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Morir en Medellín

Alma Guillermoprieto
New Yorker, julio de 1991

En Medellín todo el mundo sabe que si te balacean, atropellan o apuñalan hay que ir a “la
Policlínica” una clínica de urgencias a cargo del Hospital de San Vicente de Paul: los cirujanos
e internos que atienden ahí las noches de fin de semana tienen una experiencia inigualada
y la fama de hacer milagros. La vigilancia en la clínica es estricta; se han dado casos de
asesinos frustrados que fueron a rematar a sus víctimas a la sala de recuperación, así que
ahora los guardias en la entrada se cercioran de que sólo entren los heridos y sus
acompañantes. Un sábado, a la medianoche, parada yo junto a la reja principal de la clínica,
vi bajar de un taxi a un hombre al que la sangre se le filtraba por un gran hueco en el pelo.
Aún podía caminar, y le tocaba hacerlo, porque la clínica no tiene camilleros para ayudar a
los pacientes que ingresan, y aunque en menos de diez minutos vi cinco hombres
gravemente heridos, no llegó una sola ambulancia. Los familiares o amigos de las víctimas
manejaban las camillas metálicas, pero el hombre con la herida en el pecho estaba solo.
“¿Qué tal esa?, dijo el portero, viéndolo trastabillar hacia la entrada. “En una de ésas, me
dijo, se salva”. No era cinismo del portero; sabía por experiencia, que los fines de semana
por la noche suelen llegar unos noventa heridos a la Policlínica, y de ésos, entre unos doce
y unos veinte mueren. En eso llegó otro taxi, y el chofer ayudó a una joven histérica a sacar
del auto a un hombre joven, herido de bala por la espalda, y a colocarlo en una camilla. El
hombre parecía estar muerto ya. Como si nada, el taxista pasó un trapazo sobre el charco
de sangre en el asiento trasero, y arrancó. Un taxista que más tarde me llevó a mi hotel
explicó que recoger pasajeros heridos es parte del trabajo. “¿Cómo vamos a dejar que se
mueran así nomás en la vía?”, me dijo. “Casi siempre, perdemos el pasaje, porque esa gente
no está como para pagar, pero de todas formas toca llevarlos, por caridad”.

En una noche así, es posible creer, que Medellín está a punto de ahogarse en su propia
sangre. Desde la década pasada, el nivel de violencia ha rebasado tanto lo racionalmente
concebible -incluso en un país tan violento como Colombia – que las estadísticas no tienen
sentido: ¿qué significa, por ejemplo, el hecho de que el año pasado, el más violento en la
historia de Medellín, fueran asesinados más de trescientos policías, junto con unos tres mil
jóvenes entre las edades de catorce y veinticinco años? ¿O que en los primeros dos meses
de este año la cifra haya aumentado? Cuando llegué aquí por primera vez, a mediados de
1989, ese año tenía ya el récord de ser el más violento que se hubiera registrado. En esa
ocasión conocí a una juez, una mujer que estaba recibiendo constantes amenazas de
muerte y que como resultado se había vuelto anoréxica. Unas semanas después, vi en los
diarios que, en efecto, la habían asesinado. Hubo el caso del representante de la izquierda
radical en el consejo municipal, un hombre cortés y trajinador al que también entrevisté
alguna vez -que fue asesinado en su despacho por un joven que traspasó sin problemas los
puestos de los guardias de seguridad. Hablé con un hombre al que le habían hecho seis
atentados, y que estaba esperando el séptimo refundido en un chaleco antibalas, no muy
seguro de sobrevivir. El joven y muy popular gobernador del Departamento de Antioquia,
cuya capital es Medellín, fue asesinado por un carro-bomba camino a su despacho. Las cosas
se pusieron peor en agosto de 1989, cuando se puso en marcha la ofensiva conjunta
colombiana- estadunidense contra las drogas. El ánimo de los paisas, como se les dice a los
habitantes de Antioquia, pasó del estupor y la incredulidad al humor negro. Al cuarto mes
de la ofensiva, unas semanas antes de la Navidad, la policía anunció el cerco sobre el más
buscado de los narcotraficantes colombianos, Pablo Escobar, en una de sus múltiples casas
de campo antioqueñas, y dijo que su captura se esperaba de un momento a otro. La
impresión general era que no lo agarrarían vivo. Esa noche cené con unos amigos en un
restaurante repleto y alborotado como pocas veces. “¡No me lo imagino!”, exclamó una
mujer vivaz y elegante que estaba en nuestra mesa. “No puedo imaginarme un futuro sin
Pablo Escobar. No puedo entender qué se sentirá vivir sin miedo, pero la sola idea me llena
de tanta felicidad que me dan ganas de ponerme a decorar el árbol de Navidad con puros
ataúdcitos rojos”.

Ese estado de ánimo ya pasó, barrido por una avalancha de sucesos que no incluyeron la
captura de Escobar, y lo reemplazó una oleada de depresión e incertidumbre que se refleja
en cualquier plática: “¿Cómo es que los paisas, la orgullosa vanguardia empresarial y
modernizadora, los arquitectos del futuro industrial de Colombia, los más puntuales,
piadosos y hogareños habitantes de un país más bien poco serio, hemos llegado a esto?”.
La pregunta ha dado origen, incluso, a una nueva especie, la de los violentólogos,
investigadores que tratan de encontrar una explicación a la locura que se ha adueñado de
Antioquia, y que se las ven duras tan sólo para llevar la cuenta de quién ha matado a quién.
Es alarmante la proliferación de grupos en pie de guerra sumados a las brigadas de Escobar,
que continúan su ataque al gobierno, hay pandillas de la droga, chavos banda, escuadrones
de la muerte, “milicias” (restos de grupos guerrilleros que pasaron por Medellín a mediados
de los ochentas y que hoy trabajan por cuenta propia), escuadrones paramilitares y brigadas
de extorsión: todos ellos en armas contra la policía y entre ellos mismos. Y ahora que se
están logrando insólitos acuerdos y treguas entre el gobierno central, en Bogotá, y los
traficantes ilegales que han hecho de Medellín la capital mundial de la droga, la pregunta
más apremiante es cómo enfrentará la ciudad un problema que hasta hace poco parecía
pertenecer exclusivamente al narcotráfico, pero que cada vez más parece estar fuera,
incluso, de las muy probadas capacidades de control de un Pablo Escobar.

