Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
L
l¡l ■■ilfciM’iíO
japcncS
Ccleetién Er citémica
1,5 c pfS.
PUBLICADOS:
NOVELISTAS ESPAÑOLES
Tómame, yo me doy.
Tómame, yo me doy.
Soy yo la don-ce-lli-ta.
Aturdida por la atmósfera que sentía cargada
de electricidad, Clara bajó los ojos, extinguió
su sonrisa inocente y quedó esperando una or
den para retirarse.
—Clara—le dije afectuosamente—, ¿quiere
usted presentar los cigarros a ese caballero?
Los he pedido para él. Escoja usted misma uno.
Usted los conoce. Enciéndalo- y pruébelo antes
de ofrecérselo. Tome usted, aquí tiene fuego.
Le di mi cigarro, después de haber sacudido
la ceniza.
Le brotó un poco de rosa en el nacimiento del
cuello y le subió en aurora hasta las mejillas.
Dejó la caja, atenta a hacer crujir cada cigarro
entre sus dedos hábiles, muy cuidados, sin una
sortij a, y suspiró:
—El señor quiere mostrar que soy tonta... No
sé hacerlo...
Este lenguaje, tan nuevo para los estragados
del auditorio, produjo un murmullo de indigna
ción.
—Hija mía—dijo el gordo Despaux-Sarrier—,
tiene usted un dueño verdaderamente feroz...
Le doy a usted las gracias por... la intención, y
esto por el cigarro.
Le ofrecía un billete de quinientos francos.
Todos estaban anhelantes.
9
—El señor es muy bueno, pero los cigarros
son de don Enrique, y yo no tengo el derecho de
venderlos.
El desgraciado engulló de través una copa lle
na de un líquido caliente que le había sido ser
vido por mi ayuda de cámara.
—Le permito a usted aceptar, Clara. Yo no le
doy jamás nada de ese género, pero no es una
razón para privarla de que lo pueda tomar.
La Feuillangére me da un codazo, murmuran
do con una voz temblante de emoción:
—Dormoy, va usted tan lejos que tengo gana
de llamarlo al orden. Piense usted que su esposa
apareciera en medio de este... alarde.
—Mi querido amigo, eso la asombraría me
nos que la apuesta. Clara—continué, impertur
bable y como si me dirigiera a un lindo perro
sabio para preparar el nuevo ejercicio—: les he
dicho a estos caballeros que le gustan a usted lo
camente lo-s perfumes naturales-, y que no tolera
más que los de las flores que lleva -en el seno.
¿Cuál es el olor de esta noche? ¿Quiera usted
decírmelo? Porque yo lo ignoro. 5
La respuesta partió como chorro de vapori
zador, que me salpicó el rostro a despecho de mi
aire flemático.
—¿El señor tiene tanta prisa?
Y ella sostuvo la insolencia de todas ¡las¡ mi-
radas con una sonrisa terrible, que mordía la
mía.
Clara no temía en torno mío más que a 'las
mujeres. Sus celos, cuidadosamente ocultos, Je
habrían hecho cometer crímenes por conservar
su humilde amor. Desde hacía tiempo buscaba
la ocasión de gritar a cualquiera que fuese: yo
le pertenezco. Yo sabía esta manía, casi enfer
miza, y que ella no hubiera jamás osado satis
facer sin mi autorización. Pero yo abusaba de
su inocencia y me (Separaba de ella. Después de
todo, no era más que una criada, el tipo ideal de
la mujer de amor, el animal por excelencia;
pero... ella aquietó mi impaciencia. Tengo pre
sente la aventura.
—¡Vamos!—dije con frialdad, después de dos
minutos de agonía, durante los cuales vi pasar
su lindo rostro por todos los matices de la más
angustiosa ansiedad—. ¡ Me parece que me hace
usted esperar demasiado!
Se puso de puntillas, con las pupilas extraor-1
dinariamente dilatadas, mirando a su amo como
se miraría a la muerte de frente, y con un gesto
maravillosamente casto bajó el peto de >su de
lantal de encajes y abrió el corpino, de donde
se escapó una rama de narcisos. Apenas se pudo
entrever la maravilla (de sus senos duros con pe
zones de coral, en su pecho, parecido a una co
raza de terciopelo blanco.
No llevaba corsé.
—¿Por qué me ha obedecido usted, Clara?—le
dije con tono severo—. ¿Qué quiere usted que
piensen estos señores de una mujer tan poco
dueña de sí?
—Que le pertenezco a usted, señorito Enrique.
Quizás le dará a usted vergüenza..., pero yo...,
yo, desde el momento en que e¡l ¡señor lo per
mite...
Se retiró con una ondulación de caderas y
una insolencia verdaderamente soberbias.
Nadie hablaba, nadie bebía, pensaban sólo en
el guardarropa..., donde quizás podrían volver
la a ver cuando fuesen por sus abrigos.
Esta fué nuestra última noche de adulterio
bajo el techo conyugal, y aunque Despaux-Sa-
rrier perdió la apuesta, más adelante le ofreció
su fortuna, según me han dicho. En cuanto al
simpático Raúl de la Feuillangére, m>e remune
ró con una estocada en el brazo para enseñarme
la cortesía que les debemos a las muchachas
que nos sirven con fidelidad, a una raza de cria
das cada vez más rara. En el fondo, yo no la
había, por cierto, robado... de un escaparate
para satisfacer mis bajos sentimientos. Esto no
hizo más que aumentar nuestra mutua simpatía
y mi deseo de perfeccionar mi puntería.
