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La batalla del Gránico está en su momento más crítico. Frente a la caballería persa se
alza el bosque de lanzas de las tropas macedonias. El viejo Parmenión, un general
experimentado, ha aconsejado a Alejandro no precipitarse en la ofensiva contra las
huestes enemigas. Aun así, el soberano arremete con temeridad contra los persas a
lomos de su caballo. Es un joven rebosante de vigor que no conoce el miedo. Sus
enemigos lo reconocen con facilidad por las dos largas plumas blancas que adornan su
casco. Lucha sin pensar en sí mismo, con pasión y precisión asesina.
El triunfo en el río Gránico, en la actual Turquía, marcó el inicio de una campaña militar
formidable que durante once años enfrentaría a los griegos contra los persas. Alejandro
la llevó desde Grecia, la cuna de Europa, hasta el río Indo. A su término, sus guerreros
habían recorrido más de 25.000 kilómetros y perdido un total de 750.000 hombres.
Alejandro ordenaría quemar ciudades, saquear aldeas, crucificar hombres y violar
mujeres, pero movido por su ambición de poder y una curiosidad insaciable también
allanaría el camino al comercio con Oriente, difundiría la cultura griega y llevaría la
civilización europea a tierras lejanas, fundando más de 70 ciudades. La Alejandría
egipcia todavía hoy lleva su nombre; la Iskenderun turca y la Herat afgana siguen
siendo en la actualidad importantes centros urbanos.
¿Qué debía de pasar por la cabeza del rey de los macedonios para que en 336 a.C.
fraguara el proyecto de atacar precisamente Persia, el imperio más extenso y poderoso
de la Antigüedad, cuyo territorio abarcaba desde el valle del Nilo hasta el Hindu Kush y
cuyo tamaño centuplicaba el de su propio reino? La idea era un legado de su padre,
Filipo II, quien en el siglo IV a.C. había convertido la dinastía real macedonia en la
fuerza militar más poderosa de Grecia y había logrado dominar las ciudades-estado
griegas de Atenas, Corinto y Tebas gracias a la Liga de Corinto. Con la adhesión de
todos los griegos a un objetivo común, propuso una campaña de venganza contra los
persas. Siglo y medio antes, en las guerras médicas, los «bárbaros» (denominación bajo
la cual englobaban los helenos a quienes no hablaban griego) habían sometido las
ciudades costeras griegas de Asia Menor y destruido la Acrópolis ateniense.
Pero Filipo fue víctima de una conjura y murió asesinado. Su hijo, con apenas 20 años,
se convirtió en rey y jefe de la Liga de Corinto, y tomó el relevo del plan con
entusiasmo.
Alejandro III nace en julio o en agosto del año 356 a.C. en la capital macedonia, Pella,
en el norte de Grecia. Su madre, Olimpia, una princesa del reino de Molosia que afirma
descender del héroe mitológico Aquiles, adora a su hijo. Su padre, que cuenta entre sus
antepasados al legendario semidiós Heracles, procura al inteligente príncipe la
educación más exquisita.
Por espacio de tres años el joven Alejandro se forma en retórica, geometría, literatura y
geografía con el filósofo Aristóteles, quien lo instruye en el conocimiento de la epopeya
homérica de la Ilíada. Ávido de saber, Alejandro estudia con empeño las hazañas de sus
héroes Aquiles y Heracles y descubre a Océano, el río que en el mito homérico circunda
el mundo y es origen de los dioses. Desde el Hindu Kush, le dice Aristóteles, podría
contemplar el confín del mundo.
El rey es más bien bajo de estatura, pero atlético. Su cabello es ondulado, de color
castaño con mechones rubios. Tiene el rostro lampiño y rubicundo, y posee un carisma
arrollador. Ha heredado el carácter expeditivo y áspero de su padre, pero también su
habilidad diplomática. De su lado oscuro, que se irá manifestando con creciente
evidencia en desconfianzas y estallidos de ira –y al final en homicidios y asesinatos–, se
dice que es legado materno.
