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Francisco Vegas Seminario

( 1899 - 1988 )
Taita Dios nos señala el camino
De pájaro bobo, totoras y dorados carrizos, con una costra de barro en el tejado, era la
casa de Manuel Yamunaqué. Junto a la entrada dormía todo el tiempo un perro que
apenas podía ladrar, y sobre tabancos de algarrobo se deshojaban, al viento del sur, unas
plantas de buenas-tardes y jazmines. En el corral balaban de hambre varias cabras de
flácidas ubres, indiferentes a las exigencias de un macho cabrío tan grande, cornudo y
hediondo como el que representaba al diablo en el medioevo. Dos burros, bajo un
algarrobo, masticaban hojas secas; y en el chiquero, un puerco gruñón y voraz, perdía
carnes entre lodo podrido.

En la tristeza de esa choza vivía Yamunaqué con su mujer. Sentados durante el día junto
a la cocina; y afuera en las noches, si la luna embrujaba los campos, rumiaban su pena
silenciosa. Cúmulo de presagios revoleteaba alrededor de sus almas atormentadas. Y de
esto hacía ya dos meses. De conocer la coca, como sus hermanos andinos, se habrían
consolados chacchándola. De vez en cuando se escapaba de sus bocas desdentadas un
monosílabo envuelto en suspiros.

Una mañana clara, alegre para las soñas y los chiroques, pero melancólica para ellos, el
anciano, abandonando su inmovilidad, tomó la lampa y salió del rancho.

—Manuel —le advirtió su mujer, pronunciando con esfuerzo la frase— hoy no es día de
trabajo.
—Ya sé que hoy es Jueves Santo.
—Y entonces, ¿a dónde vas con la lampa?
—A huaquear, María.

Y llevado por la misma superstición de todos los indios de la zona, de que en el día de la
Pasión salen hasta la superficie de la tierra las momias y los huacos de los antiguos
cementerios incaicos, encaminóse hacia una loma pelada, cuyas arenas calcinaba el sol
de abril. El perro le seguía.

Al atravesar el camino cercano a la casa de la hacienda, vago recuerdo le hizo volver el


rostro, y su mirada, turbia de odios ancestrales, abarcó el paisaje agreste, al fondo del
cual resplandecía el tejado de zinc entre un bosque de algarrobos.

El viejo caminaba, caminaba, sin que las plantas de sus pies, escamosas y duras,
percibiesen el ardor del suelo ni los pinchazos de las espinas.

Media hora más tarde empezaba a cavar en los lugares de costumbre. Un hoyo aquí, otro
allá; pero al golpe del instrumento sólo aparecían callanas o huesos pulverizados que él u
otros habían enterrado en pasados Jueves Santos. A veces encontraba una pieza de
cerámica ordinaria, que denotaba la primitiva sencillez de las tribus esparcidas siglos
atrás por esa región tan apartada de los centros civilizados del vasto imperio del
Tahuantinsuyo. Pero, lleno de tímida delicadeza, empleaba las manos para cavar y cubría
la vasija con el poncho a fin de preservarla del cambio brusco de temperatura, un ruido
seco le anunciaba que el huaco se había roto.
Dos horas llevaba en esta entretenida tarea, amontonando huesos y trozos de barro
cocido, y la cosecha sólo se resumía a unos cuantos cántaros de tosca manufactura,
prestigiados por ingenuos dibujos, y a restos de telas podridas, provenientes de la
indumentaria de las momias.

A pesar de que el sol, agresivo y despiadado, le hacía sudar a chorros, Yamunaqué,


empeñado en buscar vasijas imaginarias, hundía la lampa en la arena amarillenta con el
vigor propio de un mozo.