Visto desde los cerros densamente poblados y conocidos corno las comunas oriental y
nororientales, el corazón de la ciudad, con sus torres de ladrillo y sus blancos rascacielos
resplandecientes, parece tan lejano como Oz. Las laderas son tan parte de Medellín como
el distrito comercial del valle, bullanguero y mercantil, pero ni siquiera los marginados
habitantes de las comunas lo entienden así. El Medellín “real” tiene fábricas, agencias de
viaje, tiendas de video, y seguramente más plazas comerciales con boutiques de ropa que
cualquier otra ciudad de su tamaño. En los cerros, la extensa mancha de caseríos
improvisados se ve alterada de vez en cuando por una tiendita de abarrotes, alguna escuela,
un cine y, aquí y allá, una iglesia. Ahí vive la mitad de la población de Medellín -unas
ochocientas mil personas, en casas de ladrillo y cemento tal vez algo laderas, pero sin
embargo estables, que cuentan con agua y luz que el gobierno municipal lo ha
proporcionado incluso a las zonas más alejadas. Aun así, cuando la gente que vive en las
comunas habla de sus barrios, casi siempre dice que ahí no hay nada, porque no hay nada
que valga la pena. No hay dinero, ni prestigio, ni decoro: solo un resentimiento ulcerante
contra el Medellín de los centros comerciales y los trabajos con horario de nueve a cinco.

Este es el centro de operaciones de Pablo Escobar. Nació en 1949, entre las montañas
húmedas y boscosas que rodean el valle de Medellín, en el seno de una familia que parece
la encarnación del orgullo paisa un padre agricultor y una madre que fue maestra de escuela
-el tipo de gentes que blanquea impecablemente los muros de su finquita y luego cuelga
tantas maderas con orquídeas y geranios de las vigas del corredor que el enjalbegado casi
ni se alcanza a ver-. De todas las historias que Escobar podría contar si alguna vez lo
capturan, sin duda una de las más fascinantes daría cuenta de su paso de hijo de campesino
respetable a malandrete, a pequeño delincuente. Lo cierto es que desde un principio no le
faltó imaginación: encontró el modo de ganar dinero mediante la reventa de lápidas que se
robaba de un cementerio en Medellín, y que revendía debidamente pulidas tras borrarles
la inscripción original. Era ambicioso: en 1982, en cuanto hizo dinero suficiente con el
narcotráfico como para hacerse de una base de apoyo, fue elegido al Congreso como
representante suplente por el Partido Liberal. Era también rencoroso: su salto a la
notoriedad se dio en 1984, cuando urdió el asesinato del Ministro de Justicia, Rodrigo Lara
Bonilla, quien había revelado los vínculos de Escobar con el mercado de la cocaína, y que lo
había obligado a renunciar al cargo unos meses antes. A partir de ahí Escobar operó en dos
frentes: creó lo que los expertos en narcóticos consideran que fue la más extensa y eficiente
red individual para la producción y el transporte de la cocaína. Al mismo tiempo patrocinó
una obsesiva guerra contra cualquiera en Colombia que se manifestara contra el
narcotráfico, dirigida contra el sistema de justicia, y contra cualquiera que apoyara la
extradición de traficantes a los Estados Unidos, donde su dinero no servía para abrir las
puertas de las cárceles.

Luego de decenas de asesinatos políticos, y después de veintiún meses (de agosto, de 1989
a mayo de 1991) de lo que sin duda ha sido la más decidida cacería humana que alguna vez
haya emprendido el gobierno colombiano, Escobar no sólo sigue en libertad sino que
controla aún la mayor parte de sus negocios, aunque se encuentre muy debilitado en lo
militar. Esta es la prueba rotunda de la existencia de una vasta red de leales seguidores.
Escobar alimentó cuidadosamente ese apoyo: proporcionó empleos, viviendas y préstamos
sin intereses a la gente de las comunas. Se aprovechó de la convicción que sus admiradores
compartieron alguna vez con casi todos los colombianos: que las drogas eran problema de
los Estados Unidos. Exploto la incapacidad de los paisas, tan amantes del comercio, para
resistirse a un buen negocio. Muchísimas de las gentes que han aprendido a odiarlo aún no
están plenamente convencidas de que tenga algo de malo vender mercancía -cualquier
mercancía- que tenga clientela. Pero sobre todo Escobar sobrevive y es maravillosamente
próspero porque gracias al boom de la cocaína y a su guerra personal, miles de jovencitos
sin salida han logrado dar el salto de las comunas a la ciudad remota y, antes, siempre
inaccesible.
Alonso Salazar, un hombre joven, menudo, con bigote y de un aire de alerta casi innata, es
uno de los violentólogos más originales. Fue de salto en salto de la facultad de veterinaria
a la de periodismo hasta que alguien le preguntó que por qué no recopilaba una serie de
historias orales que tenía grabadas y las reunía en forma de libro. Se llama No nacimos
pa’semilla y si se vende como pan caliente por todo el país es porque las historias orales
fueron recabadas entre los jóvenes de las comunas a quienes se les conoce indistintamente
como pistolocos, los muchachos de las bandas, o simplemente sicarios. Salazar empezó a
recoger las historias de estos jóvenes en 1988, cuando el aumento notorio de la actividad
criminal en las comunas atrajo la atención alarmada del Medellín “real”. Salazar entrevistó
varias veces a alguien a quien llamó “Toño”, mientras el muchacho moría por heridas de
bala en una cama de la Policlínica. “Era tan malo, tan perverso”, me dijo Salazar una tarde,
cuando conversábamos en una plaza llena de basura de la comuna nororiental. “Casi se
relamía cuando me contaba de toda la gente que había matado”. Aun así, a Salazar le daba
lástima el muchacho, porque Toño llegó a depender de sus visitas, y el hecho de que alguien
lo considerara digno de una entrevista lo llenaba de orgullo y de agradecimiento. Pasaba lo
mismo con todos. “El que sus vidas se volvieran un renglón, una palabra aunque fuera, de
texto, los ponía muy emocionados”, dijo Salazar. “Sólo querían encontrar un lugar en el
mundo”.

Salazar ya está acostumbrado a que los jóvenes que entrevista sean al mismo tiempo tan
vulnerables y tan asesinos. Dice que la primera cosa que le ocurrió al empezar las
entrevistas fue que su visión del mundo se le volteó al revés. En parte se debió a que los
jóvenes eran tan amables, tan educados, que al trabajar con ellos no lograba retener el
concepto del mal en su cabeza; y en parte se debió a que las historias que oía eran todas
muy similares. Hay, al parecer, un proceso en marcha -una serie de sucesos, algunos
conocidos, otros afín indescifrables que ha dado lugar a una generación de suicidas
desesperados, cuya forma particular de autoinmolación es el homicidio. Salazar cree que la
primera ola de crimen fue provocada en parte por la crisis económica masiva que golpeó a
Medellín a mediados de los setentas, cuando las fábricas textiles que eran el corazón de la
economía de la ciudad cerraron o despidieron a miles de trabajadores. En ese periodo
también se consolidó el naciente negocio de la cocaína bajo la forma de varios carteles, uno
de ellos encabezado por Pablo Escobar. Lo que Salazar aún no acaba de entender es por
qué estos dos fenómenos coincidieron con un aumento desbocado de todas las formas de
violencia. Desde que acabó la guerra civil entre liberales y conservadores, una guerra
conocida como La Violencia, a finales de los cincuentas, Medellín había estado más o menos
en paz. “Pero ahí se desató una ola de secuestros”, recuerda Salazar. “Se podría pensar que
se trató de un proceso de acumulación de capital de trabajo por parte del narcotráfico, pero
el número de violaciones y homicidios también se disparó. Parecía como si todo el tejido de
la sociedad se estuviera desgarrando”. Estadísticas recientes muestran la tendencia; en
1980 hubo 730 muertes violentas en Medellín; en 1990, hubo 5,300.

