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Reimpresión, 2012
Título original
Einführung in die Geschichte der Frühen Neuzeit
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-1570-3
Depósito legal: M-10.121-2001
INTRODUCCIÓN
A LA HISTORIA
DE LA EDAD MODERNA
A Dietrich Gerhard
I
PRÓLOGO
1
Ilja MlECK, Europiiische Geschichte der Friihen Neuzeit. Eine Einfühnmg, 2 1977.
5
El presente volumen no pretende competir con las numerosas
descripciones sinópticas de este tipo alemanas e internacionales.
Parte de la idea de que uno se puede acercar a una época histórica
no sólo desde la totalidad de sus fenómenos, estructuras y aconte
cimientos históricos, sino desde los cuestionamientos y los proble
mas que -como cuestionamientos y problemas de la materia en su
conjunto- se le plantean a la época objeto de estudio. En realidad,
no se puede «introducir» hechos, sucesos, desarrollos cronológicos
ni supuestas relaciones causales desde el punto de vista de la his
toria estructural o de los acontecimientos; sólo se pueden describir
y hacerlos comprensibles. Tomando literalmente en este sentido el
concepto de ,,introducción», este volumen escoge algunos puntos
esenciales que, con arreglo al panorama de la actual investigación
internacional, requieren una explicación conciliadora particular. El
resultado no es ni una reconstrucción completa de este período
-como la que pretenden hacer una y otra vez los manuales sobre la
época, por más que los autores lo rechacen precavidamente-, ni una
descripción detallada de algunas fases evolutivas sectoriales de espe
cial relieve. Antes bien, se aspira a realizar análisis orientados a la
investigación y a los problemas, que faciliten al lector, del modo más
abierto y discursivo posible, aproximarse un poco al actual estado
del conocimiento y del debate sobre la historia de la Edad Moderna,
que, le «introduzcan» y le «seduzcan» para continuar reflexionando
por su cuenta.
Si dicha selección puede parecer un tanto incompleta e insatisfac
toria, ello no se debe a la casualidad. En los últimos años, la ciencia
histórica, bajo la influencia de sus disciplinas hermanas -las ciencias
sociales-, ha experimentado cambios considerables que se ponen de
manifiesto en la concepción de una «ciencia social histórica» y que
se han plasmado en la investigación y en la teoría. Pese a que este tér
mino hasta ahora no es más que un cartel inacabado por cuya confi
guración se pugna vehementemente desde posiciones bien diferentes,
existe, sin embargo, un consenso relativamente amplio en el sentido de
que la sociedad-los sistemas sociales en su compleja diferenciación
ha de estar en el centro de los esfuerzos histórico-científicos. Para
justificar este apreciable cambio paradigmático en la historia de la
investigación, se han escrito ya muchas obras a las que aquí única
mente podemos aludir 2•
2
En lugar de citar ejemplos aislados, remitimos a dos obras recientes y a sus comple
tas bibliografías. R. RüRUP (ed.), Historische Sozialwissenschaft. Beitrage zurEinführung
in die Forschungspraxis, 1977.-J. KüCKA, Sozialgeschichte. Begriff-Entwicklung-Probleme,
1977.
6
Este giro hacia la historia social como «historia de la sociedad»
(Hobsbawm) 3, todavía promovido por el afortunado aprovechamien
to de los métodos cuantificadores para la ciencia histórica, fue acom
pañado de una profunda reflexión acerca de las teorías de las ciencias
sociales. Desde la discusión, llena de matices y en modo alguno basa
da en la «pura teoría», del marxismo internacional hasta los debates
sobre la <<modernización» y sobre .el «cambio social»; desde la teoría
sistemática en sus diversas acuñaciones, pasando por el estructuralis
mo, hasta llegar a los más recientes teoremas de procedencia neoevo
lucionista, el espectro abarca muchas teorías sociológicas, todas las
cuales albergan una interpretación específica del tiempo histórico, de
los procesos históricos y de la continuidad histórica. Siempre que la
ciencia histórica es principalmente investigación histórica, se ha deja
do influir en una medida considerable por las teorías de las ciencias
sociales: en la formulación de los cuestionamientos, en la elección de
las hipótesis de trabajo, en la evaluación de las estrategias de investi
gación, en los argumentos justificativos de las valoraciones. En la his
toriografía, por el contrario, especialmente en la descripción de las
relaciones detalladas de una época, apenas han entrado hasta el momen
to las teorías de las ciencias sociales. Las objeciones puestas recien
temente por Jürgen Habermas contra una mezcla de historiografía y
teoría de la evolución, que basadas en la oposición entre la estructu
ra narrativa como principio de la historiografía y la «lógica evoluti
va», que se puede describir de un modo no narrativo, de la teoría de
la evolución 4, es posible que finalmente tengan validez en la histo
riografía para la aplicación de cualquier teoría de las ciencias socia
les. Así pues, pronto se planteará la cuestión de cómo se podrá con
ciliar con la historiografía una investigación histórica orientada a las
ciencias sociales y que parta de premisas y teoremas socio-científi
cos. ¿Deberán ser negados por la historiografía proyectos de investi
gación, muy diferenciados y de gran valor teórico, después de haber
arrojado resultados equivalentes porque la estructura de la narración
no permite tenerlos en cuenta? ¿O, por el contrario, dañará o incluso
restará validez la investigación histórica a la estructura narrativa al
describir sus resultados, descripción que ya tiene algo de historiogra
fía y, por tanto, adoptará una «forma mixta» que, según Habermas, es
problemática?
7
Si se echa una ojeada al estado de la investigación sobre la histo
ria europea de la Edad Moderna, estas cuestiones se plantean con
cierta urgencia, especialmente para quien intente hacer una «intro
ducción» a esta época. Una primera dificultad considerable es la
cuestión de los límites de la época.
¿Qué es la Edad Moderna? ¿Cuándo empieza y cuándo termina?
Al igual que la práctica docente universitaria, en la que finalmente, y
pese a los numerosos recelos inicales, ha hallado cabida el concep
to de «Edad Moderna», las exposiciones sobre la época responden a
estas preguntas casi siempre de una manera muy pragmática. Titula
res de cátedra y -conforme a ellos- programas editoriales han lle
vado a delimitar la época entre la Reforma y la Revolución Francesa.
Pero ¿es algo irrefutable? Cuando Erich Hassinger 5 describió en 1966
la Werden des neuzeitlichen Europa (Génesis de la Europa moderna)
y comenzaba por el siglo XIV, aportaba numerosos argumentos a favor
de que lo «moderno» estaba profundamente asentado en la Plena y
la Baja Edad Media. ¿Y qué ocurre con el final de la época? ¿Con
serva la Revolución Francesa su posición de límite divisorio, si se
piensa, por ejemplo, en los esfuerzos de Cobban 6 por mostrar que las
consecuencias sociales de la Revolución fueron mucho menos signi
ficativas y profundas de lo que sugieren los acontecimientos políti
cos, sin duda revolucionarios? A la vista de las intensas investigaciones
llevadas a cabo por la historia económica en los últimos decenios,
¿no deberíamos guiamos más por las propuestas de periodización
que hace la historia de la economía, concretamente, el estudio de la
industrialización?
Surgen otros problemas. Mientras las visiones de conjunto y los
manuales siguen aferrándose con buenas razones a la periodización
convencional, en la investigación histórica se percibe un interés cada
vez menor por esta orientación. Las investigaciones de los últimos años,
que trabajan con los métodos de la cuantificación, a menudo se oponen
por completo a las descripciones tradicionales de la época, sobre todo
en los campos de la demografía histórica y de la historia social y eco
nómica. Se descubren estructuras de larga y muy larga duración, se
establecen ciclos, se sacan a la luz tendencias seculares, se observan
sistemas y sus diferenciaciones... y todo ello sin que estos fenómenos
se dejen encajar en el armazón convencional de una época claramente
perfilada y narrativamente descriptible. Estas investigaciones, ¿no apor-
5 E. HASSINGER, Das Werden des neuzeitlichen Europa, 1300-1600, 2 1966. Véase sobre
todo la introducción, pp. XI-XVIII.
6 A. COBBAN, The Social Interpretation ofthe French Revolution, 1964. Véase también
la compilación de ensayos de A. COBBAN, Aspects ofthe French Revolution, 1968.
8
tan nada a la historiografía porque rompen con sus convenciones, o
requieren un nuevo modo de escribir la historia, en el que desaparezcan
tanto los tradicionales límites de una época como el principio «estruc
tural» de la narración7 ?
Por último, un tercer problema que posiblemente sea el más com
plicado. Que los historiadores realicen investigaciones con la ayuda
de nuevas técnicas, nuevos materiales y también una concepción
diferente de su propio entorno social, y, al hacerlo, descubran nuevos
fenómenos en el sentido que acabamos de plantear, se interpreta
todavía como una consecuencia inmanente a un proceso de investi
gación que nunca se detiene y que no excluye cambios paradigmá
ticos. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando otros historiadores dan un
paso de consecuencias mucho más graves y abandonan los métodos
y sistemas de su disciplina, de perfiles supuestamente claros, sin
renunciar por ello a su pretensión de investigar o escribir historia? Al
tratar de la apertura de la actual ciencia histórica a las teorías de las
ciencias sociales ya hemos abordado un caso semejante. Caso que
debería completarse teniendo en cuenta la creciente consideración
que se hace de teorías, hallazgos empíricos y categorías heurísticas pro
cedentes de la economía, la psicología social, la antropología social,
la etnología y el folclore. A este respecto, los nuevos principios que,
bajo la denominación de lo interdisciplinar, tienen cabida en la cien
cia histórica, cuestionan las periodizaciones y estructuras tradicionales
de la historiografía en mayor grado que las circunstancias menciona
das con anterioridad.
Como ejemplo puede servir el creciente interés de los historiado
res por el trabajo de los etnólogos y antropólogos sobre las formas de
vida, producción y reproducción de los pueblos no europeos en el
pasado y en el presente. Es cierto que todavía no se han encontrado
métodos seguros de comparación, pero el hecho de interesarse por tra
diciones desconocidas y muy diferentes y la posibilidad de poner de
relieve estructuras similares entre civilizaciones muy alejadas en el
tiempo y el espacio supone un desplazamiento de los tradicionales
puntos de vista eurocéntricos tal que deberían de influir en la des
cripción de una época de la historia europea. Lo mismo ocurre con los
análisis comparativos realizados desde una perspectiva macroeconó
mica. Seguramente, la comparación de las economías europeas de la
Edad Moderna con las de determinados países en vías de desarrollo de
la actualidad puede inducir a error con facilidad; sin embargo, no cabe
9
duda de su valor heurístico, especialmente para la situación europea.
También debería ser mencionada la tendencia, cada vez mayor en los
últimos tiempos, a tomarse en serio el hecho de que los Estados euro
peos de la Edad Media y la Edad Moderna eran «Estados agrarios»,
es decir, territorios en los que el 90 por 100 o más de la población de
pendía directa o indirectamente de la producción agrícola. Esta ten
dencia se pone claramente de manifiesto al hablar de orden social
<<preburgués», «preindustrial>, o «agrario». La formación de estos con
ceptos indica que se aspira a establecer una comparación o, mejor
dicho, una clasificación dentro de un contexto superior que ya no esté
constituido por aspectos específicos de la tradición europea («orden
social estamental», «sociedad nobiliaria», «sociedad temprano-burgue
sa», «sociedad feudal»), sino por las condiciones de la producción
agraria primitiva 8, condiciones muy diferentes según el tiempo y el
espacio, pero de hecho comparables.
Aun cuando los historiadores lamentablemente dejan en manos de
los sociólogos la discusión sobre cuestiones relativas a la teoría de la
evolución, de lo dicho se desprende con claridad que en sus trabajos
de investigación estas perspectivas teórico-evolutivas tienen un peso
mucho mayor de lo que ellos mismos puedan reconocer. En especial
la problemática de la «transición», de la sucesión de formaciones
sociales específicas y diferentes según las condiciones de produc
ción, se reconoce incluso más allá de la discusión marxista. Planteada
continuamente por la teoría de los sistemas, aunque no respondida,
debido a la evidente imposibilidad de comprender desde el punto de
vista de las ciencias sociales el problema de la muerte del sistema, y
declarada por la teoría de la evolución como insignificante para sus
cometidos 9, esta cuestión parece seguir siendo un ámbito genuino del
empirismo socio-histórico. La época de la Edad Moderna europea, en
este sentido, puede considerarse un caso ejemplar del problema de la
transición. Y es que, en el transcurso de esta época, todos los sistemas
8
Por ejemplo, se puede aludir a los recientes trabajos históricos, antropológicos y
etnológicos en tomo al fenómeno de la «peasant society». Véase, por ejemplo, E. R. WoLF,
Peasants, 1966. Véanse también las importantes observaciones metodológicas de H. WuN
DER, «"Agrargesellschaft" als Grundbegriff der frühneuzeitlichen Sozialgeschichte», en F.
Kopitzsch et al. (eds.), Studien zur Sozialgeschichte des Mittelalters und der Frühen Neu
zeit, 1977, pp. 1-13.
9 J. HABERMAS, «Zum Thema: Geschichte und Evolution» (vid. nota 4), pp. 354 y 355:
«Si aislamos estas estructuras de los sucesos con los que cambian los sustratos empíricos,
no necesitamos aceptar ni la univocidad ni la continuidad ni la necesidad o irreversibilidad
del desarrollo histórico. Contamos con estructuras generales, firmemente asentadas desde
el punto de vista antropológico, que se formaron en la fase de hominización y que estable
cen el punto de partida de la evolución social. Estructuras que presumiblemente surgieron
a medida que el potencial cognitivo y motivacional de los antropoides, en condiciones de
10
sociales nacionales del continente desembocan en ese estado transi
torio en el que sus estructuras agrario-estatales empiezan a disolver
se, o en el que la producción agrícola se somete a la influencia de las
nuevas condiciones económicas -coyuntura de exportación, forma
ción de mercados nacionales e internacionales, cambios en las for
mas de dominio, supresión de la división del trabajo medieval por la
protoindustrialización-, que hasta .entonces le eran desconocidas. Si se
observa la bibliografía de los últimos años, este punto de vista parece
haber pasado hasta tal extremo a un primer plano, que centrarse en él
se ofrece como tema constituyente de la «unidad» de la época moder
na, siendo así que la propia naturaleza de este tema lleva a no seguir
entendiendo por «época» un período de tiempo limitado por dos fechas
concretas.
El marco discursivo de la presente «introducción» permite consi
derar el estado de la investigación, sin que por ello se ponga en tela de
juicio la justificación de las exposiciones tradicionales sobre la mate
ria. La orientación prioritariamente socio-histórica de la investigación
es admitida siempre que se contemple la evolución de las estructuras
sociales de Europa bajo las condiciones de la <<economía mundial
europea» 10 en desarrollo. En el primer capítulo se verá que se trata de
«estructuras de larga duración»: un procedimiento sin duda problemá
tico, dado que dichas estructuras son precisamente objeto de procesos
de cambio exógenos y endógenos, y su apariencia de resistencia y efi
cacia duradera puede hacemos olvidar que ya en «nuestra» época alber
gan los gérmenes de su transformación o, al menos, entran en contac
to con ellos.
Por esta razón, con la subdivisión en «estática» y «cambio», se eli
gió un procedimiento que, en cierto modo, posibilita recorrer dos
veces la historia de la Edad Moderna. En primer lugar, hay que descri
bir algunos factores de la vida histórica que presentan a la Europa
moderna especialmente como «preindustrial», es decir, como un terri
torio aún no tocado por la industrialización. Sin duda, este concepto
implica riesgos como el de la teleología, la orientación de toda la des
cripción hacia un factor futuro, en este caso, la industrialización. Sólo
el propio texto puede mostrar si su autor ha sucumbido a ese riesgo.
En cualquier caso, la presente exposición obedece a un uso ya muy
11
arraigado sobre todo en la investigación anglosajona, donde parece
que el concepto se utiliza a falta de uno mejor. El autor fue dolorosa
mente consciente de que en esa primera parte, junto a los capítulos
sobre «población», «familia», «economía» y «sociedad», hubiera corres
pondido uno dedicado a las «mentalidades». Habiéndolo comenzado
varias veces, finalmente el autor decidió suprimirlo. Fue un sacrificio en
aras del estado de la investigación, tan determinado por Francia y su
histoire des mentalités, que dicho capítulo se hubiera convertido en un
estudio sobre el territorio francés, renunciando así a la perspectiva
comparativa del libro.
En la segunda parte, nos ocupamos de los factores del cambio, no
del provocado por la industrialización, sino del cambio <<en la transi
ción», del surgido a partir de la dinámica social, económica, cultural
y política de la vieja Europa, del cambio que prepara la entrada de
ésta en la «sociedad burguesa».
En lo que atañe al espacio de esta Europa de la Edad Moderna, el
autor se ve obligado a confesar su pragmatismo. Empeñado en salirse
de los límites de las naciones, sin embargo no fue capaz de informar
sobre la Europa oriental más de lo que ya hacen otras sinopsis más
competentes. El hecho de que la investigación de los últimos decenios
haya abordado el estudio de numerosos sectores de la vida histórica,
que presentan a la Europa central, occidental y, en cierto sentido, tam
bién septentrional como un espacio evolutivo muy diferenciado en sí
mismo, aunque en contraste con el de la Europa del Este, del Sudeste
y, en parte también del Sur, consigue dar a la delimitación elegida cier
ta legitimación objetiva.
Algunas partes de este libro han sido tema de conferencias y semi
narios del autor en la universidad de Oldenburg. Sus alumnos merecen
el agradecimiento por sus estímulos y su crítica; agradecimiento unido
al ruego perentorio a todos los lectores universitarios para que combi
nen el estudio de la historia de Europa con el de sus lenguas. Algunos
capítulos fueron leídos altruistamente por mis colegas Rainer Wohl
feil/Hamburgo y Heide Wunder/Kassel. Agradezco asimismo la lectu
ra del manuscrito al doctor W. Günther/Oldenburg y a los amigos y ex
colaboradores del Instituto Max Planck de Historia, por su aliento y
gran ayuda. El libro está dedicado a un infatigable promotor y crítico
en cuestiones sobre la «vieja Europa».
12
II
LA ESTÁTICA DE EUROPA
EN LA ÉP OCA PREINDUSTRIAL
1. POBLACIÓN
1
Una breve e instructiva introducción a la historia, los problemas y los métodos de la
demografía histórica, puede encontrarse en la serie de la editorial Beck escrita por el principal
demógrafo-historiador del ámbito de habla alemana: A. E. IMHOF, Einfiihrung in die Histori
sche Demographie, 1977; una brillante sinopsis centrada en los problemas, con numerosos y
valiosos datos bibliográficos e indicaciones de las fuentes referidos a toda Europa. Véase
también A. E. lMHOF, «Bevéilkerungsgeschichte und Historische Demographie», en R. Rürup
(ed.), Historische Sozialwissenschaft, 1977, pp. 16-58. Lo mucho que ha prosperado la demo
grafía histórica, sobre todo en Francia, hasta convertirse en una disciplina sui generis, lo
demuestran numerosas introducciones y balances que se han publicado allí desde entonces.
Véase, entre otros, P. GUILLAUME y J.-P. Poussou, Démographie historique, 1970.- J. DUPA
QUIER, Introduction a la démographie historique, 1974. Un ejemplo de la revisión de cen
sos históricos de la población, que como fuente son de un valor incalculable, nos lo ofrece
I. E. MoMSEN, Die allgemeinen Volkszahlungen in Schleswig-Holstein in danischer Zeit
(1769-1860). Geschichte ihrer Organisation und ihrer Dokumente, 1974.
13
sajones hasta constituir una disciplina especializada independiente
que cuenta con sus propios institutos, ha encontrado nuevas fuentes que
-siendo una premisa indispensable para la ciencia y la historia demo
gráficas- hacen posible, al menos para determinadas épocas y espa
cios, la realización de una serie de afirmaciones bastante seguras basa
das en datos cuantificados e ininterrumpidos durante un período de
tiempo más bien largo.
No es una casualidad que la Edad Moderna haya sacado especial
provecho de estos avances. Si bien nuestra época comparte con otras
más remotas el «inconveniente» de pertenecer al ámbito «preestadísti
co» de la historia de la humanidad, la comprobación y recopilación de
datos no le ha sido ajena en los países desarrollados de Europa, donde
existen series de datos fragmentados incluso para la Plena Edad Media.
En efecto, la paulatina difusión del pensamiento y de los métodos
estadísticos es en realidad un procedimiento típico de la Edad Moder
na, que va acompañado de cambios en la economía, en el ejército y
en la administración estatal, pero también en el control eclesiástico,
municipal y policial, formando parte de ese proceso moderno general
que desde Max Weber se denomina «racionalización».
En lo que se refiere a la población, estos esfuerzos «protoestadísti
cos» se centraron en el recuento de los fuegos y, mucho más tarde, en
el censo del empadronamiento. Numerosos censos, que no pocas veces
abarcaban territorios enteros, se deben a evidentes necesidades estata
les, sobre todo en materia impositiva y militar. Como en tantos otros
campos, también en éste se adelantó Italia. Venecia, Sicilia y, más tarde,
Florencia y Milán tienen y a para la Plena Edad Media, el siglo XIV,
y mucho más el siglo XVI, una rica documentación demográfica. Les
siguieron las posteriores <<grandes potencias». El État de paroisses
et desfeux de 1328, de Francia, y la Subsidy Rool inglesa, de 1377, son
testimonios insustituibles del siglo XIV. En el XVI destaca la serie de
censos castellanos, que en parte son auténticas consultas populares.
Este instrumento adquirió rasgos «modernos» con motivo de la prácti
ca administrativa absolutista: en Francia desde Colbert, con su primera
gran iniciativa de 1664; en Brandemburgo-Prusia, desde el siglo xvrn;
en Suecia y Dinamarca, también desde la instauración de las monar
quías administrativas en estos territorios.
A los empadronamientos históricos, cuyas fuentes desgraciada
mente no se han conservado en todos los casos, a otras informaciones
literarias, a los métodos y los resultados de la historia de la población
-especialmente a la investigación sobre la despoblación- y, final
mente, también a los procedimientos de cálculo desarrollados por la
demografía general, les debemos que hoy en día sea posible tener datos
aproximados sobre la magnitud del conjunto de las poblaciones de los
diferentes países de Europa en diferentes épocas. El hecho de que
14
40 --- FRANCIA
-ALEMANIA
··-·• GRAN BRETAÑA
30
20
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0- 0 L-----�---------�---
1000 1100 1200 1300 1400 1500 1600 1700 1800 1900
16
mo, matrimonio y defunciones de las parroquias rurales y urbanas
(Kirchenbücher en Alemania, registres paroissaux en Francia, parish
registers en Inglaterra). Comenzados y continuados por los pastores
de las distintas comunidades de fieles por diversos motivos y en
momentos muy diferentes, llegados a nosotros en un estado lamenta
ble o fragmentario debido a influencias externas, estos antecedentes de
los empadronamientos civiles fueron utilizados en un principio sobre
todo por los genealogistas, antes de que la demografía histórica fuera
capaz de averiguar con su ayuda tantos misterios que hasta entonces
se consideraban irresolubles 2.
En el centro de este trabajo, que tuvo que ser acometido con métodos
enormemente laboriosos, lentos y costosos, se hallaba la difícil pregunta
que hemos insinuado más arriba: ¿A qué factores hay que atribuir que la
evolución de las poblaciones europeas preindustriales, tal y como las
vemos en el diagrama de curvas de las tendencias a largo plazo, se desa
rrolle de esta manera y no de otra? ¿Fueron principalmente, o incluso
exclusivamente, factores del entorno social, económico, político, bioló
gico y ecológico los que determinaron esas tendencias? ¿Se hallaban
estas poblaciones, en lo relativo a las posibilidades de reproducción,
completamente a expensas del clima, la guerra, el hambre, las epidemias
y también de las condiciones biológicas de su alimentación y de las con
diciones económicas, sociales y políticas de su vida y trabajo diarios?
El célebre economista y teórico de la población inglés Malthus
(1766-1834), nacido al final de «nuestra» época y contemporáneo de
la industrialización en su país, ya halló respuestas a estas preguntas.
Como partidario del derecho natural, obstinado en el reconocimiento
y la formulación de leyes naturales eternamente vigentes, Malthus
buscó y encontró algo similar para la evolución demográfica: Toda
población, sobre la base del instinto natural de la procreación, tiene
tendencia a crecer en progresión geométrica; los recursos alimentarios
que están a su disposición, por el contrario, lo hacen sólo en progre
sión aritmética. Por ese motivo, una población dada acabará llegando
2
Introducciones clásicas a los métodos y técnicas de elaboración de los registros
parroquiales: L. HENRY, Manuel de démographie historique, 1970 (2.ª ed.); M. FLEURY y
L. HENRY, Nouveau manuel de dépouillement et d'exploitation de l'état civil ancien, 1970
(2.ª ed.). Para la confección de materiales alemanes hay numerosas referencias en A. E.
Imhof (ed.), Historische Demographie als Sozialgeschichte. Giessen und Umgebung vom
17. zum 19. Jahrhundert, 2 vols., 1975. Para la demografía histórica inglesa, es importan
te la obra colectiva E. A. Wrigley (ed.), An lntroduction to English Demographie from the
Sixteenth to the Nineteenth Century, 1966. Sobre el trabajo de la genealogía social, entre
otros, W. SCHAUB, «Sozialgenealogie-Probleme und Methoden», Blatter fiir deutsche Lan
desgeschichte 110 (1974). pp. 1-28. Sobre Th. Malthus, véase, entre otros, H. LINDE, «Die
Bedeutung von Th. Robert Malthus für die Bevi:ilkerungssoziologie», en Zeitschriftfiir die
gesamte Staatswissenschaft 118 (1962), pp. 705-720.
17
con el paso del tiempo al límite de sus posibilidades de alimentación;
las catástrofes externas -denominadas por Malthus checks «represi
vos» o «positivos»- destruyen una parte de la población y restablecen
el equilibrio con respecto a los recursos alimentarios, siempre que
antes -y esto es muy importante- no se hayan establecido determina
dos preceptos reguladores del crecimiento (checks <<preventivos») que
eviten el estallido de la catástrofe.
Malthus, que fue cuestionado desde un principio y aún lo sigue
siendo en la actualidad, acertó sin duda en una cosa: En la historia de
la población había y hay «leyes», y una de ellas es que las poblaciones
(pese al «desenfrenado instinto de multiplicación» tan subrayado por
Malthus, probablemente de forma equivocada) son capaces de adaptar
su propio crecimiento a las condiciones del entorno.
Los actuales historiadores de la población, muchos de los cuales
son «malthusianos» de corazón, aunque en muchos aspectos ya no
pueden seguir el ejemplo de su argumentación, han buceado en los
libros de bautismo, matrimonio y defunciones de numerosos munici
pios rurales europeos, llegando a resultados extremadamente diferen
ciados para los territorios de la Europa «clásica», incluidas Inglaterra
y Escandinavia, pese a que en el mapa de la demografía histórica
todavía sigue habiendo unos huecos enormes. Sus análisis sobre la
conducta generativa, sobre la estructura de las edades, sobre la fecun
didad de las sociedades agrarias de la vieja Europa, a pesar de la limi
tación geográfica, han prosperado tanto que incluso ya se ha aven
turado una tesis resumida que afecta a la Europa «clásica» y a la
noroccidental: en el transcurso de toda la Edad Moderna -probable
mente desde el siglo XIV y con toda seguridad hasta finales del XVIII-,
la evolución demográfica de las sociedades de la vieja Europa en rela
ción con las condiciones del entorno, es decir, especialmente con las
posibilidades de alimentación y con el grado de desarrollo de la civili
zación material, ha sido regulada por un sistema. Este sistema hizo
posible que las sociedades evitaran las repercusiones de los checks
«represivos» y vivir durante largos períodos de tiempo a una distancia
prudencial de lo que Malthus describe como el abismo. Esta relación
funcional, definida por el teórico alemán de la población Mackenroth
ya antes del boom de la demografía histórica como «modo de pobla
ción preindustrial» y metafóricamente denominada por los franceses
hasta hace poco ancien régime démographique, es calificada delibera
damente de «sistema» en el debate actual3 .
3
Trabajos importantes en los que -no sin controversia- se discute el carácter sistemá
tico de la evolución demográfica de la Edad Moderna y a los que se refiere el texto siguiente:
18
La idea es que en las sociedades de la vieja Europa, en todos los
estratos sociales, había procedimientos de adaptación de la conducta
que, bajo la presión del a veces precario equilibrio entre el tamaño de la
población y los recursos alimentarios, relacionaban «sistémicamente»
entre sí los posibles impedimentos o libertades institucionales, econó
micos y sociales, para la evolución de la población, de tal manera que
los checks represivos, al menos en l.a forma de muerte por hambre -por
muy horribles que resultaran para algunos grupos demográficos-, para
el conjunto de la población no tenían consecuencias negativas, sino
incluso positivas. Este <<sistema autorregulador», al que E. A. Wrigley
llamó también «sistema de realimentación negativa» y comparó por su
modo de funcionamiento con el principio psicológico de la adaptación
«homeostática» de los sistemas orgánicos, se basaba en los siguientes
elementos, resumidos grosso modo:
En las poblaciones campesinas de la Edad Moderna, pero también
entre las clases artesanas urbanas, había una condición «férrea» para la
fundación de un hogar y de una familia y, por tanto, para la procreación
legítima: entrar en el matrimonio teniendo un medio de subsistencia
suficiente para mantener a la futura familia; es decir, una finca o una
empresa artesanal. Por todo lo que sabemos hoy, parece seguro que esta
regla, a la que sólo podían sustraerse los estratos superiores nobles y
burgueses, así como aquellos campesinos y artesanos acomodados que
podían comprar a sus hijos no herederos una plaza de oficial o similar,
era de una eficacia extraordinaria. Quien no tenía acceso a un medio de
subsistencia por herencia o por compra, carecía de la condición pre
via material para la procreación legítima (es decir, matrimonial).
Donde imperaba el derecho hereditario que favorecía sólo a un único
heredero había que esperar la muerte o el retiro del padre o de la
madre enviudada. Y en ese momento sólo el hijo mayor o el más joven,
19
según el caso, adquiría la posibilidad de fundar una familia, mientras
que los otros hijos tenían que procurarse el sustento fuera del ámbito
paterno. En zonas con libre reparto de las economías campesinas
(«división real»), a la hora de la herencia había más libertad de movi
miento, pero sólo hasta el límite, en general rápidamente conseguido,
en que el nuevo tamaño de la finca deja de cubrir las posibilidades de
subsistencia de una familia campesina.
Naturalmente había posibilidades de saltarse las normas en lo
tocante a la procreación y las relaciones sexuales, aunque no a la fun
dación de una familia. En la Europa preindustrial está documentada
la existencia de hijos ilegítimos, lo mismo que el infanticidio y el
abandono de niños, así como diversas prácticas del acto sexual «sin
consecuencias» (existen testimonios, sobre todo, de coitus inte
rruptus, de coito anal y de formas rudimentarias de anticoncepción
mecánica). Investigaciones más recientes demuestran, sin embargo,
que estas «soluciones» prematrimoniales eran mucho menos prac
ticadas -en el núcleo franco-renano de la Europa «clásica» menos
todavía que en sus «zonas marginales» del sur, el este, el norte y el
noroeste- de lo que se creía hasta ahora y de lo que permite suponer
un punto de vista basado en la «naturalidad» del sistema demográfico
preindustrial.
En consecuencia, tenemos que contar con que, durante mucho
tiempo después del inicio de su potencia generativa o de su capacidad
reproductiva, los hombres y las mujeres jóvenes de la Europa pre
industrial permanecían solteros y sexualmente <<ascéticos», o bien se
conformaban con las diversas prácticas onanistas, a las que la investi
gación cuantificadora del historiador no tiene acceso. La «boda apla
zada» era el único procedimiento eficaz que en el sistema demográfi
co preindustrial establecía el equilibrio entre las partes de la población
con capacidad para casarse y los medios de subsistencia disponibles.
Aquí se ve que las tesis generales sobre la relación entre población y
recursos alimenticios pueden inducir fácilmente a error. El precepto
regulador decisivo no era el tamaño de los «recursos» en abstracto,
sino los medios de alimentación existentes en cada región, cuyo
tamaño y número venían determinados y delimitados por las condicio
nes jurídicas (derecho sucesorio), técnicas (las posibilidades de esta
blecer nuevos medios de subsistencia en terrenos no cultivados) y
político-señoriales (la expansión de dominios nobiliarios en el campo,
la limitación gremial del artesanado en la ciudad). Los recursos ali
menticios en abstracto pueden ser mayores, y de hecho lo eran, que las
posibilidades reales de su uso por parte de las poblaciones campesinas
y urbanas.
Al trabajo exhaustivo con los libros parroquiales, de cuyos métodos
no nos vamos a ocupar aquí en detalle, debemos el que muchas regio-
20
Cuotas en%
200
180
160 Hombres
Mujeres ----
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15,16 19.20 23.24 27,28 Jl,32 35,36 39.40 43.44 47,48
21
índice de soltería del 13 por 100, y contando con la mortalidad duran
te el parto, los abortos, la esterilidad prematura y los riesgos de viude
dad, la descendencia media de una mujer se redujo a cinco hijos». Si a
ello se añaden las altas cotas de mortalidad infantil durante toda la
Edad Moderna, se comprenderá por qué el recuento de numerosos pue
blos campesinos franceses ha dado como resultado que en las zonas
rurales sólo tres o cuatro niños alcanzasen la edad de veinticinco años.
Tras el crudo lenguaje demográfico se ocultan, por tanto, unos
hechos histórico-sociales significativos. Las poblaciones rurales y
urbanas de Europa, con la ayuda de la boda «aplazada», fomentaron
considerablemente la planificación familiar. Es cierto que, una vez
casada, una mujer tenía, por regla general, un niño cada dos años,
pero también lo es que no empezaba a tenerlos hasta que ya habían
pasado sus primeros siete o diez años de fertilidad especialmente alta.
Pierre Chaunu ha plasmado este hecho en una fórmula que se ha con
vertido en un clásico: La práctica de la boda «aplazada», predominan
te en la mayoría de las familias no excepcionalmente acaudaladas,
«fue en la Europa del Ancien Régime la auténtica arma del control de
la natalidad».
Dupaquier ha modificado esta fórmula con razones fundadas. En
su opinión, no es la «boda aplazada» el concepto apropiado, sino la
«necesaria soltería temporal». Y es que, en la práctica, el matrimonio
tardío no era un acto fruto de la libre voluntad de las clases sociales
afectadas, sino una necesidad forzada por las condiciones externas;
necesidad que para las personas, aunque hubieran aceptado, como
cree Chaunu, el ascetismo sexual con la ayuda de la socialización
familiar y eclesiástica, supuso una verdadera maldición en unos años
tan decisivos de su vida. Y ello no tanto por la fecha tardía de la boda,
que incluso desde una perspectiva actual no parece demasiado anó
mala, como por la abstinencia sexual que la precedía, por el rígido
control familiar y social al que ésta estaba sometida, por las circuns
tancias a veces temporalmente humillantes de la larga espera de la
herencia y, finalmente, por la penosa búsqueda de «medios de alimen
tación» fuera de la herencia paterna.
Naturalmente, el matrimonio tardío, tal y como se desprende de las
cifras, es un promedio estadístico calculado a partir de numerosos
datos para períodos de tiempo de larga duración. La cronología revela
que la edad de matrimonio no permaneció constante en todas partes ni
en todas las épocas. La historia de la población europea de la Edad
Moderna se caracterizó por unas crisis de mortalidad cíclica: el ham
bre, la epidemia y la guerra. Las crisis de mortalidad, sobre todo la
hambruna que seguía a una mala cosecha, repercutieron decisivamente
en las poblaciones europeas de la época comprendida entre 1600 y 1750
y, juntamente con la edad de matrimonio, pusieron en marcha un pro-
22
ceso que revela con toda claridad el carácter sistemático de la historia
demográfica de la Edad Moderna4 •
Al patriarca de la demografía histórica francesa, Pierre Goubert, le
debemos unos análisis, ya clásicos, sobre la crisis de mortalidad, a la
que, precisamente por haber estado provocada principalmente por fac
tores climático-económicos en combinación con pestes epidémicas,
denomina «crisis demográfica del tipo antiguo», relacionándola así
estrechamente con la «crisis agraria del tipo antiguo».
Su mecanismo era tan sencillo como brutal. A intervalos regulares
de diez, quince o veinte años, en muchos municipios rurales y urbanos
europeos, como consecuencia de los resultados catastróficos de la
cosecha -tras una helada demasiado temprana o demasiado larga, tras
lluvias excesivas en otoño o a comienzos del verano, después de una
granizada, etc.-, los precios de los productos agrícolas básicos se dis
paraban. Hasta finales del siglo xvm no se pudo disponer de un susti
tuto realmente útil como la patata; el trigo determinaba dictatorial
mente la situación alimenticia de la mayoría de la población. En años
especialmente críticos -Goubert, para su ámbito de investigación, el
Beauvaisis del norte de Francia, hace una y otra vez referencia a la
cosecha de 1693/1694-, los precios del trigo se triplicaban, cuadrupli
caban y quintuplicaban con respecto a su valor normal, valor que, por
lo demás, volvían a alcanzar con asombrosa rapidez tras unos cuantos
años buenos. El año de la crisis, sin embargo, causaba estragos la muer
te por hambre, potenciada por los agentes patógenos que acompañan a
la escasez y que aprovechan el mal estado nutritivo. Y eso no sólo ocu
rría en las ciudades y en los municipios rurales de cierto tamaño,
cuyos habitantes no podían pasarse sin la compra o compra suplemen
taria de trigo y que, justamente en ese año de altos precios en la
alimentación, no podían vender o malvendían sus productos artesana
les, o bien se veían obligados a soportar reducciones salariales, sino
también en los propios pueblos campesinos, donde el rendimiento de
4
La mue1te en sus tres formas -hambre, epidemias y guerra- ha impulsado en los últi
mos años a las ciencias sociales internacionales a realizar fascinantes y novedosas investi
gaciones. De entre la numerosa bibliografía escogemos sólo algunas referencias imp01tan
tes para el texto: P. GoUBERT, Beauvais et le Beauvaisis de 1600 a 1730. Contribution a
l'histoire socia/e de la France du xvue siecle, 2 vols., 1960. Sobre la posible sobrevalora
ción del hambre e infravaloración de las epidemias y la guerra, véase IMHOF, Einfiihrung
(véase n. 1), pp. 46 ss. y 124 ss.-Sobre las causas agrícolas de las crisis de hambre, W. AllEL,
Massenannut und Hungerkrisen im vorindustriellen Europa, 1974.-Sobre el fenómeno general
de la muerte, tres estudios franceses -que en la actualidad ya son clásícos- con interpreta
ciones parcialmente contradictorias, en especial con respecto a la descristianización: PH. AmEs,
L' homme devant la mort, 1977. M. VOVELLE, Piété baroque et déchristianisation en Provence
au xvm' siecle. Les attitudes devant la mort d'apres les clauses des testaments, 1973.
P. CHAUNU, La Mort a Paris, 16', 17', 18' siecles, 1978. Véase también PH. ARIES, Western
Attitudes towards Death, 1974.
23
la cosecha era bajo, de mala calidad, incluso perjudicial para la salud,
o nulo.
Algunas consecuencias demográficas de la crisis de la cosecha se
manifestaban inmediatamente. Junto con los precios, se disparaba la tasa
de mortalidad; al mismo tiempo, el número de matrimonios se aproxi
maba con frecuencia al punto cero y descendía el número de bautizos y,
sobre todo, el de embarazos (concepciones).
Así pues, el aspecto de la conducta generativa de una comunidad
campesina reflejaba de forma notable la penuria de su alimentación,
abastecimiento y salud durante una crisis de hambre. Moría gran parte
de la población; muchos proyectos de boda de frustraban, se anulaban
o se aplazaban; numerosos niños morían con sus madres, ya fuera den
tro del seno materno, o bien durante o poco después del nacimiento; se
aplazaban conscientemente los nuevos embarazos (?), o caían víctimas
de la «amenorrea por hambre», una esterilidad temporal de las muje
res insuficiente, mal o equivocadamente alimentadas.
Se puede partir del hecho que la crisis demográfica, al igual que la
crisis agraria del «tipo antiguo», fue un fenómeno común a toda
Europa, si bien no en todas partes se dio con la misma fuerza y bruta
lidad que describe Goubert para el Beauvaisis. Como es natural,
muchos factores del entorno económico, social y ecológico determi
naron el desarrollo de la crisis; incluso en el Beauvaisis, la diferencia
en la estructura productiva, adquisitiva y del suelo de cada zona moti
varon un desarrollo muy diferente de la crisis. Allí donde había auto
ridades municipales, comunidades de religiosos, terratenientes y
príncipes territoriales atentos y responsables, que sabían organizar la
«beneficiencia pública», las ciudades, sobre todo, podían librarse de
lo peor. Pero, en general, la muerte -sobre todo las crisis de mortali
dad-, fue «omnipresente», «estructural» (Pierre Chaunu) en la Euro
pa de la Edad Moderna.
Pero, ¿cuáles fueron las consecuencias a medio y a largo plazo de
la crisis demográfica del «tipo antiguo»? ¿Cómo repercutió ésta en el
«modo de población preindustrial»? ¿Cómo fue conformada por el <<sis
tema autorregulador»? Está comprobado que en las sociedades prein
dustriales los principales afectados por las crisis demográficas del «tipo
antiguo» fueron dos grupos de edad: los lactantes, los niños y los ado
lescentes, por una parte, y las personas mayores, que ya no formaban
parte del proceso de reproducción demográfica, por otra parte. Por
muy cínico que pueda sonar, las altas tasas de mortalidad de la pobla
ción mayor tenían consecuencias «beneficiosas» para el conjunto de
un pueblo. Las fincas y las empresas artesanales se quedaban libres
antes de lo esperado: había espacio, incluso mucho espacio en las cri
sis graves, para fundar nuevas familias. De hecho, los historiadores,
sobre todo, franceses, han constatado unánimemente una serie de cam-
24
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Bodas 15
1(1
25
bios de ritmo en las poblaciones rurales después de crisis demográfi
cas fuertes: en primer lugar, un ascenso de la fertilidad matrimonial de
este grupo de edad, como señal de que la generación, inmersa en el
proceso laboral y productivo, también «se aprovechaba» a su manera de
la crisis; luego, una disminución de las cifras de soltería «definitiva»
-bastante alta en general, es decir, en tiempos «normales»-; por últi
mo, como aspecto probablemente más importante, un fuerte incre
mento de los matrimonios tras el final de la crisis, con un auténtico
baby-boom nueve meses más tarde. Si alguna vez descendió notable
mente la edad de matrimonio en la Europa clásica de hasta mediados
del siglo xvm fue como consecuencia de estas crisis.
Con arreglo a su intención y a su efecto, el sistema demográfico
preindustrial, con sus mecanismos de adaptación condicionados por
lo económico-social e interiorizados en forma de hábitos de conduc
ta, fue un arma contra el crecimiento desenfrenado de la población,
contra, como dicen los franceses, el «mundo lleno». Definido por la
opinión unánime de la investigación como una conquista específica
de las civilizaciones <<clásicas» de la Europa central, occidental y sep
tentrional, no conocida por las civilizaciones anteriores ni por las
sociedades coetáneas de los ámbitos oriental y sudoriental, el sistema
demográfico preindustrial guió el desarrollo contenido de la pobla
ción europea desde el siglo xvr hasta el XVIII. ¿Durante cuánto tiem
po permaneció vigente? Sobre todo: ¿seguía vigente cuando a media
dos del siglo XVIII comenzó en toda Europa el proceso de rápido
crecimiento demográfico? Si es así, ¿qué factores hicieron posible este
crecimiento que se había visto impedido durante más de dos siglos
bajo el signo del modo de población preindustrial? Si no es así, ¿qué
factores abolieron este sistema «autorregulador»?
Puede parecer sorprendente, pero en la investigación -altamente
diferenciada- sobre la demografía histórica todavía no hay respuestas
concluyentes a esta pregunta.
Durante mucho tiempo se ha intentado explicar este crecimiento
como resultado de las mejoras prácticas en la alimentación, la
higiene y la provisión medicinal de las poblaciones europeas 5: gra
cias a las reformas de la economía agrícola, a la ampliación de la
producción y a un aumento limitado de la productividad fue posible
alimentar a más personas que antes. Nuevas instalaciones higiénico-
5
Sobre el problema del aumento de la población desde el siglo xvrn, al que los histo
riadores-demógrafos han dado en llamar «transición demográfica», véase IMHOF, Ein
fiihrung (n. 1), pp. 60 ss. Algunos trabajos importantes sobre la historia de las epide
mias, la medicina y el clima: E. WOEHLKENS, Pest und Ruhr im 16. und 17. Jahrhundert.
Grundlagen einer statistisch-topographischen Beschreibung der grossen Seuchen, ins
besondere in der Stadt Uelzen, 1954. J.-N. BIRABEN, Les hommes et la peste en France et
26
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1700 1800 1900
27
población provocado por la demanda y por la subida de los precios,
que su causa. Los terratenientes, los campesinos hacendados y los
arrendatarios seguro que no administraban sus bienes con la vaga
esperanza de una posible ampliación de la demanda, sino que sólo se
aventuraban a utilizar las innovaciones técnicas y la tierra sin cultivar
cuando el mercado prometía a cambio un cuantioso beneficio. Basta
con pensar en el famoso ejemplo de Montesquieu, filósofo francés y
terrateniente productor vinícola, que en tomo a 1735, como cabildero
de los productores y comerciantes de vino de Burdeos, abogó ante el
gobierno por la ampliación del cultivo de la vid a costa del trigo, por
que solamente el cultivo y la producción (¡léase exportación!) de vino
prometía en aquella época beneficios, pero no así la de trigo, que estaba
sometida a un riguroso control de precios por parte del absolutismo en
tanto que Estado proteccionista y social.
Parece razonable que, para seguir buscando explicaciones, se con
temple el propio <<sistema autorregulador» del modo de población
preindustrial. Porque si este modelo resulta tan convincente para los
siglos anteriores como creen muchos historiadores, también tendrá
que servir -al menos ex negativo- para el momento en que se inician
los cambios. De hecho, hay algunas observaciones empíricas al res
pecto. El principal instrumento de control del sistema demográfico
preindustrial era, como ya se ha dicho, el número limitado de alimen
tos disponibles. Las crisis agrícolas y el hambre y, en consecuencia, la
mortalidad se ocupaban de que de vez en cuando se crearan espacios
libres sin que la consecuencia fuera una explosión demográfica. Hay
muchas cosas que parecen indicar que, con la gran hambruna de
1740/1741, en numerosos países de Europa se acabó el funcionamien
to combinado -tan eficaz para provocar una crisis- de hambre y muer
te. Es cierto que la crisis agraria del «tipo antiguo» se mantuvo hasta
bien entrado el siglo xrx, y que tanto en tomo a 1771/1772 como hacia
1847 nos encontramos con dos nuevos y destacados ejemplos, que se
pueden comprobar por el índice de precios; pero también lo es que en
ninguno de los dos casos siguió una mortalidad tan generalizada como
la que caracterizó los decenios precedentes.
¿ Cómo se llegó a este cambio significativo en el terreno de la mor
talidad? También en este aspecto carecen de seguridad las opiniones
de los historiadores. Puede que las mencionadas mejoras higiénico
medicinales hayan desempeñado en esto un papel igual de limitado que
las -paulatinamente eficaces- reformas agrarias, las cuales, aunque al
principio se vieron estimuladas por el crecimiento de la población, en
algún momento contribuyeron a la estabilización del mismo. Asimis
mo, algunos historiadores han tenido en cuenta el clima -en general más
benévolo, es decir, unos pocos grados más templado- que distingue la
época de la Ilustración del pequeño «período glacial» de Luis XIV.
28
Sin embargo, parece más importante la «casualidad» de que a finales
del siglo XVII -territorios como Prusia Oriental (1709-1711) y la
región de Marsella (1720) constituyen una excepción- la peste se des
pidiera de la historia.
Suponiendo que los fuegos o el alimento, como base del sustento de
una familia, permanecieran constantes, el sistema demográfico preindus
trial tendría que haber reaccionado a los cambios producidos en la morta
lidad con otra restricción de la fertilidad general -es decir, con un nuevo
aumento de la edad del matrimonio, con una ampliación de la soltería
«definitiva» o con una limitación de la fecundidad matrimonial-, para así
evitar una explosión demográfica. El crecimiento de la población desde
mediados del siglo XVIII indica, sin embargo, que esto no ocurrió así o
que, al menos, no ocurrió de manera general. De ahí que, en consecuen
cia, haya que examinar si en esta época no se aflojó el estrecho vínculo
existente entre creación de familias y suficiencia de alimentos, al menos
en determinadas capas sociales, o si no se amplió considerablemente el
número de fuegos existentes.
De hecho, algunas observaciones empíricas respaldan estas hipó
tesis. Los intentos aislados de una «política de población» estatal
absolutista debieron de desempeñar sólo un papel secundario, que sin
duda posibilitaron la existencia de nuevas familias, aunque en zonas
muy delimitadas. Mucho más relevante parece el proceso de expan
sión -recientemente en el punto de mira- de los fabricantes rurales,
con su industria doméstica que trasciende las relaciones y condiciones
de producción campesina 6. La actividad doméstica ,,protoindustrial»,
con su economía familiar de trabajo intensivo y orientada al dinero,
que ya existía en el siglo xvn, pero que en el XVIII experimentó un
auge especial, no sólo posibilitó un matrimonio y una crianza de los
hijos tempranos en comparación con la tradición campesina, sino que
los hizo necesarios por motivos de organización laboral de la economía
familiar. Parece fuera de toda duda que el modo de población pre
industrial, en regiones con una perceptible concentración de industria
doméstica rural, perdió eficacia precisamente en aquellas clases socia
les que en los siglos anteriores se habían visto especialmente afectadas
por la relación funcional existente entre la fundación de una familia y
una suficiente capacidad adquisitiva agraria y artesano-gremial: las
clases de los pequeños campesinos, la servidumbre, los criados y cria
das no independientes y no casados.
6 Sobre la industria doméstica, véase más adelante, p. 64 ss. Sobre la cuestión de los
cambios de la situación demográfica en el siglo xvm debidos a la protoindustrialización,
véanse los dos artículos de H. LINDE (pp. 32-52) y H. MEDICK (pp. 254-282) en W. Conze,
Sozialgeschichte der Familie (como en la n. 3).
29
Pero también aquellas regiones que no conocían la concentración
protoindustrial parecen haber contribuido a la abolición del antiguo
sistema demográfico. Mientras que en el transcurso del siglo XVIII el
viejo pattern generador se reforzaba precisamente entre las clases bur
guesas y nobles, en las clases bajas rurales y urbanas comenzaba un
proceso de creciente actividad matrimonial y reproductora, proceso
que -liberado de las crisis cíclicas de mortalidad- ya no se veía frena
do ni siquiera por el precepto regulador de la suficiencia de «alimen
tos». De los heuerlingen de la Alemania noroccidental, de los giirtner
y hiiusler de Sajonia y Silesia, de los jornaleros, inwohner, einlieger,
manouvriers y cottagers de otros territorios alemanes y europeos, sabe
mos que se asentaban en la mitad, un cuarto o un octavo de miserables
«alimentaciones» y que, no obstante, fundaban familias y engendraban
hijos. Donde no se les ofrecía la solución protoindustrial, donde el ser
vicio agrícola remunerado no les alcanzaba para vivir, buscaban ingre
sos adicionales trabajando de temporeros, itinerantes o alistándose en
la marina. La segunda mitad del siglo XVIII es en toda Europa una época
de crecimiento desmedido de estas clases bajas rurales y urbanas. Al
abolir desde abajo el viejo sistema de población, amenazaban no sólo
el precario equilibrio demográfico de Europa, que había durado siglos,
sino el conjunto del entramado socio-estamental de la vieja Europa. En
otro lugar de este volumen habrá ocasión de examinar este aspecto con
más detalle.
2. FAMILIA
30
tívo de las personas. Pues sólo la demostración de tales medios de sub
sistencia daba lugar, por regla general, a la fundación de una familia; y
sólo en la familia recaían las principales decisiones acerca de la futura
marcha de la evolución demográfica.
Resulta fácil hacerse una idea del enorme grado de dependencia
existente entre la fundación de una familia -y, por tanto, la posibilidad
de reproducción del género humano- y los medios de subsistencia, si
se describe esta relación con categorías político-económicas. Tanto en
la agricultura como en la industria urbana, los medios de subsistencia
de la era preindustrial eran fundamentalmente «bienes escasos». Su
número no se podía aumentar a voluntad ni tan deprisa como para
satisfacer en todo momento la creciente demanda. En el campo, el lati
fundio del Estado, el clero, la nobleza, la burguesía y los campesinos
acomodados limitaba el número de medios de subsistencia agrícolas
disponibles; las condiciones político-jurídico-señoriales generales
repercutían igual que el hecho de que para el sustento de una familia
campesina se necesitaran tierras de un tamaño mínimo determinado.
En la industria urbana, la limitada demanda de bienes industriales era
responsable de la restricción en la misma medida que la rígida influen
cia de los gremios en la fundación de empresas, influencia que duran
te toda la época de la Edad Moderna puede calificarse de restrictiva.
Por otra parte, el trabajo agrícola y artesanal tambien dependía del
acto de fundar una familia. En la época preindustrial, la familia no
sólo era -y lo sigue siendo hasta hoy- la institución esencial de la
reproducción biológica. Al mismo tiempo era -cosa que hoy ya no
el lugar principal de la producción y organización del trabajo. En este
sentido, los medios de subsistencia no sólo eran la condición previa
para la fundación de una familia, sino ésta también la condición pre
via para la subsistencia. En la época preindustrial, la mayor parte de
las personas trabajaba y producía donde vivía y moraba. Oficios que
separaran al hombre de su hogar y su familia -ya fuera en la manu
factura, donde era regularmente pagado por su trabajo, o en el <<sector
terciario», donde prestaba servicio como oficial del Estado, de la
Iglesia o como empleado de un terrateniente- eran una rarísima
excepción. Incluso para el jornalero, el bracero o el oficial artesano,
al que las estrictas y poco elásticas relaciones del orden social y econó
mico preindustrial no le ofrecían ninguna perspectiva de poseer un
medio de subsistencia que bastara por sí solo, la relación con la fami
lia como lugar de producción tenía una gran importancia, tanto si per
tenecía a la familia y a la casa de un señor en calidad de inquilino y
podía llegar a fundar su propia familia con el consentimiento del
señor y en la casa de éste, como sí ampliaba su insuficiente base de
subsistencia mediante un pequeño lote de tierra, casi siempre arren
dado, que cultivaba su propia y pequeña familia.
31
Conceptos como «familia» y «fundación de una familia» se com
prenden muy fácilmente porque en la actualidad van asociados a
ideas jurídicas y sociales muy claras. Pero, ¿qué era la familia en el
pasado preindustrial de Europa y en qué se diferenciaba de la familia
del presente?7
La diferencia más significativa ya se ha descrito mediante alusio
nes. Como lugar principal de la reproducción, la producción y la orga
nización del trabajo, la familia en todo el período de la Edad Moderna
se caracterizaba por una multiplicidad de funciones que la convertían
en el elemento estructural central del orden social preindustrial, frente
al cual la historia social de la familia desde finales del siglo xvrn hasta
la actualidad es concebida, con razón, como un proceso de <<pérdida
de función» o, mejor dicho, de «descarga de función». A partir de esta
circunstancia se desprenden importantes conclusiones para el análisis
histórico-social de la familia. Estamos acostumbrados a contemplar
una familia como un sistema de relaciones de parentesco. En la época
preindustrial, sin embargo, la pertenencia a la familia de un señor no la
decidía la relación de parentesco, sino la función que desempeñaba un
miembro del hogar en el marco de la organización del trabajo. En este
sentido, un siervo, una criada, un criado, un inquilino, pertenecía a la
familia del señor, pero no su hermano, que no había heredado y se había
comprado una finca en otro lugar o había emigrado a una ciudad. Los
libros de almas austriacos del siglo xvrr, por ejemplo, no muestran con
claridad que los hijos de un «padre de familia» inscritos en ellos fue
ran efectivamente los suyos; pero sin duda pertenecían a su «comuni
dad doméstica», a la familia.
Por cierto, esto no significa que las relaciones de parentesco, dentro y
fuera de la casa, no fueran sentidas y ponderadas. Basta con remitir a las
grandes familias de príncipes y nobles, a la política de casamientos y al
sistema de sus relaciones familiares extendidas por regiones enteras,
incluso por continentes, para subrayar la relevancia que tenía también en
esta época un concepto de familia basado en el parentesco. También las
múltiples formas del derecho sucesorio rural se encargaban de que, den
tro de una comunidad doméstica, hubiera unas relaciones especiales -y,
naturalmente, también unos conflictos especiales- entre parientes por
consaguineidad, los cuales se abrían paso a través del entramado del
círculo de personas que participaban en la organización del trabajo de «la
casa compleja». Así, por ejemplo, el futuro heredero del cabeza de fami
lia-por regla general, su hijo mayor o menor- destacaba claramente con
respecto a todos los demás miembros de la comunidad doméstica, inclui-
7
Sobre la historia de la forma social «familia» ha habido en los últimos años una serie
de publicaciones fundamentales, de las que aquí sólo puede ser mencionada una pequeña
32
dos sus hermanos y sus hermanas. En algunas regiones europeas, en las
que se había impuesto la división real de las posesiones campesinas,
adquiria especial importancia el criterio de sustento de los descendientes
del cabeza de familia, incluso frente a la preocupación por el cuidado de
una posesión y del correspondiente tamaño de la explotación. En Nor
mandía, por ejemplo, cada hijo, a la muerte del padre, recibía la parte de
la posesión que le correspondía, <<aunque hubiera abandonado años atrás
a su familia y aunque él mismo hubiera renunciado formalmente a su
parte de la herencia» (Flandrin).
Como es natural, los inconvenientes de tal procedimiento sucesorio
se dejaron sentir mucho en las zonas en las que se practicaba la división
real y, tal como ilustra el ejemplo de Normandía, se intentó atajarlos
mediante acuerdos contrarios en interés de una unidad de explotación
con capacidad de funcionamiento. De ahí que en muchas regiones
europeas se impusiera, no por casualidad, el derecho del heredero
único, y aquí la forma social «familia» hacía clara referencia a <<la casa
compleja» como lugar de producción.
Parece obvio que los historiadores tengan sus dudas a la hora de
calificar como familia esa forma de estructura social de la época pre
industrial. Según nuestra interpretación actual, ese concepto de familia
nos resulta demasiado ajeno, ya que estamos muy influidos por el
modelo de la «pequeña familia» burguesa moderna, modelo que no
tuvo vigencia general hasta que a finales del siglo xvm se rompió el
estrecho vínculo entre familia y organización del trabajo. Nuestro con
cepto moderno de familia, que eleva el parentesco a criterio dominante,
se ha desarrollado a partir de esa época. Con anterioridad, «la totalidad
de las personas que viven en una casa» era calificada de familia; la
palabra latina familia, cuyo significado esencial es «casa», expresaba,
como pater y mater, «no una relación genealógica, sino una dependen-
33
cia señorial» (Mitterauer). Así, también en la Edad Moderna podría
hablarse de «familia» si se deja claro que con ello nos referimos al
grupo de personas encabezadas por el paterfamilias que vivían juntas
en la misma casa para desempeñar una tarea de producción agrícola o
artesanal y cuyos papeles individuales estaban determinados principal
mente por este objetivo y no por las relaciones de parentesco.
Quien quiera evitar el dilema de elegir entre conceptos de familia
muy diferentes, que eche tranquilamente mano, para caracterizar las
relaciones preindustriales, del concepto de «casa» o de «hogar», que
de hecho ilustra buena parte de lo que caracterizaba a la familia prein
dustrial como lugar de trabajo. Por regla general, el que quería produ
cir como campesino o como artesano, necesitaba, en efecto una casa.
Sólo la casa le ofrecía la posibilidad de casarse, de engendrar hijos, de
acoger criados; sólo quien disponía de una casa estaba verdadera
mente capacitado en aquella época para fundar una familia; es más,
sólo la casa le daba -al menos en el campo- una reputación duradera.
Que dicha casa abarcaba más de lo que da a entender nuestro restringi
do concepto moderno de «hogar» es algo que han visto con claridad
W. H. Riehl y, tras él, Otto Brunner, y por eso han acuñado el concep
to de «casa compleja»: también éste es un procedimiento muy sugesti
vo, siempre que no se cometa el error de contemplar esta casa «com
pleja» como una casa «grande» 8•
La variedad de funciones de una familia-hogar agrícola o artesanal
destaca claramente cuando se tiene presente la variedad de papeles
que se desempeñan en ella.
En primer lugar está el que preside el hogar, el pater familias. Sin
duda, una parte de su papel está determinada por los vínculos familia
res y por el parentesco: es el marido y el verdadero padre. Pero cuan
do se trata de la producción y de la organización del trabajo, es sobre
todo el dueño y señor, el director de la economía, y este papel es tanto
más importante cuanto mayor sea la posesión o empresa y el hogar.
Como dueño de su casa representa este papel también hacia fuera: en
la ciudad, entre las organizaciones gremiales; en el campo, entre la
comunidad campesina; en las conversaciones, las negociaciones y las
querellas con el terrateniente. La importancia de su posición se hace
evidente por el hecho de que ésta nunca debe permanecer vacante
8
Sobre la temática de la «casa compleja», véase O. BRUNNER, «Das "ganze Haus" und
die alteuropaische "Ókonomik"», en id., Neue Wege der Veifassungs- und Sozialgeschichte,
2
1968, pp. 103-127. La obra en la que se acuñó este concepto, merecedora aún de una lec
tura como fuente de una concepción decimonónica de la familia idealizadora e ideologi
zante es: W. H. RIEHL, Die Naturgeschichte des deutschen Volkes, resumida y editada por
v. G. Ipsen, 1935. Sobre el siglo XIX, véase también F. LE PLAY, L'organisation de lafami
lle, 1871.
34
durante mucho tiempo. Si muere o si la enfermedad y la debilidad senil
le obligan a retirarse, inmediatamente asciende su heredero. En efecto,
las múltiples formas de retiro campesino se han desarrollado principal
mente porque el hogar campesino debía tener en todo momento asegu
rada la energía de un presidente activo y capaz de llevar la economía, es
decir, no demasiado viejo.
Otro papel diferente, pero no menos importante, es el de la señora
de la casa. Por supuesto, dicho papel se caracteriza en parte por el cui
dado y la crianza de sus propios hijos. Pero como directora de la casa
en su conjunto le corresponde también velar por el bienestar y la pros
peridad de todos los miembros familiares que participen en el proceso
de producción. Tampoco su función admite una vacante. Si muere
pronto, por regla general es rápidamente sustituida por una sucesora.
Los libros de almas de las más diversas regiones europeas dan testimo
nio del gran número de hogares con segundos o terceros matrimonios
de los cabezas de familia. Naturalmente, los hijos que la segunda o ter
cera mujer se lleve de un matrimonio anterior o los que traiga al mundo
en la nueva casa quedan incluidos en la familia del cabeza defamilia 9•
Luego vienen los niños. Como ya se ha dicho, no siempre está cla
ramente demostrado si los hijos que nos encontramos en la familia
hogar preindustrial son efectivamente descendientes naturales del padre
de la casa. Dos funciones caracterizan de modo especial al grupo de
los hijos. Por una parte, en él se recluta al que posteriormente presidi
rá el hogar, al heredero, al possessor. En las zonas con heredero único,
se trata del hijo menor o del hijo mayor, posición que formalmente
sólo afecta a un único hijo, pero que en realidad, dada la alta tasa de
mortalidad infantil, a lo largo de un ciclo familiar puede ser importan
te para cualquier hijo varón. Cuando faltan descendientes varones, la
boda de una hija se convierte en un fenómeno de gran importancia,
dado que así se ofrece la oportunidad de meter en casa a un forastero
acaudalado que presida el hogar. Por lo demás, a los niños hay que
verlos sobre todo como mano de obra. Un hogar campesino, pero tam
bién una empresa artesanal de cierto tamaño, necesita mucha mano de
obra, y los niños y los adolescentes desempeñaban un papel especial
en esta función cuando no había medios suficientes para dotar a la
empresa «con arreglo al rango social», en este caso, de criados. Por
otra parte, también puede ocurrir que haya demasiados niños en casa,
que no todos puedan ser alimentados. Entonces algunos abandonan el
hogar, se acomodan en casas de parientes o vecinos, y entran así en
otras familias u otras casas como criados y criadas.
9
Mítterauer y Sieder, Patriarchat, cit. (véase n. 7), p. 52.
35
Ya se ha insistido en que los criados y las criadas -la servidumbre
estaban ampliamente integrados en la «casa» del señor. Asimismo se
ha recalcado que a menudo hemos de ver en ellos a parientes -sobri
nas, sobrinos y, con frecuencia, también hijastros- del cabeza de fami
lia y de su mujer. Fundamentalmente, el objetivo final de su vida es
hallar una colocación y una casa propias. En épocas de gran diferencia
de salarios entre la ciudad y el campo, el éxodo rural se les presenta
como el inicio de un ascenso en la escala social. Cuando esto no es
posible o no lo consiguen, no es raro que permanezcan durante toda la
vida en casa del señor sin casarse, o bien que funden con su permiso
una familia propia.
Entonces se incorporan al grupo de difícil comprensión de los
inwohner, que aparecen una y otra vez en los libros de almas de las regio
nes rurales de la antigua Europa. También su función se definirá en pri
mordialmente en esta época en relación con la casa y la empresa del
señor. El que muy a menudo tengan ese papel parientes del señor de la
casa permite deducir el espinoso problema jurídico-social del sustento de
los hermanos no herederos. De la servidumbre se diferencian formal
mente en que a ellos les está concedida la fundación de una familia. Está
comprobado que tales inwohner, ya antes de la industrialización, consi
guen en hogares urbanos cierta independencia que los convierte práctica
mente en inquilinos, más allá del vínculo familiar con el señor de la
casa. El hecho de que, como muy tarde en el siglo XVIII, también se esté
dispuesto a conceder el status familiar a los inwohner rurales parece indi
car en este sector cambios sociales y económicos cuyo aspecto preciso
sigue siendo un importante desideratum de la investigación.
Un grupo particular lo forman, finalmente, los campesinos retira
dos. Por numerosas descripciones literarias sabemos la carga tan one
rosa que podía suponer el sustento de los padres o de los suegros en la
empresa de un joven possessor campesino. El retiro campesino esta
blece acuerdos contractuales precisos sobre prestaciones en efectivo y
pagos en especie, sobre la vivienda que les corresponde a los campesi
nos retirados y sobre servicios que hay que prestarles. Cuando se dis
pone de recursos abundantes puede ocurrir que los retirados perma
nezcan considerablemente al margen de la familia del heredero, pero
por regla general también el campesino retirado quedará integrado en
la «casa compleja» como mano de obra para servicios sencillos en la casa
y en la finca. Sólo en hogares acomodados se debe uno imaginar el
retiro campesino como un proceso relativamente armónico de relevo
generacional; en las casas de los pequeños y medianos labradores, por
el contrario, el retiro debió de generar tensiones considerables, sobre
todo cuando las hermanas sin medios de subsistencia del heredero
entraban en el contrato, cosa que ocurría con frecuencia. Probable
mente sea por esta misma razón por lo que en los libros de almas
36
encontramos muy a menudo viudas retiradas que, en lugar de volver a
casarse y meter en casa a un nuevo propietario, complicando así aún
más la situación familiar interna, se ponen en manos de un hijo, mien
tras que los padres enviudados suelen elegir el camino de un nuevo
enlace matrimonial, incluso a una edad avanzada.
Si se acepta como un hecho consumado la unidad entre familia y
hogar, y se ve su fuerza estructural en el hecho de que, para la mayoría
de las personas, dicha unidad era al mismo tiempo lugar de vida, de tra
bajo, de producción y de consumo, salta a la vista que todas las teorías
y especulaciones realizadas hasta ahora sobre los tamaños y estructuras
«típicos»de la casa-familia preindustrial tuvieron que pasar por alto la
realidad histórica. Especialmente la teoría desarrollada en el siglo XIX
por G. Le Play y W. H. Riehl sobre la «gran familia» preindustrial ha
sido sistemáticamente rebatida por la valoración estadística de los
libros de almas de los siglos xv1, xvn y xvm 10• Innumerables premisas
jurídicas, económicas, político-sociales y también histórico-demográ
ficas decidían sobre el tamaño de una casa familiar tanto desde el punto
de vista numérico como en lo relativo al número de generaciones que
convivían. No es sorprendente que en la nobleza, en las cortes reales,
pero también en casas de la alta burguesía, encontremos entre veinte y
cuarenta de personas, aunque en ocasiones superasen las cien o incluso
alcanzasen las doscientas. Para una historia de las clases altas o de las
distintas casas reales o principescas, que aseguraban y ampliaban su
poder gracias a la formación familiar y la clientela, esto es una circuns
tancia significativa que formaba parte indisoluble de la estructura de la
antigua sociedad europea. Su extremo contrario eran las casas de una
sola persona y las familias conyugales puras que, en comparación con
el presente industrial, constituían, sin embargo, una quantité négligea
ble. La gran mayoría de las comunidades domésticas campesinas e
industriales muestra, por el contrario, una extraordinaria multiplicidad
de tamaños y tipos, en la que estadísticamente sólo se puede introducir
un poco de orden y de síntesis teniendo en cuenta los promedios numé
ricos y el reparto de la frecuencia. En lo que respecta al tamaño numéri
co de la casa, se ha comprobado que prácticamente en ninguna región,
10
Sobre la problemática del tamaño de la familia hay artículos en todas las obras cita
das en la n. 1. Son especialmente importantes los trabajos de M. Mitterauer, que en la actua
lidad dirige un proyecto de investigación comparativa sobre la estructura europea de la
familia y sus cambios. M. MITTERAUER «Familiengréisse-Familientypen-Farnilienzyklus.
Probleme quantitativer Auswertung von éisterreichischem Quellenmaterial», en Wehler (ed.),
Hist. Familienforschung (véase n. 7), pp. 226-255. M. MITIERAUER, «Zur Familienstruktur
in liindlichen Gebieten Ósterreichs im 17. Jahrhundert», en H. Helczmanovski (ed.), Beitrage
zur Bevolkerungs-und Sozialgeschichte Osterreichs, 1973, pp. 167-222. Donde más se «con
taba» era en Inglaterra. Véanse sobre todo los informes de Laslett en LASLETI y WALL
(eds.), Household... cit. (véase n. 7). pp. 125 ss.
37
en ningún país, dominaban las casas de grandes familias de las que había
partido Le Play. Para la exigencia de familias numéricamente grandes
de diez o más personas en la Europa preindutrial faltaban tanto las pre
misas demográficas como las jurídico-económico-sociales. Un campe
sino medio, por ejemplo, apenas tenía oportunidad de formar una gran
familia en el sentido de las teorías antiguas. Probablemente no se hicie
ra cargo de su finca de quince o veinte hectáreas hasta la muerte de su
padre. A los veintiséis, veintiocho o incluso treinta años se casaba con
una mujer unos dos años más joven, que, si estaba sana y permanecía
con vida, hasta que cumplía los cuarenta o quizá los cuarenta y cinco
años traía entre seis y diez hijos al mundo. Si este campesino vivía con
su familia a finales del siglo xvrr, podemos suponer que perdía de dos a
cuatro hijos por la mortalidad infantil; si su tierra se veía afectada por
las crisis cíclicas de la cosecha, podían ser más aún los que murieran.
Tal vez debamos imaginar viviendo en esta finca a un criado o a una
criada o a un inwohner, y probablemente también a la madre enviudada
del campesino, que vivía retirada.
Este ejemplo hipotético puede ilustrar lo que la valoración cuantitati
va de los libros de almas ha convertido en certeza en los últimos años. En
la época preindustrial, el promedio del tamaño de un hogar de las regio
nes agrícolas de la Europa central y occidental era de cuatro a seis perso
nas, y en los hogares urbanos incluso inferior. Éstos son valores que no se
diferencian esencialmente de los de la época posterior a la industrializa
ción. Los recuentos ingleses sobre todo han mostrado que existía una
clara correlación entre el status social del padre de la casa y el tamaño de
la familia: cuanto mayor era el status, mayor era la familia. El siguiente
cuadro sinóptico documenta gráficamente esta circunstancia.
38
La familia de un noble rural inglés superaba, en este caso, a la de
un labrador rico en un 40 por 100 aproximadamente y a la de un arte
sano en más de un 60 por 100. También es significativo que, si se com
paran las dos categorías superiores, la diferencia de magnitud no tiene
lugar en el plano del número de hijos, sino en el de la servidumbre.
La casa-familia preindustrial tampoco era «grande» en otro senti
do. Aparte de las casas de los grandes señores, en general era una
excepción que en una misma casa convivieran más de dos generacio
nes. La «familia nuclear», tal vez ampliada por la servidumbre y los
inwohner, dominaba en la Europa preindustrial; frente a ella disminu
yeron las familias de varias generaciones y las formas familiares com
plejas que reunían varias familias nucleares. Tampoco esto era ninguna
casualidad. De repente, las condiciones demográficas básicas dificul
taron la convivencia de tres generaciones, que probablemente hubiera
sido oportuna por razones de producción y de organización del traba
jo. La avanzada edad de matrimonio tuvo la misma repercusión que la
alta mortalidad infantil, que en muchos casos se encargaba de que un
padre fuera ya bastante mayor para cuando un heredero alcanzaba la
edad adulta. En las numerosas regiones en las que el derecho del here
dero único favorecía al hijo menor, el derecho hereditario tenía una
repercusión similar. Las premisas de la historia de las colonizaciones
y de la propiedad han influido en una medida muy considerable en el
tamaño de las comunidades domésticas preindustriales. En las coloni
zaciones de fincas aisladas y muy separadas entre sí, tal como las encon
tramos en las marismas costeras del norte de Alemania, las familias
eran generalmente más grandes que en las fincas del interior, cercanas
a los pueblos. Lo que más ha contribuido a la diferencia del tamaño de
los hogares entre estas dos regiones es el número de criados.
Si bien la familia nuclear pura o ampliada puede, por tanto, ser
calificada en general como la forma de hogar predominante, ello no
significa que faltaran excepciones notables. Como ya se ha menciona
do, las familias de la alta burguesía y de la nobleza casi siempre supe
raban numéricamente el hogar dominante de cuatro a seis personas.
También en ellas eran una excepción las familias de varias generaciones
y las formas familiares complejas. En el ámbito rural, por el contrario,
la familia con campesinos retirados ocupaba una posición especial:
reunía bajo el mismo techo a tres generaciones, si bien casi siempre por
poco tiempo. Se trata, naturalmente, de una ampliación específica de
una familia nuclear, pero no de una forma primitiva de la gran cons
telación de las familias genealógicas, como las que se han documenta
do en regiones asiáticas y del este de Europa. A diferencia de lo que
ocurría en estas zonas, los abuelos, como campesinos retirados, cedían
por completo al heredero su papel de máxima autoridad de la casa; el
padre de la nueva familia nuclear asumía este papel con todas las com-
39
petencias jurídicas y económicas; con la muerte de los retirados, la
familia quedaba inmediatamente reducida al tipo predominante de
familia nuclear pura o ampliada.
