Está en la página 1de 9

hans urs von balthasar

DIOS ES
SU PROPIO EXEGETA
Dios es su propio exegeta
de Hans Urs von Balthasar

1. El Hijo, intérprete del Padre

L a Escritura nos dice que el hombre no ha visto nunca a Dios. Dios


habita en una luz inaccesible y ningún espíritu creado puede pe‐
netrar en su interior. ¿Cómo podría, pues, el hombre explicar a
ese Dios que le ha creado y al que siempre busca? Sólo Dios, que tiene la
visión de su propia sabiduría, puede revelarla. Así nos lo dice literalmente
Jb 28,27 (LXX). El versículo final del prólogo de San Juan «A Dios nadie
le ha visto jamás, el Hijo único que está en el seno del Padre le ha dado a
conocer» (autos exegesato, 1,18), repite lo mismo en un contexto más pro‐
fundo, trinitario. I. de la Potterie aclara, en una larga investigación,1 lo
que significa exactamente la palabra exegesato. Es digno de mención que
ya en los templos griegos existían descifradores de los oráculos divinos,
llamados «exegetas».2 Sin embargo, parece improbable que el evangelista
lo haya tomado de esta fuente por cuanto Jesús no explica un oráculo di‐
vino sino que Él mismo es la Revelación, caracterizada en última instancia
por San Juan como «verdad». Debemos entonces aclarar el sentido de esta
palabra a partir de la versión griega del Antiguo Testamento, en donde
tiene el significado de «revelar», «aclarar» (junto a los más sencillos de
«narrar» y «anunciar»)3. Lo específicamente joánico aparece cuando se re‐
conoce que Jesús, frente a Moisés, con quien se había instaurado la ley, ha
traído la unidad de «gracia y verdad» y las ha «explicado» y «revelado»
como el Hijo que conoce al Padre, superando aquella frase de que «a Dios
nadie le ha visto». Esto supone que para San Juan el acto de la revelación
es idéntico a su contenido: el Hijo hecho hombre aclara como tal (con su

Edición digital: © Saint John Publications, 2024 | Para citar o compartir la publicación, utilizar
el enlace https://doi.org/10.56154/wh | Retomado de: Communio Revista Católica Internacional
8 (Madrid, 1986), 7–12 | Traducción: Javier Prades | La publicación se distribuye gratuitamen‐
te y puede ser compartida libremente sin ánimo de lucro (detalles en el aviso legal de la página
balthasarspeyr.org).

© Saint John Publications 1 balthasarspeyr.org


ser y su hacer) la esencia del Padre, de manera que puede decir de sí mis‐
mo: «El que me ha visto a mí (en lo que soy y en lo que hago) ha visto al
Padre» (Jn 14,9).
Si la expresión «revelación» se entiende como un hacer patente o acla‐
rar, también comporta el sentido de hacer comprensible e interpretar, por
lo que esta apertura del Inaccesible es, al mismo tiempo, la acción de una
Libertad más perfecta y plena de gracia; «gracia y verdad» no se yuxtapo‐
nen sin más, sino que constituyen una unidad inseparable…4 Jesús no es
en absoluto una introducción teórica a la esencia del Padre. En la Biblia,
en tanto que revelación de Dios, no hay ninguna «verdad teórica», sino
que más bien, al igual que Jesús es intérprete del Padre y lo revela actuan‐
do, nos encontramos con la acogida inteligible de su manifestación como
acción, esto es, como susceptible de seguimiento, lo cual es una gracia y
muestra el aspecto gratuito de la revelación. La expresión teología signifi‐
ca originariamente que, en su Logos, Dios mismo se pronuncia en gracia y
que nosotros podemos comprender, seguir, considerar y aprehender en
palabras y conceptos humanos esta manifestación divina en el hombre Je‐
sús, no solo debido a su inteligibilidad sino también debido a la mediación
de la gracia divina (el Espíritu Santo).
De momento nos basta con tomar la teología en su primer significado:
como autoexplicación de Dios en la encarnación de su Hijo. En una se‐
gunda parte tomaremos en consideración el hecho de que la acogida de
esta explicación en el hombre presupone «que el amor de Dios ha sido de‐
rramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado» (Rm 5,5). Así queda claro de múltiples modos, para anticiparlo, que
para el hombre es posible una verdadera comprensión del Dios que se ex‐
plica a sí mismo sin que por ello se pierda el carácter misterioso de Dios,
o, viceversa, que el permanente carácter misterioso de Dios no impide
una verdadera comprensión por parte del hombre. Las razones son varias:
la primera se encuentra en la esencia de Cristo que al ser verdadero hom‐
bre nos puede hacer comprensible a Dios mediante palabras, gestos, accio‐
nes e incluso sufrimientos. Con ello siempre nos muestra, simultánea‐
mente, por ser Hijo de Dios, algo superabundante que transforma nuestra
incipiente comprensión en un movimiento incesante hacia una concep‐
ción más profunda. La segunda razón es que el Espíritu Santo, que nos es
regalado para poder comprender, no se adecua sencillamente con nuestro

