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La educación como derecho

Notas sobre “inclusión” y “calidad”


Eduardo Rinesi
Durante los últimos años, en los que se produjeron en la Argentina un conjunto de transformaciones muy relevantes
que no siempre nos hemos ocupado de conceptualizar como habría sido necesario, dos palabras que aquí vamos a
tratar de poner en diálogo recíproco poblaron abundantemente la retórica pública en general y la gubernativa en
particular. Me refiero a las palabras “inclusión” y “derecho”, que formaban parte por igual de un tipo de discurso, sin
duda ampliamente celebrable, que acompañó y organizó una serie de prácticas y de decisiones tomadas desde la
cima del aparato del Estado en favor de una distribución más justa de los bienes públicos y de las posibilidades
vitales de los ciudadanos. Esas posibilidades, en una sociedad tan desigual como la nuestra, son por supuesto muy
desparejamente usufructuadas por los individuos que pertenecen a grupos y estratos diferentes, y garantizar que
incluso los más desprotegidos pudieran incorporarlas a su horizonte existencial fue un norte muy visible de una
cantidad de políticas impulsadas en el país en esos años. Esas políticas se calificaron de manera general como
inclusivas, porque buscaban incluir en un cierto sistema a quienes, por la razón que fuera, estaban fuera de él: a
quienes nunca habían estado adentro o a quienes, habiendo estado adentro alguna vez, habían sido desplazados de
ese sitio como consecuencia de los procesos de desindustrialización, de privatización y de severa reducción de las
funciones protectivas del Estado en los años anteriores.

Así, en una cantidad de campos de la acción pública estatal se diseñaron planes y estrategias para incorporar a los
beneficios generales de un denso sistema de resguardos sostenidos sobre las instituciones y las oficinas del Estado a
millones de personas. Se crearon puestos de trabajo, se reconoció la dignidad laboral de trabajadores y trabajadoras
cuyo estatuto estaba signado por una fuerte informalidad y desprotección, se ampliaron muy significativamente las
posibilidades de ingreso al sistema de beneficios previsionales, se permitió el reconocimiento cabal de la identidad
de género de todas las personas, se amplió la posibilidad de contraer matrimonio a las parejas de orientación
diferente a la heterosexual que hasta hace poco funcionaba (y que sigue funcionando en la mayoría de los países del
planeta) como norma excluyente de cualquier otra posibilidad, se amplió el universo de votantes de los
representantes del pueblo reduciendo en dos años la edad mínima exigible para poder ejercer esa competencia, se
diseñaron estrategias comerciales, financieras, crediticias, para que una cantidad de personas, matrimonios y
familias tradicionalmente excluidos de la posibilidad de acceso a determinados bienes (electrodomésticos,
automóviles e inmuebles) pudieran acceder –y solía subrayarse: “por primera vez”– a esos consumos. Se celebró y se
puso a la cuenta del éxito de estas políticas “inclusivas” el hecho de que cientos de miles de familias de trabajadores
inundaran todos los veranos, las semanas santas y los fines de semana largos centros turísticos que durante décadas
les habían estado vedados.

En el terreno educativo el despliegue de estas políticas de inclusión fue muy notorio. Se diseñaron cantidad de
planes para permitir que todos los niños, adolescentes y jóvenes del país estuvieran “adentro” del sistema educativo
formal. Se estableció por una ley de la nación, la Ley de Educación Nacional, la obligatoriedad de la escuela
secundaria, y de hecho se consiguió incrementar la cantidad de adolescentes y jóvenes en edad escolar que en
efecto están hoy dentro de la escuela y no afuera de ella. Se implementó la Asignación Universal por Hijo,
importantísima política pública de transferencia de ingresos hacia las familias con hijos en edad educativa. Se
construyeron una enorme cantidad de escuelas que permitieron albergar, y hacerlo en mejores condiciones, a los
millones de nuevos estudiantes que iba recibiendo un sistema que por todos estos motivos protagonizó durante
estos años un franco proceso de expansión. Se incrementaron muy significativamente los salarios docentes, que
estaban seriamente deprimidos a comienzos de este siglo y que verificaron sustantivas mejorías a lo largo de estos
años. Se desarrollaron importantes sistemas de becas y de aliento a la permanencia y el avance de los estudiantes,
así como a la recuperación para el sistema escolar formal de aquellos que lo habían abandonado. Se ideó y llevó
adelante un plan de finalización de os estudios primarios y secundarios para los ciudadanos adultos que por la razón
que fuera no hubieran podido terminarlos a su hora.