Aquí no podemos abordar en detalle otras diferencias notables del
modelo predominante. A ellas se han referido especialmente los his
toriadores franceses. Al establecer comparaciones entre el norte y el
sur de su país, se han encontrado en el norte, en general, con la casa
familia nuclear pura o ampliada como constelación dominante; sin
embargo, en el sur del país aparecen tantas formas familiares comple
jas que ya no se puede hablar de un dominio de la familia nuclear. Se
ha comprobado la existencia, ante todo, de múltiples ampliaciones
horizontales de la familia nuclear; donde más claramente se percibe
esto es en lafréreche, un hogar que constaba de dos o más hermanos
con sus familias que, evidentemente por razones tributarias, permane
cían a perpetuidad bajo el mismo techo y administraban una finca
única y no dividida.
Los numerosos intentos llevados a cabo por los historiadores en los
últimos tiempos para lograr una clasificación cuantitativa de los tama
ños de los hogares y de los tipos familiares permiten hacer en la actua
lidad afirmaciones en cierto modo seguras sobre este complejo tema.
Los pocos comentarios que han podido hallar cabida en el marco de
esta introducción no deberían hacer olvidar que la realidad histórica,
en un espacio geográfico tan grande, fue infinitamente más complica
da y más rica en facetas. El historiador francés J.-L. Flandrin11 , espe
cializado en el estudio de las familias, ha acometido en un libro
memorable, el intento de reunir y comparar los resultados de las inves
tigaciones francesas e inglesas de los últimos años. Ha llegado a con
clusiones y observaciones extremadamente diferenciadas, que permi
ten reconocer un entramado tan enmarañado de diferentes tradiciones
culturales, jurídicas, sociales y políticas en estos dos países, que su
libro puede ser interpretado precisamente como un alegato en contra
de una síntesis generalizadora. Y eso a pesar de que, en el campo de la
investigación del tamaño de los hogares y las familias, el punto de
vista cuantitativo le ha llevado a una considerable unificación de los
principios de investigación.
Mucho más complicadas están las cosas si se acomete el intento de
echar un vistazo a la vida cotidiana de la casa-familia preindustrial
más allá de las cifras. Hasta ahora, este tema ha sido despreciado por
los historiadores, y, cuando hay investigaciones al respecto, la diversi
dad regional y local desempeña un papel tan importante que la refe-
11
FLANDRIN, Familles ... , cit. (véase n. 7), pp. 68-90.
40
rencia a ella parece constituir la única afirmación general verdadera
mente aprovechable 12•
Algunos principios razonables obedecen a un punto de vista histó
rico-social sólo en la medida en que utilizan el contraste con el presen
te, es decir, subrayan lo que nos resulta inusual, ajeno, diferente del
pasado preindustrial, para de este modo, pese a la diversidad regional,
captar lo general, lo típico. Solamente en este sentido aventuraremos
aquí algunas observaciones.
La vida cotidiana de una familia preindustrial de campesinos o
artesanos es, naturalmente, la unidad temporal y vital en la que más
claramente se manifiesta la diversidad de funciones de la «casa com
pleja». Desde la perspectiva del presente, de la familia «descargada de
función», de la intimidad burguesa y de la seguridad del Estado social,
destaca la reunión en la «casa compleja» de unas personas que tienen
que llevar a cabo la difícil y penosa tarea de la producciófl y reproduc
ción en unas condiciones completamente diferentes, más difíciles y
más solapadas tanto desde el punto de vista climático como medicinal,
jurídico como político, económico como social.
Si volvemos a tomar como modelo un hogar campesino, es eviden
te que, en dicho hogar, todo lo que caracteriza la vida de una pequeña
12
Una selección bibliográfica sobre el terna «vida cotidiana» resulta difícil de elabo
rar por dos razones. Por una parte, hasta ahora faltaba una tematización precisa y, por otra,
en cualquier estudio histórico-social se comenta casi siempre algo sobre la historia de la
«vida cotidiana». Cualquier trabajo sobre las estructuras demográficas y familiares, por
ejemplo, aunque carezca de una tematización explícita, dice algo al respecto. De ahí que
nos limitemos a dar algunas referencias sobre trabajos introductorios y centrados en los
problemas, así corno sobre algunos estudios ejemplares. Acerca de la relación del histo
riador con las ciencias sociales en lo relativo a la investigación histórica de la familia, la
historia de la vida cotidiana, de la organización laboral, etc., resulta sugestivo: K. HAUSEN,
«Farnilie als Gegenstand Historischer Sozialwissenschaft», en Wehler (ed.), Historische
Farni/íenforschung (véase n. 1), pp. 171-225, especialmente 190 ss. Una breve tematización
explícita del campo de investigación «vida cotidiana» en D. SABEAN, «Intensivierung der
Arbeit und Alltagserfahrung auf dern Lande. Ein Beispiel aus Württernburg», en Sozial
wissenschaftliche Jnforrnationen, 61977, pp. 148-152. Algunos trabajos ejemplares, escri
tos sobre todo por folcloristas, proporcionan un amplio material de fuentes para el estu
dio de la vida cotidiana: R. BRAUN, Industrialisierung und Volksleben. Veréinderungen der
Lebensforrnen unter Einwirkung der verlagsindustriellen Heirnarbeit in einern landlichen
Industriegebiet vor 1800, 21979. H. MóLLER, Die kleinbiirgerliche Farnilie irn 18. Jahr
hundert. Verhalten und Gruppenkultur, 1969. K.-S. KRAMER, Volksleben irn Hochstift Barn
berg und irn Fürstenturn Coburg (1500-1800), 1967. También es importante el volumen
elaborado con motivo del Congreso de Folclore Alemán de 1965: Arbeit und Volkslebe, 1967.
Hay que tener en cuenta que el concepto «vida cotidiana o diaria», en el sentido aquí des
crito, también abarca el «domingo» y, por tanto, la investigación histórica -últimamente
muy desarrollada- de las fiestas y sus usos y costumbres (tanto religiosos corno profanos).
Dos destacados trabajos franceses: M. VovELLE, Les rnétamorphoses de la jete en Proven
ce de 1750 a 1820, 1976. Y.-M. BERCÉ, Féte et révolte. Des rnentalités populaires du XVI'
au XVIII' siecle, 1976.
41
familia burguesa de los siglos XIX y xx -la esfera de lo íntimo, el con
tacto doméstico-familiar antes del inicio y tras el final de la jornada de
trabajo, claramente delimitada, el tiempo de ocio de los domingos y
los días festivos, las relaciones afectivas entre esposos y entre padres e
hijos-, no desempeña ningún papel o sólo uno muy secundario. Las
exigencias de la organización del trabajo determinaban el ritmo de
vida campesino e incluso las relaciones interhumanas. Los aconteci
mientos familiares importantes, como una boda, la procreación y el
nacimiento, se articulaban estrictamente con arreglo al desarrollo del
acontecer laboral; en todo el ámbito europeo se ha comprobado que
los meses de noviembre y febrero eran los meses preferidos para cele
brar las bodas campesinas.
Las relaciones afectivas entre los distintos miembros de la familia
están determinadas por la organización del trabajo. No sólo los niños y
los criados, sino también la campesina desempeñan un papel destacado
como mano de obra. La campesina sólo depende del señor de la casa
por una relación de división del trabajo. Tal como consta en numerosas
descripciones históricas, es utilizada como mano de obra adicional en
la finca y en la tierra de labor, más allá de su papel doméstico. En el
marco del reparto de papeles de la «casa compleja», en general, parece
haberle caído en suerte la parte más difícil. Se levantaba antes que su
marido, normalmente antes de las cinco, y por la noche era la última en
acostarse, después de las once. Preparaba las comidas para todos los
miembros de la familia y las servía sin sentarse a la mesa. Como una
criada, se quedaba de pie detrás de la silla del señor esperando sus
órdenes, y sólo al final de la comida podía pensar en sí misma.
Como es natural, la campesina, precisamente por la multiplicidad
de sus papeles, era insustituible, y parece que en los hogares rurales de
la época preindustrial a menudo resultaba de ello cierta independen
cia de su posición con respecto al marido, independencia que no se
correspondía con la relación de autoridad. «La mujer que ha asumido
el mando en la casa», «la mujer que pega a su marido» ... : éstos eran
unos temas tan populares en las cencerradas de los vecinos de la socie
dad preindustrial que no parece desacertado deducir frecuentes con
flictos de este tipo en el seno de la familia 13•
13
Véase al respecto, para Alemania, K.-S. KRAMER, Grundriss einer rechtlichen Volks
kunde, 1974. p. 74. Como otras muchas cosas procedentes de las áreas de «antropología»
y «folclore», también la «cencerrada» ha entrado recientemente en el radio de acción de los
historiadores sociales. Un estudio piloto: E. P. TH0MPS0N, «"Rough Music": Le charivari
anglais», enAnnales ESC 27 (1972), pp. 285-312. Un ejemplo aislado interesante de la Ale
mania del siglo XVIII lo analiza M. ScHARFE, «Zum Rügebrauch», en Hessische Bliitter fiir
Volkskunde 61 (1970), pp. 45-68. Sobre la tradición de la cencerrada, desde una perspecti
va general histórico-social, se ha publicado un volumen colectivo de la «Ecole des Hautes
Etudes en Sciences Sociales»/París.
42
Sin duda, esto no es aplicable a la relación del padre de familia con
sus hijos y con los criados. Desde muy pequeños, los niños eran ini
ciados en su papel de mano de obra. Con siete u ocho años ya eran úti
les, y cuando a los once o doce abandonaban por algún tiempo la casa,
en general conocían bastante bien su oficio.
El papel desempeñado por las relaciones afectivas -amor, compa
sión, cariño, instinto maternal, orgullo paterno- es un tema muy deba
tido entre los historiadores. Flandrin ha demostrado que los libros de
doctrina eclesiástica de la Edad Moderna ya se ocupaban de estas cues
tiones más allá del mandamiento del amor cristiano. Incluso daban
recomendaciones para la relación entre el señor y la servidumbre. Por
otra parte, según la investigaciones más recientes, hay que llegar hasta
muy finales del siglo XVIII para registrar señales verdaderamente cla
ras de una sensibilización de las relaciones familiares internas que
indiquen un cambio sustancial en las estructuras de la mentalidad pre
industrial.
En general, las relaciones interhumanas de la familia pequeño-bur
guesa y, sobre todo, campesina de nuestra época estaban determinadas
por la posición dominante del señor de la casa. Era el amo de su casa,
distribuía las tareas de trabajo, mantenía bajo su dominio a la señora de
la casa, a los niños, a la servidumbre y a los inwohner, era el propietario
de los bienes muebles e inmuebles; a la muerte de su mujer elegía rápi
damente para sus hijos -sin tener en cuenta sus deseos- una madras
tra; decidía sobre las bodas de sus hijos y de sus hijas, pese a que éstos
tenían el derecho fundamental de consentimiento; establecía las condi
ciones del retiro y negociaba al respecto con los suegros de su hijo o de
su hija. En su «casa compleja» era un soberano por la gracia de Dios; y
ciertamente no es casualidad que los teóricos del Estado principesco,
desde el siglo XVI, remitieran una y otra vez al poder -deseado por
Dios- del patriarca doméstico, cuando describían la potentia absoluta
del príncipe soberano. Y, a la inversa, el «modelo monárquico» también
contribuyó considerablemente al mantenimiento y reforzamiento del
poder del padre de familia en la sociedad de la vieja Europa.
En el siguiente capítulo abordaremos algunas cuestiones importan
tes sobre el modo en que la comunidad doméstica preindustrial cum
plió particularmente con su cometido principal: la producción agrícola
y artesanal. Lo que hizo y aportó en este terreno fue producto de su pro
pia decisión sólo en una medida muy limitada. Las reglas de una agri
cultura sometida a la obligación de cultivar los campos, al cultivo por
amelgas trienales y a la dula, hacían los acuerdos comunales tan nece
sarios como los extendidos vasallajes de los señores feudales y eclesiás
ticos; las diversas potestades de inspección de los gremios en la artesa
nía tampoco dejaban demasiado espacio para la decisión individual del
productor.
43
Lo contrario ocurría con la reproducción biológica, sobre la cual, si
bien dependía en muchos aspectos de circunstancias externas, recaían
todas las decisiones importantes de las comunidades domésticas parti
culares. Ya se han mencionado los requisitos demográficos que llevaban
a la fundación de una familia; nada se ha dicho, sin embargo, sobre la
manera en que las familias, tras su fundación, llevaban a efecto la difícil
y penosa tarea de su propia reproducción. Precisamente en este terreno
hemos adquirido notables conocimientos gracias a numerosos estu
dios regionales realizados en los últimos años. E. Shorter, por ejem
plo, en un libro estimulante y discutido, ha analizado algunos de estos
estudios y nos ha esbozado una imagen extremadamente sombría del
proceso de reproducción biológica en la Edad Moderna 14• Sin duda,
tiene razón cuando alude una y otra vez a las molestas y opresoras
condiciones -por accesibles a numerosas miradas- en que convivía
y tenía que regular sus relaciones íntimas una familia pequeño
burguesa o campesina de los siglos xvn o xvm. Shorter parte con
razón de las condiciones de la vivienda, que, cuanto más se descen
día en la escala social, ofrecían tanto menos espacio para la convi
vencia íntima y la libertad individual. En la «casa compleja» del
mundo rural, las personas y el ganado vivían bajo el mismo techo,
y si se tiene en cuenta el valor material de una vaca sana y que diera
buena leche para el bienestar y el futuro de un hogar pequeño-bur
gués, se comprenderá por qué las personas no podían plantear exi
gencias desproporcionadas de espacio propio para sus necesidades
individuales.
También es cierto que el hombre medio de las sociedades de la
vieja Europa tenía que sacar adelante su vida y sobrevivir en unas
condiciones higiénicas y sanitarias un tanto críticas. Sobre todo las
ciudades pequeñas, que, por regla general, superaron lentamente su
tamaño medieval, acusaban graves <<problemas de medio ambiente»
y, sólo poco a poco y con esfuerzo, hallaron los medios y las vías
para superarlos.
No en último lugar debemos contemplar también los problemas de
alimentación. Ya se ha mencionado que el hambre sólo se convertía en
una fuerza que amenazaba la existencia en épocas de crisis y de gue
rra; pero esto no significa que en los años «normales» todo el mundo
tuviera de todo. Una historia precisa de la alimentación no debe con
formarse con afirmaciones generales, sino que ha de escribirse basán
dose estrictamente en la evolución de las crisis y las coyunturas del
14 E. SHORTER, Die Geburt der modemen Familie, 1977. Shorter, por otra parte, ha tra
bajado y publicado un material descriptivo muy amplio procedente de distintos países euro
peos, especialmente sobre los siglos xvm y XIX.
44
ámbito agrario. Sin embargo, cabe suponer que la situación general de
la alimentación empeoró y, sobre todo, se volvió incompleta precisa
mente en el transcurso de la Edad Moderna. Conocemos muchos rela
tos sobre las oportunidades de ganancia de los artesanos asalariados
del siglo xv, oportunidades que les deparaban un menú comparativa
mente rico y variado. No hay duda de que en dicho menú la carne entra
ba varias veces por semana. En el siglo XVI, sin embargo, comenzó la
caída del salario real, y poco a poco el estándar de carne de la Baja
Edad Media fue sustituido por el estándar de trigo de la Edad Moder
na. Aunque el trigo alcanzaba para el pan de todos los días, a la larga
ésta era una alimentación incompleta que, pese a la costumbre, daba
lugar a manifestaciones carenciales.
Todas estas condiciones generales de la vida familiar y de la repro
ducción están muy en la línea de la imagen sombría ofrecida por Shor
ter. De hecho, la mirada contrastada desde la modernidad es uno de
nuestros recursos esenciales para comprender el pasado. Sólo que,
para ser imparciales, no debemos permitir que se introduzcan valora
ciones que no estén al servicio de dicha comprensión. El modo que
tiene Shorter de ver la historia de las familias está basado en la pequeña
familia burguesa moderna o en modelos actuales de convivencia y repro
ducción más libres. Shorter no tiene en cuenta que las comunidades
domésticas preindustriales, si querían sobrevivir y reproducirse, no tenían
a su disposición -ni tampoco les hubiera servido de nada- un modelo
semejante. Sin duda, el cariño y el amor individuales no eran un impe
dimento para el matrimonio, pero tampoco lo instituían. Aquí lo que
contaba era el sereno cálculo de los padres sobre la novia y el novio,
cálculo al que podemos seguir el rastro en las «instituciones matrimo
niales» de los siglos XVII y XVIII incluso para la gente común.
Antes de la boda los adolescentes se enfrentaban con la espinosa
cuestión de si podían celebrarla sin la carga de la descendencia prema
trimonial. Con arreglo a todo lo que sabemos hoy, los hijos ilegítimos
no formaban parte de la vida cotidiana de las comunidades domésti
cas preindustriales, ni tampoco el aborto, el abandono de los niños o
el infanticidio. Naturalmente, está comprobado que estas prácticas
existían, y precisamente el método cuantificador ha acostumbrado a
los historiadores a atender con mucho cuidado a las curvas ascenden
tes y descendentes que puedan proporcionar información sobre posi
bles cambios, quizá coyunturales, quizá estructurales, de mentalidad y
de conducta. Las postrimerías del siglo xvm, la fase final de nuestra
época, ha resultado ser el período de tiempo en el que comienzan a
transformarse numerosas estructuras de los siglos precedentes.
Los hijos ilegítimos iniciaban la vida con malas perspectivas,
mucho peores aún que en la actualidad. Para ellos era una suerte que
darse con su madre, que quizá fuera una criada o una empleada de la
45
casa; a menudo, sin embargo, iban a parar como expósitos a las inclu
sas y los asilos, calificados por un historiador inglés de «instituciones
extremadamente eficaces para el infanticidio». Desde el punto de vista
numérico, eran muchos más los hijos concebidos antes del matrimo
nio, los «anticipados», cuyos padres eran obligados con más o menos
violencia por la Iglesia o por la vecindad a casarse y, por lo tanto, a
legitimar al hijo. Formaban parte de la vida cotidiana de la vida rural y
urbana de la época preindustrial, y algún material estadístico indica
que también ellos tenían asegurado un futuro lleno de preocupaciones.
Y es que la anticipación no estaba prevista en el modo de población
preindustrial como motivo de institución del matrimonio; si faltaban
los medios de subsistencia o si los existentes no eran suficientes, esto
suponía la penuria económica para los anticipados y para sus hermanos
posteriores.
Todavía no hay muchas investigaciones regionales sobre los medios
utilizados para combatir la ilegitimidad y la anticipación, en especial
por parte de la Iglesia. En cualquier caso, está claro que los esfuerzos
de las dos grandes religiones cristianas por limitar la sexualidad a la
vida matrimonial tuvieron, desde mediados del siglo XVI, resultados
cada vez más afortunados. No es casual que el comienzo de la clasifica
ción sistemática de todos los acontecimientos familiares en los regis
tros parroquiales tuviera lugar en esta época.
Son escasos nuestros conocimientos sobre la vida sexual de los
adolescentes masculinos y femeninos, que con quince años aproxi
madamente ya eran aptos para la procreación, pero que no se casa
ban hasta diez o quince años después. Únicamente dan información
al respecto los rescriptos, tratados, libros de doctrina y visitas de la
Iglesia, y sólo hay algunas informaciones seguras para la Francia de
la Edad Moderna, si no me equivoco, gracias a Flandrin. También en
este aspecto parece que las Iglesias, desde mediados del siglo XVI,
aplicaron cada vez más la palanca de la represión. Ya antes del Con
cilio de Trento (1545-1563) comienza en Francia la lucha contra los
burdeles y la prostitución, al parecer con éxito, si bien también cabe
sospechar que lo que hasta entonces había disfrutado de un amplio
consentimiento, se vio reducido ahora a la clandestinidad. Como
demuestra Flandrin, los dictámenes eclesiásticos de los siglos xvn
y xvm, pese a sus redoblados esfuerzos por amonestar, vigilar y
limitar, siguen siendo ambivalentes cuando se trata de prácticas
sexuales sustitutorias. Pese a la condena oficial, apoyada en la Biblia,
del coitus interruptus, la sodomía, la masturbación, etc., estas prác
ticas estaban demasiado extendidas como para que la Iglesia empren
diera una lucha sin esperanza. Así que reaccionó mediante la amones
tación, la exaltación de la institución del matrimonio y la advertencia
contra el hábito.
46
De lo que sí poseemos mejores conocimientos en la actualidad es
de las relaciones matrimoniales. Ya se ha dicho que, en la época prein
dustrial, a la pareja no le esperaba en general una larga vida marital.
La avanzada edad de casamiento y la esperanza de vida relativa
mente corta ejercían una influencia restrictiva. El deseo de tener hijos
que sirvieran como herederos y mano de obra nos hace suponer que la
mayoría de los padres, si conservaban la salud y no eran separados por
la muerte, después del largo período de abstinencia de su adolescen
cia, aprovechaban ahora plenamente su fecundidad. El hecho de que
no se conocieran métodos seguros de anticoncepción y de que las prác
ticas sexuales sustitutorias fueran masivamente discriminadas por
la Iglesia desde el siglo XVI, invita a hacer suposiciones en una direc
ción similar. De hecho, en las estadísticas sobre la fecundidad matri
monial encontramos para nuestra época, en espacios amplios y en
períodos de tiempo prolongados, unas cifras de fertilidad tan alta, que
debemos contemplarlas como uno de los pilares del modo de pobla
ción preindustrial. No obstante, estas mismas estadísticas desmienten
con toda la claridad deseable la idea de una fecundidad extremada
mente alta que aproveche plenamente las posibilidades biológicas. El
nacimiento (casi) anual, comprobado en unos pocos ambientes aristo
cráticos, no se daba en las capas amplias de la población; antes bien,
las cifras indican -tras el primer nacimiento aproximadamente un año
después de la boda- un nuevo nacimiento cada dos años. Éstos son
solamente valores medios que no revelan nada acerca del proceso de
reproducción de una pareja concreta. Dicho proceso dependía sobre
todo de la edad a la que se hubiera casado la mujer; si era muy avanza
da, superior a los treinta años, a la boda le seguía con frecuencia, tal y
como ha demostrado A. E. Irnhof, una fase de fecundidad especial
mente alta que quizá alcanzara el «hijo anual». Da la impresión de que
una mujer de estas características <<se daba prisa en desarrollar su
capacidad de alumbramiento» (Irnhof). Si la edad de matrimonio era
muy baja, es decir, a los quince o dieciséis años, cosa que no solía ser
ni mucho menos la regla, entonces había al principio una fase de fecun
didad reducida que sólo aumentaba considerablemente cuando la mujer
cumplía los veinte años.
¿De qué dependían las oscilaciones de la fecundidad matrimonial?
¿En qué medida influían los factores del entorno biológico, económi
co y social? Y, sobre todo, ¿eran deseadas estas oscilaciones, al menos
parcialmente? ¿Las planeaban las personas?
Sobre las influencias no voluntarias -no controlables por el hom
bre o sólo controlables en parte- en los intervalos de los nacimien
tos, se pueden hacer afirmaciones hipotéticas, pero suficientemente
plausibles. Los demógrafos-historiadores parten en general de que,
para la época preindustrial, hay que considerar como biológicamen-
47
te normales los intervalos de nacimientos de entre 16,5 y 31,5 hasta
32,5 meses 15• Este amplio margen se lleva a cabo añadiendo a los
nueve meses de embarazo toda una serie de valores estadísticos míni
mos y máximos que han podido contribuir al origen de un intervalo:
cuatro a seis meses para la esterilidad de la mujer -médicamente todavía
discutida, pero estadísticamente comprobada- durante el período de
lactancia (amenorrea por lactancia), que en épocas de alimentación
insuficiente y mala podía verse ampliada por la amenorrea por ham
bre; dos a cuatro o cinco meses resultantes de los complicados cál
culos sobre la relación entre la predisposición biológica de la mujer
para concebir y la frecuencia de las relaciones sexuales; finalmente,
1,5 a 2,5 meses corno valor estadístico que registra el tiempo perdido
tras los abortos.
Si se echa un vistazo a las numerosas reconstrucciones familiares que
se han elaborado en los últimos decenios, se verá claramente que en la
época preindustrial un alto porcentaje de los intervalos entre nacimientos
se hallaba dentro de este amplio margen. Puesto que no cabe suponer que
las condiciones biológicas que debían darse para la «hipótesis corta»
(Chaunu) de 16,5 meses concurrieran con especial frecuencia, tenernos
que suponer que intervalos de este tipo o más breves eran desviaciones de
la norma. En los ambientes aristocráticos y de la gran burguesía, al menos
en el siglo xvrn, era una costumbre muy extendida que a los niños no
los amamantara su madre, sino un arna de cría en el campo, de tal modo
que en estos casos la amenorrea por lactancia cesaba enseguida. Ésta era
la cara luminosa de los nacimientos preindustriales. Su contrapunto som
brío se manifiesta en un ejemplo que hemos encontrado en un registro
familiar de una parroquia del norte de Alemania (véase p. 50).
Nueve de doce hijos de estos pequeños campesinos murieron durante
el parto o poco después. Los brevísimos intervalos entre los nacimientos
tras la muerte de cada lactante -intervalos tan cortos sólo posibles porque
el período de.lactancia no llegaba a consumarse- dan testimonio, o bien
del deseo inquebrantable de esa pareja de tener más hijos, o bien de su
amplia incapacidad para ejercer alguna influencia sobre el proceso de
nacimiento.
Las cosas son de otra manera cuando la «hipótesis larga» de 31,5
a 32,5 meses era claramente superada. Todos los historiadores están de
acuerdo en que tales intervalos entre los nacimientos sólo pueden ser
15
Disertaciones sobre estos complicados asuntos en E. A. WRIGLEY, Bevolkerungs
struktur im Wandel. Methoden und Ergebnisse der Demographie, 1969, pp. 93 ss. En dis
crepancia con lo anterior, véase P. CHAUNU, Histoire-Science Socia/e. La durée, l'espace et
l'homme a l'époche moderne, 1974, pp. 340 ss. Véase también A. E. IMHOF en los dos
artículos citados en la n. 1: «Einführung», pp. 87 ss. «Bevi:ilkerungsgeschichte und Histo
rische Demographie», pp. 39 ss.
48
e /vi
---;---�---
1
1Jill.
l,rz.f.
16
Sobre el sugerente tema de la historia de la planificación familiar, véanse todos los
trabajos mencionados en las nn. 1 y 15. El estudio clásico , por otra parte, es de E. A. WRI
GLEY, «Farnily Limitation in Pre-Industrial England», Economic History Review 2, 19,
(1966), pp. 82-109.
49
mente ya se conocieran formas primitivas de los modernos anticoncep
tivos mecánicos; asimismo, había que contar tanto con la abstinencia
matrimonial como con los diferentes métodos del aborto provocado.
Sólo hay desacuerdo acerca de la envergadura de la planificación
familiar en la Europa de la época preindustrial. Chaunu, que -como ya
se ha dicho- sólo admite la avanzada edad de matrimonio como «arma
anticonceptiva» de la población europea, al echar una ojeada al mate
rial francés existente hasta el momento, no ve más que un 2 ó 3 por 100
de intervalos entre nacimientos especialmente largos que indiquen una
planificación familiar. Para él, la planificación familiar es un avance
del siglo XIX; en la «tradicional civilización cristiana» de los siglos XVII
y XVIII no ve ningún motivo para el «rechazo de la vida». Muchos de sus
colegas franceses, el demógrafo inglés Wrigley y el historiador alemán
A. E. Imhof, partiendo naturalmente de ejemplos regionales y locales,
llegan a conclusiones diferentes. Los franceses dan por hecho un aumen
to de la planificación familiar en Francia con motivo del crecimiento
general de la población del siglo xvm; Wrigley, para el municipio de
Colyton, en el sudoeste inglés, ha calculado que en el siglo XVII hubo
un claro descenso de los nacimientos basado tanto en el aumento de la
edad de matrimonio como en un incremento de los intervalos entre los
nacimientos de las mujeres de treinta a cincuenta años; Imhof, final
mente, ha constatado para el municipio de Heuchelheim bei Giessen,
en la época comprendida entre 1691 y 1900, un porcentaje inusualmen
te alto de intervalos intergenésicos especialmente largos.
3. ECONOMÍA
50
zaran con su ayuda la vida económica de una ciudad, de una región,
de un territorio o de la gran superficie de un Estado, ni que confec
cionaran estadísticas que posibilitaran decisiones económico-polí
ticas para estimular la demanda o para ampliar la oferta en determi
nados terrenos. Por otra parte, la importancia de los mecanismos
relacionados con la demanda, los precios y la oferta se conocían muy
bien: a cualquiera que supiera observar, la vida económica diaria le
proporcionaba pruebas evidentes. Cuando en épocas de crisis agra
rias y de hambre, los productos textiles atravesaban de repente en la
ciudad y en el campo graves dificultades económicas, porque am
plias capas de la población tenían que dedicar todo su escaso poder
adquisitivo a los alimentos básicos encarecidos, a nadie se le oculta
ban los mecanismos del mercado. Cuando, con motivo de tales cri
sis, las autoridades municipales, las instituciones eclesiásticas y las
cortes reales compraban trigo en regiones lejanas para aliviar la si
tuación precaria de la población o para asegurar el aprovisionamien
to de un ejército permanente; cuando en épocas «normales», final
mente, aprendían a instalar depósitos que en caso de necesidad
aportaran una ayuda rápida y «no burocrática», estaban demostran
do con ello que conocían los sucesos coyunturales, en los que, con
tan escasos medios, como es natural, sólo podían influir de un modo
insuficiente.
Y aparte de las épocas de crisis, también hay numerosos ejemplos
que demuestran los crecientes conocimientos sobre la relación entre la
oferta y la demanda. Las regiones productoras preindustriales, en el
terreno agrícola y artesanal, no sólo se crearon porque lo posibilitaran
unas condiciones climáticas, geográficas, señoriales y políticas espe
cíficas. Estos factores también desempeñaron un papel esencial, por
ejemplo, en la creación de las grandes fincas productoras de trigo del
este alemán y europeo; pero el enorme alcance de este proceso de cre
cimiento sólo se comprende si se tiene en cuenta la creciente orienta
ción al mercado de los latifundistas del este.
Las numerosas regiones montañosas de la Europa central y occi
dental con industria doméstica deben el origen de ésta no sólo al hecho
de que sus suelos fueran de escaso valor y no pudieran competir con los
de las grandes zonas cerealistas. A ello se añadía la «demanda» de la
mano de obra de sus hombres por parte de los comerciantes urbanos, los
cuales, recurriendo al campo, eludían el difícil mercado de trabajo -por
hallarse controlado por los gremios- del interior de la ciudad.
Veamos, finalmente, como último ejemplo, la viticultura. En la
época preindustrial y posteriormente, este cultivo especializado dependía
como ningún otro de las condiciones geomorfológicas y climáticas.
Sin embargo, Burdeos no hubiera sido Burdeos sin el puerto, sin la
exportación a Inglaterra, sin la perseverante orientación de generado-
51
nes enteras de terratenientes productores de vino a las condiciones del
mercado.
Todo esto son pruebas banales de la vigencia en la época prein
dustrial de unos mecanismos de mercado que nos resultan familiares
desde la perspectiva actual. Cado M. Cipolla no se da por satisfecho
con el análisis de tales diferenciaciones coyunturales y regionales.
Agrupando los datos comprobados por la historia de la economía para
el desarrollo de la población, el nivel de ingresos, los factores de pro
ducción (trabajo, capital, recursos naturales) y la productividad e inves
tigando su importancia para la posible demanda y la posible oferta,
traza una imagen del alcance estructural o, en su caso, de los límites
estructurales de la oferta y la demanda en la época preindustrial. Su
tesis es que estos límites -en comparación con la época posterior a la
industrialización- no se han ampliado, o al menos no lo han hecho
sensiblemente, desde la Plena Edad Media hasta comienzos o incluso
mediados del siglo XVIII. Al igual que en el terreno de los sistemas
demográfico y familiar, y, hasta cierto punto, de forma paralela a éstos,
también en el sistema económico se manifiesta una <<estructura de larga
duración» que no perdió validez hasta la era de la industrialización y
en relación con ella 17•
Veamos en primer lugar la demanda. Su alcance y sus límites vie
nen generalmente determinados por el tamaño de las poblaciones. Pese
a las etapas de considerable crecimiento de la Plena Edad Media, el
siglo xvr y mediados del xvnr, la demanda siguió siendo relativa
mente escasa en todas las sociedades preindustriales de nuestro ámbi
to. Hubo incrementos coyunturales con motivo del aumento de la
población, que, aproximadamente a finales del siglo XVI y principios
del xvrr, en el terreno de la alimentación básica, dieron lugar a tensio-
52
nes considerables en la estructura de la oferta y la demanda, tensiones
que hallaron su expresión en el nivel creciente de los precios. Las evo
luciones inflacionistas de éstos reflejan una demanda creciente que ya
no puede ser absorbida por un aumento de la productividad. Dichas
evoluciones no significan que en general la oferta ya no dé abasto a la
demanda. Quien disponía de grandes fortunas o de buenos ingresos no
tenía por qué padecer ninguna necesidad en la época preindustrial.
Pero los bienes y los ingresos estaban muy desigualmente reparti
dos. Si, como se ha calculado, en la Lyon de mediados del siglo XVI,
aproximadammente el 1O por 100 de la población poseía el 53 por 100
de los bienes, el 30 por 100 de la población el 26 por 100 y el 60
por 100 restante sólo el 21 por 100, nos hallamos ante un ejemplo claro
que en incluso superaba en otras ciudades y regiones. Las capas
amplias de la población no poseían en general ninguna fortuna; sus
ingresos consistían en salarios que, no sólo en épocas de crisis, eran
bajos en relación con los precios.
Junto con la absoluta limitación de la demanda por el número de
habitantes, aparece por tanto otra restricción: la demanda (privada)
de las masas en la época preindustrial no se orientaba, según nuestra
costumbre, a un gran número de bienes, sino a las tres necesidades
básicas de la vida diaria: alimentación, ropa y vivienda. Para las masas
urbanas de Lyon, a mediados del siglo XVI, se ha calculado una distri
bución de los gastos del 80 por 100 para alimentación (de los que, casi
2/3 se destinaban al pan), 5 por 100 para ropa confeccionada y tejidos,
y 15 por 100 para alquileres, calefacción y luz; para laAmberes de fina
les del siglo XVI, la proporción calculada es de 79: 10:11 por 100; para
los hogares de trabajadores no agrícolas de la Inglaterra de finales del
siglo XVIII, la relación es de 74:5:11 por 100.
Si estos cálculos son correctos, muestran que en los dos primeros
casos prácticamente todos los medios disponibles se gastaban en ali
mentación, ropa y vivienda; sólo en el último ejemplo (tardío), queda un
1O por 100 del presupuesto familiar para otras necesidades diferentes.
Como es natural, estas relaciones se modifican considerablemente
cuando se asciende en la escala social. Sólo en la magnitud del presupues
to para alimentación surgen enormes diferencias. Basándose en cálculos
prudentes, Cipolla supone que en los siglos XVI y XVII «los ricos» sólo tení
an que dedicar a alimentos del 15 al 35 por 100 de sus gastosgenerales; las
clases medianamente o bien acomodadas (the well to do), del 35 al 50 por
100, y las clases bajas, sin embargo, del 70 al 80 por 100.
Los historiadores de la economía naturalmente están de acuerdo en
que, debido a la poderosa concentración de bienes e ingresos en manos
de la nobleza y de las clases altas burguesas, no se introdujo ningún
gran movimiento en la estructura de la demanda de las sociedades
preindustriales. Gran parte de su presupuesto también se destinaba a
53
las tres necesidades básicas; eran especialmente considerables los gastos
para vivienda y ropa: para las clases sociales más altas de los siglos XVI
y xvn, Cipolla ha calculado gastos de un 1O a un 30 por 100 sólo en
ropa y joyas. Aparte de eso, los gastos suntuosos de estos grupos re
caían en el terreno de la prestación de servicios. En la Europa central y
occidental, donde por lo general la servidumbre no era reclutada con
forme al sistema señorial, destinaban entre el 2 y el 10 por 100 de sus
gastos al pago directo de los siervos, criados, criadas y otros empleados
cuyos costes reales eran aún más elevados. Los criados de los médicos y
de los jueces eran caros, mientras que los de los profesores, músicos
y artesanos eran relativamente económicos.
Indudablemente, con estos gastos no se agotaban los presupuestos de
las clases ricas y acomodadas. Los burgueses ricos y los nobles, e incluso
los campesinos acomodados, se hallaban por lo general capacitados para
invertir recursos cuantiosos en otras necesidades, y siempre que había
estímulo y motivación económica así lo hacían. A través de la historia de
los centros comerciales de la Edad Moderna conocemos numerosos
ejemplos que ilustran la voluntad de inversión de los comerciantes aco
modados, que equipaban barcos, hacían depósitos en sociedades mer
cantiles y suscribían empréstitos estatales; donde se fomentaba la moder
nización agrícola, como en la Inglaterra de los enclosures, en los
latifundios de Schleswig-Holstein y de Mecklemburgo, y en las grandes
regiones vinícolas del sudoeste francés, se puede suponer igualmente
una considerable voluntad de inversión por parte de las clases altas.
Desde el punto de vista macroeconómico, sin embargo, esto eran
excepciones. En todas las sociedades preindustriales faltaba una ancha
banda de posibilidades de inversión; faltaban, además, instituciones
que estuvieran capacitadas para dirigir las inversiones y para mantener
bajo el riesgo. Los historiadores franceses parten de la base de que el
fracaso de la famosa empresa de John Law ( <<La bancarrota de Law»,
del 17 de julio de 1720) fue para las clases acomodadas de Francia un
suceso traumático que paralizó durante generaciones su voluntad de
inversión.
Así pues, no sorprende que en la época preindustrial se les conce
diera una importancia extraordinaria al ahorro y al acaparamiento. Para
los siglos XVI y xvn, Cipolla cree poder demostrar unas tasas naciona
les de ahorro del 2 al 15 por 100 de los ingresos generales. Éstos son
valores que no están muy por debajo de los de las sociedades actuales,
naturalmente con la significativa diferencia de que hoy en día tienen
lugar con un estándar de vida considerablemente superior, en general.
En la época preindustrial, sólo una pequeña parte del ahorro iba a parar
a instituciones que, como los bancos podrían haber hecho inversiones
con él. Por regla general, el ahorro era equivalente al acaparamiento,
procedimiento que se veía muy facilitado por el hecho de que los meta-
54
les nobles fueran los principales instrumentos de pago. Cipolla aporta
el impresionante ejemplo de un comerciante italiano de Pavía que
murió en 1445 dejando el siguiente patrimonio:
119.153 100,00
18
No podemos citar en detalle la abnndante bibliografía sobre la pobreza y la caridad
en la Edad Moderna. Una sinopsis algo superficial y en exceso limitada a Francia, pero útil
por su intento de síntesis, en J.-P. GUTION, La société et les pauvres en Europe (xv1'-xvrn' sie
cles), 1974.
55
Europa preindustrial es algo que no debe ponerse en duda. Los pobres,
los mendigos y los vagabundos no eran considerados como margina
dos de la sociedad, sino que, en cierto modo, formaban parte del entra
mado social y, por tanto, podían confiar en el funcionamiento de la
caridad. Para los que daban limosnas, la donación caritativa no sólo
era un deber religioso, sino también una demostración social; el agol
pamiento de mendigos en tomo a su persona y a su casa no se conside
raba una carga, sino la confirmación de su prestigio social. De este
modo, no sorprende que en el ejemplo de algunos hogares particulares
ingleses de los siglos XVI y XVII se haya constatado una recaudación
fiscal de donativos caritativos del 1 al 5 por 100 de sus ingresos tota
les. Se supone que los conventos ingleses de la Baja Edad Media des
tinaban a tales fines entre el 1 y el 3 por 100 de sus ingresos.
Naturalmente, todo ello ha de ser contemplado teniendo en cuenta
el hecho de que de los fondos recaudados para fines caritativos sólo se
empleaba una parte muy escasa y que las donaciones piadosas que
se hacían a las institutiones eclesiásticas sólo recaían en los pobres en
una fracción insignificante. Si, incluso desde un punto de vista estricta
mente económico, la caridad suponía una redistribución de los bienes e
ingresos desde las capas ricas hacia las capas más pobres de la población,
sin embargo sólo era un modesto paliativo del que no cabía esperar, ni se
esperaba, el fin de la desigualdad en el reparto de bienes e ingresos.
En qué medida eran contemplados y utilizados los impuestos como
medio de redistribución es una pregunta de difícil respuesta. Muchos
teóricos políticos del orden social no veían en la imposición de la
población por parte del Estado absoluto nada más que un robo. No obs
tante, este recurso se convirtió precisamente en esta época en un ins
trumento regular cuyo gravamen fue en aumento año tras año. El hecho
de que una y otra vez se oyeran protestas contra los impuestos tanto por
parte de los poseedores como de los desposeídos no ha de ser valorado
como testimonio de la insensatez de su utilización. Determinadas par
tes del total de los impuestos fueron utilizadas en las sociedades prein
dustriales de Europa para la asistencia de los pobres y para construir
hospitales, escuelas y carreteras, y lo fueron de un modo que ha de ser
contemplado como redistribución en el sentido de la teoría económica.
Los privilegios tributarios -mantenidos a lo largo de toda la época- de
las dos primeras clases sociales, que desde luego no han de ser inter
pretados como una exención total de impuestos, ilustran al mismo
tiempo el escaso alcance de tales medidas 19•
19
Discusiones fundamentales, aunque no siempre satisfactorias desde el punto de
vista histórico, sobre el privilegio fiscal y los privilegiados, en G. ARDANT, Théorie socio
logique de l'impót, vol. II, 1965, pp. 905 y ss.
56
Con el problema de los impuestos, la mirada pasa desde la demanda
privada de las distintas capas de la población a la demanda <<pública»
del Estado. No es necesario describir aquí detalladamente el «carác
ter» del Estado preindustrial. La alusión a la diferencia fundamental de
este sistema político con respecto a los actuales está tan justificada
como la mención al hecho de que en la Baja Edad Media y en la Edad
Moderna se introdujeron avances esenciales del «Estado moderno».
Entre ellos destacan como principales la ampliación del sistema fiscal y,
en relación con ello, los primeros inicios de una separación entre actua
ción financiera «pública» y «privada». En la ciudad república de la Baja
Edad Media y en el Estado absoluto de la Edad Moderna se crearon las
condiciones institucionales previas para que -tal y como se desprende
de unas valoraciones prudentes- entre el 5 y el 8 por 100 de los ingresos
nacionales fueran a parar, por vía impositiva, a manos del Estado. Esto
es poco en comparación con la actualidad, pero muchísimo si se tiene
en cuenta que, en la teoría política de las sociedades preindustriales, los
impuestos se contemplaban en general como medidas de urgencia y no
como una base de financiación regular de las empresas estatales.
A dónde iban a parar estos recursos y cómo creaban demanda o qué
clase de demanda creaban es algo de lo que sólo se pueden indicar datos
aproximados. Los historiadores italianos han hecho una relación del «pre
supuesto» del reino de Nápoles para los años 1591/1592. Los gastos para
el ejército y la flota ocupan un lugar destacado y aislado con el 55 por 100;
a mucha distancia le siguen el servicio de deudas para los empréstitos, con
un 25 por 100, y los gastos para embajadas y servicios secretos, con un 9
por 100. Los gastos caritativos -sólo algo superiores a los utilizados para
la universidad de Nápoles- son de un alcance tan modesto, que el cálculo
del porcentaje ha de llevar dos ceros detrás de la coma: 0,0013 por 100.
Éste puede ser un ejemplo extremo. Pero lo que está claro es que el
Estado de la Edad Moderna, que era un Estado de poder y administra
ción militar, hacía que sus recursos financieros fueran a parar sobre
todo a la guerra, a la defensa, a la administración y a la amortización
de deudas; en segundo lugar, hay que mencionar la vida cortesana y
las fiestas y, sólo en tercer lugar, los gastos públicos para escuelas,
higiene pública, asistencia social y similares.
Así pues, tampoco la demanda «pública» contribuía esencialmente
a una ampliación de la estructura de la demanda en la Europa de la
Edad Moderna, si se prescinde de los elevados recursos que se emplea
ban en el equipamiento de los ejércitos con armas, munición, barcos y
vehículos. Éstos redundaban en beneficio de los centros «industria
les» de la Europa preindustrial: las armerías y la industria productora
y transformadora del hierro.
Sólo para completar, mencionemos también que en la demanda «pri
vada» y estatal no quedan englobados todos los campos de la demanda
57
preindustrial. Hay que hacer referencia a la Iglesia, la cual, antes de las
expropiaciones del siglo XVI, disponía de enormes fortunas e ingresos, e
incluso después siguió teniendo una considerable importancia económi
co-nacional. Naturalmente, las instituciones eclesiásticas en la estructu
ra de sus necesidades estaban tan unidas a su entorno social profano, que
de ellas no partía ningún impulso especial de demanda que se desviase
del resto del espectro.
Esto también era aplicable al comercio internacional y, por lo
tanto, a la demanda «ajena», es decir, extranjera. En este caso también
ocupaban un primer plano las grandes producciones del sector alimen
tario y textil. El volumen de movimientos de importación y exporta
ción fue considerable a lo largo de toda la época y, tal y como está
comprobado en el ejemplo de Inglaterra, presentaba notables tasas de
crecimiento. Para otros países apenas se pueden aportar datos genera
les, ya que no constituían ámbitos económicamente cerrados compa
rables con Inglaterra.
58
«división del trabajo interregional» no daban lugar a una reducción del
alto porcentaje de ocupación en la agricultura: «For every ten who ate
bread, seven or eight had to produce wheat, and if these seven or eight
were not all in one geographic area, they had to be in another» 2º .
Ya no se puede comprobar con datos generales las profesiones y
ocupaciones en que se repartían las restantes masas de la población.
Tawney, el historiador inglés de la economía, ha aportado un ejemplo
ilustrativo referido a la población masculina de veinte a sesenta años del
condado de Gloucestershire en el año 1608, ejemplo que es interesante
sobre todo porque no sólo tiene en cuenta -como suele ser muy frecuen
te en las fuentes históricas con datos estadísticos sobre las profesiones
las ciudades, sino que abarca al mismo tiempo el campo y la ciudad.
59
Resalta de nuevo con claridad la estructura de la demanda de las
sociedades preindustriales: el 73 por 100 trabaja en la producción de
los bienes básicos de la vida cotidiana. Llama la atención la alta parti
cipación rural en la producción de tejidos y ropa, señal de que nos
hallamos ante una región con una industria doméstica rural concentra
da, asunto que abordaremos más adelante en detalle.
Naturalmente, si quisiéramos registrar la multiplicidad de las formas
de ocupación preindustriales tendríamos que poner numerosos ejemplos
similares. Según la situación de la ciudad o región analizadas, nos encon
traríamos con diferencias notables, sobre todo en las categorías E a K. En
ciudades de cierto tamaño también tendrían un aspecto sustancialmente
distinto las categorías A a D. Por otra parte, la categorización de Tawney
no destaca con la suficiente claridad la gran medida en que la demanda de
alimentación, ropa y vivienda, determinaba la estructura de la ocupación
preindustrial. En la categoría F (transformación de la madera) tendremos
que buscar a muchas personas que contribuían a la construcción de casas;
el que fabricaba piel (categoría G) proporcionaba una importante materia
prima para la industria del vestido; en la categoría K están incluidos todos
los comerciantes al detalle encargados de la venta de alimentos y ropa.
La clasificación porcentual de estructuras de ocupación regionales
no permite que destaque suficientemente la importancia cualitativa que
correspondía a las «profesiones liberales» en la época preindustrial. En
este apartado hay que mencionar sobre todo a juristas, notarios y médi
cos, que, desde la Plena Edad Media, alcanzaron en la Europa central y
occidental un grado de profesionalidad incomparable con ninguna otra
civilización del mundo y que, por la separación de su actividad de la
Iglesia, desarrollaron un prestigio social propio basado en su profesión.
El hecho de que sus servicios fueran demandados sobre todo por las
clases altas acaudaladas hizo que estas profesiones entraran en estre
cho contacto con la nobleza y con la burguesía comerciante; y el hecho
de que el Estado principesco territorial necesitara cada vez más juris
tas, se convirtió en algunos países en el punto de partida de una especial
configuración «estamental» de este grupo profesional.
El ejemplo de Tawney tampoco permite reconocer suficientemente
la importancia del personal doméstico y de todas aquellas personas
que se hallaban al servicio de conventos e iglesias. Un 7 por 100 de
personal de servicio: se trata sin duda del límite inferior de una valora
ción general que, al menos en las ciudades, alcanzaría un valor medio
del 1O por 100 de toda la población. El modo en que se manifestaba la
demanda ---específica de cada clase- de personal de servicio de todo tipo
en la estructura de ocupación de este grupo de la población es algo que
W. Schaub ha ilustrado muy bien mediante una comparación entre los
comerciantes y los artesanos de Oldenburg en el año 1743. Las tablas
describen la situación de una pequeña ciudad residencial que, sin duda,
60
no destaca por una excesiva diferenciación social. Y, sin embargo, las
diferencias específicas de cada clase resaltan con claridad: sólo el 15
por 100 de los hogares de comerciantes no tiene personal de servicio, en
contraste con el 38 por 100 de los hogares de artesanos. En el caso de los
artesanos aparecen valores altos cuando se trata de personal vinculado
al oficio, mientras que en los hogares de los comerciantes predominan
los criados ligados al hogar, en especial las criadas.
o 12 63 75
1 17 17 43 43 60 60
2 21 42 41 82 62 124
3 13 39 15 45 28 84
4 7 28 1 4 8 32
5 8 40 2 10 10 50
6 2 12 2 12 4 24
7 1 7 1 7
8 1 8 1 8
61
Que los servicios eclesiásticos eran muy demandados en las socie
dades preindustriales, no lo negará ni siquiera el que tome en serio la
crítica de la congestión de los conventos y de la vida y ocupaciones
inútiles de sus moradores en la época de la Reforma. En el culto divi
no, en la confesión y en la cura de almas, en las clases escolares y en la
higiene pública, los sacerdotes, las monjas y los monjes desempeñaban
tareas muy variadas, y no sorprende que el porcentaje de personal
eclesiástico, al menos hasta mediados del siglo XVI, fuera relativamente
alto en todas las sociedades europeas. Los cálculos exactos son, sin
duda, difíciles y, en general, sólo existen para las ciudades de cierto
tamaño. Como es natural, son sobre todo los monasterios, los conven
tos y las congregaciones los que han llevado a que, en el conjunto de la
población, el personal eclesiástico tenga porcentajes de un 5,3 por 100
(Bolonia, 1570), 5,5 por 100 (Besarn;on, en torno a 1600, y Roma, 1603)
y 5,7 por 100 (Bolonia, 1624). En Siena, en el año 1670, el 10,9 por 100
de todos los habitantes eran monjes o monjas; en Florencia, en el
año 1622, el 7,5 por 100. Las valoraciones regionales, como es natu
ral, ofrecen un aspecto más modesto. Para el Gran Ducado de Tosca
na, en el año 1745, se ha constatado en torno a un 3 por 100; para toda
Italia, a mediados del siglo XVIII, K. J. Beloch ha calculado un valor
del 2 por 100; para Polonia, en torno a 1500, se calcula un 0,5 por 100.
Los datos precedentes, debidos al exhaustivo trabajo de investiga
ción de los historiadores de la economía y de la población, no pueden
ocultar la impresión de lo fortuito. Una completa subdivisión de las
poblaciones europeas, de acuerdo con su contribución al factor de pro
ducción «trabajo», no puede deducirse de los escasos documentos
legados. Además, las cifras no revelan nada acerca de la calidad del tra
bajo prestado ni del conocimiento técnico que éste presuponía ni, por
tanto, acerca de la formación, las posibilidades de instrucción y las ins
tituciones culturales que lo hacían posible. Sabemos muchísimo sobre
las universidades y aquellas escuelas e instituciones de la época prein
dustrial en las que los hijos de la nobleza y de la burguesía rica com
pletaban su formación. Escasos son, en cambio, nuestros conocimien
tos acerca de las posibilidades de formación y el nivel cultural de las
capas amplias de la población. Con un trabajo minucioso y detallado,
la investigación sobre la alfabetización internacional está intentando
avanzar un paso en este sentido. Sus primeros resultados han sacado a
la luz un factor tan fundamental en la transformación cultural de la
sociedad de la vieja Europa, que de ello nos ocuparemos en detalle en
la segunda parte de este libro 21• Dicha investigación traza la imagen de
una cultura europea -hasta muy entrado el siglo xvm- todavía «oral»
62
en su mayor parte, cultura que, si bien no se cerró a una democrati
zación de la «lectura», sí lo hizo, en cambio, a la de la «escritura»
que concibió -en contraste con la «lectura»- como una amenaza radi�
cal de su poder, fundado en la narración y en la memoria colectiva. La
lucha de esta cultura oral se dirigía contra esos tres agentes de la alfa
betización que, por diferentes motivos y a partir de diferentes momen
tos, fomentaron la capacidad de lectura, escritura y cálculo de las
poblaciones europeas: la Iglesia, la economía y el Estado.
Y aún hay otro punto de vista que no ha podido ser abordado en los
ejemplos de cifras precedentes. En cualquier población imaginable
sólo una parte de las personas se halla dentro del proceso laboral. Los
economistas actuales, por lo general, cuentan como población <<acti
va» a los que tienen entre quince y sesenta y cinco años y, basándose
en detalladas pirámides de edad y de sexo de las poblaciones exis
tentes, obtienen valiosos conocimientos sobre la relación entre la
estructura de la población y el factor de producción «trabajo». En
casos excepcionales, tales cálculos también son posibles para la época
preindustrial. Su comparación con ejemplos del presente ha dado por
resultado que la tasa de dependencia entre la población activa y la no
activa en la época preindustrial se correspondía más o menos con la
del presente. En la actualidad sólo ha aumentado notablemente el por
centaje de «ancianos» (es decir, hombres y mujeres mayores de sesen
ta y cinco años) entre la población no activa, que en la época preindus
trial constaba de un 90 por 100 (o más) de niños menores de quince
años. Dada la escasa productividad de la economía de la vieja Europa
en comparación con nuestros días, esto significa que el límite de edad
de quince años para la definición de la población «activa» aún no
tenía su actual eficacia: el trabajo infantil, considerado a menudo con
secuencia de la Revolución Industrial, era un fenómeno cotidiano al
menos en el sector agrícola de la época preindustrial; igualmente lo
era el trabajo de la mujer en esos oficios físicamente agotadores que
hoy en día son calificados de «masculinos».
También la estructura y la importancia en la Europa preindustrial
del segundo factor de producción, el «capital», se comprenden bien a
partir de la situación especial de la demanda. A los teóricos de la eco
nomía con una tendencia a la tipologización formalista les gusta dife
renciar el sistema económico industrial del preindustrial aludiendo al
alto porcentaje de capital en circulación entre todas las reservas de
capital de este último sistema. De hecho, la Europa de la Edad Moder
na ofrece pruebas evidentes al respecto. Desde finales del siglo XVI hasta
mediados del xvm se fija la «época del apogeo del capital comercial»,
el cual -a diferencia del capital industrial- se distinguía en que, dentro
de la jerarquía de las esferas del capital, daba prioridad a la circulación
frente a la producción.
63
Estas circunstancias se vuelven históricamente comprensibles cuan
do tenemos en cuenta la fuerte y rígida demanda de bienes básicos
de consumo diario. Apenas había una región, y menos las que tenían
una considerable concentración urbana, que estuviera en condicio
nes de autoabastecerse de modo suficiente y duradero. En el terreno de
la alimentación se transportaban grandes cantidades de trigo y ganado a
través de largas distancias; tanto los comerciantes como los consumido
res particulares almacenaban considerables reservas de alimentos como
acopio de existencias. Surgieron divisiones interregionales del traba
jo entre regiones productoras de cereales y ganado y regiones que sumi
nistraban productos industriales; se creó una amplia capa de comer
ciantes e intermediarios que convirtió en su oficio el difícil y arriesgado
-pero también rentable- negocio del comercio. Para sus empresas nece
sitaban, ciertamente, determinadas inversiones de capital fijo; tenían que
mandar construir barcos y vehículos, comprar animales de tiro, construir
almacenes y equipar oficinas. Pero todo estaba al servicio de un único
fin: la compra, el almacenamiento temporal y la venta del producto.
La llegada de trigo por los grandes puertos del Mar Báltico, desde
los campos de la Europa oriental en que se cultivaba, es un ejemplo
notorio aplicable a otros muchos casos en el sector de la alimentación.
Dicha llegada de trigo fue durante mucho tiempo la condición indis
pensable para que las grandes regiones urbanas del noroeste estuvie
ran abastecidas. Su apogeo coyuntural tuvo lugar a finales del siglo
XVI y principios del xvn, pero en los siglos xvm y XIX todavía no había
perdido su importancia. En la Edad Moderna los intermediarios fue
ron sobre todo los holandeses, que con su actividad y sus ganancias
hicieron que Holanda conquistara la posición de primera potencia
comercial mundial de la época. Se ha calculado que en el año 1666,
cuando el comercio del Mar Báltico ya estaba afectado por las reper
cusiones de <da crisis del siglo xvn», el 75 por 100 del capital de la
Bolsa de Amsterdam aún estaba colocado en esta zona 22•
Pero también el sector de la confección de tejidos y ropa, siempre
que estuviera orientado al abastecimiento masivo, se hallaba en la
Edad Moderna en gran parte en manos del capital en circulación. En
las grandes comarcas protoindustriales no predominaban formas de
producción que hubieran requerido un alto porcentaje de capital fijo.
La producción no la determinaban las manufacturas o formas de orga
nización similares a una fábrica, sino la industria doméstica rural inte
grada en el sistema de compraventa. Los pequeños y medianos produc
tores campesinos, que fabricaban su mercancía -a menudo como
22
Debo esta referencia a un manuscrito de P. Kriedte (sin publicar en el momento de
la aparición de la edición original alemana).
64
trabajo secundario- con un mínimo de dotación de capital y un máxi
mo de trabajo, se hallaban casi siempre en total dependencia de su «co
merciante» y de los intermediarios de éste. Dicho comerciante les
suministraba la materia prima, prescribía el tipo y la calidad del pro
ducto y la fecha en que debía estar terminado, les compraba el produc
to semimanufacturado o manufacturado y él mismo fijaba el precio.
Debían cumplirse numerosos requisitos para que el sistema de la
protoindustria 23 vinculada a la compraventa pudiera imponerse en
Europa. Los factores imponderables del abastecimiento en la zona
agraria figuraban también aquí entre los más importantes. Como ya se
ha dicho, con motivo de las crisis periódicas de hambre causadas por la
agricultura, existía siempre el peligro de que el poder adquisitivo de las
masas se concentrara exclusivamente en la provisión de alimentos.
Esto era motivo suficiente para que todos los productores y comercian
tes del sector textil fueran precavidos y moderados con las inversiones
a largo plazo en capital fijo. En las ciudades, los gremios llevaban
mucho tiempo practicando una política antiexpansiva y orientada a una
«alimentación» y un abastecimiento suficientes de sus miembros. Con
ello bloqueaban la posibilidad de una producción de artículos de vestir
baratos, que hubiera podido satisfacer la demanda masiva. Así pues, el
comerciante se dirigía directamente al campo y visitaba al campesino
que tenía un trabajo secundario y no pertenecía a ningún gremio. Si
dicho campesino poseía y cultivaba un trozo de tierra, como mínimo
ofrecía libre capacidad de trabajo temporal, y si pertenecía a la clase
baja del campesinado obligaba a su mujer y a sus hijos al trabajo
doméstico. De este modo, la industria rural era muy económica y poco
arriesgada para el comerciante. Si al mismo tiempo, como era frecuen
te en la Europa central y occidental, encontraba allí las áreas de cultivo
para las plantaciones industriales necesarias, así como unos campesi
nos acomodados que estuvieran dispuestos a integrarse en el sistema
de compraventa y a actuar de intermediarios suyos con los producto
res, entonces quedaban sentadas las bases para una expansión a largo
plazo de la protoindustria.
Así pues, en dos de los principales terrenos de la demanda -la ali
mentación y el vestido- de la época preindustrial vemos dadas las con
diciones para un dominio estructural a largo plazo del capital flotante.
Naturalmente, sería impropio ver limitadas sus actividades e iniciativas
23
Debates esenciales sobre este tema, con un análisis detallado de la bibliografía teó
rico-económica, histórico-económica, histórico-social y familiar, ahora, en P. KRIEDTKE,
H. MEDICK, J. ScHLUMBOHM, Jndustrialisierung vor der Industrialisierung. Gewerbliche
Warenproduktion aufdem Land in der Formationsperiode des Kapitalismus, 1977. En este
volumen, dos estudios casuísticos más antiguos de F. F. Mendels sobre Flandes en el
siglo xvm y de H. Kisch sobre Silesia y Renania.
65
exclusivamente a estos sectores. «Apogeo del capital comercial» no
significa que éste sólo lograra asegurar dos importantes áreas de abas
tecimiento de las sociedades preindustriales. Aparte de eso, desarrolló
una dinámica independiente que se orientaba a otros numerosos pro
ductos y a la ampliación de sus áreas comerciales a escala mundial. De
hecho, en economías nacionales avanzadas como la inglesa del siglo
xvm, el capital comercial invadió parcialmente la esfera de la produc
ción. Sin embargo, la «excepción» del ejemplo inglés sólo confirma la
tendencia dominante del resto de Europa. La escasa productividad de
la agricultura, la falta de elasticidad de la demanda de alimentos bási
cos y los altos costes (y riesgos) del transporte y del almacenamiento
en el terreno de la alimentación siguieron siendo los rasgos dominantes
de la economía europea hasta finales del siglo XVIII. Estos rasgos retu
vieron altos porcentajes del capital en la esfera de la circulación, impi
diendo así su inversión en el ámbito industrial, en el que únicamente
estaba en condiciones de producir para un consumo masivo el protégé
del capital comercial: la protoindustria, que no requería inversiones y,
no obstante, prometía altos beneficios.
El dominio de la esfera de la circulación frente a la esfera de la pro
ducción no significa, naturalmente, que el capital fijo y las inversiones
faltaran por completo. Ya se ha hablado de los gastos necesarios para
barcos, vehículos interurbanos, grúas, molinos, graneros, almacenes,
oficinas y similares, todo lo cual, lo mismo que los telares y los tornos
de hilar, se hallaba al servicio del capital en circulación y no tenía otro
cometido que asegurar la producción y la distribución de los bienes de
consumo masivo. Una dimensión diferente adoptaba el capital fijo en
aquellos sectores industriales que servían a otras necesidades más
especiales y que, por tanto, conocían ya formas de producción y orga
nización más diferenciadas: la industria «de extracción» (minas de carbón
y metales nobles), que con su demanda de bombas de agua, montacar
gas y similares requería inversiones considerables, así como la pro
ducción de armas, los astilleros, la fabricación de seda, las manufactu
ras de porcelana, etcétera.
En la agricultura, donde en opinión de los reformadores agrarios
del siglo xvm se necesitaba muy especialmente capital fijo, se habían
puesto estrechos límites a su expansión. Las semillas, que con motivo
de la escasa productividad eran un bien extremadamente valioso y
escaso, eran consumidas en años de crisis y de hambre con demasiada
frecuencia y, por tanto, privadas de su verdadero destino. Los caba
llos, el ganado vacuno y las ovejas, que no sólo tenían una gran impor
tancia como suministradores de carne, sino también como animales de
tiro y como productores de estiércol y de lana, representaban para las
economomías medias y pequeñas valores altos, a menudo inalcanza
bles, que dentro de la población agraria europea de la Edad Moderna
66
estaban muy desigualmente repartidos. Los historiadores italianos han
calculado que, en la Italia del siglo XVII, para la compre de una sola
vaca tenía que aportarse el salario de cien jornadas de diez a doce
horas y, a comienzos del siglo XVIII, el producto de la venta de más de
cincuenta litros de vino servía para la adquisición de un cerdo flaco.
Aparte de eso, tanto los animales como las personas se veían amena
zados por epidemias periódicas de cuyos efectos desoladores todavía
ofrecen pruebas impresionantes las postrimerías del siglo xvnr.
No es nada sorprendente que la mayoría de los reformadores agra
rios del siglo XVIII dirigiera la mirada a la dotación de capital de la agri
cultura. Aumento de la productividad mediante el incremento de las
inversiones de capital fijo: he ahí, convertida en una fórmula, su pro
puesta de solución para el agravante problema del abastecimiento de
las poblaciones europeas, que desde aproximadamente 1730/1740
empezaron a crecer en una medida hasta entonces desconocida. Los
agrónomos y los teóricos de la temprana economía burguesa supieron
ver muy bien que tales propuestas removían los fundamentos del orden
preindustrial tanto en lo relativo a la economía como a la sociedad y al
poder, orden que hasta entonces había concebido el capital sólo como
un instrumento de expansión en el comercio, en la circulación, o bien
como un medio para llevar un tren de vida opulento y para ostentar un
consumo de lujo. De ahí que, con sus planes de reforma agraria, con
sus actividades en los gobiernos y en las sociedades agrícolas, figuren
entre los agentes esenciales del cambio, que se inició con la «capitali
zación agraria» del siglo xvrn y principios del XIX y concluyó con la
revolución industrial 24•
En períodos de crecimiento acelerado de las poblaciones europeas
-en la primera mitad del siglo XIV, a finales del XVI y desde mediados
del xvm-, se hizo regularmente perceptible otra limitación estructural de
las economías de la vieja Europa: la de los recursos naturales o, como
lo formulan los economistas, la del capital no reproducible. El factor
de producción más importante de este tipo era el campo. Su aprove
chamiento se hallaba especialmente bajo la influencia de los altibajos
de las ondas demográficas y del reparto desequilibrado de bienes e
ingresos. En etapas de fuertes caídas demográficas -en los siglos XIV y xv
tras las grandes migraciones por la peste, en el siglo xvn tras la Guerra
de los Treinta Años-, grandes superficies hasta entonces aprovechadas
24 Sobre el tema «capitalización agraiia» y sus protagonistas en el siglo xvm, sigue sien
do decisivo M. BLOCH, «La lutte pour l'individualisme agraire dans la France du XVIII' sie
cle», Annales d'hístoire économique et socia/e 2 (1930), pp. 318-329 y 511-556. Un breve
informe sobre el problema, con importantes datos bibliográficos acerca de Prusia: H. WUN
DER, «Agrarkapitalisierung (vorwiegend am Beispiel Preussens)», Sozialwissenschaftliche
Informationenfür Unterricht und Studíum 3 (1974), pp. 12-16.
67
para la agricultura quedaron baldías, convertidas en «desierto» 25, por
que no había suficientes personas para cultivarlas o porque la deman
da de productos agrarios era demasiado escasa como para mantener
una producción provechosa en todas las superficies cultivadas hasta
entonces.
Cuando las poblaciones volvían a aumentar, se iniciaba regularmen
te una reacción frente a la desertización del campo. Pueblos y terrenos
despoblados volvían a ocuparse; además, se explotaban suelos comple
tamente nuevos que hasta entonces no habían sido aprovechados como
tierra de arado: se talaban montes, se desecaban pantanos, se cultivaban
terrenos cenagosos y eriales.
Y, al mismo tiempo, surgían problemas económicos y sociales de
gran envergadura. En una agricultura dependiente de fuertes movi
mientos seculares de precios son interesantes y codiciados aquellos
suelos y terrenos en cultivo que se hallen en una situación ventajosa
con respecto a los grandes mercados urbanos, que lleven cultivados
mucho tiempo y que, de este modo, en épocas de buena demanda y
precios altos, posibiliten un aprovechamiento ganancioso de la situa
ción favorable del mercado. Estos terrenos, incluso en épocas de des
censo demográfico, permanecen, por regla general, en cultivo, no caen
en la desertización. En los suelos de esta categoría se había centrado
desde hacía tiempo el interés de las capas adineradas de la población,
y con su ayuda se hicieron grandes fortunas. En Europa, en las zonas
antiguas de asentamiento humano, pobladas ya desde la Plena y la
Baja Edad Media, encontramos una especial concentración de estos
suelos, que llevaban ya mucho tiempo en manos del clero, de los prín
cipes, de la nobleza y de los campesinos acomodados. En otras pala
bras: esas superficies cultivadas llenas de ventajas eran precisamente
las que estaban más desigualmente repartidas y solían ser objeto per
manente de disputa -entre la nobleza, la burguesía y los campesinos
por los derechos de propiedad, por las relaciones de arrendamiento y
por la cuantía de los impuestos. Quien en épocas de buena coyuntura
agraria quería ampliar su empresa tenía que reunir recursos considera
bles para convertirse en propietario o arrendatario de estos suelos, o
bien tenía que conformarse con los terrenos de menor calidad, que no
habían sido cultivados con continuidad o que todavía estaban sin
explotar. Estos terrenos eran los «suelos marginales», que requerían
cuantiosas inversiones de trabajo y capital y, no obstante, estaban muy
68
por debajo de los suelos buenos en cuanto a productividad. Sólo en
épocas de alta demanda y de buenos precios eran incluidos en la pro
ducción; si la coyuntura se debilitaba, eran los primeros en ser aban
donados de nuevo. Como veremos más adelante, la Edad Moderna
europea se caracterizaba en el campo por un proceso de diferenciación
y estratificación en constante aumento entre las clases más bajas del
campesinado, las cuales -pese a .la existencia en sí misma de superfi
cies cultivadas- no podían ser abastecidas con suficientes terrenos.
Les faltaban los medios tanto para la compra o el arrendamiento de
buenos suelos como para la explotación de los suelos marginales; sólo
cuando intervenía la ayuda de la política populista estatal se lograban
ciertos resultados -como lo demuestran algunos ejemplos del siglo XVII-,
que, en general, naturalmente eran modestos.
Así, al hacer el análisis del factor de producción «campo» en las
sociedades de la vieja Europa, nos encontramos con los mismos meca
nismos «sistémicos» que tenían vigencia en la relación entre tamaño
de la población y fuentes de alimentación o «alimentaciones». Desde
el punto de vista abstracto, para las personas que trabajaban en la eco
nomía agrícola no había escasez de tierra. Una división numéricamen
te igualitaria de todo el campo existente en porciones suficientes por
cabeza podría ilustrar semejante especulación. Desde el punto de vista
concreto, sin embargo, la escasa productividad de la agricultura, las
relaciones de propiedad y de poder que habían ido surgiendo a lo largo
de la historia, los altibajos de las coyunturas agrarias, los altos costes
del aprovechamiento de los suelos marginales y de la explotación de
nuevas tierras y la secular diferenciación entre suelos «buenos» y
«malos» pusieron estrechos límites a un posible aprovechamiento
completo del factor de producción <<campo».
Los protagonistas de las reformas agrarias también ofrecen prue
bas evidentes de este estado de cosas desde mediados del siglo xvrn.
Sin duda, depositaron gran parte de sus esperanzas en la ampliación
del campo cultivable, cuando en esta época aumentó la presión de la
población sobre los recursos agrarios. Las medidas de la política popu
lista hallaron su aprobación; ellos mismos escribieron libros sobre la
técnica de la desecación y del desbroce, sobre la recuperación de los
terrenos desertizados. En Alemania, estos esfuerzos habían comenza
do ya en el siglo xvn, tras las pérdidas de población y las desertizacio
nes de la Guerra de los Treinta Años, y habían dado sus frutos. Al
mismo tiempo, sin embargo, estos autores veían que sólo con la exten
sión de la agricultura no se ganaba nada. Las reformas no debían limi
tarse al campo no cultivado, sino que tenían que lograr también una
intensificación, un mejor aprovechamiento de los suelos cultivados,
un aumento de la productividad agrícola. También en este sentido sus
ideas iban más allá de «nuestra época».
69
Otros recursos naturales se hallaban a disposición de las socieda
des de la vieja Europa sólo en una medida muy limitada. Los bosques,
que con un aprovechamiento y cuidado sistemáticos eran parte, en el
fondo, del capital fijo y reproducible, se utilizaban por regla general
para hacer talas indiscriminadas: proporcionaban madera para cons
truir casas, para la calefacción y para el tratamiento siderúrgico de las
menas de hierro. Cuando se exageraba la tala indiscriminada y final
mente se agotaba esta fuente, no quedaba más remedio que buscar
otros recursos energéticos. El carbón, sobre todo en Inglaterra, se con
virtió en los siglos XVII y XVIII en un sucedáneo importante.
En el sector de la energía predominaban, por lo demás, formas de
aprovechamiento tradicionales, <<típicamente preindustriales». Ya se
ha hablado del alto valor y de la limitada difusión del ganado de tiro y
de los caballos; al igual que las plantas útiles generadoras de energía,
dependían del recurso «campo» y estaban sometidos a sus limitadas
posibilidades de desarrollo. No es sorprendente que en barcos, grúas
y ante pequeños carros de tiro veamos «derrochada», no pocas veces,
la energía humana. La rueda motriz de la «Gran Grúa» de Brujas era
accionada por hombres; los cortadores de corcho de los alrededores de
Delmenhorst recogían su materia prima en carretillas en el puerto de Bre
men y la transportaban a lo largo de 5, 10 ó 15 km hasta sus casas.
Nuestros antepasados parecen haber sido, sin embargo, imaginati
vos y ejemplares, incluso para el presente, en la utilización del viento
y del agua como generadores de energía. El enorme rendimiento de la
navegación a vela -indispensable para el «auge del capital comer
cial»- es sólo una prueba de ello. Menos conocidos, pero igualmente
dignos de ser destacados, son la propagación y el refinamiento técnico
de los molinos de viento y de agua, que en modo alguno se utilizaron
sólo en la elaboración del trigo. Ilustraciones de los siglos XVI y XVII
nos muestran cuántas máquinas de este tipo se colocaban en algunas
regiones en espacios mínimos. Su gran inconveniente -la localización
fija-- contrastaba con la economía de sus fuentes de energía.
26
Para lo que sigue, aparte de CIPOLLA, Before the Industrial Revolution, pp. 115 ss.,
véanse los trabajos relativos a la agricultura: B. H. SLICHER VAN BATH, The Agrarian His-
70
agrícola en la Edad Media y la Edad Moderna, uno podría inclinarse a
atribuir los estrechos límites de la productividad a condiciones natu
rales, difícilmente -o sólo después de unos avances tecnológicos muy
concretos- transformables por el hombre. De hecho, la historia de la
agricultura muestra, sobre todo, al hombre en una dependencia extre
ma de la naturaleza, a la que sólo consiguió sustraerse muy lentamen-
te y con unos costes enormes.
No obstante, la productividad de la época preindustrial no repre
sentaba una constante férrea de la que dependieran, a modo de varia
bles, todos los demás procesos de la vida económica. Antes bien, con
siderables diferenciaciones regionales en los rendimientos agrícolas
demuestran que también en este terreno influían las especiales condi
ciones de las relaciones preindustriales de consumo y producción.
