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Ccleetién Er citémica
1,5 c pfS.

LIBRERIA yEDlTORIAE AADR ID.S.A


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EL RATONCITO JAPONÉS
LIBRERIA Y ED1MAL R1VADENEYRA
ESCRITORES CONTEMPORÁNEOS
5 PESETAS EL EJEMPLAR EN RÚSTICA

PUBLICADOS:
NOVELISTAS ESPAÑOLES

Juan López Núñez.—El Niño de las Monjas.


José Más.—«El rastrero*.
Matilde Muñoz.—La playa de Afrodita. (San Sebastián
estival))
Eduardo Ortega y Gassbt.—Annual. Relato de un soldado
e impresiones de un cronista. (Ilustrada))
Ruiz Albéniz.—-¡Kelb Rumi! La novela de un prisionero
de los rífenos en 1921.
José Toral.—Flor de pecado: Un regeneraaor. Episodio
suelto de la vida de una cortesana (2.a edición).
Horas sentimentales (Flor de pecado}. Episodio suelto de
la vida de una cortesana.
El ajusticiado (novela).
NOVELISTAS FRANCESES

Luis Hémon.—María Chapdelaine. Traducción de A. Her­


nández Catá.
Francisco de Mionandrb.—Las haronas. Traducción de
Sara Insúa.
Rachilde.—El ratoncito japonís. Traducción de Carmen
de Burgos.
Elissa Rhais.—Saada la Marroquí. Traducción y notas
de Luis Astrana Msrín.
NOVELISTAS POLACOS

Enrique Sienkiewicz.—El campo de la gloria. Traducción


de N. Tasín.
Esta obra es propiedad de la Librería y
Editorial Rivadeneyra, que ha adquirido
el derecjio exclusivo de traducción para
todos los países de habla castellana. Quién
la reproduzca o traduzca de nuevo, sin con­
sentimiento de la Librería y Editorial Ri­
vadeneyra, será perseguido con arreglo a
las leyes.
Copyright by Rivadeneyra, 1923.
PRÓLOGO

¿Presentar a Rachilde en España, en la Amé­


rica de habla española? ¿Para qué? Todo el
mundo conoce a la autora de Les Hora Nature,
de L’Imitation de la Mort, de La Tour d’Amour,
de La Sangrante Ironie.
¿Narrar el asunto de La souris japonaise?
¿Para qué? Los lectores van a saborear, a sor­
berse, o a quemar este libro “escabroso", este
libro “peligroso", pero de intención y de hechu­
ra perfectamente nobles — ¿no es el arte la ma­
yor nobleza? —, que ha vertido al castellano
una escritora y novelista ilustre: Golombine.
El ratoncito japonés ha escandalizado en
Francia a los señores y las señoras que se es­
candalizan siempre, pero no se le ha ocurrido
al prefecto de Policía de París mandar a retirar
la novela de los escaparates de los libreros. Ra-
childe es una escritora, una gran escritora, y en
Francia no se confunde famas al escritor que
trata el asunto que le da la gana, con el escri­
torzuelo que hace “cosas pornográficas" por
encargo de su editor. En Francia, el talento es
libre — desde Madame Bovary y Las flores del
mal —, y no se condena en literatura más que
la sosería, la cursilería y la mentecatez.
De todas suertes, Rachilde no ha querido de­
jar pasar en silencio ciertas interpretaciones
estúpidas o malintencionadas sobre su Raton­
cito japonés. Y en el Mercure de France del 15
de marzo de 1921, donde ella hace, de un modo
magistral, la crítica de novelas, ha escrito una
admirable confesión. De ella son estos jugosos
párrafos:
“Yo no escribo para “llegar", ni para gustar,
ni para ganar dinero. Escribo porque me divier­
te escribir. Algunos se entretienen en recortar
muñecos de los periódicos o en coleccionar se­
llos. Yo, por mi parte, hago anillos de servilleta
con la substancia humana y tengo el valor de
confesarlo. Yo no fumo. Yo no bebo. Yo no
practico el adulterio, ni la cocaína y la morfina.
Tampoco toco el piano, ni me interesa la políti­
ca. No tengo ninguna misión que cumplir, ni
en nombre de mi casa, ni en el de mi gobierno.
¿Vo siento ganas de obtener distinciones honorí­
ficas, ni aun siquiera de ir a la cárcel. Vivo sin
dirección, olfateando la vida, desde lejos, con
la prudencia de un criminal que no saca gran
cosa en limpio, pero que tiene la curiosidad de
ver. Como todos los seres que la civilización no
ha embrutecido completamente, que no aguan­
taron que los domase nadie, pero que no dejan
de husmear, me doy cuenta de las trampas de la
vida, del peligro y de las ocasiones de gozo. Ado­
ro mi libertad, pero sé soportar libremente la re­
clusión cuando mi interés me advierte que la
torre de marfil... o de miga de pan, es preferi­
ble ala mundanidad demasiado parisiense. Ten­
go dos o tres ideas, obscuramente fijas, que me
hacen saltar de pronto, embistiendo... Entonces
me dejaría matar antes que soltar mi presa-,
cuando muerdo lo hago con un placer feroz...
"No creo, en modo alguno, en una moral ba­
jada del cielo o que remonta a él. Creo que hay
tantas morales como individuos. Para uso per­
sonal de mi cerebro no existe sino lo que es feo
y lo que es hermoso. Es preciso no hacer nada
sucio, ni nada feo... Por lo demás, toda litera­
tura es lícita."
El ratoncito japonés es literatura, amoral si
se quiere, pero literatura. F la novela en sí es
vigorosa y fuerte y está muy bien tramada por
los dedos ágiles y curiosos de Satán: del Satán
de Rachilde. ¿No es Rachilde, si no la creadora,
la cultivadora más eminente del satanismo? Ra­
childe es la novelista de la perversidad. Todos
sus personajes tienen dentro algún demonio: el
del absurdo, el de la lujuria, el del hastio, el de
la novedad amorosa...
Dicen algunos críticos que la literatura satá­
nica ya no gusta. ¡Como si, de pronto, los hom­
bres se hubiesen transformado en ángeles y hu­
biera dejado de existir lo que cualquier psicó­
logo teutón llamaría “lo sub-consciente se­
xual”.' Lo que ocurre es que para el género de
Rachilde hacen falta un Mirbeau (recuérdense
L’oncle Jules y Le jardín des supplices), un
Lean Lorrain o... una Rachilde.
El ratoncito japonés no es una novela blan­
ca, para señoritas quince-abrileñas, ni una no ­
vela verde, para ancianos del mismo color. Es
una novela roja, color de fuego y color de san­
gre. Turbia y espantosa por momentos, como la
vida. Como la vida cuando se la ve hasta el fon­
do y sin pavor, haciendo uso del microscopio y
del bisturí.
Alberto Insúa.
Marzo, 1922.
I

