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EPO 15 Turno Matutino Mtra.

Grizel Ruelas Santamaría


Dedico esta historia a una mujer que hizo posible la lucha de independencia, que dio libertad a
nuestro país: Josefa Ortiz de Domínguez, la Corregidora de Querétaro

LA MUJER DE INDEPENDENCIA

Ella, de mirada fuerte, pero llena de amor, lo tenía enamorado, desde el Colegio de las
Vizcaínas, donde la había visto y robado el corazón por primera vez.
- ¡Josefa! ¡Josefa!... Zenaida ¿sabes dónde está mi mujer?
- No señor corregidor, sólo dijo que estaba cansada y se fue a la biblioteca.
- Seguramente recorta sus periódicos… ¡gracias muchacha!
Josefa Ortiz de Domínguez se encargaba de la notificación para entregar a Ubaldo, quien era
fiel servidor del movimiento y del padre Hidalgo. Aquella noticia debía ser llevada con sigilo y
rapidez, así que ella se encargaba.
Su menuda figura se movía nostálgica caminando entre árboles, mirando a lo lejos los ricos
sembradíos trabajados por indios, que no eran los dueños, viendo las parcelas que no les
pertenecían a quienes dejaban su vida entera en ellos… En ese momento, un mozo desmontó
y se acercó a ella.
- Ubaldo, ¡tenga usted buena tarde! cambiaron los planes, alguien los sigue muy de
cerca, tengan cuidado, estoy con ustedes, no lo olvide, media noche…
Al llegar a su casa, la mesa estaba dispuesta para la comida familiar, pero pasó de largo a la
biblioteca pues le pareció escuchar la voz de su esposo Don Miguel Domínguez.
- ¡Mire nada más quien llega mi querido capitán!, mi amada esposa y futura suegra suya,
dijo el corregidor, mientras pasaba el brazo por la espalda de su Josefa. -¡siéntese mi
estimado Ignacio!
- Muchas gracias Don Miguel, agradeció Ignacio Allende amigo de la familia y aliado de
la causa de Independencia.
- Capitán Ignacio, señaló la Corregidora, precisamente quería informarle que Chayo “La
cohetera” nos ha dicho que aquí en Querétaro ha visto hombres del Virrey rondando
por la casa de los González…
- ¡Mujer! insistió el corregidor ¿Otra vez arriesgándote por estas calles de Dios a la luz
del día? Alguien puede verte y estarás en la mira del Virrey.

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- No se preocupe Don Miguel, señor mío, siendo la corregidora pocas sospechas habrá
sobre mí.
- Sin embargo, señora mía, preferimos que actúe con cautela, señaló Ignacio Allende
preocupado.
De pronto Zenaida tocó fuertemente, todos guardaron silencio, se dirigieron a la puerta y al
abrirla descubrieron a los ocho hijos de la familia Domínguez Ortiz, quienes esperaban a sus
padres para la comida. Dolores, la mayor, se sonrojó al ver a su prometido, el capitán Allende,
quien besó su mano, para disculparse pues tenía algunas diligencias pendientes.
Durante la comida, Josefa, miró a su esposo, ese hombre valeroso, justo, honrado; quien a
través de sus estudios en Derecho había llegado hasta la correduría de Querétaro, ahora a
pesar de su puesto de poder, apoyaba los ideales de justicia, igualdad y libertad que en ella
se gestaban.
- Madre, ¿es verdad que los Jiménez tiene brotes de viruela y por eso el padre Juan no
puede visitarlos?
- No Micaela, lo que tienen, son pocas monedas para comprar tortillas, ayer que los
visitamos tus hermanas Ignacia y Juana, también escucharon al Dr. Munguía cuando
nos dijo que tenían fiebre de tanta hambre como la mayoría de los niños del pueblo.
Mariana y José “chico” miraban con admiración a su madre, conocían de pocas mujeres tan
aguerridas, dispuestas ayudar, en un tiempo donde la mujer estaba destinada a la cocina y
labores sociales. Los jóvenes ignoraban que ella, su progenitora, sin haber aprendido a trazar
letras, sin haber asistido a la escuela, sólo recortando páginas de algunos periódicos como
“La Gaceta de México” y “El Pensador Mexicano” enviaba con la “cohetera” mensajes a sus
compañeros de la causa de Independencia.
- Mi querido esposo ¿Cómo es que no podemos hacer nuestra labor más allá de esta
tierra queretana? ¡Cómo me gustaría que hubiera más hombres comprometidos y
menos mujeres sin miedo!
- También hay hombres con miedo mujer, por eso matan, enjuician a todo el mundo,
temen que los desbanquen de los puestos de poder, que los señalen diciendo: ¡Ahí va
ese que me quitó mis hijos, mi tierra!
Como apoyo para reunir a las cabezas del movimiento, se hacían grandes fiestas en casa de
los Domínguez. Ya entrada la noche comenzó la reunión. Epigmenio y Emeterio González, el
capitán Ignacio Allende, el cura Miguel Hidalgo, llegaron de los primeros. Abogados, militares,