Incluso sin los avances técnicos y organizativos de la agricultura desde
mediados del siglo xvm, algunas regiones habían logrado una aprecia
ble ventaja en la productividad con respecto a otras. Sin duda, aquí
desempeñaban un papel importante las condiciones geográficas y cli
máticas. Sin embargo, un suelo apropiado para el cultivo de trigo o cen
teno se convertía en un suelo «bueno» porque permanentemente se le
prestaba más atención y cuidado que a otros, ya que de la escasa canti
dad disponible de abono animal siempre era el que más recibía. Y esto
ocurría sobre todo en aquellas regiones en las que la buena situación de
los terrenos cultivados respecto a los mercados completaba las ventajas
geográficas y climáticas y, de este modo, en el transcurso del tiempo,
acababa dando lugar a una agricultura intensiva y, por tanto, productiva.
Gracias a las investigaciones de B. H. Slicher van Bath y W. Abel y
sus colaboradores, hoy en día disponemos de abundantes datos sobre
los rendimientos de los cereales en la Edad Media y en la Edad Moder
na. Dichas cifras muestran que, al menos desde el siglo xvr hasta
mediados del XIX, había por lo general grandes, incluso extremas, dife
rencias regionales. De ahí que los promedios calculados para territo
rios nacionales enteros hayan de ser tratados con mucha precaución;
los referidos a todo el ámbito europeo-que quizá para la Edad Media
todavía tengan sentido («un grano sembrado producía tres granos cose
chados»)- no dicen nada o incluso inducen a error. Si tomamos como
base las tablas de Slicher van Bath, se pueden hacer dos afirmaciones
tory ofWestern Europe, A. D. 500-1850, 21966, pp. 280 ss. y pp. 328 ss. (cuadros sinóp
ticos). B. H. SucHER VAN BATH, «Landwirtschaftliche Produktivitiit im vorindustriellen
Europa», en L. Kuchenbuch y B. Michael (eds.), Feudalismus-Materialien zur Theorie und
Geschichte, 1977, pp. 523-555. «Le développement de la productivité des travaux agricoles»,
A.A.G.-Bijdragen 14 (1967), pp. 72-90. W. ABEL, Geschichte der deutschen Landwirtschaft
vom friihen Mittelalter bis zum 19. Jahrhundert 21967, pp. 225 y 226, 251 y 252 (donde
también puede encontrarse más bibliografía alemana).
71
generales. En primer lugar, durante los siglos de la Edad Moderna, en
muchísimas regiones no hubo ningún avance perceptible con respecto
a la Baja Edad Media. Suecia en el siglo XVI y Francia en el XVIII están
todavía por debajo del estándar de la Baja Edad Media; lo mismo cabe
decir al menos de la producción danesa de centeno en esta época. En
numerosas comarcas alemanas, las cifras de la Plena y de la Baja Edad
Media conservaron probablemente su validez hasta el siglo xrx. Por
otra parte, en la Edad Moderna se perfila una clara superioridad de las
cifras de rendimiento inglesas, holandesas y flamencas con respecto a
las alemanas, francesas y escandinavas. Las investigaciones italianas
no sólo muestran que Italia, en este sentido, ha de ser incluida en el
ámbito de la Europa central y septentrional, sino que además, tomando
como ejemplo el distrito que rodea al pueblo de montaña de Montal
deo, ilustran sobre los valores asombrosamente bajos que durante lar
gos períodos de tiempo se alcanzaron en algunas regiones agrícola
mente subdesarrolladas:
72
extremadamente diferenciado en la agricultura de esta parte de Euro
pa. W. Abel ha reunido «unos cuantos miles de datos sobre la Prusia
Oriental y unas cifras suficientemente seguras sobre el ámbito de la
Baja Sajonia» y, para estos suelos, que han de ser contemplados como
superiores al promedio, ha obtenido -para los siglos XVI y xvn- unas
cifras de rendimiento del centeno de entre 1:3,6 y 1:6,2. Según Abel,
para el suelo normal alemán de esta época habría que restar además,
aproximadamente, un 20 por 100 como mínimo.
4. SOCIEDAD
73
tales diferencias sean evidentes, es decir, constatables con toda seguri
dad ya para el mundo de la Baja Edad Media, y para el de la Edad
Moderna, en la que se deben establecer diferencias de propiedad muy
apreciables con la ayuda de registros de impuestos, listas de fortunas,
catastros, etc. Que naturalmente todavía no se trata de «clases propia
mente dichas» en el sentido marxista, de «unidades socio-económicas
concretas con una gran identidad de intereses, homogeneidad de expe
riencias y oportunidades vitales, comunidad de objetivos de acción,
etc.», es algo que los historiadores han ido reconociendo progresiva
mente. Las clases y las situaciones de clase, en este sentido, no eran
todavía la regla en la Edad Moderna europea, sino que se fueron for
mando paulatinamente en la larga etapa de la transición; quizá pueda
comprobarse su existencia embrionaria en las sociedades avanzadas
del oeste (Holanda e Inglaterra) en torno a 1750.
En los escritos de los filósofos políticos, teóricos del Estado y eco
nomistas de la Edad Moderna no aparece el concepto de clase social
tal y como nosotros lo entendemos. Hasta muy entrado el siglo XVIII,
dichos escritos ven la realidad social marcada por las reuniones de
estados (o «estamentos»), es decir, por comunidades políticas y sociales
cuyos miembros no sólo se unían y se mantenían unidos sobre la base
de la propiedad y la fortuna, sino por «la estima, la consideración y la
dignidad [que les atribuía] la sociedad o sectores de la misma» 28 .
Los historiadores actuales siguen en su mayoría esta denomi
nación29. Al orden social que se mantuvo en Europa hasta finales del
siglo xvm, incluso hasta entrado el siglo XIX, les gusta llamarlo «socie-
28
Véase P. CHAUNU, Europaische Kultur im Zeitalter des Barock, 1968, p. 464.
29
La bibliografía sobre las reuniones de estados y sobre la «esencia estamental» es
inmensa y resulta difícil hacer una selección satisfactoria. De ahí que mencionemos sólo
algunas obras colectivas y algunos estudios representativos que contienen referencias a una
bibliografía más amplia. En general, remitimos a los «Etudes présentées a la Comrnission
Intemationale pour l'Histoire des Assamblées d'Etats», mencionados en la bibliografía, en
la p. 239. Esta Comisión organiza con regularidad sesiones en las que se discute, funda
mentalmente con una intención comparativa, la historia de estas reuniones institucionali
zadas y la «esencia estamental». Sin embargo, a esta Comisión, que inició su trabajo en
los años treinta con criterios claramente histórico-institucionales, aún le cuesta trabajo dar
cabida a los problemas histórico-sociales e histórico-económicos, así como a los socio
científicos en general. Los siguientes volúmenes colectivos son determinantes para la his
toria de los estados europeos: R. MouSNIER (ed.), Problemes de stratification socia/e.
Actes du Col/oque Internationale (1966), 1968. D. GERHARD (ed.), Standische Vertretungen
in Europa im 17. und 18. Jahrhundert, 1969. D. ROCHE (ed.), Ordres et classes, 1973. P ue
den encontrarse artículos importantes en las obras, citadas en la bibliografía, de O. Hintze
(p. 235), 0. Brunner (p. 235), D. Gerhard (p. 237). Véase también H. G. KüENIGSBERGER,
Estates and Revolutions. Essays in Early Modern European History, 1970. R. MousNIER,
La plume, la faucille et le marteau. Institutions et Société en France du Mayen Age a la
Révolution, 1970. Mousnier ha escrito una serie completa de importantes artículos acerca
de la estratificación social de Francia en el Ancien Régime. Conceptos fundamentales como
74
dad estamental», société d'ordres, corporate society, confrontándolo a
la sociedad de clases de los siglos XIX y XX. En Alemania, donde el fenó
meno del Standschaft estuvo más intensamente vinculado, y durante
más tiempo que en otros países, al sistema estamental institucionaliza
do, se trabaja con el concepto de «constitución estamental», y en ocasio
nes se habla también de la <<esencia estamental», como indicando que
no sólo el plano de la representación política, sino todos los ámbitos de
la vida, estuvieron impregnados por el principio común estamental.
Estas denominaciones alemanas se corresponden más o menos
con lo que los historiadores ingleses y franceses intentan abarcar con
el concepto de «sistema estamental preindustrial». En contraste con las
sociedades de clases plenamente desarrolladas de los siglos XIX y xx,
las sociedades europeas de la Edad Moderna «se caracterizaban [por]
un sistema estamental de cuño muy marcado, que trazaba firmes líneas
de diferenciación entre las personas, asignando a algunas un alto rango,
aunque uno bajo a la mayoría»30 . Este sistema estamental incluía en prin
cipio a todas las personas de un territorio determinado: a las pocas que
eran capaces de establecerse en la cúspide de la jerarquía de los status,
así como a las amplias masas de la población, que formaban los firmes
cimientos de dicha jerarquía, incluso también al gran número de pobres,
mendigos y vagabundos. Sólo no estaban integrados algunos grupos
marginales: los comediantes, por ejemplo, o los gitanos, que no eran
sedentarios, sino que iban de un lugar a otro y no tenían derecho a una
consideración específica, al «honor» social.
Poseemos numerosos testimonios de la época que nos ilustran sobre
la estructura de status de la vieja Europa y que, por tanto, nos hacen
ver como algo razonable el pretencioso término de «sistema estamental
preindustrial». Veamos dos ejemplos en detalle. El primero es el gran
dioso Traité des ordres et simples dignités del jurista francés Charles
Loyseau, del año 1613. Con el lenguaje de su época, principios del
siglo xvrr, y de su estamento, jurista y legislador, Loyseau describe la
estructura social diferenciada de la sociedad francesa en el absolutis
mo. El tosco criterio de diferenciación es el tradicional, el de los tres
estados: el clero, la nobleza y el tercer estado, que abarca al resto del
«estamentos» (ordres), «clases», etc., son tratados por él con todo detalle, aunque siempre
con una intención normativa e histórico-conceptual. Una interesante compilación de fuen
tes nos la proporciona G. GRIFFITHS (ed.), Representative Government in Western Europe
in the Sixteenth Century, 1968.
30
P. LASLETT, The World We Have Lost, 21971, p. 23. Este libro es primordial para
las siguientes consideraciones; véase además, L. STONE, «Social Mobility in England
(1500-1700)», en D. K. Rowney y J. Q. Graham, Jr. (eds.), Quantitative History. Selected
Readings in the Quantitative Analysis of Historical Data, 1969, pp. 238-271. Véase tam
bién L. STONE y A. M. EVERETT, «Social Mobility in England (1500-1700)», Past and P re
sent 30 (1966), pp. 16-73.
75
pueblo». Sin embargo, Loyseau explica que, ya en su época, esta divi
sión es una hipótesis de trabajo jurídica que puede tener su importancia
en el ámbito político, en el plano de las asambleas estamentales de París
y de las provincias; pero ya no es un instrumento sociológico suficiente
mente preciso, pues cada estado contiene a su vez una jerarquía social
muy ramificada que, ahora más que nunca, expresa el ansia de las socie
dades europeas por una delimitación y diferenciación del status.
Así pues, hay una diferencia enorme entre si se pertenece al primer
estado corno cardenal, corno obispo, corno miembro de una orden
superior o inferior o corno simple clérigo. En el estado de la nobleza
todo depende de si se está directa o lejanarnente emparentado con el
monarca, si se desciende de los «viejos linajes» o de si sólo se ha
alcanzado la nobleza a través de cargos estatales o señoriales, si se es
duque, marqués, conde, barón o castellano o si, por el escudo de armas,
sólo se pertenece al círculo de la baja nobleza. En la tabla de Loyseau,
el más variado parece el tercer estado. Para empezar, destaca del con
junto a un amplio grupo de profesiones caracterizadas por un trabajo
no manual, cuyos practicantes, por tanto, tienen derecho a ser llama
dos <<hombres de honor» o «caballeros honorables» y poseen el dere
cho de ciudadanía urbana. Aquí se encuentran los letrados en teología,
jurisprudencia, medicina y mies liberales, así corno los abogados, los
financieros y los oficiales de la justicia de bajo escalafón, y, final
mente, los hombres de negocios, los comerciantes y aquellos maestros
artesanos (corno orfebres y joyeros) que se ocupan más de la venta que
de la fabricación de su producto. Entre este grupo y los artesanos y
campesinos está la línea divisoria decisiva, que separa a una pequeña
minoría del 90 por 100 de la población restante, la cual -según Loyseau
«se gana la vida más con el trabajo físico que con el comercio de mer
cancías o la creación intelectual».
Loyseau no escatima en el uso de la palabra «bajo» cuando descri
be en su conjunto a este grupo de status inferior. Todos los que desem
peñan un trabajo manual pertenecen a «lo más bajo». Quien ejerza
«las artes mecánicas» corno artesano es -a diferencia de los miembros
de «las artes liberales»- «común y bajo». «Los simples peones... son
los más bajos del pueblo común.» Y, sin embargo, también en este
nivel hay que hacer una diferenciación de status. El campesino está
por encima del artesano; el propietario rural que dispone de uno o más
tiros, por encima del enfiteuta o censatario; el artesano, naturalmente,
por encima del peón y del jornalero, y éstos, por muy «bajos» que
parezcan, por encima del mendigo y del vagabundo. Una declaración
de Edith Ennen sobre la situación en la ciudad europea de la Baja Edad
Media muestra lo muy diferenciado que estaba el sistema estamental
incluso en este nivel inferior, así corno las dificultades que, en este
sentido, encuentra el historiador y su lenguaje conceptual a la hora de
76
establecer clasificaciones: «Los sirvientes junto con los criados de los
artesanos ... formaban en general la clase baja superior, mientras que,
entre los asalariados, los oficiales de los comerciantes pertenecían
más bien a la clase media inferior. Por debajo de los oficiales y de las
criadas estaban los jornaleros, los obreros y las mujeres solteras, y, por
debajo de éstos, los mendigos» 31•
El segundo ejemplo es una tabla de rangos y status que Peter Las
lett ha elaborado a partir de unas fuentes coetáneas para la Inglaterra
de los Estuardo (véase p. 79).
Desde el punto de vista formal, esta tabla es diferente de la descrip
ción que hace Loyseau. Mientras el francés aún seguía rigurosamente
la tradicional división en tres estamentos y hacía que la línea divisoria
entre trabajo manual y trabajo intelectual o no trabajo partiera en dos
el tercero, la tabla de Laslett tiene en cuenta la situación de Inglaterra
en el siglo XVII, más avanzada tanto en la realidad social como en la
asimilación abstracta de dicha realidad. Quien en este país no necesi
taba desempeñar ningún trabajo manual directo o era capaz de librarse
de él en el transcurso de su vida, era formalmente incluido en el gran
grupo del status nobiliario, era miembro de la gentry, esa amplia capa
social distinta de la alta aristocracia que originariamente estaba for
mada sobre todo por la nobleza rural media y baja, y que, a finales del
siglo XVI y en el XVII, a través de una simbiosis de la nobleza rural y las
capas superiores urbano-burguesas, se fue convirtiendo en una fuerza
social nueva y extremadamente dinámica.
Las observaciones de Loyseau, sin embargo, son comparables con
la tabla de Laslett en muchos aspectos. También las capas superiores
urbanas de Francia, es decir, todos aquellos grupos profesionales que
según Loyseau no eran calificables de «bajos», se hallaban, en cuanto
al status, a mayor distancia de los sectores rurales y urbanos de la
población con un trabajo manual que de la nobleza. También los
miembros de estos grupos tenían derecho, como ya se ha dicho, a ser
llamados noble homme; también ellos, vistos desde «abajo», estaban
en un nivel de status que prácticamente era comparable al de la
nobleza baja y media. El hecho de que formalmente no alcanzaran
esta posición y, por tanto, tuvieran que renunciar a los considerables
privilegios materiales de la nobleza, y el hecho de que por esta razón
en Francia no surgiera ninguna nueva capa social noble equivalente a
la gentry inglesa, tuvo una importancia decisiva en la evolución
social de ambos países; pero las causas no hay que buscarlas en prin
cipios y criterios opuestos sobre la diferenciación del status, sino en
31
E. ENNEN, Die europiiische Stadt des Mittelalters 21975 pp. 211 y 212. Este libro ha
tenido una 3.' edición modificada y revisada (1979).
77
el distinto desarrollo de la historia social y política de estos dos paí
ses, del que hablaremos en otro lugar.
Junto a la asombrosa variedad de planos de status, lo que más cla
ramente destaca en ambos ejemplos es la importancia de esa línea
divisoria discriminadora que diferenciaba el trabajo manual del trabajo
y la creación intelectual, y que adjudicaba a aquél la dimensión de
lo bajo, de lo común. La vigencia de esta barrera social era universal,
pues existía un criterio que era fácilmente controlable por todos los que
se ocupaban de clasificar al hombre y asignarle una categoría determi
nada: quien dependiera de sus manos para trabajar, ya fuera obrero,
artesano, agricultor o pequeño comerciante, quedaba anclado en su
status y no tenía ninguna posibilidad de ascender en la escala social.
La movilidad social era posible dentro del marco de los estamentos
«bajos», «comunes», pero sin salirse de esa férrea línea divisoria, a no
ser que abandonaran esa característica dominante del grupo de status
inferior y, de este modo, prepararan un paulatino ascenso de su familia
hacia los rangos superiores.
Naturalmente, el sistema estamental de la vieja Europa tampoco era
partidario de la movilidad en los otros planos. Es cierto que en todas
las sociedades europeas había movilidad social, y entre las tareas más
interesantes del historiador figura la de investigar cómo, pese a los
límites fijos del status, el ascenso social era algo que se planeaba y se
organizaba una y otra vez en todas partes. Sin embargo, el sistema de
la vieja Europa estaba basado, por principio, en la inercia, la estabili
dad y la inmutabilidad.
Ya la propia palabra, que aparece constantemente en las fuentes his
tóricas, es la mejor prueba de ello. Status, state, estat, stato, Stand... : el
carácter «estático» del orden social preindustrial halla aquí su expre
sión abstracta directa. La posición del individuo en la jerarquía social
era algo previamente dado, algo asignado; su «estamento» estaba ya
determinado antes de que viniera al mundo, nacía ya dentro de él.
Con razón se habla de la «asignación del status» como del principio
de orden decisivo de las sociedades preindustriales. El estamento al
que pertenecía la familia era el criterio fundamental que predetermi
naba la clasificación social de un individuo. El descendiente de una
familia de la antigua nobleza permanecía de por vida ligado a este
estamento, a no ser que encauzara su vida de tal modo que fuera
incompatible con el «honor» específico de éste y se viera obligado a
abandonarlo. Al hijo de un criado urbano, en principio, le estaba des
tinada la misma vida que a su padre, a no ser que, a través del propio
esfuerzo o con la ayuda de su familia, consiguiera reunir unos aho
rros, comprarse una pequeña tienda o abrir una empresa artesanal en
la ciudad y, de este modo, abandonar las características profesionales
y estamentales de su anterior status.
78
Chart ofRank and Status Stuart England
l. Duke, Honourable
�g'2 g
CI)
l
etc.
l
11. Husbandman} tGoodwife
(Goody)
}
12. Crnftsm.u Name of
Tradesman Name Craft
Artificer and Sur- (Carpenter,
None name etc.)
13. Labourer Only None Labourer
14. Cottager
Pauper None
}
* Often called Lady by courtesy.
t Occasional, obsolescent usage.
:j: For unmarried as well as married women.
79
Para los coetáneos de los siglos XVI y XVII, e incluso también del XVIII,
este orden universal de rangos y status era permanente, eternamente
válido. El rango de una persona era la manifestación de un orden jerár
quico preconcebido cuyo carácter estático era el símbolo de los prin
cipios permanentes e inmutables del orden universal. Sin duda eran
conscientes se daban cuenta de que el ascenso social y, sobre todo, el
descenso social tenían lugar continuamente. Pero ambos seguían cami
nos trazados previamente con exactitud por el sempiterno orden del
status, y obedecían, por tanto, a reglas que el propio orden había esta
blecido y por las que éste no era vulnerado ni, mucho menos, abolido.
Desde una perspectiva actual, es decir, tras las experiencias de
finales del siglo xvm y del XIX, cuando este sistema se vio perturbado,
el análisis del mismo es básicamente distinto. El historiador inglés
Lawrence Stone dijo en una ocasión que el sistema estamental prein
dustrial es el de un «orden social rural sencillo»; con ello dejaba claro
que el orden de estamental de la vieja Europa, que parecía invariable y
eterno, respondía a un determinado nivel de evolución de estas socie
dades y, al igual que todos los demás fenómenos históricos, estaba
sujeto al cambio y la transformación. Ante todo resulta interesante el
concepto «rural», pues de hecho eran los estamentos profesionales y
sociales del mundo rural y la sociedad agraria -entre los que, en este
contexto, desde luego hay que contar las artesanías e industrias tra
dicionales urbanas- los que imponían su sello al sistema estamental.
Para comprender su lógica interna, basta con recordar algunos asuntos
abordados en los capítulos anteriores. En un mundo en el que al ahorro
y al atesoramiento se les concedía más importancia que a la inversión,
en el que el tamaño de la población y de la familia se adaptaba a las
«alimentaciones» existentes, en el que la demanda de alimentos bási
cos dominaba y mantenía limitado el comportamiento del mercado, en
el que la idea de consumo prevalecía sobre la de producción, en el que
la dinámica y la movilidad eran categorías nueva e inusuales de la vida
y de la conducta... en un mundo semejante, la formación de estamen
tos de perfil claro, cerrados en sí mismos, era en cierto modo el proce
dimiento adecuado desde el punto de vista evolutivo. Con sus breves
comentarios sobre <<clases, estamentos y partidos», Max Weber 32 nos
ha enseñado a comprender ajustadamente tales fenómenos de «man
comunidad política». Weber no contempla la formación de clases y
estamentos como evoluciones alternativas, sino como algo que se va
32
M. WEBER, Wirtschaft und Gesellschaft. Grundriss der verstehenden Soziologie
(numerosas ediciones). Véase, entre otros, cap. 8.º, «Politische Gemeinschaften» («comu
nidades políticas»), y cap. 9.º, apartado 4: «Feudalismus, "Stiindestaat" und Patrimonialis
mus» («Feudalismo, "Estado estamental" y patrimonialismo»).
80
superponiendo en toda sociedad. La estratificación por clases tiene
tendencia a dominar allí donde la eficacia del mercado, es decir, de la
adquisición y distribución de bienes, es tan grande que a raíz de ella se
hace posible la identificación social entre los distintos individuos de la
sociedad. «La evolución estamental» (Weber) tiene lugar cuando no
se da esta premisa, o no lo suficientemente; dicha evolución, con su
tendencia al status cerrado, a la monopolización de los bienes materia
les e ideales, tiene siempre el efecto de frenar los posibles inicios de
una formación de clases. El «estamento» o «status» no es, por consi
guiente, algo aparente que sólo oculta las verdaderas relaciones de
clase, que sólo las encubre ideológicamente con la referencia al orden
universal divino y natural. Antes bien, es una unidad real de identifica
ción social en una comunidad de personas definida por la jerarquía, el
honor y el prestigio.
Esto no quiere decir, en modo alguno, que el aspecto económico
no desempeñe ningún papel en la formación y conservación del sta
tus. No sólo «la posibilidad de un modo de vida estamental [suele
estar, como dice Weber] económicamente condicionada». También
la materialización y el afianzamiento de un orden estamental es algo
que no cabe imaginar sin la eficaz influencia que mana de las rela
ciones de propiedad e ingresos. El origen de la constitución esta
mental, tan característica de las relaciones alemanas, por ejemplo, es
un proceso que hay que atribuir históricamente al privilegio -com
probable desde el siglo XIII- de esas meliores et maiores terrae a las
que, en 1231, les fue concedido por decisión imperial de Enrique VII
un derecho de aprobación «estamental» de nuevos estatutos jurídi
cos y leyes. La general superioridad europea del status de la nobleza
sólo se pudo crear gracias a que este estamento, en el transcurso de
su diferenciación estamental, al mismo tiempo se apoderó de la
mayor parte de los terrenos disponibles.
En la Edad Moderna, naturalmente, este proceso estaba tan avan
zado -y, en cierto modo, concluido-, que tales formas originarias de
diferenciación estamental ya no tenían lugar. Cuando algunos indivi
duos, grupos profesionales o capas sociales, en virtud de coyunturas
económicas o acontecimientos políticos favorables, mejoraban de forma
considerable su situación de propiedad e ingresos, dicha mejora no esta
ba automáticamente vinculada con un ascenso de status. La jerarquía de
los status del <<sencillo orden social rural» se hallaba firmemente esta
blecida. Sus valores y sus símbolos eran fijos y estaban sancionados por
la mayoría; quien ansiaba ascender de status tenía que aceptarlos, adap
tarse a ellos y, por tanto, demostrar que, más allá de la mejora de su
situación material, era digno de un nuevo rango en la sociedad.
De este modo, las sociedades de la vieja Europa se acreditaban de
«estamentales» precisamente porque el proceso de monopolización no
81
quedaba limitado a las «puras» y «desnudas» relaciones de propiedad y
bienes, sino que iba mucho más allá y abarcaba toda una serie de <<bienes
y oportunidades ideales y materiales» (Weber) en los que, por primera
vez, se manifestaba de verdad el orden de rangos y la exclusividad esta
mentales. Como en cualquier orden estamental imaginable, eran los esta
mentos superiores, en especial la nobleza, los que más claramente desta
caban. La exención de impuestos de la nobleza y su liberación del trabajo
físico; el «bloqueo» de los bienes nobles para la libre circulación en el
mercado; la reserva de los cargos oficiales y prebendas militares, ecle
siásticos y, en gran abundancia, civiles para los miembros -tanto por
nacimiento como por el cargo desempeñado- del estamento de la noble
za; la limitación del Standschaft, en numerosas asambleas estamentales
territoriales, a la nobleza como el único estamento rural con derecho al
mismo; el conubium noble, que limitaba las posibilidades de casamiento
de los hijos e hijas nobles al propio estamento... : todo ello eran manifes
taciones de la monopolización material que se imponían y se mantení
an en beneficio de la exclusividad estamental de la nobleza bien por
medio de la convención o incluso por medio del precepto jurídico.
Pero también los grupos de status inferior se caracterizaban por
monopolizaciones de este tipo. La limitación del derecho de posesión
a los bienes nobles, como especialmente destacaba en el ámbito de las
tierras señoriales del este del Elba, se correspondía con el «bloqueo»
de las artesanías e industrias urbanas para miembros de otros estamen
tos; la cualidad de «burgués» no se definía por el simple hecho de ser
habitante de una ciudad, sino que presuponía la adquisición de unas
características de status muy determinadas y la admisión formal en el
círculo de los burgueses. También el ámbito campesino estaba muy
delimitado de los demás: el mundo campesino se diferenciaba riguro
samente del mundo noble; la cualidad estamental no sólo era algo per
sonal, sino objetivo, firmemente arraigado.
No menos significativo y realmente eficaz era el proceso de mono
polización cuando abandonaba la esfera puramente material e invadía
el ámbito del modo de vida, de los símbolos, signos y gestos. Los esta
mentos se hacían y se hacen realidad por el «honor» que transmiten.
Manifestar este honor es cuestión del modo de vida, el cual, en el
marco de un orden social preponderantemente estamental, tiene un
peso extraordinario. Una vez más son los estamentos superiores los
que más claramente lo manifiestan. El tipo de vida noble, el vivre
noblement, era en todas las sociedades de la vieja Europa, junto con los
privilegios jurídico-materiales, la prueba más evidente de la exclusivi
dad de este estamento. La conducta consumista de la nobleza, que no
estaba orientada al sentido común económico, sino al honor estamen
tal, su derroche, su ostentación, su vestimenta, su lenguaje, sus moda
les y la complicada jerarquía de títulos y tratamientos que se maneja-
82
ban en círculos nobles, expresaban lo que para los sociólogos tan cla
ramente diferencia una sociedad estamental de una sociedad de clases:
«Los estamentos se caracterizan menos por el "tener" que por el "ser",
el cual no es directamente derivable de su "tener". Están menos mar
cados por la pura y simple posesión que por una determinada manera
de utilizar estos bienes: El afán de distinción supone para los estamen
tos crear una forma inimitable -por su rareza y afectación- de consu
mo y, de este modo, proporcionar incluso al artículo de consumo más
vulgar el aura de la exquisitez» 33 •
Aludiendo en especial a la nobleza francesa de los siglos XVII y XVIII,
los coetáneos y, más tarde, los historiadores y los sociólogos han des
crito con todo detalle el tipo de vida ostentoso y demostrativo; y cier
tamente no es una casualidad su referencia a Francia, pues ninguno de
los principales países de la Europa clásica había conocido desde la Plena
Edad Media semejante concentración de derechos nobles de dominio
y posesión, ni en ningún otro país fue tan decididamente adoptado y
representado el modo de vida noble por la realeza absoluta, la cual,
por su parte, procedía de la nobleza y, desde el punto de vista del sta
tus, la superaba en un escalón. Las cortes reales, pero también las resi
dencias urbanas y campestres, los hótels y palais de la nobleza, eran
lugares de comunicación, de representación, orientados hasta en el
más mínimo detalle arquitectónico a exhibir las ideas de valor y pres
tigio del estamento. Estas casas fo rmaban el espacio en el que, en el
siglo XVIII, se desarrollaban y se exageraban todas aquellas formas de
conducta, todo aquel refinamiento de las relaciones sociales, del len
guaje, de la vestimenta, del gusto, de la conversación y del buen tono
que constituían la esencia de la «buena sociedad». Los hermanos Gon
court, al contemplar el salón de la mariscala de Luxemburgo, descri
bieron estas formas de conducta del siguiente modo: «La buena sociedad
era una especie de agrupación de ambas generaciones cuyo objetivo
era diferenciarse de la mala sociedad, de las agrupaciones vulgares, de
la sociedad provinciana ... mediante el perfeccionamiento de las fo r
mas elegantes, mediante la libertad, la amabilidad, los modales aten
tos, el arte de la consideración y del savoir vivre... El aspecto exterior
y la conducta, los modales y la etiqueta fueron precisados con exacti
tud por la "buena sociedad"» 34•
Un resultado directo de este estilo de vida determinado por el sta
tus, que dentro del propio estamento se veía aún más intensificado por la
33
P. BoURDIEU, «Klassenstellung und Klassenlagen», en id., Zur Soziologie der sym
bolischen Formen, 1970, pp. 42-72 (esta cita, en las pp. 59 y 60); artículo de un autor que
sigue las huellas de Weber y continúa sus principios.
34
Esta cita de los Goncourt en N. ELIAS, Die hofische Gesellschaft. Untersuchungen
zur Soziologie des Konigtums und der hofischen Aristokratie mit einer Einleitung: Soziolo-
83
competencia de status entre cada uno de sus miembros, fue que la his
toria de la nobleza europea está llena de noticias de endeudamientos,
empobrecimientos y ruinas. Por encima de la línea divisoria que sepa
ra las profesiones «liberales» y la nobleza de la gran mayoría de la
población que ejercía trabajos físicos, el modo de vida estamental no
estaba regido por ideas tales como la economía y el ahorro. Cuando
todavía la Encyclopédie francesa de la Ilustración prescribe para la
construcción de las casas de las capas estamentales medias y bajas los
principios de «simetría, solidez, comodidad y ahorro», mientras que al
examinar y analizar las residencias nobles prescinde por completo de
estos criterios generalizados en el posterior mundo burgués, en este
detalle se ve claramente la naturalidad con la que todavía a finales del
siglo xvm eran aceptadas las ideas del status del mundo estamental.
Es cierto que el estilo de vida de la nobleza determinado por el status
no ha conducido en ninguna época ni en ningún país a la ruina de todo
el estamento, pero sí al endeudamiento y empobrecimiento de genera
ciones enteras, y también a la enorme presión que en todas partes ori
ginaba la existencia de la nobleza y que sobre todo notaban los campe
sinos y arrendatarios dependientes de ella.
La principal beneficiaria de esta situación, en el transcurso de la
Edad Moderna, fue la burguesía europea, a no ser que utilizara la for
tuna adquirida en el comercio y en la industria para ascender de status.
Ciertamente, también los burgueses y los campesinos ricos sentían la
necesidad de una representación acorde con el status: un simple vista
zo a las fachadas de las antiguas ciudades europeas y a los hastiales de
las granjas de los campesinos acomodados lo demuestra hasta la
saciedad. Sin embargo, precisamente la burguesía activó y cultivó en
toda la Edad Moderna ese modo de vida orientado a la economía, al
ahorro y a la moderación que tanto se oponía al tipo de vida noble y
que, desde finales del siglo xvm, fue ganando terreno. Lo que mejor
puede ilustrar este fenómeno es una observación irónica de un coetá
neo de finales del siglo xvn que atribuía los asombrosos éxitos del
comercio holandés, en comparación con su rival francés, a que los
comerciantes y constructores navales holandeses aprovechaban sus
buques mercantes hasta el último centímetro cuadrado para la carga,
mientras que en los barcos de los franceses, a menudo capitaneados
gie und Geschichtswissenschaft, 31977, pp. 97 y 98. Véase también N. ELIAS, Über den Pro
zess der Zivilisation. Soziogenetische und psychogenetische Untersuchungen, 2 vols. 51978.
Junto con la Encyclopédie de Diderot, la principal fuente para el estudio de la estructura y
los cambios en la sociedad cortesana es: Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon, Mémoi
res. La última edición completa de este enorme libro de memorias de un par de Francia de
la época de Luis XIV y de la primera mitad del siglo XVIII fue: BOISLISLE (ed.), Mémoires
de Saint-Simon, 41 vols. de texto y 2 vols. de láminas, 1879-1928.
84
por nobles, se reservaba un espacio considerable para el alojamiento
-acorde con el status- de los comandantes.
Como ya se ha mencionado en varias ocasiones, el ámbito de la
esquematización simbólica era, en su mayor parte, un monopolio del
estamento superior, la nobleza. El principio de exclusividad estaba
siempre estrechamente vinculado al de antigüedad; ni las familias de
la nueva nobleza ni mucho menos las de la burguesía conseguían jamás
salvar del todo la distancia que las separaba de la nobleza antigua, ni
siquiera aunque superaran a ésta con creces en riqueza e influencia
política. No obstante, sería falso ver limitada la eficacia de la diferen
ciación estamental sólo a la cúspide de la jerarquía de los status o
bien, al hacer un análisis de la jerarquía estamental, dejarse llevar úni
camente por los signos exteriores, los gestos y las acciones del estilo
de vida. Sin duda, los grupos de status inferior, es decir, todas esas
capas sociales que en Loyseau vemos agrupadas dentro del «tercer
estamento», no tenían ninguna diferenciación simbólica comparable a
la de la nobleza que representar; sin duda sus posibilidades de ascenso
social eran limitadas. Tanto en Loyseau como en la tabla de Laslett se
ve con claridad que en un determinado nivel de status -en el ámbito de
la burguesía media y de la artesanía- ya no se utilizaban en las fuentes
ni títulos ni ninguna forma especial de tratamiento. Un análisis de las
formas de las casas y viviendas, como el que ha formulado brillante
mente N. Elias para Francia, muestra con exactitud cómo disminuían
las necesidades de representación estamental a medida que se descen
día en la jerarquía de los status. «Las capas sociales inferiores no
necesitan representar, no tienen verdaderas obligaciones estamenta
les» (N. Elias). Y, sin embargo, ello no debería inducir a pensar que a
la «buena sociedad» diferenciada se le oponía una masa, en gran parte,
estamentalmente indiferenciada de trabajadores físicos. Dentro de un
amplísimo espectro de oficios, cada uno tenía sin lugar a dudas su pro
pio cuño estamental; las diferenciaciones profesionales-estamentales
formaban parte del sistema estamental en la misma medida que las
exclusividades socio-estamentales de la nobleza y de la alta burguesía,
y aunque el mundo de la artesanía y de la industria «desde arriba»
parecía «común» y «bajo», sin subdivisiones, en cambio a los miem
bros de este mundo no les cabía la menor duda de que por debajo de
ellos continuaba la estructura de status, de que no formaban una uni
dad con las masas de las capas inferiores urbanas y rurales.
Desde el punto de vista histórico, la Edad Moderna era ya una época
tardía para el desarrollo estamental de Europa. Numerosos derechos
especiales y exclusividades, en especial todos esos bienes ideales y mate
riales que la nobleza europea había monopolizado y cuyo origen no cabe
imaginar sino como un acto de apropiación y usurpación, habían pasado
a ser un componente fijo del ordenamiento jurídico de cada uno de los
85
territorios. En garantes de este ordenamiento jurídico se habían converti
do, en la mayoría de los territorios, los soberanos, los cuales, por este
motivo, habían adquirido una influencia considerable en la existencia, el
desarrollo y los límites del entramado social estamental. Los tres siglos
de la Edad Moderna constituyen, en aquellos territorios en los que la
soberanía se condensó en la monarquía absoluta, el espacio de tiempo
en el que los estamentos, es decir, especialmente la nobleza, tuvieron que
renunciar a sus derechos políticos y a sus pretensiones monopolizadoras
en beneficio de los soberanos. En otro lugar informaremos al respecto
con detalle 35• Con esta renuncia, la nobleza no perdió en general su espe
cial posición socio-estamental, pero casi ningún soberano absoluto de
los siglos XVII y XVIII se privó de adquirir influencia también en este sen
tido y de poner el principio de la delimitación y diferenciación del status
al servicio de su soberanía y de sus pretensiones de poder.
Dos instrumentos especialmente eficaces se hallaban a su disposi
ción. Por una parte, el hecho de que un soberano, en su función de
garante del orden jurídico y social existente, poseía, como es natural,
la competencia y el poder político de velar por la estructura tradicional
de dicho orden y de protegerlo todo lo posible de los fallos de funcio
namiento que, en casos graves, pudieran dirigirse incluso contra la
cúspide de la jerarquía de los status, los soberanos. A través de nume
rosos ordenamientos regionales, dominicales y estamentales de la
Edad Moderna, nos han llegado los esfuerzos de la soberanía por con
servar la estructura social estamental que se había desarrollado a lo
largo de los siglos y que continuamente se veía amenazada por cam
bios. En regulaciones detalladas sobre la vestimenta, por ejemplo, queda
expresada esta pretensión, que alcanzaba hasta las apariencias, hasta
el terreno de los símbolos y de los gestos. La historia francesa de las
postrimerías del siglo XVII se caracteriza por los rigurosos intentos de
la realeza absoluta de examinar la legitimidad de las pretensiones
nobles de numerosas familias y, a ser posible, de rechazar su acceso al
privilegiado status de la nobleza.
Por otra parte, la soberanía aprovechaba la posibilidad de un ascenso
demostrativo del status para algunos súbditos en particular y sus fami
lias. De acuerdo con el desarrollo constitucional llevado a cabo desde la
Plena Edad Media, al soberano le correspondía el derecho de distinción y
recompensa en este sentido. Cada vez que necesitaba recompensar por
unos servicios, atender a las necesidades de unos criados fieles, vincular
súbditos destacados a su persona o mediatizar rivales políticos, utilizaba
este recurso, y con frecuencia a gran escala, sobre todo en épocas de
amenaza de su poder. Sin duda, esto era ya un signo de debilidad del sis-
86
tema estamental, puesto a su servicio por la soberanía. Pero al mismo
tiempo, por el modo en que esto sucedía, se hacía evidente la especial
movilidad y eficacia de dicho sistema, pues por muy libre y desconside
radamente que actuaran los soberanos en muchos casos, sin embargo no
podían salirse de los caminos que les trazaba el sistema estamental. Nin
gún soberano podía crear para sus necesidades, junto a la jerarquía tra
dicional, una estructura de orden <<advenediza». Si un príncipe quería
recompensar a sus criados, únicamente tenía a su disposición los espe
ciales derechos estamentales que ofrecía el estamento de la nobleza. El
funcionariado de la Edad Moderna, que en las grandes monarquías era
ya un grupo destacado por unas ideas de valor especiales y por sus cua
lidades técnico-profesionales y, en este sentido, un <<estamento en sí»,
sin embargo, en ningún país llegó a ser un «estamento por sí solo», sino
que, como nobleza en virtud del cargo, fue absorbida por el estamento
noble, donde, pese a todo el favor soberano, todo el poder político y la
fuerza social, tuvo que habérselas y arreglárselas con la pretensión de
superioridad de las «viejas estirpes».
Un ejemplo especialmente ilustrativo al respecto lo ofrece Francia 36•
Sobre la base de la corrupción y el comercio de cargos, se había desarro
llado, con arreglo a la burocratización absolutista de los siglos XVI y XVII,
una potente nobleza de cargo, la noblesse de robe, que ante todo poseía
su base institucional en los altos tribunales. Ya el concepto noblesse de
robe, que en las fuentes contemporáneas a menudo aparece simplemen
te como la robe, remite a las específicas cualidades estamentales de este
grupo, cuyos miembros originariamente procedían de la burguesía y, en
antigüedad, estaban muy por detrás de la vieja nobleza militar incluso
cuando, en una época temprana, ya a finales del siglo xv o en el
siglo XVI, habían alcanzado la nobleza hereditaria. Hasta muy entrado el
siglo XVIII, este grupo, jurídicamente dotado de todas las insignias de la
nobleza, políticamente mucho más poderoso que la vieja nobleza mili
tar, socialmente una verdadera elite, tuvo que luchar por el reconoci
miento de su honor noble-estamental; sólo a mediados de siglo parece
que se fusionó definitivamente con la nobleza militar, si bien ésta todavía
seguía sin asimilarlo mentalmente del todo. Teniendo esto como fondo,
es comprensible que, durante la reacción aristocrática del siglo xvm,
precisamente los miembros de la nobleza de robe cultivaran con espe
cial intensidad las tradicionales ideas de valor de la nobleza antigua, e
36
Para lo siguiente, véase el estudio -superado en muchos aspectos particulares,
pero todavía importante por la temática- de F. L. FoRD, Robe and Sword. The Regrouping
of the French Aristocracy after Louis XIV, 2 1965. Véase más bibliografía en nn. 71 ss.
de la tercera parte del presente libro. Sobre el problema de la venalidad de los cargos, el
trabajo pionero para Francia es R. MousNIER, La vénalité des offices sous Henri IV et
Louís XIII, 2 1971.
87
incluso que adoptaran el liderazgo ideológico y práctico-político en la
lucha defensiva contra el «despotismo ministerial».
El ejemplo de la noblesse de robe de Francia suscita de nuevo
la cuestión de las posibilidades y los límites de la movilidad social en la
Edad Moderna europea. El éxito de sus pretensiones de status, que como
muy tarde se manifiesta con toda claridad a mediados del siglo xvm, fue
el éxito de un grupo que había adquirido su identidad social sobre la
base de las peculiaridades profesionales-estamentales. El hecho de
que este grupo, tras un ascenso de un siglo de duración, llegara en el
siglo XVIII a la cúspide de la jerarquía de los status, puede ser valorado
como prueba de la apertura y movilidad del sistema estamental prein
dustrial, capaz de desplazar la movilidad social hacia arriba y hacia
abajo. Que al mismo tiempo sus actividades y peculiaridades profe
sionales-estamentales perdieran cada vez más peso en beneficio de
todos aquellos bienes materiales e ideales que los asemejaban más a la
nobleza; que los valores de la noblesse suplantaran cada vez más a los
de la robe en este estamento, demuestra por otra parte la enorme fuer
za normativa que, todavía en el siglo XVIII, emanaba del orden de sta
tus tradicional.
Esta fuerza, en todos los países europeos de la Edad Moderna que,
en las relaciones de posesión e ingresos, conocían -y tenían que supe
rar una y otra vez- cambios condicionados por las coyunturas econó
micas y por la política, fue la que refrenó la dinámica de la movilidad
social. Así, tanto de oeste a este como de norte a sur, surgió un desni
vel que habría de tener una importancia considerable para la ulterior
revolución de Europa en la era de la «revolución democrática» (Pal
mer). En el marco de este volumen, una comparación entre la situa
ción del sur, del centro y del oeste de Europa parece especialmente
instructiva. Los territorios de Italia, apartados desde finales del siglo XVI
del centro de las actividades económicas de Europa y, por tanto, en
gran parte, libres de los fenómenos europeo-occidentales de la acumu
lación del capital y de la movilidad social, eran los que más claramen
te conservaban las características de la jerarquía de status. «Allí, la
vieja sociedad estamental no fue seriamente amenazada por nada»
(Chaunu). En la Europa central y occidental continental, en muchos
aspectos beneficiaria del desplazamiento del peso económico desde el
Meditarráneo hacia el Atlántico, había dinámica económica, acumula
ción de capital y una apreciable movilidad social. Pero también estaba
el sistema político de la monarquía absoluta, que hizo muchas cosas
-y consiguió algunas- por controlar estos fenómenos. Ante todo declaró
los valores y distintivos del status de la sociedad estamental como base
de su propio orden soberano y, de este modo, contribuyó esencialmen
te a que dichos valores y distintivos pudieran mantenerse durante tanto
tiempo en la forma descrita.
88
Finalmente, queda el oeste orientado al mar, las provincias de los
Paí Bajos y, sobre todo, Inglaterra. Inglaterra 37 es el país que entre
ses
1540 y 1640 atravesó un siglo de mayor movilidad, como luego no
volvió a conocer hasta principios del siglo xx. Mucha tierra cambió en
esta época de propietario; los distintos estamentos y grupos profesio
nales variaron de cantidad numérica; la coincidencia de los intereses
rurales y urbanos en la produccióny en la distribución de lana y paños
llevó a una aproximación de grupos sociales que, en otros países como
Francia o Brandemburgo-Prusia, todavía estaban ásperamente enfren
tados. Pero no fue sólo el proceso de movilidad social -que también
desempeñó un papel considerable en Francia, concretamente en la
época de las guerras civiles religiosas- el que determinó la peculiari
dad de la evolución inglesa. Ésta se manifiesta en las consecuencias de
la movilidad para el sistema estamental. Aunque dicho sistema se man
tuvo vigente en Inglaterra, sin embargo en él se operaron transforma
ciones tan diversas que adquirió una forma y una agilidad ajenas al
resto de Europa. El ya mencionado ascenso de la gentry, con una fuer
za integradora que aunaba ingeniosamente los intereses del dinero y
de la tierra, es un resultado de esta evolución sobre el que entraremos
en detalles en otro lugar. En el año 1665, es decir, a finales de la época
de la gran movilidad del país, un autor inglés escribió un libro titulado
Gentleman 's Monitor que llevaba este significativo subtítulo: A saber
Jnspection into the Virtue, Vices and ordinary means of the rise and
decay of men and families. Éste es, sin duda, un tema que se hallaba
fuera del horizonte de todos aquellos autores continentales que, en la
misma época y aun mucho tiempo después, se esforzaron por hacer
una descripción esmerada sobre los límites del status entre las perso
nas. Además, Inglaterra era el único país en el que, ya a finales del
siglo XVI y principios del XVII, se perfilaba una tendencia clara a orga
nizar, junto a la tradicional y «sencilla» jerarquía de status rural, una
segunda jerarquía nueva y más moderna. Según Lawrence Stone, en la
Inglaterra del siglo xvn se percibía, por parte de los estamentos que
poseían tierras, una creciente conciencia de que los estamentos profe
sionales urbanos, en otros tiempo considerados «anómalos» -los comer
ciantes, los juristas, los oficiales y los clérigos-, constituían jerarquías
de status «semiindependientes y paralelas», lo cual supone un cambio de
conciencia seguramente facilitado por el hecho de que muchos miem
bros de estos estamentos profesionales pertenecían a la gentry, es decir,
a esa capa social que tan claramente acortaba las distancias entre la
cúspide y la amplia base de la jerarquía de los status.
89
III
EL CAMBIO EN EUROPA
ENTRE LOS SIGLOS XVI Y XVIII
1
E.W. ZEEDEN, Deutsche Kultur in der Frühen Neuzeit, 1968, p. 369.
2 La editorial Beck publicará en b reve un volumen introductorio de R. Wohlfeil dedi
cado a la Reforma. El presente texto se limita a una pequeña parcela del gran acontecimiento
de la Reforma: las manifestaciones del cambio en la vida político-social de Europa en el
siglo xv1 y en los inicios del XVII. Las notas se ajustan a este marco. Para el proceso de con
fesionalización es fundamental, aunque demasiado centrado en Alemania: E. W. ZEEDEN,
Die Entstehung der Konfessionen. Grundlagen und Formen der Konfessionsbildung im
Zeitalter der Glaubenskiimpfe, 1965. Una sinopsis concisa y muy precisa sobre la historia
alemana de 1500 a 1551, con numerosos datos bibliográficos e indicaciones de fuentes
actualizados: B. MoELLER, Deutschland im Zeitalter der Reformation, 1977. Este aconte
cimiento, referido a toda Europa, está sinópticamente descrito en E. HASSINGER, Das
92
landia e Islandia, en las zonas de asentamiento alemán de Bohemia y
Transilvania, en Prusia y Livonia, se había propagado desde 1520 el
protestantismo luterano, estableciéndose con firmeza en su mayor parte.
Todas estas zonas se sentían atraídas por las doctrinas y las acciones
del monje de Wittenberg, el primero que no sólo fue un crítico huma
nista de la Iglesia, sino un combativo renovador de la teoría y de la
práctica, un crítico vehemente de la Iglesia papal centralista, un refor
mador en el sentido entonces nuevo de la palabra. Incluso eslovacos,
magiares y eslavos se sintieron atraídos por el luteranismo hacia 1520,
inmediatamente después de la rapidísima difusión de las noticias sobre
lo que acaecía en y en torno a Wittenberg.
Durante cierto tiempo, esto también fue válido para amplias zonas de
la Europa occidental, donde Lutero, tanto en Renania y los Países Bajos
como en Francia e Inglaterra, halló numerosos adeptos entre los clérigos
y legos de formación humanista. Hacia 1560, ya era evidente que en
estas regiones el luteranismo no podía esperar éxitos definitivos. Aquí
tuvo lugar otro movimiento de la Reforma, el del segundo gran reforma
dor, Juan Calvino (1509-1564), un francés de Noyon que había encontra
do su primera comunidad de fieles en Ginebra y que, desde mediados de
siglo, halló muy buena acogida sobre todo en Renania, Francia y los Paí
ses Bajos 3• Al igual que Lutero, Calvino era reformador protestante, y, lo
mismo que muchos religiosos de las ciudades alemanas de gran y medio
tamaño, al principio era totalmente luterano. Sin embargo, esta coinci
dencia sólo era aplicable a los componentes esenciales del dogma de fe,
al núcleo de las opiniones de Lutero, no a las cuestiones de la constitu
ción de la Iglesia, de la disciplina eclesiástica o del culto, ni tampoco de
la eucaristía. En ellas Calvino se apartaba de los caminos trazados por
Lutero, como ya había hecho antes que él el suizo Zwinglio (1484-1531),
el reformador de Zúrich, con el que Lutero había sostenido en los años
veinte violentas discusiones que pronto se revelaron insalvables. La fuer
za de Calvino y su gran eficacia para instruir a los fieles residían en su
radicalismo teológico y eclesiástico-político. En la cuestión de la euca-
Werden des neuzeitlichen Europa, 1300-1600, 2 1966, sobre todo en los caps. II y III.
También en R. ELTON, Europa im Zeitalter der Reformation, 2 vols., 1971. Un buen
estudio sumario sobre las tendencias y controversias actuales de la investigación, aten
diendo de manera especial a la diferencia entre posturas «burguesas» y «marxistas», en
R. WOHLFEIL (ed.), Reformation oder frühbürgerliche Revolution?, 1972 (compilación de
ensayos).
3
Una sinopsis concisa en Zeeden, Entstehung, cit. (véase n. 2), pp. 17 y ss. Sobre el
protestantismo «reformado», además: J. BOHATEC, Calvins Lehre von Staat und Kirche, 1937.
H. WENDORF, «Calvins Bedeutung für die protestantische Welt», Theologische Bléitter 19
(1940). J. T. MCNEILL, The History and Character of Calvinism, 1954. R. M. K!NGDOM,
Geneva and the Coming of the Wars ofReligion in France, 1555-1563, 1956. J. DELUMEAU,
Naissance et affirmation de la réforme, 1965.
93
ristía, en la configuración de las costumbres eclesiásticas y, sobre todo,
en la organización de la comunidad de fieles, Calvino fue mucho más
lejos que Lutero por el camino reformador, se alejó mucho más que éste
de las tradiciones de la vieja Iglesia papal.
Ante todo destacan sus opiniones sobre la comunidad de fieles. En
la antigua Iglesia, dicha comunidad estaba organizada de manera rigu
rosamente jerárquica; ninguno de los creyentes tenía influencia en la
ocupación de cargos ni en las decisiones de la jerarquía eclesiástica.
Como para Lutero la esencia de la Reforma no residía en lo «externo»,
en lo organizativo, sino en el dogma de fe, en la justificación por la
fe, en la búsqueda del Dios justo, las cuestiones jurídico-constitucio
nales nunca tuvieron en él un peso especial. En Ginebra, sin embargo,
Calvino partía esencialmente de la comunidad de fieles. «Ésta era
para él la institución creada por Dios, la sustentadora de la Iglesia.
Ella legitimaba los órganos a través de los cuales desempeñaba sus
tareas eclesiásticas, así como los pastores, maestros, diáconos y ancia
nos» (Zeeden). Y de esta idea revolucionaria partió la masiva influen
cia político-eclesiástica y general del calvinismo en la Europa occi
dental, influencia que se hizo perceptible entre 1550 y 1570 sobre todo
en Francia y los Países Bajos, en una época, por tanto, en que ya iba
disminuyendo la fuerza del luteranismo en Europa.
La Reforma buscó en Inglaterra sus propios caminos. No es que no
se percibieran también aquí las inquietudes y los estímulos continenta
les. Por ejemplo, en las universidades inglesas los luteranos no eran
ninguna rareza en torno a 1530; la genuina simpatía de los intelectua
les humanistas por Lutero y por los reformadores suizos también se
propagó en este país. Sin embargo, antes de que pudiera formarse un
amplio movimiento reformador, la realeza inglesa, con Enrique VIII
(1509-1547) al frente, tomó la iniciativa y, por razones de carácter
exclusivamente político-secular, renegó de la Iglesia papal centralista.
Aquí, por tanto, la Reforma tuvo lugar desde arriba y desde fuera de la
Iglesia, lo que significaba que no era una reforma en el sentido de Lute
ro y de Cal vino. Ciertamente, el rey y el parlamento suprimieron los
derechos del Papa en Inglaterra, el monarca convirtió en súbdito del
clero inglés, secularizó los bienes eclesiásticos y se nombró a sí mismo
cabeza de la Iglesia. Sin embargo, la constitución episcopal jerárquica,
el antiguo dogma de fe, la liturgia y la práctica sacramental se mantu
vieron iguales. Aquí fue la Iglesia anglicana la que poco a poco fue
adquiriendo forma4, y lo hizo con independencia de Roma, como sus
equivalentes luteranos y calvinistas del continente, sólo que con un
4
Sobre el anglicanismo y la Reforma inglesa en general, véase G. R. ELTON, England
under the Tudors, 1955. A. G. DICKENS, The English Reformation, 1964. Sobre la expro-
94
espíritu y unas formas en la línea de la ortodoxia católica. Dicha Igle
sia tuvo que resistir en los cien años siguientes numerosos ataques
generados por las muchas comunidades de fieles e Iglesias protestantes
que irrumpieron en Inglaterra.
De la esencia del amplio movimiento reformador -que sobre todo
arraigó en las ciudades- formaba parte el hecho de que éste no sólo se
encauzara por el camino de las grandes formaciones eclesiásticas. La
antigua Iglesia ya había conocido en los siglos precedentes numerosos
movimientos heréticos y los había combatido con medidas de orden
político-eclesiástico. Estas tradiciones renacieron en la época de la Refor
ma, se establecieron de nuevo gracias al espíritu reformador, brotaron
literalmente de él y, en los primeros años, cuando la Reforma todavía
era algo abierto y aún no había creado sus propios papas, buscaron su
ayuda 5. Pero ésta les fue generalmente negada por los grandes refor
madores, pese a que sus cabecillas habían sido en otro tiempo amigos y
compañeros de lucha. La actitud de Lutero con respecto a Karlstadt
y Münzer y el odio implacable de Calvino hacia Servet demuestran que
los grandes reformadores se familiarizaron enseguida con el hecho de
estar creando un culto delimitador del estado de posesión. En su argu
mentación, naturalmente, ponían el acento en lo político-dogmático.
En su opinión, su Reforma era la renovación de toda la Iglesia antigua;
sus nuevas verdades sustituían a las antiguas, consideradas erróneamen
te como tales. Así pues, junto a su doctrina no había sitio para otra, ni
católica, ni herética, ni cercanamente protestante. La tolerancia no se dio
oficialmente en el protestantismo; el reconocimiento de los otros gran
des cultos era puramente político, obedecía a la fuerza de los hechos.
De este modo, a los numerosos movimientos sectarios se les pusie
ron muy pronto las cosas difíciles en la Europa protestante. Las consi
deradas sectas protestantes iban siempre mucho más allá de las grandes
confesiones protestantes en el terreno del culto y del dogma de fe,
remitían a los textos bíblicos de forma aún más consecuente, acentua-
piación de los bienes eclesiásticos, véase R. B. SMirn, Land and Politics in the England of
Henry VIII, 1970.
5 También la investigación sobre las herejías medievales y de la Edad Moderna ha
experimentado en los últimos años un poderoso impulso. Se discute sobre todo su carácter
como movimientos «sociales». Aquí mencionaremos -sin pretensión alguna de una visión
de conjunto representativo- los dos trabajos recientes más importantes sobre el reino
baptista de Münster. O. RAMMSTEDT, Sekte und soziale Bewegung. Soziologische Analyse
der Taufer in Münster (1534/1535), 1966. K. H. KlRCHHOFF, Die Taufer in Münster
1534/1535. Untersuchungen zum Umfang und zur Sozialstruktur der Bewegung, 1973.
En lugar de las investigaciones más antiguas, véase ahora un informe polémico que desta
ca por su título: R. LANDFESTER, «Frühneuzeitliche Haresien und koloniale Protestkulte:
Moglichkeiten eines historisch-komparativen Zugangs», Archiv für Reformationsgeschichte
67 (1976), pp. 117-153.
95
ban más radicalmente el carácter simbólico de las acciones y los signos
externos, y aspiraban con mayor decisión a la desmaterialización y
espiritualización de la práctica de la fe. Como consecuencia de esta acti
tud, planteaban, por ejemplo en el baptismo, exigencias de tipo socio
revolucionario, y allí donde arraigaban (por ejemplo en Münster en
1535/1536), se esforzaban por hacerlas realidad. El hecho de que lute
ranos y católicos participaran unidos en el derrocamiento del «impe
rio bautismal» de Münster ilustra claramente lo que podían llegar a
estrecharse unos abismos en otro tiempo considerados insalvables y,
al contrario, los insalvables abismos que separaban a personas que en
origen habían compartido, si no una misma fe, sí un mismo espíritu.
Por último, no habría que olvidar que, hacia 1560, la antigua Igle
sia, ahora denominada «católica», todavía seguía viva y estaba a punto
de convertirse a su vez en una religión cristiana con capacidad de
defensa6 • Después de 1520 había hecho débiles intentos de resistencia
sólo en el Imperio Germánico, mientras que la pérdida de amplias
zonas del norte, este y oeste la había contemplado con pasividad. En
tomo a 1560, ya tenía la certeza de que el sur no se iba a perder: España
y Portugal habían permanecido prácticamente intactos y los pocos pro
testantes italianos no representaban ningún problema. Fuera de Europa
también era la única que tenía peso; tras el comienzo de la Reforma,
siguió evangelizando estas zonas con la misma aplicación e inexorabi
lidad que antes.
Por otra parte, el papado y, con él, sus numerosos colaboradores
del sur y el sudoeste del continente comprendieron en los años turbu
lentos de la Reforma -entre 1520 y 1540- que no todo lo que se califi
caba de escándalo en los breves y las bulas pontificias era tal. La idea
de una reforma, concebida ya antes de Lutero por numerosos clérigos
y monjes, siguió teniendo vigencia cuando la Iglesia y la doctrina anti
guas, en contra de su voluntad, quedaron reducidas desde fuera a un
culto. En todos los sectores de la jerarquía eclesiástica se analizaron las
nuevas ideas y formas de vida religioso-eclesiásticas, se examinó muy
minuciosamente el ideario de la Reforma, se revitalizaron las propias
instituciones y su personal con vistas a llevar a cabo reformas en la
constitución eclesiástica, en la vida de las órdenes, en la devoción y en
96
la moral. ·«La dinámica del protestantismo pasó a la Iglesia católica»
(Zeeden). Al mismo tiempo, se desarrolló un instrumental político
eclesiástico para proteger a los países apenas afectados por el protes
tantismo, para detener el movimiento en los restantes países y, final
mente, para encauzar la reconquista del terreno perdido. Se tomaron
medidas determinantes, en especial durante el pontificado del papa
reformista Pablo III (1534-1549), se tomaron medidas determinantes.
La Compañía de Jesús, fundada en 1534 por el noble vasco Igancio de
Loyola, fue aprobada en 1540 por el papa Pablo y admitida como <<orden
de carácter especial» (W. Gobell) para luchar por la Iglesia pontificia
en el sentido de una nobleza cristiana. El Concilio de Trento celebraba
sesiones desde 1545 y, hasta 1653, decretó importantísimas medidas
eclesiásticas reformistas y disciplinarias: la fijación de una edad míni
ma para los cargos eclesiásticos, la obligación de residencia de obis
pos y clero, la prohibición de acumulación y la creación de seminarios
en todas las diócesis. Todas estas resoluciones eran un claro eco de la
crítica ejercida contra la Iglesia antes y a partir de Lutero.
Había otras medidas de lucha y de reforma que existían de antema
no o se añadieron después. La Inquisición y la censura de libros, diri
gidas desde el Santo Oficio de Roma, se convirtieron en eficaces ins
trumentos para la vigilancia de clérigos y fieles y se acreditaron sobre
todo en los países que no se habían desviado de la ortodoxia, pero
también en el proceso de la reconquista de los territorios perdidos en
los siglos XVI y XVII, proceso al que se califica de «Contrarreforma»; la
catequización del pueblo -prescindiendo de los cultos protestantes-,
revestida de una forma universal por el catecismo de 1566, se convir
tió, junto con los seminarios, en la base de la «Reforma católica», que
tuvo lugar paralelamente a la Contrarreforma en las regiones que habí
an seguido siendo -o volvían a ser- católicas.
Ésta era, a grandes rasgos, la imagen que ofrecía Europa hacia 1560
en el aspecto histórico-religioso. Tres grandes confesiones y una Igle
sia nacional insular se repartían la herencia legada por la antigua Iglesia.
A excepción del anglicanismo, todas ellas, como su predecesora, aspi
raban a la validez universal y, por tanto, se disputaban entre sí el derecho
a existir. Y fue precisamente esto, el hecho de que la idea de tolerancia
no tuviera cabida en sus dogmas ni en su política, el responsable de
que su idea original, o surgida a lo largo de esta época -la reforma total
de la antigua Iglesia, su restablecimiento conforme a las ideas origina
rias del cristianismo primitivo-, no pudiera hacerse realidad. La exi
gencia de universalidad de cada una de las comunidades de fieles enterró
el universalismo de la antigua Iglesia cristiana y convirtió a la Europa
de la Reforma en una Europa de las confesiones.
En 1560, éste era un hecho irrevocable; no lo eran, en cambio, los
recursos precisos que le correspondían a cada confesión en Europa.
97
En este aspecto todavía había muchas cosas pendientes, y así perma
necerían durante más de cien años. Aunque el proceso de configura
ción confesional había empezado mucho tiempo atrás, sin embargo,
por su naturaleza, era tan complicado y tan dinámico que no se podía
contar con una pronta conclusión. En el Imperio Germánico, con la
Paz de Augsburgo de 1555, hubo un primer gran acuerdo entre dos
confesiones, la católica y la luterana -o los adeptos de la «Confesión
deAugsburgo»-, pero sus resoluciones, deliberadas por las reuniones de
los estados y decretadas por el emperador, resultaron tan precarias para
ambas partes que, aunque la Confesión de Augsburgo fue capaz de
asegurar la paz exterior en el Imperio hasta finales de siglo, no pudo
en cambio evitar la lucha interna ni las peleas por alcanzar mejores
posiciones. De todos modos, la Paz puso claramente de manifiesto una
cosa: la lucha por la Reforma, en la que en los años veinte habían par
ticipado amplias capas populares en las ciudades y en el campo, se
había convertido en un rígido proceso jurídico-político. EnAugsburgo
sólo pudieron decidir a cuál de las dos confesiones querían pertenecer
en el futuro los estados imperiales partícipes, no sus respectivos súb
ditos, que en este sentido tuvieron que adaptarse a la autoridad secular
o bien abandonar su territorio tras la venta de todo cuanto poseían.
Con esto quedaba claro lo mucho que intervenían los poderes terrena
les en el proceso de confesionalización, lo fuerte que era su posición
respecto a una Iglesia que había perdido su unidad y vigor medievales
y que, bajo la protección de los respectivos príncipes, había quedado
reducida a diferentes confesiones e Iglesias territoriales.
En modo alguno debe olvidarse el importante papel que desempe
ñó el Estado en el proceso de configuración confesional de los
siglos xvr y xvrr, ni el enorme fortalecimiento que experimentó gra
cias a dicho proceso. Esto ya se puso de manifiesto a principios de
la Reforma, cuando algunos príncipes alemanes apoyaron a Lute
ro, la Iglesia papal halló refugio en el emperador y la Iglesia anglicana
fue creada autocráticamente por el rey inglés. En el posterior trans
curso de esta configuración confesional, dicha tendencia se convirtió
en dominante. Las distintas confesiones necesitaban la ayuda de los
Estados; las luchas entre ellas se entremezclaban con los conflictos de
las potencias; los bastiones de la fe se convertían a su vez en bastiones
de pretensiones hegemónicas político-profanas. Visto a escala europea,
el catolicismo halló apoyo en la gran monarquía española, en el cierta
mente débil Imperio Germánico y, a medida que avanzaba la Contra
rreforma, en los territorios laicos y eclesiásticos alemanes -sobre todo
en la Baviera de Alberto V-. En el luteranismo, esta función la cum
plieron las monarquías del norte y numerosos Estados alemanes del
Imperio que, en un principio o de manera definitiva, permanecieron
fieles al luteranismo.
98
Los que más dificultades tenían eran los protestantes de credo cal
vinista, bien sea porque su concepción de la comunidad de fieles se
hallaba muy alejada de un pacto con las fuerzas políticas existentes,
bien porque detestaban someterse a un régimen eclesiástico soberano
como el que llegó a producirse en gran parte de Alemania, Inglaterra;
Escandinavia. Así pues, resultó que en el siglo XVI ningún país se hizo
calvinista en el sentido en que había, por ejemplo, territorios alemanes
que eran luteranos. Incluso los Países Bajos del norte, cuya separación
de España --coronada por el éxito- no hubiera sido posible sin el com
ponente religioso, no se convirtieron en un Estado de cuño unitario
calvinista. Grande fue, por el contrario, el grado de convicción íntima
que alcanzó el calvinismo en diversos países durante los siglos XVI y,
sobre todo, xvn, debido a su concepción eminentemente política de la
comunidad de fieles. En todas partes arraigó no como Iglesia territorial,
sino como comunidad de fieles, y en ese sentido alcanzó una repercu
sión que, a la larga, superó con creces a la del luteranismo. Un ejemplo
de ello lo constituyen no sólo los baluartes calvinistas, regionalmen
te limitados pero confesionalmente significativos, de la frontera occi
dental alemana (el Palatinado, el Bajo Rin, Frisia oriental, Bremen).
Mayor peso tiene aún la diversas evolución que se da a más largo
plazo en los Países Bajos y en los movimientos puritanos de Escocia
e Inglaterra. Dichos desarrollos ponen de manifiesto que la dinámica
política del calvinismo seguía surtiendo efecto en una época en que el
luteranismo se había vuelto políticamente inmóvil y teológicamente
ortodoxo.
Esta dinámica del calvinismo en ninguna parte adquirió un carác
ter tan ejemplar en el siglo XVI como en Francia, y en ningún otro país
provocó tantos conflictos de principios como aquí 7. Francia, en com
paración con el Imperio Germánico, era ya un Estado unitario y, por
tanto, tras la penetración del calvinismo, se vio enfrentada como tal a
la cuestión confesional; tanto más, cuanto que el calvinismo no sólo se
había introducido en la periferia, sino que abarcaba regiones enteras y
se había instalado en capas relativamente amplias de la sociedad. El
modelo de organización era en todas partes Ginebra; pero las persecu
ciones, que se iniciaron desde muy temprano y que fueron especial
mente violentas con Enrique II (1547-1559), obligaron al protestantis-
7 Para lo que sigue, entre otros, R. NüRNBERGER, Die Politisierung des franzosischen
Protestantismus. Calvin und die Anflínge des protestantischen Radikalismus, 1948. R. ScHNUR,
Die franzosischen Juristen im konfessionellen Bürgerkrieg des 16. Jahrhunderts. Ein Bei
trag zur Entstehungsgeschichte des modernen Staates, 1962. R.M. KINGDON, Geneva and
the Consolidation of the French Protestant Movement. 1564-1572, 1967. E. HINRICHS,
Fürstenlehre und politisches Handeln im Frankreich Heinrichs IV. Untersuchungen iiber
die politischen Denle- und Handlungsformen im Splíthumanismus, 1969.
99
mo francés a la constitución de un ejército propio que, naturalmente,
jamás fue concebido por sus jefes, en su mayoría nobles, como algo al
margen del Estado monárquico o enfrentado a él.
Con ello quedaban sentadas las bases para la primera guerra civil
religiosa -masiva y encarnizada- de Europa. Comenzó en 1560 y fue
creciendo en acritud y brutalidad después de que las fuerzas antagóni
cas católicas, de orientación romana y dirigidas por miembros desta
cados de la alta nobleza, se organizaran como partido político y, hallán
dose, al mismo tiempo, en conflicto permanente con la monarquía,
buscaran el apoyo de España.
De esta complicada situación surgieron las máximas de actuación
para el Estado francés, que, influidas determinantemente por el propio
rey sólo con Francisco I y Enrique II, fueron formuladas en lo esencial
en la subsiguiente crisis dinástica de los Valois por camarillas enfren
tadas entre sí. La situación francesa era digna de atención sobre todo
porque el problema de los cultos en Francia influía más que en otros
Estados en la política y, por tanto, no podía ser abordado ni soluciona
do desde puntos de vista puramente eclesiástico-religiosos. Es preci
samente por esta razón por lo que las soluciones que finalmente se
ensayaron, con éxito desigual, han tenido un carácter tan ejemplar
para toda la historia europea.
La monarquía francesa era católica, pero eso para ella no signifi
caba someterse a la obediencia de Roma. En largos conflictos con el
Papado, concluidos durante la Reforma, dicha monarquía había obte
nido, entre otras cosas, el derecho a proveer los principales cargos
eclesiásticos, estableciendo así las bases para el desarrollo de una
especie de Iglesia territorial católica -el galicanismo-. El galicanis
mo era, en cierto modo, el correlato político-eclesiástico de la políti
ca antiespañola de la corona, así corno una premisa para que la cues
tión protestante, entre 1560 y 1600, no sólo fuera abordada por la vía
de la persecución y de la masacre, sino también bajo el signo de la
tolerancia, la transigencia e incluso la libertad de conciencia. A la coro
na se le presentaba así una difícil situación. Si se hubiera querido
resolver el problema de los cultos de manera consecuente desde el
punto de vista político-religioso, las consecuencias políticas resul
tantes habrían sido insostenibles: en caso de un amplio reconoci
miento de las exigencias protestantes, la amenaza de la unidad nacio
nal por parte del «republicanismo» calvinista y el peligro de un
estado permanente de guerra civil religiosa; en caso de una represión
masiva y continuada de los protestantes, un fortalecimiento del parti
do proespañol, «ultramontano» y no galicano, con una considerable
sumisión a los objetivos fijados por España y Roma. Para escapar de
ambos peligros, se acabó tomando un tercer camino específicamente
«político» -ya calificado como tal en la época-, que se llevó provi-
100
sionalmente a término en el Edicto de Nantes (1598). A la tendencia
galicana del catolicismo le fue asegurada su posición como religión
oficial del Estado, mientras que a los protestantes se les concedió un
derecho muy delimitado para la práctica de su culto en Francia. Sin
embargo, hubo otro aspecto más importante, puesto que señalaba al
futuro: el Estado, la monarquía francesa, sancionaba y garantizaba la
paz y, de esta manera, dejaba claro que los intereses de la política
-que habían originado dicha paz- se hallaban por encima de los de la
religión y los cultos. �<ll ne faut pas faire de distinction de catholiques
et d'huguenots; il fait que taus soient bons franc;ais...»: así de clara
mente expresaba el asunto Enrique IV (1589-1610), el creador del
Edicto, en el año 1599.
Primacía de la soberanía política sobre las cuestiones religiosas:
éste fue sin duda el principal resultado de las luchas confesionales de
Europa en el siglo XVI. Con ello, la cuestión de la religión no dejó
de estar a la orden del día; al contrario, cuanto más veían los Estados
europeos en la religión -o, mejor dicho, en las situaciones de hecho
de cada una de las confesiones- un motivo permanente para obrar,
más actual se volvía. El siglo xvn volvió a convertirse, sobre todo en
el Imperio, en una época de violentos enfrentamientos político-con
fesionales, que alcanzaron su atroz momento culminante en la Gue
rra de los Treinta Años. Ésta, no obstante, fue una guerra que estuvo
determinada por las necesidades de los Estados de Europa derivadas
de su posición en el sistema de potencias europeo. Cuando en 1648
se alcanzó la tan deseada paz, en la cuestión de los cultos se decidió
fundamentalmente lo mismo que en la Paz de Augsburgo, cien años
atrás: el principio de cuius regio, eius religio fue erigido de nuevo
como norma. En su respectiva regio, la autoridad seglar ejercía, en
consecuencia, su soberanía eclesiástica y se ocupaba de que «los
asuntos eclesiásticos fueran tratados cada vez más desde un punto de
vista político en lugar de religioso» (Zeeden). Esto era, sin duda, una
ventaja para la tranquilidad externa de los cultos y para la conserva
ción de su situación adquirida, pero no para su dinámica interna ni
para su situación como movimiento espiritual y religioso. En este
sentido, sobre todo en el luteranismo, la pérdida de fuerza y el estan
camiento, unidos a la tutela soberana, se convirtieron en la tendencia
dominante del siglo XVII.
Las distintas confesiones sólo se sustrajeron a esta consecuencia
allí donde no habían conseguido éxitos externos tan notables como el
luteranismo escandinavo y alemán, pero sí una impregnación interior
de tipo religioso, espiritual y político, como calvinismo del norte de
los Países Bajos, Escocia e Inglaterra y, a partir de ahí, el Norteaméri
ca. Aquí no podemos ocuparnos de los detalles de esta evolución,
pero al menos hay que mencionar que ha sido motivo de una de las
101
controversias más interesantes de la historiografía europea. Partien
do de las afirmaciones religioso-sociológicas de Max Weber, que
veía una fuerte relación entre «la ética protestante y el espíritu del
capitalismo» 8, la modernidad económica de los Estados marítimos
del oeste de Europa y de Norteamérica, comerciantes y, en el caso
de Inglaterra, tempranamente industrializados, se ha atribuido a una
especial influencia teológica y política del protestantismo en su forma
calvinista. En lo que respecta a la historia económica en sentido más
estricto, esta tesis ha quedado archivada. Se basaba en la acertada ob
servación de que el peso económico de Europa, en los siglos XVII
y XVIII, se desplazó claramente del sur -el Mediterráneo, Baviera,
Austria y Suabia y los Países Bajos del sur- al noroeste, es decir, a
regiones en las que, en efecto, el calvinismo había penetrado con
fuerza. Prescindiendo de si este desplazamiento regional se puede
atribuir en lo fundamental a influencias histórico-religiosas y a una
evolución de la orientación económica, no se tuvo, sin embargo, en
cuenta que, en las regiones del sur, ya había habido previamente for
mas muy diferenciadas de una economía capitalista a la que con razón
se calificó de protocapitalismo. En el noroeste, por tanto, no hubo un
comienzo ex novo, sino precisamente un desplazamiento. Si los fac
tores histórico-religiosos o confesionales desempeñaron un papel,
habrá, pues, que preguntarse más por las influencias obstaculizantes
y bloqueadoras de la Contrarreforma que por las particulares reper
cusiones de la ética protestante.
