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Román Rolando Vitas

,
incluso
el
olvido.

1
A veces los recuerdos son extraños: unos
se reproducen en relieve, exactos, cincelados
sobre el tiempo. Otros son apenas una
nebulosa, imposible de ver si uno la mira
directamente, y que sólo toma forma al alejarla
del centro de atención.

1 Un principio

Mi madre me apartó a un pequeño blanco


que se había abierto entre la multitud, miró con
desconfianza a uno y a otro lado, como si así
hubiera podido controlar las miradas de los
demás, y me dijo: Bojor, toma, debes aprender
a comer y a masticar con ella en la boca, sin
tragártela; a hablar sin que nadie note que la
tienes ahí y, lo más importante, sin sacártela

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hasta llegar a la Argentina. Allá puedes hacerlo.
Pero sin que nadie te vea. Nadie.
Bojor, es importante que lo entiendas,
Insistió.
Abrió apenas su mano, la que había
mantenido cerrada todo el tiempo que
estuvimos caminando hasta llegar al puerto, y
pude ver el brillo encerrado, secreto, de una
moneda. Una que nunca había visto. Me pidió
que abriera mi boca y la depositó allí. Es lo
único que puedo darte. Que no sepan que la
llevas o te la quitarán.
En la vorágine del puerto, entre viajeros,
parientes, y cientos de maletas, todos estaban
tan desesperados como nosotros y no creo que
alguien hubiera podido ver la entrega del
mínimo tesoro.
Nunca se puede ver muy lejos detrás de
las lágrimas.
Estaban atentos únicamente a sus seres
queridos, a las recomendaciones, y a las
palabras que pronunciarían en ese momento
que sería eterno.
Sin embargo, mi madre no dudaba, ni
lloraba, cuando me besó en la frente con unos

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labios más fríos que otras veces, demorándolos
apenas, apenas, un segundo más de lo habitual.
Recuerdo que todo me pareció una fiesta
extraña, descomunal y triste. Las maletas de
pobres, de cartón, contrastaban con el exceso
de un barco que partía hacia otro continente.
Un hombre lloraba, de pie, sosteniendo en
una mano al que debía ser su hijo, y en la otra
su equipaje. Se resistía a subir al barco aunque
el niño le insistía en que debía hacerlo.
Mi madre tomó nota de esa situación y se
alejó sin dudar, con una determinación que aún
hoy no entiendo, hasta una distancia que
consideró suficiente como para darse vuelta y
saludar, moviendo su mano en un vuelo
limitado, lento, contenido. Quizás pensó que
había llegado a suficiente distancia de mí, pero
yo podía ver claramente sus lágrimas, las que
recién ahí dejaba salir, creyendo que ya no
podría verla.
Quise correr hacia ella para abrazarla, pero
desde hacía mucho sus órdenes eran
inamovibles y no pude hacerlo. Desde que Papá
se fue, ella era el orden y la cabeza de nuestra
casa. Las pocas explicaciones y los excesivos

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silencios los administraba según su parecer.
Mis trece años no me permitían cuestionar eso.

2 Otro principio

No era una fiesta, sino solamente un


ensayo, pero esos días daba envidia ver a mi
padre.
Como cada ensayo, era una fiesta.
Cuando yo era muy chico, las reuniones
en casa con los compañeros del coro, la dejaban
colorida y llena de camaradería.
Había personajes extraños y alegres.
Algunos de aspecto ridículo (al menos lo eran
para mí, que era muy chico) con melenas
solemnes o barbas largas; y mujeres de labios
rojos, gestos encendidos y polleras plisadas
hasta los tobillos. Y entre todos llenaban el
espacio con los acordes de algún instrumento

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que cumplía la función del acompañamiento
para los ejercicios vocales.
Yo miraba cómo tocaban el piano y cómo
estiraban pomposamente las caras para entonar
las escalas, calentando la voz. Recuerdo haber
intentado imitarlos y así haberme ganado el
apodo de “Mipachol” derivado del sonido que
yo emitía al intentar repetir las notas.
Las risas, que eran el elemento
sobresaliente, me llegaban con el valor de otra
melodía más, como si, en el fondo, ésa hubiera
sido la música.
Quería que no pasara nunca.
Trataba de no perder nada del desarrollo,
así que a cierta hora me ovillaba en un sillón
del living a escuchar los ejercicios vocales o los
pocos fragmentos que abordaban, con la secreta
ilusión de que, aprendiéndolos, podría entender
un júbilo que me resultaba imposible descifrar.
Poco tiempo era suficiente para que cayera
en un estado de somnolencia. No estaba
acostumbrado a permanecer despierto hasta
esas horas.
Rolando, ¿querés ir a la cama? Estás
cansado.

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Esas palabras eran la amenaza. Si me
dormía iba a perder lo principal y jamás iba a
entender.
Siempre me negaba, siempre me permitían
seguir en el sillón, y siempre me dormía.
Las caras expresaban algo que no he
olvidado ni he querido olvidar. Aunque nunca
haya podido identificar la clave. Mi padre
tampoco me la dijo. Ni mi madre.
Crecí entre sopranos, tenores y barítonos,
sin haberla descubierto. Sólo sé que eso era, sin
dudas, la felicidad.

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3 Otro principio más

Habló y, al hacerlo, cortó el silencio, con


la ilusión de así poder cortar también una cierta
penumbra. Mientras organizaba las cosas, le
dijo que llevara algo que le gustara. Algo
pequeño. No había mucho lugar en la maleta
única.
Sacaba la ropa de su hija de los estantes
semivacíos e iba acomodándola como si, en
realidad, la estuviera eligiendo.
Ésta miró las muñecas, que ya no se
ajustaban a su edad. Algunos juegos caseros y

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sus botas: las que le hacían doler los dedos. No
había mucho más.
Descartó el diario íntimo, porque las
confidencias anotadas en él le parecieron, de
pronto y ante la situación dada, insignificantes.
Sobre la mesita de luz, al lado del velador
con la pantalla decorada con puntillas,
sobresalía la cajita de madera. La que su padre
le había regalado al cumplir once. La levantó y
empezó a darle vueltas a la manivela del
costado. Hacía mucho que no lo hacía, porque
la música que dejaba oír convocaba a una
tristeza abismal. A cada giro le parecía estar
desgajándose, perdiendo algo de sí con la
melodía de la cajita, y entonces dejó de hacerlo.
De cualquier modo ya había decidido no usarla
más desde el día en que él no había regresado.
Sin embargo, ése fue el único objeto que
quiso llevar: su caja de música. La que tenía un
Pierrot pintado por fuera.
Cuando se la alcanzó a su madre para que
la acomodara en la valija, ya sabía que no la
llevaba por su sonido, sino por los recuerdos
que cabían en ella. Que eran muchos y que
había empezado a repasar mentalmente con una
intención de comprobación. Los proyectaba en

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su memoria y los estudiaba como si no fuese a
sí misma a quien le habían sucedido.
La madre seguía separando la ropa entre la
penumbra, que persistía.
La que le eligió para que llevara puesta
durante el viaje pudo haber sido la misma que
le habría seleccionado para una gran fiesta. Así
era como quería verla vestida.
Le alcanzó un abrigo como si fuera el
mejor, o el único, quién sabe, y se fueron a la
estación de trenes. Llevaba los pasajes
necesarios hasta un destino provisorio que no
sabía cómo imaginar: los Estados Unidos.
Desde el tren transiberiano a los pasos
posteriores para que, pasando por China, se
pudiera arribar finalmente a América. La guerra
era una muralla que impedía tomar el camino
lógico y más corto. Atravesar Rusia se
presentaba como la única vía posible.
Mientras caminaban hasta la estación, y
aún dentro de ella, las habitaba un silencio
extraño. Todo se había convertido en una
ceremonia triste, minuciosa y vacía.
Cuando llegaron al andén correspondiente
miró a su madre y tuvo la certeza de que la

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ausencia de palabras era porque ya habían
comenzado a ser desconocidas.
Había una cantidad de gente considerable
y, según notó en el momento, el ambiente
estaba poblado de ruidos pero, en cambio, casi
no había diálogos. Algunas palabras sueltas,
apenas, que flotaban sin destino.
Cuando subieron al vagón, le ayudó a su
hija a ubicarse en el único asiento que quedaba
libre y a acomodar el equipaje. Además de la
seguridad y la firmeza de sus gestos, hubo algo.
Algo distinto. Porque miró a los acompañantes
buscando. Primero al hombre junto a la
ventanilla que redondeaba una manzana entre
sus manos mientras observaba por la ventanilla
a los que aún no habían subido al tren. Siguió
con la señora que tejía, preparándose para un
viaje demasiado largo. Después a los
campesinos que, por ser dos, se acompañaban y
tenían en eso una ventaja sobre los demás. Dio
por finalizada su búsqueda al elegir a la señora
que ya había detenido sus agujas y la
observaba. A ella le habló. Buscó ayuda para
sus piernas al sostenerse del borde de un
respaldo. Había cambiado por completo de
aspecto cuando le dijo, con un gesto que

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convertía sus dichos en un ruego: “Cuídemela”.
Ensayó un gesto con una mano: “Es mi hija”.
Retrocedió hasta la puerta del camarote y,
con una sonrisa indecisa y lánguida, le envió un
beso a distancia, a su hija, con la mano, como si
temiera tocarla.

4 O aún antes: El mago

Mucho después de que el mago se hubiera


ido, pude recordar la secuencia completa: las
estrellas, inexistentes hasta ese momento, lo
habían rodeado para sostenerse a sí mismas en
una representación primera. La impresión que
eso me produjo la tengo bien presente:
temblaba.

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Mi padre había dicho ¿Ves, Bojor? Las
estrellas. Esas son las estrellas. Y se agachó
hasta dejar su cabeza al lado de la mía, a una
misma altura, como para ayudarme a sostener
cada punto luminoso en su justo lugar.
Sólo a otra edad dejé de pensar que él las
había creado. Lógicamente admití que lo único
que había hecho era mostrárselas a un niño: a
mí. Lo que me sorprende es que no consigo
imaginar lo que acepto como real y lógico. Es
que en los recuerdos no cabe la razón. Allí, Él
sólo se presenta como mago.
¿Sabes cómo lo hice, Bojor?: La magia
necesita de nosotros, Me dijo entonces. Una
frase que repitió con alguna frecuencia por
aquella época y que en aquél momento me
resultaba imposible descifrar.
Ésa es una de las pocas resonancias que
me quedan de mi padre. Él se fue hace mucho,
siendo yo muy chico. O se lo llevaron, un día
que nunca pude entender, entre gente
inexorable, gestos mayores y voces crudas.
Así, no pudo ver cuando partí a América
con una moneda muy grande en la boca. Había
guerra o se estaba avecinando una, en esa

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época, en el Imperio Otomán.