En el campo específico de la educación universitaria, el impulso inclusivo de las políticas diseñadas e implementadas
estos años fue especialmente manifiesto. Hubo un aumento significativo del presupuesto destinado a las
universidades públicas, que en estos años tuvieron un crecimiento muy visible de su matrícula, de su infraestructura
y de sus posibilidades de expansión. Se amplió considerablemente el sistema público de universidades a través de la
creación de una cantidad de instituciones nuevas, muchas de ellas en regiones o provincias que todavía carecían de
una, y se desplegaron, por todas partes, sistemas muy amplios y generosos de becas tendientes a garantizar la
permanencia, el avance y la promoción de los estudiantes. Y se alentó un tipo de trabajo, en las universidades y de
las universidades, tendiente a favorecer este movimiento de inclusión social y educativa, y las propias universidades,
en muchos casos, incorporaron a su modo de gestionarse y de vincularse con su entorno, con su comunidad de
referencia, con las escuelas, las organizaciones y la vida social y política de su localidad, su provincia o su región,
orientaciones favorables a este espíritu inclusivo: creación y puesta en marcha de consejos sociales asesores,
despliegue de programas culturales y de todo tipo, y un modo de entender la acción comunitaria no asociado ya al
espíritu del “extensionismo” más tradicional, sino al de una apertura de las puertas de la Universidad hacia adentro,
por así decir, de sus propios muros, menos para permitir su más o menos filantrópica “salida de sí misma” que para
facilitar la llegada a ella, el ingreso a ella (de nuevo: la inclusión en ella), de actores a los que ella había sido
tradicionalmente refractaria.

Lo que me importa subrayar como signo común de todas estas políticas, de todos estos programas, y de los discursos
que los promovieron y los acompañaron, es la centralidad de esta idea de inclusión, de esta vocación por incluir, por
incorporar, por hacer entrar: por meter adentro lo que está afuera, por meter adentro a los que están afuera. Por
sacar de la intemperie (“de la esquina”, solía decir el Ministro Sileoni en sus discursos) a los jóvenes, o a los
ciudadanos de manera general que no venían encontrando un lugar en otra parte, por sacarlos de la inclemencia de
la desprotección, de la falta de redes de contención, de la ausencia de instituciones y de Estado, y por meterlos
dentro de esas redes, de esas instituciones, de ese Estado protector (de sus escuelas, de sus universidades, de sus
sistemas previsionales, de sus marcos normativos), y por esa vía, también –y de manera aún más general, y como
expectativa última, sin duda, de todo este movimiento de inclusión–, del sistema social en su conjunto: de las
oportunidades de trabajo, de las oportunidades de consumo, de las oportunidades de bienestar, de las
oportunidades (que no deberían conocer reservas ni exclusiones) de usufructuar el tiempo libre, de disfrutar de las
vacaciones, de acceder al mundo de la cultura y el arte. A garantizar para todos estas posibilidades es a lo que se
llamó, en estos últimos años argentinos, incluir. Lo interesante, decía, es que este discurso y estas prácticas de la
inclusión estuvieron también acompañados, durante estos mismos años, por una retórica que ponía el acento en
otra idea, no necesariamente opuesta a la de inclusión pero que tiene con ella un conjunto de diferencias
importantes, que es la idea de derecho. La postulación, la pretensión, de que las personas tenían un derecho a gozar
de tal o cual beneficio u oportunidad: de que existía un derecho, verbigracia, a la jubilación. O a la educación. O a
casarse. O a lo que fuera. De que no había derecho a que algunas posibilidades fundamentales para la vida de todos
los sujetos no fueran posibilidades ciertas y efectivas para todos: fueran entonces, al no ser para todos, privilegios de
solamente algunos (de unos pocos, de unos cuantos, aun de muchos, pero no de todos), y de que por lo tanto esas
posibilidades que tenían que poder ser ciertas y efectivas para todos debían elevarse a la categoría de derechos, y
debía exigirse al Estado que los garantizara. La idea de derecho, en efecto, supone la noción de un Estado activo,
garante e incluso –a veces– promotor. Tenemos derechos porque tenemos un Estado que los promueve, defiende y
garantiza. A diferencia de la idea liberal de libertad (de la idea de libertad “negativa” de los individuos frente a todos
los poderes, incluido el del Estado), que pone al Estado del lado de las cosas malas de la vida y de la historia, la idea
democrática de derecho pone al Estado en otro sitio: no en el de las amenazas de las que debemos preservarnos,
sino en el de los recursos con los que contamos para que nuestros derechos puedan realizarse.