En un sentido más amplio, no específicamente histórico-econó
mico, esta tesis de Weber es reconocida incluso por aquellos que no
quieren pariticipar en la búsqueda de máximas de fuerte carga capi
talista en el sistema de Cal vino (doctrina de la predestinación, san
ción de los intereses, etc.), como la emprendida con celo por los
epígonos de Weber. A diferencia del catolicismo, sobre todo en su
dureza y estrechez contrarreformistas, y a diferencia también del
luteranismo en su interiorización eclesiástico-territorial, lo propio
del calvinismo era una imagen del hombre eminentemente política
que se caracterizaba por la libertad, la actividad y la responsabi
lidad personal, cuya influencia en los países del noroeste, muy
imbuidos del calvinismo, iba mucho más allá de los adeptos propia
mente dichos. «En cualquier caso, aquí, en liberar al hombre de la
sumisión espiritual y del temor a los hombres, está la verdadera y
profunda relación entre el calvinismo y la sociedad económica
moderna, la misma relación que existe entre la religiosidad racio-
8
Una referencia breve y precisa a los escritos de Weber y a los subsiguientes intentos
de verificación y controversias, en H. HASSINGER, Das Werden..., cit. (véase n. 2), p. 454.
102
nal-calvinista y las ciencias exactas, y la misma que existe entre la
comunidad de fieles calvinistas y la democracia moderna» 9 •
9
Una vez más, H. LüTHY: «Calvinismus und Kapitalismus», en R. Braun et al. (eds.),
Gesellschaft in der industr. Revolution, 1973. pp. 18-36 (esta cita, en la p. 32).
103
naturaleza en las matemáticas y en la geometría, fue durante toda su
vida un católico creyente. No sólo porque necesitaba una tranquilidad
teológica para poder avanzar tanto más radicalmente en la filosofía,
sino también porque para él la inteligibilidad matemática del mundo
iba acompañada de la ininteligibilidad de Dios como principio, punto
de vista que respondía a aquellas tendencias del catolicismo reformista
francés (y también del jansenismo) que estaban decididamente orien
tadas contra toda antropoteología humanista. En lo que respecta a Ale
mania y a los países escandinavos, en este campo predominaba clara
mente el elemento protestante-luterano: Johannes Kepler (1571-1630),
Johannes Hevelius (1611-1687), el fabricante de cerveza y astrónomo
aficionado de Danzig, y también Otto von Guericke (1602-1686) y
Leibniz (1646-1714) eran protestantes. Pero por muy significativa que
fuera la posición que ocupaba Leibniz en la vida científica del siglo XVII,
por muy brillante que fuera el trabajo de Kepler como sucesor de Tycho
Brahe y de Galilei, en general la contribución de la Alemania luterana
a la revolución científica del siglo XVII fue más bien modesta y, sobre
todo, no parece que tuviera su origen en impulsos específicos de reli
giosidad luterana.
Hay otros argumentos más que inducen a la precaución. El hecho
de que Holanda e Inglaterra destaquen desde el siglo XVII ante todo en
el terreno de la invención y del desarrollo de aparatos e instrumentos
científicos, sin duda guarda relación con sus necesidades prácticas como
naciones marítimas. Tanto Huygens como Newton orientaron durante
toda su vida la mirada hacia el aprovechamiento técnico-práctico de
sus conocimientos. En este sentido, la revolución científica del siglo XVII
fue un acontecimiento paralelo al desplazamiento del peso económico
desde el Mediterráneo hacia la costa del Mar del Norte. Y de hecho los
físicos, los ópticos y los esmeriladores de lentes holandeses e ingleses
seguían una tradición que había comenzado en Italia en los siglos xv y XVI.
Por otra parte, no se le puede negar a la Contrarreforma -y, con
ella, a la ortodoxia aristotélica de las universidades antiguas (Padua,
París)- un efecto paralizador también en este terreno. España, que
desde mediados del siglo XVI estaba en las garras de la poderosa y efi
caz Inquisición, llegó a percibirlo: en todo el siglo XVII, la voz de sus
eruditos sólo se oyó débilmente en el resto de Europa. En Italia el con
trol no funcionaba tan bien, pero las vidas de Giordano Bruno, Cam
panella y Galilei hablan por sí solas. También Francia se convirtió en
el siglo xvu en un país de estricta censura. La alta extracción social de
sus eruditos y fundadores de círculos fue, sin embargo, al menos hasta
mediados de siglo, una garantía para que la république des savants
siguiera con vida. En el Imperio Germánico, en el este y en las monar
quías nórdicas predominaban en general unas condiciones de censura
soportables, ya que muchos de los propios soberanos se erigían en
104
promotores de las ciencias. Pero en comparación con el resto de Euro
pa, en ninguna parte reinaba un ambiente tan liberal como en los Paí
ses Bajos y en Inglaterra. Aunque el calvinismo radical holandés era
todo lo contrario de partidario de la ciencia, y aunque en el alto clero
anglicano siguió habiendo hasta finales del siglo XVII muchas reservas
con respecto a que las ciencias físicas y naturales se emanciparan de la
teología, de ello no resultó una consecuente represión eclesiástico-esta
tal. Al contrario: Para muchos exiliados eruditos procedentes de Italia,
España y de los Países Bajos del sur, estos países se convirtieron en su
patria provisional o duradera, igual que para los comerciantes, artesa
nos y fabricantes que eran perseguidos por razones religiosas y que
tan esencialmente promovieron con su talento el impulso económico
del noroeste.
¿En qué consistió la «revolución científica» del siglo xvn 10? La
respuesta, que aquí sólo puede ser esbozada muy brevemente, tiene un
aspecto cualitativo y otro cuantitativo. Entre 1623 y 1687, es decir,
desde los Saggiatori de Galilei, pasando por los Discours de la métho
de de Descartes (1637), hasta los Philosophiae Naturalis Principia
Mathematica de Newton, se llevó a cabo en la Europa científica la
«matematización del mundo, la explosión del pequeño mundo cerrado
en sí mismo del pensamiento antiguo y medieval, la unificación radi
cal de un universo infinito y geométrico mediante la supresión de la
10
Para lo siguiente, algunas referencias a exposiciones y sinopsis muy fácilmente
accesibles. Sigue siendo muy útil G. CLARK, The Seventeenth Century, 1929, caps. xv y XVI.
Para una información objetiva, es imprescindible el cap. II escrito por A. R. HALL en
E. E. Rich y C. H. Wilson (eds.), The Cambridge Economic History of Europe, vol. IV,
1967, pp. 96 ss. Véase también A. R. HALL, Die Geburt der naturwissenschaftlichen
Methode 1630-1720, 21965. Una descripción interesante y una documentación sugestiva
en P. CHAUNU, Europiiische Kultur im Zeitalter des Barock, 1968; cap. XII, «La gran
revolución», con la tesis -probablemente demasiado enfatizada- de que no fue Copérni
co, sino los filósofos y empiristas de comienzos del siglo XVII los que provocaron la
«revolución». Chaunu extrajo esta tesis del importante libro de A. KoYRÉ, Von der ge
schlossenen Welt zum unendlichen Universum, 1969. Se trata de una descripción del pen
samiento filosófico y científico-natural que parte desde Nicolás de Cusa y llega hasta
Leibniz. Véase también A. KoYRÉ, Etudes Galiléennes, 1939. Una sinopsis con abun
dantes datos de un historiador de la ciencia, S. F. MASON, Geschichte der Naturwissens
chaft in der Entwicklung ihrer Denkweise, 21974. Mason habla de la «revolución de las
ciencias naturales en los siglos XVI y XVII». Para informarse acerca de los procesos evo
lutivos inherentes a la física, véase la brillante obra de A. EINSTEIN y L. INFELD, Die Evo
lution der Physik. Van Newton bis zur Quantentheorie, 1956. Sobre Copérnico es impor
tante TH. S. KUHN, The Copernic Revolution, 1957. Con su teoría de las «revoluciones
científicas» y del «cambio paradigmático», Kuhn ha suscitado un apasionante debate
sobre los métodos de la historia científica. Véase TH. S. KUHN, Die Struktur der wis
senschaftlichen Revolutionen, 21973. Un reflejo de este debate en Alemania: W. LEPENIES
(ed.), Die Wissenschaften und ihre Geschichte, 1978. (Tema principal del número IV del
4.º año de Geschichte und Gesellschaft.) Este debate merece gran atención por parte de
la teoría y la investigación.
105
vieja oposición entre mundo sublunar y mundo estelar, el fin de la físi
ca cualitativa y la equiparación de la materia con la expansión espa
cial» 11. Lo que ya se apuntaba, aunque de manera incompleta, en el
relativismo de Nicolás de Cusa (1401-1464); lo que ya había afirm,ado
el heliocentrismo de Nicolás Copémico (1473-1543) para el espacio
delimitado por las estrellas fijas, que era varias veces mayor que el
aristotélico, pero todavía limitado y, en ese sentido, aristotélico; lo que
Kepler, «en su concepción del ser y del movimiento, aunque no de la
ciencia: al fin y al cabo, un aristotélico» (A. Koyré), no había sabido
reconocer, se convirtió ahora en certidumbre: el mundo no era limita
do, sino infinito o ilimitado, y estaba repleto de materia. Esto, en el
fondo, no era una doctrina herética, porque, ¿qué hombre tenía dere
cho a afirmar que Dios, en su perfección, había creado algo finito e
imperfecto? Naturalmente, era una doctrina antiaristotélica, y por eso
fueron los aristotélicos ortodoxos de las universidades los que fomen
taron las persecuciones y las quemas de filósofos y científicos. Así
pues, Copémico fue condenado en 1616 y Galilei en 1632, pero antes
que ellos (en 1600), el genial filósofo italiano Giordano Bruno había
sido quemado en la hoguera. Ya en 1584 había formulado la nueva
doctrina en lengua italiana: «Sólo así ensalzan los cielos la magnifi
cencia de Dios, sólo así se manifiesta la grandeza de su reino. Su
majestad no resplandece en un trono, sino en innumerables tronos; no
en una tierra, en un mundo, sino en diez veces cien mil, en innumera
bles. De ahí que no sea vanidosa la capacidad del espíritu de añadir
siempre espacio al espacio, masa a la masa, unidad a la unidad, núme
ro al número, con la ayuda de las ciencias, las cuales nos liberan de las
cadenas de un dominio tan limitado y nos ascienden a ciudadanos
libres de un reino tan magnífico, nos salvan de una pobreza imaginaria
y nos agracian con las incontables riquezas de este espacio inconmen
surable, de este paisaje soberbio, de tantos mundos habitados; de tal
modo que ni el engañoso horizonte del ojo terrenal ni la ficticia esfera
de la fantasía vuelvan a encarcelar nuestro espíritu en el paisaje etéreo,
bajo la vigilancia de Plutón y la indulgencia de Zeus. Estamos eman
cipados de la tutela de un poseedor muy rico que, sin embargo, es un
donante roñoso y mezquino» 12• No era, pues, un mundo sin Dios el
que aquí se construía, sino -tanto en Bruno como en Galilei, tanto
en Descartes como en Newton- un mundo con un Dios mucho más
perfecto que el que el hombre, en su obtuso y terrenal atrevimiento,
había imaginado hasta entonces. Es más, ese mundo, del que ahora se
106
tenía un conocimiento nuevo y que era concebido more geometrico
era precisamente la «prueba» de la existencia de Dios (Descartes): un�
existencia, sin embargo -a diferencia del mundo-, no reconocible
oculta, sólo manifestable en la Revelación.
Tres métodos científicos abrieron nuevos caminos: la deducción
filosófica, practicada por Bruno y, con una claridad y sencillez cautiva
doras, por Descartes; las matemáticas, en especial la geometría en su
forma desarrollada por Euclides y sólo ahora aplicada al espacio infi
nito; y el experimento, la observación exacta-y perfeccionada por el
continuo refinamiento de la precisión de los instrumentos- de lo gran
de (astronomía) y, más tarde, también de lo pequeño (microscopia,
microbiología, fisiología). Aquí nos hallamos ya en medio de las reper
cusiones, más bien cuantitativas, provocadas por la revolución científi
ca del siglo XVII. Para la vida cotidiana de los intelectuales y de los que
participaban en la vida científica, para la estructura de la república
internacional de los sabios, que existía desde hacía más de cien años y
que hasta entonces había visto su campo de ocupación central en el
estudio humanista de la Antigüedad y en la teología, la nueva ciencia
suponía un enorme desafío cuyas dimensiones sólo son comparables
con la evolución de la física a comienzos del siglo xx, en la época de la
teoría de la relatividad y de la teoría cuántica. De ello constituye una
prueba concluyente la evolución de la técnica y del experimento. Las
nuevas cuestiones que se planteaban desde Copémico y que hallaron
respuestas de gran alcance por parte de Giordano Bruno
y, más tarde, de Descartes en el procedimiento deductivo, exigían la
confirmación mediante el experimento, la observación científica preci
sa y, en consecuencia, naturalmente, la publicación científica. Ambos
terrenos, en el transcurso del siglo xvn, evolucionaron de manera infla
cionista. Mientras que el danés Tycho Brahe, a finales del siglo XVI,
todavía no podía prescindir en lo esencial de los viejos -aunque
sumamente refinados- instrumentos ópticos y geométricos (ballestilla,
astrolabio, cuadrante), dos generaciones después, sus sucesores dispo
nían ya del telescopio, el microscopio y los conocimientos teóricos
para la construcción del telescopio reflector. <,En la revolución coper
nicana, los nuevos instrumentos no desempeñaron el más mínimo
papel, pero, al fin y al cabo, ésta no fue una auténtica revolución. Por el
contrario, sin el telescopio sería completamente impensable una parte
de la obra de Newton, y sin el microscopio de los esmeriladores de len
tes holandeses... Leeuwenhoek no habría podido realizar sus trabajos
primordiales, no se habría llegado -o al menos no tan pronto- a una
renovación de la biología» (Chaunu). No es una casualidad que la
astronomía dictara los acontecimientos. Si ya durante la época de
Copérnico una cuestión tan práctica como la reforma del calendario
había acarreado consecuencias científicas, ahora·eran el comercio y la
107
navegación los que hacían avanzar el proceso inventivo (al poco tiem
po, por cierto, más allá de sus necesidades). Los vidrieros y esmerila
dores de lentes italianos y holandeses tuvieron una coyuntura favorable
después de que, en tomo a 1610, se descubriera por casualidad el prin
cipio del telescopio. Ya a finales de siglo, gracias a los esfuerzos de
Huygens y de su máquina esmeriladora de lentes, se estaba en condi
ciones de fabricar lentes con unas distancias focales enormes (un máxi
mo de 210 pies). El desarrollo del microscopio tuvo lugar de forma
menos tempestuosa, pero similarmente productiva.
Sin embargo, no sólo se observaba de una manera completamente
nueva, sino que también se empezó a medir el espacio y el tiempo de
forma distinta. Los antiguos astrolabios y el telescopio contrajeron,
como ha dicho Chaunu, una alianza y permitieron a partir de ahora
-eficazmente respaldados por la invención de los modestos tornillos
micrométricos- procesos de medición en el campo de las grandes dis
tancias y los amplios espacios: de este modo, se posibilitaron los pri
meros datos precisos acerca de las distancias interplanetarias, así como
la agrimensura y el progreso de la cartografía moderna. Lo que capaci
taba al científico para adentrarse con exactitud en el cosmos tenía a su
vez consecuencias prácticas para la navegación, el comercio, el Estado
y la administración. No menos importante fue, finalmente, que en el
transcurso del siglo xvn el calor y la presión atmosférica pudieran
medirse con mayor precisión que nunca hasta ese momento: tanto el
termómetro moderno como el barómetro se abrieron paso en el merca
do y demostraron ser muy superiores a sus insuficientes predecesores
del siglo xv1.
Lo mismo cabe decir del reloj. Ciertamente, no era un invento de
este siglo, sino que tenía detrás una historia de un mínimo de trescien
tos años. Sin embargo, en lo tocante a una medición precisa del tiempo,
el significado del montaje del péndulo y del resorte espiral con el fin de
regular la marcha, debido a Christian Huygens, es comúnmente des�ri
to por los historiadores de la técnica como una revolución; revolución
que no volvería a darse en la historia del reloj hasta la llegada de la
electrónica. Ahora el tiempo ya no sólo se volvía comparable para
todas las regiones de la Tierra, con condiciones climáticas muy dife
rentes; no sólo se hacía «transportable» en forma de pequeños y mane
jables relojes de pulsera, sino también «asequible» a capas de la pobla
ción cada vez más amplias.
La revolución científica del siglo xvn tuvo como consecuencia, o
como precedente o como acompañamiento, cambios de tipo organiza
tivo. Aunque el siglo XVI había sido una época de intensas disputas teo
lógicas, y aunque la Reforma y la Guerra de los Campesinos ya habían
producido best-sellers en el ámbito de los tratados y los libelos, hasta
finales del siglo XVI y comienzos del XVII no comenzó el auge del
108
comercio de libros y de las editoriales. Sobre todo en los dos Países
Bajos se concentraron los poderosos libreros-editores cuyos nombres
adornan casi todas las portadas de las grandes publicaciones de cien
cias físicas y naturales, derecho público y filosofía en torno a 1600:
Plantino-Moretus enAmberes, Jansen y Wilhelm Blaeu enAmster
dam, Jean Maire en Leiden, Elzevier enAmsterdam, en Leiden y en
otros lugares. La mayor ventaja la.obtuvieron por el hecho de que las
lenguas vernáculas iban ganando mucho terreno en las publicaciones
científicas -significativamente no en Alemania, madre patria de la
Reforma, donde durante todo el siglo XVII siguieron aferrados al latín y
a la disputa erudito-escolástica-. Sin embargo, desde el sur, en Italia,
y desde el oeste, en Francia y Holanda, las lenguas vernáculas avanza
ban de forma incontenible, no sólo en las ciencias físicas y naturales,
sino también en el derecho público y en la política, así como en la lite
ratura. En el mercado aparecieron incluso libros de bolsillo. Se cree
que, entre 1592 y 1681, los Elzevier publicaron más de 1.600 volúme
nes con las obras inglesas en verso y en prosa del siglo XVII.
¿Quiénes y qué eran los grandes científicos del siglo XVII? ¿Qué
aspecto tenía la república internacional de los sabios en sus distintas
relaciones sociales y personales? 13 Disponemos de gran abundancia
de datos y detalles biográficos de importancia. Pero los historiadores
todavía no nos han proporcionado una historia social completa sobre
la erudición del siglo XVII. Y eso que existen numerosas cartas e infor
mes acerca de reuniones, academias y círculos científicos. Es seguro
que los científicos, para desempeñar su trabajo, necesitaban tiempo
libre y que, en gran parte, disponían de él o, en caso contrario, se las
arreglaban para sacarlo. En otras palabras: en su mayoría procedían de
la burguesía acomodada y, ocasionalmente, también de la nobleza; sus
elevados gastos para lentes, libros y viajes, los cubrían con ingresos
procedentes del comercio, de las rentas agrarias y de las prebendas
administrativas y eclesiásticas. «Si sólo se tuviera en cuenta este aspee-
109
to, podría decirse que la revolución científica fue la obra de una bur
guesía que podía permitirse una vida aristocrática» (Chaunu). Esta ima
gen es especialmente apropiada para Francia. Peiresc, Fermat, Descar
tes, Viéte y también Mersenne y los hermanos Dupuy provenían de la
nobleza de robe o se hallaban próximos a ella. Algo distintas eran las
cosas en Holanda e Inglaterra, donde a menudo encontramos un tipo
de erudito que todavía tenía una estrecha vinculación con el mundo de
la artesanía o del comercio y que utilizaba sus propias experiencias en
estos terrenos en interés y provecho de sus descubrimientos e inventos
científicos. Leeuwenhoek procedía de una familia de f abricantes de
paños, Lippershey y Jansen eran ópticos, y Huygens y Leeuwenhoek
aprendieron el oficio de óptico. Muchos de los grandes inventores eran
ya científicos de segunda o tercera generación y habían sido enviados
por sus padres a las universidades. Así ocurrió <<que, poco a poco, los
artesanos que esmerilaban lentes para gafas y telescopios se convirtie
ron en hombres de la ciencia aplicada que se ocupaban de solucionar
problemas prácticos de navegación y que, partiendo de esta ciencia apli
cada, fueron ascendiendo a las más altas esferas de la ciencia pura» 14•
Esta independencia material, que penetró en la república de los
sabios desde los países occidentales, era algo completamente nuevo e
importante para el futuro de la actividad científica. Pues hasta princi
pios del siglo xvn, sobre todo en Italia y Alemania, vemos que el pro
greso en el conocimiento de las ciencias físicas y naturales todavía
está unido a la disposición de los mecenas principescos o municipales
para financiar los costosos experimentos de los eruditos. Tycho Brahe,
Galilei y Kepler trabajaron bajo la protección y la liberalidad de prín
cipes laicos, lo cual, pese a la descarga material y a la libertad perso
nal, suponía, sin embargo, dependencia y control. Los franceses eran,
por el nivel social y el estilo de vida, los más aristocráticos entre los
científicos europeos y, por tanto, al menos en el siglo XVII, no estaban
tan orientados hacia el experimento artesanal como hacia la filosofía
(Descartes, Pascal) o la organización social de la ciencia (Peiresc,
Mersenne). Entre los holandeses e ingleses, por el contrario, la ciencia
como profesión ocupaba el primer plano, y no siempre con el fin de
asegurarse la existencia, ya que los bienes particulares procedentes
de las fincas rurales y del comercio posibilitaban en muchos casos la
vida de un erudito independiente. Pero en comparación con el erudito
cortesano de los soberanos absolutos y con el savant aristocrático de
Francia, éste era un tipo nuevo de científico que determinaría la evolu
ción de las ciencias físicas y naturales en los próximos siglos.
14 CH. WILSON, Die Früchte... , cit. (véase n. 13), pp. 100 y 101.
110
Quien conozca la vida de Descartes, Newton y Leibniz, sabrá que
las polémicas, los celos mezquinos y las controversias entre escuelas
eran un fenómeno muy característico del siglo xvn. No obstante, el
mundo erudito del siglo XVII sorprende por la intensidad del contacto,
del intercambio y de la comunicación regular entre sus miembros. Las
persecuciones por parte de las Iglesias y las universidades eran un ele
mento que mantenía unidos a muchos científicos. A ello se añadía la
conciencia de haber conseguido al fin abrirse camino tras las largas
cavilaciones en tomo a Copémico, lo cual hizo imprescindible, pese
al afán de protagonismo, el intercambio de ideas. El rápido progreso
técnico, en especial en el esmerilado de lentes, fue también un factor
determinante. La república de los sabios del siglo XVII era un mundo
de visitas y viajes, de conferencias y, sobre todo, de publicaciones,
academias y círculos científicos. También en este aspecto llama la
atención el desplazamiento regional desde el sur hacia el norte y el
noroeste. En torno a 1600, sin embargo, cuando quemaron a Bruno en
la hoguera, todavía era Roma la que ocupaba el puesto más destacado.
Allí había, aparte de la universidad, una reunión regular, si bien infor
mal, de eruditos. De ahí surgió en 1609 la famosaAccademia dei Lin
cei, fiel a Galilei incluso tras la condena de éste en el año 1632, a la
que sobrevivió poco tiempo. Aunque Florencia y Venecia asumieron
la difícil tarea de hacer oír la voz de la ciencia en un país sometido a la
Inquisición, sin embargo el centro de gravedad a partir de ahora ya no
estaba en Italia. Francia, que no era ciertamente un país de amplia
tolerancia y liberalidad pero que estaba protegida de los abusos «ultra
montanos» por el calvinismo, destaca por sus numerosos contactos y
agrupaciones de intelectuales, de carácter realmente internacional 15.
Peiresc, consejero parlamentario y matemático deAix, mantenía corres
pondencia con unos 500 eruditos de todo el mundo; era <<el buzón de
Europa», y su biblioteca y colección de curiosidades atraía a muchos
visitantes. Resulta significativo que la república de los sabios contara
con semejante institución precisamente en torno a 1620/1630, cuando
publicaron sus obras Galilei y Descartes. En París floreció al mismo
tiempo la Académie putéane, una empresa <<interdisciplinar» de los
hermanos Dupuy no limitada a las ciencias físicas y naturales, con con
tactos y visitas de toda Europa, y coloquios diarios hasta muy entrada
la década de 1650. De este círculo surgió la Academia de París, pro
movida a partir de 1666 por Colbert, y, sobre todo, el Joumal des Savants
(desde 1665), publicación científica de un nivel extraordinario.
15
Véanse los trabajos antes mencionados (n. 13) de Mandrou y Pintard. También es
importante H.-J. MARTlN, Livre. Pouvoir et société a Paris au XVII' siecle, 1969.
111
Alemania no tenía nada comparable que ofrecer, si bien en algunas
cortes principescas había una intensa vida literaria y científica que.no
estaba limitada a la teología. Las pequeñas academias científicas -la
Societas Ereunetica, en Rostock (Joachim Jungius), el Collegium
Curiosum sive Experimenta/e, enAltdorf (Christoph Sturm)- no dura
ron mucho tiempo, hasta que más tarde, con la Leopoldinisch-Caroli
nische Deutsche Akademie, en Schweinfurt (1652), y, sobre todo, con
la Preussische Akademie der Wissenschaften zu Berlin (1700), surgie
ron centros de la ciencia que, en el siglo XVIII, fueron capaces de asegu
rar la conexión deAlemania con la vida científica internacional 16• Leib
niz (1646-1716), el fundador de laAcademia de Berlín -la única gran
aportación de Alemania a la república de los sabios desde Kepler-,
junto con Newton, pero independientemente de éste, descubridor del
cálculo diferencial e infinitesimal, además de erudito universal y publi
cista de corte verdaderamente europeo, no era en modo alguno la punta
del iceberg de laAlemania científica, sino más bien un enorme y erráti
co peñasco en un paisaje, por lo demás, llano o, en todo caso, cubierto
de suaves colinas.
Cuanto más avanzaba el siglo y más intolerante y represivo se volvía
por culpa de la Contrarreforma y del absolutismo, más destacaban los
Estados marítimos occidentales. Como ya se ha dicho, la que originó
esto seguramente no fue la «ética protestante», sino la organización
política de estos países, marcada por un espíritu de tolerancia y de
serena orientación práctica. Los Países Bajos no destacaron por unas
creaciones individuales comparables a las de la Academia romana o
parisina; «en vías de una plena expansión demográfica, económica e
intelectual», en este país, por el contrario, «cada ciudad, cada univer
sidad renovada y cada famosa escuela... [era] un foco de discusión y
de invención» (Mandrou). Hay que tratar de imaginar lo que pudo
suponer para los científicos extranjeros llegar de su mundo de secreteo
y camuflaje científico a este país -Descartes lo hacía una y otra vez
para discutir, intercambiar puntos de vista y negociar con los editores
Boes, Maire o Elzevier la ansiada publicación de sus propias obras.
Queda, por último, Inglaterra17• Pese a Felix Gilbert y pese a Fran
cis Bacon, no participó verdaderamente en el inicio de la revolución
científica del siglo xvn, pero la coronó con la obra de Isaac Newton.
Hasta entonces había habido una importante intensificación de la vida
16
Véase, entre otros, F. HARTMANN y R. VIERHAUS (eds.), Der Akademiegedanke im
17. und 18. Jahrhundert, 1977. A. HARNACK, Geschichte der koniglich preussischen Aka
demie der Wissenschaften, 4 vols., 1900. L. HAMMERMAYER, Gründungs- und Friihges
chichte der BayerischenAkademie der Wissenschaften, 1959.
17
Véase H. LYONS, The Royal Society, 1660-1940, 1944. G. N. CLARK, Science and
Social We/fare in theAge of Newton, 1937.
112
científica en este país, con varios centros de métodos científicos dife
rentes en Cambridge, Oxford y Londres. En 1660 se fundó The Royal
Society of London for Improving Natural Knowledge, cuyo presidente
desde 1703 fue Newton. Poco después, en 1666, aparecieron las Phi
losophícal Transactions que, junto con el Joumal des Savants, es sin
duda la publicación científica más importante de la Europa de los
siglos XVII y XVIII.
113
¿Cómo podemos medirlo? Hasta ahora no disponemos de ninguna fuen
te que se encuentre en todas las regiones europeas y que nos dé al res
pecto una información clara y, en la medida de lo posible, factible de
cuantificación. Ni las cifras sobre ediciones de libros y producciones
editoriales, ni las cifras sobre la concentración de escuelas y otras ins
tituciones educativas son capaces de proporcionar dicha información.
En cambio, hasta -como muy pronto- las postrimerías del siglo XVIII
no existen datos acerca de la escolaridad de amplias capas de la pobla
ción que, sin duda, nos ayudarían muchísimo más. Para toda la época
de la Edad Moderna dependemos, por tanto, de descubrimientos casua
les de fuentes con referencias directas a la capacidad de leer, escribir y
hacer cuentas de pequeños grupos de población -como, por ejemplo,
las visitas de casas en Suecia y Alemania del Norte-, así como de las
más diversas actas jurídicas eclesiásticas y laicas, que precisaban de la
firma de las partes interesadas y que, por tanto, según el número de
cruces -trazadas con mayor o menor destreza- o de firmas, nos pro
porcionan una visión estadísticamente aprovechable sobre el estado
de alfabetización de una población determinada (como, por ejemplo,
el registro de matrimonios en Inglaterra y, con una abundancia envi
diable, en Francia).
Acto seguido se plantea una segunda e importante cuestión. ¿A qué
nos referimos cuando hablamos de alfabetización? Se considera alfabe
tizado al que domina las aptitudes elementales de leer, escribir y hacer
cuentas -las tres «R» de los ingleses-. Desde el movimiento ilustrado
del siglo XVIII como muy tarde, las elites culturales guiaron en toda
Europa una evolución que erigió estas aptitudes elementales en norma
general, en norma de la cultura escrita universal. Pero ¿cuál había sido
hasta entonces el panorama? Al protestantismo, y con él a los movi
mientos educativos seglares del Renacimiento y del Humanismo, lo que
más les importaba era, como ya se ha dicho, la lectura. No parece que de
ellos partieran impulsos especiales orientados a la escritura o a la arit
mética. En las visitas suecas18 de los siglos xvu y XVIII, los pastores lute
ranos anotaban escrupulosamente qué ovejas de su grey sabían leer.
Nada se dice de la escritura en una época en la que este país práctica
mente no contaba todavía con ninguna escuela elemental. En algunas
comunidades campesinas del condado de Delmenhorst existen datos
para la época comprendida entre 1662 y 1675, datos recogidos también
por pastores luteranos y que, a su vez, sólo hacen referencia a la lectura,
la cual, en algunos casos, no sólo era dominada por las clases campesi
nas superiores, sino también por los criados y las criadas. Al mismo
114
tiempo, entre las acomodadas comunidades campesinas de la vecina
marisma costera, de orientación mercantil, se inició un movimiento que
no sólo contemplaba la lectura, sino también la escritura y, más adelan
te, incluso la aritmética, y que, ya a mediados del siglo xvrn, dio lugar a
cotas de alfabetización asombrosamente altas, que se pueden comparar
con las de Escocia, en aquella época a la cabeza de Europa19• Con razón,
los historiadores franceses deducen de tales observaciones diferenciadas
que la alfabetización no debe ser entendida como un proceso homo
géneo y uniforme. La lectura, por una parte, y la escritura y la aritméti
ca, por otra, eran aptitudes cuyo fomento se debió a motivos culturales
completamente distintos y que reflejan circunstancias culturales absolu
tamente diferentes. En principio, la capacidad de lectura bien desarro
llada sólo permite deducir una intensa instrucción religiosa, cosa que a
su vez la confirma el hecho de que, en aquellas regiones en las que exis
te información sobre dicha capacidad de lectura, la diferencia entre
hombres y mujeres no era ni aproximadamente tan grande como allí
donde podemos observar el proceso de aprendizaje de la escritura y la
artimética.
Estas últimas técnicas, por el contrario, avanzan perceptiblemente
en su desarrollo en la Europa de la Edad Moderna sólo allí donde
reclaman su utilización necesidades distintas de las religiosas: en las
grandes ciudades comerciales y administrativas, donde los comercian
tes, los jueces, los oficiales y los eruditos convirtieron en «domi
nante» la cultura de la escritura y, al mismo tiempo, mostraron a las
clases medias y bajas urbanas un modelo educativo «contagioso»; en
las regiones económicamente avanzadas, donde el comercio, el tráfico
y las relaciones de mercado hacían de la escritura y la aritmética
una condición para la posibilidad de un mayor progreso; finalmente,
en las comunidades de campesinos acomodados de las zonas de open
field europeas, donde la orientación al mercado y la conciencia de
prestigio de los campesinos propietarios de tierras iban asociadas a
actividades educativas que no se detenían en la lectura, sino que con
templaban los gastos adicionales en clases de escritura y aritmética
como inversiones no superfluas.
Finalmente, una última observación que ilustra acerca de los pro
blemas que se le plantean al investigador de la alfabetización. No
pocos historiadores contemplan el proceso de aprendizaje de la lectu
ra y la escritura en las sociedades tradicionales europeas como si con
115
él hubiera comenzado una aculturación, como si la anterior situación
se hubiese caracerizado por una «incultura» y falta de civilización
naturales, como si la «ignorancia» hubiera sido sustituida por el
«conocimiento» gracias a la alfabetización. La situación del presente,
originada en el poderoso avance de la cultura escrita desde finales del
siglo XVIII en la Europa occidental, es la que marca aquí el criterio y
arroja profundas sombras sobre la historia. Los anteriores comenta
rios sobre la lectura, parcialmente difundida y completamente inde
pendiente de la escritura y la aritmética porque atendía a necesidades
muy diferentes, demuestran ya que con unos esquemas tan simples no
se puede trabajar. Lo que está en debate no es el cambio de una etapa
cultural inferior a otra superior, sino la penetración de una cultura apo
yada en la escritura -y que aparta a los individuos de sus tradicionales
solidaridades colectivas- en los espacios de una cultura «oral». Ésta
se basaba en la conversación directa, en la comunicación inmediata, y
no fue esencialmente amenazada por la lectura, pero sí de manera fun
damental por la escritura.
Si se echa un vistazo a la investigación sobre la alfabetización 20,
todavía escasa, pero en los últimos años practicada con verdadera
pasión, se obtienen para la Europa central y occidental algunas afir
maciones que merecen ser mencionadas incluso en un estudio intro
ductorio sobre la historia europea de la Edad Moderna. Es sabido que
el proceso de alfabetización en muchos países europeos hizo progre
sos perceptibles en el transcurso del siglo XIX y que, hacia finales de
esta época -naturalmente, con grandes diferencias regionales-, se
'º Una sinopsis fundamental sobre esta problemática, incluyendo los resultados pro
cedentes de Asia, África y Europa, nos la proporciona J. GooDY (ed.), Literacy in Traditio
nal Societies, 1968. Véase también id., The Domestication ofthe Savage Mind, 1977. Un
primer intento de una sinopsis general, C. M. CIP0LLA, Literacy and Development in the
West, 1969. Para Europa destacan ante todo los resultados referidos a Francia e Inglaterra.
La investigación francesa tiene que agradecer su actual ventaja a las numerosas indagacio
nes -de los años posteriores a 1877- del director de la Academia de Nancy, Louis Mag
giolo, que obtuvo sus resultados mediante encuestas y similares. Su dosier sobre las flilllas
en las actas matrimoniales francesas de los siglos XVI, XVII y xvm es analizado por M. FLEURY
y P. VALMARY, «Les progres de l'instruction élémentaire de Louis XIV a Napoléon 111
d'apres l'enquéte de L. Maggiolo (1877/1879)», Population (1957), pp. 71-92. En estos
fundamentales y detallados trabajos preliminares se basa un análisis más amplio que fue
emprendido hace algunos años bajo la dirección de F. Furet y J. Ozouf en el marco de la
École des Hautes Études en Sciences Sociales. Hasta abora, las publicaciones más impor
tantes que han surgido de este proyecto de investigación organizado de modo ejemplar son:
F. FuRET Y M. SACHS, ,<La croissance de l'alphabétisation en France», Annales ESC 29 (1974),
pp. 714-737. F. FURET y J. OzoUF, Lire et écrire. L'alphabétisation des jranr;;ais de Calvin
a Ju/es Ferry, 2 vols., 1977 (vol. 11 = reproducción de los estudios regionales confecciona
dos por otros colaboradores). Se trata de un voluminoso informe de investigación con bri
llantes análisis histórico-sociales, amplia documentación y numerosos datos bibliográficos
e indicaciones de fuentes. Los enunciados del presente texto sobre Francia, así como todas
116
llegó a cierta conclusión del mismo. Recientes investigaciones sobre
Francia e Inglaterra han demostrado ahora que no debemos conceder
les todos los laureles al siglo XIX y a sus considerables aportaciones
en materia de introducción y difusión de la instrucción pública ele
mental. Ya en los siglos XVII y XVIII aprendieron a leer y escribir en
Europa grandes grupos de la población; la alfabetización fue en gran
parte una conquista de la Edad Moderna. En torno a 1750, en Francia
sabían leer y escribir al menos un tercio de los hombres adultos, en
Inglaterra más de la mitad, y en Escocia y las opulentas marismas
costeras del norte de Alemania unos tres cuartos. Naturalmente, si se
tiene en cuenta la variedad regional y la diferenciación social de la
Europa de la Edad Moderna, tales promedios nacionales significan
poco. En Francia está comprobado que las «viejas elites» del Ancien
Régime estaban completamente alfabetizadas ya en el siglo xvn y que
sus lugares de residencia favoritos -los antiguos centros administra
tivos y judiciales regionales- todavía conservaban, en la primera
mitad del siglo XIX, una ventaja enorme con respecto a las florecien
tes ciudades industriales y, sobre todo, a las atrasadas provincias agrí
colas del centro, el oeste y el sudoeste. Se calcula que en el siglo xvm
Francia obtuvo <<ganancias espectaculares» gracias a los comercian
tes, los vendedores minoristas, los artesanos, los arrendatarios y los
campesinos propietarios, es decir, todas aquellas capas sociales que
paulatinamente fueron englobadas por el proceso dinamizador de una
economía de mercado creciente. «La Francia» que ahora aprendió a
leer era «la Francia del open-field, de la alta productividad agrícola,
de los pueblos y de las comunidades campesinas a los que [les iba]
las citas en las que se menciona a Furet/Ozouf, han sido extraídos del primer volumen. Inde
pendientemente de este grupo de investigación parisino, M. Vovelle ha suscitado y dirigido
numerosos estudios sobre el sudeste francés. Véase M. VüVELLE, «Y a-t-il eu une révolution
culturelle au xvm' siecle? A propos de l'éducation populaire en Provence», Revue d'histoire
moderne et contemporaine 22 (1975), pp. 89-141. Para Inglaterra, además de un artículo de
R. Schofield en el volumen colectivo citado supra y editado por J. Goody (pp. 311-325), es
importante L. STONE, «The Educational Revolution in England 1560-1640», Past and Pre
sent 42 (1964), pp. 41-80. id., «Literacy and Education in England 1640-1900», Past and
Present 42 (1969), pp. 69-139. Véase también TH. W. LAQUEUR Y M. SANDERS0N, «Debate:
Literacy and Social Mobility in the Industrial Revolution», Past and Present 64 (1974). Para
Alemania faltan todavía investigaciones cuantitativas. Con respecto a una microrregión,
W. NüRDEN (n. 19). El sugestivo libro de R. ENGELSING , Analphabetentum und Lektüre, 1973,
contiene estimaciones y suposiciones que están basadas en la producción de libros, la
lectura, las bibliotecas, etc. En él puede encontrarse también abundante bibliografía acerca
de la historia general de la cultura y la educación en Alemania, sobre la que no se ha
podido entrar en detalle dentro del texto. Véase también P. LUNDGREEN, «Alphabetisie
rung und Schulbildung im internationalen Industrialisierungsprozess», «Sozialwissen
schaftliche Informationen für Unterricht und Studium» 3 (1975), pp. 17-21. E. G. WEST,
«Literacy and the Industrial Revolution», en The Economic History Review 2.' ser, 31
(1978), pp. 369-383.
117
bien» (Furet/Ozouf). Sólo en el siglo XIX se añadieron los obreros
asalariados del campo y de la ciudad.
Si en Francia, en el proceso de alfabetización, llaman la atención
las desigualdades regionales que diferencian al noreste -ya muy desa
rrollado en el siglo XVIII- de las grandes provincias situadas al sur y al
suroeste de la línea Saint-Malo/Ginebra, y que a su vez reflejan consi
derables desigualdades sociales, en Inglaterra -mucho peor investiga
da- se han comprobado sobre todo faltas de regularidad cronológicas.
Entre 1530 y 1680 se incluyeron en el proceso de alfabetización no
sólo las clases superiores nobles y burguesas, sino también los comer
ciantes y los artesanos, los grandes y pequeños agricultores (yeomen y
husbandmen). A comienzos del siglo XVIII, es decir, al final de una
larga expansión educativa, que se aceleró en el curso de la great rebe
llion, todos ellos tenían un nivel de alfabetización de entre el 70 y el
100 por 1OO. Muy por debajo de ellos, pero alcanzando de todos modos
un 45 por 100 aproximadamente, se hallaban los trabajadores y la ser
vidumbre. En todas las capas sociales -en sus distintos niveles de alfa
betización, por lo general muy altos- tuvo lugar ahora, en el siglo xvm,
un estancamiento; incluso pueden verse claros retrocesos en los
agricultores y en las clases bajas dependientes de un salario. Evi
dentemente, la tan alabada «estabilidad política» de Inglaterra en el
siglo XVIII tuvo un efecto paralizador en el avance de la educación ele
mental y se ocupó de que la vecina Escocia pudiera obtener ahora su
ventaja, notoria en torno a 1800. Sólo a partir de 1780 se llegó también
en Inglaterra, acuciada por la competencia entre la Iglesia estatal angli
cana y los dissenters por controlar la educación de las personas, a un
nuevo outburst of activity (L. Stone) en la formación elemental y, con
ello, a la última etapa en el camino de la plena alfabetización.
En cuanto a cuáles fueron las fuerzas motrices interesadas en el
desarrollo de la capacidad de lectura y escritura, digamos que, en prin
cipio, ya han sido mencionadas. La Iglesia, el Estado y la economía
pueden calificarse globalmente como tales: la Iglesia, porque trataba
de influir de forma activa en los fieles por medio de los catecismos, los
rescriptos y los textos de los sermones; el Estado, porque estaba inte
resado en la obediencia de la ley y el orden; la economía, porque su
dinámica exigía gente que supiera leer, escribir y, no en último lugar,
hacer cuentas. Menos claros, puesto que en cada región hay que averi
guarlos mediante meticulosos (y, desgraciadamente, no siempre posi
bles) sondeos empíricos, son los caminos por los que se llevó a cabo el
proceso de alfabetización. Como es natural, en este aspecto tiene una
gran importancia la historia escolar. Las investigaciones francesas
muestran, naturalmente, que las ecuaciones demasiado sencillas no
salen. La necesidad de una formación creciente no la despertó, sino
que la satisfizo, la escuela (de muy distintas maneras en unas y otras
118
regiones). «La escuela no era el corazón, sino la forma de la alfabeti
zación» (Furet/Ozouf). Como ya se ha recalcado en varias ocasiones
en el transcurso de la Edad Moderna, las escuelas apenas participaron al
principio en el proceso de aprendizaje de la lectura. Luego, cuando
algunas ciudades, regiones y comunidades, se permitieron el lujo de
recibir clases de escritura y aritmética, sin duda la escuela elemental
supuso el paso más imp01iante hacia la satisfacción de esta necesidad,
nacida de la situación política y económica general.Que las provincias
atrasadas de por sí -en Francia, por ejemplo, el macizo central, Breta
ña y el suroeste- no colaboraran en el proceso ilustra suficientemente
lo poco que podemos contar en la Edad Moderna con una dinámica
autónoma del movimiento escolar. La evolución de las condiciones
del mercado y de la productividad agraria, así como de la relación
campo/ciudad, pusieron unos límites claros al proceso de alfabetización.
Para la Edad Moderna hay que tener en cuenta sobre todo el contras
te campo/ciudad. Sin duda, es acertado hablar de la Iglesia, el Estado y
la economía como fuerzas interesadas en la alfabetización. No obstante,
sólo pudieron convertirse en fuerzas <<motrices» cuando las «elites cul
turales» de las ciudades ya habían hecho suyas las normas de la nueva
cultura escrita y estaban dispuestas a divulgarlas y transmitirlas. En las
capitales francesas de provincia del Ancien Régime se ha comprobado
minuciosamente que sus clases medias y parte de sus clases bajas, en el
siglo xvm, estaban más alfabetizadas que los campesinos más acomo
dados y los nobles rurales de regiones alejadas de las ciudades. Igual
mente significativa resulta la observación, estadísticamente comproba
da en el caso de Caén, de que las ciudades del Ancien Régime atraían e
invitaban a la inmigración sobre todo a aquellos campesinos del entorno
que ya habían recorrido una parte del camino hacia la alfabetización.
«L'alphabétisation est tout justement l'histoire de la pénétration d'un
modele culturel élitiste dans la société» (Furet/Ozouf).
Que la implantación de este modelo no se llevó a cabo mediante
movimientos lineales e imposibles de detener a partir de un momento
determinado es algo que está demostrado con toda claridad por la
investigación. Tal como ilustra el caso de Francia -y también podrían
hacerlo Italia, España y seguramente Alemania-, en la Edad Moderna
hay que contar con apreciables diferencias regionales. Y más teniendo
en cuenta que no en todas las ciudades ni en todos los sectores de las
elites culturales existió una conciencia de la necesidad de ampliar la
educación elemental. La alfabetización de las clases bajas urbanas y
rurales y también la alfabetización de las mujeres podía interpretarse
como una amenaza, como un despertar de las necesidades emancipa
torias, y de hecho así fue interpretado por doquier. La Ilustración euro
pea, que necesitaba la lectura y la escritura como ningún otro movimien
to cultural anterior, nos ha legado declaraciones un tanto despectivas
119
de grandes intelectuales sobre la necesidad y el valor de una educa
ción p opular amplia y general. El miedo a que los campesinos leyeran
panfletos políticos en lugar de cultivar el campo estaba muy difundi
do, e incluso fue formulado. Además, hay que tener en cuenta que la
capacidad elemental para leer y escribir todavía no significaba «edu
cación», en el sentido en el que la definían las elites culturales, sino
que sólo abría una primera puerta. En este sentido, los historiadores
franceses insisten con razón en que los sencillos párrocos rurales cató
licos hicieron en el siglo XVIII un trabajo más decisivo y duro que los
famosos miembros de la high enlightenment o que algunos intenden
tes ilustrados. A éstos les gustaba -en parte, con preocupación y, en
parte, con burla- aludir a los altos índices de analfabetismo de sus paí
ses. Sus propios escritos, sin embargo, sólo contribuyeron al proceso
de alfabetización en la medida en que presuponían dicha alfabetiza
ción y surtían a las elites culturales de ideas e informaciones que,
debido a su propia dinámica -al contrario de lo que sucedía en la
época del humanismo-, ya no quedaban reducidas al acervo cultural
de pequeños círculos elitistas.
En general, al movimiento de la Ilustración europea hay que reco
nocerle, pues, una contribución importante a la alfabetización, aunque
de una eficacia más bien indirecta. Produjo «obra escrita» en unas pro
porciones hasta entonces desconocidas. <<Democratizó» la cultura,
pese a que nada se hallaba más lejos de su arrogancia. No sólo hubo
high, sino también low enlightenment 21 , un movimiento de escritorzue
los y panfletistas cuyas innumerables obras fueron escritas, imprimi
das, vendidas y, probablemente, aquí o allá, incluso leídas. Nutrió a los
gobiernos europeos de «personal administrativo ilustrado» que sabía
apreciar la importancia de la lectura y de la escritura para la racionali
zación del arte de gobernar y comprendía que la alfabetización no sólo
podía suponer emancipación política, sino también integración social,
acercamiento del súbdito más lejano y obstinado a la sabiduría de las
leyes y de los decretos. Dirigió, en resumidas cuentas, una poderosa
campaña en favor de la cultura escrita universal e hizo retroceder a la
cultura «oral» como ningún otro movimiento cultural anterior 22•
21 Vé
ase al respecto R. DARNTON, «The High Enlightenment and the Low-Life ofLite
rature in Pre-Revolutionary France», Past and P resent 51 (1971), pp. 81-115.
22 En este contexto hay que remitir a los numerosos proyectos de investigación y estu
dios sobre la relación entre «Ilustración» y lectura, educación escolar, educación popular,
clubes de lectores, bibliotecas, etc. Para Alemania, proporciona una buena panorámica gene
ral el volumen colectivo de F. KorrrzscH (ed.), Aufklarung, Absolutismus und Bürgertum in
Deutschland, 1976 (en especial, el detallado informe sobre la investigación y la bibliogra
fía de F. Kopitzsch, pp. 11 ss. y 98 ss.). Entre la amplia bibliografía sobre Francia destaca
F. FuRET et al. (eds.), Livre et société dans la France du xvm' siecle, 2 vols., 1965-1970.
120
2. EL CAMBIO EN LA ECONOMÍA Y LA SOCIEDAD
121
continente con los espacios recién descubiertos?Y sobre todo: ¿No era
comprensible y estaba justificado que los europeos sacaran el mayor
provecho material posible de su hazaña, que sólo ellos habían sido
capaces de emprender, guiados por su fe y por su Dios, de los cuales
en el Nuevo Mundo no se tenía la menor noción? ¿Y acaso no estaban
obligados los pueblos de ese Nuevo Mundo a hacer sacrificios, no se
les podía incluso someter al robo y al pillaje, puesto que a cambio iban
a entrar en posesión de la única religión verdadera?
Que, en el transcurso de la Edad Moderna, tales posturas y puntos de
vista fueran ocasionalmente desaprobados -e incluso condenados, con la
mirada puesta en el aspecto humano y moral de los descubrimientos- por
los comentaristas críticos, forma parte, sin duda, de los «activos» de la
superación del proceso por parte de los europeos. Pero la historia del
encuentro mutuo entre el Viejo y el Nuevo Mundo no se vio esencial
mente influida por ello. Para los pocos europeos, una minoría, que fueron
conscientes de esta exploración del mundo por parte de Europa y tuvie
ron algo que ver con ella como descubridores, comerciantes, misioneros
o oficiales, el aprovechamiento -y la interpretación- parcial de este pro
ceso se dio siempre por descontado. Con gran energía intelectual y física,
con mucho talento organizativo y una apreciable capacidad de aprendi
zaje, con coraje personal y una alta disposición al riesgo, pero también
con arrogancia, brutalidad y desconsideración, dicho encuentro se puso
en marcha desde comienzos del siglo XVI, con el fin de cosechar los fru
tos tanto tiempo anhelados, además de otros muchos imprevistos.
Cinco naciones destacaron en el transcurso de la Edad Moderna
como potencias colonizadoras. Cuatro de ellas -los portugueses, los
españoles, los holandeses y los franceses- se aferraron siempre a una
única cuestión: cómo extraer del acontecimiento el máximo provecho
posible para la patria. Unicamente los ingleses en el Norteamérica, que
no les deparó la mano de obra ni las riquezas del subsuelo esperadas,
afrontaron cuestiones de más amplio alcance, cuestiones que se salían
del ámbito europeo. No obstante, las otras cuatro grandes potencias, que
en muchos lugares allanaron el camino al posterior imperio universal
inglés, utilizaron también formas y métodos muy diferentes de conquis
ta y colonización de los espacios recién descubiertos. Una breve ojeada
a estas formas y métodos y, por tanto, al desarrollo de los primeros
siglos de la historia colonial europea 23 parece indispensable, si se quie
ren comprender sus repercusiones sobre Europa.
23
Una excelente sinopsis sobre el estado de la cuestión, así como sobre las preguntas
que actualmente se plantea la investigación, nos la proporcionan los tres volúmenes de la
serie «Nouvelle Clio», P. CHAUNU, L' expansion européenne du XIIIE au XYE siécle, 1969;
P. CHAUNU, Conquete et exploitation des nouveaux mondes (XYf siecle), 2 1977 y F. MAURO,
L'expansion européenne (1600-1870), 2 1967.
122
El proceso y los métodos de la colonización
123
(1500) originó que Brasil se convirtiera en una «intromisión» portu
guesa dentro de un mundo colonial, por lo demás, de cuño marcada
mente español. Cuando los españoles reconocieron el valor de sus colo
nias americanas y, de este modo, olvidaron su decepción inicial por el
desenlace de los descubrimientos, emprendieron de forma consecuen
te y con unos claros objetivos comerciales y político-económicos la
tarea de la colonización. Mostraron a Europa «cómo podía fundarse al
otro lado del Atlántico una poderosa colonia europea; cómo un impe
rio de estas características podía ser dominado y producir considerables
beneficios económicos y financieros» 24• Durante la conquista fueron
recorridos y, en parte, sometidos el grupo de islas de América Central
y la gigantesca zona terrestre situada entre Nuevo México, al norte, y
Chile, al sur. Para asegurar esta empresa se utilizaron procedimientos
que con razón han sido calificados de «modelo español» de coloniza
ción. Allí donde se hallaban riquezas en el subsuelo, en especial meta
les preciosos, los españoles ponían en marcha una corriente de inmi
gración procedente de la madre patria. Favorecidos por la transigencia
de la población indígena, los aztecas y los incas, que aceptaron el poder
extranjero y tampoco se opusieron a una paulatina asimilación, Méxi
co (Nueva España) y Perú llegaron a tener una capa alta de españoles
relativamente densa y, con ella, numerosas instituciones y formas de
vida hispanas. Al contrario que los portugueses en las bases comercia
les de la India, que en su mayoría vivían provisionalmente en las colo
nias, en el oeste los inmigrantes españoles pronto se convirtieron en
una población neohispana permanentemente asentada. Estos «criollos»
siguieron siendo política, económica y administrativamente dependien
tes por completo de España, mientras la madre patria estuvo en condi
ciones de mantener bajo control el proceso de colonización.
En los restantes territorios de la conquista española -en el grupo de
islas, en Nuevo México, Texas, California, Florida, Chile, Paraguay y
el sur del Perú- el modo de proceder español, al principio, fue com
pletamente distinto. El valor de estas colonias, en las que no se encon
traron metales preciosos, les pareció escaso a los españoles; las condi
ciones climáticas resultaron duras; y allí donde la explotación de las
riquezas en el subsuelo parecía tener buenas perspectivas, faltaba la
mano de obra indígena necesaria. España, al principio, pobló escasa
mente estos territorios; la población autóctona india quedó, en gran
parte, abandonada a sí misma; la influencia española sólo prevaleció
en una serie de bases militares y, sobre todo, en las numerosas misiones.
La colonización del Brasil por Portugal fue equivalente en la pri
mera fase al procedimiento de los españoles en sus colonias económi-
24
D. K. FIELDHOUSE, Die Kolonialreiche seit dem 18. Jahrhundert, 1965, p. 19.
124
camente poco atractivas. Hasta finales del siglo XVII, los apreciables
yacimientos de metales preciosos permanecieron ocultos; y a la pobla
ción autóctona brasileña no se la podía utilizar para trabajos agrícolas
regulares. De este modo, resulta comprensible que, a los ojos de los
portugueses, Brasil siguiera siendo hasta 1530 exclusivamente un fac
tor de seguridad en el comercio con las Indias Orientales. E incluso los
primeros pasos hacia una colonización seria del país, después de 1530,
obedecían todavía muy claramente a este punto de vista. Sólo en el
transcurso del siglo XVI, las distintas maderas colorantes del Brasil se
evidenciaron como un factor de utilidad considerable, al que pronto
le superó en importancia el cultivo sistemático de caña de azúcar. Y
con la caña de azúcar se creó la gran peculiaridad de la colonización
portuguesa en América. La caña de azúcar no era una planta oriunda de
América, sino que fue introducida en el Brasil y en el grupo insular
español desde el Mediterráneo, desde las Azores y desde Madeira. Para
su cultivo productivo en grandes plantaciones sí había terrenos sufi
cientes a disposición, pero no mano de obra, tal y como se comprobó
tras realizar unos breves y penosos experimentos con los indios. Para
una inmigración masiva desde Portugal, la capacidad generativa de la
madre patria no era suficiente. Así que los portugueses se acordaron de
sus posesiones africanas, hasta entonces poco provechosas, introduje
ron mano de obra negra en el Brasil y, de este modo, instauraron en
todo el continente el problema de la esclavitud, que aún sigue teniendo
vigencia en la actualidad.
La colonización portuguesa y española presentaban rasgos comu
nes que diferenciaban el modo de proceder de estas potencias del de
sus sucesoras europeas: el Estado, las monarquías absolutas ibéricas,
no sólo organizaba los viajes de los descubrimientos, sino que trasla
daba también su poder absoluto y centralista a los imperios coloniales
que iban surgiendo. Esto se hizo especialmente perceptible en las
extensas colonias de los españoles, que desde Madrid eran tratadas
como <<reinos hermanos» (Fieldhouse) de Castilla. Una casa comercial
fundada en Sevilla, la Casa de Contratación -basada en modelos portu
gueses-, acogía a los comerciantes interesados en el comercio colo
nial, ejercía el monopolio, estaba obligada a entregar la quinta parte
de los beneficios comerciales a la corona española y, al menos en el
siglo XVI, dominó ilimitadamente el «Atlántico de Sevilla» (Chaunu).
El monopolio sevillano satisfacía los deseos tanto de la corona como
de los grandes comerciantes. Con su ayuda se controlaban todos los
procesos de las Indias Occidentales, que se desarrollaron rápidamente.
Los convoyes de buques se organizaban con eficacia, se refrenaba la
influencias de los extranjeros interesados, se mantenía bajo control
la piratería y se imponían directamente los intereses financieros de la
corona. Desde la década de 1520 en adelante, la Casa de Contratación
125
fue, naturalmente, secundada por otra institución: el Real y Supremo
Consejo de las Indias, una sección especial del Consejo Real. Consta
que su creación (1524) se debió a la necesidad de la corona de supervi
sar las actividades de la Casa de la Contratación. A lo largo del siglo XVI,
en el Real y Supremo Consejo de las Indias adquirió importancia el
grupo de los letrados -oficiales de formación jurista procedentes de la
baja nobleza y de la burguesía, cuyo ascenso social fue contemplado
con odio y celos por la aristocracia española de los grandes-, que en
realidad constituía un contrapeso de los monopolistas de Sevilla y que,
por ejemplo, se encargó de que la voz del padre las Casas no pasara
desapercibida.
En el propio oeste se crearon y utilizaron instituciones que, pese a
todas las tensiones y los antagonismos entre la madre patria y la pobla
ción criolla, aseguraron durante tres siglos el dominio de la adminis
tración de justicia y del gobierno españoles: un virreinato para Nueva
España y otro para Perú, así como las Audiencias (1 O a finales del
siglo XVI, 13 a finales del siglo XVIII), comparables a los parlements
franceses.
Para la explotación de sus colonias, Portugal también aplicó con
decisión el principio del monopolio y el control estatal directo. En
correspondencia con toda su organización en el ámbito asiático, la
Casa da India portuguesa se había convertido tras el regreso de Vasco
de Gama en el órgano central para el comercio con África y Asia.
Pero, dado que la idea de dominio sobre los países coloniales nunca
adquirió para Portugal un peso tan grande como para España, la evo
lución de la colonización portuguesa en los siglos siguientes no es del
todo comparable a la española. Tanto en Asia como en el Brasil, las
ganancias económicas y financieras eran el principal objeto de interés
de los portugueses; en comparación con ello, ni la cuestión de la colo
nización ni la de la creación de instituciones administrativas y jurídi
cas adquirieron un peso especial. Los rasgos esenciales de la adminis
tración colonial portuguesa eran más sencillos que los de la española,
si bien los virreyes portugueses de Goa y Brasil también dependían
directamente de la corona. Allí donde los colonos portugueses llega
ron a establecerse, especialmente en el Brasil, pronto adquirieron una
mayor independencia de la madre patria que los criollos; tampoco el
monopolio comercial portugués funcionó nunca de manera tan per
fecta como el español, de tal modo que hubo comerciantes de la Euro
pa occidental que lograron infiltrarse en las relaciones comerciales
portuguesas.
Éste no es el lugar apropiado para analizar por qué razones los rei
nos coloniales ibéricos, que en el siglo XVI y a principios del XVII ilus
tran de forma tan expresiva la exploración del mundo por Europa, fueron
perdiendo desde mediados del siglo xvn esplendor y fuerza política,
126
aunque nunca del todo importancia económica y financiera. En cual
quier caso, desde comienzos del siglo XVII, las tres potencias navales
de la Europa occidental estaban preparadas para entrar en el proceso de
colonización y, de paso, poco a poco, contener la influencia de las
monarquías ibéricas. Pese a que, en la era del mercantilismo, en los tres
países existía un considerable interés estatal por la expansión colonial,
sin embargo, las instituciones estatales no adquirieron ni hicieron valer
en ninguna parte tanto predominio universal en la explotación del Nuevo
Mundo como el que habían conseguido en Portugal y, sobre todo, en
España. La penetración de los franceses, holandeses e ingleses en el
Norteamérica; la colonización francesa de algunas partes del archipié
lago de las Indias Occidentales, del África septentrional y del África
Negra; y, finalmente, también el avance -que se inició en el siglo xvn
de las tres potencias en el Océano Índico, se basaban esencialmente en
actividades emprendidas por comerciantes y colonos particulares y,
tras los primeros éxitos, por grandes compañías comerciales de las
Indias Occidentales y Orientales. Estas chartered companies fueron la
original contribución de la Europa occidental al proceso de explo
ración y explotación del mundo 25• Fundadas en su mayor parte con el
consentimiento interesado de los Estados europeos, al principio actua
ban con relativa independencia, con toda seguridad en Francia, que no
en vano era una monarquía absoluta, y, sobre todo, en los Países Bajos,
donde los «Estados Generales» -no sólo en esta cuestión- no supieron
alcanzar una influencia eficaz que hiciera retroceder a las poderosas
provincias particulares. Y, no obstante, los privilegios y los monopo
lios desempeñaron en la historia de las compañías comerciales un
papel decisivo: cuanto más aumentaban, mayores eran los espacios que
dominaban; cuanto más amplio era el volumen comercial al que tenían
que dar abasto, más facilitaban su existencia y su política las institu
ciones y los intereses estatales.
La lista de las compañías comerciales con cierta estabilidad de la
Europa occidental es larga e impresionante: en 1600, la Compañía
Inglesa de las Indias Orientales; en 1602, la Compañía Holandesa de las
Indias Orientales; en 1606, la Compañía Inglesa de Virginia; en 1614,
la Compañía Holandesa del Norte; en 1621, la Compañía Holandesa de
las Indias Occidentales; en 1635, la Compañía Francesa de las Islas
de América; en 1642, la Compañía Francesa del Oriente; en 1664, la
Compañía Francesa de la India; en 1669/1670, la Compañía Francesa
25
Una selección entre la abundante bibliografía sería una pura arbitrariedad. Véase,
por tanto, E. H. RICH y C. H. WILSON (eds.), The Cambridge Economic History ofEurope,
vol. IV, 1967, pp. 223 ss., y 597 ss. (bibliografía). En esta obra la sinopsis sobre las
«chartered companies» es más sistemática y detallada que en el resto de los proyectos
comparables.
127
del Norte; en 1672, la Compañía Inglesa de África. Los comerciantes
holandeses que no tenían la suerte de ser aceptados en una de las com
pañías que había en su país se desplegaron por toda Europa y contribu
yeron, por ejemplo, a que en Suecia y en Brandemburgo se fundaran
compañías de las Indias Orientales. Prescindiendo de la diferente
intensidad de la influencia de cada Estado, las compañías comerciales
nacionales eran muy similares entre sí en cuanto a objetivos y forma de
organización. Su fundación, en principio, obedecía al objetivo de aca
bar con la competencia entre los comerciantes de la propia madre
patria. Esta voluntad se puso claramente de manifiesto sobre todo en
las tres grandes compañías de las Indias Orientales, con su orientación
hacia los atractivos mercados orientales. Lo principal no era la adquisi
ción de tierras, sino las ganancias de capital; para ello servía de instru
mento el monopolio comercial entre las posesiones asiáticas y la
madre patria. Especialmente en Holanda e Inglaterra, el capital de las
compañías procedía en gran parte de particulares; por el contrario, la
Compañía Francesa de 1664, sugerida y fomentada por Colbert,
dependió desde un principio de considerables subvenciones del Esta
do. Los comerciantes de los grandes centros comerciales del continen
te europeo fueron, naturalmente, promotores y organizadores activos
de las compañías; pero en el círculo más amplio de los socios pasivos
encontramos también nobles que invertían en ellas una parte de sus
rentas del suelo, oficiales de las cortes reales e incluso maestros artesa
nos y otros habitantes de las ciudades.
Esta institución determinó la segunda fase de la exploración del
mundo por parte de Europa, fase que también podría denominarse
postibérica. Con su ayuda, los holandeses y los ingleses hicieron
retroceder a los portugueses del ámbito asiático; es más, incluso
ampliaron las zonas de influencia que hasta entonces tenían los portu
gueses; debido a ello, el hecho colonial, con la excepción del movi
miento colonizador inglés en Norteamérica, adquirió hasta la Guerra
de los Siete Años (1756-1763) su carácter predominantemente mer
cantil y político-comercial. Ahora es cuando las colonias, en cuya
administración y explotación empezaron a intervenir cada vez más los
propios Estados, se convirtieron en objeto de grandes ambiciones
políticas, y es en el siglo xrx cuando fueron organizadas e integradas
en los acontecimientos políticos europeos de tal manera, que la explo
ración mundo por parte de Europa pasó a ser el dominio del mundo
por parte de Europa.
128
de la historia europea moderna al descubrimiento de América» 26 _ No
es una casualidad que precisamente en la fase inicial de la Revolución
Francesa empezaran a hacerse investigaciones serias sobre la cuestión
de si el descubrimiento de las Indias Occidentales había aportado prove
cho o perjuicio a la humanidad. Un autor que ha permanecido en el ano
nimato respondió a dicho interrogante, planteado en un concurso de
la Académie Frarn;aise en el año .1788, con -entre otras cosas� esta
pregunta provocadora: «Si esos europeos que consagraron su vida al
desarrollo de las fuentes de América, se hubieran dedicado en Europa a
talar montes y a construir carreteras, puentes y canales, ¿acaso enton
ces no habría encontrado Europa en su propio seno las principales cosas
que importó de América, o algo comparable?¿Y qué cantidad inmen
sa de productos no habría dado el suelo de Europa, si hubiera sido lle
vado a ese estado de cultivo para el que tiene capacidad?»
Estas preguntas constituían en torno a 1788 un interesante contra
punto a las afirmaciones optimistas de, por ejemplo, Adam Smith. Poní
an de manifiesto la visión escéptica de un europeo completamente vol
cado hacia el continente que no quería confiar en que las leyes
económicas abstractas, por sí solas, pudieran provocar ese cambio
que necesitaba Europa; un europeo que más bien pensaba en la aplica
ción concreta de la mano de obra humana, de la cual dependería la evo
lución del viejo continente. El hecho de que con su tratado ganara el
premio de la Académie Fran<;aise demuestra que no era el único que
sostenía esa opinión. No obstante, parece dudoso que sus preguntas
escépticas, por cuanto únicamente hacían referencia al beneficio mate
rial de los descubrimientos para Europa, estuvieran realmente justifica
das. Todavía hoy, después de que los análisis de los historiadores hayan
abandonado cierto europeísmo exagerado y de que a menudo se perciba
un sentimiento de duda y de culpa por la conducta de los europeos en las
colonias, se subraya casi unánimemente el significativo carácter diná
mico del descubrimiento y de la colonización incluso para el propio
continente europeo. Naturalmente, sigue sin saberse cómo repercutió en
concreto ese dinamismo, qué dirección tomó, si en lo esencial surgió
en las colonias y desde allí influyó en Europa, o si ambos mundos man
tuvieron al respecto una relación mutua de dar y tomar.
La mayor coincidencia de criterios se da al considerar las consecuen
cias histórico-comerciales en el sentido más estricto 27• Ciertamente, las
colonias contribuyeron poco al progreso de esas circunstancias internas
26 J. H
. ELLIOTT, The Old World and the New, 1492-1650, 1972, p. 2. En este excelen
te bosquejo interpretativo de Elliott, se hallan también las siguientes citas sobre el debate
«colonial» de Francia en 1788.
27 Para lo siguiente, aparte de las obras mencionadas hasta ahora, véanse, entre otros, F.
BRAUDEL, La méditerranée et le monde méditerranéen a l'époche de Philippe JI, vol. l.,
129
de Europa que le interesaban al anónimo francés ganador del premio de la
Academia de 1788; sin embargo, había otros sectores que él no vio o no
quiso ver. Con la ayuda de la exploración del mundo por parte de Europa,
el capital comercial europeo consiguió en el siglo XVI, pero sobre todo en
los siglos xvrr y comienzos del xvm, ese campo de actuación universal
que tanto necesitaba para su pleno desarrollo y que, como se demostró,
tan bien supo cultivar técnica y organizativamente. En el intercambio
comercial directo con los pueblos asiáticos fue desarrollando el comercio
de las especias -que no sólo abarcaba la pimienta como conservante, sino
también el jengibre, la canela, la nuez moscada y el clavo- hasta conver
tirlo en uno de los principales ramos del negocio de la importación. Si
entre 1500 y 1520 el volumen de intercambio de esos productos ascendía
ya de 9 .500 a 10.500 toneladas anuales, cien años después, según cálculos
que parecen fiables, había aumentado de 18.300 a 19.000. Además de las
especias estaban las drogas -almizcle, opio, azafrán y áloe-, que en Euro
pa eran muy solicitadas, pero que naturalmente iban detrás de las especias
en volumen. De México, de las Antillas y, sobre todo, del Brasil se traían
las maderas colorantes, base para una industria textil europea cada vez
más diferenciada en el colorido. Las Antillas proporcionaban en el siglo
XVI cantidades nada despreciables de cobre. Sin embargo, las maderas y
el cobre eran para el Brasil y para el archipiélago neo hispano sólo un pro
ducto intermedio en el camino hacia su artículo de exportación por exce
lencia: el azúcar. «La curva de crecimiento del Brasil se mezcla con la del
azúcar» (Chaunu). Hacia 1570 había en el Brasil 60 trapiches; hacia 1585,
unos 130; 346 había en 1629 y 528 en el año 1710. Y el azúcar acarreó...
¡ el tráfico de esclavos! También éste se convirtió, ya desde el primer ter
cio del siglo XVI, en un objetivo preferente de las potencias comerciales
europeas. En África, área de influencia exclusivamente portuguesa, el trá
fico de esclavos había sido cedido como monopolio a intermediarios
blancos, los contradatores; la entrada en el Brasil, por el momento, seguía
siendo libre, mientras los españoles trabajaban en las Indias Occidentales
con el desacreditado sistema de «asiento», un tratado de monopolio
comercial que, desde finales del siglo XVII, habían firmado principalmen
te con portugueses, holandeses, franceses e ingleses. Las cifras alcan
zadas están cuestionadas, y probablemente lo sigan estando durante un
tiempo. En lo que respecta al Brasil, se habla de 3.500.000 hasta
3.600.000 esclavos negros introducidos entre 1500 y 1851, cifra que arro
ja un promedio anual de unos 10.150.
2
1966, 2.' parte, caps. I-IV. H. y P. CHAUNU, Séville et l'Atlantique, 8 vols. (incluidos volú
menes parciales= 11 vols.), 1955/1959. Descripción e interpretación, sobre todo, en los
volúmenes parciales VIIl,1; VIII,2,1 y VIIl,2,2. Si además se tienen en cuenta los otros
libros -verdaderamente numerosos- que le debemos a P. Chaunu acerca de casi todos los pro
blemas de la historiografía actual, la productividad de este científico resulta increíble.
130
Pero cuando se habla del oeste, de su importancia para la economía
europea de la Edad Moderna, la plata mexicana y peruana eclipsa a todos
los demás productos. ¿Sólo la plata? No, desde luego, pues a comien
zos del siglo XVI se trajo de Santo Domingo una cantidad de oro nada
insignificante, y la importación de perlas fue asimismo un ramo digno
de mención del floreciente comercio español con el Atlántico. Pero si
se considera el siglo XVI en su conjunto, la plata constituía el 78-80
por 100, el oro el 17-19 por 100 y las perlas sólo el 1-2 por 100 en la
tríada de las importaciones españolas de metales preciosos, razón sufi
ciente para hablar aquí únicamente de la plata.
Después de que se encontraran las minas en el Potosí peruano (1545)
y en el Zacatecas mexicano (1548), transcurrió todavía un tiempo antes de
que sus tesoros llegaran regularmente a Europa. Hubo que resolver pro
blemas extremadamente difíciles de técnica y de organización en el traba
jo antes de que, por ejemplo, se estuviera en condiciones de explotar la
mina de Potosí, situada a más de cuatro mil metros de altura. «En la déca
da de 1580, el flujo de plata se convirtió en un raudal que posibilitó a Feli
pe II derrochar unas cantidades de dinero que en años anteriores hubieran
sido inimaginables» (Elliott). Tras los magníficos trabajos de E. J. Hamil
ton, estamos en condiciones de clasificar con exactitud la magnitud de las
importaciones de plata que pasaron por el registro de la Casa de Contrata
ción de Sevilla. Para la época comprendida entre 1503 y 1660, Harnilton
ha calculado 16.886 t, 815 kg, 300 g de plata y 181 t, 333 kg, 81 gr de
oro 28. Sobre el aumento de las importaciones de plata hacia finales del
siglo XVI nos proporciona información una tabla de Elliott, que ha con
vertido los datos de Hamilton en ducados españoles:
131
Estas cifras muestran gráficamente la coyuntura de las exportacio
nes de plata de las Indias Occidentales; pero ¿qué valores reales repre
sentan? Chaunu ha intentado averiguarlo estableciendo una compara
ción con la producción de cereales de la región mediterránea. Si se
parte de la relación de precios de los años 1550 entre la plata y el trigo
del Mediterráneo (50 g de plata por un hl de trigo), se puede calcular
que la plata de las Indias Occidentales y la producción de trigo medite
rráneo se hallaban en una relación de 1 :35, cifras que, pese a toda la
problemática que encierra una comparación semejante, son apropiadas
para advertir acerca de una estimación exagerada de las magnitudes.