Al principio de la era de la droga no se notaba mucho la presencia de las pandillas armadas


por los traficantes, porque se les utilizaba más que nada para asuntos internos: cobro de
cuentas, eliminación de soplones y cosas por el estilo. Sólo hasta que el ministro Lara Bonilla
obligó Escobar a salir del Congreso las bandas adquirieron una estructura paramilitar y un
papel político. Escobar le encargó la organización del asesinato de Lara Bonilla a un joven
llamado David Ricardo Prisco. Con varios de sus hermanos, primos y amigos del alma, formó
una banda conocida como Los Priscos, que en los siguientes seis años -eso duró – fue el
escuadrón terrorista más efectivo de Escobar. “Gracias a ese asesinato, los Priscos fueron
la primera banda que logró la notoriedad”, dice Salazar. “Se volvieron el prototipo de una
serie de bandas muy bien organizadas y con lazos estrechos con los capos de la droga. Su
centro era la familia, y el barrio, con su red de relaciones familiares y compadrazgos. Un
sicario de ésos podía ganar hasta veinte millones de pesos colombianos en aquella época,
por trabajo. Lo suficiente para comprarse un condominio de lujo en un barrio élite, y
también para algo que es fundamental para la gente de nuestra cultura: mejorar la situación
de su familia”. En la cumbre de su poder, las bandas emularon a Escobar ayudaron a la
comunidad con dinero y obras públicas y se les consideró benefactores. En épocas de paz
organizaban festivales en las calles y subían a las comunas escoltados por la policía.

A partir del año pasado, y gracias a una purga a fondo entre los cuadros y altos mandos de
la jefatura de policía de Medellín, ésta se encuentra en guerra declarada contra el
narcotráfico. Ahora a la jefatura le encanta mostrar organigramas que muestran a decenas
de bandas ordenadas por gráficas en una serie de redes que inevitablemente llegan hasta
Escobar. Salazar piensa que apenas un treinta por ciento de las pandillas de Medellín tiene
vínculos formales con el mundo de la droga, y que el restante setenta por ciento está en el
corazón de la ola de violencia. Se trata de los chichipatos, o ladronsetes del montón; los
basuqueros, o fumadores de basuco, un derivado de la cocaína que es sumamente adictivo;
los punketos, todavía fanáticos de la música de The Sex Pistols y The Clash. Estas “bandas
contraculturales” no duran mucho, ni tampoco sus integrantes. De algún modo están al
margen de las aspiraciones clasemedieras que les conferían una disciplina y una estructura
a los ya extintos Priscos y sus aliados. Los Priscos hacían un pacto con el destino que tenia
notas claramente definidas: una vida corta, si, pero a cambio un B.M.W., digamos, y un
penthouse para la mamá. Los punketos tienen el cerebro ya muy rayado como para trazar
semejantes planes. Quizá tenga algo que ver con su distancia del Medellín “real”: los Priscos
venían de Aranjuez, un arraigado barrio obrero justo arriba de la avenida principal de
Medellín. Los desechables son de cerro arriba. Es muy reciente su traslado de la Antioquía
rural, trabajadora y estricta que dejaron sus padres, y están atrapados entre dos culturas.
No quieren las vidas ingratas de sus padres y, a juzgar por el índice de desempleo de un
treintaicinco por ciento en las comunas, la ciudad no los quiere a ellos.

Los muchachos -desenvueltos y adustos con sus cortes de pelo punk, sus bermudas guangas
y sus tenis de bota alta -se habían reunido el otro día en una calle estrecha de la comuna
nororiental, cuesta arriba de una plaza en el barrio de Guadalupe. También atiborraban la
calle prácticamente todas las mujeres del vecindario y un buen número de desempleados y
gente mayor: por todo el barrio se había corrido la voz de que Jesucristo se encontraba ahí.
Se le había aparecido a un chofer de autobús, quien notó que aquello que a primera vista
parecía una mancha de humedad en la parte inferior de la puerta de su baño era en realidad
una semblanza milagrosa del Divino Rostro. El chofer, Ricardo Hernández, estaba sentado
en su destartalado autobús vacío, tocándole furiosamente el claxon a la multitud para que
se hiciera a un lado y lo dejara estacionarse y entrar a almorzar a su casa. Me dijo que él y
su familia habían tratado de mantener en secreto la aparición, pero que en cosa de horas
toda la comunidad se había enterado de una forma o de otra. En su ansia por ver el rostro
divino, las multitudes estaban a punto de derribar la entrada de su casa. Casi tan
emocionante como el milagro era el hecho de que los medios locales hubieran reparado en
el asunto: cuando apareció el equipo de Tele Antioquia, cámara en mano, la gente casi
enloqueció en su anhelo de que los filmaran. ” ¡Ya era hora!”, exclamó alguien en la
multitud. ” íPor fin va a salir algo bueno sobre nosotros!”. Una joven explicó por qué estaba
tan feliz: “Si resulta que lo del milagro es un fraude no me va a importar tanto”, dijo. “Pero
por lo menos nos habrá tocado hablar de algo bonito. Aquí de lo único que se conversa es
quién se volvió loco de meter tanto basuco, y a quién mataron. “¡Fulanito está tirado en la
esquina en un charco de sangre?” dicen, y ahí corremos todos a ver”.

Sin haber logrado ver el baño milagroso, bajamos nuevamente por el cerro esta joven y yo,
junto con su vecina cuarentona, regordeta y vivaz, a quien yo ya conocía y a quien llamaré
doña Violeta Mejía. Las dos mujeres me señalaron a una muchacha muy bonita, a la que
habían corrido de su casa por su irremediable adicción al basuco, y señalaron también la
esquina donde había muerto el hijo de doña Violeta un año atrás. Al parecer, el hijo de doña
Violeta estaba “agarrado del vicio” del basuco, y robaba, y probablemente también sé
contrataba como asesino, para financiárselo. Acabó muriendo a manos de sus antiguos
compañeros de barrio. Llorando, doña Violeta dijo que pasaba horas tratando de entender
en qué habían fallado ella y su esposo. “Mi marido se lo llevaba aparte y le decía: ‘Hijo,
dialoguemos como amigos’, pero él se agarraba la cabeza con las manos y decía que ya no
sabía que hacer”, dijo ella “Al último llegaba a la casa tan fumado, tan loco, que se golpeaba
la cabeza contra la pared hasta que entre todos lo parábamos. Le decíamos que se iba a
matar así, pero él gritaba que eso era lo que quería. ‘Yo quiero morirme. Que me maten de
una vez, para descansar’, decía. Tenia como una gran angustia dentro de él, y nunca
logramos llegar a ella”.

