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INSECTOS, ESPIAS Y MARIPOSAS. FESTÍN DESNUDO Y M.

BUTTERFLY
Por: David Cronenberg (1943-)

En 1981, con ocasión del estreno de Scanners en los


Estados Unidos, Cronenberg dijo en una entrevista
para la revista Omni: “Una parte mía sueña con hacer
una versión de El almuerzo desnudo de William
Burroughs”. Como señaló unos cinco años después el
crítico Mitch Tuchman, una parte suya ya lo había
cumplido. Burroughs (junto a Nabokov) no sólo había
tomado posesión de los escritos tempranos de
Cronenberg al punto de confundirse con su “voz”,
sino que el primer largometraje comercial del
director –Escalofríos- estaba infectado por el
imaginario del escritor estadounidense. En El
almuerzo desnudo el lascivo candirú se describe de
la siguiente forma: “Un pequeño pez o gusano con
aspecto de anguila… que frecuenta desde hace tiempo
ríos de dudosa reputación”. Estas criaturas
diminutas ostentan un parecido impresionante con
los parásitos venéreo-fecales de Escalofríos. Ambos
ganan acceso al interior de sus víctimas por vía de
los genitales.
Como apunta Tuchman en referencia a Rabia, la
“morfología neutral” del injerto de piel que
transforma la axila de Rose en una jeringa fálica
chupadora de sangre “es el tejido indiferenciado de
Burroughs, pasible de transformarse en cualquier
tipo de carne… órganos sexuales que germinan por
doquier”. Scanners a su vez comparte la obsesión de
Burroughs es “en gran medida iconográfico. La
diferencia crucial entre ambos radica en el
moralismo desapasionado de Burroughs y el
agnosticismo sin sangre de Cronenberg… Sin
Burroughs, Cronenberg carecería de imaginario”.

Cualquiera sea la injerencia de Burroughs sobre


Cronenberg, encarar una versión de El almuerzo
desnudo implicaba para el director una expresión
natural de destino cinematográfico. Sus sistemas
nerviosos habían estado conectados durante años;
ambos compartían las mismas pesadillas y visiones;
los dos ostentaron un disgusto puritano por la carne
(aunque al menos uno de ellos lo negaría); y fueron
criticados y censurados por su imaginario extremo.

En la época de su publicación original, muchos


reseñadores de El almuerzo desnudo se reconocieron
asqueados, horrorizados y deprimidos al leer la
novela. A algunos los puso histéricos (de nuevo, un
serio paralelo con la recepción crítica a
Escalofríos). Una de esas reseñas manifestaba: “La
reserva hacia ciertas expresiones y pesadillas –el
hecho de que mantengamos parte de nuestras oquedades
y olores desagradables a resguardo- es una condición
necesaria para la libertad moral y política”. El
talante de esa reacción exige interrogarse sobre la
responsabilidad de artistas y creadores, tema que a
Cronenberg le atañe de manera especial.
Un artista como tal no es ciudadano de la sociedad.
El artista está obligado a explorar cada aspecto de
la experiencia humana, sus rincones sombríos; no
siempre, pero si uno va en esa dirección hay que
seguir el impulso. Es inconcebible preocuparse por
lo que el segmento de la sociedad a la que uno
pertenece considera correcto o incorrecto; por el
criterio que dicta si una exploración es buena o
mala. En el momento en que uno es artista no es
ciudadano. Esa responsabilidad social deja de
existir. Se deja de tener, de hecho, toda clase de
responsabilidad.
Si alguien me dice: “Ahora debes ponerte en el papel
de ciudadano y dar un paso atrás para mirar lo que
hiciste, examinar de dónde viene tu impulso para
crear y mostrar esas cosas”, ahí ya es distinto. En
ese caso ya no sería un artista sino un analista
del acto creativo. Hay muchos artistas que no
sienten necesidad de examinar su proceso o temen
que si lo hacen, este se desvanecerá o alterará.
Nabokov se aferraba a la misma idea y nadie le
arrojaba piedras. Con igual tono puedo afirmar que
también soy un ciudadano, que acarreo mis
responsabilidades sociales y me tomo el rol en
serio. Pero como artista tengo la responsabilidad
de permitirme completo libertad. Es mi función, para
eso estoy acá. La sociedad y el arte coexisten en
términos incómodos; así ha sido siempre. Si el arte
es anti-represivo entonces arte y civilización no
fueron hechos uno para el otro. No hay que ser
freudiano para entenderlo. La presión inconsciente
y la electricidad buscan expresarse y ser oídas, su
empuje es irreprimible. Saldrá como sea.
Cuando escribo procuro no censurar mi imaginario ni
mis asociaciones. No me tengo que preocupar por lo
que dicen los críticos o los izquierdistas o los
ecologistas. Mi deber es ignorar todo eso. Si
escucho esas voces me paralizo porque nada de lo
que digan puede resolverse. Mi objetivo es regresar
a la voz que habló antes que esas estructuras se
impongan para hacer que pronuncie sus verdades más
terribles. Soy responsable en mi irresponsabilidad.
Cuando uno examina la responsabilidad social de
manera profunda acaba analizando inevitablemente la
responsabilidad personal. No existe una sin la otra.
Considerar algo puro e innato por fuera de la norma
cultural implica escarbar hacia el fondo de uno
mismo y eso puede ser peligroso.
Me pregunta: “¿No sientes una responsabilidad
enorme por los films que haces? ¿Cómo puedes
sobrellevar el peso de esa responsabilidad?”. Yo le
digo: “Cargo bastante bien el peso de esa
responsabilidad. Son películas buenas para la
gente. No causan ningún mal”.
Se dice que las películas tienden a respaldar o
alentar alguna filosofía. Pero una película no hace
nada de esto. Simplemente yace en su lata. ¿Hablamos
del guionista, del director, del productor? ¿Quién
tiene la autoridad detrás de una película hipotética
mía –Pacto de amor, por ejemplo- como para decir
que promueve la misoginia, que yo la apruebo, la
comparto? ¿De dónde sale?
Tratándose de una forma de arte auténtico, lo
concebible es que el autor del film y las personas
que lo hacen no sepan qué dice la película, qué
respalda o expresa a medida que se la realiza. Es
en el proceso de rodaje que se empieza de a poco a
comprender esto. Indagar en el significado,
importancia social o corrección política de un film
en preparación partiendo de sus entrañas es
descabellado. Básicamente una idiotez. Viéndolo
así, uno está obligado a señalar algo cierto
respecto de él. Aunque, ¿quién posee el balance, la
magistral mirada cósmica como para leer un guion y
decir: “esto es irresponsable y debe suprimirse”?
Quienes lo hacen son pequeños comités de gente
cobarde y asustada que rondan torpemente pro ahí.
Si existiera una persona parecida a Dios para que
arbitre, OK. Si alguien me dice: “David, sé que no
piensas que Pacto de amor va a profundizar la
misoginia en la sociedad, si bien yo, Dios, te digo
que a la luz de los próximos 2.000 años lo hará”,
entonces quizás pueda someterme a su arbitrio. Pero
a nivel esencial me niego a ser reprimido.

Editado por CHRIS RODLEY


Traducción de JAVIER MATTIO
Cronenberg por Cronenberg. Buenos Aires. El Cuenco
de Plata. 2020. Págs. 209-212.

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