Pocas figuras de la historia siguen generando opiniones tan encontradas como las
referidas a Alejandro. Ya en la Antigüedad se hablaba del rey (el adjetivo «Magno» se
lo añadieron historiadores romanos del siglo II) con notables contradicciones. Diodoro
lo presentaba como una persona que en poquísimo tiempo, y gracias a su inteligencia y
valor, llevó a cabo hazañas propias de los semidioses griegos. Por el contrario, el
filósofo Séneca, tutor del emperador Nerón, le llamaba desgraciado, vándalo, demente y
despiadado, y lo comparaba con «las fieras [que causan] más estragos de los necesarios
para calmar su hambre».
¿Qué impulso movía al joven y ambicioso rey? Probablemente algo que los textos
antiguos llamaban pothos, el ansia o anhelo de catar lo inalcanzable y desconocido.
Alejandro era un genio militar, aunque su temperamento desbordante solía inducirlo a
correr riesgos innecesarios.
En la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro marcha hacia el continente asiático,
el rey persa Darío III dirige los destinos de un imperio que se extiende desde Egipto
hasta la India y que abarca vastos territorios de Asia Menor, Mesopotamia y Persia. La
campaña militar de una neófita Europa contra la veterana Asia es una de las más osadas
de la historia, pero Alejandro la ha planeado al detalle. Sus fuerzas: 32.000 soldados de
infantería y unos 5.500 de caballería, gastadores, ingenieros, bematistas (especialistas en
medir distancias contando sus pasos), una unidad de propaganda, y también músicos,
actores y eruditos. Como asesores en materia de estrategia, los libros de su biblioteca.
En la Ilíada de Homero, comentada por Aristóteles, busca consejos de táctica militar.
Conoce su libro de cabecera casi de memoria.
Alejandro era un retórico hábil, pero más que la palabra pura dominaba el arte del acto
simbólico. Al cruzar el Helesponto (los Dardanelos), realizó en plena travesía una
ofrenda al dios del mar, Poseidón. Poco después arrojó su lanza a la costa anatolia como
símbolo de conquista y fue el primero en desembarcar ataviado con la armadura de
combate, tal y como hiciera el héroe griego Protesilao en la marcha contra Troya.
Precisamente Troya fue el primer destino al que se dirigió Alejandro; allí hizo una
ofrenda a la diosa Atenea y honró las supuestas tumbas de Aquiles y Patroclo. De este
modo vinculó de forma irreversible el mito de Troya y su campaña contra Persia.
Buscando por todos los medios una confrontación directa con el «rey de reyes» persa,
Alejandro marcha desde el sur para internarse en Anatolia. Su general Parmenión
conduce otra columna desde el oeste hasta Gordio, a unos 80 kilómetros de la actual
Ankara, escenario de la famosa leyenda del nudo gordiano.
En la ciudadela de Gordio se guardaba el carro que el rey frigio Gordias ofreció a Zeus
en señal de agradecimiento por haber sido elegido fundador de la ciudad. Gordias había
atado al carro la lanza y el yugo con un nudo inextricable. Según la profecía, quien
lograse desatarlo reinaría sobre Asia entera. Lo que otros habían intentado en balde lo
consiguió Alejandro con un solo gesto, cortando el nudo con la espada. Otra versión de
la historia dice que Alejandro descubrió que para desatar el nudo bastaba con tirar del
perno existente entre la lanza y el yugo. «No es más que una invención para dar color a
la historia –afirma Gehrke–, pero la leyenda del nudo gordiano muestra qué imagen de
Alejandro imperaba».
Los macedonios hacen un prolongado alto antes de reponer provisiones y llegar hasta
Tarso, a orillas del Mediterráneo, salvando las Puertas de Cilicia. Hace ya tiempo que
Darío ha comprendido el peligro que representa el joven comandante. Reúne un
poderosísimo ejército de 100.000 hombres y se enfrenta a Alejandro en la antigua
ciudad costera de Issos.
Tras el combate, cayeron en manos macedonias la madre, la esposa y los hijos del
soberano persa, aparte de todo el séquito real y la tesorería imperial de Damasco. Con
ella Alejandro pagó la soldada a sus tropas y fundó su primera ciudad: Alejandreta, la
actual Iskenderun.
