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D Žja
de don Timoteo

E n la región de Los Tuxtlas, en


el estado de Veracruz, hay una casita
de adobe perdida en las montañas.
Allí vive don Timoteo, un anciano a quien
todos consideran el hombre más sabio
del lugar. Don Timoteo no es juez ni ocupa
algún cargo público. Sin embargo, la gente que
vive en los caseríos cercanos suele ir a verlo con el fin
de que resuelva los conflictos surgidos entre ellos. Su
palabra es ley. Esto quiere decir que todos lo respetan
y acatan sus resoluciones. Cuando él ordena algo, no
hay quien se atreva a desobedecerlo. Una mañana
llegaron hasta su vivienda dos muchachos. Venían
de San Andrés. Lo encontraron afuera
de su casa, sentado en un equipal.
Conversaba con un matrimonio que
había ido a pedirle consejo, así que los
recién llegados tuvieron que esperar su
turno. Una vez que la pareja se retiró, don
Timoteo hizo un ademán para que los muchachos
se aproximaran. Cuando estuvieron cerca, el anciano
los reconoció: eran Artemio y Eduardo, los hijos
de un próspero ganadero fallecido días antes.
“Bienvenidos, jóvenes. Lamento mucho la
muerte de su padre, era un buen hombre”,
les dijo. Luego preguntó a qué se debía
su visita. Aun antes de que alguno
comenzara a hablar, el anciano

116 • Unidos con valor


se dio cuenta de que existía entre los hermanos una gran rivalidad. Sus rostros
reflejaban odio. Artemio tomó la palabra para explicar que su padre les había
heredado una fortuna, la cual no era muy grande pero tampoco pequeña. El
ganadero había dividido sus bienes en dos partes para que, al morir, cada uno
de sus hijos recibiera lo mismo que el otro. “Qué bien”, les dijo don Timoteo.
“Pero no veo cuál es el problema.” Entonces hablo Eduardo: “Lo que
sucede es que papá dispuso que ambos recibiéramos la misma
cantidad, pero mi hermano se quedó con la mayor parte de la
herencia. ¡Eso no es justo!” Estas palabras alteraron a Artemio,
quien lo interrumpió: “¡Es mentira! Fuiste tú quien se quedó
con más”. Cada hermano acusaba al otro de ser un ladrón.
Ambos comenzaron a gritarse. Luego se pusieron de pie,
como si se dispusieran a pelear. Don Timoteo los observó
sin decir nada mientras acariciaba su larga
barba blanca. Pasado un rato, hizo un gesto para
imponer silencio y exclamó: “Dejen de discutir
y vuelvan a sentarse”. El anciano reflexionó durante
unos segundos. Se dio cuenta de que los hermanos
estaban dominados por la codicia, y eso les impedía
pensar con claridad. “Vamos a ver si entendí —dijo—.
Tú, Artemio, afirmas que tu hermano se quedó con la
mayor parte de la herencia. ¿Estás seguro de que fue así?”
Artemio asintió con la cabeza. “Y tú, Eduardo, dices que eso no
es cierto, que es tu hermano quien recibió más que tú. ¿También
estás seguro?” Eduardo dijo que sí. Entonces el anciano se puso de
pie para dar su veredicto. Dijo que si los dos estaban convencidos
de que el otro se había quedado con una parte mayor, él les ordenaba
intercambiar sus respectivas herencias: “Artemio, entrégale
tu parte a Eduardo. Eduardo, haz lo mismo con la tuya. Así
los dos estarán satisfechos, pues ambos aseguran que el
otro tiene más”. Luego de decir esto, don Timoteo les
ordenó que se fueran. Durante el camino de regreso,
los hermanos se dieron cuenta de la sabiduría del
anciano y reconocieron que ambos se habían
dejado cegar por la ambición.

¿Y tú qué piensas…?

• ¿Por qué piensas que don Timoteo era tan respetado?


• ¿Te parece justa la manera en la que el anciano resolvió
el conflicto de los hermanos?
• Si estuvieras en su lugar, ¿cuál habría sido tu decisión?
• ¿Crees que está bien que dos hermanos se peleen por
una herencia?

Justicia • 117

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