El orden internacional en Europa ha sido singular en comparación con otras
civilizaciones a lo largo de la historia. Mientras que, en muchas partes del mundo, el
orden se establecía a través de la dominación de un único imperio o gobierno centralizado, en Europa, el pluralismo ha sido la característica distintiva. Tras la caída del Imperio romano, Europa se caracterizó por la diversidad política y cultural, en contraste con la centralización imperial que prevalecía en otras civilizaciones. En Europa, no hubo un gobierno único ni una identidad unitaria y fija. En cambio, se experimentó un constante cambio de principios y formas de autogobierno entre las diversas unidades políticas. Desde la definición geográfica hasta la expresión del cristianismo, la sociedad cortesana o el centro iluminista de la comunidad instruida y moderna, Europa ha sido entendida y definida de diversas maneras a lo largo del tiempo. A diferencia de otras regiones donde la sucesión de dinastías o grupos gobernantes buscaba restaurar un sistema político legitimado, en Europa se produjo una constante reconfiguración de los principios políticos y del orden internacional. Esto condujo a una mayor experimentación y evolución en los conceptos de legitimidad política y orden internacional. Mientras que en otras partes del mundo los períodos de rivalidad entre gobernantes se consideran tiempos de conflicto, guerra civil o caudillismo, en Europa, esta diversidad y rivalidad política han sido parte integral de su historia y desarrollo. El orden europeo se ha caracterizado por su capacidad para adaptarse y transformarse a lo largo del tiempo, reflejando una dinámica única de pluralismo político y cultural. Europa ha prosperado a través de la fragmentación y ha sabido aprovechar sus divisiones en lugar de verlas como caos. Durante más de mil años, el arte de gobernar en Europa se basó en el equilibrio y la identidad de resistir un gobierno universal. Esta no fue una elección consciente de los monarcas europeos, sino más bien una incapacidad para imponer su voluntad sobre otros. Con el tiempo, el pluralismo se convirtió en un modelo de orden mundial. Tras la caída del Imperio romano en el año 476 d.C., durante lo que los historiadores llaman la Edad Oscura o la Edad Media, surgió la nostalgia por la universalidad perdida. La visión de armonía y unidad se centró en la Iglesia, que se consideraba una sociedad única administrada por dos autoridades complementarias: el gobierno civil y la Iglesia. Agustín de Hipona llegó a la conclusión teológica de que la autoridad política era legítima siempre y cuando promoviera la vida en el temor de Dios y, a través de ello, la salvación del hombre. Esta dualidad de autoridad, según el papa Gelasio I, consistía en el poder sagrado de los sacerdotes y el poder monárquico, siendo el primero de mayor peso debido a su conexión con la salvación. Europa ha pasado por períodos de luchas internas, pero estas divisiones han sido parte integral de su historia y no indican una falta de trascendencia del pluralismo. La Unión Europea, en la actualidad, sigue enfrentando desafíos internos que reflejan la continua dinámica de pluralismo político y cultural en Europa. La visión del orden mundial desde una perspectiva religiosa implicaba la idea de que todos, incluidos los reyes, serían responsables ante el Señor en el Juicio Final, lo que sugiere que el verdadero orden no pertenecía a este mundo terrenal. Sin embargo, esta concepción se enfrentó a una anomalía en la Europa posterior al Imperio Romano, donde múltiples gobernantes políticos ejercían la soberanía sin una clara jerarquía entre ellos. Aunque todos afirmaban su lealtad a Cristo, su relación con la Iglesia y su autoridad eran ambiguas. Mientras tanto, la autoridad de la Iglesia se delineaba en feroces debates, mientras los reinos maniobraban independientemente para obtener ventajas políticas y militares que parecían alejarse de los ideales eclesiásticos. Las aspiraciones de unidad encontraron un breve momento de realización en la coronación de Carlomagno como Emperador de los Romanos por parte del Papa León III en el año 800. Sin embargo, el imperio de Carlomagno pronto se desmoronó, ya que no cumplió con sus aspiraciones y enfrentó dificultades para expandirse y mantener su dominio. A pesar de los intentos de sus sucesores por fortalecer la posición imperial, el Sacro Imperio Romano, como entidad política coherente, desapareció menos de un siglo después de su fundación, aunque su nombre continuó siendo utilizado para designar una serie de territorios cambiantes hasta el año 1806. A diferencia de China con su emperador y el islam con su califa, Europa