5 Primeras distancias

Algo dije. Nunca pude recordarlo pero era


algo que no le gustó. Yo era muy chico y de un
padre uno no puede esperar una reacción como

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ésa. Lo cierto es que me dijo: Rolando, ¿te
animás a bajar del auto y quedarte solo?
La primera vez no contesté. La segunda
dije sí. Supuse que ya no tenía opción.
Tenía, digamos, cuatro, seis años, y la
apuesta de Papá era que yo no lo soportaría sin
llorar. Ellos me dejarían y darían una vuelta
completa a la plaza en el auto. Ése era el
desafío.
Yo podría verlos. Ver cómo se alejarían.
Estaba la promesa, claro, de que volverían por
mí.
Cómo saber si era cierto.
Yo no conocía ese lugar y nunca hubiera
podido volver a casa por mí mismo.
Mi madre no dijo nada. No hizo ningún
gesto. Yo la miraba para ver si encontraba algo
que me indicara que podía contar con ella.
Cerraron la puerta. Digo “cerraron”
porque aunque sólo uno lo habrá hecho, todos
lo hicieron. Todos viendo cómo me quedaba
solo en un lugar desconocido, quizás a modo de
castigo por algo.
El auto hizo un ruido. Se movió. Yo
esperaba que fuera una broma. Que se detuviera
en cualquier momento, pero no, poco a poco

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empezó a alejarse. Llegó a la esquina y dobló.
Era lo previsto. Aún los veía.
Se alejaban, ahora, hacia la otra esquina.
En ese momento no pensé en la represalia
de mi padre. Tampoco en la indiferencia feroz
de mi madre. Ni en el silencio de mi hermano
que no hubiera conseguido algo distinto hiciera
lo que hiciese.
Pensé en el hecho de estar solo.
A esa edad, una edad que no recuerdo
bien, estuve realmente solo por primera vez.
Lloré. Es común llorar, de chico. De
cualquier modo es el primer llanto del que
tengo memoria.
Perdí la apuesta. Papá parecía complacido.
Mamá nada.
Hasta hoy, creo que en ese juego
desproporcionado perdí algo más que aquella
apuesta. Algo que soy incapaz de identificar.
6 La llegada del libro

Un día me dijo Te traje un libro, Rolando.


Pero no vas a leerlo.

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No entendía qué me quería decir, aunque
fuera mi padre, y el hecho pasó a ser una
confirmación de que a pesar de serlo, era
también en cierto modo un desconocido.
Sé que era un hombre bueno. Tan bueno
como lejano.
Él solía leer mucho y escuchar música en
su mundo extranjero, mientras crecíamos entre
las limitaciones afectivas de mi madre.
A veces, yo pensaba que mi presencia sólo
conseguía incomodarlo. Él vivía pendiente de
su música y así, cada mediodía, a la hora del
almuerzo, ponía un disco en su combinado (del
que estaba orgulloso) con alguna sinfonía,
concierto u ópera, que establecía un estado de
sitio para las conversaciones.
En ese silencio militar, de a poco, era
común que comenzaran a moverse unas
palabras clandestinas, cuerpo a tierra,
cuchicheando, disimuladas tras unos ostentosos
violines expuestos. Y así Carlos o yo
intentábamos sin saberlo una rebelión. Una que
era interrumpida, a veces, por los retos de mi
madre, apenas más fuertes que nuestras charlas
sopladas, aunque tan sigilosos como éstas.

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Éramos chicos y distraerse era tan
inevitable como para que alguna palabra entera,
sintiéndose libre, se elevara sonora y absurda
por sobre la orquesta. Era cuando alguno había
olvidado la consigna que imponía la restricción.
Entonces mi padre decía algo o hacía un gesto
que no dejaba dudas, y establecía otra vez el
silencio.
No podía entenderlo y lo veía injusto,
parapetado detrás de su música-muralla.
Como insectos, paralizadas por un
instante, nuestras palabras comenzaban
lentamente a moverse, rastreras y atemorizadas.
Sin haber tomado conciencia de ello, el
ciclo había recomenzado.

7 El descubrimiento

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No lo vas a leer, Y mientras lo decía, me
lo mostraba a cierta distancia. Era un libro de
tapas blandas, con un dibujo sencillo y colorido
en la tapa.
Yo tenía once años. Lo recuerdo bien.
Por alguna razón, sólo estaba disponible
en francés. O quizás era simplemente que en
casa no había una copia en castellano.
Él estaba yendo a clases de aquél idioma y
es posible que lo hubiera tomado como parte de
su aprendizaje, no lo sé.
Estudiaba con un gran entusiasmo. Eso
significaba, tanto otra razón para no molestarlo,
como que en casa se escucharan discos de
canciones francesas y se recibieran revistas en
francés. Esto incluía unas que nunca había
visto, que eran revistas-discos, impresas no
sobre papel sino en una base de un plástico
muy flexible, que permitía que algunas de sus
páginas fueran a la vez discos, reproducibles
gracias a que, para colocarlos en el giradiscos,
habían dispuesto un orificio central en toda la
publicación.
La cuestión es que en aquel momento me
exponía el libro con el que había llegado a casa

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y me miraba, sonriendo. Me dijo Rolando, te lo
voy a leer y a ir traduciéndolo, si querés.
Cuando me hizo esa propuesta, la de una
acción dedicada exclusivamente a mí, no lo
dudé.
Nunca imaginé que eso hubiera podido
obrar de puente conmigo, acercándonos de un
modo que no me estaba dado imaginar. Pero
fue exactamente lo que sucedió.
Fijamos un horario y, en la demostración
de la importancia del hecho, establecimos un
ceremonial asociado aún sin ser conscientes de
eso.
Le petit prince, dijo.
No recuerdo cuánto tiempo, días, semanas,
o meses, estuvo leyéndomelo. Pero sí sé cuáles
eran sus pantuflas y cuál la robe de chambre
con la que se abrigaba durante la lectura.
Hasta hoy, y quizás por la definitiva
ausencia de mi padre, aún no he conseguido
leer la dedicatoria de "El Principito", ni su
epílogo, sin que la tristeza me imponga una
dureza en la garganta y se me pueda adivinar
alguna lágrima. Aún cuando cada vez intente
evitarlo, incluso, sabiendo que voy a ser
derrotado en cada ocasión.

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Cuando alguien falsea la voz durante la
lectura con la intención de representar la de un
personaje, puede parecer ridículo. Es difícil
explicar porqué no lo era entonces. Esa voz, la
que hacía hablar al Principito, me dejaba ver al
otro, al que sólo podía identificar de ese modo.
"Dessine-moi un mouton" y "dibújame un
cordero" puede significar más o menos lo
mismo. Pero no lo es. Hagan la prueba:
repítanselos. ¿Lo ven? Los sonidos son bien
distintos y no pueden transmitir lo mismo. La
música es un vehículo eficaz para transportar
los sentimientos. Una lectura en voz alta lo
pone en evidencia.
Ésa era una de las cosas que me enseñaba
durante la lectura y su traducción simultánea.

No recuerdo cuánto tiempo, días, semanas,


o meses, estuvo leyéndomelo. Sólo sé que de
un momento a otro, como por arte de magia,
tuve un padre.

8 La requisa

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Nos revisaron antes de zarpar. Ninguna
riqueza podía abandonar el Imperio Otomán,
por la emergencia permanente en que estaba.
La que había causado la última guerra, que
pudo haber sido tanto interna como externa. O
la que se originaba por los preparativos para la
próxima, según lo que me había contado mi
madre.
De esa requisa pude salvar un libro que
ella me había guardado en el equipaje. Lo
defendí con una firmeza injustificada que a la
vez era riesgosa, porque para eso debía hablar.
Al menos unas pocas palabras, pero que podían
haber dejado en evidencia el verdadero secreto
que temblaba bajo mi lengua.
Un oficial revisaba y otro miraba a cierta
distancia. Este último tenía una barba renegrida
que quedaba disminuida al lado de sus cejas
pobladas. Bajo éstas, proyectaba una mirada
pesada, recelosa, y a la que imaginé curva.
Cuando pude ser consciente del peligro, el
miedo me fue ocupando en silencio cada rincón

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y cada músculo. Entendí entonces las
recomendaciones asociadas a la moneda.
El esfuerzo irracional había sido en
defensa de un libro que no sabía cuál era, y
tuvo su premio sin embargo. Supongo que mi
arrebato les hizo creer que eso era lo único con
algún valor (y puramente subjetivo) de lo que
llevaba.
Después pude ver la desesperación en
aquellos a los que les quitaban todo. Un todo
pequeño, apenas a la medida de la subsistencia.
Cuando los inspectores volvieron al
muelle, uno quedó en el barco. Comprendí que
cualquiera fuera el lugar en el que estuviera
podría estar siendo espiado. Con una mirada
curva.

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9 Modos de partir

El puerto de Esmirna había partido. Igual


que mi madre. Igual que antes lo hiciera mi
padre. Hasta el mar, en principio pequeño y
accesible, se fue derramando entre ellos y el
barco. Se alejaban dejando entre nosotros un
vacío feroz, sin que pudiera hacer algo para
impedirlo.
Los brazos en alto, extendidos, danzantes,
abandonaban de a poco su esfuerzo inútil.
Incluso los de mi madre, que para mi sorpresa,
parecía satisfecha.
Los consejos y recomendaciones
postreras, arrojadas con impotencia desde el
muelle, caían ya en el espacio demasiado
grande entre ellos y el buque adonde yo había
quedado.
Algo desconocido me sucedía. Algo
irremediable y cruel.
No sé por qué lo hice entonces. Sé que,
aunque mi madre ya no pudiera distinguirme,

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sabía bien que el que estaba parado al lado del
bote salvavidas era yo.
Antes de que no pudiéramos vernos más,
antes de perder su imagen para siempre (en ese
momento sólo era una figura más en el gentío),
me di vuelta y caminé hacia la proa, desde
donde el puerto y la gente que había quedado
en él, ya no eran visibles.
En ese momento, en ese preciso momento,
fue el barco el que se alejaba. Y yo el que se
iba.

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10 Tan joven

A dónde va usted, me preguntó el


desconocido, y le dije A la Argentina.
Con quién va.
Solo.
Y sus padres. Insistió.
No existen.
Hizo un silencio para después decir por lo
bajo, tan bajo como para decírselo a sí mismo:
Tan joven.
Hizo un esfuerzo para preguntar, o mejor
dicho para pedir la confirmación a su sospecha:
¿Murieron?
No, le contesté. Sólo no existen.
Cuando el hombre que preguntaba se fue,
supe que mi supervivencia dependía de lo que
acababa de decir. De que mis padres, que ya me
habían dejado en distintas circunstancias y para
siempre, siguieran así: sin existir.

