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Soñó que estaba en la peletería cosiendo pieles las pieles se movían gruñían al cabo de un
rato en el cuarto donde trabajaba varias fieras con aliento inmundo le mordían los tobillos y las
manos al cabo de un rato las fieras hablaban entre ellas él no entendía lo que decían porque
hablaban en un extraño idioma comprendía finalmente que iban a devorarlo.
Soñó que tenía hambre no había nada que comer entonces sacaba del bolsillo un trozo de
pan tan viejo que no podía morderlo con los dientes lo remojaba en agua pero continuaba igual
finalmente cuando lo mordía sus dientes quedaban dentro del único pan que había conseguido para
alimentarse el camino hacia la salud hacia la vida era ése.

Silvina Ocampo, “El Mal”, en La Furia

Es ya el crepúsculo del lunes aun más opaco ahora que otros crepúsculos a causa de la
neblina que desde temprano se amontonó en el valle y el hombre permanece en la galería sentado
pensando recordando tal vez o dormitando la neblina avanzaba desde el norte pero ni aun así podía
dejar de verse el cuerpo informe de los cerros tan acantilados sobre la falda donde estaba la vieja
casa los campos de pastura amancillados por la erosión y las piedras.

Héctor Tizón, “Crepúsculo”, en El Gallo Blanco

Claro la gente no nos entendía pero como no estábamos haciendo laburo de base sino sólo
public relations para tener un lugar no pálido donde tripear no nos importaba estábamos relocos y
las viejas déle coparse con el llanto nosotros les pedimos que ese bajón de anfeta lo cortaran sí total
Evita iba a volver había ido a hacer un rescate y ya venía ella quería repartirle un lote de marihuana
a cada pobre para que todos los humildes andaran superbien y nadie se comiera una pálida más loco
ni un bife.

Néstor Perlongher, “Evita Vive”, en Prosa Plebeya

El comienzo de la que estoy escribiendo puede situarse en la primavera de 1947 junto a los
acantilados occidentales del Mar Muerto en la meseta de Qumran la mañana en que un muchacho
beduino que contrabandeaba cabras dejó caer por azar o por juego una piedra en una cueva y oyó
allá abajo el ruido de una tinaja rota o todavía mucho antes en Éfeso o en Patmos el día en que un
anciano casi centenario decidió recordar en lentos caracteres arameos una historia que cambiaría el
mundo y de la cual era el último testigo este principio desde luego le gustaría a Van Hutten para mí
empieza en el otoño de 1983 en la inesperada biblioteca de un hotel rodeado de pinos y araucarias
en La Cumbrecita a ochocientos kilómetros de Buenos Aires cuando vi la firma de Estanislao Van
Hutten en un libro sobre la secta de los esenios.

Abelardo Castillo, El Evangelio según Van Hutten

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