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TESTIMONIO DE UN LECTOR NÁUFRAGO 

por Alejandro Rozado

Texto leído durante la presentación del poemario:


Maitreya… no es la sombra de la marmota, de Francisco Pérez Romo
(18 de febrero de 2000, Guadalajara, Jal.).

A decir de Octavio Paz, la muerte del poeta Ezra Pound en 1972, a la edad de 87 años,
provocó un “vasto rumor de hojas”, pero –aclaraba– de hojas impresas entre los círculos
literarios de todo el mundo, las cuales, sin embargo, de ningún modo llenaban con sus
crónicas y comentarios la agenda que dejó abierta el gran escritor norteamericano. Al
parecer, ese lejano rumor ha llegado hasta nuestros días convertido en eco sonoro y
compacto: un libro impreso que compendia la ya prolífica obra poética del joven escritor
Francisco Pérez-Romo. Lo que ante todo cabe afirmar entre dicha rumorología es que
tenemos en las manos la primera respuesta rigurosamente poética ofrecida por un
escritor mexicano al soliloquio universal que compuso Pound. Con ello, el autor expone
una visión, un sentir, que actualiza los problemas de la poesía moderna, como veremos a
continuación.
 
                “Decidí que a los 30 años sabría sobre poesía más que nadie”, afirmó alguna
vez Pound, anticipando con este propósito estratégico el de uno de sus lectores póstumos
más privilegiados: Pérez-Romo es un joven de 29 años cuyo conocimiento de la literatura
es de inspiración enciclopédica, así como diestro es su manejo de varios idiomas y voces
de lo real, incluido desde luego el idioma musical, pues Paco –como lo conocemos
muchos– es también músico concertista.
 
                Su obra, hasta ahora compilada bajo el título de Maitreya... no es la sombra
de la marmota, destaca en primer lugar por su abundancia. Sólo leyéndola –y aquí
subrayo este testimonio como lector–, sólo leyéndola, digo, puede uno darse cuenta de la
inmensidad de tiempo que debió tomarse Francisco Javier tanto para escribirla como para
leer poesía y documentarse en forma crítica sobre diversas materias: historia, mitología,
religión, semiótica, etc.
 
                A esta abundancia temática y literaria, vale la pena agregar un segundo
aspecto que destaca en esta lectura: su carácter desconcertante, porque –hay que
decirlo de una vez– la poesía de Pérez-Romo se nos presenta más hermética que
translúcida, más obscura que reluciente, más nocturna que solar. En buena parte de los
poemas aquí reunidos coexisten diferentes niveles de lectura, desde el más formal donde
la estructura del poema se justifica por sí mismo (es decir, donde lo que se quiere decir
es lo que se dice), hasta el más oblícuo en el cual el autor parece ser el portador de un
código secreto que está más allá de lo estrictamente legible. De lo ininteligible a primera
vista, los versos nos desafían; es necesario esforzarse como lector, preguntándose: ¿qué
más significa este poema además de lo que en él está escrito? Como adivinando un
metalenguaje. Esto último se ilustra con el mero título de este libro: “Maitreya no es la
sombra de la marmota”, es otra cosa, algo distinto, que tal vez está más allá de la
sombra de la marmota, o más acá –o quizá sea la marmota misma–, o el buda venidero.
De hecho, esta obra inicia sus páginas con un espléndido poema que define a este mítico
animal-nahual de Pérez-Romo. Y así, el poeta va enredándonos en una urdimbre de
significados, un panal de zumbidos, un laberinto de voces, un crucigrama cargado de
enigmas, un galimatías babélico en el que nosotros somos el nudo, y a veces el ruido
exacto de la jerga de los idiomas. De ser un lector distante que se asoma curioso o
indiferente al poema ojeando[sic] sus líneas de soslayo, pasa uno a ser el verso preciso,
la palabra que falta justo ahí para la cabal comprensión, el último verbo del poema, o su
carcajada final, lo que el poema necesita para su realización completa. Ocurre entonces
un prodigio de la literatura: de la cáscara hermética del poema se da un brote de vida, el
diálogo poético del autor y el lector.
 
