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Las di versas caras de la muerte en siete cuentos de Horacio Quiroga

M onografía para optar al título de Literata

Presentada por: M argarita M aría Pérez Barón

Dirigida por: Amalia Iriarte Núñez

Departamento de Humanidades y Literatura


Facultad de Artes y Humanidades
Universidad de los Andes
Bogotá, julio de 2007
2

CONTENIDO

Agradecimientos…………………………………………………………………………....2

Introducción………………………………………………………………………………...3

Capítulo 1…………………………………………………………………………………...8

La muerte y su ficcionalización desde diferentes ángulos…………………………….....8

1.1. Visión de la muerte a través de lo fantástico……………………………………….8

1.1.1. “La insolación”: la M uerte como un doble fantasmagórico…………………9

1.1.2. “El diablito colorado”. La M uerte: un personaje familiar………………….13

1.2. La muerte como vehículo para el amor y el amor como vehículo para la muerte...18

1.2.1. “M ás allá”: el amor y la muerte después de la muerte……………………..19

1.2.2. “La llama”. La muerte en vida: un sueño de amor…………………………24

1.3. Experiencia de la fatalidad de la muerte…………………………………………..28

1.3.1. “A la deriva”: el carácter personal e intransferible de la muerte…………...29

1.3.2. “El hijo”: el delirio como aceptación y/o negación de la muerte ajena….....33

Capítulo 2……………………………………………………………………………….....38

Poetización y visión heideggeriana de la muerte………………………………………..38

2.1. Primeras aproximaciones a la visión heideggeriana de muerte…………………..38

2.2. “El hombre muerto” y la visión heideggeriana del morir: descubrimiento y

conciencia de la muerte…………………………………………………………...44

Conclusiones……………………………………………………………………………....57

Bibliografía………………………………………………………………………………..61
3

Agradecimientos

A todos mis profesores y a sus enseñanzas, de cada uno de ellos hay algo en estas páginas.

A Amalia Iriarte, porque sin su riguroso apoyo, sus sugerencias e incondicional disposición

esta monografía no hubiera sido lo que es.

A mi mamá, a quien amo, porque me ha apoyado desde todos los inicios hasta todos los

finales, enseñándome a creer en muchas cosas, incluso en los diablitos colorados.


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Introducción

Horacio Quiroga (1878-1937), en gran parte de su narrativa, explora ampliamente y desde

diferentes perspectivas el tema de la muerte. Críticos como Jaime Alazraki y Salvador

Arias han sugerido que la aparición de este tema en sus relatos es apenas una consecuencia

lógica de los recurrentes infortunios que el escritor tuvo que soportar a lo largo de su vida:

Que la muerte injusta y sorpresiva haga frecuentes irrupciones en la


cuentística de Horacio Quiroga no es nada extraño para quien esté
familiarizado con la biografía del autor uruguayo: el padre muerto en un
accidente en presencia de su familia, el amigo que pierde la vida a manos
del propio Horacio […], el suicidio de su primera esposa en 1917 son
sólo algunos de los hitos de dichas fúnebres relaciones (Arias 21).
No obstante, otros críticos como Noé Jitrik o Emir Rodríguez M onegal afirman que el tema

de la muerte, en Quiroga, responde a sus influencias literarias, como el romanticismo y a

los intereses culturales de su época como el decadentismo y el modernismo, sin que

nieguen, claro está, que su vida estuvo marcada por el sino trágico de la muerte. Aún así,

cabe aclarar que en este trabajo monográfico no se constituirá alguna conexión entre la

biografía del autor y su obra, ni se indagará en las posibles corrientes literarias que

pudieron influenciar su escritura, a menos que los textos así lo exijan.

Los últimos críticos mencionados hacen un recorrido por la amplia obra de Quiroga y

evidencian que en sus primeros escritos, como en Para noche de insomnio (1899) ya

aparecen temas que irán configurando el papel que la muerte va a desempeñar en su

narrativa posterior. Así, en este texto, inspirado por Poe, Quiroga pone de manifiesto el

horror ante la muerte, lo macabro y la angustia frente a la sangre derramada (Rodríguez

22); de manera que para 1901, cuando publica Los arrecifes de coral, Horacio Quiroga ha
5

explorado temas que se encuentran relacionados aún más con la muerte como la locura, la

necrofilia y en general la contaminación del amor con la muerte (Rodríguez 72).

Por otra parte, Horacio Quiroga emplea en sus cuentos ciertas técnicas narrativas que

planteó en algunos de sus escritos teóricos como “El manual del perfecto cuentista”

(1925)1, y el “Decálogo del perfecto cuentista” (1927). En estos textos, Quiroga teoriza

sobre la composición del cuento y los elementos que éste debe contener. Es fundamental

para este autor, y se evidencia en sus relatos, que desde el inicio mismo del cuento se sepa

hacia dónde va la narración, como lo expone en el punto V del “Decálogo”: “No empieces

a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres

primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas” (1194). También es

importante que el relato sea breve y en general que haya una conciencia por parte del autor

de que la elaboración de un cuento es un arte de precisión y responde a un trabajo artesanal

con el lenguaje: “VI. No Adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuántas colas de color

adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color

incomparable. Pero hay que hallarlo” (1194).

Quiroga pone algunas de esas técnicas narrativas al servicio del tópico de la muerte,

haciendo que ésta se constituya en un eje para la construcción de gran parte de sus

ficciones, como al respecto afirma Ezquerro: “la muerte, bajo sus múltiples aspectos, habita

totalmente la obra de Quiroga: es mucho más que un tema, es la obsesión permanente de su

universo ficcional. Como toda obsesión creadora, ésta aparece multiforme, asociada a las

figuras más contradictorias, oculta bajo máscaras inesperadas” (Ezquerro 1413).

1
Los textos teóricos de Quiroga se encuentran incluidos en Todos los cuentos. (Ver bibliografía).
6

Este trabajo monográfico busca hacer evidentes las diferentes manifestaciones de la muerte,

bien sea como fatalidad, liberación o transición y establecer la estrecha relación que existe

entre ésta y otros aspectos como el amor y lo fantástico, en una selección de cuentos de

Quiroga. El trabajo buscará mostrar cómo poetiza el autor el morir y este último se

enmarcará en una visión proveniente de la concepción que sobre la muerte expone, en el

segundo apartado de El ser y el tiempo, M artín Heidegger.

La muerte, que le es al hombre inaprensible en su totalidad y la experiencia de ésta que le

resulta intransmisible, sólo parece poder ser abordada por el poeta. Poetizando la muerte

Quiroga se aproxima a un fenómeno que al ser humano le es inevitable, personal e

incomunicable y al mismo tiempo, encuentra en las diferentes posibilidades mortuorias,

producto de su poetización, asidero para un gran número de sus ficciones.

El carácter ficcional de las narraciones de Quiroga es innegable, si se entiende que la

ficción es una característica propia de la literatura: “La obra literaria es un suceso

lingüístico que proyecta un mundo ficticio en el que se incluyen el emisor, los participantes

en la acción, las acciones y un receptor implícito […]. Las obras literarias se refieren a

personajes ficticios y no históricos, pero la ficcionalidad no se limita a los personajes y los

acontecimientos” (Culler, 42). Se podría decir, entonces, que la ficción es una historia que

no tiene existencia fuera del discurso, en este caso, del relato, y por tanto los personajes y

acontecimientos que lo conforman no existen en la realidad extratextual (Reyzábal 38). Con

base en esto, en la selección de cuentos que constituyen esta monografía, Quiroga está

creando mundos imaginarios, en los que la temática primordial es la muerte, abordada

desde diferentes perspectivas.


7

Este trabajo monográfico se ordenó de tal manera que en el primer capítulo se muestra la

poetización de la muerte desde una perspectiva fantástica, su relación con el amor y su

carácter fatal. Para establecer la visión de la muerte desde un punto de vista fantástico se

empleó como marco el texto de Tzvetan Todorov2 Introducción a la literatura fantástica,

pues los planteamientos de este teórico me proporcionaron claridad sobre el tema y se

adecuaron a las narraciones de Quiroga. La idea de lo fantástico de Todorov está puesta en

un marco concreto, cercano a lo cotidiano, donde precisamente tienen lugar los cuentos a

tratar en esta sección del capítulo.

Por otra parte, al estudiar la relación existente entre la muerte y el amor, se emplearon

ciertos postulados de El erotismo de George Bataille, pues en este texto se establece una

estrecha relación entre el amor, el erotismo y la muerte que se puede evidenciar en las

narraciones que conforman esta parte de la monografía. El erotismo se empleó como marco

de referencia para dar soporte teórico al vínculo existente entre el amor y la muerte. Sin

embargo, se le puso límite pues no se empleó para el análisis de los cuentos ni se siguió

como parámetro absoluto para ilustrar cómo Quiroga poetiza la muerte desde el ángulo del

amor.

Finalmente, en la tercera sección del primer capítulo se puso de manifiesto la forma como

Quiroga poetiza la experiencia de la fatalidad de la muerte. Aquí, los dos relatos estudiados

no sólo ilustran la fatalidad propia del morir, sino que además evidencian el carácter

personal e intransferible de éste y la pérdida que implica la muerte ajena, aspectos que

anticipan la temática a tratar en el segundo capítulo de la monografía.

2
Cabe recalcar que Todorov en su estudio sobre la literatura fantástica recoge y refuta otras teorías de lo
fantástico como las de Castex, Callois y Vax.
8

En este segundo capítulo se retoman las diferentes visiones poéticas que Quiroga ha

elaborado en torno a la muerte y se estudian a la luz de la visión que Heidegger expone

sobre este tema. Cabe, por lo tanto, preguntarse ¿por qué Heidegger? Éste filósofo, en la

segunda sección de El ser y el tiempo, elabora un concepto del morir que corresponde a los

diferentes tipos de muerte que ilustra Quiroga. Heidegger recalca el carácter personal e

intransferible de la muerte, su inherencia a la vida, así como lo inevitable que resulta,

además de la forma con la que corta con cualquier otra posibilidad.

Por otra parte, Heidegger anota también el acierto con el que Tolstoi, en “La muerte de Iván

Illich”, ilustra el quebrantamiento y derrumbamiento del ser humano al saberse destinado a

morir (277). Así mismo, De Waelhens en La filosofía de M artín Heidegger menciona cómo

en un texto literario como Los apuntes de M alte Laurids Brigge de Rilke se encuentra una

idea de lo personal e individual de la muerte (144) que, como ya se ha dicho, explica

Heidegger. Al saber que tanto éste como uno de los especialistas en su obra, como lo es De

Waelhens, encuentran correspondencia entre sus postulados y la poetización de la muerte

presente en algunas obras literarias, se abre la puerta para que ocurra lo mismo entre éstos y

la forma como Quiroga poetiza la muerte en sus relatos. Este punto se ilustra en la segunda

sección de este capítulo de la monografía, con el análisis de “El hombre muerto” en diálogo

con las ideas centrales de Heidegger sobre la muerte.

Finalmente, como conclusión a este diálogo, se mostrará cómo mediante la poetización de

la muerte se construye un imaginario alrededor de ésta y cómo, aunque parezca igualar las

condiciones de todos los seres humanos, realmente, los individualiza y particulariza de la

manera más contundente.


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Capítulo 1
La muerte y su ficcionalización desde diferentes ángulos

La muerte, como tópico persistente en la literatura de Horacio Quiroga, se encuentra dotada

de diferentes matices y relacionada con otros aspectos que resultan igualmente importantes

para su obra literaria. En algunas ocasiones, la muerte se presenta como una fatalidad, o a

través de un cariz fantástico; así como también se articula con otros temas como el amor o

la locura. De esta manera, un hecho que forma parte de la vida, como la muerte, adquiere

en los cuentos de Horacio Quiroga dimensiones particulares. Puede ser, por ejemplo, el

vehículo para el amor en una instancia, para luego, en otra, ser un personaje que tiene hijos

y primos o que se presenta intempestiva e ineludiblemente.

1.1. Visión de la muerte a través de lo fantástico

Tzevan Todorov en su Introducción a la literatura fantástica propone un concepto de lo

fantástico:

En un mundo que es el nuestro, el que conocemos, sin diablos, sílfides, ni


vampiros se produce un acontecimiento imposible de explicar por las
leyes de ese mismo mundo familiar. El que percibe el acontecimiento
debe optar por una de las soluciones posibles: o bien se trata de una
ilusión de sentidos, de un producto de imaginación, y las leyes del mundo
siguen siendo lo que son, o bien el acontecimiento se produjo realmente,
es parte integrante de la realidad, y entonces esta realidad está regida por
leyes que desconocemos (24).
Así, lo fantástico se construye en la medida en que quien percibe un acontecimiento

extraordinario duda ante la posibilidad de encontrarse frente a un hecho real o imaginario:

“Lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes

naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural” (Todorov 24).


