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Universidad Nacional de Río Cuarto Metodología de las Ciencias

Facultad de Ciencias Económicas

Guía Didáctica UNIDAD UNO


Conocimiento y ciencia

Objetivos de la guía didáctica


Esperamos que a través de la realización de las actividades que te proponemos en esta guía
logres:
 Poner en práctica los distintos tipos de lecturas abordados en la unidad 1 de la materia y
que reflexiones sobre el pensamiento crítico.
 Identificar unidades de lectura.
 Diferenciar al conocimiento científico de otros tipos de conocimiento.
 Reconocer los caracteres propios del conocimiento científico.
 Identificar las características y diferencias de los paradigmas de la simplificación y de la
complejidad.
 Consolidar la utilización de las diferentes estrategias de aprendizaje sobre las que vienes
trabajando desde el curso de ingreso.

Actividades
1- Realiza una pre-lectura de la siguiente adaptación del artículo “Terraplanistas,
antivacunas, conspiranoicos, negacionistas... Crece el escepticismo hacia la
ciencia”1 que se presenta a continuación escrito por Joel Achenbach para National
Geographic España y luego realiza las actividades:
a. Marca las ideas principales de cada párrafo. Elabora una síntesis del artículo.
b. ¿Qué tipo de Unidad de Lectura de las estudiadas puedes encontrar en este
artículo? Justifica tu respuesta.

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Disponible en: https://www.nationalgeographic.com.es/ciencia/grandes-reportajes/crece-el-
escepticismo-hacia-la-ciencia-2_8953

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Terraplanistas, antivacunas, conspiranoicos, negacionistas... Crece el escepticismo


hacia la ciencia
Cada vez conocemos más a fondo el cerebro, el universo, la Tierra, el cuerpo humano, la
química de la vida, la Luna... y sin embargo parece que cada vez hay más gente que opina que la Tierra
es plana, que el hombre no ha pisado la Luna, que las vacunas no funcionan o que el calentamiento
global es mentira. ¿Por qué?
Joel Achenbach 08 de julio de 2019

En una escena de la comedia ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, obra maestra de Stanley
Kubrick, Jack D. Ripper –un desmandado general estadounidense que ha ordenado por su cuenta y riesgo
un ataque nuclear contra la Unión Soviética– explica por qué solo bebe «agua destilada, agua de lluvia o
alcohol puro» a Lionel Mandrake, un coronel de la Fuerza Aérea Británica al borde de un ataque de
nervios.
RIPPER: ¿Ha oído hablar de algo llamado fluoridación? ¿Fluoridación del agua?
MANDRAKE: Sí, alguna vez lo he oído, sí.
RIPPER: ¿Pero sabe lo que es?
MANDRAKE: Nnnn-no. No sé lo que es, no.
RIPPER: ¿Se da cuenta de que la fluoridación es el complot comunista más monstruoso y terrible que
jamás el hombre haya tenido que afrontar?
Cuando se estrenó la película, en 1964, los beneficios sanitarios de la fluoración del agua estaban
archidemostrados, hasta el punto de que las teorías de la conspiración antifluoración eran tema de
comedia. Por eso quizás el lector se sorprenda al saber que, cincuenta años más tarde, la fluoración sigue
inspirando temores y paranoias. En 2013 un colectivo ciudadano de Portland, Oregón, una de las
poquísimas ciudades grandes estadounidenses que no fluoran el agua, bloquearon un proyecto de las
autoridades locales que se proponía hacerlo. No les gustaba la idea de que el Gobierno añadiese
«sustancias químicas» al agua que consumían. Aducían que el fluoruro podría ser dañino para la salud.
En realidad, el fluoruro es un mineral natural que, en las microconcentraciones que se usan en
los sistemas públicos de abastecimiento de agua potable, endurece el esmalte dental y previene la caries,
una forma barata y segura de mejorar la salud dental de todos los ciudadanos, ricos o pobres. Ese es el
consenso científico y médico.
A lo que parte de la ciudadanía de Portland, con el mismo discurso que los activistas
antifluoración de todo el mundo, responde: no nos lo creemos.

