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MEDELLÍN

Niñas prostituidas y estadounidenses


descontrolados: el turismo sexual de Medellín
Un recorrido por la noche de esta ciudad colombiana inundada de
extranjeros, como el hombre de 36 años que fue descubierto en un hotel
con dos adolescentes de 12 y 13 años

Jóvenes esperan a que se detenga un auto, en el barrio San Diego de Medellín.


NATALIA PEDRAZA BRAVO
JULES OWNBY
Medellín - 07 ABR. 2024 - 06:00CEST

Yenifer está parada en una esquina del barrio San Diego, a 15 minutos
caminando de la Alcaldía de Medellín, con un grupo de cinco chicas. Todas
tienen tatuajes, todas muestran mucha piel, todas parecen adolescentes: todas
son menores prostituidas. Yenifer dice que se llama Yenifer, pero claramente es
mentira. También dice que tiene 15 años, y eso sí parece cierto. Tiene cuerpo de
niña, cara de niña: es una niña. Y está nerviosa. Una risita revela sus brackets
azules. Lleva puesto un top y una minifalda morados que se combinan. No
cubren su abdomen ni la mariposa tatuada en la cadera. Dice que llegó a las
nueve y se quedará “trabajando” hasta las cuatro de la mañana. Son las 21.30.
Llueve. Le espera una noche larga.

Explica que empezó a trabajar hace dos meses, que lo hizo “por problemas”, y
agacha la cabeza. Detrás de ella, sus amigas casi parecen adolescentes como
cualquier otra que simplemente juegan con sus celulares. Yenifer dice que no
tiene jefe, que atiende a tres o cuatro clientes cada noche, y que la mayoría son
colombianos. Media hora cuesta 100.000 pesos (unos 26 dólares), la tarifa vigente
en San Diego. Cuando llega un extranjero, como ocurre “a veces”, multiplica el
precio por tres.

―¿Y qué pasa cuando les dice su edad?

―Depende de lo que busquen.

Las chicas están rodeadas de camiones, talleres cerrados, calles mal


alumbradas. No están solas: son seis de las cerca de 50 mujeres prostituidas que
se encuentran en el barrio. Una decena ronda los 20 años, otro par tiene entre
30 y 40, y una que parece tener más de 50. Pero la inmensa mayoría, más de 30
de ellas, lucen más jóvenes que Yenifer. Son delgadas, chiquitas, sus cuerpos no
se han formado. El año pasado se reportaron más de 320 víctimas en Medellín
por la explotación sexual de menores, según la ONG Valientes Colombia. Aquí
en San Diego, hay al menos 30 más que se podrían agregar a esa lista.

Una joven se acerca a los camiones a ofrecer sus servicios.


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Las acompañan algunos vendedores de café, habitantes de calle, pero no lo hace


la Policía. En una hora y media en el barrio, dando vueltas en un taxi, solo pasa
una moto con dos uniformados. No piden cédulas, no hablan con nadie, no
paran: no parecen interesados. Yenifer y sus amigas dicen que es lo normal:
“Pasa todas las noches. Solo nos miran y se van”.
Una hora y media más tarde, a las 11, llega la hora pico en San Diego. Empiezan a
llegar más carros y, poco a poco, van desapareciendo las chicas. Parqueado,
observándolo todo, el taxista hace una confesión: “He venido aquí dos veces
porque me lo pidieron clientes gringos. Ambas veces recogimos a niñas, muy
jóvenes, de 11 o 12 años. Ambas veces los dejé en un AirBnb”.