Pero lo que aquí querría resaltar, para indicar una primera diferencia (veremos tres) entre la idea de inclusión que
consideramos al comienzo y la idea de derecho que estamos presentando ahora, es que de esos derechos que el
Estado tiene la obligación de garantizar nosotros, los ciudadanos, somos los sujetos. Somos nosotros, ciudadanos, los
que tenemos, los que detentamos, unos derechos que el Estado, porque los reconoce como tales derechos, y porque
nos reconoce a nosotros como sus titulares, debe asegurarnos. Por supuesto que podríamos conversar sobre esto un
rato largo. Incluso para introducir el interesante tema de los derechos cuyo sujeto no es, o no es solamente, un
sujeto individual (el ciudadano: cada uno de nosotros en tanto ciudadano) sino un sujeto colectivo: las audiencias,
por ejemplo, sujeto colectivo del derecho a recibir información de calidad, o el pueblo, sujeto colectivo del derecho a
usufructuar los beneficios de la existencia y el trabajo de la Universidad que sostiene con sus impuestos. Pero no me
propongo ingresar aquí a estas espesuras, ciertamente muy interesantes. Lo único que, más modestamente, quería
señalar es que los derechos que el Estado debe promover, defender, garantizar, tienen siempre un titular al que se le
deben. De otro modo: que de los derechos que reclamamos al Estado y que el Estado debe asegurarnos que
podamos ejercer, nosotros somos los sujetos.

De la inclusión, en cambio, no. De las políticas de inclusión, de las medidas de inclusión, de los planes de inclusión y
de los discursos sobre la inclusión ni nosotros ni ningún otro ciudadano ni ningún grupo de ciudadanos es sujeto,
sino objeto. En efecto, somos sujetos de derechos pero objetos de inclusión. Tenemos, nosotros, un derecho, somos
titulares, somos sujetos de un derecho que nos corresponde y que la ley nos reconoce y que por lo tanto el Estado
debe garantizar que podamos ejercer. Pero el sujeto de ese derecho que requiere del Estado y a favor del cual el
Estado debe movilizar sus recursos y su acción no es el Estado: somos nosotros. En cambio, no somos nosotros, sino
el Estado, el sujeto, el protagonista, el responsable de las acciones de inclusión social, educativa, previsional,
sanitaria o lo que fuera de las que nosotros, u otros individuos u otros grupos, somos en cambio los objetos. La
“población objeto”: así se dice.

Y hasta podríamos abundar sobre esa primera palabrita, población, y sobre todo lo que Michel Foucault nos ha
enseñado sobre el modo en que ella pone siempre a los individuos que la integran en posición de objeto, por así
decir, de las políticas y de los discursos que se dirigen a ellas y que hablan, en los dos sentidos en que puede usarse
la palabra que ahora escribo y destaco, sobre ellas. Pero no es necesario entrar aquí en muchos más detalles. Basta
dejar establecido, para resumir, que si los discursos sobre los derechos nos interpelan como los sujetos de esos
derechos que se nos atribuyen, los discursos sobre la inclusión nos solicitan como los objetos de esa inclusión de la
que somos, por así decir, beneficiarios. Primera diferencia, entonces. La segunda se refiere a la relación que
establecen las ideas de derecho y de inclusión con la noción, fundamental, de igualdad. Está claro que la idea de
derecho supone y reclama, al mismo tiempo, la idea de una igualdad fundamental entre las personas, y esto “por la
simple razón” –como se dice– de que los derechos son siempre, y necesariamente, universales. Los derechos son de
todos o no son. O no son derechos: son privilegios, son prerrogativas. Nadie diría, por ejemplo: “En este país todo el
mundo tiene derecho a casarse, siempre que sea heterosexual”, igual que nadie diría “En este país todo el mundo
tiene derecho a ir a la escuela, siempre que su apellido empiece con B o con F”. En esos casos no estaríamos ante un
derecho, sino ante un privilegio de algunas personas o grupos de personas en particular. Entonces: a diferencia de la
de privilegio, que presupone una relación desigual entre las personas o los grupos, y que naturaliza esa desigualdad
aceptando que algunas de esas personas o esos grupos pueden gozar de determinado bien, determinada posibilidad
o determinado beneficio del que otras personas u otros grupos, en cambio, quedan excluidos, la idea de derecho, la
postulación de que sobre ese bien, esa posibilidad o ese beneficio todos tienen un derecho, supone una relación
igualitaria, o la construye. La supone: todos somos iguales; ergo, todos tenemos tal y cual derecho. O la construye:
todos tenemos tal derecho; ergo, al menos en tanto titulares de ese derecho (ya que no en muchos otros sentidos,
en los que seguimos siendo diferentes: desiguales), somos iguales.

