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ejandro magno y la conquist

l nuevo mundo
Casi 2.400 años después de su muerte, Alejandro Magno continúa siendo un
héroe incluso en los lugares que él mismo conquistó y sometió.
Redacción
31 de octubre de 2013 · 05:00  Actualizado a  11 de octubre de 2020 · 13:04
Lectura:  25 min
Grecia Antigua  Alejandro Magno  Imperio Persa
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la batalla del Gránico está en su momento más crítico. Frente a la
caballería persa se alza el bosque de lanzas de las tropas macedonias.
El viejo Parmenión, un general experimentado, ha aconsejado a
Alejandro no precipitarse en la ofensiva contra las huestes enemigas.
Aun así, el soberano arremete con temeridad contra los persas a lomos
de su caballo. Es un joven rebosante de vigor que no conoce el
miedo. Sus enemigos lo reconocen con facilidad por las dos largas
plumas blancas que adornan su casco. Lucha sin pensar en sí mismo,
con pasión y precisión asesina.
De pronto, en una junta de la coraza de Alejandro se aloja un dardo. No
sufre herida alguna, solo se queda desconcertado un instante, pero basta
para que dos jinetes persas se abalancen sobre él. Esquiva al primero; el
segundo acerca el caballo hasta él por el flanco y blande su hacha sobre
la cabeza del enemigo.
«Le rompió el penacho y la pluma de ambos lados, y aunque el casco
aguantó bien y austeramente el golpe, el filo del alfanje tocó los primeros
cabellos.» Con estas palabras describe el historiador griego Plutarco en
su biografía de Alejandro Magno el dramatismo de este episodio crucial
del año 334 a.C. El jinete persa se dispone a asestar el segundo golpe,
pero un oficial macedonio llamado Clito el Negro se le adelanta y lo
traspasa con la lanza. Con este gesto, Clito no solo salva la vida del
joven rey macedonio, sino también su proyecto vital: la conquista y el
sometimiento de Asia.

"La batalla del Gránico". Cuadro pintado por Charles le Brun en 1665 y que se encuentra
expuesto en el Museo de Louvre, en París.
El triunfo en el río Gránico, en la actual Turquía, marcó el inicio de
una campaña militar formidable que durante once años enfrentaría a
los griegos contra los persas. Alejandro la llevó desde Grecia, la cuna
de Europa, hasta el río Indo. A su término, sus guerreros habían
recorrido más de 25.000 kilómetros y perdido un total de 750.000
hombres. Alejandro ordenaría quemar ciudades, saquear aldeas,
crucificar hombres y violar mujeres, pero movido por su ambición
de poder y una curiosidad insaciable también allanaría el camino al
comercio con Oriente, difundiría la cultura griega y llevaría la
civilización europea a tierras lejanas, fundando más de 70
ciudades. La Alejandría egipcia todavía hoy lleva su nombre; la
Iskenderun turca y la Herat afgana siguen siendo en la actualidad
importantes centros urbanos.
¿Qué debía de pasar por la cabeza del rey de los macedonios para que
en 336 a.C. fraguara el proyecto de atacar precisamente Persia, el
imperio más extenso y poderoso de la Antigüedad, cuyo territorio
abarcaba desde el valle del Nilo hasta el Hindu Kush y cuyo tamaño
centuplicaba el de su propio reino? La idea era un legado de su padre,
Filipo II, quien en el siglo IV a.C. había convertido la dinastía real
macedonia en la fuerza militar más poderosa de Grecia y había
logrado dominar las ciudades-estado griegas de Atenas, Corinto y
Tebas gracias a la Liga de Corinto. Con la adhesión de todos los
griegos a un objetivo común, propuso una campaña de venganza contra
los persas. Siglo y medio antes, en las guerras médicas, los «bárbaros»
(denominación bajo la cual englobaban los helenos a quienes no
hablaban griego) habían sometido las ciudades costeras griegas de Asia
Menor y destruido la Acrópolis ateniense.
Pero Filipo fue víctima de una conjura y murió asesinado. Su hijo, con
apenas 20 años, se convirtió en rey y jefe de la Liga de Corinto, y tomó el
relevo del plan con entusiasmo.
Filipo II había convertido en el siglo IV a.C a la dinastía
real macedonia en la fuerza militar más poderosa de
Grecia. Por espacio de tres años el joven Alejandro se
forma en retórica, geometría, literatura y geografía con el
filósofo Aristóteles, quien lo instruye en el conocimiento
de la epopeya homérica de la Ilíada.