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Ahora bien, cabe preguntarse por aquel ser que se enfrenta al hecho sobrenatural. En primer

lugar, se podría hablar de un personaje que, dentro del texto, experimenta la incertidumbre

y debe elegir entre dos interpretaciones; pero, sin duda alguna, quien más debe vacilar es el

lector. Un lector especial que desempeña una especie de función ideal y que se integra con

el mundo de los personajes, como aclara el mismo Todorov: “Lo fantástico […] se define

por la percepción ambigua que el propio lector tiene de los acontecimientos relatados. Hay

que advertir de inmediato que, con ello, tenemos presente no tal o cual lector particular,

real, sino una “función” de lector implícita al texto” (28). De ahí que, lo fantástico implica

no sólo la existencia de un hecho extraño que hace dudar al personaje, sino una manera

particular de leer que permite proyectar la vacilación hasta el lector. En los cuentos de

Horacio Quiroga “La insolación” y “El diablito colorado” no sólo es posible hacer una

lectura fantástica de los hechos que en ellos ocurren, desde la teoría de Todorov, sino que

este cariz fantástico está íntimamente ligado con la figura de la muerte.

1.1.1. “La insolación”: La Muerte como un doble fantasmagórico

“La insolación” fue publicado por primera vez en la revista argentina Caras y Caretas, en

1908, y apareció posteriormente dentro de la colección Cuentos de amor de locura y de

muerte, en 1917. Ha sido catalogado como uno de los primeros cuentos de monte de

Horacio Quiroga y, a grandes ras gos, es la historia de la muerte de un hombre, dueño de

una chacra, contada por un narrador omnisciente cuyo punto de vista está puesto,

principalmente, en unos perros fox-terriers, propiedad del hombre que fallece. La narración

es lineal y no hay ninguna experimentación en el manejo del tiempo. El espacio, sin

embargo, está descrito en detalle y se presenta como el lugar propicio para que los hechos

venideros ocurran. La historia se desarrolla en la región de El Chaco, durante un verano


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que, a todas luces, es avasallante: “El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes;

seco, límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y

que en un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas” (58); y que

también resulta apto para que un hombre muera, como indica el título, de insolación.

Por otra parte, la narración se encuentra permeada por los continuos diálogos entre los

animales y por algunas de sus observaciones que, desde la voz del narrador, sirven para

describir o caracterizar, por ejemplo, a su amo:

Los cinco fox-terriers, tendidos y beatos de bienestar, durmieron. Al cabo


de una hora irguieron la cabeza; […] M ister Jones […] tenía aún la
mirada muerta y el labio pendiente tras su solitaria velada de whisky,
más prolongada que las habituales. M ientras se lavaba, los perros se
acercaron y le olfatearon las botas, meneando con pereza el rabo. Como
las fieras amaestradas, los perros conocen el menor indicio de borrachera
en su amo. Alejáronse con lentitud a echarse de nuevo al sol (58).
Los diálogos de los perros como muestra de su personificación, presente desde el inicio de

la narración, evidencian elementos fantásticos que se irán desarrollando a lo largo de la

misma. Es claro que el lector duda ante el hecho de que los animales hablen. Debe

parecerle algo imaginario o perfectamente posible dentro de la narración, permitiendo que

la vacilación ante un hecho sobrenatural, primera condición para lo fantástico, se cumpla.

Asimismo, los fox-terriers de esta narración “[…] ven las cosas con claridad y realismo,

aunque la encaran desde un punto de vista que también incorpora lo mágico. […] el

principal testigo es un cachorro que aprende (con esta experiencia concreta) que la M uerte

es ante todo un doble que viaja por la vida a la busca del yo” (Rodríguez 118).
12

Es, entonces, la presencia de esa muerte en el cuento la que no sólo hace dudar al lector

sino a los personajes del mismo. En “La insolación” ésta aparece como la M uerte3 y, con

cierta anterioridad, se presenta como el doble de quien va a morir, siendo percibida por los

perros, quienes, a diferencia de los humanos, pueden verla:

Allí, el cachorro vio de pronto a míster Jones sentado sobre un tronco,


que lo miraba fijamente. Old se puso en pie meneando el rabo. Los otros
levantáronse también, pero erizados. -Es el patrón -dijo el cachorro
sorprendido de la actitud de aquéllos. -No, no es él -replicó Dick. Los
cuatro perros estaban apiñados gruñendo sordamente, sin apartar los ojos
a míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro,
incrédulo, fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes: -No es él, es
la M uerte. El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo. -¿Es el
patrón muerto? -preguntó ansiosamente. Los otros, sin responderle,
rompieron a ladrar con furia, siempre con actitud temerosa. Pero míster
Jones se desvanecía en el aire ondulante. Al oír ladridos, los peones
habían levantado la vista, sin distinguir nada (59).

El cachorro, paradójicamente llamado Old, que de los perros es quien no parece estar

acostumbrado a la presencia de la M uerte, experimenta la duda de si su patrón está muerto

o no; aunque pronto ésta se disipa y comprende, con miedo, que la muerte suele aparecer en

la forma de quien va a morir, como anunciándose: “El cachorro, erizado aún, se adelantaba

y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de sus compañeros que

cuando una cosa va a morir, aparece antes” (60). Es así como los perros tienen la firme

convicción de que su amo morirá; sin embargo, la M uerte toma antes la forma de un

caballo y éste muere:

3
Tipográfi cament e, en el cuento, el sustantivo es puesto en mayúscula
13

-¡Viene otra vez! -gritó. […] Los perros se arquearon sobre las patas,
ladrando con furia a la M uerte que se acercaba. El caballo caminaba con
la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que debía seguir.
[…] Pero los perros estaban contentos. La M uerte, que buscaba a su
patrón, se había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de
preocupación […] (62).
La M uerte causa temor en los perros y no sólo por su presencia sino por las consecuencias

que trae, como el cambio de dueño y los posibles maltratos a los que pueden estar

expuestos con este cambio. Hechos que, sin duda, ocurren cuando muere su amo.

Así, la muerte del patrón es mucho más que un suceso y se constituye en el eje de la

narración. La M uerte, con mayúscula, y como un ser que se presenta como el doble de

quien va a morir, adquiere un matiz fantástico y responde a la idea de que actúa de manera

nefasta para quien se encuentre y funda con ella:

[…] Old […] vio tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vestido
de blanco […] El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza a su
patrón y confrontó. -¡La M uerte, la M uerte! -aulló. […] -¡Qué no camine
ligero el patrón! -exclamó Prince. -¡Va a tropezar con él! -aullaron todos.
En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado […] Los perros
comprendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón continuaba
caminando a igual paso, como un autómata sin darse cuenta de nada. El
otro llegaba ya. […] Pasó un segundo, y el encuentro se produjo. M íster
Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó. […] murió sin
volver en sí (63).

En resumen, la muerte de M íster Jones es particular en dos sentidos. En primer lugar,

porque éste no la prevé, ni la evita y, al contrario, sin medir las consecuencias, se arroja al

sol despiadado, de una región hostil, que lo matará. En segundo lugar, porque son sus
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perros, sus fox-terriers, quienes tienen una clara experiencia de la muerte, quienes saben

desde el principio, aunque a veces duden y teman, que su patrón va a morir. Ellos, quizás,

por su vínculo más cercano con la naturaleza, pueden ver a la M uerte y tratar de evitarla.

Laten, queriendo dar aviso de la proximidad de ese doble que es la muerte. Gruñen,

queriendo impedir que su patrón sea uno con ella. Sin embargo, nadie los oye, ningún

humano presta atención o comprende qué es lo que ocurre. No es M íster Jones quien, solo,

se enfrenta a su muerte, porque él ni siquiera la ha previsto. En este caso, son los fox-

terriers los que por unas facultades particulares, de las que carecen los humanos, perciben la

presencia de la M uerte y tratan de evitarla. Es Old, el cachorro, el que aprende que la

muerte se anticipa con la forma de aquel que va a morir, no un peón o el mismo M íster

Jones.

“La insolación”, no sólo muestra cómo una vez viene la muerte, no se puede hacer nada al

respecto, sino que también la presenta como parte de una unidad que se recompone cuando

se adhiere a quien va a morir, cosa que los humanos no llegan a comprender y nunca saben,

pues tal experiencia sólo parece permitida a unos perros que, aunque inútilmente, ponen su

máximo empeño en conjurarla.

1.1.2. “El diablito colorado”. La Muerte: un personaje familiar

Según Ángel Rama, en la segunda década del siglo XX, Horacio Quiroga intentó dedicarse

a la literatura infantil y publicó en diferentes periódicos argentinos algunos relatos

agrupados bajo el título de “Los cuentos de mis hijos”. Aparentemente, “El diablito

colorado” perteneció a este conjunto de relatos y apareció en 1920 en una revista

bonaerense llamada El Gran Bonete. Su carácter infantil lo dota de matices fantásticos,


15

aunque existen más motivos por los que “El diablito colorado” podría catalogarse como un

cuento fantástico por excelencia. No sólo ocurren, en él, hechos sobrenaturales sino que

seres de esta misma categoría se hacen presentes. La figura de la muerte, como elemento

fantástico, no es tan fuerte como en “La insolación”; sin embargo, motiva una buena parte

de la narración, que es contada, de manera lineal, por un narrador omnisciente que

introduce, de tanto en tanto, los diálogos de algunos personajes.

Ahora bien, para un mejor análisis de “El diablito colorado”, éste podría dividirse en dos

partes: una que cobija la aparición del diablito, y la consolidación de su amistad con Ángel;

y otra que comprende desde la lucha del diablito contra la M uerte, hasta el momento en el

que se convierte en un hombre. En las dos partes las manifestaciones fantásticas son

evidentes. En la primera, la aparición del diablito ya genera una duda: ¿Acaso los diablitos

existen? El cuento hace ver que, en efecto, es así, que pueden ser buenos o malos y que,

además, tienen grandes habilidades. En consecuencia, el personaje del diablito hace que

esta narración sea también una muestra de lo que Todorov reconoce como literatura

fantástica:

El otro grupo de elementos fantásticos se debe a la existencia misma de


seres sobrenaturales, tales como el genio y la princesa-maga, y a sus
poderes sobre el destino de los hombres. Ambos pueden metamorfosear y
metamorfosearse, volar o desplazar seres en el espacio, etc. Estamos aquí
frente a una de las constantes de la literatura fantástica: la existencia de
seres sobrenaturales, más poderosos que los hombres (87).

No obstante, el diablito colorado no sólo es uno de esos seres más poderoso que los

hombres, cosa que se refleja en las múltiples veces que actúa en contra de algunos, para

favorecer a Ángel, sino que, además, resulta más poderoso que la Enfermedad y la M uerte;
16

aspecto que permite entrar en la segunda parte del cuento. En ésta, hace su aparición la

M uerte4, que no actúa por si sola, sino que resulta ser un personaje familiar, cuya hija

predilecta, la Enfermedad, le colabora en su trabajo:

La Enfermedad, hemos dicho, es la hija predilecta de la M uerte; y la más


inteligente de sus hijas, aunque sea también la más callada, delgada y
pálida. Cuando la M uerte quiere llevarse consigo a una persona
cualquiera del mundo, recurre a los descarrilamientos, naufragios,
choques de automóviles; y en general, a las muertes por sorpresa. Pero
cuando las personas elegidas por la M uerte son personas muy
desconfiadas, que se quedan encerradas en su casa, entonces la M uerte
envía a su hija más callada e inteligente, y la Enfermedad entonces abre
despacio la puerta y entra (1033).
Así pues, la muerte en este cuento no se evidencia como una presencia fantasmal, como

ocurría en “La insolación”, sino que es presentada como un personaje tangible, que desea

arrebatar a los seres de la vida y que para lograrlo emplea diferentes métodos. Sin embargo,

dichos métodos no son infalibles y pueden ser burlados e impedidos, de modo que, el

diablito colorado, haciendo uso de uno de sus tantos poderes, puede desafiar a la

Enfermedad y por tanto a la M uerte:

Pues bien; apenas acababan de entrar en el cuarto Ángel y el diablito,


cuando la Enfermedad llegó. […] el diablito, rápido como el rayo, ató al
tobillo de la Enfermedad una finísima cadena de diamante que había
fabricado, y sujetó la otra punta a la pata de la cama. Y cuando la
Enfermedad quiso acostarse, no pudo y quedó con la pierna estirada. […]
había fruncido el ceño, porque estaba vencida (1033).

Si bien salva a Divina, la hermana de Ángel, el diablito pone en peligro su propia

existencia. Evitar la muerte de otro lo condena instantáneamente, como si una muerte

4
Una vez más, la muerte es escrita en mayúscula.
17

evadida pidiera una muerte cumplida: “-M e has vencido, primo. ¿Pero tú sabes que el que

se opone, como tú, a los designios de mi madre la M uerte, pierde la vida él mismo? Has

salvado a esa criatura, pero tú mismo morirás, por más diablito inmortal que seas. ¿M e

oyes?” (1033). Aunque, todo parece perdido y el mismo diablito se muestra resignado ante

su inminente fin, otro elemento fantástico, y típico de la literatura infantil, permite eludir la

muerte nuevamente. Ésta ya no es burlada al ser vencida una de sus mensajeras y parientes,

sino que es derrotada directamente por la hermana de Ángel, trayendo a colación, al mismo

tiempo, una imagen clásica de la literatura fantástica:

[…] y volvió con Divina: la cual, al ver aquel gracioso diablito tan bueno
e inteligente, que se moría hecho un ovillo sobre la arena, sintió profunda
compasión por él, y agachándose besó en la frente al diablito. Y apenas
sintió el beso, el diablito se transformó instantáneamente en un hombre
joven y buen mozo que se levantó sonriendo de un salto […] (1034).
En consecuencia, el diablito, como tal, muere, pero como el mismo cuento aduce, no muere

del todo, pues sobrevive como hombre, de tal manera que la muerte resulta, una vez más,

vencida y por el más fantástico de los artilugios, un beso de amor dado por una hermosa

joven: “Y desde que el mundo es mundo, el beso de una hermosa muchacha ha tenido la

virtud de transformar a un diablo en hombre, o viceversa” (1034).