Y si esto último es cierto podemos cambiar la “o” que escribí recién por una “y”. La idea de derecho supone una
relación igualitaria y la construye: la refuerza si ya existe, la crea si no existía. En cualquier caso, pensarnos como
sujetos de unos derechos que nos corresponden y que se nos deben nos lleva a pensar, y a construir, sociedades más
igualitarias. En cambio, la idea de inclusión no supone la igualdad entre las personas, sino, al contrario, su
desigualdad. Su diferente acceso a un conjunto de posibilidades de las que gozan quienes están adentro de los
beneficios de tal o cual sistema y de las que no gozan quienes están afuera de esos beneficios, y a los que, justo
porque eso, es necesario hacer entrar: incluir. Y es aquí cuando la comparación entre las ideas de derecho y de
inclusión resulta más inquietante. La idea de derecho, dije recién, supone una relación igualitaria y la construye. Si yo
me represento como sujeto de un derecho, por ejemplo, a la educación, exigiré la educación que me corresponde, y
como en tanto sujeto de ese derecho soy igual a cualquier otro, reclamaré la misma educación que cualquier otro,
una educación de la misma calidad que cualquier otro. La idea de inclusión, estoy diciendo ahora, supone una
relación desigualitaria, y debemos preguntarnos si no contribuye también a reforzarla.

Quiero decir: Si yo me represento, no como sujeto de un derecho a la educación que me asiste, que me corresponde
(y que por ser un derecho universal tiene que serlo a una educación de la misma calidad que la de aquella a la que
tiene derecho cualquier otro), sino como objeto de una política de inclusión educativa, ¿reclamaré una educación
igual a la de cualquier otro, de la misma calidad que la de aquella a la que tiene derecho cualquier otro, de la misma
calidad que la de aquella que recibían –por ejemplo– quienes ya estaban adentro cuando una política de la que fui
objeto me incluyó a mí también, pero de los que la idea misma de inclusión me declara, de movida y por principio,
diferente? Y si yo no soy ya, en este ejemplo que estoy dando, el individuo que puede pensarse como sujeto de ese
derecho a la educación o como objeto de esa política de inclusión educativa, sino –pongamos– el profesor o el
funcionario o el bedel de la escuela o de la universidad en la que ese individuo desarrolla sus estudios, ¿será lo
mismo, pensaré del mismo modo mi propia tarea y mi propia responsabilidad, si pienso a ese individuo como el
sujeto de un derecho que lo asiste y que él busca ejercer en esa institución en la que yo trabajo o si me lo represento
como el objeto de una política inclusiva que lo ha depositado allí? Volveré un poco después sobre este asunto.

Pero antes quiero plantear lo que anuncié como la tercera diferencia entre estas dos ideas que animaron por igual,
durante los últimos años, las políticas y los discursos desplegados en materia educativa (y en tantas otras también)
desde el gobierno del Estado en la Argentina: la idea de inclusión y la idea de derecho. Esta tercera diferencia es un
poquito más difícil de exponer. Me gustaría hacerlo sugiriendo que estas dos ideas se sitúan, por así decir, en dos
planos diferentes de la realidad. La de inclusión, para empezar por la que me resulta definitivamente más sencillo
presentar, lo hace en lo que con cierta solemnidad llamaré el plano del ser, que es el plano de lo que cierto conocido
himno partidario llama la “realidad efectiva” de las cosas. Quiero decir: que cuando hablamos de inclusión, de
personas incluidas, de trabajadores o de amas de casa o de jóvenes o de ancianos incluidos en tal o cual dispositivo
laboral, educativo, previsional o lo que sea, hablamos de un hecho verificable en el terreno empírico, comprobable
en general en cifras: “seis millones de puestos de trabajo”, “tantos millones de nuevos jubilados”… Las políticas de
inclusión, que buscan corregir una desigualdad que también pertenece a ese mismo plano del ser, de la “realidad
efectiva” de las cosas (todos los hombres, todas las personas, de hecho, no son iguales: todas las personas, de
hecho, en la realidad efectiva del modo en que funciona el mundo, son desiguales: tienen distintas posibilidades
vitales, tienen distintas chances de desplegar sus –eventualmente idénticas– capacidades…), operan en el terreno de
los hechos y producen resultados que se pueden constatar en ese mismo terreno.