Alejandro III nace en julio o en agosto del año 356 a.C. en la capital
macedonia, Pella, en el norte de Grecia. Su madre, Olimpia, una
princesa del reino de Molosia que afirma descender del héroe mitológico
Aquiles, adora a su hijo. Su padre, que cuenta entre sus antepasados al
legendario semidiós Heracles, procura al inteligente príncipe la educación
más exquisita.
Por espacio de tres años el joven Alejandro se forma en retórica,
geometría, literatura y geografía con el filósofo Aristóteles, quien lo
instruye en el conocimiento de la epopeya homérica de la Ilíada. Ávido de
saber, Alejandro estudia con empeño las hazañas de sus héroes Aquiles
y Heracles y descubre a Océano, el río que en el mito homérico circunda
el mundo y es origen de los dioses. Desde el Hindu Kush, le
dice Aristóteles, podría contemplar el confín del mundo.
El rey es más bien bajo de estatura, pero atlético. Su cabello es
ondulado, de color castaño con mechones rubios. Tiene el rostro lampiño
y rubicundo, y posee un carisma arrollador. Ha heredado el carácter
expeditivo y áspero de su padre, pero también su habilidad
diplomática. De su lado oscuro, que se irá manifestando con creciente
evidencia en desconfianzas y estallidos de ira –y al final en homicidios y
asesinatos–, se dice que es legado materno.

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Conjuras contra Alejandro Magno
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Si sabemos de Alejandro más que de otras figuras de la Antigüedad es


gracias a la crónica que de su vida nos dejaron compañeros de armas y
testigos de sus hazañas tales
como Ptolomeo, Aristóbulo, Nearco o Calístenes. Este último, sobrino
de Aristóteles, era el cronista oficial de la corte de Alejandro, y tal vez por
ello sus encomiásticas descripciones deban ser leídas con reservas. La
campaña militar y el reinado de Alejandro a buen seguro quedaron
registrados en diarios que todavía en vida del protagonista se fueron
transformando en todo un corpus de anécdotas, leyendas y mitos, hoy
prácticamente perdido. En su momento, sin embargo, sirvió de fuente a
cuatro historiadores antiguos: Diodoro, CurtioRufo, Plutarco y, sobre
todo, Arriano.
Pocas figuras de la historia siguen generando opiniones tan encontradas
como las referidas a Alejandro. Ya en la Antigüedad se hablaba del rey
(el adjetivo «Magno» se lo añadieron historiadores romanos del
siglo II) con notables contradicciones. Diodoro lo presentaba como
una persona que en poquísimo tiempo, y gracias a su inteligencia y valor,
llevó a cabo hazañas propias de los semidioses griegos. Por el
contrario, el filósofo Séneca, tutor del emperador Nerón, le llamaba
desgraciado, vándalo, demente y despiadado, y lo comparaba con «las
fieras [que causan] más estragos de los necesarios para calmar su
hambre».
Pocas figuras de la historia siguen generando opiniones
tan encontradas como las referidas a Alejandro Magno.
Ha heredado el carácter expeditivo y áspero de su padre,
pero también su habilidad diplomática. De su lado
oscuro, que se irá manifestando con creciente evidencia
en desconfianzas y estallidos de ira –y al final en
homicidios y asesinatos–, se dice que es legado materno.
¿Qué impulso movía al joven y ambicioso rey? Probablemente algo que
los textos antiguos llamaban pothos, el ansia o anhelo de catar lo
inalcanzable y desconocido. Alejandro era un genio militar, aunque su
temperamento desbordante solía inducirlo a correr riesgos innecesarios.
Le fascinaba la lucha de hombre a hombre, le embriagaba el éxito,
deseaba emular y aun superar a los héroes de la mitología griega y,
sobre todo, quería forjar un nuevo imperio.
Aquella sed de gloria e inmortalidad convivía en el macedonio con un
pragmatismo sumamente realista. En palabras del historiador y
arqueólogo alemán Hans-Joachim Gehrke, «el factor decisivo era aquel
afán interior de intensa competencia con los héroes, un vínculo obsesivo
con el mito tan difícil de comprender como concreto y racional en su
aplicación».
"La familia de Darío ante Alejandro Magno", obra de Justus Sustermans conservada en la
Biblioteca Museo Víctor Balaguer. En el cuadro podemos observar a Hefestión señalando
a Alejandro.
