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DESAPROBAR E INDIGNARSE

Ricardo A. Guibourg

Todos ejercemos, a cada momento, la facultad de valorar. Valoramos cuando


aprobamos o desaprobamos una conducta, cuando nos enamoramos, cuando catamos un
vino, propugnamos una acción política o nos quejamos de la lluvia.

El ejercicio de la valoración recibe de nosotros varios nombres, según la clase de


los criterios que empleemos al hacerlo. Y esos criterios se clasifican, a su vez, de
acuerdo con el paradigma que los agrupe, especie de ideal que a veces preside un
sistema normativo, otras veces se limita a vagar entre criterios subconscientes y a
menudo hace, con diverso grado de eficiencia, un poco de lo uno y un poco de lo otro.
Cuando ese paradigma es la belleza, decimos que nuestro juicio es estético 1. Cuando es
la justicia, lo consideramos un juicio ético 2. Cuando es la legalidad, hablamos de un
juicio jurídico3. Y hay otros paradigmas, como el ajedrez, la etiqueta, la moda o la
eficacia para lograr cierto objetivo práctico (reglas del arte, know how, técnica, método).

Aislar y hacer explícitos los criterios que se emplean con la esperanza de


satisfacer el paradigma es algo sumamente difícil. La técnica evoluciona a cada instante,
la moda se halla sujeta a los cambiantes caprichos de varios dictadores culturales, la
etiqueta parece un curioso vestigio del pasado, los abogados rara vez estamos de
acuerdo acerca del contenido del derecho, los críticos de arte rechinan los dientes unos
frente a otros mientras reparten a su manera bendiciones y anatemas y la moral, bien lo
sabemos, es definida por distintos grupos de maneras diversas y hasta parcialmente
opuestas. Pero, sea como fuere y con sujeción a las pautas que cada uno tenga a bien
elaborar, aceptar, tolerar o sufrir, todos ejercemos nuestra indispensable práctica de
valorar los hechos de los que tenemos noticia.

La valoración, sin embargo, no es sino el comienzo de la actitud. Desaprobar


una acción implica normalmente desear que ella no se hubiera producido, si es pasada, o
que no llegue a ejercerse, si es futura4. Pero este deseo puede tener muy diversos
niveles: a veces nos limitamos a asentir ante una pregunta; otras, lo expresamos
espontáneamente; otras más buscamos interlocutores para compartir nuestra
desaprobación, o hacemos manifestaciones públicas, o nos comprometemos mediante
acciones personales eventualmente costosas o riesgosas. Y, en ciertas ocasiones,
convertimos esa desaprobación (o alguna aprobación correlativa) en el motor de toda
nuestra vida. Estos grados de compromiso personal son los que permiten distinguir la

1
Ésta es una simplificación: en nuestros días, la belleza no es el objetivo único ni excluyente del arte.
Pero basta precisar el conjunto de objetivos artísticos a perseguir para que el mundo de la estética quede
idealmente unificado en pos de ellos.
2
Para no suscitar controversias ajenas a esta reflexión, supondré aquí que “justicia” es un conjunto de
criterios (al menos) personales de valoración que toman en cuenta ciertas características distintas de las
que se aprecian para emitir un juicio estético.
3
Ésta es otra simplificación. La relación entre derecho y moral es tan intrincada y a la vez polémica que a
menudo se hace difícil – para unos más, para otros algo menos – distinguir el discurso ético del jurídico.
Pero no me propongo desarrollar aquí reflexiones de esta índole.
4
Hay casos algo complejos, en los que el sujeto desaprueba una acción pero se regocija de ella por alguno
de sus resultados. En este supuesto es fácil suponer, en el mejor de los casos, alguna hipocresía; en el
peor, una inconsistencia interna en los criterios valorativos del sujeto en cuestión.
simple desaprobación (juicio valorativo negativo) de la mayor o menor indignación
(reacción emotiva personal que a menudo – pero no siempre – acompaña ese juicio).