Tiempo de escépticos
En esta época que nos ha tocado vivir cualquier tipo de conocimiento científico –desde la
seguridad del fluoruro y de las vacunas hasta el hecho de que el cambio climático sea una realidad– tiene
que vérselas con una oposición organizada y a menudo furibunda. Alentados por sus propias fuentes de
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información y sus propias interpretaciones de los trabajos de investigación, los escépticos han declarado
la guerra al consenso de los expertos. Hoy hay tantas polémicas de este estilo que se diría que una mano
diabólica ha puesto en el agua alguna sustancia que convierte a los ciudadanos en contestatarios. Y se
habla tanto de esta tendencia –en libros, artículos y congresos académicos– que el escepticismo para con
la ciencia se ha convertido en sí mismo en un meme de la cultura popular. En la reciente
película Interstellar, ambientada en unos Estados Unidos futuristas donde impera la opresión y la NASA
sobrevive en obligada clandestinidad, los libros de texto enseñan que los alunizajes del programa Apolo
fueron un montaje.
En cierto sentido todo ese escepticismo puede ser lógico. La ciencia y la tecnología tienen una
omnipresencia sin precedentes en nuestras vidas. Para muchos de nosotros este mundo nuevo es
maravilloso, cómodo y rico en recompensas, pero también es más complicado y a veces desconcertante.
Hoy nos enfrentamos a unos riesgos cuyo análisis no resulta fácil. Se nos pide que aceptemos, por
ejemplo, que no hay peligro en consumir alimentos que contienen organismos genéticamente
modificados (OGM), porque según los expertos no existen pruebas de lo contrario ni razones para pensar
que la alteración específica de unos genes en un laboratorio sea más peligrosa que su alteración
indiscriminada mediante la hibridación tradicional. Pero hay quien piensa en la idea de transferir genes
de una especie a otra y se imagina a un científico loco haciendo estragos. Y así, dos siglos después de que
Mary Shelley escribiese Frankenstein, hay quien habla de frankenfood.
Cuando el mundo es un hervidero de peligros reales e imaginarios, no es fácil distinguir cuáles
son unos y cuáles los otros. ¿Deberíamos temer que el virus del Ébola, que únicamente se transmite por
contacto directo con fluidos corporales, mute y comience a transmitirse por vía aérea? Hay consenso
científico en considerar que eso sería extremadamente improbable: nunca se ha visto que un virus cambie
radicalmente su modo de transmisión en humanos y tampoco hay la más mínima prueba de que la última
cepa del Ébola vaya a ser una excepción. Pero si uno teclea «transmisión aérea del Ébola» en un buscador
de internet, accederá a una distopía en la que el virus en cuestión posee poderes casi sobrenaturales,
entre ellos el de matarnos a todos.

¿Podemos confiar en la ciencia?


En este mundo desconcertante debemos decidir en qué creer y cómo actuar en consecuencia.
En principio, para eso existe la ciencia. «La ciencia no es un corpus de datos –dice la geofísica Marcia
McNutt, que en su día estuvo al frente del Servicio Geológico de Estados Unidos y hoy dirige la prestigiosa
revista Science–. La ciencia es un método para decidir si aquello en lo que elegimos creer se basa en las
leyes de la naturaleza o no.» Pero para la mayoría de nosotros este método no surge de forma natural. Y
por eso metemos la pata, una y otra vez, creyendo que son verdaderas cosas que en realidad son falsas.
Y así llevamos toda la vida, huelga decirlo. El método científico nos conduce a verdades que no
son obvias en absoluto, a menudo son asombrosas y a veces son difíciles de aceptar. A principios del siglo
XVII, cuando Galileo afirmó que la Tierra rotaba sobre su propio eje y giraba alrededor del Sol, no solo
estaba rechazando la doctrina de la Iglesia: pedía a la gente que creyese en algo que iba en contra del
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sentido común (porque realmente da la impresión de que el Sol da vueltas alrededor de la Tierra y porque
nosotros no percibimos que la Tierra rote). Galileo fue llevado a juicio y obligado a retractarse. Dos siglos
después Charles Darwin se libró de ese mal trago, pero su idea de que todos los seres vivos provienen
de un ancestro primordial y de que los humanos somos primos lejanos de los monos, de las ballenas y
hasta de los moluscos abisales continúa siendo un trágala para muchos. Tres cuartos de lo mismo ocurre
con otra idea decimonónica: que el dióxido de carbono, un gas invisible que todos exhalamos
continuamente y que no constituye ni el 0,001 % de la atmósfera, podría estar modificando el clima de la
Tierra.
Aunque aceptemos intelectualmente estos preceptos de la ciencia, en el plano subconsciente
nos aferramos a nuestras intuiciones, que los investigadores denominan creencias ingenuas. Un reciente
estudio de Andrew Shtulman, del Occidental College de Los Ángeles, reveló que hasta los estudiantes con
formación científica avanzada vacilan un instante en su razonamiento cuando se les pide que afirmen o
nieguen que los humanos descienden de animales marinos o que la Tierra gira alrededor del Sol. Una y
otra verdad van en contra de la intuición. Los alumnos, incluso aquellos que marcaron «verdadero»,
tardaron más en responder que cuando se les preguntaba si los humanos descienden de criaturas
arborícolas (también cierto, pero más asimilable) o si la Luna gira alrededor de la Tierra (también cierto,
pero intuitivo). La investigación de Shtulman indica que, a medida que recibimos educación científica,
reprimimos nuestras creencias ingenuas, pero jamás llegamos a eliminarlas por completo. Siguen
agazapadas en nuestro cerebro, llamándonos con cantos de sirena cuando nos proponemos comprender
el mundo.
Para explicárnoslo, la mayoría recurrimos a experiencias y anécdotas personales, a historias en
lugar de estadísticas. A lo mejor nos hacemos un análisis del antígeno prostático específico, por más que
esta prueba haya dejado de recomendarse en general, porque gracias a esta prueba a un íntimo amigo se
le detectó a tiempo un cáncer de próstata, y no hacemos tanto caso a las estadísticas que, compiladas
meticulosamente en múltiples estudios, indican que ese análisis no suele salvar vidas y en cambio es la
causa de un gran número de cirugías innecesarias. O nos enteramos de que se han diagnosticado varios
casos de cáncer en una ciudad próxima a un vertedero peligroso y damos por hecho que son achacables
a esa contaminación. Pero una cosa es causalidad y otra distinta es casualidad, y que en un entorno
reducido se den varios casos de lo mismo no excluye que sea pura coincidencia.