—Es usted un monstruo—declaró él riendo,
cuando este asunto hubo terminado a nuestra
entera satisfacción.
—¡Oh! No es usted el primero en notarlo.
—Ni la última—añadió, sin ningún equívo
co, porque era el muchacho más sano de todos
nosotros.
Al día siguiente de esta historia apareció un
entrefilet en un periódico festivo. Se me acusó
de haber mostrado marionnettes, género tara-
quenz, en el gabinete de una princesa turca,
donde se fumaba opio y donde negros, vestidos
únicamente con taparrabos, servían sorbetes de
rosa.
Reproducido veinte veces el eco, acabó por
aproximarse a la realidad. En el último suelto
me acusaban de haber hecho desnudar a una
actriz de café concert, disfrazada de doncella,
en mi gargonniére. Las alusiones se hacían
transparentes como el agua.
—¡Ah, no!—grité, arrojando el periódico so
bre la mesa del salón donde Luciana hojeaba a
su vez las revistas—. No puedo tolerar estas pa
labras; les haré rectificar.
—¿Qué palabras?—interrogó mi mujer, es
tremeciéndose, porque yo estaba verdadera
mente colérico.
—Imagine usted, mi querida amiga, que un
periodista idiota pretende que yo, un hombre
casado, tengo una garconniére.
■—¿Y qué tiene eso de extraño?—dijo ella, bur
lona y templándole todos sus miembros—. Me
parece natural tratándose de un hombre casado
que no duerme en su casa.
—Pero no es eso; usted no comprende. Dicen
que ese cuarto de soltero está aquí, en mi domi
cilio legal..., y es una infracción de la ley de la
más elemental cortesía. No se instala una gar-
gonniére en la casa donde se vive con su espo
sa. No pasaré por semejante falta de mundo.
Deme usted en seguida avíos de escribir.
Guando hube terminado el billete, algo des
usado, ella lo leyó por cima de mi hombro.
“Señor redactor del Eco del Gran Mundo:
Su información es completamente inexacta. Mi
garconniére no puede de modo alguno estar
instalada en esa calle ni en ese número, porque
la señora doña Luciana Dormoy, mi esposa le
gítima, habita conmigo en dicha calle y en di
cho número, Yo no tengo ninguna garconniére,
y le ruego lo rectifique. En cuanto al resto del
artículo, me ha parecido tan estúpido como in
verosímil.”
—Enrique—suspiró Luciana—, le doy a us
ted las gracias a pesar de que no lo hace por mí.
—No me lo agradezca, Luciana. Es natural
que yo haga respetar el nombre de usted, pues
to que es el mío.
•—¡Enrique! ¡Enrique! ¡Tenga usted cuidado!
La desesperación de un amor no correspondido
me puede conducir... hasta a la venganza amo
rosa, la más fácil de todas: a engañarlo..., a
despecho del nombre que llevo.
—¿Fácil?—dije, mirándola de reojo. Pero era
demasiado descortés, y no hice más que rozarla
con esta injuria de encontrarla tan fea, cuando
no era del todo justo—. No, querida amiga—
añadí—. No hará usted eso, porque usted sigue
amándome, de una parte, y de otra, porque usr-
ted tiene sangre provinciana, y es muy compli
cado convertirse en tan parisién. Llevamos ape
nas cinco años de matrimonio. Espere a la trein
tena. Repose usted de su alumbramiento, que
fué, según creo, doloroso, hasta el punto de in
utilizarla..., sensualmente hablando, y cuando
haya usted recobrado todas... sus facultades,
entonces... nos divorciaremos.
—Jamás, Enrique, jamás; yo he cometido crí
menes para hacerlo a usted mío, y lo conserva
ré a pesar suyo, a pesar mío... Deseo llegar al
amor platónico. ¿Quién le ha dicho lo de mi
alumbramiento ?
—Su doncella de usted.
—¡Oh! ¡Esa muchacha!... Acabaré por ma
tarla.
—¡El amor platónico!... ¿Pero ha escuchado
usted alguna vez el grito del corazón, mi pobre
Luciana?
—Lo mismo que usted. ¿Acaso no he estado
también en la escuela del cura Armando de
Sembleuse?
Hubo un instante de penoso silencio, durante
e'1 cual arrojé hacia el techo el humo de mi ci
garro. Lloraban los pétalos marchitos de las ro
sas colocadas sobre la consola; una gran dulzu
ra reinaba en torno nuestro, una dulzura hecha
de todos los renunciamientos, de todas las muer
tes consentidas, de las torturas de todos nues
tros sentidos. Acurrucado en el diván baj o, don
de fumaba, amortajado en la tumba de mi lu
jo de mujer que no ha sido jamás prostituida
por otra mujer, la amiga de pensión, pensaba
en mi corazón desgarrado para proporcionarle
a Luciana el perfume preferido de su lecho con
yugal. Ella dormía con mis pañuelos, con mis
ropas interiores, que Clara se llevaba de mi to
cador o de mi cuarto de baño. Me lo había con
tado. Yo 'lo sabía. Lo toleraba.
—¡ Luciana!—gemí, tendiendo los brazos con
las manos crispadas—. ¿Por qué diablo no se
decide usted a asesinarme? ¡Me haría un grah
servicio!
Ella estaba de rodillas cerca de mí, detrás del
almohadón que me sostenía la cabeza, y veía
en un espejo de Venecia, colocado delante de
nosotros, que me besaba los cabellos tan discre
tamente, que no lo hubiera podido creer si no
lo viese.