Es claro así, que en “El diablito colorado” la maquinaria fantástica opera desde el inicio de

la narración. Algunos personajes del cuento responden a esquemas fantásticos: el diablito

mismo, la Enfermedad, la M uerte; y los hechos que ocurren en él conciernen a la misma

categoría: las aventuras del diablito, la forma como opera la M uerte y un beso que exime de

esta última y transforma a un diablo en hombre. La muerte, entonces, se puede evadir; lo

que hace de este cuento de Horacio Quiroga, uno de los pocos en el que no se evidencia la
18

soledad y el desamparo del hombre frente a la muerte, sino que, antes bien, se expone la

posibilidad de lucha contra ella, con un final feliz y satisfactorio.

Este manejo de la muerte bien podría corresponder a la forma como es representada en las

fiestas populares medievales, es decir, con lo que Bajtin analiza como el carnaval. En éste, a

diferencia de las fiestas oficiales, acontecía una liberación, que aunque transitoria, abolía las

relaciones jerárquicas existentes, así como las reglas y privilegios. Esta abolición, además,

permitía la igualdad que no existía en la fiesta oficial en la que los grandes personajes se

presentaban con sus insignias y títulos, ocupando sus puestos reservados, sin acercarse a

nadie de diferente estatus. Dicha abolición de jerarquías, entonces, hacía que en el ambiente

hubiera un contacto familiar entre individuos que, en la vida cotidiana, estaban separados

por su fortuna, edad o condición familiar (15). Así mismo, afirma Bajtin, mediante las

múltiples manifestaciones cómicas que se daban en el carnaval se lograba vencer el miedo:

Uno de los elementos primordiales que caracterizaban la comicidad


medieval era la conciencia aguda de percibirla como una victoria ganada
sobre el miedo. Este sentimiento se expresa en innumerables imágenes
cómicas. El mundo es vencido por medio de la representación de
monstruosidades cómicas, de símbolos del poder y la violencia vueltos
inofensivos y ridículos, en las imágenes cómicas de la muerte, y los
alegres suplicios divertidos. […] La victoria sobre la muerte no es sólo su
eliminación abstracta, sino su destronamiento, su renovación y alegre
transformación […] (86).
Por ende, la victoria del diablito y de Divina sobre la muerte evidencia la derrota del miedo

y es, sin duda, un destronamiento de la imagen típica de la muerte que permite la

consecución de un final feliz, en el que, como diría Bajtin, el miedo es vencido por la risa

(48). La muerte en este cuento no sólo está permeada por lo fantástico, sino que su carácter
19

fatal es burlado. El lector está frente a una imagen particular de la muerte, pues ésta tiene

parientes que trabajan a su lado y que, por diversos medios, son retados y vencidos, de

manera que se plantea la posibilidad de que quienes se enfrentan a ella puedan ganarle y

seguir viviendo felices.

1.2. La muerte como vehículo para el amor y el amor como vehículo para la muerte.

El amor es otro de los temas que se vincula, estrechamente, con el manejo que Horacio

Quiroga da al tópico de la muerte; de modo que la relación amorosa y erótica se ve cifrada

desde la perspectiva de ésta, haciendo que pueda asumirse como una parte y prolongación

de la vida y/o como el espacio en el que, aparentemente, se permite un amor prohibido,

aunque resulte imposible cualquier tipo de manifestación erótica. El amor, entonces, puede

involucrar el erotismo y la reproducción, y estos, a su vez, a la muerte, si se siguen los

planteamientos de George Bataille, de su libro El erotismo:

Entre un ser y otro ser hay un abismo, hay una discontinuidad […] Ese
abismo es profundo; no veo qué medio existiría para suprimirlo. Lo único
que podemos hacer es sentir en común el vértigo del abismo. […] Ese
abismo es, en cierto sentido, la muerte, y la muerte es vertiginosa […]
Para nosotros, que somos seres discontinuos, la muerte tiene el sentido de
la continuidad del ser. La reproducción encamina hacia la discontinuidad
de los seres, pero pone en juego su continuidad; lo que quiere decir que
está íntimamente ligada a la muerte (17).
En los cuentos de Horacio Quiroga, que se analizan a continuación, la posible

concatenación entre amor, erotismo y muerte está presente. En “M ás allá”, por ejemplo, es

claro que el sufrimiento de los amantes, ante la imposibilidad de la realización de un amor,

en vida, espera tener fin en la muerte; hecho explicable, nuevamente, desde la perspectiva

de Bataille:
20

Las posibilidades de sufrir son tanto mayores cuanto que sólo el


sufrimiento revela la entera significación del ser amado. La posesión del
ser amado no significa la muerte, antes al contrario; pero la muerte se
encuentra en la búsqueda de esa posesión. Si el amante no puede poseer
al ser amado, a veces piensa matarlo; con frecuencia preferiría matarlo a
perderlo. En otros casos desea su propia muerte. Lo que está en juego en
esa furia es el sentimiento de una posible continuidad vislumbrada en el
ser amado. Le parece al amante que sólo el ser amado […] puede, en este
mundo, realizar lo que nuestros límites prohíben: la plena fusión de dos
seres, la continuidad de dos seres discontinuos (25).

En “La llama” el amor contenido e imposible entre un hombre mayor y una niña tiene como

resultado el estado cataléptico de esta última, equiparable a una muerte en vida. Así, dentro

de los cuentos de Horacio Quiroga gracias a la relación que se establece entre la muerte, el

amor y el erotismo, el lector se aproxima a una experiencia de la primera, y se hacen

evidentes, mediante la poetización, diferentes posibilidades mortuorias que Quiroga

explora.

1.2.1. “Más allá”: el amor y la muerte después de la muerte

Este cuento apareció por primera vez en La Nación de Buenos Aires en 1925.

Posteriormente perteneció a la colección de relatos que se publicó con el mismo nombre en

1935 y que se constituyó en el décimo cuarto y último libro de Horacio Quiroga. Narra,

básicamente, y como se mencionó anteriormente, la imposibilidad de un amor y su aparente

realización, en la muerte. La narración es lineal y no se presenta ninguna innovación en el

manejo del tiempo. No obstante, la figura del narrador sí genera problemas en su análisis.

Aparentemente, se trata de una narradora en primera persona que cuenta los hechos que le

han ocurrido, intercalando diálogos de algunos de los personajes:


21

Yo le había dicho a mamá la semana antes: -¿Pero qué le hallan tú y


papá, por Dios, para torturarnos así? ¿Tienen algo que decir de él? […] -
Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo -¿lo oyes
bien? -preferimos verte muerta antes que en los brazos de ese hombre. Y
ni una palabra más sobre esto. Esto dijo papá (709).
Esta mujer, narrador-personaje, filtra desde su posición la perspectiva del otro protagonista.

Éste está relegado a un segundo plano y sus palabras y sentimientos no se hacen muy

evidentes. Su voz es casi imperceptible y su actitud, en general, es pasiva si se compara con

la de la protagonista. Es ella la que impulsa su suicidio y el de su amado y la que finalmente

se desvanece en otra muerte. Por ella es que el lector sabe cómo se han desarrollado los

hechos y lo que ocurre después de la muerte.

Sin embargo, desde el inicio de la narración, y a medida que el relato avanza, es claro que

hay otro narrador que cede su voz a este personaje femenino: “Yo estaba desesperada -dijo

la voz-. M is padres se oponían rotundamente a que tuviera amores con él […]” (709).

“Durante tres meses -prosiguió la voz- viví en plena dicha.” (712). “Ese beso nos cuesta la

vida -concluye la voz-, y lo sabemos” (714). Es, precisamente, este doble narrador lo que

problematiza, a su vez, el espacio en el que se desarrolla el cuento. El título ya permite

inferir que los hechos ocurren “más allá”, y en efecto así es. La narración en primera

persona por una voz femenina proviene de un más allá; sin embargo, las acotaciones,

hechas por el narrador que cede su voz a esta narradora secundaria, hacen pensar en otro

más allá, aún más distante que el primero. ¿Dónde, entonces, se desarrolla la narración? ¿A

quién pertenece esa voz primaria que cede su facultad narrativa? El espacio en el que tiene

lugar esta narración parece estar entre la vida y la muerte; por lo que se podría decir que los

protagonistas estarían en tránsito entre estos dos estadios. Se tiene, así, una narradora en
22

primera persona, muerta, que narra los hechos que le han ocurrido desde, durante y después

de su muerte, y al mismo tiempo, aparece un narrador que enmarca la voz femenina, cuyo

estado se desconoce, pero cuya ubicación parece estar alejada de la narradora.

Luis y su amada no pueden estar juntos, los padres de ella prohíben su unión. La única

solución que les parece posible es el suicidio, puesto que esperan realizar su amor en la

muerte. En efecto se suicidan y, al menos, sus cuerpos mueren. Una vez ha transcurrido el

momento del envenenamiento, el cuento se fracciona y la narración tiene un quiebre, que

incluso se denota tipográficamente. Aparecen, así, dos líneas punteadas que le evidencian al

lector que la narración ha tenido lugar en un momento posterior a la muerte de la

protagonista: “Al verlo, diáfano y visible a través de todo y de todos, acababa de

comprender que yo estaba como él -muerta. Habíamos muerto” (710) y que los amantes

ahora transitan incorpóreos por su mundo cotidiano: “Volví la vista a todos lados, y junto al

velador, de pie como yo, lo vi a él, a Luis, que acababa de distinguirme a su vez y venía

sonriendo a mi encuentro. Fuimos rectamente uno hacia el otro, a pesar de la gran cantidad

de personas que rodeaban el lecho […]” (710). El amor entre la pareja se renueva y sus

encuentros, espectrales, se hacen frecuentes. Aparecen, entonces, tres nuevas divisiones

tipográficas en el cuento, asteriscos específicamente, que ubican al lector en cuatro

situaciones diferentes pero en orden cronológico que configuran la totalidad de la narración.

En la primera, los protagonistas se reconocen muertos y el lector descubre que la narración

tiene lugar, como se había dicho antes, en un terreno entre la vida y la muerte. En la

segunda, se empieza a perfilar el problema de la incorporeidad de los amantes, que sienten

que nada los liga a sus fríos y duros cuerpos. Sin embargo, los problemas aparecen pronto
23

en toda su magnitud y, en la tercera parte, los espectros descubren, aterrados, que su amor

sin cuerpos es irrealizable, y por ende es un fantasma como ellos:

¡Ah! ¿No se juega al amor, a los novios, cuando se quemó en un suicidio


la boca que podía besar! ¡No se juega a la vida, a la pasión sollozante,
cuando desde el fondo de un ataúd dos espectros sustanciales nos piden
cuenta de nuestro remedo y nuestra falsedad! ¡Amor! ¡Palabra ya
impronunciable si se la trocó por una copa de cianuro al goce de morir!
¡Sustancia del ideal, sensación de la dicha, y que solamente es posible
recordar y llorar, cuando lo que se posee bajo los labios y se estrecha en
los brazos no es más que el espectro de un amor! (714).
Resulta, entonces, que haberse suicidado no es suficiente para que su amor se realice y por

el contrario, hallarse en un estado intermedio, entre la vida y la muerte, desprovistos de

cuerpo no hace otra cosa que agrandar el vacío que los separa, aunque le quepa a la

protagonista la esperanza de que hay otra muerte, en la que los cuerpos aguarden por los

amantes. Finalmente, en la cuarta parte se presenta nuevamente el cuestionamiento frente al

espacio en el que se desarrolla el cuento, cuando, incluso, la protagonista se pregunta por el

más allá: “Cuando se ha muerto una vez de amor, se debe morir de nuevo. […] Ignoro lo

que nos espera más allá” (715).

“M ás allá” es, entonces, un relato armado mediante un manejo muy particular que Quiroga

hace del narrador y del espacio: un narrador primario no identificado que cede su voz a

otro, que está muerto, pero que, por ello, no deja de estar presente en la narración; un

ámbito después de la vida, liminar a la muerte, en el que se esperaba hubiera espacio para

los amantes y otro lugar, incluso, más allá de la muerte en el que se cifra la esperanza de la

realización del verdadero amor y la posibilidad de otra muerte.