Es habitual suponer que la indignación no es más que un grado natural de la


desaprobación: nos sentimos indignados frente a una conducta que detestamos
fuertemente. Sin perjuicio de esta coincidencia que estimo contingente, es posible
sospechar que la indignación no está movida sólo por la magnitud de la desaprobación,
sino principalmente por una vinculación personal del observador con el hecho
desaprobado. Muchas personas desaprueban las condiciones en las que los detenidos
pasan sus días en las cárceles, pero reservan su indignación para el intruso que esta
mañana se les intercaló en la cola de los que esperaban el colectivo.

Esta observación permite advertir un segundo nivel de la actitud moral que se


superpone al anterior sin mezclarse necesariamente con él: frente a una acción
cualquiera, la juzgamos en una escala que recorre diversos grados de aprobación o
desaprobación, pero también nos sentimos emocionalmente motivados por ella en
diversos grados que se encuentran entre el entusiasmo y la ira. Parece cierto que grados
elevados de aprobación o desaprobación facilitan la producción de reacciones emotivas
personales; pero es claro que esta relación no es necesaria ni mecánica, porque el
compromiso personal depende, más que nada, del modo como la acción afecte al
observador.

Así, es posible imaginar a cada observador rodeado por varios círculos


concéntricos, definidos y vagamente delimitados por las actitudes emotivas del propio
observador. Puede conjeturarse que en el más estrecho está la familia inmediata; en el
que sigue, el resto de su familia y sus amigos; en otro, las personas conocidas por las
que se siente algún afecto; más afuera, las personas desconocidas pero vinculadas con el
observador por su pertenencia a un mismo grupo (nacional, étnico, religioso, lingüístico,
vecinal o de simpatía por un equipo de fútbol). Y en el espacio exterior se sitúan
quienes no tienen con el sujeto ninguno de esos vínculos. El observador es capaz de
aplicar sus criterios de aprobación o desaprobación a cualquier acto cometido o sufrido
por individuos de cualquiera de esos círculos, pero la fuerza con la que aplique esos
criterios se ve potenciada hacia el centro y disipada hacia la periferia. A partir de cierto
punto, el sujeto no se siente inclinado e ejercer su juicio, lo que equivale en sus efectos
prácticos a una completa indiferencia, por más que el sistema de criterios adoptado por
el observador conduzca claramente a su aprobación o a su desaprobación

Un ejemplo público de todo esto, tomado de la actualidad mundial, es el hecho


de que el futuro de la guerra de Irak esté influido por el número de norteamericanos que
mueren allí; que la muerte de tantos ciudadanos iraquíes tienda a considerarse un daño
colateral menos relevante, aunque sin duda lamentable, y que el juicio moral de cada
estadounidense respecto de la invasión – por claro o sincero que sea – sirva apenas
como un decorado del escenario en el que se mueve la indignación por la suerte de sus
compatriotas. Otro ejemplo, menos dramático pero más cercano, es la situación de un
porteño que compra un diario de Montevideo, o viceversa: encontrará que, a doscientos
kilómetros de su casa, los principales hechos que importa conocer, juzgar y debatir son
completamente distintos de los que él considera interesantes.

El fenómeno está cobrando una influencia creciente en la vida política y, por lo


tanto, en la visión de las personas acerca del contenido y de la aplicación del derecho.
Cada vez que se produce un desastre en el que mueren varias personas, las familias de
las víctimas emprenden una cruzada para que la tragedia no se olvide, para que los
culpables sean castigados con todo el rigor de la ley y para que, si la ley no es suficiente
para eso, se la interprete, se la modifique o se la sustituya por adecuados e inmarcesibles
principios capaces de “hacer justicia” a sus seres queridos. Los demás espectadores
comparten probablemente la desaprobación, pero no sienten en igual medida la
indignación: asienten en silencio y muy pronto empiezan a pensar en otra cosa.