Hay muchos jóvenes así por el barrio, dijeron las mujeres. Desean demasiadas cosas,
quieren vidas que nunca van a tener, no tienen la menor paciencia y están “bien cogidos
del vicio”. Le pregunté a las dos mujeres qué les parecían Pablo Escobar y dijeron que tanto
él como los otros traficantes le habían hecho un gran daño a la comunidad al comprar niños
y volverlos asesinos, y por haber traído el basuco al mundo. Pero cuando entramos a la casa
de doña Violeta y nos instalamos en la cómoda sala, su marido, don Jaime, que estaba a
punto de salir hacia su turno vespertino en una fábrica de plásticos, dijo que también el
barrio tenia mucha culpa en eso. En la parte alta del cerro vive una mujer que hace diez
años fue la primera que comenzó a vender basuco. Los Mejía y otros vecinos se lo
reclamaron, cuenta don Jaime, pero ella contestó: “Yo tengo que darles de comer a mis
hijos”. En ese entonces tenía dos hijos. El mayor ya murió de un tiro, y el otro esta
“metiendo basuco”, pero ella sigue vendiendo droga “Es que a nosotros los paisas a veces
nos interesa demasiado el dinero”, dijo don Jaime. Aun así, añadió, si pudiera vivir su vida
de nuevo lo haría todo igual. No es el caso de doña Violeta, quien llegó aquí hace unos
veinticinco años “desde el último pueblo en la última vereda de Antioquia, dijo. Ella cree
que si se hubiera quedado en el campo su hijo aún estaría vivo. Pero don Jaime habló de
“fracaso” al referirse a lo que le habría ocurrido de quedarse como jornalero en las fincas
cafeteras del suroeste antioqueño. En Medellín tiene casa, cuatro recámaras, piso de
baldosa, comida buena, teléfono. Sus dos hijas y un hijo menor se estaban criando bien, me
dijo. ¿De qué le hubiera servido quedarse en el campo?

Los Mejía repasaron la lista de muchachos del barrio que habían muerto por causa de la
droga o que estaban metidos en ella. En algunas calles, afirmaron, cada familia tenía por lo
menos un hijo -o con menos frecuencia, una hija -basuqueros. Dijeron que sus sobrinos
sufrían de la misma angustia incontrolable que su hijo, causada en parte, sin duda, por los
escuadrones de la muerte que han empezado a operar en el barrio. Los hombres que
patrullan las calles por la noche, con los rostros cubiertos por un pañuelo, son fornidos y no
muy jóvenes, y por eso los Mejía piensan que se trata de policías. Los enmascarados matan
basuqueros y pequeños delincuentes, pero a veces les falla la puntería. Don Jaime y doña
Violeta señalaron los agujeros de bala en la fachada de la casa de junto, hechos una tarde
en que los enmascarados dispararon alocadamente a todo lo largo de la calle. En todo el
barrio no había dónde sentirse bien resguardados.

Platiqué un poco con el hijo que les queda, un jovencito taciturno llamado Jorge Mario, que
fuma cantidades de marihuana pero que evita el basuco. Era apenas mediodía, pero parecía
ya tan drogado como los muchachos que estaban enfrente de la casa del chofer, quienes
jugaban con sus carrujos entre los dedos mientras esperaban ver el milagro. Le pregunté a
Jorge Mario qué quería hacer con su vida “Yo soy un vago”, contestó. “¿De qué le sirve a
uno hacer planes si, igual, nada le resulta? A todos los pelados de por aquí los están
matando. Nos vamos a morir todos. No hay caso”. Luego se fue a sentar en una piedra, a
contemplar la ciudad a sus pies.

Una vista panorámica de la ciudad remota aparece una y otra vez en la obra del cineasta
Víctor Gaviria, quien ha logrado filmar Medellín como si lo mostrara a través de los ojos de
los pistolocos, por quienes siente una ternura obsesiva, dolorosa. Gaviria ha dedicado la
mayor parte de los últimos cinco años a documentar las vidas violentas de estos muchachos.
Su primer largometraje, Rodrigo D: No futuro, es una versión ficticia de las vidas de los
punketos que actuaron en ella. (Uno de ellos era el hijo de doña Violeta). En la película,
filmada en 1986, Rodrigo D intenta reponerse de la muerte de su madre; fracasa como
baterista de un grupo de rock-punk y vive alienado y distante de sus amigos del barrio,
mientras ellos juegan con pistolas, drogas y adrenalina, llevando a cabo atracos. Al final,
Rodrigo se tira por la ventana de uno de los rascacielos que desde los cerros están siempre
a la vista. El papel principal lo interpretó Ramiro Meneses, un músico semiprofesional de
las comunas; era el único entre el reparto de jóvenes que no tenía antecedentes penales, y
el único que ha logrado abrirse paso como actor profesional en Bogotá. Todos los otros
actores ya están muertos.
Almorcé con Gaviria, a quien conozco desde hace algún tiempo, y le pedí que hablara sobre
los muchachos de las comunas. Estaba terminando una versión colombiana de un
documental televisivo sobre la muerte de sus actores, realizada originalmente para la
televisión alemana, y apenas se estaba recuperando de la muerte de su coguionista en
Rodrigo D, un joven talentoso de 21 años llamado Ramón Correa, quien no pudo estelarizar
la película porque a punto de empezar la filmación lo arrestaron y lo condenaron a prisión
por robo a mano armada (Cuando Correa salió de la cárcel viajó con Gaviria a presentar
Rodrigo D en el festival de cine de Cannes, pero parece que la experiencia le resultó
agobiante; detestaba la comida, y evidentemente sintió que era su obligación hacerse de
las carteras y los relojes que los europeos dejaban regados tan descuidadamente en la
playa. A su regreso a Medellín trató de ponerse a escribir en serio, pero no lo logró: murió
en enero, acribillado frente a la casa de su madre).

Gaviria dijo que llegó a las comunas jalado por las mismas preguntas que obsesionan a todo
Medellín: “¿Cómo esta ciudad ha producido esta generación de muchachos que hacen de
la muerte un negocio? ¿Cómo se perdieron así nuestros valores?”. Aunque no anda tan lejos
de los cuarenta, todavía hay algo en él de azoro y vulnerabilidad, una especie de
adolescencia interna que lo hace simpatizar con la música áspera de los punketos, con su
visión moral tan plana del mundo, con su fascinación por las drogas. “Yo quedé muy
enamorado de las vidas de estos pelados, y empezamos un diálogo que en realidad lo era
entre las dos ciudades que coexisten en Medellín”, me dijo.

Conoció primero a un adolescente llamado John (sic) Galvis, que murió asesinado un par de
meses después. “Cuando entró al apartamento dijo que era la primera vez que entraba a
un edificio de apartamentos a otra cosa que no fuera robar”, recuerda Gaviria. “Luego habló
del amor que sentía por su madre. Nos contó cómo a veces cuando se sentía triste se iba a
dar una vuelta con ella, y ‘metía un baretito’ (fumarse un carrujo) y ya se sentía mejor.
Comencé a entender que todo esto era parte de la intensa devoción que los paisas sienten
por sus familias, que muchas historias que terminan en los actos más extremos de
terrorismo han empezado por la incapacidad de algún muchacho de ver sufrir o fracasar a
sus familias, que es lo que siempre ocurre en estos barrios la hermana se vuelve puta, el
hermano se envicia con el basuco. Grabé mucho, antes de saber que iba a hacer una
película. El fenómeno me pareció tan normal, tan parte de la vida cotidiana, que sentí que
la película tenía que dejar constancia de este cuento”.