—No., Enrique, yo le amaré a usted hasta que
muera su madre; entonces yo sé que usted ten
drá fuerza para repudiarme. No tiene usted lás
tima de mí, sino de ella...
—¿Quién le ha revelado eso, Luciana?—bal
bucí con un doloroso escalofrío.
—Su doncella de usted, Enrique, la famosa
doncella del Eco del Gran Mundo, que se ha
desnudado delante de todos los camaradas de la
garconniére,
—¡Ah!—grité yo furioso, incorporándome en
mis almohadones, enervado por el contacto vo
luptuoso de las sedas y de los labios empurpura
dos que adivinaba sin sentirlos—. Llámela us
ted, que yo la castigue delante de usted por su
odiosa conducta de perra chismosa. ¡Llame us
ted digo, o yo le haré ver...!
—Enrique, me asusta usted.
—¿Quiere usted obedecer, si o no?
Tocó un timbre. Esperamos inmóviles, con
una espantosa tranquilidad. Yo estaba sentado,
con las manos cruzadas sobre las rodillas y me
mordía los labios con una rabia tan intensa que
paladeaba mi propia carne. Ella, de pie, apoya
da en el diván, me respiraba, literalmente borra
cha de una voluptuosidad de ñera, que la hacía
casi bella. El peinado bajo sombreaba, con la
diadema de sus cabellos obscuros, la frente, un
poco abombada, dulcificando su mirada pene
trante. Su traje de muselina de seda rosa la en
volvía como un reflejo de sol agonizante, y esta
ba tan completamente llena de sortijas y de j o-
yas, que en la penumbra del espejo (que es don
de yo podía verla) parecía una llama que me
acariciaba... a una distancia conveniente. En
cendí otro cigarro para engañar la espera in
fernal. Pensé en levantarme y romper el mal
sortilegio... Al fin penetró Clara en el salón,
siempre discreta y humilde, cien veces más lin
da que la señora de la casa. Cosa extraña: ¡siu
humildad colmó mi cólera. ¿Qué le diría? ¿Có
mo empezar esta diatriba? ¿Cómo reprocharle
las crueldades que no tienen nombre en ninguna
lengua y que ella envenenaba empapándolas en
01 flujo y el reflujo; de nuestro odio?
—Clara—le dije, con una voz sorda que me
desgarraba—, le ha mostrado usted su seno a
un hombre que le ha ofrecido dinero. Los pe
riódicos lo proclaman y la señora lo .sabe.
Yo reía. Ella me miraba tristemente. La mu
jer legítima dominaba en el salón, y 'la querida
no tenía el derecho de defenderse.
—Yo no he aceptado el billete de Banco de ese
hombre, a pesar del permiso del señor. Se lo
puedo jurar a la señora.
—Sí; pero él ha visto tu seno, y ¿quién me
asegura ahora que no estabas satisfecha de en
señárselo?
Clara tuvo una sonrisa involuntaria. Le gus
taba que la tuteara dalante de la otra, pero no
quiso seguirme en ese terreno. Ignoro por qué
al dirigir una mirada de reojo a ese espejo de
Venecia, el mismo que había traído de mi viaje
al país de «las quimeras, oí la voz lej ana que ha
bía muerto, cantar en mi memoria: El fuego lo
purifica todo.
—Abre tu corpino—le ordené brutalmente.
—¡ Oh! El señor quiere conocer el perfume de
esta noche... Son rosas rojas, tan rojas como la
habitación de¡ la señora.
Se abrió el corpiño con un bello impudor, ce-1
rrando al mismo tiempo los ojos.
Entonces chupé mi cigarro y lo apoyé con to
das mis fuerzas entre los dos senos de tercio
pelo blanco.
Fué mi mujer la que se desmayó..., probable
mente de la alegría diabólica de haber oído chi
rriar la carne.
—Haga usted volver en sí a la señora, Clara,
y, sobre todo, no llore usted. Se pondría dema
siado contenta.
¥ * ¥
★ ★ *
... ¡Oh! ¡La aventura! ¡La buena aventura,
la bella aventura!... He salido esta noche para ir
a un concierto. Es una noche melancólica de in
vierno: lluvia fina, pavimento gris. Tengo1 ho
rror a la música, porque es una enervadora de
energías y porque la¡s mujeres la aman. Donde
ellas están no puede estar nadie más que yo. Es
toy obligado a esta servidumbre, porque le he
prometido a una de mis bellas amigas ir a oírla
cantar. Canta mal, de una manera presuntuosa,
pero tiene lindos brazos. Debe haber también ,un
número de baile: una debutante. En fin, voy a
aburrirme extraordinariamente. Llego a tiempo
para oír el número; de mi amiga, cuyos trinos
conozco. Es curiosa esta expresión glacial que
me produce. La sala está poco- decorada, de mal
gusto; se han prodigado entradas de invitación
e hijas de porteros, que -saben todas música, na
turalmente. Pienso que debo acompañar a esta
dama. He pedido el coche para las.doce. Yo bos
tezo bajo mis guantes y roo la bolita de azaba
che- del -puño de mi bastón. ¿Morder el azaba
che? ¡Ejercicio peligroso! Esta gran sala estú
pida, con -sus- tubos de órgano en el fondo, sus
muros blancos de casa de salud, su alfombra
sobre la cual están los pupitres y el mobiliario,
sillas de madera curvada que le dan el aspecto
de terraza de un café donde no se bebe, me opri-*
men el corazón...; y además estoy vestido de
etiqueta, cuando todo el mundo va de cualquier
modo.