Entre tanto, Darío le hizo llegar una propuesta: cedería a Alejandro todo el territorio
hasta el río Hali (el actual Kizilirmak turco) a cambio de la liberación de su familia. El
orgulloso macedonio la rechazó.
Tras siete duros meses de asedio, Tiro sufrió un brutal castigo: los hombres fueron
masacrados (los últimos 2.000 supervivientes, crucificados a lo largo de la costa); las
mujeres y los niños, vendidos como esclavos. Parecida suerte corrió Gaza. Batis, su
gobernador persa, fue atado a un carro y arrastrado hasta morir por orden de Alejandro.
El macedonio entró en la ciudad en calidad de conquistador.
Darío envió entonces una segunda propuesta: Alejandro reinaría hasta el Éufrates con el
mismo rango de un rey de reyes persa; además recibiría una ingente cantidad de oro y a
una de las hijas de Darío en matrimonio, todo a cambio de liberar a la familia real y
poner fin a la contienda.
En 332 a.c. el ejército macedonio llega a Egipto, antes un reino poderoso y en aquel
momento también bajo dominio persa. Alejandro, como buen griego, siente una
profunda atracción por la antiquísima civilización del Nilo.
Como quiera que los dominadores persas no son queridos en Egipto, el macedonio se
hace con el control del país de los faraones en un paseo triunfal. Con todo, los
sacerdotes de Menfis le dan a entender que debe rendir culto al panteón egipcio si
pretende ser faraón, consejo que Alejandro decide seguir. En enero de 331 a.C. funda a
orillas del Mediterráneo la ciudad de Alejandría, destinada a ser en los siglos posteriores
una gran metrópoli cultural y cruce de caminos entre Europa, África y Asia.
Antes, sin embargo, Alejandro recorre acompañado de un reducido séquito más de 400
kilómetros por el abrasador desierto Líbico rumbo al oasis de Siwa para consultar uno
de los oráculos más destacados del mundo helénico, el del templo de Zeus-Amón, que
se refiere a él como hijo de dioses. La peregrinación a Siwa y el dictamen del oráculo
consolidaron la imagen del brillante estratega como faraón egipcio y hegemón griego.
«Quien descendía de Heracles y Aquiles y vivía y competía con ellos –dice Gehrke–,
también podía tenerse a sí mismo por un héroe y un semidiós, y por ende buscar la
aquiescencia de una respetadísima autoridad religiosa.»
Darío ha reunido unos 200.000 hombres al este del Tigris y elige como campo de batalla
la llanura de Gaugamela. Llega la confrontación.
El 1 de octubre de 331 a.C. se ven las caras los casi 50.000 hombres de Alejandro y un
ejército persa cuatro veces mayor. Es una lucha desigual. Así y todo, una vez más
Alejandro percibe una fisura entre las alas derecha y central de los persas, y también una
vez más se aventura con un ataque directo. Ni los carros falcados, ni los elefantes de
guerra ni la abrumadora superioridad numérica del adversario logran detener su
estrategia, que será considerada en adelante como una obra maestra de la táctica militar.
De esta contienda se habla en una de las contadas fuentes ajenas al universo griego, una
tablilla con escritura cuneiforme en la que se recoge el desarrollo de los acontecimientos
con concisión y sobriedad: «El día de este mes cundió el pánico en el campamento
militar... Guerrearon y los griegos infligieron una derrota a los persas. [Perecieron]
oficiales importantes. Él [Darío] dio la espalda a su ejército […] Se retiró al país de los
guti». En el mismo campo de batalla, Alejandro es proclamado «rey de Asia».
Concedió a sus hombres cinco semanas de permiso, pero pronto la sed de exploración
volvió a inflamarse en el rey, junto al propósito de capturar de una vez por todas al
fugitivo Darío. Hasta que no estuviera en sus manos, Alejandro no sería su sucesor
legítimo.
En Susa, una de las residencias reales, Alejandro ascendió oficialmente al trono persa
tras una capitulación incruenta. Persépolis fue saqueada e incendiada. El «rey de Asia»
peregrinó mientras tanto a las tumbas de los reyes de reyes e hizo una ofrenda en la de
Ciro el Grande.
