que la respuesta tardaba más de
lo que era justo, aumentaban gravemente el descontento social, lo que, a su vez,
tenía inmediatas y negativas consecuencias en el flujo de obsequios. En el caso
que estamos narrando, el resultado de la ponderación entre los beneficios y los
perjuicios fue que el rey, al cabo de tres días, y en real persona, se acercó a la
puerta de las peticiones, para saber lo que quería el entrometido que se había
negado a encaminar el requerimiento por las pertinentes vías burocráticas. Abre la
puerta, dijo el rey a la mujer de la limpieza, y ella preguntó, Toda o sólo un poco.

El rey dudó durante un instante, verdaderamente no le gustaba mucho exponerse a


los aires de la calle, pero después reflexionó que parecería mal, aparte de ser
indigno de su majestad, hablar con un súbdito a través de una rendija, como si le
tuviese miedo, sobre todo asistiendo al coloquio la mujer de la limpieza, que luego
iría por ahí diciendo Dios sabe qué, De par en par, ordenó. El hombre que quería
un barco se levantó del suelo cuando comenzó a oír los ruidos de los cerrojos,
enrolló la manta y se puso a esperar. Estas señales de que finalmente alguien
atendería y que por tanto el lugar pronto quedaría desocupado, hicieron
aproximarse a la puerta a unos cuantos aspirantes a la liberalidad del trono que
andaban por allí, prontos para asaltar el puesto apenas quedase vacío. La inopinada
aparición del rey (nunca una tal cosa había sucedido desde que usaba corona en la
cabeza) causó una sorpresa desmedida, no sólo a los dichos candidatos, sino
también entre la vecindad que, atraída por el alborozo repentino, se asomó a las

79
ventanas de las casas, en el otro lado de la calle. La única persona que no se
sorprendió fue el hombre que vino a pedir un barco. Calculaba él, y acertó en la
previsión, que el rey, aunque tardase tres días, acabaría sintiendo la curiosidad de
ver la cara de quien, nada más y nada menos, con notable atrevimiento, lo había
mandado llamar. Dividido entre la curiosidad irreprimible y el desagrado de ver
tantas personas juntas, el rey, con el peor de los modos, preguntó tres preguntas
seguidas, Tú qué quieres, Por qué no dijiste lo que querías, Te crees que no tengo
nada más que hacer, pero el hombre sólo respondió a la primera pregunta, Dame
un barco, dijo. El asombro dejó al rey hasta tal punto desconcertado que la mujer
de la limpieza se vio obligada a acercarle una silla de enea, la misma en que ella se
sentaba cuando necesitaba trabajar con el hilo y la aguja, pues, además de la
limpieza, tenía también la responsabilidad de algunas tareas menores de costura
en el palacio, como zurcir las medias de los pajes. Mal sentado, porque la silla de
enea era mucho más baja que el trono, el rey buscaba la mejor manera de acomodar
las piernas, ora encogiéndolas, ora extendiéndolas para los lados, mientras el
hombre que quería un barco esperaba con paciencia la pregunta que seguiría, Y tú
para qué quieres un barco, si puede saberse, fue lo que el rey preguntó cuando
finalmente se dio por instalado con sufrible comodidad en la silla de la mujer de la
limpieza, Para buscar la isla desconocida, respondió el hombre. Qué isla
desconocida, preguntó el rey, disimulando la risa, como si tuviese enfrente a un loco
de atar, de los que tienen manías de navegaciones, a quien no sería bueno
contrariar así de entrada, La isla desconocida, repitió el hombre, Hombre, ya no hay
islas desconocidas, Quién te ha dicho, rey, que ya no hay islas desconocidas, Están
todas en los mapas, En los mapas están sólo las islas conocidas, Y qué isla
desconocida es esa que tú buscas, Si te lo pudiese decir, entonces no sería
desconocida, A quién has oído hablar de ella, preguntó el rey, ahora más serio, A
nadie, En ese caso, por qué te empeñas en decir que ella existe, Simplemente
porque es imposible que no exista una isla desconocida, Y has venido aquí para
pedirme un barco, Sí, vine aquí para pedirte un barco, Y tú quién eres para que yo
te lo dé, Y tú quién eres para no dármelo, Soy el rey de este reino y los barcos del
reino me pertenecen todos, Más les pertenecerás tú a ellos que ellos a ti, Qué

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quieres decir, preguntó el rey inquieto, Que tú sin ellos nada eres, y que ellos, sin ti,
pueden navegar siempre, Bajo mis órdenes, con mis pilotos y mis marineros, No te
pido marineros ni piloto, sólo te pido un barco, Y esa isla desconocida, si la
encuentras, será para mí, A ti, rey, sólo te interesan las islas conocidas, También
me interesan las desconocidas, cuando dejan de serlo, Tal vez ésta no se deje
conocer, Entonces no te doy el barco, Darás. Al oír esta palabra, pronunciada con
tranquila firmeza, los aspirantes a la puerta de las peticiones, en quienes, minuto
tras minuto, desde el principio de la conversación iba creciendo la impaciencia, más
por librarse de él que por simpatía solidaria, resolvieron intervenir en favor del
hombre que quería el barco, comenzando a gritar. Dale el barco, dale el barco. El
rey abrió la boca para decirle a la mujer de la limpieza que llamara a la guardia del
palacio para que estableciera inmediatamente el orden público e impusiera
disciplina, pero, en ese momento, las vecinas que asistían a la escena desde las
ventanas se unieron al coro con entusiasmo, gritando como los otros, Dale el barco,
dale el barco. Ante tan ineludible manifestación de voluntad popular y preocupado
con lo que, mientras tanto, habría perdido en la puerta de los obsequios, el rey
levantó la mano derecha imponiendo silencio y dijo, Voy a darte un barco, pero la
tripulación tendrás que conseguirla tú, mis marineros me son precisos para las islas
conocidas. Los gritos de aplauso del público no dejaron que se percibiese el
agradecimiento del hombre que vino a pedir un barco, por el movimiento de los
labios tanto podría haber dicho Gracias, mi señor, como Ya me las arreglaré, pero
lo que nítidamente se oyó fue lo que a continuación dijo el rey, Vas al muelle,
preguntas por el capitán del puerto, le dices que te mando yo, y él que te dé el barco,
llevas mi tarjeta. El hombre que iba a recibir un barco leyó la tarjeta de visita, donde
decía Rey debajo del nombre del rey, y eran éstas las palabras que él había escrito
sobre el hombro de la mujer de la limpieza, Entrega al portador un barco, no es
necesario que sea grande, pero que navegue bien y sea seguro, no quiero tener
remordimientos en la conciencia si las cosas ocurren mal. Cuando el hombre levantó
la cabeza, se supone que esta vez iría a agradecer la dádiva, el rey ya se había
retirado, sólo estaba la mujer de la limpieza mirándolo con cara de circunstancias.
El hombre bajó del peldaño de la puerta, señal de que los otros candidatos podían

81
avanzar por fin, superfluo será explicar que la confusión fue indescriptible, todos
queriendo llegar al sitio en primer lugar, pero con tan mala suerte que la puerta ya
estaba cerrada otra vez. La aldaba de bronce volvió a llamar a la mujer de la
limpieza, pero la mujer de la limpieza no está, dio la vuelta y salió con el cubo y la
escoba por otra puerta, la de las decisiones, que apenas es usada, pero cuando lo
es, lo es. Ahora sí, ahora se comprende el porqué de la cara de circunstancias con
que la mujer de la limpieza estuvo mirando, ya que, en ese preciso momento, había
tomado la decisión de seguir al hombre así que él se dirigiera al puerto para hacerse
cargo del barco. Pensó que ya bastaba de una vida de limpiar y lavar palacios, que
había llegado la hora de mudar de oficio, que lavar y limpiar barcos era su vocación
verdadera, al menos en el mar el agua no le faltaría. No imagina el hombre que, sin
haber comenzado a reclutar la tripulación, ya lleva detrás a la futura responsable de
los baldeos y otras limpiezas, también es de este modo como el destino acostumbra
a comportarse con nosotros, ya está pisándonos los talones, ya extendió la mano
para tocarnos en el hombro, y nosotros todavía vamos murmurando, Se acabó, no
hay nada más que ver, todo es igual.

Andando, andando, el hombre llegó al puerto, fue al muelle, preguntó por el capitán,
y mientras venía, se puso a adivinar cuál sería, de entre los barcos que allí estaban,
el que iría a ser suyo, grande ya sabía que no, la tarjeta de visita del rey era muy
clara en este punto, por consiguiente quedaban descartados los paquebotes, los
cargueros y los navíos de guerra, tampoco podría ser tan pequeño que aguantase
mal las fuerzas del viento y los rigores del mar, en este punto también había sido
categórico el rey, que navegue bien y sea seguro, fueron éstas sus formales
palabras, excluyendo así explícitamente los botes, las falúas y las chalupas, que
siendo buenos navegantes, y seguros, cada uno conforme a su condición, no
nacieron para surcar los océanos, que es donde se encuentran las islas
desconocidas. Un poco apartada de allí, escondida detrás de unos bidones, la mujer
de la limpieza pasó los ojos por los barcos atracados, Para mi gusto, aquél, pensó,
aunque su opinión no contaba, ni siquiera había sido contratada, vamos a oír antes
lo que dirá el capitán del puerto. El capitán vino, leyó la tarjeta, miró al hombre de
arriba abajo y le hizo la pregunta que al rey no se le había ocurrido, Sabes navegar,

82
tienes carnet de navegación, a lo que el hombre respondió, Aprenderé en el mar. El
capitán dijo, No te lo aconsejaría, capitán soy yo, y no me atrevo con cualquier
barco, Dame entonces uno con el que pueda atreverme, no, uno de ésos no, dame
un barco que yo respete y que pueda respetarme a mí, Ese lenguaje es de marinero,
pero tú no eres marinero, Si tengo el lenguaje, es como si lo fuese. El capitán volvió
a leer la tarjeta del rey, después preguntó, Puedes decirme para qué quieres el
barco, Para ir en busca de la isla desconocida, Ya no hay islas desconocidas, Lo
mismo me dijo el rey, Lo que él sabe de islas lo aprendió conmigo, Es extraño que
tú, siendo hombre de mar, me digas eso, que ya no hay islas desconocidas, hombre
de tierra soy yo, y no ignoro que todas las islas, incluso las conocidas , son
desconocidas mientras no desembarcamos en ellas, Pero tú, si bien entiendo, vas
a la búsqueda de una donde nadie haya desembarcado nunca, Lo sabré cuando
llegue, Si llegas, Sí, a veces se naufraga en el camino, pero si tal me ocurre, deberás
escribir en los anales del puerto que el punto adonde llegué fue ése, Quieres decir
que llegar, se llega siempre, No serías quien eres si no lo supieses ya. El capitán
del puerto dijo, Voy a darte la embarcación que te conviene. Cuál, Es un barco con
mucha experiencia, todavía del tiempo en que toda la gente andaba buscando islas
desconocidas, Cuál, Creo que incluso encontró algunas, Cuál, Aquél. Así que la
mujer de la limpieza percibió para dónde apuntaba el capitán, salió corriendo de
detrás de los bidones y gritó, Es mi barco, es mi barco, hay que perdonarle la insólita
reivindicación de propiedad, a todo título abusiva, el barco era aquel que le había
gustado, simplemente. Parece una carabela, dijo el hombre, Más o menos,
concordó el capitán, en su origen era una carabela, después pasó por arreglos y
adaptaciones que la modificaron un poco, Pero continúa siendo una carabela, Sí,
en el conjunto conserva el antiguo aire, Y tiene mástiles y velas, Cuando se va en
busca de islas desconocidas, es lo más recomendable. La mujer de la limpieza no
se contuvo, Para mí no quiero otro, Quién eres tú, preguntó el hombre, No te
acuerdas de mí, No tengo idea, Soy la mujer de la limpieza, Qué limpieza, La del
palacio del rey, La que abría la puerta de las peticiones, No había otra, Y por qué
no estás en el palacio del rey, limpiando y abriendo puertas, Porque las puertas que
yo quería ya fueron abiertas y porque de hoy en adelante sólo limpiaré barcos,

83
Entonces estás decidida a ir conmigo en busca de la isla desconocida, Salí del
palacio por la puerta de las decisiones, Siendo así, ve para la carabela, mira cómo
está aquello, después del tiempo pasado debe precisar de un buen lavado, y ten
cuidado con las gaviotas, que no son de fiar, No quieres venir conmigo a conocer tu
barco por dentro, Dijiste que era tuyo, Disculpa, fue sólo porque me gustó, Gustar
es probablemente la mejor manera de tener, tener debe de ser la peor manera de
gustar. El capitán del puerto interrumpió la conversación, Tengo que entregar las
llaves al dueño del barco, a uno o a otro, resuélvanlo, a mí tanto me da, Los barcos
tienen llave, preguntó el hombre, Para entrar, no, pero allí están las bodegas y los
pañoles, y el camarote del comandante con el diario de a bordo, Ella que se
encargue de todo, yo voy a reclutar la tripulación, dijo el hombre, y se apartó.

La mujer de la limpieza fue a la oficina del capitán para recoger las llaves, después
entró en el barco, dos cosas le valieron, la escoba del palacio y el aviso contra las
gaviotas, todavía no había acabado de atravesar la pasarela que unía la amurada
al atracadero y ya las malvadas se precipitaban sobre ella gritando, furiosas, con
las fauces abiertas, como si la fueran a devorar allí mismo. No sabían con quién se
enfrentaba. La mujer de la limpieza posó el cubo, se guardó las llaves en el seno,
plantó bien los pies en la pasarela y, remolineando la escoba como si fuese un
espadón de los buenos tiempos, consiguió poner en desbandada a la cuadrilla
asesina. Sólo cuando entró en el barco comprendió la ira de las gaviotas, había
nidos por todas partes, muchos de ellos abandonados, otros todavía con huevos, y
unos pocos con gaviotillas de pico abierto, a la espera de comida, Pues sí, pero será
mejor que se muden de aquí, un barco que va en busca de la isla desconocida no
puede tener este aspecto, como si fuera un gallinero, dijo. Tiró al agua los nidos
vacíos, los otros los dejó, luego veremos. Después se remangó las mangas y se
puso a lavar la cubierta. Cuando acabó la dura tarea, abrió el pañol de las velas y
procedió a un examen minucioso del estado de las costuras, tanto tiempo sin ir al
mar y sin haber soportado los estirones saludables del viento. Las velas son los
músculos del barco, basta ver cómo se hinchan cuando se esfuerzan, pero, y eso
mismo les sucede a los músculos, si no se les da uso regularmente, se aflojan, se
ablandan, pierden nervio. Y las costuras son los nervios de las velas, pensó la mujer

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de la limpieza, contenta por aprender tan de prisa el arte de la marinería. Encontró
deshilachadas algunas bastillas, pero se conformó con señalarlas, dado que para
este trabajo no le servían la aguja y el hilo con que zurcía las medias de los pajes
antiguamente, o sea, ayer. En cuanto a los otros pañoles, enseguida vio que
estaban vacíos. Que el de la pólvora estuviese desabastecido, salvo un polvillo
negro en el fondo, que al principio le parecieron cagaditas de ratón, no le importó
nada, de hecho no está escrito en ninguna ley, por lo menos hasta donde la
sabiduría de una mujer de la limpieza es capaz de alcanzar, que ir por una isla
desconocida tenga que ser forzosamente una empresa de guerra. Ya le enfadó, y
mucho, la falta absoluta de municiones de boca en el pañol respectivo, no por ella,
que estaba de sobra acostumbrada al mal rancho del palacio, sino por el hombre al
que dieron este barco, no tarda que el sol se ponga, y él aparecerá por ahí clamando
que tiene hambre, que es el dicho de todos los hombres apenas entran en casa,
como si sólo ellos tuviesen estómago y sufriesen de la necesidad de llenarlo, Y si
trae marineros para la tripulación, que son unos ogros comiendo, entonces no sé
cómo nos vamos a gobernar, dijo la mujer de la limpieza.

No merecía la pena preocuparse tanto. El sol acababa de sumirse en el océano


cuando el hombre que tenía un barco surgió en el extremo del muelle. Traía un bulto
en la mano, pero venía solo y cabizbajo. La mujer de la limpieza fue a esperarlo a
la pasarela, antes de que abriera la boca para enterarse de cómo había transcurrido
el resto del día, él dijo, Estate tranquila, traigo comida para los dos, Y los marineros,
preguntó ella, Como puedes ver, no vino ninguno, Pero los dejaste apalabrados, al
menos, volvió a preguntar ella, Me dijeron que ya no hay islas desconocidas, y que,
incluso habiéndolas, no iban a dejar el sosiego de sus lares y la buena vida de los
barcos de línea para meterse en aventuras oceánicas, a la búsqueda de un
imposible, como si todavía estuviéramos en el tiempo del mar tenebroso, Y tú qué
les respondiste, Que el mar es siempre tenebroso, Y no les hablaste de la isla
desconocida, Cómo podría hablarles de una isla desconocida, si no la conozco,
Pero tienes la certeza de que existe, Tanta como de que el mar es tenebroso, En
este momento, visto desde aquí, con las aguas color de jade y el cielo como un
incendio, de tenebroso no le encuentro nada, Es una ilusión tuya, también las islas

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a veces parece que fluctúan sobre las aguas y no es verdad, Qué piensas hacer, si
te falta una tripulación, Todavía no lo sé, Podríamos quedarnos a vivir aquí, yo me
ofrecería para lavar los barcos que vienen al muelle, y tú, Y yo, Tendrás un oficio,
una profesión, como ahora se dice, Tengo, tuve, tendré si fuera preciso, pero quiero
encontrar la isla desconocida, quiero saber quién soy yo cuando esté en ella, No lo
sabes, Si no sales de ti, no llegas a saber quién eres, El filósofo del rey, cuando no
tenía nada que hacer, se sentaba junto a mí, para verme zurcir las medias de los
pajes, y a veces le daba por filosofar, decía que todo hombre es una isla, yo, como
aquello no iba conmigo, visto que soy mujer, no le daba importancia, tú qué crees,
Que es necesario salir de la isla para ver la isla, que no nos vemos si no nos salimos
de nosotros, Si no salimos de nosotros mismos, quieres decir, No es igual. El
incendio del cielo iba languideciendo, el agua de repente adquirió un color morado,
ahora ni la mujer de la limpieza dudaría que el mar es de verdad tenebroso, por lo
menos a ciertas horas.

Dijo el hombre, Dejemos las filosofías para el filósofo del rey, que para eso le pagan,
ahora vamos a comer, pero la mujer no estuvo de acuerdo, Primero tienes que ver
tu barco, sólo lo conoces por fuera. Qué tal lo encontraste, Hay algunas costuras de
las velas que necesitan refuerzo, Bajaste a la bodega, encontraste agua abierta, En
el fondo hay alguna, mezclada con el lastre, pero eso me parece que es lo
apropiado, le hace bien al barco, Cómo aprendiste esas cosas, Así, Así cómo, Como
tú, cuando dijiste al capitán del puerto que aprenderías a navegar en la mar, Todavía
no estamos en el mar, Pero ya estamos en el agua, Siempre tuve la idea de que
para la navegación sólo hay dos maestros verdaderos, uno es el mar, el otro es el
barco, Y el cielo, te olvidas del cielo, Sí, claro, el cielo, Los vientos, Las nubes, El
cielo, Sí, el cielo.

En menos de un cuarto de hora habían acabado la vuelta por el barco, una carabela,
incluso transformada, no da para grandes paseos. Es bonita, dijo el hombre, pero si
no consigo tripulantes suficientes para la maniobra, tendré que ir a decirle al rey que
ya no la quiero, Te desanimas a la primera contrariedad, La primera contrariedad
fue esperar al rey tres días, y no desistí, Si no encuentras marineros que quieran

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venir, ya nos las arreglaremos los dos, Estás loca, dos personas solas no serían
capaces de gobernar un barco de éstos, yo tendría que estar siempre al timón, y tú,
ni vale la pena explicarlo, es una locura, Después veremos, ahora vamos a cenar.
Subieron al castillo de popa, el hombre todavía protestando contra lo que llamara
locura, allí la mujer de la limpieza abrió el fardel que él había traído, un pan, queso
curado, de cabra, aceitunas, una botella de vino. La luna ya estaba a medio palmo
sobre el mar, las sombras de la verga y del mástil grande vinieron a tumbarse a sus
pies. Es realmente bonita nuestra carabela, dijo la mujer, y enmendó enseguida, La
tuya, tu carabela, Supongo que no será mía por mucho tiempo, Navegues o no
navegues con ella, la carabela es tuya, te la dio el rey, Se la pedí para buscar una
isla desconocida, Pero estas cosas no se hacen de un momento para otro, necesitan
su tiempo, ya mi abuelo decía que quien va al mar se avía en tierra, y eso que él no
era marinero, Sin marineros no podremos navegar, Eso ya lo has dicho, Y hay que
abastecer el barco de las mil cosas necesarias para un viaje como éste, que no se
sabe adónde nos llevará, Evidentemente, y después tendremos que esperar a que
sea la estación apropiada, y salir con marea buena, y que venga gente al puerto a
desearnos buen viaje, Te estás riendo de mí, Nunca me reiría de quien me hizo salir
por la puerta de las decisiones, Discúlpame, Y no volveré a pasar por ella, suceda
lo que suceda. La luz de la luna iluminaba la cara de la mujer de la limpieza, Es
bonita, realmente es bonita, pensó el hombre, y esta vez no se refería a la carabela.
La mujer, ésa, no pensó nada, lo habría pensado todo durante aquellos tres días,
cuando entreabría de vez en cuando la puerta para ver si aquél aún continuaba
fuera, a la espera. No sobró ni una miga de pan o de queso, ni una gota de vino, los
huesos de las aceitunas fueron a parar al agua, el suelo está tan limpio como quedó
cuando la mujer de la limpieza le pasó el último paño. La sirena de un paquebote
que se hacía a la mar soltó un ronquido potente, como debieron de ser los del
leviatán, y la mujer dijo, Cuando sea nuestra vez, haremos menos ruido. A pesar de
que estaban en el interior del muelle, el agua se onduló un poco al paso del
paquebote, y el hombre dijo, Pero nos balancearemos mucho más. Se rieron los
dos, después se callaron, pasado un rato uno de ellos opinó que lo mejor sería irse
a dormir. No es que yo tenga mucho sueño, y el otro concordó, Ni yo, después se

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callaron otra vez, la luna subió y continuó subiendo, a cierta altura la mujer dijo, Hay
literas abajo, y el hombre dijo, Sí, y entonces fue cuando se levantaron y
descendieron a la cubierta, ahí la mujer dijo, Hasta mañana, yo voy para este lado,
y el hombre respondió, Y yo para éste, hasta mañana, no dijeron babor o estribor,
probablemente porque todavía están practicando en las artes. La mujer volvió atrás,
Me había olvidado, se sacó del bolsillo dos cabos de velas, Los encontré cuando
limpiaba, pero no tengo cerillas, Yo tengo, dijo el hombre. Ella mantuvo las velas,
una en cada mano, él encendió un fósforo, después, abrigando la llama bajo la
cúpula de los dedos curvados la llevó con todo el cuidado a los viejos pabilos, la luz
prendió, creció lentamente como la de la luna, bañó la cara de la mujer de la
limpieza, no sería necesario decir que él pensó, Es bonita, pero lo que ella pensó,
sí, Se ve que sólo tiene ojos para la isla desconocida, he aquí cómo se equivocan
las personas interpretando miradas, sobre todo al principio. Ella le entregó una vela,
dijo, Hasta mañana, duerme bien, él quiso decir lo mismo, de otra manera, Que
tengas sueños felices, fue la frase que le salió, dentro de nada, cuando esté abajo,
acostado en su litera, se le ocurrirán otras frases, más espiritosas, sobre todo más
insinuantes, como se espera que sean las de un hombre cuando está a solas con
una mujer. Se preguntaba si ella dormiría, si habría tardado en entrar en el sueño,
después imaginó que andaba buscándola y no la encontraba en ningún sitio, que
estaban perdidos los dos en un barco enorme, el sueño es un prestidigitador hábil,
muda las proporciones de las cosas y sus distancias, separa a las personas y ellas
están juntas, las reúne, y casi no se ven una a otra, la mujer duerme a pocos metros
y él no sabe cómo alcanzarla, con lo fácil que es ir de babor a estribor.