Llegado al mediodía el rústico arqueólogo soñaba ya en el arroz, las yucas y la cecina


seca que estaría preparando su compañera, cuando el perro, abandonando el zapote bajo
el cual dormía, vino a olfatear en el hoyo y a escarbar con sus débiles patas. Sin duda,
algo debía haber advertido su instinto para que saliera tan bruscamente de sus hábitos de
valetudinario. Tentado por la curiosidad, Yamunaqué continuó las excavaciones con
afiebrado tesón, guiado por los nerviosos movimientos del animal. Pero a medida que el
hoyo adquiría mayores proporciones, sus ojos, azulencos por la impiedad de los años,
iban descubriendo el cuerpo de un individuo que no debía pertenecer a remotas edades.
Fresco estaba, y el olor que despedía perturbaba su trabajo en el bochorno de la pampa.
¿A quién se le había ocurrido enterrar allí a un muerto?, se preguntaba. ¿Acaso el
cementerio no estaba tan cerquita? Y afanoso de matar el día, adivinando el enigma, se
propuso exhumar el cadáver.

Poco a poco fue desenterrando las piernas; luego, el amplio busto, cubierto por una
camisa llena de desgarrones; en seguida, el robusto cuello, y, finalmente, al retirar la tierra
que cubría las pálidas facciones, el indio se quedó perplejo, apretando la lampa entre las
manos, mientras el perro aullaba medroso. Era Juan, su hijo, el que estaba tendido en
aquel hueco ignorado, en aquella sepultura sin cruz, sin seña alguna. Lo reconocía, a
pesar de los trastornos de la descomposición y las heridas de la cara. ¡Y él que le creía
vagando por tierras lejanas, en donde no podría alcanzarle el odio del patrón!

Ningún músculo facial del anciano sufrió la más leve contracción. Sus tempestades
sentimentales, como todas las que padecen los hombres de su raza, sólo estallaban en su
mundo interior.

Allí estaba a sus pies el mozo rebelde y altivo, que una tarde salió del hogar para no
volver más. ¿Y cómo iba a regresar, si se habían empeñado en perseguirle con
ensañamiento?

Bien recordaba Yamunaqué el disgusto que le causó al patrón la vuelta de su hijo. La


presencia de un hombre de tal temple, que respondía airado, mirando de frente, y que leía
de corrido y escribía con letra redonda y clara, no le convenía en sus dominios, más aún
cuando estorbaba su plan de convertir en dulce complacencia los desdenes de la Juana,
novia del mozo.

“Gringo” le llamaban al propietario de “Arenales”; gigantesco europeo de violentos


ademanes, anchas espaldas, cuello de novillo, cabeza maciza, en donde el cabello crecía
recto y puntiagudo como un penacho en el límite de la frente, y ojos miopísimos, cuya
mirada inquisitiva y rencorosa disimulaba el haz de reflejos de sus gruesos lentes.

Intrépido aventurero, el “Gringo” había saltado de un lado a otro, desde sus años mozos,
ávido de enseñorearse de la fortuna, de domeñarla a su antojo. Al aparecer por esas
tierras con un nombre plagado de consonantes, difícil de pronunciar, nadie supo de dónde
venía. Compró, por escaso dinero, un campo montaraz e impenetrable, abandonado de
sus dueños, y pronto fue extendiendo los tentáculos de su ambición en tierras vecinas. El
fundo que ahora poseía era su obra: su obra de pocos años de abusos y robos. Para eso
tenía audacia y cinismo, fuerzas físicas y calidad de extranjero naturalizado. Con la pipa
en la boca —aseguraban que dormía con ella— pasaba a menudo horas enteras
pescando en una laguna. Otras veces arrastrado por furor andariego, recorría la hacienda
dando órdenes, aumentando los alquileres y las horas de trabajo, castigando con el fuete
a los que no le saludaban o rehuían sus falaces interrogatorios. Pero este hombre
implacable se transformaba completamente, descubriendo los dobleces serviles de su
espíritu o los rezagos de su baja procedencia, cuando llegaban a su casa personas de
importancia: jueces, autoridades, comerciantes adinerados, cuya influencia podía
comprometer o mejorar su situación. Entonces se esforzaba en derrochar buen humor,
engarzando chistes insulsos en un español quebrado y gutural, y extremaba sus
atenciones brindando a sus visitantes botellas de whisky y cerveza en íntimas fiestas, al
final de las cuales, viéndoles embriagados, les tuteaba o palmeaba con rudeza.

