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Sakaiya, Taichi, “¿Qué Cambios se Están Produciendo Hoy? ¿Qué Significa ‘Posmoderno’?

“, en
Historia del Futuro: La Sociedad del Conocimiento, Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello,
1997, 280p.

Aunque me he embarcado en una prolongada exposición sobre la cultura medieval y sus


características, mi propósito —insisto— no era explicar la Edad Media. En cambio, deseaba señalar
que por momentos han prevalecido culturas basadas en conceptos muy diferentes de los que han
guiado las civilizaciones modernas y que el fenómeno no ha afectado a un mero puñado de
personas en una región particular o un punto determinado del tiempo, sino al mundo entero y
durante muchos siglos.

Más aún, las épocas en cuestión no eran necesariamente momentos en que el hombre, sin haber
conocido jamás las bendiciones de la riqueza material y la tecnología científica, abrazara creencias
opuestas por mera ignorancia o primitivismo atávico. Los valores de la cultura material fueron
creados por hombres de culturas antiguas que se apoyaban en el medio de producción que
denominamos esclavitud, el cual, imponiendo estrictos límites a algunos seres humanos, brindó a
esas culturas una relativa abundancia de cosas materiales. Si estos hombres optaron por otro
conjunto de valores, ello no fue resultado de la coerción ni de la represión ejercida por algunos
fanáticos o sus gobernantes. En cambio, la mayoría de los hombres de entonces, percibiendo estos
nuevos valores como superiores a los de la civilización antigua, como una forma de progreso que
prometía más satisfacción y felicidad, los abrazaron y perpetuaron mediante formas de diligencia y
devoción destinadas a mantener esta existencia superior.

Ello sugiere que el hombre moderno aún podría llegar a una etapa donde una estética y una ética
diferentes condujeran a una sociedad con nuevos paradigmas. Y esto no parece aguardarnos en un
futuro lejano, sino estar a la vuelta de la esquina, pues ya podemos atisbar una transformación
semejante en los cambios que suceden hoy, en los años ochenta y noventa. Los “factores
disgregadores“que indican una inminente transformación social —cambios de población, recursos
y tecnología— ya comienzan a obrar de un modo que evoca los sucesos del final de la época
antigua.

En el capítulo anterior mencioné que los cambios en la ética y la estética se manifiestan en el


dominio del arte, donde la aptitud individual es lo único que se requiere para la ejecución. Este
fenómeno no es exclusivo de Occidente. Las dinastías protomodernas Tang y Song fueron
precedidas por un resurgimiento de la representación realista en las bellas artes. Hallamos indicios
de esta tendencia en ciertas pinturas realistas como las representaciones tricolores de los
discípulos de Buda o las esculturas de madera de Kannon (diosa de la misericordia), que datan de
la era Tang tardía o de la época de las Cinco Dinastías que la sucedieron Guo Xi, un artista de la era
Song, declaró repetidamente —en su libro Enseñanzas de las montañas y las aguas— que un
artista debía observar y estudiar la naturaleza desde todos los ángulos.

Volviendo al campo de las bellas artes contemporáneas, vemos que la representación realista se
volvió obsoleta a fines del siglo diecinueve y que desde entonces la corriente principal abarca a
artistas que trabajan en modalidades impresionistas o abstractas. Aunque existe una escuela de
artistas que se autodenominan hiperrealistas y pintan cuadros que semejan gigantescas
fotografías, la abrumadora mayoría de las obras de arte actuales pone énfasis en la convicción
subjetiva con que el artista modela o compone. A medida que las pinturas de estos artistas han ido
ganando reconocimiento social, se ha constituido lo que bien podríamos calificar como una forma
de subjetividad social entre los miembros de la comunidad artística, una especie de intuición social
o conjuntos de percepciones comunes acerca de la realidad.

En cuanto a los artistas, ha perdido vigencia desde hace casi un siglo, el racionalismo materialista
que procura expresar las cosas objetivamente mediante la observación de la materia tal cual se
presenta.

Durante mucho tiempo este rechazo del racionalismo material se limitó al mundo de las bellas
artes. En otros dominios de la actividad artística —sobre todo en los más entrelazados con la
economía industrial, como la arquitectura y el diseño—, continuó predominando el racionalismo,
con su búsqueda de mayor confort sensual y conveniencia dinámica. Los arquitectos buscaban el
confort del “control climático“de todo el año en edificios que evitaban exquisiteces ornamentales
proclamando que la “forma es la función“; las tendencias de la indumentaria, por otra parte,
enfatizaban la soltura de movimientos, la duración y la comodidad. En el campo del diseño
industrial, la “ingeniería humana“ponía en primer plano la funcionalidad, con una iluminación que
diera máxima claridad a las cosas. Hasta los peinados se volvieron más cortos y sencillos y el corte
a cepillo de los soldados y los atletas gozó de una moda simbólica; incluso los peinados femeninos
eran más informales, sencillos y fáciles de mantener. En todos estos campos, podíamos apreciar el
racionalismo de la sociedad industrial con su énfasis en la funcionalidad y la eficiencia.

Pero a fines de los sesenta se produjo una drástica inversión de rumbo, encarnada en la
“revolución cultural" que desataron Mary Quant y los Beatles. Súbitamente la indumentaria
comenzó a regirse por una forma de subjetividad social que, aunque también fuera producto de la
moda, ya no se regía por los criterios industriales del confort y la sencillez y muchos hombres
empezaron a usar cabello muy largo, sin reparar en la incomodidad ni en el desaliño, pues la
pulcritud significaba menos que lucir bien en el consenso subjetivo de sus pares.

Las modas se mueven con una celeridad increíble, al extremo de que las melodías de los Beatles y
las minifaldas de Mary Quant han alcanzado el prestigio de clásicos. La tendencia que ellos
iniciaron —la subjetividad social a expensas de la funcionalidad y la eficiencia— se refuerza con el
paso del tiempo. Los atuendos abolsados y peinados estrafalarios que han desfilado desde
entonces evocan las túnicas y las cabezas rapadas de los sacerdotes medievales, en su suprema
indiferencia a la comodidad corporal y la soltura de movimientos. Tal vez estas modas
extravagantes no duren para siempre, pero la tendencia contra la funcionalidad y la eficiencia ha
continuado durante más de veinte años y da la impresión de que será un rasgo persistente
durante largo tiempo.

El campo arquitectónico, mucho más entrelazado con la industria, presentó mayor resistencia ante
ese embate contra la funcionalidad y la eficiencia. A fin de cuentas, una expresión arquitectónica
requiere la inversión de una gran suma de dinero y los edificios se construyen según la premisa de
que la gente común los usará continuamente y mucho tiempo. Además, la decisión de construir se
toma bajo la influencia de inversionistas de cierta edad y bajo estrictas restricciones legales, así
que es inevitable que predomine el conservadurismo. La arquitectura de principios de la época
medieval e inicios de la era moderna, aunque muy sensible a los cambios tecnológicos en los
aspectos de ingeniería, mantuvo una apariencia conservadora.

La arquitectura misma ha presenciado importantes cambios. En 1980 ocurrió el punto de inflexión.