Le había deseado buenos sueños, pero fue él quien se pasó toda la noche soñando.
Soñó que su carabela navegaba por alta mar, con las tres velas triangulares
gloriosamente hinchadas, abriendo camino sobre las olas, mientras él manejaba la
rueda del timón y la tripulación descansaba a la sombra. No entendía cómo estaban
allí los marineros que en el puerto y en la ciudad se habían negado a embarcar con
él para buscar la isla desconocida, probablemente se arrepintieron de la grosera
ironía con que lo trataron. Veía animales esparcidos por la cubierta, patos, conejos,
gallinas, lo habitual de la crianza doméstica, comiscando los granos de millo o

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royendo las hojas de col que un marinero les echaba, no se acordaba de cuándo
los habían traído para el barco, fuese como fuese, era natural que estuviesen allí,
imaginemos que la isla desconocida es, como tantas veces lo fue en el pasado, una
isla desierta, lo mejor será jugar sobre seguro, todos sabemos que abrir la puerta
de la conejera y agarrar un conejo por las orejas siempre es más fácil que
perseguirlo por montes y valles. Del fondo de la bodega sube ahora un relincho de
caballos, de mugidos de bueyes, de rebuznos de asnos, las voces de los nobles
animales necesarios para el trabajo pesado, y cómo llegaron ellos, cómo pueden
caber en una carabela donde la tripulación humana apenas tiene lugar, de súbito el
viento dio una cabriola, la vela mayor se movió y ondeó, detrás estaba lo que antes
no se veía, un grupo de mujeres que incluso sin contarlas se adivinaba que eran
tantas cuantos los marineros, se ocupan de sus cosas de mujeres, todavía no ha
llegado el tiempo de ocuparse de otras, está claro que esto sólo puede ser un sueño,
en la vida real nunca se ha viajado así. El hombre del timón buscó con los ojos a la
mujer de la limpieza y no la vio. Tal vez esté en la litera de estribor, descansando
de la limpieza de la cubierta, pensó, pero fue un pensar fingido, porque bien sabe,
aunque tampoco sepa cómo lo sabe, que ella a última hora no quiso venir, que saltó
para el embarcadero, diciendo desde allí, Adiós, adiós, ya que sólo tienes ojos para
la isla desconocida, me voy, y no era verdad, ahora mismo andan los ojos de él
pretendiéndola y no la encuentran. En este momento se cubrió el cielo y comenzó
a llover y, habiendo llovido, principiaron a brotar innumerables plantas de las filas
de sacos de tierra alineados a lo largo de la amurada, no están allí porque se
sospeche que no haya tierra bastante en la isla desconocida, sino porque así se
ganará tiempo, el día que lleguemos sólo tendremos que trasplantar los árboles
frutales, sembrar los granos de las pequeñas cosechas que van madurando aquí,
adornar los jardines con las flores que abrirán de estos capullos. El hombre del timón
pregunta a los marineros que descansan en cubierta si avistan alguna isla
desconocida, y ellos responden que no ven ni de unas ni de otras, pero que están
pensando desembarcar en la primera tierra habitada que aparezca, siempre que
haya un puerto donde fondear, una taberna donde beber y una cama donde folgar,
que aquí no se puede, con toda esta gente junta. Y la isla desconocida, preguntó el

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hombre del timón, La isla desconocida es cosa inexistente, no pasa de una idea de
tu cabeza, los geógrafos del rey fueron a ver en los mapas y declararon que islas
por conocer es cosa que se acabó hace mucho tiempo, Debieron haberse quedado
en la ciudad, en lugar de venir a entorpecerme la navegación, Andábamos buscando
un lugar mejor para vivir y decidimos aprovechar tu viaje, No son marineros, Nunca
lo fuimos, Solo no seré capaz de gobernar el barco, Haber pensado en eso antes
de pedírselo al rey, el mar no enseña a navegar. Entonces el hombre del timón vio
tierra a lo lejos y quiso pasar adelante, hacer cuenta de que ella era el reflejo de
otra tierra, una imagen que hubiese venido del otro lado del mundo por el espacio,
pero los hombres que nunca habían sido marineros protestaron, dijeron que era allí
mismo donde querían desembarcar, Esta es una isla del mapa, gritaron, te
mataremos si no nos llevas. Entonces, por sí misma, la carabela viró la proa en
dirección a tierra, entró en el puerto y se encostó a la muralla del embarcadero,
Pueden irse, dijo el hombre del timón, acto seguido salieron en orden, primero las
mujeres, después los hombres, pero no se fueron solos, se llevaron con ellos los
patos, los conejos y las gallinas, se llevaron los bueyes, los asnos y los caballos, y
hasta las gaviotas, una tras otra, levantaron el vuelo y se fueron del barco,
transportando en el pico a sus gaviotillas, proeza que no habían acometido nunc a,
pero siempre hay una primera vez. El hombre del timón contempló la desbandada
en silencio, no hizo nada para retener a quienes lo abandonaban, al menos le
habían dejado los árboles, los trigos y las flores, con las trepadoras que se
enrollaban a los mástiles y pendían de la amurada como festones. Debido al
atropello de la salida se habían roto y derramado los sacos de tierra, de modo que
la cubierta era como un campo labrado y sembrado, sólo falta que caiga un poco
más de lluvia para que sea un buen año agrícola. Desde que el viaje a la isla
desconocida comenzó, no se ha visto comer al hombre del timón, debe de ser
porque está soñando, apenas soñando, y si en el sueño les apeteciese un trozo de
pan o una manzana, sería un puro invento, nada más. Las raíces de los árboles
están penetrando en el armazón del barco, no tardará mucho en que estas velas
hinchadas dejen de ser necesarias, bastará que el viento sople en las copas y vaya
encaminando la carabela a su destino. Es un bosque que navega y se balancea

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sobre las olas, un bosque en donde, sin saberse cómo, comenzaron a cantar
pájaros, estarían escondidos por ahí y pronto decidieron salir a la luz, tal vez porque
la cosecha ya esté madura y es la hora de la siega. Entonces el hombre fijó la rueda
del timón y bajó al campo con la hoz en la mano, y, cuando había segado las
primeras espigas, vio una sombra al lado de su sombra. Se despertó abrazado a la
mujer de la limpieza, y ella a él, confundidos los cuerpos, confundidas las literas,
que no se sabe si ésta es la de babor o la de estribor. Después, apenas el sol acabó
de nacer, el hombre y la mujer fueron a pintar en la proa del barco, de un lado y de
otro, en blancas letras, el nombre que todavía le faltaba a la carabela. Hacia la hora
del mediodía, con la marea, La Isla Desconocida se hizo por fin a la mar, a la
búsqueda de sí misma.

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El posible Baldi

Juan Carlos Onetti

Baldi se detuvo en la isla de cemento que sorteaban veloces los vehículos,


esperando la pitada del agente, mancha oscura sobre la alta garita blanca. Sonrió
pensando en sí mismo, barbudo, el sombrero hacia atrás, las manos en los bolsillos
del pantalón, una cerrando los dedos contra los honorarios de «Antonio Vergara –
Samuel Freider». Decía tener un aire jovial y tranquilo, balanceando el cuerpo sobre
las piernas abiertas, mirando plácido el cielo, los árboles del Congreso, los colores
de los «colectivos». Seguro frente al problema de la noche, ya resuelto por medio
de la peluquería, la comida, la función de cinematógrafo con Nené. Y lleno de
confianza en su poder, la mano apretando los billetes porque una mujer rubia y
extraña, parada a su lado, lo rozaba de vez en vez con sus claros ojos. Y si él
quisiera…

Se detuvieron los coches y cruzó, llegando hastala Plaza. Siguió andando, s iempre
calmoso. Una canasta con flores le recordó la verja de Palermo, el beso entre
jazmines de la última noche. La cabeza despeinada de la mujer caía en su brazo.
Luego el beso rápido en la esquina, la ternura en la boca, la interminable mirada
brillante. Y esta noche, también esta noche. Sintió de improviso que era feliz; tan
claramente, que casi se detuvo, como si su felicidad estuviera pasándole al lado, y
él pudiera verla, ágil y fina, cruzando la plaza con veloces pasos.

Sonrió al agua temblorosa de la fuente. Junto a la gran chiquilla dormida en piedra,


alcanzó una moneda al hombre andrajoso que aún no se la había pedido. Ahora le
hubiera gustado una cabeza de niño para acariciar al paso. Pero los chicos jugaban
más allá, corriendo en el rectángulo de pedregullo rojizo. Solo pudo volcarse
hincando los músculos del pecho, pisando fuerte en la rejilla que colaba el viento
cálido del subterráneo.

Siguió, pensando en la caricia agradecida de los dedos de Nené en su brazo cuando


le contara aquel golpe de dicha venido de ella, y en que se necesita un cierto

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adiestramiento para poder envasar la felicidad. Iban a lanzarse en la fundación dela
Academia dela Dicha, un proyecto que adivinaba magnífico, con un audaz edificio
de cristal saltando de una ciudad enjardinada, llena de «bares», columnas de níquel,
orquestas junto a playas de oro, y miles de «affiches» color rosa, desde donde
sonreían mujeres de ojos borrachos, cuando notó que la mujer extraña y rubia de
un momento antes caminaba a su lado, apenas unos metros a la derecha. Dobló la
cabeza, mirándola.

Pequeña, con un largo impermeable verde oliva atado en la cintura como


quebrándola, las manos en los bolsillos, un cuello de camisa de «tennis», la moña
roja de la corbata cubriéndole el pecho. Caminaba lenta, golpeando las rodillas en
la tela del abrigo con un débil ruido de toldo que sacude el viento. Dos puñados de
pelo rojizo salían del sombrero sin alas. El perfil afinado y todas las luces
espejeándole en los ojos. Pero el secreto de la pequeña figura estaba en los tacones
demasiado altos, que la obligaban a caminar con lenta majestad, hiriendo el suero
en un ritmo invariable de relojería. Y rápido como si sacudiera pensamientos tristes,
la cabeza giraba hacia la izquierda chorreando una mirada a Baldi y volvía a mirar
hacia adelante. Dos, cuatro, seis veces, la ojeaba fugaz.

De pronto, un hombre bajo y gordo, con largos bigotes retintos. Sujeto por la torcida
boca a la oreja semioculta de la mujer, siguiéndola tenaz y murmurante en las
direcciones sesgadas que ella tomaba para separarlo.

Baldi sonrió y alzó los ojos a lo alto del edificio. Ya las ocho y cuarto. La brocha
sedosa en el salón de la peluquería, el traje azul sobre la cama, el salón del
restaurante. En todo caso, a las nueve y media podría estar en Palermo. Se abrochó
rápidamente el saco y caminó hasta ponerse junto a la pareja. Tenía la cara
ennegrecida de barba y el pecho lleno de aire, un poco inclinado hacia adelante
como si lo desequilibrara el peso de los puños. El hombre de los largos bigotes hizo
girar los ojos en rápida inspección; luego los detuvo con aire de profundo interés,
en la esquina lejana de la plaza. Se apartó en silencio, a pasos menudos y fue a
sentarse en un banco de piedra, con un suspiro de satisfecho descanso. Baldi lo
oyó silbar, alegre y distraído, una musiquita infantil.

93
Pero ya estaba la mujer, adherida a su rostro con los grandes ojos azules, la sonrisa
nerviosa e inquieta, los vagos gracias, gracias, señor… Algo de subyugado y
seducido que se delataba en ella, lo impulsó a no descubrirse, a oprimir los labios,
mientras la mano rozaba el ala del sombrero.

-No hay por qué -y alzó los hombros, como acostumbrado a poner en fuga a
hombres molestos y bigotudos.

-¿Por qué lo hizo? Yo, desde que lo vi…

Se interrumpió turbada; pero ya estaban caminando juntos. Hasta cruzar la plaza,


se dijo Baldi.

-No me llame señor. ¿Qué decía? Desde que me vio…

Notó que las manos que la mujer movía en el aire en gesto de exprimir limones,
eran blancas y finas. Manos de dama con esa ropa, con ese impermeable en noche
de luna.

-¡Oh! Usted va a reírse.

Pero era ella la que reía, entrecortada, temblándole la cabeza, Comprendió, por las
r suaves y las s silbantes, que la mujer era extranjera. Alemana, tal vez. Sin saber
por qué, esto le pareció fastidioso y quiso cortar.

-Me alegro mucho, señorita, de haber podido…

-Sí, no importa que se ría. Yo, desde que lo vi esperando para cruzar la calle,
comprendí que usted no era un hombre como todos. Hay algo raro en usted, tanta
fuerza, algo quemante… Y esa barba, que lo hace tan orgulloso…

Histérica y literata, suspiró Baldi. Debiera haberme afeitado esta tarde. Pero sentía
viva la admiración de la mujer; la miró de costado, con fríos ojos de examen.

-¿Por qué piensa eso? ¿Es que me conoce, acaso?

-No sé, cosas que se sienten. Los hombres, la manera de llevar el sombrero… no
sé. Algo. Le pedí a Dios quehiciera que usted me hablara.

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Siguieron caminando en una pausa durante la cual Baldi pensó en todas las etapas
que aún debía vencer para llegar a tiempo a Palermo. Se habían hecho escasos los
automóviles, y los paseantes. Llegaban los ruidos de la avenida, los gritos aislados
y ya sin convicción de los vendedores de diarios.

Se detuvieron en la esquina. Baldi buscaba la frase de adiós en los letreros, los


focos y el cielo con luna nueva. Ella rompió la pausa con cortos ruidos de risa
filtrados por la nariz. Risa de ternura, casi de llanto, como si se apretara contra un
niño. Luego alzó una mirada temerosa.

-Tan distinto a los otros… Empleados, señores, jefes de las oficinas… -las manos
exprimían rápidas mientras agregaba-: Si usted fuera tan bueno de estarse unos
minutos. Si quisiera hablarme de su vida… ¡Yo sé que es todo tan extraordinario!

Baldi volvió a acariciar los billetes de Antonio Vergara contra Samuel Freider. Sin
saber si era por vanidad o lástima, se resolvió. Tomó el brazo de la mujer, y hosco,
sin mirarla, sintiendo impasible los maravillados y agradecidos ojos azules apoyados
en su cara, la fue llevando hacia la esquina de Victoria, donde la noche era más
fuerte.

Unos faroles rojos clavados en el aire obscurecidos. Estaban arreglando la calle.


Una verja de madera rodeando máquinas, ladrillos, pilas de bolsas. Se acodó en la
empalizada. La mujer se detuvo indecisa, dio unos pasos cortos, las manos en los
bolsillos del perramus, mirando con atención la cara endurecida que Baldi inclinaba
sobre el empedrado roto. Luego se acercó, recostada a él, mirando con forzado
interés las herramientas abandonadas bajo el toldo de lona.

Evidente que la empalizada rodeaba el Fuerte Coronel Rich, sobre el Colorado, a


equis millas de la frontera de Nevada. Pero él ¿era Wenonga, el de la pluma solitaria
sobre el cráneo aceitado, o Mano Sangrienta, o Caballo Blanco, jefe de los sioux?
Porque si estuviera del otro lado de los listones con punta flordelisada, ¿qué cara
pondría la mujer si él saltara sobre la madera si estuviera rodeado por la valla, sería
un blanco defensor del fuerte, Buffalo Bill de altas botas, guantes de mosquetero y

95
mostachos desafiantes. Claro que no servía, que no pensaba asustar a la mujer con
historias para niños. Pero estaba lanzado y apretó la boca en seguridad y fuerza.

Se apartó bruscamente. Otra vez, sin mirarla, fijos los ojos en el final de la calle
como en la otra punta del mundo:

-Vamos.

Y en seguida, en cuanto vio que la mujer lo obedecía dócil y esperando:

-¿Conoce Sud África?

-¿África … ?

-Sí. África del Sur. Colonia del Cabo. El Transvaal.

-No. ¿Es… muy lejos, verdad?

-¡Lejos…! ¡Oh, sí, unos cuantos días de aquí!

-¿Ingleses, allí?

-Sí, principalmente ingleses. Pero hay de todo.

-¿Y usted estuvo?

-¡Si estuve! -la cara se le balanceaba sopesando los recuerdos-. El Transvaal… Sí,
casi dos años.

-Then, do you know English?

-Very little and very bad. Se puede decir que lo olvidé por completo.

-¿Y qué hacía allí?

-Un oficio extraño. Verdaderamente, no necesitaba saber idiomas para


desempeñarme.

Ella caminaba moviendo la cabeza hacia Baldi y hacia adelante, como quien está
por decir algo y vacila; pero no decía nada, limitándose a mover nerviosamente los
hombros aceituna. Baldi la miró de costado, sonriendo a su oficio sudafricano. Ya
debían ser las ocho y media. Sintió tan fuerte la urgencia del tiempo que era como

96
si ya estuviera extendido en el sillón de la peluquería oliendo el aire perfumado,
cerrados los ojos, mientras la espuma tibia se le va engrosando en la cara. Pero ya
estaba la solución; ahora la mujer tendría que irse. Abiertos los ojos espantados,
alejándose rápido, sin palabras. Conque hombres extraordinarios, ¿eh…?

Se detuvo frente a ella y se arqueó para acercarle el rostro.

-No necesitaba saber inglés, porque las balas hablan una lengua universal. En
Transvaal, África del Sur, me dedicaba a cazar negros.

No había comprendido, porque sonrió parpadeando:

-¿A cazar negros? ¿Hombres negros?

Él sintió que la bota que avanzaba en Transvaal se hundía en ridículo. Pero los
dilatados ojos azules seguían pidiendo con tan anhelante humildad, que quiso
seguir como despenándose.

-¡Sí, un puesto de responsabilidad! Guardián en las minas de diamantes. Es un lugar


solitario. Mandan el relevo cada seis meses. Pero es un puesto conveniente; pagan
en libras. Y, a pesar de la soledad, no siempre aburrido. A veces hay negros que
quieren escapar con diamantes, piedras sucias, bolsitas con polvo. Estaban los
alambres electrizados. Pero también estaba yo, con ganas de distraerme volteando
negros ladrones. Muy divertido, le aseguro. Pam, pam y el negro termina su carrera
con una voltereta.

Ahora la mujer arrugaba el entrecejo, haciendo que sus ojos pasaran frente al pecho
de Baldi sin tocarlo.

-¿Y usted mataba negros? ¿Así, con un fusil?

-¿Fusil? Oh, no. Los negros ladrones se cazan con ametralladoras, Marca
Schneider. Doscientos cincuenta tiros por minuto.

-¿Y usted…?

-¡Claro que yo! Y con mucho gusto.

97
Ahora sí. La mujer se había apartado y miraba alrededor, entreabierta la boca,
respirando agitada. Divertido si llamara un vigilante. Pero se volvió con timidez al
cazador de negros, pidiendo:

-Si quisiera… Podríamos sentarnos un momento en la placita.

-Vamos.

Mientras cruzaban hizo un último intento:

-¿No siente un poco de repugnancia? ¿Por mí, por lo que he contado? -con un tono
burlón que suponía irritante.

Ella sacudió la cabeza, enérgica

-Oh, no. Yo pienso que tendrá usted que haber sufrido mucho.

-No me conoce. ¿Yo, sufrir por los negros?

-Antes, quiero decir. Para haber sido capaz de eso, de aceptar ese puesto.

Todavía era capaz de extenderle una mano encima de la cabeza, murmurando la


absolución. Vamos a ver hasta dónde aguanta la sensibilidad de una institutriz
alemana.

-En la casita tenía aparato telegráfico para avisar cuando un negro moría por
imprudencia. Pero a veces estaba tan aburrido, que no avisaba. Descomponía el
aparato para justificar la tardanza si venia la inspección y tomaba el cuerpo del
negro como compañero. Dos o tres días lo veía pudrirse, hacerse gris, hincharse.
Me llevaba hasta él un libro, la pipa, y leía; en ocasiones, cuando encontraba un
párrafo interesante, leía en voz alta. Hasta que mi compañero comenzaba a oler de
una manera incorrecta. Entonces arreglaba el aparato, comunicaba el accidente y
me iba a pasear al otro lado de la casita.

Ella no sufría suspirando por el pobre negro descomponiéndose al sol. Sacudía la


triste cabeza inclinada para decir:

-Pobre amigo. ¡Qué vida! Siempre tan solo…

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Ya sentado en un banco oscuro de la plazoleta, renunció a la noche y le tomó gusto
al juego. Rápidamente, con un estilo nervioso e intenso, siguió creando al Baldi de
las mil caras feroces que la admiración de la mujer hacía posible. De la mansa
atención de ella, estremecida contra su cuerpo, extrajo el Baldi que gastaba en
aguardiente, en una taberna de marinos en tricota -Marsella o El Havre- el dinero
de amantes flacas y pintarrajeadas. Del oleaje que fingían las nubes en el cielo gris ,
el Baldi que se embarcó un mediodía en el Santa Cecilia con diez dólares y un
revólver. Del leve viento que hacía bailar el polvo de una casa en construcción, el
gran aire arenoso del desierto, el Baldi enrolado enla Legión Extranjera que
regresaba a las poblaciones con una trágica cabeza de moro ensartada en la
bayoneta.

Así, hasta que el otro Baldi fue tan vivo que pudo pensar en él como en un conocido.
Y entonces, repentinamente, una idea se le clavó tenaz. Un pensamiento lo aflojó
en desconsuelo, junto al perramus de la mujer ya olvidada.

Comparaba al mentido Baldi con él mismo, con este hombre tranquilo e inofensivo
que contaba historias a las Bovary de plaza Congreso. Con el Baldi que tenía una
novia, un estudio de abogado, la sonrisa respetuosa del portero, el rollo de billetes
de Antonio Vergara contra Samuel Freider, cobros de pesos. Una lenta vida idiota,
como todo el mundo. Fumaba rápidamente, lleno de amargura, los ojos fijos en el
cuadrilátero de un cantero. Sordo a las vacilantes palabras de la mujer, que terminó
callando, doblando el cuerpo para empequeñecerse.

Porque el Dr. Baldi no fue capaz de saltar un día sobre la cubierta de una barcaza,
pesada de bolsas o maderas. Porque no se había animado a aceptar que la vida es
otra cosa, que la vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles,
ni hombres sensatos. Porque había cerrado los ojos y estaba entregado, como
todos. Empleados, señores, jefes de las oficinas.

Tiró el cigarrillo y se levantó. Sacó el dinero y puso un billete sobre las rodillas de la
mujer.

-Tomá. ¿Querés más?

99
Agregó un billete más grande, sintiendo que la odiaba, que hubiera dado cualquier
cosa por no haberla encontrado. Ella sujetó los billetes con la mano para
defenderlos del viento.

-Pero. Yo no le he dicho… Yo no sé… -inclinándose hacia él, más azules que nunca
los grandes ojos, desilusionada la boca-. ¿Se va?

-Sí, tengo que hacer. Chau.