Gaviria, que por lo general esta de buenas, y que vestido de tenis, bluyin y camiseta parece
estar siempre fresco y a sus anchas, hablaba ahora con absoluta seriedad, pasando por
encima de las interrupciones y dejando que se enfriara la comida. “Para estos muchachos
que nunca en la vida han tenido el menor poder, la delincuencia es una forma de buscarlo.
Nadie se fija en ellos, nadie repara en sus vidas. Son ene- enes -Ningún Nombre, como los
muertos de las fosas comunes en Medellín -pero en vida. Algunos tienen padres con vidas
más o menos estructuradas, incluso obreros de las fábricas o de la construcción. Pero son
hombres completamente derrotados; tienen valores que no sirven en Medellín. Los
peladitos se enamoran entonces de cualquiera que tenga poder. Tú sabes que la juventud
quiere valores que tengan algún elemento heroico, alguna posibilidad de lograr grandes
cosas. Los matones son capaces de lograr esas cosas con una pistola -lo han visto en la
televisión -. Por eso no se puede explicar el sicariato. Es otra cosa. Medellín es la capital de
la moda, dicen, y la moda es el presente, Medellín es el presente. Si tu sales unos cuantos
kilómetros de Medellín ya estás en el pasado; no hay más que carreteritas polvosas,
finquitas donde no tienen ni noticias de la guerra del Golfo. Estos pueblitos que no tienen
ningún lugar en el mundo, a los que nadie nunca les ha hecho espacio, buscan un lugar en
el tiempo, que es la moda. Para ellos es fundamental vestirse bien. Cuanto sacan de sus
‘trabajos’ lo gastan inmediatamente en algún regalito para la mamá, y en ropa. Por supuesto
que van a despreciar profundamente a sus padres, que son campesinos vestidos todos a la
antigua”.

Gaviria era poeta antes de ser autodidacta en el cine, y ha escuchado atentamente lo que
dicen sus actores en su jerga zigzagueante, nebulosa, opaca. A través de sus palabras ha
llegado a la convicción de que en el mundo fragmentado de los pistolocos la relación
fundamental con la realidad es mágica. “Uno lo ve en el lenguaje”, dijo. “Al principio la
palabra ‘traído’ se usaba para referirse a las cosas que se encontraban, o robaban por ahí.
Traído es un término que usamos los paisas para referirnos a los regalos de Navidad que el
Niño Jesús deja sobre la mesa, de manera que se decía: ‘mira esta moto’, o ‘mira este reloj:
¡qué traído que me encontré!’. Luego la palabra se fue convirtiendo en su contrario; pasó a
referirse a un enemigo, y luego a un cadáver. Mejor dicho, el traído se refiere a todo lo que
se aparece enfrente de uno, y que en el fondo siempre es la muerte”. Parte esencial de la
magia es convertir a todos en enemigos, para evitar sorpresas. “Una vez John Galvis y otro
pelado nos encañonaron al productor y a mi y gritaron ‘¡Quietos!’. Esa es otra palabra. Es
como ese juego de niños en el que apuntas y gritas ‘íQuietos!’ y vuelves de piedra a los
demás. Ahora los peladitos le dicen ¡quietos!’ a sus víctimas de atraco o de asesinato.
Cuando nos encañonaron, nos quisieron coger de quietos. Vuelves de piedra a tus posibles
enemigos, y ya no pueden hacerte daño. Los muchachos se pasan los días buscando
enemigos, inventándoselos. La cosa es matarlos antes de que te maten”.

En el documental para la televisión alemana, Gaviria traza el veloz descenso de sus actores
hacia la adición del basuco y finalmente hasta la muerte. En las primeras tomas los
muchachos se quejan de que los tiempos están duros, de que no hay trabajo y, con rabia,
de que la plata ya ni siquiera alcanza para unos bluyines decentes. Luego, a lo largo de la
película, van desapareciendo. Con una notoria excepción, todos los muchachos murieron
asesinados a manos de otros jóvenes del barrio -vecinos que tal vez perdieron a algún
pariente a manos de los jóvenes actores de Gaviria, o con quienes tal vez compartieron un
arma o una hermandad de sangre días antes -. “Yo creo que al final los pelados matan para
ver cómo es”, dijo Gaviria, quien actualmente termina un guión sobre un muchacho que
conoció: un matoncito de quince años de edad que en una escena acurruca en su regazo a
un amigo herido y lo ve morir. “Yo creo que quieren saber cómo es el paso que les va a tocar
de un mundo al otro”, dijo.
La excepción fue un muchacho conocido como El Alacrán que no murió a manos de sus
vecinos. Parecería que su muerte fue consecuencia de una de las campañas de Pablo
Escobar para vengarse del Estado por la persecución que le ha hecho. A Escobar lo ha
afectado seriamente la ofensiva que se desató en su contra en agosto de 1989. Su principal
socio, Gonzalo Rodríguez Gacha, algo más sanguinario y audaz que el propio Escobar, murió
balaceado en diciembre de ese año. También han muerto los principales subalternos de
Escobar en el área de la comercialización de la cocaína, mientras que en lo militar han
arrasado con los Priscos, su banda terrorista. Se dice que anda arrinconado y que tiene
problemas de liquidez y en parte todo esto se debe a que la policía de Medellín, en su fase
reformada, ha logrado mantenerlo en jaque. En respuesta, en abril de 1990 Escobar hizo
correr la voz en las comunas de que pagara más de cuatro mil dólares por cada policía
muerto. Al Alacrán, que alguna vez le contó a Gaviria y a su equipo que los integrantes de
un escuadrón de policía lo habían violado salvajemente, no hubo que decirle dos veces.
Según informaciones que inevitablemente son imposibles de verificar, El Alacrán mató a
unos cuantos policías y luego, un día de octubre del año pasado, la policía le dio alcance y
lo acribilló.

En estos días se debate mucho un asunto: si la persecución de la policía de Medellín a los


capos de la droga no ha degenerado en una guerra privada entre pandillas y policías. En
gran parte el debate es el resultado de un carro bomba que explotó en Medellín el 16 de
febrero último, y de sus consecuencias. El carro bomba, arma con patente de casa del
narcotráfico, explotó afuera de la plaza de toros de Medellín ese sábado por la tarde, justo
cuando la gente salía de la plaza rumbo a la feria improvisada que se monta después de las
corridas. Murieron veinticuatro personas y hubo más de cien heridos graves. Diez de los
muertos eran policías. Luego de escarbar los escombros e identificar a las víctimas, voceros
de la policía explicaron lo que ocurrió: el carro- bomba estaba ubicado al pie de una columna
que sostiene el paso a desnivel de un viaducto, lugar que sirve de estacionamiento cuando
hay corrida. Alguien telefoneó a la policía para informar que habla indicios de actividad
terrorista en las cercanías del puente. Cuando la patrulla de la policía se acercó, el carro
bomba fue detonado a control remoto.