                Dije que Maitreya... comienza con el poema “Marmota”, del cual cito: “ (...)
Mamífero que pasa el invierno durmiendo”. Una definición tomada del diccionario se
entona verso libre. Marmota también es “Persona que duerme mucho / Persona que
duerme mucho/ Persona que duerme mucho/ Persona chedorme... e dorme. E dorme /
Abbastanza. / Persona que dorme muito”. Versos reiterativos de lenguas multicolores
que expresan una idea fija: a saber, que en el profundo sueño hibernal de aquellos que
somos marmota o la llevamos adentro, en la curva infinita de ese parsimonioso columpio
nocturno que se mece sumergido en la inmensidad de cada respiración, todo transcurre y
luego vuelve a transcurrir de regreso, vaivén continuo ajeno al origen y al rumbo; “mil
años de estiaje” cubiertos por el dolor femenino equivalen a “Tan sólo cinq heures [cinco
horas] de intensa-Pereza”. Así, Francisco Pérez-Romo define la ruta por donde se va
escapando, las coordenadas de su cosmos poético: el mundo onírico que no es
exactamente el mundo soñado, sino el naufragio de no saber si se sueña, o se sueña que
se sueña, o incluso si se es soñado por otro ser (la marmota, tal vez). En el poemario
Ensueños de Marmota  que integra este libro, se transcribe un epígrafe de Emiliano
González que dice: “A veces me levanto de la cama con Carol a un lado y no sé si vivo en
ese nivel acuoso de la duermevela o si sueño todavía. De nada sirve gritar o pellizcarse
porque Calderón tenía razón y no la tenía. Nuestra vida es un sueño infernal que no
admite regreso a la vigilia, que nos apresa en su esfera de tornasol jugueteada de vez en
cuando por un diablo loco.” Cierto, el mundo del poeta es una realidad fantástica en la
que el hombre (esto es, el escritor, pero también el lector) están perdidos. Y esto, el
estar fatalmente perdido, es lo que define su naturaleza y función: buscarse a sí mismo.
Como dijera Ortega y Gasset: “El hombre es un peregrino del ser” [o mejor: un ser
peregrino].
 
                Y digo que lo anterior también es fáustica verdad para el lector, si éste lo es
en serio. Pues sólo zambulléndose en tal océano de páginas, versos, espacios, recuadros
ideogramáticos, subidas y bajadas de las letras, mareas rítmicas, sabrá uno que está a
punto de ahogarse. Pero esta lectura naufragante colocará al lector en una situación
existencial de nuevo tipo: aguzará sus sentidos al máximo, afinará su mirada buscando
algún islote de tierra firme, modificará su forma de respirar (la lectura de Pérez-Romo
como experiencia fisiológica), se pondrá a pensar con urgentes maneras y descubrirá, al
fin, nuevos patrones de percepción poética: una nueva sensibilidad. Por eso, el mismo
Ortega afirmó que “las únicas ideas verdaderas son las ideas de los náufragos”, lo demás
es íntima farsa.
 
                Maitreya... contiene, además –para seguir destacando rasgos fáusticos en su
acepción nietzscheana– una visión infinita, pero también infinitesimal de la poesía
misma. Cada verso, cada imagen, incluso cada palabra o subdivisión de palabras encierra
en sí una realidad inagotable:
“OCUPAR UN LUGAR EN EL ESPACIO PUEDES OCUPAR UN LUGAR EN EL ESPACIO VEN A
OCUPAR UN LUGAR EN EL ESPACIO DEBES OCUPAR UN LUGAR EN EL ESPACIO EN EL
ESPACIO NO DEBES OCUPAR UN LUGAR EN EL ESPACIO NO PUEDES OCUPAR NO NO.”
                La existencia es una vida que se ve vivir a sí misma, como reflejada en una
serie infinita de imágenes cifradas, como las de Orson Welles en La dama de Shangai:
“En los callejones se fundieron / el beso de los ecos de los besos / con / el eco de los
besos de los ecos.”
 
                Realidad prismática: un verso puede remitir a otro y a otro; un poema es la
prolongación de un hecho mitológico, teológico, histórico o literario; los Relatos de
Calibán de Pérez-Romo desdoblan La Tempestad de Shakespeare; una imagen o
ideograma nos manda al diccionario, al atlas o a la enciclopedia, y rebotamos hasta la
necesaria charla didáctica del mismo autor. Su Teatro Móvil de Quebracho  nos recuerda
al último de los teatros posibles: el teatro del absurdo, surgido a mediados del siglo xx
en Europa:
 
“EPISODIO I 
-         Mamá, ya se está yendo el sol; por eso se mueve, ¿no es cierto?
-         Más bien al contrario.
-         ¿Nos movemos nosotros? ¡Nos movemos nosotros! ¿Adónde nos estamos yendo?
-         No lo sé, pero... así pasa el tiempo.
 
-   -   -   -   -   - -   -   -   -   -   -   -   -   -   -   -   -   -   -   -   -   -   -     
 
-         ¡Dicen algunos niños que sí existe el centro!
-         ¿Y qué te he dicho yo?
-         ¡Que no existe!
-         Pues sí, sí existe.”
 