Cuando hablamos de “derechos”, en cambio, cuando decimos que tenemos un derecho, nos situamos en general en
un plano diferente. No es poco importante, me parece, reflexionar sobre este asunto, y para hacerlo un buen camino
puede ser el de preguntarnos qué decimos, qué queremos decir, cuando decimos que tenemos un derecho. ¿Qué
quiere decir la frase “Yo tengo derecho a… tal o cual cosa”? Por supuesto, si le hiciéramos esta pregunta a un
abogado positivista, nuestro interlocutor nos respondería que la frase “Yo tengo derecho a…” quiere decir que en la
Constitución, los códigos o las leyes del país donde vive aquel que la pronuncia está escrito que los ciudadanos
tienen derecho a eso a lo que él proclama tener derecho. Pero la verdad es que esta respuesta a nuestra pregunta es
muy poco interesante, y esto por dos motivos. Primero, porque muchas veces la Constitución, los códigos o las leyes
de un país dicen que los ciudadanos tienen derecho a cosas a las que, de hecho, no tienen derecho. La Constitución
argentina, sin ir más lejos, dice que los argentinos tienen una cantidad de derechos que de verdad no tienen, y es
porque no los tienen que seguimos luchando por hacerlos efectivos de una vez. Segundo, porque muchas veces
decimos que tenemos un derecho que la Constitución, los códigos o las leyes no nos reconocen, y lo decimos justo
porque no nos los reconocen, y para que lo hagan de una buena vez.
De modo que no: que las cosas son más complicadas. En primer lugar, y resumiendo los dos asuntos que acabo de
presentar, porque, aunque la militancia en pos del reconocimiento legal de ciertos derechos puede ser un paso
importante en la lucha por la efectiva vigencia de los mismos, el mero asiento de tales derechos en los textos que
conforman el plexo normativo de un país no los vuelven ipso facto derechos ciertos y efectivos de los que tengamos
la seguridad de que podemos disfrutar. En segundo lugar, por otro lado, porque la verdad es que muy rara vez
decimos que tenemos un derecho cuando en efecto lo tenemos. Nadie que puede comer dos veces por día, en
efecto, anda diciendo por ahí que tiene derecho a comer dos veces por día. Nadie a quien no le prohíban usar (en el
trabajo o en la escuela, por ejemplo) tal o cual indumentaria anda a los gritos diciendo que tiene derecho a hacerlo.
Nadie que puede elegir a sus representantes dice (ni se detiene mucho tiempo a pensar, generalmente) que tiene
ese derecho. Por el contrario, es el que no puede comer dos veces por día, vestir como se le ocurra o elegir a sus
gobernantes el que, lleno de una santa indignación que rápidamente compartimos, dice (aunque en rigor no sea
cierto, o mejor todavía: exactamente porque no es cierto) que tiene derecho a todo eso. En general no decimos que
tenemos los derechos que tenemos, y decimos que tenemos los derechos que, de hecho, no tenemos.