Declinó el modernismo, con su énfasis en el confort y la conveniencia y los arquitectos
comenzaron a diseñar el exterior de los edificios con miras a expresar sus convicciones. El diseño
de “caja de vidrio”, que llevó el austero funcionalismo de la Bauhaus de los años veinte a su
extremo, hoy ha pasado de moda y vemos estilos que destacan ciertos elementos de la pared,
como ventanas pequeñas o revestimientos con tejas de ladrillo o piedra. Hoy no resulta inusual
que se agreguen adornos suplementarios a un edificio o se realicen esfuerzos para incorporar los
cambios de temperatura externos al ámbito interno. Vemos manifestaciones de esta tendencia en
el reconocimiento mundial que se otorga a arquitectos como Michael Graves, Hans Hollein, Tadao
Ando y Arata lsozaki.

Las tendencias culturales que acabo de señalar se suelen describir como posmodernas. El hecho
de que la naturaleza del movimiento sólo se pueda plantear en términos negativos —como la
cultura venidera, la sucesora de la cultura propia de la sociedad industrial moderna— sugiere su
estado de inmadurez, su incapacidad para plantarse sobre terreno firme. En otras palabras, el
posmodernismo aún avanza a tientas. Sin embargo, lo cierto es que se abandona la obstinada
búsqueda de funcionalidad y eficiencia que caracterizaron la sociedad industrial moderna.

Sea lo que fuere el posmodernismo, no será una extensión directa de la estética de la sociedad
industrial moderna. Y hay más todavía: esta renuncia al espíritu racionalista, que comenzó en las
bellas artes a fines del siglo diecinueve, ha tardado sólo un siglo en manifestarse en la cultura
popular, el diseño y la arquitectura. Los cambios que deriven de esta apropiación tendrán
profundos efectos en la economía industrial. El mercado de las bellas artes del Japón abarca a lo
sumo cuatro o cinco mil millones de dólares, pero las actividades industriales relacionadas con la
cultura popular, el diseño y la arquitectura constituyen un gran negocio que abarca una respetable
proporción del PBN.

Ello también significa que no todo cambiará de inmediato en estas áreas. No encuentro datos de
encuestas sobre la cantidad de personas que usan trajes estrafalarios ni peinados estrambóticos y
quizá el conjunto sólo sume un escaso porcentaje de la sociedad. La proporción de precursores
que sigue una moda emergente es siempre pequeña.

En consecuencia, quizás el futuro próximo nos depare un nuevo cambio de rumbo que conduzca a
una resurrección del funcionalismo y una búsqueda de la eficiencia típica de la sociedad industrial.
Estos valores aún están muy arraigados entre la gente mayor y los administradores. En Japón, los
burócratas y profesores del Ministerio del caso han implementado una forma despersonalizada y
uniforme de educación que es epítome de la sociedad industrial, e insisten en marginar a los
estudiantes que profesan una perspectiva posmoderna.
La realidad de la cultura, sin embargo, se aleja cada vez más de la funcionalidad y la eficiencia y
muchas manifestaciones que hace una década eran chocantes son hoy lugares comunes. Además,
los cambios en el mundo industrial refuerzan estas tendencias.

Hallamos pruebas de ello en el reciente revival de la religión. El interés en ella está cundiendo
entre los jóvenes de los Estados Unidos, Europa, la ex Unión Soviética y China. Vale la pena
destacar las actividades de los “televangelistas“ norteamericanos, que en muchos sentidos están
indicando cómo operará la religión en una sociedad que avanza con rapidez hacia la era de la
información.

Y aún más notable es la difusión de sectas religiosas que se originaron en países como India o
Corea. Este fenómeno guarda una estrecha semejanza con el que presenciamos a fines de la época
antigua, cuando las religiones de las regiones periféricas y menos avanzadas se propagaron en
Roma y la China continental. Más aún, la creciente marea de fundamentalismo islámico se puede
ver como un desafío cultural de las naciones en desarrollo ante las pautas de la sociedad industrial
moderna. Aún no podemos juzgar si este fermento religioso está relacionado con el gusto y la
ética posmodernas, pero sin duda lo podemos describir como una expresión de escepticismo hacia
el espíritu racionalista de la modernidad.

El impacto de los cambios demográficos y el reconocimiento de la limitación de los recursos

¿Qué hay bajo este antirracionalismo que se inició en las bellas artes y ha terminado por afectar la
cultura popular, el diseño y la arquitectura con el nombre de posmodernismo? ¿Qué papel han
desempeñado los “factores disgregadores”?

El primer factor que afectó a la humanidad ha sido el tema de los recursos o, por situar el
problema en un contexto más amplio, el medio ambiente. Aquí no nos importan tanto las
condiciones reales sino el modo en que se las percibe, el efecto que tienen sobre el impulso
empático. Los europeos que son los más sensibles —es decir, los más pesimistas—, comenzaron a
pensar en los límites de los recursos mundiales cuando se agotaron las zonas ignotas en el mapa
del mundo, situación que se alcanzó a fines del siglo diecinueve. En esos tiempos, cuando las
nociones de dominio territorial aún se definían en términos espaciales, el hecho de que ya no
quedaran tierras “incivilizadas” por anexar y ocupar estaba señalando los límites de la expansión
imperialista: la frontera había desaparecido. Esto provocó una enconada lucha por las colonias
entre las potencias occidentales y hasta puede decirse que provocó la Primera Guerra Mundial.
Fue precisamente en este momento cuando las bellas artes abandonaron la representación
realista para volcarse al impresionismo, el expresionismo y las formas abstractas.

Pero en realidad quedaban muchas fronteras y la provisión de recursos continuó creciendo. Más
aún: el crecimiento de la población mundial era mayor en las zonas donde había alimentos
suficientes. Esta situación era auspiciosa para la salud de la sociedad industrial, hasta que la
depresión mundial de los años treinta asestó un golpe todavía más contundente.
Hasta hoy no existen teorías, universalmente aceptadas, de las causas de la depresión; pero es
muy probable que los desequilibrios en la oferta —precipitados por los estragos de las fuerzas
climáticas en las tierras agrícolas del Medio Oeste americano y la elevación del costo de los
recursos en Europa— hayan influido bastante. Lo cierto es que muchos tuvieron la sensación de
que el “nuevo mundo paradisíaco”, con su promesa de libertad, había desaparecido. En la novela
Las Uvas de la Ira, las tormentas de polvo expulsan a los granjeros de sus tierras y John Steinbeck
declara que Estados Unidos ya no es una zona de vastos espacios abiertos. Y en la mayoría de los
campos artísticos de la época —literatura, drama, cine, diseño— la reacción contra el racionalismo
y el industrialismo cobró cada vez más fuerza. Tanto Hitler como los burócratas que dominaban el
Japón de los años treinta condenaron dichas expresiones artísticas como decadentes; al parecer
estos miembros de la elite japonesa se consideraban paladines de la sociedad industrial, aunque
hallamos un sinfín de contradicciones en sus planteamientos.

Sin embargo, el reconocimiento intenso y difundido de que los recursos son limitados sólo cobró
arraigo en plena década del setenta, después de la fase global de alto crecimiento que siguió a la
Segunda Guerra Mundial. Las cuestiones que despertaron esta conciencia acerca de los límites del
crecimiento, se relacionaban más con el medio ambiente que con los recursos y la presencia del
smog y la polución desempeñaban un papel decisivo. La “revolución cultural” de los años sesenta y
setenta pertenece al mismo período.