tenía su Sacro Emperador Romano, aunque su autoridad operaba desde una base mucho más frágil y menos estable que la de sus contrapartes en otras civilizaciones. Europa medieval se caracterizaba por la fragmentación política y la falta de una burocracia imperial centralizada. El Sacro Emperador Romano, cuya autoridad dependía de su fuerza en las regiones que gobernaba, no tenía una posición formalmente hereditaria y era elegido por un conjunto de príncipes, cuya elección se basaba en consideraciones políticas, religiosas y sobornos. Aunque teóricamente el emperador debía su autoridad a la investidura otorgada por el Papa, en la práctica, las consideraciones políticas a menudo prevalecían, lo que llevaba a un gobierno a menudo inestable y poco efectivo. Esto llevó a que el Sacro Imperio Romano fuera ridiculizado como "no sacro, no romano, no imperio" por Voltaire. El concepto de orden internacional en la Europa medieval implicaba un acuerdo gradual entre el Papa, el emperador y una miríada de señores feudales, lo que hacía cada vez menos practicable la idea de un reino único y principios legitimadores únicos. El breve momento de gloria de esta visión medieval del orden mundial ocurrió con la coronación de Carlos de Habsburgo en el siglo XVI. Sin embargo, su mandato también marcó el comienzo de su decadencia. Aunque Carlos era un gobernante piadoso y aparentemente capaz, la vasta extensión de sus territorios, que incluían Austria, Alemania, el norte de Italia, España y partes de América, resultó difícil de manejar de manera efectiva. Esto ilustra cómo la visión medieval de un único gobernante dominando un vasto territorio se enfrentaba a desafíos prácticos y políticos. Carlos de Habsburgo, conocido por su lema "Bella gerant alii, tu felix Austria nube" ("Deja las guerras para otros, tú, Austria feliz, césar"), fue producto de una serie de matrimonios estratégicos y lideró un vasto imperio que abarcaba territorios en Europa y América. Bajo su reinado, los exploradores y conquistadores españoles, como Magallanes y Hernán Cortés, llevaron a cabo la expansión y la imposición del poder europeo en el Nuevo Mundo. Además, los ejércitos y armadas de Carlos defendieron la cristiandad de las amenazas otomanas en Europa y África del Norte. Carlos fue considerado por sus contemporáneos como el más grande emperador desde la división del Imperio en 843 y se le vio como el destinado a unificar el mundo bajo un solo liderazgo. En su coronación, prometió ser protector y defensor de la Iglesia, siendo proclamado por el Papa como la fuerza que restauraría la paz en la cristiandad. Si Carlos hubiera logrado consolidar su autoridad y asegurar una sucesión ordenada, Europa podría haberse modelado bajo un sistema político similar al del Imperio chino o el califato islámico, con una autoridad central dominante. Sin embargo, Carlos optó por mantener el equilibrio y la hegemonía, liberando a sus rivales políticos y permitiendo la autonomía de Francia después de la batalla de Pavia en 1525. Esta decisión mostró su preferencia por una política basada en el equilibrio de poder en lugar de la dominación absoluta. Carlos V dio un notable paso contrario al concepto medieval del Estado cristiano al ofrecer cooperación militar al sultán otomano Suleimán, quien estaba invadiendo Europa Oriental y desafiando el poder de los Habsburgo desde el este. Sin embargo, la universalidad de la Iglesia que Carlos intentaba reivindicar no se logró. Fue incapaz de detener la propagación del protestantismo en sus territorios, lo que fracturó tanto la unidad religiosa como la política. El esfuerzo por cumplir con las aspiraciones de su función superaba las capacidades de un solo individuo. En 1555, Carlos resolvió abdicar de sus títulos dinásticos y dividir su vasto imperio, reflejando el pluralismo que finalmente triunfó sobre su búsqueda de unidad. Legó a su hijo Felipe el reino de Nápoles, Sicilia, la Corona de España y su imperio global. Además, concedió a los príncipes del Sacro Imperio Romano el derecho a elegir la orientación confesional de sus territorios, como se reconoció en el tratado emblemático de la Paz de Habsburgo. Tras renunciar a su título de Sacro Emperador Romano y trasladar la responsabilidad del imperio a su hermano Fernando, Carlos se retiró a un monasterio en España, donde pasó sus últimos años en reclusión. Murió en 1558, y su testamento expresaba su arrepentimiento por la fractura doctrinal durante su reinado y pedía a su hijo que intensificara el poder de la Inquisición. La época de la muerte de Carlos V coincidió con tres cambios revolucionarios que desintegraron el antiguo ideal de unidad. La era moderna se