Cuando el cabo Juan Yamunaqué regresó del servicio militar, exhibiendo esa natural
desenvoltura y libertad de espíritu que dan la ciudad y el mismo cuartel, el “Gringo” le
consideró un torete rebelde y peligroso que podía sembrar el mal ejemplo y el desorden
entre el pacífico rebaño. Y su desconfianza y antipatía alcanzó mayor virulencia, al saber
que la Juana, graciosa muchacha, cuyo rostro poseía el tinte mate y la serenidad del
indio, y su espigado cuerpo la tentadora voluptuosidad del zambo, le consideraba como
su prometido.

Muy pronto se dio cuenta Yamunaqué del secreto drama, y así le habló a su mujer:

—María, no me gusta que haya venido Juan. Mejor se hubiera quedado en la ciudad
buscándose la vida.
—¿Por qué, Manuel?
—Porque el patrón le tiene entre ojos, y mi cholo se maneja un geniecito. Y no olvides que
el “blanco” es más malo que la yuca de caballo.

El presentimiento del anciano se hizo realidad dos semanas más tarde, cuando el
“Gringo”, haciendo irrupción en su rancho, reprochó groseramente al mozo su altanería y
desidia, culpándole, de paso, de supuestos robos. Encendido por la indignación, el
agraviado estuvo a punto de perder la cabeza, y la hubiera perdido, convirtiendo el
altercado en riña sangrienta, de no haber intervenido a tiempo la llorosa madre.

Desde entonces los dos viejos vivieron en una penosa zozobra, que se transformó en
aflicción, muda y resignada, no bien se dieron cuenta de la misteriosa desaparición del
hijo.

Aquel Jueves Santo, al atardecer, mientras se acentuaba el clocar de las ranas en la


laguna y los loros pasaban en bandadas bajo el cielo refulgente de arreboles, el viejo
fatigado y sombrío, entró en el rancho con el cadáver a cuestas.

—Aquí tienes a tu hijo —le dijo a su mujer, sin la menor alteración en la voz, a la vez que
acostaba al muerto sobre la barbacoa que había ocupado en vida—. ¡Qué perro destino
que ha deparado Dios! ¡Maldita la hora en que fui a huaquear!

Las palabras de Yamunaqué sacaron a la María de su trágico ensimismamiento.


—Ya sabía yo que había pasado esto desde que cantaron las lechuzas. Pero, ¿por qué
blasfemas, hombre?
—Digo lo que digo, porque mejor hubiera sido no encontrarlo. Así hubiéramos muerto con
la ilusión de que vivía.
—Hereje —le reprochó la pobre mujer— ¿hubieras preferido que tu hijo durmiese por los
siglos en un rincón, como un perro y no en tierra bendita?
—Anda, anda, María —le ordenó Yamunaqué— anda e invita a todos nuestros vecinos y
prepara la chicha para las honras.

Después de lavar el cadáver y ponerle el uniforme militar, le cubrieron de yerbas


aromáticas. Y en la noche, mientras la María preparaba la ceremonia acompañada de dos
sobrinas, el anciano se fue quedando dormido junto al hijo, arrullado por el ruido
monótono de la piedra que molía el maíz sobre el batán.

Tres días duraba la fiesta y los invitados ya habían agotado varios cántaros de chicha y
algunos galones de aguardiente.

Bajo la mirada buena del viejo, que se emborrachaba a la cabecera del difunto, hombres y
mujeres participaban de la ceremonia mortuoria, cuyo rito tenía más de orgía pagana que
de honras fúnebres.

Un cura de lejano pueblo había pasado entre ellos el primer día, confortando a los padres,
lanzando hisopadas de agua bendita sobre el muerto, bebiendo y comiendo las sabrosas
viandas condimentadas con ají, mientras las plañideras llenaban la choza de
desgarradores gemidos y los borrachos disputaban acaloradamente.