Volvió a saludar conla mano, con el gesto seco que hubiera usado el posible Baldi,
y se fue. Pero volvió a los pocos pasos y acercó el rostro barbudo a la mímica
esperanzada de la mujer, que sostenía en alto los dos billetes, haciendo girar la
muñeca. Habló con la cara ensombrecida, haciendo sonar las palabras como
insultos.

-Ese dinero que te di lo gano haciendo contrabando de cocaína. En el Norte.

100
Semana 7: Narrador

Núcleos de conocimiento

Voz narrativa

Narrador omnisciente

Narrador con

Narrador deficiente

Actividad 6

Indicaciones

Lee tu libro de Literatura I de la 60 a la 63. Después realiza la lectura de los relatos


El muerto de Jorge Luis Borges, El hombre de Juan Rulfo y Crónica de una muerte
anunciada de Gabriel García Márquez.

A partir de estos relatos desarrolla un texto en el que comentes las características


y tipos de narradores de estos tres relatos.

Para dicho trabajo puedes ayudarte de las siguientes preguntas:

¿Quién narra los acontecimientos? (Explica)

¿Qué tanto saben los narradores lo que sucede a los personajes y a su alrededor?
(Explica)

Elementos del trabajo

---Alto nivel de comprensión de los relatos

---Ubicación y explicación de las características de cada uno de los narradores de


estos relatos.

101
---Disertación de los niveles de complejidad de los relatos.

Extensión del trabajo: Una página, letras Arial 12.

Fecha límite de entrega: 22 de octubre

102
El hombre

Juan Rulfo

LOS PIES DEL hombre se hundieron en la arena dejando una huella sin forma,
como si fuera la pezuña de algún animal. Treparon sobre las piedras,
engarruñándose al sentir la inclinación de la subida; luego caminaron hacia arriba,
buscando el horizonte.

“Pies planos —dijo el que lo seguía—. Y un dedo de menos. Le falta el dedo gordo
en el pie izquierdo. No abundan fulanos con estas señas. Así que será fácil.”

La vereda subía, entre yerbas, llena de espinas y de malas mujeres. Parecía un


camino de hormigas de tan angosta. Subía sin rodeos hacia el cielo. Se perdía allí
y luego volvía a aparecer más lejos, bajo un cielo más lejano.

Los pies siguieron la vereda, sin desviarse. El hombre caminó apoyándose en los
callos de sus talones, raspando las piedras con las uñas de sus pies, rasguñándose
los brazos, deteniéndose en cada horizonte para medir su fin: “No el mío sino el de
él”, dijo. Y volvió la cabeza para ver quién había hablado.

Ni una gota de aire, sólo el eco de su ruido entre las ramas rotas. Desvanecido a
fuerza de ir a tientas, calculando sus pasos, aguantando hasta la respiración: “Voy
a lo que voy”, volvió a decir. Y supo que era él el que hablaba.

“Subió por aquí, rastrillando el monte —dijo el que lo perseguía—. Cortó las ramas
con un machete. Se conoce que lo arrastraba el ansia. Y el ansia deja huellas
siempre. Eso lo perderá.”

Comenzó a perder el ánimo cuando las horas se alargaron y detrás de un horizonte


estaba otro y el cerro por donde subía no terminaba. Sacó el machete y cortó las
ramas duras como raíces y tronchó la yerba desde la raíz. Mascó un gargajo
mugroso y lo arrojó a la tierra con coraje. Se chupó los dientes y volvió a escupir.
E1 cielo estaba tranquilo allá arriba, quieto, trasluciendo sus nubes entre la silueta
de los palos guajes, sin hojas. No era tiempo de hojas. Era ese tiempo seco y roñoso

103
de espinas y de espigas secas y silvestres. Golpeaba con ansia los matojos con el
machete: “Se amellará con este trabajito, más te vale dejar en paz las cosas”.

Oyó allá atrás su propia voz.

“Lo señaló su propio coraje —dijo el perseguidor—. Él ha dicho quién es, ahora sólo
falta saber dónde está. Terminaré de subir por donde subió, después bajaré por
donde bajó, rastreándolo hasta cansarlo. Y donde yo me detenga, allí estará. Se
arrodillará y me pedirá perdón. Y yo le dejaré ir un balazo en la nuca... Eso sucederá
cuando yo te encuentre.”

Llegó al final. Sólo el puro cielo, cenizo, medio quemado por la nublazón de la noche.
La tierra se había caído para el otro lado. Miró la casa enfrente de él, de la que salía
el último humo del rescoldo. Se enterró en la tierra blanda, recién removida. Tocó la
puerta sin querer, con el mango del machete. Un perro llegó y le lamió las rodillas,
otro más corrió a su alrededor moviendo la cola. Entonces empujó la puerta sólo
cerrada a la noche.

El que lo perseguía dijo: “Hizo un buen trabajo. Ni siquiera los despertó. Debió llegar
a eso de la una, cuando el sueño es más pesado; cuando comienzan los sueños;
después del ‘Descansen en paz’, cuando se suelta la vida en manos de la noche
con el cansancio del cuerpo raspa las cuerdas de la desconfianza y las rompe”.

“No debí matarlos a todos —dijo el hombre—. ”Al menos no a todos”. Eso fue lo que
dijo.

La madrugada estaba gris, llena de aire frío. Bajó hacia el otro lado, resbalándose
por el zacatal. Soltó el machete que llevaba todavía apretado en la mano cuando el
frío le entumeció las manos. Lo dejó allí. Lo vio brillar como un pedazo de culebra
sin vida, entre las espigas secas.

El hombre bajó buscando el río, abriendo una nueva brecha entre el monte.

Muy abajo el río corre mullendo sus aguas entre sabinos florecidos; meciendo su
espesa corriente en silencio. Camina y da vuelta sobre sí mismo. Va y viene como
una serpentina enroscada sobre la tierra verde. No hace ruido. Uno podría dormir

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allí, junto a él, y alguien oiría la respiración de uno, pero no la del río. La hiedra baja
desde los altos sabinos y se hunde en el agua, junta sus manos y forma telarañas
que el río no deshace en ningún tiempo.

El hombre encontró la línea del río por el color amarillo de los sabinos. No lo oía.
Sólo lo veía retorcerse bajo las sombras. Vio venir las chachalacas. La tarde anterior
se habían ido siguiendo, el sol, volando en parvadas detrás de la luz. Ahora el sol
estaba por salir y ellas regresaban de nuevo.

Se persignó hasta tres veces. “Discúlpenme”, les dijo. Y comenzó su tarea. Cuando
llegó al tercero, le salían chorretes de lágrimas. O tal vez era sudor. Cuesta trabajo
matar. El cuero es correoso. Se defiende aunque se haga a la resignación y el
machete estaba mellado: “Ustedes me han de perdonar”, volvió a decirles.

“Se sentó en la arena de la playa —eso dijo el que lo perseguía—. Se sentó aquí y
no se movió por un largo rato. Esperó a que despejaran las nubes. Pero el sol no
salió ese día, ni al siguiente. Me acuerdo. Fue el domingo aquel en que se me murió
el recién nacido y fuimos a enterrarlo. No teníamos tristeza, sólo tengo memoria de
que el cielo estaba gris y de que las flores que llevamos estaban desteñidas y
marchitas como si sintieran la falta del sol.”

“El hombre ese se quedó aquí, esperando. Allí estaban sus huellas: el nido que hizo
junto a los matorrales; el calor de su cuerpo abriendo un pozo en la tierra húmeda.”

“No debí haberme salido de la vereda —pensó el hombre. Por allá hubiera llegado.
Pero es peligroso caminar por donde todos caminan, sobre todo llevando este peso
que yo llevo. Este peso se ha de ver por cualquier ojo que me mire; se ha de ver
como si fuera una hinchazón rara. Yo así lo siento. Cuando sentí que me había
cortado un dedo, la gente lo vio y yo no, hasta después. Así ahora, aunque no
quiera, tengo que tener alguna señal. Así lo siento, por el peso, o tal vez el esfuerzo
me cansó”. Luego añadió: “No debí matarlos a todos; me hubiera conformado con
el que tenía que matar; pero estaba oscuro y los bultos eran iguales... Después de
todo, así de a muchos les costará menos el entierro.”

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“Te cansarás primero que yo. Llegaré a donde quieres llegar antes que tú estés allí
—dijo el que iba detrás de él—. Me sé de memoria tus intenciones, quién eres y de
dónde eres y adónde vas. Llegaré antes que tú llegues.”

“Este no es el lugar —dijo el hombre al ver el río—.“Lo cruzaré aquí y luego más
allá y quizá salga a la misma orilla. Tengo que estar al otro lado, donde no me
conocen, donde nunca he estado y nadie sabe de mí; luego caminaré derecho,
hasta llegar. De allí nadie me sacará nunca”.

Pasaron más parvadas de chachalacas, graznando con gritos que ensordecían.

“Caminaré más abajo. Aquí el se hace un enredijo y puede devolverme a donde no


quiero regresar.”

“Nadie te hará daño nunca, hijo. Estoy aquí para protegerte. Por eso nací antes que
tú y mis huesos se endurecieron antes que los tuyos”.

Oía su voz, su propia voz, saliendo despacio de su boca. La sentía sonar como una
cosa falsa y sin sentido.

¿Por qué habría dicho aquello? Ahora su hijo se estaría burlando de él. O tal vez
no. “Tal vez esté lleno de rencor conmigo por haberlo dejado solo en nuestra última
hora”. Porque era también la mía; era únicamente la mía. É1 vino por mí. No los
buscaba a ustedes, simplemente era yo el final de su viaje, la cara que él soñaba
ver muerta, restregada contra el lodo, pateada y pisoteada hasta la desfiguración.
Igual que lo que yo hice con su hermano; pero lo hice cara a cara, José Alcancía,
frente a él y frente a ti y tú nomás llorabas y temblabas de miedo. Desde entonces
supe quién eras y cómo vendrías a buscarme. Te esperé un mes, despierto de día
y de noche, sabiendo que llegarías a rastras, escondido como una mala víbora. Y
llegaste tarde. Y yo también llegué tarde. Llegué detrás de ti. Me entretuvo el
entierro del recién nacido. Ahora entiendo. Ahora entiendo por qué se me
marchitaron las flores en la mano.”

“No debí matarlos a todos —iba pensando el hombre—. No valía la pena echarme
ese tercio tan pesado en mi espalda. Los muertos pesan más que los vivos; lo
aplastan a uno. Debía de haberlos tentaleado de uno por uno hasta dar con él; lo
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hubiera conocido por el bigote; aunque estaba oscuro hubiera sabido dónde pegarle
antes que se levantara... Después de todo, así estuvo mejor. Nadie los llorará y yo
viviré en paz. La cosa es encontrar el paso para irme de aquí antes que me agarre
la noche.”

El hombre entró a la angostura del río por la tarde. E1 sol no había salido en todo el
día, pero la luz se había borneado, volteando las sombras; por eso supo que era
después del mediodía.

“Estás atrapado —dijo el que iba detrás de él y que ahora estaba sentado a la orilla
del río—. Te has metido en un atolladero. Primero haciendo tu fechoría y ahora
yendo hacia los cajones, hacia tu propio cajón. No tiene caso que te siga hasta allá.
Tendrás que regresar en cuanto te veas encañonado. Te esperaré aquí.
Aprovecharé el tiempo para medir la puntería, para saber dónde te voy a colocar la
bala. Tengo paciencia y tú no la tienes, así que ésa es mi ventaja. Tengo mi corazón
que resbala y da vueltas en su propia sangre, y el tuyo está desbaratado, revenido
y lleno de pudrición. Esa es también mi ventaja. Mañana estarás muerto, o tal vez
pasado mañana o dentro de ocho días. No importa el tiempo. Tengo paciencia.”

El hombre vio que el río se encajonaba entre altas paredes y se detuvo. “Tendré
que regresar”, dijo.

El río en estos lugares es ancho y hondo y no tropieza con ninguna piedra. Se


resbala en un cauce como de aceite espeso y sucio. Y de vez en cuando se traga
alguna rama en sus remolinos, sorbiéndola sin que se oiga ningún quejido.

“Hijo —dijo el que estaba sentado esperando—: no tiene caso que te diga que el
que te mató está muerto desde ahora”. ¿Acaso yo ganaré algo con eso? La cosa
es que yo no estuve contigo. ¿De qué sirve explicar nada? No estaba contigo. Eso
es todo. Ni con ella. Ni con él. “No estaba con nadie; porque el recién nacido no m e
dejó ninguna señal de recuerdo.”

El hombre recorrió un largo tramo río arriba.

En la cabeza le rebotaban burbujas de sangre. “Creí que el primero iba a despertar


a los demás con su estertor, por eso me di prisa.” “Discúlpenme la apuración”, les
107
dijo. Y después sintió que el gorgoreo aquel era igual al ronquido de la gente
dormida; por eso se puso tan en calma cuando salió a la noche de afuera, al frío de
aquella noche nublada.

Parecía venir huyendo. Traía una porción de lodo en las zancas, que ya ni se s abía
cuál era el color de sus pantalones.

Lo vi desde que se zambulló en el río. Apechugó el cuerpo y luego se dejó ir


corriente abajo, sin manotear, como si caminara pisando el fondo. Después rebasó
la orilla y puso sus trapos a secar. Lo vi que temblaba de frío. Hacía aire y estaba
nublado.

Me estuve asomando desde el boquete de la cerca donde me tenía el patrón al


encargo de sus borregos. Volvía y miraba a aquel hombre sin que él se maliciara
que alguien lo estaba espiando.

Se apalancó en sus brazos y se estuvo estirando y aflojando su humanidad, dejando


orear el cuerpo para que se secara. Luego se enjaretó la camisa y los pantalones
agujerados. vi que no traía machete ni ningún arma. Sólo la pura funda que le
colgaba de la cintura, huérfana.

Miró y remiró para todos lados y se fue. Y ya iba yo a enderezarme para arriar mis
borregos, cuando lo volví a ver con la misma traza de desorientado.

Se metió otra vez al río, en el brazo de en medio, de regreso.

“¿Qué traerá este hombre?”, me pregunté.

Y nada. Se echó de vuelta al río y la corriente se soltó zangoloteándolo como un


reguilete, y hasta por poco y se ahoga. Dio muchos manotazos y por fin no pudo
pasar y salió allá a bajo, echando buches de agua hasta desentriparse.

Volvió a hacer la operación de secarse en pelota y luego arrendó río arriba por el
rumbo de donde había venido.

108
Que me lo dieran ahorita. De saber lo que había hecho lo hubiera apachurrado a
pedradas y ni siquiera me entraría el remordimiento.

Ya lo decía yo que era un juilón. Con sólo verle la cara. Pero no soy adivino, señor
licenciado. Sólo soy un cuidador de borregos y hasta sí usted quiere algo miedoso
cuando da la ocasión. Aunque, como usted dice, lo pude muy bien agarrar
desprevenido y una pedrada bien dada en la cabeza lo hubiera dejado allí bien tieso.
Usted ni quien se lo quite que tiene la razón.

Eso que me cuenta de todas las muertes que debía y que acababa de efectuar, no
me lo perdono. Me gusta matar matones, créame usted. No es la costumbre; pero
se ha de sentir sabroso ayudarle a Dios a acabar con esos hijos del mal.

La cosa es que no todo quedó allí. Lo vi venir de nueva cuenta al día siguiente. Pero
yo todavía no sabía nada. ¡De haberlo sabido!

Lo vi venir más flaco que el día antes con los huesos afuerita del pellejo, con la
camisa rasgada. No creí que fuera él, así estaba de desconocido.

Lo conocí por el arrastre de sus ojos: medio duros, como que lastimaban. Lo vi beber
agua y luego hacer buches como quien está enjuagándose la boca; pero lo que
pasaba era que se había tragado un buen puño de ajolotes, porque el charco donde
se puso a sorber era bajito y estaba plagado de ajolotes. Debía de tener hambre.

Le vi los ojos, que eran dos agujeros oscuros como de cueva.

Se me arrimó y me dijo: “¿Son tuyas esas borregas?” Y yo le dije que no. “Son de
quien las parió”, eso le dije.

No le hizo gracia la cosa. Ni siquiera peló el diente. Se pegó a la más hobachona


de mis borregas y con sus manos como tenazas le agarró las patas y le sorbió el
pezón. Hasta acá se oían los balidos del animal; pero él no la soltaba, seguía chupe
y chupe hasta que se hastió de mamar. Con decirle que tuve que echarle creolina
en las ubres para que se le desinflamaran y no se le fueran a infestar los mordiscos
que el hombre les había dado.

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¿Dice usted que mató a toditita la familia de los Urquidi? De haberlo sabido lo atajo
a puros leñazos.

Pero uno es ignorante. Uno vive remontado en el cerro, sin más trato que los
borregos, y los borregos no saben de chismes.

Y al otro día se volvió a aparecer. Al llegar yo, llegó él. Y hasta entramos en amistad.

Me contó que no era de por aquí, que era de un lugar muy lejos; pero que no podía
andar ya porque le fallaban las piernas: “Camino y camino y ando nada. Se me
doblan las piernas de la debilidad. Y mi tierra está lejos, más allá de aquellos cerros.”
Me contó que se había pasado dos días sin comer más que puros yerbajos. Eso me
dijo. ¿Dice usted que ni piedad le entró cuando mató a los familiares de los Urquidi?
De haberlo sabido se habría quedado en juicio y con la boca abierta mientras estaba
bebiéndose la leche de mis borregas.

Pero no parecía malo. Me contaba de su mujer y de sus chamacos.

Y de lo lejos que estaban de él. Se sorbía los mocos al acordarse de ellos.

Y estaba reflaco, como trasijado. Todavía ayer se comió un pedazo de animal que
se había muerto del relámpago. Parte amaneció comida de seguro por las hormigas
arrieras y la parte que quedó él la tatemó en las brasas que yo prendía para
calentarme las tortillas y le dio fin. Ruñó los huesos hasta dejarlos pelones.

“El animalito murió de enfermedad”, le dije yo.

Pero como si ni me oyera. Se lo tragó enterito. Tenía hambre.

Pero dice usted que acabó con la vida de esa gente. De haberlo sabido. Lo que es
ser ignorante y confiado. Yo no soy más que borreguero y de ahí en más no se
nada. ¡Con decirles que se comía mis mismas tortillas y que las embarraba en mi
mismo plato!

¿De modo que ahora que vengo a decirle lo que sé, yo salgo encubridor? Pos ahora
sí. ¿Y dice usted que me va a meter a la cárcel por esconder a ese individuo? Ni
que yo fuera el que mató a la familia esa. Yo sólo vengo a decirle que allí en un

110
charco del río está un difunto. Y usted me alega que desde cuándo y cómo es y de
qué modo es ese difunto. Y ahora que yo se lo digo, salgo encubridor. Pos ahora sí.

Créame usted, señor licenciado, que de haber sabido quién era aquel hombre no
me hubiera faltado el modo de hacerlo perdidizo. ¿Pero yo qué sabía? Yo no soy
adivino. Él sólo me pedía de comer y me platicaba de sus muchachos, chorreando
lágrimas.

Y ahora se ha muerto. Yo creí que había puesto a secar sus trapos entre las piedras
del río; pero era él, enterito, el que estaba allí boca abajo, con la cara metida en el
agua. Primero creí que se había doblado al empinarse sobre el río y no había podido
ya enderezar la cabeza y que luego se había puesto a resollar agua, hasta que le vi
la sangre coagulada que le salía por la boca y la nuca repleta de agujeros como si
lo hubieran taladrado.

Yo no voy a averiguar eso. Sólo vengo a decirle lo que pasó, sin quitar ni poner
nada. Soy borreguero y no sé de otras cosas.

111
El muerto

Jorge Luis Borges

Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más
virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la
frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano
imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Benjamin
Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que
murió en su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los
detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas
páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.

Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente


mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha
revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario,
tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia
le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la
travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo,
con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la
medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos
troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo
atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el
entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y
de poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo,
rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.

Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser


contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el
indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un
adorno más, como el negro bigote cerdoso.

112
Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se
produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a
un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de
tierra, los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara
esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún
remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración,
cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda
que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que
Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que
el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora
nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo
Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera,
le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le
propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la
madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.

Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y
de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces
atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras
naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que
entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los
cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un
año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a
manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las
tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante
ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente,
porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante
cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina
que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que
debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de
inextricable y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los
negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero

113
es ser un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los
compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de caña;
Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y
también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo
valgo más que todos sus orientales juntos.

Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la
ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres
tienden los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a
Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su
dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa
tarea. Éste se siente vagamente humillado, pero satisfecho también.

El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay


una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de
cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la
luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de
sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora
nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté
mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso,
ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir
y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla
de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las
trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse. Días después, les llega
la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier
lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el
último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y
menesterosa. "El Suspiro" se llama ese pobre establecimiento. Otálora oye en rueda
de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué;
alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar
demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma

114
ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los
jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.

Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el
aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas,
una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano
Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y
de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a
desdén o a mera barbarie. Sabe, eso si, que para el plan que está maquinando tiene
que ganar su amistad. Entra después en el destino de Benjamin Otálora un colorado
cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y
carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad
del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo
rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son
atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.

Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de


la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor
gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método
ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a
Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le
confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo
después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar,
en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura
los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente
riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le
atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al "Suspiro" en el
colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa
noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de
estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día.

Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se


ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.

115
La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de
1894. Esa noche, los hombres del "Suspiro" comen cordero recién carneado y
beben un alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una trabajosa
milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación sobre
exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible
destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche.
Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una
obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre
en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una
voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:

-Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista
de todos.

Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han
tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y
el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de
morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte,
que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto,
porque para Bandeira ya estaba muerto.

Suárez, casi con desdén, hace fuego.

116
Semana 8. Tiempo narrativo

Núcleos del conocimiento

Analepsis

Prolepsis

Tiempo lineal

Juegos temporales

Foro 2

Indicaciones:

Lee tu libro de Literatura I de la página 67 a la 73. Posteriormente lee los relatos


Emma Zunz de Jorge Luis Borges y Talpa de Juan Rulfo.

Comenta en el Foro 2 el uso del tiempo que hacen los autores. Por ejemplo,
¿Cuándo utilizan una Analepsis? ¿Cuánto tiempo sucede entre el principio y el final
de las historias? etc.

Elementos de la participación

---Nivel alto en la comprensión de los textos leídos

---Ubicación de elementos temporales en los relatos.

Realiza una réplica a alguno de sus compañeros

Fecha límite para participación y réplica: 29 de octubre

117
Talpa

Juan Rulfo

Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto
quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que
regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de
consuelo.

Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días difíciles, cuando tuvimos que
enterrar a Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando
ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos pusimos a escarbar la
sepultura desenterrando los terrones con nuestras manos -dándonos prisa para
esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera espantando ya a nadie
con el olor de su aire lleno de muerte-, entonces no lloró.

Ni después, al regreso, cuando nos vinimos caminando de noche sin conocer el


sosiego, andando a tientas como dormidos y pisando con pasos que parecían
golpes sobre la sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía estar
endurecida y traer el corazón apretado para no sentirlo bullir dentro de ella. Pero de
sus ojos no salió ninguna lágrima.

Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo para acongojarla y que supiera
que sufría, acongojándonos de paso a todos, porque yo también sentí ese llanto de
ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de nuestros pecados.

Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos


a Talpa para que se muriera. Y se murió. Sabíamos que no aguantaría tanto camino;
pero, así y todo, lo llevamos empujándolo entre los dos, pensando acabar con él
para siempre. Eso hicimos.