En la primavera del año 334 a.C., cuando Alejandro marcha hacia el
continente asiático, el rey persa Darío III dirige los destinos de un
imperio que se extiende desde Egipto hasta la India y que abarca
vastos territorios de Asia Menor, Mesopotamia y Persia. La campaña
militar de una neófita Europa contra la veterana Asia es una de las
más osadas de la historia, pero Alejandro la ha planeado al
detalle. Sus fuerzas: 32.000 soldados de infantería y unos 5.500 de
caballería, gastadores, ingenieros, bematistas (especialistas en medir
distancias contando sus pasos), una unidad de propaganda, y también
músicos, actores y eruditos. Como asesores en materia de estrategia, los
libros de su biblioteca. En la Ilíada de Homero, comentada por
Aristóteles, busca consejos de táctica militar. Conoce su libro de
cabecera casi de memoria.
Alejandro era un retórico hábil, pero más que la palabra pura dominaba el
arte del acto simbólico. Al cruzar el Helesponto (los Dardanelos), realizó
en plena travesía una ofrenda al dios del mar, Poseidón. Poco después
arrojó su lanza a la costa anatolia como símbolo de conquista y fue el
primero en desembarcar ataviado con la armadura de combate, tal y
como hiciera el héroe griego Protesilao en la marcha contra Troya.
Precisamente Troya fue el primer destino al que se dirigió Alejandro; allí
hizo una ofrenda a la diosa Atenea y honró las supuestas tumbas
de Aquiles y Patroclo. De este modo vinculó de forma irreversible el
mito de Troya y su campaña contra Persia.
El macedonio vence en el Gránico y se muestra generoso y compasivo.
Permite que se entierre a los enemigos caídos, visita a los heridos y
escucha sus relatos. Acto seguido «libera» de los persas las poblaciones
costeras. Para ello tendrá que asediar Mileto; también Halicarnaso (la ac-
tual Bodrum) opone una prolongada resistencia.

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El mejor amigo de Alejandro Magno
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Buscando por todos los medios una confrontación directa con el «rey de
reyes» persa, Alejandro marcha desde el sur para internarse en Anatolia.
Su general Parmenión conduce otra columna desde el oeste hasta
Gordio, a unos 80 kilómetros de la actual Ankara, escenario de la famosa
leyenda del nudo gordiano.
En la ciudadela de Gordio se guardaba el carro que el rey
frigio Gordias ofreció a Zeus en señal de agradecimiento por haber sido
elegido fundador de la ciudad. Gordias había atado al carro la lanza y el
yugo con un nudo inextricable. Según la profecía, quien lograse desatarlo
reinaría sobre Asia entera. Lo que otros habían intentado en balde lo
consiguió Alejandro con un solo gesto, cortando el nudo con la espada.
Otra versión de la historia dice que Alejandro descubrió que para desatar
el nudo bastaba con tirar del perno existente entre la lanza y el yugo. «No
es más que una invención para dar color a la historia –afirma Gehrke–,
pero la leyenda del nudo gordiano muestra qué imagen de Alejandro
imperaba.»
Los macedonios hacen un prolongado alto antes de reponer provisiones
y llegar hasta Tarso, a orillas del Mediterráneo, salvando las Puertas de
Cilicia. Hace ya tiempo que Darío ha comprendido el peligro que
representa el joven comandante. Reúne un poderosísimo ejército de
100.000 hombres y se enfrenta a Alejandro en la antigua ciudad costera
de Issos.

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Alejandro contra el Imperio persa, la batalla de Issos
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Limitan el campo de batalla las montañas a un lado y


el Mediterráneo al otro. Darío despliega su caballería en el flanco litoral,
que ataca el ala de los helenos. La temida falange de Alejandro ocupa el
centro con su bosque de lanzas de cinco metros mientras él en persona
arremete al frente de la caballería de élite contra las huestes persas,
entre las que se encuentra Darío en su carro de guerra, rodeado de su
guardia personal. Cuando los persas intentan ejercer presión sobre la
falange, se abre un hueco por el que Alejandro penetra rápidamente.
Avanzando en combate, consigue acercarse tanto a Darío que el persa
emprende la huida, con catastróficos resultados sobre la moral de sus
combatientes. La batalla está decidida.
La victoria de Issos amplificó la fama de Alejandro tanto
como socavó la autoridad y el poder del rey persa.