24

El cuento pone de manifiesto desde el título mismo un planteamiento que siempre ha

perturbado al hombre: la posibilidad de la vida después de la muerte. Paulatinamente, el

lector descubre que esa posibilidad se concreta y que la muerte no es el término de la

existencia humana sino que, antes bien, puede ser la continuidad de ésta. Los personajes del

cuento con plena conciencia toman la determinación de acabar con su vida y en principio la

muerte les parece fatal, inevitable y prevista:

No puedo decir que me sentía orgullosa de lo que iba a hacer, ni tampoco


feliz de morir. Era algo más fatal, más frenético, más sin remisión, como
si desde el fondo del pasado mis abuelos, mis bisabuelos, mi infancia
misma, mi primera comunión, mis ensueños, como si todo eso no hubiera
tenido otra finalidad que impulsarme al suicidio. No nos sentíamos
felices, vuelvo a repetirlo, de morir (709).
Sin embargo, pronto descubren que el fin no es la muerte, que no implica una ruptura

drástica de su existencia y que, por el contrario, tal como lo esperaban y al menos en

principio, la muerte, como continuidad, les permite vivir su amor.

El lector está frente a un cuento de Horacio Quiroga en el que se da una modificación de la

idea común de la muerte. Pese a que los protagonistas no se sienten del todo bien al

suicidarse, la muerte está desprovista de cualquier tipo de fatalidad y no actúa

intempestivamente. Antes bien, la verdadera sorpresa se les revela a los protagonistas y al

lector cuando descubren que aunque muertos los personajes, algo de ellos aún permanece

vivo. Las connotaciones espacio temporales que suele tener la muerte, como última

instancia de la existencia humana, se ponen en tela de juicio y se abre la posibilidad de que

existan diferentes “más allá” como una continuidad para la vida y como otras muertes

después de la muerte.
25

1.2.2. “La llama”. La muerte en vida: un sueño de amor

“La llama” es, quizás, uno de los cuentos de Horacio Quiroga en el que se mezclan, con

más acierto, técnicas narrativas e intertextualidad para ponerse al servicio del tema de la

muerte. La narración ya empieza, de una manera no muy recurrente, con un entrecomillado

que, después sabrá el lector, corresponde a la noticia de un diario: ““Ha fallecido ayer, a los

ochenta y seis años, la duquesa de la Tour-Sedan. La enfermedad de la ilustre anciana,

sumida en sueño cataléptico desde 1842, ha constituido uno de los más extraños casos que

registra la patología nerviosa”” (276). Ahora bien, el cuento no sólo inicia de una manera

peculiar sino que su construcción narrativa también lo es, puesto que responde a una

estructura de cajas chinas, conteniendo un momento narrativo dentro de otro. Después del

entrecomillado con la noticia de periódico se sucede un diálogo entre un viejo violinista y

un muchacho y como consecuencia de éste se introduce una narración hecha por el anciano:

“-Yo soy viejo ya -me dijo- y me voy… No he hecho en mi vida lo que he querido, pero no

me quejo. Usted, que es muy joven y cree sentirse músico -y estoy seguro de que lo es-

merece conocer esta ocasión de que le he hablado… Oigame:” (277).

Posteriormente, el anciano relata una experiencia de juventud al encontrarse en un hotel

italiano con un anciano que le refirió, a su vez, la historia principal de toda la narración, que

se desencadena gracias a la muerte y al retrato de la, ya mencionada, duquesa de Tour-

Sedan. De esta manera, la voz de un tercer narrador aparece, introducida por la del

segundo:

¿Tuvo mi vecino esa necesidad de expansión de los enfermos cuando el


dolor cesa, y que el primer llegado puede despertarle en infantil efusión?
¿Por qué me contó a mí aquello? Pero he pensado después que yo no fui
26

más que el pretexto de esa expansión. La brevedad de las frases, el corte


entero del relato, me lo probaron luego. Comenzó bruscamente: (278).
En este punto inicia la historia principal del relato, cuyos protagonistas son Richard Wagner

de 29 años, como narrador, y la duquesa de Tour-Sedan siendo una niña, aunque el cuento

concluye de la misma manera que inició, es decir, con el diálogo entre el anciano violinista

y el joven, y las apreciaciones de este último sobre la historia que le ha sido referida. Este

recurso de un momento narrativo dentro de otro, hasta que la historia principal se relata de

voz del propio protagonista, inmiscuye íntimamente al lector dentro de la narración,

permitiéndole creer en la veracidad del relato. La cercanía que tiene con este último le hace

pensar que los hechos contados ocurrieron realmente y que él los puede verificar. El lector

viene a ocupar, casi, el lugar del primer narrador. Éste que en la cadena de oyentes de la

historia es el último, no duda de la veracidad de los acontecimientos, que se han perpetuado

gracias a la memoria de los diferentes narradores y, antes bien, el retrato de la Tour-Sedan,

que ha pasado de uno en otro, le permite corroborar la realidad de los hechos.

Se dijo anteriormente que “La llama” también evidencia la intertextualidad presente en

algunos cuentos de Horacio Quiroga. En este caso, hace presencia un relato de Edgar A.

Poe, autor que, sin duda, fue leído por Quiroga y posiblemente influenció su obra temprana.

De manera que “Berenice” es el relato de Edgar A. Poe 5 que tiene eco en el de Quiroga y

no en vano el nombre con el que “La llama” fue publicado, por primera vez, en 1915 fue

“Berenice” también; aunque, las posibles coincidencias entre los dos relatos van más allá. 6

5
Es bien sabido que Quiroga considera a Poe como uno de los maestros del relato breve; no en vano, en el
primer punto de su “ Decálogo del perfecto cuentista” anota: “ I. Cree en un maestro –Poe, Maupassant,
Kipling, Chejov– como en Dios mismo” (1194).
6
En los relatos se identifican como puntos en común, entre otros, protagonistas-narradores masculinos,
protagonistas bellas, pero enfermizas, llamadas Berenice; final es funestos y la catal epsia como “ muerte en
vida”.
27

Uno de los tópicos que se tocan en “Berenice” es el de la catalepsia, factor determinante

para la construcción de “La llama”, pues termina siendo otra especie de variación mortuoria

en la obra de Quiroga, que se liga además, en este caso, con el tópico del amor. Wágner

(sic) conoce a la pequeña Berenice y éste refiere el encuentro así:

Y trajo, en efecto, violentándola casi, a la pequeña, que se detuvo ante


mí, jadeando y ensombrecida de emoción. Era una criatura de nueve a
diez años, evidentemente bella, […] -¡Ahí lo tienes, a tu amor! -exclamó
la madre-. ¡M íralo bien! […] Sus ojos, hasta ese momento huyentes, se
volvieron por fin, y desde el rostro echado atrás, su honda mirada se fijó
en mí. Hay miradas que uno siente en los ojos, y nada más; que se
detienen allí y no miran sino nuestra pupila. La de aquella criatura iba
más allá, llegaba hasta mis sienes, me abarcaba totalmente (279).
La niña está enamorada del compositor y de su música, y no puede resistirse a ésta última

aunque ponga en ries go su propia salud; así, el amor se va convirtiendo en algo enfermizo

que roba poco a poco su vitalidad. El mismo Wágner (sic) reconoce cierto exceso de pasión

en Berenice que no debe ser alimentado por la música y al comunicárselo a Baudelaire, éste

le informa que la niña sufre de crisis nerviosas muy fuertes, y de algo muy cercano a la

catalepsia. Sin embargo, Wágner (sic) conciente de esto no impide que Berenice lo escuche,

haciendo que entre en una de las crisis nerviosas que, paulatinamente, parecen matarla:

“Viví en el piano un cuarto de hora de completo abandono, y cuando levanté la cabeza,

Berenice, demudada, toda la palidez del rostro absorbida por la insensata dilatación de los

ojos, estaba a mi lado. […] La madre corrió […] -¡Berenice, mi hija! ¡Te estás matando mi

criatura! -clamó la señora (281).

La escena anterior se repite y esta vez los efectos de la música son nefastos para la niña.

Sentada en el regazo de Wágner (sic) y protegida por éste, escucha la melodía, entonces, su
28

pasión se sobrepone y ocurre en su apariencia una metamorfosis sorprendente que termina

por hundirla en un funesto estado cataléptico. De ser una niña pasa a ser una joven de 20

años, luego una mujer de 40 y así sucesivamente:

Vi que la redecilla de arrugas invadía ahora todo el rostro, que su frente


estaba ajada, y noté de golpe que ya no quedaba ni rastros de la mujer de
cuarenta años, agotada por una vida entera de pasión, […] Todo estaba
concluido: En mis brazos, inerte, desmayada, en catalepsia, o no sé qué,
tenia ahora una lamentable criatura decrépita, llena de arrugas (283).
La catalepsia de Berenice es el resultado de un amor desmesurado e imposible. La pasión

exaltada de la niña sólo puede conducirla a una muerte en vida. Así, es entendida la

catalepsia dentro del cuento y así la presenta Quiroga, desde la voz de Wágner (sic): “-Poco

más tengo que decirle. […] Sé que ella, Berenice, continua como aquella noche, muerta en

vida…” (284). El amor, en este cuento, transforma la belleza y juventud de una niña en lo

extraño y lo misterioso, consumiéndolas como en una llama hasta reducirlas a una especie

de muerte que sólo tiene fin con la muerte misma.

De esta manera, una relación muy particular se crea entre el amor de Berenice y la música

de Wágner (sic); ella, antes de amarlo, ama su música y es, precisamente, por ésta que poco

a poco va perdiendo su vitalidad. Los efectos patológicos y destructivos del amor son

evidentes y estos conducen a la muerte, pero a una modificación de la idea convencional de

ésta. Aquí la muerte no aparece y actúa de repente, sino que mediante el amor va opacando

la vida de una niña, hasta conducirla a, lo que se podría denominar, un sueño de muerte. La

catalepsia de Berenice puede ser entendida como un sueño mortuorio provocado por el

amor desmedido y patológico que siente por Wágner (sic) y su música.


29

La muerte, que en este caso no es un personaje, ni actúa intempestivamente, ni es

premeditada, se le presenta al lector y es experimentada por los personajes de la narración

como una enfermedad. Lo mortal está en que el amor roba la juventud de Berenice y la

conduce a un punto de no retorno, en el que estará, durante setenta y seis años, muerta en

vida en un estado cataléptico, cuyo único fin, paradójicamente, será la muerte.

1.3. Experiencia de la fatalidad de la muerte

La muerte, en la mayoría de cuentos de Horacio Quiroga, se presenta como una experiencia

fatal, individual e intransferible de los personajes. M uchos de sus personajes son hombres

solitarios que se ven abocados a una lucha permanente con las leyes de la naturaleza 7 que

son superiores a él y a su resistencia, lo que hace que su existencia esté en un “constante

peligro de muerte” (Tobió 74). En el momento en el que ocurre una muerte, irrumpiendo,

como suele ocurrir, y como suelen sentirlo intensamente los personajes, sin ninguna lógica

en la vida cotidiana de los hombres y como el resultado del azar o el destino, ese constante

peligro se concreta y se acentúa su carácter de fatalidad.

Los cuentos “A la deriva” y “El hijo” hacen parte de este grupo de relatos de Quiroga, en

los que los hombres vivencian el carácter fatal de la muerte. Son relatos en los que la

muerte se presenta sorprendiendo a quien ataca, desprendiéndolo abruptamente de su vida

cotidiana. No hay esperanza, ni marcha atrás una vez se ha presentado la muerte, es

inminente; y los hombres son demasiado débiles para sobreponerse a ella, su lucha es inútil.

“[…] el tema queda definido no sólo en el fatal accidente sino en la inverosímil fractura de

la vida y en la humana resistencia que oponen los protagonistas a aceptar la muerte como

7
Esta naturaleza, present e en algunos cuentos de Horacio Quiroga, debe entenderse como el espacio selvático,
que restringe continuamente el campo de acción de los hombres y con la cual deben pelear arduamente.
30

realidad” (Alazraki 68). En “A la deriva”, resulta infructuoso todo el empeño que pone el

protagonista para resistir a la muerte y querer encontrar ayuda, mientras que en “El hijo” la

única forma de soportarla es la alucinación, entendida como el deseo delirante de un padre

porque su hijo esté vivo.

1.3.1. “A la deriva”: el carácter personal e intransferible de la muerte

“A la deriva” es quizás uno de los cuentos más breves y concisos de Horacio Quiroga. En el

punto ocho de su “Decálogo del perfecto cuentista”, publicado en 1927, hace patente la

importancia que, para sus narraciones y lo que él considera un buen cuento, tienen la

brevedad y la consistencia: “VIII. Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente

hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo

que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela

depurada de ripios” (1194). Aunque “A la deriva” fue publicado mucho antes que el

“Decálogo”, en el primero están presentes todos los puntos que Quiroga manifestaría

posteriormente en algunos de sus textos teóricos. El título del cuento, como afirma

Alazraki, es en sí mismo la condensación de todo el relato. No sólo la canoa va a la deriva

por el río Paraná, sino que el destino de Paulino está a merced de las circunstancias y su

vida también está a la deriva (71). La muerte sorprende a Paulino con un rápido accidente y

en ese mismo instante inicia su lucha física contra ella. Una lucha, que lo conduce a la

deriva, y que, pese a todo su empeño, pierde.

