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LC FILOSOFÍA

NEIMAN 2002.II.4.a-b CG

1 SADE ANSIABA SER más criminal de lo que fue. En realidad, anhelaba


ser más criminal de lo que era concebible. Pues con frecuencia
advirtió, con una mezcla de cólera y placer, que los verdaderos
crímenes contra la naturaleza son imposibles. Si el impulso al crimen
es natural, ¿no debería la naturaleza cooperar con cada impulso hacia
su propia destrucción? Debe haber una manera de salvar esta objeción,
y Sade la buscó sin descanso. Su Julieta, como el emperador Tiberio,
desea que toda la humanidad tuviera un solo cuello, para que ella
pudiera degollarla; sus libros se afanan por emularse imaginando algo
peor que lo anterior. Frustrado por los placeres finitos de la tortura, el
asesinato y la traición, un personaje busca cometer un crimen cuyas
consecuencias fueran eternas, causando

un caos de tales proporciones que provoque una corrupción general


o un desorden tan absoluto que aun después de mi muerte perduren
sus efectos (Sade 1,57).

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Su amiga Julieta propone que la deje meter las manos “en el crimen
2 moral, el crimen que uno comete al escribir”. La mayoría de los
críticos han rebuscado a lo largo de las 1190 páginas de Julieta para
elegir esta frase como medular: Sade estaba claramente hablando por

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su cuenta. Y aunque no debe haber ejecutado muchas de sus otras
fantasías, seguramente en ésta tuvo buen éxito. Sus escritos son
criminales. No fue accidente ni mojigatería lo que llevo a la gente a
prohibirlos. Excitan y repugnan de maneras en que uno no debería ser
excitado ni movido a la repulsión. Apelan a los deseos peores y más
perversos: ya sea que uno reaccione con disgusto o con aburrimiento,
uno está implicado como voyeur de actos que no deberían ver la luz
del día. Saber si realmente provocan que alguien los imite es una
cuestión que vale más la pena dejar para otra forma de investigación.
Pero si uno en verdad recorre los diez volúmenes de Julieta, quedará
con una serie de imágenes suficientemente nauseabundas como para
desear haberse detenido a la mitad. Justina, más breve y, en
comparación, más reprimida, es más legible, aunque aún más
deprimente. Pues aunque uno esté habituado a pensar en Job y en sus
descendientes, el espectáculo de tanta inocencia torturada puede
resultar agobiante. Digamos que Sade exagera: que esto es caricatura,
parodia, baratos cuentos de hadas a la inversa. Olvidemos la delirante
impugnación de Horkheimer y Adorno: únicamente lo exagerado es
verdad. Después de terminar una de las novelas de Sade, uno puede
sentir que la imaginación misma es una acusación. Si todo eso puede
ser inventado, hay algo en el alma humana tan vil que es fácil
compartir la forma en que Sade expresa la más vigorosa respuesta al
problema que, como veremos, el siglo XVIII plantea con frecuencia:

La inconformidad con la vida se hace tan intensa que no hay un solo


hombre que quisiera vivirla de nuevo, aunque una oferta semejante
se le hiciera el día mismo de su muerte (Citado en Klossowski, 82)

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3 Sade quería que sus lectores sufrieran. Podemos no estar de


acuerdo con De Beauvoir, que estuvo muy cerca de proponer que estar
expuesto a los interminables discursos de los villanos de Sade es casi
tan desagradable como caer en sus manos. Aun así, es la escritura lo
que se pretende que cause dolor. Reaccionamos a ella con la misma
ambivalencia que Sade tenía el buen gusto de sentir hacia su persona.
Por un lado, soñaba con una criminalidad tan infinita que lo
sobreviviera. Pocos escritores han visto sus sueños tan cabalmente
realizados. La fascinación sostenida que provoca su obra, y el uso de
su nombre para identificar los peores impulsos de la humanidad
ofrecen una clase de inmortalidad que rara vez es alcanzada. Por el
otro, su testamento y última voluntad registran formas de
autodenigración tan intensa que no escatimó detalles: su cuerpo
debería ser enterrado sin ceremonias, en una zanja que debería cumplir
con ciertas condiciones:
Una vez cubierto el tajo, sobre la tierra se esparcirán semillas para
que el lugar vuelva a verse verde, crezca tupida la maleza y las
huellas de mi tumba desaparezcan de la faz de la tierra, así como
confío en que mi memoria se desvanezca de la mente de todos los
hombres, salvo esos pocos que, en su bondad, me han amado hasta
el final y de los cuales llevo conmigo un dulce recuerdo a la tumba
(Sade 1,157).