Tras el combate, cayeron en manos macedonias la madre, la esposa y
los hijos del soberano persa, aparte de todo el séquito real y la tesorería
imperial de Damasco. Con ella Alejandro pagó la soldada a sus tropas y
fundó su primera ciudad: Alejandreta, la actual Iskenderun.
Entre tanto, Darío le hizo llegar una propuesta: cedería a Alejandro
todo el territorio hasta el río Hali (el actual Kizilirmak turco) a cambio de
la liberación de su familia. El orgulloso macedonio la rechazó.
La victoria de Issos amplificó la fama de Alejandro tanto como
socavó la autoridad y el poder del rey persa. Sin embargo, en vez de
dar caza a su adversario, el macedonio procedió a conquistar Palestina y
Fenicia, una estrecha franja de la costa mediterránea oriental, desde
donde continuó su avance hacia Egipto. Su fama lo precedía hasta tal
punto que las ciudades fenicias y la armada persa se le rindieron sin
presentar batalla. Solo Tiro y Gaza se resistieron.
Tras siete duros meses de asedio, Tiro sufrió un brutal castigo: los
hombres fueron masacrados (los últimos 2.000 supervivientes,
crucificados a lo largo de la costa); las mujeres y los niños, vendidos
como esclavos. Parecida suerte corrió Gaza. Batis, su gobernador persa,
fue atado a un carro y arrastrado hasta morir por orden de Alejandro. El
macedonio entró en la ciudad en calidad de conquistador.
"La batalla de Issos". Cuadro de Albrecht Altdorfer en el que se representa la
batalla librada entre los macedonios, acaudillados por Alejandro Magno, y las huestes
persas de Darío III.
Darío envió entonces una segunda propuesta: Alejandro reinaría
hasta el Éufrates con el mismo rango de un rey de reyes persa; además
recibiría una ingente cantidad de oro y a una de las hijas de Darío en
matrimonio, todo a cambio de liberar a la familia real y poner fin a la
contienda.
En 332 a.c. el ejército macedonio llega a Egipto, antes un reino poderoso
y en aquel momento también bajo dominio persa. Alejandro, como buen
griego, siente una profunda atracción por la antiquísima civilización del
Nilo.
Como quiera que los dominadores persas no son queridos en Egipto, el
macedonio se hace con el control del país de los faraones en un paseo
triunfal. Con todo, los sacerdotes de Menfis le dan a entender que
debe rendir culto al panteón egipcio si pretende ser faraón, consejo
que Alejandro decide seguir. En enero de 331 a.C. funda a orillas del
Mediterráneo la ciudad de Alejandría, destinada a ser en los siglos
posteriores una gran metrópoli cultural y cruce de caminos entre
Europa, África y Asia.
La peregrinación a Siwa y el dictamen del oráculo
consolidaron la imagen del brillante estratega como
faraón egipcio y hegemón griego.
Antes, sin embargo, Alejandro recorre acompañado de un reducido
séquito más de 400 kilómetros por el abrasador desierto Líbico rumbo al
oasis de Siwa para consultar uno de los oráculos más destacados del
mundo helénico, el del templo de Zeus-Amón, que se refiere a él como
hijo de dioses. La peregrinación a Siwa y el dictamen del oráculo
consolidaron la imagen del brillante estratega como faraón egipcio y
hegemón griego. «Quien descendía de Heracles y Aquiles y vivía y
competía con ellos –dice Gehrke–, también podía tenerse a sí mismo
por un héroe y un semidiós, y por ende buscar la aquiescencia de una
respetadísima autoridad religiosa.»
En Egipto, Alejandro se presentó como un soberano racional dispuesto a
respetar la religión y las tradiciones locales, y como tal fue aceptado.
Pero prosiguiendo en su empeño por someter al Imperio persa, en abril
del año 331 a.C. los macedonios regresan a Tiro, cruzan el valle de la
Becá y alcanzan el río Éufrates, y a continuación atraviesan Asiria hasta
el Tigris: cerca de 2.500 kilómetros en apenas seis meses.
Darío ha reunido unos 200.000 hombres al este del Tigris y elige
como campo de batalla la llanura de Gaugamela. Llega la
confrontación.
El 1 de octubre de 331 a.C. se ven las caras los casi 50.000 hombres
de Alejandro y un ejército persa cuatro veces mayor. Es una lucha
desigual. Así y todo, una vez más Alejandro percibe una fisura entre las
alas derecha y central de los persas, y también una vez más se aventura
con un ataque directo. Ni los carros falcados, ni los elefantes de
guerra ni la abrumadora superioridad numérica del adversario
logran detener su estrategia, que será considerada en adelante
como una obra maestra de la táctica militar.