Un narrador omnisciente es quien cuenta lo que sucede y, en resumen, los hechos que

acontecen son muy sencillos. Una serpiente muerde a Paulino y éste que se niega a morir

emprende un recorrido por el río Paraná en busca de ayuda, pero en vano, porque
31

finalmente muere. El valor de este cuento no está, entonces, en su fábula. El valor reside en

la forma como muere Paulino, en cómo su muerte es particular y en cómo Quiroga presenta

otra variación mortuoria en este cuento; en cómo un hombre se ve enfrentado a su propia

muerte, lucha contra ella y sin embargo, cuando se le revela, en el último minuto de su

vida, sus pensamientos y acciones no tienen, ya, nada que ver con esa lucha.

De manera que, el narrador da cuenta progresivamente de lo que ocurre con Paulino y, al

mismo tiempo, del espacio en el que se desarrolla el relato; sin embargo, no evidencia

ningún tipo de dolor o pesar por parte de Dorotea, la esposa de Paulino, ni tampoco algún

sentimiento concreto del protagonista, cuyo carácter más bien se revela gracias a sus

acciones. El lector sólo llega a saber, con certeza, que Paulino no quiere morir y por ello

remonta el Paraná para llegar a Tacurú Pucú, donde espera que alguien lo auxilie:

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y


llegaba ahora a la ingle. […] Cuando pretendió incorporarse, un
fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la
rueda de palo. Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la
costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el
centro del Paraná (53).
De allí en adelante, el río es el espacio en el que transcurre el cuento y por la manera como

es descrito, resulta el lugar más propicio, como se verá, para que Paulino muera:

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes,


altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas
bordeadas de negros bloques de basalto asciende el bosque, negro
también. Adelante, a los costados, detrás, siempre la eterna muralla
lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes
borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un
silencio de muerte (54).
32

Las palabras que describen el espacio, “fúnebremente”, “lúgubre”, “agresivo”, presagian la

muerte de Paulino; reina en el Paraná un “silencio de muerte”, muerte que no es otra que la

del protagonista. Así, el río se convierte en un símbolo, es el Paraná y al mismo tiempo un

anticipo del inminente final de Paulino. Como afirma Arango, Quiroga describe al Paraná

con un dramatismo que se fundamenta en el conocimiento que el autor tenía del río, así

como de la selva de M isiones. De tal manera que, continúa Arango, Quiroga integra el río a

la temática del cuento y lo constituye en un símbolo que funciona externa e internamente,

como parte del paisaje americano, pero tiene como meta principal mostrar en la narración,

la muerte del hombre (4).

La muerte de Paulino es particular, individual, y no se puede equiparar a ninguna otra,

incluso dentro de la obra de Quiroga. Su singularidad reside, como se ha dicho, en la forma

como muere y vive su muerte el personaje. Después de que el narrador ha mostrado, con

total objetividad todo el proceso de envenenamiento de Paulino anota que éste se siente bien

y que el veneno comienza a irse (54). A medida que el protagonista cree estar mejor el

espacio que lo rodea también parece apaciguarse, el cielo se torna dorado, el río se colorea y

el monte se deja ver fresco sobre el río 8. Es quizás esta perspectiva la que hace que Paulino

se sumerja en sus recuerdos y se pregunte por su compadre Gaona. Sus pensamientos van a

la deriva por el camino de la memoria, pero repentinamente siente su cuerpo frío y se

percata de su respiración. Sus recuerdos se mezclan con su situación presente y en el preciso

momento en que logra dilucidar una pregunta nimia del pasado, muere: “De pronto sintió

8
Cabe anotar que comparto el punto de vista de Alazraki que afirm a: “ esta correspondenci a ent re río y
protagonista nada tiene ver con la identi ficación romántica de naturaleza y sentimientos. El río no es tampoco
un personaje o el personaj e, como ocurre en algunos casos de esta literatura regionalista. Quiroga describe al
Paraná tal como él lo vio y conoció, con un realismo veraz nacido de su convivencia con la selva de
Misiones”.
33

que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración… Al recibidor de maderas de

míster Douglas, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo…

¿Viernes? Sí, o jueves… El hombre estiró lentamente los dedos de la mano. -Un jueves… Y

cesó de respirar” (55). La muerte de Paulino no sorprende al lector. Desde la primera línea

del cuento y después de haber leído la detallada descripción de los estragos que causa el

veneno en el cuerpo del personaje, le debe ser claro que el único final de la narración es la

muerte de Paulino.

En este cuento y con relación a los relatos analizados anteriormente, la muerte cobra otro

matiz y el protagonista actúa de manera diferente a los demás. La muerte en este caso es

especialmente inesperada; no se anuncia como en “La insolación”, ni es premeditada como

en “M ás allá”; aquí la muerte asesta un golpe ineludible que no se puede burlar, como sí

sucede en “El diablito colorado”. El protagonista, solitario pero decidido, opta por pelear

contra ella. Busca sobrevivir y sin embargo, cuando la tiene en frente su lucha ya ha cesado

y sus recuerdos lo han llevado, a la deriva, a un lugar del que ya no vendrá. La fatalidad de

la muerte es una vivencia personal, sólo Paulino puede experimentar la intensidad de su

muerte. Aunque el lector sepa, desde el mismo instante en que la serpiente lo muerde que

éste va a morir, apenas logra ver de lejos la lucha del protagonista por sobrevivir. El

carácter intransferible de la muerte se manifiesta con claridad en este cuento. Sólo Paulino

puede pelear por su vida, sólo el sabe lo que implica su muerte y cómo se siente el estar

muriendo, es él quien experimenta cierta introversión placentera que lo conduce por los

caminos de sus recuerdos. Ni siquiera un personaje cercano a él, como su esposa, puede

aproximarse a su agonía.
34

En “A la deriva”, como se ha dicho, la muerte se desencadena por un accidente y de una

manera abrupta; el lector reconoce su carácter intempestivo pero no le es posible vivenciar,

del todo, la muerte de Paulino. Es él quien actúa de una manera específica y particular ante

la amenaza de perder su vida. Sólo Paulino, sólo este personaje es quien en el momento en

el que se le revela su muerte, después de una ardua lucha por sobrevivir, ya no piensa en

ella y, antes bien, se encuentra a la deriva en las impresiciones de su memoria.

1.3.2. “El hijo”: el delirio como negación y/o aceptación de la muerte ajena

“El hijo” fue publicado por primera vez en 1928 en Buenos Aires bajo el título de “El

padre”9. El narrador, omnisciente y bastante cercano al padre, sitúa desde las primeras

líneas el lugar en el que se va a desarrollar el relato y presenta con celeridad a los

personajes, conoce así el lector que la narración se desarrolla en un día de verano, en

M isiones, y que los últimos son un padre y su hijo. Pronto sabe, también, que la criatura

sale de cacería y que el padre le recomienda tener cuidado. A partir de ese momento la

perspectiva del padre marca la pauta de la narración y es a través de él como se conocen las

aptitudes del hijo: “Sabe que su hijo, educado […] en el hábito y la precaución del peligro,

puede manejar un fusil […] Aunque es muy alto par su edad, no tiene sino trece años. Y

parecería tener menos, a juz gar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa

infantil.” (752). Al mismo tiempo, el lector, gracias a las apreciaciones del padre, puede

acceder a información de su pasado y saber que éste es viudo y que todas sus esperanzas se

cifran en su hijo, al que ha educado con esmero para evitarle los peligros de la selva;

finalmente, puede el lector tener acceso a la caracterización que el padre hace de sí mismo:

9
En este cuento la figura del aparente protagonista, el hijo, se desdibuja. Si bien, en su edición final se titula
“ El hijo” bien podría haber conservado el título de “ El padre”. Los dos personaj es son fundamental es en el
relato, su coexistencia es primordial, además de estar unidos por el amor y el sino trágico de su vida.
35

“[…] De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no

sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales: porque ese padre, de estómago y vista

débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones” (753).

La vida para el padre y su hijo transcurre en medio de la rutina, pero la tragedia hace su

aparición, casi sin ser notada. Las alucinaciones del padre y algunas de sus observaciones

sirven para presagiar el fatal y tristísimo desenlace que tendrá el relato:

Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad


que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su
propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar
envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una
bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su
cinturón de caza (753).
Una vez oye el disparo de la escopeta de su hijo, el padre empieza a debatirse entre sus

miedos, sus alucinaciones y la confianza que ha depositado en su hijo; sin embargo, nunca

deja de asociar el disparo con la muerte de éste y es precisamente la sospecha de que haya

muerto lo que lo conduce de nuevo por el camino de las alucinaciones.

Desde el inicio de la narración y debido a los indicios que provee el narrador desde la

perspectiva del padre, el lector puede prever el desenlace de la historia: “¡Tan fácilmente

una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!” (753); aunque

también puede creer, al igual que el padre, y guiado por sus mismos delirios, que el hijo no

ha muerto. Es así como las alucinaciones primarias del padre, aquellas en las que veía a su

hijo muerto, se revierten y ahora hacen que lo vea vivo. Cuando han pasado las 12, hora

acordada para que el niño volviera, el padre decide salir en su búsqueda y, entre tanto, sus

alucinaciones se desencadenan con más fuerza:


36

La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo,


entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de
su hijo. Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha
recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano,
adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e
inexorablemente, al cadáver de su hijo (755).

Quizás el padre agobiado por la certeza de que su hijo ha muerto invierte el mecanismo de

su alucinación y hace que el lector dude, haciéndolo creer que el padre ha encontrado a su

hijo vivo: “Bajo el cielo y el aire candentes, […] el hombre vuelve a casa con su hijo, sobre

cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa

empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad 10” (756).

Sin embargo, el narrador hace una pausa, que aparece representada tipográficamente en el

cuento, y enfrenta al lector al fatal desenlace:

Sonríe de alucinada felicidad… Pues ese padre va solo. A nadie ha


encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un
poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo
bien amado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana (756).

La muerte en este relato y como en “A la deriva” irrumpe dentro de una rutina establecida

que no se puede volver a restituir. La defensa del padre, en este caso, no es una lucha cara a

cara con la muerte, antes bien, apela a su inconciencia, y como conjuro a la muerte

desarrolla el delirio. Delirio en el que también se ve inmiscuido el lector:

Lo que experimentamos en el cuento de Quiroga es una dolorosa


resistencia a aceptar una realidad que por su carácter de imprevista
contingencia repugna a nuestro concepto reglado y racional de la vida. El

10
El subrayado es mío. Lo recalco porque el lector del cuento se enfrent a al punto más dram ático del cuento
cuando reconoce que es a sonrisa de felicidad corresponde a una felicidad que el padre alucinó, como se lee a
continuación.
37

conflicto (el hijo vivo hasta hace unas horas y ahora muerto en un
alambre de púa) se resuelve en una alucinación a través de la cual el
protagonista manifiesta su incapacidad de aceptar una realidad tan
inverosímil como absurda (Alazraki 69).
Así, la fatalidad de la muerte es experimentada por el padre y en cierta medida por el lector.

En “A la deriva” se presentaba la lucha de un personaje por su supervivencia; en “El hijo”,

en cambio, se muestra el sufrimiento de un padre por la muerte de su hijo y ni el lector ni

dicho padre, saben qué experimentó el niño en el momento de su muerte. La experiencia de

la fatalidad de la muerte es vivida, entonces, por un personaje distinto al que muere, pero

no por ello deja de ser intensa y, antes bien, evidencia otra forma en la que el hombre se

aproxima a la muerte: la brutal e intempestiva pérdida del otro y la forma como la acepta o

la niega.

Es claro que el padre ha tratado de educar a su hijo de tal manera que prevea todos los

peligros que lo acechan, pero en la selva ninguna precaución es suficiente: “¡Oh! No son

suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para

ahuyentar el espectro de la fatalidad que de un padre de vista enferma ve alzarse desde la

línea del monte” (754). El padre es consciente de la fatalidad que lo rodea y es, quizás, por

sentirse ante un “constante peligro de muerte” que su mente ha imaginado tantas veces a su

hijo muerto. Ésta, entonces, es la primera forma como el padre se aproxima a la muerte de

su hijo. Su mente delirante le hace verlo bañado en sangre, muerto. Sin embargo, la

segunda forma en la que el padre se aproxima a la muerte de su hijo es, precisamente, la

que hace más vívida la experiencia de la fatalidad de la muerte. Ésta, como sea ha dicho, es

íntima e intransferible y, en este caso, tan íntima que colinda con la locura.
38

Es la muerte del hijo la que conduce al delirio del padre, son la enfermedad y las

alucinaciones de éste último las que le impiden aceptar la muerte del niño de una manera

normal. Son sus alucinaciones las que le impiden ver que su hijo yace muerto desde hace

algún tiempo. La enfermedad que lo perturba se convierte en su mecanismo de defensa

contra la muerte y allí radica lo particular de esta experiencia fatal. No sólo está en la

trágica forma en la que muere el hijo, sino en la manera como el padre lidia con ella y en

cómo el lector llega a alucinar con el padre, esperando que el hijo no esté muerto.