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11 Algunos puertos

El mar era amigable. De alguna forma


tengo que decirlo. Pero todos decían que aún
faltaba para el mar, el verdadero. El que estaba
después del último puerto por los que íbamos
parando sumando pasajeros, si es que podía
entrar más gente en un barco ya atestado.
Contaban de olas, miedos y tormentas; de nadas
eternas y de angustias de nunca más. Todo
aquello nos esperaba para cuando termináramos
de visitar los puertos.
En cada muelle, una ciudad. Y sin
embargo ninguna de ellas parecía real, sino
escenografías destinadas a ser desmontadas
después de nuestra partida.
Así fueron pasando, como fantasmas
deslucidos.

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Un día pasamos el estrecho de Gibraltar y
todos hicieron silencio. Sea lo que fuere el
verdadero mar, ya estaba con nosotros.

12 La travesía

Miraba los atardeceres desde la cubierta


aunque poco después hicieran su aparición las
estrellas. Las que me recordaban algo que no
debía. Me gustaban porque mi historia se
hundía con el sol en el mar, para aparecer
renovada al día siguiente, donde el dolor de la
despedida parecía más lejano.
Para sobrellevarlo, a veces recurría a
hacerme algunas trampas, como contar las
maderas del piso de la cubierta a lo ancho del
barco.
Ciento treinta y seis. Las maderas. Cada
una casi del ancho de mis zapatos.
Me gustaba caminar sobre ellas, su color,
su aspecto. Lo hacía mientras sostenía el libro

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que mi madre me había impuesto. No tenía la
intención de leerlo, en absoluto. Sólo lo llevaba
por temor a que me lo robaran de la maleta. No
es que hubiera robos, pero era una regla no
dicha que aquello que tenía algún valor debía
acompañarnos en todo momento.
Mientras esperaba la noche, buscaba un
lugar sin nadie cerca (algo bastante difícil en un
barco sobrecargado) para ensayar
conversaciones ficticias teniendo la moneda
bajo la lengua. La que me recordaba el último
contacto físico con mi madre: algo que también
debería olvidar.
De a poco conseguía hablar con alguna
mínima naturalidad. No era fácil. Había
aprendido que en determinadas ocasiones debía
correrla hacia un costado, entre las muelas y la
mejilla, cuando alguna pronunciación lo exigía.
Apenas si la había visto. No me animaba a
sacarla de la boca por miedo a que me la vieran
o que me la quitaran, que parecía ser lo mismo.
Ya de noche, miraba a la oscuridad y
evitaba ver las estrellas, por lo que
representaban para mí.
Debía olvidar y, para eso, me impuse no
hablar de mi pasado.

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A cambio, tuve la certeza de que el
camino de mi vida, la auténticamente mía,
acababa de empezar.
Después de un rato miré alrededor para
confirmar que estaba solo. No veía al guardia
de la mirada furtiva, entonces me animé y
saqué la moneda de mi boca. La puse a la luz
de la luna y me alejé de la baranda porque tuve
miedo de que se me cayera. Es que las olas
habían crecido en altura, aunque algo alejadas
unas de otras, ordenadas por un viento intenso
pero estable. El ritmo que imponían ya lo había
incorporado a mi cuerpo y mientras
alternadamente una pierna se flexionaba,
soportando el mayor peso por la inclinación, la
otra se estiraba esperando su turno. Una rutina
que había agregado sin darme cuenta.
Con varios días de viaje después del
último puerto, el océano no parecía ser otro
lugar. Parecía el único. Como si las ciudades
fueran ya sólo un recuerdo. Pero me habían
asegurado que existía algo diferente. Se
llamaba Argentina. Entonces volví a creer que
el mar terminaría en alguna parte y guardé la
moneda nuevamente. Bajo la lengua.

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Pensé por primera vez en la soledad que,
curiosamente, no llegaba sola sino con la
sospecha de haber sido estafado por el destino.
Sólo pude verme como un personaje, en el
barco, frente al mundo. Un mundo que en ese
momento se llamaba mar.
De pronto, comencé a contarme mi propia
historia. A contarla y a cantarla, porque los
sonidos que me imponían la moneda al costado
de la lengua y una cierta dureza en la garganta,
se transformaban en melodías y resonancias
nuevas, únicas y armónicas.
Canté, entonces mis historias: la de la
desaparición de mi padre, un día, y la de la
extraña danza de mi madre en el puerto de
Esmirna para decirme que me fuera, aunque
cubriera eso con su llanto; y hasta la de una
moneda que aún adentro de mi boca brillaba,
cuando la paseaba de un lado a otro.
Cuando ya todas las notas habían sido
dichas, cuando no quedaban más recuerdos en
el pentagrama, dije en voz alta Buenas noches,
hasta mañana. Y sonó bastante bien.

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13 Las sirenas

En una travesía de esa magnitud deberían


haber aparecido las sirenas, según lo que había
escuchado decir en mi infancia. Y a veces me
parece recordar haberlas visto, o escuchado
cantar.
En aquel canto escuchado o imaginado,
bien podían caber todas las promesas o todos
los reproches; todas las amenazas o la lista
completa de las recompensas imaginables;
según el inapelable ánimo del mar.

32
Un murmullo permanente persistía, y en él
se podía seguir el ritmo del agua deshaciéndose
contra el barco. Como si ése fuera el canto.
Tengo la idea de que en cada una de las
historias de ese viaje está el mapa de la persona
que soy, relegando al pasado anterior a un papel
menos significativo.
En uno u otro sonido me pareció escuchar,
entre las otras resonancias, y con dificultad,
alguna referencia a mi futuro. No pude
descifrarlo pero, qué es, al fin de cuentas, el
futuro.
14 Denver

Los Estados Unidos de América. Esto que


veía desde la ventanilla del tren eran los
Estados Unidos de América. Sólo debía estar
atenta a la estación de Denver, adonde un tío,
uno que no conocía, la esperaba.
Preguntó, para no equivocarse, pero el
idioma conspiraba. Dedujo que era la próxima
estación.

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Preparó su maleta, habiendo comprobado
primero que la cajita de música estuviera.
Cuando el tren ya frenaba al acercarse al
destino, se acercó a la puerta. Ella ya tenía, con
doce años, una larga experiencia en trenes.
Bajó. Miró a uno y a otro lado de la
estación. Vio algunos pasajeros que también
habían bajado de la formación, un guarda con
un pie todavía en el tren, un changador con un
baúl solitario, un viejo sentado en un banco de
madera.
Nadie esperando a nadie. El andén iba
quedando vacío.
Ningún Tío, en una estación desconocida,
en un país desconocido, con un idioma
incomprensible.
Fue consciente de que el plan de viaje
agonizaba. Qué podría hacer, ahora.
Lloró, en medio del andén casi solitario,
con su valija a cuestas.
El viejo sentado en el banco habló. Dijo:
Zagn mir vas ir vinen, méidele.
Algo hizo que este hombre le hablara en
yiddish. Le había hecho una pregunta: Por qué
lloras, hija.

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Ella respondió: Mi tío. Iba a estar
esperándome. Aquí en Denver.
Rápido, Dijo el hombre saltando del
banco. Tomó con una mano la maleta y con la
otra la mano de ella.
Rápido. Hay que alcanzar ese tren. Y
empezaron a correr al mismo tren que ya se
había puesto en movimiento.
Denver es la próxima, hija.
Corrieron. Alcanzó a subir.
No tuvo tiempo de agradecerle. Ni de
preguntarle por qué, en los Estados Unidos,
eligió ese idioma para hablarle a una niña que
lloraba en una estación de ferrocarril.

15 ¿Bojor, dijo?

El primogénito, o algo así. Eso es lo que


significa. Es como un apodo. En realidad mi
nombre es Alejandro, le contesté.
El barco se había convertido en un
muestrario de personalidades que de otra forma
jamás hubiera conocido. Entre olores variados

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y crecientes, según pasaban los días, pocos
estaban dispuestos a acercarse voluntariamente
a los demás. Pero si alguien me preguntaba
algo, yo trataba de establecer una conversación.
Si la pronunciación era un inconveniente,
trataba de compensarlo con una sonrisa, una
atención dedicada, una mirada limpia…
Era la oportunidad de conocer algo más.
En la soledad en que estaba, que no era
única, ni extraña, en el barco, tomé la decisión
de adoptar a mis padres. Todos serían, de ahí en
más, mis padres, y debía encontrar rápidamente
cómo aprender todas las cosas que estuvieran a
mi alcance.
En realidad mi nombre es Alejandro, no
Bojor, repetí.
Pero el otro no me escuchaba, porque
había empezado a contar lo suyo.
Las cuchetas estaban una al lado de otra, y
al lado de otras, ocupadas por otros pasajeros
que no hablaban, ni escuchaban, como si no
hubiese música posible para ellos.

36
16 Otras músicas, en el barco
(Bojor escucha a su vecino)

El que me había preguntado mi nombre no


esperó la respuesta. Se acomodó el pañuelo
verde que usaba al cuello y habló:

37
“La carta va a tener todo lo que necesita.
Va a contar cada uno de los momentos que me
impusieron que yo esté aquí, en el barco. Ella
va a entenderlo, porque con las palabras
adecuadas voy a conseguir no sólo que
entienda, como cuando cualquiera dice
entender; sino que sienta, que pueda compartir
cada paso… eso: que tenga el deseo de estar
conmigo en cada momento de los que ya
sucedieron como si recién se presentaran, y
entonces, usando los giros y las expresiones
exactas, a medida que lea, ella vaya eligiendo
participar de cada uno de los pasos que ya di.
Va a ser con un sentimiento evidente y
justo. Sin ornamentos que desmerezcan ni
audacias que la pongan en alerta. Pero que
tampoco le dé tiempo. Una cosa tras otra, que
lo que sienta no la deje reaccionar, y que la
lleve de la mano por la historia que quiero
contarle y que ella debe elegir acompañar.
Las palabras deben ser como nubes que
dibujen las señales en su cielo. Presagios
incomprensibles pero inevitables, como cuando
se tiene un sueño de esos que uno no entiende
y, sin embargo, se niega a descartar porque

38
intuye que hay algo ahí que nos cuenta lo que
no podemos ver.
La carta debe poder tomarle las manos,
mirarla a los ojos. Debe conseguir que ella la
doble, la acaricie y la guarde.
Apenas desembarquemos en la Argentina
voy a escribírsela.
Para que no me olvide.”