El camino a Babilonia, la espléndida ciudad en el
corazón del mundo entonces conocido, quedó libre
después de Gaugamela. No hubo saqueos ni masacres.
La capital del mundo se sometió sin oponer resistencia.
Su temerario ataque contra Darío desconcierta a las huestes asiáticas. Al
comprender que tiene al enemigo prácticamente encima, el persa sale
huyendo, igual que hizo en la batalla de Issos (una escena inmortalizada
con gran dramatismo en el célebre mosaico alejandrino de Pompeya, si
bien los historiadores están divididos a la hora de identificar el escenario
como Gaugamela o Issos). Cuando la noticia de la ignominiosa huida de
Darío llega a los soldados persas, el ejército se desbanda.
De esta contienda se habla en una de las contadas fuentes ajenas al
universo griego, una tablilla con escritura cuneiforme en la que se recoge
el desarrollo de los acontecimientos con concisión y sobriedad: «El día
de este mes cundió el pánico en el campamento militar... Guerrearon y
los griegos infligieron una derrota a los persas. [Perecieron] oficiales
importantes. Él [Darío] dio la espalda a su ejército […] Se retiró al país de
los guti». En el mismo campo de batalla, Alejandro es proclamado «rey
de Asia».
El camino a Babilonia, la espléndida ciudad en el corazón del mundo
entonces conocido, quedó libre después de Gaugamela. Apenas seis
años después del inicio de la campaña, con cerca de 9.000
kilómetros a sus espaldas, Alejandro y sus hombres franquearon la
puerta de Ishtar, que hoy puede admirarse en el Museo de Pérgamo
de Berlín.
Todo cuanto los macedonios habían visto hasta entonces palideció ante
la metrópoli del mundo antiguo que albergaba milenios de historia y
civilización, un lujo inimaginable, una arquitectura formidable, jardines y
palacios fastuosos. Alejandro contempló admirado los templos y muros
titánicos y la red viaria de ingenioso diseño. No hubo saqueos ni
masacres. La capital del mundo se sometió sin oponer resistencia.
En Susa, una de las residencias reales, Alejandro
ascendió oficialmente al trono persa tras una capitulación
incruenta. Persépolis fue saqueada e incendiada. Retomó
después la persecución de Darío, pero llegaría demasiado
tarde.
Concedió a sus hombres cinco semanas de permiso, pero pronto la sed
de exploración volvió a inflamarse en el rey, junto al propósito de capturar
de una vez por todas al fugitivo Darío. Hasta que no estuviera en sus
manos, Alejandro no sería su sucesor legítimo.
En Susa, una de las residencias reales, Alejandro ascendió oficialmente
al trono persa tras una capitulación incruenta. Persépolis fue saqueada
e incendiada. El «rey de Asia» peregrinó mientras tanto a las tumbas de
los reyes de reyes e hizo una ofrenda en la de Ciro el Grande.
Retomó después la persecución de Darío, pero llegaría demasiado
tarde. Bessos, uno de los hombres del soberano persa, lo había hecho
ejecutar. Ante el cadáver de su enemigo, Alejandro lo cubrió con su
propio manto real y ordenó que se le enterrara con todos los honores
junto a los otros reyes de reyes, Ciro, Darío I y Jerjes I. Quiso simbolizar
así que se consideraba a sí mismo heredero de los soberanos persas.
«Hace tiempo que Alejandro ya no se identifica como el adalid de una
guerra de venganza griega –afirma Gehrke–, sino como un soberano del
Imperio persa que respeta las tradiciones autóctonas. Ahora que se
considera el legítimo rey de reyes y desea ser reconocido como tal,
llamará a los persas a la venganza contra el regicida Bessos. Sus
huestes griegas se horrorizarán: ¿acaso de repente deberán pelear al
lado de los “bárbaros”?»
Muchos griegos fueron distanciándose de su rey, a quien
reprochaban su excesiva debilidad por las costumbres
orientales, de las que ellos abominaban.
Las batallas y conquistas que culminaron con la entrada en Babilonia,
Susa y Persépolis fueron, pese a las penurias y las bajas, una sucesión
de aventuras audaces y triunfos deslumbrantes. El mundo fue testigo
de la imbatibilidad del ejército macedonio y vio en su comandante
un héroe sobrehumano. Pero lo que ocurriría entre 330 y 326 a.C. e
inmediatamente después arrojaría una luz muy distinta sobre la
figura de Alejandro y su campaña.