Me podrían cortar la cabeza, pero no me


arrancarán la convicción de que mi crimen ce
una buena obra, una cosa útil, el final lógi­
co de toda una vida que fué dominada, precisa­
mente, por el horror al crimen vulgar, a la ac­
ción inútil, perjudicial, pero permitida dentro
de nuestra legalidad peligrosa.
¿De dónde sacáis que el anormal puro no vale
más que el normal impuro; que lo absoluto en
la sinceridad no es preferible a las hipocresías,
que no demuestran más que la imposibilidad de
llegar a la virtud por caminos ordinarios?
¿Quiere usted que yo le pruebe, mi señor abo­
gado, que soy menos culpable de lo que usted
se imagina? ¿Quiere usted que me confiese?
Creerá usted que está leyendo una novela. El
relato de la que usted cree una pasión morbosa.
¿Neurosis? No.
¿Vicioso? Tampoco. Sino orgulloso, hasta el
sacrificio de todos los convencionalismos socia­
les para lograr la realización de un deseo legíti­
mo, para salvar un ser, a pesar de la fatalidad,
a despecho de lo que todos ustedes llaman el
buen sentido.
Yo he nacido en el seno de lo que se acostum­
bra a llamar una excelente familia. Mi padre,
ya lo sabe usted, era magistrado en una gran
ciudad de provincia. Hacía justicia casi de la
misma manera que le permiten funcionar a una
rueda las otras ruedas de la máquina, conve­
nientemente engrasada, a que está unida, y que
no debe arrollar más que al grano de arena.
El separaba el grano de arena, lo ponía a la som­
bra para que el sol no hiciera jamás brillar nin­
guna de sus facetas (ciertos granos de arena es -
tán tallados por la naturaleza como los diaman­
tes), y olvidaba ese átomo, que hacía parte, sin
embargo, de la homogeneidad universal.
Yo estaba muy bien educado, como hijo úni­
co, heredero de!l nombre, de la fortuna y, sobre
todo, de los prejuicios; por parte de mi madre,
una persona misteriosa que no pensaba en nada,
pero que se movía de la misma manera que las
ruedas de que he hablado antes. Pequeña, ele­
gante, rubia, sin coquetería, lo miraba todo con
ojos sin fondo, como el cielo. No me quería por­
que no toleraba que mis ideas fuesen opuestas a
las suyas. El que verdaderamente ama puede
rectificar su actitud; no tiene el derecho de opo-
»
nerse al desarrollo de la inteligencia.
Guando estuve en estado de comprender las
palabras humanas, me confió a un aya inglesa,
metódica, mala, pero correcta, que me enseñó el
francés tal como lo hablan los extranjeros; es
decir, con un acento presuntuoso.
Después me dieron un preceptor cualquiera,
brutal, un socialista furibundo, que ocultaba sus
ideas paira continuar a sueldo en casa de un
sombrerero al por mayor de la ciudad, y que me
comunicó bien pronto el desdén hacia 'los nue­
vos ricos. Es inútil decir que le impedí que en­
gañase a mi padre respecto a la clase de hombre
que era.
Entonces, mi madre, indignada, buscó en la
aristocracia de sus relaciones otro preceptor
más de acuerdo con la educación que deseaba
darme, y que fuese, al mismo tiempo, un hom­
bre instruido.
Ella descubrió al sacerdote Armando de Sem-
bleuse.
A la sazón tenía yo dieciséis años, y era un
muchacho alto y débil, de complexión delicada,
pero dotado de una extraordinaria voluntad, di­
simulada bajo una naciente ironía, la cual me
hacía exagerar mis defectos frente a los repro­
ches que a causa de ellos me dirigían. Física­
mente tenía el aspecto de una muchacha dis­
frazada, .pero poseía una fuerza real y latente
que se desencadenaba con la cólera y podía pro­
porcionar alguna mala pasada a mis enemigos..
Mis cabellos, de un rubio obscuro con reflejos
de cobre, encuadraban un rostro de virgen, en el
que sólo los ojos hubieran sido violados. Poseía
las cejas, armónicamente sombreadas, de mi
madre, y Ja mirada, desgraciadamente dura, de
mi padre. Yo era indiferente a mi belleza, que
tenía algo de fatal si se admite el romanticismo
de la frase. Excitaba las pasiones de las criadas
y fingía no apercibirme, aunque me daba per­
fectamente cuenta, y eso me divertía al mismo
tiempo que me causaba un ligero disgusto.
En este momento, el más decisivo de la vida
de un hombre, entra en mi melancólica existen­
cia de joven provinciano, destinado a la carre­
ra honorable de un hipócrita burgués, el más
disolvente de todos los elementos de discordia,
una dualidad cerebral, la siniestra y cínica cues­
tión del predominio del eterno masculino sobre
el eterno femenino.
El preceptor que me dieron era un joven sacer­
dote, un jesuíta, de unos treinta años, de una
educación perfecta, que le agradaba a mi ma­
dre porque le recordaba su familia. Pálido y
moreno, como una noche de luna, tenía, con. su
traje austero, el aspecto maravilloso de un jo­
ven rey, con dalmática bajo el hábito, medio
eficaz para escapar a todo el ridículo, común a
todos los hombres.
Es siempre principesco llevar ese traje, sa­
biéndolo llevar con gallardía.
Cuando nos presentó el uno al otro, mi ma­
dre añadió, con su voz dulce, de timbre un poco
cascado:
—Espero en tu nuevo maestro como en un
Mesías. El te regenerará. Eres indócil, lleno de
curiosidades malsanas. Preguntas demasiado,
y el señor Sembleuse está aquí para reprenderte
en el nombre de una alta moral, que espero te
reducirá al silencio. (Se volvió hacia el sacerdo­
te y le sonrió graciosamente.) Le confío a usted
un muchacho irrespetuoso, y le pido de antema­
no que me dispense. Sabe muchas cosas, pero
las sabe mal. Ha leído mucho, pero lo ha dige­
rido mal. Es preciso tratar de disciplinarlo. Lo
que deseamos mi marido y yo no es hacer de
nuestro hijo un gran sabio, sino un ser verda­
deramente razonable, que sepa conducirse en
todas las. situaciones difíciles y, sobre todo, ele­
gir el buen camino por el que todo el mundo
debe pasar: el más recto.
Armando de Sembleuse tuvo una dulce son­
risa, que le hizo resplandecer en una extraña
calma, la calma de esas bellas noches lunares
en las que toda la naturaleza duerme y el aire
reposa, como una persona que se acuesta. No
me tendió la mano y eso me dejó helado.
Yo le había ofrecido la mía con esponta­
neidad, y me la volví a meter en el bolsillo, lleno
de turbación.
Nos quedamos mirándonos sobrecogidos, y
después nos sentamos el uno lejos del otro. Mi
madre nos había abandonado a nuestra mala
suerte, porque, una vez cumplidos los ritos
mundanos, tenía una completa indiferencia. Yo
mismo no estoy bien seguro de que tuviese de
mí la opinión que acababa de emitir.
Estábamos en él gran salón de las recepcio­
nes oficiales, abierto ex profeso para nosotros
aquel día, en que se recibirían visitas. Los retra­
tos de los antepasados nos contemplaban con la
fisonomía de las que declaran de antemano:
Arreglaos como podáis, pero en un estilo menos
familiar.
Los muebles rudos y las tapicerías pesantes
daban la sensación de una soledad donde reina­
ba el esplendor frío de la ceremonia, sin la ale­
gría ficticia de la fiesta. Estábamos sentados
como en visita, y nos mirábamos sin vernos.
Armando de Sembleuse fué el primero en des­
viar sus ojos de mis ojos, de un azul crepuscu­
lar, fijos con insistencia en los suyos.
—Su padre—me dijo, con una voz algo opa­
ca—desea que lo prepare a usted para los exá­
menes. No se felicitará nunca bastante a sus pa­
dres por librar a usted de la promiscuidad de los
colegios. No tiene usted, según parece, una sa­
lud bastante fuerte para ensayar el internado,,
un poco severo, de nuestras instituciones reli­
giosas, y sin embargo, su madre espera mucho
de nuestras enseñanzas. Yo creo que seremos
desde el principio amigos en todas las relacio­
nes de maestro a discípulo. Yo quisiera merecer
su confianza, y adivino que usted no me la con­
cederá fácilmente. (Sonreía con su sonrisa tran­
quila, que denotaba una conciencia idéntica.)
Si es usted tan indócil y tan irrespetuoso como
dice su madre, tendremos, sin duda, algunas
discusiones, y quisiera probarle a usted de an-
temario que no soy un enemigo de su juventud,
a pesar de mi condición... de mayor.
Me eché a reír, con. mi habitual risa imperti­
nente, pero de buen humor, por el acento tími­
do de su voz, sin ocuparme de lo que decía.
—Señor cura — respondí —, mamá exagera.
¡Las mujeres exageran siempre! Soy, en efecto,
curioso y me impaciento cuando no me contes­
tan en seguida; pero soy capaz de escuchar, so­
bre todo si quieren tomarse el trabajo de expli­
carme lo que mié interesa.
Me miraba frunciendo ligeramente las cejas
negras y finas, que rompían la blancura de su
frente con una línea de tinta, y experimentaba
(me lo ha dicho más tarde) la impresión de que
estaba .en presencia de un ser peligroso.
—¿Tiene usted dieciséis años? Es demasiado
joven para afirmar que las mujeres exageran
siempre. Son criaturas más débiles que nosotros,
más dominadas por las emociones, y me parece
natural concederles toda la indulgencia que míe-
rece su fragilidad. En todo caso, su señora ma­
dre es tan piadosa y tan inteligente que me hon­
ra el haber sido elegido por ella para dirigir a
usted en sus estudios.
Se veía claro que en aquellos momentos tan­
teaba el terreno, hablaba para no decir nada y
hasta comenzaba a tener gana de escaparse. Pero
la penosa primera entrevista fue interrumpida
por un relámpago inesperado. Fué como el res­
plandor que anuncia la tempestad que se aproxi­
ma. Los vapores se amontonan en el horizonte y
reina esa confusión de las nubes que ocultan
el estado déla atmósfera, prometiendo, o la llu­
via bienhechora, la dulce lluvia, que refresca
todos los paisajes y todos los estados de alma, o
la tempestad, cuyo estallido furioso arranca los
árboles y desencadena la electricidad de los ner­
vios humanos.
Mi prima Luciana Marín penetró como una
tromba en el salón. Luciana, a la que llamába­
mos Luce, tenía dos años más que yo y era huér­
fana. Mis padres la'habían recogido a ella y a su
herencia, bastante cuantiosa, para dejarla en el
colegio el mayor tiempo posible. No salía más
que el domingo y las vacaciones de otoño, pero
cuando llegaba era siempre un acontecimiento
desagradable. Le gustaba el barullo, rompía el
orden meticuloso de la casa, el lujo severo pero
noble. Era preciso reprenderla, y respondía con
protestas vulgares que irritaban a todo el mun­
do, hasta a los domésticos, que la llamaban
perro de muestra. Ella se apesadumbraba, se
sentía quizás ulcerada, con una secreta gana de
2
devolver el mal por el bien, aunque no lo ma­
nifestase. ! i i |.
Luciana Marín era hija de dos ricos comer­
ciantes, muertos, de una gripe infecciosa, con
pocas semanas de diferencia. Mis padres habían
tomado todas las precauciones posibles para no
verlos durante la enfermedad, pero, muy con­
movidos por la doble catástrofe, una vez pasado
el peligro de contagio, habían reparado la exa­
geración de su prudencia adoptando con valen­
tía a ¡la j oven, horriblemente mal educada, a des­
pecho de su situación de rica heredera. Si yo era
curioso, ella tenía una incorrección de modales
de la que yo sólo conocía toda la extensión, y me
hacía experimentar hacia mi prima Luce un
desprecio parecido al terror que ordinariamente
causan los animales reputados como inmundos:
sapos, culebras y víboras, que están clasificados
por los hombres en esta categoría, pero que son,
comparados con ciertas mujeres, que los mis­
mos hombres declaran débiles o frágiles, las
más puras joyas de la naturaleza.
Morena, con las mejillas color ladrillo, cuan­
do reía sus ojillos negros desaparecían bajo él
rodete de sus párpados sin pestañas; y sus
gruesos labios, casi siempre «agrietados, tenían
un pliegue enfurruñado y sensual, que me pro­
ducía, de lejos, el más desagradable escalofrío.
No estaba mal formada, aunque un poco re­
choncha, con grandes pies y manos sin uñas,
porque se las roía con los dientes. En ella se
acumulaban todos los defectos de las colegia­
las, y en la intimidad conversaba libremente
de los asuntos más escabrosos.
Aparecía tierna y cuidadosa para con mi ma­
dre; temblaba de disgustar a mi padre, pero
yo no la creí nunca buena, sino por una especie
de inconsciente hipocresía que la hacía sumi­
sa delante de los más fuertes.
El cura Armando de Sembleuse, al ver en­
trar esta joven, que llevaba aún él traje de las
colegialas (un blusón negro con cinturón azul
y una medalla de plata), se levantó sorprendido,
sin saber cómo saludar. ¿Era una mujer? (una
de las que exageran), o ¿era aún una niña sin
importancia? Permaneció inmóvil, erguido, se­
rio, un poco embarazado.
—Enrique—dijo Luciana impetuosamente, sin
siquiera reparar en él—, vengo a pasar el día
contigo. He dejado de merendar con las damas
de Santa Clara ¡para quedarme aquí.
Según su costumbre se arrojó a mi cuello y
me besó vorazmente, apoyándose en mis hom­
bros para convencerse de que era más alta
que yo.
—Permítemíe, mi querida prima, que te pre­
sente al señor de Sembleuse, porque mamá no
está aquí.
Yo afectaba una -gravedad solemne. Ella se
volvió con torpeza, y dijo “Buenas tardes, se­
ñor”, y no encontrando nada que añadir, para
entablar un diálogo, se retiró como había veni­
do, con tan desmañada brusquedad, que hacía
balancear los postizos.
—Esa señorita, prima de usted, ¿vive aquí?
-—me preguntó el cura, cuyo aire -seco me hie­
re aún.
—No. Vive en el internado de -las Damas de
Santa Clara, y no habita con nosotros aquí
más que en las vacaciones—y añadí en seguida,
para prevenirlo, con esa especie de francmaso­
nería que une a todos los hombres contra las
mujeres:—Es la criatura más insoportable de
todo su colegio. Mamá le hará a usted un elogio
inmoderado de ella, porque exagera para ella
y para mí, pero yo la conozco. No tiene miedo
de nadie más que de mí, afortunadamente.
Esta fatuidad de. mis dieciséis años asombró
al sacerdote, que me preguntó, a pesar suyo :
—¿Por qué?
—Porque sin mí hubiera ya pegado fuego a
la casa. Es una naturaleza... incendiaria.
Así, hablando de fuego, saqué maquinalmen­
te mi cigarrera.
—¿Fuma usted ya?—preguntó el sacerdote es­
candalizado—¿Sus padres se lo permiten?
—Ellos me lo permiten todo, es decir, no me
prohíben nada. ¡ Hace ya mucho tiempo! Mamá
está ocupada con sus visitas, sus obras de cari­
dad, sus reuniones y sus Comités de beneficen­
cia. Papá tiene su Tribunal... y yo me aburro.
No osé decible que había sido mi misma pri­
ma quien me había encendido mi primer ci­
garro, porque eso era faltar a las conveniencias.
El sacerdote se aproximó a mí, me puso la
mano en el hombro, esa mano que no había
querido tenderme antes, y murmuró:
—¡Niño mimado!—pronunció esas palabras
insignificantes con una emoción que se me co­
municó inmediatamente.
Levanté hacia él mis ojos, que se habían lle­
nado de lágrimas de repente.
—¿Habré llegado a tiempo o demasiado tar­
de?—suspiró, como para su' edificación per­
sonal.
Quedamos silenciosos, hasta que bruscamen­
te yo tomé el partido de hacerle los honores de
la casa. Me siguió con una graciosa ligereza.
Me parecía a veces muy j oven, más inocente que
yo, a pesar de ser mayor, lleno de ese fervor por
los objetos de arte que conservan los que no tie­
nen posibilidad de poseerlos. No sonreía más
que cuando se preguntaba si todo eso era ne­
cesario para la vida cotidiana, pero conocía su
valor, aunque no era un aficionado.
Poseíamos un viejo hotel, de la época de
Luis XIII, que se había restaurado de siglo en
siglo, añadiéndole cada vez un nuevo defecto.
Sin embargo, estaba aún tan lindo, a pesar de
sus anacronismos, que el cura no encontró de­
fecto que señalar.
Nuestro jardín-parque, con su teatrito al aire
libre y su busto de Talía, muy antiguo, fué lo
que más le gustó.
—Todo este vergel amurallado da la sensa­
ción de una gran seguridad. Sería usted verda­
deramente descontentadizo si no le gustara es­
tar aquí. ¿Qué es lo que puede faltarle?
—¡Por el contrario, hay cosas demás!—Dejé
caer estas palabras de mal humor para que él
continuase creyéndome un niño mimado.
Tuvo la delicadeza de no insistir en provocar
mis confidencias, no queriendo imponer el con­
fesor antes que el amigo.
Alrededor de nosotros, en efecto, los grandes
muros, cubiertos de yedra negra, ponían su de­
fensa entre la ciudad y nuestra grave condición
de personas notables; pero yo adivinaba esa
ciudad cazurra, desconfiada, espiando nuestros
rostros herméticos por los menores huecos de las
persianas de la fachada, .que no se abrían jamás
al sol de la calle.
Nuestros .servidores se componían de la coci­
nera, una mujer gorda a la que no había jamás
que dirigir un reproche; de Clara, la criada que
servía la mesa, una ¡doncellita que apestaba a
olores baratos, y de Georget, el cochero, que con­
ducía el coupé al Tribunal los días de audien­
cia y el resto del tiempo cultivaba el jardín.
Se presentaron estos servidores al recién ve­
nido, y se le instaló en una habitación separada
de la mía por la biblioteca, convertida en sala
de estudio.
Desde la mañana siguiente comenzó sus lec­
ciones con una conversación llena de encanto,
en Ja que parecía aprender de mí muchas co­
sas que. él no me enseñaba. No tenía historia.
Era un hombre feliz. Sonreía con su sonrisa
tristemente dulce, una sonrisa de gran soña
dor. Me sentí irresistiblemente atraído hacia él
por su gracia y también, según él pretendía, por
la de Dios, del que hablaba con un respeto te­
meroso, como si no le hubieran importado mis
apreciaciones.
No lie comprendido jamás cómo se las com­
puso .para hacer de mí un bachiller en letras,
pero él, ¡sin esfuerzo aparente, me hacía dócil,
respetuoso, estudioso, y correcto como mi ma­
dre, a la que yo acompañaba a la iglesia, hasta
tal punto que mi prima se burlaba de mí y me
decía al oído que no tardaría en profesar.
Yo había entrado en orden en el momento
preciso en que iba. quizás a convertirme en el
caballo desbocado y rodar de un modo abomi­
nable.
Este período de dos años estuvo para mí tan
lleno de descubrimientos intelectuales, que no
tuve tiempo de ver lo que pasaba en torno nues­
tro. Los hombres y los estudiantes muy ocupa­
dos son sordos, ciegos, y. cuando comienzan a
dudar de alguna cosa se sorprenden como los
viaj eros que llegan a una encrucijada con paso
seguro, pero ignoran aún qué camino deben
elegir.
Mi preceptor se había convertido en mi ver­
dadero amigo. No había querido ser el confe­
sor. Solamente de vez en cuando me miraba
moviendo la cabeza, su cabeza de frente pura,
de líneas tan orgullo sámente .esculturales, y en­
rojecía súbitamente, de un modo inexplicable,
en tanto que yo me quedaba ansioso delante de
él. Me sentía el ofensor .con mi actitud de mu­
chacho indolente, mal educado, fatigado, sin
poder saber por qué motivo. El debía leer en
mi interior como en .un libro abierto.
Cada vez que mi prima tenía vacaciones se
alejaba con un pretexto cualquiera: compras,
paseos, ejercicios religiosos, una entrevista con
un antiguo camarada de seminario. Me dejaba
el campo libre, por ignorancia o pudor, y qui­
zás por unos celos latentes.
En ningún caso he encontrado en él esa ten­
dencia inquisitorial de que se acusa a cuasi to­
dos los jesuítas. Sin embargo, cuando (tenía
ocasión hablaba un poco .secamente a Luciana,
le contestaba siempre en profesor y hasta le re­
prendía ciertas hábitos, con discreción, como
médico que no puede contenerse, para detener
los progresos del mal.
Mi prima había venido a vivir en nuestra
casa; trataba de pasar inadvertida en todo lo
posible, pero se apoderaba cada vez más de mi
existencia física, me reducía al papel de jugue­
te, mientras que yo pensaba, ingenuamente, bur­
larme de ella. Fué preciso un verdadero azar
para prender el incendio y fué aun ella quien,
fatalmente, pegó fuego a la pólvora.
Un día la busqué en el jardín, para avisarle
que su costurera la llamaba, cosa urgente, por­
que ella se había hecho de una coquetería es­
pecial, que mi madre parecía aplaudir, deseosa
de ponerla un poco más en evidencia, a lo (me­
nos en el salón.
Encontré a Luciana llorando y limpiándose
los ojos con un pañuelo ya empapado.
—¡Cómo!—dije asombrado—. ¿Qué es lo que
tienes? 1 •. !
Estábamos bajo los árboles del pequeño par­
que, detrás del teatro al aire libre, y Talía nos
contemplaba, ^volviendo hacia nosotros su bello
perfil griego, indiferente al drama que .comen­
zaba fuera de los moldes clásicos.
—Enrique—balbuceó llorosa—, soy muy des­
graciada.
—¡Ah!—dije yo, sonriendo—. El cura te ha
regañado a propósito de tus manías. Sueña
con impedir que te roas las uñas. Es un mo-
nomaniático también, pero de otro género, el
monomaniático de la buena educación.
i Guando pienso que la pueril entrada en ma­
teria de esta conversación debía pesar sobre'
toda mi vida, aún me estremezco de ira!
—No. Pretende que yo no debo besarte, como
lo hacía todas las noches delante de todo el
mundo, porque tú eres ya demasiado grande.
—¡Gomo!—exclamé con impaciencia—. ¿El
cura quiere mezclarse en eso? No me ha hecho
jamás ninguna observación. (Me aproximé a
ella, le rodeé el talle con mi brazo, después de
haber echado una prudente ojeada alrededor
de nosotros.) Vamos, Luce, tú eres una herma-
nita muy mal educada, pero besas muy bien,
algo fuerte... No tienes por qué entristecerte,
porque a mí me gusta así...
La contemplé, con algo de superioridad, con
toda la fácil indulgencia del colegial emancipa­
do que está ya desde largo tiempo frente a ella.
Yo no estaba enamorado de aquella muchacha
demasiado ruda para mis gustos, pero apre­
ciaba el valor de sus caricias ambiguas y guar­
daba una especie de reconocimiento físico ha­
cia quien libraba a mi juventud de su fogosi­
dad. Pensaba que ella no me quería tampoco.
Nos tolerábamos. Eso era todo.
—Armando de Sembleuse es nuestro ángel
malo—balbuceó ella—, él nos perderá. Tú, tú,
no comprendes nada de nada desde que vives
en los libros y en las nubes con él. Yo lo sé, ese
hombre me aborrece.
—Está bien—repliqué, cada vez más impa­
ciente—. Eso le hace un gran honor. Tú no
querrás que siendo .sacerdote...
—¡Oh!—interrumpió ella—, no me amará ja­
más así, jamás... El tiene otra manera de amar.
Entre vosotros dos yo vivo como una loca, por­
que yo siento que te aleja de mí, y no sé lo. que
sería capaz de arriesgar para impedírselo.
—Vamos, Luce, tú exageras aún. Armando de
Sembleuse es un santo. ¿Qué es lo que preten­
des? Tú quieres, si no me equivoco, que ahor­
que los hábitos para casarse contigo. ¿Esa si­
tuación de novela de folletín te ha entusiasma­
do hasta ese punto? (Yo trataba de bromear,
pero temblaba de ira.) Greo que no lo vas a ena­
morar. Es un hombre virtuoso. Es todo lo que
yo quisiera ser, y, además, es más guapo que
yo... Estoy celoso bajo todos conceptos.
Lloraba de nuevo sobre mi hombro, retor­
ciéndose como una víbora que se corta en dos
pedazos. (
—¡Yo hubiera deseado tanto conservarte todo
entero! Tú, que no tienes hábitos que ahorcar,
¿te casarás conmigo?
—No—respondí fríamente—, porque te co­
nozco demasiado.
—¡Eso es!... ¡Insúltame ahora!... ¡Está todo
completo!
En este momento una criada nos llama, y
aparece seguida de la costurera.
La vida provinciana no permite la expan­
sión de ciertos estados del alma. Es preciso, de
buen o de mal grado, guardar la corrección, en­
trar en la fila y no apartarse de ella un milíme­
tro, porque en la ciudad los padres, los criados,
en fin, todas los costumbres, exigen la correc­
ción o la hipocresía.
Desde hacía años yo jugaba a las muñecas
con mi prima, que me había iniciado en ese de­
porte peligroso, pero lo habíamos hecho de un
modo tan furtivo, lo habíamos ocultado de tal
manera que apenas nos dábamos nosotros más
cuenta que la gente que nos rodeaba. Contába­
mos con la impunidad y con el olvido, después
de pasado ,el tiempo. ¿Remordimiento? Ningu­
no por mi parte. No era yo quien había comen­
zado. ¿Acabar? ¿Por qué? Eso no le disgusta­
ba a despecho de sus nuevas inquietudes. Bien
reflexionado todo era preferible a la doncella o a
otras relaciones que me obligaran a salir y me
turbaran más. El único inconveniente era que
desde algún tiempo después de salir del cole­
gio, Luciana hacía alarde de demostraciones
exteriores, y eran esas exageraciones las que
atraían la atención de Armando de Sembleuse.
Volvimos; yo balanceaba su mano, clavando
en su palma mis uñas, fuertes, largas y bien cui­
dadas. (
—¡ Me haces daño!—gemía ella.
—Tú me has causado a mí pena mostrándo­
me un Armando de Sembleuse que yo no co­
nocía por completo. A ti sí, te conozco de­
masiado.
-—Entonces—gritó ella exasperada—vosotros
dos os entendéis (Contra mí. Yo me vengaré. Tú
lo amarás... El te ama ya, como jamás me po­
dréis amar a mí, ¡ a una muj er 1
Yo ,no sé cómo .pude resistir el deseo feroz
de matarla allí, en la escalera que subíamos jun­
tos, llevándola aún de la mano como un niño
que juega. La ventana de Ja biblioteca, nuestra
sala de estudio, se abría sobre la meseta de la
escalera, prolongada en terraza. Cuando pene­
tré en esta sala, muy fresca y un poco oscura a
causa de la sombra de los árboles, vi a mi
preceptor de pie, justamente contra uno de los
postigos de esta yentana abierta. Estaba muy
pálido, mucho más pálido que de costumbre; su
boca temblaba y se mordía los labios nerviosa­
mente. Sus cejas se fruncían como si buscase la
solución de un problema para ponerlo a mi al­
cance y, sin embargo, continuaba erguido, en
su estrecha sotana, que no le hacía perder nada
de su distinción principesca.
—Enrique—dijo con tono contenido, los dien­
tes apretados sobre las palabras—, me veo obli­
gado a partir. Es preciso que me vaya de ésta
casa esta noche misma.
Yo tuve la intuición inmediata de que había
oído la última frase de mi prima, la horrible
frase, .cuya demoníaca perversidad no conocía
aún yo mismo.
—¿Por qué, señor cura? ¿No es usted ya mi
amigo ?
—¡Yo no puedo más! ¡Yo no puedo más!
—'dijo con un tono sordo—. Debo irme en se­
guida. Es preciso.
Tuve un estremecimiento de fiebre. Cerré bru­
talmente la ventana. La sombra de nuestro sa­
lón de estudio, el nido de nuestros bellos sue­
ños, fué atravesada por los pájaros de fuego.
¿Eran pájaros del paraíso o del infierno? Todo
estaba en calma en torno de nuestras dos almas.
Era allí donde me había enseñado la embria­
guez del espíritu, la voluptuosidad cerebral, due­
ña de todos, los sentidos, suprema fuente del
olvido, el arte de extasiarse ante las obras maes­
tras de la humanidad, lejos de toda promiscui­
dad humana y de los gestos dudosos de su de­
bilidad física. Armando de Sembleuse se había
tapado la cara. Yo caí sobre un sillón y me es­
forcé en reunir mis ideas, porque de los dos
yo era el más hombre, el que más dominaba la
extraña situación que atravesábamos.
—Señor cura—murmuré—, no sólo va usted
a continuar siendo pii amigo, sino que va usted
a ser mi confesor. Yo no tengo fe, usted lo sabe,
y no practico. Esto es lo que entristece a usted
y entristece a mi madre. Ayúdeme usted a per­
feccionar la educación que usted jne ha dado.
¿Quiere usted hacerme el honor de oírme? Para
que usted comprenda es preciso que yo denun­
cie a alguien que no había orado jamás...
ahora...
Vi que lloraba.
—Evíteme usted esto, Enrique. Bien ve usted
que lloro de vergüenza. Soy incapaz de confe­
sarlo a usted.
—Vamos—dije yo, con el corazón terrible­
mente oprimido—, creo que su pudor de usted
no será más grande que el mío... y las fantasías
de mi prima no lo habrán ofendido más que
a mí.
Era a la vez una insolencia y un grito dolo-1
■roso, una decepción singular al descubrir que
podía ser débil como un hombre el que yo creía
fuerte como un dios.
—Enrique—reprendió él—, esa joven es la
última de las mujeres. Yo la he execrado desde
que lo adiviné todo. Es decir, desde que estoy
aquí. Ella deshonra a la familia que la recogió.
No hay excusa de su mala conducta, porque
hay cosas que no se deben hacer jamás bajo el
techo de los padres; es faltar dos veces al san­
to deber de la continencia. Yo lo quiero a usted
lo bastante para no traicionarlo, sin haberlo oído
en confesión; pero no podemos vivir más tiem­
po juntos. Sería odioso después de lo que ella ha
querido insinuar.
Yo estropeaba, con la. punta de un corta­
papeles, las páginas de un diccionario.
—Está loca. Eso no tiene importancia para
ella. Mi prima no tiene idea de la diferencia de
sexos. Me ha confesado una tarde de nerviosis­
mo que me amaba casi tanto como a una de sus
compañeras de internado. Ruborícese usted lo
que quiera, mi querido preceptor, yo he acabado
de ruborizarme desde aquella tarde. ¡ Cuando yo
le decía a usted que las mujeres exageran siem­
pre!
Trataba de bromear, aparentando cinismo,
3
pero me sentía cada vez más molesto ante aquel
hombre joven, casto, casi tan orgulloso de su
pureza como yo, el burguesito hipócrita, lo es­
taba de mi impudor.
—-Enrique—preguntó Armando de Sembleu-
se, mirándome con tristeza—, ¿ha conocido us­
ted otras mujeres?
—No—respondí, bajando involuntariamente
los ojos ante su mirada, como si confesara una
verdadera falta—. Algunas bromas sin impor­
tancia con la .doncella. Dice usted que es preci­
so respetar el techo de los padres. Yo había no­
tado que me era desagradable... jugar con una
persona que vestía y 'desnudaba a mi madre. Yo
me burlo de mi prima, pero de mi madre... ¡Ni
pensarlo!
Armando de Sembleuse me miraba, ahora,
con una mirada luminosa y húmeda, con una
maravillosa mirada ardiente, desesperada. Ja­
más ha tenido- un hombre una mirada tan her­
mosa de amor como la suya, porque lo decía
todo, hasta lo que ignoraba. Su cabeza .muy ju­
venil y su cuerpo esbelto y robusto eran de
una belleza ideal. Sabíamos muy bien que éra­
mos dos bellos modelos humanos. Con frecuen­
cia nos habíamos entretenido los dos en medir­
nos la proporción de nuestras facciones, com­
probando que su rostro era aún más regular
que el mío.
—Yo soy un hijo ,de Apolo—confesaba él—,
pero tenga usted cuidado, Enrique, en no ser
un hijo de Venus. No se adorne usted hasta el
punto de ^er demasiado bello. Esta madre de
los amores no es más que un monstruo.
Nos reíamos de estos pasatiempos inocentes.
Al presente, que la mujer había pasado, ya no
reíamos. Nos contemplábamos repentinamen­
te desolados. Nuestra amistad de hermanos,
mi fervor de discípulo, su gravedad de apóstol,
lodo había desaparecido, todo se oscurecía en
el equívoco del gesto femenino.
La hora de comer se aproximaba. Era preci­
so tratar de cosas indiferentes para cuando lle­
gase el momento de presentarnos en público,
ante mi prima, a fin de testimoniarle el más
tranquilo desdén. A pesar nuestro, rompíamos
el silencio para volver a ocuparnos de aquello
que nos abrasaba.
—¿Por qué se quiere vengar?—pensó él en voz
alta.
—Porque pretende que usted quiere separar­
me de ella.
—Es verdad. He hecho cuanto he podido, En­
rique.
—Entonces, ¿usted había adivinado...?
—¡ Oh! No ,era difícil. Ella lo confesaba todo...
al detalle. He sufrido cruelmente por la inmora­
lidad de usted. ¡Qué perversión!, y esto dura
hace mucho tiempo.
—En fin, mi querido preceptor, a los dieciséis
años, abandonado como yo estaba por mis pa­
dres, ¿cómo iba a evitar el ser corrompido por
una persona que se lo propone de una manera
tan intensa que, a pesar de su fealdad, sería ca­
paz de seducir a un santo? A usted, por ejem­
plo, cuando quisiera.
—Sí, yo conozco la amenaza: ella me lo ha
hecho conocer. ,
—¡Cómo! ¡No es posible! ¿Qué le ha con­
testado usted?.
—Que mi amistad hacia usted, Enrique, me
impediría siempre el poder mirarla de otro modo
que como un objeto de horror.
Me eché a reír, fustigado por la excitación
de una alegría nerviosa.
—No se lo perdonará a usted jamás, Ar­
mando.
No me expliqué, como no me explico aún, el
sentimie,rito que me hizo pronunciar por prime­
ra vez su nombre. Me parecía que abolía así
las distancias y que este amigo, al borde de las
mismas tentaciones que yo, se me hacía más
querido, viendo en él, como en mí, la víctima
prometida a la desvergüenza de la misma mu­
jer. Era quizás lo que se llama asociarse en
secreto.
El corrió hacia mí, con un paso ligero, de
animal libertado; me tomó las manos y separó
los brazos de mi cuerpo, como si me quisiera
crucificar.
—Gracias, Enrique, por haberme llamado
así. ¿Quiere usted que esta dolorosa aventura
nos haga más íntimos, más francos el uno
para el otro, que nos protejamos mutuamente?
(Bajó la voz, y cogiéndome las muñecas me
aprisionó a la vez por su fuerza y por su gra­
cia afectuosa.) ¿Quiere usted, Enrique, que nos
amemos apasionada y divinamente por cima de
la misma ignominia femenina?
Me sacudió el más extraño de los estreme­
cimientos. Sucedía una cosa inaudita. Gozaba
la plenitud de la amistad como si fuese una
pasión, y prohíbo a todos que se sonrían de este
sentimiento. Aunque aquello no duró más que
un instante, éste fué inmenso, cuasi divino, se­
gún su expresión.
—Querido, lo deseo con todo mi corazón, que
le pertenece a usted por entero, porque jamás
se lo he ofrecido a nadie. Piense usted que ni mi
padre, ni mi madre me han conocido nunca
bien. Han estado lejanos siempre. ¡Me ha mos­
trado usted tantas maravillas! ¡Me ha abierto
usted tales paraísos! Le debo a usted los más
puros goces de mi pobre imaginación. ¿Dónde
podía yo haber ido a buscar los tesoros de poe­
sía que usted tiene y que hemos partido como
dos hermanos? Yo no soy digno del maestro,
porque no soy tan bueno como él, pero al pre­
sente tengo la consoladora esperanza de obtener
su perdón.
Armando se alzó, y dejó mis manos.
—¿Quiere usted sacrificarme esa mujer, En­
rique? Lo está matando.
—¿Podré hacerlo? Tenga usted piedad de mí,
Armando.
—Voy a pedirle a su señora madre que le per­
mita a usted hacer un viaje en mi compañía,
como recompensa de sus estudios. Yo le haré
comprender que es ya tiempo de que conozca
usted el mundo... bajo todas sus formas..., aun­
que yo tenga que separarme de usted ante al­
guna de esas formas.
—¡Oh!, Armando—exclamé—, líbreme usted
de un vicio, pero no lo reemplace por otro. No
volveré a enamorarme de ninguna mujer; eso
es imposible. Todo lo que le pido es que me
conduzca usted tan alto que no pueda descender.
Tengo más necesidad de absoluto en amor que
de voluptuosidad. Necesidad de que nada, en­
tiende usted, nada pueda empañar la amistad
que le profeso.
No me daba cuenta de que acababa de pro­
nunciar amistad por amor, lo que era, hasta
cierto punto, monstruoso.
A partir de este día estuvimos unidos el uno
al otro por una ternura inexplicable, muy natu­
ral por mi parte, porque descubría las delicias
de una amistad de colegio, que no había sabo­
reado a causa del aislamiento de mi vida; una
amistad de una inteligencia superior que hala­
gaba todos mis instintos orgullosos; y por su
parte, apasionadamente inquieta, reticente, llena
de desesperaciones que yo no comprendía. Me
amaba como quien tiene continuamente miedo
de perder al que ama, pero confesaba muy di­
fícilmente sus aprensiones. Era celoso, sin po­
der libertarse de ese sentimiento que él mismo
consideraba muy ruin.
Me acuerdo que una noche mi prima, que se
, había deslizado hasta la alcoba donde yo dormía
el sueño de la inocencia, porque yo dormía al­
gunas veces ese sueño allí, fué sorprendida por
él, que la agarró de la falda, la arrastró por
toda la escalera, hasta llevarla a su habitación,
donde la dejó encerrada. Yo no supe eso hasta
mucho después, cuando me despedí de ella la
víspera de nuestra partida para el helio viaje,
permitido generosamente por mis padres.
Mi prima lloraba sobre mi chaleco, inundán­
dome con sus lágrimas y con su violento per­
fume de Chipre, del que abusaba hasta cau­
sarme náuseas.
—Sí—sollozaba—; te vas con él, que tiene el
aire de raptar a una mujer. Huyes de mí, pero la
desgracia irá contigo siempre. Vendrás cambia­
do, muerto para nuestras caricias, y seré yo la
que huiré de ti.
—Mi pobre Luce, nuestras infantilidades se
borrarán seguramente de nuestra memoria. Es­
pero que nos volveremos a ver ya curados. No
tendremos nada que negarnos..., porque no nos
pediremos nada más.
—El me ha echado de tu cuarto una noche.
¿No lo sabías?
—No; ¡qué bien ha hecho! Es peligroso para
una joven comprometerse de esa manera. Pien­
sa, Luce mía, que tú aportarás a tu futuro ma­
rido una cuantiosa dote; ¿qué figura haría yo si
te sedujera en toda la acepción de la palabra?
Yo sabía mucho ahora, gracias a ciertos cono­
cimientos de folletos de medicina que me había
prestado el cura a mis reiteradas instancias, y
ya tenía el aplomo de un hombre hecho, cuan­
do no era más que un muchacho pervertido.
Durante el trayecto del camino de hierro,
ebrios de libertad, los dos nos felicitábamos y
nos dábamos apretones de manos como dos bue­
nos camaradas que se encuentran lejos de la
férula. Le dije entre dos explosiones de risa:
—Confiéseme usted, Armando, que usted ha
secuestrado indignamente a Luce una noche en
honor mío.
—Sí—dijo con la voz súbitamente ensombre­
cida—; yo he faltado verdaderamente apartán­
dome de la virtud.
Yo me encogí de hombros; me era igual, en
el fondo, la virtud del sacerdote de Sembleuse,
porque mi camarada Armando me parecía un
ser distinto; sin embargo, me sentía humillado
ante la montaña de perfecciones humanas que
este soberbio joven me representaba.
—¡Oh! Yo le concedo a usted permiso de ca­
zar en mis tierras—le declaré con aturdimiento.
—Está usted hecho un monstruo—murmuró
él dulcemente^—. ¿No le alejaría a usted de mí
una participación de lo que hay de más secreto
en el amor?
—De ninguna manera, porque no amo a esa
mujer.
—¿ Entonces por qué busca usted precisamen­
te en ella lo que hay de más detestable?
—¡ Dios mío, Sembleuse, es usted un enamo­
rado de lo absoluto!—le respondí bajando el
cristal del compartimiento para tomar el aire—.
¡Hay cosas que valen tan poco! Vicio de su par­
te, fantasía de la mía, no se va a buscar el me­
dio día a las dos de la tarde. Entre los quince
y los dieciséis años se está a merced de 1a. pri­
mera que llega. Esto es, yo lo creo, como usted,
el gran defecto de nuestras educaciones mascu­
linas; ese punto de partida de nuestra vida sen­
sual puede ser perjudicial... En todo caso bas­
ta con que no pueda ser mi mujer, que es lo
que ella pretendía. No lo será jamás..., a menos
que usted me lo ordene, querido maestro, como
penitencia.
Y siempre riendo, arrojé por la portezuela una
ramita de jacintos rosa, espesa y carnosa como
los labios de mi prima; una flor cuyo olor cau­
saba vértigos, que ella me había prendido bajo
mi abrigo, en el lugar mismo del corazón.
—¡Qué extraña criatura es esa mujer!—mur­
muró el cura, a quien no se le había escapado
mi acción—; junta la ¡sentimentalidad de una
modistilla a las maniobras abominables de las
prostitutas. Yo la temo cada vez más por usted,
Enrique. No debía usted haber aceptado esa flor.
-—La acepté por cortesía, Armando... La he ti­
rado... para ofrecérsela a usted.
Hubo un silencio, durante eü cual pudimos
escuchar a nuestras dos almas batir las alas.
No estuvimos en París más que el tiempo de
hacer algunas compras. Yo estaba loco con los
trajes bien cortados y las lencerías finas, como
un verdadero chiquillo libertado de los anda­
dores provincianos. Armando, que tenía un gus­
to muy depurado, para todas esas cosas diri­
gía mi elección. Bajo su hábito, que lo ceñía
tan estrechamente que le hacía parecer una
estatua, llevaba las telas canónicas, pero ama­
ba, hasta acusarse humildemente de ello, las
bellas telas vaporosas y, sobre todo, los más me­
ticulosos cuidados de toilette. “La limpieza, de­
cía, es la níadre de la pureza...; los renuncia­
mientos de San Sabino me repugnaron siem­
pre.” Sabía ¡conservar con su sotana la más aus­
tera de las elegancias, que le sentaba como una
armadura; y nada, según creo, podía sentar me­
jor a su belleza insexuada.
El pensó un instante en despojarse del hábito
monástico para ponerse un traje que no llama­
se la atención en el teatro, cosa que consienten
sus estatutos; pero yo elegí una pieza clásica
del teatro Francés para evitarlo: tal miedo te­
nía de verlo cambiar de línea a mis oj os y que
se rompiera el encanto.
Escuchamos, no sin disimular los estremeci­
mientos nerviosos, un drama negro, inhumano,
que no correspondía a nada de nuestras exis­
tencias, y yo le hice notar que cuando él me leyó
ese mismo drama, con su voz opaca, me había
emocionado profundamente.
—No pedemos extraer la emoción más que
de nuestro estado de alma, y es bueno para lo
vulgar sucumbir a lo ficticio—respondió él.
—Pero es enojoso—murmuré—que esas gen­
tes se molesten en declamarnos eso. ¡Oh, Ar­
mando, cómo me aburro! ¿Son estas las de­
cantadas distracciones parisienses?
Entonces el sacerdote imita a Satanás en la
montaña. El arriesga con franqueza, muy leal­
mente, la suprema tentación, y, debo decirlo
también francamente, es preciso subrayar la
lealtad de su sacrificio, porque ya representaba
un sacrificio para él.
—Enrique—me dice al salir del teatro—, es
usted libre de dejarme aquí. Traemos dinero su­
ficiente para que pueda usted beber en otras
fuentes que las de la inspiración clásica.. París
no vale más que por su lujo... inútil y sus casas
de placer. Yo estoy obligado a confesarlo de­
lante de usted. Estoy encargado de darle todas
las autorizaciones, al menos de parte de su se­
ñor padre. ¿Desea usted continuar aburriéndose
o... divertirse?
No sé por qué sentí ganas de pegarle; des­
pués lo miré de frente, sacudido por una cólera
loca:
—¡Y eres tú—grité con una voz vehemente,
que me destrozaba la garganta al pasar, porque
yo no era un actor—quien me propone eso, tú
el puro, tú el casto, tú quien me haces perder
esta castidad que me resta! ¿Eres tú, el sacerdote,
el amigo, el hermano y el maestro, quien osa
proponerme eso? Entonces arroja ese hábito y
ven conmigo. Yo no he ido jamás a esas casas
de que tú me hablas; tengo necesidad de un
guía experto. ¡Ah! ¡Es demasiado, Armando:
has ido demasiado lejos! Yo conozco, estoy
persuadido de ello, todos los malos sitios por
los borrones de mi prima. Tú no puedes brin­
darme nada mejor; pero podías haberle aho­
rrado esta vergüenza a nuestra buena amistad.
¡Armando, ese papel de ángel malo no te sien­
ta bien!
El caminaba de prisa, y me arrastraba en la
noche hacia nuestro hotel.
Guando entramos me apercibí de que tenía las
mejillas bañadas de lágrimas. Quiso cerrar la
puerta de comunicación entre nuestras dos ha­
bitaciones; yo le apreté la muñeca, que retiró
vivamente.
—¿Enfadado?—dije, un poco inquieto del re­
sultado de mi escena.
Ocultó por segunda vez su rostro en sus lin­
das manos, largas y blancas, que habían, en
otras ocasiones, alzado la hostia.
—Te suplico que no me tutees—dijo, per­
diendo la noción de nuestra extraña situación
de preceptor y discípulo.
—Al contrario (y me eché a reír de buena
gana). A partir de esta noche, entre nosotros
solos, Armando, aboliremos la última barrera
de los convencionalismos sociales. Nos habla­
remos de tú—y añadí con una horrible mali­
cia—como dos hombres que han sido compañe­
ros de placer. ¡Tanto peor para ti, vil tercero!
Tomó mis dos manos y se las aplicó al rostro
en lugar de las suyas.
—Enrique, eso será delicioso, solamente tú
eres el perjudicado. Yo soy responsable de ti;
yo tengo que dar cuenta de tu conducta, buena
o mala, a tus padres. No olvides que mi minis­
terio es doble en este momento, por la misión
especial de que me han encargado. Soy yo mis­
mo quien la ha solicitado como un favor; yo
quisiera que fueses un hombre según la moral
corriente, porque tú has debutado mal en la
vida de los sentidos. Puedes desviarte cada vez
más. En cuanto a mí, tengo menos experien­
cia que tú, gracias a Dios; pero te iba a condu­
cir con mis ideas sobre lo absoluto a convertirte
en un monstruo, un anormal, bajo todos con­
ceptos. Mi responsabilidad me espanta.
Lo atraje hacia mí, y le hice sentarse sobre
mi cama.
—Me gusta—dije, apoyando mis manos sobre
su boca—-hacerte sufrir. Me gusta ir a ver en tu
compañía los bellos objetos de arte antiguo de
que tú me has hablado tanto allá, en el jar­
dín de nuestra casa, donde yo soñaba con en­
tusiasmo en ser transportado al séptimo cielo de
todas las nobles voluptuosidades. Tú has hecho
de mí en estos dos años de maravillosa intimi­
dad una especie de monstruo, en efecto, tu se­
mejante, menos en el detalle femenino; enton
ces ¿por qué renegar de tu obra y romper tu
estatua? Sin ti yo continuaría embruteciéndome.
¿Es mi padre, tan rígidamente severo; es mi ma­
dre, tan misteriosamente lejana, los que hu­
bieran podido darme la llave del tesoro intelec­
tual que tú me has aportado? Vamos a dirigir­
nos a Italia, mi querido Armando. Tú me pro­
pones una excursión solitaria en los bajos fon­
dos de la capital; yo te propongo un viaje de
novios. Sí, simplemente el viaje de novios de
dos muchachos prendados sólo de la belleza. No
es culpa mía, ¿verdad? ¡La belleza es esencia
femenina! ¿No somos nosotros los héroes de la
más espléndida de las amistades humanas, Ar­
mando? ¿No vale eso más que todos los amores
y todas las pasiones?
El lloraba, sollozando con las manos juntas y
la frente inclinada, postrado por completo de­
lante de mí, que, puesto de pie, lo dominaba al
presente con toda la superioridad de un entu­
siasmo reciente por la pureza de las intenciones.
En esta vulgar habitación de hotel, nosotros,
los pasajeros del ideal, nos elevábamos más al­
tos que la Humanidad para llegar al amor pa­
sión sin el vértigo de los sentidos; yo no temía
al precipicio que bordeábamos. Pero él lloraba
y parecía anestesiarse en una especie de deses­
peración voluptuosa. ¿Desconfiaba?...
Aquí, mi querido abogado, quiero detenerme
un momento para prevenirle que no exagero,
que no miento, que no quiero mentir, porque
este principio de mi vida de amor es el prefacio
de lo que usted llama, no comprendiéndola, mi
pasión morbosa, la que me ha conducido don­
de estoy; es decir, delante de usted. Es preciso
que usted comprenda y admita la primera, si
usted quiere comprender y admitir la segunda.
Es preciso... para poder medir toda la exten­
sión desierta de su real, horrible y maravillosa,
pureza. No tengo ninguna intención de extra­
viar a usted, porque me juego la cabeza, con­
tra su convicción. He discutido bastante con
usted para .saber que defenderá mal una causa
que no crea buena por interesante que sea. Le
cuento las cosas como sucedieron. Yo no me
engaño a mí mismo con su recuerdo. Qui­
zás estaría más o menos persuasivo fren­
te a mi profesor de energía moral; pero en
substancia es esto lo que le dij e y lo que pensa­
ba. ¿Qué pensaría él? Después de veinte años
lo ignoro todavía. Yo no puedo juzgar, porque
tenía seguramente más experiencia que yo por
la influencia del deber religioso, que lo sujeta­
ba a leyes que yo no conocía. Una disciplina de
hierro había avezado a este hombre joven a to­
dos los esfuerzos del renunciamiento; pero él ise
había refugiado, por nobleza de alma o violen­
cia de temperamento, en una voluptuosidad ce­
rebral constante, que lo embriagaba lo suficien­
te para impedirle distinguir el sueño de la rea­
lidad. No soy el llamado a vituperarlo.
Que este hombre me amaba con el mismo
amor que mi prima deshonraba, no lo dudo;
pero que ese espléndido atleta del espíritu puro
so supo elevar hasta el arte del martirio y a. la
virtud del apostolado, no lo dudo tampoco.
Es preciso hacer esta justicia a la religión ca­
tólica; es ella la que ha hecho mucho más que
el paganismo para aumentar la suma de volup-1
tuosidad ofrecida a nuestro triste mundo, por­
que ella ha inventado el más poderoso de los
afrodisíacos: el pudor. Era yo de una raza de
burgueses, de esos grandes burgueses de Fran­
cia que han dado a ésta sus mejores magistra­
dos y sus más famosos estrategas, pero que no
brilla precisamente por la continencia y la re­
serva de la palabra, sino del gesto. Técnicamen-»
te no hubiera yo podido alternar con el sacerdote
de Sembleuse, esta flor pálida de una alcurnia
demasiado noble. El no osaba avanzar; pero a
mí ¿qué podía hacerme retroceder? Además, él
no podía vencerme más que por la admiración
que yo le profesaba, por ¡su resistencia a mis de­
bilidades, a todas las debilidades. A ciertas^ al­
turas todo se unía: las pruebas de amistad como
las de amor. Me amaba tan profundamente, que
ahogaba los gritos como si se abrasara desde
que yo lo había ofendido con mi insolencia de
libertino. Así, pues, no me aproveché de aque­
lla noche en que él estuvo admirable de mesu-'
ra y de sabiduría.
—Sea. Que nuestro destino se cumpla, Enri­
que—balbuceó él, mirándome de nuevo bien de
frente—. Es más fácil tentar a Dios que rechazar
la lucha contra el demonio, y yo acepto todo lo
que me venga de ti; solamente que te lo asegu­
ro: nosotros corremos los dos a un peligro mis­
terioso, y mi lealtad te lo advierte.
—¡Me cargas!—respondí brutalmente—. Tie­
nes el aire de uno de esos actores que decla­
man en falso. Lo que te pido, yo que salgo de
la más indigna unión, es lo ¡sobrehumano. Lo
demás no tengo necesidad de ti para encon­
trarlo.
Temblando separó sus ojos de las míos.
—¿Y si yo tuviese ¡celos de lo demás? ¿Si te
exigiese el sacrificio de todos los placeres? ¿Si
te quisiera siempre semejante al amigo de esta
noche ?
—Pues bien—dije un poco turbado—; te pro­
meto ensayar. Ya he dejado a mi prima a cau­
sa tuya; continuaré repudiando todas las- pri­
mas de ocasión—añadí con una fatuidad ino­
cente de chiquillo de dieciocho años, siempre
contento de escandalizar al vecino—. Además,
estoy tan fatigado, que esto será menos que un
juego. Tengo necesidad de aire puro. Este olor
de Chipre me persigue y me hace echar el alma.
El suspiró muy tiernamente:
—Si hay uno que asuste al otro, no soy yo.
Buenas noches, Enrique; duerme, estás bastan­
te fatigado, en efecto, para que no te acuestes.
Salió de mi habitación, cerrando con un por­
tazo un poco violento.
Al día siguiente estábamos en camino para
Italia. ¡Italia en primavera!... Estábamos co­
mo metidos en un baño de agua tibia, y nues­
tros movimientos tenían una libertad y una
negligencia semejante a la de los nadadores que
se dejan llevar por la corriente. En la penumbra
de las iglesias o de los museos íbamos uno ál lado
del otro, presos de las mismas alegrías de la vida,
de la misma embriaguez cerebral. Tuvimos para
las efigies de las mujeres, muertas desde hacía
largo tiempo, los mismos transportes de admi­
ración o las mismas familiaridades. El me ha-
biaba de su fervor por tal santa, y yo le respon­
día con mis sarcasmos sobre tal cortesana.
Roma, Florencia, Milán, Ñapóles. Y los pla­
ceres vulgares se ofrecían también como los ja­
lones de los límites kilométricos indicando los
progresos que hacíamos cada día en el camino
y subiendo ese singular calvario. Una extraña
atraviesa nuestra ruta con su gracia algo emba­
razosa. Una mujer de pupilas verdes de gata
en celo se digna distinguirme. Me dió una cita,
diciéndome que me escapara de la vigilancia de
mi preceptor; pero yo se lo dije a éste con toda
franqueza. El estalló en un ataque de risa que
no parecía falsa, y suprimiendo toda declama­
ción teatral, me entregó un ¿billete parecido al
mío por la escritura, pero con más prudencia en
las frases. Ella había comenzado por el cura.
—Pero—dije yo muy vejado—¿por qué no me
has advertido? Esto data de tres días.
—No hubiera sido conveniente a causa de
mi traje, primero, y después, porque yo le debía
el secreto a causa del suyo.
—Entonces, ¿quieres que la juguemos a cara
o cruz, Armando?
—No, mala persona. Te pedo el juego entero.
—Gracias, no acepto los restos de nadie. Pero
¿de qué raza son las mujeres? Son viciosas na­
turalmente. El sacrilegio es lo que más les gusta.
-—¡Oh!—dijo él dulcemente—. Tengamos in­
dulgencia ¡para esas desgraciadas. Al menos
ellas no saben lo que hacen.
Yo estaba furioso contra él, contra mí y con­
tra todo.
—Ellas son la vergüenza y la desesperación
de todo el mundo. Nos cogen y nos marchitan
de tal manera, que nada puede florecer por don-1
de han pasado.;
—'Cálmate, Enrique... Día llegará en el que
encuentres la joven inocente que desposarás en
una bella ceremonia..., donde yo rogaré ipor ti.
—¿Mi prima?
Se mordió losi labios, sabiendo—no podía du­
darlo—que, en efecto, mis padres deseaban ese
matrimonio de conveniencia a causa de la sun­
tuosidad de su dote.
¿No sería preciso prevenirlo de antemano?
¿Qué importaba mi sueño?
—¿Tienes ideas sobre el matrimonio, Arman­
do ? Te ruego que las desenvuelvas. Que yo sepa
de una vez lo que tienes intención de hacer de
tu... influencia..
—Es preciso pensar en el nido futuro, en las
exigencias de Ja especie, en los hijos—confesó
él, muy disgustado por mi ironía.
—Pues bien, querido; existen una enormi­
dad de hijos sin padre, muchos pobres dia­
blos condenados al hambre o a la reclusión,
porque están abandonados. La primera exigen­
cia de la especie humana, a mi humilde enten­
der, es socorrer a los seres hechos antes de fa­
bricar otros... Tratar de librar a esas criaturas
de su degeneración. Me parece que lo mejor sería
proteger aquellos cuyas miserias se conocen ya.
—Tú eres más justo que los burgueses ordi­
narios, y cada vez me asustas más. Tengo mie­
do de seguirte; vas demasiado de prisa. No qui­
siera verte tan avejentado. .
Trataba de burlarse, y se detenía porque le
faltaba el aliento para seguir en ese terreno.
No se habló más de la dama de los ojos ver­
des. No pensábamos más que en nosotros, aho­
gados, sum'ergidos en un egoísmo común que
nos ocultaba toda la verdad de la vida. Había
entre nosotros y el mundo real como un cristal
de una vitrina, y nosotros, los objetos raros, mi­
rábamos desde lo alto a los que pasaban, per­
suadidos de haber detenido nuestro corazón en
la hora de nuestro placer personal, el inmenso
placer, amargo, cruel, que nos exaltaba sin lle­
gar a extenuarnos, ni hacernos perder la razón,
porque nada podía empañar la castidad de Ar­
mando de Semhleuse. El era criminal sin debi­
lidad... Confieso que yo no comprendí jamás
ese amor que no desea, pero que ejercía sobre
mí el más noble ascendiente, porque no hay du­
da de que yo hubiera sufrido todo cuanto él
quisiese.
Ya ve usted, mi querido abogado, que no me
presento mejor de lo que era; solamente he com­
prendido más tarde, mucho más tarde, que era
él quien amaba más y quien era más feliz, por­
que se escapaba a la ley común.
¿No basta la saciedad del orgullo, de un or­
gullo inmenso, para dominar todas las volup­
tuosidades conocidas?
Una noche, la última noche de ese que yo
había llamado audazmente nuestro viaje de no­
vios, en Venecia, contemplábamos la muerte del
sol en las ondas de la laguna y un vuelo de pa­
lomas rayaba la nube inflamada para reflejarse
en el agua y mojar su buche casi rosa, cuando
tuvimos quizás a un tiempo una de esas emo­
ciones vergonzosas que precipitan a los hom­
bres en el peor de los abismos. Estábamos tris­
tes porque la partida se había fijado para el
día siguiente. Pensábamos en la vuelta como se
sueña en la tumba, y, sin embargo, debíamos
continuar viviendo juntos, uno al lado del otro,
participando de las mismas alegrías y las mis­
mas penas, lo que sería siempre un placer. Con
el corazón oprimido de angustia se juntaron
nuestras manos; miramos desde ese balcón de
mármol agonizar la luz con una extraña apren­
sión de no volver a verla jamás. Todo era bello
en torno nuestro, y estábamos solos en ese pa­
lacio que disimula su trivialidad de gran res­
taurante bajo una antigua elegancia principes­
ca. El agua, el cielo y nosotros... Algunas gón­
dolas se deslizaban como fúnebres ataúdes para
decirnos que todo pasa y se desvanece, dejan­
do apenas una raya en la superficie de la sá­
bana movible de la laguna. Nuestros ojos se
desviaban de la belleza de las cosas, se busca­
ban y se inflamaban de todas las llamas del
poniente.
■—Sí; esto debe también acabar — murmura
Armando de Sembleuse-—. Sería mejor irnos
juntos... donde se han ido los que no estaban
satisfechos en la tierra.
—¿ Dónde entonces ? ¿ Te has vuelto loco ? ¿ Es­
tás blasfemando, tú, el santo?
—Allá arriba.
El me señala la nube de oro líquido donde se
perseguían las palomas, que parecían ahora ne­
gros pájaros de mal agüero, a pesar de sus ar­
dores amorosos que nos escandalizaban.
—Yo no amo la muerte—le dije, desdeñando
esta concepción sentimental—. Estoy demasia­
do cerca de la vida ipor mi edad y, sobre todo,
por mi materialismo. Me has enseñado que todo
renunciamiento de este género es un crimen.
¿Me has hecho semejante a ti? ¿Por qué quie­
res anularme?
—Yo no quiero entregarte a esa mujer, que
estoy cierto que me amenaza, y es... más fuerte
que tu afección.
—Tienes gana de insultarme esta noche, Ar-1
mando, y yo también tengo gana de decir cosas
desagradables. No tenemos más que una noche
que pasar bajo este techo. ¿No sería más sen­
cillo pedir licores extraordinarios?
—He aquí tu continua necesidad de sensua­
lismo, esa fatal gula de tu imaginación. Si te
lo permitiera, serías capaz de embriagarte para
olvidar... que volvemos a la vida mañana.
—Pues bien; quedémonos aquí. No volvamos
más. Has tenido la audacia de robarme, ten la
audacia de conservarme... siempre.
—Soy pobre, Enrique, y tú eres un hijo de fa­
milia, llamado a tener una gran fortuna. ¿Pue­
do yo hacer traición a la confianza de tus pa­
dres, que me han permitido que te acompañe y
que te cuide?
—¡Ah, iqué complicado es el amor que me
profesas, Armando ! ¡Hablas de suicidio y retro­
cedes ante un abuso de confianza! ¡ Me exaspe­
ras! No sabes lo que quieres. Te aseguro que
convendría pedir los licores.
Me esforzaba en bromear, según mi mala cos­
tumbre, cuando quería huir de mi sentimental
lismo, ¡pero sufría de verlo tan desgraciado.
Había anochecido por completo. Rodeé su
brazo alrededor de mi cuello y murmuré:
—Estaba escrito en un Evangelio diferente del
tuyo, mi querido maestro, y yo he leído en las
novelas, a pesar de tu prohibición, que si nues­
tro mejor amigo fuese una mujer sería nuestra
querida... Eso es lo que nos falta... La sensua­
lidad en ti .son los celos. Tú no te das cuenta,
porque eres un santo; pero en cuanto te ima­
ginas que voy a entregarme a; alguna de las que
m,e engañaron, te vuelves loco. ¿No es cierto?
Inconscientemente, él me oprimía contra su
pecho.
—Estoy celoso de tu eternidad, Enrique. Pero
tú caerás en esta vida y yo, al menos, tendré la
probabilidad de volverte a encontrar donde es­
pero que cese el innoble reino de la materia. (Y
añadió, con la mayor naturalidad del mundo,
sin cesar de iluminarme con su espléndida mi­
rada ardiente, en ese momento en que la noche
nos envolvía en su complicidad acariciante:) Si
tú fueras una mujer no serías mi querida, so­
bre todo si yo te amase como te amo, es decir,
con verdadero amor.
Me sacudió un escalofrío. Bajé los párpados,
espantado, y fué en ese minuto en el que tuve
por primera vez el deseo de matar, de arrojar­
lo, de precipitarlo en la ola sombría que lamía
los cimientos de ese palacio veneciano con re-'
clamo muy dulce de animal espiando una pre­
sa. Esto no duró. Me rehice y encendí un ciga­
rrillo, porque sabía que él tenía horror a verme
hacer ese gesto, y quería probarle que mi capri­
cho pasaría siempre antes de su intervención.
Se echó a reír, y resumió con voz sorda:
—¡El fuego lo purifica todo! Prefiero verte
pensar en otra cosa, mi querido monstruo.
Lo había comprendido todo porque él me oía
pensar...
Era preciso volver, cesar en esos juegos ener-'
van tes de una voluptuosidad imposible, aban­
donar la plena libertad donde dos muchachos,
privilegiados -entre todos, habían jugado con la
esencia del amor insaciable, que dejaba en sus
dedos enervados sólo la sensación de un frescor
de alba o de una quemadura exquisita que no
pasa de la piel.
¡ Qué fuertes nos sentíamos contra la vida y
contra la muerte! ¡Y cómo debíamos caer de la
altura ante una abyección femenina!
Mis padres dieron una velada de gala en ho­
nor de nuestra vuelta al hogar. Suntuosamente
provinciana, esta fiesta representaba un mo­
mento de triunfo. Armando devolvía un hombre
(al menos así lo creían), habiéndose llevado un
niño, y nadie sospechaba que este hombre no
volvía tal como se había ido, sino minado por
el más espantoso de los males : la duda, que ani-1
quila todas las creencias en la salud moral, que
arruina las mejores intenciones, y, a fuerza de
profundizar en todos los problemas, tenía un
siglo más. Estaba unido al maestro en toda la
acepción de la palabra. Lo había colocado sobre
una cumbre inaccesible a los demás mortales,
y con el entusiasmo fatal de la juventud, que
permanece sincera hasta cuando se burla. Me
sentía morir, cada vez más, con mi terrible se­
creto. Así, “donde no hay nada—dice un viejo
proverbio—, el diablo pierde sus derechos”, y
mi prima Luciana Marín no podría, probable­
mente, vencerme con sus ruegos.
Ella fué a este baile casi linda. Toda de blan­
co, como una novia, con rosas blancas en los
cabellos rizados, muy levantados en un moño
español. Su traje de. tul, con corselete de raso
liso revelaba un busto de armoniosas proporcio­
nes; pero fué aquella noche cuando yo noté ¡mi
repulsión hacia los ¡senos de la imujer, esta ano­
malía destinada -a la utilidad después de lo agra­
dable. No sabiendo bailar bien, me negué a val­
sar con ella, lo ¡que dió lugar a un movimiento
de despecho. 1
Mi madre, muy ¡bella y siempre muy lejana,
vestida de raso gris perla, bordado de plata, vino
a buscarme afectuosamente. Su mirada perdida
parecía cada vez más ausente, pero tenía en las
comisuras de la boca un pliegue que no le -había
notado hasta entonces.
—¡Yo te ¡quisiera más hombre!—me había
declarado desde mi regreso, acariciándome -los
cabellos y echándomelos hacia atrás—. Los lle->
vas demasiado largos. Y, además, no se sabe lo
que piensas. Eres excesivamente reservado.
—Mamá, yo le parezco a usted—le respondí
sonriendo—, y usted no me puede censurar, por­
que usted es perfecta. ¡
Esto le hizo reír un poco, porque la mujer que
es adulada por un varón lo- agradece ¡siempre,
hasta el punto de no* poder distinguir un cum­
plimiento de una ironía, aunque ese varón sea
su hij o o su amante.
—¿Por qué no bailas con tu prima? ¿Es que
os vais a mirar como perros de porcelana? Ella
es encantadora y sabe bailar mejor que tú...
No tienes más que dejarte conducir.
—Ese papel no me oonviene, mamá. No deseo
que mi prima me dirija..., al menos para dan­
zar en público.
—¡Qué voluntarioso has vuelto! En fin, es­
tás en tu derecho. Espero, sin embargo, que
esta niña no te disgustará hasta el punto de
manifestarle tu antipatía... momentánea.
—Nada de lo que haya en esta casa me puede
disgustar, querida mamá. Si usted tiene empe-'
ño en que yo baile, acepto el dejarme guiar por
usted, que es la única que tiene ese 'derecho.
Me golpeó el hombro con su abanico.
—¡ Ah! El muy picaro—suspiró—. Está dis­
puesto -a librarse de un mal paso haciéndome
una reverencia. Es necesario' que busque a tu
preceptor para que te enseñe que no te debes
burlar así de tu vieja madre.
—Mi prima es también de más edad que yo,
me parece.
—¡Qué nimiedad..., dos años!
Se veía bien que mi madre estaba aquella no­
che en sociedad; tenía tiempo de conversar con
su hijo.
Estábamos sentados en un canapé, detrás de
plantas de perfumes muy violentos, tuberosas
y lilas blancas, sin ninguna hoja en sus ramas
desnudas, de madera seca y dura, terminadas
por un grupo de flores cultivadas en inver­
nadero.
—¿No es verdad que ha cambiado tu prima,
Enrique? Parece más seria, más mujer. Estoy
asombrada y verdaderamente encantada de su
reserva. Su pensionado le había hecho adquirir
malos modales.
—En efecto; me abrazaba demasiado. Lo ha­
brá usted notado. ¿No es cierto?
—Yo creí que eras tú el que no lo notaba.
Sólo los inocentes no se fijan.
—Mamá—respondí, mordiéndome los labios
para no reírme en su cara—, yo era entonces
inocente porque me dejaba besar, y ahora soy
culpable porque me niego a abrazarla delante de
todo el mundo. Le ruego a usted, querida mamá,
que vaya a buscar a mi profesor para que nos
explique esto. ¡Tengo curiosidad de conocer su
opinión!
—Enrique, eres insoportable cuando haces
preguntas inconvenientes. Esta, por ejemplo, es
una manía que te queda. Yo no tengo necesidad
de un .confesor ¡para confesarte. Los niños jue­
gan a juegos que les dan miedo- a los hombres
algunas veces.
Conservaba su sonrisa amable de dama que
recibe. (
—Sí, me atrevo a adivinar, mi señora mamá;
¿yo me he convertido, en un... señor serio por­
que rechazo el contacto con mi estimable pri­
ma?
—Me causas pena bromeando sin cesar acer­
ca de los asuntos más sagrados. Atiende... ¿Ves
a tu padre? Míralo, obligado, a bailar con ella
para reparar tu negligencia..., y a fe mía que
danzan bien los dos. No ha perdido ella en el
cambio.
Recibí como una sacudida eléctrica, y miré
en la dirección indicada.
Mi padre, del que deberé hablar bien pronto
largamente, era, en esa época, un hombre de
cincuenta años, un magistrado de salón, de una
rara corrección de figura, de rostro muy frío,
con una mirada imperiosa, que debía aterrori­
zar ia los culpables; los cabellos grises, pero
peinados como un joven; la dentadura, sober­
bia aún, le permitía una semisonrisa encanfado-
5
66 rachilde