El primer informe del Club de Roma, Los límites del crecimiento, publicado en 1970, sostiene que
los daños causados por la polución (que al fin se reconoce como un problema importante) no se
limitarían a ciertas zonas sino que tendrían importantes repercusiones en todo el planeta; y la
crisis petrolera que se produjo poco después otorgó enorme credibilidad a los argumentos del
informe.

Aún así, la opinión pública aún no captaba la gravedad de la situación. Se consideró que la crisis
petrolera era un fenómeno extemporáneo, producto de los tejemanejes de los políticos y los
magnates del petróleo y que la incompetencia había agravado la situación. La nueva crisis
petrolera de 1979 dio por tierra con ese optimismo.

Si el impacto de las dos crisis petroleras permitió comprender que los recursos son limitados, la
proliferación de refugiados asiáticos y africanos hizo que la opinión pública entendiera las graves
consecuencias de los cambios demográficos.

Hasta entonces el concepto de una inminente “explosión demográfica” sólo inquietaba a la


intelligentsia. Cuando gran cantidad de “gente de los barcos” comenzó a abandonar el sureste
asiático, después que los vietnamitas invadieron Camboya en 1979, muchos aprendieron que las
fronteras políticas no son líneas absolutas de demarcación y que no pueden constituir líneas
defensivas contra una marea de refugiados que merece compasión.

Varios dictadores y pueblos pobres de todo el mundo repitieron luego la situación de Vietnam.
Cuba había impedido la salida de refugiados desde su revolución comunista, pero en los años
ochenta lanzó abiertamente gran cantidad de ellos a los Estados Unidos. En los últimos años, la
cantidad de inmigrantes ilegales que han ingresado en Estados Unidos desde México se estima en
doce millones, ocho de los cuales se han instalado sin ser descubiertos. En cuanto a las víctimas de
la hambruna y la sequía de Etiopía y los países del Sahara, no hubo resistencia cuando se
desplazaron a otros países.

Estos movimientos masivos de población indican que quizás esté dejando de ser útil, a pesar de
todas las apariencias, el concepto de estado nacionalista que ha prevalecido desde fines de la
Primera Guerra Mundial. Ciertos países que supuestamente representaban una comunidad de
individuos unidos por lazos étnicos o culturales ya no titubean en expulsar habitantes por motivos
ideológicos (y hasta económicos). Si la nación-estado moderna, o estado racial, surgió de una
sociedad industrial que divide a la humanidad en categorías funcionales —rasgos físicos o
idiomas— el posible colapso del concepto de la nación-estado puede constituir un elemento
decisivo en el ocaso de la sociedad industrial que lo concibió.

Saciedad de bienes materiales y demanda de valores no cuantificables

A medida que los temas ambientales y los refugiados llamaban la atención, también han ido
surgiendo cambios en los procesos de pensamiento de los habitantes de los países avanzados. Uno
de esos cambios ha sido la creciente saciedad de bienes materiales, que ha generado una
añoranza de “riquezas espirituales” y de mejor “calidad de vida”.

“Ya tengo suficientes cosas. Ahora necesito dar mayor libertad a mi corazón”. “No necesito más
cantidad, sino más calidad”. La rápida difusión de estas ideas comenzó a fines de los años setenta
y continuó en los años ochenta en los Estados Unidos, Europa y Japón.

Se debe admitir que, desde la Edad Media, estas críticas siempre han contado con voceros y que
han constituido el lema de las actividades ambientalistas desde que se fundó el movimiento. La
pregunta “¿Qué es mejor, un bistec o claros cielos azules?” sugiere que quienes claman contra la
contaminación en cierto sentido sólo demandan “bienes”, es decir, aire puro, arroyos cristalinos y
un sosegado espacio residencial. En otras palabras, “cosas” que se pueden cuantificar en unidades
como PPM (partes por millón) o decibeles (unidades de ruido). En esa medida, por mucho que los
activistas del ambientalismo destaquen los principios, en contraste con la economía convencional,
el problema sigue perteneciendo a una rama de la distribución de los recursos. La polución
atmosférica y la contaminación del agua no son problemas que inevitablemente deban agravarse
por culpa de la producción de bienes materiales o de un nivel más alto de consumo, pues estos
problemas pueden prevenirse equipando las plantas con dispositivos apropiados. Por ejemplo, a
pesar de la considerable expansión en el volumen de producción y consumo de los años setenta
Japón ha logrado reducir la polución atmosférica y la contaminación del agua.

No obstante, algunas ideas que se difundieron desde fines de la década del setenta y
especialmente desde 1980, conciernen a nuestra saciedad de bienes materiales y no son meros
movimientos para alentar la conservación o la restricción con el propósito de impedir la polución.
Lo que se busca ahora no se puede medir en unidades cuantitativas. Preocupaciones tales como la
gratificación, la elegancia y la satisfacción sicológica son imposibles de cuantificar.
Muchos dicen que la gente reacciona así por exceso de satisfacción. Yo tengo mis dudas. La ley de
utilidad decreciente (según la cual los consumidores atribuyen menos valor a un ítem a medida
que crece la oferta de dicho ítem) está reconocida hace tiempo. Pero me resulta inconcebible que
tantas personas de tantos países, con diversos niveles de desarrollo económico y diversa cantidad
de activos, llegaran simultáneamente a semejante nivel de saciedad entre fines de los años
setenta y principios de los ochenta. De hecho, no fue un período de rápido aumento del consumo
material, sino de estancamiento del consumo a causa de una recesión.

Esos cambios en los deseos de la gente no se pueden considerar la consecuencia de un incremento


en la oferta y el consumo de bienes materiales, sino que se deben situar en el contexto de un
cambio ético y esté-tico. Detrás de este cambio está el impacto de la información que recibe la
gente sobre el medio ambiente y los refugiados —una información que subraya que nuestro
planeta no es tan inmenso, que el suministro de recursos es finito— y estas percepciones por
cierto afectarán los valores emergentes.

Mientras trabajaba en este libro a mediados de los años ochenta, la perspectiva internacional
parecía apuntar a una superabundancia de recursos y productos agrícolas. Limitando nuestra
perspectiva a un equilibrio de corto plazo entre la oferta y la demanda, podríamos considerar que
el presente es una época de excesos inauditos. Pero la sensación de que los recursos son finitos ha
cobrado arraigo y no se disipará. Cuando enfocamos las transformaciones de las civilizaciones
desde la perspectiva de la historia mundial, lo que importa no es la realidad que existe en puntos
específicos del tiempo, sino el modo como el cuadro general de recursos y la situación ambiental
obligan a que el impulso empático del hombre influya en la formación de conceptos nuevos.

La innovación tecnológica crea un superávit de tiempo

¿Y qué hay de ese otro elemento “disgregador“, la tecnología? ¿Qué ganará la sociedad con los
productos que se crean a partir de un nuevo progreso tecnológico que procura diversificar,
conservar recursos e incorporar conocimiento?

Los tres campos tecnológicos que tendrán mayor desarrollo, a juicio de la mayoría, son la
electrónica, la sintética (creación de nuevos materiales) y la biotecnología.