La persecución de Bessos y las posteriores expediciones llevaron a las
tropas helenas hasta la costa meridional del mar Caspio y otras regiones
aún más remotas de cuya existencia pocos de ellos tenían noticia:
pisaron los actuales Afganistán, Turkmenistán y Uzbekistán. Alejandro
ya no libraba grandes batallas victoriosas, sino que sus tropas se
desgastaban en una guerra de guerrillas. El «imperialismo
alejandrino», como llamó el célebre historiador austríaco EgonFriedell a
su ambición de dominar el mundo, se acercaba a su fin, e incluso entre
las propias filas de Alejandro surgieron resistencias. Muchos griegos
fueron distanciándose de su rey, a quien reprochaban su excesiva
debilidad por las costumbres orientales, de las que ellos abominaban.
Alejandro acusó de conspirador y ajustició a Filotas, hijo de su veterano
general Parmenión, a quien también haría ejecutar. Uno y otro eran
orgullosos macedonios, seguramente poco entusiastas de una fusión
entre Oriente y Occidente. Tampoco veían con buenos ojos los
macedonios que Alejandro adoptase la indumentaria del rey de reyes e
impusiese la prosquinesis, el ritual de saludo tradicional de los persas.

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La muerte de Filotas y Parmenión
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Alejandro puso gobernadores leales al frente de varias provincias y fundó


ciudades tales como la Alejandría de Aria (actual Herat) y la Alejandría
de Aracosia (actual Kandahar).
Los 16 días de marcha que exigía atravesar el paso de Khawak, a casi
4.000 metros de altitud, se convirtieron en un tormento en la primavera
del año 329 a.C. La caravana militar se extendía más de 25 kilómetros a
lo largo de un sendero sinuoso de pendiente infinita. Hacía un frío glacial.
La nieve se acumulaba por doquier. Los soldados sacrificaban las bestias
de tiro, pero no había leña con la que hacer fuego y tenían que comer la
carne cruda. Desfallecidos, llegaron por fin al reino de Bactriana, que
capituló sin oponer resistencia.
Apenas habían comenzado a recobrarse cuando reemprendieron una
marcha todavía más atroz: 80 kilómetros a través de un desierto de
dunas móviles y arenas movedizas hasta el río Oxus, el actual Amu
Darya. El rebelde Bessos lo había cruzado en su huida y quemado todas
las naves. Para atravesarlo, los macedonios tuvieron que construir
balsas. En la Sogdiana la fortuna volvió a sonreír a Alejandro: en el
verano de 329 a.C. Bessos fue capturado y entregado por sus
propios aliados. El rey ordenó que le cortaran la nariz y las orejas, y que
lo crucificaran. Vengada así la muerte de Darío, Alejandro era ya el
soberano indiscutido de Persia.
Los hombres de Alejandro, cada vez más heridos en su
orgullo patrio ante el creciente despotismo del rey, se
rebelaron contra él. El rey no solo vio menguados sus
ejércitos, sino que cada vez eran menos sus compañeros
leales.
Pero la victoria fue engañosa. Los sogdianos pronto se levantaron
contra él e indujeron a las fuerzas alejandrinas a una guerra de
guerrillas que se prolongaría más de un bienio. En el verano de 328
a.C. se produjo en Maracanda -actual Samarcanda- una acalorada
discusión entre Alejandro y Clito. Desinhibido por el alcohol, este criticó la
divinización del nuevo rey de reyes. El tono fue subiendo y, cegado por la
ira, Alejandro traspasó con la lanza al hombre que seis años antes le
había salvado la vida en el Gránico, una muerte que lamentaría
profundamente.
En 327 a.C. el conquistador pudo finalmente regresar a Bactra (Balj).
Ese mismo año desposó a Roxana, como una maniobra para ganar el
favor de los sogdianos o tal vez por el amor que el griego sentía por la
joven princesa.
Los hombres de Alejandro, cada vez más heridos en su orgullo
patrio ante el creciente despotismo del rey, se rebelaron contra
él. Tras el fracaso de una conjura organizada por sus pajes, Alejandro
tomó represalias y mandó ejecutar también a Calístenes, el cronista
oficial de la corte, rompiendo la amistad con Aristóteles. El rey no solo
vio menguados sus ejércitos, sino que cada vez eran menos sus
compañeros leales. No le temblaba la mano si para lograr sus objetivos
tenía que derramar sangre, aunque fuese la de sus allegados. «Poseía la
vehemencia y la cruel indiferencia del romántico hacia la vida; era
también un hombre rebosante de ambición apasionada que veía en lo
desconocido una gran aventura –escribió el historiador británico Robin
Lane Fox–. No creía en lo imposible.»