ra por su enigmático escepticismo. Se conser­


vaba delgado, llevaba los trajes muy cuidados,
tendiendo, sobre todo, a no hacerse notar si­
guiendo la moda, pero se hubiera podido supo­
ner que la moda, que no es más que una corte­
sana, y que no tiene más que los caprichos que
se le imponen, lo seguía a él.
Me pareció aquella noche como si mi madre,
muy lej os de mí y muy cerca de sus deberes de
dueña de casa, tratara de consolarse de un mudo
dolor.
—Eso forma lo ¡que se ha convenido en lla­
mar una buena pareja—murmuré yo irónica­
mente—, a lo menos en su mundo de usted, mi
querida mamá.
—Enrique, verdaderamente no tienes juicio.
Tu padre, bien lo sabes, te la destina para espo­
sa. Luciana tiene seis cientos mil francos de
dote, y en este momento los mejores partidos de
la ciudad le hacen la rueda.
—¿Me dice usted de repente eso esta noche,
sin haberse dignado informarse de mis gustos
personales? Porque yo también, mi hermosa
madre, me permito tener un gusto personal.
Hablaba con los dientes apretados, mordien­
do las palabras y azotando el traje de mi madre
con una rama de lilas que había arrancado ¡del
ramo de flores colocado detrás de nosotros.
—'Enrique, te hablo algo a pesar mío, obliga­
da por las circunstancias. Vuelves de uno de
esos viajes que dicen que forman a ¡los jóvenes.
No te ordeno nada. Creo que tienes más de mí
que de tu padre. He tratado ¡de educarte lo mejor
posible, y, conociendo la deplorable influencia
de los internados sobre los colegiales que se les
confían, he querido preservarte de dudosas in­
timidades. ¿Me recriminas por eso, Enrique?
—No, mi querida mamá; yo no la recrimino
a usted ni siquiera por haberme tomado por una
hija.
—¿Qué significa esa broma?
—Significa que no se educa a un muchacho
como a una Luciana Marín, ni a una Luciana
Marín como a un muchacho..., y que yo no
tendré jamás bigote.
—En fin, vamos, Enrique, sé razonable un
minuto. Era preciso alejaros al uno del otro du­
rante vuestra infancia, época ¡en que es con fre­
cuencia peligroso preparar la costumbre ¡que
destruye el placer que se puede experimentar al
verse..., y, naturalmente, yo me quedé con el que
me era más querido.
—Mamá—exclamé yo, aturdidamente—, us­
ted ha ¡debido- ser ¡muy apasionada, porque usted
es una gran egoísta.
Se levantó vivamente, muy asombrada de la
audacia de mi frase, ¡que corregí levantándome
a mi vez y tomándole la mano, una mano del­
gada, de uñas largas, que llevé respetuosamente
a mis labios, murmurando:
—Dispénseme usted, mi señora madre; pero
si su hijo está tan alejado de usted es¡, proba­
blemente, gracias al género de educación que
le han dado. Esto no me impedirá obedecer a us­
ted... en el límite de lo imposible, que es el mío.
Miraba a mi madre a hurtadillas. Conserva­
ba el pliegue duro, acusando los ángulos de ¡su
boca, pero quizás no era yo el culpable de que
lo tuviese.
La velada triunfal se terminó. Yo ¡no bailé ni
con mi prima ni con ninguna otra; pude dormir
a mi gusto hasta muy tarde, sin que nadie vi­
niese a atentar a la inocencia de mi sueño, lo que
me escandalizó un poco.
Fué en esta época cuando fui presa de tras­
tornos -cardíacos, -extremadamente graves, que
me pusieron a dos dedos de esa muerte de que
el cura de Sembleuse hablaba como de una su­
prema liberación de los apetitos de la -carne. Me
fué preciso seguir un régimen y conocer lo des­
agradable de las visitas médicas. Guando el pe­
ligro hubo pasado, me enviaron, a un pabellón
de caza, en medio de los bosques, cuyo aire me
convenía más que el de la ciudad, confiándome
aún a los cuidados de mi preceptor. Armando
estaba desollado. Se acusaba de hacerme un
daño físico con su moral intensiva, lo que quizás
sería cierto ; pero cuando me declaró que iba ’a
pedir su relevo', tuve tal crisis de lágrimas que
me juró no abandonarme nunca. Tenía que re­
petirle que no, sufría, que me había desligado' de
todo lo que es vulgaridad y que eso, al contra­
rio, hubiera debido encantarle, porque me ha­
bía él condenado a permanecer siendo suyo, su
Dios. El no vivía ya de hecho, y yo pensaba con
seriedad en cesar de existir normalmente.
Esta crisis duró largo tiempo. Me sirvió para
librarme del servicio militar, lo que me humilló,
sin desagradarme demasiado. Mis padres me de­
clararon que podía escoger la carrera que me
conviniese, pero que me aconsejaban casarme
joven porque no debía, a causa de mi salud, lle­
var una existencia demasiado libre.
Tuve en asta ocasión una entrevista muy cu­
riosa con mi padre, y^no quiero omitir una sola
palabra a la consideración de usted. Me acuer­
do absolutamente como de una lección aprendí-
da, la más terrible lección dada por su familia
a un joven relativamente demasiado prudente.
Mi preceptor vino a buscarme una mañana a
mi cama, cosa que hacía con frecuencia desde
que yo me levantaba tarde, y me dijo, presa de
una fiebre que yo conocía bien porque llegaba
siempre a, comunicármela:
—Enrique. ¿Te sientes con fuerza para afron-'
tar los... consejos de tu padre y poder sostener
una lucha que yo temo por ti tanto como por
mí? Creo que se trata de tu porvenir. Me han en­
cargado que te envíe a su despacho.
—Mi querido Armando, yo me burlo de todo,
particularmente de los consejos de la familia.
Yo no he subido tan alto para condescender a...
casarme con la señorita de los seiscientos mil
francos de dote. Yo tendré, según creo, veinte
mil libras de renta a mi mayor edad, es decir,
mañana. Tú acabas de despertarme de un bello
sueño... Volveremos a Italia los dos.
Mientras él volvía al salón de estudio, yo me
vestí y le dije, gozosamente, dirigiéndome al des­
pacho de mi padre:
—Armando, nos aproximamos a la libera­
ción. Yo me pondré mejor cuando no sienta
rondar esta mujer alrededor de mi debilidad...,
y tú no estarás ya inquieto.
El despacho de mi padre estaba situado muy
lej os de mi departamento, a la extremidad del
hotel, dando a la calle, y no- se levantaban casi
nunca las persianas. Era una estancia amuebla­
da austeramente, de manera que impresionase a
los visitantes, toda en verde sombrío, como el
fondo de una selva donde se perdían los pasean­
tes. Tenía una mesa-ministro, pilas de cartón
con rótulos, conteniendo todas las causas céle­
bres de la comarca, y un diván Baudelaire, de
peluche, donde yo no quise sentarme para acen­
tuar mi actitud de hijo respetuoso, a pesar de
estar enfermo.
—Enrique—me dijo mi padre, pensando en
mi convalecencia—/ siéntate. Tengo que hablar­
te largamente y estás débil todavía. Si no estu­
vieras próximo a ser dueño de tu albedrío bien
pronto, yo hubiera esperado para hacerte cono­
cer el capítulo de tus deberes de hijo de fami­
lia... con relación a tus padres ; pero es preciso.
Me veo absolutamente obligado por las circuns­
tancias inesperadas que se presentan.
No me miraba de frente. Miraba más bajo,
casi al suelo, con los ojos Ajos en el diván de
peluche verde, acompañando todas sus mani­
festaciones de una ojeada que podía expresar la
cólera o la vergüenza.
Yo, al contrario, estaba tranquilo, pronto a
defender mi libertad por todos los medios per­
mitidos a un... hijo de familia, puesto que de->
cían que yo no era un... más que cualquier otro
hijo.
—Enrique, no te reprocharé nada. No- te echa­
ré ningún sermón, iré derecho ¡al fin, porque
este es mi único sistema frente a los grandes
culpables. Tú hasta negarás si eso te conviene;
según el proverbio', toda acción mala es negable,.
Enrique, la señorita Luciana Marín, nuestra so -
brina y tu prima, la que nosotros hemos recogí -
ro para educarla y protegerla contra los peligros
que corre una huérfana rica en .el aislamiento1,
a pesar de la fortuna o quizás por la fortuna, la
señorita Marín está encinta.
Si la gran biblioteca, llena de todos los pesa­
dos tomos de la legislación francesa, me hubie­
ra caído encima, no hubiera tenido un gesto de
espanto más furioso.
Me quedé con la boca abierta, sin un grito,
sin una exclamación, y acabé por sentarme en
el sillón que me acercó mi padre porque me iba
a desvanecer.
—¿Lo ignorabas?—añadió él con un tono en
el que no pude notar ninguna ironía, porque el
momento no era, en verdad, para equívocos—.
Me entristece por ti, porque Luciana debe en­
contrarse tan desamparada a causa de tu inca­
lificable conducta, que no ha tenido el valor de
demandar el testimonio de su infortunio'. ¿Que­
rrás tú, te dignarás tú, confesarme que eres su
amante desde hace lo menos tres años, creo, has­
ta antes de tener edad de poder ser... padre?
Me quedé mudo durante un rato, que me pa­
reció un siglo, con el rostro helado por una ra­
cha de viento furioso que atravesaba mi cere­
bro. Todo daba vueltas alrededor mío, sobre todo
una joven vestida de blanco puro, con traje de
tul sembrado de rosas blancas, una visión a
la vez decente, e infame... Pero yo oía a alguien,
mi conciencia sin duda, gritar: ¡La señorita Lu­
ciana Marín está encinta y tú eres su amante
desde hace tres años!... Entonces, de golpe, re­
cobré la verdadera consciencia de esta singular
situación. Me levanté, echando hacia atrás mis
cabellos con un movimiento de rebeldía, como
si saliese de una pesadilla, y dije, con los ojos
fijos y los puños apretados:
—Padre mío, la señorita Marín ha mentido,.
El magistrado, solemne, que no miraba a los
culpables hasta la última notificación, dirigió
sus pupilas duras sobre las mías; notó quizás
que eran duras también, y dijo con voz amena­
zadora : ,
—¿Bajo qué concepto?
—Bajo todos conceptos.
Mi padre hizo un gesto de rabia.
—¿No ha sido usted el amante de Luciana,
Enrique?
—No.
Sostuve el choque de su mirada de acusador
con la valentía de un hombre que está frente a
otro hombre.
—¿Quiere usted que la llame, caballero?
—Dispénseme usted la confrontación, padre
mío. No quiero verla llorar o ruborizarse; pero
mi preceptor me ha oído en confesión...; él sabe
en qué lugar se debe buscar al culpable. Estoy
bastante instruido por la teoría, ya que no por
la práctica, de lo que se puede llamar una se­
ducción así; yo no he seducido a la señorita Ma­
rín..., porque, precisamente, cuando nuestras
relaciones han comenzado yo> no tenía la edad...
de seducir.
—Admites, entonces, Enrique, que existían re­
laciones entre vosotros; ¿y por qué crees que esa
relaciones no deben implicar el título de aman­
te? Tengo verdadera curiosidad de oírte expli­
car esto. Te haré notar que tienes derecho a toda
mi paciencia porque eres mi hijo y, sobre todo,
porque estás convaleciente; pero- yo no te dejaré
sin que hayas confesado lo que es preciso con­
fesar. El que no haga justicia en su familia no
será digno de hacerla en público, con o sin
puerta cerrada — añadió algo groseramente —.
Aprovecha la puerta cerrada, ya que tienes
miedo a la confrontación.
Una idea extraña esclarece el caos de mis
ideas. Lo que yo iba a decir sería monstruoso
sin poder presentar pruebas. Así, una sola per­
sona podía sostenerme en semejante alternati­
va: o confesarlo todo, denunciando a una mu­
jer, o no confesar más que lo posible y perder­
me a mí mismlo. Lo que me daba seguridad de
demostrar la evidencia, era que después de mi
vuelta de Italia, es decir, desde hacía un año,
ninguna relación, ni ligera ni seria, se había
reanudado entre ella y yo. Aunque ella me ha­
bía realmente acosado, no había podido obli­
garme. Alguien velaba por mí día y noche.
—Padre mío—dije muy fríamente—, puesto
que usted me trata ya de culpable y ,se digna
emplear frente a frente de su hijo las grandes
palabras de su... habitual justicia, dispénseme
que yo reclame también sus leyes. Deseo estar
asistido por mi abogado, que es a la vez mi
preceptor, el ique mi madre ha elegido para ve­
lar ¡sobre mi conducta de niño, y de joven: el
señor de Sembleuse.
—El cura Armando de Sembleuse—dijo mi
padre con una mueca de desdén—lleva un traje
que no es el de los abogados, y yo me pregun­
to qué vendría a hacer entre un píllete desver­
gonzado,, capaz de las peores audacias, y una
joven muy desgraciada, encinta de tres me­
ses. No quieres que la señorita Marín pueda en­
rojecer delante de ti; así, pues, no compliquemos
la escena.
—Yo no tengo inconveniente a que Luciana
asista—repuse yo—, a menos que sea ella quien
me acuse directamente.
-—-¿Y quién quieres que pueda acusarte, sino
tu pobre víctima?—replicó mi padre con un tono
ronco. La palabra víctima se estranguló en su
garganta.
-—¿Es Luciana la ¡que pretende que...?
Aquello fué más fuerte que yo. Reventaba
de risa. Una irresistible gana de reír me sa-'
cudió de ¡pies a cabeza, y estalló de tan buena
gana, que olvidé completamente mi terrible si­
tuación frente a frente de mi padre.
—A ¡pasar de todo, el respeto que le debo a us­
ted, mi querido padre, estoy obligado a decirle
que si usted quiere que ise ¡repare el honor de
su sobrina es preciso, buscar al señor serio. Lo
que le sucede a mi prima estaba previsto desde
hace mucho tiempo por ¡el píllete desvergonzó-'
do en cuestión. Ella ha debido dirigirse a un
hombre, cuando no conocía más que mucha­
chos, porque ella ha hecho la corte,—seamos cor­
teses—a mi pobre preceptor, aún más inocente
que yo, pues está entregado por completo al há-1
bito que lleva... como un cilicio. Luciana es
capaz ¡de incendiar un bloque de hielo. No la co­
noce usted, cuando la trata de víctima... Es
una...
Me detuve de repente. Mi padre se había al­
zado, pálido como, un juez de la buena escuela.
Se veía claramente que la verdad le preocupaba
menos que la víctima. Le hacía falta un culpa­
ble, es decir, un reparador, ¡pero no se cuidaba
de dilucidar los hechos.
—Te defiendes insultando a esa joven.
—¿Cómo quiere usted que me¡ defienda?
—Me tienes que obedecer. ¿Has sido, sí o no,
su amante ?
Le lancé en pleno rostro la más extraña fra­
se que había oído jamás en toda su carrera de
magistrado, y se la lancé con todo el aplomo de
un libertino consumado, lo que no prueba nada
en mi favor, naturalmente:
—No, mi querido padre. Apenas he sido su
amiga de pensión; ella tenía cuidado de man­
tenerme a dos velas.
Esta vez el gran magistrado, el padre severo,
el hombre de otra época, se quedó aterrado. Con­
templaba a su hijo, preguntándose de qué ma­
dera lo había hecho.
—¿Se ha vuelto usted loco y desea que lo haga
encerrar? Un ser enfermizo es tan peligroso
como un malhechor. ¿Piensa usted que el re­
lato de semejantes torpezas pueda detener un
solo instante el legítimo deseo de una mujer
que ha cometido la tontería de amarlo hasta el
punto de haber ocultado esa abominable con­
ducta? Ella es madre, esa es la sola verdad inne­
gable de esta triste aventura. Y como ella no
ha amado nunca a nadie más que a usted...
—Yo estoy obligado a endosar... los seiscien­
tos mil francos!. ¡Diablo! Si Luciana fuera po­
bre esto sería muy enojoso, pero como es'rica,
me parece más indecente que peligroso. Es pre­
ciso fallar sencillamente que el cura y yo la
confesemos. Cuente usted con nosotros, que es­
trechándola, ella dirá la verdad.
•—Ella no dirá nada. Está desde ayer en una
casa de retiro, de donde no saldrá más que para
ir a la Alcaldía a casarse con usted. Ya lo he
dicho. Puede usted retirarse, caballero.
Me señaló la puerta con un gesto al que no
le faltaba, más que la amplitud de la toga. ■
Me incliné y salí. Desde el momento en -que
no podía interrogar yo mismo a la víctima, el
asunto se hacía más grave.
En pocos saltos hajé las escaleras, llamadas
de honor, porque había otras que estaban des­
tinadas al servicio, y busqué al que podía ser
mi protector en este vergonzoso- asunto.
Estaba en nuestra habitación dispuesto a pre­
parar un, baño químico, para no sé qué opera­
ción.
—Armando—grité, ¡en cuanto cerré la puerta
del salón de estudio, con doble vuelta—, es pre­
ciso que me salves, porque comienzo a tener
un miedo cerval de ¡esa inmunda bestia.
—¿Qué inmunda bestia?-—preguntó el cura,
levantando isu bella frente y frunciendo ligera­
mente las cej as, al verme cerrar las puertas con
cerrojos.
—Mi prima.
—Vamos, Enrique, corrección. ¿Para qué esa
súbita grosería?
Me arrojé a su cuello, le incliné hasta mí, por­
que era más alto que yo, y le murmuré al oído:
—Luciana le ha declarado a mi padre que yo
la he seducido.
Armando tuvo un, estremecimiento de horror.
—¿Es posible?
—Perfectamente. Está encinta de tres meses.
Es preciso, .según mi señor padre, que yo me
case con ella.
Armando de Sembleuse permanecía en cal­
ma y paciente en tanto que no se tocaba a su
misteriosa pasión. Lo vi enrojecer, temblar; me
agarró de los hombros y me dobló a sus pies,
con una rabia tanto más espantosa cuanto que
no gritaba ni arriesgaba ningún calificativo
malsonante.
—Repíteme eso. ¿Entonces tú has vuelto a
ella, a pesar de todas tus promesas? ¿Ella ha
llegado hasta ti a pesar de todas mis precaucio­
nes. .. ? ¡Me has engañado en lugar de confesar­
te libremente, según tu costumbre! ¡Enrique,
eres un sinvergüenza!
Mis lágrimas corrieron a despecho de la gana
d£ reírme en su cara por la manera caballeres­
ca de creerme capaz de todo, a mí, que dormía
tan tranquilo bajo su protección religiosa... y
amorosa.
—Armando, si eso fuera verdad, ¿estaría yo
aquí para pedirte tu apoyo?
Se llevó las manos a la frente.
•—¡Dios mío!—murmuró—, ha llegado el
tiempo de la prueba. ¿Entonces por qué miente
esa mujer... hasta a tu padre? ¿Está enterada
tu madre de esa abominación?
—No sé nada. Le he pedido a mi padre que te
aceptase en calidad de mi abogado. ¿Quieres
decirle lo que te he confesado?
—No—dijo él, desesperado—. Yo no acepté
tu confesión; entonces no me creía digno..., pero
ella... contaba con la certeza de la impunidad...
Ella se ha declarado culpable bajo el secreto del
sacramento. Ella me, ha declarado cosas que no
te he dicho jamás porque no se relacionaban
contigo.
-—Estamos incapacitados de defendernos. Pe­
ro no se puede casar a un hombre a la fuer­
za; vamos, Armando, ¿es que quieres tú que yo
me case?
—¿Dónde está ella? Yo quiero hablarle en
seguida.
-—Está en el infierno. Mi padre la ha colo­
cado en lugar seguro. Se encuentra en el esta­
do que llaman interesante los imbéciles. Go-
6
meteríamos un delito molestándola. Está bien
tramado. ¿Qué piensas tú?
Las lágrimas corrían a lo largo de sus meji­
llas, que no se cuidaba de enjugar. Al fin mur­
muró:
—La obra de la carne exige el matrimonio
solamente.
No necesitó hablar más para desencadenar
mi demonio familiar.
—¡Basta!—aullé, fuera de mí—. ¡Sois todos
unos hipócritas: tú, mi padre, mi madre y el
mundo entero! ¿Por qué nacimos todos: yo, tú,
mi padre, mi madre y ios demás con sentidos,
con apetitos, muy cerca de vuestra sacrosanta
institución del matrimonio? ¿Puedes tú decír­
melo? ¿Es culpa mía el ser hermoso y tentar
a esa tigresa que olfatea la carne fresca y tier­
na? ¿Es culpa tuya si, desviado de tu verda­
dera naturaleza masculina, has sentido, a pesar
tuyo, a pesar de tu religión, el amor de tu propio
sexo en mi persona, que respetas... hasta el día
en que jne plazca forzarte a lo contrario? ¿Es
que mi padre se ha contenido un día para cor-1
tejar a la criada, de tal modo que por respeto he
tenido que retroceder delante de él? ¿Es que mi
misma madre no es sensible a los cumplimien­
tos que yo le hago... sobre todo desde que :se
imagina que me he convertido en un hombre, es
decir, en un ser que tiene el inminente peligro
de la crápula en la sangre? ¿Pero es que vais a
consumirme con vuestros pudores, vuestras sen­
tencias, vuestra justicia ciega y vuestras pe­
queñas virtudes en habitaciones reservadas? No.
Miraos un poco al espejo, y ved si podéis im­
pedir el enrojecer al arrancaros los velos del
santo secreto. ¡Pardiez! Es mi prima quien tiene
razón. Ella va derecha al fin que desea, y al
menos sabe que está en presencia de todos los
vicios. Ella me ama, me quiere, y toma el úni­
co camino para llegar al santísimo Sacramen­
to del matrimonio, en, el cual ni los goces de
la carne serán apetecibles, porque pueden sa­
ciarse a voluntad. ¡ Bravo! Comienzo a descu­
brir un medio de librarme de esta bribona. ¡ Qué
pareja vamos a hacer! La Humanidad no ha
acabado decididamente de martirizarse, porque
yo te juro que si, no sé por qué razón que no
adivino aún, es preciso que me sacrifique, ella
puede preparar sus tocas de viuda. Juro por tu
traje, que prefiero al suyo, que no la tocaré ja­
más, ni siquiera con un látigo. ¡Ah!, no, mi
querido preceptor: voy a convertirme en un
monstruo, porque vuestras naturalezas ponde­
radas me sublevarán. Seré la bestia salvaje que
con sus garras y sus dientes sabrá reduciros
al terror, ¡porque en el fondo no tenéis miedo
más que a ios cínicos. Yo no tengo miedo de
nada, ni aun de la voluptuosidad, porque estoy
decidido a morir. Armando, voy a ir a pedirle
a mi madre que venga en mi socorro, puesto
que a ti te lo prohíbe tu religión... Si mi madre
no viene o no puede, prepárate a una segunda
fuga. Haré que me den cuentas de la tutela, por­
que he debido heredar de mi abuelo, y nos ire­
mos al fin del mundo... libres, completamente
libres. Sólo te prevengo que no quiero oír ha­
blar de moral. ¡Basta! ¡Basta! Si tienes gana
de ir allá arriba, yo te amarraré tan bajo que
no subirás jamás. Morir juntos sea, pero por
los medios naturales. La religión y la moral jus­
ticieras son el fárrago romántico por excelencia.
Prefiero el marqués de Sade y sus afrodisíacos.
Al menos, ése no engaña. Absoluto por absoluto
quiero fabricarme mis paraísos a mi medida,
fuera de toda legalidad.
El cura Armando de Sembleuse, arrodillado
sobre su reclinatorio, con la cabeza entre las
manos, se tapaba los oídos.
Ate encogí de hombros y salí para ir a buscar
a mi madre.
Guando descorrí los cerrojos de las puertas
le oí que me suplicaba:
—¡Enrique, Enrique! Ten cuidado de tu co­
razón. Tú lo vas a romper contra ellos.
No se entraba fácilmente en las habitaciones
de mi madre. Aparecía en la comida del medio
día siempre muy compuesta, con una elegancia
demasiado estudiada, y sus cuarenta y dos años
no parecían pesarle. Sin embargo, ella era de
una coquetería refinada, que no le permitía la
intimidad de dejarse ver temprano, y no recibía
ni a su marido ni a su hijo por la mañana. Mi
prima decía que no había nada que le desagra­
dara tanto como conceder una audiencia tem­
prano. Encontré a Clara, su doncella, que lle­
vaba al brazo una bata de baño, aún húmeda,
y me aseguró que mi madre tenía jaqueca.
—¡Quiero verla! No son todavía las diez, lo
comprendo; pero quiero verla.
Se tenían respecto a mí las consideraciones
que se le tienen a un enfermo capaz de las peo­
res violencias en algunas ocasiones, pues cono­
cían mi manera de proceder. Una noche había
hecho rodar toda la famosa escalera de ho­
nor a un hombre que se permitía liberta­
des con una de las criadas. Lo había tomado,
sencillamente, por un ratero; pero mi interven­
ción lisonjeó infinitamente a la muchacha, que
creyó que yo estaba celoso, lo que no me fué
agradable, porque me expuso a sus familiari­
dades.
—¡Clara, te lo suplico!—murmuré, mirán­
dola de cerca.
—En seguida, señorito Enrique. Si me rega­
ñan, me tendrá sin cuidado. Me expongo a que
me despidan por complacerle. ¿Qué no sería ca­
paz de hacer, cuando usted me lo pide de este
modo?
Me introduje en la habitación misteriosa. Mi
madre estaba acostada sobre una chaise-longue.
Se acababa de dar masaje y de desenredarse los
cabellos rubios, más claros que los míos, que le
caían sobre los hombros. Envuelta en un peina­
dor de terciopelo color malva, era aiín muy
bella; pero parecía tan fatigada y tan descolo­
rida, que me dió lástima.
—Mamá—le dije, tratando de no tropezar con
nada en torno de ella, porque apenas se veía—.
Le ruego a usted que me dispense por haber
forzado la consigna; pero estoy muy asustado
por una cosa que me acaba de suceder, y que
usted ignora, sin duda. Mamá, yo no tengo con­
fianza más que en usted.
Ella recoge sus cabellos con un lindo gesto
de pudor, los sujeta con una gran horquilla dia­
mantina, y suspira muy confusa:
—Podías habérmelo advertido anoche. Estoy
muy cansada..., mi pobre Enrique.
—¿De qué está usted cansada, mamá? Se­
guramente no es de ser hermosa. ■
Le besé las dos manos con un fervor apasio­
nado, que le agradó, porque con seguridad esta
mujer debía tener un profundo pesar de sentir­
se declinar, ella, de quien se había dicho que era
la más hermosa rubia de las veladas de la Pre­
fectura.
—Enrique, dime pronto lo que quieras. ¿Qué
te sucede?
Permanecí delante de ella, contemplándola
desde lo alto, en esa media luz a la que me ha­
bituaba poco a poco.
Sentía de pronto una inmensa piedad hacia
aquel ser que casi no hablaba y que tenía el as­
pecto de un enigma, para mi entendimiento fo­
goso de colegial, conocedor únicamente de las
cosas inútiles del amor. ¿Tenía mi madre al­
gún secreto tan pesado como el mío? ¿Qué pa­
sión misteriosa hacía sus ojos lejanos como un
cielo demasiado puro, inaccesible? ¿O no tenía
nada en el fondo sino un egoísmo frío, despó-
88 RACHILD E

tico; un deseo de reinar eternamente sobre aquel


mundo, del que yo había escapado por las más
bajas salidas?
—Mamá—comencé con un tono tembloro­
so de disgusto—, mi iprima desea casarse con­
migo... por todos los medios que están a la dis­
posición de una joven sin escrúpulos. Estoy
desolado de tenerla que acusar, cuando yo ten­
go también de qué acusarme; pero es preciso
que yo apele a usted, porque mi padre me con­
dena sin quererme oír o comprender. Perdóne­
me usted, mamá, que la ofenda en el cariño
que usted le profesa: mi prima es un monstruo.
Mi madre se incorporó en medio de sus co-'
jines, tomó un frasco que se llevó a la nariz,
y respondió lacónicamente:
—Sí, lo sé.
Me dejé caer de rodillas al lado de la chaise-
longue. Cogí uno de los pliegues del peinador,
embalsamado de lavanda, y oculté mi rostro,
sintiendo latirme el corazón como si fuera a
romperse. Allí estaba mi salvación: ella sabía.
—Mamá—balbuceé, reteniendo mis sollozos—,
yo no quiero, yo no quiero casarme con ese
monstruo. Defienda usted mi causa ante mi pa­
dre, al que ella ha engañado vilmente, atribu­
yéndome una paternidad de... fantasía. Estoy
persuadido de que no está encinta y de que abu­
sa de la inocencia de mi padre. El, como está
siempre entre asuntos criminales, ha tomado,
con seguridad, la costumbre de ver culpables...
donde no los hay.
—No. Tu/padre está completamente seguro de
la culpabilidad de esa muchacha.
Mi madre decía esa muchacha. Me parecía que
el cielo de sus ojos lejanos se abría cada vez
más para mí.
—¡Mamá, mi querida mamá, mi hermosa
mamá, a quien yo quiero tanto! Es preciso que
se lo diga a usted todo, porque soy también
culpable. No quiero sorprender la estimación de
usted, porque /eso no sería leal. Esa muchacha
y yo... ¡Ah, mamá, no me mire usted... 1, hemos
jugado... juegos inconvenientes. ¿Cómo quie­
re usted que yo hubiese jamás osado herir su
imaginación hablándole de estas cosas que us­
ted, tan bien educada, tan buena, no /podía si­
quiera adivinar? Mi pobre mamá, me han co­
gido en ese lazo. ¿Me comprende usted?
—Sí, lo creo. Y ahora os encontráis dos en
presencia del mismo hijo, sin saber cuál de los
dos es el padre.
—Sí, mamá, yo lo sé bien. No es mío. Es del
otro.
Mi madre hizo un gesto de espanto. Levantó
su brazo blanco, que salió todo entero de la
ancha manga de su peinador.
—Dios sólo puede conocer todos los secretos
de la naturaleza, Enrique.
—Puesto que usted no me arroja de su pre­
sencia, mamá, es preciso que tenga el valor de
escucharme aún...
Me incorporé para buscar sus ojos, y me que­
dé espantado de comprobar su profundidad.
Eran la nada, un cielo completamente vacío! Te­
nían el aire a la vez tan dolorosamente martiri­
zados y tan absolutamente fuera de la cuestión,
que me sentí transportado de una admiración
que rayaba en el horror. No sólo ella no com­
prendía, sino que tuve la certidumbre de que no
comprendería jamás.
—Mamá—murmuré, paseando maquinalmen­
te mis labios abrasados de fiebre sobre sus uñas
bruñidas—, ¿debo continuar?
—No, Enrique; porque todas las explicacio­
nes no pueden borrar el hecho brutal: Luciana
está encinta, y tiene el derecho a exigir que se
le devuelva el honor que ha perdido.
—¿Por qué he de ser yo y no el otro?
—Porque el otro está ya casado.
—¿Entonces usted conoce al otro?
—Sí.
Hubo un silencio de muerte. Esta vez nos mi­
ramos comulgando en el mismo horror, en el
mismo asco hacia toda la Humanidad.
—Mamá, yo no puedo, a pesar de todo, acep­
tar la responsabilidad de lo que es imposible
haber creado hace tres meses, cuando mis reía-*
dones con mi iprima han cesado desde hace un
año. ¿Podría yo mentirle a usted, viéndola tan
conmovida por lo que le estoy diciendo? Yo le
juro a usted, mamá, por su honor, que es lo más
sagrado que hay para mí en el mundo en este
momento, yo le juro a usted que digo la verdad.
„ Mi madre había caído sobre los almohadones
como una muerta. Se había quedado desvane­
cida, pálida, tan terriblemente privada de toda
apariencia de vida, que, espantado, me precipité
hacia un timbre.
—Clara—dije en voz baja—, mi madre se
acaba de desmayar, yo no sé qué hacer para
cuidarla.
—¡Ah!, señorito Enrique, no está bien que
usted aumente sus disgustos. La señora sufre
desde hace mucho tiempo y ya no puede más.
Mientras que la criada la friccionaba y le
echaba gotas de agua en la cara, yo mordía mi
pañuelo para no llorar. No pensaba ni siquiera
en Armando de Sembleuse. No encontraba nin­
guna salida al impace donde nos encontrábamos
frente a frente mi pobre madre y yo. Sólo una
cosa me permitía respirar un poco: no era yo,
ni mis confidencias lo que había puesto a mi
madre en ese estado, estaba seguro. ¿Pero qué
podía sucedeñe?
Clara se retiró de puntillas, haciéndome un
signo de que no era necesario que supiera su
intervención.
—Enrique—suspiró mi madre, abriendo los
ojos y tendiéndome las manos—, ayúdame a le­
vantarme. No estoy completamente buena. No
llames a nadie. Quiero andar un poco y... re­
flexionar en lo que tú acabas de revelarme. Te
creo incapaz de mentir.
Se apoyó sobre mi hombro y se dejó caer,
abandonándose a mi sola fuerza.
—Tú no tienes buen aspecto, mi pobre niño.
Ninguno de los dos servimos para esta clase de
aventuras. Nosotros no comprenderemos jamás
nada de esas pasiones. En fin, es así. Necesita­
mos salir de esto. Tu prima nos amenaza con
un escándalo, que me matará si se le deja esta­
llar. ¿Quieres leer su última carta?
Buscó en un cajón, y me dió un papel.
Yo leí esto:
“Mi querida tía: Todo lo que ha pasado es
por culpa de usted. No me ha querido usted nun­
ca nada más que por mi dinero, que deseaba
para dárselo a su hijo. Si él no se casa conmi­
go, yo lo diré todo. Así se verá si soy yo o mi
respetable familia quien tiene la razón.—Lu­
ciana.'”
— Mi querida mamá, puede usted burlarse de
esta atrocidad, porque el escándalo con que
amenaza no puede alcanzar a un muchacho de
veintiún años. Si Luciana fuera pobre eso sería
más delicado, pero ella es rica, más rica que
nosotros, no tiene por qué apurarse. En cuanto
al señor casado que compartía sus favores, yo
me encargo de él. No valdría la pena de saber
esgrima, gracias a mi preceptor, si no llegase
hasta el Anal. Dígame usted el nombre del per­
sonaje, y tendremos una explicación correcta.
Yo no tengo gana de -albergar su paternidad
bajo mi techo, pero tampoco tengo gana de en­
dosársela. Si me la atribuyen, tanto peor. Pa­
saré por un mal sujeto, por un seductor, me es
igual. ¿Qué quiere -que haga, mamaíta, hermosa
mía? Porque usted sabe que yo no le miento.
La oprimí -entre mis brazos y noté, a -pesar
mío, que su cuerpo era más vaporoso y más
ligero que el de mi prima. Esta mujer no vi-
vía más que por el esfuerzo constante de una
voluntad de hierro, una milagrosa voluntad de
orgullo. Me sentía tan próximo a ella, tan (Sin­
ceramente su hijo, que. le dije, besándola fu­
riosamente, ebrio de una súbita cólera apasio­
nada: , • .
1 i
—Somos dos, mamá, contra el monstruo. El
me ha podido manchar, pero no la manchará a
usted, porque yo la defenderé. ¿Entiende us­
ted? ¡Vamos!, dígame usted su nombre... Le
juro que no son los celos los que me impulsan
a preguntarlo. En cuanto a Luciana, se que­
dará soltera... ese será su castigo. ¡Mamá!
¡Mamá! ¿Qué tiene usted? ¡Ah, sus ojos, sus
ojos se ponen negros!
Me deslicé de rodillas delante de (ella, ro­
deando sus piernas temblorosas con mis bra­
zos ; la tenía ¡así como, una gran muñeca que se
va a caer porque no tiene ningún resorte para
darle la apariencia mundana de una bella dama
en visita.
—¡Enrique—silbó, mirando la alfombra co­
mo se mira el fondo de un agujero de una fosa
por donde se va a deslizar—, Enrique, ese hom­
bre es tu padre!
Me quedé sin respiración, después estallé en
el ratoncito japones 95

una risa nerviosa, que no se calmó más que por


un escalofrío de agonía.
Permanecimos callados, yo acostado a sus
pies, ella tendida sobre su chaise-longue. Me
acuerdo que oía mi corazón palpitar como se
oye el péndulo de un reloj. No podía pensar.
Fué ella quien volvió a la vida normal, y me
dijo: !
—Es preciso ir ¡at almorzar. Allí estará el cura
de Sembleuse y quizás el secretario del Tribu­
nal. Tengo que acabar mi toilette. Vete.
—¿Qué me ordena usted, madre?
—No te ordeno nada.
—¿Quiere usted que vaya a estrangular a Lu­
ciana?
-—Un crimen no borra otro crimen.
—¿Es usted o mi padre quien desea casarme,
es decir, evitar todas las posibilidades de un es­
cándalo? í
—Cuando lo supe, cuando me dijo que erais
los dos culpables, yo le inspiré a tu padre la
idea de esta unión, que no podrá ser feliz, pero
que lo arreglaría todo. Ella había previsto de
antemano tu negativa, porque exigía entonces
que tu padre se divorciara. El pobre hombre ha
sido arrastrado por esa muchacha experta, de­
pravada, muy joven, que no retrocede ante nin­
gún medio. Ese monstruo es en parte obra tuya,
Enrique.
—¿Se lo ha confesado a usted mi padre?
—Sí; lo he visto llorar de vergüenza en ese
mismo sitio donde estás llorando. Con frecuen­
cia los más fuertes son los más débiles, los que
resisten menos.
Me levanté lentamente.
—Ya no lloro más, mamá; ya no lloraré nun­
ca, aunque yo no quiero pasar por el más fuer­
te. Me inclino ante el espantoso disgusto que
usted (Sufre, porque usted continúa amando a mi
padre.
Tomé isu mano helada y se la besé fríamente.
No podía haber ya entre nosotros ningún con­
tacto vivificante. Habíamos vivido el solo mi­
nuto de pasión filial y maternal que debíamos
vivir, y eso era suficiente para una eternidad
de dolores.
—¿Puedo yo conocer la nueva dirección de
mi prima, mamá? Mi padre me la ha negado.
—¿Qué pretendes hacer? ¿Una escena? Eso
es peligroso..., y en su estado todo es de temer,
Enrique. He aquí su dirección.
—Iré acompañado de Armando de Sembleu-
se, que ha sido una vez su confesor, y obedece­
ré a mi padre. Se pedirá, con toda la corree-
EL RATONCITO JAPONES 97

ción que me sea posible hacerlo, la mano del


monstruo. Solamente que dejaré esta casa para
siempre desde el día de mi boda. Adiós, mamá;
no venga usted a almorzar, tiene usted los ojos
enrojecidos.
Salí desatinado, sin oír sus palabras de gra­
titud. Experimentaba respecto a ella como el
vértigo de una caída... Armando de Sembleuse
me esperaba en el fondo del jardín delante de
una alta tapia tapizada de yedra negra.
—Comprende—le decía yo, yendo y viniendo
como una fiera enjaulada que busca una sali­
da—que estoy enfrente de una pared y que es
preciso que yo pase... o que me haga pedazos.
Vas a venir conmigo para impedirme que la
mate. ¿Es que vacilas en eso tú, el otro mons­
truo? ¿Tú, que te acusas de pervertirme?
El tenía los brazos cruzados y me bebía con
los ojos. Tuvo un pensamiento grotesco;
—¿Y si yo dijese que el chico es del cochero
de la casa, que yo lo he visto, porque eso tam­
bién es posible?
—Seríamos sencillamente ti es, y eso no im­
pediría nada — repliqué con una risa seca—.
Es muy chusca esta historia y la familia es,
decididamente, una linda invención. He caído
en el lazo y es preciso aguantar, para no matar
a mi madre.
—Te acompañaré, sea, Enrique. Creo que me
vuelvo loco.
El almuerzo transcurrió normalmente. Mi pa­
dre tenía el aire preocupado y yo exageraba mi
alegría, una alegría infernal; me aturdía aco­
sando a Armando en el terreno de una contro­
versia religiosa que no nos interesaba. Mamá
escuchaba impasible, empolvada, ligeramente
pintada, sonriente y teniendo gran atención con
el secretario del Tribunal que, gordo y tonto,
tronaba contra un artículo de un periódico local
que ninguno tde los demás habíamos leído.
Hacia las tres, la hora de las visitas en pro­
vincias, pedí el coche. Busqué los guantes que
hacían juego con mi traje gris, el más elegan­
te. Armando, en mi habitación, me ofrecía los
guantes blancos que había guardado de una
fiesta parisién.
—No, esos no; los gris perla, no quiero esos
ya—grité como quien se ahoga.
—Enrique—-suplicó él—, déjame subir este
calvario, yo haré lo que sea preciso, pero tú no
puedes ponerte a disposición de esa mujer. Re­
flexiona. Es espantoso.
.—Es digna de mí—dije—. ¿No soy yo quien
la ha pervertido?... ¡Ah, así acabaremos de una
vez! Armando, ¿te acuerdas de la noche de Ve-
necia? ¿Por qué hemos vuelto?
En el coche le hablé muy bajito, quemándole
con mi aliento.
—Tú rogarás por mí el día de la ceremonia.
¿No? Desposaré a esa joven inocente, y estoy
seguro de tener hijos. De toda la libertad de mi
j uventud me quedará el recuerdo de nuestro via­
je. Apenas unos cuantos meses llenos de belle­
za. En seguida, unido para toda una existencia
a esta criatura que no se divorciará y que no
me engañará. Yo no la tocaré, pero será mi mu­
jer... ¿Qué inventará para remachar mi cadena,
di? Armando, tu misión cerca de mí se termina
con este matrimonio. ¿Dónde nos volveremos a
encontrar? ¿Resistirá mi corazón, sin romper-1
se al fin, este último combate con mi orgullo?
Era preciso destrozar a mi madre... Soy cobar­
de... no he podido...
—Enrique, mi Enrique bien amado, tú has
hecho noblemente tu deber. Te admiro, y te ¡su­
plico que no te desesperes. Aun hay tiempo.
¿Quieres que me esfuerce en convencerla, en
inspirarle el renunciamiento ? Voy a dar la orden
de volver. Tú me esperarás. ¡ Dios mío!
Me mordía los puños, y tuve que arrojar los
pedazos de los guantes que me comía.
El cupé se detuvo delante de una casita baja
al extremo de la ciudad. Había una verja y un
jardín detrás, bordeado de boj.
Una religiosa apareció, llena de deferencia
para el sacerdote y de respeto, a pesar de su
juventud. “Es tan guapo—pretendían las vie­
jas devotas—, que no parece un cura de verdad."
La religiosa enrojeció hasta la cofia cuando
supo que recibía a un hijo de familia que iba
a pedir en matrimonio a una rica heredera. Nin­
gún otro pretexto era ya posible. Eramos gentes
bien conocidas. En cuanto al noble padre...,
—Mi padre no ha venido, Luciana, porque
cree que bastamos nosotros tres para fijar las
fechas. t