Rara paradoja, que está en el corazón de la riqueza que presenta esta cuestión que discutimos aquí, y que es la
misma que nos lleva a decir que somos iguales a todos los demás cuando, de hecho, somos manifiestamente
desiguales, y a preguntarnos en qué sentido, en qué plano o en relación con qué específica cuestión somos iguales, a
pesar, por detrás o por debajo de nuestra notoria desigualdad fáctica. ¿Diremos que nuestra desigualdad pertenece
al campo de lo que estudia la sociología, y que nuestra igualdad corresponde al plano de lo que postula la filosofía?
¿O la política? ¿Que somos “sociológicamente” desiguales, en el sentido de que de hecho somos desiguales, pero
“políticamente” iguales, en el sentido de que, en tanto ciudadanos, en tanto sujetos de derechos, somos iguales?
¿Diremos que somos desiguales “de hecho” e iguales “de derecho”, que somos desiguales en el plano (ya usamos
más arriba esta expresión: estamos tratando ahora de complejizar un poco el argumento), en el plano –digo– del ser,
e iguales en el del deber ser? No es seguro que la cosa sea tan sencilla, porque lo cierto es que lo que la gran filosofía
contemporánea nos ha enseñado (pienso aquí, claro, en la obra de Jacques Rancière) es que la igualdad radical entre
los hombres no es una igualdad apenas de derecho, “abstracta” o de principio, sino que esa igualdad de derecho se
sostiene sobre una igualdad radical de nuestras inteligencias y de nuestros talentos: que si todos tenemos por igual –
en relación, por ejemplo, con el punto que aquí nos interesa: el del derecho a la educación, el de la educación como
derecho– un derecho a aprender es porque todos tenemos la misma capacidad o competencia para hacerlo.

En su hermoso libro sobre el pensamiento del autor de El maestro ignorante y de El filósofo y sus pobres, Federico
Galende glosa el modo en que el filósofo francés recurre a las reflexiones contenidas en La eternidad por los astros
de Louis Auguste Blanqui para sostener su tesis de una igualdad radical de todas las inteligencias. Blanqui, preso
durante buena parte de su vida en una pequeña celda apenas provista de una ventana por donde mirar, por las
noches, las estrellas, observaba que desde hace miles y miles de años todos los hombres (varones y mujeres, ricos y
pobres, letrados e iletrados) se han sentido atraídos, maravillados, por el misterioso espectáculo del cielo estrellado,
que desde hace miles y miles de años todos ellos han sospechado que en ese magnífico espectáculo hay una suerte
de mensaje cifrado para nosotros, que desde hace miles y miles de años todos ellos se han preguntado cuál es ese
mensaje, y que desde hace miles y miles de años todos ellos por igual, exactamente igual, han fracasado en el
intento de responderse esa pregunta. Esa idéntica incapacidad, esa idéntica impotencia, esa conmovedoramente
idéntica ignorancia (el verdadero tema de Rancière no es el saber, sino la ignorancia), nos iguala de una manera
radical, inapelable, demuestra que de hecho, y no sólo de derecho, “todos los hombres son iguales” y funda, sobre la
evidencia palmaria, incontestable, de esa igualdad de hecho, la posibilidad de postular nuestra igualdad también en
el terreno del derecho. Y de los derechos: todos tenemos los mismos derechos, porque todos somos, de hecho,
iguales. Si no fuera así, si de verdad, de hecho, todas las personas fuéramos (nada más que) desiguales, el postulado
de un derecho igualitario de todas ellas a disfrutar de unos mismos bienes o posibilidades no pasaría de ser un
postulado más o menos voluntarista, y tendrían razón aquellos que, con sonrisita sobradora y haciendo pasar su
incomprensión de esta igualdad fundamental entre los hombres por un conocimiento más cabal de cómo funcionan
de verdad las cosas, nos explican a diario que somos unos muchachos macanudos pero que nuestra pretensión de
que todos tengan un igual derecho a aquello que están desigualmente preparados para recibir no hace más, en el
fondo, que generar seguros desengaños posteriores, y por lo tanto es una pretensión equivocada. Eso cuando nos
dicen que somos unos muchachos macanudos: otras veces nos dicen que somos unos estafadores seriales, unos
demagogos imperdonables y unos populistas sin remedio, que no hay derecho a decirles a los jóvenes que están
preparados para ejercer un derecho que no tienen condiciones adecuadas para ejercer, y que sería menos cruel
dejarnos de macanas con esta cantinela del derecho y permitir que sean incluidos (inclusión sí, derechos no) allí
donde están preparados para serlo con provecho para ellos y para la sociedad, y sin tener que temer futuras
frustraciones. Lo que nos va acercando entonces al último problema que querría considerar acá, que es el problema
de la calidad de la educación. Problema que adquiere un especial interés o dramatismo cuando se lo asocia al otro
problema al que tanto la idea de la educación como un derecho cuanto la idea de inclusión educativa nos conducen,
que es el problema de la cantidad. De la masificación. Del número. La pregunta que con frecuencia se plantea en
contextos de ampliación de las posibilidades de acceso a las instituciones educativas es, palabras más, palabras
menos, la pregunta por cómo seguir ampliando esas posibilidades de acceso, cómo seguir ampliando el derecho de
los jóvenes a la educación, cómo seguir incluyendo jóvenes en el sistema educativo, “sin bajar la calidad”, sin afectar
la calidad, sin disminuir la calidad. La pregunta se hace, como digo, todo el tiempo, y en general se la hace y se la oye
hacer sin mayor escándalo, como si fuera de suyo que entre la calidad y la cantidad, que entre la excelencia y la
masividad, que entre una escuela o una universidad buena y una escuela o una universidad para todos hubiera una
contradicción en términos, o, por lo menos (porque si se tratara de una contradicción en términos la pregunta
carecería de sentido), o por lo menos –digo– una tensión que, por lo que se deja ver en el modo mismo en que se
formula la pregunta, parece suponerse ilevantable. Y que puede condicionar, si no se cuestiona frontalmente, el
modo de pensarse una política de inclusión educativa que, en nombre de la importancia de la incorporación de
nuevas camadas de estudiantes, se plantee de buena fe, como si fuera necesario, la pregunta por cuál de los dos
términos de la relación que estamos presentando se debería (como a veces se dice: “llegado el caso”) resignar. O se
felicite porque, aunque la educación que garantiza no sea la de la más alta calidad, la garantiza para todas las chicas
y todos los muchachos que buscan acceder a ella, y que por eso deberían celebrar esta posibilidad que se les brinda
sin andar mirándole los dientes al caballo al fin de cuentas regalado ni pretender tener acceso al mismo tipo de
educación al que accedían las chicas y los muchachos de su edad cuando la educación era cosa de unos pocos. O a la
que siguen accediendo hoy mismo las chicas y los muchachos de su edad que además tienen más dinero que ellos.
No digo que todo pensamiento sobre la inclusión tenga que terminar en este tipo de razonamiento. De hecho,
sostengo que no tiene por qué terminar en este tipo de razonamiento, y que en la experiencia argentina de los
últimos años, que es la que aquí estamos teniendo como referencia de estas consideraciones, con mucha frecuencia
no terminó en este tipo de razonamientos. Lo que digo es que para no terminar en este tipo de razonamientos ese
pensamiento sobre la inclusión debe serlo también, al mismo tiempo (como lo fue con frecuencia en esa experiencia
argentina más reciente), sobre lo derechos.