En la margen del río Hidaspes, el rey indio Poros
aguarda con más de 80 elefantes de guerra en
impresionante formación de batalla. Es el último gran
combate de Alejandro, y en él despliega una vez más su
genio militar. Poco después de la batalla Alejandro
pierde a su compañero más fiel: Bucéfalo, el caballo que
lo había acompañado desde niño.
El año 326 a.c. Alejandro se pone de nuevo en marcha con las miras
puestas en la India. Es una empresa sangrienta: la resistencia surge por
doquier. Su ejército arrasa sin piedad, sobre todo en las regiones
montañosas. Alcanzan el Punjab, la región de los cinco ríos. Allí, en la
margen del río Hidaspes, el rey indio Poros aguarda con más de
80 elefantes de guerra en impresionante formación de batalla.
Es el último gran combate de Alejandro, y en él despliega una vez
más su genio militar. Para engañar a Poros, dispone a sus hombres por
toda la margen del río y enciende numerosas fogatas como si se
aprestara al combate. Esa noche cruza el Hidaspes unos 27 kilómetros
aguas arriba y ataca al rey indio por el flanco. Cuando entre los elefantes
cunde el pánico, al ordenar Alejandro que se liquide específicamente a
los mahouts (los portadores de los elefantes), Poros tiene que rendirse.
Ya hecho prisionero, Alejandro le pregunta cómo quiere ser tratado.
Poros responde con orgullo: «Como rey». Y así fue: Alejandro le permitió
seguir al frente de su reino con la condición de que le jurase lealtad.
Poco después de la batalla Alejandro pierde a su compañero más
fiel: Bucéfalo, el caballo que lo había acompañado desde niño. Para
honrarlo funda a orillas del Hidaspes la ciudad de Bucéfala.
"Alejandro y Poros". Cuadro de Charles Le Brun pintado en 1673, que muestra a Alejandro
y Poros durante la batalla del Hidaspes.
Alejandro desea continuar hasta el río Ganges, pero el Punjab carece de
las vías que habían facilitado su avance en Persia y Mesopotamia. Es la
época del monzón y las tropas marchan con enorme dificultad.
Exhaustos por la lluvia incesante, heridos tras la encarnizada batalla del
Hidaspes, los hombres se niegan a cumplir las órdenes de su idolatrado
comandante. Finalmente, a orillas del río Hifasis (actual Beas), Alejandro
llega a su fin del mundo.
El rey se retira tres días a su tienda, igual que hiciera su emulado
Aquiles. Después, resignado, conduce a sus hombres de regreso a
Bucéfala. Construyen embarcaciones para navegar por el Indo abajo,
pero no hay suficiente espacio para todos. Los soldados se ven
obligados a llegar a la desembocadura como buenamente pueden.
Una vez más, despierta en Alejandro la sed de conquista. Marcha con
sus hombres en una travesía atroz bajo el húmedo calor tropical.
La malaria y la disentería hacen estragos entre los combatientes. Tigres,
serpientes, insectos venenosos. Pero lo peor de todo son los ataques de
los pueblos rebeldes de la región del Indo, a quienes Alejandro responde
crucificando y aniquilando. Cuando en el verano del año 325 a.C. vuelve
el monzón, Alejandro alcanza por fin la desembocadura del Indo. Desde
allí zarpa el «rey de Asia», ofreciendo libaciones a los dioses.
Exhaustos por la lluvia incesante, heridos tras la
encarnizada batalla del Hidaspes, los hombres se niegan
a cumplir las órdenes de su idolatrado comandante.
Finalmente, a orillas del río Hifasis (actual Beas), Ale-
jandro llega a su fin del mundo.
Desde ese momento el camino sería siempre de retorno. Una parte
del ejército, comandada por el general Crátero, puso rumbo noroeste
para regresar directamente a Persia. Otra, con la misión de explorar la
vía marítima, recorrió la costa en una flota capitaneada por Nearco. El
grueso del contingente, sin embargo, siguió con Alejandro la ardua ruta
que cruza las montañas de Makran. La marcha, a través de abrasados
desiertos salinos y rocosos, fue una catástrofe. Cuando en diciembre del
año 325 a.C. los destrozados supervivientes del ejército de Alejandro
llegaron a la avanzadilla persa de Pura (actual Iranshahr), de los 60.000
que habían partido del Indo solo quedaban 15.000.