anunció con el surgimiento de sociedades emprendedoras que buscaban gloria y riquezas a través de la exploración de los océanos y las tierras desconocidas. Esto marcó un cambio radical en el orden político y religioso medieval, transformando las aspiraciones europeas de una empresa regional a una global. En la percepción medieval del universo, el mundo estaba dividido en hemisferios norte y sur, con Jerusalén en el centro. Se creía que la tierra consistía en seis partes de tierra y una de agua, y que aventurarse más allá de los límites conocidos no ofrecía ninguna recompensa, sino que era castigado como se muestra en la obra de Dante, donde Ulises es castigado por desafiar el plan de Dios. El comienzo de la era moderna coincidió con los esfuerzos de exploración tanto de Europa como de China en el siglo XV. Mientras los chinos realizaban viajes de exploración a través del sudeste asiático, la India y la costa este de África, los europeos también emprendían sus propias expediciones. Sin embargo, tras la muerte del navegante chino Zheng He en 1433, China detuvo sus aventuras ultramarinas, centrándose en la promoción de sus principios de orden mundial dentro de sus fronteras y en las regiones vecinas. Desde entonces, China no volvió a embarcarse en empresas de exploración a gran escala, lo que marca un contraste con el continuo espíritu de descubrimiento y expansión que caracterizó a Europa y que, en última instancia, condujo a la era de la exploración y el colonialismo. En el período posterior, alrededor de sesenta años después, las potencias europeas iniciaron una era de exploración marítima en busca de ventajas comerciales y estratégicas sobre sus rivales. Portugal, Holanda e Inglaterra dirigían sus barcos hacia la India, mientras que España e Inglaterra se aventuraban en el hemisferio occidental, desafiando los monopolios comerciales existentes y alterando las estructuras políticas establecidas. Este período marcó el comienzo de tres siglos de influencia europea en los asuntos mundiales, desplazando el centro de gravedad de las relaciones internacionales de lo regional a lo global, con Europa en el epicentro. Esto llevó a una revolución en el pensamiento sobre la naturaleza del universo político, especialmente en relación con las regiones previamente desconocidas. Un consejo teológico convocado por Carlos V concluyó que los habitantes del hemisferio occidental eran seres humanos con alma y, por lo tanto, con derecho a la salvación. Esta conclusión, aunque teológica, también justificaba la conquista y la conversión, permitiendo a los europeos expandir su riqueza mientras salvaguardaban sus conciencias. La competencia europea por el control territorial global transformó la naturaleza del orden internacional, fusionando el concepto de orden mundial con el equilibrio de poder europeo. Además, la invención de la imprenta móvil a mediados del siglo XV permitió una difusión del conocimiento a una escala sin precedentes, cambiando la forma en que la sociedad almacenaba y compartía información, y abriendo la puerta a nuevos avances en el pensamiento y la exploración.
El descubrimiento de nuevos mundos durante la era de los descubrimientos no solo
inspiró el deseo de explorar lo desconocido, sino también de reexaminar las verdades establecidas en el viejo mundo. La imprenta, al permitir la difusión de información, desempeñó un papel fundamental en este proceso. El creciente interés por la razón como una fuerza objetiva de iluminación y explicación comenzó a cuestionar las instituciones existentes, incluida la poderosa Iglesia católica. Este periodo de cambio fue marcado por la Reforma protestante, iniciada por Martín Lutero en 1517 cuando colgó sus 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg. Lutero argumentaba que la relación directa de cada individuo con Dios era fundamental para la salvación, desafiando así la autoridad y la ortodoxia establecida de la Iglesia. La Reforma protestante dividió la cristiandad, provocando conflictos violentos entre facciones religiosas y políticas. Los príncipes feudales, aprovechando la oportunidad, adoptaron el protestantismo y confiscaron las tierras de la Iglesia, enriqueciéndose en el proceso. Las disputas entre católicos y protestantes se intensificaron, convirtiéndose en luchas a vida o muerte a medida que los soberanos comenzaron a intervenir en apoyo de las facciones religiosas rivales en los conflictos internos de sus vecinos. La Reforma protestante puso fin al concepto del orden mundial sostenido por las "dos espadas": la del papado y la del imperio. La cristiandad, una vez unida bajo una sola fe, ahora estaba dividida y en guerra consigo misma.