La puerta se cierra, y la escena cambia. Dejo


de sonreír. ( ;
Mi prima, vestida nuevamente de pensionis­
ta, traj e obscuro y peinado casto, tenía las fac­
ciones demacradas, el talle un poco deformado
y las ojeras muy pronunciadas.
—¿Consiente usted?—preguntó ella, de pie,
muy dueña de sí misma, sin dignarse arrojar
una mirada a mi preceptor.
—Señora—le respondí tranquilamente—, con-
EL RATONCITO JAPONES 101
í '
siento en ofrecerle a usted mi nombre y mi li­
bertad, en cambio de la vida de mi madre, He
aquí todo. Ahora escúcheme usted bien, y no
hablemos más de esto. Saldremos de casa de
mis padres en cuanto se celebre el matrimonio.
Yo no seré jamás ni su amante ni su marido.
Soy un anormal, incapaz de amar a una mujer,
y usted sabe el motivo. Ha sido usted la única
que lo ha adivinado. Con estas condiciones nos
entenderemos lo mejor del mundo. Se puede,
creo, vivir en buena inteligencia cuando se tra­
ta de dos monstruos de la misma envergadura.
Yo aspiro a que usted sepa que he hecho el ju­
ramento, delante de él, de conducirme frente a
usted como todo hombre debe hacerlo con la...
mujer de su padre. ¡No comprendo todavía el
placer dél incesto! Nuestro notario le notificará
a usted mi voluntad a propósito de su fortuna.
Deseo casarme bajo el régimen de separación
de cuerpos y de bienes. Ahora espero que su
hijo de usted será hermoso. Aunque no sea mío,
seré capaz de educarlo mejor de lo que yo lo
he sido, sobre todo si se me parece, como es po­
sible. (Después me volví hacia Armando, que
había cerrado los ojos, como abofeteado por
mis palabras.) Ven, Armando; la misa está
dicha.
Este tuteo que no había jamás sorprendido
entre nosotros hizo en ella el efecto de un espo­
lazo. Dió un grito sordo, quiso precipitarse so­
bre el sacerdote, inmóvil y mudo, el ángel malo;
pero él abrió los ojos...; ella retrocedió.
Armando no había proferido una sílaba.
Salimos. Me agarró del brazo temiendo verme
caer.
-—Te he comprometido un poco, mi pobre Ar­
mando—murmuré una vez en el coche—. ¿Me
lo perdonas?
—Te lo he perdonado todo... desde la noche
de Venecia—dijo, mirándome como si estuvié­
ramos aún allí, en el balcón del viejo palacio,
ante la muerte del sol, ¡de nuestro sol!
—Vamos, mi querido abogado, a atravesar
una época de mi vida que quizás escandalizará
a usted menos por la cualidad de mis pasiones,
pero que le dará la medida exacta de que soy
capaz de obrar como un malvado en el arte de
la voluptuosidad..., porque la voluptuosidad es
un arte. Entre un voluptuoso y un sensual hay
toda la enorme diferencia que se debe estable­
cer entre un glotón y un goloso. Es innegable
que yo soy, que yo era en aquel momento un
voluptuoso preparado para los goces artísticos
por una adolescencia relativamente casta. Ade­
más, dado el singular matrimonio que se me
había impuesto, debía arrojarme fatalmente en
el placer como se arroja uno en un baño ca­
liente cuando se tiene frío.
Fui un Don Juan. No me envanezco de ello.
Usted me lo ha reprochado. El Don Juan no
puede existir en nuestro tiempo, que trae con­
sigo una misteriosa pujanza femenina. La mu­
jer no cede más que a ella misma, y creed que
no es únicamente por complacernos por lo que
cede. Las más difíciles, las que se violan, esco­
gen siempre... al menos en la edad de la razón.
Mi corazón no me molestaba ya palpitando
demasiado de prisa. Mi corazón parecía haber­
se detenido de una vez para siempre, cuando vi
desaparecer en el recodo del camino la sombra
de la falda negra... Quise suicidarme. Sólo me
salvó encontrar, echada a mis pies, como el ca­
zador herido y perdido en el fondo del bosque
encuentra de pronto a su perro, que le lame las
manos para atraer su atención con sus caricias
—lo diré humildemente—, “una simple criada,
Clara, la doncella de mi madre”.
A pesar de todos los orgullos y de mi orgullo
particular, que no es pequeño, me veo obligado
a presentarme como un hombre ordinario, pero
más franco que los otros, y estoy obligado a...
comenzar por el principio. Tenga usted la segu­
ridad de que, aunque vayamos muy lejos y su­
bamos muy alto, no seremos quizás por eso me­
jores ni más morales.
Clara, la doncellita que apestaba a perfumes
baratos, era una aldeana pervertida, si se puede
creer que el haber sido violada a los doce años
por un arriero y dejada por muerta sobre la
paja es lo suficiente para pervertir a una niña
de esta edad. Mi madre la había tomado a su
servicio, ignorando, naturalmente, este detalle,
y las damas de beneficencia que se la procura­
ron se guardaron bien de mencionarlo. Clara
tuvo aún aventuras en nuestra casa, porque tra­
taba de evitarlas. Se tienen siempre aventuras
cuando se dice no. Yo sé algo de eso. Clara era
a los dieciocho años una criatura modesta, como
convenía en una casa burguesa. Llevaba un
traje de lana negra; un delantal blanco, que se
distinguía del de la cocinera por su forma re­
donda y festoneada; una gorrita de alas de ma­
riposa, puesta sobre un cabello rizado, muy obs­
curo. Tenía los ojos grises y la pupila muy di­
latada: ojos inteligentes; una piel deliciosa,
bajo la que se veía correr la sangre, y una boca
un poco grande, pero levantada en las dos comi­
suras, en pagoda china. No se le notaba más
que cuando se animaba; pero no se animaba
más que en las circunstancias que no permi­
tían duda de saber a qué atenerse antes de co­
nocerlas bien. '
Clara también sabía cosas, sabía demasiadas
cosas. Tenía dos años menos que yo; pero su
experiencia sobrepasaba a la de mi padre, por­
que ella había sido felizmente la que escapó a
su pretensión con mucha diplomacia. Se había
desembarazado de él de la mejor manera del
mundo. Lo que he de reconocer a pesar de mi
buena voluntad de inclinarme delante del jefe
de la familia.
La encontré un día de rodillas, a mis pies,
en la habitación desierta, en el salón de estu­
dio, donde nunca más oiría la voz querida; sen­
tí un transporte de cólera espantoso y la inundé
con un torrente de invectivas, amenazándola
con hacer que la echasen de casa porque escu­
chaba al través de las puertas.
—Eso es la pura verdad, señorito Enrique.
Pero he entrado porque me pareció que le oía
llorar. No había usted echado el cerrojo. Guan­
do oigo llorar a la señora también entro de la
misma manera. Es más fuerte que yo.
Esta frase me hizo un efecto extraño. Me aflo­
jó los nervios y redoblaron mis sollozos.
—¡Vamos, señorito Enrique, sea usted razo­
nable! ¿Cuándo dejarán de existir Dios y el
diablo ?
—¡Nada existe, Clara! Yo estoy maldito. Te
prohíbo que te ocupes de lo que no sea de tu
incumbencia.
Ella empujó hasta mí la escribanía del cura
de Sembleuse, que estaba sobre la mesa, siem­
pre de rodillas, cogió el revólver que brillaba,
muy bruñido, sobre un cartapacio.
—¿Qué haces, Clara?
—Voy a guardar este prensapapel, si el señor
quiere que arregle Jos libros y pase el plumero
tranquila. Tengo siempre miedo de esto. A ve­
ces se disparan solos.
—¡Dame acá y déjame en paz! No tengo ga­
nas de matarme cuando me voy a casar. ¿Me
vas a obedecer?
Ella se había levantado pronta a huir con el
prensapapel sospechoso.
—¡Pero el señor me araña! ¡El señor me hace
daño!
Tuve miedo de que el revólver se disparase
solo en aquella lucha ridicula, y le dejé el arma
a la joven.
—¡Ah!—grité torciéndome los brazos—.
¿Dónde estará la libertad?... ¡Qué casa!
—En París, donde el señor se va a ir bien
pronto con la señora joven. Allí hará todo lo
que quiera. Ahora, si el señor quiere permitir­
me hablar, le pediré un consejo.
—¿Todavía?
—Es que su mamá me ordena una cosa que
no sé si le convendrá al señor.
Esa salida intempestiva me exasperó; pero
había llegado al fin de una crisis tal, que ni si­
quiera tenía ánimos para arrojar a la joven de
allí.
—La señora tiene la idea de enviarme a casa
del señorito Enrique de doncella, porque dice
que no va a tener noticias de usted si no lo
hace así.
—¡Y quiere hacerme acompañar por su cria­
da! ¡La broma continua!
—Sabe que entre la señora y usted, después
del matrimonio, vendrá, naturalmente..., el
bebé.
—Muy bien, Clara. Tú deseas la plaza de no­
driza.
—El señor se burla. Es buena señal. Solamen­
te que si ei señor no me lleva por su gusto no
hay nada de lo dicho.
—Mejor que mejor. Me parece que sabes de­
masiado. ¿Qué salario exiges?
Me miró con las pupilas extraordinariamente
dilatadas, la boca un poco temblante, teniendo
el revólver entre los pliegues de su falda, a la
vez asustada por el arma peligrosa que se podía
disparar sola y lo que suponía en su simpleza
que estaba obligada a preguntarme.
—Eso, lo que el señor decida estará bien...;
si estoy a su servicio particular... Lo prefiero a
la señora joven. Eso era todo lo que yo quería
decir. Ahora, si el señor es razonable, debe en­
trar en su tocador y lavarse los ojos, porque la
hora de comer se aproxima.
Me eché a reír, a despecho del horror de esta
situación que permitía a una criada la audacia
de declararme su preferencia.
—Sí, he comprendido bien; tú deseas entrar
en mi casa para que formemos un terceto.
Pronuncié esas frases fríamente, midiéndola
con mi mirada dura, aun impregnada de lágri­
mas, de esas lágrimas cuya sal es un veneno
corrosivo para el que las vierte y para el que
las enjuga. Se puso roja y la vi esbozar un ges­
to maquinal de espanto, que denotaba en ella
una protesta interior cuya extensión no calcu­
laba. No era la comedianta; era el animal, el
perro que huye del castigo, que trata de sus­
traerse de la gana de morder al amo que lo
maltrata. ¡Y ella acababa de salvarme, porque
en la casa, fuera de esta muchacha, nadie ha­
bía adivinado mi secreta desesperación!
—Clara—le dije más dulcemente—. Yo sé que
no eres enamoradiza. Precisamente te he visto
derribar un hombre a tierra de un .bofetón a
causa de su mala lengua. Eres encantadora.
Vendrás a París, queda convenido; pero harás
el papel de ponerte a las órdenes de mi muj er ;
eso será lo más natural.
De un salto ligero gaQÓ la puerta, llevándose
el revólver, que no era ya peligroso para ella
ni para mí.
El orgullo, la voluntad de desempeñar el pa­
pel que había elegido, me reanimaron poco a
poco y me decidí a vivir sin corazón, sin espe­
ranza, sin ningún ideal, sin amor sobrehumano,
pero exprimiendo, del fruto de mi amarga ex­
periencia, toda la miel que podía contener.
Aunque era un osezno adoraba cierta miel: la
de las caricias. Me había privado de ellas volun­
tariamente, e iba a reparar el tiempo perdido.
Después de la implacable ceremonia, parti­
mos mi mujer y yo para siempre de la llamada
casa paterna, y nos instalamos en París en otra
casa, más pequeña, aunque casi tan antigua:
un hotel algo sombrío, vecino al Luxemburgo.
Tenía un jardín con tres árboles y unas cuan­
tas hortensias, que separaban la fachada de la
calle.
Luciana Marín, después de dos años de apren­
dizaje de la vida de París, se hizo una mujer
presentable: la señora de Enrique Dormoy.
Tuvo costureras hábiles, modistas expertas y
manicura. Hizo amueblar un salón bajo la di­
rección de decoradores expertos. Había recibi­
do de manos de mi misma madre una lista de
gentes a quienes visitar, tanto de la aristocracia
como de la alta burguesía. Hizo las visitas y
tomó ¡su abono de coche para las cinco de la
tarde, en lugar de pasearse a pie a las tres, se­
gún la costumbre provinciana. Ella realizó, debo
declararlo lealmente, esfuerzos de ingenio con
el único fin de gustarme y llegó a disgustarme
menos. Pero nunca, entiéndame usted bien,
obtuvo de mí nada más que la cortesía exterior
de la existencia conyugal, y todas sus tentati­
vas, audaces o tímidas, fueron cortésmcnte re­
chazadas en absoluto. El deber me importa
poco. No poseo la virtud de las circunstancias
atenuantes. No la amaba ni la odiaba: la tole­
raba, como en el tiempo de mi desdichada ado­
lescencia, con los límites y los matices, sin em­
bargo, de cierta estimación; porque yo la había
creído tonta, y poseía, por el contrario, una rara
inteligencia para las cosas de amor. Ella no co­
nocía más que su oficio de mujer capaz de todo
para llegar a sus fines amorosos, y cuando fué
mi esposa, al menos en el nombre, se elevó has­
ta la perfección del género.
Habíamos dividido la casa en dos. Yo habita'
ba en el piso bajo, algunas piezas que daban a
la calle y ofrecían todas las posibilidades a las
entradas y salidas nocturnas. Luciana tenía el
segundo piso, con las mismas facilidades, aun­
que más discretas, y nos reuníamos a primera
noche en el comedor común, delante de los cria­
dos, o en los salones los días de recepción.
Sabía, sólo por Clara, que había tapizado su
alcoba de un soberbio rojo indiano, y que la te­
nía siempre adornada de flores frescas, sin mie­
do a dormir en esa atmósfera de invernadero
cerrado, lo que le había originado un accidente
al séptimo mes de su embarazo, durante el tan
penoso primer año de nuestra extraña unión.
El pequeño monstruo había muerto.
Es una cosa curiosa que yo, el cínico, sufriera
un disgusto inexplicable con la destrucción de
esa criaturita, una niña, que ni siquiera había
vivido. Estaba unida a mí por lazos de la sangre,
más próximos que los denominados de la car­
ne... : era mi hermana.
Luciana mató a nuestra niña por la misma
razón que la había concebido: para tenerme
todo entero, porque creía que su doble mons­
truosidad la alejaba doblemente de mí. Pero si
como madre afectuosa me hubiera quizás in­
clinado a la indulgencia en ciertos procedimien­
tos, ya que 110 a una afección carnal, madre
desnaturalizada me pareció aún menos respeta­
ble. La bestia fogosa de mi corazón se remontó
hasta mis labios para tratar de estrangularme
otra vez aún; dejar escapar toda mi sangre en
una rebeldía inusitada me daba un apetito vio­
lento, un gusto a tinta en la garganta.
Clara me llevó una mañana la canastilla de
encajes, un nido rosa y blanco, algo como una
caja de bombones, ataúd en el fondo del cual
había una muñeca de cera.
—La señora sigue bien—dice la joven en voz
baja—pero la pobre criatura ha muerto. Los
médicos me han encargado de decirle al señor
que puede ya subir. Ya no hay peligro... para
la señora.
—No, yo no iré.
Tuve que sufrir las explicaciones teatrales de
un comadrón muy amable, muy en su papel,
que me habló de la esperanza que tenía en la
juventud de la maravillosa pareja que formába­
mos mi mujer y yo.
—Los recién casados son con frecuencia im­
prudentes—añadía, guiñando el ojo—. Sean us­
tedes más juiciosos la próxima vez.
¿Qué habría descubierto ese imbécil?
Clara lloraba sin ruido, ocultándose detrás de
8
la canastilla que había puesto sobre una mesa
como una cesta de flores.
Guando se marcharon los importunos, miré
con una curiosidad febril y una involuntaria re­
pulsión. ¿Aquello era, pues, una criatura? De
una maravillosa delicadeza, pero de apariencia
de viejo ya, se le hubiera creído una estatuíta.
de la Edad Media. La minúscula boca, muy
pálida, exhalando un grito mudo; la esencia
misma del espanto mortal que podía haber ex­
perimentado al entrar en nuestra vida.
Clara arrojó un velo de tul sobre la canastilla
rosa y murmuró:
—Señor, perdone usted a la señora. ¡Si usted
supiera cuánta pena me da de usted!
—¡No, jamás!
Me aferré al sillón frente a la cuna tan ino­
centemente fúnebre. ¿Era un objeto o un ser?
¿Me había yo vuelto loco?
—Ahora es preciso que el señor vaya en se­
guida a sus habitaciones.
Ordenaba. Yo obedecí; marché lentamente,
con los puños crispados. Mi habitación estaba
en la penumbra; tapizada de azul pavo real,
con divanes redondeados, cubiertos de cojines
de toda la gama conocida, desde el azul verde
hasta el azul cielo.
Clara me empujó al centro de ese lujo de mu­
jer rubia que le iba bien a mi color y me com­
placía mucho.
—¡Oh, mamá! ¡Mi querida mamá!—balbuceé,
rodando presa de un estúpido ataque de ner­
vios.
Clara corrió a cerrar la puerta con llave, y
luego; volvió a ponerse de rodillas delante de
mí, como el día del revólver. Lloraba sobre mis
dos manos, que tenía unidas bajo sus labios, y
se bebía sus propias lágrimas. Me lamía las pal­
mas como un perrillo amante que no sabe qué
hacer para distraer a su dueño.
—No piense usted en nada, señorito Enrique,
porque me abraso de verlo así. ¡ Si Dios me lle­
vara allá arriba!... Señorito Enrique.
—¡Cállate! Déjame, y sobre todo que no se
entere nadie de esta espanto/sa comedia, en la
que yo soy cómplice. ¿Me entiendes? Te prohí­
bo que cuentes lo que ves. Yo no lloro, no puedo
llorar más.
—Pues bien, yo lloraré por usted. Es mejor
que odiar a nadie, como usted hace.
—¡Ah! Sí, el terceto.
—¡ Ay! ¡ Señor, que me va usted a estrangular!
Estaba ebrio de una cólera sin nombre. Su­
cedió una cosa infernal, que creo le recordaría
a Clara la otra violación..., menos brutal aún.
Nosotros mismos no podíamos comprender lo
que había caído sobre nosotros... Ella se esca­
pó, loca, recogiéndose las faldas y los cabellos.
Una mariposa blanca con las alas rotas quedó
sola sobre un <cojín, asombrada de verse en el
terciopelo.
A poco tiempo de esto, Luciana y yo almor­
zábamos en el comedor. Ella hacía una comida
de convaleciente: huevos pasados por agua,
champaña dulce y un racimo de uvas.
Estaba envuelta en una bata de raso granate;
sus dedos, un poco delgados, no sujetaban bien
sus sortijas, con las que ella recargaba inútil­
mente la vulgaridad de sus manos.
—Mi querido Enrique—murmuró ella ansio­
samente—. ¿Quieres permitirme que cambie de
doncella? Tu madre me hizo un regalo precioso;
sólo que en el estado nervioso en que me en­
cuentro no puedo soportar a esta muchacha que
tiene la manía de perfumarse con los perfumes
más violentos..., hasta saturarse del mismo ta­
baco de España que tú gastas en tus cigarrillos.
—¡Cómo!—dije riendo—. ¿Ha notado usted
eso? Es curioso. ¿Es por eso por lo que no la
deja servir la mesa? A mí me gusta, sin embar­
go, y aprecio mucho esos movimientos rápidos,
graciosos, de una destreza de gata que se pasea
sobre la chimenea. No rompe nunca nada.
Luciana levantó los oj os, muy agrandados por
el fard, y me sometió a un examen atento' para
tratar de averiguar si bromeaba según la eos-
tumbre que había adoptado en los vis a vis pe­
ligrosos. Con una dosis conveniente de ironía
la forzaba, por lo general, a retroceder.
—Verdaderamente, Enrique, abusa usted de
sus derechos de marido... de pura fantasía, y
estamos bajo el mismo techo'—gritó ella.
—Es exacto y lo reconozco voluntariamente,
puesto que se digna usted recordármelo, queri­
da amiga.
Toqué el timbre colocado enfrente de ella.
Apareció el ayuda de cámara, un hombre vie­
jo, muy feo.
—Haga usted el favor de llamar a la señorita
Clara.
Clara vino en seguida. Enrojeció; sus pupilas
se dilataron, completamente negras, en el gris
verde de sus ojos.
—Clara—dije con un tono preciso, como el
dueño de casa que advierte a un doméstico seve­
ramente por lo que puede ocurrir—, lleva usted
un perfume violento, que disgusta a la señora.
Es preciso escoger otro. Desde ahora, en lugar
de comprar perfumes falsos, puede 'usted tomar
flores de las jardineras de la señora, verdaderos
perfumes de rosas, violetas y jazmines, que
puede meterse en el seno. Se trata de disimular,
de corregir el olor de tabaco de España..., o de
piel de España, no lo sé bien.
—Si el señor me hubiera dicho eso antes—■
respondió la joven vacilando, pero intrépida—,
hubiera suprimido todos los perfumes. En
cuanto a tomar las flores de la señora, el respeto
que le debo me lo impediría.
—¿Haberle dicho a usted eso antes?—grité
con un insolente aturdimiento—. Le confieso, mi
pobre Clara, que no he tenido tiempo. Yo creo
que sin ningún perfume se percibirá el de la
flor natural, por eso le aconsejaba que las com­
binase.
La miraba con los ojos entornados, a fin de
dulcificar un poco la dureza de mi mirada. Mi
muj er hizo un signo y Clara salió.
—Mi querido Enrique—dijo Luciana, burlo­
na—, esto no es posible. Usted no es capaz de
hacerle la corte a una criada. El fingirlo no le
sirve para nada. No- tendrá usted la sentencia
de divorcio por mantener una concubina bajo
el mismo techo conyugal.
Pero un poco a pesar mío, y por un concurso
de las más extrañas circunstancias, me sentí
arrastrado a hacerle la corte a la doncella. Es-
.toy persuadido de que el objeto en amor no exis­
te. Nosotros lo creamos, lo inventamos, y aun­
que sea ínfimo, sin ningún valor, lo elevamos
hasta nosotros. Tengo de esa criada el recuerdo
más fresco, el más turbador, el más sinceramen­
te sensual que he conservado de ninguna que­
rida. Es preciso confesar que la sirviente es el
ideal, en principio, inmortalmente amoroso, y
que el macho queda siempre reconocido a quien
le ha servido sin avasallarlo. Esto conduce con
ella verdaderamente a la voluptuosidad del ter­
ceto. Jamás llegué a arrancarle un tuteo irres­
petuoso hasta en los momentos de intimidad en
que ella me respetaba memos.
—...En fin: ¿me dirás por qué no me tuteas?
—Señorito Enrique, si el perro de caza pudie­
ra hablar, no tutearía jamás a su dueño.... por­
que él lo ha visto matar al conejo.
Recuerdo esta frase con frecuencia, por su
energía de animalidad. La encuentro más bella
que todo lo que se ha escrito a propósito de esto
desde que el mundo es mundo. Tiene, por cima
de todo, que no explica nada, y deja, entre la
mujer que la profiere y el hombre que la inspi­
ra, el misterio de su acento huraño como un
perfume mucho más poderoso que el de los per­
fumes artificiales con los que le gustaba embria­
garse a la linda Clara.
Sí, le hice la corte. Le subían a su cuarto to­
das las mañanas flores cortadas de casa de una
florista de renombre, poco vistosas, pero muy
perfumadas. Ella no había querido robar a mi
mujer, y yo aprobé esa lealtad inteligente. Si
me hubiera obedecido, la hubiese encontrado
vulgar. Cambié sus faldas de lana, sus modestas
conf ecciones lisas por faldas de seda, de la mis­
ma forma, también negras, pero cortadas a me­
dida, y le hice enviar, por el intermedio de una
primera de la calle de la Paz, un delantal y un
gorrito de encaje que valían seis veces más que
un traj e de baile. Su lencería era de muj er ele­
gante; sus peinas de similis habían sido reem­
plazadas por peinas de brillantes, un poco más
discretas que las antiguas strass, y acabó por
llevar admirablemente su salida de teatro, sólo
en mi alcoba. Inocente, sabía no ser bestia, pero
era desgraciadamente celosa, sin osar confe­
sarlo,
—Guando esto acabe, el señor tendrá la hon­
da de advertírmelo.
•—Ciertamente, Clara, te enviaré una carta
■dándote parte, o haré que te despida mi mujer.
Guando volvía de noche de una fiesta con Lu­
ciana, porque el mundo exigía sin piedad que
yo acompañase a la señora de Dormoy, ella es­
taba allí para quitarme el abrigo de piel o el
pardessus. Activa y diestra, acompañaba a su.
señora hasta dejarla acostada.
Luciana, decidida a soportarlo todo, creía tan
pronto en que era una comedia, tan pronto en
una venganza de las más atroces, porque ni si­
quiera le daba una rival digna de ella; sufría el
suplicio hasta el final, y cuando Clara llegaba,
iba Luciana también a escuchar a las puertas;
pero el espesor de las tapicerías caídas sobre
los cerrojos echados, le impedían sorprender el
secreto de las tinieblas. Allá arriba, en la habi­
tación de las criadas, -en la buhardilla, todo es­
taba igualmente cerrado y tenebroso. Yo creo
que Luciana debía notar, si no una mixtifica­
ción, al menos un cambio radical en mis hábi­
tos.,. de colegial emancipado. Acabé por olvidar
completamente mi estado de hombre soltero.
Durante tres años fui muy prudente. No te­
nía nervios, y no me acordaba de... mi corazón.
Llevaba la vida de un ocioso; no me ocupaba ni
de administrar ni de aumentar mi fortuna; me
-dejaba mecer; en el fondo era siempre el mis­
mo niño mimado. Aguzaba mis uñas y mis dien­
tes sobre esta débil presa, sólo como si perfec­
cionase mi puntería en la sala de armas. Usaba
las fuerzas latentes, inempleadas o antiguamen­
te vertidas -en la caldera cerebral, para estudiar
este eterno femenino que tanto había desdeña­
do, mal conocido, mal escogido, a fin de alzar­
me un día domador seguro del triunfo frente a
piezas peligrosas y difíciles de capturar. Ni por
un instante tuve la idea del amor; pero quería
dominar un ser, ligado a mí por el solo placer
de la posesión, en el sentido orgulloso, de la pa­
labra. En suma, el verdadero placer no se po­
dría separar en mi imaginación de la voluntad
de permanecer el único creador. Las naturale­
zas como la mía tienen la condición de conser­
var la parte del león. Así llegó lo que era impo­
sible evitar: me hice feroz, porque la adoración
servil nos embriaga hasta la demencia.
Una tarde yo recibía en mi casa, como solte­
ro, amigos que no eran más que desconocidos,
de paso, pero que me recibían en sus casas de
la misma manera, sin ceremonia, camaradas de
círculo, gentes que se encuentran en los salones
y en los teatros, que venían él día de recepción
de mi mujer y que me encontraban el día de
recepción de la suya. En el verano se les vuelve
a encontrar en las playas de moda; en el invier­
no se les saluda ein ciertos paseos. En París el
mundo es siempre una cantidad sin calidad
muy decisiva, y se ignora el nombre del mej or
amigo.
Mi fumoir estaba bastante lejos de las habi­
taciones de mi mujer, para que no pudiera oír
el ruido de las conversaciones.
Cuando yo recibía así, ella se abstenía de pre­
sentarse, pero abominaba indirectamente esta
manera de usar mi libertad. Hubiera preferido,
en aquel tiempo, verme salir, porque yo no sa­
lía con Clara, que notaba su inferioridad fren­
te a frente de la dueña de la casa.
Las conversaciones, bastante vivas, en el mal
sentido de la palabra, versaban principalmente
sobre los escándalos y los chismes de alcoba.
Hanía un periodista que ensayaba la ponzoña
de sus noticias, y comenzaba siempre así: “Le
decía ayer ál duque de Dino”, lo que me parecía
el colmo de lo grotesco. He conocido pocos es­
critores. No perteneciendo a su medio, no estoy
capacitado para juzgarlos; sin embargo, me ha­
cen por lo general el efecto de personas que no
comen su sopa como Jais demás, e insisten dema­
siado en el lujo de la vajilla.
Yo era el más j oven de todos y ¡les gustaba por
mi alegría ficticia, una alegría pronta a todas las
respuestas, que se elevaban cínicamente con to­
da s'U desnudez en medio de sus frases de doble
sentido, complicadas, y daba saltos desordena­
dos obligándoles a guiñar los ojos como los
viejos ante el sol crudo de la mañana. Después
de todo yo no tenía bigote...
—No hay mujeres que resistan a la fortuna
—declaraba groseramente un gordo comercian­
te—; en el amor, como en la guerra, el nervio
es el dinero, lo mismo para la grulla que para la
muj er de gran mundo, y hasta para la más ena­
morada de las queridas. Yo me apuesto, tan feo
y tan calvo corno soy, a vencer a un Adonis,
nada más que con el tiempo y el precio. Es
cuestión de paciencia.
Me eché a reír de la vulgaridad de este mar­
chante.
—Acepto la apuesta, querido señor. Justa­
mente tengo en la jaula un pájaro raro, cuyo
valor quisiera conocer. Muy joven, demasiado
joven aún, no tengo experiencia de la fidelidad
de las mujeres. Teniendo hambre, me he encon­
trado en presencia del más apetitoso de los bo­
cados, y sólo la he ofrecido mi persona para pe­
dirle permiso de devorarlo. No- he tocado aún
las frutas, envueltas en algodón, de los escapa­
rates parisienses..., pero pretendo que mi pre­
sa salvaje es inestimable, es decir, que no la
comprarán, al menos sin mi consentimiento. <
Hubo un silencio de estupefacción. Sabían
que era casado con una provinciana bastante
poco seductora, de más edad que yo, de reputa­
ción honesta, y se preguntaban por qué me ex­
ponía a una escena doméstica si por azar se
enteraba de estas extrañas palabras.
—¡Demonio!—murmuró el periodista—. Tie­
ne usted el aplomo del ladrón de escaparates, si
no es usted un ratero de profesión.
—Yo no robo; me restituyo a mí mismo todo
lo que me pertenece cuando lo he tomado—re­
pliqué, recalcando mucho las palabras.
—'Eso no se discute cuando se tiene amigos en
las gentes del oficio—dijo, riendo, un mucha­
cho encantador, el señor de la Feuillangére, al
que no le gustaba ver enconarse los ánimos en
las discusiones de ese género.
—Dormoy—declara el gordo- comerciante, no
menos bestia que el otro—, no se -canse -en hacer
cantar todos los pájaros que tiene en la cabeza,
y enséñenos usted su pájara, si existe.
■Llamé al ayuda de cámara, el feísimo buen
hombre que nos servía los refrescos en estas oca­
siones, y le dije con naturalidad:
—Diga usted a la señorita Clara que venga
para traerme la caja de los últimos habanos que
me han enviado. Sólo ella sabe dónde están.
Francisco me mira, adelanta un poco su la­
bio superior en hocico de liebre, como hacía
siempre que lo escandalizaba, y gira sobre sus
talones.
Transcurre un cuarto de hora. Estaba bien
seguro de que mi pájara se alisaba las plumas,
pronta a venir, sin ninguna vacilación, de un
vuelo, puesto que yo la llamaba.
Reinaba un silencio religioso. Todos los hom­
bres volvían sus rostros, un poco crispados, ha­
cia la puerta del fumadero. Una atmósfera opa-»
ca empañaba las- 'luces, y de los ceniceros, es­
parcidos en medio de las bandejas que sostenían
los licores variados y los dulces, subían, rectos,
hilillos delgados, olorosos, como el incienso de
la capilla laica.
Este número teatral, sin ceremonia, logró, de
golpe, un éxito de curiosidad, de un sabor es­
pecial.
Comenzaban a disimular su aburrimiento...
Ella entró llevando una caja, como Pandora.
Su busto se destacaba más elegante bajo el de­
lantal blanco, que parecía acariciarlo con los
tentáculos de araña del encaje precioso y de la
falda corta y hueca. La silueta graciosa y pura
de la pierna resáltaba bajo una media de ,seda
inmaculada, dibujando el pie, bien formado, en
el zapato de terciopelo con hebilla de plata. Te­
nía en la ligera mariposa que ornaba sus ca­
bellos, cortos y rizados, dos antenas de diaman­
tes, dos gotas de agua sobre un tallo. Su ros­
tro, pálido y adelgazado por la pasión, resplan­
decía sólo por la belleza de su carnación pura,
sin pintura ni polvos que lo manchasen; sus
ojos lucientes, de pupilas dilatadas, y el matiz
natural de ®u boca, con las comisuras levanta­
das en pagoda china, la hacían verdaderamente
extraordinaria. A pesar mío, yo pensé: “¡Si vie­
ran el resto!”
Sin ninguna emoción, atravesó entre los hom­
bres, que no conocía, y llegó hasta mí para
darme la caja.
—Podía haber prevenido al señor de que los
había guardado en el armarito Luis XV—mur­
muró ella., inquieta de que la pudiera creer cul­
pable de negligencia.
Pero como yo la sonreía con los ojos puestos
en los suyos, me sonrió también, levantando los
ángulos de pagoda china de su boca, y vi brillar
sus dientes menudos, irregulares y cruelmente
blancos como lois de la marta, el más lindo de
los pequeños carnívoros.
El silencio continuaba, pero ya no se abu­
rrían. El mismo movimiento de admiración que
había agitado^ a estos hombres se cambió en un
movimiento involuntario de odio hacia mí.
El gordo comerciante, señor D espaux-Sarríer,
me dijo muy bruscamente:
—Espero, señor Dormoy, que no sostendrá la
apuesta... o estará usted loco. Eso vale todas las
fortunas.
—Al contrario; la posesión de un obj eto, del
más encantador de los objetos, no implica la ne­
cesidad de encerrarlo en una vitrina.
—Vamos—dijo Feuillangére muy ansioso—;
cuando se coleccionan o se tienen semejantes
bibelots, Dormoy, no se exagera.
—Pues bien—declaró el periodista—; yo pre­
digo a 'la señorita un éxito asombroso el día en
que represente las doncellas de revista (y tara­
reó un aire a la moda):