© Saint John Publications 2 balthasarspeyr.org


espíritu creado y finito, sino que, aunque lo ilumina con su luz divina,
siempre nos introduce en realidades más profundas de las que podemos
comprender cuando nos abandonamos confiados en el Dios que se revela.
En tercer lugar, aquello que el Hijo nos revela del Padre es el amor infini‐
to y dispuesto a cualquier sacrificio del propio Padre («que tanto amó al
mundo que dio a su Hijo único» Jn 3,16), es una realidad eternamente in‐
abarcable en conceptos, y así Pablo, con una expresión paradójicamente
exacta, nos puede pedir que «conozcamos el amor que excede a todo co‐
nocimiento» Ef 3,19, que el Dios trino nos ha destinado en Cristo. Cual‐
quier concepción del Dios que se explica a sí mismo se presenta con un
autodesbordamiento inagotable que, según San Gregorio de Nisa, ni si‐
quiera cesará en la visión eterna.
¿Cómo se revela entonces Dios en Cristo? Descompongamos la simpli‐
cidad de la respuesta en tres partes. En primer lugar, por la encarnación y
la vida humana del Hijo. A través de ellas la «gracia y la verdad» entraron
en nuestra oscura morada: «la luz brilló en las tinieblas». La luz, que es
Dios, brilló desde Dios en nuestras tinieblas sin preocuparle de antemano
si era comprendida o no. ¿Cómo puede la sencilla vida humana de Jesús
ser revelación de Dios? Echando un vistazo al dogma encontramos dos
razones. La primera es que la persona divina del Hijo debe ser plenamente
capaz de traducir su propio ser divino al lenguaje de la vida humana. Por‐
que el Hijo, que es teomorfo, se hace con toda verdad antropomorfo. Al
ser un niño es dependiente de los hombres, especialmente de su madre, y
Dios quiere hacerse «dependiente» de los hombres en la Alianza. El niño
crece y elige sentirse como en casa cuando visita el Templo, que es la casa
de Dios; con Él también Dios habita en el templo terrenal. Jesús se cansará
como un hombre, se irritará, los hombres le serán fastidiosos, y finalmente
llorará por Jerusalén. Todo esto ya había sido expresado por Dios en el
Antiguo Testamento, se llega a sentir tan cansado y fastidiado por una
Alianza siempre quebrantada que llega a prohibir a Jeremías la oración por
el pueblo: ¡demasiado tarde! Su ira se puede encender terriblemente, aún
siendo una forma de su amor, y en los escritos rabínicos llegará a entriste‐
cerse y llorar por Israel. Con sus actitudes enteramente humanas Jesús
presenta el corazón sensible del Padre.
Para que esto suceda hay una segunda razón: la persona divina del Hijo,
como tal, ya es desde la eternidad autopronunciación y autorrevelación

© Saint John Publications 3 balthasarspeyr.org


del Padre. Por ello Jesús en su naturaleza humana no manifiesta tanto su
propia naturaleza divina cuanto la del Padre, del que es continua referen‐
cia como hombre y como Dios. Todos los episodios del Evangelio mues‐
tran que Jesús es revelador explícito en su vida pública como maestro
(mediante la Palabra y los milagros). Él enseña a los hombres cómo es
realmente Dios y, siendo también él un hombre, les enseña sorprendente‐
mente a imitar a ese Dios. Todo el Sermón de la Montaña no es otra cosa.
¿Cómo podría ser capaz el hombre, pequeño y frágil, de tomar como mo‐
delo al Dios eterno e infinito? Porque el hombre fue creado desde el prin‐
cipio a imagen de Dios y Jesús, enlazando con esta imagen, la prolonga en
sí mismo hasta convertirla en modelo. Nos lo muestra en el amor a los
enemigos, en la recomendación de poner la otra mejilla y en la de perdo‐
nar porque Dios ya nos ha perdonado. Jesús no es solo el intérprete de
Dios sino también del hombre al mismo tiempo: al proyectar la luz del
modelo sobre la imagen da al hombre su verdad y aspiración plenas.
Pero la más perfecta explicación del Padre no se alcanza sino en el últi‐
mo episodio de la vida terrena de Jesús: la Pasión. La vida pública fue un
fracaso al igual que cada nuevo intento de Yahvé con Israel lo era tam‐
bién: hasta el destierro y, tras él, la deformación de la fe de Abraham en
una religión legalista, autosatisfecha, farisaica y política. Entonces Dios
dice su última palabra: su Hijo, que es su Palabra, asume en el sufrimiento
el lugar de los que niegan («se hizo pecado») (2 Co 5,21) y lo soporta hasta
la muerte, hasta el inexplicable abandono de Dios («¿por qué?»), hasta la
experiencia del Seol sin esperanza, tal y como lo dibujan los salmos («con‐
ducido al infierno»). En el momento en que se desgranan las palabras de
Jesús en la cruz, el Padre pronuncia su palabra más sonora y definitiva:
«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16). Una
palabra que, a los ojos humanos, solo sería silencio y perdición, pero que,
según nos muestra San Juan, es la última glorificación del amor de Dios.
Únicamente la cruz puede ser la última exégesis de Dios, quien en ella, y
de una vez por todas, se muestra como amor. Si alguien se aleja un solo
paso de esta autoexplicación ya no es cristiano, no ha entendido la auto‐
explicación de Dios, como nos dice continuamente la 1a Carta de San
Juan.
No se subrayará suficientemente que esta exégesis de Dios no tiene
analogía alguna en el mundo de las religiones. Él explica su núcleo más

