En 1981, con ocasión del estreno de Scanners en los
Estados Unidos, Cronenberg dijo en una entrevista para la revista Omni: “Una parte mía sueña con hacer una versión de El almuerzo desnudo de William Burroughs”. Como señaló unos cinco años después el crítico Mitch Tuchman, una parte suya ya lo había cumplido. Burroughs (junto a Nabokov) no sólo había tomado posesión de los escritos tempranos de Cronenberg al punto de confundirse con su “voz”, sino que el primer largometraje comercial del director –Escalofríos- estaba infectado por el imaginario del escritor estadounidense. En El almuerzo desnudo el lascivo candirú se describe de la siguiente forma: “Un pequeño pez o gusano con aspecto de anguila… que frecuenta desde hace tiempo ríos de dudosa reputación”. Estas criaturas diminutas ostentan un parecido impresionante con los parásitos venéreo-fecales de Escalofríos. Ambos ganan acceso al interior de sus víctimas por vía de los genitales. Como apunta Tuchman en referencia a Rabia, la “morfología neutral” del injerto de piel que transforma la axila de Rose en una jeringa fálica chupadora de sangre “es el tejido indiferenciado de Burroughs, pasible de transformarse en cualquier tipo de carne… órganos sexuales que germinan por doquier”. Scanners a su vez comparte la obsesión de Burroughs es “en gran medida iconográfico. La diferencia crucial entre ambos radica en el moralismo desapasionado de Burroughs y el agnosticismo sin sangre de Cronenberg… Sin Burroughs, Cronenberg carecería de imaginario”.
Cualquiera sea la injerencia de Burroughs sobre
Cronenberg, encarar una versión de El almuerzo desnudo implicaba para el director una expresión natural de destino cinematográfico. Sus sistemas nerviosos habían estado conectados durante años; ambos compartían las mismas pesadillas y visiones; los dos ostentaron un disgusto puritano por la carne (aunque al menos uno de ellos lo negaría); y fueron criticados y censurados por su imaginario extremo.
En la época de su publicación original, muchos
reseñadores de El almuerzo desnudo se reconocieron asqueados, horrorizados y deprimidos al leer la novela. A algunos los puso histéricos (de nuevo, un serio paralelo con la recepción crítica a Escalofríos). Una de esas reseñas manifestaba: “La reserva hacia ciertas expresiones y pesadillas –el hecho de que mantengamos parte de nuestras oquedades y olores desagradables a resguardo- es una condición necesaria para la libertad moral y política”. El talante de esa reacción exige interrogarse sobre la responsabilidad de artistas y creadores, tema que a Cronenberg le atañe de manera especial. Un artista como tal no es ciudadano de la sociedad. El artista está obligado a explorar cada aspecto de la experiencia humana, sus rincones sombríos; no siempre, pero si uno va en esa dirección hay que seguir el impulso. Es inconcebible preocuparse por lo que el segmento de la sociedad a la que uno pertenece considera correcto o incorrecto; por el criterio que dicta si una exploración es buena o mala. En el momento en que uno es artista no es ciudadano. Esa responsabilidad social deja de existir. Se deja de tener, de hecho, toda clase de responsabilidad. Si alguien me dice: “Ahora debes ponerte en el papel de ciudadano y dar un paso atrás para mirar lo que hiciste, examinar de dónde viene tu impulso para crear y mostrar esas cosas”, ahí ya es distinto. En ese caso ya no sería un artista sino un analista del acto creativo. Hay muchos artistas que no sienten necesidad de examinar su proceso o temen que si lo hacen, este se desvanecerá o alterará. Nabokov se aferraba a la misma idea y nadie le arrojaba piedras. Con igual tono puedo afirmar que también soy un ciudadano, que acarreo mis responsabilidades sociales y me tomo el rol en serio. Pero como artista tengo la responsabilidad de permitirme completo libertad. Es mi función, para eso estoy acá. La sociedad y el arte coexisten en términos incómodos; así ha sido siempre. Si el arte es anti-represivo entonces arte y civilización no fueron hechos uno para el otro. No hay que ser freudiano para entenderlo. La presión inconsciente y la electricidad buscan expresarse y ser oídas, su empuje es irreprimible. Saldrá como sea. Cuando escribo procuro no censurar mi imaginario ni mis asociaciones. No me tengo que preocupar por lo que dicen los críticos o los izquierdistas o los ecologistas. Mi deber es ignorar todo eso. Si escucho esas voces me paralizo porque nada de lo que digan puede resolverse. Mi objetivo es regresar a la voz que habló antes que esas estructuras se impongan para hacer que pronuncie sus verdades más terribles. Soy responsable en mi irresponsabilidad. Cuando uno examina la responsabilidad social de manera profunda acaba analizando inevitablemente la responsabilidad personal. No existe una sin la otra. Considerar algo puro e innato por fuera de la norma cultural implica escarbar hacia el fondo de uno mismo y eso puede ser peligroso. Me pregunta: “¿No sientes una responsabilidad enorme por los films que haces? ¿Cómo puedes sobrellevar el peso de esa responsabilidad?”. Yo le digo: “Cargo bastante bien el peso de esa responsabilidad. Son películas buenas para la gente. No causan ningún mal”. Se dice que las películas tienden a respaldar o alentar alguna filosofía. Pero una película no hace nada de esto. Simplemente yace en su lata. ¿Hablamos del guionista, del director, del productor? ¿Quién tiene la autoridad detrás de una película hipotética mía –Pacto de amor, por ejemplo- como para decir que promueve la misoginia, que yo la apruebo, la comparto? ¿De dónde sale? Tratándose de una forma de arte auténtico, lo concebible es que el autor del film y las personas que lo hacen no sepan qué dice la película, qué respalda o expresa a medida que se la realiza. Es en el proceso de rodaje que se empieza de a poco a comprender esto. Indagar en el significado, importancia social o corrección política de un film en preparación partiendo de sus entrañas es descabellado. Básicamente una idiotez. Viéndolo así, uno está obligado a señalar algo cierto respecto de él. Aunque, ¿quién posee el balance, la magistral mirada cósmica como para leer un guion y decir: “esto es irresponsable y debe suprimirse”? Quienes lo hacen son pequeños comités de gente cobarde y asustada que rondan torpemente pro ahí. Si existiera una persona parecida a Dios para que arbitre, OK. Si alguien me dice: “David, sé que no piensas que Pacto de amor va a profundizar la misoginia en la sociedad, si bien yo, Dios, te digo que a la luz de los próximos 2.000 años lo hará”, entonces quizás pueda someterme a su arbitrio. Pero a nivel esencial me niego a ser reprimido.
Editado por CHRIS RODLEY
Traducción de JAVIER MATTIO Cronenberg por Cronenberg. Buenos Aires. El Cuenco de Plata. 2020. Págs. 209-212.