Por otra parte, sin embargo, si se comparan los valores de exportación
alcanzados por ambos sectores, entonces la relación se modifica sus
tancialmente. Las exportaciones de los metales preciosos americanos
superaron en valor real a las del trigo mediterráneo, en el siglo XVI, en
aproximadamente un 100 por 1 OO.
De hecho, en eso estribaba la auténtica importancia de la plata
americana. Pese al contrabando y a las múltiples formas de acapara
miento en las propias Indias Occidentales, la plata fue transportada en
grandes lotes a Europa, donde fue introducida en el ciclo económico.
Ya los contemporáneos del siglo XVI notaron y describieron su efecto
estimulante en la economía europea; historiadores posteriores han
seguido su criterio y han dibujado la imagen de una dinámica econo
mía europea completamente dependiente de los metales preciosos
americanos. Sobre todo la famosa inflación de precios del siglo XVI,
ocasionalmente dramatizada como «revolución de los precios», ha sido
atribuida a los metales preciosos de la América española 29• Entretanto,
se han escrito bibliotecas enteras para criticar esta tesis. Lo cierto es
que la secular subida de precios del siglo XVI en el sur de Europa
empezó mucho antes del descubrimiento de Potosí y Zacatecas. Gran
des cantidades de la plata y del oro que venían de allí rozaron la eco
nomía europea sólo superficialmente, ya que eran transportadas de
inmediato hacia Oriente para financiar las importaciones de especias.
Partes considerables no eran monetarizadas, sino acumuladas en las
28
E. J. HAMILTON, American Treasure and the Price Revolution in Spain, 1501-1650,
1934, p. 42. Sobre la evaluación de la cantidad de metales preciosos que no pasaron por Sevi
lla, incluido el considerable contrabando, CHAUNU, Conquéte... , cit. (véase n. 23), pp. 298 ss.
29 El punto de partida del debate fue la obra de Hamilton citada en la n. 28. Aparte de
España, incluso independientemente de la afluencia de metales preciosos procedentes de Amé
rica, desempeña un papel destacado en este debate Inglaterra. Véase el breve informe de
investigación (con referencia a la principal bibliografía) de R. B. ÜUTI!WAITE, lnflation in
Tudor and Early Stuart England, 21970, P. H. RAMSEY (ed.), The Price Revolution in Six
teenth-Century England, 1971. Un examen muy equilibrado del problema en Elliott, The
Old World..., cit., (véase n. 26), pp. 60 ss.
132
cortes de los príncipes y de los nobles y en las casas de los burgueses
ricos. Sin duda, la plata americana contribuyó a apoyar la subida de
precios europea; pero que la plata fuera la única causa, que, por así
decirlo, la mera existencia de una cantidad bastante grande de mone
das de plata acarreara una reacción automática de los precios ..., es una
interpretación que, con su mira puesta en un único factor «monetario»,
hoy día no sostiene nadie. Dicha interpretación debe ir acompañada, o
incluso precedida, de otras muchísimas explicaciones «monetarias» y
«reales»: las numerosas variaciones en la relación oro/plata, la políti
ca financiera de España y de Francia, con sus manipulaciones de la
moneda y sus bancarrotas del Estado, las catástrofes de las cosechas
con sus crisis de encarecimiento y, no en último lugar, el continuo
aumento de la población en el siglo XVI.
La denominada revolución de los precios y sus causas son un
ejemplo típico de los diferentes juicios que han emitido y siguen emi
tiendo hoy los historiadores sobre la influencia de América en la eco
nomía europea. ¿Fue el descubrimiento de América y de sus tesoros de
plata un «golpe de fortuna» que determinó toda la posterior historia
de Europa? ¿Impulsó tan fundamentalmente la evolución de la econo
mía europea y, al mismo tiempo, le hizo dar tal giro que ésta, sin el
descubrimiento de América, hubiera sido completamente distinta, es
decir, menos dinámica? ¿Debe, por tanto, una historia económica de
Europa en la Edad Moderna ser escrita principalmente desde el punto
de vista del mundo colonial? ¿Pasan entonces a un segundo plano los
factores «domésticos», genuinamente europeos?
Es muy difícil encontrar respuestas a esta pregunta, sobre todo por
que Europa, en la Edad Moderna, no era ni política ni económicamen
te una unidad que reaccionara en conjunto al desafío planteado por el
Nuevo Mundo. Los enormes territorios del Imperio Germánico no
participaron en el siglo XVI ni en el proceso de los descubrimientos ni
en la explotación económica de las Indias Occidentales. Las potencias
del Mediterráneo italiano, que, bajo la dirección de Venecia, se halla
ban hasta entonces en el centro del comercio con Levante, no partici
paron en las nuevas actividades. Tuvieron que contemplar cómo el
peso económico de Europa, hacia finales del siglo xvr, poco a poco se
trasladaba del Mediterráneo a la zona atlántica, pese a que Venecia, en
competencia con Portugal, también supo conservar en esa época una
posición considerable en el comercio de las especias asiáticas (en la
ruta por tierra) y, con ayuda de una industria textil recién creada, supo
compensar las pérdidas de otros sectores. Los españoles, por el contra
rio, desde mediados del siglo XVI, tuvieron que verse como unos afortu
nados cuyas posibilidades económicas eran favorecidas de manera
extrema por el Nuevo Mundo. El nerviosismo con el que cada año se
esperaba en la Casa de Contratación de Sevilla y en El Escorial la pun-
133
tual arribada de la flota de la plata refleja lo mucho que este Estado y
su economía dependían del Nuevo Mundo. H. y P. Chaunu han demos
trado estadísticamente esta dependencia en una obra monumental
acerca del comercio de Sevilla con el Atlántico y, de paso, han intenta
do esbozar una historia de las coyunturas europeas a partir de los
libros del puerto de Sevilla y de los registros de la Casa de Contrata
ción. ¿A quién le extraña que atribuyan la disminución del volumen y
de las actividades comerciales europeas, desde aproximadamente 1620
-la famosa «crisis del siglo XVII»-, al hecho de que en esa época
empezaba a agotarse la mina de plata de Potosí? Muchos otros histo
riadores, sin embargo, no han compartido su criterio, a pesar de su
material estadístico de pruebas contundentes. Al igual que la inflación
de precios del siglo XVI, tampoco la crisis del siglo XVII puede expli
carse con la mirada puesta en la curva gráfica de las importaciones
españolas de metales preciosos. También esta crisis, incluso en España,
estaba determinada en gran medida por factores europeos internos: el
descenso con respecto al aumento general de la población europea; las
repercusiones de la Guerra de los Treinta Años, perceptibles en un
amplio radio de acción; el estancamiento del comercio en el Mediterrá
neo y en la región báltica; y, por último, esa mentalidad difícilmente
comprensible -vigente en países como España, Francia o el Imperio
Germánico- de las clases altas europeas, que no se comportaban como
verdaderos capitalistas y, por tanto, invertían constantemente sus gana
cias comerciales, sino que se retiraban al campo o se acogían a cómo
das canonjías oficiales y, de este modo, cometían la <<traición de la bur
guesía» (Braudel).
Para países como Inglaterra o los Países Bajos, por otra parte, la
«crisis del siglo xvn» no fue sólo «crisis», sino también «adaptación»,
«reorientación» y «concentración». Como ya se ha mencionado, desde
comienzos del siglo florecieron las compañías comerciales en la Euro
pa occidental. No sólo exploraron nuevos espacios que habían perma
necido desconocidos para los españoles y los portugueses, sino que
desarrollaron nuevas formas de comercio, nuevas técnicas de pago y
nuevos métodos, sobre todo «privados», de negocio. El hasta entonces
idolatrado valor de los metales preciosos se relativizó a la vista de las
nuevas posibilidades de pago, como, por ejemplo, la letra de cambio.
A diferencia de los comerciantes sevillanos, sobre los que pesaba la
mano codiciosa de oro y plata de sus monarcas, los comerciantes
holandeses e ingleses reconocieron y desarrollaron la gran variedad de
productos comerciales y las posibilidades del comercio intermediario.
Y sobre todo: mientras los españoles del siglo xvr concebían las rela
ciones comerciales con el Nuevo Mundo como una vía de dirección
única por la que llegaban al país oro, plata y perlas, los comerciantes
de la Europa occidental reconocieron el valor y la utilidad de la doble
134
vía. El mundo colonial ya no fue contemplado sólo como suministra
dor, sino también como mercado; un mercado tanto para el consumo
suntuario de las clases altas criollas como para el consumo masivo de
los esclavos negros del Brasil, de las Indias Occidentales y, más tarde,
de Norteamérica. Y en el Oriente, cuando las especias sólo podían
conseguirse a cambio de la plata y el oro cada vez más escasos, vemos
cómo en el siglo XVI los comerciantes ingleses y holandeses se intro
ducen en el siglo XVII de forma progresiva en el comercio del Asia
Central, mientras el tráfico de esclavos desde África hacia el oeste, a
partir de finales del siglo XVII, se va convirtiendo para ingleses, holan
deses y franceses en un negocio cada vez más lucrativo.
Sin embargo, tampoco la nueva época de la colonización acuñada
por holandeses, ingleses y franceses debe ser contemplada como un
acontecimiento que transformó de golpe el semblante de la economía
europea. La bancarrota de algunas compañías comerciales; los esca
sos dividendos que, si acaso, repartían otras; el clamor por la subven
ción y la participación estatales demuestran con toda claridad que en
ellos no hemos de ver, como tampoco en la plata española, un motor
de cambio repentino ni de acumulación imprevista de capital. Sin duda,
produce asombro que la Compañía Holandesa de las Indias Orienta
les, a finales del siglo xvn, diera empleo en ocasiones a 12.000 perso
nas. Desde luego, merece la pena prestar atención al hecho de que
alguna que otra compañía comercial, desde mediados de siglo, hiciera
saltar en pedazos el tradicional marco de la empresa familiar reunida
en «toda la casa» y, con la creación de reservas permanentes de capi
tal, diera el primer paso hacia el futuro de la organización empresarial
capitalista. Sin embargo, las empresas coloniales, por más que progre
saran inconteniblemente, no dejaron de estar en ningún momento lle
nas de riesgos, de los que fue víctima más de una empresa temeraria;
el viejo continente, y con él grandes sectores de la burguesía europea,
siguieron aferrados en todo el siglo XVII e incluso en el XVIII al lento
ritmo de la economía preindustrial. Y también lo estaban las potencias
políticas que velaban por las actividades de las compañías y defendían
sus objetivos, hasta muy entrado el siglo XVIII, con la mirada puesta
únicamente en la competencia entre ellas. <<Although the activities of
the joint stock companies may have been very important in the deve
lopment ofEurope's economy, their form and their methods of opera
tion were probably less an expression of developing capitalism than
the result of pragmatic efforts to bind trading energies to the política}
strategies of the state» 30 •
135
Así pues, la nueva época de la colonización europea en el siglo XVII
se caracteriza no tanto por el cambio directo que ésta introdujo en
Europa, como por las insospechadas posibilidades de cambio que creó.
Tras la fase «extractiva», de cuño ibérico, del siglo XVI, se organizó un
sistema de comercio internacional iniciado por Europa 31 en el que ya
no marcaban la pauta los burócratas y aristócratas castellanos, sino los
vivaces y agresivos comerciantes de la Europa occidental. El siglo XVII
fue la época en la que éstos, en fuerte competencia entre sí, expulsaron
a los portugueses y a los españoles de numerosas posiciones legalmen
te adquiridas. Fue un siglo marcado por los holandeses, cuya capital
Amsterdam, como sucesora de Venecia, Sevilla y Amberes, pasó a ser
el emporio de Europa y la metrópoli del comercio mundial. Pero ni los
propios holandeses aprovecharon las nuevas posibilidades y oportuni
dades de forma tan decisiva y generalizada como para que la conse
cuencia necesaria de su exploración hacia el exterior fuera un cambio
acelerado en el interior. En este sentido, una potencia comercial «moder
na» permaneció anclada en un orden social y estatal «arcaico». Además,
en toda la Edad Moderna, junto con Portugal, no hubo ningún otro país
que percibiera tan rápida e inmediatamente los costes de una explora
ción forzada del mundo extraeuropeo como la República de las Provin
cias Unidas. Su población ascendía en el siglo xvn, como mucho, a dos
millones de habitantes. De ellos, un porcentaje inusualmente alto -en
comparación con otros países-ya no trabajaba en la agricultura (véase
supra p. 58) y, por tanto, estaba disponible para realizar tareas en la
construcción naval, en el comercio, en las oficinas de la madre patria y
en la administración de las colonias. Pero los holandeses, famosos por
sus métodos comerciales y mercantiles «agresivos», habían forjado en
la lucha y la competencia su brillante posición y no podían esperar que
sus vecinos europeos les permitieran disfrutar tranquilamente de ella.
Las guerras de Inglaterra y Francia contra los Países Bajos en la segun
da mitad del siglo xvn fueron guerras económicas en las que este país
supo mantenerse aceptablemente firme, pero sólo a cambio de unos cos
tes personales elevados y poniendo en peligro, o, a veces, descuidando,
sus relaciones comerciales. Un emporio internacionalmente apreciado,
que se iba desplazando cada vez más hacia el centro de los aconteci
mientos bélicos, perdía rápidamente su atractivo y tenía que ceder a
otras ciudades -primero temporalmente y luego para siempre-algunas
31
Véase V. BARBOUR, Capitalism ofAmsterdam in the Seventeenth Century, 1950.
Sobre los múltiples aspectos del «sistema mundial» organizado desde Europa, véase el
amplio trabajo, aunque muchos especialistas lo consideran superado, de I. WALLERSTEIN,
The Modern World-System. Capitalist Agriculture and the Origins ofthe European World
Economy in the Sixteenth Century, 1974.
136
de sus posiciones adquiridas. De este modo, Hamburgo, por ejemplo,
se convirtió en un <<emporio alternativo» (J. de Vries) que, a finales del
siglo XVII, se fue quedando poco a poco con el comercio del azúcar
Amsterdam y se convirtió en el siglo XVIII en su competidor permanente.
Por último, Holanda es también una prueba de lo poco <sautomáti
camente» que la dinámica del comercio -generada por los descubri
mientos y la colonización- daba lugar a los correspondientes cambios
sociales duraderos en la madre patria. Sin duda, los comerciantes holan
deses del siglo XVII, con su orientación al sistema de comercio interna
cional y a los «modernos» métodos de organización empresarial y de las
relaciones comerciales, lograron un perfil de grupo que apuntaba hacia
el futuro. Pero sería por completo equivocado imaginarlos como un
grupo preocupado constantemente por la modernización y por la bús
queda del futuro burgués-capitalista, tal y como sugiere la vieja tesis del
«ascenso de la burguesía». Todo lo contrario: los grandes comerciantes
holandeses del siglo xvn también vivían, como sus contemporáneos
franceses y alemanes, en un entorno de cuño aristocrático; también ellos
sentían la fascinación del vivre noblement; tampoco ellos estaban al
abrigo de la «traición de la burguesía». Está comprobado que las activi
dades holandesas decayeron a finales del siglo xvn; que muchos comer
ciantes, una vez acomodados, se retiraron del estrés de la competencia
comercial; que «los principales inventores en el campo de la cons
trucción naval, la navegación y la cartografía [fueron sustituidos] por
gente con una excesiva veneración por los éxitos pasados» (De Vries).
Así ocurrió queAmsterdam perdió su condición de metrópoli y, en
el siglo XVIII, sólo conservó una importancia destacada en el ramo de
la banca. El sistema comercial internacional, centrado hasta entonces
enAmsterdam, se diferenció de nuevo y dispuso una serie de subcen
tros regionales. Hamburgo ya ha sido mencionado; Lisboa, en ascenso
desde finales del siglo XVII por los hallazgos de oro brasileño, entró de
nuevo en el juego; los puertos franceses, sobre todo Nantes y Burdeos,
tuvieron su época de esplendor. La nueva metrópoli y, por consiguien
te, la verdadera sucesora deAmsterdam fue, sin embargo, Londres. Y
desde Londres e Inglaterra, la tercera y última fase -durante la Edad
Moderna- de las repercusiones de la colonización influyó en el resto
de Europa.
De Inglaterra se ha afirmado que su evolución en los siglos XVII
y XVIII es la prueba más clara de los cambios fundamentales que la
exploración del mundo por parte de Europa causó en el viejo conti
nente. No pocos historiadores establecen incluso una relación directa
entre la manifiesta condición de líder de Inglaterra en el sistema comer
cial internacional desde finales del siglo xvn y el temprano inicio de la
industrialización en este país. Indudablemente, esta tesis, en cuanto que
erige la expansión colonial en única causa de la industrialización en
137
Inglaterra, debería ser contemplada con gran escepticismo. De todos
modos, no hay que olvidar la gran contribución del sistema comercial
mundial, recién creado y controlado desde Inglaterra, al proceso de
transformación de la madre patria, que desembocó en la industrializa
ción. «Al conseguir Inglaterra eliminar a sus competidores europeos y,
de este modo, procurarse una especie de situación de monopolio dentro
de este sistema, resolvió en su favor la cuestión de qué país sería el pri
mero en entrar en el proceso de la industrialización capitalista» 32•
El punto de partida de esta evolución fue la decisión del Estado
comercial de Inglaterra, en el siglo XVII, de aceptar el desafío plantea
do por los holandeses. Estado y nación comercial, que tras el fin de la
revolución de los años 1640, mantenían una relación sostenida por inte
reses paralelos, utilizaron sin miramientos el recurso de la guerra para
obtener la soberanía marítima y para crear un amplio monopolio comer
cial inglés. Para ello fueron combatidas y limitadas en su poder, pri
mero, Holanda y, a principios del siglo XVIII, Francia. Y los imperios
coloniales ibéricos, que políticamente seguían dependiendo de sus res
pectivas madres patrias, también sucumbieron cada vez más al control
del capital comercial inglés.
Especial importancia adquirió para Inglaterra el tráfico de esclavos
y, unida a él y a la producción de algodón, la industria textil nacional.
Con los ingleses, como herederos del antaño sistema español de «asien
to», se llevó un gran número de esclavos del oeste africano a las Indias
Occidentales y, desde finales del siglo XVII, a los Estados norteamerica
nos del Sur, donde, además de azúcar, producían sobre todo algodón.
Ésta fue la nueva materia prima básica para la industria textil inglesa, la
cual, junto con los artículos domésticos y de ferretería, contribuyó al
rápido aumento de las cifras de exportación inglesa en el siglo xvm y,
al mismo tiempo, halló mercados atractivos en los ámbitos coloniales,
donde logró una demanda masiva en continuo ascenso. No sólo llama la
atención que Inglaterra ampliara sus exportaciones, sino que, y a en
la primera mitad del siglo XVIII, más del 85 por 100 de lo que exporta
ba fueran bienes de fabricación industrial. Así pues, Inglaterra se hallaba
en el centro de un triángulo comercial internacional -productos manu
facturados de Europa, esclavos de África y metales preciosos, géneros
ultramarinos y materias primas de América- y, al mismo tiempo,
introducía esos revolucionarios métodos de producción local con los
que dio comienzo la era de la industrialización. Naturalmente, no sólo el
algodón desempeñó un papel fundamental, ni fue sólo un país el que se
dedicó a producir y rendir. Antes bien, el siglo XVIII continuó sistemáti
camente el camino trazado por el XVII -diversificación de los productos
32
La cita procede de un trabajo de P. Kriedte.
138
comerciales, multiplicación de las vías comerciales- bajo la dirección
de la metrópoli inglesa. Tras los metales preciosos, las maderas coloran
tes, el azúcar y el algodón, el oeste aportó finalmente el tabaco y el café;
del ámbito asiático llegaron, asimismo, el café, los tejidos y, no en últi
mo lugar, el té, que en el marco de las importaciones inglesas de Asia
pronto ascendió del 1, 1 al 44 por 100. Con el consentimiento de Inglate
rra, los franceses y, en la nueva coyuntura del siglo XVIII, también los
españoles y los portugueses siguieron en el negocio. <<Los hilos del sis
tema económico mundial del siglo xvm se juntaron en Europa; fueron
anudados por los capitales comerciales europeos y extendidos alrededor
de la Tierra. El mundo ultramarino quedó englobado en un sistema de
intercambio cuyas leyes dictaba Europa. Éstas eran la discriminación,
una división imperial del trabajo, subordinada a las necesidades de la
metrópoli y una explotación sin rodeos. El dominio del mercado mun
dial posibilitó a Europa revolucionar sus métodos de producción, pero
trajo al mundo subdesarrollado estancamiento y retroceso. La economía
política de la dependencia, que siguió consolidándose con la entrada de
la revolución industrial en Europa, determinó en adelante las relaciones
entre las metrópolis europeas y los territorios dependientes de ellas»33•
Que esta situación no sólo fue causada por la colonización, sino que al
mismo tiempo era el resultado de un cambio estructural económico de la
propia Europa es algo que hemos subrayado en varias ocasiones. De ahí
que a continuación abordemos este aspecto más detalladamente.
33 Véase n. 32.
34
J. KuuscHER, Allgemeine Wirtschajisgeschichte des Mittelalters und der Neuzeit,
vol. II, 5 1976.
139
historia de la econonúa mundial, este método es sin duda legítimo; sin
embargo, para una introducción específica a la Edad Moderna, es
demasiado tosco e indiferenciado. Además, no tiene en cuenta multi
tud de conocimientos recientes de la historia económica. Numerosos
estudios de detalle de ámbito regional y local de los últimos decenios
han dado como resultado una nueva imagen de la econonúa europea
entre 1500 y 1800, que revela una extrema variedad y diferenciación
regional y convierte la creación de tipos que excedan esos límites en
un acto desesperado y temerario.
En las coyunturas, la investigación reciente ha sacado a relucir un
fenómeno que ha podido ser aplicado con gran éxito a la periodización
de la historia económica 35• En los tres siglos de la Edad Moderna, los
acontecimientos económicos europeos estuvieron determinados por tres
largas fluctuaciones seculares que, en mayor o menor medida, se dejaron
notar en todas partes y que, en este sentido, no sólo sugieren una plausi
ble división en épocas, sino que además permiten apreciar el cambio
estructural que afectó a la economía europea durante toda la época.
Las coyunturas económicas, en la Edad Moderna, significan princi
palmente coyunturas agrarias. Del siglo xvr al XVIII, los precios de los
alimentos básicos, el trigo y el centeno, que eran los únicos permanen
temente demandados y que, por tanto, pueden servirnos como medida
fiable de las coyunturas, oscilaron entre largas fluctuaciones. Desde
finales del siglo xv hasta mediados del xvr aumentaron de manera con
tinua, luego experimentaron una fuerte alza, que ya hemos comentado a
propósito de la denominada «revolución de los precios», y descendie
ron de nuevo a partir de 1630/1650. A raíz de la historia de los precios se
revela, pues, una época de la historia europea, de 1470 a 1620/30 apro
ximadamente, que ha sido denominada con acierto «el largo siglo XVI».
A ésta le siguió una larga fase de estancamiento -en algunos países
afectados por la Guerra de los TreintaAños, de caída en picado- de los
precios de los cereales desde 1630/1650 hasta aproximadamente 1730.
En este período dio comienzo una nueva fase de alza que, en su desarro
llo y en sus repercusiones, coincidía con la del «largo siglo XVI», pero
que adoptó dimensiones aún mayores e introdujo paulatinamente a las
economías políticas europeas en el proceso de industrialización.
Sobre las causas y consecuencias de estas fluctuaciones seculares
en el sector de los cereales, ha habido largas y controvertidas discusio
nes. Aún quedan aspectos por aclarar, dado que las peculiaridades
regionales siempre han estado vigentes y han puesto en entredicho el
140
cuadro de conjunto, que, como es natural, ha sido reconstruido a partir
de promedios nacionales que exceden esos límites. No obstante, gra
cias a ellos cristalizaron conocimientos que hoy se consideran ciertos.
Se admite como causa de los movimientos de precios las fluctuacio
nes en la demanda de alimentos básicos, que, según un último análisis,
pueden ser atribuidas a la evolución de la población de Europa en la Edad
Moderna. De hecho, la demografía histórica, como ya se ha mencio
nado en otro lugar, ha constatado tres movimientos demográficos más
o menos sincrónicos: en primer lugar, un aumento de la población
europea, que comienza, asimismo, a finales del siglo xv y llega hasta el
siglo xvII; a este aumento le siguió, incluso en los países apenas afec
tados por la Guerra de los Treinta Años, una fase de moderación del
crecimiento demográfico; en algunos países se llegó a un estanca
miento, mientras que en los escenarios del conflicto bélico se produje
ron grandes pérdidas; también esta tendencia se invirtió tras el primer
tercio del sígloxvm e introdujo el -reciente y, en un desarrollo poste
rior, intenso- proceso de aumento demográfico del siglo XVIII.
Dado que en Europa, no sólo en el tráfico comercial internacional,
sino también en los mercados nacionales y regionales y en algunos
locales, el dinero desempeñaba ya un papel destacado como medio de
pago -que sí bien no había suplantado al pago en especie, sí lo había
aventajado-, la cuestión de la «financiación» del incremento de los
precios en los siglos XVI y XVIII se reveló como un problema complica
do. Se sabe que, desde mediados del siglo XVI, las minas continentales
de oro y plata, que como consecuencia de la caída de los precios de la
Baja Edad Media estaban prácticamente agotadas, adquirieron nueva
importancia. El oro africano también desempeñó un papel importante
en esta época. Luego, a partir de 1560/1570, los hallazgos de las Indias
Occidentales tuvieron enormes repercusiones; fueron los responsa
bles de que hubiera dinero para la creciente demanda de alimentos y
seguramente también provocaron, en general, una inflación que afectó
a la conducta de los precios. La disminución de dichos hallazgos en el
siglo xvn coincidió más o menos con el período de recesión coetáneo
en el movimiento demográfico y de los precios; sin embargo, el para
lelismo de todos estos movimientos no discurrió de forma tan armo
niosa como para que no surgieran problemas monetarios. El siglo XVII,
la época del mercantilismo, se caracterizó por la escasez de metales
preciosos. La lucha de los príncipes absolutistas por un trozo de la
tarta internacional del oro y la plata ilustra esta escasez de igual modo
que la importancia adquirida por el cobre, utilizado como medio de
pago en aleación con la plata o incluso en estado puro. Hasta la fase
de auge del siglo XVIII no volvieron a entrar en juego los hallazgos
americanos: entonces fue sobre todo el oro brasileño el que activó la
circulación de las economías políticas europeas.
141
No es necesario insistir demasiado en las grandes repercusiones que
tuvieron las fluctuaciones seculares de las coyunturas agrarias en el
desarrollo general de la historia económica europea de la Edad Moder
na. La totalidad de los países afectados seguían siendo, durante todo el
período, Estados agrícolas; su ritmo económico, tanto en la producción
como en la distribución y el consumo, estaba dictado por las condicio
nes básicas de las coyunturas del ámbito agrario. Y si se tiene en cuenta
en la medida en que las poblaciones europeas tenían que utilizar sus
ingresos para abastecerse de alimentos básicos, se podrá apreciar con
facilidad la importancia de los movimientos de precios. El hambre en
tiempos de encarecimiento extremo era tan frecuente como la repercu
sión directa de la coyuntura de los precios agrícolas en la producción
industrial: a la compra de tejidos y otros artículos de uso corriente en la
vida cotidiana se podía renunciar, y no quedaba más remedio que hacer
lo, cuando las alzas de los precios a largo plazo o los encarecimientos
temporales hacían que los presupuestos familiares tuvieran que dedicar
se por completo a la provisión de alimentos. Que el mercado de la renta
del suelo y de la tierra dependía igualmente, en muchos aspectos, del
comportamiento de los precios agrícolas es algo que ha sido claramente
demostrado para muchos países por la historia de la agricultura de los
últimos decenios. Merece también ser mencionada la evolución en el
terreno de los salarios. Numerosas investigaciones han deducido que en
«el largo siglo XVI» y en el siglo xvrrr, los salarios de la producción
industrial no estaban ni siquiera equiparados aproximadamente con la
evolución de los precios de los alimentos básicos. Antes bien, entre los
precios y los salarios había un abismo; se habla de «la caída del salario
real de la Edad Moderna», la cual -solamente mitigada, pero no inte
rrumpida, por la fase de recesión y estancamiento del siglo XVII- se
mantuvo desde el siglo XVI hasta finales del XVIII y no sólo contribuyó al
empeoramiento del estándar de alimentación de amplias capas de la
población, sino que dio lugar a un proceso universal de empobrecimiento.
El problema del pauperismo de finales del siglo XVIII y principios del XIX
en todos los Estados tiene su origen en dicho proceso 36•
En estas coyunturas se enmarca el cambio estructural económico de
la Europa de nuestra época. Dicho cambio afectó a todos los sectores
de las economías políticas nacionales -la agricultura, el comercio, la
industria y las finanzas- y abarcó todas aquellas regiones europeas que,
en la Plena y Baja Edad Media, se habían convertido en centros del acon
tecer económico. En su transcurso se desarrollaron cuatro tendencias
generales significativas para el futuro de la economía europea:
36
Sobre el problema del pauperismo, con referencia a las principales fuentes y estu
dios esenciales, Abe!, Agrarkrisen..., (véase n. 35), pp. 226 ss.
142
1. El peso de la economía europea se trasladó -tanto en la produc
ción agrícola e industrial como en el comercio- desde sus ,wiejos cen
tros» -la región mediterránea, la Alta Alemania y los Países Bajos del
sur anexionados a España- hacia el norte, hacia la zona del Mar del
Norte y del Atlántico. La Francia septentrional y occidental, los Países
Bajos del norte e Inglaterra se convirtieron en los nuevos centros.
2. En la producción industrial, sobre todo en el sector textil, tuvo
lugar una transformación paulatina de los métodos productivos. Esta
transformación puede contemplarse como respuesta a un aumento de
la demanda masiva provocada por el aumento general de la población,
y dio lugar a que productores y comerciantes dirigieran su la atención
hacia los productos baratos de consumo diario (producidos en grandes
cantidades), atención que hasta entonces había estado centrada en los
caros productos de carácter suntuario.
3. El comercio y el capital comercial adquirieron una posición
destacada que dominaba el conjunto del acontecer económico y que,
como se ha descrito en el apartado anterior, crearon -como conse
cuencia de la colonización- un sistema de comercio mundial dirigido
desde Europa.
4. La política económica, hasta entonces afincada en las pequeñas
y dinámicas ciudades-estado de la Plena y la Baja Edad Media, se con
virtió ahora en campo de acción del Estado territorial. Este Estado,
sobre todo cuando era un principado absolutista, intervenía con fines
reguladores en beneficio o perjuicio de uno u otro sector económico.
Con ello, sin duda, quedan mencionadas todas las tendencias domi
nantes de la historia económica de Europa entre los siglos XVI y XVIII.
Pero a partir de ellas se puede esbozar el cambio estructural económi
co que tuvo lugar en el transcurso de las tres épocas mencionadas.
37 No podernos documentar todos los sectores de la evolución económica del siglo XVL
Sobre la ag¡icultura, véase la obra recién citada de W. Abe!. Sobre la industria véase la sinopsis
de D. SELLA en C. M. C!POLLA (ed.), The Fontana Economic History of Europe, vol. II,
pp. 354 ss. Sobre el comercio y las finanzas, aparte de los trabajos mencionados en el cap.
anterior, véase R. EHRENBERG, Das Zeitalter der Fugger. Geldkapital und Creditverkehr im
I 6. Jahrhundert, 2 vols., 1896.
143
división general del trabajo: la producción de alimentos se realizaba
en el campo; la sede de las industrias, siempre que no contribuyeran
directamente a la demanda de la agricultura, era la ciudad, que a su
vez acogía los mercados. En la larga fase de depresión de los siglos xrv
y xv -la crisis agraria de la Baja Edad Media-, este estado evolutivo
había estado amenazado, pero no se había interrumpido.
La agricultura, en tomo a 1500, siguió afectada por esta depresión.
Numerosos terrenos estaban sin cultivar; grandes sectores de la pobla
ción rural se habían ido en los siglos anteriores a las ciudades y allí
habían encontrado unos ingresos en la artesanía, bien remunerada. Los
altos salarios de las ciudades habían agravado una vez más la situación
del campo. Los productos industriales eran caros, a menudo demasia
do caros, para la población rural, que desde 1350 padecía la caída con
tinua de los precios de los productos agrícolas. No sólo los campesi
nos propietarios, arrendatarios y pecheros vivían en una situación de
penuria, sino que también los monasterios con grandes presiones y la
baja y mediana nobleza tenían bastantes sus dificultades.
Sin embargo, en torno a 1500 había ya señales claras de cambio. Los
precios agrícolas llevaban quince o veinte años mostrando una tenden
cia al alza. Las poblaciones de Europa experimentaron un fuerte aumen
to, probablemente general; en el Imperio Germánico debieron quedarde
compensadas las pérdidas de la Baja Edad Media hacia mediados del
siglo XVI. La Guerra de los Campesinos alemana de 1524/1526, inter
pretada por algunos historiadores como el resultado final de la crisis
agraria de la Baja Edad Media, es considerada por otros como una reac
ción ante la nueva coyuntura agrícola. «The tide of agricultura! depres
sion had long passed its lowest ebb, and the peasants were now in tolera
ble economic circumstances» 38 •
Como centros de producción agrícola desarrollados destacaban, natu
ralmente, en el siglo xv aquellas regiones cuyos productos eran demanda
dos pese a la depresión agraria y a la caída de los precios. Así pues, no eran
los cereales los que marcaban la pauta, sino la cría de ganado y los cultivos
especiales tanto para paladares refinados como para el comercio y la pro
ducción industrial. El norte de Italia, abundante en ciudades, prácticamen
te no conoció la crisis de la Baja Edad Media y, en esta época, impulsó la
agricultura con criterios innovadores. Cría intensiva de ganado, incluso
granjas de ganado lechero, cultivo de arroz, praticultura productiva con
siega entre seis y ocho veces al año, cultivo de árboles frutales, verduras
selectas, moreras, maderas colorantes... : esta panorámica permite vislum
brar la riqueza y la «modernidad» de Lombardía en el siglo xv.
144
En otras regiones del continente europeo también había cultivos
especiales de gran eficacia. En todas partes ocupaba una posición des
tacada la cría de ganado; también la viticultura, que a mediados del
siglo xv halló su máxima expansión en la historia de Europa. En tomo
a las ciudades de la Alta Alemania, en el noroeste del continente, en
Renania, en Flandes y Brabante y, finalmente, también en las comar
cas ovinas de España, el cultivo inte.nsivo y la especialización configu
raron el rostro de la agricultura europea: una agricultura, no lo olvide
mos, pobre en cereales.
En laproducción industrial, en tomo a 1500, todavía seguían en cabe
za las clásicas «regiones industriales» europeas de los Países Bajos del
sur, Lombardía y la zona de la Alta Alemania en torno a Nuremberg y
Augsburgo. Desde esta amplia zona situada entre Brujas y Florencía,
Europa era abastecida de «los paños más delicados, seda y lino de gran
valor, cerámicas y cristales selectos, magníficos incunables e instrumen
tos musicales, pero también de fustán, artículos de ferretería, armas, cuero
y papel para escribir» (D. Sella). La explotación minera, la metalurgia y la
siderurgia, que en los siglos siguientes iba a experimentar un auge tan
grande en Inglaterra, tenía todavía en esta época su principal lugar de pro
ducción europeo en el Alto Palatinado: circunstancia a la que Nuremberg
debe su brillante posición en la industria transformadora. A mediados del
siglo XVI, Nuremberg era todavía «armería del Imperio»; sus «artículos de
hierro y latón y sus aparatos de precisión mecánica llegaban al mundo
entero; sus hebillas, botes, escudillas, clavos y ollas de latón eran una
mercancía muy codiciada en África» (P. Kriedte). Cuando se habla del
«protocapitalismo» de finales del siglo xv y principios del xv1, se piensa,
sobre todo, en las regiones de la Alta Alemania que rodean a Nuremberg
y Augsburgo. También merece ser mencionada la producción de plata de
la Europa centro-oriental. En tomo a 1500, estaba concentrada en Joa
chimstal, Mansfeld, Schneeberg, Annaberg y Marienberg y, desde media
dos del siglo xv, había registrado un considerable incremento. También
esta producción de plata demuestra cómo al inicio de nuestra época el
peso económico de Europa recaía principalmente en sus zonas centrales.
Lo mismo cabe decir -y no en último lugar- del comercio, que había
creado su propio mundo en la región mediterránea. Dentro de él, el
comercio paso de la civilización cristiana a la islámica; de él partían las
rutas en dirección al este, hacia los centros comerciales del Oriente, y en
dirección al norte, atravesando el mar, cruzando ríos y desfiladeros
hasta llegar al sur de Alemania y los Países Bajos. Sabemos cuales fue
ron las fuerzas que se abrieron camino desde este espacio -grande, pero
todavía estrechamente cercado- para irrumpir en nuevos espacios con la
ayuda de nuevas rutas, nuevas técnicas y nuevas ideas.
En esta geografía económica, de cuño todavía marcadamente
medieval, la nueva coy untura del siglo XVI introdujo movimiento y
145
transformación, que -en el curso de los siguientes 150 años- se hicie
ron extensivos a todos los sectores de la vida económica. Ya hemos
comentado algo acerca del aumento demográfico de esta época; sin
embargo, puede resultar útil ilustrarlo con algunas cifras, sin que ello
suponga atender a todos los factores -la estructura de la población, la
fluctuación geográfica y natural, la conducta generativa, etc.- de un
crecimiento demográfico secular. Las curvas (véase p. 15, arriba) nos
dan una idea aproximada de las estimaciones nacionales. En el marco
del «sistema demográfico preindustrial», tal y como se ha descrito con
anterioridad, el siglo XVI fue una época en la que los mecanismos de
control estaban claramente vinculados al crecimiento demográfico. El
período de despoblación de la Baja Edad Media había dejado vacíos
tantos lugares, había dejado tanta tierra sin cultivar, que en el campo
se podía contraer matrimonio a una edad relativamente temprana. Unos
pocos datos correspondientes a Francia demuestran, al menos, que en
el siglo XVI las mujeres se casaban jóvenes, con 21 ó 22 años. De hecho,
numerosas fuentes narrativas del siglo XVI aluden a un claro aumento
de las poblaciones rurales en la Europa central y occidental. Tasas de
crecimiento anuales del 0,56 por 100, 0,62 por 100 y 0,71 por 100 (la
primera cifra para Noruega, las otras dos para Turingia) han sido com
probadas para los decenios centrales del siglo XVI, de lo cual se deduce
un crecimiento general del 50 por 100 al 60 por 100 en el transcurso
de 70 a 80 años.
Las reacciones de la agricultura ante esta nueva situación de la
demanda y la coyuntura fueron unívocas y, para comprenderlas, se pue
den utilizar los conceptos de «desarrollo rural» e «intensificación y dife
renciación regional de la producción agrícola». Tras la fase de desarro
llo de la Plena Edad Media, el siglo XVI fue la segunda época en la que
toda Europa se vio inundada por una fuerte oleada de desarrollo rural.
Ésta afectó, en primer lugar, a aquellas comarcas que llevaban mucho
tiempo desiertas y que ahora fueron pobladas de nuevo y preparadas
para la explotación agrícola. Es célebre la información dada sobre algu
nos pueblos suabos en la crónica de Zimmer de 1550: «Así que empeza
ron a roturar y a rodrigar nuevamente los viejos campos y praderas que,
muchos años atrás, habían sido un pueblo, hasta que aquello empezó a
parecerse otra vez a un pueblo». Cuanto más crecía la población, más
importancia adquiría la penetración del hombre -practicada ya en la
Plena Edad Media- en espacios completamente nuevos que hasta
entonces habían estado despoblados y sin cultivar. Roturaciones, culti
vos de terrenos pantanosos y baldíos, desecación de pantanos y construc
ción de diques en las costas del Mar del Norte fueron las formas típicas
de la expansión agrícola en el siglo XVI. A diferencia de la tendencia de la
Baja Edad Media, dichas formas de expansión agrícola tenían lugar a
costa de la viticultura y de la economía pecuaria: en muchas regiones de
146
la Europa central y occidental, los cereales habían vuelto a ganar terreno
y eran el alimento principal de amplias capas de la población. Para pro
ducir la misma cantidad de calorías, el cereal sólo requería la décima
parte del suelo que había que emplear para cebar al ganado.
Así pues, mientras Europa se hallaba bajo el signo de una nueva
«cerealización» de sus suelos, se era cada vez más consciente de que
el ganado era el único y, por tanto, imprescindible suministrador de
abono del que, a la larga, tampoco podrían prescindir sin perjuicio los
terrenos de cereales. En numerosas regiones se operaron cambios en
el régimen agrario que desembocaron en un desarrollo prudente o, inclu
so, en la supresión del cultivo por amelgas trienales. En esta época,
esas regiones establecieron los cimientos de su posterior ventaja evo
lutiva. Los cultivos alternos por períodos de varios años entre cereales
y pastizales en Inglaterra; el cultivo alterno en Schleswig-Holstein;
los cultivos alternos por períodos de varios años entre cereales y pasti
zales, la rotación de cosechas y la explotación del barbecho para plan
tas forrajeras en los Países Bajos; todos estos sistemas iban encaminados
a regularizar la relación entre la agricultura y la cría de ganado. Que
tales tendencias, impulsadas también por una nobleza con un criterio
cada vez más comercial, tuvieron graves consecuencias para las rela
ciones sociales y de poder en el campo, es algo que abordaremos de
talladamente en el siguiente apartado. Prueba evidente de ello es sobre
todo Inglaterra, con su estrecha relación entre la intensificación agra
ria y el movimiento de los <<cercados» (enclosures): los enclosures no
sólo significaban cercados en el sentido técnico, sino también privati
zación en el sentido económico, supresión de los pastos comunales,
pérdida o eliminación de los antiquísimos derechos colectivos y, en
especial, pérdida del barbecho39•
Estos y otros procesos de modernización semejantes no sólo redun
daron en provecho de la cría de ganado. En los Países Bajos y en las
tierras alemanas del Rin progresó la especialización del cultivo, que
ya había comenzado en el siglo xv, y no permitió, por tanto, la «cerea
lización» del suelo constatable en amplias zonas de Europa. Los pro
ductos hortofrutícolas y las flores desempeñaban aquí un papel igual
de importante que las plantas comerciales e industriales. El agrónomo
alemán Johann Heinrich von Thünen (1783-1850) describe el origen
de las diferentes zonas agrícolas de Europa y lo atribuyó acertadamen
te a las principales tendencias de la coyuntura agraria.
considerar las consecuencias sociales de los «enclosures» como algo menos graves de lo
que suponía, sobre todo, la tradición marxista, en: G. E. MINGAY, Ene/asure and the Small
Farmer in the Age ofthe Industrial Revolution, 1968.
147
En primer lugar, veía una zona agrícola de cultivo intensivo al oeste,
que incluía Inglaterra, los Países Bajos, Renania y algunas comarcas de
la Baja Sajonia y de Schleswig-Holstein. Alrededor de ella, en forma
de anillo, había una zona de cereales que, en lo esencial, seguía anclada en
el cultivo por amelgas trienales. A esta zona pertenecían las comarcas
cerealistas situadas al este del Elba -de gran expansión en el siglo XVI-,
que en la Edad Moderna soportaron el peso principal del abastecimien
to del noroeste europeo, abundante en ciudades, y que para cumplir este
cometido tuvieron que sufrir una transformación fundamental de sus
relaciones de producción. También el centro y el sur de Alemania y las
comarcas cerealistas francesas pueden incluirse en esta zona. A conti
nuación había otro anillo que abarcaba desde una zona de pastos en
Jutlandia, al norte, pasando por las comarcas de pastos rusas y ucrania
nas, hasta llegar a Hungría. Abundantes hallazgos de archivos de los
últimos decenios han demostrado la importancia de los grandes trans
portes de ganado procedentes de estas comarcas hacia la Europa central
y occidental.
Los «anillos» de Thünen, como el propio autor reconocía con cla
ridad, no eran el resultado de las condiciones específicas de los espa
cios naturales. Antes bien, se fueron formando en el transcurso de las
coyunturas agrarias de la Edad Media, del siglo XVI y del xvm y, desde
el punto de vista funcional, servían para suministrar cereales y carne
al oeste, con un alto índice de ciudades y en población. Hubo que sal
var enormes distancias para transportar grandes cantidades de cerea
les y bueyes desde el norte y el este hacia la Europa occidental. Las
nuevas prácticas del comercio, utilizadas por los holandeses, los fran
ceses y los ingleses, hallaron aquí su primer campo lucrativo de activi
dades. A través de Danzig y de la zona del Báltico llegaban al oeste
partes muy importantes de la producción de cereales germano-oriental
y, sobre todo, polaca. La exportación de cereales realizada a través de
Danzig aumentó de unas 10.000 toneladas anuales a finales del siglo xv
a 116.000 en el primer tercio del siglo xvrr; entre el 15 por 100 y el 20
por 100 del cereal polaco comercializado debió de exportarse en torno
a 1560/1570. No menos impresionantes eran las exportaciones de bue
yes de Rusia, Hungría y el ámbito danés. «Los bueyes desfilaban al
compás de los precios» (W. Abel). En la aduana de Gottorp (Schleswig),
el paso de los bueyes aumentó de 20.000 reses anuales entre 1480 y
1500, a 55.000 o 60.000 al año entre 1600 y 1620. La aduana de Rends
burg la cruzaron hacia 1565 unos 45.000 bueyes, y en el año 1612 lle
garon a cruzarla hasta 45.519 reses.
Todas estas cifras reflejan una «división del trabajo interregional»
en la economía agraria europea que funcionaba bien y que trajo como
consecuencia la formación de diferencias específicas en las relaciones
sociales y de poder entre el oeste y el este de Europa. El oeste, sobre
148
todo los Países Bajos, fue capaz de impulsar el proceso de moderniza
ción de su economía política reduciendo constantemente el número de
personas que trabajaban en la agricultura, introduciendo cultivos agrí
colas especiales y permitiendo la expansión del comercio, la industria
y el sector terciario. El este, por el contrario, bajo la presión del nego
cio de la exportación y de los precios dictados por la Europa occiden
tal, fue víctima de una gran dependencia del oeste y orientó la agricul
tura hacia el monocultivo del cereal: ambos factores influirían durante
siglos en el desarrollo económico y social de estas regiones.
Nadie esperará que la industria, influida por una coyuntura agraria
recalentada, presentara en el transcurso del «largo siglo XVI» unas mag
nitudes de crecimiento comparables. No obstante, éste es el momento
en que el peso industrial de Europa se trasladó desde sus centros clásicos
en los Países Bajos del sur, Lombardía y el ámbito de la Alta Alemania
hacia Inglaterra, Francia y los Países Bajos del norte. Incluso España,
que a comienzos del siglo xv1 todavía tenía centros de producción muy
notables, no pudo conservarlos y se volvió cada vez más dependiente de
las importaciones del noroeste.
Donde esto se manifestó con mayor claridad y tuvo consecuencias
más graves fue en la industria textil. <aanto por su contribución a la
creación de riqueza político-económica como por el número de traba
jadores que empleaba» (P. Kriedte), era el sector industrial más impor
tante de la Europa de la Edad Moderna. Podemos suponer que, duran
te amplios períodos del siglo XVI, la ropa de diario de largas capas de
la población era producida, en un alto porcentaje, por la vía del autoa
bastecimiento. Por consiguiente, las grandes regiones textiles se orien
taban principalmente al consumo suntuario y fabricaban, mediante un
largo proceso de trabajo intensivo, gruesos paños de estambre. En el
transcurso del siglo XVI, sin embargo, tuvo lugar una paulatina trans
formación. Productores y comerciantes reconocieron las perspectivas
de una demanda creciente de ropa barata e intentaron responder a esas
perspectivas mediante modificaciones en la producción. En especial
Inglaterra, hasta entonces un país que exportaba lana y paños gruesos,
se dedicó a las telas más ligeras y baratas. Renunciaron a los costosos
procedimientos del peinado y el batanado y se conformaron con el
hilo de lana cardada. Con ello se insinuaba el cambio de «paño» a
«tela». Dicho cambio halló su continuación hacia finales del siglo XVI
y durante todo el XVII en el triunfo de los new draperies sobre los old
draperies.
El país de origen de esta nueva técnica fueron los Países Bajos del
sur, es decir, una de las clásicas comarcas textiles europeas, cuyos
paños gruesos tenían fama mundial. El cambio se inició hacia media
dos del siglo xv1, cuando se hizo evidente la crisis la antigua y costosa
producción de paños. Tras el cisma religioso del país, la nueva técnica
149
llegó al norte con los refugiados calvinistas y se asentó especialmente
en la comarca en torno a Leiden. Numerosos holandeses, sin embargo,
hallaron en Inglaterra su segunda patria y llevaron la nueva técnica a la
isla en un momento en que el proceso de transformación ya estaba allí
en plena marcha.
No sólo las nuevas «telas» debían su auge a un cambio en la
demanda y el consumo, como el que tuvo lugar a finales del siglo XVI y
alcanzó su punto culminante en el transcurso del siglo siguiente. Tam
bién los productos de lino cobraron nueva importancia; en especial, en
las regiones en las que se cultivaba esta materia textil -Francia, Flan
des y Alemania-, la producción de lino aumentó bruscamente y no
sólo cubrió la demanda regional y local, sino que acabó convirtiéndo
se en un negocio de exportación lucrativo.
El triunfo de estos productos y de los nuevos métodos de fabricación
es inimaginable sin el activo papel que desempeñó en su imposición el
capital comercial europeo. Hacia finales del siglo XVI, como muy tarde,
llegaron los comerciantes de forma masiva al campo; este fenómeno se
dio en primer lugar en Inglaterra, pero después en todas las principales
regiones textiles del continente. Allí buscaban, y encontraron, mano de
obra barata entre las capas bajas del campesinado e iniciaron el secu
lar proceso de inundar el campo con una industria doméstica, proceso
que se mantuvo hasta la época de la industrialización y que configu
ró el semblante «industrial» de la Europa «preindustrial». Los gastos
que se ahorraron con esta maniobra les proporcionaron considerables
ventajas con respecto a la competencia de los gremios urbanos, a la
que de todos modos superaban en el terreno de la venta, en especial
de la exportación.
Por lo demás, la industria textil era un sector cuantitativamente
destacado, pero ni mucho menos el único, con el que trabajaban los
comerciantes. Sin correr el riesgo que hubiera supuesto haberse encar
gado de todo el proceso de producción mediante elevadas inversiones
en capital fijo, penetraron en muchas áreas industriales e hicieron
depender en cierto modo de ellos a la -como consecuencia del aumen
to de la población- numerosa mano de obra rural. La fabricación de
cuchillos de Solingen, la industria de agujas de Schwabach, los relojes
de la Selva Negra, la producción de hierro de Siegen y la industria de
artículos de madera y juguetes de Meiningen son sólo algunos ejem
plos alemanes de la penetración de la «protoindustria» en terrenos aje
nos a la producción textil.
Con ello, la mirada se dirige al comercio y lasfinanzas como el ter
cer sector del cambio estructural económico en el siglo XVI. Sin duda,
este siglo no fue todavía la «época de florecimiento del capital comer
cial», pero la preparó de un modo decisivo, tal y como lo demuestra la
ampliación cuantitativa del sistema de compra-venta. En primer lugar,
150
llama la atención el aumento del volumen comercial a lo largo de esta
época. Ya hemos hablado de la parte de culpa que tuvieron en esto los
descubrimientos y la colonización. Las repercusiones del naciente
comercio internacional en Europa fueron significativas, sobre todo
porque, con las especias de Asia y los metales preciosos de América, se
disponía de bienes que permitían especulaciones exorbitantes. Cuando
la pimienta, por ejemplo, se vendía en Europa, su precio de coste se
quintuplicaba. Aquí había posibilidades de acumulación de capital
monetario que favorecían la intensificación del intercambio comercial
en todos los terrenos.
En el comercio interior de Europa, que, naturalmente, no se podía
aislar del comercio internacional, sino que formaba con éste una sim
biosis indisoluble, empezaron a dominar en el siglo XVI los bienes
agrarios e industriales de consumo masivo. Éstos cambiaron la cara
del comercio tradicional, practicado a través de la región mediterrá
nea, que en esencia se había conformado con intercambiar especias
asiáticas por metales preciosos europeos (y, más tarde, americanos).
Debido a la división del trabajo interregional, los cereales, el ganado,
las pieles y, en el caso de Hungría, el cobre llegaron desde la Europa
oriental hacia el oeste, donde eran consumidos o reexportados, mien
tras Occidente, como contrapartida, exportaba hacia el este los pro
ductos de su industria textil en expansión. Los registros aduaneros del
Sund nos ofrecen la posibilidad de ilustrar este proceso cuantitativa
mente. La exportación polaca, por ejemplo, en el siglo XVI, constaba
en un 90 por 100 aproximadamente de cereales, ganado y pieles; las
importaciones polacas a través del mar, entre 1565 y 1585, constaban
en un 48 por 100 de tejidos.
Al igual que en la agricultura y en la industria, los cambios estruc
turales del comercio hallaron su expresión en una geografía comercial
transformada. La gran época de Venecia-tradicional centro del co mer
cio de especias-tocó a su fin en el transcurso del siglo XVI40 . Como con
secuencia de los descubrimientos españoles, Sevilla alcanzó su céle
bre y extraordinario período de prosperidad. El comercio sevillano
y la posición de España en el sistema comercial internacional conser
varon cierto equilibrio mientras el país estuvo en disposición de com
pensar las importaciones de metales preciosos con la exportación de
productos agrarios e industriales españoles. A finales del siglo XVI sur
gieron problemas cuando España se fue convirtiendo cada vez más
en un país de tránsito en ambas direcciones y no supo aprovechar su
favorable situación estratégica en el comercio mundial para modificar
40 Véase la interesante obra colectiva de B. PULLAN (ed.), Crisis and Change in the
Venetian Economy in the 16th and 17th Centuries, 1968.
151
su estructura de producción. Naturalmente, conAmberes 41 y el capital
comercial de laAltaAlemania concentrado en esta ciudad, España dis
ponía en el siglo XVI de otro centro comercial. Amberes aventajaba a
Sevilla sobre todo porque no se limitó al comercio con las Indias Occi
dentales, sino que supo ver la diversidad de corrientes comerciales euro
peas y, por ejemplo, reconoció la utilidad político-comercial de actuar
como intermediaria de los nuevos tejidos baratos para introducirlos en
la región mediterránea. PeroAmberes fue pronto víctima de la política
española. Tras la separación del norte de los Países Bajos de España,
su papel lo ocuparon otras ciudades comerciales y portuarias europe
as, a la cabeza de las cuales se situaba Amsterdam. Y con el auge de
Amsterdam, a cuya sombra aún se mantenían puertos italianos como
Génova y Livorno y fueron preparando su inminente grandeza puertos
del norte como Londres y Hamburgo, se llevó a cabo definitivamente
-bajo la influencia del aumento demográfico y de la coyuntura agra
ria- el desplazamiento del peso de la economía europea. Pues a pesar
de la diversidad de sus relaciones de intercambio y del refinamiento de
sus nuevas técnicas y prácticas en el comercio y la financiación, Ams
terdam, al fin y al cabo, debía su esplendor a un factor que destacaba
por encima de todo: el comercio de cereales con el este.
En el curso del «largo siglo xvr» también cambiaron de semblante
la estructura y la geografía de las finanzas europeas. Donde más clara
mente quedó esto reflejado fue en el paulatino, pero incontenible,
retroceso de las ferias medievales. Hasta muy entrado el siglo XVI, las
fe rias comerciales y de intercambio de Lyón, Amberes, Medina del
Campo, Francfort y las ciudades del norte de Italia representaban las
instituciones capitales para regular las operaciones de compensación
entre los comerciantes europeos. En esta época, el comercio seguía
siendo, en su mayor parte, un asunto del comerciante y de su familia; la
presencia personal del comerciante en las ferias era, al mismo tiempo,
una ocasión para despachar sus obligaciones financieras. Sin embargo,
a lo largo del siglo XVI, el comercio internacional se desligó de las
fechas de las ferias. Se comerciaba durante todo el año y se creaban
oficinas de comercio permanentes y almacenes en las principales
metrópolis comerciales. Las bolsas de comercio, instaladas también
con carácter permanente, asumieron las funciones de las antiguas
ferias: por ejemplo, enAmberes desde 1531, en Londres desde 1571,
en Sevilla desde 1583 y enAmsterdam desde 1611.
A la fundación de las bolsas de comercio le siguió la de los bancos
de depósitos y de cambio.Aquí los comerciantes podían guardar y reti-
41
H. VAN DER WEE, The Growth of the Antwerp Market and the European Economy,
3 vols., 1963.
152
rar sus haberes, hacer transferencias y emitir letras de cambio a sus
clientes, sin que fuera necesario un encuentro personal con éstos o con los
socios. Las ciudades (y Estados) del norte de Italia se situaron también
en este aspecto a la cabeza; aseguraron los nuevos métodos poniendo
los bancos bajo la protección de los respectivos gobiernos, convirtién
dolos, por tanto, en cierto modo, en «públicos»: en 1584 surgió el
Banco de Rialto en Venecia, en 1593 el <<Banco di SanAmbrogio» en
Milán, en 1605 el «Banco del Spirito Santo» en Roma. Luego, en el
norte, la apertura del banco de cambio de Amsterdam, el «Wiesel
bank», el año del armisticio de 1609, fue un gran acontecimiento signi
ficativo para todo el siglo xvn. Sus actividades eran comparables a las
de las ciudades italianas, sólo que además incluía también el cambio de
moneda y la compra-venta de metales preciosos y monedas extranjeras.
Ni éste ni sus antecesores italianos prestaban dinero: todos ellos y sus
·sucesores y competidores en Middelburg (1616), Hamburgo (1619),
Nuremberg y Delft (1621), Rotterdam (1635) y Estocolmo (1656) siguie
ron siendo durante mucho tiempo puramente bancos de cambio y de
depósitos, clearing houses (bancos de compensación) para regular y
racionalizar el tráfico comercial internacional.
153
económica europea entró en un largo período caracterizado por con
tracciones, estancamientos y crisis. Donde más notoriamente se mani
festó esto al principio, entre los años 1618 y 1630, fue en la disminución
del volumen comercial. Las importaciones de metales preciosos pro
cedentes de las Indias Occidentales se redujeron considerablemente;
la decadencia-que se inició en el siglo XVI- del comercio mediterráneo
fue en aumento; incluso las exportaciones de cereales del este europeo
sufrieron, como lo demuestran los registros aduaneros del Sund, pérdi
das elevadas. Naturalmente, el comercio no era la causa de la aparición de
crisis, cada vez más perceptibles en muchas regiones desde 1630/1640,
ni tampoco su principal foco de influencia. En el transcurso del siglo,
los holandeses fueron desarrollando su imperio comercial mundial; los
ingleses prepararon el suyo y así mostraron al resto del mundo que tam
bién en tiempos de descenso o estancamiento de los precios agrarios
-o precisamente por ello-, el comercio ofrecía la posibilidad de hacer
inversiones y aspirar a obtener ganancias si se abandonaban las vías y
las zonas tradicionales y se aprovechaban sistemática y tenazmente las
posibilidades del recién nacido sistema comercial mundial.
Las señales de estancamiento y de crisis se manifestaron mucho
más en otros terrenos, y eso hasta bien entrado el siglo XVIII. Desde el
primer tercio del siglo xvn, se interrumpió el crecimiento demográfico
del período anterior, en especial en las regiones del centro y del sur de
Europa. Si tomamos como base los índices, la región mediterránea, al
comparar los años 1600, 1700 y 1800, muestra la serie 100, 96 y 114, y
la Europa central la serie 100, 103 y 118. Sólo el norte y el oeste (con
Inglaterra y los Países Bajos del norte), que presentan la serie 100, 134
y 153, parecen no haber sido afectados. Los índices para el sur y el cen
tro de Europa ilustran claramente el proceso de decadencia, pero no las
catástrofes demográficas de las que iba acompañado en algunas regio
nes. El norte de Pomerania y Mecklemburgo perdieron, sólo entre 1628
y 1638, el 40 por 100 de su población; en todo el territorio del Imperio
Germánico la población se redujo, en el mismo período de tiempo, en
más de un cuarto. Para Polonia se fijan porcentajes similares; Dinamar
ca, en el transcurso de la guerra entre suecos y daneses (1658-1660),
debió de perder el 20 por 100 de sus habitantes. Que las guerras, sobre
todo la Guerra de los Treinta Años, provocaron grandes pérdidas en la
Europa central, es algo que está fuera de toda duda, sobre todo porque
en muchas regiones y durante largos períodos de tiempo fueron acom-
Seventeenth Centmy», en Trevor Aston (ed.), Crisis in Europe, 1560-1660, 21967, pp. 5-62.
Véase una sinopsis muy equilibrada sobre la problemática en DE VRIES, Economy of Euro
pe, pp. 21 ss. Es importantísimo también P. JEANIN, «Les comptes du Sund comme source
pour la construction d'indices généraux de l'activité économique en Europe (xvr'-XVIII'
siecles)», Revue Historique 231 (1964), pp. 55-102; pp. 307-340.
154
pañadas de epidemias asoladoras y de repentinas catástrofes climáti
cas. Pero ni en Italia ni en España causó estragos la Guerra de los Trein
ta Años y, no obstante, las pérdidas fueron elevadas: Italia, entre 1600
y 1650, disminuyó de 13 a 1O millones de habitantes; en el mismo perío
do de tiempo, Castilla se vio afectada por una serie de plagas y perdió
aproximadamente un cuarto de sus habitantes.
¡Nada de todo esto ocurría en el afortunado noroeste del continente!
Hasta la década de 1660, las poblaciones holandesas e inglesas siguie
ron creciendo considerablemente; sólo a partir de entonces comenzó aquí
una moderación del crecimiento que demuestra que estos países tam
bién se vieron afectados por un cambio de tendencia que, en el resto de
Europa, debido a la guerra y a las epidemias, había tenido lugar mucho
antes.
Francia ocupaba una posición intermedia. Sólo su parte oriental fue
afectada masivamente por las repercusiones de la gran guerra. Sin
embargo, el aumento de la población también se paralizó aquí en torno
a 1630/1640; la imagen de los siguientes ochenta a cien años es la del
estancamiento, con un número de habitantes de entre 17 y 19 millones.
Sigue sin haber unanimidad entre los historiadores acerca de las cau
sas de esta notable inversión de la tendencia predominante desde hacía
unos 150 años. Allí donde la guerra, y sus consecuencias, puede ser
identificada como la causante, las cosas son relativamente sencillas.
Pero es indiscutible que, pese a su enorme envergadura, ésta sólo reper
cutió en algunas regiones. Resulta mucho más difícil averiguar si el
exceso de población desempeñó en esta algún papel y, por tanto, estaba
preparado el terreno para una crisis maltusiana. Peter Kriedte cree poder
aventurar tal afirmación basándose en el análisis de numerosos estudios
regionales; Jan de Vries no la descarta para algunas regiones del Medi
terráneo, pero pone en duda «whether a true Malthusian crisis domi
nated seventeenthcentury Europe». Desde luego, no fue una «verdadera
crisis maltusiana», pero sin duda el crecimiento demográfico de Euro
pa había adoptado a comienzos del siglo XVII tales dimensiones que en
el transcurso de este siglo se hicieron necesarias regulaciones restricti
vas como las que caracterizan a la población preindustrial. Y esto tam
bién es aplicable a regiones en las que la guerra no contribuyó a dismi
nuir el elevado número de habitantes.
Así pues, está comprobado que en Inglaterra, a partir de mediados
de siglo, se practicó la planificación familiar. Las investigaciones de
E. A. Wrigley sobre el pueblo de Colyton demuestran un aumento del
promedio de la edad de casamiento de la mujer de 27,0 años (1560-1646)
a 29,6 años (1647-1719), así como una reducción de la fecundidad
matrimonial específica de la edad. No obstante, hay que pensar que no
sólo influía la necesidad de un equilibrio entre «alimentación» y «fun
dación de una familia», sino también el deseo de los cabeza de familia
155
de conservar y mejorar -a partir de no incrementar el número de miem
bros de la familia- un estándar de vida conseguido con mucho esfuerzo.
La situación de Francia no es tan favorable. Aquí sólo se han com
probado claras tendencias a la planificación familiar sólo a finales del
siglo xvn. En cambio, antes, en la época de Luis XIII y de Luis XIV,
con su sombrío aspecto demográfico, los efectos reguladores partían
sobre todo -junto con la guerra y las epidemias- de esas breves pero
intensas crisis de carestía y hambre que ha analizado Pierre Goubert a
través del ejemplo del Beauvaisis, al norte de Francia.
Al igual que en las épocas precedentes de la historia económica
europea, la evolución demográfica del siglo XVII se hallaba directa
mente relacionada con lo que ocurría en los restantes sectores. El nivel
de precios de los alimentos básicos descendió en todas partes; en algu
nos países y regiones las curvas de precios también demuestran en este
punto una inversión de la tendencia. Mientras que en el sector indus
trial los salarios reales se recuperaron un poco y en algunas comarcas
se despertaron recuerdos de la edad de oro del siglo xv, cuando criadas
y mensajeros podían plantear unas «atrevidas» exigencias salariales, el
interés por la producción de cereales se redujo claramente. Numerosos
campos cultivados volvieron a ser prados y pastos; los eriales no sólo
hicieron su aparición en las comarcas afectadas por la guerra; la recupe
ración de tierras perdió peso tanto en las costas como en el interior.
Para la agricultura, sin embargo, la crisis del siglo xvn no fue en
modo alguno comparable con la crisis agraria de la Baja Edad Media.
Una disminución de la demanda no elástica de alimentos básicos coin
cidió con un aumento de la demanda elástica de productos agrícolas
especiales. Por tanto, aquellas regiones, que en los siglos anteriores ya
habían orientado sus agriculturas al mercado, especialmente al merca
do suprarregional, no sufrieron en realidad una crisis. La moderniza
ción de las agriculturas inglesa y holandesa marchaba también ahora a
la cabeza; las «islas intensivas» europeas, situadas en torno a las gran
des regiones urbanas, siguieron desarrollándose. Además, el Estado
compensó -he aquí otra clara diferencia con respecto a la Baja Edad
Media- una parte de los fenómenos de la crisis. Actuó como deman
dante masivo para la corte y el ejército, y lo hizo de un modo que, en
muchos aspectos, exigía demasiado de la limitada peasant economy,
vinculada a la respectiva localidad y bajo la influencia de la economía
colectiva de pastos comunes. Pues lo que les interesaba al Estado y a
las clases altas dedicadas al comercio no era el mercado local en torno
a las ciudades pequeñas, sino el comportamiento del mercado territo
rial y suprarregional. Quien quería responder a estas exigencias tenía
que estar dispuesto a abandonar el régimen agrario y el sistema econó
mico tradicionales; si era <<campesino» tenía que hacerse «granjero» y
«arrendador», y, si propietario de un terreno, un «terrateniente» orien-
156
tado al mercado. El continuo avance de los enclosures en Inglaterra
que hacia 1700 �cu��ba� aproximadam�nte el 50 por 100 del campo'.
era, pese a sus s1gmflcat1vos costes sociales, un camino que tenía en
cuenta estas exigencias. En muchos otros Estados, en especial en la
amplia zona europea de cereales (el segundo <<anillo» de Thünen), el
camino aún estaba cerrado por numerosos impedimentos sociales e
institucionales. En consecuencia, la crisis del siglo xvn tuvo aquí
repercusiones mucho mayores.
De este modo, no sorprende que la diferenciación regional de las
agriculturas europeas, introducida ya en el XVI, avanzara con fuerza en
el siglo xvu: fenómeno que fue compensado por la capitalización agra
ria de finales del XVIII y del XIX. «The interplay between changing poli
tical structures and changing market pressures created the condition
where diverging paths were being followed in the agrarian life of the
various European states-some for better, sorne for worse. 43» España e
Italia se quedaron definitivamente atrás, y en las relaciones sociales
rurales, que a principios del siglo XVI presentaban ya rasgos relativa
mente «modernos», desarrollaron de nuevo elementos claramente feu
dales. Grandes zonas de la Europa oriental, sobre las que· aquí no
vamos a entrar en detalle, siguieron estando orientadas a la exportación
en el sector del cereal; pero la estrechez de miras de esta continuidad
en el contexto de unas estructuras sociales y constitucionales poco
desarrolladas y de una escasa urbanización dio origen a una refeudali
zación extrema de estas regiones. La «segunda esclavitud» en las tie
rras señoriales situadas al este del Elba se convirtió en el equivalente
funcional de la disolución de las relaciones sociales medievales en el
noroeste, en sus muchas ciudades. En los territorios de las monarquías
absolutas del norte y del centro de Europa-Suecia, Dinamarca, la ma
yor parte de los territorios del Imperio Germánico y Francia-, la agri
cultura, en el siglo xvu y a principios del XVIII, adoptó una posición
intermedia entre la economía rural medieval y la economía mercantil
moderna. La lucha entre terratenientes, Iglesia, Estado y campesinos
productores por el reparto de la plusvalía obtenida fue intensa y dura
dera, y no siempre se sostuvo con la mirada puesta en el progreso agrí
cola. Sobre todo la nobleza continental, el mayor terrateniente en todas
partes, veía con demasiada frecuencia en los tributos campesinos una
fuente para asegurar y representar su status; la elevada tributación esta
tal de los campesinos puso muchos obstáculos a su progreso. Sólo
donde las exigencias estatales, eclesiásticas y de los terratenientes
guardaban cierto equilibrio con las necesidades campesinas se desa
rrollaron estructuras agrícolas satisfactorias. En este sentido habría que
43
DE VRIES, Economy of Europe ... , cit. (véase n. 30), p. 48.
157
mencionar la costa de la Alemania noroccidental, cuyos campesinos se
beneficiaron de la escasa concentración del dominio noble; las regio
nes de la Meierverfassung del norte de Alemania, en las que los dere
chos de propiedad campesinos, la exigencia impositiva estatal y las
cuotas contributivas señoriales hallaron una coexistencia satisfactoria;
y, finalmente, las regiones cerealistas del norte francés y de la Isla de
Francia, en las que desapareció la economía rural tradicional y fue sus
tituida por una economía arrendaticia con vistas al mercado: proceso que
como en la Inglaterra de los enclosures, relego, sin duda, a los «campesi
nos» que eran pequeños propietarios en favor delfermier que no poseía
nada; pero que en el aspecto social tuvo repercusiones más «moder
nas» que el arcaico sistema de aparcería (métayage), que se impuso en
amplias zonas del resto de Francia bajo la influencia de una nobleza que
pensaba y actuaba de manera comercial, pero no «moderna» 44•
Finalmente, queda la zona de cultivo intensivo del oeste de Euro
pa, con los Países Bajos e Inglaterra en el centro y las «islas intensi
vas» renanas, la Baja Sajonia, Frisia oriental y Schleswig-Holstein en
la periferia. Aquí se continuó lo que se había comenzado en los siglos xv
y XVI, y se aprovecharon las posibilidades que toda crisis ofrece. Los
Países Bajos del norte destacan por dos fenómenos fundamentales: la
especialización y la comercialización. Ambas fueron posibles porque,
tras la separación religiosa de España, la influencia de la nobleza dis
minuyó y la agricultura entró en la esfera de intereses de una activa mer
chant class. El queso, la mantequilla, los productos cárnicos, los tulipanes
y las plantas industriales eran los hits de los holandeses, demandados
incluso en tiempos de depresión general. En lo que se refiere a la pro
visión de cereales, se servían de su entrepot de Amsterdam, en el que
el centeno y el trigo procedentes del este de Europa se conseguían más
baratos que si hubieran sido cultivados en el propio país. Cuando, en
el paso del siglo XVII al XVIII, los Países Bajos percibieron los síntomas
de la depresión agraria, se puso de manifiesto que se trataba de proce
sos irreversibles.
En Inglaterra, más que en todos los demás Estados, la evolución de
la agricultura en Inglaterra estaba vinculada a un cambio de las estruc
turas sociales generales. Tras una época de una movilidad social extrema
y de una apresurada redistribución de la tierra antes y durante la guerra
civil del siglo XVII, la agricultura inglesa fue a parar, en gran medida, a
manos de la nobleza terrateniente, en especial de la gentry. A diferen
cia de la nobleza del resto del continente europeo, ésta se caracterizaba
por no estar interesada en las tradicionales obligaciones institucionales
158
de la estructura social y económica rural, contra las que incluso había
combatido con éxito durante la guerra civil hasta lograr arrinconarlas.
La supresión de los viejos tributos feudales, así como del mayorazgo
sobre los bienes nobles y la legalización de los enclosures, fueron los
acontecimientos que allanaron el camino hacia la modernización de la
agricultura inglesa. La famosa tríada del terrateniente noble, el empre
sario agrario arrendador y la mano.de obra rural libre fue el resultado
de estos cambios a largo plazo. Sobre esta base se desarrolló una agri
cultura que, impulsada en esta dirección por la cría de ovejas del
siglo XVI, ahora, una vez pasado el boom de la lana, exploraba todos los
sectores de la producción agraria. Si bien el grado de especialización
no se podía comparar con los modelos holandeses, sin embargo, el
impulso hacia la diversificación y, sobre todo, hacia la innovación téc
nica iba mucho más allá de dichos modelos: regiones de cría de gana
do, zonas de cereales, comarcas con mixed husbandry y, en los alrededo
res de Londres, terrenos de horticultura especializada configuraban el
rostro del campo inglés; el cultivo de plantas forrajeras; el famoso sis
tema de Norfolk, una rotación de cosechas de cuatro años de duración
a base de trigo, nabos, cebada y alfalfa; numerosas innovaciones en los
sistemas de cultivo; los water meadows y el drenaje son algunos ejem
plos de la transformación técnica que tuvo lugar en Inglaterra.
En general, tanto los Países Bajos del norte como Inglaterra son
prueba de la penetración del capitalismo en la agricultura europea.
Sólo en estos países se redujo masivamente la peasant economy, sólo
en ellos gran parte de la agricultura cayó en el ámbito de la comerciali
zación, sólo allí fue en aumento la utilización de mano de obra libre en
la producción económica. Hasta el siglo xvm y principios del XIX, los
restantes países europeos no tuvieron noticia de que en el oeste de
Europa se había llevado a cabo una evolución modélica a cuyas reper
cusiones, lo quisieran o no, apenas podían ya sustraerse.
En varios aspectos, el sector industrial del siglo XVII estaba relacio
nado con el comportamiento coyuntural del sector agrario. La desace
leración de la coyuntura cerealista, con sus precios de los alimentos
básicos periódicamente bajos, permitía destinar parte de los ingresos a
los productos industriales. Aunque esta ventaja coyuntural de la pro
ducción industrial fue posiblemente nivelada de nuevo por la recesión
de la evolución demográfica, sin embargo, en general, el efecto que la
coyuntura agraria declinante produjo en los ingresos, junto con la cre
ciente actividad exportadora de los europeos en el sistema de comercio
mundial, tuvo unas repercusiones tan estimulantes para la industria que
la principal característica de este sector a lo largo del siglo xvu fue la
expansión. En especial la industria textil, con sus nuevos paños ligeros
y baratos para el consumo masivo, avanzó ahora con resolución por los
caminos explorados en el siglo XVI y no sólo aprovechó las nuevas téc-
159
nicas de producción, sino también los nuevos métodos de organización
laboral. Marcado por una coyuntura agraria en declive, el sector rural
-más aún que antes- puso a su disposición mano de obra barata, pues
las capas inferiores del campesinado, que en la época de los buenos
precios tal vez habían adquirido cierta cuota de mercado o, al menos,
habían encontrado un salario suficiente en la agricultura, se hallaban
ahora ante la nada, pues no estaban en condiciones de efectuar las difí
ciles y costosas modificaciones encaminadas a una agricultura espe
cializada y comercializada.