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burócratas, comerciantes. Había buenos vinos y bocadillos pero no eran tan socorridos, pues
todos tenían hambre de información y justicia.
El plan era comenzar todo ahí en la ciudad de Querétaro, el 1 de octubre de 1810. Los
González tenían armas y municiones bien resguardadas bajo llave. El cura hablaba durante el
sermón sobre ideas de libertad, además les enseñaba a algunos indígenas a leer.
Durante ese tiempo, más tertulias y reuniones, cafés de la tarde, fueron testigos de la
gestación del movimiento. Criollos, mestizos e indígenas en busca de libertad.
Llegó el mes de septiembre de 1810, ya estaba todo listo, pero aún cuando en las reuniones
se juraba lealtad, alguien los denunció y el juez Eclesiástico Rafael Gil de León, obligó a Don
Miguel Domínguez que como corregidor ordenará el cateo del domicilio de los hermanos
González.
Irremediablemente encontraron las armas; los hermanos fueron apresados y fusilados sin
ningún miramiento.
Josefa desesperada al enterarse pidió a su esposo que avisara a los demás compañeros,
temía por la vida del resto, pero el Corregidor sabiendo de los arrebatos de su mujer, la
encerró en una de las celdas más alejadas del piso superior, y se llevó la llave.
- ¡Ábreme Miguel! ¡Sabes que puedo salir de aquí en cualquier momento! ¡No podemos
echar a perder el trabajo de tanto tiempo! ¡Juramos fidelidad!...
Desesperada se quitó un zapato para golpear los barrotes de la celda, pero nadie la escuchó,
comenzó a empujar la puerta, pero fue inútil. Recordó que Don Ignacio Pérez, alcalde de la
cárcel, era parte de los conjurados, así que esperó a que anocheciera. Nuevamente tomó su
zapato y con el tacón, golpeó fuerte el piso de madera, para que la oyeran.
En su dormitorio, Don Ignacio comenzó a escuchar sobre su cabeza, como si alguien quisiera
matarlo, despertó sobresaltado, escuchó atentamente, percatándose que el ruido venía de
una de las habitaciones alejadas y por el orificio de la llave, pudo ver a Doña Josefa.
- ¡Vamos Don Ignacio! ¡Corra! Ensille su caballo, vaya a la Congregación de Nuestra
señora de los Dolores, en San Miguel el Grande. Avise al capitán Allende y al cura
Hidalgo que todo se ha adelantado, ¡Han descubierto la conspiración! ¡El movimiento
debe comenzar! ¡Viva la Libertad! ¡Viva la Independencia!
Sin pensarlo, el alcalde salió apresurado a dar la noticia. Era la madrugada del domingo 16 de
septiembre de 1810.