Tómame, yo me doy.
Tómame, yo me doy.
Soy yo la don-ce-lli-ta.
Aturdida por la atmósfera que sentía cargada
de electricidad, Clara bajó los ojos, extinguió
su sonrisa inocente y quedó esperando una or­
den para retirarse.
—Clara—le dije afectuosamente—, ¿quiere
usted presentar los cigarros a ese caballero?
Los he pedido para él. Escoja usted misma uno.
Usted los conoce. Enciéndalo- y pruébelo antes
de ofrecérselo. Tome usted, aquí tiene fuego.
Le di mi cigarro, después de haber sacudido
la ceniza.
Le brotó un poco de rosa en el nacimiento del
cuello y le subió en aurora hasta las mejillas.
Dejó la caja, atenta a hacer crujir cada cigarro
entre sus dedos hábiles, muy cuidados, sin una
sortij a, y suspiró:
—El señor quiere mostrar que soy tonta... No
sé hacerlo...
Este lenguaje, tan nuevo para los estragados
del auditorio, produjo un murmullo de indigna­
ción.
—Hija mía—dijo el gordo Despaux-Sarrier—,
tiene usted un dueño verdaderamente feroz...
Le doy a usted las gracias por... la intención, y
esto por el cigarro.
Le ofrecía un billete de quinientos francos.
Todos estaban anhelantes.
9
—El señor es muy bueno, pero los cigarros
son de don Enrique, y yo no tengo el derecho de
venderlos.
El desgraciado engulló de través una copa lle­
na de un líquido caliente que le había sido ser­
vido por mi ayuda de cámara.
—Le permito a usted aceptar, Clara. Yo no le
doy jamás nada de ese género, pero no es una
razón para privarla de que lo pueda tomar.
La Feuillangére me da un codazo, murmuran­
do con una voz temblante de emoción:
—Dormoy, va usted tan lejos que tengo gana
de llamarlo al orden. Piense usted que su esposa
apareciera en medio de este... alarde.
—Mi querido amigo, eso la asombraría me­
nos que la apuesta. Clara—continué, impertur­
bable y como si me dirigiera a un lindo perro
sabio para preparar el nuevo ejercicio—: les he
dicho a estos caballeros que le gustan a usted lo­
camente lo-s perfumes naturales-, y que no tolera
más que los de las flores que lleva -en el seno.
¿Cuál es el olor de esta noche? ¿Quiera usted
decírmelo? Porque yo lo ignoro. 5
La respuesta partió como chorro de vapori­
zador, que me salpicó el rostro a despecho de mi
aire flemático.
—¿El señor tiene tanta prisa?
Y ella sostuvo la insolencia de todas ¡las¡ mi-
radas con una sonrisa terrible, que mordía la
mía.
Clara no temía en torno mío más que a 'las
mujeres. Sus celos, cuidadosamente ocultos, Je
habrían hecho cometer crímenes por conservar
su humilde amor. Desde hacía tiempo buscaba
la ocasión de gritar a cualquiera que fuese: yo
le pertenezco. Yo sabía esta manía, casi enfer­
miza, y que ella no hubiera jamás osado satis­
facer sin mi autorización. Pero yo abusaba de
su inocencia y me (Separaba de ella. Después de
todo, no era más que una criada, el tipo ideal de
la mujer de amor, el animal por excelencia;
pero... ella aquietó mi impaciencia. Tengo pre­
sente la aventura.
—¡Vamos!—dije con frialdad, después de dos
minutos de agonía, durante los cuales vi pasar
su lindo rostro por todos los matices de la más
angustiosa ansiedad—. ¡ Me parece que me hace
usted esperar demasiado!
Se puso de puntillas, con las pupilas extraor-1
dinariamente dilatadas, mirando a su amo como
se miraría a la muerte de frente, y con un gesto
maravillosamente casto bajó el peto de >su de­
lantal de encajes y abrió el corpino, de donde
se escapó una rama de narcisos. Apenas se pudo
entrever la maravilla (de sus senos duros con pe­
zones de coral, en su pecho, parecido a una co­
raza de terciopelo blanco.
No llevaba corsé.
—¿Por qué me ha obedecido usted, Clara?—le
dije con tono severo—. ¿Qué quiere usted que
piensen estos señores de una mujer tan poco
dueña de sí?
—Que le pertenezco a usted, señorito Enrique.
Quizás le dará a usted vergüenza..., pero yo...,
yo, desde el momento en que e¡l ¡señor lo per­
mite...
Se retiró con una ondulación de caderas y
una insolencia verdaderamente soberbias.
Nadie hablaba, nadie bebía, pensaban sólo en
el guardarropa..., donde quizás podrían volver­
la a ver cuando fuesen por sus abrigos.
Esta fué nuestra última noche de adulterio
bajo el techo conyugal, y aunque Despaux-Sa-
rrier perdió la apuesta, más adelante le ofreció
su fortuna, según me han dicho. En cuanto al
simpático Raúl de la Feuillangére, m>e remune­
ró con una estocada en el brazo para enseñarme
la cortesía que les debemos a las muchachas
que nos sirven con fidelidad, a una raza de cria­
das cada vez más rara. En el fondo, yo no la
había, por cierto, robado... de un escaparate
para satisfacer mis bajos sentimientos. Esto no
hizo más que aumentar nuestra mutua simpatía
y mi deseo de perfeccionar mi puntería.
—Es usted un monstruo—declaró él riendo,
cuando este asunto hubo terminado a nuestra
entera satisfacción.
—¡Oh! No es usted el primero en notarlo.
—Ni la última—añadió, sin ningún equívo­
co, porque era el muchacho más sano de todos
nosotros.
Al día siguiente de esta historia apareció un
entrefilet en un periódico festivo. Se me acusó
de haber mostrado marionnettes, género tara-
quenz, en el gabinete de una princesa turca,
donde se fumaba opio y donde negros, vestidos
únicamente con taparrabos, servían sorbetes de
rosa.
Reproducido veinte veces el eco, acabó por
aproximarse a la realidad. En el último suelto
me acusaban de haber hecho desnudar a una
actriz de café concert, disfrazada de doncella,
en mi gargonniére. Las alusiones se hacían
transparentes como el agua.
—¡Ah, no!—grité, arrojando el periódico so­
bre la mesa del salón donde Luciana hojeaba a
su vez las revistas—. No puedo tolerar estas pa­
labras; les haré rectificar.
—¿Qué palabras?—interrogó mi mujer, es­
tremeciéndose, porque yo estaba verdadera­
mente colérico.
—Imagine usted, mi querida amiga, que un
periodista idiota pretende que yo, un hombre
casado, tengo una garconniére.
■—¿Y qué tiene eso de extraño?—dijo ella, bur­
lona y templándole todos sus miembros—. Me
parece natural tratándose de un hombre casado
que no duerme en su casa.
—Pero no es eso; usted no comprende. Dicen
que ese cuarto de soltero está aquí, en mi domi­
cilio legal..., y es una infracción de la ley de la
más elemental cortesía. No se instala una gar-
gonniére en la casa donde se vive con su espo­
sa. No pasaré por semejante falta de mundo.
Deme usted en seguida avíos de escribir.
Guando hube terminado el billete, algo des­
usado, ella lo leyó por cima de mi hombro.
“Señor redactor del Eco del Gran Mundo:
Su información es completamente inexacta. Mi
garconniére no puede de modo alguno estar
instalada en esa calle ni en ese número, porque
la señora doña Luciana Dormoy, mi esposa le­
gítima, habita conmigo en dicha calle y en di­
cho número, Yo no tengo ninguna garconniére,
y le ruego lo rectifique. En cuanto al resto del
artículo, me ha parecido tan estúpido como in­
verosímil.”
—Enrique—suspiró Luciana—, le doy a us­
ted las gracias a pesar de que no lo hace por mí.
—No me lo agradezca, Luciana. Es natural
que yo haga respetar el nombre de usted, pues­
to que es el mío.
•—¡Enrique! ¡Enrique! ¡Tenga usted cuidado!
La desesperación de un amor no correspondido
me puede conducir... hasta a la venganza amo­
rosa, la más fácil de todas: a engañarlo..., a
despecho del nombre que llevo.
—¿Fácil?—dije, mirándola de reojo. Pero era
demasiado descortés, y no hice más que rozarla
con esta injuria de encontrarla tan fea, cuando
no era del todo justo—. No, querida amiga—
añadí—. No hará usted eso, porque usted sigue
amándome, de una parte, y de otra, porque usr-
ted tiene sangre provinciana, y es muy compli­
cado convertirse en tan parisién. Llevamos ape­
nas cinco años de matrimonio. Espere a la trein­
tena. Repose usted de su alumbramiento, que
fué, según creo, doloroso, hasta el punto de in­
utilizarla..., sensualmente hablando, y cuando
haya usted recobrado todas... sus facultades,
entonces... nos divorciaremos.
—Jamás, Enrique, jamás; yo he cometido crí­
menes para hacerlo a usted mío, y lo conserva­
ré a pesar suyo, a pesar mío... Deseo llegar al
amor platónico. ¿Quién le ha dicho lo de mi
alumbramiento ?
—Su doncella de usted.
—¡Oh! ¡Esa muchacha!... Acabaré por ma­
tarla.
—¡El amor platónico!... ¿Pero ha escuchado
usted alguna vez el grito del corazón, mi pobre
Luciana?
—Lo mismo que usted. ¿Acaso no he estado
también en la escuela del cura Armando de
Sembleuse?
Hubo un instante de penoso silencio, durante
e'1 cual arrojé hacia el techo el humo de mi ci­
garro. Lloraban los pétalos marchitos de las ro­
sas colocadas sobre la consola; una gran dulzu­
ra reinaba en torno nuestro, una dulzura hecha
de todos los renunciamientos, de todas las muer­
tes consentidas, de las torturas de todos nues­
tros sentidos. Acurrucado en el diván baj o, don­
de fumaba, amortajado en la tumba de mi lu­
jo de mujer que no ha sido jamás prostituida
por otra mujer, la amiga de pensión, pensaba
en mi corazón desgarrado para proporcionarle
a Luciana el perfume preferido de su lecho con­
yugal. Ella dormía con mis pañuelos, con mis
ropas interiores, que Clara se llevaba de mi to­
cador o de mi cuarto de baño. Me lo había con­
tado. Yo 'lo sabía. Lo toleraba.
—¡ Luciana!—gemí, tendiendo los brazos con
las manos crispadas—. ¿Por qué diablo no se
decide usted a asesinarme? ¡Me haría un grah
servicio!
Ella estaba de rodillas cerca de mí, detrás del
almohadón que me sostenía la cabeza, y veía
en un espejo de Venecia, colocado delante de
nosotros, que me besaba los cabellos tan discre­
tamente, que no lo hubiera podido creer si no
lo viese.
—No., Enrique, yo le amaré a usted hasta que
muera su madre; entonces yo sé que usted ten­
drá fuerza para repudiarme. No tiene usted lás­
tima de mí, sino de ella...
—¿Quién le ha revelado eso, Luciana?—bal­
bucí con un doloroso escalofrío.
—Su doncella de usted, Enrique, la famosa
doncella del Eco del Gran Mundo, que se ha
desnudado delante de todos los camaradas de la
garconniére,
—¡Ah!—grité yo furioso, incorporándome en
mis almohadones, enervado por el contacto vo­
luptuoso de las sedas y de los labios empurpura­
dos que adivinaba sin sentirlos—. Llámela us­
ted, que yo la castigue delante de usted por su
odiosa conducta de perra chismosa. ¡Llame us­
ted digo, o yo le haré ver...!
—Enrique, me asusta usted.
—¿Quiere usted obedecer, si o no?
Tocó un timbre. Esperamos inmóviles, con
una espantosa tranquilidad. Yo estaba sentado,
con las manos cruzadas sobre las rodillas y me
mordía los labios con una rabia tan intensa que
paladeaba mi propia carne. Ella, de pie, apoya­
da en el diván, me respiraba, literalmente borra­
cha de una voluptuosidad de ñera, que la hacía
casi bella. El peinado bajo sombreaba, con la
diadema de sus cabellos obscuros, la frente, un
poco abombada, dulcificando su mirada pene­
trante. Su traje de muselina de seda rosa la en­
volvía como un reflejo de sol agonizante, y esta­
ba tan completamente llena de sortijas y de j o-
yas, que en la penumbra del espejo (que es don­
de yo podía verla) parecía una llama que me
acariciaba... a una distancia conveniente. En­
cendí otro cigarro para engañar la espera in­
fernal. Pensé en levantarme y romper el mal
sortilegio... Al fin penetró Clara en el salón,
siempre discreta y humilde, cien veces más lin­
da que la señora de la casa. Cosa extraña: ¡siu
humildad colmó mi cólera. ¿Qué le diría? ¿Có­
mo empezar esta diatriba? ¿Cómo reprocharle
las crueldades que no tienen nombre en ninguna
lengua y que ella envenenaba empapándolas en
01 flujo y el reflujo; de nuestro odio?
—Clara—le dije, con una voz sorda que me
desgarraba—, le ha mostrado usted su seno a
un hombre que le ha ofrecido dinero. Los pe­
riódicos lo proclaman y la señora lo .sabe.
Yo reía. Ella me miraba tristemente. La mu­
jer legítima dominaba en el salón, y 'la querida
no tenía el derecho de defenderse.
—Yo no he aceptado el billete de Banco de ese
hombre, a pesar del permiso del señor. Se lo
puedo jurar a la señora.
—Sí; pero él ha visto tu seno, y ¿quién me
asegura ahora que no estabas satisfecha de en­
señárselo?
Clara tuvo una sonrisa involuntaria. Le gus­
taba que la tuteara dalante de la otra, pero no
quiso seguirme en ese terreno. Ignoro por qué
al dirigir una mirada de reojo a ese espejo de
Venecia, el mismo que había traído de mi viaje
al país de «las quimeras, oí la voz lej ana que ha­
bía muerto, cantar en mi memoria: El fuego lo
purifica todo.
—Abre tu corpino—le ordené brutalmente.
—¡ Oh! El señor quiere conocer el perfume de
esta noche... Son rosas rojas, tan rojas como la
habitación de¡ la señora.
Se abrió el corpiño con un bello impudor, ce-1
rrando al mismo tiempo los ojos.
Entonces chupé mi cigarro y lo apoyé con to­
das mis fuerzas entre los dos senos de tercio­
pelo blanco.
Fué mi mujer la que se desmayó..., probable­
mente de la alegría diabólica de haber oído chi­
rriar la carne.
—Haga usted volver en sí a la señora, Clara,
y, sobre todo, no llore usted. Se pondría dema­
siado contenta.

¥ * ¥

... ¡Oh, la aventura, la buena aventura, la


bella aventura! ¡Ir libre, joven, saludable, ha­
cia la mujer que no se conoce, que será siem­
pre la misma mujer (porque ellas no se diferen­
cian mucho), pero no estar a causa de eso1 pre­
cisamente obligado a volverla a ver!...
La aventura es siempre la misma aventura;
pero de otro país del mismo cielo.
... Dejé el coche y seguí hasta la calle tran­
quila donde vivía la marquesa de Vailly. Tenía
el hotel entre el patio y el jardín. Me había pe­
dido que entrase por la puertecita de servicio
(¡tan pronto por la puerta reservada, señora!),
porque sus criados habían partido a preparar
su veraneo. Estábamos en julio. París quemaba
la planta de los pies de los que aun paseaban.
Me cruzaba con jovencitas, cuya desnudez adi­
vinaba bajo sus trajecitos de linón, y con con­
serjes graves, instalados delante de sus porte­
rías o barriendo la acera con toda su importan­
cia parlanchína.
Yo iba derecho, como el que sabe donde va',
pero que encuentra delicioso no saberlo del
todo. Soy a la vez tan joven y tan viejo, que me
tienta como a un chiquillo el fruto entrevisto en
las ramas, y que al mismo tiempo reflexiono,
muy metódicamente, en la manera de hacerlo
caer. Yo no puedo enamorarme, porque el ena­
moramiento impide ver y comprender. He re­
emplazado la fórmula algo trivial de Yo la amo
por la de Yo quiero, que se cambia en ¿Quiere
usted?, por pura cortesía, cuando la señora vale
la pena.
He aquí lo que me ha sucedido tres o cuatro
veces. Amar a una persona es esperarla. ¡ Qué
ocupación de bobo! Por otra parte, yo soy de
una corrección que exagero en algunas circuns­
tancias, y no falto jamás al respeto. Esto me
salva del ridículo de la fatuidad’; me entrego
a la aventura por el placer de arriesgarme y de
romperme los riñones de todas maneras. No ad­
mito el miedo a los cercos o el temor de disgus­
tar. Unicamente no me digno ocuparme de mu­
jeres conocidas, corridas o que se venden, por­
que no es en esa aventura en la que se puede
esperar encontrar lo que se busca: un imposi­
ble, alguna cosa original.
Yo soy un muchacho muy guapo, yo lo sé,
lo reconocen. No he necesitado más que tres o
cuatro uniones elegantes y un duelo un poco
escandaloso para ocupar la crónica mundana
y aparecer como un héroe misterioso, que es el
prisionero voluntario de un matrimonio de in­
terés, vive como un celibatario, recibe bien y se
bate fácilmente; no tiene más ocupación que
hacer el amor, lo que resulta, en nuestra época
positivista, una original concepción de la exis­
tencia. No quiero obrar contra mi mala reputa­
ción. Nada me conmueve, nada me importa
fuera de mi caza. Sigo la pista de mis liebres
como los demás siguen la pista de un negocio.
Con tal de que mis rentas bastasen para luchar
en... generosidad con Luciana, todo me es in­
diferente para el resto de mi tren de casa. Es
preciso confesar que Luciana era, sobre todo,
suntuosa en sus regalos. Fué ella la que amue­
bló mi departamento, en el que no entraba ja­
más, gastando sumas enormes de su bolsillo
particular. Felizmente, las noticias que me ha
dado nuestra doncella acerca de sus gustos, me
han permitido arreglar mis... diferencias. Lucia­
na ama las joyas con exceso. Me hace frecuen­
temente el efecto de ir aplastada por su peso.
Sortijas, collares, brazaletes, todo le gusta, y yo
aprovecho la ocasión de obsequiarla todo
aniversarios. Ella no me da las gracias más que
en público, y tiene con frecuencia el gesto fu­
rioso, que rechaza, al mismo tiempo que se es­
fuerza en sonreír graciosamente. Ese refina­
miento de crueldad la exaspera, porque no puede
reprocharme el olvidarla.
¡Oh, no! Yo no la olvido, y cuando mi madre
muera...
¡Mi madre! La marquesa de Vailly la conoció
cuando ella era una niña, me lo ha dicho y me
ha hablado largo rato, en su último té de la pri­
mavera, del color extraño de sus ojos, de sus
ojos sin fondo como el cielo, de su ojos vacías.
Me he propuesto ser de una cortesía ejemplar...
La marquesa de Vailly es una devota parisien­
se, una curiosa muestra de la especie femenina
que se denomina muj er honrada. La Feuillangé-
re, mi mej or camarada, le ha hecho la corte asi­
duamente. Me ha declarado con mucha natu­
ralidad que eso lo desesperaba, porque no veía
más que la violación en perspectiva. Se había
retirado para no exponerse a ese enojoso ex­
tremo.
—Yo, sabe usted, no tengo nada del tempe­
ramento de seductor que usted posee. Tengo ho­
rror a las manifestaciones brutales.
¿De dónde ha sacado ese badulaque que yo
soy un seductor, ¡ Dios mío!, cuando siempre he
sido seducido? En fln, voy a tratar de corregir
el defecto’ de los perros.
—¿Tiene usted un sistema?—me ha pregun­
tado el imbécil.
—Ningún sistema, sino el de no amar nada
más que la aventura en sí.
He visto a la marquesa de Vailly varias veces.
Ha venido a la última recepción de mi mujer,
y la he estudiado con atención. Físicamente, es
una hermosa mujer de treinta años, apenas al­
gunos años más que yo. Es morena con la piel
de rubia, sana, de ojos castaños, muy sedosas
las cejas y las pestañas, dos ojos como de piel,
que están medio cerrados porque creo que es
miope. Se viste bien, sencillamente, con tail-
leur obscuro de día, y de noche, con descotes
exagerados, que resultaban castos porque los lle­
vaba con mi aire de indiferencia. Parecía del­
gada, sin serlo; gallarda, bien formada, pero la
supongo artificialmente coqueta. Estaba casada
con un señor muy diferente, que posee una ca­
balleriza de caballos de carreras y la querida
en hotel de rigor. Forman una pareja muy uni­
da. Pero hay regalos que no dependen de la vo­
luntad: la señora esperada un hijo de su mari­
do, único presente que deseaba, y que no ha
podido obtener. El señor era un poco avaro, a
lo que creo, desde el punto de vista del pan del
matrimonio.
Teníamos un flirt que no avanzaba. Ella me
hablaba de sus buenas obras y yo le hablaba
de mis malas acciones; pero no encendíamos la
10
menor llama. Me encantaría besar sus ojos cas­
taños, sin nada más. Pero para llegar a esto me
será preciso pasar por su lecho. Jamás me con­
sentirá la bella voluptuosidad de un beso... en­
cantador sin la gravedad del acto completo.,Es
una mujer seria que no detalla.
He tenido la suerte de que me reciba solo a
causa de una cama de beneficencia (que no es
precisamente la suya) que desea fundar en una
casa de maternidad.
La Feuillangére ha asistido sin un entusias­
mo delirante; yo he tomado el aire de estar muy
interesado en esta fundación. ¡ Si el Niño Jesús
introdujera dentro de mí el primer amor nor­
mal por una mujer! Me quedaría verdadera­
mente asombrado.
Fué necesario firmar papeles inútiles, asistir
a un comité organizador que no decidía nada, y
gastar un poco menos que para comprar un de­
lantal de criada o un ramo de flores.
Llegué a la pequeña verja del jardín. Un cria­
do sin librea vino a abrirme; me hizo pasar por
una avenida bordeada de boj. Esto me recuer­
da un siniestro jardín de provincia, y también
las tumbas bien cuidadas. ¡Excelente disposi­
ción para fundar un lecho de hospital! A pesar
del pesante calor, tengo frío en el cerebro. Me
miro un instante en la alta puerta de cristal
que, conduce al último salón, aun abierto, don­
de debo esperar.
Estoy vestido con mi traje claro, de verano,
en gris obscuro un poco atrevido, de un paño
suave, muy amplio, casi franela de playa. Mi
americana se abre sobre la camisa, azul; una
corbata de un azul tan pálido como el de la ca­
misa, una perla que ha salido para mí de una
colección muy notable, y zapatos grises, un
poco bajos, con calcetines azules, de un tejido
de seda blanco y plata. Nada me falta, y si yo
he tomado un pardessus-c&pa. más obscuro, el
forro de este abrigo es completamente suave, y
lo llevo porque me da un reflejo femenino, in­
útil en absoluto. Soy, o parezco, alto, ancho de
pecho. Desde que no tengo corazón, es asom­
broso cómo se ha desarrollado mi tórax. Mi ros­
tro es siempre extraño, a causa de mis ojos, muy
duros bajo la perpetua caricia de mis pestañas
negras. Continúo siendo un rubio obscuro un
poco cobrizo. Llevo los cabellos largos, pero de­
jando libre la nuca. Mis cabellos son muy inte­
ligentes, a la vez abundantes y finos. Se hace
con ellos lo que se quiere. Mi cutis continúa
siendo el de un muchacho' sin bigote; por tanto,
he ganado. Tengo los labios sabios, una boca
feroz, fina y sinuosa, que sabe morderlo todo
sin tocarlo. Sólo cuando ríe desarma al vecino
y enternece a la vecina.
—Es insoportable—dicen de mí.
Esas son las mismas palabras de mi madre.
En el fondo, ¿es que el ser hermoso, origi­
nalmente hermoso, no me puede consolar? Voy
a saberlo... una vez más. ¿Y luego?...
Este saloncito es obscuro. Hay una mesita
con avíos de escribir en medio, y en un ángulo,
sobre un aparador, todo un escaparate de paste-
litos y de refrescos, buenos para incendiar el
estómago. Arrojo mi fieltro gris topo, no sé
dónde, y me arreglo el cabello delante de un
espejo antiguo, que convierte mi color en verde
manzana, y, de malísimo humor, me pongo a
saquear las bandejas.
Ella entra sin que yo la sienta.
—Buen apetito, señor Dormoy—'dice con una
risa franca, que denota una conciencia tran­
quila—. Al menos, le gustan los pasteles a us­
ted, que pretende que no le gusta nada.
Me volví, un poco confuso.
—Confieso que .soy goloso.
—Un niño mimado.
¿Por qué me decía eso? Esas fueron las pala­
bras de Armando de Sembleuse... la primera
vez.
Le tomé la mano, que rocé respetuosamente,
y la miré con los ojos entornados.
Llevaba un vestido blanco, de velo de seda
liso, abierto en dos paños de fichú, anudado dej
tras del talle con un ancho cinturón. Un hilo de
perlas al cuello, los cabellos amarrados con una
cinta blanca, muy de pensionista. Pero ella es­
taba también de mal humor. Yo llegué el pri­
mero. Debían venir Despaux-Sarrier, el fiel La
Feuillangére y otro industrial, que se había ins­
crito con el billete de mil francos de la cartería
tradicional.
—Sabe usted que no espero mucho de nues­
tros... accionista'».
—Tanto mejor. Cuando esos señores me ex­
pliquen el funcionamiento de su hospicio, yo no
comprenderé nada. Usted me lo explicará, sin
duda, con más claridad. (Retrocedí un poco para
contemplarla.) ¡Qué bien le sienta a usted lo
blanco, de día, cuando es tan difícil de llevar!
—Le ruego a usted que no vuelva a comenzar.
La otra noche me ha torturado usted terrible­
mente los nervios en casa de aquel notario1.
—Por Dios, querida presidenta, tenemos el ai-*
re de ir a firmar un contrato de matrimonio. Yo
me imagino la novia que tiene tres pretendien­
tes; pero como yo estoy hoy solo, me siento...
marido. Lo que es aún más chusco.
—No estará usted nunca un momento serio.
El criado entró con un telegrama ¡sobre una
bandeja.
—¡Bueno! Despaux-Sarrier se ha ido ayer a
Trouville, y La Feuillangére me ha escrito esta
mañana disculpándose. (Casi tenía lágrimas etn
los ojos.)
—Vamos, ¡señora, no se apure usted. El asun­
to va por buen camino. Esa cama está fundada.
A la vuelta la instalaremos definitivamente.
¿Acaso se ponen enfermos en verano los recién
nacidos?
—¡Ah! Calle usted—dijo ella con voz sorda—.
No hable usted así de¡ los niños, puesto que usted
no sabe lo que son. Yo tengo la vocación de pen­
sar en ellos, de precaver >sus miserias y de tra­
bajar para ellos. Si la señora de Dormoy no tie­
ne hijos, debe también sufrir. ¿Seré indiscreta
preguntando si es por principio?...
Colocó delante de mí la merienda que debía
haber servido para cuatro.
—Ninguna indiscreción. Mi mujer y yo no
queremos arriesgarnos a una segunda desgra­
cia—tomé un tono de circunstancias-—. Hace
tiempo, al principio de nuestro matrimonio, tu­
vimos un niño que ni siquiera estuvo enfermo,
porque nació muerto.
Esto que conté era casi un sacrilegio, pero
oculté mi emoción de circunstancias comiendo
multitud de pastas y dulces perfumados y be­
biendo Asti, que adoro. Me mareé un poco. La
marquesa de Vailly se puso soñadora:
—¿Qué piensa usted do La Feuillangére, señor
Dormoy? ¿Cree usted que continuará su sus­
cripción anual? E® un niño. Los niños son sus
iguales.
—La Feuillangére so ha suscripto porque está
enamorado de usted.
—¡Naturalmente! No será usted nunca for­
mal. ¿Se lo ha dicho él?
—El señor Despaux-Sarrier se ha suscripto
porque la desea a usted.
—¡Ah!, bien; entonces usted se va a inscri­
bir... en la misma lista.
—No.
Levanté la cabeza, sacudí mis cabellos, y la
miré de frente. Sentada cerca de mí, en el mis-1
mo canapé bajo, recibió esta frase en pleno ros­
tro, y como era en el fondo una gran dama, a la
que se le debían los homenajes mundanos, de
cualquier forma que se pudieran presentar, su
orgullo se sublevó.
El amor, desde sus abuelos a ella, no había
sido nunca más que un besamanos, en cuanto
al deber... Yo vislumbro vagamente... el escaso
pan del matrimonio que le han debido hacer co­
mer en su hogar. Ella desea el besamanos.
—Decididamente usted será impertinente has­
ta tener que castigarlo.
Me aproximé. Tenía un plan. maravilloso des­
de el punto de vista de la estrategia de salón;
ese La Feuillangére fué un idiota, y me encar­
gué de probárselo.
—¿Quiere usted escucharme, hermosa seño­
ra de los ojos de piel? Soy, en efecto, un imper­
tinente correcto, cuando el sujeto vale la pena.
¿Estar enamorado de usted y desearla? Eso es
perder el tiempo... y la estimación de usted. Es
usted una mujer honrada. Eso se ve, se respira,
y su maravillosa belleza sana es como el per­
fume violento de su virtud. No ha tenido usted
amante ni lo tendrá... a menos.
Me miró, echada hacia atrás, sobre los coji­
nes color naranja, y sus cabellos negros y es­
pesos en la sombra del saloncito ponían una
mancha de tinta casi violeta a su alrededor. En­
rojeció y palideció; sus ojos parpadearon como
bajo la influencia del magnesio.
Era evidente que estaba dispuesta a llamar al
criado. > ‘ i
—... A menos que alguien más fuerte que su
voluntad de usted, más adaptado a su género de
temperamtento, le dijese a usted lealmente:
“Esto es lo que yo quiero y lo que usted desea.”
¿Quiere usted?
Pensé que el quieres tú no estaba en situación.
—¡Oh, Enrique Dormoy! Es usted un mons­
truo, el más temible de los monstruos—mur­
muró ella mirando hacia la puerta.
Me acerqué a aquella puerta y la abrí de par
en par, apareciendo el vestíbulo, completamen­
te desierto.
—Ahora, señora' marquesa de Vailly, ¿quiere
usted?
Me puse de rodillas en el suelo y conservé sus
manos en las mías. La miraba de abajo arri­
ba, isin permitirle librarse de la fascinación,
porque deslizaba mi mirada por la rendija de
sus párpados medio cerrados. ¡Ah, los bellos
ojos! ¡ Si ella quisiera dejarme besarlos, sin nada
más! ¡Qué exquisito sería eso, y qué casto des­
pués de todo!
—Déjeme usted, Enrique; le ruego que me
deje. Pueden -entrar. Está usted completamente
loco.
—¿Entonces cierro la puerta?
■—Sí, y guarde silencio.
Cerré la puerta con llave. El criado tardaría
una hora en volver a recoger el servicio de la
merienda, o más si no- se le llamaba. En cuanto
a los accionistas, no había nada que temer. Co­
mienzo a-gozar prodigiosamente. Me callé, pues­
to que lo había ordenado. Me vi obligado a be­
ber una copa de vino y a comer pasteles, que
cogía con los dientes, del plato. No dije una
palabra ni formulé una protesta. Ella reía y llo­
raba, sofocada, sin saber si estaba en una junta
de accionistas- o en el lecho de una recién ca­
sada.
Cuando -se calmó la. oí que murmuraba:
—¡Ah! Enrique, mi bien amado, voy a pedir­
le a Dios que él se parezca a usted. Prométame
sólo no volver más, o yo no respondo de mi
virtud.
Es siempre enojoso que impongan condicio­
nes, aunque se trate de una mujer honrada...

★ ★ *
... ¡Oh! ¡La aventura! ¡La buena aventura,
la bella aventura!... He salido esta noche para ir
a un concierto. Es una noche melancólica de in­
vierno: lluvia fina, pavimento gris. Tengo1 ho­
rror a la música, porque es una enervadora de
energías y porque la¡s mujeres la aman. Donde
ellas están no puede estar nadie más que yo. Es­
toy obligado a esta servidumbre, porque le he
prometido a una de mis bellas amigas ir a oírla
cantar. Canta mal, de una manera presuntuosa,
pero tiene lindos brazos. Debe haber también ,un
número de baile: una debutante. En fin, voy a
aburrirme extraordinariamente. Llego a tiempo
para oír el número; de mi amiga, cuyos trinos
conozco. Es curiosa esta expresión glacial que
me produce. La sala está poco- decorada, de mal
gusto; se han prodigado entradas de invitación
e hijas de porteros, que -saben todas música, na­
turalmente. Pienso que debo acompañar a esta
dama. He pedido el coche para las.doce. Yo bos­
tezo bajo mis guantes y roo la bolita de azaba­
che- del -puño de mi bastón. ¿Morder el azaba­
che? ¡Ejercicio peligroso! Esta gran sala estú­
pida, con -sus- tubos de órgano en el fondo, sus
muros blancos de casa de salud, su alfombra
sobre la cual están los pupitres y el mobiliario,
sillas de madera curvada que le dan el aspecto
de terraza de un café donde no se bebe, me opri-*
men el corazón...; y además estoy vestido de
etiqueta, cuando todo el mundo va de cualquier
modo.
Las amigas son aquí terribles, porque creen
siempre que se deben exteriorizar las caricias
con gestos inconvenientes. Esta mujer, que can­
ta por casualidad, no tiene necesidad de que la
acompañe..., por lo menos al piano. Soy cortés.
Le he dicho que no soy músico, me gusta el
ruido del viento en las hojas, y no entiendo
nada de su imitación, firmada o no firmada con
nombres conocidos, antiguos o modernos; en­
tonces no ha querido arriesgarse a exasperar­
me. Me respondió que no cantaría si yo no esta­
ba allí. Ya estoy aquí, y no puedo dej ar de pen­
sar qué hubiera sucedido en mi ausencia. Las
gentes se van. Miro mi reloj: las once. Llamo
a una acomodadora y le encargo, mediante pro­
pina, ir a decirle a la señora X que un coche la
espera a la salida. Yo no puedo aguantar más,
¡que llueva o que nieve! ¡Hola! La bailarina. La
veo porque un proyector la sigue, y este rayo
lunar, en esta inmensa sala de operaciones de
cirugía musical, me hace el efecto de iluminar
una agonía. Es pequeñita, un ratón; representa
unos diez y seis años. Baila con toda su alma;
baila para sí misma, pues no tiene aún la pre­
tensión de las estrellas, que taconean cuando el
público no se entusiasma. Tomo unos gemelos
y la miro. No hay nada mejor que la danza para
regocijar los ojos de un hombre. La música
aquí no ayuda nada a la belleza del gesto, tar.
armonioso que llega a ser sonoro y hace vibrar
la carne del espectador igual que si lo golpearan
con un gong al unísono.
Danza sobre una alfombra sin más decora­
ción (las he contado) que cuarenta y seis sillas
desocupadas, de madera curvada, alineadas
frente al espectador; los sillones de la orques­
ta, que ejecuta los grandes trozos musicales de
las matinées de abono. Para este pedacito de mu­
jer hay un violín y un piano con sordina. El
reflector se extingue. Desfilo por entre bastido­
res en dirección contraria a la ola de especta­
dores, que son en menor número que el de sillas
desocupadas, aunque igualmente ciegos. Llego
a su camerino con la certidumbre del cazador
seguro de encontrar al pájaro aún en el nido.
En cuanto a la cantante, debe rodar en mi cou­
pé reflexionando en las extrañas disposiciones
de mi espíritu para la música vocal.
—¿Señorita?
La saludo respetuosamente y me quedo un
poco embarazado. Tiene madre... La estancia
es estrecha, sucia, ahumada por un horrible
quinqué de petróleo. El espejo está cruzado de
nombres y de frases. Una silla, de la familia de
las cuarenta y seis, de madera curvada, sostie­
ne un feísimo abrigo guarnecido de pieles fal­
sas. Se ve crudamente la demacración de estas
dos mujeres a la luz de la mariposa que las
ilumina. La madre es una cualquiera, con
el rostro pálido: debe estar enferma; sus ojos
guiñan dolorosamente. La hija parece aún más
joven que en la escena; continúa con su faldi-
11a de tul, maillot y corselete. El color amarillo
y negro, unido a la estrechez del talle, le hace
parecerse a una avispa. Es muy bonita, pero
tiene expresión de desencanto. Al cumplimiento
vulgar que le ofrezco, como se le ofrece una
flor... ál que tiene hambre, la madre me res­
ponde:
—Ha tenido desgracia. No la han llamado, ni
siquiera la han aplaudido. Y nosotras veníamos
por un director de agencia que estaba en la sala.
Ni siquiera ha entrado aquí; se ha escapado
cuando ha visto todo lo sucedido.
—¡Dios mío, señora, soy yo mismo y ya ve
usted que llego a tiempo!
La pequeña se puso roja como una amapola.
Estoy cierto de que adivinaba que mentía.
—¡Oh, caballero!... (Se puso de puntillas.)
¿Le he gustado a usted? Es mi debut a'l salir
de la escuela. Contráteme usted, se lo ruego.
Mamá se volvería loca si esto continuara.
Puedo hacer todos los números de music-hall,
¿sabe usted?, y no tengo más que diez y seis
años ; no me canso nunca.
Me sentí inquieto porque me encontraba en
situación de convertirme en corruptor de meno­
res. ¡Qué rubia era! ¡Se diría que era de miel!
—Podemos ir primero a cenar y luego con­
versaremos.
La madre se interpuso.
—¡Ah! ¡Eso no y no! Conozco el sistema.
Quiere usted comenzar haciéndole la corte a mi
hija y después hacer lo mismo que el otro: plan­
tarla sin ningún contrato... porque ella no se
prestara a hacer lo que usted quiera. ¡Vamos,
Clementina, vámonos! ¡Vamos a perder nuestro
tranvía!
La pequeña Clementina era de púrpura. Iba
a echarse a llorar.
—Señora—dije yo fríamente—, estoy verda­
deramente en situación de proteger a su hija de
usted; pero si usted no quiere que le hagan la
corte, no la enseñe usted en maillot en el esce­
nario, porque el procedimiento no tiene toda
la pureza de intención deseable. ¿Debo reti­
rarme? ,
—¡ Mamá!
Se consultaron. La madre se oponía.
—Escucha, mamá; tú vas a llevarte mi abri­
go, porque yo me iré en coche; seguramente, no
tendré frío, y luego... ¡lo que Dios quiera! El
señor tiene aire de persona decente y no me
causa miedo.
—Le agradezco a usted, señorita, la buena
opinión que tiene de mí, y haré todo lo posible
por merecerla. ¡ ñuéguele usted a su señora ma­
dre que venga con nosotros!
No sé por qué dije eso; pero estaba dominado
por una secreta emoción intraducibie. Las dos
mujeres tenían igualmente hambre.
La madre era ridicula. Me pondría en ridícu­
lo. ¡Tanto peor! La pequeña me apretó los de­
dos hasta arañarme. Tuve la impresión de sal­
var un gato que se ahogaba. Esto es atrozmente
delicado y excitante. Para colmo de enredos,
como la dama cantora no pudo encontrar mi
coche, o despechada al ver mi desdén, se fué en
un flacre vulgar; el criado encargado de apagar
las luces entró preguntando si el señor de frac
(no había, pues, más que uno) era don Enrique
Dormoy, porque su cochero lo llamaba a los
cuatro vientos.
Mi cochero tenía horror a la lluvia. Las dos
mujeres estaban asustadas; aquello les parecía
un drama del Ambigú: el robo de la señorita
Clementina por El Hijo de la Noche.
—Un poco de valor, señorita—le dije al
oído—. Es sólo el primer paso el que cuesta
trabajo..., y usted va a darlo en presencia de su
madre.
La envolví en mi abrigo—que era una capa
de nutria sin mangas—lo mejor que pude, por­
que su traje rutilante no hiciese mirarla con
malos ojos al ¡señor Pedro, que era un cochero
timorato.
—Señor, yo no lo consiento. Yo no lo conoz-1
co, y usted va a comprometer a mi hija—decla­
ró esta madre, tan prudente como mi cochero,
pero que me impacientaba mucho más.
—¿Entonces, señora?
—¿Entonces? Yo exijo, por la pena, que usted
le consiga un contrato y la lance entre los pe­
riodistas.
—¿No .viene usted a cenar con nosotros?
—No, señor. Ese no es el lugar de una madre.
n
Profirió esta frase con un real sentimiento
de dignidad.
—¡Está bueno!—exclamó sentenciosamente
el criado que escuchaba este coloquio sentimen­
tal y me serviría de testigo en justicia en caso
necesario: tan escandalizado estaba.
Agarré a la madre del hombro en la oscuri­
dad de los bastidores.
—Métase usted eso en el bolsillo, quiero que
cene usted. Es esta la única condición para lle­
varme a su hija. Luego espérela usted en su
casa; voflverá por la mañana. Le doy mi pala­
bra. Adiós, señora; no me lo agradezca; no hay
de qué.
La vieja se marchó.
Ignoro si su alegría era tan grande como su
vergüenza. Todas las luces estaban apagadas.
En el coche la gatita se estiró, porque se sen­
tía abrigada, y runruneó: .
—¡Qué bueno es tener pieles! ¿Es de nutria el
abrigo? Y el forro de oso negro, ¿no es eso,
señor? Le ha dado usted dinero a mamá. Lo he
comprendido.
—Para qué se ocupa usted de eso, picaruela.
—Es usted muy agradable. La primera vez no
se ha ido porque era a mí a quien el señor que­
ría darle las pesetas.
—¿Y usted no las quería?
—A. buen seguro que no. No soy yo quien
guisa en mi casa—se rió—. Yo no sé más que
bailar. (Se inclinó hacia mí y me miró a la luz
de los farolillos del coche con verdaderos ojos
de estrella). Además, no tengo necesidad de que
me dé usted nada. Me ha gustado usted desde el
primer momento. ¿De qué agencia es usted? Dí­
gamelo.
—“Eros y Compañía”. Es la que da al mundo
entero todas las jóvenes bonitas, de su clase.
La tuve ocho días en mi casa, servida como
una reina por Clara, que la sonreía tristemente
y evitaba que mi mujer adivinase su presencia.