La idea de ir a Talpa salió de mi hermano Tanilo. A él se le ocurrió primero que a


nadie. Desde hacía años que estaba pidiendo que lo llevaran. Desde hacía años.
Desde aquel día en que amaneció con unas ampollas moradas repartidas en los

118
brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le convirtieron en llagas por
donde no salía nada de sangre y sí una cosa amarilla como goma de copal que
destilaba agua espesa. Desde entonces me acuerdo muy bien que nos dijo cuánto
miedo sentía de no tener ya remedio. Para eso quería ir a ver a la Virgen de Talpa;
para que Ella con su mirada le curara sus llagas. Aunque sabía que Talpa estaba
lejos y que tendríamos que caminar mucho debajo del sol de los días y del frío de
las noches de marzo, así y todo quería ir. La Virgencita le daría el remedio para
aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía hacer eso: lavar las
cosas, ponerlo todo nuevo de nueva cuenta como un campo recién llovido. Ya allí,
frente a Ella, se acabarían sus males; nada le dolería ni le volvería a doler más. Eso
pensaba él.

Y de eso nos agarramos Natalia y yo para llevarlo. Yo tenía que acompañar a Tanilo
porque era mi hermano. Natalia tendría que ir también, de todos modos, porque era
su mujer. Tenía que ayudarlo llevándolo del brazo, sopesándolo a la ida y tal vez a
la vuelta sobre sus hombros, mientras él arrastrara su esperanza.

Yo ya sabía desde antes lo que había dentro de Natalia. Conocía algo de ella. Sabía,
por ejemplo, que sus piernas redondas, duras y calientes como piedras al sol del
mediodía, estaban solas desde hacía tiempo. Ya conocía yo eso. Habíamos estado
juntos muchas veces; pero siempre la sombra de Tanilo nos separaba: sentíamos
que sus manos ampolladas se metían entre nosotros y se llevaban a Natalia para
que lo siguiera cuidando. Y así sería siempre mientras él estuviera vivo.

Yo sé ahora que Natalia está arrepentida de lo que pasó. Y yo también lo estoy;


pero eso no nos salvará del remordimiento ni nos dará ninguna paz ya nunca. No
podrá tranquilizarnos saber que Tanilo se hubiera muerto de todos modos porque
ya le tocaba, y que de nada había servido ir a Talpa, tan allá, tan lejos; pues casi es
seguro de que se hubiera muerto igual allá que aquí, o quizás tantito después aquí
que allá, porque todo lo que se mortificó por el camino, y la sangre que perdió de
más, y el coraje y todo, todas esas cosas juntas fueron las que lo mataron más
pronto. Lo malo está en que Natalia y yo lo llevamos a empujones, cuando él ya no
quería seguir, cuando sintió que era inútil seguir y nos pidió que lo regresáramos. A

119
estirones lo levantábamos del suelo para que siguiera caminando, diciéndole que
ya no podíamos volver atrás.

“Está ya más cerca Talpa que Zenzontla.” Eso le decíamos. Pero entonces Talpa
estaba todavía lejos; más allá de muchos días.

Lo que queríamos era que se muriera. No está por demás decir que eso era lo que
queríamos desde antes de salir de Zenzontla y en cada una de las noches que
pasamos en el camino de Talpa. Es algo que no podemos entender ahora; pero
entonces era lo que queríamos me acuerdo muy bien.

Me acuerdo de esas noches. Primero nos alumbrábamos con ocotes. Después


dejábamos que la ceniza oscureciera la lumbrada y luego buscábamos Natalia y yo
la sombra de algo para escondernos de la luz del cielo. Así nos arrimábamos a la
soledad del campo, fuera de los ojos de Tanilo y desaparecidos en la noche. Y la
soledad aquella nos empujaba uno al otro. A mí me ponía entre los brazos el cuerpo
de Natalia y a ella eso le servía de remedio. Sentía como si descansara; se olvidaba
de muchas cosas y luego se quedaba adormecida y con el cuerpo sumido en un
gran alivio.

Siempre sucedía que la tierra sobre la que dormíamos estaba caliente. Y la carne
de Natalia, la esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba en seguida c on el calor
de la tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo hacían a uno
despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella; iban y venían por
encima de ese como rescoldo que era ella; primero suavemente, pero después la
apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así una y otra vez, noche tras
noche, hasta que llegaba la madrugada y el viento frío apagaba la lumbre de
nuestros cuerpos. Eso hacíamos Natalia y yo a un lado del camino de Talpa, cuando
llevamos a Tanilo para que la Virgen lo aliviara.

Ahora todo ha pasado. Tanilo se alivió hasta de vivir. Ya no podrá decir nada del
trabajo tan grande que le costaba vivir, teniendo aquel cuerpo como emponzoñado,
lleno por dentro de agua podrida que le salía por cada rajadura de sus piernas o de
sus brazos. Unas llagas así de grandes, que se abrían despacito, muy despacito,

120
para luego dejar salir a borbotones un aire como de cosa echada a perder que a
todos nos tenía asustados.

Pero ahora que está muerto la cosa se ve de otro modo. Ahora Natalia llora por él,
tal vez para que él vea, desde donde está, todo el gran remordimiento que lleva
encima de su alma. Ella dice que ha sentido la cara de Tanilo estos últimos días.
Era lo único que servía de él para ella; la cara de Tanilo, humedecida siempre por
el sudor en que lo dejaba el esfuerzo para aguantar sus dolores. La sintió
acercándose hasta su boca, escondiéndose entre sus cabellos, pidiéndole, con una
voz apenitas, que lo ayudara. Dice que le dijo que ya se había curado por fin; que
ya no le molestaba ningún dolor. Ya puedo estar contigo, Natalia. Ayúdame a estar
contigo”, dizque eso le dijo.

Acabábamos de salir de Talpa, de dejarlo allí enterrado bien hondo en aquel como
surco profundo que hicimos para sepultarlo.

Y Natalia se olvidó de mí desde entonces. Yo sé cómo le brillaban antes los ojos


como si fueran charcos alumbrados por la luna. Pero de pronto se destiñeron, se le
borró la mirada como si la hubiera revolcado en la tierra. Y pareció no ver ya nada.
Todo lo que existía para ella era el Tanilo de ella, que ella había cuidado mientras
estuvo vivo y lo había enterrado cuando tuvo que morirse.

Tardamos veinte días en encontrar el camino real de Talpa. Hasta entonces


habíamos venido los tres solos. Desde allí comenzamos a juntarnos con gente que
salía de todas partes; que había desembocado como nosotros en aquel camino
ancho parecido a la corriente de un río, que nos hacía andar a rastras, empujados
por todos lados como si nos llevaran amarrados con hebras de polvo. Porque de la
tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un polvo blanco como tamo de maíz
que subía muy alto y volvía a caer; pero los pies al caminar lo devolvían y lo hacían
subir de nuevo; así a todas horas estaba aquel polvo por encima y debajo de
nosotros. Y arriba de esta tierra estaba el cielo vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero
el polvo no da ninguna sombra.

121
Teníamos que esperar a la noche para descansar del sol y de aquella luz blanca
del camino.

Luego los días fueron haciéndose más largos. Habíamos salido de Zenzontla a
mediados de febrero, y ahora que comenzaba marzo amanecía muy pronto. Apenas
si cerrábamos los ojos al oscurecer, cuando nos volvía a despertar el sol el mismo
sol que parecía acabarse de poner hacía un rato.

Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida como caminar entre un
amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero de gusanos
apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos
encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados. Los ojos
seguían la polvareda; daban en el polvo como si tropezaran contra algo que no se
podía traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y pesada que nos
aplastaba a todos desde arriba. Sólo a veces, cuando cruzábamos algún río, el
polvo era más alto y más claro. Zambullíamos la cabeza acalenturada y renegrida
en el agua verde, y por un momento de todos nosotros salía un humo azul, parecido
al vapor que sale de la boca con el frío. Pero poquito después desaparecíamos otra
vez entreverados en el polvo, cobijándonos unos a otros del sol de aquel calor del
sol repartido entre todos.

Algún día llegará la noche. En eso pensábamos. Llegará la noche y nos pondremos
a descansar. Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr
del calor y del sol. Después nos detendremos. Después. Lo que tenemos que hacer
por lo pronto es esfuerzo tras esfuerzo para ir de prisa detrás de tantos como
nosotros y delante de otros muchos. De eso se trata. Ya descansaremos bien a bien
cuando estemos muertos.

En eso pensábamos Natalia y yo y quizá también Tanilo, cuando íbamos por el


camino real de Talpa, entre la procesión; queriendo llegar los primeros hasta la
Virgen, antes que se le acabaran los milagros.

Pero Tanilo comenzó a ponerse más malo. Llegó un rato en que ya no quería
seguir. La carne de sus pies se había reventado y por la reventazón aquella empezó

122
a salírsele la sangre. Lo cuidamos hasta que se puso bueno. Pero, así y todo, ya no
quería seguir:

“Me quedaré aquí sentado un día o dos y luego me volveré a Zenzontla.” Eso nos
dijo.

Pero Natalia y yo no quisimos. Había algo dentro de nosotros que no nos dejaba
sentir ninguna lástima por ningún Tanilo. Queríamos llegar con él a Talpa, porque a
esas alturas, así como estaba, todavía le sobraba vida. Por eso mientras Natalia le
enjuagaba los pies con aguardiente para que se le deshincharan, le daba ánimos.
Le decía que sólo la Virgen de Talpa lo curaría. Ella era la única que podía hacer
que él se aliviara para siempre. Ella nada más. Había otras muchas Vírgenes; pero
sólo la de Talpa era la buena. Eso le decía Natalia.

Y entonces Tanilo se ponía a llorar con lágrimas que hacían surco entre el sudor de
su cara y después se maldecía por haber sido malo. Natalia le limpiaba los chorretes
de lágrimas con su rebozo, y entre ella y yo lo levantábamos del suelo para que
caminara otro rato más, antes que llegara la noche.

Así, a tirones, fue como llegamos con él a Talpa.

Ya en los últimos días también nosotros nos sentíamos cansados. Natalia y yo


sentíamos que se nos iba doblando el cuerpo entre más y más. Era como si algo
nos detuviera y cargara un pesado bulto sobre nosotros. Tanilo se nos caía más
seguido y teníamos que levantarlo y a veces llevarlo sobre los hombros. Tal vez de
eso estábamos como estábamos: con el cuerpo flojo y lleno de flojera para caminar.
Pero la gente que iba allí junto a nosotros nos hacía andar más aprisa.

Por las noches, aquel mundo desbocado se calmaba. Desperdigadas por todas
partes brillaban las fogatas y en derredor de la lumbre la gente de la peregrinación
rezaba el rosario, con los brazos en cruz, mirando hacia el cielo de Talpa. Y se oía
cómo el viento llevaba y traía aquel rumor, revolviéndolo, hasta hacer de él un solo
mugido. Poco después todo se quedaba quieto. A eso de la medianoche podía oírse

123
que alguien cantaba muy lejos de nosotros. Luego se cerraban los ojos y se
esperaba sin dormir a que amaneciera.

Entramos a Talpa cantando el Alabado. Habíamos salido a mediados de febrero y


llegamos a Talpa en los últimos días de marzo, cuando ya mucha gente venía de
regreso. Todo se debió a que Tanilo se puso a hacer penitencia. En cuanto se vio
rodeado de hombres que llevaban pencas de nopal colgadas como escapulario, él
también pensó en llevar las suyas. Dio en amarrarse los pies uno con otro con las
mangas de su camisa para que sus pasos se hicieran más desesperados. Después
quiso llevar una corona de espinas. Tantito después se vendó los ojos, y más tarde,
en los últimos trechos del camino, se hincó en la tierra, y así, andando sobre los
huesos de sus rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa aquella
cosa que era mi hermano Tanilo Santos; aquella cosa tan llena de cataplasmas y
de hilos oscuros de sangre que dejaba en el aire, al pasar, un olor agrio como de
animal muerto.

Y cuando menos acordamos lo vimos metido entre las danzas. Apenas si nos dimos
cuenta y ya estaba allí, con la larga sonaja en la mano, dando duros golpes en el
suelo con sus pies amoratados y descalzos. Parecía todo enfurecido, como si
estuviera sacudiendo el coraje que llevaba encima desde hacía tiempo; o como si
estuviera haciendo un último esfuerzo por conseguir vivir un poco más.

Tal vez al ver las danzas se acordó de cuando iba todos los años a Tolimán, en el
novenario del Señor, y bailaba la noche entera hasta que sus huesos se aflojaban,
pero sin cansarse. Tal vez de eso se acordó y quiso revivir su antigua fuerza.

Natalia y yo lo vimos así por un momento. En seguida lo vimos alzar los brazos y
azotar su cuerpo contra el suelo, todavía con la sonaja repicando entre sus manos
salpicadas de sangre. Lo sacamos a rastras, esperando defenderlo de los pisotones
de los danzantes; de entre la furia de aquellos pies que rodaban sobre las piedras
y brincaban aplastando la tierra sin saber que algo se había caído en medio de ellos.

124
A horcajadas, como si estuviera tullido, entramos con él en la iglesia. Natalia lo
arrodilló junto a ella, enfrentito de aquella figurita dorada que era la Virgen de Talpa.
Y Tanilo comenzó a rezar y dejó que se le cayera una lágrima grande, salida de muy
adentro, apagándole la vela que Natalia le había puesto entre sus manos. Pero no
se dio cuenta de esto; la luminaria de tantas velas prendidas que allí había le cortó
esa cosa con la que uno se sabe dar cuenta de lo que pasa junto a uno. Siguió
rezando con su vela apagada. Rezando a gritos para oír que rezaba.

Pero no le valió. Se murió de todos modos.

“… Desde nuestros corazones sale para Ella una súplica igual, envuelta en el dolor.
Muchas lamentaciones revueltas con esperanza. No se ensordece su ternura ni ante
los lamentos ni las lágrimas, pues Ella sufre con nosotros. Ella sabe borrar esa
mancha y dejar que el corazón se haga blandito y puro para recibir su misericordia
y su caridad. La Virgen nuestra, nuestra madre, que no quiere saber nada de
nuestros pecados; que se echa la culpa de nuestros pecados; la que quisiera
llevarnos en sus brazos para que no nos lastime la vida, está aquí junto a nosotros,
aliviándonos el cansancio y las enfermedades del alma y de nuestro cuerpo
ahuatado, herido y suplicante. Ella sabe que cada día nuestra fe es mejor porque
está hecha de sacrificios…”

Eso decía el señor cura desde allá arriba del púlpito. Y después que dejó de hablar,
la gente se soltó rezando toda al mismo tiempo, con un ruido igual al de muchas
avispas espantadas por el humo.

Pero Tanilo ya no oyó lo que había dicho el señor cura. Se había quedado quieto,
con la cabeza recargada en sus rodillas. Y cuando Natalia lo movió para que se
levantara ya estaba muerto.

Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y la chirimía; el repique de las
campanas. Y entonces fue cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver
a la Virgen allí, mero enfrente de nosotros dándonos su sonrisa, y ver por el otro
lado a Tanilo, como si fuera un estorbo. Me dio tristeza.

125
Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera, eso es lo que no se me olvida.

Ahora estamos los dos en Zenzontla. Hemos vuelto sin él. Y la madre de Natalia no
me ha preguntado nada; ni que hice con mi hermano Tanilo, ni nada. Natalia se ha
puesto a llorar sobre sus hombros y le ha contado de esa manera todo lo que pasó.

Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte, que


estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé
para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del
remordimiento y del recuerdo de Tanilo.

Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro. Esa cosa de no decirnos
nada desde que salimos de Talpa tal vez quiera decir eso. Tal vez los dos tenemos
muy cerca el cuerpo de Tanilo, tendido en el petate enrollado; lleno por dentro y por
fuera de un hervidero de moscas azules que zumbaban como si fuera un gran
ronquido que saliera de la boca de él; de aquella boca que no pudo cerrarse a pesar
de los esfuerzos de Natalia y míos, y que parecía querer respirar todavía sin
encontrar resuello. De aquel Tanilo a quien ya nada le dolía, pero que estaba como
adolorido, con las manos y los pies engarruñados y los ojos muy abiertos como
mirando su propia muerte. Y por aquí y por allá todas sus llagas goteando un agua
amarilla, llena de aquel olor que se derramaba por todos lados y se sentía en la
boca, como si se estuviera saboreando una miel espesa y amarga que se derretía
en la sangre de uno a cada bocanada de aire.

Es de eso de lo que quizá nos acordemos aquí más seguido: de aquel Tanilo que
nosotros enterramos en el camposanto de Talpa; al que Natalia y yo echamos tierra
y piedras encima para que no lo fueran a desenterrar los animales del cerro.

126
Emma Zunz

Jorge Luis Borges

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch


y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la
que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el
sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas
querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una
fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé.
Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Fein o Fain, de Río
Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en


las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya
estar en el día siguiente. Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil
porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y
seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo
guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya
había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de
Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó
veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su
madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges
de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el
suelto sobre “el desfalco del cajero”, recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su
padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal,
Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma,
desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su
mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el

127
secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía;
Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la


ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció
interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma
se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue
con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que
repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares
que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué
cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó
que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le
inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca
y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y
trivial, pasó el viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular


alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro
de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que
el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a
Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo
sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz;
el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa
mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los
pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló,
cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos
horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la
justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió;
debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la
carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá
improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece

128
mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en
la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la
memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle
Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio
se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos
hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida,
por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de
otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió
que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero,
para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta
y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un
vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en
Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos
graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como
tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los
forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones
inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el
sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su
desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a
su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y
se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba
español; fue una herramienta para Emma como esta lo fue para él, pero ella sirvió
para el goce y él para la justicia.

Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz
estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como
antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma
se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día… El temor se
perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban,
pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban

129
colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo
advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a
su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó
verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado
las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el
acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga
venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la
aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un
avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal,
temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de
su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año
anterior, la inesperada muerte de su mujer -¡una Gauss, que le trajo una buena
dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos
apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor
un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones.
Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de
pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio


sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de
Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la
sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.

Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada
anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando
al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema
que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino
por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo
balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no
ocurrieron así.

130
Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la
de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa
minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada,
tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de
la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la
venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua.
Cuando este, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor,
Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El
considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran
roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la
cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo
que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una
efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa.
Emma inició la acusación que había preparado (“He vengado a mi padre y no me
podrán castigar…”), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto.
No supo nunca si alcanzó a comprender.

Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el


diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó
sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con
esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor
Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté…

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente


era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el
odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; solo eran falsas las
circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

131
Unidad 3. El cuento

Propósito: Desarrolla su sentido crítico y creativo por medio del análisis de


cuentos y la escritura de obras imaginativas breves.

Semana 9: El cuento

Núcleos de conocimiento
El cuento
Historia y discurso
La sorpresa

Actividad 7

Indicaciones

En esta actividad se recuperan algunos elementos y lecturas discutidas en clases


anteriores. Por ejemplo, el cuento Pájaros en la boca de Samanta Schweblin, La
gallina degollada de Horacio Quiroga, así como los cuentos de Jorge Luis Borges o
de Juan Rulfo; ya que son claves para entender el tema que se aborda en esta
unidad y dar, de esta manera, continuidad a nuestro curso.
Para esta actividad lee tu libro de Literatura de la Página 86 a la 91, el texto Tesis
del cuento de Ricardo Piglia, así como los cuentos el Retrato Oval de Edgar Allan
Poe, Francisca y la muerte de Onelio Jorge Cardoso y Llovizna de Juan de la
Cabada. Posteriormente elaborando un texto de una página en el que realices una
interpretación general de los cuentos leídos, apoyándote en los conceptos de tu libro
y en las Tesis del cuento de Piglia.

Elementos de la evidencia

--Alto nivel de comprensión de las lecturas realizadas


--Alto nivel en los conceptos en torno al cuento
--Comprensión de las tesis de Ricardo Piglia

132
Extensión del trabajo: mínimo una cuartilla, doble espacio, letra Arial 12.

Fecha límite de entrega de tu trabajo: 5 de noviembre

133
Tesis sobre el cuento
Ricardo Piglia

I
En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: “Un hombre, en
Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida”. La forma clásica
del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.
Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea
como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la
historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma
del cuento.
Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.
II
El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del
juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista
consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato
visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.
El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en
la superficie.
III
Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos
historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de caus alidad. Los
mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas
antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son
usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce
son el fundamento de la construcción.
IV
En “La muerte y la brújula”, al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar
un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia
secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de
las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa
mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al
mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí
por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad
irónica. “Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se
resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la

134
secta de Hasidim.” Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro
del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en “El Sur”,
como la cicatriz en “La forma de la espada”) de la materia ambigua que hace
funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.
V
El cuento es un relato que encierra un relato secreto.
No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es
otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del
relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia
mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del
cuento.
Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.
VI
La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood
Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura
cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia
secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe
contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos
historias como si fueran una sola.
La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de
transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye
con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.
VII
“El gran río de los dos corazones“, uno de los relatos fundamentales de Hemingway,
cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el
cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone
toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría
el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.
¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles
precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa
el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese
hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.
VIII
Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la
historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo
“kafkiano”.

135
La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer
plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de
un modo elíptico y amenazador.
IX
Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para
atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las
variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están
construidos con ese procedimiento.
La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges
según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género.
Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un
almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de
Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia
construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una
escena o acto único que define su destino.
X
La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en
hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las
maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los
materiales de una historia visible. En “La muerte y la brújula”, la historia 2 es una
construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en
“El muerto”, con Nolam en “Tema del traidor y del héroe”.
Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de
la forma de narrar.
XI
El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto.
Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos
permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. “La visión
instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra
incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato”, decía Rimbaud.
Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.

136
Francisca y la muerte
Onelio Jorge Cardoso

—Santos y buenos días —dijo la muerte, y ninguno de los presentes la pudo


reconocer.
¡Claro!, venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla
en el bolsillo.
—Si no molesto —dijo—, quisiera saber dónde vive la señora Francisca.
—Pues mire —le respondieron, y asomándose a la puerta, un hombre señaló con
su dedo rudo de labrador:
Allá por los matorrales que bate el viento, ¿ve? hay un camino que sube la colina.
Arriba hallará la casa.
"Cumplida está" pensó la muerte, y dando las gracias echó a andar por el camino
aquella mañana que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul
resplandecía de luz.
Andando pues, miró la muerte la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para
la una y cuarto, pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora
Francisca.
"Menos mal, poco trabajo; un solo caso", se dijo satisfecha de no fatigarse la
muerte y siguió su paso, metiéndose ahora por el camino apretado de romerillo y
rocío.
Efectivamente, era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla
silvestre ni brote que se quedara bajo tierra sin salir al sol. Los retoños de la
ceibas eran pura caoba transparente. El tronco del guayabo soltaba, a espacios, la
corteza, dejando ver la carne limpia de la madera. Los cañaverales no tenían una
sola hoja amarilla; verde era todo, desde el suelo al aire, y un olor a vida subía de
las flores.
Natural que la muerte se tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera mirara
tanta rama llena de nidos, ni tanta abeja con su flor. Pero ¿qué hacerse?; estaba
la muerte de paso por aquí, sin ser su reino.
Así pues, echó y echó a andar la muerte por los caminos hasta llegar a casa de
Francisca.
—Por favor, con Panchita —dijo adulona la muerte.
—Abuela salió temprano.