El 17 de febrero, voceros de la policía declararon que la bomba era la obra de amigos


cercanos al último de los “hermanos Prisco” Conrado, en venganza por la muerte de su
último hermano, Armando, durante un tiroteo con la policía el pasado enero. Según la
policía, Conrado era un miembro típico de la familia: un tipo siniestro apodado El Médico.
Al día siguiente, la señora Leticia de Prisco denunció la desaparición de su hijo, y cuando
encontraron el cadáver dos días después, el personal del Instituto Metropolitano de Salud
declaro que Conrado Prisco era un médico en funciones; un doctor dedicado a su profesión,
que en sus ratos libres hacia trabajo voluntario y jugaba en el equipo de fútbol del Instituto.
No tenía, que alguien supiera, conexión alguna con el mundo violento de sus hermanos. Al
parecer, hubo un error.

Es característico del desquiciado universo ético de Medellín que la organización


neoyorquina Americas Watch, defensora de los derechos humanos, haya tenido que
investigar casos que en un principio fueron denunciados por Los Extraditables (como le
gusta a Escobar que le digan a él y algunos de sus socios); casos de tortura policiaca y
ejecuciones clandestinas a supuestos traficantes. También es cosa normal que Los
Extraditables reivindiquen la causa de los derechos humanos en sus comunicados. Y es
típico de las relaciones extrañas, contradictorias y confusas entre el Estado y el narcotráfico
el hecho de que el Procurador General de la República haya abierto una investigación para
aclarar estos cargos. Hay muchas razones que explican su decisión: por un lado, hay pruebas
fehacientes de que la policía sistemáticamente imparte justicia por su propia mano.
También es cierto que Escobar está usando la causa de los derechos humanos de plataforma
para lograr su reconocimiento como “organización político-militar” semejante a la de dos
grupos guerrilleros que en los últimos dos años han dejado las armas para incorporarse a la
vida civil. En la medida en que el gobierno escucha los reclamos de Los Extraditables, da a
entender que ese estatus no es inconcebible, o cuando menos algún equivalente
satisfactorio. Pero si Pablo Escobar y sus Extraditables han logrado que los oiga el
Procurador, se debe sobre todo a que de hecho son una realidad política y una fuerza social
cuyas demandas ya no puede ignorar el sistema.

Los neologismos no son muy del agrado de las élites colombianas, que se ven a sí mismas
como guardianes de la pureza del idioma. Sin embargo, las drogas y la violencia en Medellín
rebasan de tal forma las fronteras de la Real Academia que las palabras nuevas brotan a
cada momento: están basuco (que viene de pasta base de cocaína), pistoloco, violentólogo,
paniquear, y una lista cada vez más grande de palabras que aceptan el prefijo narco, como
narcocondominio y narcocongresista. Ocurre también que las palabras adquieran usos
curiosos. Hay, por ejemplo, la “democratización” de la riqueza, que significa la oportunidad
concedida a alguien de escasos recursos que accedió imprevistamente a una narcofortuna,
de restregársela en la cara a los ricos. Los apologistas del comercio de la droga suelen decir
que las clases altas y el establishment político de Bogotá jamás se habrían opuesto al
narcotráfico de no ser porque este negocio les permitió a raterillos y malaclase instalarse
en los barrios de lujo, y puede que tengan razón. En los setentas, cuando Escobar hacia su
fortuna muchos veían el comercio con cocaína como una ocupación dudosa pero inofensiva,
y yo conozco mujeres de sociedad cuyas madres han ido de compras al extranjero con la
madre de Escobar, y que piensan que la experiencia fue muy divertida. Sólo hasta mediados
de los ochenta, cuando el narcotráfico se consolidó como un poder económico y paramilitar
capaz de socavar la manera tradicional de hacer negocios en Colombia, el establishment,
alarmado, se volvió retrechero. Pero para entonces los traficantes eran ya demasiados y
demasiado fuertes. Es probable que hombres como Escobar y los hermanos Ochoa, en
Medellín, y Gilberto Rodríguez Orejuela, en la ciudad de Cali -unos ciento cuarenta
kilómetros al sur de Medellín -sean hoy por hoy los empresarios más audaces y exitosos del
país. Los Ochoa manejaban -y seguramente todavía tienen -ranchos ganaderos con sistemas
de calefacción solar y otras innovaciones de tecnología alternativa. Rodríguez Orejuela ha
obtenido jugosas ganancias de sus estaciones de radio, cadenas de farmacias y equipos de
futbol. El mismo Escobar, a pesar de su aspecto proleta -el peinado engominado y la barriga
cervecera ya se da ínfulas. La bomba que pusieron sus rivales en 1988 y que literalmente
reventó el penthouse del edificio de lujo en el que vivía, dejó ver un sitio amueblado con
gran gusto y hasta sobriedad, repleto de una colección de arte de primer nivel que al
parecer lo tenía todo, desde porcelana china hasta pinturas de Fernando Botero.

A estas alturas, el dinero de la droga ha infiltrado tanto la agricultura, el comercio y los


bienes raíces, que, según un cálculo de Salomón Kalmanovitz, decano de la facultad de
economía de la Universidad Nacional, el porcentaje puede ser hasta un siete por ciento de
la riqueza nacional. Los miembros de lo que en Medellín se conoce como “la clase dirigente”
siempre han sido pragmáticos; esa es una de las razones por las que Colombia ha podido
conservar la estabilidad institucional y la salud económica a pesar de las constantes crisis. Y
entre estos dirigentes existe la convicción arraigada de que, no importa qué tan odiosos
puedan ser los narcotraficantes, ya tienen demasiado poder como para desafiarlos con
éxito. En consecuencia, a lo largo de las ofensivas y guerras antidrogas, han persistido los
intentos soterrados de conciliación.