★ ★ *

Mi querido abogado: he aquí, entre otras va­


rias aventuras, la última, la que terminará la
lista, porque yo no quiero fatigar a usted ofre­
ciéndole la canastilla de flores venenosas para
que pueda usted analizarlas y destilar su perfu­
me, a fin de darles el destino psicológico o mé­
dico que le sugieran. Lo que yo busco contán­
dole a usted estas historias un poco libres es
darle a usted una idea de la moral de que yo
soy capaz de servirme para mi uso particular.
No soy un sinvergüenza, sino un cínico. No ten­
go la reserva del burgués ordinario, que obraría
probablemente de la misma manera si pudiese,
pero que no se atreve por no exponerse a la
sanción de la ley. Yo cuando tengo un deseo voy
hasta el fin y pago las consecuencias. Es usted
quien tiene que decidir si debo pagar con mi
cabeza mis locuras, algunas de las cuales son
actos de alta sabiduría para un hombre de mi
temperamento. Sí, lo sé bien; hay una ley co­
mún. ¿Tiene usted el derecho de juzgar uno de
los llamados crímenes pasionales, según la ley,
común ?
Aquella noche, por azar, permanecí en el sa­
lón con Luciana, y le hice compañía, hablando
de lo que llaman mis aventuras peligrosas.
—Se hará usted matar por un marido o un
amante—refunfuñaba ella maternalmente, pre­
sentando sus zapatillas al fuego llameante de la
chimenea.
—Habla usted como Clara, mi querida ami­
ga: “El señor corre a su pérdida”, suspira cuan­
do me viste para ciertas fiestas, que le causan
siempre el efecto de su propio entierro.
Luciana no pestañeó. Se había habituado a
todo, y, por una incomprensible cobardía, aca­
bó por aceptarlo todo. Ella no tuvo jamás senti­
do moral, y creo que no poseía siquiera la más
ligera noción de dignidad. Esta mujer tan vo­
luptuosamente apasionada después del desdi­
chado accidente de su parto, se había converti­
do en moderada e indiferente, poco a poco, a
lo que 'le había gustado tanto otras veces. No
vivía más que para el recuerdo o el tormento
cerebral de mi presencia, veneno que la ener­
vaba.
—¿ Por qué continúa usted sirviéndose de esa
muchacha, Enrique? Un ayuda de cámara, en­
tendido...
—¡Horror de los hombres en la intimidad!
Además, son más torpes.
Luciana tuvo una sonrisa equívoca y pasó
vivamente a otro asunto.
—¿Sabe usted que el señor de La Feuillangére
me hace la corte? ¿Entra esto también en sus
proyectos de venganza?
—Yo no me quiero vengar. Espero... que se
decida usted misma a elegir otro esposo, ya que
no otro amante. El divorcio es su salvación.
¿Por qué no lo quiere usted? Yo lo acepto.
—¿Tener un amante? No... Eso no me gusta.
Un marido quizás sería muy dulce.
—¡Oh! Entonces elija usted a La Feuillangé-
re. No es capaz de violar a nadie. Está bien
educado y tiene, además, un nombre, como el
cura Armando de Sembleuse, tan a propósito
para un folletín del Petit Journal. Las mujeres
tienen debilidad por el escudo. Es una falta de
buen gusto por su parte..., al menos en amor,
donde el último palafrenero sabría hacer su ofi­
cio mejor que los nobles.
—En fin, Enrique, ¿qué es lo que usted
quiere?
—¡Lo imposible! ¡Lo absoluto! Busco la pa­
sión que nos sujete de rodillas para toda la
vida; una pasión que las contenga todas y de
la que no pueda uno enrojecer ante su con­
ciencia.
—¡Y tiene usted ya treinta años! Nada será
ya capaz de salvarlo.
-—Si no hubiera usted matado a su hijo—dije
con una voz sorda, acercándome a ella—, yo
hubiera tenido ese aliciente; es decir, un fin que
proponerme. Formar un espíritu en una carne
que era mía y librarlo por la educación de todo
lo que yo he sufrido demasiado joven.
Ella desvió los ojos; dejó caer los brazos blan­
cos, en los que las joyas trazaban signos de
fuego, reflejando las llamas de la chimenea.
Estaba de pie, cerca de ella. La sentía sufrir
y temblar; tuve un movimiento de piedad, y me
incliné sobre su brazo caído, como muerto; lo
cogí por la muñeca, lo elevé hasta mis labios
por cima de su cabeza, y di un beso lento en
el sitio de la sangría, donde la sangre forma
como una flor, más malva que rosa, a causa de
la red de las venas. Ella no se movió, sabiendo
que no tenía nada ique esperar más que una
crueldad inédita.
—Imagínese usted, querida, que es el señor
de La Feuillangére que le hace la corte.
Ella me dió un bofetón, bastante vigoroso a fe
mía, indignada por la afrenta que yo hacía a su
probada fidelidad.
-—¡ Gracias 1 No esperaba menos de la señora
Luciana Dormoy—confesé riendo de buena
gana.
Mientras ella se retorcía las manos silenciosa­
mente, Glara entró y dijo con acento emocio­
nado:
—Un botones del Círculo está ahí pidiendo
hablar con el señor personalmente.
—¡Ah! ¿Del Círculo? Son las diez. Pensaba
salir. Vamos, hágale entrar a ver si es de parte
del señor de La Feuillangére. Guando se habla
del lobo... asoma.
Vimos entrar un muchacho desembarazado y
socarrón, con uniforme verde oscuro y vivos
amarillos. Llevaba en la mano su gorra, en la
que se leía el nombre de un gran hotel. En esta
época no había verdaderamente más que uno
a la moda, y era aquél.
—El señor don Enrique Dormoy.
—¿Qué desea usted?
Miró a mi mujer con una especie de espanto
religioso.
—Vamos, deme usted esa carta.
La leí. Era un corto billete en inglés, de una
letra grande, impersonal, pero que no dejaba
duda de su índole.
Sabía un poco de inglés para hablarlo, pero
no para leerlo. Le di el billete a mi mujer.
—¿Quiere usted, que conoce ,esa lengua me->
jor que yo, traducirme eso?
Ella leyó en voz baja:
“Alguien que lo ha visto y a quien le ha gus­
tado usted quisiera conversar con usted sin eti­
queta, tomando el té. No le niegue ese pequeño
rato de alegría.”
No se podía traducir la frase infantil de la
despedida.
—Enrique—suplicó mi mujer—, no vaya us­
ted. Esto no está firmado.
—Sí, pero justamente es la aventura anóni­
ma que faltaba en mi colección. Hasta mañana,
Luciana. Si es tan comedida como el billete, yo
•se la contaré.
—Hay un coche del hotel a la puerta, señor—
dijo el pequeño groom desapareciendo como
una flecha.
Lo seguí.
Clara preparaba pasivamente mi traje de so­
ciedad sin ceremonia. Le gustaba más esto que
verme entretenido en una conversación con­
yugal.
El botones no decía nada. Yo fumaba y me
aseguraba de que mi revólver había pasado del
bolsillo de mi abrigo al de mi pantalón. Estaba
un poco turbado de encontrarme en un coche
que no me pertenecía; pero después de todo no
le pertenecía tampoco a la dama.
—¿Es bonita?—¡pregunté lacónicamente al
pequeño monstruo verde sapo.
—El señor me dispensará; pero yo no la he
visto. La casa está llena de extranjeros y hay de
toda clase de princesas.
Llegué. El pequeño personaje me condujo
respetuosamente a un ascensor enflorado de or­
quídeas, apretó el botón y me dejó abandonado
a mi buena o mala suerte. Una idea absurda
pasó por mi espíritu. Pensé en el marido de la
marquesa de Vailly, que podía haber tenido un
aviso tardío a propósito de su heredero, que ya
tenía algunos años, y concibiera el fatal pro­
yecto de amarrarme alto y corto a su árbol ge­
nealógico.
Un criado muy correcto me condujo a la ha­
bitación de la extranjera, banalmente suntuosa,
como todos esos departamentos, y se desvane­
ció entre los portieres, pesadamente caídos.
Quedé inmóvil, con el corazón latiéndome de
un modo extraño delante de una mujer muy
joven, inglesa o americana, acostada sobre un
diván, al lado de la mesa de té, donde estaba
servido el inevitable China o Ceilán, sin cere­
monia, como me había anunciado.
Esta mujer me parecía muy joven; pero la
seguridad de su mirada azul sombrío, el desdén
de sus labios de cobre rojo, sus cabellos rubios
cortados a lo Stuart y la línea recta de su cuer­
po moldeado en una dalmática de terciopelo de
Génova rosa y plata, la hacían en extremo inso­
lente y parecía más vieja.
—He aquí—pensé—una señora que no dehe
ser romántica y va con decisión a lo que quiere.
Es un animal de una raza fuerte y bella, pero
que me causa miedo.
En una jerga muy dulce, mezcla de inglés y
de francés, sembrada de expresiones de argot,.
que la hacen aún peor, me explicó que me había
visto en la fiesta javanesca dada en la embajada
en honor del rey de Gambodge, y que había for­
mado el proyecto inocente de recibirme en la
intimidad, porque:
—Usted no hubiera querido darme este pe­
queño placer de otro modo. No podía ir a su
casa, porque usted está casado.
—¡Dios mío, querida señora! Es usted dema­
siado modesta, por lo menos en lo que concier­
ne al pequeño placer. Yo en su lugar tomaría
el placer entero. En Francia no comprendemos
las medias tintas, con o sin ceremonia.
Palmoteo puerilmente, y reventó a reír, echán­
dose hacia atrás con un movimiento lleno de
lascivia, y me dij o:
—¡Oh! ¡Estos franceses qué encantadores son
y cómo se burlan del amor! No oso preguntarle
si le gusto. ¿Me encuentra usted bastante bella?
Dígamelo. Tengo miedo de ser, como dicen aquí,
inocente, fría; en fin, poco agradable. Tengo
sólo diez y ocho años.
Estaba cada vez más inquieto. Tenía, a pesar
de mi natural 'sangre fría en semejantes cir­
cunstancias, el miedo del cazador que piensa
que si yerra la bestia, ella no lo errará y le rom­
perá los riñones.
Se veía mal a la luz eléctrica de las ampollas,
demasiado lloridas de corolas de seda; y bajo la
dalmática rosa-plata, el cuerpo de esa criatura
se fundía y hurtaba sus líneas a mi mirada, que
trataba de conservar tranquila. Si se trataba
de una virgen de Chicago o de una lady de Lon­
dres, no quería, de ninguna manera, llevar la
ironía francesa demasiado lejos. Era preciso co­
rrección delante de la extranjera. En cuanto a
las medias tintas...
—¿ Quiere usted permitirme que le ofrezca su
té, querida miss?... ¿Miss qué? Hasta para cam­
biar sus fantasías, mi querida niña, conviene
tener el valor de cambiar los nombres o las in­
jurias. Escoja usted.
Me miró con su mirada glacialmente cínica y
me dijo volviéndose hacia la taza que yo le
presentaba:
—Me gusta que sea usted un hombre así. Se­
ría usted capaz de pegarme si eso no le compro­
metiera. Sí, tiene usted razón. Es preciso decirlo
todo noblemente. ¡Me hubiera gustado tanto
conversar largamente y ligarlo a mí por la poe­
sía de la palabra! ¡ Qué bello es usted, Enrique
Dormoy! ¿Me dará usted su retrato? Quiero
enseñárselo a mis amigas de Londres, que se
atreven a decir que soy el más guapo de todos
los muchachos. Me llamo lord D... Perdóneme
usted si lo contrarío.
La taza se escapó de mis manos e inundó el
blanco cuello de este efebo, célebre ya por ha­
ber escandalizado a toda una generación.
Pensé en buscar mi revólver y abrasarle real­
mente los riñones; pero lo vi ya tan consterna­
do por la impresión del líquido hirviendo (Cei-
lán o China), que me limité a huir, lo que en
parecidas ocasiones.es el mejor medio de con­
servar las distancias.
Guando llegué a mi casa, una hora después
de haber salido, me eché a llorar de rabia. Es­
taba solo, muy solo; nadie, felizmente, me pre­
guntaría.
Sí, lloraba de rabia; no por la injuria de esta
invitación sospechosa, sino porque aquel mu­
chacho al que yo le gustaba, y que se me pare­
cía un poco, había evocado la antigua pareja
con una frase que recordaba ciertas palabras
lejanas de Armando de Sembleuse. ¿Se disfra­
zaba de mujer? ¿Acaso, moralmente, no me
había yo disfrazado antes de hombre?
¡Oh, Armando! ¿Dónde estás? ¿En qué míse­
ro estado te debates? ¡Tú, tan fuerte; tú, que
querías tener la seguridad de volverme a encon­
trar allá arriba y que tuviste celos de mi eter­
nidad, hasta el punto de sacrificarme a mí
mismo!
III

Mi madre había muerto. Había llenado el va­


cío de ese cielo maravilloso, de cuyo enigma
llevaba ella una parte en el fondo de sus ojos
claros. Pedí mi divorcio al día siguiente de su
entierro, y Luciana Marín, un año más tarde, se
volvió a casar con el señor de La Feuillangére,
que tenía predilección marcada hacia las muje­
res que me habían amado. Clara servía ahora
en la casa del gordo Despaux-Sarrier en cali­
dad de empleada; pero quizás tenía también
empleo de mujer bajo esta firma comercial...
¡Y qué empleo!
-—El señor comprenderá que no puedo per­
manecer en casa de un hombre solo, ahora que
la señora se ha ido—me había declarado.
Le di todas las facilidades y hasta una dote.
Gomo estos cambios de situación habían lleva­
do consigo cambios de fortuna, a pesar de la
herencia de mi madre, porque yo quise devolver
a Luciana ciertos regalos que me había hecho
un poco a la fuerza, tuve que reducir mi tren.
Tomé en una calle más estrecha, del barrio
del Luxemburgo, que aprecio por su tranqui­
lidad aristocrática, un departamento más som­
brío, sin jardín; un piso bajo, de apariencia de­
cente, no completamente gargonniére, porque
yo me dedicaba a corretear por París o a viajar
por todo el mundo, sea en camino de hierro,
sea en burro. Guando volvía encontraba de nue­
vo el polvo que había llevado conmigo cuando
sacudía mis sandalias.
¿Aventuras? ¡Quizás! Ningún entusiasmo.
Calma extraña. No me acuerdo de lo que cons­
tituyó mi vida amorosa de los treinta y cinco a
los cuarenta años. Oreo que una bella joven
quiso casarse conmigo y que adquirió una en­
fermedad de melancolía que la condujo, no al
Carmelo, sino al teatro, donde pudo expresar
toda la gama de la pasión, no habiendo logrado
hacer que yo la sintiese en mayor o menor
grado.
Veía poca gente: ciertos aficionados encontra­
dos al azar en las reuniones del círculo o en las
salas de subastas curiosas. Me había hecho co­
leccionista y me entretenía en ver las vitrinas
artísticas: marfiles japoneses o abanicos anti­
guos; miniaturas de la buena época o esmaltes
de alguna bella manufactura.
Vivía con mi incuria habitual; me bastaba
con mis rentas y tenía suficiente con un solo
criado, desde el punto de vista de mi tren de
casa. Mi criado era un viejo maniático que de­
testaba a las mujeres porque había sido vi trio-
lado en su juventud por una querida celosa.
La época de frenesí de mi vida parecía tocar
a su término.
Pero era todavía un hombre seductor, y me
gustaba algunas veces que me lo dijeran..., para
no olvidarlo del todo.
Un punto negro existía en mi vida restringi­
da, aunque muy libre: era la imposibilidad en
que me encontraba de echar a la anticuaría.
He debido hacer notar que en París, princi­
palmente en la ribera izquierda, hay por lo me­
nos un anticuario por inmueble, y me he pre­
guntado siempre lo que esos comerciantes po­
drán vender.
Tiendecitas o grandes almacenes están reple­
tos de objetos artísticos o no, perfectamente ex­
puestos a los ojos del observador atento; y aun-
12

(
que se anuncian con frecuencia a cinco cénti­
mos la línea en los periódicos, parece que esos
comerciantes no venden ni compran nada.
El punto negro de mi existencia era una tien­
da de ese género instalada al lado de la misma
puerta de mi entrada particular y que mancha­
ba la fachada de un estilo Luis XV muy puro,
con cuatro lindas ventanas, de cristalitos cua­
drados un poco empañados, las cuales soporta­
ban los frontis cintrados, en extremo elegantes.
Guando firmé el contrato había preguntado si
se podía despedir ese anticuario con todos sus
trastos, porque me estropeaba la vista de mi fa­
chada.
—Pero'—me dijo mi propietario escandaliza­
do—este comerciante ha estado siempre ahí. Su
vivienda no forma parte de esta casa. Está a ca­
ballo sobre una antigua portería de la casa de
al lado y sobre una vieja cochera de la mía.
Como usted comprenderá, él también tiene su
contrato.
—¿Y si yo ofreciera alquilarlo..., por ejem­
plo, el día que tuviera un automóvil que meter
en esa antigua cochera?
Con ese furor singular que se apodera de mí
desde el momento en que me persigue un deseo,
propuse todas las transacciones posibles e ima­
ginables para desalojar al anticuario. No pude
lograrlo.
Pasaron tres años de esta fantasía, que quizás
era el más sabio de los presentimientos, y el an­
ticuario seguía allí. El renovó su contrato y yo
renové el mío. No tuve automóvil, porque en­
contraba ridículo ponerme a las órdenes de un
chófer de garage, en lugar de tenerlo a las mías;
y cada vez que entraba en mi casa oía a mi
portera, gran persona llena de dignidad, con­
tar cosas de este género :
—Todavía está aquí esa anticuaría que echa
la basura en mi patio. Escuche, señor Dormoy,
mientras que esté aquí ese baratillo es seguro
que la vida se me indigestará.
Conoce usted a esta simpática mujer. Segura­
mente ella será la única nota cómica de la
audiencia...
Un día..., ¡oh!, mi pluma tiembla, mi mano
se crispa sobre ella para escribir esto: un día.
¿Hace de él un año o varios siglos? Día de entre
los díasTMañanita de octubre, lluviosa y fría,
en la que la'calle tenía el aspecto de un corre­
dor cerrado en lo alto con una bóveda pintada
de gris, y todo estaba tan ahumado, tan triste:
los transeúntes, los coches, los carros de verdu­
ra que resonaban sobre el pavimento de made­
ra como un ataúd vacío. Me puse los guantes,
me abotoné el abrigo y me levanté mi cuello de
piel, para ir a comer no sé donde: a casa de al­
guien que me iba a. enseñar estampas. ¿Por qué
iunesto impulso me detuve delante de la luna es­
trecha del escaparate, empañado por la hume­
dad, de esa odiosa tienda? Escaparate artero, co­
mo un arrugado rostro de mujer donde puse los
cjos, que se extraviaron y se quedaron presos
de una visión de bibelot, un minúsculo bibelot:
un ratón de marfil puesto sobre una peanita de
bronce. ¡Dios mío! ¡Dios de orgullo y de cólera,
dónde me habéis conducido para llegar a esto!
Examiné el bibelot encantador y extraordina­
rio a causa del medio vulgar en que lo encontré.
Este ratón era un minúsculo marlil japonés, re­
presentando lo que los comerciantes de los mue­
lles y los vendedores de animales raros llaman
ratón japonés, un ratón blanco con collarete de
pelos rojos, los ojos rojos o rosas, las cuales tie­
nen la particularidad de dar vueltas alrededor de
ellos mismos horas enteras. Esta bestezuela, el
más menudo de los ratones, tiene costumbres
extraordinarias: mira muy hacia lo alto, o de
lado, con la vivacidad de un animal loco, y, al
contrario, es muy inteligente, dotado de maravi­
lloso instinto de razón, que lo protege de las caí­
das y lo preserva, durante ¡su vals ingenuo, de
los mil peligros que amenazan a un ratón que
ama la danza, haciendo la rueda alrededor del
gato.
Este ratón japonés, puesto sobre una peana
de bronce, era de un marfil muy puro, sin un
defecto de tono o de bruñido; poseía su collarete
rojo, incrustado de oro, estriado por algunos
toques de buril, imitando pelos, como le es dado
a un artista japonés imitarlos, con sus uñas
puntiagudas. Volvía su cabeza, de orejas trans­
parentes, hacia el lado, como si tratara de ver,
de acechar al señor. Los ojos, de rubíes, de un
rojo sangrante, tenían el aire de vigilar la pun­
ta de su rabo.
—He aquí—pensé—una cosa deliciosa que es
preciso que me compre en seguida.
El ratón descollaba en medio de los viejos
desechos de todas clases: armas cubiertas de
moho, estatuítas de todos tamaños, pedazos de
telas de todas las procedencias, pipas viejas,
viejas joyas falsas, peinas españolas, de las que
sólo la mugre era auténtica; botones de vestidos
sin combinación posible, hasta zapatos de baile
completamente rotos. ¡ Cómo debía aburrirse
allí el ratoncito! ¡ Mi ratón!
Dudé un poco; no conocía a la anticuaría
más que por mi portera, que tenía el prurito de
injuriarla por cualquier motivo, quizás para
complacer al principal inquilino de la casa que
había querido expulsarla de su rincón sombrío,
como se echa una araña el día de gran limpie­
za. Yo no había entrado jamás en aquella tien­
da. Mi instinto, que era el del ratón japonés
vivo, daba ferozmente vueltas en un círculo vi­
cioso sin caer, pero al mismo tiempo' sin poder
romperlo. Al volverme me empujaba adelante
la fiebre de un deseo pueril, y, sin embargo,
pensaba que había mil marfiles de ese género.
Tenía una galería repleta para cualquier maña­
na volverlo a vender todo en bloque y volver a
correr tras la pista de otra colección que recons­
truir. Es preciso distraerse. ¿No es eso?
Ahora le podría decir aún a Armando de
Sembleuse, a pesar de haber transcurrido ya
años: Me aburro.
Había tenido mujeres como se tienen caba­
llos de carreras.
Si en ese momento me hubieran mostrado
treinta ratones japoneses parecidos a ése, hubie­
ra querido los treinta.
—Esto vale una centena de francos aquí—me
dije—, porque el coleccionador se fija siempre
un precio que sabe bien que sobrepasará; pero
le gusta creer que no lo pasará. ¡Sí! Cien fran­
cos en mi calle; en el boulevard estaría mejor
presentada, y me pedirían doscientos.
Entró.
Mi querido abogado, al escribir esta palabra
tiemblo de fiebre.
¡ Ella estaba allí, el otro ratoncito j aponés que
trastornó mi cerebro y me volvió loco!
Había allí una niña de seis años que picaba...,
sí, que picaba cebolla, y lloraba. Tenía los ojos
rojos, era blanca y rubia, con un pequeño co­
llar, de cabellos lisos, un poco rojos, cuyas me­
chas le caían alrededor del cuello y seguían To­
dos sus movimientos como las plumas siguen
los del pájaro y como los pelos siguen la ondu­
lación de la piel. Tenía agarrado el tirador de la
puerta; la visión se destacaba muy neta sobre
el fondo negro de esa tiendecita, llena de tal
modo, que no había sitio más que para que se
sentase esa niñita en un trípode, la antigua base
de una estatuíta de jardín sin duda. Mondaba
las cebollas y arrojaba las bolas blancas en un
plato, después de haber tomado las bolas rojas
de un cesto.
¡Cómo lloraba! Hipnotizada por ese fenóme­
no que no acababa de comprender, la mujerci-
ta se mordía los labios con rabia, como para
tener un motivo real de sufrimiento.
Yo pensaba entretanto:
—¿Por qué le harán realizar ese trabajo, que
es, según creo, de la incumbencia de las cocine­
ras, a esta niñita, porque, a proporción, a ella
le lloran los ojos más de lo que le llorarían a
una persona mayor que hiciera esa labor?
¡Qué sabía yo si todo el mundo puede tener
cocinera, yo> que había tenido criados para ser­
virme en el lecho y recogerme el pañuelo!
Me decidí a irme discretamente cuando la
pequeña levantó la nariz, una naricita fina, de
ratón, y se detuvo, fija, en la misma postura que
el otro : las dos patitas hacia adelante, la cabeza
un poco de lado; los hermosos ojos muy"rojos,
verdes en el fondo, de ese turbador verde de la
pupila fosforescente de ciertos animales, trata­
ban de ver y no veían: tan dolorosamente lle­
nos de lágrimas ardientes estaban.
—¿Qué desea usted, caballero?
—Señorita, quisiera ver al vendedor o ven­
dedora para saber el precio de la rata de mar­
fil que está en el escaparate.
La niña se apresuró, muy contenta de dejar
sus crueles cebollas, a decir con una voz muy
extraña de instrumento cascado :
—Mi abuela no está aquí, caballero; pero no
tardará en venir. Ha ido por manteca. Se dis­
gustará si se va usted. Me regañará. (Y añadió
con un gran sentimiento mundano:) Haga us­
ted el favor de sentarse.
Me eché a reír, porque era imposible descu­
brir un milímetro cuadrado sin una capa de
polvo en esa odiosa tienda.
•—Señorita, es usted muy amable, pero...,
¿dónde?
La pequeña sonrió.
—¡Ah!, esto no está limpio..., a pesar deque
yo lo barro continuamente. Se vuelve a ensu­
ciar. El polvo no hace más que quitarse de un
lado para irse a otro. No se vaya usted. Tome;
allí hay un sillón. Es un Luis XIII, señor, un
verdadero Luis XIII.
Estallé de risa. Toda la alegría de mi antigua
existencia me subió al cerebro. ¡Ah, reír aún
otra vez como entonces, y oír reír como ella se
echó a reír!
Las lágrimas se habían al fin secado.
Mientras que la muchacha trataba de quitar
una vieja casulla de cura y una falda de paño
azul antiguo de ese verdadero sillón para ofre­
cérmelo, salió de la sombra, de detrás de nos­
otros, un espantoso rostro de mujer. Se formaba
lentamente, como se pretende que se forman las
siluetas de las apariciones evocadas por la mé­
dium en trance. Era una vieja huesuda, de án­
gulos rectos, la cabeza gris, como una bola de
cerámica cocida en el horno del infierno; la na­
riz, cortante; la barba, partida como un pedazo
de tiesto, más duro aún, y en este rostro espan­
toso (que yo vi una noche más espantosa aún),
dos órbitas que contenían agua turbia, en cuyo
fondo había un poco de cieno.
Llevaba un traje de percal negro, con bri­
llos; un fichú de lana verde, de varios tonos, de
musgo, de una corrupción parecida a la de los
troncos de árboles podridos, a cuyo pie viven
aún algunas imponderables setas, y sobre los
cabellos de un gris enmohecido, algunas peinas
de azabache brillaban fúnebremente.
—¿Qué desea el señor?—dijo con úna voz
extraordinariamente amable, evocando el re­
cuerdo de la alcahueta junto a la que un guar­
dia decía: Circulad.
El ratoncito desapareció súbitamente en un
agujero. Yo me quedé asombrado, ¿por qué no
he de confesarlo?, de mi primer movimiento de
odio hacia esa mujer. Tengo Horror a la feal­
dad, a lo pobre y a lo vi'l, cuando se pone ob­
sequioso para agradar y hacer su negocio. En­
tonces pensé en el otro ratón, y deseé adquirir
la procedencia.
—Es una pieza de museo, señor, de lo más
bello y original. Estoy confusa. ¿Su precio?
Como usted comprenderá, eso exige reflexión.
Es preciso tasarla. Yo no soy más que una po­
bre mujer. No vendo nada a allá va eso. Prefie­
ro llevarlo a la subasta. La tengo desde hace
poco tiempo. ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Ahora lo conozco
a usted! Es usted el inquilino del piso bajo, ¿no
es eso? El buen señor que tanto deseaba expul­
sarme. No puede una ganarse la vida en este ba­
rrio; pero es preciso aguantarse porque no es
muy oaro. Mi tienda le molesta a usted porque
está sucia. ¿Qué quiere usted que yo le haga?
Si el propietario la hiciese repintar de amarillo,
por ejemplo, se vería mejor; no atrae la mirada
el color marrón. Pero, volviendo a esa rata...,
es..., en fin, creo que me puede dar cincuenta
francos, porque yo conozco mi mundo. Hay afi­
cionados que me darían más..., solamente que
usted es vecino de la casa...
Interrumpí la conferencia con un tono relati­
vamente bondadoso:
—Señora, un marfil japonés vale siempre
bastante. ¿Quiere usted enseñarme ese objeto?
Sentí una real indignación cuado tuve entre
las manos aquella cosita. Estaba intacta, y lle­
vaba un collar que él solo valía los cincuenta
francos. Desgraciadamente, no soy de los que
pueden disimular su capricho.
—Señora—le dije sonriendo irónicamente—,
no quiero robar a usted. Su bibelot vale cien
francos. Tómelos usted.
Puse cinco piezas de oro sobre el famoso si­
llón Luis XIII.
Asombrada, la vieja mostró sus dientes gri­
ses también,Ale un bello gris verde, y gritó, casi
estrangulada:
—¡Ah, señor! Usted se puede vanagloriar de
ser un hombre bueno. Se lo agradezco mucho.
Tomó sus monedas, las sospesó, las olió y,
después las colocó en un viejo bolsillo de cuen­
tas.
Más tarde, sí, lo sé, pretendió que yo mismo
no conocía el valor del objeto, que mi locura
comenzaba y que no sabía calcular; pero le
juro a usted que fué un acto de probidad de
comprador,
Él otro sacó tímidamente su cabeza del agu­
jero.
—¡Ah!—dije antes de salir, para ir al fin a
comer—. Un consejo: No le haga usted mondar
cebollas a esta minúscula niñita, porque le ha­
cen llorar todas sus lágrimas. ¡Es un suplicio
para una niña! Mírele esos pobres ojos enroje­
cidos.
—¿Piensa usted que yo puedo mondarlas sin
llorar también? Este gusano debe trabajar si
quiere vivir aquí pegado a mis faldas. Mi hijo y
mi nuera han muerto los dos en el hospital y
me han dejado' este regalo. Yo tengo ya setenta
años bien cumplidos, señor, dolores en todo el
cuerpo, reumatismo, catarro...
Pero yo estaba ya lejos. Dejé el ratoncito ja­
ponés en el escaparate, porque yo no quería
volver a entrar en mi casa.
Al día siguiente, hacia las tres, mi criado
Bernard vino a avisarme de que una niña “así
de alta...” preguntaba por mí.
Yo fumaba, hojeando los periódicos, panza
arriba en mi diván azul pavo, entre numerosos
cojines de toda la gama de los azules, único
mueble que tuve la debilidad de guardar de la
antigua habitación de Don Juan.
—¿Eh? ¿Qué niña? (de repente me acordé).
Me viene a traer el ratón japonés. Bernarcl, haga
entrar a esa señorita de almacén de antigüeda­
des—dije sonriendo.
—El señor ha hecho compras abajo. Esto debe
ser curioso.
Partió refunfuñando, porque era bastante re­
zongón, y vi a los dos avanzar, llevando el uno
a la otra.
Ella hizo primero una reverencia; después,
tímidamente dejó el objeto, envuelto en papel
de seda, sobre una mesa, levantando mucho los
brazos para llegar a esa altura. Yo me encon­
traba a la suya, y le dije:
—Buenos días, señorita—sin saber de qué
forma se les habla a los niños.
Ella parecía toda confusa, presta a salvarse si
yo hacía algún ademán inconveniente.
—¡Qué grande es esto!—dijo, poniéndose las
manos detrás de la espalda.
Y se quedó pensativa.
Llevaba un delantalito blanco, una tren,
cabellos bien apretada, sujeta con una cinta
azul, y zapatos muy anchos para ella, que le
hacían estar todo el tiempo arrastrando los pies.
Parecía muy^elicada, probablemente enferma;
tenía una piel transparente: el color pálido de
ese papel de seda que envolvía el ratón japonés.
No era un bebé bonito; no era una niña be­
lla : era una criatura que existía como si no de­
biese crecer ni morir. Una maravillosa inteli­
gencia animaba aquel rostro demacrado de ojo:
v.erde mar con un poco de oro en el fondo, de
arena de oro. ¿Su cuerpo? No he sabido jamás
si existía realmente o lo formaban sus vestidos.
Ciertas muñecas están hechas así, rellenas de
tela, pero sin miembros...; todo era flojo, mo­
vedizo y fugitivo; las piernas, los brazos, las
manos, a una de las cuales le [altaba un peque-
do dedo meñique. Las ocultaba casi siempre
detrás de ella.
Miré esa curiosa muestra de la raza de las
trastiendas, y pensé -que esa niña debía saber
verdades que no están en los libros.
—Señorita—murmuré, interesado por su ma­
nejo de ocultar sus manos—, ¿por qué hace us­
ted de pequeño Bonaparte?
Ella no comprendía nada de lo que le decía,
pero bajaba los ojos muy intimidada.
—¿No lo molesto- a usted, señor?
Tenía siempre una cortesía adorable, exage­
rada, sin nada servil. No osaba llorar por mie­
do de hacer ruido... ¡Lo que esa criatura había
debido sufrir para llegar a esto, debía ser in­
imaginable !
lí>2 R A C HI L D E