Así pues, vemos que en el siglo xvn la protoindustria 45 avanza a
marchas forzadas en numerosas regiones europeas, y con ella, apoyán
dola y aprovechándola, el capital de los comerciantes, que supo emple
ar en su propio beneficio el considerable ahorro de gastos de la produc
ción industrial doméstica. Siguiendo este camino, muchas regiones se
convirtieron en nuevos centros de la producción industrial. La región
situada en tomo a Leiden se convirtió en uno de los centros de Holan
da, a pesar de no ser ésta un ejemplo especialmente típico de la nueva
evolución, ya que aquí las industrias se expandieron únicamente como
complemento del comercio y, a la larga, sólo tuvieron éxito en el ámbi
to de los caros y valiosos productos especiales. Extremadamente inten
so fue, por el contrario, el proceso de crecimiento de la industria textil
inglesa, el cual, tras la definitiva crisis de los paños gruesos en la déca
da de 1620, se apoyó primero en las new draperies, luego en los tejidos
de lino y, finalmente, en el algodón. Pero siempre fue la industria
doméstica rural la que proporcionó a los comerciantes ingleses un
importante ahorro en los gastos: el Ulster, West Riding, Cotswolds,
East Anglia y, para el algodón, Lancastershire son regiones textiles de
Inglaterra con una gran concentración de industria doméstica. En Fran
cia destacan Maine, Picardía y el Languedoc; en Alemania, Silesia, las
zonas que rodean a Osnabrück y a Minden-Ravensberg, Wurtemberg y
el sur de Sajonia.
Llevaría demasiado espacio enumerar aquí todos los sectores de la
producción industrial de Europa atendiendo a sus cambios y transfor
maciones esenciales. En comparación con el sector agrario, es intere
sante que las innovaciones y modificaciones tecnológicas de los méto
dos productivos, aunque naturalmente no faltaban, desempeñaran un
papel relativamente pequeño. Precisamente la industria doméstica, con
su significativa expansión cuantitativa, frenaba en cierto modo los
cambios cualitativos. Donde antes tuvieron lugar dichos cambios,
45
Véase P. KRIEDTE, H. MEDICK y J. SCHLUMBOHM, lndustrialisierung vor der lndus
trialisierung. Gewerbliche Warenproduktion auf dem Land in der Formationsperiode des
Kapítalismus, 1977, especialmente pp. 61 ss.
160
tanto en el ámbito técnico como en el organizativo, fue en las manufac
turas especializadas, que producían artículos de lujo y se encargaban
de equipar a los ejércitos con armas y otros pertrechos. Estas manufac
turas, y con ellas la explotación y transformación del mineral de hierro
se hallaban también bajo la influencia -o lo fueron estando cada ve¡
más- del capital comercial europeo, que en este caso, como en el sec
tor textil, estaba más interesado en aumentar la capacidad de produc
ción que en cambiar las estructuras productivas. Un ejemplo famoso es
la industria del hierro sueca del siglo XVII. Con motivo de la política
bélica continental cayó por completo bajo la influencia de los comer
ciantes holandeses. Louis de Geer, que no en vano era un emigrante de
la región férrica que rodea a Lüttich, en el sur de los Países Bajos, no
sólo se encargó con otros de la venta de toda la producción sueca, sino
que también organizó con especialistas de Lüttich la extracción del
hierro y la fabricación de cañones. Por esta vía, Suecia se convirtió en
el siglo XVII en el productor de hierro más importante de Europa; no
sólo el potencial armamentístico holandés, sino también el inglés, fue
enteramente suministrado desde Suecia.
Una vez más, y ahora de forma más pronunciada, se demuestra el
peso que tuvo el comercio en el transcurso de toda la historia europea
de la Edad Moderna. Profundamente afectado -si bien de forma.tem
poral- por los fenómenos de crisis, no respetadas por la larga depresión
agraria de la segunda mitad del siglo, pero masivamente estimulado
por el auge de Europa en el mundo, el comercio europeo inició su gran
época. En el sector de los productos agrícolas o industriales, en la pro
ducción o en la distribución, en la financiación o en el transporte ... ,
en cualquier parte vemos trabajando a los comerciantes europeos del
siglo XVII. Algunas cifras aisladas de las que disponemos nos muestran
tasas de crecimiento considerables. La exportaciones de hierro suecas,
por ejemplo, aumentaron bajo la influencia de los holandeses de 6.500 t
en 1620 a 17.000 t en 1650 y 30.000 t en 1700. La flota mercante holan
desa aumentó tanto a lo largo del siglo xvn, que al final tenía más barcos
que la de los ingleses, franceses y alemanes juntos. Y eso a pesar de que
la flota inglesa también había aumentado de forma constante: en 1572
su tonelaje era de 50.000 t, y en el año 1686 ascendía a 340.000 t.
En una visión histórica de conjunto no se puede proporcionar una
documentación completa de las actividades del capital comercial euro
peo. Sin embargo, no debe faltar una breve mirada a los métodos del
tráfico comercial y la financiación, con cuya ayuda se lograron estos
asombrosos éxitos. Tanto los comerciantes holandeses como los ingle
ses eran en el siglo xvn estrategas geniales de la reexportación; aproxi
madamente el 31 por 100 de las exportaciones inglesas hacia 1700 hay
que atribuirlo a esta actividad. Mientras que la exportación total del
país entre 1663 y 1701 aumentó de 4.139 a 6.419 (promedios anuales
161
en unidades de millar), la reexportación creció en el mismo espacio de
tiempo de 800 a 1.986. Los holandeses se revelaron como auténticos
maestros de la reducción de costes: «The Dutch succeeded in selling
anything to anybody any where in the world because they sold at very
low prices, and their prices were competitively low because their costs
of production were more compressed than elsewhere» 46•
Ya se ha comentado algo acerca de la forma de organización de las
compañías comerciales. Bajo su control arraigaron definitiva y masi
vamente en Europa las acciones y, con ellas, la negociación de valores
como complemento del comercio de productos. La Bolsa de Amster
dam se convirtió en el centro de este ramo comercial y, a su sombra, se
desarrolló también la Banca de Amsterdam, por lo que los holandeses
pasaron a dominar también en este terreno, y eclipsando a las ferias de
intercambio genovesas, que hasta entonces habían desempeñado un
papel prominente.
Si hubiera que caracterizar la Europa económica del siglo XVIII con
el nombre de una ciudad, nadie le discutiría este honor a Amsterdam.
Amsterdam era puerto, bolsa, plaza bancaria, entrepót, residencia de
los comerciantes ricos, punto focal de las artes, centro de un mundo
lleno de vida, palpitante y, en comparación con el resto de Europa, des
tacado, aunque también algo artificial: artificial porque no representa
ba a la «auténtica» Europa, como lo hacían París, Nuremberg o Dan
zig. Era un mundo que, durante varias generaciones, sacó el mayor
provecho material de Europa y sus colonias del este y el oeste. Holan
da recompensó a Europa obsequiándole con una serie de brillantes
inventos y decubrimientos en el campo de la técnica, las ciencias, el
pensamiento y el arte 47 • Sin embargo, no le indicó a esa Europa un
camino viable hacia el futuro. La prosperidad del país estaba demasia
do concebida para las necesidades y capacidades de una pequeña
población costera; apenas entraba en contacto con la vida cotidiana
continental y distanciaba demasiado a los comerciantes holandeses de
la masa de campesinos, la nobleza, las cortes de los príncipes y sus pro
blemas diarios. Es más, el auge y florecimiento de Amsterdam sólo
fueron posibles gracias a que la Europa continental siguió siendo lo
que era. Sólo porque los demás países -pese a todos sus esfuerzos por
llevar a cabo una política económica mercantilista- no fueron capaces
de ponerse a su altura, se abrieron para los holandeses todas esas pers
pectivas que con tanta maestría supieron aprovechar. Hasta que Ingla
terra no alcanzó a Holanda y, debido a su diferente estructura geográfi-
46
Cipolla, Befare the Industrial Revolution ... , cit., pp. 253 y 254.
47 Para ello, en general, CH. WILSON, Die Früchte der Freiheit. Holland und die
europiiische Kultur des 17. Jahrhunderts, 1968.
162
ca, económica, social y política, pudo resolver otros problemas com
parables a los de los Estados continentales, no se abrió al resto de paí
ses de la Europa central y occidental una prometedora perspectiva
hacia la que, siguiendo el ejemplo de Inglaterra, orientaron su propio
desarrollo.
48
E. LE RoY LADVRJE, «L'histoire immobile», Annales ESC 29 (1974), pp. 673-692.
163
impresión de que Europa estaba amenazada de extinción, hacia finales
de siglo-como muy tarde-percibían ya con toda claridad la nueva ten
dencia. Basta con echar una ojeada retrospectiva para obtener unos
datos sorprendentes sobre las tasas generales de crecimiento. El menos
elaborado y más general permite concluir que la población europea se
duplicó entre 1700 y 1800. Las estimaciones y los censos regionales
quedan, en parte, por debajo de esas tasas; pero, en parte, también las
superan. Prusia, en su situación territorial de 1740, creció entre 1740
y 1805 más de un 100 por 100; Berlín pasó, en el siglo xvm, de 50.000
a 170.000 habitantes; Francia, durante todo el Ancien Régime el país
más poblado de Europa, partió de un nivel alto -unos 19 millones de
habitantes en el año 1700- y, aun así, en 1789 alcanzó los 26 millones.
Inglaterra todavía creció más: de 5 a 9,3 millones aproximadamente.
En el sur, en España y en Italia, el movimiento demográfico fue mode
rado; en los Países Bajos del sur, tuvo más fuerza, mientras que los
Países Bajos del norte, sintomáticamente, se estancaron.
La tendencia al crecimiento de las poblaciones europeas era hacia
finales del siglo xvrn tan clara que incluso los propios observadores
coetáneos reconocieron la relación entre aumento de la población y
subida de los precios del cereal, y valoraron más el efecto de la deman
da que la explicación «monetaria»: <<Aquí hay quejas casi generaliza
das por el desmesurado encarecimiento de los alimentos. En lo relativo
a sus causas, los políticos lo atribuyen casi por entero al aumento de la
cantidad de metales preciosos. Dicho aumento, sin embargo, contribu
ye muy poco a ello. Mucho más lo hace el incremento de la pobla
ción», decía Chr. v. Schlozer en el año 180749• La «ley de rendimiento
decreciente del suelo» fue formulada en esta época a través de una
serie de principios. Dicha ley enunciaba que, tanto en los suelos margi
nales como en la tierra de cultivo ya explotada, el rendimiento del
suelo no se puede aumentar en la misma medida en que aumentan los
gastos y que, en consecuencia, los crecientes costes de producción, a
partir de un momento determinado, sólo se pueden compensar subien
do los precios.
La historia de la agricultura europea del siglo XVIII ilustra lo ante
rior con claridad. En todas partes volvieron a arraigar esos proyectos
que ya conocemos por las etapas de expansión de Plena Edad Media y
del siglo xvr. Es más, en comparación con dichas épocas, el movi
miento del cultivo extensivo e intensivo de la economía agraria se pro
pagó de tal modo que incluso se ha recurrido al concepto de «revolu
ción agraria». Aunque hoy en día dicho concepto sólo se acepta, a lo
49 Esta cita y la anterior de Kraus, así como algunas observaciones acerca del «ren
dimiento decreciente del suelo», en Abe!, Agrarkrisen... , cit. (35), pp. 186 ss.
164
sumo, para la evolución inglesa de finales del siglo xvm, sin embargo
sigue siendo perfectamente válido para describir una tendencia: la agri
cultura europea, desde mediados del siglo xvrn, tomó un rumbo que
apuntaba hacia unos cambios estructurales revolucionarios, no sólo en
el ámbito de la técnica y los sistemas de cultivo, sino también en el
aspecto social e institucional. Por primera vez en la historia de Euro
pa, el problema de la alimentación fue reconocido como algo que
afectaba a toda la sociedad; por primera vez las leyes del rendimiento,
de los ingresos y de la evolución de los precios fueron objeto de una
profunda reflexión teórica; por primera vez se crearon en todos los
países asociaciones agrícolas que difundían los conocimientos teóri
cos e intentaban llevarlos a la práctica política; por primera vez, la
agricultura se convirtió en una sección independiente de la adminis
tración estatal.
Lo que se consiguió se puede decribir con unos pocos comentarios
sintéticos. Una vez más, los diferentes métodos de integración de la tie
rra no explotada en el proceso de cultivo se revelaron sorprendente
mente productivos. Las mejoras del suelo en Brandemburgo-Prusia (el
Llano del Oder y del Warta, Havelland), los cultivos impulsados desde
la corte en las turberas y las landas del noroeste de Alemania, la
ampliación de las zonas de huerta y vid en el sudoeste alemán, las dese
caciones en Cataluña y Francia, la desecación de terrenos pantanosos
ganados al mar para dedicarlos al cultivo en los Países Bajos, el asalto
-común a toda Europa- de las «tierras comunales», la extensión del
movimiento de desconcentración poblacional... son sólo algunos ejem
plos tomados al azar que documentan un amplio proceso general. El
movimiento de los enclosures en Inglaterra cobra nuevos ímpetus,
reflejando el codicioso afán de los terratenientes, interesados en
aumentar sus rentas; fue impulsado por la vía del acuerdo «libre» y por
actas del parlamento inglés.
Con más fuerza aún que el cultivo extensivo, se propagó el proceso
de cultivo intensivo. Al principio también se limitó a continuar lo que
se había comenzado en el siglo XVI y había paralizado la crisis del xvn.
Su forma más simple -la transformación de pastos y prados en tierras
de labor- fue practicada hasta tal extremo que perjudicó la satisfactoria
relación entre agricultura y cría de ganado, e hizo que el solicitado
abono animal se convirtiera en muchas regiones en un bien muy esca
so. En las regiones turbosas del norte de Alemania se echó mano del
abono de hierba seca, pero, en general, la productividad del suelo
sufrió la impetuosa coyuntura cerealista del siglo.
En la arcaica estructura agraria de la vieja Europa arraigaron pro
fundamente otros procesos de intensificación: el cultivo por períodos
de varios años con una alternancia regular entre cereales y pastizales
(=cultivo alternado), adoptado de Mecklemburgo, se impuso en Bran-
165
demburgo; la rotación de cosechas adquirió en sus países de origen
-Inglaterra y los Países Bajos- nuevos adeptos y se extendió por varios
puntos del continente. Allí donde se practicaba -con su alternancia
regular de cereales y plantas forrajeras-, se convirtió en un garante
contra la cerealización y, por tanto, depauperación del suelo. La rota
ción de cosechas, más que ningún otro sistema de cultivo, presuponía
el concepto «moderno» e individual de propiedad, con la renuncia al
cultivo simultáneo de diferentes plantas en un terreno y a la obligación
de cultivar los campos, con el cercado, con el arrinconamiento de la
dula ... y, con todo, pese a determinados avances, a la Europa continen
tal no le iba muy bien. Aunque el clamor por realizar reformas era
general, la realidad, hasta finales del siglo xvm, siguió estando deter
minada en la Europa central y occidental -a excepción de sus «islas
intensivas»- por el señorío, la propiedad comunal campesina, la obli
gación de cultivar los campos y el cultivo por amelgas trienales. Su
supresión 50 no era sólo un proceso técnico que pudiera ser introducido
sin dificultades o estimulado mediante decretos, sino que afectaba a
derechos fundamentales como, por ejemplo, los tributos que cobraban
por sus fincas los terratenientes nobles y burgueses, que durante siglos
se habían acostumbrado a vivir cómodamente de las rentas. Además,
amenazaba especialmente la subsistencia de aquellas familias del bajo
campesinado que participaban en la dula o se beneficiaban del derecho
al pastoreo o a la recolección de espigas.
A pesar de todos los avances -que no pueden ser descritos aquí en
detalle-, la agricultura europea no solucionó con ello su problema más
grave: alimentar a las masas humanas que desde mediados de siglo
habían aumentado bruscamente. Siguió habiendo hambrunas; se exten
dió la pobreza; a pesar de (o debido a) la concentración generalizada en
el cereal, ni siquiera se pudo mantener el porcentaje estándar de cerea
les en la alimentación de las poblaciones europeas. Hubo que recurrir a
la patata, importada de América y plenamente integrada en Europa
desde mediados del siglo xvm; en las turberas y landas del norte de
Alemania, mucha gente vivía del alforfón. Lo que el siglo xvm trans
mitió a las siguientes generaciones, sin embargo, fue el conocimiento
exacto de los caminos que había que recorrer. Las revoluciones políti
cas y los movimientos de reforma de las postrimerías del siglo xvnr y
de comienzos del xrx derribaron los obstáculos institucionales que
impedían hacer realidad estos planes; dentro del proceso de «capitali-
166
zación agraria», la mayoría de los Estados europeos llevaron a efecto
esa revolución de su agricultura que venía anunciándose desde media
dos del siglo XVIII. Dicha revolución cambió radicalmente la cara
social y ecológica de Europa; al mismo tiempo, fue una condición pre
via para que su población, en continuo aumento hasta el siglo xx, deja
ra de pasar hambre (o al menos no padeciera esas hambrunas tan bruta
les y abrumadoramente familiares para los habitantes europeos).
En la economía industrial, en el comereio y en las finanzas el
siglo XVIII continuó lo que se había iniciado en el XVII con motivo de la
reestructuración general de las economías políticas europeas. Si la his
toria política de Europa, a más tardar desde la Guerra de los Siete Años
(1756-1763), ya no se entiende sin la inclusión imperialista del mundo
colonial en el acontecer europeo, esto tiene aún más validez para la eco
nomía. A las importantes tasas de crecimiento en el terreno de la
producción y la exportación alcanzadas en el transcurso del siglo xvrn
contribuyó considerablemente, además de la creciente demanda inte
rior debida al aumento demográfico, la masiva demanda del mundo
extraeuropeo. Un historiador inglés ha señalado las cifras de produc
ción del siglo XVIII y, para los años 1700, 1750, 1780 y 1800 ha obteni
do una serie de 100, 176, 246 y 544 en las industrias con vistas a la
exportación, mientras que para las industrias interiores la serie obteni
da es mucho menos impresionante: 100, 107, 123 y 152. Esta estadísti
ca no sólo ilustra el rápido ascenso de las cifras absolutas de las opera
ciones de exportación inglesas, sino también el éxito de su política
imperialista, que, primero en lucha con los holandeses y luego con los
franceses, se constituyó en una especie de soberanía marítima a escala
mundial. Tanto en el lucrativo tráfico de esclavos, que en los primeros
decenios del siglo XVIII fue uno de los vectores de desarrollo par exce
llence, como en el suministro de artículos de exportación a España y
Portugal -a cambio de los cuales el oro brasileño iba a parar a las arcas
inglesas-, y, finalmente, en las postrimerías del siglo XVIII, en el inter
cambio comercial directo con las colonias norteamericanas, Inglaterra
supo conquistar un liderazgo que, en una visión de conjunto, ha de
aparecer como el principal acontecimiento histórico-económico del
siglo xvm 51• Tanto más cuanto que los ingleses, en el transcurso de esta
expansión, fueron cambiando progresivamente los principios de su
economía: el primer plano ya no lo ocupaba la reexportación -que para
los holandeses e ingleses todavía era el nervus rerum de la política
comercial en el siglo xvn, así como la base del entrepót de Amster-
51
Entre la amplia bibliografía, véanse dos exposiciones sínópticas prácticas y accesibles:
P. MATHIAS, The First Industrial Nation. An Economic History ofBritain. 1700-1914, 1969, y
E. J. HoBSBAWM, Industrie und Empire l. Britische Wirtschaftsgeschichte seit 1750, 1969.
167
dam-, sino la venta de artículos producidos en la madre patria, que
eran objeto de gran demanda en el mundo colonial. A este respecto
debe tenerse en cuenta que, en los decenios anteriores a la Revolución,
Francia, el mayor competidor comercial de Inglaterra en el siglo XVIII,
tenía una mayor tasa de crecimiento en el comercio exterior que Ingla
terra. Los franceses permanecieron mucho más aferrados a los productos
comerciales tradicionales -por ejemplo, el vino- que los ingleses, pero
en Francia el comercio estimuló mucho menos la industria nacional.
Naturalmente, otros centros comerciales y otras regiones industria
les no inglesas se beneficiaron también de las actividades de los britá
nicos y de la ampliación de las relaciones comerciales europeas a esca
la mundial. Ya hemos hablado del auge que experimentó Hamburgo en
el siglo xvm; las regiones textiles alemanas de Westfalia, Silesia y la
Alemania Central trabajaron en una proporción considerable para
la exportación. También el cereal continental conoció una reducción a
nivel mundial, desde finales del siglo xvrn incluso en Inglaterra, que
para entonces, debido a sus cambios estructurales a largo plazo, se
había convertido en un país importador de cereales. Sin embargo, la
Europa continental siguió igual de vinculada que siempre a su sistema
económico tradicional. Una verdadera expansión sólo se produjo en el
sistema de compraventa y en la industria doméstica, y ambos siguieron
produciendo hasta muy entrado el siglo XIX en las mismas condiciones
en las que habían empezado. La artesanía urbana, por el contrario,
entró en una larga crisis corno consecuencia de la aceleración de la
coyuntura agraria; su orientación -determinada por los gremios- hacia
un nivel suficiente de «subsistencia» puso graves impedimentos a todo
tipo de expansión. Cada vez se vio más amenazada por la artesanía
rural y por las manufacturas, que paulatinamente iban ganando terreno.
Con la manufactura se aborda uno de los cambios cualitativos esen
ciales de las economías en la Edad Moderna. Ya era conocida en los
siglos XVI y XVII y, en esta época, se puede demostrar sin duda la exis
tencia de lugares de producción industrial importantes, en los que
todas las operaciones necesarias para la fabricación del producto eran
ejecutadas por obreros que ya no trabajaban en casa. También se ha
comprobado la existencia de formas mixtas entre manufactura e industria
doméstica comercializada. Sin embargo, hasta principios del siglo XIX,
la manufactura todavía no se había convertido en ningún país en la
forma de organización industrial predominante; ciertas concentracio
nes sólo se forman en Inglaterra y en aquellas ciudades y regiones con
tinentales en las que el Estado absolutista, bajo la influencia de la polí
tica económica mercantilista, había creado grandes manufacturas para
la industria de artículos de lujo y la industria bélica. De todos modos,
no se debe sobrevalorar el número de empleados en tales empresas.
Los cálculos realizados para amplias zonas de la Alta Alemania arro-
168
jan, para finales del siglo XVIII, un promedio de veinte; en el siglo xvm
y la primera mitad del XIX, las fuentes ya llaman «fábrica»• a esas em
presas, que comprendían un «fabricante» y cuatro o cinco obreros.
No obstante, también hay datos sorprendentes para finales del
siglo XVIII, y no es casualidad que se vuelvan a encontrar en Inglaterra,
así como en las grandes manufacturas textiles del continente. Hacia
finales del siglo XVIII, una manufactura textil francesa, en Abbeville,
dio empleo hacia finales del siglo XVIII a 1.800 obreros y a otros 10.000
en la industria doméstica; una manufactura de algodón bohemia llegó
a dar trabajo, en la misma época, a 9 .325 obreros, de los cuales sólo
553 trabajaban en la manufactura central. El trabajo verdaderamente
centralizado se dio sobre todo en las manufacturas especializadas que
no eran del sector textil: en la producción de vidrio y porcelana, y tam
bién en alguna que otra industria relojera y tabaquera, aunque por lo
general éstas siguieron siendo actividades especialmente típicas de la
industria doméstica comercializada.
A partir de Carlos Marx, ha habido en la investigación de la historia
económica diversos debates acerca de la transición de la manufactura
a la fábrica. Es indiscutible que con la manufactura, en el siglo xvm,
llegó a Europa una nueva calidad de organización industrial que seña
laba más allá de la época preindustrial. Pero ni toda la Edad Moderna
se caracterizó por la manufactura, ni de ella derivó directamente la
organización fabril. «En la inmensa mayoría de los casos ... la transi
ción de la industria doméstica a la fábrica (que aparece desde finales
del siglo XVIII) ha tenido lugar directamente, sin pasar por la manufac
tura» 52. Y en Inglaterra, el único país en el que encontramos auténticas
fábricas en esta época, esa forma de organización surgió precisamente
a partir del sector de la producción industrial que había sido el dominio
clásico de la industria doméstica: la industria textil.
En lo que se refiere a la financiación del comercio y de la industria y,
por tanto, a la evolución del sistema financiero en general, el siglo xvm
no estuvo determinado por novedades sustanciales, pero sí por un
considerable desarrollo cuantitativo de los métodos, que ya eran cono
cidos desde mucho tiempo atrás. Como consecuencia de la expansión
del comercio en el ámbito mundial, el abandono de las formas arcaicas
de pago se convirtió en imprescindible. Es cierto que los metales pre
ciosos no habían terminado, ni mucho menos, de desempeñar un papel,
pero en las relaciones comerciales directas la letra de cambio adquirió
ahora una importancia definitiva. Además, el comercio y la industria
incipiente necesitaban cada vez más para sus arriesgadas empresas ins
tituciones con cuya ayuda se pudiera obtener rápidamente y sin com-
169
plicaciones capital flotante y hacer inversiones a largo plazo. En las
fundaciones de grandes bancos estatales del siglo XVIII, así como en el
nacimiento de una tupida red de bancos municipales y privados, hemos
de ver la respuesta de los países europeos a este deseo. Sin embargo,
tampoco en este caso debemos sobrevalorar el ritmo de este movi
miento. Las correspondientes iniciativas y necesidades partieron de
aquellas zonas de Europa abiertas al mar, al comercio y al mundo que,
ya desde el siglo xvn, en comparación con la tradicional Europa
agrario-estamental, formaban «una Europa diferente» y que en el
siglo XVIII, bajo el liderazgo de Inglaterra, avanzaron con decisión por
este camino. El resto de Europa no se dejó arrastrar fácilmente; las
limitaciones estructurales de sus economías, que ya han sido descritas
en otro lugar, se mantuvieron en buena parte en el siglo XVIII. Esto es váli
do, en especial, para todos los intereses en los que el capital desempa
ñaba algún papel. Europa, como ya hemos visto, no padecía realmente
escasez de capital ni falta de posibilidades de inversión, sino, tal y
como lo ha formulado J. de Vries, una «inversión equivocada y una
disipación» del capital 53• Esta situación tampoco varió de forma repen
tina a finales del siglo XVIII. Es más, con las condiciones de la nueva
coyuntura de los precios agrícolas, resultaron ser lucrativas aquellas
conductas que se oponían directamente a un aumento del capital pro
ductivo. Es famoso el ejemplo de la réaction seigneuriale francesa en
la segunda mitad del siglo XVIII. Se la considera como el intento de una
amplia capa de señores y terratenientes que, con la ayuda de unos dere
chos de propiedad tradicionales y «anticuados», procuraron asegurar
su participación en el boom de los cereales.
Con ello nos hallamos ante la cuestión de cuáles fueron las fuerzas
que trajeron el cambio a la economía y la sociedad de Europa desde el
siglo XVI hasta finales del XVIII, y cuáles las qué fuerzas lo impidieron.
Un equivalente histórico-social de los mencionados procesos de cam
bio de las economías nacionales europeas permitirá dar alguna res
puesta.
53 En DE VRIEs, The Economy ofEurope..., cit. (véase n. 30), los importantes caps. 6 y 7.
170
ante sí la misma situación que un antepasado suyo del año 1500. Por
doquier veía manifestaciones del cambio que proclamaban una trans
formación fundamental de las estructuras sociales, Ya desde mediados
del siglo XVIII, en muchos países se habían tambaleado los férreos prin
cipios del sistema estamental de la vieja Europa. En Inglaterra, por
ejemplo, el país económicamente más desarrollado del momento, la
antigua peasant society había sido sustituida sin gran alboroto político
por una sociedad nueva, más moderna, que se disponía a introducir al
país en el proceso de industrialización. En Francia, en el verano de 1789
se había despedido formalmente al viejo orden social, al que -de forma
tan polémica como imprecisa- se denominaba «feudal», para así docu
mentar cuánto más moderno iba a ser lo que venía a continuación. Al
resto de Europa, por el momento, aún le costaba trabajo emprender
acciones políticas de ese tipo, de modo que las dejó para el siglo x1x;
pero, sin duda, en todas partes había procesos en marcha que apunta
ban algo similar.
Aquí no nos vamos a ocupar del conflicto político que se le planteó
a Europa en el siglo xvrn con las nuevas circunstancias y los nuevos
problemas. Pero sí de los cambios sociales a largo plazo que lo provo
caron. Desde un punto de vista puramente cuantitativo, llaman la aten
ción dos hechos que influyeron decisivamente en el aspecto social de
Europa a finales de nuestra época: primero, la masiva ampliación de la
base social de las sociedades europeas -resultado de las fluctuaciones
demográficas de los siglos XVI y XVIII, que habían favorecido principal
mente el crecimiento de las clases bajas urbanas y del campesinado
con poca tierra o sin ella-; luego, el perfil vertical de la pirámide social,
mucho más acusado que en los siglos anteriores. Tanto desde la pers
pectiva de los bienes como de las actividades profesionales, en dicha
pirámide se habían establecido numerosas clases y grupos nuevos:
basta con pensar en las múltiples formas de servicio público asalariado
que se desarrollaron en nuestra época.
Ambos procesos supusieron una eminente amenaza para el sistema
estamental de la vieja Europa. Dicho sistema, a pesar de su movilidad,
estaba orientado a la duración y la inercia; era capaz de reaccionar ante
los cambios cualitativos, pero no ante los masivamente cuantitativos. A
la larga, uno de los principales problemas tuvo que ser la ampliación de
su base, ya que por naturaleza estaba basada en una articulación social
hecha «desde arriba», en sutilísimas gradaciones de los pocos potenta
dos, en la «ponderación» del honor y la estima, pero no en el dominio y
la integración de las masas.
Cómo se llevó a cabo ese cambio, qué repercusiones tuvo y cómo
reaccionaron ante él las sociedades afectadas es algo que aquí sólo
vamos a documentar mediante unos pocos ejemplos escogidos. Una
vez más, es la investigación internacional la que, con los cruciales
171
planteamientos de los últimos años, muestra el camino a seguir. Esa
investigación, por sorprendente que pueda parecer, se ha ocupado
mucho más de las relaciones sociales y de poder rurales que de los
habitantes de las ciudades y de la burguesía, de cuyo irresistible
ascenso, en otro tiempo, se estaba convencido. Y lo ha hecho con
razón. Europa cambió de aspecto social entre los siglos XVI y XVIII no
tanto porque la ciudad y la burguesía alcanzaran especial importancia
y poder, o porque las manufacturas y las fábricas empezaran a modifi
car el rostro del continente. Esto sólo ocurrió a finales de nuestra
época, y de manera claramente visible sólo allí donde -como en él
caso de Inglaterra- ya se habían creado las condidones- para ello
desde el siglo XVII. En el resto de Europa, el peso de los cambios
estructurales sociales recayó por completo en el campo, y afectaron a
los dos estamentos que llevaban siglos enfrentados: la nobleza y el
campesinado. De ahí que en las siguientes páginas nos ocupemos más
detalladamente de ellos y de su evolución a lo largo de los tres siglos
de la Edad Moderna.
54
W. ABEL, Agrarkrisen und Agrarkonjunktur... , cit. (véase n. 35), p. 80.
172
pequeñas fincas; a pesar de la considerable carga que suponían los ser
vicios y tributos señoriales, las familias de pequeños campesinos halla
ron la oportunidad de crearse una posición segura.
La depresión agraria de la Baja Edad Media repercutió no sólo en
todos los productores agrarios, sino también en los grupos de campesi
nos medios y pequeños, aunque quizá no con la misma intensidad. Los
pequeños campesinos, en esta época de salarios altos, eran una mano
de obra muy solicitada en la ciudad y en el campo; de este modo logra
ron que sus condiciones de vida fueran tolerables. Los campesinos
medios, cuando dependían del mercado, tenían mayores dificultades;
sin embargo, la intensidad salarial relativamente baja de sus economí
as les salvó de lo peor; el escaso interés general por la producción y
expansión agrícolas al menos mantuvo intactas sus propiedades y, en
algunos sitios, dio lugar también a una moderación de sus obligaciones
y tributos señoriales.
Precisamente en este aspecto, el siglo XVI introdujo cambios que,
en el transcurso de la Edad Moderna, se revelaron irreversibles. Las
fluctuaciones de la población y de los precios de los siglos XVI y xvm
reforzaron la presión sobre el campo en una medida hasta entonces ini
maginable y dieron lugar a que la imagen -hasta ahora relativamente
homogénea- de la sociedad rural europea adquiriera una variada dife
renciación. En especial, cambió considerablemente la proporción
numérica entre las diferentes capas del campesinado. Si en la Baja
Edad Media el tipo que predominaba por todas partes era todavía el
campesino medio y pequeño, ahora el aumento de los estratos campe
sinos inferiores se convirtió en un fenómeno general 55• Ciertamente,
los soldner, kotter, kossiiten y gartner Gardineros), como se denominaban
las capas que poseían muy poca tierra en algunas regiones alemanas,
no eran desconocidos en la Edad Media; sin embargo, originariamente
eran colonos campesinos que, a lo largo de la colonización, habían
podido crear fincas de cierta importancia, pero no habían logrado
adquirir los mismos derechos que los campesinos más acomodados en
las marcas comunales. Su porcentaje dentro de la población rural expe
rimentó un aumento continuo a partir del siglo XVI, y tras su denomina
ción se ocultaban unas realidades sociales y económicas que ya no eran
comparables a las de la época de la colonización medieval. Además,
entre ellos fue surgiendo otro estrato social: por seguir con los ejem
plos alemanes, el grupo de los hausler, büdner, heuerlinge, brinksitzer
e insten, un escalón realmente bajo del campesinado, caracterizado tan
sólo por la posesión de una casa pequeña. Estos, aunque generalmente
55
Sobre Alemania, véase W. ABEL, Geschichte der deutschen Landwirtschaft vom
friihen Mittelalter bis zum 19. Jahrhundert 3 1978, pp. 161 ss.
173
poseían un huerto o una pequeña plantación de berzas y llevaban algu
na que otra res a los pastos comunales, ya no eran «campesinos».
Vivían del servicio asalariado en las fincas de los campesinos y de los
nobles; dependían de las diversas formas de ingresos eventuales no
procedentes de la agricultura. Aunque por desgracia no es posible ofre
cer datos numéricos sobre la proporción entre unas y otras capas rurales,
sin embargo, algo se puede extraer de las visiones de conjunto clásicas
(P. Kriedte, W. Zom). En Silesia, por ejemplo, los pequeños giirtner y
hiiusler, en torno a 1577, constituían ya el 42 por 100 de la población
rural; en Sajonia, objeto de una extraordinaria investigación por parte
de K. H. Blaschke 56, los giirtner, hiiuslere inwohner, hacia 1550, cons
tituían un 26 por 100, pero después su número se incrementó brusca
mente. En el principado de Schweidnitz-Jauer, a principios del siglo XVII,
había aproximadamente un 20 por 100 de campesinos acomodados
junto a un 70 por 100 de giirtner, hiiusler y einlieger. Una estimación
general para Inglaterra en torno a 1600 revela que la clase campesina
inferior ascendía ya a un 25 por 100 o 30 por 100.
Más impresionantes aún son las cifras procedentes del siglo xvrrr.
En 1767 había en la Silesia prusiana sólo un 24,2 por 100 de «campesi
nos», frente a un 4 7,8 por 100 de giirtner y un 28 por 100 de hiiusler;
en Westfalia, en la misma época, había un 20-25 por 100 de campesinos
y meier independientes, y todos los demás pertenecían a los estratos
campesinos inferiores que dependían de los ingresos eventuales. En
Sajonia el porcentaje del clero, la nobleza, el campesinado acomoda
do y la burguesía descendió entre 1550 y 1750 del 77, 7 por 100 al 43,3
por 100; en la Pomerania sueca el descenso debió de ser aún más acu
sado. Los restantes países europeos también ofrecen ejemplos ilustra
tivos al respecto 57• En el sur de España, la población rural de finales del
siglo xvrn se componía de un 80 por 100 de jornaleros; la comunidad
rural francesa de la época prerrevolucionaria estaba configurada por
los manouvriers y su oposición social a los pocos «mandamases» aco
modados -los laboureurs-. Inglaterra, finalmente, destaca por el
aumento de sus cottagers y braceros, que no sólo experimentaron un
brusco ascenso, sino que, como consecuencia de los enclosures, tam
bién vieron amenazados sus escasos derechos agrícolas.
Qué fuerzas impulsaron este poderoso proceso, que no ha de ser
sobrevalorado en cuanto a su significación general, es algo que no
vamos a exponer aquí en detalle. Sabemos que el «modo de población
174
preindustrial», con sus mecanismos reguladores, lo guió en cierto
modo hasta entrado el siglo XVIII, pero luego se le fue cada vez más de
las manos. Sus manifestaciones regionales y locales dependían esen
cialmente de las circunstancias políticas, económicas y jurídicas rei
nantes. En este sentido, se le atribuye una importancia especial al dere
cho de sucesión campesino 58• Pues, sin duda, los miembros de las
nuevas capas del campesinado inferior se reclutaban principalmente
entre la descendencia de aquellas familias campesinas que tenían una
finca indivisa. Donde el derecho sucesorio -como en Francia y en
amplias zonas del sudoeste alemán- permitía una división de esas fin
cas, vemos en marcha, desde el siglo XVI hasta finales del xvm, un
proceso continuo de diferenciación y parcelación excesiva de las pro
piedades, cuyas desventajosas consecuencias económicas sólo se com
pensaron un poco cuando se crearon los cultivos agrarios especiales en
régimen intensivo.
En este aspecto tenemos que agradecer las ejemplares investigacio
nes de E. Le Roy acerca del Languedoc 59• Le Roy describe minuciosa
mente cómo, ya en el transcurso del siglo XVI, el campesinado medio
-hasta entonces predominante- del Languedoc se fue extinguiendo por
causa de este proceso. Como consecuencia de la coyuntura agraria, los
tamaños de las propiedades se fueron reduciendo cada vez más debido
a la partición de la herencia; en lugar del amplio estrato de campesinos
medios con capacidad de subsistencia, ahora surgieron, por una parte,
las numerosas fincas rurales de pequeño tamaño que configurarían la
imagen futura del Languedoc y, por otra, unas pocas fincas grandes.
En las regiones en las que estaba vigente el derecho del heredero
único, como hemos encontrado sobre todo en el norte y noroeste ale
mán, pero también en Renania y en los Países Bajos, las propiedades
se mantuvieron en general mucho mejor conservadas. Pero al mismo
tiempo, se planteaba de forma más acuciante el problema del susten
to de la descendencia que no heredaba. Originariamente, aquí tam
bién tuvo que haber muchas particiones, incluso en el siglo XVI. A
58 Sobre el derecho sucesorio campesino corno uno de los factores que determinaron la
estructura de los nuevos estratos sociales que iban surgiendo, existen numerosas investigacio
nes, pero ninguna exposición de carácter sintético. De ahí que sólo remitamos a algunos
trabajos importantes desde el punto de vista metódico: L. K. BERKNER, «RuralFamily Organi
zation in Europe: A P roblern in Cornparative History», Peasant Studies Newsletters I (1972),
pp. 145-156. J. GooDY, E. P. THOMPSON y J. THIRSK (eds.), Family and lnheritance, 1976.
L. BERKNER yFR. MENDELS, «InheritanceSysterns,FamilyStructure, and Dernographic Patterns
in Western Europe 1700-1900», en Ch. Tilly (ed.), Historical Studies ofChanging Fertility,
1978, pp. 209-223. E. LEROY LADURIE, «Structures farniliales et couturnes d'histoire enFrance
au XVI' siecle: Systerne de la coutume»,Annales ESC27 (1972), pp. 825-846.
59
E. LE Rov LADURIE, Les paysans de Languedoc, 2 vols., 21966, especialmente vol. I,
pp. 257 SS.
175
ello hacen alusión algunas denominaciones de fincas como «medio
meier», «medio bau» o «un cuarto de bau» que aparecen en los libros
de almas del norte de Alemania. Además, en estas zonas hubo, incluso
en la Edad Moderna, frecuentes asentamientos en los terrenos situados
fuera de los campos comunales. En otras partes, sin embargo, con el
grupo de los no herederos se incrementó el gran número de inwohner,
hauslinge e insten, tal y como hemos visto en los ejemplos ilustrados
por cifras. El noroeste alemán, además, se caracterizaba por los heuer
linge 60 , que muy a menudo tampoco heredaban y trabajaban en la finca
del padre o de otros parientes recibiendo a cambio una casa o una
vivienda en la finca.
Sin duda, no siempre coincidían exactamente la situación jurídica y
la situación económica de un «campesino». Sabemos, por ejemplo, de
soldner del sur de Alemania y de heuerleute del norte que se hicieron
ricos y transformaron o tuvieron que tranformar sus fincas. Como en
todo el sistema estamental, tenemos que contar entre la población rural
con un constante ascenso y descenso de status, con procesos de movili
dad social que, en pocas generaciones, cambiaban decisivamente el ros
tro de una comunidad campesina. En general, fue la comunidad campe
sina, junto con la familia, la institución más permanentemente afectada
y alterada por estos procesos. En ambas se percibieron las nuevas ten
siones sociales entre herederos y no herederos, entre derecho-habientes
y los que carecían de derechos, entre inmigrantes y asentados; ambas
tuvieron que encarar directamente las repercusiones masivas de este
cambio social: la pobreza, la mendicidad y el vagabundeo.
La presión sobre la población rural aumentó también desde otra
dirección. Ya hemos visto que en toda la Europa de la Edad Moderna se
conservó, en lo esencial, la estructura señorial. Constituían excepciones
significativas, y completamente opuestas entre sí, las regiones cerealis
tas situadas al este del Elba, en las que se desarrolló la economía de
explotación rural y, con ella, la obligación de prestar servicios y el vín
culo con la gleba, e Inglaterra, donde desde los siglos xvr y xvrr fueron
abolidas las viejas prerrogativas señoriales. Algunas regiones, como las
marismas costeras alemanas y de los Países Bajos, estaban «libres de
señorío», pero, por lo demás, la carga señorial, más allá de su compo
nente político, social y jurídico, era un factor económico absoluta
mente real. Las estimaciones generales para distintas regiones europeas
permiten conjeturar que -pese a las considerables diferencias regiona
les- hasta el 40 por 100 del rendimiento campesino iba a parar, median-
60 Vé
ase A. WRASMANN, «Das Heuerlíngswesen im Fürstentum Osnabrück», Mit
teilungen des Vereins fiir Geschichte und Landeskunde von Osnabrück 42 (1919), pp. 53-71,
y 44 (1921), pp. 1-154.
176
te tributos y servicios, a manos de terratenientes nobles o de otras clases
sociales61• Si esta situación ya era suficientemente grave para muchas
economías campesinas, aún lo fue más por el hecho de que en numero
sas regiones agrícolas europeas de la Edad Moderna no podemos contar
con el tipo de nobleza alejada de la tierra y únicamente interesada en el
arrendamiento de su señorío. Al contrario: como consecuencia de las
coyunturas de los precios de los siglos xvr y xvm, nos encontramos una
y otra vez con terratenientes que sabían incrementar su parte del rendi
miento campesino: o bien aumentando los viejos tributos, que entretan
to, debido a la inflación, habían perdido valor; o bien reclamando dere
chos nuevos, supuestamente «olvidados»; o bien convirtiendo los
tradicionales contratos de arrendamiento a largo plazo o «eternos» -que
sus antepasados habían aprobado de buen grado durante la depresión
agraria- en modernos arrendamientos a corto plazo fijo. Comentaremos
sólo marginalmente qué cambios se produjeron como consecuencia del
endeudamiento campesino. El movimiento inglés del enclosure, que,
sobre todo en el siglo XVII, estuvo acompañado por una masiva crisis de
endeudamiento de los campesinos, en el fondo fue un poderoso proceso
de desplazamiento social, a lo largo del cual prácticamente «desapare
ció» el campesino inglés dependiente pero autónomo 62• La expansión
del sistema de métayage en algunas regiones francesas y en otras del
sur de Europa fue obra de una nobleza que estaba interesada en la eco
nomía autónoma y que, de este modo, recuperó en magníficas condicio
nes la tierra repartida en tiempos pasados.
En la Europa central y occidental, la presión señorial sobre los rendi
mientos campesinos halló su límite allí donde el Estado intercedía como
protector de los campesinos. Esta protección, sin embargo, era para el
campesino un arma de doble filo. Por una parte, le liberaba de hecho de la
opresiva proximidad de su señor inmediato; por otra parte, le hacía cargar
con todo el peso de un señor nuevo que hacia finales de la Edad Media
todavía no existía: el Estado principesco de la Edad Moderna, que veía en
el campesinado su única fuente accesible de imposición directa. Al menos
61 V
éase F.-W. HENNING, Das vorindustrielle Deutschland. 800-1800, 1974, p. 255.
Buenos estudios regionales en su Bauernwírtschaft und Bauerneínkommen im Fürstentum
Paderborn ím 18. Jahrhundert, 1970. Id., Dienste undAbgaben des Bauern im 18. Jahrhun
dert, 1969. Un intento de cálculo de las cargas campesinas en la Francia prerrevoluciona
ria, en A SoB0UL, «La Révolution frarn,aise et la "féodalité". Notes pour le prélevement
féodal», Revue hístorique 240 (1968), pp. 33-56.
62 Esta tesis, considerada por algunos historiadores ingleses como exagerada, pero que
sin duda describe acertadamente una tendencia, en H. J. HABAKKUK, «La disparition du
paysan anglais», Annales ESC 20 (1965), pp. 649-663. Sobre el sistema francés del «méta
yage», que todavía no está bien investigado en su conjunto, véase como ejemplo regional
L. MERLE, La métaíríe et l'évolution agraíre de Úl Gátine poítevine de lafin du mayen éige
a la révolution, 1958.
177
en la época de crisis del siglo XVII, la presión fiscal de este Estado absolu
tista sobre la población campesina parece haber sido insoportable: en
Francia, por ejemplo, el recaudador de impuestos real fue, mucho más
que el señor, el blanco de las revueltas campesinas. Hay que tener también
en cuenta que el Estado, con su gente nueva, sus nuevos métodos y su
nuevo lenguaje administrativo, se convirtió en una eminente amenaza
para las comunidades campesinas tradicionales. Sus «viejos y buenos»
derechos parecían o estaban realmente amenazados. En el siglo XVIII, las
relaciones entre el estado absolutista y los campesinos se distendieron
notablemente63. La política fiscal del Estado estaba ahora esencialmente
orientada a un aumento de los impuestos indirectos; la agricultura y la
sociedad rural se fueron convirtiendo cada vez más en objeto de la admi
nistración estatal. El campo, en algunos aspectos, no fue el último en
beneficiarse de las muchas -a menudo sólo fragmentarias- reformas que
se llevaron a cabo bajo el signo del despotismo ilustrado.
Además, podemos conjeturar que en el siglo XVIII se inició una pau
latina transformación en la situación cultural del campesinado euro
peo. En los siglos xvr y XVII, el pequeño y medio campesino y, sobre
todo, los estratos inferiores del campesinado seguían estando comple
tamente alejados de todos los valores y logros intelectuales de la pobla
ción urbana de clase media y alta y de la nobleza. Sólo los grandes
campesinos acomodados sabían leer y escribir y se ocupaban de pro
porcionar una educación adecuada a sus hijos. Basándonos en las
investigaciones francesas, desde mediados del siglo XVIII hubo tímidos
avances en este sentido. Habiendo sido hasta entonces objeto de burla
de las clases altas y prototipo del ser «inferior», condenado al trabajo
manual, el campesinado, al menos el que tenía propiedades, adquirió
ahora cierta consideración social y, de este modo, se redujo un poco el
enorme desnivel cultural entre la ciudad y el campo. El realzado cam
pesinado, que en su calidad de propietario rural se benefició de la
coyuntura agraria favorable, adquirió independencia de sus tres supe
riores -el Estado, la Iglesia y, sobre todo, el señor-, y se hizo más
móvil y probablemente también «más político». Incluso entre las cla
ses rurales inferiores, que no sólo vivían de la agricultura, sino también
-y, a menudo, principalmente- de ingresos eventuales procedentes de
la industria doméstica, podemos suponer que en el siglo XVIII hubo
ciertos avances en este sentido 64•
et contestations rurales en France de 1675 a 1788», Annales ESC 29 (1974), pp. 6-22.
64 Véase el sugestivo artículo, con variedad de perspectivas, de H. MEDICK, «Zur struk
turellen Funktion von Haushalt und Faruilie im Übergang von der traditionellen Agrarge
sellschaft zum Industriekapitalismus: die proto-industrielle Faruilienwirtschaft», en W. Conze
(ed.), Sozialgeschichte der Familie in der Neuzeít Europas, 1976, pp. 254-282.
178
Sublevaciones y guerras campesinas en Europa
desde el siglo XVI hasta finales del XVIII
179
nunca fueron sostenidas únicamente por campesinos, sino que hallaron
el apoyo de las clases bajas urbanas, de la burguesía e incluso de la
nobleza descontenta. En especial, el apoyo propagandístico que se dis
pensó a los campesinos alemanes analfabetos en torno a 1525 es impen
sable sin una ayuda civil y religiosa concreta. Que los campesinos
supieran organizarse militarmente y manejar las armas se debía a que
muchos de ellos habían servido en ejércitos y a que, en ocasiones, fue
ron respaldados por soldados desertores.
A continuación analizaremos brevemente tres ejemplos con la
mirada -muy limitada- puesta en la situación y las exigencias de los
campesinos y de la población rural a principios, mediados y finales de
nuestra época: la Guerra de los Campesinos alemana de hacia 1525,
las revueltas francesas de alrededor de 1640 y los disturbios rurales en
la época de la Revolución Francesa en Francia y en algunos territorios
del Imperio Germánico. A través del análisis de estos tres movimien
tos completamente independientes entre sí, parece posible seguir, en
cierto modo, la pista a la historia social de la población rural europea
en la Edad Moderna.
De estos tres ejemplos, la Guerra de los Labradores alemana es, sin
duda, el fenómeno más complejo y más complicado 65 • Comenzó, como
muchas revueltas e incluso revoluciones, por un motivo aparentemente
insignificante y, sin embargo, cargado de simbolismo: la desmesurada y
hasta paradójica exigencia de servicios por parte de un señorío condal
en el sur de la Selva Negra. En un brevísimo plazo de tiempo, la guerra
se convirtió en un gran movimiento cuyo centro se hallaba en la Alta
Suabia, al norte del Lago de Constanza, enAlgau y en la Selva Negra.
65
La mejor información actual sobre el estado de la investigación acerca de la Guerra de
los Campesinos en Alemania la proporcionan los volúmenes colectivos que surgieron en y
después de 1975 con motivo de su aniversario. La revistahistóricaNF publicó el suplemento
4: P. BLICKLE (ed.), Revolte und Revolution in Europa, 1975. La revista Geschichte und
Gesellschaft dedicó a este tema su primer suplemento extraordinario. H.-U. WEHLER (ed.),
Der deutsche Bauernkrieg, 1524-1526, 1975.R. WOHLFEIL (ed.), Der Bauernkrieg 1524-1526,
Bauernkrieg und Reformation, 1975. B. MOELLER (ed.): Bauernkriegs-Studien, 1975.
H. A. ÜBERMAN (ed.), Deutscher Bauernkrieg, 1525, Zeitschriftfür Kirchengeschichte 85
(1974), Núm. 2. Representativa del debate en la antiguaRDA es la obra de G. HErrz (ed.),
Der Bauer im Klassenkampf Studien zur Geschichte des deutschen Bauernkriegs und der
biiuerlichen Klassenkiimpfe im Spiiifeudalismus, 1975. Algunas de estas compilaciones
incluyen investigaciones extremadamente detalladas. Véanse, además de E. WOLGAST en
Bliitter fiir deutsche Landesgeschichte 112 (1976), pp. 424-440. V. PRESS enNassauische
Annalen 86 (1975), pp. 158-177. S. HOYER en Zeitschriftfiir Geschichtswissenschaft 24
(1976), pp. 662-680. Para nuestro contexto, véanse importantes exposiciones generales o
monografías: G. FRANZ, Der deutsche Bauernkrieg, 101975. M. BENSING-HOYER, Der deut
sche Bauernkrieg 1524-26, 21970. P. BLICKLE, Die Revo!ution van 1525, 1975. H. BusZELLO,
Der deutsche Bauernkrieg van 1525 als politische Bewegung, 1969. D. SABEAN, Landbesitz
und Gesellschaft am Vorabend des deutschen Bauernkriegs. Eine Studie der sozialen Var
hiiltnisse im siidlichen Oberschwaben in den Jahren vor 1525, 1972.
180
Desde allí fue extendiéndose por otras comarcas -Alsacia, Wurtem
berg, Franconia y Turingia-, y sus efectos se dejaron sentir hasta en las
zonas meridionales de lo que más tarde sería la Baja Sajonia. Su impe
tuosa fuerza a corto plazo, su repercusión propagandística y la agitación
política general, que afectó a amplias capas sociales, permiten deducir
que tienen razón los historiadores que contemplan la Guerra de los
Campesinos como la manifestación específicamente campesina de una
conciencia de crisis general y de una sensibilidad a la crisis de toda la
sociedad alemana de la época. Concuerda con esta tesis el hecho de que
también se vieran afectados territorios suizos y austríacos; y tampoco
puede haber sido una casualidad que, precisamente en esa época, la
Reforma estuviera en el momento culminante de su primera fase-toda
vía muy espontánea y capaz de derribar muchas barreras.
Hasta hoy, los historiadores no se han puesto definitivamente de
acuerdo sobre qué fue esa crisis y cómo ha de ser interpretada. ¿El
ensayo de una «revolución protoburguesa», puesto que las acciones de
los campesinos han de ser contempladas en relación con los levanta
mientos urbanos frente a la usura y los monopolios, con el deseo gene
ralizado de una reforma eclesiástica y con el movimiento político enca
minado a implantar una reforma imperial?: con todo lo que sabemos,
eso sería ir demasiado lejos. ¿Una lucha por recuperar el «bueno y viejo
derecho», como se exigía en numerosos panfletos campesinos?: éste
ha sido un argumento esencial, pero no el único ni el prevaleciente. Es
seguro que las protestas campesinas no se pueden interpretar en un
único y claro sentido. Las circunstancias locales y regionales específi
cas de las clases y los estamentos sociales dieron lugar a un programa
político extremadamente variado y no siempre coherente. Precisamen
te por ello, dicho programa refleja de manera muy gráfica la situación
social del campesinado alemán, en especial del sur y del sudoeste de
Alemania, a comienzos de la primera fluctuación secular de la coyun
tura agraria en la Edad Moderna.
La Guerra de los Campesinos iba dirigida contra sus superiores
inmediatos, por cuanto aquéllos articularon su voluntad de modificar,
respecto a la tradición, el entramado de las relaciones económicas y
políticas entre el señorío y el campesinado. Está demostrado que nume
rosos señores (nobles y monacales) del sudoeste llevaban ya mucho
tiempo intentando reactivar los abolidos derechos de la servidumbre de
la gleba e imponer restricciones de usufructo en el marco de los dere
chos comunales cinegéticos, forestales y de la dula 66• El libelo más
66
Sobre este aspecto es fundamental BLICKLE, Revolution ... , (véase n. 65), pp. 31 ss.
Véase también SAARBRÜCKER ARBEITSGRUPPE, «Die spatmittelalterliche Leibeigenschaft in
Oberschwaben», Zeitschriftfür Agrargeschichte und Agrarsoziologie 22 (1974), pp. 9-33.
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famoso de la Guerra de los Campesinos,los «Doce Artículos»,de la pri
mavera de 1525, destaca con claridad la oposición de los campesinos a
esta evolución. Cuando,a consecuencia de esta política,los señores tra
taron de desenmarañar la complicada relación de los derechos señoria
les, superpuestos entre sí, y de convertir a los distintos señores en,por
así decirlo,un único señor de los labradores afectados -mediante la uni
ficación de los derechos señoriales, serviles y jurisdiccionales-, la
población rural se vio enfrentada al grave hecho económico y político
del nacimiento de una soberanía territorial-estatal. En ella no sólo se
concentraban -prácticamente sin competencia- los derechos en otro
tiempo separados,sino que, además, amenazaba las funciones hasta
entonces autónomas de la comunidad rural.
Pero el señorío y el Estado no eran los únicos rivales de los cam
pesinos; su lucha también tenía una perspectiva interna centrada en la
estructura de las poblaciones. En las investigaciones sobre la Guerra
de los Campesinos se ha hablado mucho de que el movimiento, al fin
y al cabo, fue liderado por campesinos relativamente ac01;nodados,
propietarios y privilegiados dentro de la comunidad 67• Visto en su
conjunto,esto es sin duda falso; pero está comprobado que este estra
to social -al igual que ocurrió en el movimiento campesino de la
Revolución Francesa- no se mantuvo al margen,sino que fue un ele
mento impulsor. Su situación económica estaba amenazada por las
nuevas exigencias señoriales y estatales; era la posición de quienes
gozaban de privilegios políticos la que estaba en tela de juicio. Pero
también eran éstos los que se hallaban sometidos a una presión
«desde abajo»,debido al aumento de los estratos rurales inferiores.
Es probable que en el sudoeste alemán, por ejemplo,la fluctuación
demográfica del siglo XVI ya produjera en época tan temprana sus
primeras repercusiones masivas y,junto con las nuevas cargas «desde
arriba»,aumentara la presión sobre los limitados recursos de los pue
blos campesinos de la región. Al menos, un experto americano en la
Guerra de los Campesinos no tiene ninguna duda: «Con toda seguri
dad se puede decir que los Doce Artículos y otras reclamaciones
suprarregionales procedentes de la Alta Suabia eran el programa de
los campesinos, es decir,de los vecinos de los pueblos con derecho a
votar, o sea, de aquellos que poseían una finca propia. Querían con
trolar ellos solos el acceso al bosque,a los caladeros y a las aguas;
querían elegir a los párrocos,pagarles con parte del diezmo y admi
nistrar el resto como ayuda para los pobres del pueblo. Ninguna tierra
comunal debía ser cedida al estrato creciente de los que carecían de
67
Este aspecto se halla especialmente recalcado en FRANZ, Bauernkrieg ..., cit. (véase
n. 65), passim.
182
tierras, y probablemente este grupo debía ser excluido de todo disfru
te de la dula» 68•
Como ya se ha dicho, es posible que todo esto no se hubiera mani
festado en una época tan temprana si la Reforma no hubiera acrecenta
do tan repentinamente la disposición general a la acción política.
La Guerra de los Campesinos en modo alguno se limitó a la articular
políticamente estas exigencias y reclamaciones, tan significativas en
nuestro contexto. En numerosas regiones se convirtió en un amplio
movimiento que abarcaba las pequeñas ciudades agrícolas de provin
cias y proclamaba los derechos del «hombre común» (tanto rural como
urbano); tras dicho movimiento, además de las reclamaciones concre
tas, se hallaban programas político-constitucionales mucho más gene
rales. Por otra parte, había varias asociaciones suprarregionales de gru
pos de campesinos que aumentaron considerablemente la capacidad de
acción del campesinado. Como guerra o incluso como revolución, este
movimiento fracasó estrepitosamente. En sus repercusiones a largo
plazo, sin embargo, no parece haber sido tan infructuoso como creían
antes los historiadores69• Hoy se contempla como un efecto verdadera
mente duradero de la guera el hecho, sobre todo, de que los campesinos,
en algunos territorios, pÜdieran abandonar los estrechos límites polí
ticos de su pueblo y hacer frente a los poderes señoriales mediante aso
ciaciones representativas de mayor envergadura. Al menos hasta el
momento en que el absolutismo arraigó firmemente en Alemania, a
finales del siglo xvn, en muchas regiones vinculadas a la Guerra de los
Campesinos se fue formando algo similar a un Estado de organización
<<comarcal», en el que estaban representados los campesinos de toda
la comarca: en el Tirol incluso como una auténtica clase social, con sus
correspondientes derechos a votar y administrar los impuestos, así como
a aprobar los estatutos de defensa nacional.
Oberschwaben als Beispiel», en BLICKLE (ed.), Revolte und Revolution..., cit. (véase n. 65),
pp. 132-150; esta cita en la p. 139.
69 Véase al respecto BLICKLE, Revolution (n. 65), pp. 241 y ss.
183
Algunos territorios alemanes también se vieron afectados: en espe
cial, el ducado de Baviera, que, habiendo sido respetado por la Guerra
de los Campesinos, ahora, con Maximiliano I, se abría enérgicamente
paso hacia el absolutismo. En la época de la abdicación del duque Gui
llermo, en los años noventa del siglo xvr, «los campesinos de diversas
localidades se mostraban rebeldes y levantiscos»; la rebelión del año
1633/1634, «sangrientamente sofocada», coincidió «de manera signifi
cativa» con los conflictos entre Maximiliano I y los representantes
comarcales de Baviera70•
Pero la «furia campesina» (R. Mousnier) fue incomparablemente
violenta en el sur, sudoeste y oeste de Francia. Si se tienen en cuenta
todos los movimientos que hubo entre 1624 y 1643, entonces no pare
ce exagerada la afirmación de que también este país vivió su propia
Guerra de los Campesinos en la Edad Moderna 71• Sin embargo, esta
guerra no se hallaba bajo los mismos auspicios que los acontecimien
tos alemanes de cien años atrás. Los motivos religiosos y político-reli
giosos no desempeñaron en ella ningún papel; la lucha defensiva de los
hugonotes contra el poder central no la afectó. De ahí que, en compara
ción con Alemania, apenas se percibiera el fruto publicista de estos dis
turbios, y que también fuera relativamente escasa la participación inte
resada de ciudadanos cultos y eruditos. La dirección político-militar
del movimiento fue también distinto al de Alemania. Con la excepción
de Bretaña, que en 1675 se vio afectada por la rebelión de los bonnets
rouges y, por tanto, tuvo que escuchar gritos de guerra anti-seigneuria-
Bayern in den Jahren 1598-1618. Ein Beitrag zur Geschichte des Frühabsolutismus, 1968,
pp. 95-96 y 352, especialmente su bibliografía.
71 Este tema fue acaloradamente discutido en Francia en los años cincuenta y sesenta,
184
les (si bien en principio no tenían por qué ser antinobles), las subleva
ciones no iban contra los que estaban autorizados a recibir servicios y
tributos en cada localidad. Sólo en el norte de Francia, en el movimien
to de los denominados lustrucus del Boulonnais, de 1662, el impulso
antifiscal se convirtió imperceptiblemente en un impulso tan masiva
mente antiseñorial y antinobiliar, que en esta rebelión se puede vislum
brar el prototipo de las revoluciones que se iban a desarrollar con pos
terioridad.
Por lo demás, los campesinos arremetieron contra el único, aun
que poderoso, enemigo que conocían: el Estado absolutista, que esta
ba a punto de iniciar «la mayor ofensiva fiscal de la historia de Fran
cia» (Y.-M. Bercé). Los croquants de Lemosín y del Périgord, y los
nu-pieds de Normandía atacaron con una vehemente desesperación a
los recaudadores reales, arrojaron a las cunetas carros cargados de
cereales requisados, volcaron en descampados arcas que contenían
los fondos recaudados; su grito de guerra, Vive le Roi sans la gabelle,
tenía ciertos ecos de estereotipo, especialmente en aquellas regiones
en las que los artistas financieros de Richelieu, con sus numerosas
tretas, habían ordenado la sujeción al impuesto estatal sobre la sal
(gabelle), en sustitución de las viejas libertades provinciales. El
deseo, no obstante, de que el rey «viviera», pero no sus subordinados,
sus representantes locales, ilustra a la perfección las características
de la mayoría de estas acciones: su impulso político, en el fondo, era
«conservador», no «revolucionario»; no pretendía cambiar nada, sino
evitar los cambios.
Aquí no podemos abordar en detalle el tema de la envergadura de
este movimiento ni la evolución de sus peculiaridades. A modo
de ejemplo para toda la Europa de la Edad Moderna, comentaremos la
lucha defensiva del campesinado europeo contra uno de sus principales
adversarios, el Estado absolutista, el cual -aunque en ninguna parte de
manera tan brutal como en Francia antes de su entrada en la Guerra
de los Treinta Años- no sólo apretó el tornillo de los impuestos y se
excedió en sus experimentos fiscales, sino que además, y en relación
con ello, disolvió los viejos derechos y solidaridades de la comunidad
rural. No hace falta tener mucha imaginación para calcular cómo
aumentaron las tensiones en el seno de esta comunidad, si se tiene en
cuenta que el impuesto campesino por excelencia, el taille, era un
«impuesto de distribución» cuyo reparto estaba en manos de miembros
notables de cada una de las comunidades rurales. Está demostrado que
los terratenientes nobles, en especial los pequeñosjunker, profunda
mente ligados a la tierra y a sus «solidaridades», participaban con cier
ta frecuencia en las rebeliones, garantizaban la protección a sus cam
pesinos o incluso eran elegidos como cabecillas, lo cual ilustra con
claridad el carácter de las sublevaciones en época de Richelieu. Es evi-
185
dente que, bajo estos auspicios, el contraste entre «pobre» y «rico»
adquirió mayor relieve y que, en general, por efecto de la lucha, los
procesos de diferenciación social se volvieron más palpables y eviden
tes. Algunos intendentes burgueses de terratenientes nobles y algunas
clases altas de ciudades de provincias situadas en territorio rebelde
también llegaron a percibirlos.
En lo que respecta a la unificación suprarregional y a la imposición
de objetivos político-constitucionales, es evidente que los campesinos
franceses de la época de Richelieu lograron mucho menos que los cam
pesinos alemanes del siglo xvr. La formación del Estado absolutista en
Francia había avanzado ya demasiado, con lo que las posibilidades de
la represión estatal eran demasiado eficaces. Las fuentes no hablan ni
de «agrupaciones cristianas» ni de un aumento de los derechos «comar
cales» de los campesinos.¿ Cómo iban a hablar de ello en una época en
la que el frío glacial del absolutismo, en este aspecto, azotaba incluso
el rostro de las clases altas de la sociedad? No obstante, la comunidad
rural francesa en general parece haber opuesto resistencia. Con Luis XN
hubo todavía repetidas sublevaciones campesinas (Bretaña, Boulon
nais, Angoumois, Las Landas, Vivarais), antes de que en el siglo XVIII
llegara la calma, que más tarde, bajo otros auspicios, fue de nuevo inte
rrumpida: a partir de 1735/1640, en algunas provincias aisladas como
Borgoña; a partir de 1750, M más territorios, y a partir de 1780, en
amplias zonas del país.
Estos nuevos auspicios eran los del «ilustrado» siglo xvrn. Un
campesinado algo más culto, un Estado que moderó su política fis
cal (Francia) o que tomó más en serio la protección de los campesi
nos (Brandemburgo-Prusia), y una burguesía que con su propagan
da en favor de la «libertad» proporcionó argumentos también a los
campesinos, fueron las premisas para que ahora, en muchos luga
res, las cargas económico-señoriales del campesinado se convirtie
ran en el principal motivo de sus acciones políticas. Y es que la situa
ción de la Europa rural, bajo el signo de la coyuntura agraria del
siglo xvm, no se caracterizaba en todas partes, ni mucho menos, por
la existencia de unos campesinos enfrentados a un señorío retrógra
do que reclamaba derechos y tributos. En las comarcas francesas
con cultivo intensivo de cereales, por ejemplo en la cuenca parisina,
el señorío «se modernizó» y transformó su economía independiente
en una empresa económica dinámica y capitalista que era explotada
por arrendatarios campesinos o burgueses, al estilo del modelo
inglés. Se convirtió así en un poderoso competidor de la pequeña y
mediana empresa campesina, suscitando entre los campesinos y las
clases rurales inferiores la misma indignación que el señor que
vivía de las rentas y, mediante los tributos, intentaba sacar provecho
de la coyuntura agrícola.
186
Las revueltas campesinas antiseñoriales de Francia a finales del
siglo xvm72 fueron un elemento muy importante de los movimientos
sociales de la Revolución Francesa. Iban dirigidas contra laféodalité,
término con el que los campesinos, así como aquellos sectores de la
burguesía que explotaban políticamente su irritación, no sólo entendían
las cargas del sistema señorial, sino también los diezmos eclesiásticos.
No pocos campesinos creían, además, que con la convocatoria de los
Estados Generales se producirían situaciones paradisíacas en su país, y
vivían con la esperanza de que se pusiera fin a toda carga, incluso fis
cal, en el campo. En este sentido, muy pronto fueron conscientes de
que, después de 1792, lo único que ocurrió es que un Estado diferente
-republicano, pero no por ello menos exigente- había sustituido al
viejo Estado monárquico. Y así encontramos al campesinado francés,
no sólo como una fuerza revolucionaria que entre 1789 y 1793 con
quista el objetivo de su lucha -la liberación del feudalismo-, sino pron
to también en el bando de los adversarios de la Revolución, como base
social de una amplia oposición royalist en el oeste del país, sobre todo
en la Vendée 73•
Francia es, en el fondo, el único país en el que el campesinado de la
Edad Moderna se liberó por su propia fuerza e iniciativa de las cadenas
y las cargas económicas, jurídicas y sociales de una estructura agrícola
secular; entiéndase bien: nos referimos al campesinado propietario,
que en comparación con las capas rurales inferiores gozaba de una
situación relativamente acomodada. En el resto de la Europa continen
tal, al campesinado no le fue nada bien con esta iniciativa propia, lo
cual no sólo es síntoma de la complicada situación político-estatal,
opuesta a un movimiento revolucionario de los campesinos, sino tam
bién de la menor politización y mayor vinculación de los campesinos
con el vigente sistema estatal de organización feudo-señorial. No obs
tante, en el siglo xvm hubo similares disturbios campesinos y subleva
ciones de las clases rurales inferiores, por ejemplo, en algunos territorios
187
del Imperio Germánico 74• A principios del siglo XVIII se produjeron
revueltas con final sangriento en la Baja y Alta Baviera, en 1714/1715
en Turingia, en 1716 en la Alta Austria, entre 1727 y 1745 en el sur de
la Selva Negra, en 1767 en la Silesia austríaca, en 1775 en la Moravia
bohemia; más tarde también en la Silesia prusiana y, finalmente, entre
1790 y 1794, en Sajonia -el movimiento solidario más importante de
Alemania-. Todas ellas se caracterizaban por unas reclamaciones anti
señoriales específicas, pero, a diferencia de la gran Guerra de los Cam
pesinos, quedaron limitadas a zonas y regiones comparativamente
pequeñas. Por el contrario, en las grandes comarcas señoriales situadas
al este del Elba no hubo ningún disturbio -sobre todo porque, según la
tesis todavía válida de Tocqueville, la propia iniciativa político-revo
lucionaria del campesinado presupone, como demuestra el ejemplo
francés, cierto grado de libertad y movilidad que no cabe esperar de un
campesinado muy vinculado al señorío, con grandes cargas económi
cas y socialmente oprimido y dependiente 75• En el este alemán, así
como en la mayoría de las provincias del oeste, la fase premoderna y
preindustrial de la historia europea no terminó, por tanto, hasta el pro
ceso de liberación campesina de la primera mitad del siglo XIX. Dicho
proceso no fue el resultado de una lucha y un esfuerzo hechos desde
abajo, sino que lo administró el Estado, y no resolvió ni mucho menos
los enormes problemas que habían surgido en las ciudades y en el
campo con el aumento de la población. En cualquier caso, con la libe
ración y consolidación de un campesinado medio, eximido de las car
gas y de los vínculos señoriales, este proceso estableció las premisas
para la entrada de Europa en una nueva etapa de su historia que, tanto
en el campo como en la ciudad, se fue caracterizando progresivamente
por el fenómeno de la industrialización.
188
sentir calladamente el límite que le ha sido trazado. No debe preguntar: «¿Qué
eres?», sino sólo: «¿Qué tienes?», qué talento, qué conocimientos, qué facul
tades, cuánta fortuna. Si el noble lo da todo a través de la representación de su
persona, el burgués no da, ni debe dar, nada a través de su personalidad. Aquél
puede y debe aparentar; éste solamente debe ser, y lo que quiera aparentar
resulta ridículo o insulso. Aquél debe hacer y obrar; éste debe cumplir y traba
jar, tiene que desarrollar algunas facultades para volverse útil, y se da por supues
to que en su manera de ser no hay, ni debe haber, ninguna armonía, porque, para
volverse útil en algún aspecto, tiene que desatender todo lo demás.
De esta diferencia no tiene la culpa la arrogancia de los nobles ni la docili
dad de los burgueses, sino la propia organización de la sociedad.
189
Pero, ¿cómo era esa nobleza y en qué se diferenciaba de la de lo s
siglos xvr y xvn? ¿Acaso se diferenciaba? El concepto de «feudal» ha
causado mucho daño en la historiografía de los últimos decenios 76•
Desde la Plena Edad Media hasta la Revolución Francesa, Europa
estuvo marcada por el feudalismo; los «señores feudales» constituían
la clase dirigente: eso es lo que pone en numerosos manuales y textos
escolares. La palabra latinafeudum significa «vasallaje» e ilustra la
dependencia personal de un hombre con respecto a un señor, el cual,
con el fin de imponer y asegurar su señorío, le enfeuda propiedades y
derechos y lo mantiene vinculado a él mediante un compromiso de
lealtad personal. En la Edad Media, la administración y el poder políti
cos se organizaban de esta manera, y en cada territorio surgió una sóli
da -y muy ramificada- cadena de relaciones vasalláticas.
Ya en la Edad Media, aunque más en la Edad Moderna, declinó esta
forma de organización del poder político; tras un proceso de intensos
conflictos de muy larga duración, se formó el «Estado moderno», que
despojó al sistema feudal medieval de su contenido político. No obs
tante, se conservaron sus formas jurídicas y protocolarias, y, en este
sentido, la nobleza del siglo XVIII en la práctica siguió siendo «feudal»
en muchos territorios: los príncipes alemanes, soberanos en su país y
todo lo «absolutistas» que cabe imaginar, mantenían todavía las viejas
relaciones vasalláticas con respecto al emperador; el propio rey danés
se hallaba en la misma situación -con la que se mostró conforme
como duque de Holstein. La nobleza alemana súbdita de algún prínci
pe también siguió observando la jerarquía feudal. Aunque no dependía
de forma inmediata del Imperio y, por tanto, no tenía una relación
directa con el emperador, sin embargo, como vasalla de su príncipe,
formaba parte de la «cadena feudal». Como tal, no obstante, ya no
tenía ningún peso político especial: de las tareas administrativas se
encargaba directamente el príncipe, y las enfeudaciones encaminadas
al traspaso de las competencias de poder dejaron de existir.