137
—contestó una nieta de oro, un poco temerosa, aunque la parca seguía con su
trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
—¿Y a qué hora regresa?
—preguntó la muerte.
—¡Quién lo sabe! —dijo la madre de la niña—. Depende de los quehaceres. Por el
campo anda, trabajando.
Y la muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda por tanto
mundo bonito y ajeno.
—Hace mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí?
— Aquí quien viene tiene su casa. Pero puede que ella no regrese hasta el
anochecer.
"¡Chin!", pensó la muerte, "se me irá el tren de las cinco. No; mejor voy a
buscarla".
Y levantando su voz, dijo la muerte:
—¿Dónde, de fijo, pudiera encontrarla ahora?
—De madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en el maíz, sembrando.
—¿Y dónde está el maizal? -preguntó la muerte.
—Siga la cerca y luego verá el campo arado detrás.
—Gracias —dijo secamente la muerte y echó a andar de nuevo.
Pero miró todo el extenso campo arado y no había un alma en él. Sólo garzas.
Soltóse la trenza la muerte y rabió:
"¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!" Escupió y continuó su sendero sin
tino.
Una hora después de tener la trenza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada
de tanto olor a hierba nueva, la muerte se topó con un caminante:
—Señor, ¿pudiera usted decirme dónde está Francisca por estos campos?
—Tiene suerte —dijo el caminante—, media hora lleva en casa de los Noriega.
Está el niño enfermo y ella fue a sobarle el vientre.
—Gracias —dijo la muerte como un disparo, y apretó el paso.
Duro y fatigoso era el camino. Además, ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo
terreno arado, sin trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el

138
suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del esfuerzo.
Así por tanto, llegó la muerte hecha una lástima a casa de los Noriega:
—Con Francisca, a ver si me hace el favor.
—Ya se marchó.
—¡Pero , cómo! ¿Así, tan de pronto?
—¿Por qué tan de pronto? —le respondieron—.
Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿De qué extrañarse?
—Bueno... verá —dijo la muerte turbada—, es que siempre una hace la
sobremesa en todo, digo yo.
—Entonces usted no conoce a Francisca.
—Tengo sus señas —dijo burocrática la impía.
— A ver; dígalas —esperó la madre. Y la muerte dijo:
— Pues... con arrugas; desde luego ya son sesenta años...
—¿Y qué más?
—Verá... el pelo blanco... casi ningún diente propio... la nariz, digamos...
—¿Digamos qué?
—Filosa.
—¿Eso es todo?
—Bueno... además de nombre y dos apellidos.
—Pero usted no ha hablado de sus ojos.
—Bien; nublados... sí, nublados han de ser... ahumados por los años.
—No, no la conoce —dijo la mujer—.
Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene menos tiempo en la mirada. Ésa, a
quien usted busca, no es Francisca.
Y salió la muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada sin preocuparse mucho
por la mano y la trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del sombrero.
Anduvo y anduvo. En casa de los González le dijeron que estaba Francisca a un
tiro de ojo de allí, cortando pastura para la vaca de los nietos. Mas sólo vio la
muerte la pastura recién cortada y nada de Francisca, ni siquiera la huella menuda
de su paso.

139
Entonces la muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines
enlodados, y la camisa negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:
"¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren!"
Y echó la muerte de regreso, maldiciendo.
Mientras, a dos kilómetros de allí, Francisca escardaba de malas hierbas el
jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le echó a
su manera el saludo cariñoso:
—Francisca, ¿cuándo te vas a morir?
Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el s aludo
alegre:
—Nunca —dijo—, siempre hay algo que hacer.

140
El retrato oval

Edgar Allan Poe

El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de


permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era
uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo
levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como
en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido
recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de
las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba
situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo
y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados
con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número
verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en
sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y
quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en
las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura
caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del
salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos
colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro
terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder,
al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la
contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había
encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban.

Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron,
rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me
molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi
criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.

141
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus
numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del
lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva
luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya
formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me
lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé
rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para
ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había
engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más
serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.

No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz
al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos
se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.

El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de


un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico,
estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas
favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en
la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval,
magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución
de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan
repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio,
hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del
dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo
instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos
fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio
me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el
candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de
mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la
historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número

142
correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia
siguiente:

“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora
amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y
austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda
luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que
el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás
instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible
impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era
humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría
y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente
por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en
hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía
en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en
esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para
todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el
pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su
tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto
amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los
que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa,
prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le
inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie
entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que
tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro
de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo
borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas
semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy
pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama
palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y
entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el
trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció

143
intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: “¡En verdad, esta es la
vida misma!” Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!”

144
Llovizna

Juan de la Cabada

Desde hace algún tiempo, desde que me enriquecí con la dichosa guerra mundial y
me casé y vinieron los hijos, no puedo ya contar un cuento. Antes solía contarlos
bien. ¡ Ay, entonces era libre !. Ahora, en cambio: ¡ los hijos !¡ Miedo me da que
cunda el mal ejemplo !¿Por qué no acierto a decidirme? Quizá porque los negocios
me acostumbraron a los testimonios del señor cura, del notario, de un juez o de
cualquier otra persona. " Ahí está don fulano que lo diga ".
Empero, solo, sin testigos, venía yo una de estas noches de niebla y menuda
llovizna, corriendo sobre la oscura carretera.
Sí: al timón de mi automóvil, fijos los ojos en los haces de luz que derramaban los
fanales del vehículo, traía yo prisa y una rabia contenida, cierto temor inexplicable
y muy malos pensamientos, al ver que las luces opacas de unas linternas, como de
gentes que con sus manos las moviesen a todo lo ancho del camino, me obstruían
el paso.
Ni pitos ni sirenas, ni voces que detonaran el hecho de que acabase de ocurrir un
accidente desgraciado. " No será que tratan de asaltarme ?¿ Y quién dice que sean
solamente ésos? Habrán de tener cómplices, ocultos a lado y lado. Entonces,
entonces....si no paro y los atropello, me disparan los otros por la espalda. Pero,
¡qué demontre !, si aquí traigo cargado mi revolver. ¿ A qué; pues, miedo y tales
aflicciones ? Alguna vez tengo que usarlo "-- pensé; apronté el arma, y paré el auto.
-¡ Qué hay!-dije brusco y en voz alta.
Los de las linternas se acercaron.
Me parecieron cuatro infelices indios, de esos que uno enseguida reconoce como
el prototipo de nuestros albañiles, mitad obreros industriales y mitad hombres de
campo. A la luz de mis reflectores vi los ocho guaraches de sus pies, mientras se
aproximaban. El resto de sus indumentarias eran overoles azules, sombreros de
petate y un paliacate colorado al cuello.
--¿Qué hubo?- volví a gritarles.
Entretanto llegaban, con sus linternas en alto, me aguardé la pistola debajo de
pretina del pantalón, y para ganar facilidad de movimiento a la hora aviada,
desabroché los tres botones inferiores de mi chaleco, prevenido, por si acaso. --¿
Qué hubo ?- volví a gritarles cuando los tuve cerca y pude verles las caras. Uno
de ellos, el de mayor edad, ya vejancón, usaba grandes bigotes caídos; dos
aparentaban unos treinta años, y el último, el más joven, menos de veinte. -Patrón-

145
-dijo el viejo, tenemos de precisión que dir a México, porque debemos dentrar
tempranito, mañana lunes, al trabajo.
¿Acaso me olvidé ?. ¿No dije al comienzo que aquella moche de marzo, cuando
regresaba de repone las fuerzas con mi paseo de fin de semana, era la de un
domingo? Creo que sí, ¿ o no?
A las palabras del viejo, ardido yo por el miedo que me habían hecho pasar y
animado de un puntilloso, muy lógico, deseo de venganza, modulé ciertos ruiditos
de chistante desdén al par que meneaba en igual manera de significación negativa
la cabeza.
--Se nos hizo tarde, jefe--agregó uno de los indios. Era bueno tomarse tiempo de
pensar, a la vez que atormentarlos un poco, y así, yo ni aceptaba ni decidía negarme
de palabra.
--Por favor, patrón, como ya no pasan camiones...y como usted lleva nuestro mismo
rumbo.
Intervino el más joven:
--Solo semos albañiles...-y sonrió, inocente, o malicioso en alusión velada.
Observé su vista socarrona en su rostro demasiado perspicaz, y tan claro fue para
mí lo que insinuaba, que negarme sería como demostrar señales de aquel miedo y
rebajarme. ¡ Y esto no !
--¡ Acomódense ustedes tres en el asiento de atrás ! -dispuse-.
Tú, viejo, ven adelante conmigo.
Al punto apagaron las linternas, y a la carrera cumplieron mis órdenes.
No cesaba la llovizna.
Libré del freno mi automóvil, aceleré y seguí la marcha. Los de atrás, sólo dijeron
unas cuatro frases que recuerdo bien:
--¿ Cómo estará Usebita?
--Pos ya ves.
--Tan bonita.
--Tan luciditos sus siete años.
Y en adelante se pertrecharon en un mutismo empecinado. Nada de una risa, ni la
menor muestra de expansión, de franqueza propia de habitantes de otras tierras,
sino el mutismo ese que impone zozobras, desconfianzas, sospechas o doblega,
deprime, aplasta el ánimo. Además la oscuridad al filo de continuos precipicios...las

146
circunstancias...esa tenaz llovizna fúnebre y hasta las linternas, cuya visión, con sus
opacas luces agitándose en la bruma, estaba todavía en mi retina...
De lejos, ya el aliento del viejo despedía tufos de un alcohol tan malo que sentí,
ahora de cerca, al volver la cara y hablarme, un asco insoportable."Indio borracho".
--Esta agüita no entrará ni siquiera cuatro dedos dentro de la tierra, ¿verdad, patrón?
-¡Ujú!.-respondí, conteniendo el resuello.
Tras breve silencio, insistió:
-- Ni dos dedos, ni dos dedos, ¿ no cree, patrón?
"Indio borracho "- pensé de nuevo y no le contesté.
¿No cree, patrón?
-Sí, claro--dije. Había que armarse de paciencia.
Otro intervalo, y lomismo:
-Ni tantito así, ¿eh patroncito?
Y luego, a cada rato:
-Pos ni tantito, ni tantito puede ser...¿verdad, siñor?
Corría el coche a toda su marcha y volví a sentir miedo. ¡ Esas cosas del instinto!
Ya se sabe lo que son los indios con su lenguaje de retruécanos , y con la misma
cantaleta ¿qué querría decir éste, o dar a entender a los otros, que continuaban
clavados, fijos en su mutismo empecinado?.
¡ Si fuesen, de veras, inofensivas piedras...pero son seres humanos !
Por cierto que aún lloviznaba y la carretera estaba desierta, dentro de un negror frío
de neblina espesa.
Mis temores venían a ráfagas; mas lograba disiparlos el pensamiento en la
seguridad de mi revólver.
-Ni dos dedos, ¿eh jefe?
-¡Ajá!
-Ni uno...
-¡Ujú!
Y persistía:
-Ni siquiera uno. Ni siquiera un dedo, ni tanto así....
-Claro.

147
-Porque esta agüita sólo la manda Dios para refrescar las siembritas...
-Naturalmente.
-Para refrescar las siembritas y no para que entre mucho en la tierra...¿verdad?
-Verdad.
¿Verdad?¿Verdad que sí, patrón?.
De pronto el motor del automóvil empezó a mostrar síntomas de haberse calentado
con exceso.
En cuanto llegamos al primer pueblo, paré y dije a los hombres lo que pasaba.
El viejo se ofreció a ir a una tienda próxima para traer una cubeta de agua. Y
entonces, mientras una luz fuerte destacaba su lejana figura frente al marco de la
tienda, el más joven de los tres que se quedaron, acercó su rostro a mis espaldas y
dijo desde atrás:
-¡Patrón!
Volví la cabeza.
-Es mi padre, patrón.
Se detuvo como hace todo indio para tomar resuello, y otro dijo:
-El padre está bebido.
El más joven continuó:
-Perdone, pos dice todo porque venimos de nuestro pueblo adonde juimos a
enterrar a mi hermanita...La mera verdá, patrón, que semos albañiles.
Yo no pedía ninguna explicación; pero el tercero añadió aún:
-No quiere que l´almita se moje allí abajo, dentro, el cuerpecito.
Continuaron la oscuridad, el misterio y la llovizna, la llovizna, el misterio y la
oscuridad en el camino...
¿Dije que tenía yo dos hijos: una niña y un niño? Pues la niña enfermó. Y ahora,
duro como soy de corazón, así que ha muerto ella, me pongo blando a veces en el
auto. Llueve y recuerdo tal soplo:
--¿ Cómo estará Usebita?
--Pos ya ves.
--Tan bonita.
--Tan luciditos sus siete años.

148
Semana 10: Análisis de un cuento

Núcleos de conocimiento:

Cuento
Análisis
Narrador
Personaje
Estructura
Historia

Actividad 8

Indicaciones

En esta actividad es importante recuperar algunos elementos narrativos estudiados


en semanas anteriores (personaje, narrador, tiempo, historia y discurso, etc.).
Para esta actividad lee tu libro de Literatura I de la Página 96 a la 101.
Posteriormente realiza la lectura de los siguientes cuentos: La Pradera de Ray
Bradbury, El huésped de Amparo Dávila, El hilo de araña de R. Akutagawa, La
intrusa de Jorge Luis Borges y Los pocillos de Mario Benedetti. Para organizar tu
trabajo de análisis organízate en equipos de tres o cuatro compañeros. Cada
integrante elegirá el cuento de su predilección y lo analizará. El trabajo se
presentará en equipos. Cada alumno desarrollará un texto en el que estén presentes
los elementos de su análisis con su respectiva interpretación final.

Elementos de la evidencia
---Alto nivel de dominio de los elementos narrativos
---Alto nivel de comprensión en la lectura de cuentos
---Organización grupal

149
---Alto nivel de análisis de cuentos

Fecha límite de entrega del trabajo: 12 de noviembre

150
El huésped

Amparo Dávila

Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso
de un viaje.
Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y
yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se
acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor
impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad.
Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.
No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre,
siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que
parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.
Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada
supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía
resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. «Es completamente inofensivo» —
dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. «Te acostumbrarás a su
compañía y, si no lo consigues…“ No hubo manera de convencerlo de que se lo
llevara. Se quedó en nuestra casa.
No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la
mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólo
mi marido gozaba teniéndolo allí.
Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una
pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la
ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era
bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y
nunca supe a qué hora se acostaba.
Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba
con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los
niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras

151
Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a
su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las
habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener
arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la
mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban
cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me
gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa
de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las bugambilias.
En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes,
begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían
buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy
atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja
manguera.
Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina.
Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo muchas veces
que cuando estaba preparando la comida veía de pronto su sombra
proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí… yo arrojaba al
suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una
loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado
Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la
perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba
siempre.
Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien
pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de
mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba
hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún
oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. «¡Allí está ya, Guadalupe!»;
gritaba desesperada.
Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba
realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —Allí está, ya salió, está

152
durmiendo, él, él, él..
Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra,
tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de
llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre
mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no
probaba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no
podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una
vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me
quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto
quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier
momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba
siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde.
Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo
entretenían…
Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo
afuera… Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija,
penetrante… Salté dé la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba
encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera
soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento… Él se libró
del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la
gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a
mis gritos, habría ardido toda la casa.
Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera
en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo
el afecto y las palabras se habían agotado.
Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo… Guadalupe había salido a la
compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante
el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba
peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños
gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no

153
sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca
que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo.
No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe
volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de
araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles.
Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.
Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era
una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese
día nació en ella un odio que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara,
alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño
Martín. «Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente
contemplarte así… te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.»
Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía
dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a
quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.
Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se
separaban de mi lado. Cuándo Guadalupe salía al mercado, me encerraba con
ellos en mi cuarto.
— Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.
— Tendremos que hacer algo y pronto – me contestó.
— ¿Pero qué podemos hacer las dos solas? —Solas, es verdad, pero con un
odio…
Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.
La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la
ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte
días.
No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día
despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su
niño durmieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.
Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños

154
dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta
del cuarto y la golpeaba con furia…
Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y
que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto.
Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que
no podíamos perder tiempo ni en comer.
Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba
martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el
cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la
respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y
comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras
trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces
ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo
terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.
Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz,
sin alimento… Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba
desesperado, arañaba… Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran
terribles los gritos…! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que
hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia fue mucha, creo que vivió
cerca de dos semanas…
Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento… Sin embargo, esperamos
dos días más, antes de abrir el cuarto.
Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina
y desconcertante.

155
El hilo de la araña

Ryunosuke Akutagawa

Una mañana en el Paraíso, el Señor Buda está dando un lento paseo cerca del
profundo estanque de lotos. Las flores del estanque son de la más exquisita
blancura, sus dorados estambres llenan continuamente el lugar con una
indescriptible dulce fragancia. Es el amanecer en el Paraíso.

El Señor Buda se detiene por un momento junto al estanque para contemplar lo


que ocurre bajo el manto formado por las hojas de loto. Claramente puede
observar, a través del agua cristalina, que en el lejano fondo de esta celestial
fuente de lotos, se hallan las profundidades del Infierno. Él ve el Río Styx y la
horrible Montaña de las Agujas como si estuviera observando por un espejo de un
solo sentido, y su vista capta la forma de un hombre, llamado Kandata,
retorciéndose junto a los demás pecadores.

Durante su vida, Kandata había sido un notorio ladrón, un asesino y un


incendiario, culpable de numerosos crímenes. Mas el Señor Buda recuerda un
único acto bueno realizado por este hombre. Una vez, Kandata vio una pequeña
araña arrastrándose por el camino cuando cruzaba un denso bosque.
Inconscientemente levantó su pie para matarla, pero en ese instante se detuvo.
“No, no”, pensó. “Esta araña puede ser insignificante, pero sin lugar a dudas es un
ser viviente. No parece correcto tomar esta vida sin razón alguna”. Y continuó
entonces su camino sin matar a la araña.

Observando la situación en el Infierno y recordando el hecho de que Kandata


había ayudado a la araña, el Señor Buda resuelve que por esa única buena
acción, él trataría si fuera posible de rescatarlo de allí. Entonces, mirando la
superficie del estanque, se complace al descubrir sobre una hoja de loto coloreada
de jade, a una araña del Paraíso, fabricando su plateado hilo. El Señor Buda toma
este hilo suavemente y lo introduce por el espacio que hay entre las hermosas
flores de loto, hasta las cavernosas profundidades del Infierno.

156
En las profundidades de Infierno se encuentra el Lago de Sangre, negro como la
brea en toda su extensión. Junto a los demás pecadores, Kandata continuamente
flota en su superficie y se hunde en sus profundidades. Ocasionalmente él ve algo
amenazador que emerge de la oscuridad, y se sume en la más absoluta
desesperación al darse cuenta de que son las resplandecientes agujas de la
terrible Montaña de las Agujas. Por otra parte, todo el lugar es tan silencioso como
el interior de una tumba. El único sonido que a veces escucha es el débil suspiro
de algún otro pecador. Esto es así porque cuando una persona ha caído tan bajo,
ha pasado por las torturas de tantos Infiernos que ha perdido hasta la fuerza para
llorar. Aún un ladrón tan experimentado como Kandata no puede hacer otra cosa
más que retorcerse, como una rana atrapada en las garras de la muerte, mientras
se ahoga en la sangre del lago.

Sin embargo, este día, Kandata alcanza a elevar su cabeza y ver, en el oscuro y
silencioso cielo sobre el Lago de Sangre, un plateado hilo de araña descendiendo
desde lo alto. ¿Acaso esta delgada y centelleante línea, apenas visible, podría
estar acercándose?

Cuando Kandata ve esto, preso de la alegría, involuntariamente aplaude con sus


manos. Tal vez si pudiera colgarse de esta cuerda y trepar hacia donde fuera que
ella conduce, podría escapar del Infierno. ¡Con un poco de suerte, él podría
alcanzar el Paraíso, y nunca más se vería forzado a trepar por la Montaña de las
Agujas o a ser tragado por el Lago de Sangre!

Mientras le viene este pensamiento, Kandata inmediatamente toma el hilo de la


araña con ambas manos y comienza a trepar, aferrándose a él con todas sus
fuerzas. Teniendo en cuenta que originalmente había sido un experimentado
ladrón, este tipo de esfuerzo no representa nada nuevo para él.

Sin embargo, puesto que la distancia entre el Infierno y el Paraíso es de diez mil
leguas, por más esfuerzo que haga, el camino a la cima no es fácil. Poco tiempo
después de haber comenzado a trepar, se da cuenta que ni aun su extraordinaria
fuerza es suficiente para llevarlo más arriba. Sin poder hacer otra cosa por el

157
momento, decide tomar un pequeño descanso. Y mientras se balancea colgado de
la cuerda, observa lo que ocurre más abajo, en la lejanía.

Debido a la altura en que se encuentra Kandata, el Lago de Sangre, que


recientemente lo había tenido cautivo, se halla ahora escondido en la más
profunda oscuridad. El tenue brillo de la terrible Montaña de las Agujas está
también debajo de él. Si mantiene el ritmo con el que viene trepando, podrá
escapar del Infierno. Tal vez no sea tan duro como lo había imaginado.

Kandata toma fuertemente el hilo de la araña con ambas manos y ríe como nunca
antes lo había hecho.”¡Si lo lograré!”

Sin embargo, en ese momento, alcanza a darse cuenta que desde abajo, como
una línea de hormigas que lo venían siguiendo, un incontable número de
pecadores trepa por el hilo con todas sus fuerzas. Kandata los observa
horrorizado con sus ojos desorbitados de miedo y su boca abierta como la de un
tonto. ¿Cómo podría el delgado hilo de la araña, que parecería romperse en
cualquier momento, sostener el peso de tanta gente? Si el hilo se rompiera, todos
sus esfuerzos de trepar serían en vano, y él se zambulliría de nuevo en el Infierno,
junto a los demás pecadores. ¡Esto no debería ocurrir! Sería demasiado horrendo.

Mientras Kandata piensa esto, más y más pecadores trepan por el brillante hilo de
la araña desde las profundidades del Lago de Sangre, no ya de a cientos ni aun
de a miles, sino en grandes enjambres. Kandata debe hacer algo rápidamente,
antes que el hilo se rompa, haciéndolo caer sin remedio.

Kandata grita con voz de trueno, “¡Ea, ustedes pecadores! ¡Este hilo de araña es
mío! ¡Mío! ¿Quién dijo que podrían trepar por él? ¡Vuelvan! ¡Vuelvan atrás!”

Apenas dicho esto, el hilo de araña, que hasta ese entonces no le ocurría nada
malo, repentinamente se rompe con un chasquido justo sobre el lugar donde
Kandata lo asía. Kandata está perdido. Aturdido y sin tiempo para decir nada,
comienza a caer girando como un trompo y termina precipitándose en las
profundidades del Infierno.

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El acortado hilo de la araña permanece suspendido, reflejando destellos de luz en
el centro de ese cielo sin luna ni estrellas.

El Señor Buda está parado junto al estanque de lotos en el Paraíso, observando


este drama del principio al fin. Cuando al final, Kandata cae como una piedra en lo
profundo del Lago de Sangre, una expresión de tristeza cruza la cara del Señor
Buda. Se aleja entonces de la fuente para finalizar su paseo.

A pesar de que la dureza del corazón de Kandata, evidenciada en su intento por


escapar él solo del Infierno, ha encontrado el castigo adecuado al caer otra vez en
el mismo lugar, un destino tan desdichado llena de pena al Señor Buda.

Las flores en el estanque de lotos no son afectadas por tales cosas. Las exquisitas
flores blancas inclinan sus cálices alrededor de los pies del Señor Buda, y
continuamente llenan el lugar con la indescriptible dulce fragancia que proviene de
sus dorados estambres. Pronto será mediodía en el Paraíso.