La muerte, una vez más, invencible, no sólo acaba con el hombre, sino que en este caso

conduce a una lucha delirante contra ella. Un padre solo, arrojado en la selva misionera,

cuyo único tesoro es su hijo, presiente siempre el peligro al que se enfrentan y está

consciente de su dolorosa situación. Acostumbrado a su alucinante rutina y confiado en la

educación que ha impartido a su hijo, no puede aceptar la muerte de éste y recurre,

entonces, a su delirante imaginación como único mecanismo en contra de esa muerte fatal e

irreversible, que de un solo tajo le arrebató a su hijo.


39

Capítulo 2
Poetización y visión heideggeriana de la muerte

Se ha visto cómo, en la selección de cuentos anteriormente estudiada, Horacio Quiroga

explora desde diferentes ángulos el tema de la muerte, en narraciones como “La insolación”

y “El diablito colorado” se aproxima a la muerte desde lo fantástico; en “M ás allá” y “La

llama” el morir se precipita por causa del amor y en cuentos como “A la deriva” y “El hijo”

se hace evidente el carácter fatal y fatídico de la muerte.

Por otra parte, M artín Heidegger podría catalogarse como el filósofo de la existencia

humana, del concreto vivir del hombre, el filósofo del cuidado, de la angustia y sobre todo

de la muerte ya que uno de sus objetos de estudio es la temporalidad como el sentido más

genuino del existir del hombre. Para Heidegger con la muerte el “ser ahí” llega a su

término y se redondea como un todo, así para poder abarcar la totalidad de la existencia

humana es necesario tener en cuenta la muerte, que es una experiencia que escapa al

hombre y que sólo el poeta parece capacitado para abordar. La muerte, en su más amplio

sentido, es un fenómeno de la vida, podría ser el suceso que define, con mayor intensidad,

la identidad del hombre y es, a todas luces, una experiencia que, en sí misma, no puede ser

transmitida.

2.1. Primeras aproximaciones a la visión heideggeriana de muerte

Son precisamente las variaciones mortuorias dentro de la obra de Quiroga las que permiten,

a la luz de la visión de la muerte que presenta M artín Heidegger en El ser y el tiempo,

evidenciar que el morir es un hecho particular e individual, al cual el hombre no puede

acceder completamente sino hasta el momento en el que éste se le revela. Es por esto que el
40

escritor, en este caso Quiroga, estaría entrando al terreno de la muerte de la única manera

en que le es dado al ser humano aproximarse a algo que le resulta inevitable, personal e

inaprensible en su totalidad: poetizándola. Esta idea de que el poeta puede dar cuenta de la

muerte es postulada por el mismo Heidegger cuando anota que Tolstoi ha pintado en “La

muerte de Ivan Illich” el fenómeno del quebrantamiento y derrumbamiento del hombre que

va a morir. Sin duda, en el relato de Tolstoi aparecen aspectos relevantes que sirven para

ejemplificar los postulados de Heidegger sobre la muerte y que se examinarán más adelante

a la luz del análisis de “El hombre muerto” de Quiroga.

Noe Jitrik propone ciertos rasgos fundamentales de fácil rastreo en la obra de Quiroga

como: “la presencia de la soledad como camino para el descubrimiento y la aceptación de

los propios límites y la presencia de la muerte como la instancia vital más importante que

exige la más dificultosa adecuación de la literatura” (47). Esta apreciación del crítico sobre

la muerte bien puede asociarse con la forma como Heidegger recalca el carácter personal e

intransferible de ésta: “Nadie puede tomarle a otro su morir […] El morir es algo que cada

“ser ahí” 11 tiene que tomar en cada caso sobre sí mismo. La muerte es, en la medida en que

“es”, esencialmente en cada caso la mía” (262). Aunque parece evidente, cabe resaltar que

el morir es el hecho más personal de la existencia. La muerte de un ser humano no se puede

transferir a alguien más; es un acontecimiento que se vive individualmente y que nadie

puede experimentar por otro, que no se puede compartir, que resulta particular e

inalienable. Se verá, por lo tanto, que la muerte de los personajes o protagonistas de los

diferentes relatos, incluidos en esta monografía, sólo puede ser vivida y experimentada a

plenitud por ellos y que nadie puede tener la misma experiencia que éstos, así se vea

11
José Gaos, traductor de El ser y el tiempo (Ver bibliografía), traduce el término “ Dassein” de Heidegger
como “ Ser ahí”, que podría entenderse como el ser arrojado al mundo.
41

enfrentado a una muerte similar. Las narraciones de Quiroga son, así, un ejemplo de cómo

la muerte sólo pertenece a quien la padece.

En efecto, en la narrativa de Quiroga hay diferentes formas de muerte que ponen de

manifiesto una diversidad en las posibilidades mortuorias y particularizan el morir, de

manera que se muestra que ésta no es igual para todos y que su desarrollo como tópico

literario radica en las circunstancias en las que se produce y no en el hecho mismo. Así,

desde los diferentes enfoques de los textos se intenta dar respuesta a la pregunta ¿qué es

morir?, que tanto ha ocupado a los poetas y que se ha reiterado en la literatura universal.

Es así como en “La insolación” se presenta la imposibilidad del hombre para percibir la

muerte, para tener una conciencia clara de su cercanía y de su inminencia, de tal suerte que

pueda contrarrestarla de alguna manera; de igual forma, pareciera que la muerte es parte de

una unidad que se recompone cuando entra en contacto con la persona que va a morir. Son

los perros fox-terriers del protagonista quienes ven la M uerte con la figura de míster Jones

y quienes saben que éste va a morir. No obstante, la muerte no sólo es presentada como un

personaje, sino que en este cuento se poetiza como el doble fantasmagórico de aquellos que

están vivos. Aunque la muerte anuncia su llegada, resulta imperceptible para los humanos

que aparecen en el cuento y por tanto imposible de evitar.

En consecuencia, en “La insolación”, Quiroga se aproxima a un tipo de muerte que puede

ser vista, prevenida e incluso evitada, pero que se escapa de las percepciones de los

hombres, y llegado el momento final en el que actúa uniéndose con quien va a morir, es

ineludible. Cosa que no ocurre en “El diablito colorado” pues, como se ha dicho, en este
42

cuento la muerte puede ser burlada aunque vale decir que, como en “La insolación”, sólo a

seres diferentes al hombre les está permitido percibirla y evitarla. En “El diablito colorado”,

que reúne considerables elementos fantásticos, la muerte se poetiza como un personaje

familiar, que actúa mediante ciertos mecanismos y colaboradores, y dentro de un mundo en

el que su posición de poder se ve trastocada. A lo largo de este cuento Quiroga muestra otra

forma de ver la muerte, que no es tan trágica y fatal como acostumbra; por el contrario, teje

ante los ojos del lector la figura de un personaje vencible e incluso festivo.

Por otro lado, están los cuentos en los que la muerte se sirve del amor para actuar. Aquí, las

posibilidades mortuorias se amplían aún más y confrontan concepciones más comúnmente

aceptadas de la muerte y lo que ocurre después de ella. A diferencia de otros de sus

cuentos, en “M ás allá”, Quiroga no presenta la muerte como el fin de la existencia humana,

ni como la última posibilidad del hombre; antes bien, puede llegar a ser la continuidad de la

vida y el lugar en el que pueden cifrarse experiencias vitales, como la realización de un

amor imposible. Por ello es comprensible que un acto como el suicidio acentúe aún más el

carácter personal e intransferible del morir. La muerte no sólo se configura como un acto

absolutamente personal sino que, como se ha dicho, no es el fin de la vida y no acaba con

todas las posibilidades del hombre; por el contrario, pone de manifiesto la probable

existencia de más muertes después de la muerte.

Quiroga poetiza la muerte ya no como un personaje fantástico o como el hecho más fatal e

inevitable que ocurre a los hombres; abre la puerta para que el lector se aproxime al morir

desde otra perspectiva, indagando en las posibilidades existentes después de éste. Así, el
43

suicidio no pone fin a la existencia y es, apenas, un estado transitorio entre la vida y otras

eventualidades, incluso, otra muerte.

En “La llama” el amor se presenta como un elemento patológico que conduce a la muerte,

pero no a una muerte habitual. En este caso es una paulatina corrupción del cuerpo que, sin

embargo, no acaba del todo con él. Quiroga explora, en este relato, mediante la catalepsia

otra forma de muerte, una que no implica necesariamente el fin del cuerpo o la interrupción

abrupta de la vida física.

En este cuento Quiroga poetiza la muerte sobrepasando las ideas convencionales que se

tienen de ésta: en “La llama” el morir no es algo definitivo e inminente, sino un deterioro

progresivo de la vitalidad, una extinción gradual que consume con rapidez la llama de la

existencia hasta que se llega a un estado anómalo equiparable a una muerte en vida. La

poetización de la muerte, en este caso, reside en el carácter mórbido que adquiere esta

última y en la doble paradoja que implica un estado cataléptico: la muerte en vida y una

especie de muerte que sólo concluye con la muerte misma.

En “A la deriva” y “El hijo” se explora la muerte desde un punto de vista intenso y crudo.

En “A la deriva”, se ponen de manifiesto dos puntos clave. En primer lugar, lo particular e

inalienable de la muerte y en segundo lugar, cómo vive alguien el hecho de que ésta corta

de tajo con cualquier otra posibilidad, revelándosele al individuo en unas circunstancias

específicas. Como se ha dicho, la muerte del protagonista de esta narración sólo puede ser

vivida y experimentada a plenitud por él y nadie puede aproximarse con exactitud a lo que

vivió Paulino al saberse moribundo. El lector apenas presencia, desde lejos, todo el proceso
44

que lo conduce hasta la muerte y ni siquiera un personaje cercano al protagonista, como su

mujer, puede acercarse a su agonía. Además, la vecindad de la muerte obliga a Paulino a

experimentar la reducción de su campo de acción y le hace verse impedido de realizar lo

que se propone.

De esta manera, se va evidenciando un aspecto de la muerte que también se presenta en El

ser y el tiempo: el morir se le presenta al “ser ahí” como una situación no sólo insuperable e

inevitable, sino completamente personal que sólo puede ser vivida, en su plenitud, por

aquel que muere y finalmente, que se da como un hecho que corta todas las relaciones con

cualquier otra posibilidad (De Waelhens 149).

En “El hijo” la muerte es tratada no desde la perspectiva de quien muere o está muriendo,

sino desde la de un personaje que debe enfrentarse a la pérdida de su ser más querido, es

decir, la narración gira en torno a la vivencia de la muerte ajena. Sobre este punto,

Heidegger expone cómo una de las formas para que el hombre se aproxime a la muerte se

da a través de la muerte de otro, ya que el existente humano puede conseguir una

experiencia de la muerte sobre todo dado que es esencialmente “ser con los otros” (260). A

través de la muerte de su hijo el padre se aproxima a ésta, y es así como en primera

instancia, lo imagina muerto cuando aún está vivo y, de forma contraria, cree que vive

cuando ya ha muerto. No obstante, esta aproximación resulta insuficiente y, por más vívida

que sea, dice muy poco a cerca de la muerte del otro y de la propia muerte, porque, como

anota Heidegger y ya se ha citado anteriormente, “nadie puede tomarle a otro su morir”

(262).
45

Si bien es cierto que ni el personaje del padre ni el lector pueden vivir la muerte del hijo, el

narrador sí permite que ambos se acerquen de una forma diferente al morir. El padre ante la

muerte de su hijo, como un proceso ya de negación, ya de aceptación de ésta, recurre a sus

alucinaciones y cree que está vivo. El lector, que también puede llegar a pensar, en un

momento determinado, que la criatura está viva, al final de la narración se encuentra frente

a una muerte que irrumpe en una rutina preestablecida que no se puede restaurar, que no

existe forma de evitarla y que incluso cualquier precaución que se tome para conjurarla

resulta inútil.

Por otra parte, el narrador busca tener acceso al íntimo proceso de negación o aceptación de

un personaje ante la muerte de aquel a quien ama, aunque ni siquiera de esta manera pueda

aprehender en alguna medida su propia muerte o la del protagonista y se limite únicamente

a presenciar la muerte de otro, tal como lo expone Heidegger: “La muerte se desemboza sin

duda como una pérdida, pero más bien como una pérdida que experimentan los

supervivientes. […] No experimentamos en su genuino sentido el morir de los otros, sino

que a lo sumo nos limitamos a “asistir” a él” (261). De manera que Quiroga vuelve sobre el

carácter tajante de la muerte, pero más que nada presenta otra cara de la muerte: la de la

pérdida. El morir es el resultado de un accidente, de una fatalidad, sin duda, pero su

poetización en “El hijo” reside en la manera como se muestra el dolor que causa la muerte

de otro en los que aún permanecen vivos y en la forma como estos pueden reaccionar,

aceptándola o negándola.
46

2.1. “El hombre muerto” y la visión heideggeriana del morir: descubrimiento y


conciencia de la muerte

“El hombre muerto” es, quizás, uno de los cuentos de Horacio Quiroga que más ha

aparecido en antologías y del cual se han hecho no pocos análisis. Condensa, sin duda,

todos los aspectos teóricos que el autor ponderó a lo largo de su producción crítica sobre el

género cuento y es un relato cuyo tema único es la muerte y cómo ésta es descubierta y

experimentada por un hombre. En ese sentido, se podría decir que “El hombre muerto”

ayuda a comprender la visión heideggeriana de la muerte y que al mismo tiempo se ilumina

gracias a ésta, como ocurre con “La muerte de Iván Illich”.