Pero los pronósticos sobre el progreso tecnológico rara vez son precisos y las encuestas de los
expertos y los métodos Delphi que se han utilizado en el pasado —sondeos y cotejos con
opiniones autorizadas— han revelado grandes desaciertos cuando se examinaron al cabo de
veinte o treinta años. Existe pues la posibilidad de que nazcan arrolladoras tecnologías nuevas en
áreas totalmente distintas de las esperadas, mientras que las tres áreas mencionadas quizá no
aumenten tanto como pensamos ahora. Hay muchas variables tecnológicas inescrutables,
especialmente en sintética y biotecnología y aún ignoramos la conveniencia económica y la
demanda potencial de los productos resultantes. Podemos hablar con cierta certidumbre de los
avances en electrónica, que probablemente estén orientados hacia la telemática. Preguntemos,
pues, cuál será el impacto social de los avances tecnológicos en electrónica.
En rigor, existen pocos libros o especialistas que ofrezcan respuestas firmes sobre este punto. Hay
montañas de libros que elucidan tecnologías específicas o posibilidades tecnológicas. Estas
posibilidades sólo se exploran en cuanto a sus aplicaciones empresariales —cómo mejorar la
eficiencia o el ahorro energético— y desde la perspectiva de la oferta. Huelga decir que algunas de
estas aplicaciones empresariales incluyen pronósticos sobre el uso de productos en la vida
cotidiana —cómo trabajar en el hogar o hacer compras desde la casa— pero sólo se presentan
como “aplicaciones potenciales”, y la afirmación de que cobrarán popularidad (o se concretarán
socialmente) no resulta muy convincente. Si los desarrollos electrónicos no van mucho más lejos
de lo que se expone en estas presentaciones, es improbable que provoquen transformaciones
globales en la sociedad.

Examinemos la banca, por ejemplo: se dice que, desde la introducción de ordenadores en las
operaciones cotidianas, la cantidad de personal de servicios se redujo de un cuarto a un séptimo,
aunque la cantidad de técnicos y operadores de ordenadores se elevó simultáneamente. Esto
puede representar un cambio enorme para la gestión bancaria, pero para el depositante medio
sólo significa la posibilidad de depositar o retirar dinero desde cualquier sucursal o perder menos
tiempo en las filas. Otro ejemplo en electrónica es el reemplazo de las líneas telefónicas de cobre
por las de fibra óptica: para el consumidor, lo que llega por la línea sigue siendo una voz. Ello ha
llevado a que una popular revista de ciencias observe cínicamente que el impacto de los
ordenadores ha sido menor que el de las comidas preparadas.

Hasta ahora, los progresos en telemática —comunicación informática— se limitan a cambios en


los procesos mediante los cuales las compañías ofrecen bienes o servicios. Ello ha afectado tres
aspectos: se ha ahorrado energía; se han conservado recursos, se han reducido los costos de la
diversificación.

Se sabe con certeza que la informática ha generado ahorros energéticos. Lo que dio resultado en
los bancos también da resultado en los servicios de distribución. Las máquinas de expendio
automático y el control informático de inventarios son dos ejemplos. Estos progresos han inducido
a la industria de servicios a reemplazar a gran parte del personal por hardware electrónico, lo cual
según algunos contribuye a aliviar la repentina inclinación hacia las industrias de servicios en la
estructura de empleos. Como la industria de servicios, donde los ordenadores realizan muchas
funciones que antes cumplían las personas, no está creciendo tan rápidamente como los gastos de
la industria, algunos llegan a la errónea conclusión de que son exagerados los anuncios acerca del
impacto de la revolución del software en la industria.

Los ahorros en mano de obra (de “energía” en sentido lato), gracias a los equipos informáticos que
se utilizan en plantas industriales, como los robots, son aún mayores que en el sector servicios.
Muchos investigadores entienden que si los directivos no tuvieran que preocuparse por las
relaciones laborales y los problemas de personal y simplemente procedieran a delegar muchos
procesos en ordenadores, ciertas compañías lograrían una reducción inmediata del veinte o
treinta por ciento del personal. Pero al mismo tiempo, la introducción de ordenadores, robots
industriales y servicios en línea ha tenido el efecto benéfico de aumentar los niveles de empleo en
otros campos, de modo que su impacto acumulativo no es el de reducir los niveles de empleo en la
sociedad en general. Cuando se introdujeron las centralitas telefónicas automáticas, disminuyó la
cantidad de operadoras telefónicas, pero los nuevos desarrollos en las demás industrias
provocaron un aumento en las cifras de empleo. Los efectos del desarrollo tecnológico sobre los
niveles de empleo son increíblemente complejos y multifacéticos.

Los ahorros de energía (mano de obra) que se pueden atribuir directamente al desarrollo de
tecnologías informáticas aparecen claramente en las estadísticas. Aunque la economía japonesa
crecía deprisa a fines de 1983, no sólo bajaba el desempleo, sino que había un aumento y en 1985
los guarismos eran más elevados que en cualquier momento desde que se comenzó a compilar
estadísticas de desempleo en Japón (aunque la cifra, me apresuro a agregar, era de sólo el tres por
ciento).

En Occidente, donde no existe la tradición del empleo vitalicio y donde cambiar de ocupación
mientras se tiene un empleo es más problemático que en Japón, el impacto social del ahorro
energético (en el sentido amplio de la palabra) gracias a la introducción de ordenadores fue aún
más pronunciado en los años ochenta. La cantidad de desempleados se elevó rápidamente
durante la recesión del principio de esa década y en 1985 aún había tasas de desempleo de dos
dígitos hasta en naciones europeas en presunta recuperación económica y a pesar de que cada
país luchaba por obtener horarios laborales más breves.

Como cabía esperar, la tasa de desempleo declinó rápidamente en los Estados Unidos, donde en
1984 se registró una tasa de crecimiento económico del 6,8 por ciento, pero aún así, la tasa del 7,4
por ciento era mucho más elevada que a fines de los años setenta.

Los avances tecnológicos en telemática y otros aspectos de la electrónica conducen al


establecimiento de más ámbitos de trabajo, configurados en forma distinta de los asociados con la
manufacturación, pero el efecto general, a pesar de esta proliferación, es el de conservar energía
(en este contexto, mano de obra). Por eso hubo mayores tasas globales de desempleo en los años
ochenta a pesar de que los horarios laborales se acortaban en muchos países del mundo. El
esfuerzo para acortar la semana laboral quizá no haya llegado muy lejos en los Estados Unidos y el
Japón durante los años ochenta, pero el creciente nivel de educación de la juventud y la edad más
temprana de jubilación tienden a reducir el número de horas trabajadas.

En síntesis, la tecnología de las comunicaciones informáticas está creando un mundo donde habrá
mucho tiempo para el ocio. Ello influirá muchísimo no sólo sobre la vida cotidiana de la gente, sino
sobre ciertos aspectos de la demanda.

Los ordenadores ayudan a ahorrar recursos y a diversificar

La sociedad también siente el impacto de la tecnología informática en la conservación de los


recursos. La informatización no sólo contribuye a eliminar desperdicio a través de cálculos más
precisos de la cantidad de material que se utiliza en componentes estructurales; el control más
certero de partes y productos también contribuye a reducir los “inventarios invisibles” durante los
procesos de producción y distribución. Los ahorros resultantes en espacio de depósito y
kilometraje de transporte son considerables, por no mencionar el ahorro de energía (mano de
obra) y de recursos que se consigue al eliminar la necesidad de que la gente prepare facturas y
documentación.