17 Las primeras mujeres

39
De otra cucheta nos llegaba con cierta
regularidad la descripción de alguna mujer. El
que las dibujaba en el aire presumía de haber
conocido muchas.
Yo escuchaba aquellas historias
aprendiendo. Todo era desconocido y nuevo.
Eran mujeres hermosas, no como las que
viajaban en el barco con los niños, en el otro
sector. Eran hermosas porque eran contadas así.
Recordadas o imaginadas así.
Si hoy las viera en cualquier parte, las
reconocería, de tan preciso el diseño de
aquellos retratos hablados. Cada rasgo de cada
una de esas mujeres inexistentes.
Durante el viaje, en algunos sueños y
durante las inevitables fiebres de la edad,
estuve con ellas.

18 Llegando a ningún lugar

40
Hacía meses que estaba viajando
cambiando un tren por otro y sus ropas,
aquellas que habían sido separadas con esmero
el día de la partida y que lavaba cada vez que
hacía una breve estancia, mostraban el deterioro
y su propio cansancio.
Acababa de pasar por Buenos Aires en el
segundo gran tramo de su éxodo, y los de la
comunidad local le dijeron que le había sido
adjudicado un terreno en Entre Ríos. Un
campito de monte que tendría que hacer
producir para ir pagando, quizás a lo largo de
toda su vida. Ése iba a ser su lugar. Su hogar en
medio de la nada.
En el tren que la llevaba a Domínguez, tan
diferente al Transiberiano en el que había
comenzado su migración, se preguntaba cuál de
los recuerdos habría sobrevivido. Cuál de todos
los que traía adentro de la cajita de música.
Cuál de los que custodiaba el Pierrot pintado,
seguiría estando allí para cuando llegara a
destino.
Se acordaba de su madre, sí. Aunque no
podía despegarla de la imagen de despedida; la

41
caminata hasta la estación de trenes; la culpa
disimulada en su beso a distancia.
Tenía grabada la imagen de cuando la vio
bajar del tren para caer, desmayada, en el
andén.
Recordaba que recién ahí abandonó toda
esperanza porque tuvo la certeza, la
confirmación de la fuerte sospecha inicial, de
que la despedida era para siempre.
Ahora sus ropas cansadas y su higiene
herida. Ahora un idioma imposible y nadie,
nadie, que la espere. Ahora también el hambre.
Un hambre distinta de aquella de su Polonia,
porque allá estaba con su familia. Compartida,
nunca había sido tan amenazadora.
Viendo pasar los árboles bajos por la
ventanilla, trataba de recordar. Y entre el
traqueteo del tren vio a su padre. Quiso
recordar los detalles y sus facciones y no pudo.
Sacó su valija de abajo del asiento y la
abrió. Cuando tuvo la cajita de música en su
mano se sentó y le dio vueltas a la manivela. La
música volvió a sonar y, con ella, pasaron
fugaces algunos rasgos de su padre: sus
pómulos en punta, su saco negro, el olor de ese
saco.

42
Los demás pasajeros la miraron, apenas,
para quedar otra vez presos del aburrimiento
que pasaba por la ventana.
La música era la misma pero,
sorpresivamente despojada del dolor, sólo era
música. Ya no había más la imagen completa de
su padre, ni una vuelta viable a Polonia, ni
siquiera la cercanía de una despedida en ella.
No tenía nada para comer. El viaje se
hacía largo, más largo, sin comida.
Cuando llegara tendría que pedir algo y un
lugar para dormir. Preguntaría por su terreno.
Quizás alguien, si había alguien, pudiera
ayudarla.
El sol ya descendía, sin haberse percatado
de la ausencia de un mediodía.
Algunos de los otros pasajeros se
levantaron y comenzaron a dejar a mano sus
cajas, sus valijas.
Quiso pedirles ayuda. Un pan.
Alojamiento. Pero ¿cómo se podría comunicar?
¿En qué idioma? ¿En polaco? ¿En yiddish?
El tren iba deteniéndose. Algunos se
alejaban por el pasillo.
Guardó con esmero su cajita de madera,
que en aquel momento era lo único que le

43
pertenecía en el mundo, cerró la valija y se
levantó, ella también, para bajar hacia la nada.
Un murmullo la recibió cuando puso el
primer pie en el andén. Había unas cuantas
personas, extrañas. Tenían tachos y canastos.
Se acercó unos pasos y un hombre, de
sombrero de ala ancha y pañuelo anudado al
cuello, le dijo algo que no entendió. También le
hizo un gesto y como parte de él le acercó, en
sus manos ajadas, un jarro de leche y dos
galletas.
Eran gauchos. Y sabían.

19 El sobreviviente

44
¿Se da cuenta? Y se señaló paseando su
mano de arriba abajo. Estoy vivo.
Por alguna razón, en el barco, surgido de
la nada, un pasajero se presentaba de ese modo.
Con una sonrisa de anfitrión, que de algún
modo era una invitación a compartir su alegría,
me mostraba su supervivencia con un orgullo
que me resultaba incomprensible. De pie, junto
a su sonrisa, mostraba unos ojos claros,
descansados y ligeros. Me llamo Omar, Dijo
mientras rozaba apenas su gorra con dos dedos,
en un gesto que debía ser leído como una
reverencia.
Hizo algunos comentarios con la intención
de explicar en clave de humor qué peligros
corría su vida, devaluándolos tras una sonrisa
generosa; pero era imposible seguir su hilo
lógico.
A mí me cayó en gracia porque aún en su
desesperación, oculta pero evidente, había
encontrado el modo de ser feliz.

45
Poco a poco tuvimos algunas
conversaciones interesantes mientras
paseábamos por la cubierta. Yo, acompañado de
mi libro, que forrado en tela, tenía una cinta en
cada tapa que permitía mantenerlo cerrado con
un nudo (mucho más estable que un moño), y
él, siempre con su gorra, sólo con su gorra,
siempre sonriente. Orgulloso del triunfo que le
había dado el último despertar.
A veces me pedía por favor que le trajera
un vaso de agua. Y aunque no entendía por qué
no lo buscaba él, iba a traérselo, a pesar de que
para acercarme a la jarra debía pasar frente al
guardia de las cejas amenazantes y la mirada
helada.
Contaba de su vida y la de su familia en
Estambul. Se había despedido con una lista de
promesas que me fue detallando como si
pensara cumplirlas, a tanta distancia.
También me confiaba detalles de su
trabajo (que nunca pude identificar), sin ningún
orden y alterando las referencias como si para
mí fuera sencillo entenderle. Estaba convencido
de que con las pinceladas gruesas de sus relatos
me estaba dando la clave de los riesgos que
había superado. Nombraba una palabra que yo

46
desconocía: “leva”. Lo hacía con una mirada
blanda y comprensiva. Yo seguía sus relatos
tranquilo, seguro de que no me reprocharía que
no los hubiera comprendido.
Pocas veces me preguntaba algo. Eso no
importaba. Mi especialidad era escuchar a los
otros.
Era amable, bastante mayor que yo, y uno
de los pocos que quería hablar conmigo. Eso
era comprensible, yo no hablaba muy bien con
la moneda en la boca y prefería hacerlo lo
menos posible. Por eso todos pensaban que
tenía un defecto.
Después de la lucha habitual para acceder
a la ración que llamaban cena, aparecía otra vez
la sonrisa de Omar, el sobreviviente, que a esa
hora se volvía melancólica. Creía que podía no
despertar al día siguiente y ensayaba unas
bromas lastimeras. Se despedía con un Hasta
mañana que, detrás de la aparente alegría del
gesto, daba pena. Pero me lo confiaba a mí. Y
yo atesoraba esa confianza.

47
20 El polizón

Le pregunté a Omar en qué lugar comía él.


Por qué nunca lo veíamos en el comedor.
Lo pensó. Sonrió mirando la nada, apenas
por encima del horizonte.
Dio unos pasos para ponerse a mi lado. Se
acercó hasta dejar su boca al lado de mi oído.
Entonces en voz baja me contó: No pagué el
pasaje. No hubiera podido hacerlo. No tenía
nada cuando escapé. Y me buscaban. Por eso
duermo escondido y pido que me consigas
agua. Hay poca en el barco y no puedo
acercarme a los lugares donde están las jarras
porque podrían darse cuenta.
Puedo darte algo de mi comida, le dije.
Ya alguien me consigue. Algo. Pero no
agua.
Quién es, le pregunté.
No. Es imprescindible que no se
conozcan.

48
Me sonrió en un estado de gracia. Su
bondad era todo, ahora que había apoyado su
suerte en mí.
Y tus padres, me dijo.
No existen, le dije, repitiendo una
explicación que ya había dado.
Apoyó su mano en mi hombro y me dijo
Está bien.
En mi media palabra, en lo no dicho,
estaba lo principal. No intentaba explicar nada,
me hablaba a mí mismo y él, contra todo lo que
podía suponer, parecía haber entendido. Como
para confirmármelo agregó: Está bien. Es
necesario que sea así.
Supe entonces que un amigo era eso.

49
21 Un plan

Eran dos y estaban juntos casi todo el


tiempo. Reían, pero sólo entre ellos. Mantenían
una desconfianza animal hacia los demás.
El más alto no dejaba en ningún momento
un envoltorio de tela, así como yo mi libro, el
que ni siquiera había abierto y no pensaba leer
porque había sido una imposición de mi madre.
El otro parecía más dispuesto, pero
hablaba sólo si era ineludible.
A la hora de la comida los tuve delante de
mí en la fila. Le pregunté al del paquete,
directamente, aunque sin asignarle mayor valor
al asunto: Qué lleva ahí, Y con un movimiento
de cabeza señalé el bulto en su mano.
Un tesoro, Me dijo con suficiencia.
Mi primera reacción a su respuesta fue
tocar con la lengua mi moneda, para sentirla, ya

50
que a veces, de tan acostumbrado, olvidaba que
la tenía en la boca. Su confesión me había
recordado súbitamente el secreto que yo
guardaba.
Y cuál es el tesoro, Me animé.
Sonrió burlón para decirme: Mis
herramientas. Las llevo para Argentina. Me
dijeron que allá no las conocen. Soy el único
que las tiene, aquí, en el barco. Y con ellas voy
a hacerme rico.
No le pregunté de qué tipo eran. No quise
darle el gusto.
Su amigo sonreía y, para dar lo que
pensaba un golpe final a aquella charla, sacó de
su bolsillo algo que sostuvo frente a mi cara,
pero con el puño aún cerrado. Lentamente lo
abrió y me mostró unas semillas. Sin decir nada
lo volvió a cerrar, para colocarlas nuevamente
en su bolsillo. No sé si eran de plantas o de
árboles. Desconozco qué sueños podrían
germinar en ellas.
Dos cosas les envidié de inmediato. Una
es que tenían un plan. La otra, que no parecían
tener la necesidad de olvidar.