En primera instancia, el título de la narración de Quiroga ubica al lector ante una escena

mortuoria que, a medida que avanza la narración, se amplía y explica. La narración inicia

poniendo en primer plano a un hombre anónimo con su machete y no parece haber una

diferencia de nivel, ni gramatical, ni sintáctico, entre el personaje y el objeto; antes bien, el

narrador aclara que ambos han llevado a cabo una labor y que aún tienen trabajo por hacer.

El machete comparte con el hombre la calidad de sujeto de los verbos: “El hombre y su

machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero

como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era

muy poca cosa” (653).

Posteriormente, el hombre tiene un resbalón, suelta su machete y, se añade, en el momento

de la caída, que no lo ve “de plano en el suelo”. El inicio del cuento es extremadamente

visual y presenta los hechos como en cámara lenta; con la narración de la caída y las

observaciones sobre el machete se abre la posibilidad de que el hombre esté herido,

posibilidad que pronto se revela al lector gracias al lujo de detalles con el que se narra el
47

accidente. La descripción de la postura del personaje, después de caer, es precisa. El

narrador no sólo da cuenta del hombre, sino que sitúa todo el tiempo el machete, de tal

suerte que para el cuarto párrafo del cuento, después de una descripción minuciosa y

concisa del hombre y su herramienta, el lector sabe que el primero se ha herido de muerte

con el objeto y que tiene plena conciencia del hecho: “Apreció mentalmente la extensión y

la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió, fría, matemática e inexorable, la

seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia” (653).

Hasta el momento en que el hombre adquiere la certeza de que va a morir, la narración se

ha hecho desde una tercera persona. Sin embargo, en este punto, quizás el más dramático de

todo el cuento, es difícil dar por sentado a quién pertenece la voz narrativa. Aparece una

larga consideración sobre la muerte, una reunión de lugares comunes al respecto, que, en

principio, se expresa de manera impersonal, para posteriormente pasar a la primera persona

del plural:

La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un


día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro
turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto,
que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese
momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro. Pero
entre el instante actual y esa postrera espiración, ¡qué de sueños,
trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos
reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del
escenario humano! Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras
divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo
que debemos vivir aún! (654) 12

12
Analistas de est e cuento como Manuel Arango y Jaime Al azraki coinciden al asegurar que este fragmento
corresponde, sin lugar a dudas, a un monólogo interior. Difiero, sin embargo, de dicha apreci ación. Ya el
cambio en la voz narrativa de este aparte, como se ha dicho es impersonal en principio y luego está dado en
48

Se expone, entonces, cómo el Hombre 13 imagina para sí diferentes posibilidades mortuorias

y cómo encuentra consuelo, creyendo que éstas están aún lejos. Asimismo, aparece la vida,

como es lógico, en contraposición a la muerte y poniendo en evidencia lo inesperado que

contiene. Es tan imprevisto lo que la vida depara, que, paradójicamente, el accidente mismo

que el hombre sufre hace parte de lo sorprendente de la vida y, también, de lo fatal de la

muerte. A continuación, él mismo reconoce que las divagaciones vitales y futuras han

concluido para él y su única seguridad es morir: “Bruscamente, acaban de resolverse para el

hombre tendido todas las divagaciones a largo plazo: Se está muriendo” (654).

Se ha dicho que la voz cantante de la narración está en tercera persona, sin embargo, cabe

resaltar que esta voz emplea dos puntos de vista. Al iniciar el cuento y presentar lo que

ocurre como a través del lente de una cámara es un narrador perfectamente objetivo que da

cuenta escuetamente de lo que ocurre al personaje; posteriormente habrá un cambio en la

perspectiva, y sin pasar a la primera persona del singular, el punto de vista será el del

hombre en el suelo. Así, desde el interior del personaje, el narrador permite que el lector

sepa cuáles son sus reflexiones, sus esperanzas, sus vínculos familiares y lo que piensa

sobre la muerte que se le avecina.

Este manejo particular de la voz narrativa trae consigo consecuencias significativas en el

tiempo de la narración. Éste bien podría caracterizarse por la asincronía entre el tiempo

interno, el del personaje, y el externo, el de su alrededor. Así, por ejemplo, las reflexiones

primera persona del plural, no permite establecer con precisión por quién es expuesto, si pertenece realmente
al pensamiento del personaj e o a una apreciación del narrador. Es claro, sí, que es un compendio de lo que en
general se piensa sobre la muerte, que vendrá a ser negado por lo particular del accidente del personaje.
13
Es neces ario di ferenci ar en este cuento la figura del hombre que muere y la del hombre en general. Así, el
primero se nombrará en minúscula y el segundo en mayúscula.
49

que tiene el hombre no coinciden con los dos segundos que apenas han transcurrido desde

el momento mismo en que tiene conciencia clara de que va a morir. El tiempo psicológico

del personaje, es sin duda, el que prevalece en la narración y toma sólo dos minutos: “Hace

dos minutos: se muere” (655), mientras que el tiempo que transcurre desde el momento en

que se hiere hasta su muerte, es de diecisiete minutos, que se pueden calcular precisamente

pues a los dos minutos de herirse, el hombre, escucha al muchacho que va al pueblo a las

once y media y justo antes de morir escucha a su hijo que le llama, como de costumbre, a

las doce menos cuarto.

Es claro que la perspectiva narrativa está puesta en el protagonista, es decir, el lente del

narrador por el que el lector tiene acceso a los hechos está enfocado siempre en el hombre

agonizante; sin embargo, en el momento en que llega definitivamente su muerte, el punto

focal cambia y se posa en el malacara, el caballo del protagonista. Éste, que cauteloso no ha

doblado la esquina del alambrado porque sabe que su amo se encuentra allí tendido, es

quien evidencia al lector que el hombre finalmente murió:

Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado


del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear
el bananal, como desearía. Ante las voces que ya están próximas […]
vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado
al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido, -que ya ha
descansado (567).

La mayor parte del relato tiene lugar en la intimidad del personaje, en el proceso que

experimenta sabiéndose en las puertas de la muerte, y al mismo tiempo, en el exterior que

le rodea. Es decir, en el cuento se muestra tanto la actitud del hombre en los últimos

instantes de su existencia como todo aquello externo a él, lo que, por contraste, hace más
50

dramática su agonía. El narrador recalca en repetidas ocasiones la conciencia que tiene el

hombre de que está muriendo: “M uerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura”

(654). No obstante, nace del interior del personaje, en discrepancia con lo que ocurre a su

alrededor, un conflicto que le impide creer completamente que va a morir: “El hombre

resiste –¡es tan imprevisto ese horror! Y piensa: Es una pesadilla; esto es! ¿Qué ha

cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal su bananal?” (654). La muerte, aunque

aceptada por el hombre, cobra cierto matiz de irrealidad, de pesadilla. Se da un conflicto en

el interior del personaje entre lo que es real y lo que quiere considerar como real, haciendo

que haya, como dice Alasraki, un contrapunto entre el hombre y su muerte. El protagonista

reconoce su condición irremediable, pero no puede aceptarla porque la vida en pleno está

demasiado próxima (74). Cosa que, de igual forma, le ocurre a Iván Illich cuando se

descubre en la cercanía de la muerte: “Iván Illich veía que se estaba muriendo y se hallaba

en un continuo estado de desesperación. En el fondo de su alma sabía que esta muriendo,

pero no sólo no se acostumbraba a ello, simplemente, no podía entenderlo” (258).

Como Iván Illich, el personaje de Quiroga está inmerso en un espacio que lo abandona; su

bananal, su casa, su familia, su caballo, todo esto sigue ahí presente, pero él ya no hace

parte de ese espacio y aún así, no puede separase de él, porque en él se reconoce y en él

quiere perpetuarse. Durante mucho tiempo ha trabajado allí, y para él todo lo que se

encuentra a su alrededor existe porque él lo ha hecho existir. En todo el cuento el personaje

duda de su muerte, aunque exista un momento dentro de la narración en que él parezca

ceder ante los hechos:

Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su


persona, su personalidad viviente, nada tiene que ya que ver ni con el
potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos;
51

ni con el bananal, obra de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido


arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y
un machete en el vientre (655).
El comportamiento del hombre se ve cifrado en esa negación, en la resistencia que opone

ante la realidad de los hechos; no lucha físicamente como ocurría con Paulino en “A la

deriva”, lucha interiormente y muestra el profundo dolor que le causa el desgarro de su

vida. De hecho, no parece haber espacio para el dolor físico, como sí ocurría en “A la

deriva”, s ino sólo para su dolor interior, para preguntarse varias veces por qué él tiene la

terrible certeza de que está muriendo si nada ha cambiado afuera, resistiéndose “a admitir

un fenómeno de esta trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira”

(655), evidenciando una vez más el carácter íntimo e intransferible de la muerte.

Preguntarse por qué muerto, si no ha hecho nada fuera de lo habitual, resalta lo

intempestivo y lo accidental que forma parte del morir. Saberse cambiante por la muerte

mientras todo alrededor suyo sigue igual incrementa su agonía, agonía que se convierte en

una resistencia que le hace pensar que simplemente descansa y está viviendo nada más que

una pesadilla. Iván Illich, en la cercanía de la muerte, también experimenta el cambio

profundo que se opera dentro de su humanidad. Él también se sabe y reconoce cambiante,

pero le molesta profundamente que todo lo demás que existe a su alrededor, incluso las

personas, no tengan cambio alguno: “Algo pavoroso, nuevo y más importante que todo lo

que le había sucedido en su vida estaba realizándose dentro de su ser. Y era él solo quien lo

sabía; los que lo rodeaban no lo entendían o no querían entenderlo y pensaban que todo en

el mundo estaba como era antes” (250). Iván Illich, así como el personaje de Quiroga, en su

lecho de muerte se resiste a admitir su inminente fin porque siempre había considerado que

la muerte era un fenómeno de otro, de un hombre abstracto, de Cayo. Illich se repite: Cayo
52

es un hombre; los hombres son mortales, luego Cayo es mortal, “Es exacto, Cayo es un

mortal y es lógico que muerta; pero yo Vania, Iván Illich, con todas mis emociones e ideas,

yo soy distinto” (259).

Por otra parte, Quiroga parece elaborar “El hombre muerto” sobre una base

cinematográfica. Ya se ha dicho que el inicio de la narración corresponde a un movimiento

de cámara lenta. Un plano cerrado, enfocado únicamente en el hombre y su postura, rige

toda la narración hasta casi el final del cuento, en el que se abre mostrándole al lector, claro

está, desde el punto de vista del personaje, una panorámica:

Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un


instante su cuerpo y ver desde el tamajar construido, el trivial paisaje se
de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su
arena roja; el alambrado empequeñecido en la pendiente que se acoda
hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos.
Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las
piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él
mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla, -descansando,
porque está muy cansado… (657)
Panorámica que al cerrarse olvida al hombre herido y anticipa el final de éste, como ya se

mencionó, enfocándose en el malacara. Así mismo, los sonidos del cuento y la luz que se

presenta terminan por dar un sentido aún más cinematográfico a la narración 14. Los sonidos

podrían dividirse en dos grupos. Uno, el de los verdaderos ruidos y otro, el del silencio

profundo. Los primeros corresponden a los personajes vivos: los conmovedores gritos de su

hijo, el silbido del muchacho que pasa por el puente y los resoplidos del malacara; mientras

que el silencio se relaciona con el hombre inmóvil.

14
Cabe acl arar que aunque Quiroga fue un amante y conocedor del cine, para el momento en el que fue
publicado este cuento sólo existía el cine mudo.
53

La luz, como asegura Salvador Arias, es excesiva y junto con el silencio y la inmovilidad

del personaje y lo que le rodea, crea una atmósfera aplastante con la cual la agonía del

hombre contrasta. Hay, para Arias, una tendencia a sugerir sólo los colores, “ya que la

violenta luz solar crea “sombras amarillentas” y el verde de los bananos y la gramilla nunca

está señalado explícitamente. En este marco resaltan vivamente “el techo rojo de su casa”,

repetido en dos ocasiones, tal como resalta también el grito de “piapiá”, pues ambos aluden

sobriamente a los elementos más sentimentales del relato” (32).

Pese a que este tipo de elementos sentimentales del relato son patentes, el verdadero sentido

trágico reside en que el personaje sabe lo que está ocurriendo, y su conciencia se debate

entre la seguridad que tiene de morir y su imposibilidad para aceptarlo. Las alusiones

directas que se hicieron a la muerte al inicio de la narración resaltan lo extraño de la

situación en la que se encuentra el hombre. La muerte que, en general, se espera tarde

mucho en llegar, ya ha llegado para el personaje y las divagaciones mortuorias a las que

suele entregarse el Hombre placenteramente se concretaron para este hombre mostrando,

desde lo particular de su muerte, que todo aquello que se piensa en general de ésta y que

suele tomarse por una certeza, se modifica en el momento final, cuando, en efecto se

muere.

Se presencia en este cuento, nuevamente, el comportamiento sorpresivo de la muerte.