Como señalé en el primer capítulo, un rasgo importante de la recuperación económica de los años
ochenta fue que la demanda de materia prima no creció y los precios internacionales continuaron
estancados. Los cambios en los gustos del consumidor son un factor decisivo, pero estos ahorros
en energía y mano de obra constituyen otro.

A partir de ahora, a medida que la gente se acostumbre a la miniaturización y reducción de los


precios de los ordenadores y a los avances en software, se acelerarán los ahorros en recursos y
energía.

La tercera repercusión de la tecnología informática —la reducción de costos en la diversificación


de productos— es aún más significativa y pronunciada. La diversificación revierte la tendencia
hacia el agrandamiento, la producción masiva y la estandarización, la tendencia al “mérito de
escala “que las sociedades industriales modernas han buscado desde la revolución industrial. Hace
quince años había en Japón ocho tipos estándar de recipientes de cerveza, incluyendo latas y
botellas. Ahora ese número ha ascendido a 136. La cantidad de diseños y modelos de coches y
artefactos eléctricos también ha aumentado muchísimo; hoy es posible adquirir literalmente
cientos de aparatos telefónicos. En lo que atañe a la indumentaria, los cosméticos y las revistas,
cada año aparece un sinfín de nuevas variedades.

El ordenador ha contribuido al fenómeno de la diversificación, pues permite procesar con relativa


facilidad una multitud de productos en la misma línea de producción.

Ello no significa que el costo de la diversificación se haya reducido al extremo de resultar


indiferente. Los méritos de escala no han desaparecido. Según un investigador, la proliferación de
recipientes de cerveza que hemos mencionado le elevó los costos de manufacturación y
distribución en un veinticinco por ciento a las cervecerías japonesas. En cuanto a los alimentos y la
indumentaria, el costo de la diversificación resulta mucho mayor, debido a la necesidad de
eliminar artículos que pasan de moda.

Casi todas las industrias están diversificando sus ofertas por una razón: la creciente propensión del
consumidor a escoger productos acordes con su gusto individual, aunque resulten un poco más
caros. Escoger un artículo más caro significa renunciar a comprar algo adicional con el dinero que
se habría ahorrado con la diferencia. Esta tendencia a individualizar las decisiones de compra
también podría describirse como una tendencia a seleccionar un solo artículo que concuerde con
nuestros gustos personales en vez de comprar una multitud de artículos genéricos baratos. Los
ordenadores se utilizan para bajar el costo de la diversificación a causa de esta predilección de los
consumidores. La demanda de los consumidores y los avances tecnológicos se refuerzan y alientan
mutuamente.
Significado e impacto de la diversificación

El fenómeno de la diversificación es importante: supone una inversión del concepto del mérito de
escala, que hasta hace poco más de una década se consideraba una verdad eterna de sensatez
económica.

Desde el comienzo de la sociedad industrial hasta las recientes crisis petroleras, la idea de que el
tamaño tenía ventajas inherentes se daba por sentada y se aplicaba a todo, desde buques y
aeroplanos hasta tiendas. Las estrategias de gestión empresarial apuntaban a la producción
masiva y la distribución masiva; los funcionarios del gobierno buscaban una eficiencia similar. En
Japón, la búsqueda gubernamental de los “méritos de escala” explicaba desde las políticas que
alentaban la estandarización hasta el sistema que garantizaba la aprobación y la rotulación de
“marca de calidad” y la decisión de alentar la cooperación entre empresas medianas y pequeñas
mediante la creación de “grandes tiendas horizontales” con galerías que cruzaban calles y
enlazaban diversos comercios.

Es natural que los tecnócratas, los directivos empresariales y los burócratas administrativos se
sientan confundidos ante esta tendencia a la diversificación que hoy es fuente de pingües
ganancias. Esta confusión hace que persista un clima en que algunos alegan que la diversificación
es un fenómeno temporal o una tendencia insalubre.

Pero la tendencia a priorizar la selectividad y la calidad por encima de la cantidad es una corriente
arraigada que la sociedad parece empeñada en afirmar. En el pasado, los economistas radicales
criticaban el estímulo del consumo como una “creación de desperdicios”; pero ahora, cuando ese
consumo se practica en una escala todavía mayor, con crecientes posibilidades de elección, esa
crítica ha desaparecido en Japón y en los Estados Unidos. El consumidor medio ya no respalda
esos puntos de vista. En otras palabras, la perspectiva ética de la sociedad industrial, que alentaba
a los hombres a “fabricar más” mediante la estandarización y la producción masiva, está
perdiendo terreno.

¿Qué significa esta tendencia, en última instancia? Significa un énfasis sobre los valores subjetivos,
el cual expresa un predominio de preferencias personales sobre valores objetivos que se pueden
considerar en términos de patrimonio material. Aunque el consumidor no sea consciente de ello,
esta subjetividad hoy es parte innegable de la conciencia social que se forma en cada miembro de
la sociedad mediante la información que recibe sobre la moda y “lo que hacen los demás”. En el
avance hacia la diversificación, el mercado manifiesta la popularización de un sistema de
preferencias que prioriza la subjetividad social (la moda, lo que hacen los demás) sobre la
objetividad cuantitativa. Dicha conducta del consumidor nace de conceptos similares a los que
provocaron el surgimiento del posmodernismo en las artes.

El fenómeno de la diversificación ha ejercido una influencia decisiva sobre la industria y los


directores de empresa. Socava el poder de las grandes compañías, cuyo inevitable predominio era
un artículo de fe desde la revolución industrial. En las economías que aspiraban a la ampliación y la
producción masiva, las empresas gigantescas, con sus vastos recursos de capital y su escala
organizativa, se beneficiaban constantemente con el mérito de escala. La competencia entre las
empresas grandes y pequeñas siempre cobra la forma de una batalla desigual entre “quienes
pueden producir un millón de unidades y las que sólo pueden producir diez mil”.

Pero en las sociedades de hoy, una gran empresa ya no puede basar su rentabilidad en la
producción en masa de una clase de producto. En otras palabras, la escala de producción de
cualquier clase de producto es limitada, no por los recursos de capital o la escala organizativa, sino
por el tamaño del mercado, que está determinado por las opciones cada vez más personales del
consumidor. De ahora en más, la diferencia entre empresas grandes y pequeñas se dará entre
fabricar miles de variedades y fabricar diez, veinte o treinta. Hasta las empresas pequeñas pueden
generar resultados superiores si obtienen éxito con su docena de ofertas. Esta transformación del
ámbito social está en la raíz del auge de las empresas de riesgo.

Sin embargo, no hay garantías de que una compañía pequeña que produzca sólo diez variedades
siempre pueda dar con un producto de gran éxito. Siempre existe la posibilidad de que una
compañía que ha crecido rápidamente merced al desarrollo de un producto de gran éxito caiga en
la bancarrota con sus intentos fallidos. Una empresa pequeña que ha crecido de prisa sigue siendo
una empresa de riesgo.