No es ahora mi propósito aprobar ni desaprobar las actitudes de unos o de otros,


sino señalar la fuente probable de sus diferentes actitudes. Por cierto, unos y otros
podrían dirigirse recíprocamente epítetos peyorativos: los más activos serían tildados de
obsesivos o vengativos; quienes se limitan a juzgar pasivamente, de indiferentes, tibios
o poco solidarios. Pero, entre estos extremos, hay una gama de matices que, a su vez,
también podrían juzgarse moralmente. ¿Hasta qué punto deberíamos llevar nuestra
solidaridad (es decir extender nuestro compromiso hacia los círculos externos)?
¿Deberíamos organizar manifestaciones públicas para expresar nuestro desacuerdo con
los secuestros en Colombia? ¿Para exigir un régimen republicano en Arabia Saudita?
¿Para protestar por el fraude electoral en Nigeria? ¿Deberíamos emular a la Madre
Teresa e ir a cuidar indigentes en Calcuta? ¿O es mejor que nos quedemos a educar a
nuestros hijos? En este último supuesto ¿convendría que al menos hiciéramos algo
también por los chicos que duermen en la calle cerca de nuestro hogar? ¿Hasta qué
punto juzgamos acertado o errado al padre de San Francisco de Asís cuando se quejaba
amargamente de la prodigalidad de su hijo?

No tengo, para estas preguntas, una respuesta que pueda satisfacer a todos. Entre
otras cosas, porque ni siquiera estoy seguro de qué quiere decir, para todos,
“deberíamos”. Pero parece un hecho que cada uno de nosotros no sólo tiene su propia
versión (acaso compartida por otros) de lo que está bien, mal o peor: aun cuando todos
compartiéramos un mismo sistema de criterios para el juicio moral, cada uno estaría
más o menos dispuesto a ejercerlo y se sentiría más o menos comprometido con su
propio juicio de una manera diferente, porque diferente es la situación personal de cada
uno frente a un mismo hecho y diversa la distancia afectiva que lo separa de él.

Esta reflexión parece un marco adecuado para formularnos algunas preguntas


inquietantes. Cuando expresamos nuestra desaprobación por los paros en los
subterráneos con más fuerza que la que nos inspiran los cortes de calles, ¿en qué
proporción incide el hecho de que usemos precisamente ese medio de transporte para ir
a trabajar, en lugar de llegar al centro en automóvil? ¿O que no seamos nosotros mismos
trabajadores del transporte? Cuando reclamamos mano dura contra la delincuencia,
¿hasta dónde nos impulsa que nuestro negocio haya sido asaltado dos veces y que,
además, nuestro hijo jamás haya sido detenido por la policía? Si afirmamos que
cualquier alza de los costos laborales puede ocasionar un descenso en los niveles de
inversión, por lo que propiciamos una interpretación restrictiva de una ley del trabajo,
¿qué tiene que ver con eso que seamos propietarios de una pequeña empresa, o que lo
sea alguno de nuestros conocidos?5

Nótese que no estoy diciendo aquí que nuestra situación personal incida en
nuestros criterios valorativos, cosa que sin embargo creo probable. Lo único que afirmo
ahora es que, sean cuales fueren esos criterios, la elección de los problemas a los que
5
Desde luego, esta pregunta también puede formularse en sentido inverso.
prestamos atención, el énfasis con el que expresamos nuestro juicio y la intensidad con
la que reaccionamos luego de juzgar son – por lo general – una consecuencia directa de
nuestra cercanía emocional respecto del hecho que apreciamos.

No es lo mismo, pues, desaprobar que indignarse, como no es lo mismo aprobar


que entusiasmarse. Si distinguiéramos esta sutil diferencia y prestáramos atención
introspectiva a los motivos personales de esa modalidad de nuestros estados mentales,
tal vez comprenderíamos mejor a los demás, moderaríamos algunos de nuestros
impulsos y seríamos menos propensos, en el campo de la interpretación jurídica o en la
adopción de una doctrina legal en lugar de otra, a tomar por verdad evidente el criterio
que más nos emociona.

-.o0o.-

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