51
22 Un hermano

¿Sabe dónde queda Rafaela?


En el silencio estaba la respuesta. Un
silencio artificial en medio del bullicio del
almuerzo.
Necesito averiguarlo. Mi hermano quería
radicarse ahí. Por el nombre: le gustaba. Tal vez
sea una ciudad. Él viajó hace dos años y me
gustaría encontrarlo.
Con un abrigo que era a todas luces
grande, nos iba estudiando de a uno para
descifrar algún posible indicio.
No se sentaba a la mesa con nosotros, y
después también supe que no era conocido de
ninguno de los que estábamos allí. Pañuelo

52
Verde no lo había visto, y a Sobreviviente se lo
describí luego y tampoco pudo recordarlo.
Miraba por encima de las otras mesas
buscando la respuesta como si ésta pudiera
aparecérsele ahí, en el comedor del barco, quién
sabe bajo qué forma.
Necesito encontrarlo, corrigió levemente
y, aumentando aún más el imperativo: Lo voy a
encontrar.
Todos bajamos algunos grados el ángulo
de nuestra mirada, hacia el plato que esperaba
justo delante de nosotros.
Cuando se alejó hacia otra mesa para
reiniciar su rutina, seguimos comiendo.
Perfeccionando el silencio.

53
23 Celina

Si es varón se va a llamar Jacinto, y si es


nena, Celina, Le dijo, acariciando su panza.
Y por qué no como se llamaba tu padre o
tu madre. O el nombre de algún abuelo de los
de allá, Preguntó él.
No. Suenan a pobreza y a perseguidos.
Mejor, nombres de los que se usan acá, Dijo en
un castellano esforzado.
Para que el pasado no lo alcance. Que no
nazca en desventaja.

Después de pocos meses, nació Celina.

54
24 Una señal

Omar se presentó, como cada día,


haciéndome notar que otra vez lo había
logrado. Estaba feliz y se acomodó la gorra
varias veces, encontrando cada posición aún
más placentera que la anterior. Miraba
deslumbrado la mañana, el cielo y el mar
porque acababa de descubrirlos. Igual que
todos los días.
Después de pedirme otro vaso de agua, lo
bebió como si fuera una fiesta.
Aproveché para comentarle del guardia de
mirada curva, de los decomisos que le había

55
visto hacer y del peligro que representaba para
él.
Se encogió de hombros, dibujó una sonrisa
contradictoria, y miró al mar.
Bojor, qué harás cuando llegues. Qué te
gustaría hacer.
No esperó mi respuesta, porque no era
más que una apoyatura para contarme. Me dijo
que, en sueños, había tenido un indicio de lo
que haría apenas llegara a Buenos Aires. Iba a
aprender a cocinar. Para mucha gente, me dijo,
como si eso dejara en claro que lo había
imaginado como un servicio. Le contesté que
era una suerte que, justo antes de llegar, supiera
qué iba a hacer de su vida.
En su mirada había entrado algo más. No
sólo el mar, la mañana, y el cielo. Se le había
llenado de comensales y mesas. Y también su
propia figura recorriendo ese paisaje.
A la noche, se despidió sin ese dejo de
tristeza de todos los días. Y yo me pregunté qué
había cambiado.

56
25 Alguien

Omar estaba apoyado en la baranda como


todas las mañanas, muy temprano, mirando el
mar. Sonrió al verme, y con dos dedos rozó su
gorra en lo que intentaba ser un saludo. Al
menos para él lo era.
Apoyó su mano en mi hombro y me
volvió a preguntar, aunque algo se había
alterado con respecto al planteo del día anterior.
Parecía haber estado pensando en eso.
Y tú, Bojor, qué es lo que tú quieres ser.

57
Pensé en una broma, pero su gesto se
había vuelto grave, de repente.
Esperaba mi respuesta. Tenía que
contestar.
Respiré profundo tratando de generar el
tiempo suficiente para que alguna idea se me
acercara.
Alguien. Quiero ser Alguien, Dije.
Le agregué algún gesto, tratando de
arropar a esa palabra desnuda.
En el silencio, la frase quedó resonando y
el viento la encerraba y no la dejaba ir, como lo
hubiera hecho con cualquier otra. No, mientras
no desplegara todo su significado.
Entonces pude escucharla yo también.

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26 El olvido

De mis abuelos no sé nada. Si apenas


recuerdo a mi madre, y ella nunca quiso contar
nada de su familia. Y eso que le pregunté.
Al principio yo pensaba que su castellano
áspero podía haber sido la causa de sus pocas
palabras, pero después entendí que había
recuerdos que le dolían y que ya habían sido
condenados.

59
Yo era muy chica y vivíamos en el campo,
cuando murió por una enfermedad que tampoco
supe cuál fue, porque ya no se habló más del
tema.
En el campo… o en aquella época… No
sé. No sé cuál fue la causa, pero después de la
muerte de mamá no se la volvió a nombrar.
Sólo sé que papá se fue un día al pueblo y pasó
mucho tiempo hasta que volvió. Después
dijeron que habían sido tres meses.
Mi hermana mayor nos atendía como
podía, la pobre. Debemos haber pasado
hambre, quién sabe, pero no lo recuerdo.
Cuando nuestro padre llegó, vino en el
carro, como se había ido.
Se detuvo frente a los tres jacarandaes, en
la entrada a la casa. Lo acompañaba una señora
vestida de negro. Él bajó y entró con un saludo
casi mordido, de tan a desgano. Detrás de él,
entró la señora. Con unas valijas.
Nosotras mirábamos.
Ella acomodó sus cosas en la habitación
que había sido de mi madre, y entonces
entendimos. Porque el negro era el color de las
novias al casarse, al menos en aquella época y
en aquel lugar.

60
Cuando fui más grande, y mientras
hacíamos algún trabajo entre papá y yo, me
animé a preguntarle, pero él nunca contestó ni
quiénes eran nuestros abuelos, ni de dónde
veníamos, ni de qué murió nuestra madre. La
anterior, porque nos había enseñado a llamarla
así a Gregoria, y era justo, porque tuvimos
varios hermanos que nacieron de ella.
Le insistí varias veces y se me reía y me
decía que no había ninguna herencia por cobrar.
Otras, me decía simplemente Quién sabe…
Quizás las veces en que estuvo más cerca
de darme una pista era cuando me mandaba a
consultar algo en Polonia. Así me decía
cuando, cansado de mi insistencia, me
encargaba averiguar aquello que consideraba
imposible. Pero lo dijo varias veces. En
distintas ocasiones.
Él ya había tomado la decisión de olvidar,
como si de eso dependiera su vida. Y tenía la
única llave.

Cuando se enfermó, Gregoria lo atendió lo


mejor que estuvo a su alcance y él, en un
momento de debilidad y por mi deseo de saber,
le dijo Dale esto a Celina. En recuerdo de mi

61
madre, me regalaba un objeto que le había
pertenecido a ella y que me pareció tan
hermoso como inmensamente triste. Era una
cajita de música con un Pierrot pintado.
Eso, y su melodía, es lo único que tengo
de mis antepasados.

27 La Argentina del oro

La tormenta parecía el fin. El barco era


sacudido como para recordarnos su pequeñez.
De la sensación sombría generalizada se
desprendían llantos, promesas gritadas, y
oraciones, en un absurdo concierto disonante.

62
No pude descansar en toda la noche, en
parte por el miedo, ya que me preguntaba cómo
sería la muerte, la mía; y en otra porque estuve
observando la desesperación y el inevitable
cambio de personalidad al que era arrastrado
cada uno de los pasajeros ante la desgracia
inminente.
Se me ocurrió que bien podría haber una
cierta semejanza entre el sacudirse de las olas
extraviadas y el sinsentido de mi vida.
Cuando amaneció, e incluso más tarde, la
mayoría todavía dormía porque en ese
momento se podía, con la calma recién llegada.
Busqué a lo lejos por si, acaso en algún
lugar, hubiera un indicio del porvenir.
Adiós, dije. Y enseguida agregué: Hola.
Me pareció que aquellas palabras surtieron
efecto porque entonces pude ver otro
espectáculo, el de la silueta de Buenos Aires
delineada sobre un horizonte impreciso.
De a ratos, el sol se colaba en algún hueco
y el barco se encendía.
Saqué la moneda y la miré detenidamente.
Por primera vez, desde que había partido,
vi el dibujo que tenía grabado y cómo brillaba.

63
Sin nada en la boca que me lo dificultara dije
No sólo el sol. No sólo el sol.
Ya puedo, estoy en Argentina. Miré el oro
en la mano y me sentí poderoso.
Antes de darme vuelta sentí frío. El tipo de
frío de una hoja afilada. Cuando giré, unas
cejas negras y una mirada me señalaban. Mi
moneda ya no era un secreto.
Esto, Me dije, Esto es estar solo.
El guardia no vino a buscarme. Quizás
porque yo no podía huir a ninguna parte. Pero
Omar nos estaba viendo a cierta distancia y eso,
es notable, me dio cierta tranquilidad.

28 En Europa

64
La música duerme en Europa, dijo papá.
Se refería, claro, a su música. La que presidía
nuestra casa desde que puedo recordar.
Miró a lo lejos y, aunque estaba entre
cuatro paredes, leyendo su gesto lento uno
podía sentir que la escuchaba, en un hilo
elemental, despojada y a punto de perderse.
Así repetía cuando intentaba explicar su
deseo. El sueño europeo, si puedo describirlo
de algún modo. Es que con aquella figura había
podido identificar lo que el proyecto de ese
viaje significaba para él.
Con Carlos nos sorprendíamos al verlo
iluminarse de una manera infantil, lo que
contrastaba con el dato de que era mayor que la
mayoría de los padres de nuestros amigos.
A veces hablaba con decisión y describía
las etapas previstas, como si lo estuviera
planificando realmente. Pero lo concebía con
poca consistencia, vaguedades e impericia.
Quizás lo hacía así a propósito, para conservar
el sueño a mano sin enfrentar el verdadero
obstáculo: la negativa de mi madre.