Evidentemente, un par de éxitos no constituye una aportación sustancial al crecimiento de una


gran compañía que produce miles de variedades. En un mercado diversificado, ni siquiera un
producto de éxito se vende en escala tan vasta y los cambios en la moda y la tecnología son muy
rápidos. Por ello, las grandes compañías tendrán dificultades para lograr un crecimiento rápido en
el futuro. Por otra parte, una variedad sobre mil tiene más probabilidades de lograr un éxito
rotundo que una sobre diez, de modo que las compañías que operen en esta escala siempre
tendrán algunos productos exitosos, lo cual les facilitará mantener cierto nivel de desempeño. Es
evidente que las empresas grandes tendrán más posibilidades de estabilidad que las pequeñas. En
una sociedad industrial que buscaba los méritos de escala a través de la ampliación y la producción
masiva, las grandes empresas poseían mayor rentabilidad y estabilidad. En otras palabras, poseían
los medios para lograr un crecimiento estable. A partir de ahora, las grandes empresas poseerán
estabilidad pero carecerán de potencial de crecimiento. Por otra parte, las compañías pequeñas
más ambiciosas poseerán un enorme (aunque esporádico) potencial de crecimiento, pero
carecerán de estabilidad. A todas las compañías de todos los tamaños les resultará difícil lograr
alto potencial de crecimiento y estabilidad. Esto va a ser, sin duda, un tema importante para los
jóvenes que estén por decidir su carrera futura.

La “sociedad de la información”: problemas y perspectivas

El impacto de los avances en telemática no se limitará sólo a las cuestiones relacionadas con la
oferta. Otras implicaciones de dicha tecnología, como el “apoyo en la información”, cobrará
creciente importancia en el futuro próximo.

Hoy la expresión apoyo en la información es objeto de abusos muy frecuentes. El creciente énfasis
en la diversificación y la moda a menudo se interpreta como un ejemplo de apoyo en la
información, al igual que las operaciones bancarias en línea o la informatización de la facturación.
Sin embargo, me gustaría limitar el contexto de nuestras reflexiones al apoyo en la información en
el sentido más estricto, es decir, los avances tecnológicos y su difusión dentro del campo de los
medios de la información. Por el momento, la opinión pública japonesa no parece muy interesada
en los medios que utilizan comunicaciones informáticas. De hecho, muchos cínicos comentan que
la alharaca en torno de los “nuevos medios” consiste en “preparativos de un restaurante para una
fiesta sin invitados”. No permitamos que dichas voces desechen sumariamente el futuro de esos
nuevos medios.

La actual falta de interés del hombre de la calle se puede atribuir en gran medida a deficiencias del
software que se ha desarrollado hasta ahora y no a un defecto de las tecnologías informáticas de
los nuevos medios. Casi todo progreso tecnológico comienza con un hallazgo decisivo en algún
hardware básico, seguido por un período bastante prolongado antes de que se invente un
software apropiado para ese hardware. En ese punto el progreso cobra la forma del desarrollo y
perfeccionamiento de productos donde se aplican tanto el “soporte lógico” o software como el
“soporte físico” o hardware, mientras que todavía se cultiva el “soporte humano” o humanware
(sistemas más amigables y más personas capacitadas para utilizarlos). Este proceso abarca muchas
etapas y el período en que una nueva tecnología tarda en cobrar popularidad entre los
consumidores puede abarcar de quince a treinta años. Dada esta demora, es común que algunas
aplicaciones más generales sean muy diferentes de las previstas en el momento en que se inventó
el hardware.

Por ejemplo, la primera grabación que se realizó con un propósito práctico después de la
invención del gramófono fue de un discurso de Bismarck. Al principio se pensó que la grabación
fonográfica se utilizaría literalmente como registro de discursos. Cuando se inventó el
cinematógrafo, se dio por sentado que la aplicación se limitaría a la fotografía documental de
objetos móviles. Aún cuando comenzaron a producirse filmes dramáticos, la idea era registrar
representaciones teatrales tal como las veían quienes ocupaban las mejores butacas del teatro.
Pasaron quince años antes que los discos fonográficos ocuparan su destacado papel en la cultura
del entretenimiento como medio para grabar música, y unos veinte años para que los primeros
productores de películas crearan filmes dramáticos utilizando el vocabulario cinematográfico del
montaje.

Incluso un artículo con una función tan sencilla y directa como el automóvil evolucionó con
lentitud, pues al principio se lo consideraba el sustituto del carruaje; en consecuencia, se lo
trataba como un medio para realizar gratas excursiones por la campiña. Karl Benz y Gottlieb
Daimler inventaron el automóvil Mercedes-Benz en 1885, pero durante veinte años el “carruaje
tirado por un caballo de acero” sólo entraba en las grandes ciudades para participar en
competencias organizadas. Los primeros esfuerzos por perfeccionar el automóvil no procuraban
mejorar un vehículo personal que cualquiera pudiese conducir; se trataba de máquinas
asombrosas y sólo podía conducirlas un especialista en toscas carreteras campestres.
El hombre invariablemente piensa en un nuevo equipo como en un modo de expandir la gama de
funciones de los equipos ya existentes. El disco fonográfico se consideró un medio para preservar
“registros para el oído" y el cine una “fotografía móvil”. El automóvil se concibió como “carruaje
sin caballos”, el televisor como una “sala cinematográfica en el living“. Pero pronto la misma
tecnología generó nuevos campos para su utilización exclusiva.

Actualmente la telemática se concibe como una extensión de los servicios postales, los teléfonos o
los televisores. Las compras hogareñas a través de la televisión bidireccional constituyen una
extensión de las ventas por catálogo y los sistemas computadorizados de reserva de billetes son
meras extensiones de los sistemas de reserva telefónica. El servicio de televisión por cable es una
mera extensión de la televisión por red. No es sorprendente que el común de la gente no se
entusiasme con esas aplicaciones. Pero dentro de diez o veinte años estos sistemas, con las
correspondientes mejoras, originarán aplicaciones inéditas.

En este momento nadie puede vaticinar cuáles serán dichas aplicaciones, pero tenemos una idea
bastante atinada de las funciones básicas de los nuevos sistemas. Son herramientas para
almacenar, procesar y comunicar conocimiento. Si en el futuro cercano se crea un ordenador de
quinta generación con funciones de inferencia analógica, quizá sea posible convertir conocimiento
(datos) en saber (juicio informado basado en la comparación de situaciones). Esto conduce a la
conclusión casi inevitable de que la sociedad futura brindará creciente acceso al conocimiento y el
saber tanto en el puesto de trabajo como en el hogar. Y ello dará al consumidor una gama aún más
amplia de opciones.

Más todavía: el mayor tiempo disponible para el ocio expandirá la capacidad para absorber
información, promoviendo a su vez la formación de varias formas de “subjetividad social” e
induciendo la rápida mutación de dicha subjetividad. El desarrollo de las comunicaciones
informáticas volverá mucho más fluidas las permutaciones de la subjetividad social y ampliará su
influencia mediante la expansión cuantitativa, la difusión y la diversificación de la información.

Hacia una sociedad con escasez de cosas y abundancia de saber

El impulso empático que lleva a los hombres a consumir lo que existe en abundancia reaccionará
vigorosamente ante estas tendencias que acabo de describir.

Ello va a contribuir a aclarar el perfil que tendrá la sociedad venidera. Será una sociedad que
tenderá a consumir gran cantidad de tiempo y saber y tendrá menos interés en la cantidad de
bienes materiales. La gente de esta época venidera utilizará su tiempo para asimilar conocimiento,
una necesidad vital en una atmósfera caracterizada por la diversificación y una subjetividad social
en mutación constante y que obligará con frecuencia a optar con rapidez.