El método científico
Nos cuesta digerir las coincidencias, aceptar que las cosas puedan ser aleatorias; nuestro cerebro
tiene hambre de patrones que tengan sentido. La ciencia nos avisa, sin embargo, de que podemos
autoengañarnos. Para tener la certeza absoluta de que existe una conexión de causa y efecto entre el
vertedero y los casos de cáncer se necesita que un análisis estadístico demuestre una prevalencia del
cáncer muy superior a la que se esperaría por azar, pruebas de que los enfermos estuvieron expuestos a
las sustancias químicas del vertedero y demostraciones del poder cancerígeno de las sustancias químicas
en cuestión.
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El método científico es una disciplina dura hasta para los propios científicos, quienes, como
todos nosotros, son vulnerables a lo que ellos llaman el sesgo de la confirmación: la tendencia a buscar y
ver solamente aquellas pruebas que confirman lo que ya creían desde el principio. Pero a diferencia de
los legos, los científicos someten sus ideas a la revisión formal de sus colegas antes de publicarlas. Una
vez publicados los resultados, si son importantes, otros científicos intentarán reproducirlos para
verificarlos (y, con lo escépticos y competitivos que son por naturaleza, si descubren que no se sostienen,
les faltará tiempo para anunciarlo). Los resultados científicos son siempre provisionales, susceptibles de
quedar anulados por algún experimento u observación futuros. Los científicos rara vez proclaman
verdades o certezas absolutas. La incertidumbre es inevitable en la vanguardia del conocimiento.
A veces hay científicos que no cumplen los ideales del método. Sobre todo, en la investigación
biomédica existe una preocupante tendencia a publicar resultados irreproducibles fuera del laboratorio
donde se obtuvieron, razón por la cual ha empezado a exigirse una mayor transparencia sobre las
condiciones de los experimentos. A Francis Collins, director de los Institutos Nacionales de Salud, le
preocupa la «salsa secreta» –procedimientos especializados, software customizado, ingredientes
originales– que los investigadores no comparten con sus colegas. Pero no ha perdido la fe en los procesos
científicos. «La ciencia siempre acaba dando con la verdad –dice–. Puede que falle la primera vez, quizá
también la segunda, pero tarde o temprano encuentra la verdad.»
La provisionalidad de la ciencia es otro aspecto que genera dudas en mucha gente. Para algunos
escépticos del cambio climático, por ejemplo, el hecho de que en los años setenta unos cuantos científicos
temiesen (con razón, por lo que parecía entonces) que se avecinaba una glaciación es suficiente para
poner en entredicho la actual preocupación por el calentamiento del planeta.
El otoño pasado, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático –
compuesto por cientos de científicos que operan bajo los auspicios de la ONU– emitió su quinto informe
en los últimos 25 años. En esta ocasión repetía con más claridad y contundencia que nunca la conclusión
que comparten todos los científicos del mundo: la temperatura de la superficie del planeta se ha elevado
unos 0,8 grados centígrados en los últimos 130 años y es altamente probable que las acciones humanas –
como la quema de combustibles fósiles– hayan sido la causa principal de ese calentamiento desde
mediados del siglo XX. Muchos estadounidenses (un porcentaje muy superior al de otros países) todavía
recelan de ese consenso o creen que los ecologistas se prevalen de la amenaza del calentamiento global
para atacar el mercado libre y la sociedad industrial en general. El senador James Inhofe, de Oklahoma,
una de las voces republicanas más contundentes en materia medioambiental, dictaminó hace tiempo que
el calentamiento global es una patraña. Es ridículo pensar que centenares de científicos se prestarían a
colaborar en un engaño de semejante envergadura: a cualquiera de ellos le encantaría desenmascarar a
un colega. Lo que es obvio, en cambio, es que diversas organizaciones financiadas en parte por la industria
de los combustibles fósiles han intentado sabotear la comprensión pública del consenso científico dando
pábulo a unos cuantos escépticos.
Los medios de comunicación en Estados Unidos dedican una notable atención a este tipo de
inconformistas, incrédulos, polemistas profesionales y exaltados. A cierta prensa también le gustaría
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hacernos creer que la ciencia es un no parar de hallazgos impactantes que debemos agradecer a genios
solitarios.
Nada más lejos de la realidad. La (anodina) verdad es que normalmente la ciencia avanza a paso
de tortuga, mediante la acumulación regular de datos y explicaciones aportados por muchas personas a
lo largo de muchos años. Al consenso sobre el cambio climático se llegó por esa vía. No va a modificarse
en razón de lo que marque un único termómetro en un momento dado. Pero la labor de comunicación de
la industria, por muy engañosa que sea, no basta para explicar por qué, tal y como revela la última
encuesta del Centro de Investigaciones Pew, solo el 40 % de los estadounidenses acepta que la principal
causa del calentamiento global sea la actividad humana.
El «problema de comunicación de la ciencia» (con este eufemismo lo denominan los científicos
que lo estudian) ha generado un gran número de investigaciones nuevas sobre cómo decidimos a qué dar
crédito y por qué nos negamos tantas veces a admitir el consenso científico. No es que seamos incapaces
de comprenderlo, postula Dan Kahan, profesor de la Universidad Yale. En un estudio pidió a 1.540
estadounidenses, una muestra representativa, que puntuasen en una escala de cero a diez la amenaza
del cambio climático. Acto seguido estableció una correlación entre la puntuación dada y el nivel de
formación científica de cada sujeto. Descubrió que cuanto más elevado era el nivel de educación, más
extremas eran las puntuaciones… por altas o por bajas. La educación científica fomenta la polarización en
el asunto del clima, no el consenso. Según Kahan, esto se debe a que la gente tiende a utilizar el
conocimiento científico para reafirmarse en creencias previamente moldeadas por su propia manera de
ver e interpretar el mundo.
Los estadounidenses se dividen en dos tipos básicos, explica Kahan. Los de mentalidad más
«igualitaria» y «comunitaria» suelen recelar del sector industrial y tienden a pensar que se trae entre
manos cosas peligrosas que exigen una regulación por parte de las autoridades; lo más probable es que
perciban los riesgos del cambio climático. Por contra, las mentalidades «jerárquicas» e «individualistas»
respetan a los altos cargos del sector y desaprueban que las autoridades interfieran en sus actividades;
tienden a rechazar las advertencias sobre el cambio climático porque saben a qué podrían conducir si se
escuchasen: a algún tipo de gravamen o normativa que restrinja las emisiones.
En cierto modo el cambio climático ha llegado a convertirse en Estados Unidos en el criterio que
asigna a un individuo a una u otra de estas dos tribus antagónicas. Cuando dos estadounidenses discuten
sobre esta cuestión, asegura Kahan, en realidad están debatiendo sobre su identidad, sobre su
pertenencia a un colectivo u otro. El razonamiento es el siguiente: los nuestros creemos esto; los otros no
lo creen. Para un individualista jerárquico, rechazar los hechos climatológicos científicamente
demostrados no es irracional, porque aceptándolos no cambiaría el mundo, pero sí podría provocar que
lo expulsasen de su tribu. «Pensemos en un barbero de un pueblo de Carolina del Sur –ha escrito Kahan–
. ¿Es buena idea que invite a su clientela a firmar una petición para instar al Congreso a que actúe con
relación al cambio climático? No. Si lo hace, se encontrará sin trabajo, igual que le ocurrió al excongresista
de ese estado Bob Inglis cuando propuso que se actuase en ese sentido.»