En 1984, el ex presidente Alfonso López Michelsen se reunió en Panamá con Pablo Escobar
y Jorge Luis Ochoa, quienes le ofrecieron regresar su dinero a Colombia y desmontar sus
laboratorios si el gobierno les garantizaba una amnistía. Cinco años después, cuando el
consumo mundial de cocaína se había duplicado, un intermediario del grupo Medellín hizo
una nueva oferta, esta vez en una serie de reuniones con Germán Montoya, el secretario
particular del entonces presidente Virgilio Barco. El grupo de Medellín ofrecía nuevamente
dejar el negocio, pero esta vez quería mas a cambio: quería que la extradición se declarara
anticonstitucional. También tener la certeza que serían derrotados los diversos grupos
guerrilleros del país, que han hecho de la extorsión rural o “impuesto de guerra” una
práctica cotidiana que afecta también los muy considerables narcolatifundios. Las pláticas
entre Montoya y los intermediarios de Medellín terminaron la semana en que fue asesinado
el candidato presidencial Luis Carlos Galán y el gobierno simultáneamente le declaró la
guerra al narcotráfico. Pero para entonces había ya algunos miembros del establishment -
como Juan Gómez Martínez, editor del diario El Colombiano y en aquel entonces alcalde de
Medellín que declaraban sin ambages que el único modo de acabar con la violencia en el
país era negociar con los traficantes y legalizar el comercio de la cocaína. Hay gente que
conoce bien el pensamiento del presidente César Gaviria, y piensa que él estaba convencido
mucho antes de su llegada al poder, el 7 de agosto del año pasado, de que era inevitable e
indispensable una salida negociada a la crisis de la cocaína. Una de sus primeras acciones
fue la expedición de un decreto prohibiendo la extradición -el foco principal de la campaña
antigobiernista de los traficantes -para quien se entregue voluntariamente a la ley. Para
quien acepte este ofrecimiento, también se ofrece una rebaja de pena. Es mucha mala
suerte del presidente Gaviria que Pablo Escobar haya decidido recibir estas medidas con
una serie de secuestros de conocidos ciudadanos que empezaron poco después de que
Gaviria tomó posesión.

(…)

Esta persona también cree que Escobar esperará a ver los resultados de los procesos de los
Ochoa antes de entregarse. En esto, las opiniones difieren. Algunos diplomáticos piensan
que lo menos que pedirá Escobar a cambio de su entrega será el reconocimiento de Los
Extraditables como una organización político militar, algo que pondría en su horizonte la
posibilidad de buscar otra vez el Congreso en unos cuantos años. Otros creen que Escobar
nunca se meterla en una cárcel colombiana, donde estaría al alcance de todos sus enemigos,
que son legión1.

Al margen de lo que ocurra con los fundadores y los líderes del comercio de la cocaína,
parece que nadie tiene la menor idea de qué hacer con las bandillas que van dejando, como
dientes de dragón, tras de sí. Al parecer, ni siquiera la generosa estructura de servicios
municipales de Medellín puede ensancharse lo suficiente como para abarcar las
dimensiones de la crisis. No alcanzan las dotaciones de ambulancias, clínicas, maestros de
escuela y policías eficaces para lo que hace falta. Y si alcanzaran, no está muy claro que
hasta los esfuerzos más juiciosos del más aséptico cuerpo de policía y de las más
esclarecidas trabajadoras sociales lograrían mejorar las cosas en el corto plazo. Charlé con
un representante de los servicios sociales de la municipalidad, encargado de luchar contra
“la cultura de la violencia”, y me habló de planes municipales para unificar los planes
anteriores, y de programas conjuntos de rehabilitación de la vivienda con organismos no
gubernamentales, y de la reorientación y priorización de los esquemas presupuestarios
hasta que lo interrumpí para preguntarle si alguna vez había subido a las comunas y, en ese
caso, si creía que servirían de algo cualquiera de las medidas propuestas.

Abrió las manos y lanzó un gran suspiro. “Tendríamos que cambiar toda la sociedad antes
de ver un buen resultado”, dijo. “Los paisas somos aventureros por naturaleza, ¿sabes?
Antioquia se colonizó apenas en el siglo pasado, y la gente que llegó acá eran casi todos
gambusinos. Somos un pueblo migrante, emprendedor, amante de la riqueza y del riesgo
Lo trágico es que en los años setenta, cuando se estaba estrenando aquí el modelo de
desarrollo empresarial, llegaron los traficantes con una alternativa. Decían: usted también
puede tener una piscina, y sin necesidad de trabajar. El trabajo no da plata’. Lo fundamental
es que no tenemos mejores alternativas qué ofrecer sabemos que muchas compañías que
despiden a sus mejores trabajadores, los que más les han durado, llegan al noveno año de
empleo, porque a partir del décimo año tienen derecho a media pensión. ¿Cómo puedo yo
convencer a un jovencito que ser buen ciudadano y cumplir con un horario es algo que tiene
futuro? Yo no veo que las cosas vayan a mejorar significativamente antes de la próxima
generación”.

Le pregunté si su tarea se haría más fácil con la rendición o la captura de Escobar. Me miró
sorprendido. “¿No ves que si las cosas están tan mal es precisamente porque Escobar esta

1 Tras un complicado proceso de negociaciones cuyos apartes quizá no se conozca nunca, Pablo Escobar
ingresó a una cárcel acondicionada de acuerdo a sus exigencias el 19 de junio pasado. Vale la pena destacar
que la cárcel se encuentra en el municipio de Envigado, lujosa zona en las afueras de Medellín donde hace
tiempo impera la ley de “Don Pablo”. Las medidas de seguridad, dictadas por el propio Escobar son dignas
de James Boond y, según el padre Rafael García Herreros, que negocio la rendición, la cárcel no es tal, sino
una “Universidad para la paz”, donde espera que el narcotraficante más notorio del mundo se dedique a
estudiar derecho.
muy debilitado? Hay un desempleo tremendo entre las bandas, y las que quedan se están
peleando por el poco trabajo que hay. Y hay también una gran cantidad de cuentas
pendientes que se están saldando ahora porque no hay nadie que le ponga la tapa a esta
olla. Todos están agarrando por su lado; hay escuadrones de la muerte y grupos
seudorrevolucionarios, y hay cualquier cantidad de pelados en esta ciudad que andan
armados. A corto plazo. La cosa se ve terrible”.

Conocí a un joven, de unos veinticinco años, a quien llamaré Johnny (los nombres en inglés
son muy populares en Medellín). Cuando Johnny tenía diez años, su padre, un chambista
itinerante y alcohólico, se asentó finalmente con su esposa y sus seis hijos en la comuna
nororiental. A la edad de diez años Johnny ya contribuía al escaso ingreso familiar pidiendo
limosna. A los dieciocho lo agarró el ejército en una leva forzada en el centro de Medellín y
se lo llevó, junto con decenas de muchachos más, al servicio militar.

Luego de este reclutamiento que Johnny recuerda como una pesadilla en vigilia, cumplió
los dieciocho meses de servicio y salió con licencia y un amplio conocimiento en materia de
armas. Se regreso a Medellín, encontró trabajo como guardia de seguridad en un edificio
de oficinas del centro. Un deseo imperioso de “mejorar la vida de mi madre” lo llevó a darle
trato especial a un ejecutivo al que le vio cara de buena gente. A escondidas y en horas de
trabajo se dedicó a lavar y pulir el carro del ejecutivo, con la esperanza de que éste lo notara,
se lo agradeciera y le ofreciera un trabajo mejor como guardaespaldas, chofer o lavacoches.
Lo que ocurrió en realidad es que el supervisor de Johnny lo sorprendió en el acto y lo
despidió de inmediato.