La gente de esa época quizá pague un alto precio por artículos acordes con las exigencias
planteadas por la subjetividad social del grupo al cual crea pertenecer; esta consideración pesará
más que la utilidad del artículo en sí. De ello se desprenderá una nueva forma de valor —el “valor-
conocimiento“ o “valor-inteligencia”— que demostrará que su poseedor está en la avanzada de la
subjetividad social, que posee, en otras palabras, buena “inteligencia” o información. Este valor-
conocimiento pesará cada vez más. Cuando ello ocurra, el mundo industrial descubrirá que el
desarrollo de tecnología, diseños, ritmos e imágenes que concuerden con la subjetividad social de
la época es más relevante para el éxito o el fracaso que los productos en sí. Las relaciones públicas
(en el sentido más amplio) cobrarán mayor importancia, al alentar la formación de subjetividades
sociales que promuevan bienes y servicios específicos, es decir, que generen imágenes
empresariales y regionales o identidades que constituyan el “soporte humano” (humanware) en el
conciente de valor.

Los criterios de peso en esta época venidera no serán mediciones simplistas y reductivas de la
cantidad de bienes o la tasa de eficiencia de los servicios; serán criterios subjetivos que se
conformarán al ethos de los grupos a los cuales creen pertenecer ciertos individuos. Este énfasis
en la subjetividad social concuerda con las tendencias culturales representadas por el
posmodernismo, que hoy se extienden a la arquitectura, el diseño y la cultura popular.

Los cambios que acabo de describir ya se han producido en los campos “precursores” y no falta
mucho para que afecten a toda la sociedad. Una vez que éstas tendencias hallen su modus
operandi tecnológico, el mundo industrial afrontará cambios acelerados. Los cambios de la década
del ochenta deben considerarse heraldos de lo que vendrá.

En esta época venidera, la gente ya no se sentirá inclinada a consumir más recursos, energía y
productos agrícolas. En cambio, se interesará en valores creados mediante el acceso al tiempo y al
saber, es decir, al “valor-conocimiento“. Los productos de mayor venta serán los que contengan
mucho valor-conocimiento. La creación de valor-conocimiento constituirá la mayor fuente de
crecimiento económico y rentabilidad empresarial.

Omnipresencia del valor-conocimiento

El concepto valor-conocimiento alude tanto al “precio del saber” como al “valor creado por el
saber“. Una definición más estricta sería “el valor o precio que una sociedad otorga a aquello que
la sociedad reconoce como saber creativo”.

Algunos preguntarán: “¿Pues eso es todo? En otras palabras, la tendencia hacia el software y los
servicios“. Pero conviene eludir la tentación de adoptar un enfoque tan reduccionista del valor-
conocimiento —asociándolo con conceptos vagamente emparentados, tales como “industria de la
información“ e “industria de la educación“— pues de lo contrario subestimaremos las vastas
ramificaciones del valor-conocimiento para el futuro.

Las diversas ocupaciones consultoras, tales como abogados y contadores, pertenecen a “industrias
del conocimiento” que comercializan la información valiéndose del conocimiento especializado. Y
la industria de la educación, tal como la representan escuelas, institutos o cursos sobre tópicos
culturales, pertenecen a una industria del conocimiento que comercializa conocimientos más
generales.
Dichas industrias comercializan valor-conocimiento y crecerán en el porvenir. Sin embargo, lo que
venden al consumidor consiste en unidades literales de información y si ésta es la única función
que cumplen, continuarán ocupando un nicho muy limitado en la economía general. La
producción en gran escala de valor-conocimiento cobrará la forma de bienes y servicios concretos
en los cuales dicho valor estará encarnado o agregado y su distribución estará a la par de esos
bienes y servicios.

El diseño, la imagen de la marca, la alta tecnología o la capacidad de un producto para generar


funciones específicas poseerá cada vez mayor peso en el precio de los bienes y servicios. En la
época venidera, la gente, en vez de comprar muchos bienes y reemplazarlos rápidamente como
productos desechables, comprará artículos costosos que posean un diseño preferido, una imagen
prestigiosa, una tecnología de alto nivel o capacidades funcionales específicas y adoptará
conductas de consumo destinadas a conservar por más tiempo los bienes adquiridos. Al margen
del peso que se atribuya al valor-conocimiento en las transacciones, ello no significa que habrá
una simple “renuncia a los bienes materiales”. Como una gran proporción del valor-conocimiento
se plasmará en bienes, las actividades industriales relacionadas con “cosas” no declinarán tan
prontamente.

Más importante que la distinción entre bienes y servicios o entre “duro“ y “blando“, es el cambio
en los ingredientes que confieren valor a un bien o servicio. Incluso en los productos
convencionales, decrecerán el peso de la materia prima y los costos de manufacturación y surgirá
una estructura de precios donde habrá una hipervaloración del valor-conocimiento: diseño,
tecnología e imagen de producto.

Las condiciones laborales han cambiado más de lo que pensamos

Los cambios graduales en las condiciones laborales y la composición de la fuerza laboral ya


estaban en marcha en los Estados Unidos desde tiempo atrás, pero se aceleraron a principios de
los años ochenta.

Es sabido que el equilibrio de la estructura industrial se está volcando hacia las industrias terciarias
y lo mismo vale para la estructura de empleo. Según estadísticas de 1983, de 100.830.000
empleados, la cantidad que trabajaba en industrias primarias como la agricultura sumaba sólo un
3,5 por ciento del total, mientras que la proporción de quienes trabajaban en industrias
secundarias como la manufacturación y la construcción había bajado al 26,8 por ciento. Más
específicamente, la cantidad de gente que trabajaba en manufacturación representaba apenas el
19,8 por ciento (la primera vez en la historia de los Estados Unidos que decaía por debajo del 20
por ciento). En cambio, la concentración en las industrias terciarias había alcanzado el 69,7 por
ciento, pero dentro de ese grupo, el crecimiento en transporte y ventas mayoristas y minoristas
era inferior al de otras categorías. La mayor parte de los veinte millones de nuevos empleados de
los diez años anteriores trabajaba en información, publicidad, diseño, entretenimientos y viajes; y
dentro de este grupo, predominaban los que trabajaban en categorías que crean valor-
conocimiento. Se pueden observar tendencias similares en Europa y Japón. Japón se ha
transformado en un país con una abrumadora fuerza competitiva en la exportación de productos
manufacturados, y produce tantos bienes que en 1984 alcanzó un superávit comercial de
cincuenta mil millones de dólares. Pero hasta Japón ha presenciado un descenso del empleo
industrial secundario en relación con el empleo general, luego de la cumbre que alcanzó a
principios de los setenta; el nivel ha permanecido debajo del veinticinco por ciento desde 1978. En
cambio, hubo un notable incremento en la proporción de trabajadores de las industrias terciarias.
En Japón, como en otras partes, los campos que gozan de mayor auge dentro de las industrias
terciarias son los consagrados a la creación de valor-conocimiento.

Pero estas estadísticas no informan de la situación real, porque las clasificaciones industriales
convencionales que hoy utilizamos son inadecuadas para analizar los cambios que presenciamos.