No: el peso social de la nobleza ya no procedía de su pasado feudal, si
bien todavía tenía en él algunas raíces. Antes bien, derivaba del simple
hecho de ser, prácticamente en todos los territorios de la Edad Moderna,
el mayor terrateniente con diferencia: un hecho nada insignificante dentro
de un orden social al que denominamos agrario y en el que, como ya se ha
dicho, casi todo giraba en torno a la agricultura y a la propiedad rural. En
comparación con el resto de la población, la nobleza era en todas partes
una pequeña minoría en vías de desaparición; sin embargo, junto con la
Iglesia y los príncipes, en todas partes poseía los mejores terrenos.
76
Véase al respecto, en general, el libro de H. WuNDER (ed.): Feudalismus, Zehn
Aufsatze, 1974.
190
¡Y no sólo eso! Como ya se ha dicho en otro lugar, en el siglo XVIII
seguía funcionando el sistema señorial, que aseguraba a los terrate
nientes nobles, aunque también a los numerosos burgueses que adquirían
un señorío, los servicios y los tributos de los campesinos que vivían a
su alrededor y dependían de ellos. Los publicistas franceses, que antes
del inicio de la Revolución alzaron sus voces airadas contra los aristó
cratas y la Iglesia, también lo calificaron de «feudal», acuñando así una
expresión que todavía hoy sigue vigente en la concepción marxista del
f eudalismo. Este término es aceptable si se aclara que no se trataba de
dependencias jurídico-feudales, y que el <<señorío» y el «sistema feu
dal» eran fenómenos independientes en la Edad Media y lo siguieron
siendo en la Edad Moderna.
Pero, una vez más, ¿ cómo era la nobleza en el siglo xvm y cómo
había sido su evolución en los siglos anteriores? Expresiones generales
como «los señores feudales» o «la clase dominante» provocan tanto
escepticismo justificado porque convierten una imagen social extre
madamente diferenciada en un concepto homogéneo y nivelador. Y
precisamente en este aspecto, la nobleza superó incluso al campesina
do y, en todo caso, sólo fue superada por las múltiples ramificaciones
del «tercer estado».
Tomemos de nuevo como ejemplo Alemania 77• Aquí, la cúspide del
estamento nobiliar la formaban aquellos reyes, príncipes, duques y
príncipes-obispos cuyas dinastías, en el transcurso de la formación del
Estado absolutista, enfrentándose a los competidores de su misma
clase, habían conseguido el máximo poder en un territorio, así como
representar al Estado. Eran los príncipes imperiales. Aunque por enci
ma de ellos estaba el emperador, en sus Estados no tenían competencia.
Debido a la constitución estamental de algunos te1Titorios alemanes, se
hallaban coartados en el ejercicio de su poder político; pero nada ponía
en duda su máxima posición social. A continuación venía el amplio
estrato de la nobleza rural, landsiissig (súbdita de un príncipe), que de
un territorio a otro presentaba notables diferencias en cuanto a su fuer
za, importancia política y estratificación social. En general, destacaba
por ser «vieja nobleza». Cultivaba la conciencia que tenía de ello y cui
daba celosamente de que los numerosos indicadores jurídicos y proto
colarios de su rancio abolengo no cayeran en el olvido. Para salvaguar-
191
dar este exclusivismo servía, en especial, el acceso a los parlamen
tos, que en muchos territorios alemanes quedaba restringido a
los caballeros de los estados provinciales o bien (en territorios ecle
siásticos) al cabildo noble católico: la posesión de una tierra señorial
era una prueba igual de necesaria que la de contar con ocho antepa
sados nobles en el árbol genealógico. Y, sin embargo, la vieja nobleza
estaba amenazada desde abajo. Al igual que sus vecinos de la Europa
occidental, los príncipes imperiales alemanes manejaban el instrumen
to de la concesión de la nobleza con virtuosismo y soberanía: «Pese a
la resistencia de la nobleza más antigua, no pocas veces se concedió
este estatuto a oficiales, comerciantes, proveedores de suministros de
guerra, empresarios y eruditos, y desde luego no siempre se exigía la
condición de que tuvieran tierras y llevaran un estilo de vida noble» 78 •
Otras muchas persnnas de la clase burguesa compraban las condicio
nes previas necesarias para el ingreso en la nobleza -sobre todo, tierras
señoriales- y luego esperaban la confirmación legal de su ascenso por
parte de sus príncipes o del emperador. Está comprobado que, tanto en
los principados alemanes como en Francia, los oficiales de la nueva
nobleza fueron los que más aventajaron a los antiguos y venerables
nobles en la lucha por obtener prebendas y cargos políticos en la corte.
No obstante, en modo alguno se acabó con la vieja nobleza. Precisa
mente en Francia conservó el acceso a los principales cargos de la corte
y, de este modo, se ocupó, por ejemplo, de que la diplomacia y la polí
tica internacional de la Europa del siglo XVIII siguieran siendo, en esen
cia, sus dominios.
Dentro de este cuadro social tan diferenciado, los miembros de las
órdenes militares y los caballeros imperiales resultaban un tanto exóti
cos. Desde el punto de vista jurídico, todavía constituían una singulari
dad, pues eran «directamente dependientes del Imperio» y, por tanto, no
estaban sometidos a nadie más que al emperador. Política y socialmen
te, a menudo iban muy por detrás de la nobleza súbdita de los príncipes,
aunque les quedaba cierta capacidad de acción, sobre todo en el servi
cio administrativo imperial, y a veces también en el de los príncipes.
Vista desde una perspectiva jurídica, la nobleza alemana del siglo XVIII,
debido a las peculiaridades de la constitución imperial, era, sin duda,
más diferenciada que la de los restantes Estados de la Europa central y
occidental. También el hecho de que Alemania careciera de una gran
corte central que hubiera podido dar origen a la formación de una aris
tocracia cortesana especial, como la que nos encontramos en Versalles
en los siglos XVII y xvm, ha de ser tenido en cuenta a la hora de estable
cer una comparación. Sólo en los grandes centros como Viena, Múnich
192
y, más tarde, Berlín se desarrolló algo aproximadamente similar. Por lo
demás, la situación de la nobleza alemana del siglo xvm refleja algu
nos rasgos típicos de la historia de la nobleza europea, cuyas peculiari
dades sólo se ponen verdaderamente de manifiesto si contemplamos
los tres siglos de la Edad Moderna en su conjunto79 •
El comienzo y, con frecuencia también, todo el transcurso de la
Edad Moderna suele aparecer descrito como una época de crisis para
la nobleza europea. Pero, ¿de qué clase de crisis se trataba?Y dicha crisis
¿afectó en su totalidad a este estamento social tan diferenciado? El
ámbito de la economía ofrece algunos argumentos. La nobleza terrate
niente había padecido las consecuencias de la depresión agraria de la
Baja Edad Medía como apenas ningún otro estamento. Los precios del
cereal eran bajos; se vendía mal y, en ocasiones, ni siquiera se vendía;
y la nobleza no estaba acostumbrada a desempeñar otras actividades, o,
en consideración a su status, no tenía acceso a ellas. La coyuntura favo
rable del siglo XVI dio lugar a un cambio que, sin embargo, no se encontró
en todas partes con una nobleza en buena posición de partida. Para
obtener mano de obra, había repartido mucha tierra en unas condicio
nes muy favorables y a largo plazo, las cuales ahora, con motivo de la
subida inflacionista de los precios, beneficiaron aun más a los campe
sinos asentados. Sin embargo, esta tendencia no era general en el siglo xvr,
como antes se creía. La nobleza, con el señorío y los derechos jurisdic
cionales de los que a menudo iba acompañado, tenía a su disposición
poderosos instrumentos para salir victoriosa en una nueva <<lucha de
reparto» con los campesinos. F. Braudel, refiriéndose a amplias zonas
de la región mediterránea, habla de una réaction seigneuriale en el
siglo XVI 8º . Ya hemos comentado tendencias similares en el sudoeste
alemán en la época de la Guerra de los Campesinos. También Francia,
con la Gatine poitevine, el Haut-Poiteau, el Jura y la Provenza, ofrece
importantes regiones en las que se llevó a cabo la modernización agrí
cola del siglo xvr bajo la eficaz dirección de la nobleza señorial. En la
Mesta española, un grupo de presión para el fomento de la cría de
ganado lanar en todo el campo, los terratenientes y los grandes desem
peñaron un papel nada insignificante 81• Por no hablar de Inglaterra,
donde los enclosures comenzaron ya en el siglo XVI bajo la dirección
79
Aparte de los volúmenes colectivos o monografías, citados en n. 77, de Goodwin,
Vierhaus y Meyer, véase N. ELIAS, Die hofische GeseUschaft, Untersuchungen zur Sozio
logie des KiJnigtums und der hiJfischen Aristokratie mit einer Einleitung: Soziologie und
Geschichtswissenschaft, 3 1977. F. REDLICH, European Aristocracy and Economic Develop
ment in Entrepreneurial History 6 (1953), pp. 78-91.
80 F. B
RAUDEL, La méditerranée (véase n. 27), vol. II, pp. 50 ss.
81
Véase al respecto el que sigue siendo el mejor estudio: J. KLEIN, The Mesta: A Study
in Spanish Economic History, 1273-1836, 1920. [ed. cast: KLEIN, J. La Mesta. Estudio de
la historia económica española 1273-1836, Madrid, Alianza Universidad, 1981.]
193
de la nobleza rural. La situación sólo fue menos favorable allí donde la
nobleza había renunciado prácticamente por completo a su economía
independiente y, como ocurrió en el sudoeste alemán, se había retirado
a la cómoda pero arriesgada posición de «rentista».
Así pues, la nobleza europea estaba, en general, muy presente en la
agricultura, y siguió estándolo en toda la Edad Moderna, aunque nadie
tuvo en ninguna parte tanto poder como la nobleza terrateniente del
este del Elba, que a cambio demostró mucha más comprensión y aper
tura hacia las cuestiones de modernización y mucho más sentido y
tacto para las actividades no agrícolas. Recientemente, un estudio sobre
Francia 82 ha puesto de relieve lo comprometida que estaba la nobleza
francesa, sobre todo en el transcurso del siglo xvm, en diversos ramos
comerciales e industriales, desde la siderurgia y la industria del vidrio
hasta la banca, pasando por la participación en grandes compañías
comerciales: una prueba que echa por tierra la tesis -que tan familiar
nos resulta por los manuales- sobre la estrechez de miras y la cerrazón
de la «casta feudal».
¿ Una crisis de la posición y de la conciencia políticas? Aquí sí vie
nen al caso reflexiones más detalladas. Desde comienzos de la Edad
Moderna, en la Europa central y occidental la edad de oro de la autole
gitimidad señorial por parte de la nobleza había llegado prácticamente
a su fin. En el curso de la formación territorial del Estado, unas pocas
familias y dinastías escogidas lograron apropiarse de más poder seño
rial que sus competidores y, finalmente, convertirse en el único, máxi
mo y soberano poder estatal. Este proceso no siempre era irreversible;
la dinastía reinante no tenía su situación asegurada para siempre. Las
intrincadas vías de la transmisión hereditaria y, en algunos teritorios,
también las eventualidades de una elección daban lugar a queocasio
nalmente se produjera un cambio. Por lo demás, el acceso al máximo
poder estatal permaneció cerrado en adelante para la vieja nobleza
europea. Hasta bien entrado el siglo XVII, ésta reaccionó en muchos
Estados con acciones separatistas, insubordinación, revueltas, grupos
antigubernamentales, intentos de golpe de Estado, atentados y procedi
mientos formales. La historia de Francia y de España en los siglos XVI
y XVII está llena de luchas entre las dinastías reinantes y los mécontents
de la vieja nobleza, los cuales, con cierta frecuencia, como en la Fran
cia de Richelieu, tenían un parentesco más o menos cercano con el rey.
Éstos eran, sin duda, síntomas de una profunda crisis de conciencia
de la vieja nobleza, que había perdido dos pilares de su existencia
social: la soberanía jurídico-feudal y el servicio militar autorresponsa-
194
ble en representación de su señor feudal. A ello se añadía el que a fina
les del siglo XVI las enormes exigencias de status de este estamento
superaban ampliamente sus posibilidades financieras. F. Braudel, con
la mirada puesta en la nobleza española, lo ha formulado de manera
clásica: «Il y a contradiction a vouloir, et en meme temps ne pas pou
voir vivre noblement, faute de cet argent qui justifie a peu pres tout»&3_
La alta aristocracia inglesa, la alta nobleza española, la nobleza militar
francesa envuelta en las guerras de religión... , todas ellas padecieron en
esta época graves crisis de endeudamiento y, de este modo, acrecenta
ron precisamente aquellas dependencias que pretendían evitar: con res
pecto al Estado, por arriba; y con respecto a miembros más adinerados
de clases inferiores, por abajo.
En la práctica, el Estado de los príncipes obtuvo, en conjunto, un
gran beneficio de esta situación. Procedentes asimismo del mundo de
la nobleza y representantes, por así decirlo, de su cúspide jerárquica
superior, las dinastías europeas reinantes de los Habsburgo, los Valois,
los Borbones, los Tudor y los Estuardo no estaban interesadas en una
eliminación social de la vieja nobleza, pero sí en una reducción de sus
ambiciones «feudales», en su integración en el nuevo mundo de la
corte y del Estado. Dejando a la nobleza el señorío como base de sus
ingresos y del estilo de vida noble, y abriéndole el acceso a cargos y
prebendas en la corte, en la Iglesia, en el ejército, en la diplomacia y en
determinados sectores de la administración, los príncipes la fueron
introduciendo poco a poco en la nueva realidad del Estado moderno.
Por parte de los príncipes, esto presuponía una afinada técnica de poder
y una permanente disposición a privilegiar socialmente a la nobleza sin
cederle las riendas políticas. La debilitada monarquía española no lo con
siguió en el siglo xvn, tras la muerte del rey Felipe II: en esta época nos
encontramos a España de nuevo en manos de la alta nobleza; los «gran
des» feudales se apoderaron de la política del país. Tampoco los peque
ños Estados de Italia, gobernados por potentados locales o por virreyes
de los Habsburgo, supieron resolver el problema. En el Nápoles, el
Milán, la Toscana, la Génova, la Venecia y la Roma del siglo xvu, las
aristocracias locales eran las que llevaban las riendas; no ya las viejas
familias, que se habían arruinado en las luchas de los siglos xv y xv1,
sino nuevos barones y señores cuya política ha sido calificada por un
historiador de Nápoles simple y llanamente de «refeudalización» 84•
Por el contrario, tanto Francia en el siglo xvn como Brandembur
go-Prusia en el xvm constituyen ejemplos coronados por el éxito.
83
Braudel, La méditerranée..., cit. (véase n. 7), vol. II, p. 59.
84
Véanse al respecto dos trabajos de R. Villari de 1962 y 1963, citados por Braudel,
Méditerranée... , cit., vol. II, p. 61, n. 6.
195
Desde mediados del siglo XVII, la nobleza francesa «se tranquilizó», se
conformó con lo que se le ofrecía y se adaptó a su nueva posición y
función. Versalles, donde la nobleza al principio divertía y luego se
aburría, cuando Mme. de Maintenon fue dominando cada vez más el
ritmo de la corte y el estado de ánimo del monarca, se convirtió en
el principal punto de referencia de su vida. Versalles había sido cons
truido para la nobleza francesa, que estaba obligada a prestar sus servi
cios en el ritual monárquico. En Versalles halló un sucedáneo de su
perdido esplendor y de la grandeza y eminencia social de su pasado;
mediante el puntual y correcto cumplimiento de sus servicios al señor,
obtuvo la recompensa de los honorarios, las pensiones, los cargos y las
prebendas que tan apremiantemente necesitaba para sus hijas e hijos
segundones. Se ha observado que el sistema cortesano de Luis XIV,
que alcanzó su punto culminante después de 1683 con la edificación y
las continuas ampliaciones de Versalles, perdió su influencia en el
mundo de los artistas y los eruditos a partir de 1690. Con los sucesores
de Luis XIV, el sistema cortesano también fue perdiendo fuerza inte
gradora para la vieja nobleza, convirtiéndose cada vez más en un
baluarte del despotismo ministerial, tan temido -y luego vehemente
mente combatido- por la nobleza. Sin embargo, el largo reinado de
Luis XN y su increíble perseverancia en la implantación y conserva
ción del ceremonial, que asignaba a cada uno de los nobles asistentes
su función, centrada en la persona y la dinastía del monarca, y que
hacía que todos los nobles que habían permanecido en el campo estu
viesen deseosos de participar en él, fueron en la Europa de aquel enton
ces un ejemplo único del sometimiento y la domesticación de un esta
mento al que, durante los cien -o más- años anteriores, no se hubiera
podido amansar.
En Brandemburgo-Prusia, el aplacamiento de la nobleza, sobre
todo de la nobleza terrateniente de la Marca del Electorado, transcurrió
por otras vías 85. En el siglo XVII ya no se puede hablar de un sistema
«feudo-absolutista»; la nobleza estaba distanciada del nuevo poder, al
que incluso rechazaba; prefería ponerse al servicio de señores extran
jeros. No existía una corte que hubiera podido asumir la función de
Versalles. Aquí el factor esencial de integración fue el ejército. Con
Federico Guillermo I se inició la tradición de reservar los puestos de
85
La situación de la nobleza en los «países prusianos» ha sido motivo de muchas y
profundas investigaciones. Algunos estudios importantes: O. HlNTzE, «Die Hohenzolleru
und der Adel», en id., Regierung und Verwaltung. Gesammelte Abhandlungen, vol. III,
2
1967, pp. 30-55. F. MARTINY, Die Adelsfrage in Preussen vor 1806 als politisches und
soziales Problem, 1938. F. L. CARSTEN, «Entstehung des Juukertums», en R. Dietrich (ed.),
Preussen. Epochen und Probleme seiner Geschichte, 1964, pp. 57-76. H. RosENBERG, Bure
aucracy, Aristocracy and Autocracy. The Prussian Experience 1600-1815, 2 1968.
196
oficiales a la nobleza nativa y, al mismo tiempo, satisfacer así sus par
ticul_ar_es _ambici _o1;1es de status. �n contrapa�tida, la corona exigía el
serv1c10 mcond1c10nal en el pais, la renuncia a salir al extranjero y
el sometimiento a la ética del Estado. Al principio hubo que recurrir a la
fuerza con bastante frecuencia; sólo con Federico II surgió una autén
tica relación de lealtad, sin la cual no podría entenderse el despliegue
de fuerzas militares que llevó a cabo este Estado en el siglo xvm.
¿Hubo también una crisis formativa de la nobleza europea en la
Edad Moderna? En el marco de una introducción como ésta, no se
puede apuntar una respuesta satisfactoria; pero al menos debe hacerse
mención de ese ejemplo que -para el siglo XVI- gusta citar la biblio
grafía. Se trata de la caballería imperial, sobre todo, de los territorios
del sudoeste alemán, «la capa más desesperada» de toda la nobleza,
«que no se adaptó al cambio que se había operado en las condiciones
generales de vida en la Baja Edad Media» 86• Compañeros suyos de
infortunio era, sin duda, los hidalgos españoles y los hobéreaux fran
ceses; sin embargo, una comparación entre los confusos, y también
tendenciosos, informes de las crónicas del siglo xvr podría demostrar
que la situación de los caballeros alemanes era especialmente triste. En
la Edad Media habían sido más guerreros que cualquier otro miembro
de su estamento; ni entendían de agricultura ni aprendieron -como los
terratenientes del este del Elba- a manejarse con ella. Su «profesión»,
en la transición del siglo xv al XVI, acabó siendo la de salteadores.
«Venidos a menos y convertidos en una farsa de la ufana hidalguía de
otros tiempos, estos bandidos, a menudo rodeados de gente sospecho
sa, constituyeron una base, no del todo inofensiva pero también lamen
table, de la burguesía urbana en ascenso» 87 •
Pero el motivo de crisis más importante se ocultaba en esa evolución
de la que ya se ha hablado al estudiar el campesinado. También la nobleza
tuvo que lidiar durante toda la Edad Moderna con el problema del cambio
radical en la apariencia del estamento, tanto en el aspecto cuantitativo
como en el cualitativo. Hasta ahora sólo hemos hablado de la «vieja»
nobleza, la nobleza militar, descendientes de familias antiquísimas que ya
existían en la Edad Media. Seguramente habían visto ascender a otras
f amilias competidoras; incluso es posible que hasta el siglo XIV o xv no
alcanzaran ellas el honor de pertenecer a este estamento. Pero el hecho de
que ahora insistieran cada vez más en su antigüedad, reclamaran títulos
nobiliarios para acceder a su curia en las reuniones de los estados territo
riales, y defendieran el principio de antigüedad para ocupar altos cargos
en la corte, demuestra lo amenazadas que se sentían por abajo.
197
De hecho, la ampliación de la nobleza con gente nueva procedente
de estamentos inferiores en todos los territorios de la Edad Moderna
europea figura entre los acontecimientos histórico-sociales más impor
tantes. Desde el punto de vista formal, dicha ampliación se llevó a cabo
por procedimientos estrictamente reglamentados. El príncipe soberano
era la única instancia que poseía el derecho a conceder la nobleza. Los
nuevos altos dignatarios eran admitidos por autoridades especiales; sus
títulos, propiedades, privilegios y su status preciso eran registrados, y
su disposición para llevar una vida noble era atentamente vigila da.
Pero en la práctica se trataba de un proceso que discurría de un modo
relativamente caótico y descontrolado. Quien tuviera una volunta d
firme y los medios necesarios para abandonar su estamento burgués, a
finales del siglo XVI y durante todo el siglo XVII, conseguía la nobleza
casi siempre, unas veces de forma inmediata y otras después de una
tenaz espera y mediante la clara demostración de estar dispuesto a no
reparar en gastos. Pues el Estado de los príncipes, que todavía tenía una
situación económico-financiera arcaica, se interesaba sobre todo por el
dinero y aprovechó virtuosamente la concesión de la nobleza como un
recurso para la creación de dinero y créditos.
Esta práctica era conocida en todos los países. España destacó espe
cialmente. Se dice que fue ella quien la inventó y, en el siglo XVI, la
convirtió en un artículo de exportación: como sus metales preciosos, su
moda, sus «guantes perfumados y los temas de sus comedias» (F. Brau
del). Francia, en sus grandes capitales de provincias, con una burguesía
rica y consciente de su ascenso, no le iba a la zaga. Se ha comprobado
que un comerciante italiano establecido en Lyon tenía, hacia 1560,
veinte señoríos entre Borgoña y el Languedoc. Inglaterra, en la transi
ción del siglo xvr al XVII, vivió una auténtica <<inflación de honores»;
no sólo aumentaron los rangos inferiores de la gentry, sino también los
altos peers, y entre ambos estratos se creó con los baronets un «esta
mento dentro de un estamento» completamente nuevo. En Alemania el
ejemplo más famoso, pero ni mucho menos el único, fueron los Fugger.
La escasez de dinero de los príncipes fue sin duda la causa más
importante de esta evolución, pero también hubo otros motivos. La
ampliación cuantitativa de un estamento va siempre asociada a cierta
disminución de su importancia social, a una nivelación de sus ambicio
nes exclusivistas. Es un hecho comprobado que este cálculo entraba en
la política de concesión de la nobleza por parte de los príncipes. Si
tomamos como testimonio las numerosas pruebas de la indignación
que provocaba a la vieja nobleza la afluencia sin trabas de gente nueva
e inferior a su estamento, se ve claramente el éxito de esta política. Lo
cual no impedía que la propia nobleza antigua estuviera más que dis
puesta a aliviar un poco sus deudas mediante la boda de una hija preci
samente con uno de esos advenedizos.
198
A ello se añadía el que los principales sectores de la nueva estatali
dad principesca -la administración y el ejército- se vieran completa
mente involucrados en este proceso. Las grandes superficies de los
Estados de la Edad Moderna necesitaban muchos, muchísimos oficia
les para imponer su poder. Que a finales de los siglos XVI y xvu siem
pre hubiera candidatos, y que en países como Francia y España
se pegasen literalmente por obtener un cargo en la administración de
justicia y de hacienda 88, no se debía precisamente a las espléndidas
ofertas de sueldo y pensiones por parte del Estado. Al contrario: todo
aspirante sabía que el príncipe nunca le pagaría adecuadamente por su
actividad. Sin embargo, ofrecía otras cosas: ponía el puesto a la venta y
dotaba a numerosos altos cargos de la expectativa futura de conseguir
la nobleza personal y a veces incluso la hereditaria. Junto con la venta
directa de feudos, señoríos, derechos, privilegios y títulos, el sistema
de venalidad de cargos se convirtió en un instrumento más de la políti
ca financiera y nobiliaria de los príncipes. Un instrumento extremada
mente eficaz y virtuosamente tocado, si damos crédito al ejemplo mejor
investigado, el francés. La folie des offices dominó en Francia 89 -tras
un temprano comienzo en los siglos xv y XVI- durante los siglos xvn
y xvm, y no sólo dio lugar a que el presupuesto real, sobre todo en épo
cas de escasez, pudiera ser ampliado con rapidez y de forma relativa
mente «no burocrática>>, sino también a que a la monarquía de los Bar
bones le brotara, por debajo de la vieja nobleza, un amplio sector
compuesto por la nobleza nueva, que, aun no siendo leal y sumisa en
el sentido del funcionariado moderno, sí estaba sometida a dependen
cia por la compra y la propiedad privada del cargo. La noblesse de
robe, con la ayuda de la compra de cargos, organizó su fascinante
ascenso social y, hasta muy entrado el siglo XVIII, fue una colaborado
ra conflictiva, pero en general fiel, de la monarquía absoluta. De este
modo, ambas se vieron involucradas en un asunto nefasto para la eco
nomía financiera, catastrófico desde el punto de vista de la economía
nacional y que políticamente era un arma de doble filo, algo que las
dos percibieron en toda su intensidad durante la crisis del Ancien
Régime. Hasta entonces, sin embargo, el absolutismo francés había
obtenido de ese procedimiento un beneficio financiero, político y
social muy considerable.
88 Véase
al respecto el fundamental artículo de H. TREVOR-ROPER, «Die allgemeine Kri
sis des 17. Jahrhunderts», en id., Religion, Reforrnation und sozialer Urnbruch. Die Krisis
des 17. Jahrhunderts, 1970, pp. 53-94; aquí, pp. 68 ss.
89
Esencial para Francia: R. MousNJER, La vénalité des offices sous Henri N et Louis XIII,
2
1971. También sigue siendo importante M. GóHRING, Die Arnterkiiiiflichkeit irn Ancien Régi
rne, 1938. La venalidad de los cargos como un problema extendido por toda Europa es tra
tada por K.W. SWART, Sale of Offices in the Seventeenth Century, 1949.
199
En el siglo XVIII, la diversificación de la nobleza europea era en
muchos países unfait accompli social. Los oficiales ennoblecid os
en especial, pero también muchos· antiguos grandes comerciantes,
podían evocar con orgullo un proceso de ascenso en ocasiones largo,
pero a menudo rápido y repentino. Naturalmente, hacían todo lo posible
por representar tan codiciado estado conforme a todas las reglas del arte
de la apariencia. Por este motivo, fueron ellos precisamente los que
hicieron que el sistema estamental de la vieja Europa experimentara de
nuevo una significativa revalorización en una época en la que sus bases
ya se tambaleaban en muchos aspectos. Se necesita una gran capacidad
de observación para identificar, por ejemplo, a un miembro de la alta
aristocracia parlamentaria parisina como un antiguo vil bourgeois. En
la segunda mitad del siglo XVIII, hubo en Francia una última y poderosa
avalancha de nuevos miembros de la nobleza: a ello contribuyeron la
favorable coyuntura económica y la inalterada escasez de dinero del
Estado. En esta época, la vieja nobleza, que llevaba mucho tiempo pre
senciando lo que ocurría, empezó a protestar de nuevo; a veces, con una
rabia sorda al estilo mordaz del marqués de Saint-Simon; otras, sin nin
gún interés, como esos grandes terratenientes nobles ilustrados que
supieron ver el signo de los nuevos tiempos y obtuvieron ganancias en
el comercio, la agricultura y la industria; por último, con la conciencia
dividida, como todas esas familias antiguas que, aunque todavía conce
dían un gran valor a su status, habían trabado relaciones con esos nue
vos nobles a través de una política matrimonial. Los señores nobles
«reaccionaron» empleando todo el poder que les quedaba para evitar
que accedieran «desde abajo» a su último bastión: los altos oficiales del
ejército. De la burguesía, en cambio, no tenían ningún miedo, cuando en
1781 forzaron la publicación del famoso edicto de Ségur, que exigía
pruebas de nobleza especialmente estrictas para acceder a las carreras
militares9°. La burguesía, de todos modos, no tenía ninguna oportunidad
en el ejército, ni tampoco la buscaba. Pero sí esos advenedizos proce
dentes del mundo financiero que ya había invertido su riqueza en la
obtención de un título nobiliario y ahora codiciaban el ascenso a la exclu
siva esfera profesional de la vieja nobleza militar. Ésta es la razón por la
que últimamente los historiadores vuelven a esforzarse tanto en com
prender el papel que desempeñó la nobleza en el estallido de la Revolu
ción Francesa. No era un grupo homogéneo de reaccionarios feudales.
Era un estamento extremadamente diferenciado cuyas familias más
destacadas habían compensado el atraso cultural -quizá existente ya en
90
Esta tesis la desarrolla de forma detallada y convincente D. D. BIEN, «La réaction
aristocratique avant 1789: l'exemple de l'armée», Annales ESC 29 (1974), pp. 23-48
y 505-534.
200
el siglo XVI- con respecto al mundo de los eruditos, los artistas y los
grandes comerciantes cosmopolitas, y que ahora participaban decisiva
mente en el desarrollo de la Ilustración. En los siglos anteriores, este
estamento había sido, en parte, mimado y acariciado por la monarquía
y, en parte, también rudamente zarandeado. No resulta, pues, casual que
abarcara no sólo al hidalgo rural y retrógrado que en su vida había esta
do en Versalles ni en París y que sólo soñaba con gastarse tranquilamen
te su modesta y, a veces, exigua <<renta feudal», sino también al galante
noble cortesano, al noble commerr;ant cosmopolita y al noble de pro
vincias anglófilo, que se burlaba de lo estéril que se había vuelto la vida
cortesana, consideraba imprescindible laféodalité e injusta la exención
tributaria, y que, sobre todo, utilizaba argumentos liberales, aborrecía la
monarchie administrative y nada deseaba más ardientemente que susti
tuirla por un sistema constitucional de cuño inglés.
Hasta ahora hemos hablado poco de la nobleza inglesa, y ello por una
buena razón. Como en tantos otros terrenos, también en éste tuvo Ingla
terra una evolución especial 91• Y, una vez más, dicha evolución apuntaba
en una dirección «moderna» y de gran porvenir. En el siglo XVIII, Ingla
terra poseía la sociedad más moderna de Europa, pero también la más
aristocrática. Para obtener una imagen gráfica de ella, naturalmente no se
debe mirar sólo a Londres y a la corte real inglesa. Ni siquiera un análisis de
las Houses of Parliament, en Westminster, proporciona una imagen acer
tada de su estructura social. La Inglaterra aristocrática de los siglos XVII
y XVIII se desarrolló en el campo, donde en tomo a 1700 vivían unas tres
cuartas partes de los ingleses. Al margen de Londres, Inglaterra no tenía,
ni siquiera aproximadamente, tantas ciudades grandes como Francia, y, lo
que es más importante, dos tercios de la población rural vivía en pueblos
de menos de 500 vecinos. Y aquí, en las inmediaciones y en contacto con
estas comunidades rurales, vivía la nobleza. No sólo la escasa minoría de
la greater nobility, los dukes, marquesses, viscounts y barons, los lords
que se sentaban en la Cámara de los Lores y que, dentro del complicado
sistema constitucional de Inglaterra, habían adquirido un papel de inter
mediarios entre la corona y la Cámara de los Comunes. También, y sobre
91
Sobre la acalorada discusión acerca de la nobleza inglesa, bastan algunas referen
cias generales. Sobre la crisis de la vieja y alta aristocracia en el siglo XVI y a comienzos
del XVII, L. ST0NE, The Crisis of the Aristocracy, 1558-1641, 1965 (ed. abrev., 1967).
Con respecto a la controversia sobre la «gentry», que partió de un escrito de R. H. Tawney
(1941), véase la sinopsis (así como los pormenorizados datos bibliográficos) de L. STONE,
«The Social Origins of the English Revolution», en id., The Causes ofthe English Revolu
tion. 1529-1642, 1972, pp. 26-43. Una imagen general de la población rural inglesa, con
valiosos análisis sobre la nobleza y, en especial, sobre la «gentry»: G. E. MINGAY, English
Landed Society in the 18th Century, 1963. Son especialmente importantes los caps. 2, 3,
6, 7 y, sobre todo, el 8 de P. LASLETI, The World We Have Lost, 21971.
201
todo, la lesser nobility, los baronets, knights, esquires y simples gentle
men, la gentry, que abarcaba tan sólo un 5 por 100 aproximadamente de
la población inglesa, pero que, a cambio, tenía representación en dos ter
cios del campo. Desde el punto de vista jurídico, estos señores eran com
mons y, en consecuencia, estaban en la Cámara de los Comunes. Sin
embargo, la diferencia de status con respecto a la alta aristocracia se
hallaba perfectamente compensada por la influencia política y el poder
que se acumulaban en manos de la gentry. No sólo por pertenecer a la
Cámara de los Comunes, donde se hacía política de gran importancia y,
sobre todo, se decidía acerca de los impuestos y de las deudas. Como
representantes de los countys, la gentry dominaba prácticamente por
completo dicha Cámara. Pero no constituían una casta cerrada, pues
mantenían estrechas relaciones con la Cámara de los Lores; muchos gen
tlemen dependían social y políticamente de los lords. También «hacia
abajo» mantenía la gentry una actitud sorprendentemente abierta; sus
estrechos vínculos familiares con la merchant class londinense fueron
una de las bases de su poder social.
La alta nobleza y la gentry tenían en la administración local el
segundo puntal de su poder político. Aquí dominaban, en el sentido
más literal de la palabra, y no con la ayuda de antiquísimos derechos
jurisdiccionales y judiciales de carácter «feudal» o señorial, que, en
Inglaterra, a diferencia del contiente, hacía tiempo que habían sido
abolidos.A finales del siglo xv y en el XVI, en Inglaterra ya habían per
dido poder las antiguas instituciones judiciales feudales; el sherifffue
sustituido por eljustice ofpeace, el juez de paz local, que trabajaba sin
retribución, que debía juzgar conforme a la common law, y cuyo nom
bramiento tenía que ser renovado cada año por la corona. Y en el trans
curso de la Edad Moderna, esta institución, tan característica de Ingla
terra, había ido a parar completamente a manos de la alta nobleza, los
altos dignatarios de la Iglesia anglicana y, sobre todo, la gentry. No era
sólo un tribunal, sino también un amplio órgano policial y administra
tivo local: controlaba los salarios y los precios, las industrias estaban
sometidas a él, y organizaba y vigilaba la asistencia social.
De este modo, la gentry se convirtió, por así decirlo, en la represen
tante natural de los condados: indiscutida en su posición social, incues
tionada en su influencia política. Representaba a los distritos rurales en la
Cámara de los Comunes, y, lo que es más, incluso los propios boroughs,
las circunscripciones electorales de las ciudades (con la salvedad de
Londres y de las 25 cities más grandes), se acostumbraron con el tiempo
a elegir a sus representantes parlamentarios entre la vecina gentry 92 •
92 Las repercusiones sociales de esta situación están muy realzadas por LASLETI, The
World... , cit., passim.
202
En algunos aspectos, la gentry inglesa es comparable a aquellas
capas de la nobleza continental que, como ella, se fueron estableciendo
a lo largo de la Edad Moderna como una fuerza nueva por debajo de la
vieja nobleza93• Sólo que ella adquirió un perfil mucho más autónomo
y relativamente independiente del sistema estamental reinante. Le inte
resaba la política y la influencia, pero no por la vía de la corte y de los
parasitarios cargos cortesanos. Lo suyo era el campo, donde ejercía el
poder político y la influencia social y donde residían sus intereses eco
nómicos. Concedía gran valor a los títulos, tratamientos, residencias
veraniegas, jardines y grandes mansiones, y utilizaba estos distintivos
de magnitud noble para salvaguardar su influencia política. Pero no era
noble en el mismo sentido que lo eran y querían serlo los grupos conti
nentales comparables -la noblesse de robe en Francia, el alto funcio
nariado en Alemania-.
Contemplando, pues, toda nuestra época y este estamento en su
conjunto destaca una imagen bastante clara de la evolución de la noble
za europea, que no por casualidad muestra cierta coincidencia con
otros fenómenos descritos a lo largo de este libro. El aspecto social de la
nobleza se fue diversificando en la misma medida en que el peso de
Europa en la agricultura, el comercio y la industria se fue trasladando
desde el sur, la región mediterránea, hacia el norte y el-noroeste. El sur,
que en el siglo xv estaba abarrotado de poderosos centros urbanos y
burgueses, se rearistocratizó de tal modo que ni siquiera la fuerza diná
mica del Estado principesco fue capaz de imponerse como contrapeso
frente a la nobleza local y regional. En el centro, en el Imperio Germá
nico y en Francia sobre todo, la nobleza se vio afectada por impulsos
evolutivos internos y externos mucho más fuertes, a los que, no sin
esfuerzo, acabó adaptándose con éxito. Pero esto no lo consiguió por
su propia fuerza. El Estado principesco absolutista se convirtió en el
principal punto de referencia de la nobleza; de su capacidad de integra
ción y legitimación dependían sus propias posibilidades de evolución.
En el oeste, finalmente, nos encontramos con la imagen de una noble
za <<en vías de emancipación» que, por este motivo, ocupó un puesto
destacado hasta muy entrado el siglo XIX. No estamos hablando de los
Países Bajos, donde el elemento noble decreció ya en el siglo xvn y
únicamente halló cierto equilibrio porque en el siglo XVIII los grandes
comerciantes de la República, que se habían vuelto ricos y perezosos,
se comportaban de un modo más aristocrático de lo que les correspon
día por estamento y profesión. Nos referimos, sobre todo, a Inglaterra,
el país de los peers y los esquires, que tenían al Estado en sus manos y,
93
Sobre la «noblesse de robe» de Francia, véase G. HUPPERT, Les Bourgeois Gentils
hommes, 1977.
203
al mismo tiempo, supieron darle una apariencia moderna como no
podrían habérsela dado en esta época ni en el centro ni en el sur del
continente.
94
La mejor visión general sobre las etapas esenciales del «nacirrúento del Estado
moderno», en forma resumida, en E. HASSINGER, Das Werden des neuzeitlichen Europa.
1300-1600, 2 1966. Véanse en especial los caps. I,5 y III.-Interesantes controversias desde el
punto de vista de la historia intelectual, constitucional y social en O. BRUNNER, Land und
Herrschaft. Grundfragen der territorialen Verfassungsgeschichte Osterreichs im Mittelal
ter, 2 1965. Una obra monográfica sobre los orígenes medievales del «Estado moderno» en
J. R. S1RAYER, Die mittelalterlichen Grundl,agen des modernen Staates, 1975.
204
dad-Estado medieval siguió existiendo, sobre todo en el sur del conti
nente. Aunque no estuviera gobernada, como Venecia, por una oligar
quía noble y solidaria, sino, como Florencia desde 1530, por un pode
roso soberano, que, si bien no suprimió las antiguas instituciones
urbanas, sí las debilitó mediante la organización de una administración
municipal propia; la ciudad-Estado no evolucionó hacia un Estado de
cuño absolutista como el que nos encontramos en el norte y en el oeste
del continente. En Ginebra, la ciudad-Estado adquirió una nueva
dimensión bajo la influencia del protestantismo, convirtiéndose en los
siglos siguientes en un equivalente muy apreciado del Estado princi
pesco territorial. El resto de ciudades y cantones suizos, que hasta 1648
pertenecían formalmente al Imperio Germánico, permanecieron libres
de toda autoridad principesca; en muchos territorios del Imperio Germá
nico, las reuniones de estados conservaron o adquirieron tanto peso
político, que sus príncipes, pese a sus denodados esfuerzos, nunca lle
garon a ser auténticos príncipes absolutistas. En el oeste del continente,
en los Países Bajos del norte y en Inglaterra, surgieron formas de Estado
que pueden ser consideradas como alternativas al absolutismo. Ambos
países conocieron en los siglos XVI y XVII las exigencias y la arrogancia
de los gobernantes; de estos largos enfrentamientos surgieron, sin embar
go, ordenamientos políticos que no se correspondían con el modelo
continental, pero que no por ello eran menos «modernos».
Así pues, no fue única y principalmente en el poder absoluto de los
príncipes donde se manifestó la nueva estatalidad de la Edad Moderna.
Dicha novedad residía mucho más en las crecientes tareas y competen
cias que ahora se le asignaban a la idea abstracta de «Estado». No
resulta casual que el concepto de «Estado» (estat; stato; state) apare
ciera cada vez más a menudo en las filosofías políticas de los siglos XVI
y xvn, ni que se convirtiera en objeto de debate acalorado y en algo
considerado independiente de la respectiva autoridad estatal. La sobe
ranía en el exterior y en el interior; el arrinconamiento de la autolegi
timidad señorial; la definición de un territorio -junto con todos los
«súbditos» residentes en él- perteneciente a un «Estado» y, por tanto,
sometido a su soberanía; el atender a una serie de tareas centrales inde
pendientemente de la competencia de las autoridades estamentales de
ese territorio y ese grupo de súbditos; la organización de instituciones
judiciales, financieras y, en general, administrativas para el cumpli
miento de estas tareas; la creación de un ejército y de las correspon
dientes entidades administrativas para la defensa o ampliación de
dicho territorio; el control de la situación de la Iglesia hasta el estable
cimiento de un régimen eclesiástico estatal; la creciente influencia en
la vida económica del territorio con el fin de aprovechar su riqueza ... :
todo ello se convirtió en el distintivo del Estado moderno en general,
no sólo del Estado absolutista de los príncipes. Sin duda, donde más
205
claramente se manifestó esto fue en la actividad gubernativa de un dili
gente autócrata del siglo XVII. De ahí que no pocos de sus teóricos sos
tuvieran la opinión de que únicamente la monarquía absoluta estaba
capacitada para desempeñar con eficacia semejante conjunto de tareas
estatales. Sin embargo, la evolución de Inglaterra y los Países Bajos
demuestra que estaban en un error. También estos Estados concedían
valor a su soberanía interior y exterior, también ellos reclamaban nue
vas competencias para sí, y también ellos se proveían de los atributos
del nuevo orden, si bien dentro de las nuevas actividades estatales
repartían el peso de manera distinta a como lo hacían las monarquías
absolutas.
Aquí sólo podemos señalar brevemente cómo llegó a formarse en
un territorio este nuevo poder, máximo e ilimitado. El Estado «moder
no» de los siglos XVI y XVII presuponía históricamente otras formas de
organización política; aunque éstas siempre habían desempeñado una
parte de las tareas posteriormente reclamadas por el «Estado», sin
embargo nunca habían perseguido ni logrado unas competencias tan
amplias. El autolegitimado señor feudal, por ejemplo, a quien el Esta
do moderno suplantó definitivamente, ejercía, como señor jurisdiccio
nal, funciones enteramente «estatales». Pero no por ello representaba a
una instancia superior cuyo mandatario era él, sino que hacía valer un
derecho propio que emanaba de sus posesiones. Sus inmunidades no
formaban parte de un orden estatal superior, sino que eran un derecho
de propiedad «privado». Cuando se reunía con otros autolegitimados
para defender sus intereses estamentales frente a las exigencias de un
poder principesco que se salía del contexto estamental, no representa
ba otra cosa que sus propiedades y sus derechos. El Estado de los prín
cipes irrumpió, sobre todo en Francia, en el mundo de la autolegitimi
dad feudal desde el siglo XIV y, al principio, sólo lo hizo como
competidor de los poderes más antiguos. Empezó a «roer las inmuni
dades de todo tipo» (E. Hassinger) y para ello se valió con notable
éxito de aquellos argumentos que procedían del propio mundo antiguo:
la superioridad feudal y la especial solemnidad de la realeza francesa,
que hacían de ésta algo más que un mero primus inter pares. Poco a
poco fue cristalizando un concepto -nunca incuestionable ni tampoco
irrevocable por mucho tiempo- basado en las nuevas ideas jurídicas
extraídas del ius romanum, para designar ese nuevo poder del Estado
ajeno a la esencia del mundo feudal. El príncipe pasó a convertirse de
suzerain en souverain; su administración nacional y local, al principio
sólo competidora, se convirtió en una nueva forma de organización
política que, a medida que se fue imponiendo, fue reclamando cada vez
más un compromiso y una universalidad que desbordaban el mundo de
la autolegitimidad. Los antiguos poderes se defendieron ampliando sus
delegaciones estamentales territoriales y regionales, y deliberando en
206
ellas sobre su conducta con respecto al príncipe: unas veces para dejar
se regatear el solicitado «consejo y ay uda» y, de paso, tal vez concertar
un acuerdo de dominio; otras, para optar por la resistencia.
El enfrentamiento del nuevo poder estatal con las reuniones de esta
dos comenzó mucho antes de la Edad Moderna, y en el siglo xvu toda
vía no había concluido en todas partes. Desde el punto de vista social,
dicho enfrentamiento era la expresión de la grave crisis en la que
había entrado la nobleza europea en la Baja Edad Media. Económica
mente debilitada por las repercusiones de la depresión agraria; políti
camente unida por la lucha permanente por conseguir opciones de
dominio y de poder, exenciones, derechos y privilegios; culturalmen
te insegura por la pérdida de una posición en otro tiempo brillante e
incuestionada; y socialmente irritada por la quiebra y decadencia de
muchos miembros de su clase y por la incesante proliferación de nue
vas capas dentro del estamento, la nobleza europea no consiguió en
muchos países defender la autolegitimidad feudal como un principio
de organización política frente al nuevo poder de un Estado territorial.
Naturalmente, esto no significa que la nobleza como estamento per
diera su importancia política. Según una vieja tesis, el nacimiento del
Estado moderno, sobre todo en forma de monarquía absoluta, estuvo
estrechamente vinculado con el ascenso de la burguesía y su conver
sión en una fuerza política dominante95• Conforme a las investigacio
nes más recientes, esta tesis ha de ser considerada absolutamente falsa.
Es cierto que el Estado de los príncipes, en especial en el siglo XVI, uti
lizó en todas partes personal burgués para que ocupara los puestos de la
administración cortesana, judicial y financiera; es cierto que estaba
interesado en la riqueza de las grandes ciudades comerciales y de sus
ciudadanos, así como dispuesto a recompensar con numerosos conte
nidos su acomodación a la política principesca. Pero de ahí no nació un
favor político consciente a todo el estamento, una coalición social entre
el Estado de los príncipes y la burguesía. Al contrario: donde la bur
guesía había conseguido desempeñar un papel dominante en la Edad
Media -en las ciudades-Estado de la región mediterránea y en la Alta
Alemania-, fue decreciendo su importancia desde finales del siglo xv
y, frente al nuevo Estado territorial de grandes dimensiones, no pudo
mantener su orden político basado en la ciudad y en un pequeño terri
torio circundante. Además, a los príncipes de la Edad Moderna les
resultaba completamente ajena cualquier política estamental antinobi
liaria. Procedentes ellos mismos de la nobleza y convertidos en prínci
pes en competencia con ella -a menudo por acontecimientos dinásticos
207
verdaderamente fortuitos-, no ponían en duda la vieja división esta
mental, sino sólo los derechos políticos que la nobleza deducía de su
autoconciencia estamental. Al mismo tiempo, eran lo suficientemente
oportunistas como para aprovechar en su favor los conflictos estamen
tales: por ejemplo, en la Castilla del siglo XVI, bajo el reinado de Carlos V
sólo fueron convocados a las Cortes representantes de las ciudades.
O bien porque la nobleza no poseía ninguna competencia para
desempeñar las nuevas tareas en la administración judicial y financie
ra, o bien porque les negaba sus servicios a los príncipes, se emprendió
con especial empeño el nombramiento de consejeros burgueses inclu
so en el siglo xvr. Pero una vez que éstos ocuparon la nueva posición,
no destacaron precisamente por sus especiales cualidades estamenta
les. Antes bien, el servicio al Estado era para ellos un incómodo cami
no para salir de su viejo estamento. Los príncipes fomentaron dicho
servicio concediéndoles la nobleza a sus nuevos colaboradores,
haciéndoles nobles en virtud del cargo y colocando, de este modo,
junto a la vieja nobleza a un competidor procedente de abajo: un com
petidor y, al mismo tiempo, un guía que orientara a la nueva realidad
del servicio a los príncipes.
Pero el auge del Estado no fue sólo el resultado de la crisis social de
los que habían ostentado el poder en la Edad Media. Que los Estados
territoriales de grandes superficies determinarían el orden político de
Europa es algo que ya estaba claro hacia mediados del siglo xv. Pero
hasta el siglo siguiente no se supo cuántos poderes y competencias
llegarían a asumir. A la crisis de los antiguos poderes señoriales se aña
día ahora la crisis de la vieja Iglesia. Ésta y la Reforma que vino a con
tinuación contribuyeron esencialmente a que la principal pretensión
del Estado, postulada desde hacía tiempo -la soberanía interior y exte
rior-, se hiciera realidad también en el ámbito eclesiástico-religioso. El
galicanismo de Francia, la Iglesia estatal de Inglaterra y el régimen teo
crático de los príncipes protestantes de Alemania, por citar sólo algu
nos ejemplos sobre el aumento de la influencia del Estado respecto al
poder papal, fueron el punto final de una evolución que, aunque había
comenzado mucho antes de la Reforma y había afectado incluso a un
país al margen de la Reforma como España, sin embargo fue decisiva
mente estimulada por ella 96• Si, a partir de ahora, en los países protes
tantes ya no quedaba absolutamente ningún poder espiritual que actua
ra al margen del Estado, tampoco los Estados católicos se dejaron
96
Para Brandemburgo-Prusia, la implantación del régimen teocrático soberano está
brillantemente analizada por O. HINTZE, «Die Epochen des evangelischen Kirchenregi
ments in Preussen», en íd., Regierung und Verwaltung. Gesammelte Abhandlungen, vol. III,
2
1967, pp. 56-96.
208
arrebatar su principal logro: la intervención estatal en el nombramien
to de los numerosos cargos eclesiásticos.
El siglo XVI se reveló como una época favorable para el desarrollo
de los nuevos órdenes estatales también en otro aspecto. La penetra
ción de Europa en el mundo extraeuropeo sólo en sus inicios fue obra
de los descubridores, que además actuaban por encargo de los monarcas
ibéricos. Pronto les siguieron los <<burócratas y misioneros» (J. H. Elliott).
El afianzamiento, la exploración y la explotación del Nuevo Mundo se
pudieron llevar a efecto, tal y como se practicó en América, sólo gra
cias a los crecientes recursos del Estado. Los territorios extraeuropeos
se convirtieron en un campo de experimentación de esta nueva fuerza,
que pudo desarrollarse aquí con relativa libertad respecto a las tradi
ciones, ataduras y resistencias nacionales. Por otra parte, los territorios
de nueva adquisición fomentaron desde mediados del siglo XVI la
expansión estatal en Europa. Ya se sabe el beneficio que extrajo Felipe II
de los metales preciosos americanos. Las restantes potencias europeas,
al principio, no tuvieron más remedio que ceder esa ventaja a las
monarquías ibéricas. Pero en la reanimación de la coyuntura del «largo
siglo XVI» hallaron un equivalente satisfactorio, y eso fue mucho antes
de que los tesoros americanos llegaran a Sevilla con regularidad. Fernand
Braudel, en su libro sobre el Mediterráneo, ha descrito magistralmente
la influencia de la coyuntura económica en las coyunturas de la forma
ción estatal. Advierte contra una valoración exagerada de la plata ame
ricana, y ve una sintonía entre el crecimiento económico y la expansión
del Estado principesco ya desde mediados del siglo xv, desde la inver
sión de la tendencia que tuvo lugar en la Baja Edad Media. La Francia
de Luis XI, la Inglaterra de Enrique V II, el Aragón de Juan, pero tam
bién el Imperio Otomano de Mohamed II, fueron el primer resultado
de esta coyuntura; a continuación, en el siglo XVI, vinieron los grandes
Imperios de Carlos V, Solimán II y Felipe II, así como los grandes sue
ños imperiales de Francia bajo Carlos VIII y Francisco I.
Ya Ranke 97 describió minuciosamente cómo, en el siglo XVI, la evo
lución de los Estados de Europa estuvo muy influida por estas tenden
cias a la formación de un gran Imperio. En comparación con el sistema
de potencias europeo de épocas posteriores, aquello era exaltación,
anacronismo y orientación hacia ideas medievales tradicionales. En
pleno siglo XVI, sin embargo, encajaba perfectamente con una época de
crecimiento general. La imagen de los príncipes del Renacimiento
reforzaba el afán de expansión territorial; mostraba a un príncipe libre,
97 Véase L. VON RANKE, Geschichte der romanischen und germanischen Volker von
1492 bis 1514, 2 1874; e id., Die Osmanen und die spanische Monarchie im 16. und 17. Jahr
hundert, 41877.
209
improvisador y apasionado que -costara lo que costara- se proponía
llevar a cabo grandes proyectos. Dicha imagen todavía no sabía nada
del posterior ideal del príncipe del siglo xvn, inalcanzable en su majes
tas, pero al mismo tiempo terrenal, diligente y «burocrático», que no
buscaba tanto la expansión como la consolidación, que orientaba los
recursos gubernamentales, los títulos legales y las concepciones del
poder -recién adquiridos- hacia sus posesiones conquistadas, procu
rando imponerse en ellas y conservar su posición en el marco del siste
ma europeo de potencias. En ese sentido parece justificado que los his
toriadores, que con una precisión extremada han remontado los
orígenes de las nuevas doctrinas estatales y de los nuevos recursos de
poder hasta comienzos del siglo XIV, no fijen el estadio de su aplicación
sistemática hasta el siglo XVII.
Sólo entonces empezaron a pertenecer al pasado, en la Europa cen
tral y occidental, los ambiciosos grandes Imperios del Renacimiento (y
todas las ideas y los sueños a ellos encaminados); sólo entonces se creó
el sistema de Estados territoriales de mediano tamaño que, mediante
una incesante lucha por la preponderancia y el equilibrio, determinarí
an el destino político de Europa hasta el siglo xx; sólo entonces la idea
de Estado nacida en el otoño de la Edad Media halló el camino hacia la
realidad abstracta y práctica de la política 98•
b) LA MONARQUÍA ABSOLUTA
98 En esta idea insisten mncho todos los autores que se dedican a la época de crisis
comprendida entre 1560 y 1660 y a sus transformaciones sociales y económicas. Véanse,
entre otros, las contribuciones de E. HüBSBAWM y H. TREVOR-R0PER en T. Aston (ed.), Crisis
in Europe. 1560-1660, 21967.
99 Tampoco podemos dar una selección suficientemente satisfactoria de la biblio
grafía sobre el absolutismo. Junto con todas las historias de Europa citadas en la bi
bliografía general, merecen especial mención los artículos de los diccionarios, las obras
colectivas y las investigaciones, ya que a través de ellos se puede acceder fácilmente a una
amplia bibliografía. De entrada, sigue siendo importante el polémico artículo -fundamen
tal en la época de su redacción- de F. HARTUNG y R. MouSNIER, «Quelques problemes con
cemant la monarchie absolue», en X Congresso Intemazionale di Szience Storique 1955. Rela
zioni, vol. IV, s/a. (1955), pp. 1-55. Sobre estos problemas y sobre bibliografía, véase el amplio
informe que compara la investigación marxista con la investigación burguesa en tomo al
210
idea de la soberanía de un Estado -idea recién adquirida tanto en la
vida estatal como en la teoría política de los últimos siglos-, la definió
como el «máximo poder, emancipado de las leyes, con respecto a los
ciudadanos y súbditos». Una fórmula rotunda, pero no del todo com
pleta. Quien quería ser «soberano» en un Estado, tenía que demostrar que
su actuación política estaba libre de determinadas limitaciones: ni los súb
ditos -las reuniones de los estados, las cofradías, los gremios, las cor
poraciones, las instituciones municipales, los oficiales, los parientes del
rey y la alta nobleza- ni las leyes dictadas por él o por sus antecesores
debían servirle de obstáculo a la hora de ejercer su poder ilimitado.
Únicamente tenían validez las leyes «positivas», pues incluso el sobe
rano de Bodin y de todos los teóricos de la soberanía estaba sometido a
un derecho superior, la ley de Dios y de la naturaleza, que le prohibía,
por ejemplo, apoderarse de la propiedad privada de sus súbditos.
En realidad, esta exigencia no era nueva allá por 1576. Al propio
Bodin le gustaba dirigir la mirada al pasado, cuando buscaba modelos de
la potestas absoluta. El rey francés Francisco I (1515-1547), por ejem
plo, fue descrito varias veces por él como poseedor de tal poder; y
tendencias absolutistas había también en muchos otros príncipes euro
peos del siglo XVI e incluso de los siglos xv y XIV. Por otra parte, cuando
escribía Bodin, la dinastía francesa reinante de los Valois se hallaba en
una grave crisis política, social y dinástica; su conducta era vacilante,
insegura, estaba muy influida por las camarillas de la alta nobleza y no
revelaba nada de lo que, según Bodin, constituía la soberanía. La suntuo
sa y tradicional monarquía de Francia era tan débil bajo los últimos
Valois, que sus adversarios le negaban incluso el derecho de soberanía,
y no había ninguna seguridad de que la nueva fuerza estatal centraliza
dora pudiera imponerse por mucho tiempo en Francia. Precisamente
por eso escribió Bodin su gran obra De la République, y precisamente por
eso este partidario y ferviente admirador de la monarquía francesa
se esforzó por ser muy claro e insistente al describir su situación 100•
¡ Qué distinta la imagen de Francia unos cien años más tarde! ¡ Se
acabó la crisis dinástica! Los antiguos adversarios de la monarquía,
gobernadores de la alta nobleza en las provincias, hermanos y primos
211
rebeldes del rey, censores de la monarquía, miembros destacados del
Consejo real, los líderes del partido protestante (también ellos miem
bros casi siempre de la alta nobleza), las regiones y grandes ciudades
del sur y del sudoeste que en otro tiempo habían pertenecido a la opo
sición...: todos ellos se sometieron ahora al poder y a la voluntad de
dominio del rey Luis XIV; todos ellos abandonaron su resistencia, o
bien opusieron una tan débil que el rey acabó con ella sin el menor
esfuerzo y sin renunciar a las grandes operaciones de política exterior.
¿ Qué había ocurrido en esos cien años?
Cuando Jean Bodin escribió en 1576 su teoría sobre la soberanía
estaba formulando una reivindicación, no describiendo una realidad
política y jurídico-constitucional existente. Cuando Luis XIV escribió
por primera vez unas memorias, en tomo a 1670, remontándose a los éxi
tos de su autocracia desde 1661, hizo lo mismo, sólo que además pudo
remitirse a toda una serie de decisiones, gracias a las cuales dicha reivin
dicación se había convertido en realidad política. Apoyándose en el tra
bajo preliminar de Enrique IV (1589-1610), de los cardenales Richelieu
(1624-1643) y Mazarino (1643-1661) -los dirigentes políticos de Fran
cia en el reinado de su padre y en la época de su propia minoría de edad-,
Luis XIV erigió el absolutismo de Francia en sistema político 101• Los
antiguos gobernadores autócratas de las provincias, todos ellos más o
menos partidarios todavía de la autolegitimidad feudal, perdieron su
poder y su influencia. Las instituciones estamentales quedaron muy des
plazadas de la vida política; los cuerpos renitentes del sistema financiero
y judicial fueron sometidos a obediencia. Las alcaldías municipales, en
otro tiempo símbolo de la libertad e independencia de las ciudades, fue
ron convirtiéndose cada vez más en objeto de la política real de cargos.
Finalmente, Los protestantes, que hacia 1600 todavía vivían con la espe
ranza de cierta autonomía corporativa dentro del Estado, enseguida se
dieron cuenta de que el absolutismo, tal y como lo entendía este rey, sig
nificaba la negación de su derecho a existir en Francia.
Todo esto lo pudo imponer el monarca porgue tenía a su disposi
ción los recursos de poder que habían adquirido sus antecesores y él
mismo con gran perseverancia y mucha dureza e intransigencia: un
ejército, surgido principalmente en la Guerra de los Treinta Años, que
sin duda no constituía todavía un ejército disciplinado moderno, pero
101
De la abundante bibliografía sobre el absolutismo francés sólo citaremos tres
trabajos fácilmente accesibles y con tendencia a una valoración de conjunto: P. GouBERT,
Ludwig XJv. und zwanzig Millionen Franzosen, 1974; mucho más que una biografía: un
análisis sobre la organización estatal, social y económica; por desgracia, deficientemente
traducido. D. RrcHET, La France moderne: L'Esprit des institutions, 1973. E. HINRlcHs,
«Absolute Monarchie in Frankreich. Strukturprobleme eines politischen Systems», en Patze
(ed.), Aspekte..., cit. (véase n. 99), pp. 23-41.
212
que se diferenciaba mucho de las levas feudales y que, sobre todo, era
«permanente» y, en consecuencia, podía ser utilizado en todo momen
to, tanto en épocas de paz como de guerra; además, un pequeño grupo
de oficiales directamente dependientes del rey como representantes del
monarca en las provincias, unos treinta commissaires départis o inten
dentes, a cada uno de los cuales se le adjudicaba como distrito una gran
provincia, donde vigilaban no sólo a los antiguos gobernadores, que
habían perdido poder pero no habían sido destituidos del cargo, sino
también a los cuerpos reales de la administración financiera, judicial y
policial; y, finalmente, un sistema cortesano central que estaba hecho a
la medida de la persona del monarca absoluto que representaba al Esta
do.
En el palacio del Louvre de París y, más tarde (a partir de 1682), en
Versalles, fue donde el absolutismo de Luís XN halló su expresión más
consecuente. Siguió existiendo el Consejo del Rey con sus diferentes
secciones, pero a partir de 1661, cuando Luis XIV sometió al conseil
d'en haut a una depuración radical, todas las decisiones importantes ya
sólo se tomaban en los citados lugares, tras una serie de deliberaciones
del rey con un pequeño círculo de personas fieles elegidas consciente
mente entre el estamento burgués inferior. El resto de la corte, en cam
bio, pasó a depender por completo del monarca absoluto. La corte se
convirtió en el centro político y social del nuevo sistema; el rey francés,
que en otro tiempo había viajado por todo el país, se estableció aquí y
mandó llamar a los representantes más destacados (sobre todo nobles) de
Francia para que, en el cumplimiento de un nuevo ritual monárquico,
hallaran el sentido de su propia existencia.
Algunos historiadores del absolutismo europeo han tenido que
soportar el reproche de que, cuando hablaban de «absolutismo», sólo
se referían a Luis XIV. Hay algo de cierto en ello. Como todos los reyes
y príncipes europeos de la época, también los historiadores estuvieron
mucho tiempo tan fascinados por el modelo francés del absolutismo
que en el resto de Europa sólo veían imitación, un intento por conse
guir algo similar, pero, según ellos, ningún logro comparable. Entre
tanto, una investigación diferenciada sobre el absolutismo ha cambia
do esta imagen y se ha esforzado por poner de relieve evoluciones y
creaciones independientes.
En lo que se refiere al sistema cortesano y a la técnica gubernamen
tal, el absolutismo tuvo lugar en España cien años antes que enFran
cia102. CuandoFelipeII(l556-1598) se estableció en 1561 en Madrid,
en el corazón de Castilla, y, con ello, abandonó su tradicional recorrido
102
Para España, véanse sobre todo los trabajos de J. H. Elliott. Principalmente hacen
referencia a las postrimerías del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII, y examinan las
213
por los reinos de su corona, dio un paso al que no renunció ningún
soberano absolutista posterior y que, por tanto, puede ser contemplado
como algo constitutivo de la práctica del poder absolutista. De Carlos V
adoptó el ceremonial cortesano borgoñón y lo convirtió en un sistema
cortesano independiente que pronto fue aceptado por la nobleza caste
llana. Mediante la concesión formal de cargos cortesanos, vinculó la
nobleza a la corte y, de este modo, la resarció de las posiciones perdi
das. En los principales cargos estatales, sin embargo, colocó a juristas
y teólogos de origen burgués, los letrados, que, dentro del mundo cas
tellano del siglo XVI marcado por los grandes y los hidalgos, encarna
ban el elemento dinámico tanto en lo social como en lo político.
Pero, en otro aspecto, el Imperio de Felipe II difícilmente se puede
encuadrar dentro del tipo de monarquía absoluta común a toda Europa.
Si su técnica gubernamental iba más allá del siglo XVI y apuntaba hacia
la práctica francesa de Enrique IV, Richelieu y Luis XIV, su obra en
general permaneció aferrada a la situación de la monarquía renacentis
ta europea. Pese a la división del Imperio universal de los Habsburgo,
en una parte austríaca y otra hispano-borgoñona tras la abdicación de
Carlos V ( 1555), Felipe todavía tenía que administrar un heterogéneo
conglomerado de países que no se correspondía en absoluto con el tipo
del posterior Estado absolutista de tamaño mediano. Castilla sola, y
posiblemente también los Países Bajos, habrían sido territorios apro
piados para la formación de un Estado absolutista, pero no ese «impo
sible Imperio gigantesco» (Chaunu) heredado de Carlos V. Felipe II no
pudo evitar que con los Países Bajos del norte se perdiera una parte
importante del Imperio; sus sucesores tuvieron que contemplar cómo
el propio centro del Imperio -Castilla- sufrió desde finales del siglo XVI
un grave descenso económico que, finalmente, dejó paralizada la diná
mica estatal --característica de los otros Estados europeos- del absolu
tismo en España.
Junto con Francia y España, la monarquía absoluta se desarrolló
sobre todo en los territorios del lmperium Romanum y en los países
escandinavos. En ellos la monarquía también enlazaba con las evolu
ciones territorio-estatales y dinásticas de los siglos xv y xvr. A diferen
cia de España, único país europeo que ya había arreglado su situación
eclesiástico-nacional antes de la reforma y, por tanto, estaba, en cierto
modo, inmunizado, aquí se añadía el problema del protestantismo
como elemento impulsor esencial. Los príncipes convertidos al protes-
214
tantismo secularizaron los bienes eclesiásticos, fomentaron un régimen
teocrático principesco y, de este modo, reforzaron su poder estatal. Por
el contrario, los soberanos que siguieron fieles a la ortodoxia, pusieron
dicho poder al servicio de la Contrarreforma y, a cambio, se dejaron
recompensar con una creciente influencia en la situación eclesiástico
territorial. El absolutismo en los países hereditarios de los habsburgo
austríacos y en el ducado y posterior Electorado de Baviera 103 -las for
maciones estatales absolutistas más importantes del ámbito católico
del sur de Alemania- siguió, por ejemplo, la segunda vía. Así, Fernan
do II (1619-1637), en los primeros años de la Guerra de los Treinta
Años, no sólo privó del poder a los Estados bohemios, sino también a
los caballeros y a las ciudades -en gran parte protestantes- de su país
de origen. Al igual que Felipe II, también Fernando supo reorganizar
-es decir, ampliar- su administración central, de lo que da testimonio
el ordenamiento de los Estados Imperiales de 1627. Y al igual que él,
también Fernando y sus sucesores tuvieron que luchar con la despro
porción de su territorio. En el siglo XVII, el absolutismo aún no se abrió
paso entre las autoridades medias e inferiores de los territorios de los
Habsburgo, donde las reuniones de estados conservaron amplias com
petencias en la recaudación y administración de impuestos.
De forma original y sorprendente discurrió la evolución de la poste
rior potencia líder protestante del norte, Brandeburgo-Prusia 104• Sor
prendente porque, todavía a finales del siglo XVI, pocas cosas hacían
suponer que la Marca de Brandemburgo -un territorio relativamente
103
Sobre Austria, véase H. STURMBERGER, Kaiser Ferdinand II. und das Prablem des
Absalutismus, 1957. Id., Aufstand in Bohmen. Der Beginn des Dreissigjahrigen Krieges,
1959. Sobre Baviera, H. D0LLINGER: Studien zur Finanzrefarm Maximilians l. van Bayern
in den Jahren 1598-1618. Ein Beitrag zur Geschichte des Frühabsalutismus, 1968. R. BIRELEY,
Maximilian van Bayern, Adam Cantzen S. J. und die Gegenrefarmatian in Deutschland
1624-1635, 1975. W. QUINT, Sauveranitatsbegriff und Sauveranitatspalitik in Bayern. Van
der Mitte des 17. bis zur ersten Halfte des 19. Jahrhunderts, 1971.
104
La evolución de Brandemburgo-Prusia, que ha vuelto a estar en el punto de mira
de la ciencia histórica, está relativamente bien investigada desde finales del siglo XIX.
Ello se debe a que la historiografía alemana del XIX y comienzos del xx se centró en cues
tiones de historia estatal, constitucional y administrativa. En lo que respecta a Prusia,
esto halló su expresión en la edición de dos grandes recopilaciones de fuentes -el «Acta
Brandemburgica» (a partir de 1864) y el «Acta Borussica» (a partir de 1892)-. A ello se
añadía el permanente interés histórico-político de la historiografía alemana por el «pro
blema de Prusia». Aquí mencionaremos sólo algunas descripciones sinópticas centradas
esencialmente en el siglo xvn. O. HINrzE, Die Hahenzollern und ihr Werk. 500 Jahre vater
landische Geschichte, 21915. F. L. CARSTEN, Die Entstehung Preussens, 1968. R. Drn
TRICH (ed.), Preussen-Epachen und Prableme seiner Geschichte, 1964. H. R0SENBERG,
Bureaucracy, Aristacracy and Autacracy. The Prussian Experience 1600-1815, 21968.
Importantes compilaciones de historiadores germano-prusianos, en las que se refleja una
gran parte de las actividades de investigación e interpretación de los cien últimos años,
son: O. HJNTZE, Regierung und Verwaltung. Gesammelte Abhandlungen zur Staats-,
Rechts- und Ve,fassungsgeschichte Preussens (= Gesammelte Abhandlungen, vol. III),
215
pequeño y no muy densamente poblado, situado al margen de los acon
tecimientos imperiales, concentrados en el centro y en el sur- acabaría
convirtiéndose en una formación estatal coronada por el éxito. Desde
1415 los Hohenzollern poseían el Electorado como margraves de Bran
denburgo, lo cual, dada la competencia entre los estados del imperio por
los títulos y las perspectivas de poder, era una ventaja nada insignifican
te que, en el siglo XVII, seguían afanandose por conseguir tenaz y obsti
nadamente los duques de Baviera y de Brunswick-Luneburgo. En el
transcurso del siglo XVII, el derecho hereditario hizo que el destino obra
ra, reiteradas veces, en favor de los señores de la Marca. Lo que al prin
cipio fueron expectativas y luego sucesiones hereditarias llevadas efecti
vamente a cabo e impuestas a través de múltiples conflictos con otros
pretendientes, depararon a los Hohenzollern el dominio sobre los conda
dos westfalianos de Cléveris y Mark (definitivamente reglamentados
en 1666) y la soberanía sobre el ducado de Prusia (1660), situado fuera
de los límites del Imperio y hasta entonces concedido en feudo por el rey
polaco: así fue como se formó, en sus fronteras occidental y oriental, un
futuro Estado poderoso. En las largas conversaciones de paz sostenidas
en Münster y Osnabrück se obtuvieron los obispados de Magdeburgo y
Halberstadt -ambicionados desde mucho tiempo atrás-, así como la
Pomerania Ulterior, en recompensa por la habilidosa y transigente forma
de pactar, y otro punto de apoyo en Westfalia: el principado-obispado de
Minden, al que en 1666 se añadió el condado de Ravensberg.
Lo que se perfiló aquí en torno a 1640/1660, fue, en principio, todo
lo contrario de un Estado territorial unitario como el que -en compara
ción- representaba casi por completo Francia. Y ello no sólo en un sen
tido geográfico. No había unidad ni en la estructura económica ni en la
estructura estamental general, ni tampoco en el de la nobleza. Así pues,
la unificación en todos estos ámbitos, que en el resto de Europa había
-cuando menos- comenzado mucho antes del inicio de la formación
de los Estados absolutistas, se le planteó a la dinastía brandenburguesa
como una tarea urgente. Esta tarea fue acometida con decisión y tena
cidad en los cien años comprendidos entre 1660 y 1760; en ella se
avanzó considerablemente gracias a la nueva concepción del Estado y
a las nuevas instituciones, y bajo el liderazgo de cuatro príncipes que
adoptaron como ninguna otra dinastía europea la idea estoico-romana
del deber -resurgida en torno a 1660-, que además interiorizaron como
en ninguna otra parte la ética del trabajo divulgada por Ia doctrina de
2
1967. F. MEHRING, «Die Lessinglegende», en Gesammelte Schriften, vol. IX, 1975; polé
mica y brillante confrontación de un marxista prusiano con la imagen idealista y naciona
lista de Lessing y, al mismo tiempo, con la Prusia del siglo XIX. F. HARTIJNG, Staatsbildende
Kriifte der Neuzeit, 1961. C. HINRICHS, Preussen als historisches Problem. Gesammelte
Abhandlungen, 1964.
216
los príncipes absolutistas y, en pro de ello, renunciaron al esplendor de
la corte, y que -con una destreza y un éxito prolongados- pusieron en
práctica las teorías de Maquiavelo y de sus muchos imitadores aplicán
dolas tanto a las potencias extranjeras como a sus propios súbditos.
Hay que mencionar especialmente dos detalles de la evolución pru
siano-brandemburguesa. Como la Sajonia de Alberto ya en 1499 y
Baviera en 1506, y como otras numerosas dinastías alemanas mucho
más tarde (Hannover en 1692)-aunque algunas nunca-, Brandembur
go esclareció a finales del siglo XVI las bases del derecho hereditario y
familiar de su futura unidad. En el convenio de Gera de 1599, la Marca
Electoral y todas las comarcas pertenecientes a ella, así como todas las
futuras expectativas -Prusia era ya objeto de discusión-, fueron decla
radas dominio indivisible y hereditario en línea directa de varones de la
dinastía del Electorado. Una decisión significativa para la continuidad
del Estado, como fácilmente podría ilustrar una historia de las regla
mentaciones sucesorias y de las primogenituras en Europa. En Francia,
por ejemplo, hacia 1590, en los conflictos de la Liga, todavía habría
sido posible una evolución política federativa y corporativo-estatal de
no ser porque los juristas franceses de la corona, desde la Edad Media,
habían cultivado con cariño la valiosa planta de la ley sálica y la habían
elevado previsoramente a la categoría de una lexfundamentalis.