Las amigas son aquí terribles, porque creen
siempre que se deben exteriorizar las caricias
con gestos inconvenientes. Esta mujer, que can
ta por casualidad, no tiene necesidad de que la
acompañe..., por lo menos al piano. Soy cortés.
Le he dicho que no soy músico, me gusta el
ruido del viento en las hojas, y no entiendo
nada de su imitación, firmada o no firmada con
nombres conocidos, antiguos o modernos; en
tonces no ha querido arriesgarse a exasperar
me. Me respondió que no cantaría si yo no esta
ba allí. Ya estoy aquí, y no puedo dej ar de pen
sar qué hubiera sucedido en mi ausencia. Las
gentes se van. Miro mi reloj: las once. Llamo
a una acomodadora y le encargo, mediante pro
pina, ir a decirle a la señora X que un coche la
espera a la salida. Yo no puedo aguantar más,
¡que llueva o que nieve! ¡Hola! La bailarina. La
veo porque un proyector la sigue, y este rayo
lunar, en esta inmensa sala de operaciones de
cirugía musical, me hace el efecto de iluminar
una agonía. Es pequeñita, un ratón; representa
unos diez y seis años. Baila con toda su alma;
baila para sí misma, pues no tiene aún la pre
tensión de las estrellas, que taconean cuando el
público no se entusiasma. Tomo unos gemelos
y la miro. No hay nada mejor que la danza para
regocijar los ojos de un hombre. La música
aquí no ayuda nada a la belleza del gesto, tar.
armonioso que llega a ser sonoro y hace vibrar
la carne del espectador igual que si lo golpearan
con un gong al unísono.
Danza sobre una alfombra sin más decora
ción (las he contado) que cuarenta y seis sillas
desocupadas, de madera curvada, alineadas
frente al espectador; los sillones de la orques
ta, que ejecuta los grandes trozos musicales de
las matinées de abono. Para este pedacito de mu
jer hay un violín y un piano con sordina. El
reflector se extingue. Desfilo por entre bastido
res en dirección contraria a la ola de especta
dores, que son en menor número que el de sillas
desocupadas, aunque igualmente ciegos. Llego
a su camerino con la certidumbre del cazador
seguro de encontrar al pájaro aún en el nido.
En cuanto a la cantante, debe rodar en mi cou
pé reflexionando en las extrañas disposiciones
de mi espíritu para la música vocal.
—¿Señorita?
La saludo respetuosamente y me quedo un
poco embarazado. Tiene madre... La estancia
es estrecha, sucia, ahumada por un horrible
quinqué de petróleo. El espejo está cruzado de
nombres y de frases. Una silla, de la familia de
las cuarenta y seis, de madera curvada, sostie
ne un feísimo abrigo guarnecido de pieles fal
sas. Se ve crudamente la demacración de estas
dos mujeres a la luz de la mariposa que las
ilumina. La madre es una cualquiera, con
el rostro pálido: debe estar enferma; sus ojos
guiñan dolorosamente. La hija parece aún más
joven que en la escena; continúa con su faldi-
11a de tul, maillot y corselete. El color amarillo
y negro, unido a la estrechez del talle, le hace
parecerse a una avispa. Es muy bonita, pero
tiene expresión de desencanto. Al cumplimiento
vulgar que le ofrezco, como se le ofrece una
flor... ál que tiene hambre, la madre me res
ponde:
—Ha tenido desgracia. No la han llamado, ni
siquiera la han aplaudido. Y nosotras veníamos
por un director de agencia que estaba en la sala.
Ni siquiera ha entrado aquí; se ha escapado
cuando ha visto todo lo sucedido.
—¡Dios mío, señora, soy yo mismo y ya ve
usted que llego a tiempo!
La pequeña se puso roja como una amapola.
Estoy cierto de que adivinaba que mentía.
—¡Oh, caballero!... (Se puso de puntillas.)
¿Le he gustado a usted? Es mi debut a'l salir
de la escuela. Contráteme usted, se lo ruego.
Mamá se volvería loca si esto continuara.
Puedo hacer todos los números de music-hall,
¿sabe usted?, y no tengo más que diez y seis
años ; no me canso nunca.
Me sentí inquieto porque me encontraba en
situación de convertirme en corruptor de meno
res. ¡Qué rubia era! ¡Se diría que era de miel!
—Podemos ir primero a cenar y luego con
versaremos.
La madre se interpuso.
—¡Ah! ¡Eso no y no! Conozco el sistema.
Quiere usted comenzar haciéndole la corte a mi
hija y después hacer lo mismo que el otro: plan
tarla sin ningún contrato... porque ella no se
prestara a hacer lo que usted quiera. ¡Vamos,
Clementina, vámonos! ¡Vamos a perder nuestro
tranvía!
La pequeña Clementina era de púrpura. Iba
a echarse a llorar.
—Señora—dije yo fríamente—, estoy verda
deramente en situación de proteger a su hija de
usted; pero si usted no quiere que le hagan la
corte, no la enseñe usted en maillot en el esce
nario, porque el procedimiento no tiene toda
la pureza de intención deseable. ¿Debo reti
rarme? ,
—¡ Mamá!
Se consultaron. La madre se oponía.