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La ciencia apela a nuestro cerebro racional, pero nuestras creencias están motivadas en gran
parte por las emociones, y la motivación más potente es mantener el vínculo con nuestros iguales.
«Estamos todos en el instituto. Nunca hemos salido del instituto –asegura Marcia McNutt–. Las personas
todavía tenemos la necesidad de encajar, y esa necesidad es tan fuerte que los valores y las opiniones de
nuestro entorno inmediato se salen siempre con la suya en perjuicio de la ciencia.
Y seguirá siendo así, sobre todo cuando ignorar lo científico no supone grandes perjuicios.»
Mientras tanto internet facilita como nunca a escépticos y descreídos de todos los signos la localización
de sus propios datos y expertos. Ya han pasado a la historia los tiempos en que un número restringido de
instituciones poderosas –universidades de élite, enciclopedias, grandes organizaciones periodísticas,
incluso National Geographic– hacían las veces de filtros de la información científica. Internet ha
democratizado la información, algo positivo en sí mismo, pero junto con la televisión por cable, permite
vivir en una «burbuja de filtros» en la que solo entra aquella información de la que el ocupante ya está
convencido previamente.
¿Cómo penetrar en esa burbuja? ¿Cómo convertir a los escépticos del cambio climático?
Presentarles una lluvia de datos no es buen método. Liz Neeley, que contribuye al desarrollo de las
habilidades comunicativas de los científicos desde una organización llamada Compass, afirma que el
público necesita escuchar a personas convencidas y en las que confían, personas con quienes compartan
valores fundamentales.
Cualquier racionalista sentirá un punto de desánimo ante semejante panorama. Cuando Kahan
describe cómo decidimos en qué creer, el resultado de esa decisión a veces se antoja meramente
anecdótico. Quienes trabajamos en el sector de la comunicación científica somos tan tribales como
cualquiera, me dijo. Si damos crédito a las ideas científicas no es porque hayamos evaluado en sentido
estricto todas y cada una de las pruebas, sino porque sentimos afinidad para con la comunidad científica.
Cuando le mencioné que yo acepto plenamente la teoría de la evolución, me dijo: «La creencia en la
evolución es una descripción de tu persona. No una explicación de cómo razonas».
Puede ser. Solo que la evolución es un hecho comprobado. Sin ella no se entiende la biología. En
estos temas no es cierto que haya dos posturas. El cambio climático está ocurriendo de verdad. Las
vacunas verdaderamente salvan vidas. Estar en lo cierto sí importa, y la tribu científica tiene un largo
historial de cuestiones resueltas con éxito al cabo del tiempo. La sociedad moderna se sostiene sobre esos
aciertos.