© Saint John Publications 4 balthasarspeyr.org


profundo en el sufrimiento ⁠–⁠más aún, en un sufrimiento que asume vo‐
luntariamente la culpa ajena⁠–⁠ mientras que todos los demás caminos
abiertos por los hombres hacia Dios son para la superación del sufrimien‐
to, la búsqueda de una «vida bienaventurada», la protección contra los pe‐
ligros de la vida. Todo muy razonable. Típicas representaciones humanas
en las que se encuentra sabiduría. Pero la autoexplicación de Dios es en su
«necedad más sabia que la sabiduría de los hombres» (1 Co 1,25).
A través de Jesús, Hijo del Padre, se puede sondear la profundidad del
amor de Dios, cuya fuente originaria es el Padre: el corazón traspasado
por la muerte se abre en una herida que penetra hasta el centro mismo de
la Trinidad, según nos dice Claudel5.

2. El Espíritu como intérprete

¿Comprenden los hombres esta autoexplicación? El Evangelio nos dice


terminantemente que no, hasta que el Espíritu Santo no sea enviado y se
sumerja en los corazones. Ni los judíos comprendieron (tampoco quisie‐
ron comprender lo manifestado) ni tampoco los discípulos, cuya incapaci‐
dad para entender se reafirma tres veces en el mismo lugar: «Ellos nada de
esto comprendieron, estas palabras les quedaban ocultas y no entendían lo
que decía» (Lc 18,34). Traicionan, reniegan y huyen ante la cruz; los discí‐
pulos de Emaús «habían esperado», pero ahora están decepcionados; los
discípulos no creen en el anuncio de la resurrección, de manera que el Se‐
ñor debe reprochárselo el día de Pascua (Mc 16,14). Aún no había llegado
el Espíritu. Él, que había cubierto a María con su sombra, que era también
el artífice de la primera explicación de Dios en Cristo, al que había pro‐
visto del espíritu de misión en el Bautismo y siempre lo había conducido
y «empujado», y debía finalmente ser «expirado» por el crucificado hacia
el Padre para que el resucitado pudiera inspirarlo en la Iglesia desde el
Padre.
El Espíritu no es una segunda explicación de Dios, sino la plenificación
de la primera y única, porque «no hablará por su cuenta sino que recibirá
de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío,
por eso he dicho: recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros»
(Jn 16,13-15). No se podía expresar más claramente la unidad de la auto-