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29 La noticia (el fin del sueño)

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Después de la biopsia del esternón, estuvo
dolorido. Un dolor que se sumaba a los otros,
los que habían sido la causa de todos los
estudios médicos que estaba haciéndose.
Ya no podía cantar e, incluso, había
perdido el placer de escuchar sus óperas.
Ya ni soñaba con llegar algún día a
Europa, y ni siquiera visitábamos cada
domingo a nuestros abuelos Carola y Bojor,
como había sido nuestra costumbre por años.
Su actividad física se había reducido
drásticamente. Lo veíamos detenerse en el
medio de algún movimiento, con un gesto que
no dejaba dudas. Se podía ver el esfuerzo por
no demostrarlo, pero las cejas, los labios, las
mandíbulas apretadas, eran la evidencia.
Su sufrimiento es algo que nunca podré
describir, ni imaginar.
Unos días después nos llegó el resultado
desde Buenos Aires: Mieloma Múltiple. Un
tipo de cáncer que, en aquellos años, era
incurable.
Quizás para no desmoralizar al enfermo o
porque era una costumbre extendida no

67
comentar de aquella enfermedad, fue que todos,
en casa, mantuvimos el secreto.
No mucho después, mi padre estaba
mirando la televisión en su dormitorio, con mi
madre. Veía una serie de un médico idealizado
que se llamaba Ben Casey. Tal vez mi padre
tenía la secreta esperanza de dar con un doctor
así y que en un pase de magia le devolviera la
salud perdida. Ese médico, héroe en blanco y
negro, que se mostraba en una pantalla
parpadeante de bordes redondeados, se alejó
del paciente que le había correspondido en su
capítulo diario, y le dijo a un colega más joven:
“Tiene Mieloma Múltiple. Es un tipo de cáncer
muy agresivo. Va a morir pronto”.
La cara de resignación de Ben Casey. La
desolación en los ojos de mi padre.
Él ni sabía que su enfermedad era un tipo
de cáncer. Quedó esperando el error con la vista
hincada en la pantalla. Luego la dirigió a
mamá. Ella no sabía qué hacer. Ni siquiera
podía mirarlo.
Papá se acercó y la abrazó. Con una
pesadumbre infinita ni siquiera le reprochó la
mentira, porque la pudo justificar.

68
Lloraron, abrazados. Estuvieron así largo
rato, como si así hubiesen podido recuperar los
tiempos perdidos. Como si eso les hubiera
podido servir para entender.
Ella nos lo contó a mi hermano y a mí. Al
día siguiente.

69
30 Bajando del barco

Todos los pasajeros. Todas las maletas en


cubierta.
Era el momento de enfrentarme al guardia.
El momento en que me quitarían la moneda.
Buscaba a los que fueron mis compañeros
de viaje en la fila larga de los que esperábamos
para bajar, pero éramos demasiados. Apenas si
pude descubrir a Pañuelo Verde que apretaba
un papel doblado sin ninguna escritura visible,
quizás esperando el momento de cumplir su
promesa.
No veía a Omar ni a su gorra en la fila.
Recordé que cuando saqué mi equipaje a la
cubierta, él todavía no estaba. Tal vez dormía.
En un alboroto y a los empujones subieron
al barco unos enfermeros con una camilla, y un
médico con su maletín.
Tuve miedo por mi compañero de viaje.
Me paralicé al pensar que su final pudo haberle

70
llegado antes de bajar del barco. Algo me
apretó la garganta y me sentí más solo.
La fila se puso en movimiento y
lentamente algunos podían bajar a los botes que
nos llevarían a tierra firme.
Los camilleros volvían llevando a un
hombre en dificultades. Al pasar cerca de mí
sentí el frío. El mismo de antes. El hombre
parecía dormido. Tenía unas cejas muy negras y
barba.
De atrás de los camilleros asomó una
gorra. Una que ya conocía.
Se acercó serio, contrastando con mi
alegría de volver a verlo. Por primera vez en
todo el viaje le conocí la cara sin la sonrisa.
Que era otra cara.
Tengo que encontrar trabajo en algún
comedor, Me confió apenas estuvo a mi lado.
No habló de milagros ni felicidades
únicas y entonces me di cuenta de que el viaje,
sus memorias y aquella alegría habían vencido.
La amenaza de las “levas” y el miedo atroz
habían sido desgastados hasta desaparecer.
Omar se veía a sí mismo en el futuro, como
nunca antes.

71
Nos despedimos con un abrazo. Uno que
duró bastante. Cuando me separé de él, me dijo,
con los ojos brillantes, Cómo puede ser que
todavía… que todavía esté vivo. Y se alejó.
Mucho tiempo después, cuando ya estuve
resignado a no tener más noticias de él, de mi
amigo, y cuando pude entender cómo me había
salvado, le conté su historia a una vecina. Una
señora mayor que se había convertido en la
madre del barrio y que conocía todas las cosas
y todas las historias.
Ella pensó un instante.
Tal vez porque advirtió mi preocupación,
me dijo que si aquél hombre se llamaba Omar,
viviría mucho. Y decidí creerle.

72
31 La llegada a Buenos Aires

En el río, en la playada, andaban caballos


semisumergidos. Transportaban la carga hacia y
desde los barcos, que esperaban algo más lejos,
en el canal.
Se desplazaban entre una bruma que
nunca había visto. Sus figuras borrosas
chapoteaban y se convertían así en seres
mitológicos. De a poco la niebla se hacía más
densa, al punto de disolver los barcos, los
caballos y, por momentos, al mismo río.
Salí del edificio redondo al que llamaban
“Hotel de inmigrantes” en donde estuve un
tiempo, y no vi nada. Vi la nada, su sin-forma
absoluta, que cedía en breves intervalos para
volver a inundarlo todo.

73
Escuchaba nítidamente las pisadas en el
agua y me dio pena imaginar que ni el suelo era
para aquellos animales una certeza. También
podía oír a algunas personas hablar, y noté que
no alcanzaba a distinguir a qué distancia estaba
cada una. Sentí pasar un carro por el
empedrado, a mis espaldas. Nada de esto vi.
Sólo a un perro que pasó jadeando cerca de mí,
fantasma aparecido y esfumado unos metros
después.
Llevaba la maleta y me despedía del
alojamiento provisorio.
Avancé por donde sabía que estaba la calle
adoquinada. Después de cumplida la cuarentena
iba a entrar, esta vez sí, en Buenos Aires. No
veía nada y me tanteé para asegurarme de no
ser el actor de mi propio sueño. En la
comprobación sentí la moneda en el bolsillo.
Escuché también mis propios pasos que se
recortaban independientes de mi cuerpo y
consideré que ese sonido contenía una clave.
Era la comprobación de estar vivo y sentí aquél
raro orgullo que me legó El Sobreviviente.
Entonces, aprovechando que nadie podía verme
por aquella neblina porfiada, gesticulé una

74
sonrisa nueva. Una que bien podía parecer
insensata.

32 Casi iguales

Con Celina hubiéramos querido saber


nuestras respectivas historias.
Todos tienen una y, sin embargo, ni ella ni
yo pudimos nunca averiguar las nuestras.
Había algo que nuestros respectivos
padres no querían recordar. Quizás alguna
tragedia, o algo que no nos convenía saber. Tal
vez algún error en su pasado, trazado en
pinceladas demasiado gruesas; quién sabe.
Imaginé que mi padre pudo haber
desertado y huido, o que pudo haber cometido
un delito. Si no fuera por su mirada y por su

75
conducta sin dobleces, hasta eso hubiera sido
posible. Pero no. Había otra cosa.
Una vez me contestó: me dijo que había
dejado su país por razones políticas.
Hubo algo en la forma de decirlo, la falta
de convicción, que hizo que no pudiera creerle.
Sea lo que fuere, ellos necesitaban dejar
aquello atrás. Entonces me di cuenta de que
habían arrumbado su pasado como el precio
para que pudiéramos vivir sin llevar sus lastres.
Cuando planificamos nuestro viaje a
Europa, desplegábamos los mapas y eran una
fiesta, sobre la mesa, mientras reíamos.
Construíamos una ilusión, aunque no nos
la confesábamos. Lo curioso es que habíamos
decidido visitar España, a pesar de que nuestros
apellidos señalaban a otros países.
Sólo después pude saber que teníamos el
mismo sueño. Nos había crecido la absurda
idea de encontrar lo que nuestros padres
ocultaban: nuestras raíces.
Tal vez fuimos ingenuos.
Encontramos otra cosa.

76
33 El muelle

Él nos estaba mirando desde antes. Lo


noté apenas lo vi. Nos estudiaba o, tal vez, nos
medía, sentado en unos cajones que hacían de
bancos.
Desde la cabecera del espigón largo de
piedra, el del muelle viejo de Vigo, nos
observaba con demasiada atención, como si
tuviese una idea fija. No parecía importarle que
lo advirtiéramos. Al menos, ésa fue la primera
impresión que tuve.

77
No le dije nada a Celina, para no
preocuparla. Eran nuestras vacaciones soñadas
en Europa. Así que mientras ella me señalaba
algo aquí, algo allá, con la liviandad que da la
condición de turista, yo trataba de responderle
de una forma forzadamente natural mientras
controlaba de reojo al desconocido.
Cuidé la forma de caminar y de hablar
intentando darle cierta desenvoltura y hasta
mostré deliberadamente la cámara de fotos
buscando, a través del visor, una toma
inexistente.
Mientras simulaba esa búsqueda lo pude
semblantear bien, casi en el extremo del
recuadro visible: con su edad, o la que
aparentaba, no habría podido ser un ladrón y,
sin embargo, nos seguía con una mirada que de
algún modo era también una amenaza.
Celina quiso llegar caminando hasta la
punta del espigón. Así vemos la ciudad de
frente, Dijo.
También hablaba de lejanas partidas de
barcos y multitudes y yo asentía cada tanto,
como si la hubiera estado atendiendo, para
disimular.