Movimiento antivacunas
Dudar de la ciencia también tiene sus consecuencias. Quienes creen que las vacunas provocan
autismo –suelen ser personas con estudios y acomodadas, por cierto– están socavando la «inmunidad
colectiva o de grupo» ante enfermedades tales como la tos ferina y el sarampión. El movimiento
antivacunas no ha dejado de ganar adeptos desde que en 1998 la prestigiosa publicación médica
británica The Lancet publicara un estudio que vinculaba una vacuna común con el autismo.

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Posteriormente la revista retiró el estudio, que quedó absolutamente desacreditado, pero la idea
de que existe una relación entre las vacunas y el autismo ha sido respaldada por figuras famosas y
fortalecida por los habituales filtros de internet.
En el debate sobre el clima, las repercusiones de dudar probablemente sean planetarias e
irreversibles. En Estados Unidos los escépticos de esta cuestión han logrado su objetivo fundamental, a
saber, bloquear los proyectos legislativos dirigidos a combatir el calentamiento del planeta. No han tenido
que ganar por méritos: les ha bastado con enredar la madeja lo suficiente para que no se puedan
promulgar leyes que regulen las emisiones de gases de efecto invernadero.
Algunos ecologistas piden a los científicos que salgan de sus torres de marfil y se involucren en
la batalla política. Si un científico pretende transitar por esa vía, habrá de andarse con tiento, advierte Liz
Neeley. «Una vez cruzada la frontera entre la divulgación científica y el activismo es muy difícil dar
marcha atrás», explica. En el debate sobre el cambio climático, el argumento principal de los escépticos
es que las teorías científicas que lo presentan como algo real y muy peligroso están sesgadas
políticamente, impulsadas por el activismo medioambiental y no por datos puros y duros. No es cierto, y
quien lo sostenga está calumniando a los científicos honrados. Pero resulta más fácil de creer si los
científicos se salen de su ámbito de especialización y comienzan a defender políticas concretas.
En realidad, ese desapego –la objetividad, o sangre fría de los científicos si se quiere llamar así–
es la principal arma de la ciencia. Su gran baza es que nos dice la verdad, no lo que nos gustaría que fuese
la verdad. Los científicos no están exentos de dogmatismos, pero sus dogmas siempre acaban
marchitándose bajo la luz abrasadora de la nueva investigación. En la ciencia no es pecado cambiar de
opinión cuando las pruebas así lo exigen. Para algunos, la tribu es más importante que la verdad; para los
mejores científicos, la verdad es más importante que la tribu.
El pensamiento científico debe aprenderse, y no siempre se enseña como es debido, opina
McNutt. Los alumnos acaban sus estudios creyendo que la ciencia es un catálogo de datos, no un método.
Al método científico no llegamos de forma espontánea, pero, bien pensado, tampoco a la democracia.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad no existieron ni lo uno ni lo otro. Nos dedicábamos
a matarnos entre nosotros para subirnos a un trono, a rezar a algún dios de la lluvia y, por suerte o por
desgracia, a hacer las cosas de manera muy parecida a como las hacían nuestros ancestros lejanos.
Hoy vivimos cambios vertiginosos, tan rápidos que a veces da miedo. No todo es
progreso. Nuestra ciencia ha hecho de nosotros los organismos dominantes, sin ánimo de ofender a las
hormigas y las cianobacterias, y estamos cambiando la faz del planeta. Huelga decir que tenemos todo
el derecho a hacer preguntas sobre algunas de las posibilidades que nos ofrecen la ciencia y la tecnología.
«Todo el mundo debería replantearse las cosas –dice McNutt–. Ese es el sello del científico. Pero al hacerlo
hay que utilizar el método científico, o confiar en personas que lo utilizan, para decidir qué postura
adoptar en las cuestiones planteadas.» Mucho deberemos mejorar a la hora de hallar respuestas, porque
lo que está claro es que las preguntas serán más complejas en el futuro.