Los Yamunaqué habían sacrificado el puerco, dos de sus mejores cabras y algunas
gallinas. La carne fresca, colgada en sogas, negreaba bajo una nube de moscas. En un
rincón de la cocina se alineaban los cántaros, de los cuales las hembras jóvenes sacaban
la chicha y la servían en pulidos mates. Debajo de las mesas, roían huesos perros flacos
y voraces.

Celebrando con inusitado derroche la despedida del muerto, los viejos sentían esa honda
satisfacción que experimentan los indios en iguales circunstancias y que es como un
bálsamo suave sobre sus heridas. Se consolaban también pensando que ellos muy pronto
irían a buscar al hijo en ignotas regiones, en regiones luminosas y felices donde reina la
libertad. Y cuanto más bebían, más clara y armoniosa les parecía esta concepción
celestial, inspirada por las tradiciones y las pláticas del cura.

Al segundo día llegó un arpista, templó algunas cuerdas, y sus manos empezaron a robar
al instrumento rosarios de notas conmovedoras. Eran pasillo, tonderos, marineras,
yaravíes.

Con el alboroto y las frecuentes libaciones, pocos se acordaban ya del difunto. El tema de
su misteriosa muerte apenas si había sido tratado. El terror que sentían por el patrón les
cohibía de comentar semejante drama; pero todos sabían que el desalmado “gringo” lo
había matado a palos. ¡Capaz era de ese crimen y de otros mayores!

Concluida la merienda, el viejo Yamunaqué observando que el Juez de Paz del vecino
pueblo se encontraba en aquel estado en que las confidencias y las respuestas salen sin
querer, se le acercó humildemente.
—Don Pedro, con su permiso —le pidió al indio ventrudo y escurridizo—. ¿No le parece
que se deben hacer las diligencias para descubrir al asesino?
—Sin duda, don Manuel, eso se hará; no faltaba más. Este ha sido un crimen, porque si
es cierto que un cristiano puede morir de repente y en cualquier parte, no se le ocurre
meterse por su propio gusto bajo tierra. ¿Sospecha Ud. de alguien? ¿Tenía enemigos el
pobre Juan?

—Sí, uno.
—¿Se puede saber quién era?
—El mismo que piensa usted.

El Juez protestó.

—Yo no sé nada don Manuel. Al Juzgado de Paz, no ha venido nadie a presentar la


queja; Ud. como taita del difunto, puede hacer la denuncia.
—Bueno, don Pedro, entonces la hago ante Ud.; fue el “gringo”.
—¡El patrón de la hacienda! —exclamó fingiendo alarmarse, el taimado indio.
—¿Tiene Ud. pruebas?
—Ninguna.
—Y, entonces, ¿cómo quiere inculpar a un hombre respetable porque se le ha metido a
Ud. en la cabeza que él ha sido el delincuente?
—Yo no me equivoco —afirmó Yamunaqué.
—¿Se lo han contado las lechuzas? Vaya, vaya, don Manuel, la chicha le da a Ud. unas
ideas…
—Yo no me equivoco —repitió el viejo.
—A no ser que sospeche por lo de la Juana… Pero tenga en cuenta que cuando vino el
finadito ya la muchacha se las en tendía con el “Gringo”. Por lo menos así dicen las malas
lenguas.

Como ya lo llevaba en germen, de pronto brotó el rencor en el espíritu de Yamunaqué a


manera de un hongo monstruoso. Y lo fue cultivando con aguardiente y chicha durante
esa noche y el día siguiente, mientras los presentes ingerían tan grandes cantidades de
líquidos y de comidas que sólo el estómago de un indio puede soportar.

Al llegar la noche del tercer día, el arpa seguía gimiendo, aquí y allá, sobre las barbacoas,
recostados en los troncos y en el suelo roncaba la mayoría. El candil soltaba bocanadas
de humo, y un olor indefinible, extraña mezcla de frituras, chicha agria, aromas de yerbas
y podredumbre, dominaba en el ambiente.