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LA HISTORIA

En algún tiempo existió un libro mágico, de empaste simple, en tono azul pálido, de gran
tamaño. En lo alto de la montaña silenciosa se le podía encontrar siempre abierto y dispuesto
a recibir la mejor historia.

Cuenta la leyenda, que el libro esperaba que alguien pudiera escribir una historia realmente
profunda, hermosa, conmovedora, sincera, real, tanto, que esa persona vería cumplidos todos
sus anhelos.

Al saberlo, primero en los pueblos cercanos, y luego en los más alejados, ancianos, enfermos
acudían a él en busca del secreto del bien morir. Jóvenes de todas las edades, ingenuos e
inquietos luchaban entre ellos a muerte para ser los primeros en llegar, pues creían tener el
mejor relato.

Las mujeres jóvenes hablaban del amor o desamor, las madres de sus hijos o hijas, los
padres de sus necesidades… Miles subían aquella imponente montaña, ponían en sus hojas
lo mejor de ellos, escribían días o hasta meses. Sin embargo, aquel libro tomaba el texto, lo
absorbía, lo borraba, dejaba sus hojas en blanco para esperar al siguiente.

En su único tomo, se mantenía en lo alto, con paciencia observaba alrededor admirando el


tesón de cada uno por dejar plasmada su mejor historia. Esperaba, porque no sabía si alguien
tendría la luz que llenaría sus páginas y le permitiría descansar para siempre.

El mayor anhelo del libro era cumplir los más grandes sueños del dueño o dueña de esas
líneas buscadas, usando todo su poder.

Una mañana cálida, un hombre caminaba con paso firme entre todos aquellos que
cotidianamente trataban de cumplir sus sueños. Aquel hombre cargaba un costal con
anécdotas, vivencias extremas y muchas de las cosas más significativas de su vida.

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El hombre miraba alrededor, seguía algunos senderos, trazaba otros, jugaba, pasando de
camino en camino, pero siempre en ascenso. El costal, se llenaba a cada paso, sin embargo,
indescriptiblemente cada vez pesaba menos.

Ya el sol se ponía en el horizonte cuando se paró frente al gran libro, miró aquellas hojas
blancas, brillantes, pesando qué de todo aquel contenido de su costal podría ser lo mejor.
Sintió como su estómago se estremecía, el aire fresco de la montaña lo volvió a la realidad y
se percató que no era el único en espera, pero sí uno de los más cercanos al mágico ser.
Parpadeo varias veces ¡No lo podía creer! ¡Estaba ahí a punto de logarlo! de pronto,
volteando a su izquierda miró a alguien que no recordaba haber visto ahí segundos antes, una
mujer.

Aquella chica no estaba ahí cuando él llegó, pensó, el toque repentino de esa mano tan liviana
y femenina, en su hombro lo sobresaltó provocando que soltara aquel enorme costal
desparramando por la colina todo aquello que hasta ahí había llevado.

El hombre, miró para todos lados, observando como todas aquellas narraciones huían,
volaban, se hacían trizas a los lejos.

Fue hasta ese momento que sintió que todo aquello era muy poco, creyó que su última
esperanza no era ninguna de aquellos relatos coleccionados en su vida, ni a lo largo de su
ascenso.

Su corazón se contrajo ¡No había historia perfecta! Buscó la aprobación en los ojos de la
chica. Ella tomó dulcemente la mano del hombre, sonrío, entrelazó sus dedos, le dijo: Siempre
he estado aquí. Dos gotas cayeron de los ojos del hombre a las páginas abiertas del libro
mágico, y éste, brillando con una luz intensa, inmensa, maravillosa, desapareció.

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CAMINO

Durante un lapso de tiempo relativo un hombre media sus pisadas. Las midió con aquello que
todo el mundo conocía; sin embargo, dudaba, pues ni aún los kilómetros eran lógicos.
El objetivo era sin duda medir, desde el punto de inicio, hasta el punto en que se encontraba.
No obstante los pasos firmes, dudaba.
Para comenzar a medir debía iniciar

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