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2- Para la siguiente actividad te invitamos a realizar la lectura analítica del Capítulo I de


Ceolín, Norberto y otro (2006) ‘Pensar con algún propósito’2 y luego responde las
siguientes consignas:
a- ¿Cuáles son las condiciones para el desarrollo de una actitud crítica y el pensamiento
crítico?
b- Tomando en consideración este texto y el material de la Unidad 1 referido a
“Pensamiento Crítico”: ¿cuál es la utilidad de desarrollar este tipo de pensamiento en
los estudiantes universitarios? ¿Y en la vida personal?
c- ¿Qué relación existe entre el pensamiento crítico y el conocimiento científico? (recuerda
que para construir esta relación debes considerar las características de cada uno).

Capítulo I. Pensar con algún propósito


El pensamiento reflexivo y la actitud crítica
En los momentos de divagación, los pensamientos fluyen sin un propósito aparente, la memoria trae
recuerdos a su antojo, al tiempo que la fantasía muestra escenas que reflejan los anhelos o las expectativas
que se albergan en el ánimo. Generalmente, se asocia la divagación con el ocio, pues se considera que es
un modo placentero de ocupar el tiempo sin hacer nada. Sin embargo, eso no significa que la divagación
sea improductiva. En ocasiones, una divagación rica en imágenes sugiere ideas interesantes que alimentan
el talento creativo de un artista o de un investigador, o lleva a una persona abrumada por alguna
preocupación a concebir una alternativa para evadir o solucionar sus problemas. No obstante, sugerir no
equivale a resolver; para resolver un problema es indispensable recurrir a la reflexión.
Es la reflexión, y no la divagación, la modalidad de pensamiento que se activa toda vez que una
mentalidad despierta se propone encontrar una respuesta a sus interrogantes. Y es indistinto cuál sea la
índole o el origen de la pregunta: la reflexión se aplica tanto a los interrogantes que surgen cuando es
imperioso tomar una decisión, como a los suscitados por el deseo de saber.
La reflexión es un proceso en el que los pensamientos se orientan a un objetivo: resolver un problema.
Una sucesión de pensamientos erráticos difícilmente pueda alcanzar ese objetivo que, en cambio, se ve
facilitado por una reflexión metódica, es decir, una reflexión que aplique procedimientos de análisis a fin
de esclarecer las ideas, reconocer vínculos entre los pensamientos o determinar las consecuencias posibles
de una acción.
La capacidad para el análisis se desarrolla con la práctica; uno de sus mayores enemigos es la
precipitación que conduce imprudentemente a formular conclusiones apresuradas. Por el contrario, la
realización de un análisis adecuado consiste en un examen cuidadoso y ordenado de los distintos aspectos
de un problema. Un examen de estas características reclama, evidentemente, la intervención del
discernimiento a fin de distinguir un aspecto de otro. Pero, además, requiere disposición de ánimo para
concentrar la atención pues, de otro modo, se pone en riesgo la prolijidad en el análisis y disminuye la
probabilidad de alcanzar la mejor solución.
Es indudable que la habilidad para el análisis favorece la resolución de los problemas que se presentan
en la vida cotidiana; pero ese recurso útil constituye un requisito indispensable para la formación de una
actitud crítica frente al saber: el pensamiento crítico sólo es posible como resultado de un análisis.
El ejercicio del pensamiento crítico está vinculado, primordialmente, a cuestiones relativas a la
fundamentación de las afirmaciones. En esos casos, el objetivo de la reflexión crítica es evaluar los
elementos de juicio en que se apoya una determinada afirmación (o tesis), a fin de extraer conclusiones
respecto de su razonabilidad.
El análisis crítico es esencial para discriminar una creencia mal fundada, o sin fundamento, de las