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La intrusa
Jorge Luis Borges

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de
los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia
mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien
la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y
la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a
contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más
prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y
divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me
engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con
probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar
algún pormenor.

En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor


recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia
de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres
y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica
de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de
ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y
otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad.
En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el
apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol
pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que
nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía
a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro
pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan
Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho.
Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de
avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos

160
nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de
bueyes.

Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava.
Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse
con uno era contar con dos enemigos.

Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta
entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando
Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una
sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la
lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el
corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era
de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se
sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las
mujeres, no era mal parecida.

Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por


no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado
por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba
solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de
Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la
rivalidad latente de los hermanos.

Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado
al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La
mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:

-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés,


usala.

El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no


sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que
era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.

161
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida
unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas
semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el
nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban
razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que
discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo,
estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una
mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban
enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.

Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó
por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo
injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.

La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna
preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la
había dispuesto.

Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no
apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se
acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa
con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había
dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un
silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y
serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la
patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió
después con el otro.

En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era
una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de
hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas
casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual
por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de
año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el

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palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro
estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:

-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a
mano.

Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana
iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.

Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos


habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño
entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían
compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un
desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.

El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los


domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén,
vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:

-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué;
aprovechemos la fresca.

El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las
Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.

Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:

-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se
quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.

Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente
sacrificada y la obligación de olvidarla.

163
Los pocillos

Mario Benedetti

Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados,
irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último
cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que
podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. “Negro con rojo queda
fenomenal”, había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un
discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con
su plato del mismo color.

“El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?”, preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido,
pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José

Claudio contestó: “Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo”.
Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no
parecían de ciego. La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el
sofá.

“¿Qué buscás?” preguntó ella. “El encendedor”. “A tu derecha”. La mano corrigió


el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de
búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A
una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de
registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su
ayuda.

“¿Por qué no lo tirás?” dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos,
impregnaba también las modulaciones de la voz. “No lo tiro porque le tengo cariño.
Es un regalo de Mariana”.

Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un
modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando
él cumplió treinta y cinco años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los

164
padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y
después se habían ido a caminar por la playa. Él le había pasado un brazo por los
hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante.
Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente,
amorosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un
cigarrillo que fumaron a medias.

Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados


simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?

“Este mes tampoco fuiste al médico”, dijo Alberto.

“No”.

“¿Querés que te sea sincero?”.

“Claro.”

“Me parece una idiotez de tu parte.”

“¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi
hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que
mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de
mi notable salud sin ojos.”

La época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido un especialista en


la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era
ese rostro antes de adquirir esta tensión, este presentimiento. Su matrimonio
había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando
estalló el infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella.
Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que
seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado
de hablar de sí.

“De todos modos deberías ir”, apoyó Mariana. “Acordate de lo que siempre te
decía Menéndez”.

165
“Cómo no que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase
famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros.”

“¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano”.

“¿De veras?” Habló por el costado del cigarrillo.

Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir,


simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una
mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante
margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese
ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese
dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El
menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido –sinceramente,
cariñosamente, piadosamente– protegerlo.

Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero
fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el
comienzo estuvieron rodeados por un halo constante de cariño, ahora se habían
vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no
disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la
posibilidad de una discusión cualquiera. Él estaba agresivo, dispuesto siempre a
herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era
increíble como hallaba siempre, aun en las ocasiones menos propicias, la injuria
refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que
marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si
esta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.

Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.

“Qué otoño desgraciado”, dijo. “¿Te fijaste?”. La pregunta era para ella.

“No”, respondió José Claudio. “Fíjate vos por mí”.

Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin


embargo a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda.

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Siempre que miraba a Alberto, se ponía linda. Él se lo había dicho por primera vez
la noche del veintitrés de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho
días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había
llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir hasta que
había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura.
¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella
hablaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba
sacando del apuro. “Gracias”, había dicho entonces. Y todavía ahora, la palabra
llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos
intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos
gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para
ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud.
A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante,
tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en
lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más
absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.

A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer


socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser
fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto
era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio,
pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella
habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con
espontánea discreción en los umbrales del tuteo y solo en contadas ocasiones
dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un
poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una
mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana
había obtenido la confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a
que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa
comparación.

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“Y ayer estuvo Trelles”, estaba diciendo José Claudio; “a hacerme la clásica visita
adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me
imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme”.
“También puede ser que te aprecien”, dijo Alberto, “que conserven un buen
recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu
salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta
parte”.

“Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo”. La sonrisa fue acompañada de
un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.

Cuando Mariana había recurrido a Alberto, en busca de protección, de consejo, de


cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba
protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como
ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizá de pudor, había una
razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso,
justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por
simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo
atrás, por solo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes
de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero
de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si
todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si solo hubiera
faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los
pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon.
Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era
nada más que eso: Alberto y ella.

“Ahora sí podés calentar el café”, dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la
mesita ratona para encender el mecherito de alcohol. Por un momento se distrajo
contemplando los pocillos. Solo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba
verlos así, formando un triángulo.

Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la


mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La

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mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron
por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana
se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una
dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora estaba
tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una
especie de protección divina.

Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud.
Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y,
ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo
y previsto. Como todas las tardes la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la
oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo
sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó
silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió,
el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin
embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor.

Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica,
riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como
silenciosa.

“No lo dejes hervir”, dijo José Claudio.

La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el


mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente
desde la cafetera.

Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para
José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para
alcanzárselo a su marido, pero, antes de dejarlo en sus manos, se encontró,
además, con unas palabras que sonaban más o menos así: “No, querida. Hoy
quiero tomar en el pocillo rojo”.

169
La Pradera
Ray Bradbury

1
-George, me gustaría que le echaras un ojo al cuarto de jugar de los niños.
-¿Qué le pasa?
-No lo sé.
-Pues bien, ¿y entonces?
-Sólo quiero que le eches un ojeada, o que llames a un psicólogo para que se la
eche él.
-¿Y qué necesidad tiene un cuarto de jugar de un psicólogo?
-Lo sabes perfectamente -su mujer se detuvo en el centro de la cocina y
contempló uno de los fogones, que en ese momento estaba hirviendo sopa para
cuatro personas-.
Sólo es que ese cuarto ahora es diferente de como era antes.
-Muy bien, echémosle un vistazo.
Atravesaron el vestíbulo de su lujosa casa insonorizada cuya instalación les había
costado treinta mil dólares, una casa que los vestía y los alimentaba y los mecía
para que se durmieran, y tocaba música y cantaba y era buena con ellos. Su
aproximación activó un interruptor en alguna parte y la luz de la habitación de los
niños parpadeó cuando llegaron a tres metros de ella. Simultáneamente, en el
vestíbulo, las luces se apagaron con un automatismo suave.
-Bien -dijo George Hadley.
Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los niños. Tenía doce
metros de ancho por diez de largo; además había costado tanto como la mitad del
resto de la casa. «Pero nada es demasiado bueno para nuestros hijos», había
dicho George.
La habitación estaba en silencio y tan desierta como un claro de la selva un
caluroso mediodía. Las paredes eran lisas y bidimensionales. En ese momento,
mientras George y Lydia Hadley se encontraban quietos en el centro de la
habitación, las paredes se pusieron a zumbar y a retroceder hacia una distancia
cristalina, o eso parecía, y pronto apareció una sabana africana en tres
dimensiones; por todas partes, en colores que reproducían hasta el último guijarro
y brizna de paja. Por encima de ellos, el techo se convirtió en un cielo profundo
con un ardiente sol amarillo.
170
George Hadley notó que la frente le empezaba a sudar.
-Vamos a quitarnos del sol -dijo-. Resulta demasiado real. Pero no veo que pase
nada extraño.
-Espera un momento y verás dijo su mujer.
Los ocultos olorificadores empezaron a emitir un viento aromatizado en dirección a
las dos personas del centro de la achicharrante sabana africana. El intenso olor a
paja, el aroma fresco de la charca oculta, el penetrante olor a moho de los
animales, el olor a polvo en el aire ardiente. Y ahora los sonidos: el trote de las
patas de lejanos antílopes en la hierba, el aleteo de los buitres. Una sombra
recorrió el cielo y vaciló sobre la sudorosa cara que miraba hacia arriba de George
Hadley.
-Unos bichos asquerosos -le oyó decir a su mujer.
-Los buitres.
-¿Ves? allí están los leones, a lo lejos, en aquella dirección. Ahora se dirigen a la
charca. Han estado comiendo -dijo Lydia-. No sé el qué.
-Algún animal -George Hadley alzó la mano para defender sus entrecerrados ojos
de la luz ardiente-. Una cebra o una cría de jirafa, a lo mejor. -¿Estás seguro? -la
voz de su mujer sonó especialmente tensa.
-No, ya es un poco tarde para estar seguro -dijo él, divertido-. Allí lo único que
puedo distinguir son unos huesos descarnados, y a los buitres dispuestos a caer
sobre lo que queda.
-¿Has oído ese grito? -preguntó ella.
-No.
-¡Hace un momento!
-Lo siento, pero no.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a sentirse lleno de admiración
hacia el genio mecánico que había concebido aquella habitación. Un milagro de la
eficacia que vendían por un precio ridículamente bajo. Todas las casas deberían
tener algo así. Claro, de vez en cuando te asustaba con su exactitud clínica, hacía
que te sobresaltases y te producía un estremecimiento, pero qué divertido era
para todos en la mayoría de las ocasiones; y no sólo para su hijo y su hija, sino
para él mismo cuando sentía que daba un paseo por un país lejano, y después
cambiaba rápidamente de escenario. Bien, ¡pues allí estaba!
Y allí estaban los leones, a unos metros de distancia, tan reales, tan febril y
sobrecogedoramente reales que casi notabas su piel áspera en la mano, la boca
se te quedaba llena del polvoriento olor a tapicería de sus pieles calientes, y su

171
color amarillo permanecía dentro de tus ojos como el amarillo de los leones y de la
hierba en verano, y el sonido de los enmarañados pulmones de los leones
respirando en el silencioso calor del mediodía, y el olor a carne en el aliento, sus
bocas goteando. Los leones se quedaron mirando a George y Lydia Hadley con
sus aterradores ojos verde-amarillentos.
-¡Cuidado! -gritó Lydia.
Los leones venían corriendo hacia ellos.
Lydia se dio la vuelta y echó a correr. George se lanzó tras ella. Fuera, en el
vestíbulo, después de cerrar de un portazo, él se reía y ella lloraba y los dos se
detuvieron horrorizados ante la reacción del otro.
-¡George!
-¡Lydia! ¡Oh, mi querida, mi dulce, mi pobre Lydia!
-¡Casi nos atrapan!
-Unas paredes, Lydia, acuérdate de ello; unas paredes de cristal, es lo único que
son. Claro, parecen reales, lo reconozco... África en tu salón, pero sólo es una
película en color multidimensional de acción especial, supersensitiva, y una cinta
cinematográfica mental detrás de las paredes de cristal. Sólo son olorificadores y
acústica, Lydia. Toma mi pañuelo.
-Estoy asustada -Lydia se le acercó, pegó su cuerpo al de él y lloró sin parar-.
¿Has visto? ¿Lo has notado? Es demasiado real.
-Vamos a ver, Lydia...
-Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean nada más sobre África.
-Claro que sí... Claro que sí -le dio unos golpecitos con la mano.
-¿Lo prometes?
-Desde luego.
-Y mantén cerrada con llave esa habitación durante unos días hasta que consiga
que se me calmen los nervios.
-Ya sabes lo difícil que resulta Peter con eso. Cuando le castigué hace un mes a
tener unas horas cerradas con llave esa habitación..., ¡menuda rabieta cogió! Y
Wendy lo mismo. Viven para esa habitación.
-Hay que cerrarla con llave, eso es todo lo que hay que hacer.
-Muy bien -de mala gana, George Hadley cerró con llave la enorme puerta-. Has
estado trabajando intensamente. Necesitas un descanso.

172
-No lo sé... No lo sé -dijo ella, sonándose la nariz y sentándose en una butaca que
inmediatamente empezó a mecerse para tranquilizarla-. A lo mejor tengo pocas
cosas que hacer. Puede que tenga demasiado tiempo para pensar. ¿Por qué no
cerramos la casa durante unos cuantos días y nos vamos de vacaciones?
-¿Te refieres a que vas a tener que freír tú los huevos?
-Sí -Lydia asintió con la cabeza.
-¿Y zurzirme los calcetines?
-Sí -un frenético asentimiento, y unos ojos que se humedecían.
-¿Y barrer la casa?
-¡Sí, sí..., claro que sí!
-Pero yo creía que por eso habíamos comprado esta casa, para que no
tuviéramos que hacer ninguna de esas cosas.
-Justamente es eso. No siento como si ésta fuera mi casa. Ahora la casa es la
esposa y la madre y la niñera. ¿Cómo podría competir yo con una sabana
africana? ¿Es que puedo bañar a los niños y restregarles de modo tan eficiente o
rápido como el baño que restriega automáticamente? Es imposible. Y no sólo me
pasa a mí. También a ti.
Últimamente has estado terriblemente nervioso.
-Supongo que porque he fumado en exceso.
-Tienes aspecto de que tampoco tú sabes qué hacer contigo mismo en esta casa.
Fumas un poco más por la mañana y bebes un poco más por la tarde y necesitas
unos cuantos sedantes más por la noche. También estás empezando a sentirte
innecesario. -¿Y no lo soy? -hizo una pausa y trató de notar lo que de verdad
sentía interiormente. -¡Oh, George! -Lydia lanzo una mirada más allá de él, a la
puerta del cuarto de jugar de los niños-. Esos leones no pueden salir de ahí,
¿verdad que no pueden?
Él miró la puerta y vio que temblaba como si algo hubiera saltado contra ella por el
otro lado.
-Claro que no -dijo.

2
Cenaron solos porque Wendy y Peter estaban en un carnaval plástico en el otro
extremo de la ciudad y habían televisado a casa para decir que se iban a retrasar,

173
que empezaran a cenar. Con que George Hadley se sentó abstraído viendo que la
mesa del comedor producía platos calientes de comida desde su interior
mecánico.
-Nos olvidamos del ketchup -dijo.
-Lo siento -dijo un vocecita del interior de la mesa, y apareció el ketchup.
En cuanto a la habitación, pensó George Hadley, a sus hijos no les haría ningún
daño que estuviera cerrada con llave durante un tiempo. Un exceso de algo a
nadie le sienta nunca bien. Y quedaba claro que los chicos habían pasado un
tiempo excesivo en África.
Aquel sol. Todavía lo notaba en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y
el olor a sangre. Era notable el modo en que aquella habitación captaba las
emanaciones telepáticas de las mentes de los niños y creaba una vida que
colmaba todos sus deseos.
Los niños pensaban en leones, y aparecían leones. Los niños pensaban en
cebras, y aparecían cebras. Sol... sol. Jirafas... jirafas. Muerte y muerte.
Aquello no se iba. Masticó sin saborearla la carne que les había preparado la
mesa. La idea de la muerte. Eran terriblemente jóvenes, Wendy y Peter, para
tener ideas sobre la muerte. No, la verdad, nunca se era demasiado joven. Uno le
deseaba la muerte a otros seres mucho antes de saber lo que era la muerte.
Cuando tenías dos años y andabas disparando a la gente con pistolas de juguete.
Pero aquello: la extensa y ardiente sabana africana, la espantosa muerte en las
fauces de un león... Y repetido una y otra vez.
-¿Adónde vas?
No respondió a Lydia. Preocupado, dejó que las luces se fueran encendiendo
delante de él y apagando a sus espaldas según caminaba hasta la puerta del
cuarto de jugar de los niños. Pegó la oreja y escuchó. A lo lejos rugió un león.
Hizo girar la llave y abrió la puerta. Justo antes de entrar, oyó un chillido lejano. Y
luego otro rugido de los leones, que se apagó rápidamente.
Entró en África. Cuántas veces había abierto aquella puerta durante el último año
encontrándose en el País de las Maravillas, con Alicia y la Tortuga Artificial, o con
Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza del País de Oz,
o el doctor Doolittle, o con la vaca saltando una luna de aspecto muy real -todas
las deliciosas manifestaciones de un mundo simulado-. Había visto muy a menudo
a Pegasos volando por el cielo del techo, o cataratas de fuegos artificiales
auténticos, u oído voces de ángeles cantar. Pero ahora, aquella ardiente África,
aquel horno con la muerte en su calor.

174
Puede que Lydia tuviera razón. A lo mejor necesitaban unas pequeñas
vacaciones, alejarse de la fantasía que se había vuelto excesivamente real para
unos niños de diez años. Estaba muy bien ejercitar la propia mente con la
gimnasia de la fantasía, pero cuando la activa mente de un niño establecía un
modelo... Ahora le parecía que, a lo lejos, durante el mes anterior, había oído
rugidos de leones y sentido su fuerte olor, que llegaba incluso hasta la puerta de
su estudio. Pero, al estar ocupado, no había prestado atención.
George Hadley se mantenía quieto y solo en el mar de hierba africano. Los leones
alzaron la vista de su alimento, observándole. El único defecto de la ilusión era la
puerta abierta por la que podía ver a su mujer, al fondo, pasado el vestíbulo, a
oscuras, como cuadro enmarcado, cenando distraídamente.
-Largo -les dijo a los leones.
No se fueron.
Conocía exactamente el funcionamiento de la habitación. Emitías tus
pensamientos. Y aparecía lo que pensabas.
-Que aparezcan Aladino y su lámpara maravillosa -dijo chasqueando los dedos.
La sabana siguió allí; los leones siguieron allí.
-¡Venga, habitación! ¡Que aparezca Aladino! -repitió.
No pasó nada. Los leones refunfuñaron dentro de sus pieles recocidas.
-¡Aladino!
Volvió al comedor.
-Esa estúpida habitación está averiada -dijo-. No quiere funcionar.
-O...
-¿O qué?
-O no puede funcionar -dijo Lydia-, porque los niños han pensado en África y
leones y muerte tantos días que la habitación es víctima de la rutina.
-Podría ser.
-O que Peter la haya conectado para que siga siempre así.
-¿Conectado?
-Puede que haya manipulado la maquinaria, tocado algo.
-Peter no conoce la maquinaria.
-Es un chico listo para sus diez años. Su coeficiente de inteligencia es...

175
-A pesar de eso...
-Hola, mamá. Hola, papá.
Los niños habían vuelto. Wendy y Peter entraron por la puerta principal, con las
mejillas como caramelos de menta y los ojos como brillantes piedras de ágata
azul.
Sus monos de salto despedían un olor a ozono después de su viaje en
helicóptero.
-Llegáis justo a tiempo de cenar -dijeron los padres.
-Nos hemos atiborrado de helado de fresa y de perritos calientes -dijeron los
niños, cogidos de la mano-. Pero nos sentaremos un rato y miraremos.
-Sí, vamos a hablar de vuestro cuarto de jugar -dijo George Hadley.
Ambos hermanos parpadearon y luego se miraron uno al otro.
-¿El cuarto de jugar?
-De lo de África y de todo lo demás -dijo el padre con una falsa jovialidad.
-No te entiendo -dijo Peter.
-Vuestra madre y yo hemos estado viajando por África; Tomáswift y su león
eléctrico - explicó George Hadley.
-En el cuarto no hay nada de África -dijo sencillamente Peter.
-Oh, vamos, Peter. Lo sabemos perfectamente.
-No me acuerdo de nada de África -le comentó Peter a Wendy-. ¿Y tú?
-No.
-Id corriendo a ver y volved a contárnoslo.
La niña obedeció.
-Wendy, ¡vuelve aquí! -dijo George Hadley, pero la niña ya se había ido. Las luces
de la casa la siguieron como una bandada de luciérnagas. Demasiado tarde,
George Hadley se dio cuenta de que había olvidado cerrar con llave la puerta
después de su última inspección.
-Wendy mirará y vendrá a contárnoslo -dijo Peter.
-Ella no me tiene que contar nada. Yo mismo lo he visto.
-Estoy seguro de que te has equivocado, padre.
-No me he equivocado, Peter. Vamos.

176
Pero Wendy volvía ya.
-No es África -dijo sin aliento.
-Ya lo veremos -comentó George Hadley, y todos cruzaron el vestíbulo juntos y
abrieron la puerta de la habitación.
Había un bosque verde, un río encantador, una montaña púrpura, cantos de voces
agudas, y Rima acechando entre los árboles. Mariposas de muchos colores
volaban, igual que ramos de flores animados, en trono a su largo pelo. La sabana
africana había desaparecido. Los leones habían desaparecido. Ahora sólo estaba
Rima, entonando una canción tan hermosa que llenaba los ojos de lágrimas.
George Hadley contempló la escena que había cambiado.
-Id a la cama -les dijo a los niños.
Éstos abrieron la boca.
-Ya me habéis oído -dijo su padre.
Salieron a la toma de aire, donde un viento los empujó como a hojas secas hasta
sus dormitorios.
George Hadley anduvo por el sonoro claro y agarró algo que yacía en un rincón
cerca de donde habían estado los leones. Volvió caminando lentamente hasta su
mujer.
-¿Qué es eso? -preguntó ella.
-Una vieja cartera mía -dijo él.
Se la enseñó. Olía a hierba caliente y a león. Había gotas de saliva en ella: la
habían mordido, y tenía manchas de sangre en los dos lados.
Cerró la puerta de la habitación y echó la llave.
En plena noche todavía seguía despierto, y se dio cuenta de que su mujer lo
estaba también.
-¿Crees que Wendy la habrá cambiado? -preguntó ella, por fin, en la habitación a
oscuras. -Naturalmente.
-¿Ha cambiado la sabana africana en un bosque y ha puesto a Rima allí en lugar
de los leones?
-Sí.
-¿Por qué?
-No lo sé. Pero seguirá cerrada con llave hasta que lo averigüe.

177
-¿Cómo ha llegado allí tu cartera?
-Yo no sé nada -dijo él-, a no ser que estoy empezando a lamentar que hayamos
comprado esa habitación para los niños. Si los niños son neuróticos, una
habitación como ésa...
-Se suponía que les iba a ayudar a librarse de sus neurosis de un modo sano.
-Es lo que me estoy empezando a preguntar -George Hadley clavó la vista en el
techo.
-Les hemos dado a los niños todo lo que quieren. Y ésta es nuestra
recompensa...¡Secretos, desobediencia!
-¿Quién fue el que dijo que los niños son como alfombras a las que hay que
sacudir de vez en cuando? Nunca les levantamos la mano. Son insoportables...,
admitámoslo. Van y vienen según les apetece; nos tratan como si los hijos
fuéramos nosotros. Están echados a perder y nosotros estamos echados a perder
también.
-Llevan comportándose de un modo raro desde que hace unos meses les
prohibiste ir a Nueva York en cohete.
-No son lo suficientemente mayores para ir solos. Se lo expliqué.
-Da igual. Me he fijado que desde entonces se han mostrado claramente fríos con
nosotros.
-Creo que deberíamos hacer que mañana viniera David McClean para que le
echara un ojo a África.
Unos momentos después, oyeron los gritos.
Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego, rugidos de
leones.
-Wendy y Peter no están en sus dormitorios -dijo su mujer.
Siguió tumbado en la cama con el corazón latiéndole con fuerza.
-No -dijo él-. Han entrado en el cuarto de jugar.
-Esos gritos... suenan a conocidos.
-¿De verdad?
-Sí, muchísimo.
Y aunque sus camas se esforzaron a fondo, los dos adultos no consiguieron
sumirse en el sueño durante otra hora más. Un olor a felino llenaba el aire
nocturno.

178
3

-¿Padre? -dijo Peter.