—Escucha, mamá; tú vas a llevarte mi abri
go, porque yo me iré en coche; seguramente, no
tendré frío, y luego... ¡lo que Dios quiera! El
señor tiene aire de persona decente y no me
causa miedo.
—Le agradezco a usted, señorita, la buena
opinión que tiene de mí, y haré todo lo posible
por merecerla. ¡ ñuéguele usted a su señora ma
dre que venga con nosotros!
No sé por qué dije eso; pero estaba dominado
por una secreta emoción intraducibie. Las dos
mujeres tenían igualmente hambre.
La madre era ridicula. Me pondría en ridícu
lo. ¡Tanto peor! La pequeña me apretó los de
dos hasta arañarme. Tuve la impresión de sal
var un gato que se ahogaba. Esto es atrozmente
delicado y excitante. Para colmo de enredos,
como la dama cantora no pudo encontrar mi
coche, o despechada al ver mi desdén, se fué en
un flacre vulgar; el criado encargado de apagar
las luces entró preguntando si el señor de frac
(no había, pues, más que uno) era don Enrique
Dormoy, porque su cochero lo llamaba a los
cuatro vientos.
Mi cochero tenía horror a la lluvia. Las dos
mujeres estaban asustadas; aquello les parecía
un drama del Ambigú: el robo de la señorita
Clementina por El Hijo de la Noche.
—Un poco de valor, señorita—le dije al
oído—. Es sólo el primer paso el que cuesta
trabajo..., y usted va a darlo en presencia de su
madre.
La envolví en mi abrigo—que era una capa
de nutria sin mangas—lo mejor que pude, por
que su traje rutilante no hiciese mirarla con
malos ojos al ¡señor Pedro, que era un cochero
timorato.
—Señor, yo no lo consiento. Yo no lo conoz-1
co, y usted va a comprometer a mi hija—decla
ró esta madre, tan prudente como mi cochero,
pero que me impacientaba mucho más.
—¿Entonces, señora?
—¿Entonces? Yo exijo, por la pena, que usted
le consiga un contrato y la lance entre los pe
riodistas.
—¿No .viene usted a cenar con nosotros?
—No, señor. Ese no es el lugar de una madre.
n
Profirió esta frase con un real sentimiento
de dignidad.
—¡Está bueno!—exclamó sentenciosamente
el criado que escuchaba este coloquio sentimen
tal y me serviría de testigo en justicia en caso
necesario: tan escandalizado estaba.
Agarré a la madre del hombro en la oscuri
dad de los bastidores.
—Métase usted eso en el bolsillo, quiero que
cene usted. Es esta la única condición para lle
varme a su hija. Luego espérela usted en su
casa; voflverá por la mañana. Le doy mi pala
bra. Adiós, señora; no me lo agradezca; no hay
de qué.
La vieja se marchó.
Ignoro si su alegría era tan grande como su
vergüenza. Todas las luces estaban apagadas.
En el coche la gatita se estiró, porque se sen
tía abrigada, y runruneó: .
—¡Qué bueno es tener pieles! ¿Es de nutria el
abrigo? Y el forro de oso negro, ¿no es eso,
señor? Le ha dado usted dinero a mamá. Lo he
comprendido.
—Para qué se ocupa usted de eso, picaruela.
—Es usted muy agradable. La primera vez no
se ha ido porque era a mí a quien el señor que
ría darle las pesetas.
—¿Y usted no las quería?
—A. buen seguro que no. No soy yo quien
guisa en mi casa—se rió—. Yo no sé más que
bailar. (Se inclinó hacia mí y me miró a la luz
de los farolillos del coche con verdaderos ojos
de estrella). Además, no tengo necesidad de que
me dé usted nada. Me ha gustado usted desde el
primer momento. ¿De qué agencia es usted? Dí
gamelo.
—“Eros y Compañía”. Es la que da al mundo
entero todas las jóvenes bonitas, de su clase.
La tuve ocho días en mi casa, servida como
una reina por Clara, que la sonreía tristemente
y evitaba que mi mujer adivinase su presencia.
★ ★ *
(
que se anuncian con frecuencia a cinco cénti
mos la línea en los periódicos, parece que esos
comerciantes no venden ni compran nada.
El punto negro de mi existencia era una tien
da de ese género instalada al lado de la misma
puerta de mi entrada particular y que mancha
ba la fachada de un estilo Luis XV muy puro,
con cuatro lindas ventanas, de cristalitos cua
drados un poco empañados, las cuales soporta
ban los frontis cintrados, en extremo elegantes.
Guando firmé el contrato había preguntado si
se podía despedir ese anticuario con todos sus
trastos, porque me estropeaba la vista de mi fa
chada.
—Pero'—me dijo mi propietario escandaliza
do—este comerciante ha estado siempre ahí. Su
vivienda no forma parte de esta casa. Está a ca
ballo sobre una antigua portería de la casa de
al lado y sobre una vieja cochera de la mía.
Como usted comprenderá, él también tiene su
contrato.
—¿Y si yo ofreciera alquilarlo..., por ejem
plo, el día que tuviera un automóvil que meter
en esa antigua cochera?
Con ese furor singular que se apodera de mí
desde el momento en que me persigue un deseo,
propuse todas las transacciones posibles e ima
ginables para desalojar al anticuario. No pude
lograrlo.