—¿Quiere usted merendar? ¿La está esperan­


do su abuela?
—No. Yo debo quedarme en el patio con
Robín.
—¿Quién es Robín?
—El gato de la portera. (Y añadió:) Es un
buen gato.
Me levanté para ir a encargar una tarta y al­
gunas confituras.
—¡Qué alto es usted!—me dijo, viéndome de­
jar la postura que tenía a su nivel—. Por eso
tiene usted habitaciones tan grandes. No esta­
ría usted bien en nuestra casa.
Cuando vió llegar los pasteles, los bizcochos
y la leche, se quedó paralizada de una emoción
que le humedeció los ojos. Mi criado le hizo
una mesa con un taburete y un diván, con
un cojín. Estábamos serios. Yo la miraba sin
gran impaciencia, sintiéndome poco a poco in­
vadido de una singular agonía. ¡Ni padre, ni
madre! ¡Una mala hada por protectora, que la
trataba de gusano y la aplastaba con todo el
peso de su odio haciéndole mondar cebollas!
Cortaba su pan en pedacitos y los alineaba
delante de ella.
—¿Por qué hace usted esa comidita?
—Para que dure más tiempo.
—¡Cómo! ¿Le falta a usted uno de sus de­
ditos?
—Fué mi abuela al cerrar la puerta. No lo
hizo adrede.
Alguna cosa se crispó en mi pecho. Me recos­
té en el sofá con la barba entre las manos.
—¿Lloraría mucho su abuela? Tendría un
gran disgusto, ¿no es así?
—No. A ella no le dolió como a mí.
Comió un poco y se detuvo. No tenía gana.
Acabada la colación, lo puso todo en orden y
recogió las migas cuidadosamente. Tenía el aire
de un pollo que picotea aún con un movimien­
to maquinal.
(¡Ah! ¿Por qué no la habré yo alejado en se­
guida, ferozmente, cobardemente, pero razona­
blemente?) r -
—¿Me puedo ir, señor?
—¿Quieres ver estampas? Son muy bonitas
y te divertirá el verlas.
—¡ Oh, sí 1
Le abrí un libro: La pintura en el siglo XVIII.
Lo contempló, y después se rió dulcemente.
—Hay una señora que lleva un barco en la
Gabeza.
En seguida le hice los honores de este depar-
13
lamento tan grande, que le había dado tanto
miedo por sus habitaciones obscuras.
Se paseó en la galería que daba al patio y
ocupaba tres lienzos de sus muros. Un ángulo',
donde están las vitrinas, se puede iluminar con
focos eléctricos. Le permití jugar en crear la luz,
como Dios que la inventó sin prever, justamen­
te porque era Dios, que alumbraría crímenes
horribles.
Su asombro era muy grande. La dejé mirar
los abanicos y los bibelots, y fui abuscar ét
ratón japonés, para colocarlo en buena compa­
ñía. Cuando volví encontré al otro asustado,
temblando todos sus miembros, delante de un
monstruo de bronce que exhibía una cruel fila
de dientes.
Se arrojó sobre mí, tapándose los ojos, agran­
dados por el horror.
—¡Me ha mordido!
¡Diablo! ¡Tenía una potencia de imagina­
ción peligrosa! Le repliqué fríamente que no
debía creerlo..., pero apercibí una gota de san­
gre en su pequeña mano pálida, la que estaba
mutilada.
—Pero, en fin, ¿cómo ha logrado usted que
le muerda una quimera, señorita? ¡Eso me dis­
gusta !
—Hacía así (ella apoyó su mano sobre su boca
abierta) para trepar allá arriba y tocar el fue­
go (llamaba el fuego al botón eléctrico).
Pasé a mi tocador, tomé una esponja, que em­
papé en una esencia cualquiera. (¡El la perfu­
maba y le daba collares de perlas de gran valor!)
Desinfecté la pequeña herida, insignificante. Me
sentía al nivel de la abuela. Tuve que poner una
rodilla sobre un almohadón para estar otra vez
a su altura de muñeca, y la contemplé entriste­
cido baj o la cruda luz que nos inundaba. Tenía
la transparencia del tinte, el oriente del nácar,
y, sobre todo, un aspecto de sufrimiento de una
bestia muy pequeñita, de animal cuya especie
no se conoce. Yo sentía que era preciso hacer
algo. Deseaba consolarla a lo padre, besarla, de­
cirle esas puerilidades tontas que todo hombre
se reserva para los niños; ofrecerle esos bom­
bones dulcísimos que no salen del mismo bol­
sillo que los otros...: los afrodisíacos. Pero como
yo ignoro todo eso, no pude poner a su disposi­
ción de mujercita ofendida por la quimera más
que mi cortesía, toda mi corrección de hombre
de mundo.
—Perdóneme, señorita. Yo no hubiera debi­
do dejar a usted sola con ese monstruo. En fin,
usted no ha mentido, y yo lo reconozco. ¿Está
usted mejor?
Pensé en ese dedito tronchado por la puerta
donde se apoyaba la pobre niña en aquella cir­
cunstancia. Me incliné aún más y le besé la ma-
necita de pata de pájaro.
Me sonrió, mostrándome los dientes de gar­
fios minúsculos, de una quimera aún más pe­
queña, y dijo, sin ofrecerme la mejilla, como
yo temía:
—Gracias, señor; no lo volveré a hacer.
Era ese no lo haré más de los que os han ase­
sinado.
... Guando hubo partido me sentí mal a mi
vez. El aire de mi departamento era irrespira­
ble y pesado; la casa toda pesaba sobre mis
hombros. Si no hubiésemos estado en pleno in­
vierno, me hubiera ido al campo, a ese pabellón
de caza de mi propiedad, porque mi madre me
lo ha legado, y en el cual estuve enfermo antes.
Pero era demasiado tarde. Estaba preso en la
red de una atroz curiosidad.
¿Es que estoy en presencia de la famosa niña
mártir que aparece periódicamente en la Ga­
ceta de los Tribunales?—pensaba—. Entonces
mi deber está trazado. Me informaré. Con la
paciencia de un policía que sigue una pista
importante, traté de reconstituir la escena; pasé
toda la semana haciendo hablar a la gente. Na­
turalmente, todo fueron fantasías, contradiccio­
nes o invenciones puras. Mi portera declaró que
ella había visto pegarle a aquella niña tan frá
gil con unas tenazas. Bernard pretendía haberla
encontrado sentada sobre un peldaño en la es­
calera, apretando el gato de la tienda contra su
pecho para no helarse, y que otra noche había
caído por la ventana de la trastienda, casi des­
nuda, sobre el suelo del patio, como si alguien
la hubiera tirado. Y añadía con buena fe:
—Por suerte, señor, los niños son de goma.
Si hubiera sido un muchacho, él no hubiese
quizá tenido piedad, pero ¡una niña! Era de
goma, como Robín.
En fin, lo que parecía más probado y asegu­
raba todo el mundo era que no lloraba jamás.
No se la sentía. Guardaba corrección. En cuanto
a la vieja dama, la horrible furia pagaba regu­
larmente su alquiler, y prestaba servicios de
cambalachera y barajera en ocasiones.
—Ella hace muy mal en educar a esa mona
—declaró una criada del cuarto—. Es una niña
que mira de reojo y tiene sus ideas sobre los
señores solos.
Se saben muchas cosas a lo largo de las inte­
rrogaciones. Según esta mujer, la niña se ensu­
ciaba en la cama y escupía por la ventana, rom­
pía las vajillas antiguas, desgarraba las telas,
robaba las monedas del cajón; en fin, ¡toda la
lira!...
Lo que no dijo era que la niña la había visto
en el jardín público de al lado conversando con
un granuja, y cuando su abuela le echaba las
cartas a esta criada, le decía:
—Un moreno, con gorra de visera; descon­
fíe usted de él. Le propondrá un viaje y no le
dará dinero...
La pequeña, que escuchaba, exclamó:
—¡Oh! Abuela, yo lo he visto; es el de la pla­
zuela.
Estas cosas no se olvidan jamás. Desgracia­
damente, sí, yo me acuso: Don Juan es un hom­
bre de amor, y no sirve más que para eso.
Yo no soy jugador. Yo no trabajo. Yo no ten­
go ninguna misión. Yo no sov peligroso en el
sentido crapuloso de la palabra, y, sin embar­
go, no tengo tranquilidad. Hago aún esgrima
para conservar la soltura de mi pulso, pero nin­
guna de las ocupaciones ordinarias de un buen
burgués de París me interesan locamente. Por
el contrario, cuando yo callejeo y encuentro
uno de esos grupos que se detienen alrededor
de un caballo abatido bajo el rudo peso de la
carga, soy siempre quien levanta el caballo y
apaleo al carretero, hasta ir, si es preciso, a la
Delegación, lo que me vale una felicitación del
comisario, del género de ésta:
—¡Si todo el mundo tuviera unos puños como
los de usted!
En esta situación, se comprende bien lo que
le sucede al que iba a sus negocios y volvió los
ojos hacia un ser perseguido por la vida. Tengo
tiempo. No tengo qué hacer en el mundo nada
más que lo que quiero. Y cuando me place decir
“Yo quiero”, nada me impide detenerme para
repartir palos. Otras veces yo iba demasiado en
coche. Hoy voy a pie. ¡Se notan tantas cosas
yendo a pie! Se nota, sobre todo, la versatilidad
del público.
Me decidí a ir a comprar cualquier cosa a
casa de la vieja.
—Ha sido usted muy bueno con la niña, caba­
llero; pero es necesario estar prevenido, por­
que es el diablo este gusano. Basta decirle a us­
ted que mi hijo se casó con una grulla, una ver­
dadera grulla, para decir su nombre; y por cau­
sa de ella le vino toda la desgracia. La sacó no sé
de dónde. Mi hijo, que era un honrado cobrador
de Banco, hubiera podido escoger. La tomó en­
cinta de otro, sí. Nadie me lo quitará de la ca­
beza; además de que las cartas me lo han con­
firmado, señor. No había abierto la pequeña
aún los ojos de gatito goloso, cuando se han
ido al otro mundo los dos, con un mes de di­
ferencia. Así, me veo obligada yo, a quien es­
pera la sepultura (¡!), a tener que ganar el pan
de esa bigarda. ¿Estará enferma también del
mal de sus padres ? Eso no lo sé. Los dos se mu­
rieron de miseria y de inanición. Esto me ha
causado una enfermedad que tendré todo lo que
me quede de vida: el contacto con un animal
de su calaña. Hasta los cuatro años no ha he­
cho más que, con perdón de usted, ensuciarse
en la cama, encima de los muebles y en todas
partes. El médico, porque yo he gastado en ella
mucho, aunque ya no gastaré más, me ha dicho
que era de miedo. Sí, señor; tiene miedo. Jamás
he podido saber de qué.
Horrorizado, excitado, compré un pedazo de
tela oriental que venía de Lyon, y que no me
serviría ni para sacudir los muebles.
—Bernard, tire usted eso a la basura.
—¿Qué es esto, señor?
—Es una coartada. . --
(¡Se me ha reprochado- tanto esta palabra!)
La ventana de mi tocador y de mi cuarto de
baño dan al patio, justamente enfrente de una
puerta baja redondeada en arco, que es la de la
cocina de la anticuaria, la cual le sirve tam­
bién de alcoba, porque una trastienda se uti­
liza para todos los usos domésticos, salvo el uso
de un criado o una criada, que le es completa­
mente desconocido. La pequeña tenía que ha­
cerse su cama en una cuna antigua de madera
tosca, patinada por los años y por las dulces
manos de todas las madres que la han mecido.
Es muy baja, colocada entre el fogón y... el ca­
jón de la basura. ¡Higiene elemental! La cocina-
alcoba y comedor contenía además el lecho- de
la abuela, un gran lecho con un terrible edre­
dón rojo. En cuanto se levantaba esta niñita de
seis años, tenía que barrer, limpiar las legum­
bres y guardar la tienda; después del almuerzo
se podía divertir; es decir, ir no importa dónde,
al patio principal, que nevara, lloviese o hi­
ciera buen tiempo. Tinette (me han dicho su
nombre, que no tuve idea de preguntar) no en­
traba en la tienda. Estaba cerrada para ella.
—Ya comprenderá usted que yo recibo clien­
tes, y no puedo tenerla pegada a las faldas.
¿Llevarla a la escuela? No tengo tiempo. La
portera no quiere que esté en el vestíbulo, ni
bajo el’gran arco de la puerta cochera, ni en
las escaleras.
Así... yo lo he visto.
Un día de frío intenso la he visto, por entre
la cortina de mi tocador, como una pequeña
sombra, pegada al muro. Tenía apretado contra
ella a Robín, el gato de la portera, que es una
gata. La pequeña estaba inmóvil, como dormi­
da... He vuelto dos horas después, y estaba allí
aún, en un banquillo. El gato se había esca­
pado, y ella jugaba con un pedazo de piel, con
el que trataba de fabricar un manguito para
abrigar sus pobres patas azulinas de pájaro mo­
ribundo. Entré y abrí la ventana.
—¡Tinette!
(Se llamaba Teresina o Teresa.)
Me oyó, y miró al aire primero, a los lados
después, y al fin corrió hacia el que puede hacer
la luz, el que masca el fuego, el que juega con
las llamas de todos colores. (¿No le ha contado
a usted todo eso en la tortura de sus largos in­
terrogatorios?) Sin vacilar, cogí aquel pobre pe-
dacito de mujer por la cintura y la hice entrar
por mi ventana.
Cuando se encontró de nuevo en el salón, que
había pensado no volver a ver, como un pa­
raíso adivinado en sueños, el pobre ratoncito ja­
ponés empezó a dar vueltas, vueltas, presa de
locura, de vértigo de valsar, de danzar... Des­
pués, sofocada, me hizo una graciosa reveren­
cia, diciéndome, según los ejemplos adquiridos
de la horrible vieja:
-—Buenos días, señor. ¿Cómo está usted?
Porque ella era muy cortés.
Tenía la naricita escocida, toda~rosa, y sus
ojos, rosa también, lloraban lágrimas de un ca­
tarro cerebral capaz de tener en cama a un
hombre como yo.
Hice que trajeran pasteles, una bebida ca­
liente, con miel, y como era la hora de mi opor­
to, fatalmente, naturalmente, Bernard trajo so­
bre un plato de plata el oporto en cuestión y
los bizcochos. ¡Qué orgía!
Ella llevaba un trajecito de franela gris, un
delantalillo sucio, porque esta vez no había ido
de visita. Los pies parecían completamente des­
nudos con los calcetines de seda rosa (¿de dón­
de podía salir este despojo de grulla, sino del
escaparate del baratillo?), que escapaban de sus
chancletas minúsculas.
Sobre una mesa turca, baja, a su altura, a
nuestra altura, estaban las viandas, la tisana
para ella y el vino para mí. Tinette continuaba
en adoración delante del fuego, porque, como
todos los niños, se ilusionaba con el misterio
del fuego. (¡Le gustaría tanto tocarlo!) Me vol­
ví de espaldas, y no pensé en beber ni en comer.
La chimenea, llena de llamas, era para ella un
teatro donde se representaban todas las come­
dias y todos los dramas.
Se había quitado sus chancletas para no irse,
y mostraba los pies rosados, cuyos dedos se mo­
vían y se alargaban nerviosamente.
-—Tinette, venga usted a beber, que eso se
enfría.
Vino con los pies descalzos (se deslizó como
el ratón). Bebió lentamente, tosió un poco, comió
un pastel, y me miró fijamente:
—Estoy muy contenta, señor. ¿Cuándo me
tengo que ir?
¡Ah, ese deseo de eternizar el momento y de
prolongar la hora! Yo conocía ya esto.
—Cuando usted quiera, para que no le rega­
ñen. Venga todos los días por el mismo camino
mientras haga frío. Yo la llamaré.
—Señor, ¿por qué come usted fuego?
—Pero ¡si fumo mi cigarro por el otro ex­
tremo, ton tita!
—Eso no importa. ¿No quema desde ahí?
—¿Le molesta el humo?
Comprendí que quería que se lo diera. Es
siempre el famoso misterio el que la perseguía
con una serie de interrogaciones que no sabía a
quién someter. Ella rió:
—Es a usted a quien le debe molestar. ¿Por
qué come fuego? Diga.
—Por... hacer como los demás. Tiene usted
razón. Lo tiraré.
(Ella no debía tardar en probarme que soy un
estúpido.)
Lo tomó del cenicero como hacen los ratones
para apoderarse de la presa; le puso el dedo so­
bre la ceniza, se quemó, y lo apoyó en el otro
extremo.
—¿Ve usted? Se ha quemado usted, cu­
riosa.
-—Señor..., yo quería...
—¿Qué? Vamos, un poco de valor... ¿Quiere
usted fumar?
—Quiero comer fuego, porque mi abuela dice
que es por eso por lo que los hombres no se en­
frían.
—Quizá... Pero está amargo. ¡No! ¡No! Se lo
prohíbo.
La pequeña lloraba de disgusto y me miraba
con un desprecio no disimulado.
—Quiero mejor estar resfriada. Perdóneme
usted, señor.
—No hay de qué, señorita.
Maquinalmente tomé el cigarro de su manita
temblorosa y lo eché violentamente a la chime­
nea. Pensé que me podría contagiar su catarro.
Soy horriblemente aprensivo. Entonces quiso ver-
ai monstruo que le había mordido quince días
antes, y trató de orientarse. La conduje allá
abajo, al lado de mis vitrinas. Jugó a encender
la luz. De buena gana no se iría nunca. Yo ha­
cía todo lo posible para divertir a una niñita
que no estaba en situación de trepar sobre las
quimeras, también peligrosas.
Me propuse comprarle una muñeca, juguetes
sencillos, inocentes.
—Señor, ¿es ése su hermano?
Pasaba delante de mi retrato por La Gándara,
que fué pintado hace diez años.
—Sí; nos parecemos, ¿verdad?
—No; tiene cara de malo.
—Gracias.
Volvimos al salón. Ella se metía por todas
partes. Tuve la horrible idea de saber si la
criada del cuarto piso no había mentido y Ti-
nette era capaz de robar. Al cabo de un cuarto
de hora de dar vueltas volvió con un guante
que había encontrado debajo de un mueble,
, porque veía mejor lo que había en el suelo, que
estaba más cerca de ella.
—¿Quiere usted dármelo? ¡Lo he encontrado
debajo de un sillón!
—Sí; pero ¿de qué le puede servir?
—Para hacerme un saco donde meter mis co­
sas.—Y añadió, simplemente: — La abuela me
quita todo lo que me dan. Así no se atreverá.
Se conducía con una lógica admirable. Dudé
en preguntarle sobre esa abuela abominable,
porque me parecía innoble. Sin embargo...
—Dicen que su abuela echa las cartas. ¿Qué
es eso, señorita Tinette? Tengo curiosidad de
saberlo.
Ella se animó; saltó sobre el diván, y se sentó
muy gravemente.
—Sí, señor; ella predice el porvenir y el pa­
sado: dice todo lo que no se sabe. Sí.
Parecía muy orgullosa la pobrecita.
—¿Cómo hace..., para el pasado, al menos?
La niña recobró su actitud de ratoncito, la ca­
beza de medio lado, las patas hacia delante, y
contó con los dedos de la mano, donde falta­
ba uno:
—Uno, dos, tres, cuatro: un moreno muy
guapo está enamorado de usted. Tres, cuatro,
cinco, seis: vendrá un rubio que le ocasionará
un perjuicio. Cinco, seis, siete, ocho: una mu­
jer morena está celosa de usted. Hará usted
grandes viajes.
Del pasado no parecía adivinar nada.
—¿Y después?
—Después, ¡dos pesetas!
Estallé de risa. Reí con toda mi alegría cínica,
imposible de reprimir. Tan naturalmente deli­
ciosa era la respuesta.
—Entonces, se las debo. ¿Las quiere usted?
Es usted una sonámbula extralúcida verdadera­
mente notable, Tinette.
Busqué en mi cartera. Ella estaba muy con­
fusa.
De pronto me miró como en éxtasis desde el
fondo de sus ojos, dorados por el reflejo del
fuego:
—Yo no sé... Es mi abuela la que cobra... Yo
lo hago gratis..., para que vea usted cómo es.
¡Es un regalo!
Cogí a la muñequita entre mis brazos, de pie,
y la contemplé silenciosamente:
—Tinette, la adoro a usted como usted ama
al fuego. Pero no se debe jugar con el fuego.
Rió con una sonrisa silenciosa. Levantó la
cabeza, contenta de llegar al lustre de cristal
coloreado por las llamas, y murmuró:
-—Vendré todos los días que haga frío. Me lo
ha prometido usted... No tocaré al fuego; se lo
prometo. Traeré a Robín.
No olvidaba a su primer amigo, el gato, por­
que yo había llegado el segundo.
Se fué pasando por la puerta grande. No me
podía resignar a echarla calentita y llena de
esa felicidad nueva a ese patio glacial. Guando
partió hice mi examen de conciencia.
Es verdad, mi querido abogado, que había ro­
dado con gran rapidez sobre la pendiente, por­
que yo tenía miedo. ¡Creo que Antonio amó a
Cleopatra por la misma razón! Se puede amar
con un amor real, sensual o casto, que nos do­
mine absolutamente; todo lo demás es litera­
tura o suciedad. Por eso la pujanza de un amor
de esencia divina, es decir, rayano en lo abso­
luto, se resume en un espanto mortal. "Si había
jugado con esa niñita normalmente, paternal­
mente; si la había tuteado, besado, acariciado
(según todos los usos morales, se puede y se
debe hacer), me hubiera podido escapar o li­
brarme por prudencia en seguida; pero el mie­
do, el miedo sagrado me. paralizaba, y fué por
esta presencia latente, que tiene algo de ener­
14
vante, por lo que comprendí que estaba perdido.
Lo que las informaciones judiciales no han po­
dido explicar es mi cinismo, y se detienen en
investigar aún los resultados fatales de ese ci­
nismo. Es precisamente a causa de ese preten­
dido cinismo por lo que yo soy inocente, y ella
aún menos culpable que yo. Desde que compren­
dí adonde iba, pude decir: “Yo quiero”, y,
sin embargo, no he querido más que una cosa:
salvarla de mí y de la otra, la ogresa en cues­
tión. No sabiendo bien aún lo que yo sentía,
la hice entrar clandestinamente por la venta­
na...; pero la hice salir por la puerta cuan­
do al fin adiviné la naturaleza del sentimien­
to que se apoderaba de mí. El diteísmo no ha
inventado sólo esta atracción irresistible de
un hombre de cuarenta años hacia una niña de
seis. No me es necesario mostrarme paternal en
una parte de la tan extraña afección morbosa,
como usted dice ahora para defenderme, y cul­
pable para el resto. Me había enamorado, pura
y naturalmente, de Tinette, el ratoncito japo­
nés, y le juro que no es por jugar a la mu­
ñeca que se desnuda por lo que la hacía venir
a mi casa, ni tampoco para inspirarle una sen­
sualidad malvaba. Mi solo deseo fué realizar mi
amor en toda la extensión de su belleza, porque
esta vez había encontrado un sentimiento ex­
traño, que valía la pena de ser experimentado,
no a flor de piel, sino hasta el corazón, hasta
morir o matar. Escogí, Y si Tinette puede vivir
hasta experimentar el otro amor, el amor ordi­
nario, no creo que ella pueda confundirme ja­
más en la comparación; y al acordarse de mí,
podrá decir al hombre o a los hombres que le
enseñaran lo que yo no le he enseñado: “Aquel
sólo me amaba verdaderamente.” Si Tinette, mi
ratoncito japonés obligado a dar vueltas en el
círculo vicioso de nuestra humanidad, se con­
vierte en el carnívoro insaciable que se llama
una mujer, podrá exclamar: “¡Sí, aquél era el
único que me amaba con un amor tan grande
y tan divino, que para enjugar mis lágrimas de
niña no dudó en pagarlas con su cabeza!”
Puede usted, mi querido abogado, renunciar
a defender mi causa, después de profundizar
hasta el fin el misterio doloroso. Ser absuelto
me parecería menos bello, porque eso dejaría
lugar a la duda... para el porvenir.
A partir de ese día, seguí la vía recta, sin nin­
gún error de dirección. Yo no me digné garan­
tirme de las sonrisas equívocas ni de las tenta­
tivas de estafas repetidas. Nada me distrajo de
mi pasión... morbosa, si usted quiere. Yo mis­
mo le puedo demostrar la locura platónica, la
manía de adoración, en todo su horror o su
poesía. Había sacado el ratón de marfil de mi vi­
trina para colocarlo sobre una pequeña repisa
cubierta de terciopelo, encima de mi diván,
como un exvoto, como un fetiche, y, cosa que
nadie sabe, pero que usted podrá comprobar,
yo le había roto uno de los deditos de la pata
izquierda, es decir, de las uñas, para que fuese
lo más parecido a mi ídolo real. ¿Cómo se ex­
plica que el objeto amado, que fué hasta ese
momento semejante a los otros, se convirtiera
de pronto, de la noche a la mañana, en el ídolo
único, la criatura o la creación que lo domina
todo, haciendo tabla rasa de cuanto existió an­
tes que ella? ¿Piensa usted que me había vuelto
loco? Pues el amor sincero no es otra cosa que
la locura lúcida; una extravagancia instintiva
llega al género de la inexplicable seguridad que
experimenta un hipnotizado sobre el alero de
un tejado.
Guando volví a ver a Tinette tenía una mu­
ñeca en el salón grande, estampas y hasta un
soberbio alfabeto conteniendo animales separa­
bles, que se podían entremezclar durante la lec­
tura ; pero no había nada más: ni el hombre in­
quieto, ni el testigo cuidadoso de su egoísmo.
Tinette fué recibida por un enamorado ce­
loso, apasionado, que obraba seriamente, y no
se arriesgaba ya a bromas como la del cigarro,
—Tinette, dime si me quieres.
La había colocado sobre mi diván, muy alta,
encima de un montón de cojines, y, sentado a
sus pies, la miraba con los ojos entornados,
como había mirado antiguamente a la marque­
sa de Vailly para decirle: “¿Quiere usted?”
Pero yo no pensaba siquiera en el sexo posi­
ble de Tinette. Tinette y el ratoncito japonés, que
estaba detrás de ella, eran el mismo ídolo de
marfil con ojos de rubí. ¿Qué comprendía ella?
¿ Qué podía ella percibir de aquel latir profundo,
del corazón, que subía como el ruido del Océa­
no, la pulsación misma de todas las olas rojas
de los abismos de la Humanidad? Yo no com­
prendía nada tampoco; pero ella me cogió la
frente con sus bracitos delgados, y murmuró, un
poco temblorosa:
—Estoy contenta, amigo mío.
No me llamó “señor”. Había separado las dos
palabras para siempre.
Se hizo el inventario del guante, en el que
había llevado inestimables tesoros, según su
idea de reciente propietaria: un dedal de cos­
tura en acero oxidado, tres granos de incienso
caídos de un antiguo incensario, y que se que­
marían algún día; una cinta rosa, los extremos
de una raíz de regaliz y una pieza de diez cén­
timos agujereada. Había tomado un pequeño
polichinela «dislocado, para ponerlo, a la venta.
(Es preciso no dilapidar nada.)
La muñeca le pareció demasiado bella, digna
de quedarse en mi casa; y cuando vió que ce­
rraba los ojos inclinándola, tuvo un miedo se-
cieto que la hizo alejarse con sus gestos pru­
dentes y huraños. ¡ Una quimera de bronce que
muerde! ¡Una muñeca de esmalte que parece
que se duerme! ¡Historias muy extrañas!
Fui a buscar en un cofre de mi despacho un
hilo de perlas que había comprado no sé para
qué muj er, y que no le había dado no sé por quér
y lo dejé caer en el guante, saco de malicias
universales. Ella dió un salto:
—¿Son verdaderas, amigo mío?
Como era nieta de una anticuaría, sabía bien
que existían perlas falsas.
Las mujeres de buen gusto detestan general­
mente los diamantes; otras tienen creencias su­
persticiosas acerca de los ópalos; algunas no
pueden ver una esmeralda, la piedra fría; pero
todas aman las perlas instintivamente. La perla
es una cosa viva que se restriega para vivir
con la piel de la que la lleva, y que muere cuan­
do se la separa de todo contacto humano. Sin
duda es que existe un lazo de unión entre todos
los nácares.
El ratoncito japonés no creyó que ese hu­
milde collar, que apenas valía cinco mil fran­
cos, fuese demasiado bello para ella, y se ha
necesitado la tasación de un lapidario para que
lo estime como una fortuna.
Además del collar, el ratoncito tuvo1 un lilipu­
tiense kimono de seda negra, brochado de oro y
forrado de amarillo azufre; unas chinelas de ter­
ciopelo azul, y como, después de haber despei­
nado tantas mujeres en mi vida, debía saber
peinar a una niña, le hice un casco color de cri­
santemo rojo con la colita de ratón de su cabe­
llera, lo que la llenó de admiración hacia mi
gran habilidad. Le oigo a usted murmurar al
llegar aquí, mi querido abogado: “Henos ya ju­
gando a la muñeca que se desnuda.” No; era
todo lo contrario, porque para transformar así
a mi muñeca yo no le levantaba la túnica de
Neso de su pobreza. Se lo ponía todo sobre el
otro traje, frente al espejo-psiquis, como una
actriz que conservara su vestido de calle baj o el
manto deslumbrador de su papel. Yo no he to­
cado desnuda a mi muñeca más que para hacer­
la callar después del asesinato de su verdugo,
cuando, de pie sobre su cama, aullaba a la
muerte igual que un perrillo fiel que defiende al
amo infame que lo ha maltratado, y al cual no
cree necesario rematar. Además, confiese usted
que otra cosa hubiera sido difícil...
Tinette llegó un día con una mecha de su
crisantemo rojo de menos, porque la abuela,
desenredándola el cabello, había perdido la pa­
ciencia. El pedazo de cuero cabelludo había des­
aparecido con la mecha. De la misma manera
que el pedacito de dedo.
—¡Es una vergüenza tolerar semejante peste
en una casa decente!—gritaba nuestra portera,
que ya sabe usted lo feroz que es—. Usted, se­
ñor Dormoy, que tiene buenas relaciones, ¿no
podría librarnos de ese cólera?
La muñeca japonesa no lloraba. Mientras no
le prohibieran la entrada en mi casa, lo sopor­
taba todo.
—Si yo pudiera esconderme en tu cama de
noche — me hacía notar j uiciosamente—, la
abuela no me atormentaría más. Tengo miedo
a la noche...
Abría los ojos tanto como si se fuera a morir.
—¡Bah!—murmuré—■. Tú tienes costumbre
de hacer algunas cosas en la cama... sin pedir­
le a nadie permiso... y que no... son muy reco­
mendables p recisamente...
Busqué una palabra más dulce que hubiera
podido comprender sencillamente; pero el ra­
toncito japonés se volvió furiosamente, como
jamás la había visto hasta entonces.
—¡No digas eso, amigo mío! ¡No digas eso,
amigo mío!—hipaba—. ¡No quiero que digas
eso!
Estaba intimidado por esa minúscula mujer,
crecida de repente en una libertad de favorita
que tiene todos los derechos. La miraba since­
ramente ansioso por lo que iba a salir de aque­
lla boquita temblante de cólera. Crispando a pe­
sar mío mis manos febriles en los cojines de la
famosa cama de Don Juan, pensé hasta en ti­
rarle uno a la pequeña fantasma de mousmé en
negro y oro, para evitar cualquier palabra que
destruyera mi querido ídolo infantil.
-—¡No, no es verdad lo que mi abuela dice a
todo el mundo: yo soy una niña muy limpia!
¡ Ella miente! ¡ Ella miente!
Y completamente roja de su confusión de ha­
ber confesado tanto, vino a ocultar la cabeza
en mi pecho. Había olvidado completamente
este detalle.
Robín, el gato de la portera, tuvo regalitos
(porque era una gata), y uno de ellos fué causa
de una terrible aventura. La vi llegar uña ma­
ñana, cuando yo iba a salir para almorzar en
el restaurante. Llevaba levantados los dos extre­
mos de su delantalito.
—Amigo mío—me dijo muy bajo—-, ¿quieres
esconderlo?... La abuela lo busca por todas par­
tes para matarlo. El pobre está ya muy malo.
Entré vivamente, y Tinette desenvolvió al ga-
tito, que tenía el rabo partido, una oreja arran­
cada y maullaba lastimosamente. Llamé a Ber-
nard y lo encargué de cuidar al animal... o de
rematarlo para que no sufriese más.
La niña me explicó el drama: la abuela ha­
bía declarado que se ensuciaba en su tienda y
lo había perseguido... a golpes de tenaza.
—Vamos, decididamente, es preciso poner
término a su amor por la limpieza.
En lugar de ir al restaurante, donde tenía
una cita, hice lo que estaba deseando hacer des­
de largo tiempo y que un último pudor munda­
no me prohibía: pedí audiencia a la anticuaría.
Encontré al monstruo reinando en medio de
los despojos de todas sus víctimas, y la saludé
un poco fríamente.
—¿Quiere usted hacer el favor de escuchar­
me, señora? Pero no aquí, en la trastienda.
Me miró con una asombrosa desvergüenza,,
con sus ojos en los que parecían salirse las dos
gotas de agua fangosa.
—Justamente; me alegro, querido señor Dor-
moy. Yo quería conversar con usted también;
pero no hay un momento libre en el comercio.
Pasamos al comedor, alcoba y cocina, donde
ella me ofreció un sillón de no sé qué época,
que no acepté porque tenía mucho miedo de re­
coger las manchas de grasa.
—Caballero—comenzó ella con el formidable
aplomo de la echadora de cartas, que tiene el
hábito de sondear a sus clientes antes de exigir­
les las dos pesetas o las tres mil—, yo veo, por
mi oficio, a través de las paredes, y es mejor
dejarse de hipocresías para entendernos de una
vez. Es usted un hombre rico, habituado a sa­
tisfacer sus caprichos y piensa que el dinero lo
puede comprar todo, hasta una tienda, donde
(quiere usted meter un automóvil, despojando a
una vieja de su medio de vida y del de una pobre
niña huérfana que no tiene más que a su abuela
para defenderla. Señor Dormoy, mi nieta me lo
ha contado todo. Esto no es aún grave, pero
puede serlo, sobre todo porque esa criatura es
muy débil y ha nacido de padres enfermos del
pecho. Quisiera saber qué le diría usted a un
comisario de policía si lo denuciase a usted. Re­
flexione bien; esta clase de historias no honran
a un hombre cuando se saben en el barrio.
Han visto a usted hacerla pasar por la ventana
de su tocador, que da justamente enfrente de mi
cama. Guando se hace entrar a las niñas por
las ventanas de una casa es raro que salgan sin
daño, y hasta que salgan como entraron. Yo
no creo que usted pueda ser un vampiro: es us­
ted un hombre demasiado guapo, sin quererlo
adular; pero un hombre es un hombre; es de­
cir, una cosa poco decente. Así, pues, yo des­
confío. Tinette tiene una enfermedad de lan­
guidez ¡que no es natural.
No era éste el momento de gritar: “El gatito
ha muerto”, con el acento de la comedia fran­
cesa. A pesar del buen esgrimidor que yo era,
había olvidado que la principal ley de la defen­
sa es la prontitud del ataque. Venía a proteger
a Tinette contra su abuela, y ésta me hablaba
de protegerla contra mí... hasta ante el comisa­
rio de policía. Tinette lo había contado todo.
¿Qué? ¿La muñeca, las perlas? ¡El testimonio
de los niños! Había oído’ perorar a mi padre
con frecuencia a propósito de esto. Hasta los
más simples se emborrachan de fantasía: una
quimera de bronce les muerde.
Todo podía ser verdad o ser falso según el lu­
gar que ocupase dicha quimera en la verdad de
su apreciación. Además, Tinette en casa de su
abuela ¿sería la misma Tinette que era en
mi casa, donde yo la rodeaba de los cuidados
debidos al sueño suntuoso de mi loco amor?
Yo daba vueltas, en círculos cada vez más
restringidos, alrededor de este comedor, cocina
y alcoba, y descubría la importancia de la in­
fluencia del medio, la duda o el espanto que
puede inspirar el decorado. ¡ Oh, esa pieza donde
reinaba un desorden del que yo no había visto
jamás ejemplo, probablemente porque no bajé
nunca, en otros tiempos, al subsuelo de mi ho­
tel, y porque... hacía venir a las buenas y lin­
das doncellas a mi habitación en vez de ir yo a
la suya! ¡Aquel desorden desesperante donde
daba vueltas, perdida y amenazada de abrasar­
se, mi ratoncito japonés, tan chiquito que no
podía compararse más que con la pobre beste-
zuela, y que se manchaba su lindo traje de
nieve!
Allí había un instrumento singular de hierro,
con la boca abierta como una caricatura de
monstruo: es decir, el horno; las cacerolas su­
cias; las rodillas, que parecían vestidos, a me­
nos que los vestidos fuesen las rodillas; los de­
tritus en una caja donde se diría que los iban a
conservar para obtener un estiércol más com­
pacto, y una camita de niña, muy estrecha,
exhibiendo sus sábanas agujereadas, de dudosa
limpieza, que olían a sudor, ¡Dios mío!, no del
todo desagradable. Un olor a ratón, un poco de
almizcle mezclado a no se sabe qué de humano,
de animal, que hacía cosquillas en la nariz y
daba gana de estornudar; luego, ese formida­
ble edredón rojo, extendido sobre la cama de
la abuela cerrando el paso al día por la ventana
que daba al patio y que tenía el aire de gritar:
“No se pasa más por aquí; yo soy la barricada,
muelle, pero espesa, que no se debe franquear
jamás. Yo soy la familia."
En el suelo había un enlosado inmundo, gra-
siento, donde desde hacía más de veinte años
todas las capas de ceniza, de polvo, de basura,
habían acabado por formar un transpol, un
limo sólido sobre el que descansaba, condena­
da al aislamiento, mi flor pálida.
—Señor—insinuó aún la echadora de car­
tas—, haría usted bien en sentarse, se va usted
a marear de pasearse así en redondo.
Yo tengo, en efecto, el hábito de dar vueltas
también; pero hasta aquella mañana yo había
podido dar vueltas, bien o mal, en vastos círcu­
los, en alcobas de amor o en salones elegantes
rodeado de flores, de descotes sabios y de gen­
tes distinguidas que disimulaban las podredum­
bres sociales. Ahora veía limitarse el campo de
mi pretendida libertad de acción y ceñirse al­
rededor de mi frente la realidad, en corona de
hierro, demostrándome que no escaparía a mi
destino.
Me detuve, hice frente al monstruo, y le dije
con voz ronca:
—¿Qué es lo que Tinette le ha contado a us­
ted, señora?
Esto era lo único que me parecía importante.
Después yo le haría la otra pregunta, la más
peligrosa de todas: “¿Cuánto?”
—¡Oh, señor Dormoy, nada de particular; los
niños son tan embusteros! Ella no ha podido
decirme más que lo que se sabe ya y lo que us­
ted no puede negar: no será sólo para ensartar
perlas para lo que usted la tiene a su lado las
tardes enteras y le llama el ratón chino.
—Japonés, señora; no cometa usted el error
extendido entre las mujeres, hasta en las de
alta sociedad, de creer que la China o el Japón
son idénticos, al menos desde el punto de vista
del bibelot. ¿Y dónde ve usted el crimen en lla­
marla de ese modo?
Tenía mi bastón entre mis dos manos y tra­
taba de doblarlo un poco, como para probar la
resistencia y la elasticidad de un acero nuevo
en esgrima, y pensaba:
“¡Dios mío, os pido (que me deis fuerza para
contenerme y no darle una paliza! Esto no arre­
glaría nada seguramente.”
—-No vería nada malo en eso si la pequeña
no se desmejorase cada vez más. Se queja toda
la noche; se queja de frío, se queja de calor;
no come y sueña con los ojos muy abiertos, en
una gran bestia negra; una bestia cuyos dientes
muy blancos se parecen a los de usted, mi que­
rido señor, que la quiere devorar.
Esta desdichada frase lavantó la esclusa de
mi rabia, y el torrente pasó tumultuoso sumer­
giéndolo todo... No recuerdo lo que dije, porque
yo mismo no sabía lo que hablaba, sin ver si­
quiera al otro monstruo, cuyos dientes no eran
en verdad blancos, que me miraba espantada,
buscando con los ojos, sus ojos empañados, una
salida para salvarse en el «caso en que yo llegara
a amenazarla. Del torrente, demasiado violento
de mi imaginación, ella pudo comprender, sin
embargo, que le reprochaba bestialidades debi­
damente comprobadas por mí y por los hono­
rables inquilinos de la casa, llamada burguesa,
donde habitábamos los dos.
—¡Usted ha cerrado una puerta tan violenta­
mente cuando tenía la pobre manecita apoyada
en el dintel, que le ha cortado un dedo como si
fuese un hacha!... ¡Y no ha llorado usted todas
las lágrimas y toda la sangre de su cuerpo, se­
ñora! Había usted echado esa niña a la calle,
y porque ha querido entrar en un momento en
que a usted no le convenía la ha mutilado. ¡Oh,
sí, usted no lo ha hecho ex profeso! ¡Se com­
prende!
—¡Ah!—gritó la furia con una voz estrangu­
lada—. ¡Si ella le ha contado a usted eso tiene
buena memoria la bribona! Tenía cuatro años
justos y no había medio de enviarla a jugar en
la calle; no quería estar allí nunca ¡ el gusano!
Un ruido seco. Es mi bastón que se parte.
Prefiero todo, hasta eso, por mi honor de hom­
bre, antes de levantarlo sobre una mujer de se­
tenta años. Pero es mi amor, el intrépido amor,
15
el que acaba de conducirme a la fuente misma
de la verdad. Bebo el veneno hasta enloquecer...
i Sí, se lo confieso'; confieso que quiero proteger
a la niña, que pagaré lo que sea preciso para
que la ponga en una pensión o en un lugar del
campo, claro y sano, donde pueda vivir sin que
nadie le arranque los dedos o los cabellos!
Me tiemblan las piernas como al caballo de
carreras que acaba de saltar el obstáculo. He
saltado, en efecto, todos los límites de las conve­
niencias sociales. Arrojo los restos de mi bastón
sobre el edredón rojo, ese mar de sangre cuaja­
da, evocador del dulzor de la vida de familia, y
añado con los brazos cruzados, ya más sereno:
—¿ Cuánto ?
Ella ha comprendido y no es lo bastante estú­
pida para preferir comprometerse a no transi­
gir. El enemigo del pueblo es aún la fortuna
adquirida por herencia; es decir, la fortuna que
se emplea en satisfacer un capricho, porque no
costó trabajo ganarla.
Esta mujer debía tener en alguna parte una
espantosa marmita embarrada de suciedad,
apestando interiormente a bazofia, donde escon­
der el dinero, que no serviría ni para ella ni
para la nieta, extenuada de privaciones...; y
mis billetes de banco se unirían a los otros sin
provecho para nadie.
Quedó convenidoi que el ratón japonés parti­
ría en la primavera, bien pronto, y que yo ten­
dría el derecho de vigilancia de aquí a enton­
ces..., porque no quiero que le tiendan un lazo
cualquiera para acabar con ella solapadamente.
—Señor Dormoy, ¿quiere usted jurarme una
cosa?
La idea de hacerle un juramento a aquella
mujer me causó un movimiento de burla invo­
luntaria. Mi cinismo renació:
—Todos los juramentos que usted quiera, se­
ñora. Con tal de que no me acuse de otro género
de tentativa de corrupción, porque, en fin, usted
tiene ideas ten singulares sobre el arte de enhe­
brar las perlas finas, que yo desconfío de todo.
Hace largo tiempo que estamos conversando en
esta casa ten honesta y temo que ¡haga usted su­
posiciones. ¿Qué quiere que le jure? ¿No poner
jamás los pies aquí?
—No revelarle nunca a nadie que he acepta­
do su dinero. Tres mil francos es una buena
suma... Si se supiera, señor Dormoy, el propie­
tario me aumentaría aún el alquiler, pues gra­
cias a usted, ese miserable me lo aumenta todos
los años.
No era el miedo a la deshonra por una histo­
ria de cohecho lo -que la atormentaba... Era el
terror de que el propietario le aumentase los
alquileres.
—Le juro, señora, que no le diré jamás a na­
die lo que acaba de pasar entre nosotros..., a
menos de que me vea obligado a hablar con un
juez en caso de crimen premeditado.
Es por esto, mi querido abogado, por lo que
yo llego a confesar el don de -esos tres mil fran­
cos, sólo que el crimen que yo creía premedita­
do en ese momento no era el mío.
Cuando volví a mi casa no había desayunado
aún, y pedí un baño en seguida, sin querer co­
mer el menor bocado. Me parecía que había sa­
lido de una cloaca.
—Bernard, eche un litro de verbena en el
agua. Vengo de casa de nuestra vecina la anti­
cuaría y no estoy seguro de volver limpio. Hay,
seguramente, piojos allí.
—Bien, señor. No me asombraría de los pio­
jos. El señor obraría cuerdamente si no recibie­
ra con tanta frecuencia a la nieta de esa mujer.
No tendría nada de extraño que ella, por su
parte, los trajese.
—Bernard, ¿dónde quiere usted que se calien­
te esa niña, de la que nadie se cuida?
—Señor, no he tenido hijos jamás y no co­
nozco estos gusanos. Mi opinión es que... son
de goma.
Bernard cambia de idea; luego me hace sa­
ber que el gatito se ha muerto (sin acento de la
Comedia Francesa); había sido muy mal trata­
do, pero “se ensuciaba en todos los rincones
de la cocina, señor”. ¿No sería ése el motivo por
el cual lo habría rematado? Me he vuelto
muy pesimista. La lealtad de los criados está
completamente subordinada a sus comodidades
personales. Bernard añade con una sonrisa que
me exaspera por completo:
—Ese pequeño Robín, señor, se hubiera podi­
do llamar Robinet si hubiera vivido. Ese nom­
bre le sentaba como un guante (1).
Se fué muy contento de su frase.
Me siento muy desgraciado. Tendido sobre el
sofá de Don Juan, sufro la depresión que sigue
siempre a los grandes gastos de nervios. Lo que
mi orgullo ha sufrido en la cocina de esa mujer
vieja, alcahueta, vendedora de carne humana y