Las clasificaciones industriales convencionales se desarrollaron a partir de estudios que


procuraban dividir los productos a partir de la materia prima y los procesos de producción. Dichos
estudios son efectivos para clasificar las industrias primarias y secundarias, pero son inútiles en
otros sentidos. La categoría “industrias terciarias” de esta clasificación abarca desde los servicios
gubernamentales y las obras públicas hasta el turismo y los cabarets. Sólo alude a algo que no
pertenece a las industrias primarias ni secundarias. A efectos de nuestra exposición, estas
clasificaciones convencionales son inconducentes.

Ellas no constituyen el único obstáculo para comprender la situación. No es posible aprehender


con certeza el valor de la producción ni los guarismos que se emplean en las categorías que
deseamos comentar. Las estadísticas actuales dividen cada ámbito laboral según su clasificación
industrial, de modo que cualquiera que esté asociado con una compañía que, como entidad
general, esté clasificada como firma manufacturera, será clasificado como
“empleado/manufacturero“, aunque su trabajo se relacione con ventas, diseño o relaciones
públicas; la práctica habitual consiste en computar dichos esfuerzos en la categoría de “valor
agregado de manufacturación“.

Las encuestas sobre categorías ocupacionales que procuran remediar dichas deficiencias son
inadecuadas. Sin embargo, hallamos algunas pistas en un estudio del Ministerio de Trabajo de
Japón que procura analizar el desplazamiento hacia una economía de servicios y su impacto sobre
el trabajo.

El estudio nos indica que en empresas manufactureras con un personal de cien empleados o más
(sobre una muestra de cuatro mil compañías), el 60,2 por ciento de los empleados se dedicaban a
la producción directa (por ejemplo, trabajo en la planta), pero entre las compañías con mil
empleados o más, la cantidad de empleados asociados con la producción directa sólo llegaba a un
54,9 por ciento. Más aún, el 60,2 por ciento de los asociados con la producción directa incluía a un
11,3 por ciento que realizaba roles suplementarios, así que los que trabajaban directamente en
manufacturación sumaban un 48,9 por ciento del total, es decir, menos de la mitad. Por otra
parte, la división por funciones entre quienes no trabajaban directamente en manufacturación
(que sumaban un 40 por ciento del total) era la siguiente: administración oficinesca (14,4 por
ciento), ventas (13,6 por ciento), investigación y desarrollo (8,6 por ciento), distribución y
actividades emparentadas (3,2 por ciento).
Esto significa que en Japón los empleados que trabajaban en manufacturación representaban
menos del veinticinco por ciento según las estadísticas de empleo; pero de ese grupo, la porción
de empleados que trabajaba en divisiones relacionadas directamente con la manufacturación
representaba sólo el sesenta por ciento o el quince por ciento del empleo total y un análisis atento
de la situación demuestra que sólo un doce por ciento de los empleados japoneses estaban
únicamente consagrados a actividades manufactureras. Es la misma proporción que trabajaba en
el sector primario hacia 1975.

Si se aplica el mismo enfoque estadístico a los Estados Unidos, los que trabajan en
manufacturación directa representan menos del diez por ciento. Cabe afirmar, pues, que la
economía convencional y su supuesto de que “la planta fabril es el centro de la creación de valor”,
ya no es aplicable.

Clasificación de las industrias por sus aportaciones

Ahora que las “industrias terciarias” —para las cuales aún carecemos de una definición clara y
positiva— representan un setenta por ciento de la fuerza laboral en Estados Unidos y Gran
Bretaña y más de la mitad de los empleos en Japón y la Alemania occidental, las clasificaciones
industriales convencionales, que se crearon con el propósito de analizar las industrias primarias y
secundarias, resultan obsoletas y poco prácticas como herramientas analíticas. Si deseamos
analizar la verdadera situación de la actual economía industrial, no debemos tener en cuenta sólo
las entidades que crean materia prima y productos tangibles; necesitamos clasificaciones que
reconozcan que todas las industrias tienen algunas cosas en común y que todas contribuyen a la
vida humana con los más diversos bienes y en más de un campo o sector.

El sistema de clasificación de las industrias por sus aportaciones que propuse hace una década es
un tímido intento de desarrollar clasificaciones más pertinentes. En este sistema, situamos las
industrias en una de cuatro categorías, según los bienes (valores) que producen, mientras que los
bienes mismos se sitúan en uno de los tres campos operativos (sectores) de la vida humana.

En cada industria se realizan actividades que corresponden a cada una de las demás categorías
mencionadas. Así, los directivos de las compañías manufactureras, las cuales tienen operaciones
fabriles y, por tanto, se suelen clasificar como industrias de bienes tangibles, deben emplear a
especialistas en ventas, equipos de investigación y desarrollo, diseñadores y departamentos de
publicidad, los cuales pertenecen a la categoría de industrias del conocimiento.

Las industrias de bienes tangibles se dedican literalmente a la producción y procesamiento de


bienes materiales. Aquí se incluyen todas las operaciones de planta (divisiones de producción
directa) tales como agricultura, manufacturación y construcción.

Las industrias posicionales incrementan el valor al modificar la posición física (espacial o


cronológica), legal o social de los bienes e incluyen el transporte, el depósito, las finanzas y la
distribución. Quienes están habituados a las clasificaciones industriales tradicionales pueden
quedar desconcertados ante esta categoría, pero ella define la verdadera situación del comercio
tal como lo practican los mercaderes desde la antigüedad.

Las industrias “temporales” ofrecen al consumidor un modo mejor de pasar el tiempo —aliviando
la angustia, el estrés o el sufrimiento (al brindar seguro, paz pública o servicios médicos) o al
otorgar placer (entretenimientos, ocio, viajes)— durante el período fijo cubierto por la
transacción. La característica definitoria de estas industrias es que tienden a concentrarse en la
unidad de tiempo durante la cual el consumidor está a su cargo, más que en los efectos residuales,
lo cual las distingue de la categoría siguiente.

Las industrias del conocimiento son las que imparten conocimientos e instrucción en formas tales
como la educación, los informes noticiosos, el diseño, la publicidad y el desarrollo tecnológico.
Aunque una actividad se realice en el laboratorio o el departamento de investigaciones de una
empresa que se dedica a la manufacturación, en este sistema la clasificamos como una faceta de
la industria del conocimiento. Las industrias del conocimiento son las que más se dedican a la
creación de valor-conocimiento.

Deseo recordar al lector que el valor-conocimiento producido por estas industrias se puede
distribuir en el mercado como unidades de valor-conocimiento, como ocurriría con la industria de
la educación, los consultores, abogados, etcétera; pero es más probable que el valor-conocimiento
aparezca y se utilice en el mercado de consumo como ingrediente de los servicios generados por
las industrias posicionales y temporales. En consecuencia, el valor-conocimiento de las industrias
del conocimiento no está necesariamente asociado con el abandono de las cosas materiales ni el
auge del software.

El modo de clasificar las industrias es de importancia vital para establecer políticas industriales de
corto plazo, sobre todo cuando abordamos el tema del equilibrio económico internacional. Las
limitaciones que nos imponen las estadísticas que manejamos en la actualidad nos impiden
realizar la tarea de cuantificar los valores de producción y los números empleados en las
categorías que acabo de describir.

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