En la primavera de 324 a.C. tuvieron lugar en Susa grandes festejos,
celebrados no solo para tratar de olvidar las penalidades pasadas y a los
compañeros perdidos, sino también y sobre todo para fortalecer el
vínculo entre griegos y persas, para propiciar la mezcla de ambos
pueblos. Alejandro casó a 80 de sus generales y allegados con
mujeres de la aristocracia persa; asimismo legitimó un gran número
de niños fruto de las relaciones de sus soldados con mujeres
orientales. Los fastos, en los que intervino el buen hacer de actores,
narradores, danzarines y prestidigitadores indios, se prolongaron cinco
días. Alejandro desposó a la primogénita de Darío III y a otra mujer del
clan del monarca Artajerjes III.
Alejandro nombró visir a su mejor amigo, Hefestión, y a Ptolomeo lo
nombró catador, un cargo clásico de la corte de un rey de reyes persa.
Macedonios y griegos tenían la sensación de que su rey se alejaba cada
vez más de ellos para abrazar los usos y costumbres de los «bárbaros».
Cuando en la ciudad de Opis, a orillas del Tigris, Alejandro anunció el
regreso a Macedonia de gran parte de sus efectivos, sus hombres se
amotinaron. Una vez más, empero, su capacidad de persuasión se
impuso. Al final regresaron más de 11.000 griegos.

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La muerte de Alejandro Magno, el mayor conquistador de la historia
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La buena estrella de Alejandro pierde brillo irremisiblemente en otoño de


324 a.C., cuando en Ecbatana muere de forma inesperada Hefestión, su
compañero de siempre y fiel hombre de confianza (y hay quien dice que
también amante, algo nada insólito en la sociedad griega). Alejandro lo
llora sin consuelo. Deja de comer días enteros, manda crucificar al
médico que lo había atendido e incinera a su amigo en un podio colosal.
De nuevo el mito de la Ilíada: así honró Aquiles a Patroclo.
En la primavera de 323 a.C. Alejandro regresa a Babilonia. En apenas
un decenio el joven resplandeciente se ha convertido en un señor de la
guerra endurecido, cubierto de cicatrices, atormentado por el dolor de
viejas heridas, marcado por la pérdida de los amigos y las humillaciones
sufridas. Pero el mundo sigue admirando su figura, sus hazañas, sus
éxitos. Ha instaurado un arquetipo de liderazgo en el que algún día se
verán reflejados César, Augusto y Napoleón Bonaparte. Zares,
káiseres, papas y obispos llevarán su nombre.
Su afán de traspasar fronteras y su ambición de poder no perdieron
un ápice de intensidad. Pronto Alejandro estaría planeando su
próxima campaña militar, esta vez a Arabia. También miraría hacia
Cartago y Roma.
No está claro si Alejandro sucumbió a la malaria o fue
envenenado. Los suyos abandonaron la idea de la fusión
de los pueblos poco después de que el conquistador
muriera. Durante décadas se disputaron su legado, un
vasto imperio que se desintegró en un abrir y cerrar de
ojos.
Pero el fin llega sin anunciarse.«Después de una vida tan plena de
misterios –escribe LaneFox al biografiarlo–, una muerte anodina habría
sido imperdonable.» Tras dos banquetes donde el alcohol corre a
raudales, el estratega cae enfermo. La fiebre se apodera de él hasta
devorarlo. El 10 de junio de 323 a.C., un mes antes de cumplir 33
años, muere en Babilonia Alejandro III de Macedonia, el «rey de
Asia», autoproclamado hijo de Zeus, el gran conquistador.
No está claro si sucumbió a la malaria o fue envenenado. «Quizás una
simple gripe o cualquier proceso infeccioso bastase para acabar con un
organismo ya muy debilitado por la sucesión de sobreesfuerzos»,
especula Rupert Gebhard, experto en la figura del rey macedonio.
Dicen que en su lecho de muerte Alejandro legó su imperio «al más
digno». Pero ese hombre no existía. Los suyos abandonaron la idea de la
fusión de los pueblos poco después de que el conquistador muriera.
Durante décadas se disputaron su legado, un vasto imperio que se de-
sintegró en un abrir y cerrar de ojos.

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