-¿Qué?
Peter se observó los zapatos. Ya no miraba nunca a su padre, ni a s u madre.
-Vas a cerrar con llave la habitación para siempre, ¿verdad?
-Eso depende.
-¿De qué? -soltó Peter.
-De ti y de tu hermana. De que mezcléis África con otras cosas... Con Suecia, tal
vez, o Dinamarca o China...
-Yo creía que teníamos libertad para jugar a lo que quisiéramos.
-La tenéis, con unos límites razonables.
-¿Qué pasa de malo con África, padre?
-Vaya, de modo que ahora admites que has estado haciendo que aparezca África,
¿es así?
-No quiero que el cuarto de jugar esté cerrado con llave -dijo fríamente Peter-.
Nunca. -En realidad estamos pensando en pasar un mes fuera de casa. Libres de
esta especie de existencia despreocupada.
-¡Eso sería espantoso! ¿Tendría que atarme los cordones de los zapatos yo en
lugar de dejar que me los ate el atador? ¿Y lavarme los dientes y peinarme y
bañarme?
-Sería divertido un pequeño cambio, ¿no crees?
-No, sería horripilante. No me gustó que quitaras el pintador de cuadros el mes
pasado.
-Es porque quería que aprendieras a pintar por ti mismo, hijo.
-Yo no quiero hacer nada excepto mirar y oír y oler. ¿Qué otra cosa se puede
hacer?
-Muy bien, vete a jugar a África.
-¿Cerrarás la casa pronto?
-Lo estamos pensando.
-Creo que será mejor que no lo penséis más, padre.

179
-¡No voy a consentir que me amenace mi propio hijo!
-Muy bien -y Peter penetró en el cuarto de jugar.

-¿Llego a tiempo? -dijo David McClean.


-¿Quieres desayunar? -preguntó George Hadley.
-Gracias, tomaré algo. ¿Cuál es el problema?
-David, tú eres psicólogo.
-Eso espero.
-Bien, pues entonces échale una mirada al cuarto de jugar de nuestros hijos. Ya lo
viste hace un año cuando viniste por aquí. ¿Entonces no notaste nada especial en
esa habitación?
-No podría decir que lo notara: la violencia habitual, cierta tendencia hacia una
ligera paranoia acá y allá, lo normal en niños que se sienten perseguidos
constantemente por sus padres; pero, bueno, de hecho nada.
Cruzaron el vestíbulo.
-Cerré la habitación con llave -explico el padre-, y los niños entraron en ella por la
noche. Dejé que estuvieran dentro para que pudieran formar los modelos y así tú
los pudieras ver.
De la habitación salían gritos terribles.
-Ahí lo tienes -dijo George Hadley-. Veamos lo que consigues.
Entraron sin llamar.
-Salid afuera un momento, chicos -dijo George Hadley-. No, no cambiéis la
combinación mental. Dejad las paredes como están.
Con los niños fuera, los dos hombres se quedaron quietos examinando a los
leones agrupados a lo lejos que comían con deleite lo que habían cazado.
-Me gustaría saber de qué se trata -dijo George Hadley-. A veces casi lo consigo
ver.¿Crees que si trajese unos prismáticos potentes y...?
David McClean se rió.
-Difícilmente -se volvió para examinar las cuatro paredes-. ¿Cuánto hace que pasa
esto?
-Algo más de un mes.

180
-La verdad es que no me causa ninguna buena impresión.
-Yo quiero hechos, no impresiones.
-Mira, George querido, un psicólogo nunca ve un hecho en toda su vida. Sólo
presta atención a las impresiones, a cosas vagas. Esto no me causa buena
impresión, te lo repito. Confía en mis corazonadas y mi intuición. Me huelo las
cosas malas. Y ésta es muy mala. Mi consejo es que desmontes esta maldita cosa
y lleves a tus hijos a que me vean todos los días para someterlos a tratamiento
durante un año entero.
-¿Es tan mala?
-Me temo que sí. Uno de los usos originales de estas habitaciones era que
pudiéramos estudiar los modelos que dejaba la mente del niño en las paredes, y
de ese modo estudiarlos con toda comodidad y ayudar al niño. En este caso, sin
embargo, la habitación se ha convertido en un canal hacia... ideas destructivas, en
lugar de una liberación de ellas.
-¿Ya has notado esto con anterioridad?
-Lo único que he notado es que has echado a perder a tus hijos más que la
mayoría. Y ahora los has degradado de algún modo. ¿De qué modo?
-No les dejé que fueran a Nueva York.
-¿Y qué más?
-He quitado algunos de los aparatos de la casa y les amenacé, hace un mes, con
cerrar el cuarto de jugar como no hicieran los deberes del colegio. Lo tuve cerrado
unos cuantos días para que aprendieran.
-Vaya, vaya.
-¿Significa algo eso?
-Todo. Donde antes tenían a un Papá Noel, ahora tienen a un ogro. Los niños
prefieren a Papá Noel. Dejaste que esta casa os reemplazara a ti y a tu mujer en
el afecto de vuestros hijos. Esta habitación es su madre y su padre, y es mucho
más importante en sus vidas que sus padres auténticos. Y ahora vas y la quieres
cerrar. No me extraña que aquí haya odio. Se nota que brota del cielo. Se nota en
ese sol. George, tienes que cambiar de vida. Lo mismo que otros muchos, la has
construido en torno a las comodidades. Mañana te morirías de hambre si en la
cocina funcionara algo mal. Deberías saber cascar un huevo. Sin embargo,
desconéctalo todo. Empieza de nuevo.
Llevará tiempo. Pero conseguiremos obtener unos niños buenos a partir de los
malos dentro de un año, espera y verás.

181
-Pero ¿no será un choque excesivo para los niños cerrar la habitación
bruscamente, para siempre?
-Lo que yo no quiero es que profundicen más en esto, eso es todo.
Los leones estaban terminando su festín rojo.
Los leones se mantenían al borde del claro observando a los dos hombres.
-Ahora estoy sintiendo que me persiguen -dijo McClean-. Salgamos de aquí.
Nunca me gustaron estas malditas habitaciones. Me ponen nervioso.
-Los leones no son reales, ¿verdad? -dijo George Hadley-. Supongo que no habrá
ningún modo de...
-¿De qué?
-... ¡De que se vuelvan reales!
-No, que yo sepa.
-¿Algún fallo en la maquinaria, una avería o algo?
-No.
Se dirigieron a la puerta.
-No creo que a la habitación le guste que la desconecten -dijo el padre.
-A nadie le gusta morir... Ni siquiera a una habitación.
-Me pregunto si me odia por querer desconectarla.
-La paranoia abunda por aquí hoy -dijo David McClean-. Puedes utilizar esto como
pista. Mira -se agachó y recogió un pañuelo de cuello ensangrentado-. ¿Es tuyo?
-No -la cara de George Hadley estaba rígida-. Pertenece a Lydia.
Fueron juntos a la caja de fusibles y quitaron el que desconectaba el cuarto de
jugar. Los dos niños estaban histéricos. Gritaban y pataleaban y tiraban cosas.
Aullaban y sollozaban y soltaban tacos y daban saltos por encima de los muebles.
-¡No le puedes hacer eso al cuarto de jugar, no puedes!
-Vamos a ver, chicos.
Los niños se arrojaron en un sofá, llorando.
-George -dijo Lydia Hadley-, vuelve a conectarla, sólo unos momentos. No puedes
ser tan brusco.
-No.
-No seas tan cruel.

182
-Lydia, está desconectada y seguirá desconectada. Y toda la maldita casa morirá
dentro de poco. Cuanto más veo el lío que nos ha originado, más enfermo me
pone. Llevamos contemplándonos nuestros ombligos electrónicos, mecánicos,
demasiado tiempo. ¡Dios santo, cuánto necesitamos una ráfaga de aire puro!
Y se puso a recorrer la casa desconectando los relojes parlantes, los fogones, la
calefacción, los limpiazapatos, los restregadores de cuerpo y las fregonas y los
masajeadores y todos los demás aparatos a los que pudo echar mano.
La casa estaba llena de cuerpos muertos, o eso parecía. Daba la sensación de un
cementerio mecánico. Tan silenciosa. Ninguna de la oculta energía de los
aparatos zumbaba a la espera de funcionar cuando apretaran un botón.
-¡No les dejes hacerlo! -gritó Peter al techo, como si hablara con la casa, con el
cuarto de jugar-. No dejes que mi padre lo mate todo -se volvió hacia su padre-.
¡Te odio!
-Los insultos no te van a servir de nada.
-¡Quisiera que estuvieses muerto!
-Ya lo estamos, desde hace mucho. Ahora vamos a empezar a vivir de verdad. En
lugar de que nos manejen y nos den masajes, vamos a vivir.
Wendy todavía seguía llorando y Peter se unió a ella.
-Sólo un momento, sólo un momento, sólo otro momento en el cuarto de jugar -
gritaban.
-Oh, George -dijo la mujer-. No les hará daño.
-Muy bien... muy bien, siempre que se callen. Un minuto, tenedlo en cuenta, y
luego desconectada para siempre.
-Papá, papá, papá -dijeron alegres los chicos, sonriendo con la cara llena de
lágrimas.
-Y luego nos iremos de vacaciones. David McClean volverá dentro de media hora
para ayudarnos a recoger las cosas y llevarnos al aeropuerto. Me voy a vestir.
Conecta la habitación durante un minuto. Lydia, sólo un minuto, tenlo en cuenta.
Y los tres se pusieron a parlotear mientras él dejaba que el tubo de aire le aspirara
al piso de arriba y empezaba a vestirse por sí mismo. Un minuto después,
apareció Lydia.
-Me sentiré muy contenta cuando nos vayamos -dijo suspirando.
-¿Los has dejado en el cuarto?
-También yo me quería vestir. Oh, esa espantosa África. ¿Qué le pueden
encontrar? -Bueno, dentro de cinco minutos o así estaremos camino de Iowa.
183
Señor, ¿cómo se nos ocurrió tener esta casa? ¿Qué nos impulsó a comprar una
pesadilla?
-El orgullo, el dinero, la estupidez.
-Creo que será mejor que baje antes de que esos chicos vuelvan a entusiasmarse
con esas malditas fieras.
Precisamente entonces oyeron que llamaban los niños.
-Papá, mamá, venid enseguida... ¡enseguida!
Bajaron al otro piso por el tubo de aire y atravesaron corriendo el vestíbulo. Los
niños no estaban a la vista.
-¿Wendy? ¡Peter!
Corrieron al cuarto de jugar. En la sabana africana no había nadie a no ser los
leones, que los miraban. -¿Peter, Wendy?
La puerta se cerro dando un portazo.
-¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer dieron la vuelta y corrieron a la puerta.
-¡Abrid esta puerta! -gritó George Hadley, tratando de hacer girar el picaporte-.
¡Han cerrado por fuera! ¡Peter! -golpeó la puerta-. ¡Abrid!
Oyó la voz de Peter fuera, pegada a la puerta.
-No les dejéis desconectar la habitación y la casa -estaba diciendo.
George Hadley y su mujer daban golpes en la puerta.
-No seáis absurdos, chicos. Es hora de irse. El señor McClean llegará en un
momento y...
Y entonces oyeron los sonidos.
Los leones los rodeaban por tres lados. Avanzaban por la hierba amarilla de la
sabana, olisqueando y rugiendo.
Los leones.
George Hadley miró a su mujer y los dos se dieron la vuelta y volvieron a mirar a
las fieras que avanzaban lentamente, encogiéndose, con el rabo tieso.
George Hadley y su mujer gritaron.
Y de repente se dieron cuenta del motivo por el que aquellos gritos anteriores les
habían sonado tan conocidos.

184
5
-Muy bien, aquí estoy -dijo David McClean a la puerta del cuarto de jugar-. Oh,
hola - miró fijamente a los niños, que estaban sentados en el centro del claro
merendando. Más allá de ellos estaban la charca y la sabana amarilla; por encima
había un sol abrasador. Empezó a sudar-. ¿Dónde están vuestros padres?
Los niños alzaron la vista y sonrieron.
-Oh, estarán aquí enseguida.
-Bien, porque nos tenemos que ir -a lo lejos, McClean distinguió a los leones
peleándose. Luego vio cómo se tranquilizaban y se ponían a comer en silencio, a
la sombra de los árboles.
Lo observó con la mano encima de los ojos entrecerrados.
Ahora los leones habían terminado de comer. Se acercaron a la charca para
beber.
Una sombra parpadeó por encima de la ardiente cara de McClean. Parpadearon
muchas sombras. Los buitres bajaban del cielo abrasador.
-¿Una taza de té? -preguntó Wendy en medio del silencio.

185
Semana 11: Planeación de un cuento

Núcleos de conocimiento:

Planeación
Estructura
Imaginación
Creación

Actividad 9

Indicaciones

En esta actividad vamos a planear un cuento, es decir trabajaremos enumerando,


ordenando ideas, imaginando todos los elementos con los que estructuraremos una
breve historia de ficción.
Para la actividad se recomienda leer tu libro de Literatura I de la página 101 a la
106. También es importante realizar la lectura de los cuentos de esta semana y el
decálogo de Horacio Quiroga, ya que con estos ejemplos tendrás una mejor
orientación para el trabajo creativo de tu relato.
La evidencia de tu trabajo es un esquema de planeación de un cuento, en el que
consideres los elementos a utilizar en tu breve historia: personajes, historia, trama,
espacio, atmósfera, tiempo, extensión, etc.

Elementos de la evidencia
---Inclusión de los elementos más importantes de un cuento
---Claridad y coherencia en los elementos de la narración
---Originalidad

186
Extensión del trabajo: De una a dos cuartillas. Pueden usarse líneas o cualquier
recurso gráfico que alumno crea necesario. La planeación puede incluso tener la
estructura de una infografía.

Fecha límite de entrega del trabajo: 19 de noviembre

187
Historia de Abdula, el mendigo ciego
(De Las mil y una noches)
Anónimo

El mendigo ciego que había jurado no recibir ninguna limosna que no estuviera
acompañada de una bofetada, refirió al Califa su historia:
-Comendador de los Creyentes, he nacido en Bagdad. Con la herencia de mis
padres y con mi trabajo, compré ochenta camellos que alquilaba a los mercaderes
de las caravanas que se dirigían a las ciudades y a los confines de tu dilatado
imperio.
Una tarde que volvía de Bassorah con mi recua vacía, me detuve para que pastaran
los camellos; los vigilaba, sentado a la sombra de un árbol, ante una fuente, cuando
llegó un derviche que iba a pie a Bassorah. Nos saludamos, sacamos nuestras
provisiones y nos pusimos a comer fraternalmente. El derviche, mirando mis
numerosos camellos, me dijo que no lejos de ahí, una montaña recelaba un tesoro
tan infinito que aun después de cargar de joyas y de oro los ochenta camellos, no
se notaría mengua en él. Arrebatado de gozo me arrojé al cuello del derviche y le
rogué que me indicara el sitio, ofreciendo darle en agradecimiento un camello
cargado. El derviche entendió que la codicia me hacía perder el buen sentido y me
contestó:
-Hermano, debes comprender que tu oferta no guarda proporción con la fineza que
esperas de mí. Puedo no hablarte más del tesoro y guardar mi secreto. Pero te
quiero bien y te haré una proposición más cabal. Iremos a la montaña del tesoro y
cargaremos los ochenta camellos; me darás cuarenta y te quedarás con otros
cuarenta, y luego nos separaremos, tomando cada cual su camino.
Esta proposición razonable me pareció durísima, veía como un quebranto la pérdida
de los cuarenta camellos y me escandalizaba que el derviche, un hombre
harapiento, fuera no menos rico que yo. Accedí, sin embargo, para no arrepentirm e
hasta la muerte de haber perdido esa ocasión.
Reuní los camellos y nos encaminamos a un valle rodeado de montañas altísimas,
en el que entramos por un desfiladero tan estrecho que sólo un camello podía pasar
de frente.
El derviche hizo un haz de leña con las ramas secas que recogió en el valle, lo
encendió por medio de unos polvos aromáticos, pronunció palabras
incomprensibles, y vimos, a través de la humareda, que se abría la montaña y que
había un palacio en el centro. Entramos, y lo primero que se ofreció a mi vista
deslumbrada fueron unos montones de oro sobre los que se arrojó mi codicia como
el águila sobre la presa, y empecé a llenar las bolsas que llevaba.

188
El derviche hizo otro tanto, noté que prefería las piedras preciosas al oro y resolví
copiar su ejemplo. Ya cargados mis ochenta camellos, el derviche, antes de cerrar
la montaña, sacó de una jarra de plata una cajita de madera de sándalo que según
me hizo ver, contenía una pomada, y la guardó en el seno.
Salimos, la montaña se cerró, nos repartimos los ochenta camellos y valiéndome de
las palabras más expresivas le agradecí la fineza que me había hecho, nos
abrazamos con sumo alborozo y cada cual tomó su camino.
No había dado cien pasos cuando el numen de la codicia me acometió. Me arrepentí
de haber cedido mis cuarenta camellos y su carga preciosa, y resolví quitárselos al
derviche, por buenas o por malas. El derviche no necesita esas riquezas -pensé-,
conoce el lugar del tesoro; además, está hecho a la indigencia.
Hice parar mis camellos y retrocedí corriendo y gritando para que se detuviera el
derviche. Lo alcancé.
-Hermano -le dije-, he reflexionado que eres un hombre acostumbrado a vivir
pacíficamente, sólo experto en la oración y en la devoción, y que no podrás nunca
dirigir cuarenta camellos. Si quieres creerme, quédate solamente con treinta, aun
así te verás en apuros para gobernarlos.
-Tienes razón -me respondió el derviche-. No había pensado en ello. Escoge los
diez que más te acomoden, llévatelos y que Dios te guarde.
Aparté diez camellos que incorporé a los míos, pero la misma prontitud con que
había cedido el derviche, encendió mi codicia. Volví de nuevo atrás y le repetí el
mismo razonamiento, encareciéndole la dificultad que tendría para gobernar los
camellos, y me llevé otros diez. Semejante al hidrópico que más sediento se halla
cuanto más bebe, mi codicia aumentaba en proporción a la condescendencia del
derviche. Logré, a fuerza de besos y de bendiciones, que me devolviera todos los
camellos con su carga de oro y de pedrería. Al entregarme el último de todos, me
dijo:
-Haz buen uso de estas riquezas y recuerda que Dios, que te las ha dado, puede
quitártelas si no socorres a los menesterosos, a quienes la misericordia divina deja
en el desamparo para que los ricos ejerciten su caridad y merezcan, así, una
recompensa mayor en el Paraíso.
La codicia me había ofuscado de tal modo el entendimiento que, al darle gracias por
la cesión de mis camellos, sólo pensaba en la cajita de sándalo que el derviche
había guardado con tanto esmero.
Presumiendo que la pomada debía encerrar alguna maravillosa virtud, le rogué que
me la diera, diciéndole que un hombre como él, que había renunciado a todas las
vanidades del mundo, no necesitaba pomadas.

189
En mi interior estaba resuelto a quitársela por la fuerza, pero, lejos de rehusármela,
el derviche sacó la cajita del seno, y me la entregó.
Cuando la tuve en las manos, la abrí. Mirando la pomada que contenía, le dije:
-Puesto que tu bondad es tan grande, te ruego que me digas cuáles son las virtudes
de esta pomada.
-Son prodigiosas -me contestó-. Frotando con ella el ojo izquierdo y cerrando el
derecho, se ven distintamente todos los tesoros ocultos en las entrañas de la tierra.
Frotando el ojo derecho, se pierde la vista de los dos.
Maravillado, le rogué que me frotase con la pomada el ojo izquierdo.
El derviche accedió. Apenas me hubo frotado el ojo, aparecieron a mi vista tantos y
tan diversos tesoros, que volvió a encenderse mi codicia. No me cansaba de
contemplar tan infinitas riquezas, pero como me era preciso tener cerrado y cubierto
con la mano el ojo derecho, y esto me fatigaba, rogué al derviche que me frotase
con la pomada el ojo derecho, para ver más tesoros.
-Ya te dije -me contestó- que si aplicas la pomada al ojo derecho, perderás la vista.
-Hermano -le repliqué sonriendo- es imposible que esta pomada tenga dos
cualidades tan contrarias y dos virtudes tan diversas.
Largo rato porfiamos; finalmente, el derviche, tomando a Dios por testigo de que me
decía la verdad, cedió a mis instancias. Yo cerré el ojo izquierdo, el derviche me
frotó con la pomada el ojo derecho. Cuando los abrí, estaba ciego.
Aunque tarde, conocí que el miserable deseo de riquezas me había perdido y
maldije mi desmesurada codicia. Me arrojé a los pies del derviche.
-Hermano -le dije-, tú que siempre me has complacido y que eres tan sabio,
devuélveme la vista.
-Desventurado -me respondió-, ¿no te previne de antemano y no hice todos los
esfuerzos para preservarte de esta desdicha? Conozco, sí, muchos secretos, como
has podido comprobar en el tiempo que hemos estado juntos, pero no conozco el
secreto capaz de devolverte la luz. Dios te había colmado de riquezas que eras
indigno de poseer, te las ha quitado para castigar tu codicia.
Reunió mis ochenta camellos y prosiguió con ellos su camino, dejándome solo y
desamparado, sin atender a mis lágrimas y a mis súplicas. Desesperado, no sé
cuántos días erré por esas montañas; unos peregrinos me recogieron.

190
Decálogo del perfecto cuentista

Horacio Quiroga

I
Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo.
II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas
hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte.
Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga
paciencia. IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas.
Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un
cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres
últimas.
VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el
viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para
expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son
entre sí consonantes o asonantes.
VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un
sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable.
Pero hay que hallarlo.
VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra
cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden

191
o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de
ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres
capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia.
Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de
tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la
vida del cuento.