Porque es cuando la cuestión se plantea en términos de derechos que todas estas confusas contraposiciones se
desvanecen de inmediato. Porque el derecho a la educación (no lo dijimos todavía, pero es obvio: en todo caso, vale
la pena explicitarlo ahora) no es solamente el derecho a ingresar sin restricciones a las instituciones donde esa
educación se imparte: es el derecho a ingresar, naturalmente, pero también el derecho a aprender, y a avanzar, y a
recibirse, y a hacer todo eso en plazos razonables, y a hacer todo eso sin tener que soportar humillaciones ni
desprecios, y a hacer todo eso –que es lo que aquí quiero decir– en los más altos niveles de calidad. Entre la idea de
derecho a la educación y la idea de educación de calidad hay una relación de mutua determinación y de necesidad
recíproca. En una dirección, porque en la medida en que pensamos la educación como un derecho (por definición,
universal: los derechos, dijimos, son universales o no son), y al Estado y a las instituciones educativas como los
encargados de garantizar ese derecho universal, es obvio que no podemos imaginar una educación de calidad si esa
educación no es para todos. Si no pensamos de este modo, si no pensamos la educación como un derecho, es decir,
como algo que tiene que poder ser para todos, sí podemos pensar una educación de calidad que lo sea sólo para
algunos. Pero si pensamos la educación como un derecho, queda implícita en la idea de calidad de esa educación la
idea de que la misma tiene que ser para todo el mundo. Pero tan importante como esto es que, en la otra dirección,
una educación (un sistema educativo, una institución educativa) sólo es verdaderamente para todo el mundo si es,
para todo el mundo, de la más alta calidad. Si no, si cree que puede ser para todos sin imponerse ser, para todos,
excelente, es una mentira, una engañapichanga, un fraude, que termina confirmando, bajo la coartada de un
pensamiento sólo en apariencia diferente, los peores prejuicios de la derecha más elitista y más conservadora. Con
la que acaso comparta la sospecha de que los más no pueden hacer, en el mismo nivel de calidad, lo mismo que los
menos. Con la que acaso comparta los prejuicios que la llevan a pensar que no hay que abrir demasiadas
expectativas hacia los sujetos más desprovistos de capitales culturales, tradición educativa y bibliotecas familiares.
Con la que sin duda comparte la responsabilidad por seguir reproduciendo un sistema de jerarquías y de diferencias
que ha decidido que no puede transformar. Es contra esos prejuicios y contra esa decisión que nosotros queremos
subrayar aquí, digo entonces en resumen, que no hay calidad si no es para todos, y que no hay “para todos” si no es
con las más altas exigencias de calidad.