El otro detalle: la peculiar política religiosa de los Hohenzollem 105• La
inmensa mayoría de sus súbditos, en el transcurso de la Reforma, se
había convertido al luteranismo. Sobre todo los habitantes de Prusia,
liderados por sus estamentos superiores. Su príncipe, sin embargo,
desde el segundo decenio del siglo xvn, ya no era luterano; desde que
el príncipe elector Juan Segismundo decidió convertirse por motivos
tanto religiosos como políticos (1613), fue calvinista, aunque sin exigir
en ningún momento a sus súbditos que dieran el mismo paso. El gran
principio de compromiso de la Paz de Augsburgo y de la Paz de West
falia -cuius regio, eius re ligio-ya no tenía validez para los territorios
de los Hohenzollem. Esto tuvo dos consecuencias importantes: por una
parte, tal y como afirman con razón los historiadores del Estado pru
siano-brandemburgués, la dinastía extrajo de su conversión al calvinis
mo una concepción del Estado y de la política completamente ajena a
los príncipes luteranos; «calvinismo» y «razón de Estado» contrajeron
una alianza muy original y prometedora. Por otra parte, la tolerancia,
especialmente en relación con los cultos protestantes, se convirtió en
105
A este respecto es fundamental O. HlmzE, «Kalvinismus und Staatsriison in Branden
burg zu Beginn des 17. Jahrhunderts»; en la compilación citada en n. 104, pp. 255-312.
Véase además G. ÜESTREICH, Politischer Neostoizismus und Niederlllndische Bewegung in
Europa und besonders in Brandenburg-Preussen, en id., Geist und Gestalt des friihmo
dernen Staates. Ausgewllhlte Aiifslltze, 1969, pp. 101-156.
217
un principio político-estatal. Éste surtió su efecto cuando, a finales del
siglo xvu, los protestantes franceses fueron expulsados de su país y,
además de en Holanda e Inglaterra, hallaron una nueva patria en Bran
demburgo-Prusia.
Si se echa un vistazo a las obras y a los logros políticos de la monar
quía absoluta en general, hay tres ámbitos que merecen ser brevemen
te destacados y comparados: la concentración de las estructuras adminis
trativas, la ampliación del sistema fiscal y financiero y la organización
de un ejército «siempre a punto», con las correspondientes institucio
nes y medios materiales de logística, fortificaciones, municiones, etc.
Naturalmente, los tres ámbitos estaban estrechamente vinculados entre
sí, como lo demuestra con claridad el ejemplo de Brandemburgo-Pru
sia. El miles perpetuus, tras varios decenios de negociaciones, fue
reclutado entre los estamentos económicamente fuertes, en especial
entre la nobleza de la Marca Electoral y de Prusia. Y logró que su pre
disposicion a aceptar el nuevo ejército y para costearlo mediante la
aprobación de impuestos, se viera recompensada por una serie de
importantes privilegios, entre los que figuran el indigenato -es decir, la
obligación del monarca de cubrir los cargos de oficiales del país sólo
con aquellos que hubieran nacido en él- y la confirmación de su
posición señorial en sus latifundios. Pero ahora el Estado tenía su ejér
cito y lo desarrolló hasta convertirlo en el motor de una organización
administrativa independiente de los estados y que poco a poco fue
impregnando también las esferas civiles. Tanto los comisarios de gue
rra como los oficiales fijos se ocupaban en todas las provincias de las
tareas necesarias para el desarrollo del ejército permanente, y como
esto no se podía llevar a cabo sin tener en cuenta la situación econó
mica y financiera general del Estado, el <<comisariato» -comparable
a la intendencia en Francia, con sus commissaires départis- se abrió
paso en todas las competencias administrativas. Desde 1660 hubo
un comisario general para todo el Estado: todos los ingresos recau
dados en el país a través de la imposición directa iban a parar a la
caja del ejército de la que él se ocupaba. Al principio, siguió siendo
una administración financiera en interés del ejército, pero en 1723 se
agrupó junto con las autoridades financieras civiles ya existentes, más
sometidas aún a la influencia estamental, hasta formar una autoridad
suprema central más amplia-el General-Ober-Finanz-Kriegs- und
Domiinendirektorium-. Este ceremonioso título jerárquico pone clara
mente de manifiesto el aumento del poder estatal centralista: todos
los asuntos bélico-financieros, así como la administración del consi
derable dominio de los señores electores o de su Estado pasaron a ser
competencia del directorio general. Ninguna otra autoridad suprema
europea logró una centralización comparable de sus competencias: ni
siquiera el contróle général francés, que, en esencia, era principalmente
218
una autoridad financiera, pero que, debido a la política de arrendamiento
de los impuestos indirectos básicos, derechos de aduana y similares, no
tenía ninguna influencia en el cobro de esos fondos, además de que, en
otro sentido, fue siempre una institución bastante mal organizada.
En el sistema fiscal y financiero, el objetivo final de todas las
monarquías absolutas era siempre el mismo: aumentar los ingresos fis
cales o el potencial financiero del Estado en interés de sus tareas recién
definidas, sobre todo en el sector militar. Donde los estados habían
conseguido proteger provincias enteras o señoríos nobles contra la
intervención directa de la administración fiscal estatal -en los países
austríacos, en los pays d' états franceses, en los latifundios de Bran
demburgo-Prusia-, las aportaciones fiscales se seguían fijando a través
de negociaciones entre ellos y las autoridades principescas. En este
caso, incluso en la época del absolutismo coexistieron -con interferen
cias mutuas- los elementos del Estado centralista y los del Estado esta
mental que caracterizan la evolución estatal europea de la Edad
Moderna. Por lo demás, la monarquía absoluta se reveló como extra
ordinariamente inventiva en el sector financiero, aunque no siempre
especialmente metódica o previsora. Las fuentes de financiación se
aprovechaban donde brotaban, o bien se las hacía brotar bajo la presión
de la administración fiscal. Los impuestos directos -que, según la teo
ría política tradicional, son siempre un recurso para una situación
excepcional- fueron regularizados allí donde los estados habían perdi
do su influencia y, al menos en el transcurso de todo el siglo xvn, fue
ron considerablemente elevados. Los ingresos de los dominios públi
cos aumentaron especialmente en los Estados prusianos gracias al
incremento de la intervención estatal. Los impuestos indirectos se con
virtieron en todos los Estados en un recurso de financiación cuidadosa
mente cultivado, aunque, desde el punto de vista económico, no siem
pre razonablemente aprovechado. Finalmente, se recurrió a miles de
maquinaciones para reunir fondos: los banqueros europeos siguieron
concediendo préstamos; la venalidad de los cargos, en Francia por
ejemplo, se practicó a gran escala; a corto plazo, la emisión de títulos
estatales de renta fija proporcionó a los príncipes las anheladas rique
zas de sus súbditos adinerados; a largo plazo, sin embargo, dio lugar a
un nuevo aumento de su ya enorme endeudamiento, que finalmente
acarrearía la extinción de la monarquía absoluta francesa.
Francia, la mayor y más populosa monarquía absoluta de Europa,
tenía al mismo tiempo el sistema financiero menos transparente y más
complicado, en el que ni siquiera fue capaz de poner orden la nueva
administración de los intendentes. Un historiador canadiense lo descri
bió hace algunos años y demostró cuánta capacidad de acción puede
perder una monarquía absoluta centralista que, si bien privó del poder
y arrinconó a los viejos colegios financieros estamentales o a los suyos
219
propios refeudalizados, no realizó ningún avance encaminado a esta
blecer en el futuro un consenso entre el Estado y los súbditos acaudala
dos acerca del importe de la deuda nacional 1°6: el Estado y su monar
ca se comportaron de la manera más «absolutista» posible, como en la
época de Luis XN, pero a la larga acabaron envueltos en un complejo
entramado de intereses financieros privados, capaz de poner límites
efectivas a cualquier tipo de absolutismo.
Hagamos mención especial de los componentes histórico-econó
micos y político-económicos en la evolución de la monarquía absoluta
europea. En los últimos años se ha convertido en algo habitual estable
cer un estrecho vínculo entre el auge de este sistema y la situación eco
nómica de Europa en el siglo xvn 107• En ello hay mucho de verdad, si
no se comete el error de olvidar otras muchas «causas», especialmente
las político-religiosas.
En efecto, llama la atención que las monarquías absolutas ganaran
fuerza cuando Europa, tras el largo período de prosperidad del siglo
XVI, entró en la crisis secular del siglo XVII. Las viejas fuentes de recur
sos se habían agotado, y las poblaciones se enfrentaban a límites de
crecimiento y de ocupación; los metales preciosos procedentes del
Nuevo Mundo empezaban a escasear; el comercio internacional expe
rimentó un retroceso; las burocracias estatales y las cortes de los prín
cipes improvisadores y deseosos de expansión del siglo XVI cayeron
como una losa sobre los pueblos y amenazaron con asfixiarlos. España
o, mejor dicho, Castilla -ya se ha hablado de ello- estuvo a punto de
sucumbir por esta razón. La monarquía absoluta se enfrentó a estos
problemas en países como Francia, Baviera y, más tarde, también
Brandemburgo-Prusia, Dinamarca y Suecia, y, a través de reformas en
la administración, las finanzas y la economía, acabó, por una parte, con
los viejos abusos y, por otra, buscó nuevas fuentes de recursos. Podría
incluso afirmarse que la monarquía absoluta, con su clara orientación
hacia el orden, la administración y la planificación, resultó eficaz en un
momento en que en Europa lo más urgente era «arreglar los desperfec
tos». Pero la abstracción no debe llevarse demasiado lejos. Las monar
quías absolutas se materializaban principalmente en monarcas absolu
tistas. Éstos extrajeron de la nueva doctrina principesca del Estado la
legitimidad para toda clase de actuaciones, incluidas las más incontro-
106 J F.
. BüSHER, French Finances. From Capitalism to Bureaucracy, 1972. Véase tam
bién D. D. BIEN, «The secrétaires du Roi: Absolutism, Corps and Privilege under the Ancien
Régime», en E. Hinrichs et al. (eds.), Vom Ancien Régime zur Franzosischen Revolution.
Forschungen und Perspektiven, 1978, pp. 153-168.
7
10 Donde más claramente se aprecia esto es en el artículo, repetidas veces citado, de
E. J. HoBSBAWM, «The Crisis ofthe Seventeenth Century», en T. Astan (ed.), Crisis in Euro
pe, 1560-1660, 2 1967, pp. 5-62.
220
ladas e irracionales. Luis XN, con sus campañas militares concebidas
únicamente para la gloire del príncipe, puso una y otra vez en duda las
medidas «político-reglamentarias» de su ministro Colbert; hasta el
final de su vida no reveló que, además de esa fuerza motriz de su con
ducta, hubo otras -como por ejemplo, el «bienestar del pueblo» 0 la
<<riqueza del país»- que desempeñaron un papel especialmente impor
tante. En cambio, en Brandemburgo-Prusia, si bien faltaron esas exal
taciones del egocentrismo principesco, el desarrollo del Estado, hasta
muy entrado el siglo xvrn, estuvo tan claramente marcado por el obje
tivo de la seguridad militar del territorio y de las fronteras, que las
reformas sólo tenían una razón de ser a partir de ese objetivo. Sólo más
tarde, bajo el signo del «absolutismo ilustrado», se introdujeron tími
dos cambios.
Con este telón de fondo han de ser valorados también los resultados
político-económicos del absolutismo. Es indudable que, también en
este aspecto, con las burocracias de la monarquía absoluta encamina
das a ordenar, planificar y calcular, entraron nuevos aires en el mundo
estatal europeo. La orientación hacia lo militar, las grandes cargas que
un ejército permanente traía consigo para el país eran motivo suficien
te para preocuparse por cuestiones de aprovisionamiento, por la pro
ducción de armas, uniformes, munición, etc. Las grandes guerras de la
época barroca, durante las cuales Europa se vio zarandeada de acá para
allá entre las pretensiones hegemónicas de las grandes potencias -la
España de los Habsburgo y Francia- y un equilibrio de fuerzas que se
fue creando paulatinamente incrementaron esa necesidad y, por
supuesto, fueron perjudiciales para establecer un orden y una planifi
cación a largo plazo. A ello se añadía, en estrecha relación con los
acontecimientos bélicos, la recesión coyuntural del siglo xvn, y con
ella la escasez de metales preciosos: premisas ambas para una mayor
actividad administrativa, para reformas, experimentos y búsqueda de
nuevos caminos. También la expansión colonial obligó a aumentar la
actividad estatal, si bien en este aspecto la monarquía absoluta navegaba
significativamente a remolque de las potencias comerciales marítimas.
En tiempos de guerra, sobre todo durante la Guerra de los Treinta
Años, el aumento de la presión fiscal fue casi la única medida en la que
se manifestó la creciente intervención de las reuniones de los estados
en la economía de sus países. Uno no se atreve a hablar de política eco
nómica al contemplar las brutales medidas coercitivas de Richelieu,
Mazarino y sus recaudadores de impuestos en las provincias. ¡De un
6,2 por 100 a un 13 por 100 de los ingresos brutos procedentes
de las fincas rústicas aumentaron los impuestos directos en Francia
entre 1624 y 1661 ! Las numerosas paces firmadas en el siglo supusie
ron un alivio que proporcionó tiempo para el rétablissement. Se reunió
información sobre el estado y la situación de la población, se examina-
221
ron sus posibilidades económicas y se introdujeron medidas de ayuda
a las provincias devastadas. En todos los países, los Estados fundaron
manufacturas para los pertrechos de guerra y el consumo de artículos
de lujo; se fomentaron las compañías comerciales; se supervisó y se
mejoró el abastecimiento de los ejércitos y de la población. Se contro
ló la circulación de los metales preciosos, que fueron temporalmente
acaparados; la política monetaria fue adaptada a la situación de esca
sez. Todo un ramillete de medidas normalizadoras, reguladoras y
reglamentadoras, fue discutido en teoría y ensayado en la práctica,
hasta llegar a fijar por escrito los procedimientos legales, tal y como
puede verse, por ejemplo, en las codificaciones de Colbert (sobre todo
en las tarifas aduaneras de 1664 y 1667, en la ordonnance sur les eaux
etforéts de 1669 y en la ordonnance de commerce de 1673).
La teoría y la práctica de la política económica absolutista han halla
do una designación general bajo el concepto de «mercantilismo» 108; por
otra parte, «absolutismo» es un término que no se acuñó hasta finales
de la Edad Moderna. Al igual que éste, posiblemente «mercantilismo»
sea demasiado abstracto, pues va asociado a un «sistema», como anhe
laban los teóricos de la política económica, aunque que en la realidad
histórica nunca se llevó a efecto de forma plenamente consecuente. En
especial, la doctrina más importante del mercantilismo -en una época
de creciente escasez de metales preciosos, los Estados deberían ocu
parse de que entrara en el país y se quedara en él el mayor porcentaje
posible de oro y plata- no fue seguida con firmeza y perseverancia en
ninguna parte, ni siquiera en la Francia del doctrinario Colbert. Por el
contrario, Una segunda teoría -la aspiración de los Estados a un balan
ce comercial positivo-, concebida también por teóricos mercantilistas,
sobre todo por el inglés T homas Mun, respondía con bastante exactitud
a lo que necesitaba el Estado europeo del siglo XVII con motivo del cre
ciente intercambio -y competencia- comercial y del establecimiento
de un sistema comercial internacional. También en este aspecto, el
Estado comercial de Inglaterra fue el que, a finales del siglo xvn,
alcanzó una mayor ventaja sobre el resto de Estados.
Por lo demás, los teóricos del mercantilismo se limitaban a reco
mendar «lo natural» en una época de recesión y de rétablissement
duradero: fomento del comercio mediante ayudas estatales, transfor
mación de las materias primas en el propio país, exportación de los
108
El estudio clásico sobre el mercantilismo como problema europeo es de E. F. HEcK
SCHER, Der Merkantilismus, 2 vols. 1932. Una importante compilación: D. C. COLEMAN
(ed.), Revisions in Mercantilism, 1969. Véase también P. DEYON: Le mercantilisme,
1969. F. BLAICH, Die Epoche des Merkantilismus, 1973. E. SCHULIN, Handelsstaat
England. Das politische Interesse der Nation am Aussenhandel vom 16. bis ins frühe 18.
Jahrhundert, 1969.
222
productos acabados, protección del propio espacio productivo median
te derechos de aduana y otras restricciones a la importación. Estas
medidas no eran en modo alguno nuevas, ni se habían dejado de practi
car hasta entonces, sino que procedían del arsenal político-económico
de la ciudad-Estado medieval. Sólo que ahora se aplicaron con cierta
perseverancia y algún éxito temporal en los Estados territoriales de
grandes superficies.
«Sobre el papel», el mercantilismo no tuvo en ningún país tanto éxito
como en Francia. Durante mucho tiempo, los historiadores devotos de
los documentos dieron crédito a los escritos de Colbert y contemplaron
llenos de admiración los resultados del «colbertismo». Pero han surgido
muchas dudas al respecto. Colbert era ante todo experto en administra
ción, burócrata, producto y protagonista de la embrionaria «monarquía
administrativa». Su vida no estuvo al servicio del comercio, sino del rey.
Éste se interesaba poco por cuestiones de economía, a no ser que ofre
cieran posibilidades de financiación del ejército y de la corte. Cuando, en
torno a 1660/1670, la pequeña Holanda se reveló como una potencia
comercial muy superior a Francia, esto supuso para los franceses un
motivo de reflexión -aunque sólo en un segundo o tercer plano- acerca
de los métodos utilizados por los holandeses para alcanzar esa posición.
Por lo pronto, y en reiteradas ocasiones, se utilizó el recurso de la guerra
para quitarse de en medio a los molestos competidores.
Por otra parte, la variante alemana del mercantilismo, el cameralis
mo 109, ha experimentado en los últimos años cierta revalorización en el
criterio de los historiadores. Nacido en la difícil etapa de reconstruc
ción tras las devastaciones de la Guerra de los Treinta Años, en esencia
fue un fenómeno de despachos y tribunales de cuentas, es decir, de la
administración estatal de los príncipes. Como tal influyó eficazmente
en las diversas operaciones de reconstrucción que se llevaron a cabo
hasta la época posterior a la Guerra de los Siete Años, y, aparte de eso,
aportó iniciativas tanto en el sector industrial como en el agrícola. Su
teoría llegó incluso a convertirse en una especie de ciencia de la econo
mía política, cuya aplicación, sin embargo, aún no tenía cabida en el
desmembrado ambito territorial del antiguo Imperio Germánico. De
todos modos, repercutió en ese mundo como factor de modernización,
sobre todo en los territorios prusianos. Aquí, como en todas las monar
quías continentales en las que faltaba el contrapeso de una burguesía
poderosa, el Estado era la única fuerza capaz de asumir ese tipo de tareas.
223
Todos los monarcas absolutistas practicaron el mercantilismo en
los siglos XVII y xvrn; a diferencia del ejército permanente y de la
administración central de los príncipes, este conglomerado de dogmas
y prácticas económico-políticas no era un dominio público específico
del Estado principesco, sino que, como ya se ha dicho, en una época de
recesión económica y de coyuntura bélica, era «lo natural». Lo que en
el área del comercio, la industria y la agricultura era «lo natural»
en esta época, nadie lo sabía mejor que los holandeses, que se convirtie
ron en los mercantilistas más eficientes del siglo XVII. De ellos aprendió
Inglaterra, que en el primer tercio del XVII, en comparación con los res
tantes países europeos, era todavía una potencia económica relativa
mente atrasada y poco desarrollada, pero que luego, en el siglo xvrn,
llegó a ocupar la posición de líder, debido en gran parte a una aplica
ción sensata y previsora, desde el punto de vista económico, de las teo
rías mercantilistas.
Como todo «ismo», también el «absolutismo» suscita la idea de un
sistema amplio y homogéneo. De hecho existió como tal, pero sólo en
las memorias de los ministros, en los tratados de los filósofos o en los
testamentos políticos de los príncipes. Es decir, allí donde más lo
buscó la anterior generación de historiadores. En la realidad histórica,
sin embargo, se encontró con numerosas barreras que no fue capaz de
superar, y generó una oposición y una resistencia que combatió y
reprimió, pero que rara vez acalló de forma duradera. En los últimos
decénios, una investigación internacional de amplio alcance ha estu
diado las instituciones, los derechos de participación y los privilegios
del sistema estamental todavía vigentes, que -en parte basados en acuer
dos de dominio- fueron utilizados y, en muchos aspectos, también
funcionalizados, pero no eliminados por el absolutismo 110• Además
han sido examinadas en profundidad las numerosas y variadas accio
nes directas y corrientes político-religiosas en contra del absolutismo
de los siglos xvn y xvm: acciones directas en forma de desobediencia
estamental, separatismo, intentos de golpes de Estado y levantamien
tos populares en la primera mitad del siglo xvn, cuando aumentó la
presión fiscal y cuando el poder administrativo y militar absolutista
todavía no tenía su posición firmemente asegurada; crítica indirecta,
más tarde, desde finales del siglo XVII, en forma de creación de círcu
los «intelectuales» como los que surgieron, sobre todo en Francia, en
torno a la cuestión del jansenismo y de la crítica de la religión y del
uo Este aspecto destaca con especial claridad en los numerosos trabajos de Dietrich
Gerhard sobre el sistema estamental y el regionalismo de la vieja Europa, que reflejan la
diligente y fructuosa tradición investigadora de los últimos años. Véanse dos compilacio
nes: D. GERHARD, Alte und neue Welt in vergleichender Geschichtsbetrachtung, 1962. id.,
Gesammelte Ai,fsatze, 1977.
224
mercantilismo 111. A quí no podemos entrar en detalle en estos aspec
tos, pero sí hacer referencia a ellos.
Dichos aspectos demuestran lo poco «sencillo» que era el sistema
político del absolutismo y lo mucho que dependía de la sociedad, a la
que intentaba hacer gobernable y dominable. Sobre todo las nuevas
ideas y corrientes de la filosofía que, procedentes del oeste de Europa,
se infiltraron en el continente con anterioridad a 1700 y que pueden cali
ficarse como la prehistoria de la Ilustración, se revelaron como una cre
ciente amenaza para el absolutismo. Incluso aunque no fueran una críti
ca directa de los gobiernos y de la práctica gubernamental. La crítica
religiosa, por ejemplo, afectó a largo plazo también al poder monárqui
co, pues éste no se basaba en legitimaciones de orden «racional», sino
religioso-sagradas 112• Los monarcas absolutistas se consideraban vica
rios de Dios, y, según los teóricos y los propagandistas de la monarquía
absoluta, de hecho lo eran. La teoría ilustrada del derecho, así como la
creación de un nuevo derecho natural como contraposición y crítica al
derecho consuetudinario tradicional, también plantearon cuestiones
peligrosas para el régimen principesco. Pues la legitimación jurídica de
dicho régimen tampoco era «racional», concebible mediante las catego
rías de un derecho natural abstracto, sino <<tradicional», basada en la
costumbre.
Naturalmente, transcurrió bastante tiempo hasta que, a partir de
estos principios, la crítica se convirtió en un verdadero cuestionamien
to de la práctica gubernamental y de la forma de poder absolutistas.
Además, en el siglo xvrn este sistema se reveló como relativamente
flexible y transformable; bajo el signo del «despotismo ilustrado» intro
dujo parte de las nuevas ideas en su propia estructura de legitimación.
De este modo, en la monarquía absoluta del siglo xvm se percibió el
propósito de romper el estrecho marco de una política dinástica y hacer
que el poder principesco fuera algo más que una mera preocupación
por el bienestar de la propia dinastía y por la seguridad y la ampliación del
propio territorio. La administración adoptó ahora un nuevo sentido
que iba más allá de los intereses del príncipe, una nueva dimensión que
tenía más en cuenta las condiciones sociales, jurídicas y económicas de
los territorios. Las «reformas» pasaron a ser contempladas como obje-
111
Remitimos a la bibliografía, mencionada en n. 71, sobre los levantamientos popula
res franceses del siglo xvn. Para el conjunto de la situación europea en el siglo xvn es impor
tante: J. H. ELLJOIT, «Revolution and Continuity in Early Modern Europe», Past and Present 42
(1969), pp. 35-56. Un breve resumen sobre las corrientes intelectuales contra el absolutismo
en Francia nos lo proporciona RICHET, La France..., cit. (véase n. 101), pp. 142 ss.
112 Existe al respecto un brillante ensayo de O. BRUNNER, «Vom Gottesgnadentum zum
monarchischen Prinzip. Der Weg der europa:ischen Monarchie seit dem hohen Mittelalter»,
en id.., Neue Wege der Verfassungs- und Sozialgeschichte, 21968, pp. 160-186.
225
tivo final de las acciones administrativas emprendidas por las burocra
cias principescas, las cuales, influidas por los oficiales cultos e «ilus
trados», a menudo se las tomaron más en serio y más al pie de la letra
de lo que deseaban algunos príncipes.
El despotismo ilustrado del siglo XVIII ejerció un impulso esencial,
sobre todo en el sistema jurídico 113• Aquí habría que mencionar los
movimientos de reforma del código que tuvieron lugar en Prusia, Aus
tria, Francia y España, así como los intentos por desenmarañar las
complicadas relaciones señoriales y jurídicas del campo -el sistema de
dependencia de amplios sectores de la población campesina respecto a
señores nobles o burgueses, sistema que había sido muy consciente
mente mantenido y fomentado por la monarquía absoluta del siglo XVII
para asegurar su poder- y, al menos en las tierras de dominio público
donde el propio príncipe era el señor, los intentos por liberar al campo de
sus tradicionales vínculos y cargas, perjudiciales tanto para la produc
tividad agrícola como para la situación social de los campesinos y las
capas rurales inferiores.
El despotismo ilustrado 114 ha sido identificado por los investiga
dores como el sistema gubernamental, en especial, de aquellos países
que en el siglo XVII, en comparación con Francia, estaban «atrasados»
y todavía no podían implantar en sus territorios el mismo grado de
estatalización que los franceses. En Austria, por ejemplo, la adminis
tración estatal centralizada no se impuso hasta el reinado de María
Teresa (1740-1790) y José II (1765-1790), y lo hizo extendiéndose desde
el centro hacia las áreas regionales y locales. España, que desde la crisis
del Imperio universal, a mediados del siglo xvn había perdido la cone
xión con el desarrollo del resto de Europa, se abrió cautelosamente en
el XVIII a las nuevas ideas, y puso en marcha unas reformas económicas
y administrativas que, hasta hoy, injustificadamente, han sido poco estu
diadas por la investigación. Finalmente, Prusia, que tras el «robo» de
Silesia (1740-1745) llegó al final de su consolidación territorial, intro
dujo con Federico Guillermo I (1713-1740) y Federico II (1740-1786)
reformas en el sistema jurídico y en la administración de los dominios
públicos y, de este modo, se convirtió en el prototipo del «despotismo
ilustrado». Pero esta fama la alcanzó, sobre todo, porque Federico II
113
En lugar de remitir a cada una de las publicaciones, baste con mencionar dos títulos
en los que se trata comparativamente el problema de la codificación. F. WIEACKER, «Auf
stieg, Blüte und Krisis der Kodifikationsidee», Festschriftfiir G. Bohmer, 1954, pp. 34-50, y
M. RAEFF, «The Well-Ordered Police-State and the Development of Modernity in Seven
teenth- and Eighteenth-Century Europe: An Attempt at a Comparative Approach», The
American Historical Review 80 (1975), pp. 1221-1243, especialmente pp. 1240 ss.
114
Sobre este fenómeno, véase K. O. v. ARETIN (ed.), Der Aufgekliirte Absolutismus, 1974,
con abundante bibliografía.
226
supo, como ningún otro monarca del siglo XVIII, apoyar su conducta en
a��umentos filosóficos bas�dos e� las nuevas ideas. Su propia concep
c10n de soberano como «pnmer siervo del Estado», su capacidad para
manifestarse sobre Dios, la política, la administración, el derecho y la
cultura al estilo y a la altura del grado intelectual de su época, fascina
ron por un tiempo a las clases cultas europeas y dieron lugar a numero
sos elogios sobre el <<gran» Federico que, en su mayoría, sin embargo
pasaban por alto las intenciones y los logros reales. Francia, que en el
siglo XVIII era junto con Inglaterra el país que tenía un movimiento
ilustrado más amplio y más profundo, no conoció un «despotismo ilus
trado» al estilo de Austria y Prusia. Y ello se debe sobre todo a que
aquí, en mayor medida que en el resto de la Europa absolutista, había
entre la corte de Versalles y la masa de la población urbana y rural una
amplia elite social -no sólo «burgueses en ascenso», sino un conglo
merado compuesto por la alta y media nobleza, comerciantes, intelec
tuales «liberales» y oficiales de nivel alto, medio y bajo- que hizo de la
Ilustración un asunto propio, obligando a la corte a ponerse a la defen
siva. La realeza, a diferencia de lo que ocurría en Prusia, rehuía preca
vida y temerosamente la avalancha de nuevas ideas y propuestas
de reforma. Aunque la -muy desarrollada- burocracia francesa, sobre todo
la intendencia, era la más ilustrada de Europa a mediados del siglo XVIII,
y aunque fue ella la que inició numerosas reformas como en Austria y
Prusia, rara vez -y, si acaso, sólo por un breve espacio de tiempo- con
siguió establecer un consenso, por una parte, con el rey y, por otra,
con los protagonistas de las elites ilustradas, divididas entre sí. Mien
tras Prusia desarrollaba, en el siglo XVIII, la capacidad de iniciativa para
organizar su situación interna -al fin y al cabo, la base de legitimación
más eficaz del absolutismo-, Francia perdía entonces esa peculiaridad
esencial que caracterizaba la política de Richelieu, Colbert y Luis XIV.
Con la Ilustración, el mundo de los Estados europeos entró en una
época nueva que, en cierto modo, se salía de la Edad Moderna. Inglate
rra, desde finales del siglo xvm, estaba muy <<industrializada»; en el
continente, con motivo de la reanimada coyuntura económica, del
aumento de la población y del repentino crecimiento de las clases bajas
rurales y urbanas, se planteó con cierta urgencia el problema de la
«modernización» de las condiciones económicas, sociales, jurídicas,
culturales y políticas tradicionales. El sistema político del absolutismo,
bajo el signo de la Ilustración, contribuyó algo a la superación de este
problema, pero en general no acabó con él. Dicho sistema había surgido
a finales del siglo XVI y en el XVII, y se había instalado -a una distancia
enorme de los súbditos- como «absolutismo dinástico» (H. Rosen
berg). La modernización en el siglo xvm ya no implicaba sólo una
organización estatal, sino la inclusión de los súbditos, la participación
de las clases sociales económicamente activas en la toma de decisiones
227
políticas, lo que, en último término, no significaba otra cosa que la
renuncia a las técnicas y a los mecanismos específicos de la política y
la administración absolutistas. En Francia, esta renuncia se logró a par
tir de 1789 por la vía revolucionaria; en el resto de Europa, mediante un
largo proceso que oscilaba entre la reforma y la restauración, y en cuyo
desarrollo los países afectados ingresaron de muy diversas maneras en
el actual mundo de la «sociedad burguesa».
e) ALTERNATIVAS AL ABSOLUTISMO
115
La investigación sobre los Países Bajos se ha centrado, comprensiblemente, en el
transcurso de la «revolución» de finales del siglo xvr. Para los lectores alemanes es impor
tante el capítulo de J. J. WoLTJER que abarca hasta 1648, en Handbuch der Europiiischen
Geschichte, vol. III, 1971, pp. 664-690. La descripción básica de esta revolución sigue sien
do de P. GEYL, The Revolt of the Netherlands, 1555-1609, 41970. Véase la sugerente sinop
sis sobre el más reciente estado de la cuestión en H. SCHELLING, «Der Aufstand der
Niederlande. Bürgerliche Revolution oder Elitenkonflikt?», en H.-U. Wehler (ed.), 200
lahre amerikanische Revolution und moderne Revolutionsforschung, de Geschichte und
Gesellschaft (1976), pp. 177-231. Para la posterior evolución del siglo xvrr son funda
mentales P. GEYL, The Netherlands in the Seventeenth Century, 2 vols., 1961/1963, y
2. Wrr.SON, Die Früchte der Freiheit. Holland und die europiiische Kultur des 17. Jahr-
1underts, 1968.
228
lución nueva y dinámica. Cada una de las provincias y sus tradiciona
les instituciones y elites estamentales, que desde finales del siglo xv1
estaban amenazadas por el absolutismo español y se alzaron contra él
por motivos muy diferentes, determinaron la extensión y las fronteras
del Estado y de su constitución, y definieron ésta con la mirada puesta
mucho más en sus libertades y privilegios del pasado que en la con
ciencia de una estatalidad nueva y de gran porvenir. No llegó a crearse,
o sólo lo hizo debilmente, un sistema político propio, con sus institu
ciones, oficiales, procedimientos y secretos diferenciados del resto de
la sociedad; así pues, una potencia comercial moderna, que exploraba
África y Asia, permaneció anclada en una organización arcaica.
Aparte de eso, en el áspecto político y religioso este pequeño Esta
do siguió estando dividido durante todo el siglo xvn. Es cierto que el
calvinismo había arraigado aquí como en ningún otro país y se había
convertido en fermento de la separación de España. Y, sin embargo, no
llegó a ser un vínculo unificador de todas las personas..., ni siquiera de
sus adeptos. Los ricos burgueses de las ciudades comerciales holande
sas aborrecían el radicalismo protestante de las amplias capas urbanas
medias y bajas. Querían practicar el comercio, no sostener guerras reli
giosas, y para ello necesitaban el grado de independencia y Estado que
se habían alcanzado en la época del armisticio con España (1609). De
ahí que, a partir de ahora, su objetivo fuera la moderación religiosa, el
armisticio con España y la paz interior y exterior. Se defendían, ante
todo, de cualquier evolución que diera lugar a más Estado del que les
parecía necesario. Las ambiciones de la casa de Orange, encaminadas
a la unión de las provincias bajo un régimen principesco fuerte y ávido
de «soberanía», les resultaban odiosas.
Así fue como en el siglo xvn, cuando estaba convirtiéndose en la
principal potencia comercial de Europa, la «República de las Provin
cias Unidas» se hallaba dividida en el interior por una escisión políti
ca permanente que dificultaba un eficaz desarrollo ulterior de las
estructuras administrativas estatales. Por un lado, un partido republica
no, dominado por la provincia de Holanda y Amsterdam e interesado
en la conservación de la constitución de los Estados Provinciales y
Generales: un partido que veía en la fuerza de cada una de las provin
cias y en la debilidad de los -superiores- Estados Generales y de los
estatuders de Orange la condición previa para la supremacía del ele
mento holandés-burgués-mercantil. Por otro lado, un partido orangis
ta, tras el cual estaban «la Iglesia calvinista, sus pastores y sus adeptos
más fanáticos, reclutados en gran parte entre las clases sociales inferio
res» (C. Wilson). En estas condiciones, en el siglo XVII no se logró ni la
implantación de un régimen republicano fuerte que abarcara todas las
provincias, ni la integración de las provincias bajo un poder principes
co. Durante todo el siglo hubo tendencias en ambas direcciones, pero
229
permanecieron enfrentadas en un conflicto que tampoco se resolvió
con la inclusión de Holanda en la lucha de las «grandes potencias».
Es cierto que cuando la presión de Luis XIV sobre los envidiados com
petidores comerciales fue dominada, ambos partidos formaron una
coalición transitoria y superficial. Pero dicha coalición sirvió para
defenderse del peligro exterior, no para llevar a cabo una integración
interna. Y cuando con la Paz de Nimega (1678), hubo pasado momen
táneamente ese peligro, volvió a perderse la unidad interna. Así se
formó en los Países Bajos del norte una «alternativa al absolutismo»,
pero no una alternativa de verdadero porvenir que sirviera de ejemplo a
los restantes países europeos.
En este sentido, la evolución inglesa merece mucha más importan
cia 116• Inglaterra había pasado la primera fase de la formación estatal,
en muchos aspectos, de una manera comparable a la de los Estados
continentales. La transformación del Estado medieval -caracterizado
por el vínculo personal- en un Estado territorial había ido acompañada
de una reducción de las posesiones territoriales en la mayor parte del
reino insular. Desde 1453, con el final de los cien años de conflicto
entre el vasallo inglés y su señor feudal francés, estaba claro que el
futuro de Inglaterra se hallaba en la isla, no en el continente. Después,
el país fue desmembrado durante otros treinta años por las revueltas
internas de la Guerra de las Dos Rosas (1455-1485), antes de que Enri-
116
Sobre el tema, además de las obras de carácter general recogidas en la bibliografía,
nos limitaremos a citar algunos trabajos y monografías concluyentes para nuestro texto. Para
los lectores alemanes es interesante como introducción: K. KLUXEN, Geschichte Englands.
Von den Anfiingen bis zur Gegenwart, 21979. El problema central sobre el origen del par
lamentarismo inglés está admirablemente explicado por K. L0EWENSTEIN, Der britische
Parlamentarismus. Entstehung und Gestalt, 1964. Para la política de los Tudor son funda
mentales, aunque discutibles por sus tesis centradas en demostrar la existencia de un «des
potismo Tudor», los dos trabajos de G. R. ELTON, The Tudor Revolution in Government, 1952,
e id., England under the Tudors. 1955. Las dos revoluciones inglesas del siglo XVII -objeto
de interés historiográfico permanente- no aparecen detalladamente descritas en nuestro
texto. De ahí que sólo indiquemos dos obras extensas de suma imp01tancia para el siglo xvr:
L. ST0NE, The Causes of the English Revolution, 1529-1642, 1972, y CH. HILL, Van der
Reformation zur industrie/len Revolution. Sozial- und Wirtschaftsgeschichte Englands
1530-1780, 1977. Sobre la «Glorious Revolution» de 1688/1689 y la subsiguiente evolución
constitucional, véase, entre otros, J. H. PLUMB, The Growth of Política/ Stability in England,
1675-1725, 1967. J. R. J0NES, The Revolution of 1688 in England, 1973. Sobre la particula
ridad del absolutismo, es decir, sobre la peculiar evolución de Inglaterra con respecto al con
tinente, véase, entre otros, J. P. Co0PER, «Differences between English and Continental
Government in the Early Seventeenth Century», en J. S. Brornley y E. H. Kossman (eds.),
Britain and Netherlands, vol. I, 1960, pp. 62-90. E. WoLGAST, «Absolutismus in England»,
en H. Patze (ed.),Aspekte des EuropiiischenAbsolutismus, 1979, pp. 1-22. R. EccLESHALL,
Order and Reason in Politics: Theories ofAbsolute and Limited Monarchy in Early Modern
England, 1978. J. DALY, «The Idea of Absolute Monarchy in 17th Century England», The
Historical Journal, 21 (1978), pp. 227-250.
230
que VII (1485-1509), de la casa Tudor, fundara una tradición dinástico
monárquica de larga duración. En los más de cien años de régimen
estable de los Tudor, el ámbito insular -todavía sin Escocia y con una
Irlanda sometida, pero no eficazmente integrada- se reunificó hasta
formar un Estado relativamente homogéneo que, incluso desde el
punto de vista lingüístico-cultural, halló una fisonomía propia e inde
pendiente de Francia.
Junto con España y Francia, Inglaterra constituía la tercera gran
monarquía de la Europa occidental. Sus príncipes, comprometidos como
muchos de sus pares continentales con la imagen principesca del Rena
cimiento, conocían las ventajas de un régimen personal fuerte, conocían
y combatían los peligros de la tradicional descentralización medieval,
pero al mismo tiempo se aprovechaban del importante hecho «de que el
feudalismo, en la esfera de dominio anglo-normanda, en ningún lugar se
habra tenido un desarrollo más autocrático que en la Francia medie
val»117 . En un aspecto sobre todo eran más previsores que los monarcas
del continente, o bien fueron las circunstancias las que provocaron ese
carácter previsor tras el fin de la Guerra de los Cien Años: los grandes o
gigantescos imperios al estilo de Carlos V o España estaban fuera de sus
planes y sueños, a pesar de que a Enrique VIII y a algún otro les asaltaba
una y otra vez, más que fugazmente, el recuerdo de las antiguas posesio
nes en tierra firme.
Así pues, en el siglo XVI se daban en Inglaterra, más que en ningún
otro Estado, las condiciones previas para endurecer el poder estatal
y orientarlo hacia una monarquía absoluta. Además de una dinastía
fuerte, apenas amenazada ni desde el interior ni desde el exterior, había
un territorio «mediano», abarcable y que, desde la Guerra de las Dos
Rosas y la -a veces- brutal política de pacificación de Enrique VII, dis
frutaba en su mayor parte de una situación tranquila. Y en él aquí no se
impuso el absolutismo, que siguió siendo un «fenómeno histórico ine
xistente» (E. Wolgast). Sobre esta cuestión se ha escrito y especulado
muchísimo. Los intentos por hallar una respuesta son, al mismo tiem
po, formas de describir la evolución constitucional y social típicamen
te inglesa, diferenciada de la norma continental, durante los siglos XVI
yxvn.
Un elemento fundamental dentro del espectro de posibles res
puestas se desprende de lo anteriormente dicho. El absolutismo con
tinental, en su forma histórica -no adquirida definitivamente hasta el
siglo XVII-, fue, por ejemplo en Francia, una reacción ante las oposiciones
feudo-federativo-estamentales, un intento de solución de la cuestión reli
giosa, un empeño de concentración en el ámbito económico y, no en últi-
117 E. Hassinger, Das Werden des neuzeitlichen Europa ... , cit. (véase n. 94), p. 75.
231
mo lugar, una ampliación del poder con vistas a la lucha hegemónica de
las potencias europeas. No se trataba, sin duda, de ninguna «dictadura
por un estado de necesidad», como se ha afirmado recientemente reto
mando las arriesgadas tesis de Carl Schmitt 118, pero sí de un sistema
de permanente ampliación de las competencias estatales para dominar
estas complejas tareas. Si ahora dirigimos la mirada a la Inglaterra de
hacia 1600, resulta fácil comprobar que todos los problemas mencio
nados no desempeñaron ningún papel -si acaso uno muy pequeño- en
este país, por lo que no había ninguna necesidad real de implantar un
absolutismo al estilo continental. Desde el fin de la Guerra de las Dos
Rosas y del declive de numerosas familias antiguas de la alta nobleza,
no existía un centrifugalismo feudal. El problema religioso fue aborda
do a tiempo por la propia corona y, coincidiendo ampliamente con las
elites del país representadas en el parlamento, fue llevado a un punto a
partir del cual ya no podía alcanzar el grado de evolución típico del
continente. En el terreno económico, Inglaterra, como todos los países
europeos, es cierto que se hallaba bajo el signo de la coyuntura común
a toda la Europa de comienzos del siglo XVII, por lo que también se le
presentaron dificultades comparables. Sin embargo, éstas no estaban
tan estrechamente vinculadas a las guerras civiles internas ni a los
�sfuerzos hegemónicos externos como para que la necessitas de un
:égimen monárquico fuerte se erigiera en el único argumento de la con
iucta política. Al menos mientras los Tudor estuvieron en el poder
hasta 1603), a la propia dinastía reinante le parecía una norma de pru
lencia que, en su relación con la representación estamental del país, el
>arlamento, y con el conjunto de la sociedad, no debían aumentar las
,rerrogativas reales más allá de lo que consideraban necesario para
mponer su política los -personalmente fuertes, pero pragmáticos
eyes Tudor Enrique VII, Enrique VIII e Isabel.
Esta situación cambió algo cuando a partir de 1603, con los Estuar
o, llegó al poder una nueva dinastía. Vistos desde fuera, J acobo I
1603-1625) y su hijo Carlos I (1625-1649) eran, en principio, unos
10narcas que poseían menos talento político que sus antecesores los
'udor y que, sin embargo, intentaron reforzar la prerrogativa real.
,mbos orientaron la política de la corona claramente hacia la teoría y
L práctica de la monarquía absoluta -propagadas también en Inglate
·a desde el continente- e introdujeron un cambio de estilo político que
nrique VIII e Isabel habían evitado cuidadosamente. Por qué lo hicie
m es una pregunta de difícil respuesta; una respuesta precisa debería
ner en cuenta tanto el carácter de ambos reyes como el hecho de que
1glaterra, en la primera mitad del siglo xvrr, entró más en contacto con
233
ofthe reahn»: el derecho de petición, el derecho a la tenencia de armas,
elecciones libres, un debate parlamentario libre, frecuentes reuniones
del parlamento, la prohibición de crear un ejército permanente sin la
aprobación del parlamento y de decretar el estado de excepción en
tiempos de paz. Luego, en el año 1694, se regularizó la cuestión -por la
que tanto tiempo llevaban luchando- de la convocatoria parlamentaria
mediante un Triennal Act; finalmente, el Act of Settlement, de 1700,
aseguraba la independencia de los jueces y «erigía la judicatura en el
tercer poder de la trinidad anglosajona» (Loewenstein).
Si se echa un vistazo a la política del parlamento inglés a lo largo de
todo el siglo XVII sorprende la cantidad de éxitos conseguidos en discre
pancia con la corona. Una sociedad que bajo los Tudor había soportado
d «despotismo» de tres poderosos príncipes renacentistas, y que inclu
m había llegado a un consenso con ellos, aprovechó las tendencias
:i.bsolutistas de sus sucesores, los Estuardo, para soportar revoluciones,
Jara destronar primero y luego ejecutar a un rey legítimo, así como para
rastocar por completo la constitución del país. En Francia, sin embar
;o, donde, entre 1648 y 1652, la Fronde -tanto los nobles como los jue
:es- sostuvo luchas defensivas igualmente encarnizadas contra el abso
utismo en expansión, nunca se sometieron a debate decisiones de
imilar importancia (por no hablar de los restantes Estados principescos
:ontinentales, a los que en general les bastaba con el arsenal de la polí
ica maquiavélica para reprimir las resistencias estamentales).
¿Cuáles fueron las razones de esa tenaz singularidad de la evolu
ión inglesa? Muchos historiadores han intentado hallar la respuesta a
sta pregunta en el acontecimiento de su propia revolución. Y tienen
:i.zón en la medida en que la revolución inglesa, como toda revolución,
1vo su propia dinámica y sus propias reglas y dio lugar a unos resulta
os inesperados que no habían sido previstos en ningún programa y
ue ningún reformador de la primera mitad del siglo xvn había presa
iado con antelación. También hay que tener en cuenta el hecho de que
1 los once largos años del régimen personal de Carlos I, en la época
n parlamento comprendida entre 1629 y 1640, el problema religioso
! Inglaterra, debido a la política del rey y de su consejero eclesiástico
)Jítico William Laud, alcanzó un rigor extremo. El deseo de Carlos I
Laud de dotar de uniformidad religiosa a Inglaterra y a Escocia
ediante un reforzamiento de la Iglesia y la jerarquía episcopal angli
.nas deparó al país por primera vez en su historia la dureza y la impla
bilidad de una guerra de religión. En este sentido, Inglaterra había
:gado en torno a 1640 a un punto que Francia ya había alcanzado y
perado medio siglo antes. Aunque no se tratara del catolicismo ni del
pado, la política de Carlos I y de Laud surgió del espíritu de la Con
rrreforma: en dicha política se aliaron el absolutismo y la Iglesia
cional jerárquico-episcopal hasta constituir un poder y una ideología
4
que en España, Austria, Baviera y, finalmente, Francia habían salido
triunfantes. Evitar ese triunfo en Inglaterra era el cometido esencial de
la revolución mientras fue puritana, y lo fue profundamente durante la
larga época de las guerras civiles y de la república de Cromwell.
Pero la situación inglesa de mediados del siglo xvn sólo puede
explicar por qué la revolución llegó a ser inevitable, no por qué estuvo
coronada por el éxito y logró impedir un absolutismo inglés y una Igle
sia nacional uniforme. Por más que obedeciera a leyes propias y pese a
su dinámica inesperada, toda revolución necesita instituciones políti
cas, un concurso de circunstancias sociales y disposiciones ideológicas
con cuya ayuda pueda llevar a la práctica, si no un amplio y detallado
programa establecido de antemano, sí al menos el principal objetivo de
su lucha: en el caso de Inglaterra, evitar un régimen absolutista y la pre
tendida uniformidad religiosa. Si tenemos en cuenta la historia y
la constitución de Inglaterra anteriores a la revolución, vemos que el
país, en este sentido, estaba mucho mejor preparado que todas las
demás monarquías europeas, y que su historia, ya antes de la opción
absolutista de los Estuardo, sólo estaba relativamente abierta a una
evolución semejante.
Por encima de todo hay que hacer mención aquí al Parlamento, la
variante inglesa de las reuniones de Estados, repartidas por toda Europa.
Con unas competencias puramente administrativas estaba peor dotado
que muchas de sus instituciones paralelas europeas, pero a cambio dis
ponía desde la Plena y la Baja Edad Media de dos derechos esenciales,
que no se habían desarrollado en ningún otro lugar o que a la larga no se
habían conservado: el derecho a la votación regular de los impuestos,
que en cualquier caso podía repetirse, con lo cual se evitaba la creación
de una burocracia financiera real independiente del control de los esta
dos; y el derecho a participar en la legislación del reino, que aunque for
malmente se consideraba parte de la prerrogativa real, sin embargo se
llevaba a efecto mediante el acuerdo del rey con los representantes parla
mentarios (King in Parliament). Aparte de esto, el parlamento inglés dis
ponía de una técnica de representación muy desarrollada en compara
ción con los Estados continentales, debido sobre todo a la división
--existente ya desde el siglo xrv- en dos cámaras, una de las cuales esta
ba reservada a los barones y al alto clero y la otra a la baja nobleza rural y
a las ciudades. En especial la house ofcommons, la representación de los
burgueses y los caballeros, desarrolló ya en el siglo XIV, a través de sus
continuas discrepancias con las necesidades financieras de la corona,
una marcada autoconciencia política. Dentro de esta cámara no surgie
ron conflictos estamentales, o bien fueron tan limitados que a la corona
no le quedó ninguna posibilidad de practicar el divide et impera.
Lo cierto es que el papel político del parlamento hasta comienzos
del siglo XVII no ha de ser sobrevalorado. Su convocatoria y disolución,
235
al igual que en el continente, quedaba a merced del rey, y los monarcas
fuertes de los siglos xv y XVI supieron interpretar siempre virtuosa
mente este poder discrecional. De ahí que a los historiadores de la polí
tica de los Tudor les guste contar el número de sesiones del parlamento
y sacar de ahí conclusiones sobre su relativa falta de importancia. Pero
cuando se plantea la cuestión de por qué el absolutismo no hizo pro
gresos en Inglaterra, la comparación con el continente es lo que marca
la pauta. Y comparadas con los Estados Generales franceses, las ses.io
nes del parlamento inglés acreditan a éste, ya en los siglos xv y XVI,
como una institución política firmemente establecida.
Además, la relación entre la corona y el parlamento, durante toda la
época de los Tudor estuvo en gran parte determinada por el consenso.
Lores y comunes sancionaban la política de los reyes, aun cuando ello
diera lugar a un reforzamiento temporal de la prerrogativa real; la coro
na, a su vez, respetaba los derechos adquiridos del parlamento, aceptaba
conscientemente la teoría del King in Parliament, sacaba provecho de
la aprobación estamental y, en agradecimiento, renunciaba a fijar con
exactitud jurídica los derechos y deberes de ambas partes. Un ejemplo
famoso de esta labor de conjunto lo constituye la introducción de la
Reforma en la década de 1530. Enrique VIII, decidido a proceder con
tra el papado para esclarecer sus problemas dinásticos, convocó un
«parlamento reformista» y, en consenso con él, llevó a cabo la reforma
eclesiástica y el acceso -beneficioso para ambas partes- a los bienes de
la Iglesia.
Sin embargo, la impresión de libertad e independencia de la política
real con respecto al parlamento, interpretadas por muchos historiadores
de la época tudor como debilidad de la institución estamental, hace olvi
dar el alto precio que a la larga tuvo que pagar por ello la corona. Al
mismo tiempo que ésta utilizaba, manipulaba y, durante un largo perío
do, dominaba el parlamento, lo estaba manteniendo con vida, lo estabi
lizaba. La propia necesidad de convocarlo por razones financieras o
legislativas creó costumbres fijas. Además, de este modo, se reforzó una
tendencia que había dado ya comienzo en los siglos xrv y xv. La dispo
sición del parlamento a financiar la política real redujo el nuevo poder
del Estado al centro, pero no le permitió internarse en la administración
regional y local. Precisamente en la época de la introducción de la
Reforma, los últimos magnates «feudales» de Inglaterra se retiraron de
la escena de la administración local y cedieron sus puestos a aquellos
burgueses acomodados de las ciudades o miembros de la nobleza rural
que, desde hacía mucho tiempo, habían entrado como jueces de paz en
el local government y, al final del gobierno de Enrique VIII, práctica
mente tenían en sus manos toda la jurisdicción y administración local:
no eran oficiales del rey con un sueldo ni burócratas, sino jueces inde
pendientes, defensores activos -sin duda- de sus propios intereses
236
económicos y políticos, pero también guardianes y protectores del par
ticularismo local y de la common law, así como enemigos de esa racio
nalización y centralización del sistema judicial y administrativo que, en
el continente, como consecuencia de la adopción del derecho romano
iba ganando cada vez más terreno en esa misma época.
Así pues, vemos con claridad lo distinto qué era el sistema político
que, en comparación con Francia, se había instalado en Inglaterra
cuando, a principios del siglo XVII, concluyó la política de los Tudor:
por una parte, una realeza fuerte -sin burocracia, sin ejército perma
nente, sin impuestos directos o indirectos propios e independientes de
la aprobación del parlamento-; por otra, un parlamento acomodaticio
en materia de gran política, pero inflexible en el local govemment y en
la salvaguardia de sus derechos legislativos, un parlamento que se apo
yaba en una amplia elite desligada de las tradiciones «feudales» y
defensora del bienestar urbano y rural. Ciertamente, nada inducía a
suponer un conflicto revolucionario entre estos dos polos de la consti
tución inglesa cuando los Estuardo y sus imprudentes consejeros se
decidieron por la defensa de la opción absolutista. Pero el hecho de
que, en el fondo, fuera la corona la que buscara el conflicto, y que los
reyes y los teóricos de la monarquía propagaran ideas sobre la «sobera
nía», lapotestas absoluta y el Divine Right ofKings, cambió rápida y
profundamente la situación política del país.
Para el parlamento, las discrepancias con Jacobo I y, sobre todo,
con Carlos I supusieron un largo y fructífero proceso de aprendizaje.
Conocía las prácticas del absolutismo continental y sus peligros, y per
severó en sus viejos derechos legalmente adquiridos, añadiendo a los
tradicionales nuevas exigencias y reclamaciones. Los intentos de la
corona de recaudar impuestos, sobre todo indirectos (Tonnage and
Poundage, en 1625; Ship Monney, en 1634), durante más tiempo del
aprobado por el parlamento, fueron respondidos por éste alegando la
costumbre y acortando de nuevo el plazo de duración de lo aprobado:
un recurso muy útil para, a través de aprobaciones más frecuentes, lle
gar a una especie de permanencia en la convocatoria de sesiones. En
ellas se desarrolló la política del Triennal Act, con la que, en 1641, se
dio la alarma al absolutismo de los Estuardo: reelecciones, como muy
tarde, tres años después de la disolución del último parlamento; cin
cuenta días de duración mínima de cada sesión y, para casos de emer
gencia, un autoderecho de reunión del parlamento: las resoluciones de
1641 demuestran que el parlamento se había aprendido a fondo la lec
ción. La lucha del congreso contra las detenciones arbitrarias por parte
del rey es otro ejemplo ilustrativo. El rey había empleado este recurso
contra aquellos ciudadanos que se oponían al pago, no aprobado, del
Tonnage and Poundage. En la Petition of Rights de 1628, la prohibi
ción de detenciones arbitrarias no autorizadas por la common law figu-
237
ra entre las exigencias del parlamento y, tras el fin de la revolución,
entre las conquistas fundamentales de la nueva constitución inglesa.
Podrían añadirse otros muchos ejemplos, pero no podemos dete
nernos en ellos, como tampoco en la historia de la revolución inglesa ni
en la posterior evolución constitucional. Gracias a las discrepancias
entre el parlamento y el régimen de los Estuardo, Inglaterra evitó el
camino que llevaba al absolutismo, siendo el único Estado de gran
tamaño de la Europa central y occidental que en torno a 1600 ya había
conseguido una amplia unidad territorial. Muchos diputados parla
mentarios, durante los conflictos con Carlos Estuardo, tenían siempre
presentes los acontecimientos continentales; así, por ejemplo, sir
Robert Phellips exclamó en 1628 en la Cámara de los Comunes: «We
are the last monarchy in Christendom, that yet retain our ancient rights
and liberties». Que a finales del siglo XVII no sólo permaneciesen incó
lumes esos «viejos derechos y libertades», sino que estuviesen nacien
do un sistema constitucional completamente nuevo -con las cámaras
del parlamento en el centro del poder, con los jueces en su recién
adquirida independencia y con una realeza limitada que se hallaba, «no
por encima, sino en medio del paisaje político» (Kluxen)- fue para los
ingleses razón suficiente para no seguir temiendo las ideas ni los mode
los procedentes de los Estados continentales. Al contrario: cuanto más
se acreditaban las conquistas constitucionales de Inglaterra, más clara
mente veía el resto de Europa la relación entre división del poder, desa
rrollo social, modernización económica y estabilidad política, y más
fascinada se sentía por la alternativa al absolutismo que se había logra
do en Inglaterra. La evolución de Inglaterra no sólo influyó en muchos
aspectos en Norteamérica, cuando las colonias se separaron de su
metrópoli ll9; también el pensamiento constitucional progresista y libe
ral del continente europeo cayó bajo su influencia en el transcurso del
siglo xvm, como lo demuestran con toda claridad, incluso antes de
mediados de siglo, las obras de Montesquieu, que a su vez, en el año
1789, contribuyeron directamente al fin del absolutismo francés.
119 Aparte
del l ibro citado en la n. 116 de K. Loewnstein, véase H. CHR. ScHRÓDER,
,Die amerikanische und die englische Revolution in vergleichender Perspektive», en H.-U.
Vehler (ed.J, 200 Jahre amerikanische Revolution ... , cit. (véase n. 115), pp. 9-37.
38
BIBLIOGRAFÍA
HISTORIA GENERAL
MIECK, l., Europiiische Geschichte der Frühen Neuzeit. Eine Einführung,
2 1977. ELZE, R. y REPGEN, K. (eds.), Studienbuch Geschichte, 1974 (aquí
véase E. w. ZEEDEN y H. HÜRTEN, «Dritter Teil. Frühe Neuzeit»). E. BUSSEM y
M. NEHER, Arbeitsbuch Geschichte. Neuzeit I, 3 1976.
A continuación se mencionan las grandes historias nacionales de Europa
que, si bien algunas han sido publicadas hace ya tiempo, constituyen una
239
ayuda imprescindible para estudiar en profundidad la historia de la Edad
Moderna. Si se han editado con frecuencia como libros de bolsillo o en rús
tica, únicamente se remitirá a la primera edición.
Alemania: RrTTER, G. (ed.), Geschichte der Neuzeit (véase aquí E. HASSIN
GER, Das Werden des neuzeitlichenEuropa, 1300-1600, 21966; W. HUBATSCH,
Das Zeitalter desAbsolutismus, 41975. G. MANN y NITSCHCKE, A. (eds.), Pro
pyliien Weltgeschichte (véanse aquí los vols. VI, 1964, y VII, 1964, obras
colectivas sin un director específico). F. VALJAVEC (ed.), Historia Mundi
(véanse los volúmenes VII, 1957; VIII, 1959; y IX, 1960, obras colectivas sin
un director específico).Saeculum Weltgeschichte (véanse vols. V, 1970, y VI,
1971, obras colectivas sin un director de cada volumen ni de la setie). Schie
der, Th. (ed.), Handbuch der europiiischen Geschichte (véanse vol. III, 1971,
dirigido por J. Engel, y vol. IV, 1968, dirigido por F. Wagner). Propyliien
Geschichte Europas (véanse vol. I, Diwald, H., Anspruch auf Mündigkeit, um
1400-1555, 1975; vol. II, ZEEDEN, E. W., Hegemonialkriege und Glauben
skiimpfe, 1556-1648, 1977; vol. III, MANDROU, R.,Staatsriison und Vernunft,
1649-1775, 1976; vol. IV, WEIS, E., Der Durchbntch des Bürgertums, 1776-
1847, 1978). Fischer Weltgeschichte. Además de los volúmenes dedicados a
la Edad Moderna, véanse el vol. XII: ROMANO, R. y TENENTI, A., Die Grund
legung der modernen Welt. Spéitmittelalter, Renaissance, Reformation, 1967;
vol. XXVI: BERGERON, L., FURET, F. y KOSELLECK, R., Das Zeitalter der européii
schenRevolutionen, 1780-1848, 1969.
Inglaterra y EE.UU.: Junto a la clásica «New Cambridge Modem History»,
cuyos volúmenes I-VII son aquí de interés, hay una serie de colecciones de
libros de bolsillo, algunos de los cuales están magníficamente trabajados.
LANGER, W. L. (ed.), TheRise ofModernEurope (véase GILMORE, M. P., The
World ofHumanism, 1453-1517, 1952. O'C0NNELL, M. R., The CounterRefor
mation, 1560-1610, 1974. FRIEDRICH, C. J., TheAge of the Baroque, 1610-1660,
1952. NussBAUM, F. L., The Triumpf ofScience andReason, 1660-1685, 1953.
WoLF, J. B., TheEmergence of the Great Powers, 1685-1715, 1951. RoBERTS,
P., The Quest for Security, 1715-1740, 1947. DORN, W. L., Competition
forEmpire, 1740-1763, 1940. GERSH0Y, L., From Despotism toRevolution,
1763-1789, 1944. BRINT0N, C., A Decade ofRevolution, 1789-1799, 1934).
ffay, D. (ed.), A General History ofEurope (véase H. G. KoENIGSBERGER y
VlossE, G. L.,Europe in the Sixteenth Century, 1968 [ed. cast.: Europa en el
·iglo XVI, Madrid, Aguilar, 1974]. D. H. PENNINGT0N,Seventeenth Century
;;urope, 1970 [ed. cast.: Europa en el siglo XVII, Madrid, Aguilar, 1973]. M. S.
1.NDERS0N, Europe in the Eighteenth Century, 1713/1783, 1961 [ed. cast.:
'uropa en el siglo XVIII, Madrid,Aguilar, 1964]). P lumb, J. H. (ed.), The Fonta
r¡, History ofEurope (véase H ALE, J. R., Renaissance Europe, 1480-1520,
n1 [ed. cast.: LaEuropa delRenacimiento, 1480-1520, Madrid, Siglo XXI,
)96]. ELT0N, G. R.,ReformationEurope, 1971 [ed. cast.: La Europa de la
ifomia, Madrid, Siglo XXI, 1984]. ELLIOTT, J. H.,Europe Divided, 1559-1598,
968 [ed. cast.: La Europa dividida, 1559-1598, Madrid, Siglo XXI, 1988].
o
ST0YE, J., Europe Unfolding 1648-1688, 1969 [ed. cast.: El despliegue de
Europa, 1648-1688, Madrid, Siglo XXI, 1974]. ÜGG, D., Europe of theAncien
Régime 1715-1783, 1965 [ed. cast.: La Europa del antiguo régimen, Madrid,
Siglo XXI, 1987]). BARRACLOUGH, G. (ed.), Library of European Civilisation
(véase DICKENS, A. G., Reformation and Society in Sixteenth-Century Europe,
1966. HATT0N, R., Europe in theAge ofLouis XIV, 1969. CBA BEHRENS, The
Ancien Régime, 1967.) GILBERT, F. (ed.), History of Modero Europe (véase:
RICE, E. F., Jr., The Foundations of Early Modero Europe, 1460-1559, 1970.
DuNN, R. S., TheAge of Religious Wars, 1559-1689, 1970. KRIEGER, L., Kings
andPhilosophers, 1689-1789, 1970).
Francia: CROUZET, M. (ed.), Histoire Générale des civilisations (véase vol. IV:
R. MousNIER, Les xvf et xv1f siecles, 31961 [ed. cast.: Los siglos XVI y XVII, el
progreso de la civilización europea y la decadencia de Oriente (1492-1715),
Barcelona, Destino, 1981]; vol. V: MüUSNIER, R. y LABR0USSE, R., Le xvme
siecle, 41963 [ed. cast.: El siglo XVIII: revolución intelectual, técnica y política
(1715-1815), Barcelona, Destino, 1981]. Sigue siendo importante la serie de
los editores HALPHEN, L. y SAGNAC, Ph., «Peuples et Civilisation» (véanse los
vols. VID-XII. Acaba de publicarse el vol. X: MANDR0U, R., Louis XIV en son
temps, 1973). DELUMEAU, J., y LEMERLE, P. (eds.), Nouvelle Clio. L'histoire et
ses problemes. Excelentes libros de trabajo centrados en el estado y las cues
tiones de la investigación, aunque, por desgracia, los temas no están reparti
dos de forma equilibrada. Para la Edad Moderna son relevantes los volúme
nes XXVI-XXXVI, que, sin embargo, no constituyen una historia homogénea
de Europa.
Recientes y destacadas visiones parciales de la Edad Moderna, dedicadas
al conjunto de Europa o, al menos, con una perspectiva global: F. BRAUDEL,
La méditerranée et le monde méditerranéen a l'époche dePhilippe 11, 2 vols,
21966 [ed. cast.: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de
Felipe 11, México, FCE, 1980]; obra estándar para la historia social, económica
y política del siglo XVI, especialmente de la región mediterránea. F. BRAUDEL,
Die Geschichte der Zivilisation, 15, bis 18. Jahrhundert, 1971; traducción
alemana de una obra en dos volúmenes que trata el problema de la «civilisation
metérielle». ThEV0R-R0PER, H., Religion, Reformation und sozialer Umbruch.
Die Krisis des 17. Jahrhunderts, 1970; traducción alemana de una compi
lación de ensayos frecuentemente editada, con artículos, entre otros, sobre la
historia social religiosa. KAMEN, H., The !ron Century. Social Change in Europe
1550-1660, 1972 [ed. cast.: El siglo de hierro: cambio social en Europa,
1550-1660, Madrid, Alianza, 1977]; visión general, de fácil lectura, sobre la
época de crisis que afectó a toda Europa. P. CHAUNU, Europiiische Kultur im
Zeitalter des Barock, 1968; obra estándar de uno de los principales historia
dores sociales franceses; mucho más que una «mera» historia cultural, la obra
está dividida en historia constitucional, historia de la cultura material e his
toria de las ideas. G. RUDE, N., Europe in the Eighteenth Century. Aristocracy
and the Bourgeois Challenge, 1962 [ed. cast.: Europa en el siglo xvm: la
241
aristocracia y el desafío burgués, Madrid, Alianza, 1981]. W. DOYLE, The
Old European Order 1660-1800, 1978.
HISTORIA DEMOGRÁFICA
MACKENROTH, G., Bevolkenmgslehre. Theorie, Soziologie und Statistik
der Bevolkerung, 1953. REJNHARD, M., ARMENGAUD, A., DUPAQUIER, J.,Histoire
générale de la population mondiale, 31968; en preparación una cuarta edición
muy revisada de esta obra clásica. WRIGLEY, E. A., Bevolkerungsstruktur im
Wandel. Methoden und Ergebnisse der Demographie, 1969. CIPOLLA, C. M., y
BoRCHARDT, K., Bevolkerungsgeschichte Europas. Mittelalter bis Neuzeit, 1971.
Son de la mayor importancia para la historia demográfica numerosas compi
laciones de ensayos, de las que mencionaremos tres. «Historical P opulation
Studies», en Daedalus, primavera de 1968. GLASS, D. V. y EVERSLEY, D. E. C.
(eds.), Population inHistory, 1965. WEHLER, H.-U. (ed.), Historische Familien
forschung und Demographie, Geschichte und Gesellschaft /, 2/3 (1975). Una
visión general sumamente útil con fechas, gráficos, cuadros sinópticos, etc.:
McEvEDY, C. y JoNES, R., Atlas ofWorld Population History, 1978.
HISTORIA ECONÓMICA
2
rrollo económico de la Europa continental ( 1500-1700 ), Madrid, Siglo XXI,
1977]. Aquí, como en otros muchos lugares, ha de mencionarse la obra de
M. WEBER, Wirtschaft und Gesellschaft. Grundriss der verstehenden Soziologie,
2 vols., (numerosas ediciones) [ed. cast.: Economía y sociedad, México,
FCE, 1993].
Sectores parciales de la historia económica desde una perspectiva general
europea: SLICHER VAN BATH, B. A., The Agrarian History ofWestern Europe,
A. D. 500-1850, 1963. ABEL, W., Agrarkrisen und Agrarkonjunktur. Eine Ge
schichte der Land- und Ernahrungswirtschaft seit dem hohen Mittelalter,
31978. R. EHRENBERG, Das Zeitalter der F ugger. Geldkapital und Creditverkehr
im 16. Jahrhundert, 2 vols, 1896. No existen sinopsis semejantes de otros
sectores industriales. Véanse, no obstante, los importantes volúmenes colectivos:
KELLENBENZ, H. (ed.), Schwerpunkte der Eisengewinnung und Eisenverarbei
tung in Europa 1500-1650, 1974. Id. (ed.), Schwerpunkte der Kupferproduktion
und des Kupferhandels in Europa 1500-1650, 1977. Id. (ed.), Wirtschaftliches
Wachstum, Energie undVerkehrvom Mittelalter bis ins 19. Jahrhundert, 1978.
Monografías histórico-económicas particularmente interesantes, que no
están centradas tanto en los hechos como en la exposición de tesis e hipótesis
específicas: DOBB, M., Die Entwicklung des Kapitalismus. Vom Spiitfeudalismus
bis zur Gegenwart, 21972 [l.ª ed. inglesa, 1946]; exposición clásica de un marxi
sta inglés, que dio lugar a la acalorada discusión sobre el feudalismo y el capita
lismo de los años cincuenta y sesenta. Sobre el estado del debate en tomo al feu
dalismo, véanse dos trabajos con ejemplos regionales, pero hipótesis globales:
KULA, W., Théorie économique du systeme féodal: pour un modele de l'économie
polonaise, xvf au xv11f siecles, 1970; Bors, G., Crise du féodalisme. Economie
rurale et démographie en Normandie orientale du début du XIV" au milieu du xvf
siecle, 1976. Una interpretación neoliberal de la historia económica y constitu
cional europea, que insiste mucho en la evolución de los «property rights», en
NüRTH, D. C. y THOMAS, R. P., The Rise of the WesternWorld. A New Economic
History, 1973. Véase también DAVIES, R., The Rise of the Atlantic Economies,
1973. Una brillante sinopsis sobre la situación de crisis del siglo xvrr, en de VRIEs,
J., The Economy of Europa in anAge of Crisis, 1600-1750, 1976 [ed. cast.: La
economía de Europa en un período de crisis, 1600-1750, Madrid, Cátedra, 1979].
Sobre la relación entre la agricultura europea y la colonización extraeuropea,
véase una descripción fundamental, aunque no imparcial y, por tanto, criticada
por sus colegas, en WALLERSTEIN, l., The ModemWorld-System. CapitalistAgri
culture and the Origins of the EuropeanWorld-Economy in the Sixteenth Cen
tury, 1974 [ed. cast.: El moderno sistema mundial: la agricultura capitalista y los
orígenes de la economía-mundo europea en el siglo XVI, Madrid, Siglo XXI,
1979]. Sobre el problema de la protoindustrialización europea, objeto última
mente de un amplio análisis, véase KRIEDTE, P., MEDICK, H., y ScHLUMBOHM, J.,
lndustrialisierung vor der Industrialisierung. Gewerbliche Warenproduktion auf
demLand in der Formationsperiode des Kapitalismus, 1977 [ed. cast.: Industria
lización antes de la industrialización, Barcelona, Crítica, 1986].
243
HISTORIA SOCIAL
245
2. COMPILACIONES DE ENSAYOS SOBRE DIVERSOS ASPECTOS
DE LA HISTORIA EUROPEA EN LA EDAD MODERNA
246
Mousnier, etc. CüLEMAN, D. C. (ed.), Revisions in Mercantilism, 1969; la com
pilación más importante sobre el tema. CüNZE, W. (ed.), Sozialgeschichte der
Familie in der Neuzeit Europas, 1976. Volumen editado con motivo de un con
greso, con artículos internacionales de perspectivas muy variadas. W UNDER,
G., (ed.), Feudalismus. ZehnAufséltze, 1974. KucHENBUCH, L. (ed., en colabo
ración con B. Michael), Feudalismus-Materialien zur Theorie und Geschich
te, 1977; compilación sobre el tema con muchas e importantes referencias
bibliográficas. GERHARD, D., (ed.), Stéindische Vertretungen in Europa im 17.
und 18. Jahrhundert, 1969; la mejor compilación sobre el tema escrita en
alemán, con artículos referentes a Alemania, Suecia, Austria, Hungría, Polonia
e Inglaterra. VIERHAUS, R. (ed.), Eigentum und Verfassung. Zur Eigentumsdis
kussion im ausgehenden 18. Jahrhundert, 1972; con artículos sobre Alemania,
Suecia, EE.UU. y Francia. ENGEL-JANOSI, F., et al. (eds.), Fürst, Bürger,
Mensch. Untersuchungen zu politischen und soziokulturellen Wandlungspro
zessen im vorrevolutionéiren Europa, 1975. KüSELLECK, R., (ed.), Studien zu
Beginn der modernen Welt, 1977. PARKER, G., y SMITH, L. M. (eds.), The
General Crisis of the Seventeenth Century, 1978; otra compilación de ensayos
sobre la muy discutida crisis del siglo XVII, más centrada en la historia econó
mica que la editada por T. Astan.
Compilaciones de ensayos escritos por destacados historiadores de la Edad
Moderna (o misceláneas publicadas como homenaje), dedicadas al conjunto
de Europa y que no han sido mencionadas en otro lugar: F. Braudel, Ecrits sur
l'histoire, 1969 [ed. cast.: Escritos sobre la historia, Madrid, Alianza, 1991].
Mélanges en l'honneur de Fernand Braudel, 2 vals., 1973. Bog, I. y FRANZ, G.
(eds.), Wirtschaftliche und soziale Strukturen im séikularen Wandel. Festschrift
far WílhelmAbel zum 70. Geburtstag, 3 vals., 1974. Alteuropa und die moder
ne Gesellschaft. Festschrift für O. Brunner, 1963. GERHARD, D., Alte und Neue
Welt in vergleichender Geschichtsbetrachtung, 1962. GERHARD, D., Gesam
melteAufséitze, 1977. LüTHY, H., In Gegenwart der Geschichte Historische
Essays, 1967. ÜEYL, P., Encounters in History, 1963. DICKMANN, F., Friedens
recht und Friedenssicherung. Studien zum Friedensproblem in der Geschich
te, 1971. KoENIGSBERGER, H. G., Estates and Revolutions. Essays in Early
Modem European History, 1971.
247
ÍNDICE
l. Población.............................................................................. 13
2. Familia .................................. . .............................. .. ..... ......... 30
3. Economía ............................................................................. 50
La limitación de la oferta y la demanda, 50. Trabajo, capi
tal y recursos naturales, 58. Sobre la productividad en las
sociedades preindustriales, 70.
4. Sociedad............................................................................... 73
III. EL CAMBIO EN EUROPA ENTRE LOS SIGLOS XVI Y XVIII . ............ ..... 90
248
b) El cambio estructural económico
entre los siglos XVI y xvm ............................................. 139
El «largo siglo XVI», 143. La crisis del siglo XVII, 153.
El auge del siglo XVIII, 163.
c) Los procesos de diferenciación social
y los conflictos sociales................................................. 170
La población rural europea desde el siglo XVI hasta
finales del XVIII, 172. Sublevaciones y guerras campe-
sinas en Europa desde el siglo XVI hasta finales del
XVIII, 179. La nobleza, del siglo XVI al XVIII, 188.
Bibliografía 239
249