Pasaron tres años de esta fantasía, que quizás
era el más sabio de los presentimientos, y el an
ticuario seguía allí. El renovó su contrato y yo
renové el mío. No tuve automóvil, porque en
contraba ridículo ponerme a las órdenes de un
chófer de garage, en lugar de tenerlo a las mías;
y cada vez que entraba en mi casa oía a mi
portera, gran persona llena de dignidad, con
tar cosas de este género :
—Todavía está aquí esa anticuaría que echa
la basura en mi patio. Escuche, señor Dormoy,
mientras que esté aquí ese baratillo es seguro
que la vida se me indigestará.
Conoce usted a esta simpática mujer. Segura
mente ella será la única nota cómica de la
audiencia...
Un día..., ¡oh!, mi pluma tiembla, mi mano
se crispa sobre ella para escribir esto: un día.
¿Hace de él un año o varios siglos? Día de entre
los díasTMañanita de octubre, lluviosa y fría,
en la que la'calle tenía el aspecto de un corre
dor cerrado en lo alto con una bóveda pintada
de gris, y todo estaba tan ahumado, tan triste:
los transeúntes, los coches, los carros de verdu
ra que resonaban sobre el pavimento de made
ra como un ataúd vacío. Me puse los guantes,
me abotoné el abrigo y me levanté mi cuello de
piel, para ir a comer no sé donde: a casa de al
guien que me iba a. enseñar estampas. ¿Por qué
iunesto impulso me detuve delante de la luna es
trecha del escaparate, empañado por la hume
dad, de esa odiosa tienda? Escaparate artero, co
mo un arrugado rostro de mujer donde puse los
cjos, que se extraviaron y se quedaron presos
de una visión de bibelot, un minúsculo bibelot:
un ratón de marfil puesto sobre una peanita de
bronce. ¡Dios mío! ¡Dios de orgullo y de cólera,
dónde me habéis conducido para llegar a esto!
Examiné el bibelot encantador y extraordina
rio a causa del medio vulgar en que lo encontré.
Este ratón era un minúsculo marlil japonés, re
presentando lo que los comerciantes de los mue
lles y los vendedores de animales raros llaman
ratón japonés, un ratón blanco con collarete de
pelos rojos, los ojos rojos o rosas, las cuales tie
nen la particularidad de dar vueltas alrededor de
ellos mismos horas enteras. Esta bestezuela, el
más menudo de los ratones, tiene costumbres
extraordinarias: mira muy hacia lo alto, o de
lado, con la vivacidad de un animal loco, y, al
contrario, es muy inteligente, dotado de maravi
lloso instinto de razón, que lo protege de las caí
das y lo preserva, durante ¡su vals ingenuo, de
los mil peligros que amenazan a un ratón que
ama la danza, haciendo la rueda alrededor del
gato.
Este ratón japonés, puesto sobre una peana
de bronce, era de un marfil muy puro, sin un
defecto de tono o de bruñido; poseía su collarete
rojo, incrustado de oro, estriado por algunos
toques de buril, imitando pelos, como le es dado
a un artista japonés imitarlos, con sus uñas
puntiagudas. Volvía su cabeza, de orejas trans
parentes, hacia el lado, como si tratara de ver,
de acechar al señor. Los ojos, de rubíes, de un
rojo sangrante, tenían el aire de vigilar la pun
ta de su rabo.
—He aquí—pensé—una cosa deliciosa que es
preciso que me compre en seguida.
El ratón descollaba en medio de los viejos
desechos de todas clases: armas cubiertas de
moho, estatuítas de todos tamaños, pedazos de
telas de todas las procedencias, pipas viejas,
viejas joyas falsas, peinas españolas, de las que
sólo la mugre era auténtica; botones de vestidos
sin combinación posible, hasta zapatos de baile
completamente rotos. ¡ Cómo debía aburrirse
allí el ratoncito! ¡ Mi ratón!
Dudé un poco; no conocía a la anticuaría
más que por mi portera, que tenía el prurito de
injuriarla por cualquier motivo, quizás para
complacer al principal inquilino de la casa que
había querido expulsarla de su rincón sombrío,
como se echa una araña el día de gran limpie
za. Yo no había entrado jamás en aquella tien
da. Mi instinto, que era el del ratón japonés
vivo, daba ferozmente vueltas en un círculo vi
cioso sin caer, pero al mismo tiempo' sin poder
romperlo. Al volverme me empujaba adelante
la fiebre de un deseo pueril, y, sin embargo,
pensaba que había mil marfiles de ese género.
Tenía una galería repleta para cualquier maña
na volverlo a vender todo en bloque y volver a
correr tras la pista de otra colección que recons
truir. Es preciso distraerse. ¿No es eso?
Ahora le podría decir aún a Armando de
Sembleuse, a pesar de haber transcurrido ya
años: Me aburro.
Había tenido mujeres como se tienen caba
llos de carreras.
Si en ese momento me hubieran mostrado
treinta ratones japoneses parecidos a ése, hubie
ra querido los treinta.
—Esto vale una centena de francos aquí—me
dije—, porque el coleccionador se fija siempre
un precio que sabe bien que sobrepasará; pero
le gusta creer que no lo pasará. ¡Sí! Cien fran
cos en mi calle; en el boulevard estaría mejor
presentada, y me pedirían doscientos.
Entró.
Mi querido abogado, al escribir esta palabra
tiemblo de fiebre.
¡ Ella estaba allí, el otro ratoncito j aponés que
trastornó mi cerebro y me volvió loco!