© Saint John Publications 5 balthasarspeyr.org


explicación de Dios que queda también manifiesta al comprobar que
cuando el Espíritu oculto en el corazón de los creyentes clama «Abba, Pa‐
dre», este grito no es sino la llamada del Hijo al Padre.
Sin lugar a dudas la introducción del Espíritu en la «verdad plena» es un
proceso inagotable, sin conclusión posible en la tierra y dentro de la histo‐
ria. Para que este proceso no se agote en lo informe, se debe llevar a cabo
en el interior de determinadas estructuras bien definidas, que se corres‐
pondan con la encarnación de la palabra en la estructura corporal y espiri‐
tual de un hombre. Siempre se podrá reconocer la tendencia fundamental
de este verdadero espíritu de explicación en su permanente encarnabili‐
dad. Ella modela la imagen y la esencia de Jesús en los creyentes. No huye
nunca del cuerpo ni del mundo, como hacen otras tendencias religiosas.
Por eso, esta tendencia fundamental del espíritu de misión no se traduce
en una difuminación de las fronteras entre la autoexplicación de Dios en
el mundo y el carácter específico de las estructuras a-religiosas del mun‐
do: cuando Jesús nos da su paz, «no como la da el mundo» (Jn 14,27), aún
subsiste la distinción, tanto cuando desde la paz cristiana se promueve o
incluso se alcanza una paz terrena, como cuando desde la libertad cristiana
se pudiera promover o incluso realizar una liberación terrena.
La explicación del Espíritu se verifica en el interior de estructuras cons‐
truidas y protegidas por él: la Iglesia con la Sagrada Escritura y la Tradi‐
ción a ella perteneciente, y con su distinción entre «pastor» y «rebaño».
Estos elementos son el presupuesto de una explicación del Espíritu viva y
siempre en movimiento, cuyas manifestaciones serán, por ejemplo, la vi‐
sión profunda siempre renovada de los santos; la purificación creciente de
lo genuinamente cristiano, eliminando ingredientes extraños; al mismo
tiempo la inserción profunda de este bien ya purificado en la pluriformi‐
dad de culturas y tradiciones (cf. el milagro de las lenguas en Pentecostés
donde todos los pueblos comprenden el mismo contenido y cada uno en
su idioma); el testimonio vivo de los cristianos hasta el martirio, que Jesús
les había predicho; la oración cada vez más profunda por la que el indivi‐
duo se puede sumergir de nuevo y con originalidad en la versión de Dios
dada en Cristo; los desarrollos siempre nuevos de la teología cristiana, que
intenta penetrar el misterio insondable de la entrega abierta de la Trinidad
al mundo. Los aspectos de la explicación del Espíritu son interminables, y
como el Espíritu está presente siempre nuevo y también Jesús permanece

© Saint John Publications 6 balthasarspeyr.org


con nosotros «todos los días hasta el fin del mundo», no hay ningún peli‐
gro de que la corriente se seque y se hunda en el pasado de la Historia lo
absolutamente actual.
Sería absurdo, según lo dicho, querer descomponer en fases la autoex‐
plicación una del Dios trino, como si hubiera primero una época del Pa‐
dre (ya fuese el mundo de la creación o el del Antiguo Testamento), des‐
pués una del Hijo (desde la encarnación ¿hasta cuándo?) y finalmente otra
del Espíritu (que a más tardar empezaría con la encarnación de Cristo y
que de ninguna manera ⁠–⁠de acuerdo con Joaquín⁠–⁠ puede ser aplazada al
futuro). Esta división en fases, siempre reemprendida dentro o fuera de la
ortodoxia, no es posible porque Dios siempre es uno en sus tres hipóstasis
y por eso sólo se puede explicar a sí mismo como el uno.
Los Padres de la Iglesia vieron siempre la Trinidad de Dios en el primer
versículo del Génesis: en el principio Dios Padre dice su palabra y su espí‐
ritu sobrevuela el caos. Y toda la creación porta, con distinta precisión, la
imagen del Dios trino. En la Antigua Alianza, Dios habla de «múltiples
maneras» por su palabra, y su espíritu «ha hablado por los profetas». En la
Encarnación, realizada por el Espíritu, el Hijo revela al Padre en el Espíri‐
tu Santo. En el tiempo de la Iglesia el Espíritu no explica nada al mundo
sino el amor entre el Padre y el Hijo hecho visible en Cristo. El Espíritu
es al mismo tiempo subjetivamente el amor mismo que se nos regala y
objetivamente su testificación ante el mundo. Por eso no se dan propia‐
mente fases, sino un crescendo de la única luz divina, que es siempre la
misma luz del amor necesariamente trino, aunque todavía no se le reco‐
nozca o se le reconozca sólo al final.
Si Dios no se explicase a sí mismo, entonces el hombre, que tiene cono‐
cimiento cierto de su creaturalidad y, a través de ella, de la existencia de
un Señor que es su origen y su fin (DS 3004), nunca podría reconocer lo
que es el «interior de Dios». Eso lo escudriña sólo el Espíritu de Dios. Pero
este Espíritu se nos da para que «conozcamos las gracias que Dios nos ha
otorgado, de las cuales hablamos no con palabras aprendidas de la sabidu‐
ría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espiritua‐
les en términos espirituales» (1 Co 2,10-13). ◼

© Saint John Publications 7 balthasarspeyr.org


Notas
1. La verité dans Saint Jean I-II (Analecta biblica 73-74. Roma 1977). 213-229. Se la‐
menta en la nota 283 de que autores anteriores hayan estudiado demasiado superfi‐
cialmente el sentido de esta palabra.
2. Ibid. pág. 217 con abundantes ejemplos. Eran elegidos o por Apolo de Delfos para
distribuir informaciones sobre los oráculos, las purificaciones, los períodos, etc., o
por el pueblo para dar aclaraciones sobre las costumbres tradicionales.
3. Ejemplos, ibid. págs. 220-226.
4. Constituyen una endíadis: ibid. 139 y nota 53.
5. Himno al Sagrado Corazón en: Corona Benignitatis Anni Dei.

© Saint John Publications 8 balthasarspeyr.org

También podría gustarte