2
Ceolín, Norberto y otro (2006): ‘Pensar con algún propósito’, UADE, Temas, Buenos Aires.

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afirmaciones que expresan conocimiento. Por esa razón, una de las actividades más enriquecedoras que
pueden realizarse durante el estudio de un texto informativo es buscar los elementos de juicio que ofrece
el autor para apoyar sus afirmaciones. En esos casos, el estudiante actúa como un investigador que no se
contenta con saber que algo es de cierta manera, sino que procura saber por qué es así. Un estudiante que
identifica adecuadamente las bases en que se sustenta una tesis da muestras inequívocas del grado de
comprensión alcanzado sobre esa cuestión; pero lo más importante es que el conocimiento de esos
fundamentos hace posible que los evalúe y extraiga sus propias conclusiones.
La formulación, oral o escrita, de los resultados obtenidos del análisis constituye una crítica que puede
ser positiva o negativa. Es positiva si halla razonables los fundamentos analizados, y en ese caso, puede
incluso reforzarlos con nuevos argumentos en favor de la tesis estudiada. En cambio, una crítica es
negativa si señala errores en la argumentación del autor o pone en tela de juicio la verdad de alguna de
las afirmaciones en que se sustenta esa tesis. En cualquier caso, uno de los mayores méritos que puede
exhibir una crítica es su imparcialidad.
La adopción de una actitud crítica implica tener respeto y tolerancia por las ideas ajenas y mostrar una
apertura al diálogo. Una mentalidad crítica necesita del diálogo, del intercambio de ideas, puesto que se
caracteriza por ser una mentalidad abierta que expone sus propias ideas a la crítica. En otras palabras, es
la antítesis de una mentalidad dogmática, signada por la clausura, por un prejuicioso rechazo a toda
objeción, y ciega a toda razón o prueba que pueda estar en contra de sus opiniones. La intolerancia y las
creencias prejuiciosas son, seguramente, los mayores enemigos del saber, puesto que obstaculizan la
búsqueda de la verdad. Al respecto, es relevante señalar el papel de las creencias en la constitución del
conocimiento.

Creer y saber
La ciencia se inicia con la creencia de que el mundo no es caótico sino que es un cosmos, es decir, un
mundo regido por leyes, un mundo racionalmente ordenado. (Esta concepción, compartida por muchos
pensadores, fue afirmada enfáticamente por Pitágoras, a mediados del siglo VI antes de nuestra era.) La
creencia en un mundo ordenado justifica, en particular, que la búsqueda de regularidades en la naturaleza
sea una actividad racional, puesto que sería un despropósito buscar leyes naturales en un mundo caótico.
Con el correr del tiempo, surgieron diferentes enfoques filosóficos respecto de la relación entre el
conocimiento científico y la realidad, pero no es indispensable entrar en esa discusión para señalar el lugar
que ocupa la razón en la obtención de ese conocimiento.
Las creencias y la razón no siempre van juntas; una creencia puede surgir como resultado de factores
no racionales, como en el caso de los prejuicios o las creencias que nacen de nuestros deseos. Deseamos
creer que nuestro amigo es fiel y lo creemos sin necesidad de pruebas y, a veces, hasta en contra de la
evidencia. A su vez, los prejuicios, en cualquiera de sus formas, son creencias carentes de fundamento e
impermeables a las pruebas que muestran su falsedad.
En cambio, el conocimiento se hace posible cuando las relaciones entre las creencias y la razón son
más fluidas. Saber implica creer; nadie que hable seriamente puede afirmar que sabe que la Tierra es un
planeta pero que no lo cree. No obstante, creer no implica saber, pues no todas nuestras creencias
constituyen conocimiento. Es innegable que creemos solamente aquello que consideramos verdadero,
pero el mero hecho de creer algo no lo vuelve verdadero; de ahí la necesidad de contar con pruebas en
favor de la verdad de lo que decimos conocer.
Por cierto, existen diversos grados de conocimiento. Poseer buena información sobre algo es uno de
los grados más bajos de conocimiento. Un niño pequeño dice: "Dos más dos es cuatro", y si se le pregunta
cómo lo sabe, posiblemente conteste que se lo dijo su madre. Desde un punto de vista amplio, puede
aceptarse que el niño sabe. Pero hay un grado de saber que el niño todavía no ha alcanzado, pues aún no
conoce el teorema de la aritmética clásica desarrollado por Peano donde se demuestra que dos más dos
es cuatro y, en esa medida, puede decirse que no sabe por qué dos más dos es cuatro. En un sentido
estricto, saber es saber por qué.