Había allí una niña de seis años que picaba...,
sí, que picaba cebolla, y lloraba. Tenía los ojos
rojos, era blanca y rubia, con un pequeño co
llar, de cabellos lisos, un poco rojos, cuyas me
chas le caían alrededor del cuello y seguían To
dos sus movimientos como las plumas siguen
los del pájaro y como los pelos siguen la ondu
lación de la piel. Tenía agarrado el tirador de la
puerta; la visión se destacaba muy neta sobre
el fondo negro de esa tiendecita, llena de tal
modo, que no había sitio más que para que se
sentase esa niñita en un trípode, la antigua base
de una estatuíta de jardín sin duda. Mondaba
las cebollas y arrojaba las bolas blancas en un
plato, después de haber tomado las bolas rojas
de un cesto.
¡Cómo lloraba! Hipnotizada por ese fenóme
no que no acababa de comprender, la mujerci-
ta se mordía los labios con rabia, como para
tener un motivo real de sufrimiento.
Yo pensaba entretanto:
—¿Por qué le harán realizar ese trabajo, que
es, según creo, de la incumbencia de las cocine
ras, a esta niñita, porque, a proporción, a ella
le lloran los ojos más de lo que le llorarían a
una persona mayor que hiciera esa labor?
¡Qué sabía yo si todo el mundo puede tener
cocinera, yo> que había tenido criados para ser
virme en el lecho y recogerme el pañuelo!
Me decidí a irme discretamente cuando la
pequeña levantó la nariz, una naricita fina, de
ratón, y se detuvo, fija, en la misma postura que
el otro : las dos patitas hacia adelante, la cabeza
un poco de lado; los hermosos ojos muy"rojos,
verdes en el fondo, de ese turbador verde de la
pupila fosforescente de ciertos animales, trata
ban de ver y no veían: tan dolorosamente lle
nos de lágrimas ardientes estaban.
—¿Qué desea usted, caballero?
—Señorita, quisiera ver al vendedor o ven
dedora para saber el precio de la rata de mar
fil que está en el escaparate.
La niña se apresuró, muy contenta de dejar
sus crueles cebollas, a decir con una voz muy
extraña de instrumento cascado :
—Mi abuela no está aquí, caballero; pero no
tardará en venir. Ha ido por manteca. Se dis
gustará si se va usted. Me regañará. (Y añadió
con un gran sentimiento mundano:) Haga us
ted el favor de sentarse.
Me eché a reír, porque era imposible descu
brir un milímetro cuadrado sin una capa de
polvo en esa odiosa tienda.
•—Señorita, es usted muy amable, pero...,
¿dónde?
La pequeña sonrió.
—¡Ah!, esto no está limpio..., a pesar deque
yo lo barro continuamente. Se vuelve a ensu
ciar. El polvo no hace más que quitarse de un
lado para irse a otro. No se vaya usted. Tome;
allí hay un sillón. Es un Luis XIII, señor, un
verdadero Luis XIII.
Estallé de risa. Toda la alegría de mi antigua
existencia me subió al cerebro. ¡Ah, reír aún
otra vez como entonces, y oír reír como ella se
echó a reír!
Las lágrimas se habían al fin secado.
Mientras que la muchacha trataba de quitar
una vieja casulla de cura y una falda de paño
azul antiguo de ese verdadero sillón para ofre
cérmelo, salió de la sombra, de detrás de nos
otros, un espantoso rostro de mujer. Se formaba
lentamente, como se pretende que se forman las
siluetas de las apariciones evocadas por la mé
dium en trance. Era una vieja huesuda, de án
gulos rectos, la cabeza gris, como una bola de
cerámica cocida en el horno del infierno; la na
riz, cortante; la barba, partida como un pedazo
de tiesto, más duro aún, y en este rostro espan
toso (que yo vi una noche más espantosa aún),
dos órbitas que contenían agua turbia, en cuyo
fondo había un poco de cieno.
Llevaba un traje de percal negro, con bri
llos; un fichú de lana verde, de varios tonos, de
musgo, de una corrupción parecida a la de los
troncos de árboles podridos, a cuyo pie viven
aún algunas imponderables setas, y sobre los
cabellos de un gris enmohecido, algunas peinas
de azabache brillaban fúnebremente.
—¿Qué desea el señor?—dijo con úna voz
extraordinariamente amable, evocando el re
cuerdo de la alcahueta junto a la que un guar
dia decía: Circulad.
El ratoncito desapareció súbitamente en un
agujero. Yo me quedé asombrado, ¿por qué no
he de confesarlo?, de mi primer movimiento de
odio hacia esa mujer. Tengo Horror a la feal
dad, a lo pobre y a lo vi'l, cuando se pone ob
sequioso para agradar y hacer su negocio. En
tonces pensé en el otro ratón, y deseé adquirir
la procedencia.
—Es una pieza de museo, señor, de lo más
bello y original. Estoy confusa. ¿Su precio?
Como usted comprenderá, eso exige reflexión.
Es preciso tasarla. Yo no soy más que una po
bre mujer. No vendo nada a allá va eso. Prefie
ro llevarlo a la subasta. La tengo desde hace
poco tiempo. ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Ahora lo conozco
a usted! Es usted el inquilino del piso bajo, ¿no
es eso? El buen señor que tanto deseaba expul
sarme. No puede una ganarse la vida en este ba
rrio; pero es preciso aguantarse porque no es
muy oaro. Mi tienda le molesta a usted porque
está sucia. ¿Qué quiere usted que yo le haga?
Si el propietario la hiciese repintar de amarillo,
por ejemplo, se vería mejor; no atrae la mirada
el color marrón. Pero, volviendo a esa rata...,
es..., en fin, creo que me puede dar cincuenta
francos, porque yo conozco mi mundo. Hay afi
cionados que me darían más..., solamente que
usted es vecino de la casa...