El escándalo

Es un caso parecido que tiene a Medellín sumida en un escándalo desde hace


más de una semana. El pasado 28 de marzo, un ciudadano estadounidense de 36
años fue descubierto por la Policía en un hotel del barrio El Poblado, junto a dos
niñas de 12 y 13 años. Timothy Alan Livinston fue dejado en libertad poco
después por las autoridades y regresó dos días más tarde a Florida. Un video
publicado en redes muestra a las dos niñas contando dinero mientras bajan en
el ascensor. Este viernes, un juez colombiano expidió una orden de captura
contra Livingston. La Fiscalía ha solicitado a la Policía Nacional que solicite a
Interpol la expedición de una orden de captura internacional.
Menores prostituidas hablan con un automovilista en el barrio de San Diego.
NATALIA PEDRAZA BRAVO

El caso despertó ira en el país, y el alcalde, Fico Gutiérrez, tuvo que actuar. El
Sheriff, como se hace llamar, firmó este lunes dos decretos que prohíben por
seis meses la “oferta sexual” en El Poblado, una zona muy turística ―en
Colombia la prostitución no es ilegal ni está penalizada―. En una rueda de
prensa, Gutiérrez dijo que el Parque Lleras, un lugar cerrado con rejas en que se
concentran discotecas y restaurantes muy visitados por turistas, se ha
convertido en un sitio en que se cometen delitos ligados a la trata de personas, el
narcotráfico y la explotación de menores de edad. También decretó que, desde
este lunes, todos los bares del Parque Lleras tendrían que cerrar por el próximo
mes a la una de la mañana, y no a las cuatro, como previamente dictaba la ley.

Esa misma noche, antes de que ese decreto entre en vigor, Alexa Gómez está
parada en la calle diez, en El Poblado, a una cuadra del Parque Lleras. Usa un
minúsculo vestido negro y está acompañada de dos mujeres vestidas iguales.
Tras menos de cinco minutos de conversación, sin mucha dificultad, delata los
detalles de su profesión: “Yo manejo chicas, mi amor”.

La proxeneta

Alexa se sienta en la terraza de un bar en El Poblado. Llueve duro. Bajo la


protección de una sombrilla grande y amarilla, y con una cerveza en la mano,
empieza a coger confianza. “¿Tú sabes lo fuerte que es vender tu cuerpo? ¿Lo
horrible que es estar con hombres que no te interesan nada?”, dice. Alexa tiene
el pelo liso y oscuro, ojos negros, la mirada penetrante, labios gruesos, el cuerpo
delgado, la palabra Billón tatuada en la mano derecha. De golpe le da frío y se
cubre con una chaqueta roja que combina con sus zapatillas.

Alexa Gómez, parada en el Parque Lleras.


NATALIA PEDRAZA BRAVO
Alexa tiene una vida muy complicada. Dice que nació en Manizales (Caldas) y se
crio en Medellín, en Villa Hermosa, un barrio popular pero no precario, cerca al
centro. “Vengo del lado oscuro, de una familia humilde”, explica. Maneja un
grupo de 40 prostitutas y se acuesta con clientes tres veces por semana. Para
hacer eso, dice, necesita consumir drogas: el tusi ―cocaína rosada― es la que
más la ayuda. “Te pone feliz, y a todo el mundo le gusta una sonrisa”, asegura.
También usa cocaína, cuando está muy cansada; sus días no son fáciles: “Yo soy
sola. Toda la vida he estado sola. Mi mamá murió cuando yo era muy chiquita.
Tengo cuatro hermanos, pero no hablo con ellos, se dedican a cosas ilícitas”.

―Bueno, pero usted es proxeneta.

―Sí, pero no me gusta ese término. Prefiero que me digan dealer.

―¿Y cómo funciona ser dealer?

―Te cuento.

Dice que el 90% de sus clientes son extranjeros a los que conoce en discotecas,
principalmente en el Parque Lleras. Ella se les acerca y se presenta. “Siempre
trato de formar una amistad primero. Que no sean solamente negocios”,
comenta. Cuando entran en confianza, les pregunta si están buscando una
chica; les ofrece a todas sus mujeres antes de ofrecerse a ella misma. “Si seis de
mis chicas están con hombres, gano lo mismo que gano haciéndolo yo, pero sin
tener que hacerlo”, aclara. Dice que gana unos 4.000 dólares al mes cobrando
120 dólares la hora: la prostituta se queda con 100 y Alexa con 20. Por ese precio
pueden tener “sexo oral y sexo normal. Todo tiene que ser con protección”. Una
vez que consigue a un cliente, este tiene que elegir a una chica, o más.