Retomó después la persecución de Darío, pero llegaría demasiado tarde. Bessos, uno de
los hombres del soberano persa, lo había hecho ejecutar. Ante el cadáver de su enemigo,
Alejandro lo cubrió con su propio manto real y ordenó que se le enterrara con todos los
honores junto a los otros reyes de reyes, Ciro, Darío I y Jerjes I. Quiso simbolizar así
que se consideraba a sí mismo heredero de los soberanos persas.
Las batallas y conquistas que culminaron con la entrada en Babilonia, Susa y Persépolis
fueron, pese a las penurias y las bajas, una sucesión de aventuras audaces y triunfos
deslumbrantes. El mundo fue testigo de la imbatibilidad del ejército macedonio y vio en
su comandante un héroe sobrehumano. Pero lo que ocurriría entre 330 y 326 a.C. e
inmediatamente después arrojaría una luz muy distinta sobre la figura de Alejandro y su
campaña.
Alejandro puso gobernadores leales al frente de varias provincias y fundó ciudades tales
como la Alejandría de Aria (actual Herat) y la Alejandría de Aracosia (actual
Kandahar).
Los 16 días de marcha que exigía atravesar el paso de Khawak, a casi 4.000 metros de
altitud, se convirtieron en un tormento en la primavera del año 329 a.C. La caravana
militar se extendía más de 25 kilómetros a lo largo de un sendero sinuoso de pendiente
infinita. Hacía un frío glacial. La nieve se acumulaba por doquier. Los soldados
sacrificaban las bestias de tiro, pero no había leña con la que hacer fuego y tenían que
comer la carne cruda. Desfallecidos, llegaron por fin al reino de Bactriana, que capituló
sin oponer resistencia.
Pero la victoria fue engañosa. Los sogdianos pronto se levantaron contra él e indujeron
a las fuerzas alejandrinas a una guerra de guerrillas que se prolongaría más de un bienio.
En el verano de 328 a.C. se produjo en Maracanda -actual Samarcanda- una acalorada
discusión entre Alejandro y Clito. Desinhibido por el alcohol, este criticó la divinización
del nuevo rey de reyes. El tono fue subiendo y, cegado por la ira, Alejandro traspasó
con la lanza al hombre que seis años antes le había salvado la vida en el Gránico, una
muerte que lamentaría profundamente.
En 327 a.C. el conquistador pudo finalmente regresar a Bactra (Balj). Ese mismo año
desposó a Roxana, como una maniobra para ganar el favor de los sogdianos o tal vez
por el amor que el griego sentía por la joven princesa.
Los hombres de Alejandro, cada vez más heridos en su orgullo patrio ante el creciente
despotismo del rey, se rebelaron contra él. Tras el fracaso de una conjura organizada por
sus pajes, Alejandro tomó represalias y mandó ejecutar también a Calístenes, el cronista
oficial de la corte, rompiendo la amistad con Aristóteles. El rey no solo vio menguados
sus ejércitos, sino que cada vez eran menos sus compañeros leales. No le temblaba la
mano si para lograr sus objetivos tenía que derramar sangre, aunque fuese la de sus
allegados. «Poseía la vehemencia y la cruel indiferencia del romántico hacia la vida; era
también un hombre rebosante de ambición apasionada que veía en lo desconocido una
gran aventura –escribió el historiador británico Robin Lane Fox–. No creía en lo
imposible.»
El año 326 a.c. Alejandro se pone de nuevo en marcha con las miras puestas en la India.
Es una empresa sangrienta: la resistencia surge por doquier. Su ejército arrasa sin
piedad, sobre todo en las regiones montañosas. Alcanzan el Punjab, la región de los
cinco ríos. Allí, en la margen del río Hidaspes, el rey indio Poros aguarda con más de 80
elefantes de guerra en impresionante formación de batalla.
Es el último gran combate de Alejandro, y en él despliega una vez más su genio militar.
Para engañar a Poros, dispone a sus hombres por toda la margen del río y enciende
numerosas fogatas como si se aprestara al combate. Esa noche cruza el Hidaspes unos
27 kilómetros aguas arriba y ataca al rey indio por el flanco. Cuando entre los elefantes
cunde el pánico, al ordenar Alejandro que se liquide específicamente a los mahouts (los
portadores de los elefantes), Poros tiene que rendirse. Ya hecho prisionero, Alejandro le
pregunta cómo quiere ser tratado. Poros responde con orgullo: «Como rey». Y así fue:
Alejandro le permitió seguir al frente de su reino con la condición de que le jurase
lealtad.