¿Que no es sencillo? ¿Que no es soplar y hacer botellas? ¿Que no hay que ser un reaccionario para advertir que esta
“calidad para todos” es un objetivo dificilísimo de lograr, y que no es un factor ajeno a ello el nivel, los
conocimientos, la formación con que muchos de nuestros estudiantes –por regla general los socialmente más
desfavorecidos– salen de nuestras escuelas primarias y llegan a las secundarias, salen de nuestras escuelas
secundarias y llegan a la Universidad? ¡Por supuesto! Por supuesto que ése es un problema que tenemos y con el
que tenemos que lidiar, y es justo por eso que es fundamental poner en el centro de nuestros esfuerzos en favor de
una educación de calidad para todo el mundo la cuestión, fundamental, de la docencia. De una docencia, desde
luego, reconocida y bien remunerada, de una docencia responsable y a la altura de su misión, de una docencia que
no busque en los déficits de los niveles anteriores el pretexto para excusarse del cumplimiento de sus deberes, que
no desprecie a sus estudiantes ni busque en ellos, en sus “problemas”, las causas de nuestro fracaso en nuestra
tarea de enseñarles (como si hubieran sido “otros”, distintos de nosotros mismos, los que en los niveles educativos
previos a aquel en el que a nosotros no toca intervenir no hicieron lo que deberían haber hecho), que reemplace una
actitud de culpabilización de los estudiantes por una pregunta reflexiva sobre las cosas que no estamos haciendo
como deberíamos. Que pueda entender que los estudiantes no son objetos de carencias sino sujetos de un derecho
que un poco a tientas, y sin saberlo del todo ellos mismos, buscan ejercer, y que nosotros, sus docentes, tenemos la
obligación de garantizarles. Todas estas cosas pudieron pensarse, y se pensaron mucho, en la Argentina, durante los
años a los que aquí nos hemos referido. Pudieron pensarse y se pensaron bajo el muy fuerte estímulo de un
gobierno del Estado nacional que no sólo sostuvo una retórica de la inclusión y los derechos, en el campo de la
educación y en muchos otros, particularmente sistemática, sino que acompañó esa retórica con una cantidad de
líneas de política tendientes a hacer efectiva esa inclusión y a garantizar esos derechos. Hoy la cosas han cambiado, y
eso nos exige redoblar nuestro esfuerzo militante, pero también nuestro esfuerzo conceptual. Se trata de pensar el
lugar del Estado en la garantía de un derecho que los propios gobernantes de ese Estado no demuestran
representarse como tal, se trata de perseverar en un modo de pensar las cosas que estamos convencidos de que no
es necesario abandonar sólo porque el justo y legítimo mandato del voto popular haya puesto en el gobierno del
Estado a un grupo que piensa de otro modo. La vida en democracia es siempre una ocasión para discutir y disputar
los modos en los que piensan los distintos grupos y las grandes mayorías nacionales. Llámese a eso lucha por la
hegemonía o como se quiera: es preciso empeñarnos en ella hoy más que nunca, porque es en el contrapunto con
otros paradigmas y otros universos de conceptos, principios y valores donde tenemos ahora que probar la
pertinencia y la mayor justicia de una idea de la cosa pública, de la res publica, asociada a los intereses y al bienestar
de todos y no a la preservación de los privilegios de las minorías y al puro funcionamiento de las leyes del mercado.

Referencias bibliográficas:

Foucault, Michel, Seguridad, territorio, población, FCE, Buenos Aires, 2006

Galende, Federico, Rancière. Una introducción, Quadrata-BN, Buenos Aires, 2012

Rancière, Jacques, El filósofo y sus pobres, UNGS-INADI, Buenos Aires, 2013

Rinesi, Eduardo, Filosofía (y) política de la Universidad, UNGS-IEC, Buenos Aires, 2015

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