―¿Eso cómo se hace?

―Te muestro.

Alexa saca su celular, abre WhatsApp y entra a un grupo que se llama


“Bichotas”; un homenaje a Karol G, la colombiana favorita de las colombianas.
“¿Quién está disponible esta noche?”, pregunta en el grupo. Las chicas no tardan
ni cinco segundos en contestar. Al menos seis responden “Yo”. Alexa escribe
“Fotos”, y de golpe su teléfono se inunda de notificaciones. Las mujeres envían
selfis, algunas muy explícitas. De repente la dinámica cambia. Ahora Alexa es la
que hace las preguntas.

―¿Cómo la quieres?

―¿Cómo así?

―Físicamente, ¿cómo quieres que sea?

―No sé…

―¿Cómo que no sabes?

―Nunca he hecho esto.

Alexa entra a una conversación con una chica que se llama María. Muestra
varias fotos que María le ha mandado. En una está en un baño, otra en un billar,
otra al lado de una piscina. “Si fueras un cliente podrías estar con ella esta
noche, pero primero tendrías que hacer un par de cosas”, dice.

Explica que todos los clientes le tienen que dar su nombre completo y la
dirección en la que se están hospedando. Luego, tienen que pagar el dinero por
adelantado y también el transporte de la chica. Una vez que eso está hecho,
Alexa la recoge y la deja en el lugar donde hará su trabajo. Al cabo de una hora
la llama. Si ya han terminado, la pasa a buscar. Si no, puede ponerse de acuerdo
con el cliente para extender el servicio.

Alexa define la suya como una forma “más virtual y más segura” para los clientes
y las trabajadoras. Justamente, las demás formas virtuales han causado
problemas últimamente en Medellín. La cuna de Pablo Escobar y alguna vez una
de las ciudades más peligrosas del mundo, Medellín se ha convertido en los
últimos años en un lugar deseado por viajeros internacionales. Es conocida en
Colombia por ser la ciudad de innovación, de la belleza, de la fiesta, de la
narcocultura. Eso ha traído consecuencias positivas y, por supuesto, también
negativas, como el turismo sexual.
Una joven que ejerce el trabajo sexual se ofrece a un auto que pasa por la zona de la comuna 14 en Medellín.
NATALIA PEDRAZA BRAVO

En enero, la Embajada de Estados Unidos alertó a sus ciudadanos de no usar


varias aplicaciones de citas como Tinder, Bumble y Grindr en Medellín, después
de que ocho hombres norteamericanos perdieran la vida allí en dos meses en
diversas y extrañas circunstancias. No había evidencia de un vínculo entre los
casos, pero sí había un factor que se repetía: varios de ellos habían salido en sus
últimas horas de vida con personas que conocieron a través de aplicaciones de
citas. “Numerosos ciudadanos estadounidenses han sido drogados, robados e
incluso asesinados por sus citas colombianas”, se lee en la alerta. La violencia ha
afectado a las colombianas también: varias mujeres han sido asesinadas en el
último año en Medellín por hombres extranjeros. Alexa dice que sus chicas no
se meten en nada de eso. Según ella, todas son buenas, mayores de edad, no
roban y trabajan bien.

―¿Y cómo son sus clientes?


―Borrachos y tímidos. Vienen buscando cosas que no pueden conseguir en
casa.

―¿La mayoría están divorciados?

―Mi amor, la mayoría están casados ―contesta y suelta una carcajada.

El cliente

A pocos metros de donde está sentada Alexa, dentro del Parque Lleras, se
encuentra Bob, uno de sus potenciales clientes. Bob tiene 78 años, la cara de
gringo, la barba blanca, el pelo corto, la camiseta negra manchada. Es alto con la
barriga hinchada, y es de Estados Unidos.

―No hay otro lugar en el mundo como este― dice en inglés.

―¿Por qué lo dice?

―Pues mira a tu alrededor.