192
El estudiante

Anton Chejov

En principio, el tiempo era bueno y tranquilo. Los mirlos gorjeaban y de los pantanos
vecinos llegaba el zumbido lastimoso de algo vivo, igual que si soplaran en una
botella vacía. Una becada1 inició el vuelo, y un disparo retumbó en el aire primaveral
con alegría y estrépito. Pero cuando oscureció en el bosque, empezó a soplar el
intempestivo y frío viento del este y todo quedó en silencio. Los charcos se cubrieron
de agujas de hielo y el bosque adquirió un aspecto desapacible, sórdido y solitario.
Olía a invierno.
Iván Velikopolski, estudiante de la academia eclesiástica, hijo de un sacristán, volvía
de cazar y se dirigía a su casa por un sendero junto a un prado anegado. Tenía los
dedos entumecidos y el viento le quemaba la cara. Le parecía que ese frío repentino
quebraba el orden y la armonía, que la propia naturaleza sentía miedo y que, por
ello, había oscurecido antes de tiempo. A su alrededor todo estaba desierto y
parecía especialmente sombrío. Sólo en la huerta de las viudas, junto al río, brillaba
una luz; en unas cuatro verstas a la redonda, hasta donde estaba la aldea, todo
estaba sumido en la fría oscuridad de la noche. El estudiante recordó que cuando
salió de casa, su madre, descalza, sentada en el suelo del zaguán, limpiaba el
samovar, y su padre estaba echado junto a la estufa y tosía; al ser Viernes Santo,
en su casa no habían hecho comida y sentía un hambre atroz. Ahora, encogido de
frío, el estudiante pensaba que ese mismo viento soplaba en tiempos de Riurik, de
Iván el Terrible y de Pedro el Grande y que también en aquellos tiempos había
existido esa brutal pobreza, esa hambruna, esas agujereadas techumbres de paja,
la ignorancia, la tristeza, ese mismo entorno desierto, la oscuridad y el sentimiento
de opresión. Todos esos horrores habían existido, existían y existirían y, aun cuando
pasaran mil años más, la vida no sería mejor. No tenía ganas de volver a casa.
La huerta de las viudas se llamaba así porque la cuidaban dos viudas, madre e hija.
Una hoguera ardía vivamente, entre chasquidos y chisporroteos, iluminando a su
alrededor la tierra labrada. La viuda Vasilisa, una vieja alta y robusta, vestida con
una zamarra de hombre, estaba junto al fuego y miraba con aire pensativo las
llamas; su hija Lukeria, baja, de rostro abobado, picado de viruelas, estaba sentada
en el suelo y fregaba el caldero y las cucharas. Seguramente acababan de cenar.
Se oían voces de hombre; eran los trabajadores del lugar que llevaban los caballos
a abrevar al río

1 Becada: tipo de ave.

193
-Ha vuelto el invierno -dijo el estudiante, acercándose a la hoguera-. ¡Buenas
noches!
Vasilisa se estremeció, pero enseguida lo reconoció y sonrió afablemente.
-No te había reconocido, Dios mío. Eso es que vas a ser rico.
Se pusieron a conversar. Vasilisa era una mujer que había vivido mucho. Había
servido en un tiempo como nodriza y después como niñera en casa de unos
señores, se expresaba con delicadeza y su rostro mostraba siempre una leve y
sensata sonrisa. Lukeria, su hija, era una aldeana, sumisa ante su marido, se
limitaba a mirar al estudiante y a permanecer callada, con una expresión extraña en
el rostro, como la de un sordomudo.
-En una noche igual de fría que ésta, se calentaba en la hoguera el apóstol Pedro
dijo el estudiante, extendiendo las manos hacia el fuego-. Eso quiere decir que
también entonces hacía frío. ¡Ah, qué noche tan terrible fue esa! ¡Una noche larga
y triste a más no poder!
Miró a la oscuridad que le rodeaba, sacudió convulsivamente la cabeza y preguntó:
-¿Fuiste a la lectura del Evangelio?
-Sí, fui.
-Entonces te acordarás de que durante la Última Cena, Pedro dijo a Jesús: «Estoy
dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte». Y el Señor le contestó: «Pedro, en
verdad te digo que antes de que cante el gallo, negarás tres veces que me
conoces». Después de la cena, Jesús se puso muy triste en el huerto y rezó,
mientras el pobre Pedro, completamente agotado, con los párpados pesados, no
pudo vencer al sueño y se durmió. Luego oirías que Judas besó a Jesús y lo entregó
a sus verdugos aquella misma noche. Lo llevaron atado ante el sumo pontífice y lo
azotaron, mientras Pedro, exhausto, atormentado por la angustia y la tristeza, ¿lo
entiendes?, desvelado, presintiendo que algo terrible iba a suceder en la tierra, los
siguió… Quería con locura a Jesús y ahora veía, desde lejos, cómo lo azotaban…
Lukeria dejó las cucharas y fijó su inmóvil mirada en el estudiante.
-Llegaron a donde estaba el sumo pontífice -prosiguió- y comenzaron a interrogar a
Jesús, mientras los criados encendieron una hoguera en medio del patio, pues hacía
frío, y se calentaban. Con ellos, cerca de la hoguera, estaba Pedro y también se
calentaba, como yo ahora. Una mujer, al verlo, dijo: «Éste también estaba con
Jesús», lo que quería decir que también a él había que llevarlo al interrogatorio.
Todos los criados que se hallaban junto al fuego le miraron, seguro, severamente,
con recelo, puesto que él, agitado, dijo: «No lo conozco». Poco después, alguien lo
reconoció de nuevo como uno de los discípulos de Jesús y dijo: «Tú también eres
de los suyos». Y él lo volvió a negar. Y por tercera vez, alguien se dirigió a él:
«¿Acaso no te he visto hoy con él en el huerto?». Y él lo negó por tercera vez. Justo

194
después de eso, cantó el gallo y Pedro, mirando desde lejos a Jesús, recordó las
palabras que él le había dicho durante la cena… Las recordó, volvió en sí, salió del
patio y rompió a llorar amargamente. El Evangelio dice: «Tras salir de allí, lloró
amargamente». Así me lo imagino: un jardín tranquilo, muy tranquilo, y oscuro, muy
oscuro, y en medio del silencio apenas se oye un callado sollozo…
El estudiante suspiró y se quedó pensativo. Vasilisa, que seguía sonriente, sollozó
de pronto, gruesas y abundantes lágrimas se deslizaron por sus mejillas mientras
ella interponía una manga entre su rostro y el fuego, como si se avergonzara de sus
propias lágrimas. Lukeria, por su parte, miraba fijamente al estudiante, ruborizada,
con la expresión grave y tensa, como la de quien siente un fuerte dolor.
Los trabajadores volvían del río, y uno de ellos, montado a caballo, ya estaba cerca
y la luz de la hoguera oscilaba ante él. El estudiante dio las buenas noches a las
viudas y reemprendió la marcha. De nuevo lo envolvió la oscuridad y se
entumecieron sus manos. Hacía mucho viento; parecía, en efecto, que el invierno
había vuelto y no que al cabo de dos días llegaría la Pascua. Ahora el estudiante
pensaba en Vasilisa: si se echó a llorar es porque lo que le sucedió a Pedro aquella
terrible noche guarda alguna relación con ella…
Miró atrás. El fuego solitario crepitaba en la oscuridad, y a su lado ya no se veía a
nadie. El estudiante volvió a pensar que si Vasilisa se echó a llorar y su hija se
conmovió, era evidente que aquello que él había contado, lo que sucedió diecinueve
siglos antes, tenía relación con el presente, con las dos mujeres y, probablemente,
con aquella aldea desierta, con él mismo y con todo el mundo. Si la vieja se echó a
llorar no fue porque él lo supiera contar de manera conmovedora, sino porque Pedro
le resultaba cercano a ella y porque ella se interesaba con todo su ser en lo que
había ocurrido en el alma de Pedro.
Una súbita alegría agitó su alma, e incluso tuvo que pararse para recobrar el aliento.
“El pasado -pensó- y el presente están unidos por una cadena ininterrumpida de
acontecimientos que surgen unos de otros”. Y le pareció que acababa de ver los
dos extremos de esa cadena: al tocar uno de ellos, vibraba el otro.
Luego, cruzó el río en una balsa y después, al subir la colina, contempló su aldea
natal y el poniente, donde en la raya del ocaso brillaba una luz púrpura y fría.
Entonces pensó que la verdad y la belleza que habían orientado la vida humana en
el huerto y en el palacio del sumo pontífice, habían continuado sin interrupción hasta
el tiempo presente y siempre constituirían lo más importante de la vida humana y
de toda la tierra. Un sentimiento de juventud, de salud, de fuerza (sólo tenía
veintidós años), y una inefable y dulce esperanza de felicidad, de una misteriosa y
desconocida felicidad, se apoderaron poco a poco de él, y la vida le pareció
admirable, encantadora, llena de un elevado sentido.

195
Sólo era una broma

Beatriz Espejo

Aquel sábado hubiera sido igual a cualquier otro, si Carmen Acosta Rosas del
Castillo no hubiera reparado —como una premonición— en que se levantaba de la
cama con el pie izquierdo. Apoyó la planta desnuda sobre la alfombra y un
escalofrío horroroso le recorrió la espalda ¡Ojalá nada malo me suceda!, rogó a
sus santos protectores. Pero no se detuvo más a pensar las consecuencias
funestas que podría traerle su mal paso, porque una lista de pendientes se
proyectó en su imaginación como película de dieciséis milímetros al ritmo
apresurado de una carrera de obstáculos. La invadieron sin motivo las mismas
náuseas que la invadían todas las mañanas antes de ir a la escuela. Se
sobrepuso, así lo había hecho siempre, y se autordenó pasar al despacho para
asegurarse de que el office-boy hubiera puesto en el correo la carta urgente que el
señor Malvido dictó a última hora la tarde anterior. Luego, Carmen continuaría su
camino rumbo a Liverpool. Detestaba los grandes almacenes que apenas
franqueadas sus puertas la impulsaban a gastar en cosas innecesarias, la
transportaban hacia un estado febril de competencia que vencía mediante
esfuerzos de sensatez; pero quería comprarse unos aretes. Hacían juego con el
vestido negro de lunares blancos que su tía Rosario le había enviado desde
Perote dentro de una caja envuelta con papel manila. Regalo de cumpleaños
confeccionado por una costurera aplicada en los terminados de ojales y bastillas y
no muy al tanto de la moda.

Acomodados en un estuche de terciopelo, los aretes lanzaban destellos


comandando varias hileras de piedras coruscantes y seductoras. La dependienta
los había colocado allí por ser los más llamativos y costosos. Aunque Carmen era
parca en sus costumbres de vez en cuando despilfarraba dándose pequeños
gustos. Y su complacencia voló por el condominio de una recámara en el cual no
faltaba nada, desde la tostadora de pan, la sarteneta eléctrica y el horno de
microondas en la cocina, hasta los más modernos adelantos de la técnica
audiovisual representados por un estéreo de discos compactos y una televisión de
veintiuna pulgadas en la estancia. Por supuesto nadie le había regalado ese
confort resultado de trabajos forzados adivinándole el pensamiento al señor
Malvido como secretaria particular. Afortunadamente, casi en los principios del
siglo XXI, las mujeres aprendieron a valerse por sí mismas con eficacia y orden y
cuando saben que los bienes de hoy remedian las penurias futuras; sólo así

196
enfrentan una vejez digna si no dependen de nadie ni cuentan con parientes que
las mantengan. Y sin mediar más razonamientos prácticos a los cuales solía
aferrarse, sintió que los años se le habían ido en un guiño, un parpadeo. Para ella
antes de que se fuera el ayer, llegó el mañana y el hoy no había aparecido nunca.
Se sumergió en una luz azul, en una tristeza vaga, con el conocimiento de que los
días empezaban a contar. Tuvo esa certidumbre al servirse una taza de café y dos
o tres galletas sobre un plato.

Una deformación profesional la obligaba a escribir mentalmente en taquigrafía los


pendientes cotidianos. Por la tarde iba a poner orden en su clóset y a lavarse el
pelo. Siempre se lo había dejado largo para tejerlo en una trenza alrededor de la
cabeza. Reconstruyó la imagen de una compañera suya en la preparatoria, la más
aplicada de la clase, que se burlaba a carcajada limpia por esa costumbre de
lavarse el pelo sólo los sábados. Aquella niña tenía dotes de soprano: “¡Oh María,
madre mía! ¡Oh consuelo del mortal! ¡Amparadme y llevadme a la patria celestial!”,
cantaba parada en lugar de honor en tanto las demás formaban interminables
filas, que daban vueltas y vueltas al patio, para depositar flores blancas a los pies
de una Concepción estofada que subida en alto recibía la ofrenda cubierta por su
manto azul, marco de un rostro hermoso e imperturbable.

Sin embargo aquella niña, dispuesta a tocar las campanas del paraíso, escondía
algo diabólico bajo su mirada ávida, sus senos trémulos y su cinturita de avispa
que ni la lana del uniforme azul marino lograba disimular. Era un demonio al que la
suerte le había proporcionado cuanto una adolescente desearía. Un gran coche
color camote que echaba chispas desde su cofre pulido la llevaba diario a las
puertas del colegio y la esperaba antes de la salida. Usaba sobre el pecho una
medalla guadalupana rodeada de brillantes. Se la había dado en prenda cariñosa
un novio de dientes perfectos hechos para anunciar pastas dentífricas. Y, esto ya
parecía imperdonable, sus padres le cumplían caprichos convencidos de que era
un ángel de carne y hueso. No sospecharon que escondía una crueldad filosa
ejercitada contra los débiles, contra una muchacha que tenazmente boleaba sus
zapatos empeñada en borrar las raspaduras de la piel a base de betún negro. En
un falsete, impostando la voz, le gritaba desde la punta más lejana del salón:
“Carmen Acosta, que te pica una mosca”, y parecía rascarse con diez uñas su
cabellera llena de ondas oscuras y sedosas. O se apretaba la nariz para no oler
algo apestoso. Siete u ocho cretinas celebraban el chiste. Formaban un grupo
homogéneo, cerrado. Juntas recorrían capillas y canchas de juego en alegre
complicidad, desafiando el santo temor de Dios, convencidas de que el porvenir no
les reservaba ninguna sorpresa desagradable, que siempre serían jóvenes, ricas y
bellas. Y cuando veían que con sus impertinencias Carmen casi quería morirse, la

197
consolaban convenciéndola de que estaban bromeando. Ella hubiera anhelado
tenerlas de amigas; pero nunca se atrevió a enfrentar un rechazo.

Entre todas, aquella niña representaba el prototipo de la ventura no celeste sino


terrena. Como si, con las notas sobresalientes de su boleta de calificaciones,
hubiera llegado en primer término a la repartición de bienes. En cambio, Carmen
sentía que le había tocado uno de los últimos lugares, cuando las flores de la
virgen comenzaban a marchitarse. Y aquella niña se convirtió en objeto de su
envidia sangrante. Soñaba con ella sueños donde la hacía representar distintos
papeles, como una madre burguesa idolatrada por el hombre de dientes
publicitarios, transformada en estrella hollywoodense, en ejecutiva neoyorquina,
en cantante de ópera erguida a mitad de un escenario iluminado con rayos
violetas, énfasis perplejo a las dulces notas de un aria que flotaba suavemente
hasta la fila Z del tercer piso en el Palacio de Bellas Artes, donde Carmen Acosta
sentada en una oscura butaca temblaba de admiración y de rabia. Al despertar
advertía que eran aprensiones falsas, cosas sin fundamento; pero en las horas de
vigilia y tráfago cotidiano conservaba un sentimiento inexplicable, la certidumbre
de que aquella niña le había robado absolutamente todo su patrimonio en este
mundo, las oportunidades de ser feliz, y por tanto era su enemiga, su
contendiente.

Con el tiempo se fueron desdibujando los rasgos de ese rostro tan amorosamente
odiado. No lo había visto en un cine, a la salida del supermercado, al abordar
algún vehículo o en reuniones de ex alumnas a las que, por otra parte, Carmen
jamás asistía. No había descubierto fotos suyas en los periódicos ni leído su
nombre en las secciones de sociales o en una esquela de defunción; pero, aunque
las matemáticas del destino nunca son como las de un ejercicio escolar, Carmen
presentía que volverían a encontrarse.

Bebió a sorbos pausados una segunda taza sin reconfortarse con el aroma del
café veracruzano y, como si le hubiera caído encima un capote de lana, hizo con
la mano un gesto espantándose una mosca inexistente que alejaría los malos
pensamientos. Revisó su bolsa. Traía sus llaves y las de la oficina del señor
Malvido, licencia automovilística, nota de la tintorería que amparaba su mejor traje,
el sueldo quincenal. Aún no lo distribuía en sobrecitos dedicados a sus pagos
mensuales, incluso la parte que iría a su libreta de ahorros. Llevaba, además,
dirigida a su tía Rosario una tarjeta postal que necesitaba timbres. Se convenció
de que nada le faltaba, y salió cerrando la puerta con la meticulosidad de un
portero responsable.

198
Desde el fondo de sus moléculas de plástico, los iridiscentes zafiros le decían:
¡Cómpranos! Y a esa petición se unían los destellos de las circonias engarzadas
en cerquillos que le suplicaban: ¡Haznos tuyos! Prometemos mejorar tu apariencia,
fingirnos genuinos, tapar las sutiles cicatrices que detrás de las orejas te dejó la
cirugía plástica. Carmen dudó todavía unos segundos. Al rato quién sabe si no le
hubiera importado tanto; pero en aquellos momentos, sufría abandonándolos en
espera de otra dienta. Se alejó algunos pasos y reconsideró la necesidad de
poseerlos. Con gesto decidido de potentada sacó una mica amarilla y dijo
ahogándose con el desplante:

—A mi cuenta, por favor.

Guardó dentro de su bolsa otra bolsita rosada con el precioso tesoro y, tal vez por
la angustia que la decisión había significado, el café causó efecto y tuvo unas
ganas enormes de orinar. Así pues fue al baño de mujeres. Entró despreocupada
e instantáneamente experimentó una sensación desagradable en la nuca, la fijeza
de una mirada bizca a su espalda. Una morena maquillada y que se recargaba
desenvuelta contra el lavamanos la observaba con arrogante curiosidad. Carmen
no prestó demasiada atención urgida de que desocuparan algún excusado:

“El primero libre, lo gano yo. Las necesidades imperiosas nos impiden ser
corteses”, pensó recorriendo con los ojos puertecillas recortadas bajo las cuales
asomaban piernas y zapatillas de distinto grosor y tamaño.

Por fin salió una señora y antes de extinguirse el ruido de la cadena, Carmen entró
apresurada. Puso su bolsa en el suelo y se entretuvo levantándose la falda y
bajándose la pantimedia. Entonces, incrédula, sin entender lo que pasaba,
descubrió una blanca mano de largas uñas que en un rápido desliz agarraba su
bolsa.

Carmen se vistió como pudo y corrió tras la ratera. No se encontraba ya en el


baño, en el pasillo, ni era identificable entre las innumerables personas que
recorrían los departamentos de distintos artículos, o entre las que subían o
bajaban las escaleras eléctricas. Ninguna se parecía a la pintarrajeada en quien
apenas había reparado y que sin duda era la delincuente. Furiosa, Carmen levantó

199
su queja ante los detectives del establecimiento y hubiera pedido auxilio al cuerpo
policiaco entero y al cuerpo de bomberos; pero sabía que resultaba inútil.

El enojo se le convirtió en depresión. Los espíritus visibles e invisibles eran causa


de su mala fortuna. Con pies de trapo logró apretar el botón del elevador y pedirle
a su vecina el duplicado de la llave que guardaba para emergencias. Esa noche
no durmió. En un estado catastrófico concluía que la vida acaba con todo y deja
que se escurra fuera de nuestro alcance. ¿La vida? Quizá nosotros mismos, se
culpaba dando vueltas en el campo de batalla de su cama y ahuecando la
almohada, esponja que sorbía el manantial de sus lágrimas.

Sin embargo, el lunes se presentó puntual al despacho y desempeñó sus


obligaciones con un cierto automatismo que sólo hubiera notado alguien que la
mirara con interés. Cerca de las doce sonó el teléfono. Una soprano ligera
preguntaba por ella y enseguida se identificaba como la autora del hurto. Estaba
apenadísima por haber sucumbido a su cleptomanía. Actuaba por impulsos y
luego la vergüenza le causaba sufrimientos tremendos que los psicoanalistas no
remediaban. Claro que devolvería lo robado para lo cual deberían encontrarse otra
vez en el tocador de damas de Liverpool. Allí le entregaría sus cosas, incluyendo
los aretes tan exquisitos.

Carmen se mostró dispuesta a perdonar y hasta dio las gracias por lo que creyó
un elogio a su gusto personal. El señor Malvido se dispuso a prescindir de sus
servicios esa tarde y ella llegó a la cita antes de las cuatro. A partir de esa hora
consultó su reloj constantemente, cada quince, cada diez minutos, y un sudor frío
perlaba su frente. Nadie dio señales de reconocerla o de intentar hablarle, ni
siquiera mientras las luces fueron apagándose y los rincones de la tienda
quedaron desiertos.

Segura de que la habían hecho víctima de una nueva jugarreta, Carmen Acosta
quiso refugiarse en la tibieza de sus sábanas para llorar a grito pelado. Cuando
regresaba, todavía pudo ver desde lejos un camión de mudanzas que partía de su
casa a toda prisa.

200
Semana 12: Creación de un cuento

Núcleos de conocimiento:

Planeación
Estructura
Imaginación
Creación

Actividad 10

Indicaciones

Elabora un cuento a partir del esquema realizado la semana anterior. Si varía lo


planeado en tu esquema, no te preocupes; así es el proceso de creación.

Elementos de la evidencia
---Cohesión y coherencia en la redacción del cuento
---Uso adecuado de los elementos de un cuento
---Uso creativo de la imaginación
---Originalidad

Extensión del trabajo: El mínimo de la extensión del cuento es una cuartilla.

Fecha límite de entrega del trabajo: 26 de noviembre

201
Unidad IV. La novela

Semana 13. La novela

Actividad 11

Núcleos de conocimiento:

Narración
Personaje
Acciones
Tiempo

Indicaciones

Realiza la lectura de tu libro de Literatura I de la página 116 a la 123. Posteriormente


elige alguna de las novelas mencionadas en tu libro y lee un capítulo de ella.
Comenta lo leído por escrito. La extensión del comentario es libre.

Elementos de la evidencia
---Sentido crítico al comentar la obra
---Mención de los elementos contenidos en el capítulo
---Alto nivel de calidad en la redacción del texto.

Extensión del texto: libre

Fecha límite de entrega: 03 de diciembre

202
Semana 14: Interpretación y análisis de una novela

Núcleos de conocimiento:

Novela
Narración
Personaje
Espacio
Tiempo

Libro de la semana: El túnel de Ernesto Sabato

Actividad 12

Indicaciones

Realiza la lectura de tu libro de Literatura I de la página 127 a la 130. Lee una de


las novelas incluidas en los libros de la semana. A partir de los elementos
estudiados en tu libro, realiza una interpretación de la novela, centrando tu
atención en uno de los elementos.

Elementos de la evidencia
--Alto nivel de comprensión del texto
--Profundización en el elemento estudiado
--Claridad en el ordenamiento de ideas y en la redacción

203
Extensión del trabajo: De una a dos cuartillas. Letra arial de 12

Fecha límite de entrega del trabajo: 10 de diciembre

204
Semana 15: El placer de leer novelas

Núcleos de conocimiento:
Novela
Novelista
Lector

Actividad 13

Indicaciones

Elige una novela de tu predilección, o bien, una incluida en la plataforma o una


recomendada por tu maestro y elabora una reseña sobre ella. Es recomendable que
algunas reseñas se lean en la conferencia para verter opiniones en torno a los
trabajos.

Elementos de la evidencia
---Incluir elementos de la novela acordes con la estructura que debe tener la
reseña
---Contextualizar la novela de acuerdo a la obra general del autor y al momento de
su publicación
---Coherencia y cohesión en la redacción de la reseña

Extensión del trabajo: Dos a tres cuartillas. Letra Arial 12

Fecha límite de entrega del trabajo: 17 de diciembre

205
Semana 16. El novelista

Núcleos de conocimiento:
Planeación
Creación de novelas
Análisis de novelas
Elementos de una novela

Actividad 14

Indicaciones

En esta actividad tienes dos opciones. La primera es planear un ensayo breve o un


esquema de redacción de un ensayo mayor sobre un novelista o una novelista de
tu predilección. La segunda opción es la realización de un esquema para una
novela.
Es recomendable que para estos trabajos te apoyes en tu libro de Literatura I,
leyendo de la página 130 a la 135.

Elementos de la evidencia
Opción 1
---incluir los elementos de un ensayo
---Conocimiento y comprensión del novelista leído
---Originalidad

Opción 2

--Originalidad de la historia propuesta


--Claridad en la propuesta de su novela

206
--incluir elementos novelísticos

Extensión del trabajo: el que el alumno considere necesario para su proyecto


final.

Fecha límite de entrega del trabajo: enero

207
Producto integrador de Literatura I

Indicación

Primera opción
Elabora un ensayo sobre un novelista, siguiendo el esquema que elaboraste la
semana anterior.

Segunda Opción

Elabora el capítulo de una novela siguiendo el esquema que elaboraste la semana


anterior.

Extensión del trabajo: mínimo 4 cuartillas, doble espacio letra Arial 12.

Fecha límite de entrega del trabajo: enero

208
209

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