Interrumpí la conferencia con un tono relati
vamente bondadoso:
—Señora, un marfil japonés vale siempre
bastante. ¿Quiere usted enseñarme ese objeto?
Sentí una real indignación cuado tuve entre
las manos aquella cosita. Estaba intacta, y lle
vaba un collar que él solo valía los cincuenta
francos. Desgraciadamente, no soy de los que
pueden disimular su capricho.
—Señora—le dije sonriendo irónicamente—,
no quiero robar a usted. Su bibelot vale cien
francos. Tómelos usted.
Puse cinco piezas de oro sobre el famoso si
llón Luis XIII.
Asombrada, la vieja mostró sus dientes gri
ses también,Ale un bello gris verde, y gritó, casi
estrangulada:
—¡Ah, señor! Usted se puede vanagloriar de
ser un hombre bueno. Se lo agradezco mucho.
Tomó sus monedas, las sospesó, las olió y,
después las colocó en un viejo bolsillo de cuen
tas.
Más tarde, sí, lo sé, pretendió que yo mismo
no conocía el valor del objeto, que mi locura
comenzaba y que no sabía calcular; pero le
juro a usted que fué un acto de probidad de
comprador,
Él otro sacó tímidamente su cabeza del agu
jero.
—¡Ah!—dije antes de salir, para ir al fin a
comer—. Un consejo: No le haga usted mondar
cebollas a esta minúscula niñita, porque le ha
cen llorar todas sus lágrimas. ¡Es un suplicio
para una niña! Mírele esos pobres ojos enroje
cidos.
—¿Piensa usted que yo puedo mondarlas sin
llorar también? Este gusano debe trabajar si
quiere vivir aquí pegado a mis faldas. Mi hijo y
mi nuera han muerto los dos en el hospital y
me han dejado' este regalo. Yo tengo ya setenta
años bien cumplidos, señor, dolores en todo el
cuerpo, reumatismo, catarro...
Pero yo estaba ya lejos. Dejé el ratoncito ja
ponés en el escaparate, porque yo no quería
volver a entrar en mi casa.
Al día siguiente, hacia las tres, mi criado
Bernard vino a avisarme de que una niña “así
de alta...” preguntaba por mí.
Yo fumaba, hojeando los periódicos, panza
arriba en mi diván azul pavo, entre numerosos
cojines de toda la gama de los azules, único
mueble que tuve la debilidad de guardar de la
antigua habitación de Don Juan.
—¿Eh? ¿Qué niña? (de repente me acordé).
Me viene a traer el ratón japonés. Bernarcl, haga
entrar a esa señorita de almacén de antigüeda
des—dije sonriendo.
—El señor ha hecho compras abajo. Esto debe
ser curioso.
Partió refunfuñando, porque era bastante re
zongón, y vi a los dos avanzar, llevando el uno
a la otra.
Ella hizo primero una reverencia; después,
tímidamente dejó el objeto, envuelto en papel
de seda, sobre una mesa, levantando mucho los
brazos para llegar a esa altura. Yo me encon
traba a la suya, y le dije:
—Buenos días, señorita—sin saber de qué
forma se les habla a los niños.
Ella parecía toda confusa, presta a salvarse si
yo hacía algún ademán inconveniente.
—¡Qué grande es esto!—dijo, poniéndose las
manos detrás de la espalda.
Y se quedó pensativa.
Llevaba un delantalito blanco, una tren,
cabellos bien apretada, sujeta con una cinta
azul, y zapatos muy anchos para ella, que le
hacían estar todo el tiempo arrastrando los pies.
Parecía muy^elicada, probablemente enferma;
tenía una piel transparente: el color pálido de
ese papel de seda que envolvía el ratón japonés.
No era un bebé bonito; no era una niña be
lla : era una criatura que existía como si no de
biese crecer ni morir. Una maravillosa inteli
gencia animaba aquel rostro demacrado de ojo:
v.erde mar con un poco de oro en el fondo, de
arena de oro. ¿Su cuerpo? No he sabido jamás
si existía realmente o lo formaban sus vestidos.
Ciertas muñecas están hechas así, rellenas de
tela, pero sin miembros...; todo era flojo, mo
vedizo y fugitivo; las piernas, los brazos, las
manos, a una de las cuales le [altaba un peque-
do dedo meñique. Las ocultaba casi siempre
detrás de ella.
Miré esa curiosa muestra de la raza de las
trastiendas, y pensé -que esa niña debía saber
verdades que no están en los libros.
—Señorita—murmuré, interesado por su ma
nejo de ocultar sus manos—, ¿por qué hace us
ted de pequeño Bonaparte?
Ella no comprendía nada de lo que le decía,
pero bajaba los ojos muy intimidada.
—¿No lo molesto- a usted, señor?
Tenía siempre una cortesía adorable, exage
rada, sin nada servil. No osaba llorar por mie
do de hacer ruido... ¡Lo que esa criatura había
debido sufrir para llegar a esto, debía ser in
imaginable !
lí>2 R A C HI L D E
FIN
£S‘ ■ ■ - ■ i»:
Os. . r": : •
. ' ''
< :
■
, : > ll ‘ÍH
A.RTE8 GRÁFICAS
SUCESORES DE RIVADENEYRA (S. A.)
PASEO DE SAN VICENTE, 20
MADRID