Hay piernas tatuadas por todos lados. Unas 200 mujeres se protegen de la lluvia
bajo los toldos del Parque Lleras: un enorme prostíbulo al aire libre. Visten
camisetas transparentes, faldas cortísimas, fuman cigarrillos, inhalan tusi desde
los tubos de su rimel. Entre la multitud de piel expuesta camina uno que otro
extranjero. Entablan conversaciones con las chicas en un español muy pobre.
“Me gusta”, suelta uno mientras señala la cola de una de ellas. Otro tipo mira con
sensualidad y le coge la mano a una mujer que le dice “Mi amor”. Poco después
desaparecen juntos. Y acá disfrutando del show está Bob, sentado con tres
venezolanas que insisten que no son prostitutas, sino “damas de compañía”. Le
tocan la pierna, tratan de convencerlo de que pase otra noche con ellas; la
segunda en seis días. Pero Bob no está seguro de irse con ellas. Bob dice que le
gusta la variedad.
Jóvenes conversan mientras esperan ser abordadas por algún cliente.
NATALIA PEDRAZA BRAVO

Bob cuenta que lleva años viajando por el mundo. Pagar por sexo para nada le es
ajeno, y dice que el Parque Lleras es un lugar especial: “Aquí hay una libertad
muy poco común. Puedes hacer lo que te dé la gana”. Es lunes, son las once de la
noche. En dos horas la prostitución estará prohibida en este lugar, pero a Bob no
le preocupa eso, dice que será mejor para los turistas como él. “Habrá más
control sobre las chicas, menos chances de que te roben. Nosotros podremos
seguir solicitando”, asegura. Mientras Bob cuenta todo esto, una venezolana de
Valencia, llamada Yuliet, le acaricia la cara. Dice que tiene 24 años, y que lleva
dos como “dama de compañía”.

―¿Qué hacía antes?

―Pedir en la calle.
Durante dos horas Bob se sienta al lado de Yuliet y dos compañeras suyas.
Toman cervezas, fuman cigarrillos, se comunican por Google Translate. En la
mesa de al lado ocurre una situación similar. Una chica vestida de una camiseta
de los Chicago Bulls acaricia la cabeza calva de un hombre blanco. El calvo se
sienta con dos hombres mayores, de 60 para arriba, que no hablan español y
tampoco con los medios. “Por favor, estamos de vacaciones. No queremos
preguntas. Solo queremos pasarla bien”, declaran.

A las 00.50, la Policía ―aquí sí hay policía― se acerca y saca a todos. Entre
sirenas se produce un éxodo masivo hacia la salida que lleva a la calle 10. Parece
una peregrinación religiosa, pero con valores muy distintos. Las chicas se
apresuran a emparejarse con extranjeros; no pueden perder una noche de
trabajo. Justo fuera de la salida, Yuliet sigue al lado de Bob, que no quiere irse
con ella. El hombre apunta a dos otras chicas, dice “Hotel” en inglés y se van.
Yuliet se quedará sin trabajo esta noche.

La prohibición

Dos días después, el sitio se ve muy diferente. Son las 23.30. La “oferta sexual” ya
está prohibida en el Parque Lleras, que se ha llenado de enormes cárteles
amarillos en contra de la medida. “#SOS. No apoyamos la explotación sexual
infantil. No al decreto 0247 de 2024. 5.000 familias sin empleo”, se leen. Según los
empresarios, el decreto les costará mucho dinero. Según Alexa, muchos de ellos
“son puteros”.
Algunos de los bares y comercios de la zona se han unido a una campaña en contra del trabajo sexual infantil.
NATALIA PEDRAZA BRAVO

Pese al decreto sigue habiendo muchas mujeres en el parque: unas 70,


acompañadas de una veintena de extranjeros. Intercambian números de
teléfono, toman cervezas en los bares, se cogen de la mano, se van caminando
juntos. Vigilando la escena están funcionarios de la Alcaldía, que paran a los
turistas para explicarles las nuevas medidas, además de muchos policías. Los
uniformados, sin embargo, no detienen a nadie: solo revisan las cédulas de las
chicas a la entrada.

―Disculpe, oficial. ¿La prostitución no está prohibida acá desde el lunes?

―Sí, pero no tenemos cómo demostrar que se están prostituyendo.

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