 
                El idioma de Maitreya son todas las lenguas posibles para el autor, y el
mismísimo español se expande en el rescate de palabras en desuso. Por ejemplo: “Un
duende / construyó / espejos ustorios / con ellos quemaron / el vientre de Napoleón”.
Estos versos nos dejan un vacío mental debido a la palabra “ustorios”. Consultamos el
diccionario y ahí está: en efecto, “ustorio” es un espejo cóncavo que sirve para
concentrar el calor del sol en un punto determinado, y el diccionario añade que
“Arquímides incendió la flota romana en Siracusa por medio de inmensos espejos
ustorios”... Esta breve consulta bibliotecaria ilumina otras dimensiones del fragmento: el
duende de Pérez-Romo puede asemejarse a Arquímides, del mismo modo que Napoleón
con todo y su vientre nos recuerdan al imperio romano. Leamos de nuevo dichos versos:
“Un duende / construyó / espejos ustorios / con ellos quemaron / el vientre de
Napoleón”. La imagen poética adquiere cuerpo. El vacío desaparece. El náufrago
vislumbra tierra firme...
 
                La poesía es siempre expresión y signo del estado que vive una cultura; como
ésta, aquélla describe un desarrollo orgánico, el curso de un trayecto más o menos fatal.
Vivimos las postrimerías de la civilización occidental, y del mismo modo que no podemos
esperar flores primaverales en el invierno, tampoco podemos exigir a la poesía de
nuestra decadencia que se despliegue como si viviera su Siglo de Oro. Al invierno hay
que pedirle lo que el invierno puede dar: sueños de marmota, entre otras cosas. Ello no
significa que la poesía de la decadencia sea decadente o esté caída; por lo regular suele
ser excelente, como la que aquí nos ocupa. Sólo que su problemática consiste en una
circunstancia nueva para el arte, que Samuel Beckett reflejó paradojalmente, cuando
afirmaba: “La expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresarlo,
nada desde lo que expresarlo, no poder expresarlo, no querer expresarlo, junto con la
obligación de expresarlo.”
 
                El problema de la poesía crepuscular es el agotamiento del manantial que le
brinda la vida, y por tanto, el de la imposibilidad de la poesía misma. De hecho, Cyril
Connolly definió a la poesía contemporánea como “un arroyo seco en torno al cual aúllan
los chacales”. Y alguien más completó esta idea señalando que un par de esos chacales
eran T.S. Elliot y, por cierto, Ezra Pound. Después de la perfección simbolista de fines del
siglo xix en Francia, cunde entre los poetas el sentimiento de lo inútil, lo imposible y lo
baldío del quehacer poético. Elliot, sin embargo, con su Tierra baldía, escribe quizá el
poema del siglo xx; y Pound compone sus Cantares que –según Octavio Paz– constituyen
el “último gran poema romántico”.
 
                Pues bien, la poesía de Francisco Pérez-Romo comparte esta sequía secular de
su tiempo. La imposibilidad poética sobre la cual pisa, acaba con la medida, la rima y
cualquier otra fórmula. Sentimiento de desolación: Si nada es posible y nada es verdad,
entonces todo está permitido. Adviene una propuesta de desorden, un prosaísmo anti-
lírico, incluso la grosería como forma: “- Yo sí la quería. / - Pues sí, hijo. / - Yo sí la
quería. / - Pues sí, hijo. / - Yo sí la quería. / - Pues sí, hijo de la chingada.” Conviviendo
con el apunte erudito y el apoyo bibliográfico, la extensión del uso del lenguaje propio al
de otros idiomas, mundos y submundos, la obra apunta en mil direcciones, va y viene,
llega a la locura portentosa y se regresa; después de la cita bíblica viene el sacrilegio, la
blasfemia, el cinismo crítico.
 
                Pero, finalmente, ¿quién habla en los poemas de Pérez-Romo? Porque hay
muchas voces en este libro. Y vociferaciones también. Y un don de lenguas. ¿Quién es
ese sujeto que se esconde en el yo del autor, en el uno, en cualquiera, en alguien, en
nosotros, en el otro, para ser todos o para ser ninguno? Todos ellos hablan a la vez.
¿Acaso por eso nos parecerá hermética esta poesía? Emerge el rasgo que más anotaba
Octavio Paz al estudiar la poesía contemporánea: el simultaneísmo, la fusión de tiempos
y ángulos que en la pintura expresó el cubismo y que en la literatura se convierte en un
deslizamiento del pronombre personal. En el poema “Cuentos para gansos salvajes” –y al
que corresponde a la letra “Tet” hebrea de los Relatos de Calibán-, las voces se
multiplican en un intento extremo por alcanzar la superabundancia del ser, pero también
revelando la imposibilidad en que se halla el sujeto de coincidir a plenitud consigo
mismo.
 
                Esta escritura, al abismarse de este modo, casi se niega en la página. Y
entonces comienza a circular en nosotros. El poeta solitario desemboca en una comunión.
Por eso, sería ideal que los ejemplares de esta primera edición de Maitreya... fuesen
distribuidos personalmente por Paco a cada lector. Ya sé que es otra imposibilidad
poética. Pero sería la minucia del vínculo comunitario, la charla íntima, la voz baja, que
completaría el acto poético de su obra.
 
 

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