Está en la página 1de 3

ROMANCE DE LA LUNA, LUNA

Estamos ante un conmovedor poema de Federico García Lorca (Fuente Vaqueros, Granada,
1898 – Víznar (?), Granada, 1936); procede del libro Romancero gitano (1928), compuesto por dieciocho
romances de diversa extensión y contenido, aunque el título deja claro cuál es el leit motiv del conjunto:
ramillete de historias, entre lo aventurero y lo costumbrista, protagonizadas por personas de etnia gitana.

Al acogerse a la fórmula del romance, estrofa tradicional propia de poesía de transmisión oral de origen
antiquísimo, Lorca se ajusta a cierta convención poética: cuenta una historia, entreverada de lirismo, de
misterio y de intriga; en consecuencia, aparecen unos personajes que dialogan y actúan, según sus
convicciones.

La trama es sencilla: un niño enfermo y agonizante permanece solo, en una fragua. En su delirio agónico
cree ver la luna, acaso un objeto de estaño colgado de una viga, un utensilio de cocina, o del hogar, acaso
con forma de luna llena. Su color blanco ayuda a esta confusión en la percepción del niño, que tal vez viera
la luna desde su lecho. La luna (la muerte, bien vestida, suave, educada y elegante) invita al niño a irse con
ella, pero este se resiste, no quiere morir. Incluso amenaza al astro advirtiéndole que si la pillan sus
familiares, la descuartizarán.

La luna no se inmuta y se lleva al niño. Los gitanos, al galope, se acercan a la casa, entre los malos agüeros
del canto de la zumaya (ave nocturna parecida a las rapaces; en castellano común se denomina
“chotacabras”). Cuando llegan, el niño yace muerto sobre un yunque, objeto duro, frío e inerte. Estos lloran
desgarrados por el dolor; hasta el aire de la fragua acompaña la pena de los gitanos por la muerte del
niño. El hilo argumental, vemos, se presenta de modo lineal, de modo que el avance lector es simétrico al
comprensivo.

Lorca ha elegido una estructura métrica tradicional, popular y de hondas raíces históricas: el romance. La
serie de versos octosílabos con rima asonante en los versos pares (en á-o) facilita los aspectos narrativos sin
descuidar los poéticos: el romance exige una contención vigilante y un empleo continuo de los recursos
estilísticos para crear imágenes, suscitar connotaciones y recrear emociones y sensaciones.

Lorca recrea la historia con un juego constante de alusiones y elisiones de gran belleza y potencia visual. La
luna, símbolo lorquiano de la muerte, como es bien sabido, visita al niño “con su polisón de nardos”;
aparece vestida con esa especie de cancán de color blanco puro, como es la flor aludida. Es una muerte
elegante, fría y educada (por momentos, nos recuerda la de Jorge Manrique en sus “Coplas…”). Sin embargo,
la luna “mueve sus brazos”: acaso el objeto colgante que el niño contempla tiene asas o un mango que el
aire mueve, pues este elemento natural es citado en el verso previo. El “aire conmovido” –nótese la delicada
personificación– la anuncia que el miedo lo envuelve todo) justo es nombrado en el verso previo.

La luna aparece a los ojos enfermos del niño como “lúbrica y pura”: acaso un poco atractiva en su mortal y
fría mirada. Pero el infante no se deja amilanar y le pide a la luna que se vaya (vv. 9-12), que huya, si quiere
salvar su vida, pues sus familiares no la perdonarían; evidentemente, ignora el poder de su interlocutor. La
amenaza de que harían de ella collares y anillos blancos, de interpretación bien literal en un sentido
metonímico, es bien plausible.

La respuesta de la luna (vv. 13-16) es siniestra y terrible: le pide al niño que la deje bailar (acaso movida por
el aire), es decir, ejecutar el acto de arrebato de la vida del niño; cuando lleguen sus familiares, él ya habrá
fallecido. El astro no quiere ser brusco y se lo hace saber con cierta delicadeza metonímica: “te encontrarán
sobre el yunque / con los ojillos cerrados” (vv. 15-16).

El niño vuelve a advertir a la luna que es mejor que huya porque ya siente “sus caballos”. Lo debe de gritar
gesticulando y braceando porque la luna le pide que no pise su “blancor almidonado” (v. 20). Aquí finaliza el
diálogo entre ambos y el yo poético cambia de punto de vista: en el campo, los caballos se acercan al galope,
expresado en esa célebre metáfora para expresar el sonido de los cascos de los caballos contra el suelo:
“tocando el tambor del llano” (v. 22); parece que lo oímos cuando lo leemos, pues el efecto sinestésico y
onomatopéyico es muy poderoso.
De nuevo el yo poético fija su mirada en la fragua: el niño ha muerto, y nos lo dice con la delicada metonimia
que había empleado la luna en su diálogo: el niño “tiene los ojos cerrados” (v. 24). Otra vez vuelve sus ojos al
campo: nos presenta al sujeto de ese galopar (aunque el niño ya los había nombrado): “los gitanos”, que
califica con dos imágenes muy poderosas a través de dos sustantivos en función metonímica: “bronce y
sueño”; el primero alude al color de la piel; el segundo, al carácter libre y soñador. A través de esta imagen
romántica e idealizada, el yo poético expresa su admiración por esas personas. Los dos siguientes
versos (“las cabezas levantadas / y los ojos entornados”, vv. 27-28) lo corroboran y describen puntualmente
la actitud de los jinetes: orgullosos, soberbios, vigilantes, intrépidos, etc.