Constata cómo ésta, a causa de un accidente, resulta irremediable y cómo la experimenta en

su totalidad única y exclusivamente el protagonista de la narración. Las técnicas narrativas

empleadas en este cuento, como los recursos cinematográficos, el manejo particular del

tiempo, del espacio y la minucia en la descripción son claves a la hora de particularizar la


54

muerte del protagonista. Es claro cómo por medio de los artificios narrativos el lector

accede a la interioridad del personaje y asiste a su agonía; así como debido a la forma como

detalla la escena mortuoria se presencia el descubrimiento y la conciencia que tiene el

hombre de su muerte.

Precisamente este cuento pone en evidencia el extrañamiento del hombre al saberse

moribundo. Se siente ajeno al mundo que lo rodea y no logra aceptar del todo que se

encuentra en el final de su existencia. En el instante en el que se le revela la muerte quiere

explicarse por qué está muriendo. Se pregunta por qué debe morir, cambiar, si todo a su

alrededor es constante. El hombre reconoce que la muerte implica una diferencia, que su

muerte lo separa de todo aquello que él considera su propiedad; sabiéndolo, y con la certeza

incesante de que “Va a morir. Fría fatal e ineludiblemente, va a morir” (654) resiste y

busca en vano una prueba que le permita afirmarse vivo y simplemente descansando como

de costumbre. Tener conciencia de su muerte lleva a este hombre a una enajenación tal que

sólo puede pensar que está viviendo una pesadilla. Pesadilla que termina en el preciso

instante en el que su caballo cruza el alambrado y él, muerto, finalmente, descansa.

En “El hombre muerto”, entonces, confluyen la mayoría de observaciones hechas sobre el

morir que se presentaron en los cuentos anteriores. En primer lugar, el carácter

intransferible y personal de la muerte se hace evidente a lo largo de toda la narración. El

hombre herido, consciente de su muerte, se pregunta constantemente por qué nada cambia a

su alrededor y él es el único que sufre una transformación. Busca comprender y explicarse

por qué la muerte es un proceso tan íntimo e individual que no afecta a su mundo.
55

En segundo lugar, está cómo la muerte se sirve de un accidente nimio para actuar y cómo

intempestivamente anula cualquier otra posibilidad del ser humano, incluida su lucha por

sobrevivir, hecho que se podía ver también en “A la deriva”. La muerte, por ende, implica

una imposibilidad, restringe el campo de acción del hombre y en sí misma es insuperable:

“en cuanto “poder ser” no puede el “ser ahí” rebasar la posibilidad de la muerte. La muerte

es la posibilidad de la absoluta imposibilidad del “ser ahí” (Heidegger 274). El carácter

íntimo e inalienable del morir y la imposibilidad que ocasiona, conducen a un tercer

aspecto, que tiene lugar también en “El hombre muerto”: la angustia ante la muerte.

Angustia que según De Waelhens, en uno de sus comentarios sobre El ser y el tiempo, no

debe ser entendida como una debilidad, sino como “el sentimiento de nuestra situación

original que nos descubre como arrojados al mundo para en él morir” (150). En la angustia

el amenazado es el existente humano mismo y el determinante para dicha angustia es la

muerte. La angustia ante la muerte es la angustia ante la inminencia. No se trata,

simplemente, del temor de dejar de vivir, sino de que el hombre reconozca que está

arrojado en la muerte desde que entra en el mundo.

Esta clase de angustia es precisamente la que experimenta el protagonista de “El hombre

muerto”. Sin aspavientos, pero internamente y con una gran intensidad, el hombre herido se

reconoce mortal, cambiante, perecedero. No hay cabida para manifestaciones externas, pues

se interioriza totalmente la experiencia de la muerte. El hombre sabe que para él todo ha

terminado, que el fin de su existencia ha llegado y que nada puede hacer para remediarlo.

Puede que, como el mismo texto del cuento aduce, el Hombre suela dejarse llevar por su

imaginación hasta el momento de su posible muerte y crea tener cierta certeza sobre ésta;
56

sin embargo, “El hombre muerto”, así como “A la deriva” o “El hijo”, muestran cómo el

ser humano enfrentado a su última instancia vital o a la de un ser querido, pierde todas las

certezas y sólo le quedan las dudas, las divagaciones y, en un sentido heideggeriano, una

profunda angustia.

Un último aspecto importante con relación a la muerte que se muestra en “El hombre

muerto”, y en todos los demás textos, es su inherencia a todos los seres humanos y a la vida

misma. En la reflexión que aparece en este cuento sobre la muerte, este aspecto es visto

como una ley, fatal pero aceptada y prevista, incluso el término empleado para designar la

forma como el personaje ha sido arrancado de la vida es “naturalmente”. La muerte, sin

duda, es perentoria, es un hecho que experimentan todos los seres vivos, sin distinción

alguna, pero que para cada uno es particular. La muerte forma parte de la vida. De modo

que, nuevamente, se puede establecer una vecindad con otra de las características de la

muerte que expone Heidegger: “La muerte en su más amplio sentido es un fenómeno de la

vida […] la posibilidad más peculiar, irreferente e irrebasable. En cuanto tal, es una

señalada inminencia” (274).

De esta manera, Horacio Quiroga se aproxima al ámbito de la muerte. La poetiza de

diferentes maneras y la constituye en una constante de sus narraciones, pero no como un

recurso para la resolución de conflictos sino, como dice Jitrik, para llegar a la instancia de

la muerte, que es “una dimensión en la que el hombre actúa y a la que está de alguna

manera consagrado. El progreso hacia esta hondura lo es en el sentido de un sentimiento de

la muerte, un baño amniótico que perfuma y explica todo cuando hacemos, sobre todo

cuando se piensa del hombre que es un ser solitario, inerme y desterrado” (113).
57

Poetizando el morir, Quiroga podría interpelar al lector y quizás hacer que este último

cuestione sus posibles certezas alrededor de su propia muerte. Aunque sus relatos traten de

una aproximación incierta a la muerte, muestra diferentes posibilidades mortuorias que

podrían corresponder a las que, el mismo lector, ha imaginado para sí. Poetizando la muerte

Horacio Quiroga entra a un terreno que siempre resultará imposible de aprehender, en su

totalidad, para el hombre. No se puede, por tanto, dar por sentado lo que ilustra, así como

tampoco se le puede descreer con seguridad, porque como afirma Jitrik “en esto de la

muerte lo que no se vive no se conoce y lo que se vive no se puede contar” (56). Quiroga,

sin embargo, con maestría y acierto crea con la muerte diversas formas de ficción y las

pone cara a cara con el lector, a pesar de que la experiencia que tiene, personalmente, como

un hombre común, sobre la muerte es parcial y limitada y por ende nunca podrá dar cuenta

exacta de ella.
58

Conclusiones

La muerte es un acontecimiento que llega a todos sin importar su condición. Cada uno de

los hombres morirá, pero este hecho innegable será íntimo y personal. Como ya se ha

dicho, ningún hombre puede tomar el morir de otro o puede evitarle experimentar la

muerte. Esta última es una suerte común a los seres humanos; sin embargo, es una

experiencia inalienable e intransmisible.

En consecuencia, el poeta es quien trata de responder a las preguntas ¿qué es la muerte? y

¿cómo se vive la muerte? M ediante la poetización se aproxima a este tema y aunque sus

respuestas no pueden ser certeras, sí presenta el morir desde diferentes perspectivas. Sólo el

poeta puede crear mundos imaginarios con coherencia, de manera que las posibilidades

mortuorias que construye resultan muy variadas y terminan por elaborar todo un imaginario

alrededor del morir. Las imágenes que deja Quiroga de la muerte, y que se analizan en esta

monografía, por ejemplo, van desde una presencia fantasmal hasta una situación que resulta

absurda e inesperada en la mayor de las proporciones.

Analizando las diversas manifestaciones de la muerte en la obra de Quiroga, fue posible

concluir que el poeta es quien puede abordar un tema como este, que es él quien con su

ingenio recrea el deceso de un personaje, lo que antecede a este momento y lo que puede

suceder después, pero, más que nada, la forma como dicho personaje experimenta solo e

interiormente su muerte.

Los poetas, entonces, han elaborado una amplia galería de imágenes alrededor del morir

que se ha perpetuado en el imaginario de los hombres. Es así como a lo largo de la


59

literatura universal han aparecido múltiples formas para calificar y aproximarse a la muerte.

Ha sido poderosa, imperiosa, respetable, evitable, burlada, loca, prostituta, y señora, por

decir lo menos. Así mismo, el imaginario creado alrededor de la muerte ha permitido que

sus representaciones en otras áreas sean múltiples. En pintura, por ejemplo, basta con ver

Calaveras del grabador mexicano José Guadalupe Posada para constatar que la muerte

puede ser vista, incluso, de una manera festiva, como al respecto afirma el pintor mexicano

Diego Rivera:

Posada: la muerte que se volvió calavera, que pelea, que se emborracha,


llora y baila. La muerte familiar, la muerte que se transforma en figura de
cartón articulada y que se mueve tirando de un cordón. La muerte como
calavera de azúcar, la muerte para engolosinar a los niños, mientras los
grandes pelean y caen fusilados, o ahorcados penden de una cuerda. La
muerte parrandera que baila en los fandangos y nos acompaña a llorar el
hueso en los cementerios, comiendo mole o bebiendo pulque junto a las
tumbas de nuestros difuntos (3).

Ahora bien, la condición de la muerte que más ha sido recalcada, y trabajada en literatura,

es aquella de igualadora 15. Desde las “Danzas de la muerte” medievales, la muerte se ha

visto como aquel personaje que se lleva consigo a todos los hombres sin importar su edad,

sexo o posición social y económica, hecho que resulta irrefutable y que Jorge M anrique,

por ejemplo, pone de manifiesto en estos versos de "Coplas de Don Jorge M anrique por la

muerte de su padre":

Esos reyes poderosos


que vemos por escripturas
ya pasadas,

15
Para ilustrar este punto en otros lenguajes artísticos resulta interesante remitirse a la obra de Holbein cuyo
motivo central eran las “ Danzas de la muerte” o a una pintura como El triunfo de la muerte de Brueghel.
60

con casos tristes, llorosos,


fueron sus buenas venturas
trastornadas;
así que no hay cosa fuerte;
que a Papas y Emperadores y Perlados
así los trata la M uerte
como a los pobres pastores
de ganados (XIV)

La muerte es una realidad acuciante y absorbente, ecuménica. Sin embargo, cada uno de los

hombres morirá solo, por su propia cuenta; mi muerte, mi agonía y mi comportamiento

llegado el momento final de mi existencia nunca será igual al de otro. No cabe duda de que

la muerte unifica las condiciones de todos los seres humanos, pero ¿no se podría decir que

realmente los individualiza de la manera más contundente? Esa es la pregunta central que

surgió como resultado de este trabajo monográfico. Quiroga emplea en sus cuentos un

abanico de espacios, tiempos y formas expresivas que conducen, finalmente, a un solo

aspecto: un hombre ante su muerte. Aunque, el tema aparezca recurrentemente en su obra,

nunca la muerte del personaje de un cuento es similar a la de otro; nunca la muerte misma,

como una posible manifestación al hombre, es igual en dos o más de sus textos.

Se puede decir, por consiguiente, que el poeta crea tantas variaciones de muerte como su

imaginación se lo permite; que recrea diferentes posibilidades para dar cuenta del final de

un personaje y la muerte de uno estos nunca será igual a la de otro, así como imaginamos

que sucede en la realidad, donde pueden existen tantas formas de muerte como hombres. En

obras literarias como El libro de buen amor, por ejemplo, el Arcipreste de Hita maldice la

M uerte igualadora que se llevó a Trotaconventos:


61

“¡Ay M uerte!, ¡muerta seas, muerta e malandante!


M ataste a mi vieja, ¡matasses a mí ante!
Enemiga del mundo, que non as semejante,
de tu memoria amarga nos es que non se espante (1520).
M uerte, al que tú fieres, liévastelo de belmez,
Al bueno e al malo, al rico e al refez,
A todos los eguales e los lievas por un prez,
Por papas e por reyes non das una vil nuez (1521).
Sin embargo, la muerte de este personaje no es equiparable para el Arcipreste con ninguna

otra; así como la muerte del padre de Jorge M anrique fue única e incomparable. La muerte

de Ignacio Sánchez M ejías no es igual a la de Don Quijote, no sólo por las diferencias

literarias que puedan existir entre los dos textos, sino porque la muerte que arrebató a estos

dos personajes de la vida, individualizó tanto su existencia como el momento mismo de su

deceso. Se podría decir incluso que la muerte confiere identidad al hombre en tanto que lo

hace particular y en la medida que la forma como experimenta su morir no tiene igual.

Como se afirma en “El hombre muerto”, el hombre en el transcurso de su vida piensa

muchas veces en que llegará al umbral de la muerte e imagina cómo será ese último

momento. El ser humano, sabiéndose mortal, imagina para sí una forma de muerte que

probablemente ya ha elaborado algún poeta; sin embargo, llegado ese momento, aquello

que había imaginado quizás se desvanezca, pero, con seguridad, su muerte y su vivencia de

ella serán únicas e irrepetibles.


62

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