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Sin embargo, el niño que apela a lo dicho por su madre para justificar que sabe dispone de alguna
razón para creer que dos más dos es cuatro. Una creencia puede apoyarse en razones de distinta índole:
razones psicológicas (una persona puede creer lo que otra afirma porque tiene un compromiso afectivo
con ésta, tal como lo sugiere el caso del niño referido en el ejemplo anterior), razones personales (por
ejemplo: "Tengo mis razones para creer que las intenciones de Pedro no son honestas") o razones
objetivas, esto es, ni psicológicas ni personales (por ejemplo: "Juan no domina el idioma castellano porque
frecuentemente comete errores de sintaxis y también de ortografía"). Esta última clase de razones son las
que cuentan para determinar si una creencia constituye conocimiento.
Sin embargo, invocar razones objetivas en favor de una creencia es una condición necesaria pero no
suficiente para que merezca ser aceptada como conocimiento, pues es imprescindible que se cumplan
también otras condiciones. Entre esas condiciones se encuentran los requisitos referidos a la adecuación
o pertinencia de las razones en relación con la creencia en cuestión. El estudio de esa última clase de
requisitos concierne a la lógica.
Formular las razones en que se apoya una afirmación equivale a indicar las premisas de las que se
concluye la afirmación en cuestión, es decir, equivale a formular un razonamiento. Pero un razonamiento
puede ser correcto o incorrecto. Precisamente, la lógica se ocupa de establecer esa distinción. Esta
disciplina es una ciencia independiente, por derecho propio, que posee además un fuerte carácter
instrumental. (Aristóteles enfatizó ese carácter instrumental al señalar que el conocimiento de la lógica
prepara para la investigación en cualquier disciplina y, en esa medida, es prioritario en relación con todas
ellas.)
En efecto, el ámbito de aplicación de las nociones y las técnicas lógicas es muy amplio: constituyen
instrumentos útiles en la investigación científica, en el arte, en el trabajo o en la vida doméstica, pues
todos esos ámbitos dan ocasión para razonar. Pero los instrumentos lógicos son no sólo útiles para
examinar razonamientos sino que tienen una aplicabilidad más amplia, ya que constituyen instrumentos
de análisis que proporcionan una ayuda inestimable en la comprensión de textos, en el establecimiento de
relaciones entre pensamientos y, en general, en la búsqueda de conocimientos. Vale señalar,
especialmente, que la conformación de un pensamiento crítico depende, en gran medida, de haber
alcanzado el dominio de esos instrumentos de análisis, puesto que la crítica racional es imposible sin la
realización previa de un análisis adecuado.

3- Teniendo en cuenta el artículo analizado en el punto 1 realiza las siguientes actividades:


a. Considerando los diferentes tipos de conocimientos explicados a lo largo de la
unidad 1 (capítulo 2 del e- book de Metodología de las Ciencias), indica si en el
artículo leído encuentras algunos de estos tipos de conocimientos. Identíficalos
y justifica tu respuesta.
b. Dentro del artículo analizado se habla tanto de ciencia y conocimiento científico
como de movimientos negacionistas. ¿Cuáles son los aspectos relacionados a
las características propias del conocimiento científico que se describen y citan
en el artículo? ¿a qué tipo de conocimiento hace referencia el autor cuando
habla de “creencias ingenuas o intuiciones”? Justifica la respuesta
c. ¿En cuál de los paradigmas que has leído en el material teórico enrolarías la
posición del autor de este artículo? Justifica tu respuesta.

4- Considerando lo expuesto en la unidad en relación a los distintos tipos de


conocimientos y la información que se presenta en el artículo de la actividad 1,
reorganiza la misma teniendo en cuenta los principales rasgos distintivos del
conocimiento vulgar u ordinario y el conocimiento científico y luego elabora el cuadro

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Universidad Nacional de Río Cuarto Metodología de las Ciencias
Facultad de Ciencias Económicas

comparativo que se presenta seguidamente (No olvides prestar mucha atención a la


identificación del criterio que usarás para comparar ambos tipos de conocimientos).

Criterios de comparación Conocimiento Ordinario Conocimiento Científico

5- Concéntrate ahora en el tema “Aprender a pensar desde el Paradigma de la


Simplificación al de la Complejidad”:
a. Elabora un cuadro comparativo de estos dos paradigmas. Recuerda que debes
identificar en primer lugar cuáles son los criterios o aspectos a comparar.

Criterios de comparación Paradigma complejidad Paradigma simplificación


Tipo de pensamiento

Visión de los hechos

Concepción del mundo

Discurso

Relaciones

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