Alejandro desea continuar hasta el río Ganges, pero el Punjab carece de las vías que
habían facilitado su avance en Persia y Mesopotamia. Es la época del monzón y las
tropas marchan con enorme dificultad. Exhaustos por la lluvia incesante, heridos tras la
encarnizada batalla del Hidaspes, los hombres se niegan a cumplir las órdenes de su
idolatrado comandante. Finalmente, a orillas del río Hifasis (actual Beas), Alejandro
llega a su fin del mundo.
El rey se retira tres días a su tienda, igual que hiciera su emulado Aquiles. Después,
resignado, conduce a sus hombres de regreso a Bucéfala. Construyen embarcaciones
para navegar por el Indo abajo, pero no hay suficiente espacio para todos. Los soldados
se ven obligados a llegar a la desembocadura como buenamente pueden.
Una vez más, despierta en Alejandro la sed de conquista. Marcha con sus hombres en
una travesía atroz bajo el húmedo calor tropical. La malaria y la disentería hacen
estragos entre los combatientes. Tigres, serpientes, insectos venenosos. Pero lo peor de
todo son los ataques de los pueblos rebeldes de la región del Indo, a quienes Alejandro
responde crucificando y aniquilando. Cuando en el verano del año 325 a.C. vuelve el
monzón, Alejandro alcanza por fin la desembocadura del Indo. Desde allí zarpa el «rey
de Asia», ofreciendo libaciones a los dioses.
Desde ese momento el camino sería siempre de retorno. Una parte del ejército,
comandada por el general Crátero, puso rumbo noroeste para regresar directamente a
Persia. Otra, con la misión de explorar la vía marítima, recorrió la costa en una flota
capitaneada por Nearco. El grueso del contingente, sin embargo, siguió con Alejandro la
ardua ruta que cruza las montañas de Makran. La marcha, a través de abrasados
desiertos salinos y rocosos, fue una catástrofe. Cuando en diciembre del año 325 a.C.
los destrozados supervivientes del ejército de Alejandro llegaron a la avanzadilla persa
de Pura (actual Iranshahr), de los 60.000 que habían partido del Indo solo quedaban
15.000.
En la primavera de 324 a.C. tuvieron lugar en Susa grandes festejos, celebrados no solo
para tratar de olvidar las penalidades pasadas y a los compañeros perdidos, sino también
y sobre todo para fortalecer el vínculo entre griegos y persas, para propiciar la mezcla
de ambos pueblos. Alejandro casó a 80 de sus generales y allegados con mujeres de la
aristocracia persa; asimismo legitimó un gran número de niños fruto de las relaciones de
sus soldados con mujeres orientales. Los fastos, en los que intervino el buen hacer de
actores, narradores, danzarines y prestidigitadores indios, se prolongaron cinco días.
Alejandro desposó a la primogénita de Darío III y a otra mujer del clan del monarca
Artajerjes III.
No está claro si sucumbió a la malaria o fue envenenado. «Quizás una simple gripe o
cualquier proceso infeccioso bastase para acabar con un organismo ya muy debilitado
por la sucesión de sobreesfuerzos», especula Rupert Gebhard, experto en la figura del
rey macedonio. Dicen que en su lecho de muerte Alejandro legó su imperio «al más
digno». Pero ese hombre no existía. Los suyos abandonaron la idea de la fusión de los
pueblos poco después de que el conquistador muriera. Durante décadas se disputaron su
legado, un vasto imperio que se desintegró en un abrir y cerrar de ojos.