El yo poético se fija en un detalle de mal agüero: la zumaya, esa ave de hábitos nocturnos, de canto
semejante a un gorjeo ululante y poco apacible, que anuncia lo peor. De hecho, la exclamación del yo
poético “¡ay, cómo canta en el árbol!” (v. 30) nos predispone a la escena trágica y dolorosa que se desarrolla
a continuación, que no es sino el desenlace de la historia. Antes, el yo poético mira al cielo y narra cómo la
luna, es decir, la muerte, se aleja con el niño.

Dentro de la fragua sólo hay llantos y gritos, metonimias del dolor desgarrado de los familiares del niño. El
poema comienza como acaba: el aire (que ya había sido presentado en el verso 5) vela, esto es, acompaña el
dolor de los habitantes de la fragua. La estructura poética lineal y progresiva se ve así recogida y enmarcada
por el aire, elemento aglutinador de los acontecimientos. Por momentos, parece tan protagonista como el
resto de los personajes: la muerte, el niño, y los familiares.

Una gran parte de la musicalidad del poema, entre fúnebre y tétrico, se logra por las estructuras repetitivas.
Pueden ser de palabras, como se aprecia ya en el propio título, sigue en el verso 4 (“el niño la mira, mira”), el
9 y el 17 (“huye luna, luna, luna”) y el 35 (“el aire la vela, vela”). Pueden ser versos paralelísticos, como
ocurre en los versos 3-4 y 35-36, que sirven así de marco narrativo, aportando una estructura circular y
cerrada. También aparecen repeticiones de otro tipo, como la derivación o políptoton tan expresivo de los
versos 29-30: “Cómo canta la zumaya, / ¡ay, cómo canta en el árbol”. Otras anáforas y repeticiones, como
“el niño” (vv. 3-4) completan el uso intensivo de los procedimientos retóricos de
repetición. Estas reiteraciones aportan ritmo y musicalidad y marcan la atmósfera tétrica del romance.

Es interesante comprobar cómo los tiempos verbales contribuyen a la creación de signicado. El poema
comienza en pasado: “la luna vino…” (v.1), pero del verso 3 al 8 pasan al presente: de pronto, lo que ocurre
se presenta como algo que acontece en este mismo momento. Tras el diálogo de la luna y el niño, otro
verbo en presente nos recuerda la actualidad de lo contado (“tiene los ojos cerrados”). Luego, se vuelve al
pasado (“por el olivar venían…”). El canto de la zumaya (v. 29) nos vuelve otra vez al presente, que ya no se
abandona. Este juego de pasado/presente dota de dramatismo y viveza a la narración poética.

Del mismo modo podemos comprobar el juego entre el presente simple en los versos paralelísticos del
principio y el final: “El niño la mira, mira. / El niño la está mirando.” (vv. 3-4); y lo mismo ocurre en el cierre:
“El aire la vela, vela. / El aire la está velando.” (vv. 35-36). La acción de pronto se estira en el tiempo, se
dilata, gracias al valor del gerundio en la perífrasis verbal. Es como si viéramos a cámara lenta lo que está
ocurriendo. El acierto poético es innegable y aclara muy bien el enorme talento literario y creativo de García
Lorca.

El poema alude (por eso el frecuente empleo de la metonimia) y elude (la elipsis juega un papel esencial en
el poema) a un tema trágico, triste y fatal; pero o hace con un equilibrio perfecto, signo inequívoco de la
destreza poética de García Lorca. Con apenas notas sueltas, de carácter metonímico y metafórico, nos
cuenta una triste historia de dolor y muerte, de destino y dolor desgarrado.

1. PROPUESTA DIDÁCTICA

2.1. Comprensión lectora

1) Resume el contenido del poema (100 palabras aproximadamente).

2) Señala su tema y los apartados temáticos o secciones de contenido que observes.

4) Analiza los personajes que intervienen en el romance.

6) ¿Podemos decir que el poema es narrativo, lírico, o participa de ambas etiquetas?

7) Localiza los recursos estilísticos más llamativos y explica su sentido.

2.2. Interpretación y pensamiento analítico

1) ¿Por qué el niño no desea ver a la luna?

2) ¿Cómo se representa a la muerte: fea y asquerosa, o limpia y educada? Razona tu respuesta.

3) Explica la expresión “con los ojillos cerrados” y señala cuántas veces aparece; deduce su importancia.

4) La naturaleza juega un papel importante: localiza los elementos naturales que aparecen y señala sus connotaciones.

2.3. Fomento de la creatividad


1) Transforma la historia en un cuento o relato.

2) Han pasado casi cien años desde que Lorca escribió este romance. Realiza una adaptación según la realidad actual.

3) Transforma en cómic o álbum ilustrado la historia del romance.

4) Convierte el romance en una breve pieza dramática y realícese una lectura dramatizada en la clase.

5) Realizar una lectura declamatoria con la ayuda de imágenes y música alusivas al contenido; se pueden distribuir los
papeles entre varios lectores. Puede estar acompañado danza o baile.

También podría gustarte