—Llegando la medianoche, Yamunaqué se levantó y dijo:


—Ya es hora de ir al cementerio.

Entonces, los que todavía mantenían despejado el cerebro despertaron a los otros, y los
familiares, fieles a la costumbre de la región, sentaron al muerto sobre el lomo de una
burra, sostenido en tal forma por una estaca de sauce, que el cuerpo se mantenía
erguido, dando la impresión de estar vivo. Y bajo la luna de abril, blanca y redonda como
fuente de agua bendita, cuya luz, diáfana y malhechora, ensalmaba los campos e
infiltraba influencias malignas en los espíritus, partieron por el camino nacarado.

La vieja burra, moviendo las largas orejas, caminaba lentamente; las mujeres rezaban, y
los hombres, contagiados de la pena de los deudos callaban. Varios perros seguían el
cortejo.

Adelante, la sombra del macabro jinete se proyectaba sobre la tierra del sendero, larga,
fantástica, inquietante. Ráfagas de viento hacían estremecer a las gentes, cubiertas con el
ligero poncho.

Transcurrida media hora pisaban la encrucijada en donde el camino que conduce al


cementerio atraviesa el de la casa de la hacienda. Y llegando a este sitio, la burra,
acostumbrada a llevar leña para la cocina del “Gringo”, torció instintivamente hacia dicho
sendero, sin que el cortejo de borrachos, soñolientos y meditabundos, reparara en el falso
rumbo.

Guiado el doliente rebaño por el fatigado animal, avanzaba, avanzaba, hasta que de
repente un furioso ladrido vino a sacar a todos de su letargo. Los indios cuchichearon
alarmados, sin saber qué hacer. Pero cuando uno de ellos, temeroso de provocar un
incidente, corrió para detener la burra, el viejo Yamunaqué alzó la voz:

—Taita Dios nos señala el camino, ¡sigamos!

Algo increíble, inimaginado, sucedió entonces. Aquellos individuos, humildes y


miserables, acostumbrados a curar con la resignación los resquemores que produce el
desprecio y la humillación, sintiéronse fuertes, rebeldes, altivos. Un soplo extraño, venido
a través de los siglos desde remoto pasado, removió en su interior sentimientos dormidos,
exaltó virtudes anestesiadas.

—¡Sí, sigamos! —gritó uno.


—¡Sigamos! —dijo otro, como un eco.
—¡Sigamos! —repitieron todos.

Y la masa humana, impulsada por el odio y el rencor, marchó más ágil, más ligera, más
firme. Hasta el fantástico jinete movió sus miembros descarnados, al trote de la
cabalgadura.

Al frente estaba la casa. Cincuenta pasos más y podrían entrar en ella. La jauría del
“Gringo” se precipitó al ataque. Eran perros finos, adquiridos a altos precios en los
mercados europeos. Pero los canes flacos y pulguientos de los indios, fieles hasta la
muerte, les salieron al encuentro. Y mientras los animales combatían y se desangraban,
los indios llegaban al cerco.

Sonó un tiro, otro; cayeron dos hombres. Surgieron gritos fieros, amenazas. Brazos
hercúleos rompieron la puerta, y ya adentro, lanzóse el grupo sobre el fornido gigante que
apretaba en su mano el revólver. Resonó un tercer tiro, y un cuarto y un quinto. Y cuando
el hacendado buscaba otras armas y la ayuda de sus peones, los invasores, enardecidos
por el quejido de los heridos, le alcanzaron al fondo del corredor. Fue una lucha desigual,
cruenta, horrible, que duró escaso tiempo. De nada le valió al “Gringo” emplear sus
músculos de acero, sus puños de catapulta. Las manos vengativas de sus esclavos le
cegaron rápidamente la vida.

Al retirarse los indios, un guiñapo informe quedó entre las sombras, ultrajado por los
perros ávidos de sangre.
El cortejo, con tres muertos más, tomó la verdadera ruta del cementerio, alumbrada con
mayor intensidad por la antorcha de la luna.

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