Johnny logró encontrar otro empleo, esta vez de mensajero, pero el trabajo lo humillaba.
Sobre todas las cosas, dice a cada rato, siempre ha querido desesperadamente “hacer lo
correcto, progresar, ser una persona decente”. Quería amueblar la casa de su mamá con un
juego de sala y comedor, y encontrar un trabajo en el que no fuera un don nadie, pero no
veía el modo de dar ese paso: de mensajero a Señor. Sin embargo, trabajó continuamente
durante siete años, porque encontró actividades más absorbentes, frente a las cuales las
horas del día pasaron a un plano secundario y deslavado. Primero entró en uno de los
muchos grupos guerrilleros que operaban en las comunas, y con presteza se unió a su juego
de escondidillas clandestinas con los militares, pero después de algunos meses el ejército
hizo un operativo de los de verdad en el barrio. La guerrilla se replegó, y dejó que Johnny y
sus amigos enfrentaran solos la represión. Johnny se quedó quieto un tiempo, pero luego,
y gracias a lo que él llama una “innovación pionera”, dio con lo que habría de ser su tarea
vital: fundó un grupo de autodefensa, o sea, un escuadrón de la muerte, que según cree fue
el primero de su tipo en Medellín.

La inspiración le vino por un asalto que sufrió Tony, su hermano menor, en el estanquillo de
la esquina de su vecindario. Los miembros de una banda entraron a asaltar a un anciano y
Tony les pidió que lo dejaran en paz. Uno de los muchachos partió en dos una botella de
cerveza y se lanzó a la yugular de Tony, hiriéndolo de gravedad pero no de muerte. Johnny
dice que al presenciar el ataque a su hermano no pudo soportar la humillación de su propia
impotencia, y que fue ese sentimiento el que lo llevó a la idea de autodefenderse. Pero es
más probable que, luego de una vida de sistemático terror y humillaciones, sin posibilidad
de desquite, Johnny entendió que finalmente tenía enfrente a un enemigo del que si se
podía encargar.

Johnny ha conversado con otros reporteros y aceptó hablar conmigo sin ningún problema.
Nos vimos en el centro, en un cafetín atestado donde nadie le hizo el menor caso -tan
común y corriente con sus bluyins y una camiseta holgada aunque mientras hablaba era
notorio que estaba muy tenso, a veces retórico, y que a veces se reía nerviosamente.

“La autodefensa la armamos con un compañero que tenía una esposa y dos niños y que
también estaba harto de tanta violencia”, dijo. “No sabíamos cómo íbamos a hacer para
derrotar a más de doscientos pelados que nos íbamos a echar en contra, pero sabíamos que
era un riesgo que había que correr. Reclutamos a dos amigos más y emprendimos esta
interminable tarea. En mi calle una de cada tres familias tenía un hijo o algún pariente que
estaba metido en lo de las bandas. Decidimos tomarnos la cuadra primero, para de ahí
ampliar el trabajo. Mi idea era que teníamos que crear el terror sicológico entre la
comunidad para ser efectivos. Buscamos entre la gente mayor alguien que nos prestara
camisa y pantalón negro, y una pelada amiga nuestra nos cosió unas capuchas también
negras. Luego una noche, alrededor de las diez, comenzamos. Fuimos hasta donde estaba
nuestra primera víctima, bebiendo cerveza sentadito en el andén, y lo hicimos. Lo
ejecutamos. Luego nos fuimos corriendo a meternos en un terreno de la vuelta, nos
quitamos las capuchas y las camisas, y volvimos para ayudar a la familia a levantar el
cuerpo”.

Esta parte del relato inunda a Johnny de espanto y de risa. Fue, ahora que lo piensa, un acto
de lucidez permanecer en la clandestinidad mientras los muchachos de las diferentes
bandas se volvían paranoicos y comenzaban a echarse la culpa entre ellos por la matanza.
En su primer mes, dice, la autodefensa eliminó a unos treinta “indeseables”. Luego, el
trabajo se hizo más fácil, porque los indeseables comenzaron a eliminarse entre sí, y los que
no, huyeron aterrados del vecindario. Últimamente, dice, su barrio está muy agradable;
calmado, sin problemas, tranquilo.

¿Terminó ya su trabajo?

“Qué va a ser. No entiendo por qué estos muchachitos se vuelven tan perversos, pero
siempre hay unos cuantos a los que les gusta la mala vida. Ahora mismo ha habido como un
brote de actividad, y desgraciadamente creo que vamos a tener que tomar medidas”.

Poco después de que hablé con Johnny, llegó un comunicado a manos del cura párroco del
barrio Santa Cruz, en la comuna nororiental, junto con una nota en la cual se informaba que
alguien estaría presente en la misa del domingo para cerciorarse de que el sacerdote leyera
el comunicado durante el sermón. (Lo leyó). Firmaba el volante un grupo autodenominado
GAM, o Grupo Amable Medellín. Decía en parte: “Alertamos a todos los familiares y a la
comunidad en general que deben dialogar con sus hijos para que no sigan fumando basuco,
ya que es dañino para la salud y un mal ejemplo para los niños menores… Se hará una
limpieza general, y no se respetará ni sexo ni religión. Tiraremos contra todo el que no haga
caso de este mensaje”.

Unos días después, el 27 de febrero, un grupo denominado Robocop se adjudicó el


asesinato de nueve adolescentes, atrapados mientras jugaban futbol en la comuna
noroccidental. Dado que tienen un enemigo común, se podría pensar que grupos como
Robocop, Amable Medellín o la autodefensa de Johnny simpatizan con la policía, pero no
hay indicio alguno de que los grupos tengan vínculos con la policía o incluso entre ellos. De
hecho, cuando le pregunté a Johnny si estaba de acuerdo con la rumorada participación de
la policía en la muerte de los hermanos Prisco y otros asesinatos fue enfático: “Los policías
son asesinos”, dijo. “Masacran a cualquiera, yo soy cristiano y sólo tomo una vida humana
cuando es absolutamente indispensable. Además, existen bandas de categoría, como la de
Los Priscos. Ellos no van en contra de sus propias comunidades sino que trabajan por fuera.
A ellos no los tocamos”.

Salimos juntos del café después de nuestra charla. Eran las horas pico de la tarde y entre el
gentío en la calle me costó no perder de vista a Johnny -un muchacho insignificante de las
comunas que no se destacaba siquiera por una camiseta llamativa -. Pero Johnny sabe
perfectamente bien que es una persona importante en Medellín: yo vi cómo se le acercaban
adolescentes con bigote en el labio a pedirle que les ayudara a formar sus propios
escuadrones de la muerte. Tiene demanda, lo mismo que los numerosos dirigentes
guerrilleros por quienes los periodistas atraviesan páramos y escalan montañas en
Colombia. Johnny suelta frases guerrillerescas, como cuando me dijo que nunca se había
enamorado. “Preferí entregarle mi amor a mi patria”, declaró, muy derechito. Es una
persona de respeto, y lo será mientras conserve el poder de vida o muerte sobre un sector
considerable de la población. Es el único poder que tiene, poder que comparte con los
homicidas punkeros que son sus enemigos, y es suficiente como para mantenerlos a todos
alborotados durante mucho tiempo -o al menos, por el tiempo que logren seguir vivos.

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