78
Nombró a alguna conocida suya cuyos
padres se embarcaron alguna vez desde ahí
mismo, hacia Argentina. Recuerdo que en ese
momento pensé en el avión casi nuevo en el
que acabábamos de viajar y aquella imagen que
quería transmitirme me pareció lejana,
extemporánea y vacía.
Pasamos al lado del hombre que así, de
cerca, me resultó más viejo todavía. Entonces
se levantó con alguna dificultad y empezó a
seguirnos.
Celina me mostraba los modestos barcos
pesqueros y sus redes y, mientras comentaba
todo lo que veía, también me señalaba la
ciudad, a medida que avanzábamos,
internándonos en el mar a través del muelle
histórico.
Noté que estábamos alejándonos de los
demás paseantes y que el viejo nos seguía con
decisión aunque trabajosamente, ya que era
visible que rengueaba. Mientras seguía
contándome cosas, ella también advirtió su
presencia, pero la incorporó como a algo
natural.
Caminamos bastante y los ruidos de los
autos y de la ciudad se alejaron de a poco. Todo

79
cambiaba con un entorno diferente. El chocar
de las olas impuso su ritmo. Ahí fue que sentí
que él aceleraba su paso para acercarse a una
distancia preocupante.
Me di vuelta para quedar frente al viejo.
Se detuvo y empezó a hablar. Celina supo
recién ahí que algo extraño pasaba y lo
escuchó.
Vosotros … Vosotros sois de Argentina.
Lo afirmaba, pero me di cuenta de que era
una pregunta. Comprendí que nos había estado
siguiendo para identificarnos por nuestro
acento.
Sí, Contesté, mientras trataba de entender,
para anticiparme a sus actos.
Se acercó más, digamos a un metro. Mis
brazos estaban tensos aún cuando todo indicaba
que la posibilidad de un ataque era una idea
descabellada.
Vengan. Síganme.
Pasó por el costado y se puso delante de
nosotros. Miraba al mar.
Caminó, como pudo, hasta la punta del
muelle.
Lo seguimos como si no hubiera habido
otra opción. Dominados por la sorpresa.

80
Atraídos como dos chicos por el vacío de las
alturas.
A los costados del espigón, unas escaleras
de piedra entraban en el agua. El reflujo
formaba allí unos remolinos extraños. Parecía
la entrada irreal a otro lugar.
Mientras, él ya no se interesaba por
nosotros. Sólo se ocupaba por el horizonte y
por la nada apoyada allí. Su cabeza era atraída
por un punto único y preciso, a lo lejos, en el
límite del mar, en el que no pude identificar
ningún objeto.
Nos miramos con Celina y mantuvimos el
silencio.
Su cara no nos era visible. Sólo su nuca.
Separó una mano del costado de su cuerpo
para señalar el piso. Era extraño: mientras lo
hacía, no dejaba de mirar el vacío en la lejanía.
Aquí, Dijo, con una voz forzada.
De aquí , Se corrigió, mientras señalaba el
piso con un brazo endurecido.
De aquí se fueron… Se dio vuelta para
mirarnos. Su cara se había transformado.
Se fueron… para no volver más.

81
Con la sensación de ser culpables, con
Celina nos pusimos a buscar en aquel punto a
lo lejos, adonde nos había parecido ver algo.

34 Antes de irnos

Justo antes de irnos de Vigo pasamos de


nuevo por el muelle.
Habíamos encarado el viaje con la fantasía
de averiguar acerca de nuestros antepasados, y

82
nos encontramos con una incógnita aún más
fuerte. Una que, tanto para Celina como para
mí, se había convertido en una espina. Allí
estaba todavía el viejo, sentado sobre los
mismos cajones, en el mismo lugar. Esperando
escuchar el acento de otros argentinos para
gemirles su dolor. Estaba atento y nos vio. Se
sobresaltó.
Con entusiasmo se levantó y se acercó a
nosotros buscando en los bolsillos de su saco
vencido.
Ahí le conocimos su sonrisa.
Vosotros, Nos decía. Una y otra vez.
Tal vez nuestro retorno lo ilusionaba con
otro, tan esperado.
Sacó un sobre de un bolsillo y nos lo
mostró. Lo exhibía con orgullo.
Dijo Entréguenlo.
Lo tomé, aunque convencido de que era
un error.
Cuando lo observé me di cuenta que
llevaba mucho tiempo cerrado. Estaba
amarillento y no tenía los datos necesarios para
ser entregado al destinatario. Tenía escrito sólo
un nombre: Carola.

83
Así había dicho: entréguenlo. No
entréguenselo.
Él sabía. Sabía que era imposible. El otro
lado del mundo, si eso existía, era algo que
quedaba fuera de sus capacidades.
Eso era lo único que podía hacer. Su mejor
esfuerzo.

A veces las historias son extrañas: unas se


reproducen en relieve, exactas, cinceladas
sobre el tiempo. Otras son apenas una
nebulosa, imposible de ver si uno la mira
directamente, y que sólo toma forma al alejarla
del centro de atención.

84
35 El abismo

El cáncer.
Ni siquiera eso borraba las otras cosas.
Estaba el abismo, por supuesto, que lejos de
achicarse, parecía crecer sin límites, como otro
cáncer.
Una enfermedad no era capaz de eliminar
la distancia entre un padre y un hijo. Ni podía
evitar que siguiéramos siendo casi
desconocidos, incluso después de la biopsia.
Desde aquel recuerdo de la lectura de El
Principito, mi adolescencia me había alejado
nuevamente de él. Aunque a veces intentaba
algún acercamiento rudimentario, como cuando
le hice escuchar una canción de Los Beatles:
“Because”, en la esperanza de emparentar
nuestros gustos musicales. Imaginaba a esa

85
canción como una frase común entre dos
idiomas por completo distintos.
Mi padre la escuchó con el fastidio de
estar perdiendo el tiempo. Un tiempo escaso,
sobre todo desde que recibió su diagnóstico. Un
tiempo en que su única esperanza era la de
mostrarme su mundo, con la necesidad de dejar
en mí una huella de su paso por la vida, en el
lapso mezquino que le quedaba.
Papá odiaba mi música. Claro, la odiaba
porque se interponía ante lo que me quería
enseñar. Pero qué podía saber yo, con apenas
quince años.
A veces lo escuchaba queriendo entonar
alguna canción, y su voz de barítono, cultivada
en largos ensayos con el coro y la misma que se
luciera como Rigoletto en un teatro de la
localidad de Rafaela, se arrastraba raspando las
notas. Su decepción no tenía límites y su
mundo caía al remolino interior.
A veces se quedaba mirándome y me
parecía que podía estar enojado por algo que tal
vez había hecho. Pero no me retaba. Entonces
me daba cuenta, apenas, de que en su mirada
herida cabían demasiados interrogantes. Se
sentía perdido sin saber qué hacer.

86
Cada vez estaba más fastidiado. Con la
comida porque no tenía gusto a nada, y
conmigo porque, en mi rebeldía, no le permitía
enseñarme nada o, lo que era lo mismo, no le
dejaba ser mi padre. Se enojaba porque la ropa
no estaba en su lugar o la habían guardado mal
planchada y cosas así.
Sufría terribles dolores. Los médicos nos
habían advertido que sus huesos se deshacían y
le habían aconsejado que se moviera con
mucho cuidado “una quebradura podría ser
fatal”.
A veces me recuerdo tratando de no estar
en casa. Cualquier cosa que me mantuviera
afuera estaba bien. Le huía a la enfermedad, al
dolor físico. Y le huía a él.
Tampoco estudiaba mucho, y mis
resultados en el colegio eran pésimos. Tal vez
fue por eso. Lo que puedo recordar es que era
cerca de fin de año y se jugaba el campeonato
intercolegial de básquet. Se estaba por jugar la
final y nuestro colegio había llegado a ese
nivel. Entre los muchachos rivalizábamos por
quién alentaría más a nuestro equipo, como si
ésa fuera en realidad la competencia. Yo había
prometido llevar dos tapas de ollas de acero

87
inoxidable que, al golpearlas entre sí, hacían un
estruendo que prometía destacar por encima de
los gritos. Por alguna razón que hoy ya no
consigo recrear, me sentía poderoso con la idea
del ruido ensordecedor que provocaban esos
improvisados platillos al chocarlos.
Mi padre me dijo que debía quedarme, y
me prohibió ir. Tal vez fue por lo del estudio. O
para que ayudara a mi madre. No puedo
acordarme. Sólo sé que contesté enojado y que
tuvimos una discusión hiriente.
Yo trataba de explicarle la importancia del
partido y que mis amigos y compañeros me
esperaban.
La discusión se hizo dolorosa y volvimos
a culparnos por nuestras diferencias
irreconciliables. Para dar el golpe final dije que
igual iba a ir. Aunque él no me autorizara. Y
hasta dije que no le serviría pegarme. Doble
mentira: jamás me había pegado, y era
consciente que no estaba en condiciones físicas,
por la fragilidad de sus huesos, de intentar algo
así: yo sólo quería herirlo.
Mi padre calló. No lo vencía mi
irreverencia, ni mi rebeldía permanente. Hoy,

88
cuando pienso en eso, creo que supo que ya no
podía luchar.
Se encerró a escuchar música. Su música:
las voces de Fischer Dieskau, Antón Dermota,
los “Lieder” y todos esos sonidos que habían
dominado nuestra casa cada día.
Entonces me repetí la pregunta del porqué
él no podía dar un paso de acercamiento hacia
mí. Y por qué criticar todo lo que yo hacía,
como si en eso estuviera comprometida la
suerte del universo.
Recuerdo mi enojo. Sospecho que estaba
furioso conmigo mismo. Debe haber sido así
porque después de haber hecho el paquete, con
mucho papel, para envolver las tapas de las
ollas por la precaución de que no se adivinen al
ingresar a la tribuna, lo olvidé en casa.
Fui a buscar a mis amigos antes de ir al
estadio.
En la entrada del club noté la falta. Me
desesperé.
Repasé mentalmente la discusión y
recordé las palabras que le había dicho, que
habían sido elegidas con esmero para que
provocaran el mayor daño posible. Pude darme

89
cuenta que no sólo había hecho algo injusto,
sino que lo había hecho para nada.
Con la cara caliente por el enojo y tal vez
por la vergüenza, levanté la cabeza hacia la
multitud que esperaba agolpada frente a la
entrada.
Quizás buscaba aire. Quizás sólo buscaba
una respuesta.
Recordaba que mi padre se encerraba para
soportar los dolores sin mostrarlos. A veces me
pedía que lo peinara, pero que lo hiciera con
cuidado porque debajo de esa mancha en la piel
ya no había hueso.
La culpa se hizo imposible. Entonces
entendí su sufrimiento.

Entre toda la gente vi un brazo que se


movía tratando de llamar la atención. Entre
todos los adolescentes reunidos, un adulto que
desentonaba.
Adiviné el corset debajo de la camisa de
mi padre. De otro modo ni habría podido
caminar. Sus huesos eran trampas. Y él en
medio de cientos de chicos que corrían y
empujaban.
Estaba en peligro. Corrí hacia él.

90
¿Qué hacés aquí? ¿Cómo viniste? ¿Para
qué viniste?
Los ojos se me licuaban.
Las tapas. Te olvidaste las tapas.
Levantó un paquete envuelto en papeles
de diario. Y me lo alcanzó.

