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La distorsión de valores

El gran viejo Borges no podía quejarse; si bien los suecos le negaron sistemáticamente el
Nóbel, en su propio país fue reconocido como patrimonio nacional. Borges compartió los
laureles que adornan también la ensortijada testa de Maradona, quien también fue declarado
patrimonio nacional honoris causa, en tiempos en que varios clubes europeos amenazaban con
privarnos de su arte, cosa que lograron a medias; el pibe de Fiorito-guste o no a los
intelectualosos denostadores del fútbol- llevó su argentinidad a todos los estadios que pisó.
“¿Cómo se hace para adquirir el rango de patrimonio nacional?”, me preguntó días pasados un
simpático niñito que se hallaba cazando las palomas del Parque Independencia con una pistola
calibre 38.”Son para la cena, ¿sabe?” . La ingenua criaturita me puso en apuros; recordé que las
acreditaciones otorgadas años atrás y que menciono más arriba- en el caso del gran Viejo, por
un ilustre funcionario público de la dictadura militar y del diez, por los empresarios más
poderosos del fútbol de aquellos años- revelaba que para cierta gente no todos los argentinos
probos y abnegados pertenecen a esa honrosa estirpe.
“¿Qué me preguntaste, simpático retoño?”, dije, más que nada para ganar tiempo.
El niñito me apuntó con su pistola.
“Ah, ya recuerdo”- acoté de inmediato.” Mirá, para ser considerado patrimonio nacional no
basta con ser un puntual y esforzado contribuyente, ni es mérito suficiente deslomarse a diario
con la vana intención de solventar las necesidades básicas. Por si no lo sabes, sobrevivir
dignamente no es ya una virtud, sino un pecado de soberbia y empecinamiento”.
El niñito me miró con el entrecejo fruncido. Oí que sus dientes rechinaban. “No contestó a mi
pregunta. ¿Quién se cree que es? ¿El Ministro de Economía?”. Le quitó el seguro al disparador.
Compelido a satisfacer su curiosidad sin quebrantar su inocencia, opté por recurrir a la difusa
Teoría de la Distorsión de Valores, a la que poco se apela últimamente. No está demás recordar
que dicha teoría fue presentada como tesis de doctorado por el filósofo puneño Agamenón
García Ventolina, bajo el título Ni chicha ni limonada, y que con ella obtuvo el premio Konex,
merced al cual pudo dar dos veces la vuelta al mundo en un parque de diversiones de Tilcara.
García Ventolina expresa allí su convencimiento de que el desorden de los factores no sólo
altera el producto bruto sino también la renta per cápita. “A mi entender- dice – los pragmáticos
que tan en boga estuvieron en los ’90 se empeñaron en suponer que los auténticos valores
existenciales son los que se exhibían en la revista Caras. A mi entender – insiste, dado que no
tenía gran facilidad de palabra- la suposición de que así era posible acortar las distancias que nos
separan del Nirvana no era propia de los pragmáticos; en todo caso, es propia de los
prismáticos”.
Los diecinueve capítulos finales de la obra- pero sobre todo el que se titula Hacer el bien sin
mirar a quién no tiene gracia si uno es miope- están dedicados a analizar la problemática del
éxito, cuando el éxito se inspira en el deseo subconsciente de obnubilar a las masas o lo que es lo
mismo, de preservar la pureza natural de la gilada. “Para promover la alteración de los valores –
destaca García Ventolina – es menester instaurar el desaliento y la resignación. No es tarea fácil,
ya que previsiblemente se contará con la tenaz oposición de individuos dotados de cierto talento.
Estos sujetos son fáciles de identificar porque están siempre de mal humor, son inconformistas y
adoptan actitudes contestatarias. Además, buena parte de ellos tiene sus pasaportes en regla y
están deseosos de utilizarlos”.
La vida cotidiana nos ofrece montones de ejemplos demostrativos de que la distorsión de
valores no sólo afecta a intelectuales, artistas y científicos o, en general, a los masoquistas que
suponen, pobre de ellos, que hay que quemarse las pestañas para disfrutar justas gratificaciones.
La distorsión de valores alcanza hoy a sectores que jamás fueron sospechados de prohijar
vanidades o de alinearse en complicidad con las exquisitas formas de la picaresca urbana.
Además, dicha distorsión viene de un largo arrastre; desde el Proceso de Reorganización
Nacional al robo institucionalizado de la década pasada, cuando la política y los políticos dejaron
definitivamente de representarnos, generando una legítima necesidad de cambio democrático sin
que se vislumbre a aquellos capaces de instrumentarlo; la sutil pero omnipresente sensación de
entrega de lo que otrora era patrimonio público a un precio vil: en definitiva, la imposibilidad de
pensar y de pensarnos como un país. Estamos al borde de aquello que ya habíamos visto en los
’80; pronto, la empresa más productiva nacional será la Casa de la Moneda, gracias a la
impresión desaforada de Lecop y bonos de toda laya.
A todo esto, recordando la amenaza del arma, me volví hacia mi interlocutor. Y la verdad es
que hubiera podido continuar desarrollando esta infusa teoría, si no fuera porque el niñito se
largó a llorar en mis brazos.

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