(1) Es un juego de palabras intraducibie: «Robín»,


botarate, y «Robinet», grifo.
echadora de cartas, es inaudito. Me voy a su­
mergir en un océano de cieno. Es la gota de lí­
quido emponzoñado que existe en el fondo de
sus ojos que se desborda y sumerge mi vida.
¿ Cómo he llegado a esto yo, un hombre tan co­
rrecto? He estado a punto de dar de bastonazos
a una mujer de edad, en la que la edad única­
mente es respetable—eso es cierto—, pero de la
cual yo debía ignorar hasta la existencia. ¡ Qué
razón tenía en querer hacerla expulsar de esta
casa burguesa! ¿Y, además, por qué no ha de
tener ella el derecho de vivir estropeando- una fa­
chada de estilo Luis XV? ¿Es ella mucho más
censurable, desde el punto de vista social, que
mi padre, el magistrado íntegro, que deshonró
a una pretendida doncella y me obligó a despo­
sarla? ¡La moral!... ¡Ah! La moral no existe...,
o es únicamente lo que es bello, lo que es lim­
pio, y si quiero elevarme por mí mismo hasta la
altura de lo imposible, tengo razón.
Pienso esto en voz alta, y siento una maneci-
ta, una pata de ratón que se desliza entre mis
cabellos y me comunica un estremecimiento ex­
traño, que es a la vez de alegría y de horror.
Ella ha entrado; el ratoncito japonés se ha
deslizado dando vuelta por las habitaciones has­
ta llegar a mí. Ella está aquí. ,Se. imaginó que
dormía y no ha hecho ruido. Se ha puesto a ju­
gar sola, silenciosamente. Se ha vestido con ,su
minúsculo kimono negro y oro, que va a buscar
en un cofre que se abre a su altura, porque ella
no podría alcanzar ningún armario y no podría
dar vueltas a una llave ¡con sus manos débiles
ni tirar de un cajón. Ha volcado el saco de piel
de Suecia, que es mi guante; ha sacado su hilo
de perlas y se lo ha amarrado al cuello. Después
se ha hecho ella misma un crisantemo rojo con
sus cabellos, porque posee una ciencia misterio­
sa ya de las prácticas del eterno femenino. Es
la más extraordinaria miniatura de una prince­
sa de hadas. La miro pasmado, casi asustado.
—¿De dónde sales tú?
Responde con su timbre de voz agudo, un
poco cascado, como un cascabelito de plata que
tuviese una secreta tacha:
—He encontrado la ventana del tocador abier­
ta. Bernard, que estaba vaciando el baño, no me
ha visto. He trepado, he esperado detrás de un
biombo... y he corrido muy de prisa..., muy de
prisa... Buenos días, señor. ¿Cómo está usted?
¿No le molesto?
Retrocede hasta la psiquis, donde baña su pre­
coz coquetería de ingenua en un inmenso espe­
jo, inmenso para ella e infinito como el mar.
Un poco lejos de mí, en esta penumbra de mi
salón, que es sombrío a causa de las cortinas
pesadas que encuadran los grandes ventanales
Luis XV, cuyos cristalitos empañados datan con
seguridad del siglo pasado, y no hay más que
esta visión iluminada misteriosamente por el
reflejo de la psiquis, que sigue todos sus gestos
como los rayos de un proyector que acusan la
silueta de una bailarina. ¿Dónde he visto yo an­
tes este papel de pequeña hada, vestida de ne­
gro y oro, de amarillo y negro? ¡Dios mío! ¡La
bailarina que me vendió su propia madre! ¡La
bailarina virgen!... Me oculté el rostro entre
mis brazos y me hundí en los cojines embalsa­
mados por todos los perfumes de que fueron sa­
turados, manchados, sucios, infectos.
¡Ah! ¿Es que no acabará jamás esta tortura
del deseo impuesta al hombre como una obliga­
ción, un contrato efectuado con ese tercero a
quien se llama Dios en nombre de la repro­
ducción?
—Amigo mío, si estás muy enfadado conmi­
go me voy a ir—suspiró la vocecita de timbre
de plata—. Te he desobedecido pasando por la
ventana...; pero... quería volver a ver al peque­
ño Robín. ¿Está curado? Dímelo... Me iré en se­
guida.
Le respondí con voz sorda:
—No. Robín se ha muerto. Es decir, sí, se ha
curado: morir es curarse.
-—¡Ah! ¿Es por eso por lo que estás disgus­
tado, amigo mío?
La adorable ingenuidad de la frase me volvió
a la realidad tan pura de mi ratón japonés. En
efecto, Tinette me había confiado un depósito,
un ser vivo, mutilado como ella, y ese animalito
inocente había muerto asesinado por una orden
mía dada sin reflexión.
Me levanté y me estiré largamente como si
saliese de un sueño que hubiese durado años.
—Ratoncito, tú tienes razón. Tengo mucho
disgusto. Creo que el, gatito no ha padecido de­
masiado. Ha debido sufrir, con seguridad, me­
nos que yo en este momento. Ya que has venido
no te vayas. ¿A qué quieres j ugar ?
—Yo no juego (se mira de lado en su peina­
dor japonés, donde dominaba el negro, a pesar
de las flores de oro). No se juega cuando se está
triste.
—¿Me vas a exigir que me ponga un crespón
en el brazo, di?
—No; tú eres demasiado grande.
Este laconismo era de una potencia de razo­
namiento que se asemejaba hasta la inflexibili­
dad del fatalismo oriental...
Desvanecido, miré desde arriba este juguete
extraordinario, esta singular esfinge de mujer,
ese diminutivo de todas nuestras esperanzas,
esta reducción de todas nuestras miserias, y
tuve gana de explicarle cosas que ella compren­
derá quizás muy bien sola.
Comencé a dar vueltas. Me gusta ir de un ex­
tremo a otro en mi jaula. Pero mi jaula era
grande, construida aún a la medida. Más tarde
debía estrecharse y no ser mayor que esas jau-
litas donde se clasifican las fieras bajo una eti­
queta o un número. Tenía gana de decirle:
—Pequeña, te acabo de comprar en tres mil
francos, no es muy caro. Con los cien primeros
francos del ratón de marfil hacen tres mil cien­
to, más el hilo de perlas, los kimonos y las chi­
nelas. A lo que hay que añadir mi honra de sol­
terón. Así, si no tienes amor, como no dudo, a
la sociedad de tu estimable abuela nos podre­
mos salvar..., ya que no pude salvar al gato.
Vámonos los dos. Será una diablura si no lle­
gamos a despistar la ley y sus profetas. Más
tarde nos casaremos. Cuando tú tengas quince
años y yo tenga...”
Escuché la voz lejana, la que no tiene timbre
de plata, murmurar a mi oído. “¿El abuso de
confianza? El amor, el gran amor, no toma ni
compra. Se da hasta el sacrificio.” ¡Es verdade­
ramente abominable una buena educación! Se
pega a la piel como una de esas enfermedades
de la infancia de las que no se escapa más que
a condición de perder un lóbulo del cerebro. Es
cada vez más claro que Armando de Sembleuse
ha obrado como un imbécil. “¿Qué significa el
espíritu del hombre ante la divinidad de la le­
tra? Los mortales no tienen más que el amor,
más fuerte que la muerte, por encima de ellos.
Deben elevarlo en lugar de rehusarlo. Las ten­
taciones a que no se cede son los impulsos que
cada vez nos elevan más altos hacia lo infinito.”
Ella pasea. Me mira sentado en mi sitio habi­
tual : en ¡el sofá de Don Juan; inclina la cabeza y
mordisquea su collar.
—¡Deja eso! ¡Vas a romper el hilo y a tra­
garte las perlas, especie de pequeña Cleopatra!
¡Eres insoportable! Quieres comer fuego y per­
las finas... Volverás loco a cualquiera. No eres-
una niña como las demás. Yo te creo capaz de
incendiar la casa para distraerte.
—La abuela dice eso—replicó ella, frotándose
sus chinelas de terciopelo azul una contra otra
con un secreto despecho y gestos de tominejo
encolerizado-—pero yo le digo..., le dije... que
si mo obligaba a encender la hornilla cuando
me levanto por la mañana, porque quiere tomar
su desayuno en su cama, bien tranquila, debajo
de su edredón rojo..., las brasas podrían volar
cuando yo soplo debajo..., y le dije... dije... (es­
taba sofocada), le dije que tú eres malo tam­
bién, como ella, y que yo no volveré más a verte.
Una explosión de lágrimas detiene, en fin, la
espantosa situación y la gran fiera queda ren­
dida por él ratoncito, que, por la primera vez, ha
osado quejarse, víctima de su injusto egoísmo.
¿Que es una niña como las otras? ¡Ah! ¡Verda­
deramente que no! No tiene más que levantar
su mano, su mano mutilada, para hacer que se
desplomen los cielos.
—Ratoncito japonés mío. Es preciso que me
perdones. No llores más; ¿Por qué no has habla­
do a las gentes? ¿Por qué no has llorado más
alto? ¿Por qué eres como un niño que duerme
siempre? ¿Es ahora cuando quieres que se te es­
cuche? ¡Ah! ¿Has escogido bien tu hora? Yo lo
he adivinado todo, sí, pero los demás... (Me
arrastré de rodillas hasta ella, le agarré los pie-
cecitos de terciopelo azul, que son un poco más
pequeños, creo, que los de la bella muñeca de
los ojos movibles. Se los besé, y ella los escondió
bruscamente debajo de su kimono, dejándo­
me las chinelas. (Está muy enfadada.) ¿Veamos?
Tú no vas a continuar haciéndome un feo. Me
destrozas el corazón. Yo no distingo ya lo verda­
dero de lo falso desde que te conocí. ¿Porqué me
cuentas esas cosas espantosas al presente..., al
presente? Yo no te pregunto nada, porque... es
muy feo investigar contra tu abuela... (y añadí,
-sin apercibirme siquiera de lo que decía, porque
yo hablaba delante de ella como si pensase, por­
que no era más que el ídolo inhumano). En fin,
¿es que quieres hacer que yo la mate? ¡No son
ganas las que me faltan!
Mi querido abogado, esa niñita de seis años,
a la que ha torturado usted de mil maneras con
sus sabi-o-s careos, no ha referido jamás esto, que
yo le había dicho, pidiéndole de esta suerte per­
miso para cometer el crimen. ¡Oh, ella es muy
fuerte! Ella ha tenido la presciencia de una
complicidad amorosa, y toca a lo absoluto como
al fuego..., sin quemarse! O bien...: tiene el don
de la infancia, el don de olvidar.
—Amigo mío-, hay bastante con el gato.
Era diabólica su mirada, maliciosamente re­
signada cuando dejó caer esas palabras que la
vengaban, porque ella había comprendido lo que
le dije al criado de rematarlo para que no su­
friese demasiado. No creo que jamás una mu­
jer pueda expresar un desprecio más evidente
de la dignidad masculina. ¿Si yo pudiese li­
brarme?
—Ratoncito, no está bien lo que acaba usted da
decirme. Eso me hace daño; olvida usted que es
muy pequeñita y que se la puede matar tam­
bién hasta sin intención, y que... (apreté un
poco los dientes).
—¡Gomo al gato!—estalló de risa, una risa
aguda, una risa cuya proporción no estaba en
relación con su menuda persona. Ella jugaba, a
pesar de su duelo, y jugaba a repetir la palabra,
con la obstinación desesperante de la infancia.
¿Qué hacer? Si proseguía esta investigación
sobre su nuevo estado de alma, me iba a des­
garrar el corazón sin obtener más que el mismo
estribillo. Lo mejor era llamar al timbre para
pedir confituras.
—Amigo mío, cuéntame una bella historia...,
comiendo fuego para no constiparte.
Al acabar de merendar se limpió los labios
con la manga de su kimono, y como no que­
ría divertirse, porque estaba de duelo, vino a
acurrucarse cerca de mí, arreglando los plie­
gues de su traj e con una coquetería que proba­
ba cómo intentaba disimular sus vestidos inte­
riores, la pobreza del otro traje. Había hecho
mucho oamino en el arte de gustar y de ser in­
quietante.
A la pequeñuela adormilada de hace seis me­
ses ha sucedido una criatura salvaje, que co­
menzaba a no satisfacerse con su dolorosa re­
signación. ¿ Qué sucedería si se la privase de rá­
pente de la hora de lujo que he tenido la im­
prudencia de ofrecerle, y si estuviese obligada
a volver a la prisión ahumada de allá abajo,
donde yo pagué hoy el derecho de empañar
toda su vida de niña por la tenebrosa potencia
de la comparación?
—¿Qué historia, mi princesa-ratón? ¡Quisiera
saber siquiera una digna de distraerte!
No me sentía bien, en efecto, en ese papel, sin
saber qué historias le podía contar.
—Tú sabes leer—suspiró ella.
—Sí, ¡ ya lo creo!; pero en mis libros las his­
torias no están completamente... a tu alcance.
—Entonces, dime cómo es...—vacila—un ver­
dadero jardín.
Encontré atroz que ese pequeño ser sufriente
y martirizado de todas maneras no pudiera ima­
ginar la Naturaleza más que por la visión de
la plazuela cercana.
—Pues bien... Así...: es un gran parque don­
de hay árboles...
Este principio no la entusiasmó gran cosa.
Era claro que continuaba teniendo gana de
llorar. Por otra parte, había la posibilidad de
que se durmiera si se aburría. Esta aventura no
era muy de temer, porque la pobre Tinette no
estaba habituada a los largos reposos que se
permiten a los niños ricos. Desde la edad de
cuatro años se levantaba por la mañana, como
una persona mayor, y arrastraba su existencia
ruin a todo lo largo del día, teniendo, natural­
mente, la liebre del sueño no satisfecho. A este
estado es preciso atribuirle su imaginación de
alucinada, al mismo tiempo que sus frases cor­
tas de oráculo.
-—Ratón, dame la mano para no tener miedo,
y vámonos a pasear en ese parque, el único jar­
dín verdadero que yo conozco bien, porque yo
no conozco más campo que el que se cultiva
para recrear :1a vista. Mira, Ratón mío: es la pri­
mavera, una decoración de primavera. Mira los
racimos amarillos del codeso, que caen en cas­
cada sobre los racimos malva de las lilas: son
las joyas de oro sobre la seda de una écharpe.
Se parecen un poco esas flores, y se hacen valer
la una a la otra por su matiz. ¿Ves en la hierba
esas violetas, ese gran tapiz perfumado? ¿No
has visto ya violetas en ramitos redondos? Ahí
cada una tiene su breve existencia, y se vuelve
como quiere en reverencia hacia el sol. ¡ Oh, no
necesitan sombrilla! ¡Cada una tiene la suya
de raso verde! ¿Me escuchas, Ratón?
La pequeña se apretaba contra mi brazo iz­
quierdo, y yo echaba el humo de mi cigarro al
lado derecho, sintiéndola temblar cada vez que
el resplandor del fuego se aproximaba a mis
labios.
—Amigo mío, no tengo miedo.
—<¡Vamos, tanto mejor! Allá abajo, en el
fondo, donde termina el jardín, hay un bosque
de pinos. Tú los has visto... El árbol de Na­
vidad.
—No lo he visto nunca.
—En fin..., es todo derecho. Gon las ramas
iluminadas..., no; con hojas duras, puntiagu­
das..., muy negras, y el viento que pasa allí
dentro peina sus cabellos, exhalando una queja
dulce.
—Gomo tu Ratón... cuando se los arrancan.
—Precisamente. Después, he aquí que todas
las bestias de la creación, es decir, de tu alfa­
beto, pasan a su vez... por los dientes del peine.
16
Mientras no había más que flores, esto no era
grave: flores de oro sobre un fondo negro de
pinos en duelo o de violetas; pero he aquí el
león, el tigre, el oso, la pantera, el mono, hasta
la ruin serpiente.
Ratón se estremece de alegría, y,grita:
—¡Y el gato! ¡El gato!
—Ciertamente: el gato también, y el perro
también, que representa la fidelidad; todas las
bestias feroces, que...
Yo divagaba, y no solamente la veía intere­
sarse, sino que miraba al extremo del salón, a
una nortina verde musgo que imitaba al bosque
de pinos a sus ojos complacidos.
—Entonces, Ratón, todas esas fieras avanzan,
son feroces, y creo haberte prevenido que te
quieren devorar.
Ratón saca la lengua:
—¡Zut!
—¡Ah, no! Es preciso no decir “Zut” tan
pronto, porque eso no es conveniente, ya que se
ignora siempre todo lo que puede ocurrir eñ~el
fondo de un bosque.
—¿No nos estamos paseando los dos?
—<Sí; pero ¿y si yo no te puedo defender?
Se rió tiernamente: i
—Estoy bien segura de que sí, porque tú eres
el más grande.
—Sea. Entonces, Ratón, tú eres una infanta en
traje de Corte, o un ratoncito de marfil con co-
Uarcito de esmalte, y sucesivamente todos estos
animales se convierten en príncipes encantado­
res que vienen a besarte la mano. La historia
se ha acabado. (¡Qué moral, Dios mío!)
Transportada, Ratón salta a pie juntillas en
los cojines azul pavo, y súbitamente, ella, tan
reservada, tan tímida, que no ha pensado jamás
en eso; sobre todo, ella, a quien no se lo he pe­
dido jamás, echa sus bracitos de porcelana
transparente alrededor de mi cuello, y me besa
en la oreja locamente, haciéndome gritar. Tuve
la sensación exacta del toque de rebato anun­
ciando la guerra o el incendio, por la vibración
de esta caricia en el fondo de mi cerebro...
... ¡Ahora es un hecho! Tengo1 yo la intuición
espantosa de que la mujer ha hablado o va a
hablar en esta niña. Ratón no es la misma. El
otro día, cuando yo la conduje a la puerta un
poco severamente, prohibiéndole que besase ja­
más a un señor sin su permiso, al menos en so­
ciedad, comprendió bien la reprimenda, y, como
no insistí, se marchó contenta, llevándose su
alfabeto para estudiar el nombre de los ani­
males.
Ha vuelto hoy con los ojos llenos de fiebre, la
naricilla afilada y la boca sin color. Lloraba, y
no quería decir por qué. No pude arrancarle
más que una vaga acusación contra su abuela,
que la atormentaba. ¡Dios mío! ¿Qué género de
suplicio va aún a ser necesario aguantar!
Ratón no me miraba de frente. Gomo yo es­
taba absolutamente cierto de no ser -la causa
de su turbación y de que Tinette tiene seis
años y medio, es preciso que me explique lo
que sucede.
Usted, mi querido abogado, ha sabido lo que
sucedió. Tinette se lo ha confesado poco a poco,
pero usted no lo ha creído, porque la víctima
tiene la ventaja siempre de su derecho al eterno
silencio. El papel que yo no podía ni quería re­
presentar, era ella, la siniestra alcahueta, quien
lo iba a sobrepasar.
El día en que yo fui a casa de ese médico ha­
bía perdido la cabeza: no quería arriesgarme al
horror de abandonar a Tinette a su verdugo, y
no soportaba, además, la idea alucinante de que
la pobre niña, tan confiada, tan contenta de vi­
vir su hora de paraíso-, la pudiera esperar ahora
con el suplicio infernal del miedo. Ese desgra­
ciado y pequeño ser no viviría ni siquiera una
hora si experimentaba un terror muy violento
que no se explicara y que le dejara entrever
que era como un castigo por haberme conocido.
Tinette me ha dicho la víspera:
—Amigo mío, ¿por qué no quieres besarme?
La abuela dice que es porque tú no me quieres.
Había acabado poi confesar. Ese era todo su
disgusto al presente, la idea fija, clavada como
un cuchillo en un corazón que se iba a desflo­
rar para siempre.
En efecto, ella tenía razón, porque los niños
se besan. Yo mismo no he visto jamás a nadie,
ni hombre ni mujer, negarse a besar a un niño,
ni siquiera suponiendo que sus labios le pudie­
sen manchar. La única respuesta que podía darle
a Tinette era completamente mostruosa, y ella
no podría comprenderla, lo mismo que los hom­
bres de ley, sin duda del género de mi padre, no
pueden llegar a admitirla. Tendría que decirle:
“Tinette, yo no te beso porque te amo. Mi deber
es, sin embargo, el de continuar protegiéndote
contra una mujer que te ha vendido en tres mil
francos, y que te venderá quizá más barata aún
a otro cuando yo esté lejos. Si yo soy un gran
culpable, ella es más culpable que yo.”
Entonces fui a buscar ese médico, un hombre
inteligente, muy entregado a la vida del gran
mundo, donde se divierte, pero que por eso mis­
mo me pareció capaz de cumplir una misión
diplomática: visitar a Tinette, que estaba en
cama, en la horrible prisión, entre el fogón y
la caja de la basura. La portera decía que es­
taba grave Tinette. Sufría ahora el doble miedo
de su amigo y de su verdugo.
El médico pasó un buen rato recordando los
duelos resonantes en los que había representado
su papel de mediador. Tuve que escuchar his­
torias que otras veces me hubieran hecho reír,
pero que ahora me causaba gran pena soportar,
en mi actual estado de espíritu. En fin, yo dij e
lo que tenía que decir, y le expuse la triste si­
tuación de la niña tímida y débil, que no sal­
dría viva de la prueba si duraba hasta el final
de este invierno lluvioso.
El médico' me miraba atentamente. Su mi­
rada se velaba, se emboscaba bajo sus párpados.
Me estudiaba.
—Dormoy, una pregunta. ¿Está usted bueno?
—Sí; al menos, así lo creo. Estoy preocupado
por esta aventura, que no es del género, lo con­
fieso, de mis aventuras pasadas; pero es preciso
que salga honrosamente. Estoy lejos de diver­
tirme.
—¡Hum! Esa niñita no es de su familia ni
de su clase, y usted es un padrino peligroso.
Tiene usted una mirada extrañamente brillante,
que habla de otra cosa distinta a la paternidad.
¿Por qué diablo, si tanto le gustan los niños, no
los ha tenido usted? Eso valdría más.
—Yo no he ido a buscar a ésta. ¡Me ha caído
del cielo!... ¿Debo separarla de mi vida, bajo
pretexto de que soy un incorregible solterón?
—Dormoy, esa niñita de seis años, ¿es bo­
nita?
—No; al menos, a la manera de una niña.
—¡Diablo!... Escúcheme usted, mi querido
amigo: me dice usted demasiado, o demasiado
poco. No comprendo. Para ir a ver a una niña
enferma es preciso, legalmente, que la familia
me llame.
—¿Quiere usted verla en mi casa?
—Menos aún. Unicamente voy a darle una
receta, puesto que usted ha venido a pedirme
una—tomó un aire muy severo de médico que
pontifica—. Debe usted desde esta tarde reco­
rrer todos los establecimientos de la capital que
son susceptibles de ocultar una muchacha bo­
nita, y proponerle, cuando la haya escogido, un
viaje muy largo, y... usted se curaría. En cuan­
to a la señorita de seis años, yo respondo. Yo
mismo iré a verla, si encuentro ocasión, así que
usted haya dejado París. Pero no es ella, cierta­
mente, la que está enferma; es usted.
Nos separamos un poco fríamente. Los hábi­
tos de Don Juan pesaban rudamente sobre mis
hombros. Hay reputaciones que es preciso sa­
ber llevar hasta el fin. No volveré a confesarme.
¿Volver a casa de la ogresa? Lo intenté; pero
fue ella la que vino a mi casa..., para pedirme
un billete de mil francos, porque la pequeña es­
taba enferma.
—Un mal de languidez, señor; tiene seme­
janza con las, fatigas de las recién casadas.
Estaba de pie delante de ella, con los brazos
cruzados, y la miraba fijamente. No respondí ni
una sílaba. Pero se delataba mi furor interior
de tal manera, que ella reculó, ganó la puerta
y huyó. Bernard pretendía más tarde que tenía
todo el aspecto de quien ha recibido o dado un
mal golpe.
Consulté todos los abogados, todas las perso­
nas viejas o jóvenes que conocían el Código y
podían asesorarme acerca de la manera de in­
terpretar la ley respecto a la protección debida
a los menores.
¡Nada! La sombría puerta de la justicia no
se abre como la de la iglesia al pecador arre­
pentido.
Y Tinette, el ratoncito japonés, presa del dolor
incomprensible para ella y ya tan formidable­
mente complicado para mí, se moría dulcemen­
te, sin quejarse, porque ella sabía bien que el
gran señor huraño al que llamaba “amigo mío”,
y que le contaba tan bellas historias, no podía
sufrir a las niñas mal educadas, es decir, de­
masiado intempestivamente acariciadoras.
Pensé también en el comisario de Policía;
pero para ir a buscarlo era preciso declarar el
cohecho, denunciar a una mujer a quien le ha­
bía jurado no decir nada. Y, con sinceridad,
¿cuál es el hombre razonable, el policía un poco
experto que creería en semejante revuelta de la
sensibilidad de un maníaco..., pagando para no
llevarse la mercancía?
Una tarde me entretuve en poner en orden
mis cosas, colocando bien mis papeles y que­
mando algunos. Hice un testamento ridículo:
legaba el pabellón de caza a una niña de seis
años y toda mi fortuna a la sociedad, para pa­
gar mi deuda, como si estuviese obligado a darle
cuentas.
No se hacen jamás estas tonterías sin ser res­
ponsable..., quiero decir, condenado con costas.
¿Matarme? ¡No! ¿Quién hubiera podido de­
fender entonces el honor de mi ratoncito ja­
ponés?
Viví hasta Las once de la noche en una espe­
cie de fiebre extraña que me daba una langui­
dez notable, un estado de desdoblamiento. Yo
miraba desde muy alto lo que yo hacía; pero
puede ser que en el último momento me sin­
tiera detenido, embarazado, por una potencia
misteriosa, o simplemente la liberación de ese
sentimiento nefasto que me hacía marchar en
la obscuridad a mi propia pérdida. ¡Ah, si yo
hubiera podido confesarme con el cura Arman­
do de Sembleuse!...
Cuando todo estuvo acabado miré la hora, y
me dije, consultándome, antes de salir:
—¿Tendrá razón ese médico? ¿Seré yo un en­
fermo, aún más enfermo que ella?
Pasé frente a la ventana de mi tocador, que
dejaba completamente abierta.
El patio estaba tranquilo, sombrío y húmedo
como el fondo de un pozo. Llovía, y no había
nadie en los balcones del piso tercero, ni en las
cocinas del cuarto, ni tampoco en las puertas
de las escaleras de servicio. Bernard, mi ayuda
de cámara, había salido con permiso para ir al
teatro, y lo conocía lo bastante para saber que
se regalaría después con la cenita reglamenta­
ria. Vine a pegarme contra esa otra ventana
que se abría algunas veces (¡ah, muy raramen­
te!; a la dama no le gustaban las corrientes de
aire) sobre la visión, particularmente repugnan­
te para mí, del henchido edredón rojo. No podía
percibir nada, porque éste ocultaba casi toda la
habitación. La vieja tenía su lecho' enfrente de
la cunita miserable, e interceptaba la circula­
ción de la vida hacia esa tumba de niña colo­
cada a igual distancia del fuego prohibido y de
las basuras permitidas. ¿Dónde estaba ella, mi
ratoncito ?
Reinaba el silencio. Para saberlo hubiera sido-
preciso entrar...; pero, como un buen ratero, yo
tenía lo que hacía falta: un diamante enorme,
una piedra, en cabeza de clavo puntiagudo, que
había servido antes de broche a un collar de Lu­
ciana. Corté el vidrio tan tranquilamente como
si hubiera querido escribir mi nombre sobre un
espejo de gabinete particular, como un simple
imbécil. El vidrio cayó sobre el edredón sin el
menor ruido; pasé el brazo, descorrí la falleba,
y me deslicé en la estancia con la vaporosa on­
dulación de un clown. Llevaba un traje de casa:
nada me dificultaba los movimientos. Me acuer­
do que puse el vidrio cortado detrás, del lecho
y que tuve cuidado de guardar el diamante en
el bolsillo izquierdo de mi americana, bajo un
gran pañuelo de seda; pero, reflexionando bien,
yo no tenía necesidad de ese pañuelo: mis ma­
ños, que enguanté; bastaban. Oí entonces una
vocecita lejana que silbaba así:
—¡Abuela, un hombre! ¡Oh! ¡Abuela..., ten­
go miedo!...
Después no oí nada, porque estaba muy ocu­
pado. Aquello producía un son de madera muer­
ta que se quiebra, de madera muy seca; algo
como el crujido de mi bastón, estallando otra
vez en el esfuerzo que yo hacía por continuar
siendo cortés.
Fué en. ese momento cuando la pequeña se
levantó toda vibrante y se puso a aullar como
un pobre perro fiel. Ella no sabía lo que produ­
cía aquel ruido espantoso, pero su instinto de
animal sufriente adivinaba el resultado.
Después de haber arrojado el edredón sobre
la que acababa de estrangular, pasé por cima
del lecho, de un salto, para precipitarme sobre
la estatuita blanca.
—¡Ratoncito mío—■murmuré—, cállate! ¿Vas
a escandalizar toda la casa para que crean que
ella te está matando, ahora que... es todo lo con­
trario? Ratón, ¿no me conoces?
Tuvo un movimiento de repulsión hacia mis
manos. Me las desenguanté.
—Amigo mío—dijo en seguida, tranquilizada
por su contacto cálido—, ¿has cogido al ladrón?
Es evidente que se necesita carecer de sentido
moral, como yo había carecido en todas las cir­
cunstancias de mi vida, para hablar con esta
niña, cuya abuela, su único sostén, acababa de
asesinar; pero aquel era mi último minuto de
alegría en este mundo, y acababa de pagarla
esta vez bastante cara, pa?a no querer perder
un beneficio tan dulce.
—Ratón, voy a partir para un largo viaje, ¿sa­
bes tú?..., como en las cartas, y he venido a be­
sarte, porque para decir adiós está permitido
besar.
Ella se escurrió sobre mi pecho. Su corazón
de pájaro latía tan fuerte como el mío.
—¿No se ha despertado la abuela?
—No. No se moverá más.
No se oía nada en toda la casa: nadie debía
haber oído el grito agudo del pobre Ratón, que
gritaba con tanta frecuencia día y noche, que
no le prestaban la más pequeña atención.
—¿Y el hombre, el otro hombre?
Ratón era una lógica notable.
—Está muy lejos, Tinette, y no te volverá a
asustar jamás.
Tuve un segundo el mal pensamiento de ro­
bar este bibelot de casa de la “anticuarla” y sal­
varme con él, puesto que había entrado como
un ladrón. Pero pensé que yo no me conocía ya,
que convertido en otro hombre, para emplear su
expresión, yo había adquirido quizá nuevos
sentimientos, un estado de alma insospechado,
y que cierta clase de carnívoros, de los que yo
formaba desde ahora parte, eran, según se de­
cía, capaces de todo después de haber conocido
el gusto de la sangre.
Derribé en el lecho, algo brutalmente, al ra­
toncito japonés bajo» un largo beso, muy apa­
sionado.
—¡Adiós, Ratón! ¿Tú no me olvidarás dema­
siado pronto? Tú eres juiciosa. Vas a dormir.
¡Lo mando! Me quieres mucho, ¿no es cierto?
—Sí, amigo mío. Me da aún miedo, pero tengo
mucho sueño.
Y me devolvía mi beso tiernamente, alegre­
mente, ya medio dormida. ¡ Oh, el encanto que
debió tener para una niñita que no se besa ja­
más el recibir esta caricia inesperada como en
un sueño!
Se ha referido, creo, que la pequeña había
dormido toda la mañana ese día. ¡ La abuela no
exigía el desayuno servido en la cama, y la po­
bre Tinette se había aprovechado!
Volví a mi casa por el camino de las venta­
nas abiertas, y dormí, por mi parte, profunda­
mente, sobre el sofá de Don Juan, acechado por
el idolillo de marfil con las pupilas de rubí, 'el
idolillo extraño que ahora me parecía rojo...
A la mañana siguiente me presenté, muy co­
rrectamente, ante el comisario de Policía de mi
distrito para constituirme prisionero, porque yo
no soy de las personas ¡que se dejan prender.

FIN
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A.RTE8 GRÁFICAS
SUCESORES DE RIVADENEYRA (S. A.)
PASEO DE SAN VICENTE, 20
MADRID

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