91
36 En la moneda

Pregunté a un policía y me indicó adónde


podría cambiarla. El idioma no era una
dificultad mayor porque en el Imperio Otomán
nosotros hablábamos castellano antiguo, y pude
hacerme entender bastante bien. La moneda la
cambié en el Banco. Me dieron varios billetes y
otras monedas. Me sentía poderoso.
En el lugar había una chica hermosa. Pude
hablar unas pocas palabras y me dijo que era de
Santa Fe. También me preguntó de dónde era
yo.
Sentí el orgullo de haber llegado por mí
mismo a la Argentina, y en mis bolsillos había
una cantidad dinero que jamás antes había
tenido. Confiado en mi suerte le conté que
venía de Esmirna. Y con la convicción que
deben tener los locos le dije que iba a vivir en
Santa Fe.
No volví a verla. Eso no era tan
importante. Sin embargo estoy seguro de que

92
en la moneda de oro que viajó conmigo, ya
estaba escrita mi suerte.
37 Carola

En Santa Fe la conocí. Ella había llegado


también por barco. De España a Cuba; de allí a
Brasil y después a la Argentina.
Era una mujer grande y fuerte, con unas
caderas que me recordaron a aquellas
apariciones habladas de mi vecino de cucheta,
durante mi viaje.
Era mayor que yo y de un carácter
irreductible. Sus pómulos así lo sugerían.
Una vez tomó mi mano alejándola del
canasto en el que yo llevaba verduras para
vender. Vio mis callos y pasó sus dedos por
ellos. Los paseó lentamente, rozándolos, como
si al hacerlo estuviera leyendo mi historia.
Sostenía todavía mi mano cuando pudimos
sostener, también, nuestras miradas.
Ella fue mi mujer, por supuesto. Y mi
lugar, si eso es posible.

93
Para mí estaba claro que juntos
progresaríamos. Yo sólo contaba con el canasto
para vender las verduras y, en no demasiado
tiempo, pudimos comprar un carro roto, que
reparé de a poco. El caballo lo compramos
después, con los ahorros de ella, que lavaba
ropa de día y la planchaba de madrugada.
Tuvimos tres hijas.

94
38 La herida

Cuando mi padre estaba en la cama de la


que ya no se levantaría, me llamó y empezó a
hablarme. Por la cara me di cuenta de que era
importante. Acompañaba sus dichos con un
gesto grave. Sin embargo sólo conseguía
pronunciar un manojo de palabras
incomprensibles. Es que sus dolores obligaban
a darle calmantes opiáceos y, con ellos,
deliraba.
Él vio la confusión en mi cara, dejó de
hablar un instante, pensó, y entonces me dijo:
No se entiende ¿no?
Su decepción era el final de los tiempos.
Con una mueca desolada intentó
justificarse: Tengo tantas cosas para decirte…
Y no dijo otra palabra.

95
39 Necesidad

No lo lloré. Quizás porque en algún rincón


sabía qué era lo que necesitaba.
Cuando el dolor se sube a uno, cuando la
culpa es, como habitualmente, sin solución y
sin retorno, nos queda apenas un último
recurso, que es también una necesidad: el
olvido.
Me había impuesto la obligación de borrar
el pasado pero, cómo hacerlo, contando con
una herramienta tan modesta como la voluntad.
Lo intenté, claro.
Desconocía entonces que el silencio era un
enemigo encubierto.

96
40 Leva

Teníamos una vecina. Había venido de


España, creo, y podía contestar todas las
preguntas.
No era yo el único que la consultaba como
si ella fuera mi madre. Le pregunté: Leva.
Quiero saber qué es leva.
Quizás en algún recoveco yo tenía algún
recuerdo que me permitió entenderle su media
palabra, cuando me dijo Las guerras. Eso me
dijo e hizo un silencio.
Después agregó: Necesitaban soldados.
Cada día eran más jóvenes, incluso niños, o si
no, elegían a los indeseables.
Me miró y supe que ese dato era para mí.

97
Éramos judíos, pensé. Entonces algo
empezó a poner orden en mis datos.
Hasta allí, tenía la certeza de haber hecho
mi vida por mí. Solo. Y que el hecho de que
mis padres me hubieran abandonado había sido
injusto y, en cierto modo, imperdonable.
Fue en ese momento en que empecé a
poner todo en tela de juicio. En aquella duda no
había respuestas, ni datos. Nada.
Se lo dije a la vecina. Lo conté, como lo
hago ahora, lo mejor que pude.
La duda, Me dijo. La duda es fuerte. No
necesita demostración.

98
41 En el libro

Por esos días me cuestionaba todo. Y todo


se resumía a preguntarme cuál fue el error. Si
desde los trece años ya no tenía ni padre ni
madre debería ser por algo en lo que me habría
equivocado.
Traté de recordar, pero los míseros retazos
que me llegaban no alcanzaban a formar un
pasado.
Me pensé estando en Esmirna, en el barco,
en el hotel de inmigrantes; con la valija, con la
moneda, con el libro.
El libro.
No sabía cuál había traído a la Argentina y
después, dejado en algún rincón.

99
Debía encontrarlo y, al intentarlo, la
verdad, no fue difícil. Mis pertenencias eran
modestas.
Quise abrirlo y para eso tenía que desatar
el nudo de las cintas violetas que nacían de las
tapas.
Le dediqué una paciencia desconocida.
Recién cuando conseguí abrirlo pude leer
el título. Era un libro de aventuras que ya había
leído. No tenía sentido. Ni siquiera era uno que
me hubiera entusiasmado en su momento.
Me pregunté por qué mi madre había
guardado ese libro y no otro en mi maleta. Si
hasta la cubierta de tela con que ella forraba
cada ejemplar estaba mal cosida, por dentro.
A través de la costura improvisada, al
quitar el hilo, descubrí una foto escondida. Era
el retrato de un señor. Uno que creía haber
olvidado.
Detrás de la foto estaba escrita una
dirección. Era mi barrio, mi calle, mi número.
También decía, en la letra inconfundible de mi
madre: Ésta es tu casa.

100
42 Aquella frase

Me acordé de mi padre que quizás por ser


judío nunca pudo verme con mi carro; ni antes,
en el barco, con una moneda de oro en la boca;
ni siquiera cuando mamá me empujó a
América.
Se había hecho de noche y el cielo estaba
limpio. Miré a las estrellas y, después de tanto
tiempo, noté cómo se sostenían en su justo
lugar.
Preparaba el carro para salir temprano a
vender mis verduras, y tuve la idea de que ese
paisaje de mis primeros recuerdos había
retornado, que había vuelto a buscarme.

101
A las cebollas las iba sacando del cajón,
de a una, y las limpiaba. De pronto ya no eran
cebollas sino estrellas. Las guardé ordenadas en
un canasto de mimbre.
Era una locura, y sacudí la cabeza.
Desde mi infancia no había escuchado
más, ni pensado en la frase que repetía de tanto
en tanto Papá. Ni siquiera hubiera soñado con
acordarme, en ese momento. Pero las palabras
estaban ahí. Solas. Llegadas sin haber sido
convocadas: “La magia necesita de nosotros”.
Alcé la vista. Sonreí.
En voz alta, pero para mí, dije: La magia
necesita de nosotros.

102
43 Ver a través de la distancia

Volví a visitar a la vecina. Ella siempre


sabía
Le dije: Quisiera saber quién fue mi padre,
ya que casi no lo conocí. Quién es ahora mi
madre. Cómo cambió desde que me ordenó
subir al barco. Qué hizo cuando, al partir yo,
pudo ver mi rencor cuando no quise verla más
y fui a la proa.
Quién es ahora. Qué será de sus vidas, si
es que aún viven.
No sé nada de ellos y no lo sabré nunca.

103
Tal vez sí lo sabes, Dijo. Si te pregunto de
qué color es el mar ¿puedes contestarme?
Pensé un momento antes de decirle que
era del color de los espejos.
Ella hizo una mueca mínima, de sonrisa.
Eso me alentó a explicarle: Porque el mar
también esconde su color reflejando los otros,
detallé.
Podría preguntarte entonces adónde duele
el miedo, o qué olor tiene la inocencia, y es
probable que no encuentres la forma de decirlo,
pero no lo ignoras.
Nada de eso es menos real que un tomate,
una puerta o tu caballo.
Cuando estás con otra persona, sí sabes
quiénes fueron tus padres. Y no necesitas
confirmación porque ellos están ahí, donde tú
estás.

104
44 Bojor sueña

Tiene su carro de verdulero. Tiene esposa,


tres hijas, una casa. Y se acuerda de una madre
salvándolo al empujarlo a subir a un barco,
habiéndole puesto una moneda en la boca. Se
acuerda, también (aunque en este caso el
recuerdo es fantástico y con pocos puntos de
contacto con lo probable), de su padre, el mago.
Se acuerda y sueña (porque ahora está dormido,
en su cama) con una fiesta. Un banquete. Están
sobre la mesa los modestos alimentos que

105
habitualmente come. El agua, pero también el
infrecuente vino. El sueño lo cohabitan todos.
Su familia de ahora y la de antes. Su padre sale
al patio llevando a su nieta menor en brazos. Se
agacha y señala hacia el cielo mientras le
explica algo. La nieta mira. Bojor no escucha,
pero sabe qué palabras están contenidas en ese
comentario. En los ojos de Bojor se entiende.
Porque quisiera contarle cuánto lo necesitó todo
el tiempo, desde que dejó Esmirna. Cuánto
habló con él en su diálogo ahora habitual con
las estrellas.
Su padre está orgulloso, porque lo ve así,
con su mujer, sus hijas, su carro y su casa: tiene
familia y es un hombre hecho y derecho. Su
madre lo está esperando adentro. Les está
enseñando a cocinar a sus otras hijas. Ha hecho
una masa y entre todas la estiran, en una
imagen que coincide luminosa con sus
recuerdos de infancia. La estiran y él sabe que
nada de eso es posible y trata de hacer lo
mismo con el sueño, porque no puede ser más
perfecto. Pero su padre ha dejado a la niña en el
suelo y, mientras ella vuelve a la casa
corriendo, él se queda con una mirada huérfana.
Ha apagado las estrellas, de tan triste. Bojor no

106
entiende qué ha pasado. Adentro, su madre está
sentada ahora, sola, en un rincón. Todo ha
cambiado. De pronto los hechos se hacen
transparentes: sus padres saben que son parte
de un sueño. Uno que no va a durar. Y no
quieren encariñarse con unas nietas a las que
nunca van a volver a ver.

A veces los sueños son extraños: unos se


reproducen en relieve, exactos, cincelados
sobre el tiempo. Otros son apenas una
nebulosa, imposible de ver si uno la mira
directamente, y que sólo toma forma al alejarla
del centro de atención.

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