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Hay un mito especialmente divertido: el de la neutralidad de la gente que se dedica a la ciencia. Van a
su laboratorio sin ideología, ni prejuicios, ni condiciones sociales, ni pasado. Se ponen la
sacrosanta bata blanca, analizan, estudian, extraen datos, los publican y a casa a dormir. Impecable y
aséptico.
Estos días está de moda el último petardazo de Netflix, No mires arriba, en donde Jennifer Lawrence
y Leo DiCaprio interpretan a dos astrónomos que descubren un cometa que va en dirección de
exterminar a los terrícolas. Y tratan de alzar la voz, con escaso éxito. La peli es una fábula sobre
la crisis climática, pero se queda corta. En la ficción, el mundo pasa de estos científicos; en la realidad,
los climatólogos no solo son ignorados, como han contado algunos estos días a raíz del filme,
como Peter Kalmus, Valérie Masson-Delmotte o Michael Mann. También sufren amenazas de muerte.
Como las que padecen ahora vacunólogos o defensores de las mascarillas frente a la covid.
En los primeros meses de la pandemia surgieron otros científicos activistas: los que descubrieron que
para evitar contagios lo importante era que el virus viajaba en aerosoles que se mantenían en el aire
en suspensión, y no tanto lavarse las manos durante 40 segundos. Por lo tanto, lo fundamental era
usar mascarillas bien ajustadas y evitar espacios cerrados y mal ventilados. Eran pesados como la
polaca Lidia Morawska y el español José Luis Jiménez. Quede claro, por cierto, que el activismo que
aquí elogiamos no debe ser un esfuerzo individual, sino colectivo: los escritos de estos expertos en
aerosoles los firmaban más de 200 especialistas. Durante meses, fueron ignorados por instituciones
como la Organización Mundial de la Salud; siguieron dando la brasa y generando
información que avalaba sus tesis. Tenían razón y su trabajo en ambas direcciones ha salvado vidas.
Es lo que intenta Helena Legido-Quigley, experta en sistemas de salud a la que entrevistábamos hace
unos días, que reclama a los gobiernos de todo el mundo que evalúen su respuesta a la pandemia,
para no caer en los mismos errores ola tras ola, como pasa en España.
A veces, intentan callar a estos activistas de la ciencia: como las querellas que recibe la investigadora
Elena Campos en su batalla contra las pseudoterapias que engañan a los enfermos. Hay casi tantos
casos como disciplinas científicas, aunque solo algunos sean famosos. Por ejemplo, las grandes jefazas
de la primatología: Jane Goodall con los chimpancés; Diane Fossey con los gorilas; y Biruté Galdikas
con los orangutanes. Ellas empezaron como las mejores estudiosas de esas especies, pero luego no
les quedó más remedio que alertar de su peligro de extinción, porque se estaban quedando
sin los sujetos de su estudio. Es como si una matemática descubriera que están desapareciendo los
números primos: no se limitaría a tomar nota. A Fossey le costó la vida, Goodall y Galdikas siguen sin
callarse.
En algunos campos este compromiso se da con más motivo, como entre los genetistas. Durante
décadas, su disciplina propició algunas de las peores tropelías, por ejemplo en nombre de la
ciencia eugenésica. Por eso, a partir de la década de 1970, importantes genetistas se pusieron al
servicio de los derechos humanos en cuanto pudieron. Como me explicaba Marie Claire-King a
propósito de la ciencia con la que ayudó a las Abuelas de la Plaza de Mayo a encontrar a sus nietos
robados por la dictadura militar argentina:
"La genética es una herramienta y como cualquier herramienta, se puede usar para el bien o el mal.
Un martillo se puede utilizar para construir o para matar. Nosotros usamos la genética para
construir casas indestructibles para el regreso de los niños robados".
Otro caso histórico es el de los físicos que abrieron la puerta a la destrucción atómica. Mientras
conversaba conmigo desde su despacho de la Universidad de Columbia, el neurocientífico Rafael
Yuste observaba el edificio donde se lanzó el proyecto Manhattan, que acabó con miles de
muertos en Hiroshima y Nagasaki por las bombas atómicas. Hace dos años, Yuste me decía:
"Esos mismos científicos fueron luego los primeros en la línea de batalla para que se regulara la
energía nuclear. La misma gente que hizo la bomba atómica. Nosotros estamos al lado, impulsando
una revolución neurocientífica, pero también somos los primeros que tenemos que alertar a la
sociedad".
Yuste se ha embarcado en una cruzada para alertar al mundo sobre los peligros de
las neurotecnologías: que nos lean el pensamiento, que moneticen la información de nuestros
cerebros, que extraigan datos de la actividad neuronal como ahora se hace en las redes sociales.
Parece ciencia ficción, pero estamos ya ahí, como alertan Yuste y Darío Gil, director mundial del área
de investigación de IBM. Si tienes dudas, no te pierdas la conversación que tuvieron en la redacción
de EL PAÍS con mi compañero Manuel Ansede.
A veces, el activismo puede reducirse a la necesidad de que prevalezca lo más parecido que tenemos a
la verdad, frente a líderes que cabalgan a lomos de la posverdad. Le pasó a los climatólogos
estadounidenses que no podían mencionar el calentamiento global al llegar Donald Trump. A los
paleontólogos que ven museos dedicados a una fantasiosa convivencia entre humanos y
dinosaurios en el pasado, como defienden los creacionistas. A docentes que quieren enseñar al
alumnado algo tan simple como que las especies evolucionan.
Generalmente, solo se pone en duda el diagnóstico científico en determinados casos. Por ejemplo,
cuando se critica el nivel de incertidumbre de la ciencia del clima. Lo explicaba así el propio Mario
Molina en una entrevista:
"Debemos usar un lenguaje apropiado y hay que explicar esto de la incertidumbre. Lo que no
queremos hacer es negarla, porque entonces sí se nos puede atacar por exagerados o por no decir
verdades. El problema es cómo comunicar esto a todo el mundo, explicar bien en qué consiste el
riesgo".
Marie-Claire King, a la izquierda, con las líderes de las Abuelas de la Plaza de Mayo. / ABUELAS DE LA PLAZA DE MAYO