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Tal vez el dolor que causa la obra de Sade sea tan grande que exige
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la represión. En todo caso, la represión domina gran parte de su obra.

Sade ha sido defendido como un honesto reportero, deseoso de decir

en voz alta lo que otros hacían o soñaban en secreto. Como sucesor de

los enciclopedistas y precursor de Freud, se dice que Sade continuó

con el proyecto de desenmascaramiento, central para la Ilustración.

Los señores y las señoras del viejo régimen realmente despellejaban a

la gente para satisfacer sus propios, desenfrenados placeres; Sade,

como crítico político –¿no se puso él mismo al servicio de la

Revolución?–, simplemente lo registró, con alguna hipérbole

ligeramente polémica. Cuando no se limitaban a maltratar a europeos,

los criminales actuaban con mayor desenfreno. Paulhan hace ver que

la literatura europea no vaciló para reconocer una obra que hace

palidecer los crímenes de Sade. La Breve relación de la destrucción

de las Indias, de Bartolomé de las Casas, tomó nota de la lenta tortura

de las víctimas no en la fantasía, sino en la realidad, y en números que

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ascienden no a unos cuantos cientos, sino a millones. Blanchot nos

recuerda que no importa lo que hayan hecho los conquistadores en el

Nuevo Mundo, Dios Mismo lo superaría en el mundo por venir. Sade

lamentó con frecuencia que los teólogos ilustrados hubieran suprimido

el infierno, pues únicamente el infierno contaba con los recursos para

prolongar las agonías de algunas víctimas; pero ni siquiera Sade

sostuvo que los niños no bautizados estuvieran condenados, lo que

algunas sectas cristianas toman como algo normal.

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5 Sade mismo adoptó la postura de un apóstol de la autenticidad. Hay

en sus obras pasajes que lo delinean como un crítico desde adentro de

la aristocracia francesa, así como una especie de Kraft-Ebbing avant

la lettre. Para lo primero, véase la nota de pie de página que acompaña

la declaración de Saint-Fond: Si yo creyera que por sus venas corre

oro, yo los habría desangrado a cada uno de ellos.

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Allí, por tales muestras los podréis reconocer, esos monstruos que
abundaron en el ancien regime y lo personificaron. No hemos
ofrecido presentarlos como unas bellezas, sino como son;
cumpliremos nuestra palabra (Sade 2,234).

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Y para retratarse como un osado investigador que se aventuraba en


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profundidades desconocidas, ocasionalmente incurría en

exclamaciones como la siguiente:

¡Oh, amigos míos!, ¿cómo describiré los horrores que hemos


presenciado? Debo, sin embargo, describirlos; son aberraciones del
corazón humano las que estoy mostrando, y estoy obligado a
mostrar cada rincón y cada grieta (Sade 2,1046).

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7 Pero abundan las razones para no tomar a Sade al pie de la letra.

Entre otras, era un mentiroso. Que era un mentiroso apasionado y sutil,

aunque rara vez convincente, resulta claro de su negativa a

reconocerse como el autor de su mejor obra, Justina. ¿Cómo podía ser

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el autor de un libro donde todos los filósofos son unos villanos, cuando

él mismo era un filósofo? (Sade 1, 153). Los personajes de Sade pasan

tanto tiempo justificando mentiras y traiciones que para creerle

tendríamos que ser tan ingenuos como la propia Justina. Se trata de un

escritor que juega con todas las categorías del engaño. Y verlo como

un expositor particularmente atrevido anula la verdad normativa de sus

escritos. Los críticos que lo ven como un luchador por la libertad,

enemigo de la culpa, los privilegios y la mediocridad, o como un

enamorado de todo lo que va desde lo concreto a la abstracción de la

trasgresión, en general ignoran la mitad de lo que contiene su obra.

Quienes no lo juzgan hasta haber terminado Julieta saben que los

protagonistas de Sade festejan torturar hasta la muerte a sus propios

hijos, y a quien puedan ponerle las manos encima, para llegar a un

mejor orgasmo. Sade se esforzó para no detenerse ante nada. Nuestro

entusiasmo para estetizarlo puede tener límites. No estoy segura, por

ejemplo, de que la segunda mitad del siglo XX hubiera tolerado la

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industria de Sade entre los intelectuales alemanes con la misma

facilidad con que la toleró entre los franceses.

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FICHA BIBLIOGRÁFICA

NEIMAN, S. (2002). El mal en el pensamiento moderno. Cap. II:


«Condenar al arquitecto. La salida del túnel: el marqués de Sade», pp.
225-230. México: Fondo de Cultura Económica, 2012, 445 págs.

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