Olimpia del Épiro no era una mujer vulgar. Era hija del rey de Molosia, y desde niña
estuvo fascinada por lo oculto y lo maravilloso –hoy diríamos lo esotérico– hasta
niveles de histeria. Así se explican las cartas que Alejandro le escribió a lo largo de sus
conquistas, donde describe para ella toda suerte de prodigios absurdos como el cangrejo
que arrastra a un caballo, personas con seis brazos y seis piernas, seres con tres ojos y
cualquier otro disparate que se le ocurría. Sabía que esas eran las cosas que su madre
quería escuchar. Su nombre de pila no era Olimpia, sino Políxena, pero se lo cambió en
memoria de la victoria olímpica de su marido el mismo día del nacimiento de
Alejandro. Amaba las serpientes, y se rodeaba de ellas. Sostenía que el verdadero padre
de Alejandro era el dios Amón, que se había ayuntado con ella bajo el aspecto de un
dragón o una gran serpiente. Y no sólo eso, sino que su marido había presenciado su
cópula con el dios a través de la rendija de una puerta, y por eso había perdido un ojo,
ya que Filipo era tuerto. Además de crédula y supersticiosa, Olimpia era una persona
intrigante, capaz de grandes odios cuya consecuencia habitual era el asesinato. Es
posible que participara incluso en el del propio Filipo después de que éste la repudiase.
1. Fecha.
El primer desacuerdo sobre la muerte de Alejandro el Grande es en torno a la
fecha en que se produjo: unos autores –la mayoría– dan el 13 de junio y otros el
10. En cualquier caso, fue en el palacio de Nabucodonosor II, en Babilonia,
cuando al rey macedonio le faltaba poco más de un mes para cumplir 33 años.
Se sabe que el 2 de junio había participado en un banquete organizado por su
amigo Medio de Larisa y que, tras beber copiosamente, lo metieron en cama por
encontrarse gravemente enfermo. Ya no se recuperó.
2. Las causas.
Existen varias teorías sobre el motivo de dicha enfermedad mortal. La más
extendida en la Antigüedad –sostenida por Justino y Curcio y recogida por
Plutarco– fue la del envenenamiento con heléboro o estricnina, administrado por
los hijos de Antípatro (regente de Grecia), Casandro y Yolas; este último, copero
real de Alejandro. Esta teoría ha sido puesta en duda por historiadores modernos,
ya que pasaron diez días entre el banquete y la muerte y en el mundo antiguo no
había venenos de efecto tan lento. Por los síntomas, se apunta a una pancreatitis
aguda o a una recaída en la malaria que Alejandro contrajo en 336 a.C.
3. Últimas palabras.
Estando Alejandro en su lecho de muerte, sus generales le preguntaron a quién
quería legar su Imperio. Se debate mucho lo que respondió: Krat'eroi ("Al más
fuerte") o Krater'oi ("A Crátero"). La mayoría de historiadores cree que, de
elegir a uno de sus generales como sucesor, obviamente habría sido a Crátero,
comandante de la parte más grande del ejército, la infantería, excelente estratega
y macedonio ejemplar. Pero Crátero no estaba presente y los otros candidatos
decidieron que había dicho "Al más fuerte".
4. Testamento y Legado
La falta de un heredero legítimo (Alejandro, el hijo que esperaba de Roxana,
nacería tras su muerte, y su otro hijo, Heracles, era de una concubina) desató una
guerra sucesoria entre los generales que acabó partiendo el Imperio en varios
reinos. Además, los sucesivos asesinatos de sus dos hijos, de su madre, Olimpia,
su viuda, Roxana, y su medio hermano, Filipo Arrideo, extinguieron la dinastía
argéada. Y eso que, según Diodoro, Alejandro habría dictado un detallado
testamento a Crátero poco antes de morir: otra incógnita sin resolver, pues de
dicho documento no ha quedado ningún rastro.
5. Tumba
Tal vez el mayor misterio sea el del emplazamiento actual de los restos mortales
del macedonio. Según las fuentes antiguas, el cuerpo se conservó en un
recipiente de arcilla lleno de miel, que a su vez se introdujo en un ataúd de oro.
Ptolomeo I lo llevó a Alejandría (Egipto), donde la tumba fue visitada –y a veces
saqueada– hasta el siglo III por fascinados personajes de Roma como Julio
César, Octavio Augusto, Calígula o Caracalla. Y después desapareció. Teorías:
que está en el santuario de Siwa (Egipto), todavía en Alejandría o en Macedonia.